Trilogia de La Ocupacion - Patrick Modiano

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ÍndicePortadaChez ModianoEl lugar de la estrellaLa ronda nocturnaLos paseos de circunvalaciónNotasCréditos

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CHEZ MODIANO

E l Journal inutile, de PaulMorand, comienza en 1968, año enque Patrick Modiano obtiene elPremio Roger Nimier por El lugarde la estrella, su primera novela.En el jurado está Paul Morand, peroel Journal inutile comienza el 1 dejunio y el jurado se ha reunido enabril. O sea que no quedareferencia morandiana de las

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deliberaciones o de la impresiónque le causa la novela de Modiano.Pero como nada es casual enMorand, este diario, al que será fielhasta la grafomanía, surge en plenaresaca de Mayo del 68. Por otrolado, Mayo del 68 es uno de lossímbolos de la generación deModiano. Cuando estalla, él tieneveintitrés años.

El 8 de enero de 1969, Morandescribe una antipática nota sobrelos judíos (Morand escribirábastante sobre los judíos en el

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Journal inutile y lo hará tambiéncon la larga resaca del Mayo del 68de su propia generación; es decir,el antisemitismo). Al día siguientetiene invitados a comer en casa: unode ellos es Patrick Modiano, lanueva estrella parisina. Nadaapunta al respecto; sólo un poco delnamedropping habitual en tantosdiarios. Más adelante, en abril,escribe sobre el Premio Nimier:«No todos los años tendremos unModiano entre nosotros parahincarle el diente.» Se refiere, aquí

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sí, a El lugar de la estrella,premiado el año anterior, y encierto modo se equivoca: esemismo año, aunque ya no puedaparticipar en el premio, Modianopublica La ronda nocturna. («Entreel realismo y la realidad poética»,apuntará, cuando lo lea, Morand enel Journal...) Ambas novelas, juntocon Los paseos de circunvalación–publicada en 1972–, forman lo queha venido en llamarse la Trilogíade la Ocupación. Escrita –escritoslos tres libros, deslumbrantes

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todos– entre los veinte y losveintiséis años. Algo que hoy estáolvidado, pero que –más frecuenteen un poeta– no deja de serprodigioso en un novelista.

En este caso, una oberturafulgurante: como si Scott Fitzgeraldy Dostoievski salieran juntos decorrería nocturna y en vez de bareshubieran visitado varios círculosdel infierno con un espíritu entre lafrescura fitzgeraldiana y elfatalismo nihilista del ruso,mezclado con cierta atmósfera a lo

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Simenon. Su Virgilio burlón es, sinduda, Céline. Y del equilibrio entretodos surge Modiano. ¿Su estilo?:una respiración lenta e hipnótica,con el dring cristalino y el swingjazzístico de los felices veinte,desplazado hacia la luz negra de unfragmento de los primeros cuarentaeuropeos, que aporta el ingredientedelirante. Sin olvidar ni el chicmorandiano, ni la cosificación delNouveau Roman, ni las listas a loPerec, por supuesto. De esaliteratura surgirá un adjetivo nuevo:

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modianesque, modianesco. Queutilizarán todos los connaisseurs desu mundo, tan particular,empezando por uno de sus primerosexégetas: el gran cronista y críticoBernard Frank, su inventor.

Pero no todo es tan fácil.Francia, a finales de los sesenta,principios de los setenta, no hadigerido todavía la Ocupación. Losimpecables efectos del bálsamo DeGaulle persisten. Y surgen voces –también entre la crítica– que dicenno entender por qué Modiano,

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nacido en 1945, escribe sobre unaépoca que no ha vivido. Elargumento, tanto literaria comofilosóficamente –hablo de unpensamiento literario–, es absurdo;de tan débil que es, se derrumbasobre sí mismo y cae. Pero han depasar años para que esa caída lovolatilice. Es utilizado una y otravez, y no es difícil imaginar laperplejidad del novelista a l leerlo.¿Desde cuándo, Stendhal aparte, lanovela es sólo un espejo a lo largodel camino? O mejor: ¿desde

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cuándo ese camino tiene laobligación de ser estrictamentecontemporáneo de la vida de suautor? ¿Desde cuándo la vida de unescritor es sólo la experienciavivida? Experiencia, por otro lado,que aparecerá camuflada –tambiénuna y otra vez– en el resto de susnovelas hasta llegar a ese puerto dearribada, ya sin velas queensombrezcan la cubierta, que esUn pedigrí.

La segunda acusación –que seextenderá al lector español de

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finales de los setenta, los ochenta yparte de los noventa– será larepetición. Que se resume en unfalso apotegma: Modiano ha vueltoa escribir el mismo libro. Mientrassus fieles esperábamos,precisamente, ese «mismo libro»que no lo era. Y resulta curioso quesea con otra novela referida en sutotalidad a la Ocupación –DoraBruder, publicada en 1997 y aquíen 1999– cuando regrese la fiebreModiano –tanto en España como enFrancia–, surgida en nuestro país

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entre quienes no lo habíanfrecuentado con anterioridad einstalada, parece, definitivamente.Se ve que hay ocasiones en que lasmodas pueden contribuir a lajusticia poética.

Pero dejemos eso. La Trilogía dela Ocupación –expresión de lacrítica francesa Carine Duvillé–representa el despliegue del Angstmodianesco, el tapiz desde el cualse desprenderán distintas figuras ydistintos motivos a lo largo de toda

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su obra, pero que en estas tresnovelas se despliega con un talentode gran potencia –recordemos unavez más su extrema juventud en elmomento de escribirlas– y con lavivencia de la culpa del pasadoinmediato y, por tanto, familiar, enel doble sentido de la palabra. Sudensidad –pese a su aparenteligereza narrativa– se hace a vecesirrespirable. La Ocupación –yrepito: su culpa– se convierte así enun territorio mítico, en el espaciode los mitos, mientras que la

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familia –su falta de normalidad, laheterodoxia del raro e intermitentejuego de ausencias y presenciaspaterna y materna, como si alnarrador lo hubieran arrojado, solo,al mundo– se convierte en la novelade una vida. En la novela, también,de la identidad, ese eje modianescoalrededor del que bailan El libro defamilia, Calle de las TiendasOscuras, Tan buenos chicos ,Domingos de agosto o Villa Triste.D e a hí q ue l o autobiográfico, enM o d i a n o , tenga idéntica

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importancia que la turbiedad de losocial y uno y otro sean lugares deconflicto y paisajes de ladesolación. Lugares equívocosdonde nadie pisa con seguridad;paisajes de donde surge laliteratura.

La Ocupación, «su olorvenenoso», escribirá Modiano.Pero como quien aspira un opiáceoy se adentra en la memoria y sudelirio. Una memoria, lamodianesca, que no funciona conmeticulosidad proustiana, sino a

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través de la niebla, lo que configurauna particular narrativa deatmósferas. Una narrativasonámbula entre el día y la noche –entr e chien et loup, llaman losfranceses a ese momento dondeconfluyen la luz y la oscuridad–. Y,en esa luz neblinosa y oscura, lafigura del padre: Alberto Modiano,un judío de familia procedente deSalónica, q u e sobrevivió e n losnegocios del mercado negro de laFrancia ocupada relacionándosecon distintos sujetos de la Gestapo.

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No alemanes, sino collabos.Tampoco su madre, una actrizbelga, está al margen: amistades dela noctambulía cómplice con elocupante –su vecina Arletty yotras– y sesiones de doblaje en LaContinental. La Ocupación, su olorvenenoso. Lo que se disfrazabanarrativamente en El libro defamilia, aparece con todas susletras autobiográficas en Unpedigrí. O sea que mientrasModiano nos cuenta una época novivida por él –por ceñirnos al

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reproche–, nos está hablando de unaépoca donde centra su propioorigen, la voluntad de perfilar unaidentidad tan borrosa como esaépoca, y en esa voluntad, sudestino. Rimbaud escribió: «Pardélicatesse j’ai perdu ma vie.» EnModiano sería al revés: «Pardélicatesse j’ai sauvé ma vie.»Haciendo de esa salvación toda unaliteratura. Una de las mejores delsiglo XX francés.

El título de El lugar de la

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estrella es un equívoco. L a placede l’étoile indica tanto un lugar dela topografía parisina (ahí donde elArco de Triunfo) como el lugardonde los judíos debían llevar laestrella de David amarilla prendidaa la ropa. De ese equívoco, la vozdelirante de su protagonista, unjoven judío rico, amigo deocupantes y colaboracionistas, quearma, a lo largo de la novela, elsoporte ideológico delantisemitismo y su carácter detraición a la humanidad. Será

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tiroteado por sus propios amigos ydespertará en el diván del doctorFreud, que le asegura que él no esjudío y que lo suyo sonalucinaciones.

Sin abandonar el deambularalucinado, la protagonista de Laronda nocturna no es una idea, sinouna ciudad; la ciudad: París,distrito XVI. París asediado: tantospisos vacíos por asaltar. Paríssonámbulo. París a punto de serocupado por los nazis. Parísnoctámbulo. París hipnótico, sus

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calles desiertas. París de gángstersy prostitutas. París del vicio y ladelación y el pillaje y la traición.Siempre la traición como actitudcínica ante la vida. ¿Por qué no?Como si nada. Hasta el horror,como si nada. Y al fondo la voz delnarrador, frío transcriptor en mediode la agonía de un modo de vida yel latir del mal debajo. Y en París,los nombres –falsos o no– que laretratan. Máscaras de Ensor. En esaépoca, todo era falso menos lamuerte. Y la ciudad, el primer

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capítulo de una vasta topografía deParís, que es otra forma decontemplar su obra.

En Los paseos de circunvalaciónse nombra una de las clavesprincipales de Modiano: el padre.Se le nombra en la primera línea dela primera página: «El más gruesode los tres es mi padre.» A partir deaquí el relato de esas tres personasse combina y permuta con muchasmás, exiliados todos de la época enque de verdad fueron, pudieron serc o mo son en verdad: e nt r e el

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ventajismo y e l crimen. El padrecomo fantasmagoría. El padretraficante y judío acorralado. Y lavoluntad de comprensión del hijo –l a búsqueda de la figura paterna–como una forma de perdón. Comouna forma de reconciliación con susorígenes. «Siempre t u v e lasensación», d i r á Modiano, «poroscuras razones de orden familiar,de que yo nací de esa pesadilla. Noes la Ocupación histórica la quedescribo en mis tres primerasnovelas, e s l a l uz incierta d e mis

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orígenes. Ese ambiente donde todose derrumba, donde todo vacila...»

Donde todo vacila... Yo tambiénescribo ahora de esas tres novelas ala modianesca acudiendo sólo a loque recuerdo entre la niebla de lamemoria: su extraordinaria einquietante galería de personajescomo una genealogía de la soledad,el deambular por el nocturno XVIparisino como siniestrosemperadores de esa misma soledad,el territorio de lo imaginario que semezcla con la sombra de lo real. En

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la biblioteca de Patrick Modiano –yeso se advierte en las fotografíasdel autor junto a sus estantes–abundan los ensayos –tantohistóricos como biográficos– y elperiodismo –crónicas, revistas,diarios– sobre la Segunda GuerraMundial y sus personajes. Esimposible desligar la narrativa deModiano de esos personajesmundanos, atrabiliarios, huidizos,falsificadores de vida –la propia yla de los demás–, infames a veces,derrotados siempre. Esos

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personajes copan los tres libros queconforman esta Trilogía de laOcupación, y en esos personajesestá también la búsqueda de unpasado desheredado que late entodas sus páginas.

En estos últimos años ha surgidoen Francia una nueva hornada decríticos jóvenes que lo reivindicancon entusiasmo desde la prensaliteraria, obviando todas laspejigueras de antes. Pienso enAlexandre Fillon, en Olivier Mony,

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en Delphine Peras... Pero haymuchos más. Se mantiene vivo –ycreciendo día a día– en la red uninmenso Diccionario Modiano querecopila Bernard Obadia y querecoge cualquier te xto s o b r e elescritor que se publique, donde seaque lo haga. También en internet seencuentra la minuciosa yenciclopédica web Le réseauModiano, que coordina DenisCosnard y cuya destilación ha sidoel apasionante ensayo Dans la peude Modiano. Han aparecido

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variados estudios críticos como lasLectures de Modiano, coordinadop o r Roger-Yves Roche, Modianoo u l e s Intermittences de lamémoire, dirigido por Anne-Yvonne Julien, el ejemplar deAutores/CulturesFrance dedicado aél –entre otras obras de referenciapublicadas con anterioridad– yrecientes números monográficos enLe Magazine Littéraire, Lire yotras. Un pedigrí –o las claves deuna autobiografía nada imaginaria–y En el café de la juventud perdida

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han sido verdaderos éxitos, tanto decrítica como de ventas, y el nombred e Modiano l l e v a v a r i o s añosapareci endo e n l a lista denobelables. N o descubrimos nada.Todo empezó con la Ocupación –los premios Roger Nimier, Fénéon,de la Academia, Goncourt..., haceya tantos años– y se revitalizó conla aparición d e Dora Bruder, untestimonio real que devuelve laevidencia al equívoco terreno delas sombras, de l a literatura. Entremedio, todos s us otros libros –la

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huella de la Nouvelle Vague , lascanciones de la Hardy, la sombrade Argelia, la Costa Azul, Ginebrao Tánger...–, donde sus lectores desiempre he mo s s i d o fel ices. Ydespués el café de La Condé comopuerto de arribada. Al revés de loque creía Morand, siempre hemostenido un Modiano donde hincar eldiente.

Precisamente uno de esoscríticos literarios citados másarriba, el bordelés Olivier Mony,visitó a Modiano, hace unos meses,

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en su piso del barrio de Saint-Germain, muy cerca del parque deLuxemburgo. Al entrar en suestudiobiblioteca, descubrió laedición francesa de mi novelaParís: suite 1940, entre otros librossobre la Ocupación y suspersonajes. Así lo escribió en sureportaje-entrevista sobre Elhorizonte, publicado en Sud-Ouest.No me parece un mal broche paraalguien que leyó La ronda nocturnaen 1979, a los veintitrés años,absolutamente hipnotizado.

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Tampoco para alguien que en eselibro sobre las andanzas parisinasd e González-Ruano durante laOcupación hace aparecer en suspáginas a Modiano mismo, comoquien cierra un círculo. Pues eso.

JOSÉ CARLOS LLOP

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El lugar de la estrella

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Para Rudy Modiano

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En el mes de junio de 1942, unoficial alemán se acerca a un joveny le dice: «Usted perdone, ¿dónde

está la plaza de la Estrella?»

Y el joven se señala el ladoizquierdo del pecho.1

(Chiste judío)

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I

Era la época en que andabadilapidando mi herenciavenezolana. Había quien no hablabamás que d e mi radiante juventud yde mis rizos negros; y había quienme colmaba de insultos. Vuelvo aleer por última vez el artículo queme dedicó Léon Rabatête en unnúmero especial de Ici la France:«... ¿Hasta cuándo tendremos quepresenciar los desatinos de RaphaëlSchlemilovitch? ¿Hasta cuándo va a

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andar paseando ese judíoimpunemente sus neurosis y susepilepsias desde Le Touquet hastael cabo de Antibes y desde LaBaule hasta Aix-les-Bains? Lopregunto por última vez: ¿hastacuándo la gentuza forastera como élva a seguir insultando a los hijos deFrancia? ¿Hasta cuándo tendremosque estar lavándonos continuamentelas manos por culpa de la mugrejudía?...» En ese mismo periódico,el doctor Bardamu soltaba, alhablar de mí: «...

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¿Schlemilovitch?... ¡Ah, qué mohode gueto más apestoso!..., ¡soponciocagadero!... ¡Mequetrefeprepucio!..., ¡sinvergüenza libano-guanaco!..., rataplán... ¡Vlam!...Pero fíjense en ese gigolóyiddish..., ¡ese jodedordesenfrenado de niñas arias!...,¡aborto infinitamente negroide!...,¡ese abisinio frenético jovennabab!... ¡Socorro!..., ¡que lesaquen las tripas..., que lo capen!...Ahorradle al doctor eseespectáculo..., ¡que lo crucifiquen,

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me cago en Dios!... Rastacuero delos cócteles infames..., ¡judiazo delos hoteles de lujointernacionales!..., ¡de las juergasmade in Haifa!... ¡Cannes!...¡Davos!... ¡Capri y tutti quanti!...¡enormes burdeles de lo máshebreos!... ¡Que nos libren de esepetimetre circunciso!..., ¡de susMaserati rosa asalmonado!..., ¡desus yates al estilo de Tiberíades!...¡De sus corbatas Sinaí!..., ¡que susesclavas a r i a s le arranquen elcapullo!... con esos lindos

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dientecillos suyos de este país... ycon esas manos suyas tan bonitas...¡que le saquen los ojos!..., ¡abajo elcalifa!... ¡Motín en el haréncristiano!... ¡Pronto! Pronto...¡Prohibido lamerle los testículos!...¡ y hacerle dengues a cambio dedólares!... ¡Liberaos!..., ¡a ver esetemple, Madelón!... ¡Que si no eldoctor llorará!..., ¡se consumirá!...,¡espantosa injusticia!... ¡Complotdel Sanedrín!... ¡Quieren acabar conla vida del doctor!..., ¡creedme!...,¡ e l Consistorio!..., ¡ l a banca

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Rothschild!... ¡Cahen deAmberes!... ¡Schlemilovitch!...,¡ayudad a Bardamu, chiquillas!...,¡socorro!...»

El doctor no me perdonaba miBardamu desenmascarado, que lehabía enviado desde Capri. En eseestudio contaba yo mi maravilladoestupor de judío joven cuando, a loscatorce años, me leí de un tirón Elviaje de Bardamu y Las infanciasde Louis-Ferdinand. No silenciabasus panfletos antisemitas, como

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hacen las piadosas almas cristianas.Escribía al respecto: «El doctorBardamu dedica buena parte de suobra a la cuestión judía. No hay dequé extrañarse; el doctor Bardamues uno de los nuestros, es el mejorescritor judío de todos los tiempos.Y por eso habla apasionadamentede sus hermanos de raza. En susObras puramente novelescas, eldoctor Bardamu recuerda a nuestrohermano de raza Charlie Chaplinpor su afición a los detallitoslastimeros, por sus conmovedores

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prototipos de perseguidos... Lasfrases del doctor Bardamu son aúnmás “judías” que las frasesenrevesadas de Marcel Proust: unamúsica tierna, lacrimosa, un pocobuscona, un poco comedianta...» Yterminaba diciendo: «Sólo losjudíos pueden entender de verdad auno de los suyos; sólo un judíopuede hablar con conocimiento decausa del doctor Bardamu.» Portoda respuesta, el doctor me envióuna carta insultante: según él, yodirigía a golpe de orgías y de

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millones la conspiración judíamundial. Le hice llegar en el actom i Psicoanálisis de Dreyfus endonde afirmaba sin andarme conpaños calientes que el capitán eraculpable: menuda originalidad porparte de un judío. Habíadesarrollado la siguiente tesis:Alfred Dreyfus sentía un amorapasionado por la Francia de SanLuis, de Juana de Arco y de loschuanes, lo cual explicaba suvocación militar. Pero Francia noquería saber nada del judío Alfred

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Dreyfus. Así que él la traicionó, dela misma forma que se venga uno deuna mujer desdeñosa que lleveespuelas con forma de flor de lis.Barrès, Zola y Déroulède noentendieron en absoluto ese amorno correspondido.

E s t a interpretación d e b i ó dedejar desconcertado al doctor. Novolvió a darme señales de vida.

Los elogios que me dedicabanlos cronistas de sociedad ahogabanlas vociferaciones de Rabatête y deBardamu. La mayoría de ellos

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citaban a Valery Larbaud y a ScottFitzgerald: me comparaban conBarnabooth, me apodaban «TheYoung Gatsby». En las fotografíasde las revistas me sacaban siemprecon la cabeza ladeada y la miradaperdida en el horizonte. Mimelancolía era proverbial en lascolumnas de la prensa del corazón.A los periodistas que me hacíanpreguntas delante del Carlton, delNormandy o del Miramar, lesdeclaraba incansablemente micondición de judío. Por lo demás,

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mis hechos y mis dichoscontradecían esas virtudes quecultivan los franceses: ladiscreción, el ahorro y el trabajo.De mis antepasados orientales hesacado los ojos negros, el gusto porel exhibicionismo y por el lujofastuoso y la incurable pereza. Nosoy hijo de este país. No he tenidoesas abuelas que le preparan a unomermeladas, ni retratos de familia,ni catequesis. Y, sin embargo, nodejo de soñar con las infancias deprovincias. La mía está llena de

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ayas inglesas y transcurremonótonamente en playas falsas: enDeauville, Miss Evelyn me lleva dela mano. Mamá me da de lado poratender a unos cuantos jugadores depolo. Viene por las noches a darmeun beso a la cama, pero a veces nise molesta en venir. Entonces mequedo esperándola, y no hago casoya ni a Miss Evelyn ni a lasaventuras de David Copperfield.Todas las mañanas, Miss Evelynme lleva al Poney Club, en dondeme dan clases de equitación. Voy a

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ser el jugador de polo más famosodel mundo para darle gusto a mamá.Los niños franceses se saben todoslos equipos de fútbol. A mí sólo meinteresa el polo. Me repito estaspalabras mágicas: «Laversine»,«Cibao la Pampa», «Silver Leys»,«Porfirio Rubirosa». En el PoneyClub me hacen muchas fotos con laprincesita Laila, mi novia. Por lastardes, Miss Evelyn nos compraparaguas de chocolate en laMarquise de Sévigné. Laila prefierelos pirulíes. Los de la Marquise de

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Sévigné son alargados y tienen unpalito muy mono.

A veces me escapo de MissEvelyn cuando me lleva a la playa,pero sabe dónde encontrarme: conel exrey Firouz o con e l barónTruffaldine, dos personas mayoresq u e son amigas mías. El exreyFirouz me invita a sorbetes depistacho mientras exclama: «¡Tangoloso como yo, Raphaël, hijito!»El barón Truffaldine siempre estásolo y triste en el Bar du Soleil. Meacerco a su mesa y me quedo

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plantado delante de él. Este señoranciano me cuenta entonceshistorias interesantes cuyasprotagonistas se llaman Cléo deMérode, Otero, Émilienned’Alençon, Liane de Pougy, Odettede Crécy. Deben de ser hadas,seguramente, como las de loscuentos de Andersen.

Los demás accesorios que seacumulan en mi infancia son lassombrillas naranja de la playa, elPré-Catelan, el colegio Hattemer,David Copperfield, la condesa de

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Ségur, el piso de mi madre en elmuelle de Conti y tres fotos deLipnitzki en donde estoy junto a unárbol de Navidad.

Llegan los internados suizos ymis primeros flirteos en Lausana. ElDuizenberg, que mi tío venezolanoVidal me regaló cuando cumplídieciocho años, se desliza por elatardecer azul. Entro por unaportalada, cruzo un parque que bajaen cuesta hasta el lago Lemán yaparco el coche delante de la

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escalinata exterior de una villailuminada. Unas cuantas jóvenescon vestidos claros me estánesperando en el césped. ScottFitzgerald describió mejor de loque sabría hacerlo yo estos«parties» en que son demasiadosuaves los crepúsculos y tienendemasiada viveza las carcajadas yel resplandor de las luces para quepresagien nada bueno. Osrecomiendo, pues, que leáis a eseescritor y os haréis una idea exactade las fiestas de mi adolescencia.

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En el peor de los casos, leedFermina Márquez de Larbaud.

Aunque compartía lasdiversiones de mis compañeroscosmopolitas de Lausana, no meparecía del todo a ellos. Iba confrecuencia a Ginebra. En el silenciodel Hotel des Bergues, leía a losbucólicos griegos y me esforzabapor traducir con elegancia LaEneida. En uno de esos retiros,conocí a un joven aristócrata deTouraine, Jean-François Des

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Essarts. Teníamos la misma edad ysu cultura me dejó estupefacto. Yaen nuestro primer encuentro, meaconsejó, todas revueltas, la Déliede Maurice Scève, las comedias deCorneille y las Memorias delcardenal de Retz. Me inició en lagracia y la lítotes francesas.

Descubrí en él virtudesvaliosísimas: tacto, generosidad,una grandísima sensibilidad, unaironía incisiva. Recuerdo que DesEssarts comparaba nuestra amistadcon la que unía a Robert de Saint-

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Loup y al narrador de En busca deltiempo perdido. «Es usted judíocomo el narrador», me decía, «y yosoy el primo de Noailles, de losRochechouartMortemart y de los LaRochefoucauld, igual que Robert deSaint-Loup. No se asuste, laaristocracia francesa lleva un siglosintiendo debilidad por los judíos.Le daré a leer unas cuantas páginasde Drumont en las que el buenhombre nos lo reprochaamargamente.»

Decidí no volver a Lausana y

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renuncié sin remordimientos a miscompañeros cosmopolitas en favorde Des Essarts.

Rebusqué en los bolsillos. Mequedaban cien dólares. Des Essartsno tenía un céntimo. Le aconsejé noobstante que dejase su empleo decronista deportivo en La Gazette deLausanne. Acababa d e acordarmed e que, durante un fin de semanainglés, unos cuantos compañeros mehabían llevado a una mansión cercade Bournemouth para enseñarmeuna colección de automóviles

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antiguos. Localicé el nombre delcoleccionista, Lord Allahabad, y levendí mi Duizenberg por catorcemil libras esterlinas. Con esacantidad podíamos vivirholgadamente un año sin echarmano de los giros telegráficos demi tío Vidal.

Nos instalamos en el Hotel desBergues. Conservo de aquellosprimeros tiempos de nuestraamistad un recuerdo deslumbrador.Po r l a mañana, andábamos dandovueltas por las tiendas de los

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anticuarios de la parte antigua deGinebra. Des Essarts me contagiósu pasión por los bronces 1900.Compramos unos veinte, un estorboen nuestras habitaciones, sobre todouna alegoría verdosa del Trabajo ydos preciosos corzos. Una tarde,Des Essarts me comunicó que habíaadquirido un futbolista de bronce.

–Los esnobs parisinos notardarán en pelearse por estosobjetos y pagarán s u peso e n oro.¡Se lo predigo, mi querido Raphaël!Si sólo dependiera de mí, el estilo

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Albert Lebrun volvería a estar a laorden del día.

Le pregunté por qué se había idode Francia.

–El servicio militar –meexplicó– no le resultabaconveniente a mi constitucióndelicada. Así que deserté.

–Vamos a arreglar eso –le dije–;l e p r ome to q u e encontraré enGinebra algún artesano mañoso quel e haga una documentación falsa:podrá regresar a Francia cuandoquiera sin preocuparse de nada.

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E l impresor falsario c o n quienentramos e n contacto nos entregóuna partida de nacimiento y unpasaporte suizos a nombre de Jean-François Lévy, nacido en Ginebrael 30 de julio de 194...

–Ahora soy hermano suyo de raza–me dijo Des Essarts–. Esto de serun goy1 me resultaba aburrido.

Decidí en el acto enviar uncomunicado anónimo a losperiódicos parisinos de izquierdas.Lo redacté como sigue:

«Desde el mes de noviembre

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pasado, soy reo de deserción, peroa l a s a uto r i d a d e s militaresfrancesas l es parece más prudenteguardar silencio e n l o que a mí serefiere. Les he hecho saber estomismo que hago saber hoy enpúblico. Soy JUDÍO y el ejército quedesdeñó los servicios del capitánDreyfus tendrá q ue prescindir delos míos. Me condenan porque nocumplo con mis obligacionesmilitares. Hace tiempo e s e mismotribunal condenó a Alfred Dreyfusporque é l , u n JUDÍO, había osado

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escoger l a carrera de las armas. Ala espera de que me aclaren esacontradicción, m e ni ego a servircomo soldado d e segunda clase enun ejército que, hasta el día de hoy,no ha querido contar con unmariscal Dreyfus. Animo a losjudíos jóvenes franceses a quehagan lo mismo que yo.»

Firmé: JACOB X.La Izquierda francesa s e adueñó

febrilmente del caso de concienciade Jacob X, tal y como yo deseaba.Fue el tercer caso judío de Francia

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después del caso Dreyfus y del casoFinaly. Des Essarts se enganchó aeste juego y redactamos juntos unamagistral «Confesión d e Jacob X»que salió publicada en unsemanario parisino: a Jacob X lohabía acogido una familia francesacuyo anonimato deseaba amparar.La componían un coronel partidariode Pétain, su mujer, excantinera, ys us tr e s hi jos varones: e l mayorhabía optado por los cazadoresalpinos; el segundo, por la marina;y al menor acababan de admitirlo

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en Saint-Cyr.Esa familia vivía en Paray-le-

Monial, y Jacob X pasó la infanciaa la sombra de la basílica. Losretratos de Gallieni, de Foch, deJoffre y la cruz militar del coronelX adornaban las paredes del salón.Por influencia de sus deudos, eljoven Jacob X brindó un cultofrenético al ejército francés: éltambién preparaba el ingreso enSaint-Cyr e iba a ser mariscal comoPétain. En el internado, el señor C.,el profesor de historia, habló del

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caso Dreyfus. El señor C. ocupabaantes de la guerra un puestoimportante en el Partido PopularFrancés. Estaba al tanto de que elcoronel X había denunciado a lasautoridades alemanas a los padresde Jacob X y que la adopción delniño judío le había permitido salvarla vida por los pelos al llegar laLiberación. El señor C.despreciaba el petainismo beato yñoño de los X: le alegró la idea desembrar la discordia en esa familia.Al acabar la clase, le hizo una seña

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a Jacob X para que se acercase y ledijo al oído: «Estoy seguro de queel caso Dreyfus lo apena mucho. Aun judío joven como usted lo afectauna injusticia así.» Jacob X seentera, espantado, de que es judío.Se identificaba con el mariscalFoch y con el mariscal Pétain y caeen la cuenta, de repente, de que escomo el capitán Dreyfus. Noobstante no intenta recurrir a latraición para vengarse, comoDreyfus. Le llegan los papeles parael servicio militar y no ve más

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salida que desertar.E s t a confes i ón i ntr oduj o la

discordia entre los judíos franceses.Los sionistas aconsejaron a JacobX que emigrase a Israel. Allí podríaaspirar legítimamente al bastón demariscal. Los judíos vergonzantes eintegrados aseguraron que Jacob Xe r a u n a ge n t e provocador als e r v i c i o d e los neonazis. Laizquierda defendióapasionadamente al joven desertor.El artículo de Sartre «San Jacob X,comediante y mártir» puso en

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marcha la ofensiva. Quién norecuerda el párrafo más pertinente:«A partir de ahora querrá ser judío,pero judío con abyección. Bajo lasmiradas severas de Gallieni, deJoffre, de Foch, cuyos retratos estánen la pared del salón, va acomportarse como un vulgardesertor, él, q u e l l eva desde lai nfanc i a venerando a l ejércitofrancés, l a go r r a d e l compadreBugeaud y l a s franciscas, eseemblema de Pétain. En pocaspalabras, va a notar la vergüenza

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deliciosa de sentirse el Otro, esdecir, el Mal.»

Circularon v a r i o s manifiestosq ue pedían e l regreso triunfal deJacob X. Hubo un mitin en LaMutualité. Sartre suplicó a Jacob Xque renunciase al anonimato, peroel silencio obstinado d e l desertord e s a ni mó l a s voluntades másfervientes.

Almorzamos en Les Bergues. Porla tarde, Des Essarts escribe unlibro sobre el cine ruso anterior a la

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Revolución. Y yo traduzco a lospoetas alejandrinos. Hemosescogido el bar del hotel paraentregarnos a esas nimiedades. Unhombre calvo con ojos como brasasse sienta regularmente en la mesade al lado. Una tarde, nos dirige lapalabra mientras nos mirafijamente. De pronto, se saca delbolsillo un pasaporte viejo y nos loalarga. Leo, estupefacto, el nombrede Maurice Sachs. El alcohol leafloja la lengua. Nos cuenta susdesventuras desde 1945, fecha de

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su supuesta desaparición. Fuesucesivamente agente de laGestapo, soldado norteamericano,tratante de ganado en Baviera,corredor de comercio en Amberes,encargado de un burdel enBarcelona, payaso en el circo deMilán con el apodo de LolaMontes. Se estableció por fin enGinebra, donde regenta una libreríapequeña. Bebemos hasta las tres dela mañana para celebrar elencuentro. A partir de ese día nonos separamos ya de Maurice ni a

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sol ni a sombra y le prometemosguardar el secreto de que hasobrevivido.

Nos pasamos el día sentadosdetrás de los montones de libros desu trastienda y oímos cómo resucitapara nosotros el año 1925. Mauricerecuerda, con voz que enronqueceel alcohol, a Gide, a Cocteau, aCoco Chanel. El adolescente de losaños locos no es ya sino un señorgrueso que gesticula al acordarsede los Hispano-Suiza y del café Le

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Bœuf sur le Toit.–Soy mi superviviente desde

1945. Tendría que haberme muertoen el momento oportuno, comoDrieu la Rochelle. Pero, claro, esque soy judío, y tengo el aguante delas ratas.

Tomo nota de esta reflexión y aldía siguiente le llevo a Maurice miDrieu y Sachs: adónde conducenlos caminos torcidos. Muestro enese estudio cómo a dos jóvenes de1925 los perdió su falta decarácter: Drieu, un joven alto que

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estudiaba Ciencias Políticas, unpequeñoburgués a quien teníanfascinado los coches descapotables,las corbatas inglesas, lasmuchachas americanas y que se hizopasar por un héroe de 1914-1918;Sachs, un judío joven encantador yde costumbres poco claras, elproducto de una guerra que empiezaa oler a podrido. Alrededor de1940, la tragedia cae sobre Europa.¿Cómo van a reaccionar nuestrosdos petimetres? Drieu s e acuerdade que nació en Cotentin y se pasa

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cuatro años cantando el HorstWessel Lied con voz de falsete.Para Sachs, París ocupado es unedén por el que se extravíafrenéticamente. Ese París le aportasensaciones más intensas que elParís de 1925. Se puede traficarcon oro, alquilar pisos para venderluego los muebles, cambiar diezkilos de mantequilla por un zafiro,convertir el zafiro en chatarra, etc.Con la noche y la niebla se ahorrauno tener que darle cuentas a nadie.Pero, sobre todo, ¡qué dicha

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comprarse la vida en el mercadonegro, robar todos y cada uno delos latidos del corazón, sentirse lapresa perseguida de una montería!Cuesta imaginarse a Sachs en laResistencia, luchando confuncionarios franceses de pocamonta para que vuelvan la ética, lalegalidad y las actuaciones a la luzdel día. Allá por 1943, cuando notaque lo amenazan la jauría y lasratoneras, se apunta comotrabajador voluntario en Alemania yllega luego a miembro activo de la

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Gestapo. No quiero que Maurice seenfade: lo mato en 1945 y silenciosus reencarnaciones varias desde1945 hasta el día de hoy. Concluyocomo sigue: «¿Quién habría podidosuponer que a aquel jovenencantador de 1925 lo iban adevorar, veinte años después, unosperros en una llanura dePomerania?»

Tras leer mi estudio, Maurice medice:

–Queda muy bien,

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Schlemilovitch, ese paralelismoentre Drieu y yo, pero, vamos,preferiría un paralelismo entreDrieu y Brasillach. Ya sabe que,comparado con esos dos, yo sóloera un bromista. Escriba algo paramañana por la mañana, ande, y lediré lo que me parece.

A Maurice le encanta aconsejar au n j o v e n. D e b e de acordarseseguramente de cuando iba a ver,con el corazón palpitante, a Gide ya Cocteau. Mi Drieu y Brasillachle gusta mucho. He intentado

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responder a la pregunta siguiente:¿por qué fueron colaboracionistasDrieu y Brasillach?

L a primera parte de l estudio sellama: «Pierre Drieu la Rochelle ola eterna pareja de SS y la judía».Había un tema que volvía confrecuencia en las novelas de Drieu:el tema de la judía. Gilles Drieu,ese altanero vikingo, no teníainconveniente en chulear a lasjudías, a una tal Myriam porejemplo. Podemos también explicaresa atracción por las judías de la

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siguiente forma: desde WalterScott, es algo admitido que lasjudías son unas cortesanas afablesque se doblegan a nt e todos loscaprichos d e s us amos y señoresarios. Con las judías, Drieuconseguía la ilusión de ser uncruzado, un caballero teutónico.Hasta ahí, no había nada original enm i aná l i s i s , p u e s t o d o s loscomentaristas de Drieu insisten enel tema de la judía en ese escritor.Pero ¿y el Drieu colaboracionista?No me cuesta nada explicarlo: a

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Dr i e u l o fascinaba l a virilidaddórica. En junio de 1940, los ariosauténticos, los guerreros auténticosirrumpen en París: Drieu da de ladoa toda prisa el disfraz de vikingoque había alquilado para maltratar alas muchachas judías d e Passy.Recobra s u naturaleza auténtica:cuando lo miran los ojos de azulmetalizado de los SS, se afloja, sederrite, le entra de pronto unalanguidez oriental. No tarda endesfallecer en brazos de losvencedores. Tras la derrota de

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éstos, se inmola. Tanta pasividad,un gusto tan grande por el nirvanaextrañan en este normando.

La segunda parte de mi estudio setitula: «Robert Brasillach o laseñorita de Núremberg». «Fuimosunos cuantos quienes nos acostamoscon Alemania», admitía, «y siempreconservaremos de ello un tiernorecuerdo.» Esta espontaneidad suyarecuerda a la de las jóvenesvienesas durante el Anschluss. Lossoldados alemanes desfilaban por

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el Rin y ellas se habían puesto, paratirarles rosas, unos vestidostiroleses muy coquetos. Luego, sepaseaban p o r e l Prater con esosángeles rubios. Y después venía elcrepúsculo encantado del Stadtparkdonde besaban a un joven SSTotenkopf susurrándole unos liederde Schubert. ¡Dios mío, quéhermosa era l a juventud e n l a otraorilla del Rin...! ¿Cómo era posibleno enamorarse del joven hitlerianoQuex? En Núremberg, Brasillach nose podía creer lo que estaba

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viendo: músculos del color delámbar, miradas claras, labiosvibrantes de los Hitlerjugend y susvergas, cuya tensión se intuía en lanoche ardorosa, una noche tan puracomo la que vemos caer sobreToledo desde lo alto de loscigarrales... Conocí a RobertBrasillach en la Escuela NormalS u p e r i o r . M e llamabacariñosamente «su buen Moisés» o« s u b u e n j udí o» . Descubríamosjuntos el París de Pierre Corneille yde René Clair, cuajado de tabernas

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simpáticas en donde tomábamosvasitos de vino blanco. Robert mehablaba c o n picardía d e nuestrobuen maestro André Bellessort eideábamos algunas bromassabrosas. Por la tarde«desasnábamos» a unos cuantoszotes judíos, tontos y presumidos.Por la noche, íbamos al cine osaboreábamos con nuestros amigosy a « ti tul ados» b r a nd a d a s debacalao muy abundantes. Y en tornoa la medianoche bebíamos esoszumos de naranja helados que tanto

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le gustaban a Robert porque lerecordaban a España. En todo estoconsistía nuestra juventud, l a hondam a ñ a n a q u e nunca másrecuperaremos. Robert inició unabrillante carrera de periodista.Recuerdo un artículo que escribióacerca de Julien Benda.Paseábamos p o r e l p a r q ue deMo nts o ur i s y nuestro GranMeaulnes estaba denunciando convoz viril el intelectualismo deBenda, su obscenidad judía, susenilidad de talmudista.

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«Disculpe», me dijo de repente.«He debido de ofenderlo. Se mehabía olvidado que era israelita.»Me puse encarnado hasta la puntade las uñas. «¡No, Robert, soy ungoy honorífico! ¿Acaso no sabe queun Jean Lévy, un Pierre-MariusZadoc, un Raoul-Charles Leman, unMarc Boasson, un René Riquier, unLouis Latzarus, u n R e n é Gross,todos ellos judíos como yo, fueronvehementes partidarios deMaurras? ¡Pues yo, Robert, quierotrabajar en Je suis partout!

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¡Presénteme a sus amigos, se loruego! ¡Me haré cargo de la secciónantisemita en vez de LucienRebatet! ¿Se imagina quéescándalo?» A Robert le encantóesa perspectiva. No tardé ensimpatizar con P.-A. Cousteau,«bordelés, moreno y viril»; con elcabo Ralph Soupault; con RobertAndriveau, «fascista pertinaz ytenor sentimental d e nuestrosbanquetes», c o n e l j ovi a l AlainLaubreaux, oriundo de Toulouse; y,finalmente, con el cazador alpino

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Lucien Rebatet («Es un hombre,coge la pluma igual que cogerá elfusil cuando llegue el día»). Le dienseguida a ese campesino de LeDauphiné unas cuantas ideasadecuadas para guarnecer susección antisemita. Más adelante,Rebatet me pedía consejoscontinuamente. Siempre pensé quel o s goyim s o n demasiado burdospara entender a los judíos. Inclusosu antisemitismo es torpe.

Usábamos la imprenta deL’Action française. Me subía a las

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rodillas de Maurras y l e acariciabal a barba a Pujo. Maxime Real delSa r te tampoco estaba ma l . ¡Quéancianos tan deliciosos!

Junio de 1940. Me voy delgrupito de Je suis partout echandode menos nuestras citas en l a plazad e DenfertRochereau. M e hecansado d e l periodismo y metientan halagüeñas ambicionespolíticas. He resuelto ser un judíocolaboracionista. Me lanzo primeroal colaboracionismo de salón:asisto a los tés de la Propaganda-

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Staffel, a los almuerzos de JeanLuchaire, a las cenas de la calle deLauriston y cultivo celosamente laamistad de Brinon. Evito a Céline ya Drieu la Rochelle, excesivamenteenjudiados para mi gusto. No tardoen convertirme en indispensable;soy el único judío, el buen judío delColaboracionismo. Luchaire mepresenta a Abetz. Concertamos unacita. Le expongo mis condiciones:quiero 1.º sustituir en elComisariado para la Cuestión Judíaa Darquier de Pellepoix, ese

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innoble francés de poca monta; 2.ºcontar con libertad de acción total.Considero que es absurdo cargarsea 500.000 judíos franceses. Abetzparece interesadísimo, pero no dasalida a mis propuestas. Aunquesigo en excelentes relaciones con ély con Stülpnagel. Me aconsejan quehable con Doriot o con Déat. Doriotno me agrada demasiado, por supasado comunista y los tirantes quelleva. Me huelo en Déat al maestroradical-socialista. Un reciénllegado me impresiona al verle la

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boina. Me estoy refiriendo a JoDarnand. Todos los antisemitastienen su «judío bueno»: JoDarnand es mi francés bueno deestampa popular «con esa cara deguerrero que escruta la llanura».Me convierto en su brazo derecho yhago en la milicia amistadessólidas: hay mucho bueno en estosmuchachos azul marino, créanme.

En el verano de 1944, tras variasoperaciones en Vercors, nosrefugiamos en Sigmaringen connuestros cuerpos francos. En

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diciembre, durante la ofensiva VonRundstedt, me alcanza el disparo deun soldado norteamericano que sellama Lévy y se me parece como sifuera hermano mío.

He descubierto en la librería deMaurice todos los números de LaGerbe, de Au Pilori, de Je suispartout y unos cuantos opúsculospetainistas dedicados a laformación de los «jefes». Con laexcepción de la literatura proalemana, Maurice tiene todas las

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obras de escritores olvidados.Mientras leo a los antisemitasMontandon y Marques-Rivière, aDes Essarts lo absorben las novelasde Édouard Rod, de MarcelPrévost, de Estaunié, de Boylesve,de Abel Hermant. Escribe un breveensayo: ¿Qué es la literatura?, y selo dedica a Jean-Paul Sartre. DesEssarts tiene vocación deanticuario, propone devolver a lapalestra a los novelistas de ladécada de 1880, que acaba dedescubrir. Estaría dispuesto a

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defender por igual el estilo LuisFelipe o el estilo Napoleón III. Eltítulo del último capítulo de suensayo es: «Instrucciones de usopara algunos autores» y va dirigidoa los jóvenes ansiosos porcultivarse: «A Édouard Estaunié»,escribe, «hay que leerlo en una casade campo, a eso de las cinco de latarde, con un vaso de armañac en lamano. El lector deber llevar unterno sobrio de O’Rosen o deCreed, una corbata de rayas y unpañuelo de bolsillo de seda negra.

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A René Boylesve, aconsejo leerloen verano, en Cannes o enMontecarlo, a eso de las ocho de latarde, con traje de alpaca. Lasnovelas de Abel Hermant requierenmucho tacto: hay que leerlas abordo de un yate panameño,fumando cigarrillos mentolados...»

En lo que a Maurice se refiere,sigue redactando el tercer tomo desus Memorias: El aparecido, quevienen tras El aquelarre y Lamontería.

En lo que a mí se refiere, he

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tomado la decisión de ser el mejorescritor judío francés después deMontaigne, Marcel Proust y Louis-Ferdinand Céline.

Yo era un auténtico joven, airadoy apasionado. Hoy en día tamañaingenuidad me hace sonreír. Creíaque llevaba a cuestas el porvenir dela literatura judía. Volvía la vistaatrás y denunciaba a los farsantes:el capitán Dreyfus, Maurois, DanielHalévy. A Proust lo encontrabaexcesivamente integrado por culpa

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de su infancia en provincias; aEdmong Fleg, demasiado amable; aBenda, demasiado abstracto. ¿Porqué andar jugando a los espírituspuros, Benda? ¿A los arcángeles dela geometría? ¿A los excelsosdesencarnados? ¿A los judíosinvisibles?

Spire tenía versos hermosos:

¡Ay, calor; ay, tristeza; ay,violencia; ay, locura; ay, genios invencibles a

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quienes me destino,¿qué sería sin vosotros? Venida defenderme contra la razón seca de estatierra dichosa...

Y también:

Querrías cantar la fuerza y laaudacia,sólo querrás a los soñadoresinermes ante la vida. Intentarás escuchar la canciónjubilosa de loscampesinos,

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las marchas brutales de lossoldados, los corrosarmoniosos de las niñas. Sólo te será hábil el oído paralos llantos...

Yendo hacia el este, aparecíanpersonalidades más rotundas: HenriHeine, Franz Kafka... Me gustabaese poema d e Heine que s e llama«Doña Clara»: e n España, la hijadel inquisidor general se enamorade un apuesto caballero que se

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parece a San Jorge. «No osparecéis en nada a los judíos, esosinfieles», le dice. El apuestocaballero le revela entonces suidentidad:

Ich, Sennora, Eur Geliebter,Bin der Sohn des vielbelobtenGrossen, schriftgelehrtenRabbi Israel von Saragossa.*

Mucho escándalo han metido conFranz Kafka, el hermano mayor de

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Cha r l i e Chapl i n. U n o s cuantospatanes arios se calzaron los zuecospara pisotear su obra: ascendierona Kafka a profesor de filosofía. Loconfrontan con el prusianoImmanuel Kant; con SørenKierkegaard, el inspirado danés;con el meridional Albert Camus;con J.-P. Sartre, polígrafo, a mediasde Alsacia y a medias de Périgord.Me pregunto cómo aguanta Kafka,tan frágil y tan tímido, esasublevación rústica.

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Des Essarts, al pedir lanaturalización judía, hizo suya sinreservas nuestra causa. En cuanto aMaurice, le preocupaba mi racismorabioso.

– L e a n d a d a n d o v ue l ta s ahistorias antiguas –me decía–. ¡Yano estamos en 1942, muchacho! ¡Sino, le habría aconsejadovehementemente q u e siguiera miejemplo y entrase en la Gestapopara animarse algo! Uno tarda muypoco en olvidarse de sus orígenes,¿sabe? Un poco de flexibilidad. ¡Se

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puede cambiar d e pellejo cuandoapetezca! ¡De color! ¡Vivan loscamaleones! ¡Mire, me convierto enchino ahora mismo! ¡En apache! ¡Ennoruego! ¡E n patagón! ¡Basta conunos pases mágicos! ¡Abracadabra!

No le hago caso. Acabo deconocer a Tania Arcisewska, unajudía polaca. Esa joven seautodestruye despacio, sinconvulsiones, sin gritos, como sifuera algo que cae por su propiopeso. Utiliza una jeringuilla dePravaz para pincharse en el brazo

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izquierdo.–Tania tiene en usted una

influencia nefasta –me diceMaurice–. Más bien deberíaescoger a una aria jovencita ycariñosa que le cante nanas delterruño.

Tania me canta la Oración porlos muertos de Auschwitz. Medespierta e n p l e na noc he y meenseña e l númer o de matrículaindeleble que tiene en el hombro.

–¡Mire lo que me hicieron,

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Raphaël, mire!Va a trompicones a l a ventana.

P o r l o s mue l l e s del Ródanodesfilan unos batallones negros ques e agrupan ante el hotel conadmirable disciplina.

–¡Fíjese bien en todos esos SS,Raphaël! ¡Hay tres policías conabrigo de cuero ahí, a la izquierda!¡La Gestapo, Raphaël! ¡Van hacia lapuerta del hotel! ¡Nos buscan! ¡Vana volvernos a llevar al redil!

Me apresuro a tranquilizarla.Tengo amigos muy bien situados.

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No me conformo con zánganoscolaboracionistas de París. Tuteo aGoering; a Hess, a Goebbels y aHeydrich les parezco muysimpático. Estando conmigo nocorre ningún peligro. Los policíasno le tocarán ni un pelo. Si se ponenc a be zo ta s , l e s e ns e ñ a r é miscondecoraciones: soy el único judíoque ha recibido de manos de Hitlerla Cruz al Mérito.

Una mañana, aprovechando queno estoy, Tania se corta las venas.

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Y eso que tengo buen cuidado deesconder mis cuchillas d e afeitar,por que n o t o u n vér tigo curiosocuando me tropieza la mirada conesos menudos objetos metálicos:me entran ganas de tragármelos.

A la mañana siguiente meinterroga un inspector que vieneexprofeso de París. El inspector LaClayette, si no estoy equivocado. Ala mujer que respondía al nombrede Tania Arcisewska, me dice, labuscaba la policía francesa. Tráficoy consumo de estupefacientes. De

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esos forasteros puede unoesperárselo todo. De esos judíos.De esos delincuentes Mittel-Europa. ¡Pero bueno, muerta está, ymás vale así!

La diligencia del inspector LaClayette y el gran interés quedemuestra por mi amiga meextrañan: debe de haber sido de laGestapo.

He conservado, en recuerdo deTania, su colección de títeres: losp e r s o na j e s d e l a commedia

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dell’arte, Karagöz, Pinocho,Guiñol, el Judío Errante, laSonámbula. Los colocó a sualrededor antes de matarse. Creoque fueron sus únicos compañeros.De todos esos títeres, prefiero a laSonámbula, con los brazosestirados hacia adelante y lospárpados cerrados. Tania, perdidaen una pesadilla de alambradas ytorres de vigilancia, se le parecía.

También Maurice nos dejó

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plantados. Llevaba mucho soñandocon Oriente. Me lo imaginojubilándose en Macao o en HongKong. A lo mejor está recordandosu experiencia del STO1 en unkibutz. Ésa es la hipótesis que meparece más verosímil.

Des Essarts y yo nos pasamosuna semana muy desvalidos. Ya notenemos fuerza para interesarnospor las cosas de la mente y miramosel porvenir con temor: sólo nosquedan sesenta francos suizos. Peroel abuelo de Des Essarts y mi tío

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venezolano se mueren el mismo día.Des Essarts hereda un título deduque y senador; yo me contentocon una fortuna colosal enbolívares. El testamento de mi tíoVidal me deja asombrado:seguramente basta con jugar a loscinco años en las rodillas de unseñor anciano para que lo nombre auno heredero universal.

Decidimos regresar a Francia.Tranquilizo a Des Essarts: lapolicía francesa busca a un duque ysenador desertor, pero no a un tal

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Jean-François Lévy, ciudadano deGinebra. Tras cruzar la frontera,hacemos saltar la banca del casinode Aix-les-Bains. Doy mi primerarueda de prensa en el HotelSplendid. Me preguntan qué piensohacer con mis bolívares. ¿Mantenera un harén? ¿Construir palacios demármol rosa? ¿Hacerme protectorde las artes y las letras?¿Dedicarme a obras filantrópicas?¿Soy romántico o cínico? ¿Voy aconvertirme en el play-boy del año?¿Voy a ocupar el lugar de

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Rubirosa? ¿De Faruk? ¿De AliKhan?

Voy a interpretar a mi aire elpapel de millonario joven. Heleído, desde luego, a Larbaud y aScott Fitzgerald, pero no piensohacer un pastiche de los tormentosespiri tuales d e A . W . OlsonBarnabooth n i d e l romanticismoinfantil de Gatsby. Quiero que mequieran por mi dinero.

Caigo en la cuenta, espantado, deque estoy tuberculoso. Tengo que

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o c u l t a r e s t a enfermedadintempestiva que me haría aún máspopular en todas las chozas deEuropa. Las arias jovencitashallarían en sí una vocación desanta Blandina al verse ante unhombre joven, rico, desesperado,guapo y tuberculoso. Paradesalentar a personas de buenavoluntad les repito a los periodistasque soy JUDÍO. Por lo tanto, sólo meinteresan el dinero y la lujuria. A lagente le parezco muy fotogénico:haré muecas infames, me pondré

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caretas de orangután y me propongoser ese arquetipo de judío que losarios acudían a ver, allá por 1941,en la exposición zoológica delpalacio Berlitz. Les traigorecuerdos a Rabatête y a Bardamu.Sus artículos injuriosos mecompensan de las molestias que metomo. Por desgracia, ya no leenadie a esos dos autores. Lasrevistas de la buena sociedad y laprensa del corazón se empeñan enelogiarme: soy un joven herederoencantador y original. ¿Judío?

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Como Jesucristo y Albert Einstein.¿Pasa algo? Sin saber ya a quérecurrir, compro un yate, ElSanedrín, y lo convierto en burdelde lujo. Lo anclo en Montecarlo, enCannes, en La Baule, en Deauville.Tres altavoces en cada mástildifunden los textos del doctorBardamu y de Rabatête, misrelaciones públicas favoritos: sí,estoy al frente del contuberniomundial judío a golpe de orgías yde millones. Sí, la guerra de 1939la declararon por mi culpa. Sí, soy

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algo así como un Barba Azul, unantropófago que se come a las ariasjovencitas después de violarlas. Sí,sueño con arruinar a todos loslabriegos franceses y que se vuelvajudía toda la comarca de Cantal.

No tardo en cansarme de tantagesticulación. Me retiro, encompañía del fiel Des Essarts, alHotel Trianon de Versalles paraleer a Saint-Simon. Mi madre sepreocupa porque tengo muy malacara. Le prometo que escribiré unatragicomedia en la que tendrá el

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papel principal. Luego, latuberculosis me consumirátranquilamente. También podríasuicidarme. Me lo pienso bien ydecido que no tendré u n finalai roso. M e compararían c o n elAguilucho o con Werther.

Aquella noche, Des Essarts seempeñó en llevarme a un baile demáscaras.

–Sobre todo no se disfrace deShylock o del judío Süss, comosuele. Le he alquilado un

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espléndido traje de noble de lacorte de Enrique III; y para mí, ununiforme de cipayo.

Rechacé la invitación,pretextando que tenía que acabarcuanto antes la obra de teatro. Sefue con sonrisa triste. Tras salir elcoche por el portalón del hotel,sentí un vago remordimiento. Pocodespués, mi amigo se mataba en laautopista d e l Oeste. U n accidenteincomprensible. Llevaba eluniforme de cipayo. No estabadesfigurado.

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No tardé en acabar la obra deteatro. Tragicomedia. Urdimbre deinsultos contra l o s goyim. Estabaconvencido de que molestaría alpúblico parisino; nadie meperdonaría que hubiera subido a unescenar io m i s ne ur os i s y miracismo de forma tan provocadora.Tenía puestas grandes esperanzasen la escena di bravura final: enuna habitación de paredes blancas,se enfrentan el padre y el hijo: elhijo lleva un uniforme remendadode SS y una gabardina vieja de la

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Gestapo. El padre, un bonete ytirabuzones y barba de rabino.Parodian un interrogatorio; el hijohace de verdugo y el padre devíctima. Aparece la madre y vahacia ellos con los brazos tendidosy ojos alucinados. Vocifera labalada de Marie Sanders, la furciajudía. El hijo le atenaza la gargantaal padre entonando el Horst WesselLied, pero no consigue cubrir la vozde su madre. El padre, medioasfixiado, gime el Kol Nidre, laplegaria del Gran Perdón. Se abre

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de pronto la puerta del fondo:cuatro enfermeros rodean a losprotagonistas y les cuesta muchoreducirlos. Cae el telón. Nadieaplaude. Todos me miran con ojosdesconfiados. Esperaban mayoramabilidad por parte de un judío.Soy un ingrato de verdad. Unauténtico patán. Les he robado esalengua suya, clara e inteligible, paraconvertirla en gorgoteos histéricos.

Esperaban otro Marcel Proust, unjudiazo al que hubiera pulido elcontacto con su cultura, una música

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suave, pero los han dejado sordosunos tantanes amenazadores. Ahoraya saben qué opinar de mí. Puedomorir en paz.

Las críticas del día siguiente med e c e p c i o na r o n mucho. Erancondescendientes. Tuve querendirme a la evidencia. No hallabahostilidad alguna a mi alrededor,salvo la de unas cuantas damas deropero y unos señores ancianos quese parecían al coronel de LaRocque. La prensa se interesaba a

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más y mejor por mis reaccionesafectivas. Estos franceses siententodos un apego desmesurado por lasputas que escriben sus memorias,los poetas pederastas, los chulosárabes, los negros drogados y losjudíos provocadores. Está visto queya no se lleva la moralidad. Eljudío era mercancía apreciada, nosrespetaban demasiado. Podíaingresar en Saint-Cyr y llegar a serel mariscal Schlemilovitch: el casoDreyfus no se repetiría.

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Tras semejante fracaso, lo únicoque me quedaba por hacer eraesfumarme como Maurice Sachs.Irme de París definitivamente. Lelegué a mi madre parte de mifortuna. Recordé que tenía un padreen América. Le rogué que viniera averme s i quería heredar trescientoscincuenta mil dólares. La respuestano se hizo esperar: me citó en París,en el Hotel Continental. Me propusecuidarme la tuberculosis.Convertirme e n u n joven formal ycircunspecto. Un muchacho ario de

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verdad. Pero no me gustaban lossanatorios. Preferí viajar. Mi almade meteco exigía extrañamientoshermosos.

M e pareció q u e l a Francia deprovincias m e l o s proporcionaríamejor que México o que las islas dela Sonda. Renegué, pues, de mipasado cosmopolita. No veía lahora de saber de l terruño, d e laslámparas de petróleo, de la canciónde los sotos y los bosques.

Y luego me acordé de mi madre,que salía de gira por provincias con

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frecuencia. L a s g i r a s Carinthy,t e a t r o de bulevar garantizado.Como hablaba francés con acentobalcánico, interpretaba papeles deprincesas rusas, de condesaspolacas y de amazonas húngaras.Princesa Berezovo en Aurillac,c o nd e s a Tomazoff e n Béziers,baronesa Gevatchaldy en Saint-Brieuc. Las giras Carinthy recorrenFrancia entera.

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II

Mi padre llevaba un traje dealpaca azul nilo, una camisa derayas verdes, una corbata roja ycalzado de astracán. Acababa deconocerlo en el salón otomano delHotel Continental. Cua ndo hubofirmado unos cuantos documentosmerced a los cuales iba a disponerde parte de mi fortuna, le dije:

–En resumidas cuentas, susnegocios neoyorquinos iban de capacaída, ¿no? A quién se le ocurre ser

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presidente y director general de laKaleidoscope Ltd. ¡Deberíahaberse dado cuenta de que loscaleidoscopios se venden cada vezmenos! ¡Los niños prefieren loscohetes portadores, elelectromagnetismo, la aritmética! Elsueño ya no d a dinero, hombre. Y,además, voy a hablarle consinceridad: es judío y, por lo tanto,no tiene sentido ni del comercio nide los negocios. Hay que dejarlesese privilegio a los franceses. Sisupiera usted leer, le enseñaría el

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estupendo paralelismo que heestablecido entre Peugeot y Citroën:por una parte, el provinciano deMontbéliard, ahorrativo, discreto ypróspero; por otra, André Citroën,aventurero, judío y trágico, que segasta fortunas en las salas de juego.¡Vamos, que no tiene usted maderade capitoste de la industria! ¡Es unfunámbulo y pare de contar! ¿Paraqué andar haciendo teatro, llamandofebrilmente por teléfono aMadagascar, a Liechtenstein, a laTierra de Fuego? Nunca dará salida

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a su stock de caleidoscopios.Mi padre quiso reencontrarse con

París, en donde había pasado lajuventud. Fuimos a tomar unoscuantos ginfizz al Fouquet’s, alRelais Plaza, a los bares delMeurice, del Saint-James etd’Albany, del Élysée-Park, delGeorge V y del Lancaster. Ésaseran sus provincias. Mientras sefumaba un puro Partagas, yopensaba en Turena y en el bosquede Brocéliande. ¿Qué iba a escogerpara e l exilio? ¿Tours? ¿Nevers?

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¿Poitiers? ¿Aurillac? ¿Pézenas? ¿LaSouterraine? S ó l o c o no c í a lasprovincias francesas p o r l a guíaMichelin y p o r algunos autorescomo François Mauriac. Un textode aquel hombre de las Landas mehabía llegado especialmente alalma: Burdeos o l a adolescencia.Recordé la sorpresa de Mauriaccuando le recité fervorosamente esap r o s a s u y a t a n hermosa: «Esaciudad en donde nacimos, en dondefuimos niños, y adolescentes, es laúnica que deberían prohibirnos que

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juzgásemos. Se confunde connosotros, es nosotros mismos, lallevamos dentro. La historia deBurdeos es la historia de mi cuerpoy de mi alma.» ¿Entendía mi viejoamigo que le envidiaba suadolescencia, el instituto Sainte-Marie, la plaza de Les Quinconces,el aroma d e l o s brezosrecalentados, de l a arena tibia y dela resina? ¿ D e q u é adolescenciap o d r í a h a b l a r y o , RaphaëlSchlemilovitch, como no fuera de laadolescencia de mísero judío de

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poca monta y apátrida? No iba a serni Gérard de Nerval, n i FrançoisMauriac, n i t a n siquiera MarcelProust. Ningún Valois paracaldearme el alma, ninguna Guyena,ningún Combray. Ninguna tíaLéonie. Condenado al Fouquet’s, alRelais Plaza, al Élysée-Park, endonde bebo espantosos licoresanglosajones en compañía de unseñor grueso y judeo-neoyorquino:mi padre. El alcohol lo mueve ahacer confidencias, igual que aMaurice Sachs el día de nuestro

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primer encuentro. Tienen destinosiguales, con esta única diferencia:Sachs leía a Saint-Simon y mipadre, a Maurice Dekobra. Nacidoen Caracas en una familia judíasefardita, salió precipitadamente deAmérica huyendo de l o s policíasdel dictador de las islas Galápagosa cuya hija había seducido. EnFrancia, fue el secretario deStavisky. A la sazón, tenía buenafacha: estaba entre Valentino yNovaro, con un toque de DouglasFairbanks; bastaba con e s o para

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trastornar a l a s a r i a s jovencitas.Diez años después, su foto aparecíaen la exposición antijudía delpalacio Berlitz con el aditamento deeste pie: «Judío solapado. Podríapasar por sudamericano».

Mi padre no carecía de sentidodel humor: fue una tarde a l palacioBerlitz y propuso a unos cuantosvisitantes hacerles de guía. Cuandose detuvieron delante de su foto, lesgritó: «Cucú, s o y yo .» Nunca sehablará lo suficiente de ese aspectofanfarrón de los judíos. Por lo

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demás, sentía cierta simpatía porl o s a l e ma ne s p o r q u e habíanescogido sus lugares predilectos: elContinental, el Majestic, elMeurice. No perdía ocasión decodearse con ellos en Maxim’s, enPhilippe, en Gaffner, en Lola Toschy en todas las salas de fiestasrecurriendo a documentación falsa anombre de Jean Cassis de Coudray-Macouard.

Vivía en un cuarto para elservicio en la calle de LesSaussaies, enfrente de la Gestapo.

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Leía hasta bien entrada la nocheBagatelas para una matanza, quele hizo mucha gracia. Para mayorasombro mío, me recitó páginasenteras de ese libro. Lo habíacomprado por el título, pensandoque era una novela policíaca.

E n j ul i o d e 1 9 4 4 , consiguióv e n d e r l e s e l b o s q u e deFontainebleau a los alemanesusando como intermediario a unbarón báltico. Con el dinero quesacó de esa delicada operaciónemigró a los Estados Unidos y

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fundó una sociedad anónima: laKaleidoscope Ltd.

–¿Y usted? –me dijo, echándomeen la cara una bocanada dePartagas–. Cuénteme su vida.

–¿No ha leído los periódicos? –le dije con voz hastiada–. Creía queel Confidential de Nueva York mehabía dedicado un número especial.En pocas palabras, he decididorenunciar a una vida cosmopolita,artificial y manida. Voy a retirarmea provincias. La provincia francesa,el terruño. Acabo de escoger

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Burdeos, en Guyena, para cuidarmelas neurosis. También es unhomenaje que le hago a mi viejoamigo François Mauriac. Esenombre no le dice nada, claro.

Tomamos la última copa en elbar del Ritz.

–¿Puedo acompañarlo a esaciudad de la que me hablaba antes?–me preguntó de repente–. ¡Es mihijo, debemos hacer al menos unviaje juntos! ¡Y, además, gracias austed resulta que ahora soy la cuartafortuna de América!

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–Sí, acompáñeme si quiere.Luego regresará a Nueva York.

Me besó e n l a frente y noté ques e m e l l enaban los ojos del ágr imas . A q u e l s e ñ o r grueso,vestido c o n ropa abigarrada, eramuy enternecedor.

Cruzamos del brazo la plaza deVendôme. Mi padre cantabafragmentos de Bagatelas para unamatanza con hermosa voz de bajo.Yo me acordaba de las malaslecturas de mi infancia. Sobre todode aquella serie de Cómo matar al

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propio padre , de André Breton yJean-Paul Sartre (colección «Lisez-moi bleu»). Breton aconsejaba a losjóvenes que se apostasen,empuñando un revólver, en laventana de su domicilio, en laavenida de Foch, y que despachasenal primer peatón que pasara. Aquelhombre era necesariamente supadre, un prefecto de policía o unindustrial textil. Sartre dejaba porun momento los barrios elegantes yelegía los suburbios rojos: habíaque elegir a los obreros más cachas

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disculpándose por ser un hijo debuena familia; se los llevaba uno ala avenida de Foch, rompían lasporcelanas de Sèvres y mataban alpadre; y, después, el joven lespedía cortésmente que lo violasen aél. Este segundo procedimientodaba fe de una perversidad mayor,ya que la violación venía tras elasesinato, pero era más grandiosoeso de recurrir a los proletarios delmundo para zanjar un conflictofamiliar. Se recomendaba a losjóvenes que insultasen a su padre

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antes de matarlo. Algunos, que sedistinguieron en literatura,utilizaron expresiones deliciosas.Por ejemplo: «Familias, os odio»(el hijo de un pastor protestantefrancés); «Lucharé en la próximaguerra con uniforme alemán»; «Mecago en el ejército francés» (el hijode un prefecto de policía francés);«Es usted un CERDO» (el hijo de unoficial de marina francés). Leapreté con más fuerza el brazo a mipadre. No teníamos diferencias.¿Verdad que no, chicarrón? ¿Cómo

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iba yo a poder matarlo? Si le tengocariño.

Cogimos el tren París-Burdeos.Detrás de la ventanilla delcompartimiento, Francia e r a muyhe r mo s a . Orléans, Beaugency,Vendôme, Tours, Poitiers,Angoulême. Mi padre no llevaba yaun terno verde pálido, una corbatade ante rosa, una camisa escocesa,una sortija de sello de platino y suszapatos con polainas de astracán.Yo no me llamaba ya Raphaël

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Schlemilovitch. Era el hijo mayorde un notario de Libourne yregresábamos al hogar provinciano.Mientras un tal RaphaëlSchlemilovitch malgastaba lajuventud y las fuerzas en Cap-Ferrat, en Montecarlo y en París, minuca tozuda se inclinaba sobretraducciones del latín. Me repetíacontinuamente: «¡La calle de Ulm!¡La calle de Ulm!», y me ardían lasmejillas. En junio aprobaría elingreso en la Escuela.1 «Subiría» aParís definitivamente. En la calle

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de Ulm compartiré el cuarto conotro provinciano joven como yo.Nacerá entre nosotros una amistadindestructible. Seremos Jallez yJerphanion.2 Una noche subiremoslas escaleras de la ButteMontmartre. Miraremos París anuestros pies. Diremos convocecilla resuelta: «¡Y ahora,París, vamos a vernos las caras tú yyo!» Les escribiremos bonitascartas a nuestras familias: «Unbeso, mamá. Tu chico que ya es unhombre.» Por las noches, en el

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silencio del cuarto de estudiantes,hablaremos de nuestras futurasamantes: baronesas judías, hijas decapitanes de la industria, actricesde teatro, cortesanas, que admiraránnuestra genialidad y nuestrascapacidades. Una tarde, llamaremoscon el corazón palpitante a la puertade Gaston Gallimard: «Somosalumnos de la Escuela Normal,señor Gallimard, y le traemosnuestros primeros ensayos.» Luego,el Colegio de Francia, la política,los honores. Formamos parte de la

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élite de nuestro país. Nuestrocerebro funcionará en París, peronuestro corazón seguirá enprovincias. Entre el torbellino de lacapital, sólo pensaremos en nuestroCantal y en nuestra Gironda. Todoslos años iremos a deshollinarnoslos pulmones en casa de nuestrospadres, por la zona de Saint-Flour yde Libourne. Nos volveremos conlos brazos cargados de quesos y deSaint-Émilion. Nuestras mamás noshabrán tejido chalecos de punto: eninvierno hace frío en París.

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Nuestras hermanas se casarán conboticarios de Aurillac, conaseguradores de Burdeos. Seremosun ejemplo para nuestros sobrinos.

En la estación de Saint-Jean nosespera la oscuridad de la noche. Nohemos visto nada de Burdeos. En eltaxi que nos lleva al Hotel Splendidle cuchicheo a mi padre:

–Es muy probable que e l taxistas e a d e l a Gestapo francesa,chicarrón.

–¿Usted cree? –me dice mipadre, entrando en el juego–. Pues

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va a ser un engorro. Me he dejadola documentación falsa a nombre deCoudray-Macouard.

–Me da l a impresión de que noslleva a la calle de Lauriston, a casade sus amigos Bonny y Laffont.

–Creo que se equivoca: más biennos lleva a la avenida de Foch, a lasede de la Gestapo.

–O a lo mejor a la calle de LesSaussaies para una comprobaciónde identidad.

–En el primer semáforo en rojonos escapamos.

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–Imposible; las portezuelasllevan echada la llave.

–¿Y entonces?–Esperar. No perder los ánimos.–Siempre podemos hacernos

pasar por judíos colaboracionistas.Véndales b a r a to e l b o s q ue deFontainebleau. Yo les confesaréque trabajaba en Je suis partoutantes de la guerra. C o n unt e l e fo na zo a B r a s i l l a c h, aLaubreaux o a Rebatet salimos delavispero...

–¿Cree que nos dejarán llamar

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por teléfono?–Qué le vamos a hacer. Nos

alistaremos en la LVF1 o en laMilicia, para que conste nuestrabuena voluntad. El uniforme verde yel gorro alpino nos permitirán luegollegar a la frontera española. Ydespués...

–Después seremos libres...–Ssshhh... El taxista nos está

escuchando...–¿No cree que se parece a

Darnand?– E s o s e r í a u n fastidio.

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Tendremos q u e vérnoslas con laMilicia.

–Pues creo que he acertado,chico... Nos hemos metido por laautopista del Oeste..., la sede de laMilicia está en Versalles...¡Estamos apañados!

En el bar del hotel, estábamosbebiendo un café irlandés y mipadre fumaba su puro Upmann. ¿Enqué se diferenciaba el Splendid delClaridge, del George V y de todoslos caravasares de París y de

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Europa? ¿Los hoteles de lujointernacionales y l o s coches camaPullman m e seguirían protegiendode Francia por mucho tiempo? Esosacuarios acababan por darmearcadas. Pero las resoluciones queha b í a tomado m e permitían sine m b a r g o c o n s e r v a r ciertasesperanzas. Me matricularía en elcurso superior de Letras del liceode Burdeos. Cuando aprobara lasoposiciones, me guardaría muymucho de remedar a Rastignacdesde la cima de la Butte

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Montmartre. No tenía nada encomún con ese valeroso francesito.«¡Y ahora, París, vamos a vernoslas caras tú y yo!» Sólo lostesoreros pagadores generales deSaintFlour o de Libourne puedencultivar un romanticismo así. No,París se me parecía demasiado. Unaflor artificial en el centro deFrancia. Contaba con Burdeos pararevelarme los valores auténticos yaclimatarme al terruño. Cuandoapruebe las oposiciones, pediré unpuesto de maestro en provincias.

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Repartiré el día entre un aulapolvorienta y el Café du Commerce.Jugaré a la belote con unoscoroneles. Los domingos por latarde oiré mazurcas antiguas en elquiosco de la plaza. Me enamoraréde la mujer del alcalde, nosveremos los jueves en un hotel decitas de la ciudad más cercana.Dependerá de cuál sea la capital deprovincias. Serviré a Franciaeducando a sus hijos. Seré miembrodel batallón negro de los húsares dela verdad, como dice Péguy, mi

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futuro condiscípulo. Se me iránolvidando poco a poco misorígenes vergonzosos, ese apellidoingrato de Schlemilovitch,Torquemada, Himmler y tantasotras cosas.

Por l a calle de Sainte-Catherine,l a gente s e volvía al vernos pasar.Seguramente p o r culpa d e l ternomalva de mi padre, d e s u camisaverde Kentucky y d e s u s eternoszapatos con polainas de astracán.Yo deseaba que nos parase un

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policía. Habría zanjado las cuentasde una vez por todas c o n losf r a n c e s e s ; h a b r í a repetidoincansablemente que u n o d e lossuyos, un alsaciano, llevaba veinteaños pervirtiéndonos. Afirmaba queno existirían los judíos si los goyimno se dignasen fijarse en ellos. Asíque hay que conseguir que se fijenen nosotros vistiendo tejidosabigarrados. Es para los judíoscuestión de vida o muerte.

El director del liceo nos recibióen su despacho. Pareció dudar de

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que el hijo de semejante metecoquisiera matricularse en el cursosuperior de Letras. Su hijo –el deldirector– se había pasado todas lasv a c a c i o n e s empollando lagramática latina de Maquet-et-Roger. Me dieron ganas decontestarle al director que, pordesgracia, yo era judío. Y por lotanto era siempre el primero de laclase.

El director me alargó unaantología de los oradores griegos,me pidió que abriera el libro al

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azar y tuve que comentarle unpárrafo de Esquilo. Lo hicemagistralmente. Llevé la cortesíahasta el extremo de traducir el textoal latín.

El director se quedó asombrado.¿Acaso ignoraba la agudeza y lainteligencia judías? ¿Olvidaba quele habíamos dado a Franciaescritores muy grandes: Montaigne,Racine, Saint-Simon, Sartre, HenryBordeaux, René Bazin, Proust,Louis-Ferdinand Céline...? Mematriculó en el acto en el curso

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preparatorio de la Escuela NormalSuperior.

–Enhorabuena, Schlemilovitch –me dijo con voz emocionada.

Tras salir del liceo, le reproché ami padre su humildad y suuntuosidad de rahat lokum ante eldirector.

–¿A quién se le ocurrecomportarse como una bayadera enel despacho de un funcionariofrancés? ¡Podría disculpar los ojosaterciopelados y la obsequiosidadsi se hallara en presencia de un

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verdugo de las SS a quien hubieraque embelesar! ¡Pero bailar ladanza del vientre delante de esebuen señor! ¡No se lo iba a comercrudo, demonios! ¡Yo sí que lo voya hacer sufrir, mire usted pordónde!

Eché a correr de repente. Mesiguió hasta el Tourny; ni siquierame pidió que me parase. Cuando sequedó sin resuello, creyós e g u r a me n t e q u e i b a aaprovecharme de que estabaexhausto y a largarme para siempre.

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Me dijo:–Una carrerita tonifica mucho...

Nos abrirá el apetito...A s í q u e n o s e defendía.

Tr ampeaba c o n l a desgracia,intentaba ganársela. Seguramenteporque estaba acostumbrado a lospogromos. Mi padre se secaba lafrente con la corbata de ante rosa.¿Cómo podía haber pensado queiba a abandonarlo, a dejarlo solo einerme en esta ciudad de nobletradición, e n aque l l a oscuridadelegante que olía a vino añejo y a

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tabaco inglés? Lo cogí del brazo.Era un perro infeliz.

Las doce de la noche. Abro amedias la ventana de nuestrahabitación. Nos llega el eco de lamelodía de moda de este verano,Stranger on the Shore. Mi padreme dice:

–Debe de haber una sala defiestas por los alrededores.

–No he venido a Burdeos a hacerel calavera. De todas formas, noespere nada del otro mundo: dos o

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tres vástagos degenerados d e laburguesía bordelesa, unos cuantosturistas ingleses...

Se pone un esmoquin azul cielo.Me anudo ante el espejo unacorbata de la casa Sulka. Nossumergimos en un agua dulzona, unaorquesta sudamericana está tocandorumbas. Nos sentamos a una mesa,mi padre pide una botella dePommery y enciende un puroUpmann. Invito a una inglesamorena de ojos verdes. Tiene unacara que me recuerda algo. Huele

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bien a coñac. La estrecho contra mí.En el acto l e salen de l a boca unosnombres pringosos: Eden Rock,Rampoldi, Balmoral, Hotel deParis: nos habíamos conocido enMontecarlo. Observo a mi padrepor encima de los hombros de lainglesa. Sonríe, me hace señas decomplicidad. E s t á enternecedor;seguramente le gustaría que mecasase con una heredera eslavo-argentina, pero, desde que estoy enBurdeos, me he enamorado de laSantísima Virgen, de Juana de Arco

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y de Leonor de Aquitania. Intentoexplicárselo hasta l a s t r e s d e lamañana; pero fuma un puro detrásde otro y no me escucha. Hemosbebido demasiado.

Nos quedamos dormidos demadrugada. Coches con altavocesrecorrían Burdeos: «Campaña dedesratización, campaña dedesratización. Reparto gratuito deraticidas, reparto gr a tui to deraticidas. Tengan l a bondad deacercarse al coche, por favor.Vecinos de Burdeos, campaña de

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desratización..., campaña dedesratización...»

Mi padre y yo caminamos por lascalles de la ciudad. Los cochesllegan de todas partes y seabalanzan hacia nosotros con ruidode sirenas. Nos escondemos en unapuerta cochera. Éramos unas ratasamericanas enormes.

No nos quedó más remedio quesepararnos. La víspera delcomienzo del curso, arrojé, mangapor hombro, toda mi ropa en elcentro de la habitación: corbatas de

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Sulka y de la via Condotti; jerséisde cachemir; fulares de Doucet;trajes de Creed, de Canette, deBruce O’lofson, de O’Rosen;pijamas de Lanvin; pañuelos deHenri à la Pensée; cinturones deGucci; zapatos de Dowie andMarshall...

–¡Tenga! –le dije a mi padre–.Llévese todo esto a Nueva York enrecuerdo de su hijo. A partir deahora, la boina y la bata gris deestudiante del curso preparatoriome protegerán de mí mismo.

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Renuncio a los Craven y a losKhédive. Fumaré picadura. Me henaturalizado francés. Ya estoydefinitivamente integrado. ¿Entraréen la categoría de los judíosmilitaristas como Dreyfus yStroheim? Ya veremos. Demomento, me preparo para ingresaren la Escuela Normal Superiorcomo Blum, Fleg y Henri Franck.Habría sido una torpeza apuntardirectamente a Saint-Cyr.

Nos tomamos un último gin-fizzen el bar del Splendid. M i padre

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llevaba e l atuendo d e viaje: unago r r a de terciopelo granate, una b r i g o d e a s t r a c á n y unosmocasines de cocodrilo azul. En laboca, el Partagas. Le ocultan losojos unas gafas negras. Estaballorando; me di cuenta por el tonode voz. Al embargarlo la emoción,se le olvidaba la lengua de este paísy mascullaba unas cuantas palabrasen inglés.

–¿Vendrá a verme a NuevaYork? –me preguntó.

–No creo, amigo mío. Voy a

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morirme dentro de poco. Me dará eltiempo justo para aprobar elexamen de ingreso en la EscuelaNormal Superior, la primera fasede la integración. Le prometo quesu nieto será mariscal de Francia.Sí, voy a intentar reproducirme.

En el andén de la estación, ledije:

–No se le olvide enviarme unapostal de Nueva York o deAcapulco.

Me estrechó en sus brazos.Cuando se fue el tren, mis proyectos

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en Guyena me parecieron ridículos.¿Por qué no me había ido en pos deese cómplice inesperado? Entre losdos habríamos eclipsado a losHermanos Marx. Improvisamosbufonadas grotescas y lacrimógenasante el público. Schlemilovitchpadre es un señor grueso que vistetrajes de mil colores. A los niñosles gustan mucho esos dos payasos.Sobre todo cuando Schlemilovitchhijo le pone la zancadilla aSchlemilovitch padre y éste se caede cabeza en un tonel de alquitrán.

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O también cuando Schlemilovitchhijo tira de la parte de abajo de laescalera y hace caer aSchlemilovitch padre. O cuandoSchlemilovitch hijo le prende fuegoarteramente a la ropa deSchlemilovitch padre, etc.

Ahora mismo actúan e n e l circoMé d r a no , t r a s una gira porAlemania. Schlemilovitch padre ySchlemilovitch hijo son unosartistas muy parisinos, pero antesque el público elegante prefieren elde los cines de barrio y los circos

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de provincias.Lamenté sinceramente que se

marchara mi padre. La edad adultaempezaba para mí. Ya no quedabaen el ring más que un boxeador. Sepegaba directos a sí mismo. Notardaría en desplomarse. Entretanto,¿tendría la suerte de conseguir –aunque sólo fuera por un minuto–que me prestase atención elpúblico?

Llovía, como todos los domingosde comienzo de curso; los cafés

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resplandecían más que decostumbre. De camino hacia elliceo, me consideraba muypresuntuoso: un joven judío yfrívolo no puede aspirar de repentea esa tenacidad que les presta a losbecarios del Estado la ascendenciad e s u terruño. M e acordé d e esoque escribe mi viejo amigo Seingalten el capítulo IX del tomo III de susMemorias: «Se me brinda unanueva carrera. Volvía afavorecerme la fortuna. Contabacon todos los medios necesarios

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para secundar a la diosa ciega, perocarecía de una cualidad esencial, laconstancia.» ¿Podré de verdadllegar a ser alumno de la EscuelaNormal?

Fleg, Blum y Henri Franckdebían de tener una gota de sangrebretona.

Subí al dormitorio. Nunca habíaasistido a las clases de unainstitución laica desde que fui alcentro Hattemer (los internadossuizos en los que me matriculaba mimadre los llevaban los jesuitas).

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Me extrañó que no hubiera oraciónde la noche. Hice partícipes de esapreocupación a los internos queestaban presentes. Soltaron lacarcajada, se rieron de la SantísimaVirgen y me aconsejaron luego queles limpiase los zapatos, so pretextode que habían llegado antes que yo.

Mis objeciones se distribuyeronen dos puntos:

1.º No veía por qué le habíantenido que faltar al respeto a laSantísima Virgen.

2.º No ponía en duda que

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hubieran llegado «antes que yo»,pues la inmigración judía no habíacomenzado en el Bordelesado hastael siglo XV. Yo era judío. Ellos erangalos. Me perseguían.

Se acercaron a parlamentar dosmuchachos. Un demócrata cristianoy un judío bordelés. El primero mecuchicheó que aquí no había quemencionar en exceso a la SantísimaVirgen porque andaba buscando unacercamiento a los estudiantes deextrema izquierda. El segundo meacusó de s e r u n «agente

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provocador». P o r l o demás, losjudíos no existían, eran un inventode los arios, etc., etc.

Le expliqué al primero que por laSantísima Virgen valía la pena reñircon todo el mundo. Le hice notarque San Juan de la Cruz y Pascaldesaprobaban por completo suuntuoso catolicismo. Añadí que, encualquier caso, no me correspondíaa mí, que era judío, impartirle lacatequesis.

Las declaraciones del segundome colmaron de infinita tristeza: los

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goyim habían conseguido hacerle unbuen lavado de cerebro.

Todo el mundo se dio porenterado y me pusieron encuarentena.

Adrien Debigorre, nuestroprofesor de Letras, gastaba unabarba impresionante y un abrigocruzado negro; y el pie tuerto leacarreaba los sarcasmos de losalumnos. Aquel curioso personajehabía sido amigo d e Maurras, dePaul Chack y de monseñor Mayol

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de Lupé; los oyentes francesesrecuerdan sin duda las «Charlas alamor de la lumbre» que dabaDebigorre en Radio Vichy.

En 1942, forma parte del entornod e A b e l Bonheur, ministro deEducación. Se indigna cuandoBonheur, disfrazado de Ana deBretaña, le dice con vocecillaequívoca: «Si en Francia hubierauna princesa, habría que metérselaen los brazos a Hitler», o cuando elministro le alaba «el encanto viril»de los SS. Acaba por reñir con

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Bonheur y le pone de apodo «laGestapette»,1 lo que le hizomuchísima gracia a Pétain.Debigorre se retira a las islasMinquiers e intenta agrupar a sua l r e de do r u n o s c o ma nd o s depescadores para resistir ante losingleses. Su anglofobia no le iba ala zaga a la de Henri Béraud. Deniño, le hizo a su padre, un tenientede navío de Saint-Malo, la solemnepromesa de no olvidar nunca la«MALA PASADA» de Trafalgar. Se leatribuye esta frase lapidaria tras la

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batalla de Mers elKebir: «¡Laspagarán!» Durante la Ocupaciónmantuvo una voluminosacorrespondencia c o n P a ul Chack,de l a que nos leía fragmentos. Miscondiscípulos no perdían ocasiónde humillarlo. Al empezar la clase,se ponían de pie y entonaban:«Maréchal, nous voilà!»1 Elencerado estaba lleno de franciscasy de fotografías de Pétain.Debigorre hablaba sin que nadie lehiciera caso. Con frecuencia, secogía la cabeza con ambas manos y

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lloraba. Un estudiante depreparatorio de la Escuela Normal,hijo de un coronel, exclamabaentonces: «¡Adrien llora!» Todos sereían a mandíbula batiente. Menosyo, por descontado. Decidí s e r elguardaespaldas de aquel pobrehombre. Pese a mi recientetuberculosis, pesaba noventa kilos,medía un metro noventa y ocho y lacasualidad me había hecho nacer enun país de gente de patas cortas.

Empecé por partirle una ceja a

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Gerbier. U n ta l ValSuzon, hi jo denotario, me llamó «nazi». Le rompítres vértebras en recuerdo del SSSchlemilovitch, muerto en el frenter us o durante l a ofensiva d e VonRundstedt. Quedaban por meter encintura otros cuantos galos de pocamonta; Chatel-Gérard, Saint-Thibault, La Rochepot. Me puse aello. A partir de entonces, fui yo, yno Debigorre, quien leyó aMaurras, a Chack y a Béraud alcomienzo de las clases. Todo elmundo recelaba de mis reacciones

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violentas; se podía oír volar unamosca, imperaba el terror judío ynuestro anciano maestro habíarecobrado la sonrisa.

Bien pensado, ¿por q ué poníane s a c a r a d e a s c o miscondiscípulos?

¿Acaso Maurras, Chack y Béraudno se parecían a sus abuelos?

Y o t e n í a l a amabilidadmayúscul a d e permi ti r l es quedescubrieran a los más sanos y máspuros d e entre sus compatriotas yesos ingratos me llamaban «nazi»...

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–Vamos a hacerles estudiar a losnovelistas del terruño –le propuse aDebigorre–. Todos esosdegeneradillos necesitan fijarsemucho en las buenas prendas de suspadres. Así salen de Trotski, deKafka y de otros gitanos. Por lodemás, no se enteran de nada de loque dicen esos autores. Hay quetener a la espalda dos mil años depogromos, mi querido Debigorre,para embarcarse e n s u lectura. ¡Siyo me apellidase Val-Suzon noharía ga l a d e tanta fatuidad! ¡Me

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contentaría con explorar lasprovincias y beber en las fuentesfrancesas! Mire, durante el primertrimestre, vamos a hablarles de suamigo Béraud. Ese escritor de Lyonme parece de lo más adecuado.Unas cuantas explicaciones dealgunos textos tomados de LesLurons de Sabolas... Luego,empalmamos con Eugène Le Roy:Jacquou el Rebelde yMademoiselle de La Ralphie lesrevelarán las bellezas de Périgord.Una vueltecita por Quercy gracias a

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Lé o n Cladel. Una temporada enBretaña bajo el amparo de CharlesLe Goffic. Roupnel nos llevará porla zona de Borgoña. Y el Borbonésno tendrá ya secretos para nosotrosdespués de L a Vie d’un simple deGuillaumin. Alphonse Da ud e t yPaul Arène nos traerán los aromasde Provenza. ¡Evocaremos aMaurras y a Mistral! En e l segundotrimestre disfrutaremos del otoñode Turena en compañía de RenéBoylesve. ¿Ha leído usted El niñoen la balaustrada? ¡Una obra

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notable! Dedicaremos el tercertrimestre a las novelas psicológicasde Édouard Estaunié, oriundo deDijon. ¡En pocas palabras, laFrancia sentimental! ¿Estásatisfecho de mi programa?

D e b i go r r e s o n r e í a y mees trechaba convulsivamente lasmanos. Me decía:

–¡Schlemilovitch, es usted unauténtico forofo! ¡Ay, si todos losfrancesitos de pura cepa se lepareciesen!

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Debigorre me invita confrecuencia a su casa. Vive en uncuarto atiborrado de libros y depapelotes. En las paredes,fotografías amarillentas de unoscuantos energúmenos: Bichelonne,Hérold-Paquis, los almirantesEsteva, Darlan y Platon. Su ancianaama de llaves nos sirve el té. A esode las once de la noche, tomamosuna copa en la terraza del Café deBordeaux. La primera vez lo dejémuy asombrado al hablarle de lascostumbres de Maurras y de la

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barba de Pujo: «Pero ¡si aún nohabía nacido, Raphaël!» Debigorreopina que se trata de un fenómenode metempsicosis y que en una vidaanterior fui u n partidario feroz deMaurras, un francés cien por cien,un galo incondicional al tiempo queun judío colaboracionista: «¡Ay,Raphaël, cuánto me habría gustadoque estuviese en Burdeos en juniode 1940! ¡Imagíneselo! ¡Un balletdesenfrenado! ¡Unos señores conbarbas y chaquetas cruzadas negras!¡Unos profesores universitarios!

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¡Unos ministros de la RE-PÚ-BLI-CA!Se oye cantar a Réda Caire y aMaurice Chevalier, pero, ¡zas!,unos individuos rubios con el torsoal aire se presentan en el Café duCommerce. ¡Y organizan unpimpampum! ¡Los señores barbudossalen disparados hacia el techo! ¡Seestrellan contra las paredes y contralas filas de botellas! ¡Chapotean enel Pernod con la cabeza abierta porlos cascos rotos! La dueña delestablecimiento, q u e s e llamaMarianne, corre de a c á para allá

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soltando grititos. ¡Es una puta vieja!¡LA RAMERA!1 ¡Va perdiendo lasfaldas! ¡La derriba una ráfaga demetralleta! ¡Caire y Chevalier hancallado! ¡Qué espectáculo, Raphaël,para unas inteligencias en alertacomo las nuestras! ¡Quévenganza...!»

Acabé por cansarme de mi papelde guardián carcelario. Ya que miscondiscípulos n o quieren admitirque Maurras, Chack y Béraud son

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de los suyos, ya que desdeñan aCharles Le Goffic y a Paul Arène,Debigorre y yo vamos a hablarlesde unos cuantos aspectos másuni ver sa l es d e l a «identidadf r a n c e s a » : t r u c u l e n c i a yprocacidad, belleza del clasicismo,pertinencia de los moralistas, ironíaa lo Voltaire, sutileza de la novelade análisis, tradición heroica desdeCorneille hasta Bernanos.Debigorre refunfuña por lo deVoltaire. También a mí me asqueaese burgués «levantisco» y

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a nti s e mi ta , p e r o s i n o lomencionamos en nuestro Panoramade la identidad francesa nosacusarán de parcialidad. «Seamossensatos», le digo a Debigorre.«Sabe muy bien que prefiero aJoseph de Maistre. Pero hagamospese a todo un esfuerzo para hablarde Voltaire.»

S a i nt - T hi b a ul t v u e l v e ainsubordinarse d ur a nte una den u e s t r a s c o n f e r e n c i a s . Unc o me nt a r i o desafortunado deDebigorre: «El encanto tan

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esencialmente francés de laexquisita señora de La Fayette»,consigue que mi compañero salte,indignado.

–¿Cuándo va a dejar de repetir:la «identidad francesa», «lastradiciones francesas», «nuestrosescritores franceses»? –vocea esejoven galo–. M i maestro Trotskidecía que la Revolución no tienepatria...

–Saint-Thibault, muchacho –lecontesté–, me está irritando. ¡Conesos mofletes y esa sangre gorda

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que tiene, el nombre de Trotski esuna blasfemia en sus labios!¡SaintThibault, muchacho, su tíobisabuelo Charles Maurras escribíaque no puede entender a la señorade La Fayette ni a Chamfort quienno haya estado arando mil años latierra de Francia! Y ahora me toca amí decirle esto, Saint-Thibault,muchacho: se necesitan mil años depogromos de autos de fe y de guetospara entender el mínimo párrafo deMarx o de Bronstein... ¡BRONSTEIN,Saint-Thibault, muchacho, y no

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Trostki, como dice de forma tanelegante! Cierre el pico parasiempre, Saint-Thibault, muchacho,o si no...

La asociación de padres dealumnos se indignó; el director mehizo acudir a su despacho:

–Schlemilovitch –me dijo–, Val-Suzon y La Rochepot le han puestouna denuncia p o r agresión a sushijos con lesiones graves. ¡Está muybien eso de defender a su profesoranciano, pero de ahí a comportarse

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como un granuja...! ¿Sabe que Val-Suzon está ingresado en el hospital?¿Y que Gerbier y L a Rochepotpadecen trastornos audiovisuales?¡Unos estudiantes d e é l i te d e laEscuel a Normal! ¡A la cárcel,Schlemilovitch, a la cárcel! ¡Y, deentrada, se va del liceo esta mismanoche!

– S i e s o s s e ñ o r e s quierenllevarme a nt e l o s tribunales –ledije–, así me explicaré de una vezpor todas. Me darán muchapublicidad. Par í s n o e s Burdeos,

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¿sabe? ¡En París siempre le dan larazón al pobre judío indefenso ynunca a los animalotes arios!Interpretaré a la perfección mipapel de perseguido. La Izquierdaorganizará mítines ymanifestaciones y puede creerme sile digo que quedará de lo máselegante firmar un manifiesto afavor de Raphaël Schlemilovitch.En pocas palabras, ese escándaloserá un gran perjuicio para elascenso de usted. Piénselo bien,señor director, se está enfrentando a

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un adversario poderoso. Acuérdesedel capitán Dreyfus y, másrecientemente, del jaleo que metióJacob X, un joven desertor judío...En París siempre andan locos pornosotros. Nos disculpan. Hacenborrón y cuenta nueva. ¿Qué quiereque le diga? ¡Las estructuras éticass e fueron a l carajo e n l a últimaguerra, mejor dicho, se fueron ya enla Edad Media! Acuérdese dea q u e l l a h e r m o s a costumbrefrancesa: t o d o s l o s a ñ o s , porPascua de Resurrección, el conde

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de Toulouse abofeteaba con pompay boato al jefe de la comunidadjudía; y éste le suplicaba: «¡Otravez, señor conde! ¡Otra vez! ¡Con elpomo de la espada! ¡Lo que debehacer es atravesarme! ¡Sacarme lasentrañas! ¡Pisotear mi cadáver!»¡Tiempos dichosos! ¿Cómo iba apoder imaginarse mi antepasado, eljudío de Toulouse, que un día yo lerompería las vértebras a un Val-Suzon? ¿Y que les reventaría un ojoa un Gerbier y a un La Rochepot?¡A todo el mundo le llega la vez,

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señor director! ¡La venganza es unmanjar que se come frío! ¡Y, sobretodo, no vaya a creer que mearrepiento! ¡Haga saber de mi partea los padres de esos jóvenes cuántosiento no habérmelos cargado!¡Imagínese la ceremonia en eltribunal de lo criminal! ¡Un judíojoven, lívido y apasionado,declarando que quería vengar losinsultos sistemáticos del conde deToulouse a sus antepasados! ¡Sartrerejuvenecería unos cuantos siglospara defenderme! ¡Me llevarían a

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hombros de la plaza de L’Étoile aLa Bastille! ¡Me coronaríanpríncipe de la juventud francesa!

–Es usted repugnante,Schlemilovitch. ¡REPUGNANTE! Noquiero seguir oyéndolo ni un minutomás.

–¡Eso es, señor director!¡Repugnante!

–¡Voy a avisar ahora mismo a lapolicía!

–A la policía no, señor director;a la GESTAPO, por favor.

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Dejé el liceo de forma definitiva.Debigorre se quedó consternado alperder a su mejor alumno. Nosvimos dos o tres veces en el Caféde Bordeaux. Un domingo por lanoche no acudió a la cita. Su amade llaves me dijo que se lo habíanllevado a u n a c a s a d e sa lud deA r c a c h o n . Me prohibierontaxativamente que fuera a visitarlo.Sólo podían verlo sus familiaresuna vez al mes.

Me enteré de que mi ancianomaestro me llamaba todas las

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noches para que fuera a socorrerlo,so pretexto de que Léon Blum loperseguía con odio implacable. Meenvió, por mediación de su ama dellaves, un recado garabateadodeprisa y corriendo: «Raphaël,sálveme. Blum y los demás tienendecidida mi muerte. Lo sé. Denoche se escurren dentro de mihabitación como reptiles. Se burlan,desafiantes. Me amenazan concuchillos de carnicero. Blum,Mandel, Zay, Salengro, Dreyfus ylos demás. Quieren hacerme

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pedazos. Se lo ruego, Raphaël,sálveme.»

No volví a tener noticias suyas.

Por lo visto, los señores viejosdesempeñan en mi vida un papelcapital.

Quince días después de habermeido del liceo, me estaba gastandomis últimos billetes de banco en elrestaurante Dubern cuando unhombre se sentó en una mesa allado de la mía. Me llamaron laatención el monóculo y la larga

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boquilla d e j ade . E r a ca lvo delto d o , l o q u e añadía un toqueinquietante a su fisionomía. Se pasóla comida mirándome. Llamó almaître con un ademán insólito:hubiérase dicho que trazaba con elíndice un arabesco en el aire. Vicómo escribía unas cuantaspalabras en una tarjeta de visita.Me señaló con el dedo y el maîtrese acercó para traerme aquelcuadradito blanco en donde leí:

VIZCONDE CHARLES LÉVY-VENDÔME

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animador, desea conocerlo.

Se sentó enfrente de mí.–Le pido perdón por este

comportamiento tan desenvuelto,pero siempre entro con fractura enl a vida d e la gente. Un rostro, unaexpresión bastan para conquistar misimpatía. Me deja muyimpresionado su parecido conGregory Peck. Dejando eso de lado,¿cuál es su razón social?

Tenía una voz hermosa yprofunda.

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–Me contará su vida en un sitiomás tamizado. ¿Qué le parecería elMorocco? –me propuso.

En el Morocco, la pista de baileestaba desierta, aunque d e losal tavoces s a l í a n u n a s guarachasdesenfrenadas de Noro Morales.Estaba claro que Latinoamérica secotizaba mucho en la zona deBurdeos aquel otoño.

– M e acaban d e expulsar delliceo – l e expliqué–. Por agresiónc o n l e s i one s gr a v e s . S o y unindeseable, y , además, judío. Me

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llamo Raphaël Schlemilovitch.–¿Schlemilovitch? ¡Vaya, vaya!

¡Razón de más para que nosllevemos bien! ¡Yo pertenezco auna familia judía muy antigua deLoiret! Mis antepasados eran, depadres a hijos, bufones de losduques de Pithiviers. Su biografíano me interesa. Quiero saber sianda buscando trabajo o no.

–Lo ando buscando, señorvizconde.

–Bien; esto es lo que hay. Soyanimador. Animo. Emprendo, erijo,

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combino... Necesito sucolaboración. Es usted un joven delo más presentable. Prestancia, ojosde terciopelo, sonrisanorteamericana. Hablemos dehombre a hombre. ¿Qué le parecenlas francesas?

–Son monas.–¿Qué más?–¡Podría hacerse de ellas unas

putas guapísimas!–¡Admirable! ¡Me gusta la forma

en que lo dice! ¡Ahora pongamosl a s c a r t a s b o c a arriba,

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Schlemilovitch! Me dedico a latrata de blancas. Y resulta que lasfrancesas se cotizan bien e n bolsa.Proporcióneme l a mercancía. Soydemasiado viejo para que esa tareacorra a m i cargo. En 1925, lascosas iban como la seda; pero hoyen día si pretendo gustarles a lasmujeres las obligo de entrada afumar opio. ¿Quién iba a imaginarseque el joven y atractivo Lévy-Vendôme i b a a convertirse e n unsá ti r o a l r onda r los cincuenta?Usted, Schlemilovitch, tiene tiempo

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por delante. ¡Aprovéchelo! Use susbazas personales y pervierta a lasjovencitas arias. Más adelante,escribirá sus memorias. Podríanllamarse «Las desarraigadas»: lahistoria de siete francesas que nopudieron resistirse a l o s encantosd e l judío Schlemilovitch y seencontraron un buen día internadasen burdeles orientales osudamericanos. Moraleja: nodeberían haberle hecho caso a eseseductor judío, sino quedarse en loslozanos p r a dos alpestres y los

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verdes sotos. Y le dedicará esasmemorias a Maurice Barrès.

–Bien, señor vizconde.–¡A trabajar, muchacho! Se

marcha ahora mismo a la AltaSaboya. Tengo un pedido de Río deJaneiro: «Joven montañesafrancesa. Morena. Bien plantada.»Luego, a Normandía. Ese pedidome llega de Beirut: «Francesadistinguida cuyos antepasadoshayan ido a las cruzadas.Aristocracia provinciana de rancioabolengo.» ¡Seguro que se trata de

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un vicioso de nuestro estilo! Unemir que quiere vengarse de CarlosMartel...

–O de la toma de Constantinoplapor los cruzados...

–¿Por qué no? En pocaspalabras, he localizado lo quenecesita. En Calvados... Una mujerjoven... ¡Excelente nobleza deespada! ¡Palacios del siglo XVII!¡Cruz y hierro de lanza sobre campode azur con florones! ¡Monterías!¡En sus manos queda,Schlemilovitch! ¡No hay ni un

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minuto que perder! ¡Tenemosmucho tajo por delante! ¡Lossecuestros deben ser sinderramamiento de sangre! Venga atomar el último trago a mi casa y loacompaño a la estación.

E l pi so d e Lévy-Vendôme estáamueblado e n estilo Napoleón III.El vizconde me hace pasar a labiblioteca.

–Mire qué encuadernaciones tanbonitas –me dice–. La bibliofilia esm i vicio secreto. Fíjese, co j o unlibro al azar: un tratado sobre los

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afrodisíacos de René Descartes.Apócrifos, sólo apócrifos... Me hevuelto a inventar yo solo toda laliteratura francesa. Aquí están lascartas de amor de Pascal a laseñorita de La Vallière. Un cuentolicencioso de Bossuet. Otro cuentoerótico de la señora de La Fayette.N o contento c o n pervertir a lasmujeres d e es te país , he queridoprostituir también toda la literaturafrancesa. Transformar a lasheroínas de Racine y de Marivauxen putas. Junia acostándose de buen

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grado con Nerón ante la miradaespantada de Británico. Andrómacacayendo en brazos de Pirro en elprimer encuentro. Las condesas deMarivaux poniéndose la ropa de susdoncellas y cogiéndoles prestado elamante por una noche. Ya ve,Schlemilovitch, que la trata deblancas no quita de ser un hombreculto. Llevo cuarenta añosredactando apócrifos. Dedicándomea deshonrar a los escritoresfranceses más ilustres. ¡Tomeejemplo, Schlemilovitch! ¡La

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venganza, Schlemilovitch, lavenganza!

Me presenta algo después aMouloud y Mustapha, sus dosesbirros.

–Estarán a su disposición –medice–. Se los enviaré en cuanto melo pida. Con las arias nunca sesabe. A veces, hay que recurrir a laviolencia. Mouloud y Mustapha notienen parangón para que se vuelvandóciles las mentalidades másindisciplinadas. Son ex-Waffen SS,de la Legión norafricana. Los

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conocí en el local de Bonny yLaffont, en la calle de Lauriston, enlos tiempos en que era yo secretariode Joanovici. Unos tíos estupendos.¡Ya verá!

Mouloud y Mustapha s e parecencomo s i fueran gemelos. La mismacara con costurones. La misma narizpartida. El mismo rictus inquietante.M e d a n enseguida muestras de lamás vehemente amabilidad.

Lévy-Vendôme me acompaña ala estación de SaintJean. En elandén, me alarga tres fajos de

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billetes de banco:–Para sus gastos personales.

Llámeme por teléfono para tenermea l c o r r i e nte . ¡ L a venganza,Schlemilovitch! ¡La venganza! ¡Notenga compasión, Schlemilovitch!¡La venganza! ¡La...!

–Bien, señor vizconde.

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III

El lago de Annecy es romántico,pero un joven que se dedica a latrata de blancas debe evitar pensarcosas de ésas.

Tomo el primer autocar para T.,una cabeza de partido que elegí ala z a r e n e l ma p a Michel in. Lacarretera sube, l a s c ur v a s merevuelven e l estómago. M e noto apunto de olvidar mis estupendosproyectos. El gusto por el exotismoy el deseo de que una estancia en

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Saboya sea un reconstituyente paramis pulmones no tardan enprevalecer sobre e l desánimo. Am i s e s p a l d a s , u n o s cuantosmilitares cantan: «Aquí están losmontañeros» y, durante unosmomentos, les presto mi voz. Luegome acaricio la pana gruesa de lospantalones, me miro las botas y elalpenstock, comprados d e segundamano e n una tiendecita de l a parteantigua d e Annecy. É s t a e s latáctica q ue me propongo adoptar:en T., me haré pasar por un joven

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alpinista inexperto que no conoce lamontaña más que por lo que escribede ella Frison-Roche. Si me portocon tacto, no tardaré en parecerlesimpático a la gente, podrécodearme con los indígenas ylocalizar arteramente a una jovendigna de que la exporten al Brasil.Para mayor seguridad, he decididousurpar la identidad francesa a másno poder de mi amigo Des Essarts.El apellido Schlemilovitch huele achamusquina. Seguro que estossalvajes han oído hablar de los

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judíos en la época en que la Miliciatenía asolada su provincia. Porencima de todo no hay quedespertar suspicacias. Debosofocar mi curiosidad de etnólogo alo Lévi-Strauss. No fijarme en sushijas con miradas de tratante deganado, porque en tal casoadivinarán mi ascendencia oriental.

El autocar se detiene delante dela iglesia. Me pongo la mochila demontaña, hago sonar e l alpenstocke n los adoquines y voy con pasofirme hasta el Hotel des Trois

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Glaciers. La cama de cobre y elempapelado de flores de lahabitación 13 me conquistan en elacto. Llamo por teléfono a Burdeospara informar a Lévy-Vendôme ysilbo entre dientes un minué.

Al principio noté cierta desazónentre los autóctonos. Lespreocupaba mi elevada estatura. Yosabía por experiencia que era algoque acabaría por jugar a mi favor.Cuando crucé por primera vez elumbral del Café Municipal, con el

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alpenstock en la mano y loscrampones en las suelas, noté quetodas las miradas me tallaban. ¿Unmetro noventa y siete, noventa yocho, noventa y nueve, dos metros?Quedaban abiertas las apuestas. Elseñor Gruffaz, el panadero, acertó yarrambló con todo. Me demostró enel acto una vehementísima simpatía.¿Tenía el señor Gruffaz alguna hija?No iba a tardar en saberlo. Mepresentó a sus amigos, e l notarioForclaz-Manigot y e l boticarioPetitSavarin. Los tres me invitaron

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a un orujo de manzana que me hizotoser. Luego, me dijeron queestaban esperando al coronelretirado Aravis para jugar unapartida de belote. Les pedí permisopara unirme a ellos, bendiciendo aLévyVendôme por habermeenseñado a jugar a la beloteinmediatamente antes de emprenderviaje. M e acordé d e su pertinenteobservación: «Dedicarse a la tratade blancas, y sobre todo a la tratade francesitas de provincias, notiene nada de emocionante, se lo

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aviso desde ahora mismo. Tieneque adoptar costumbres de corredorde comercio: la belote, el billar y lacopi ta s o n l o s sistemas mejorespara infiltrarse.» Los tres hombresme preguntaron por los motivos demi estancia en T. Les expliqué,como tenía previsto, que era unjoven aristócrata francés a quienapasionaba el alpinismo.

–Va a gustarle usted a l coronelAr a v i s – m e d i j o en confianzaForclaz-Manigot–. Aravis es un tíoestupendo. Excazador alpino.

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Enamorado de las cumbres. Unfanático de las cordadas. Leaconsejará.

Se presenta el coronel Aravis yme mira de pies a cabeza, pensandoen el futuro que podría tener yo enel cuerpo de cazadores alpinos. Lepropino un vigoroso apretón demanos y doy un taconazo.

–¡Jean-François Des Essarts!¡Encantado, mi coronel!

–¡Vaya buen mozo! ¡Apto para elservicio! –les declara a los otrostres.

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Se pone paternal:–¡Me temo, joven, que el tiempo

no vaya a permitirnos realizar conb i e n uno s cuantos ejercicios deescalada con l o s q u e m e habríadado cuenta d e s u s capacidades!¡Qué se le va a hacer! Lo dejaremospara otro día. ¡En cualquier caso,v o y a convertirlo e n montañerocurtido! Me parece que tiene buenadisposición. ¡Es lo esencial!

Mis cuatro nuevos amigosempiezan una partida de belote.Fuera, está nevando. Me concentro

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en la lectura de L’Écho-Liberté, eldiario local. Me entero de que estánechando en el cine de T. unapelícula de los Hermanos Marx.Así que somos seis hermanos, seisjudíos desterrados en Saboya. Menoto algo menos solo.

Bien pensado, Saboya megustaba tanto como Guyena. ¿No esacaso la tierra de Henri Bordeaux?A eso de los dieciséis años, leí conreverencia Los Roquevillard, LaCartuja de Le Reposoir y El

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calvario de Cimiez. Judío apátrida,respiraba con glotonería el aromade terruño que se desprende de esasobras d e arte. M e cuesta entenderque Henry Bordeaux haya caído endesgracia desde hace algún tiempo.Tuvo en mí una influenciadeterminante y siempre le seguirésiendo fiel.

P o r fortuna, encontré e n misnuevos amigos gustos idénticos alos míos. Aravis leía las obras delcapitán Danrit; Petit-Savarin teníauna debilidad por René Bazin y el

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panadero Gruffaz, por Pierre Hamp.En cuanto al notario Forclaz-M a ni go t , v a l o r a b a m u c h o aÉdouard Estaunié. No me decíanada nuevo cuando me cantaba lasalabanzas de ese autor. En su libro¿Qué es la literatura?, Des Essartsse refería a él de la siguiente forma:«Considero a Édouard Estaunié elescritor más perverso que me hayasido dado leer. A primera vista, lospersonajes d e Estaunié resultantranquilizadores: tesorerospagadores generales, empleadas de

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Correos, jóvenes seminaristas deprovincias; pero no hay que fiarsede las apariencias: este tesoreropagador general tiene alma dedinamitero; esa empleada deCorreos se prostituye al salir deltrabajo; aquel joven seminarista estan sanguinario como Gilles deRais... Estaunié opta por camuflare l v i c i o b a j o l e v i ta s negras,mantillas e incluso sotanas: un Sadedisfrazado de pasante de notario; unGenet travestido de BernadetteSoubirous...» Le leí ese párrafo a

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Forclaz-Manigot afirmándole que elautor era yo. Me felicitó y me invitóa cenar. Durante l a cena , estuvemirando a su mujer de reojo. Meparecía un tanto madura, pero meprometí, si no encontraba nadamejor, no andarme contiquismiquis. Así que estábamosviviendo una novela de Estaunié:aquel joven aristócrata francés,loco por el alpinismo, no era sinoun judío que se dedicaba a la tratade blancas; aquella mujer denotario, tan reservada, podría estar

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dentro de poco, si a mí me parecíaoportuno, en una casa de lenociniobrasileña.

¡Querida Saboya! D e l coronelAravis, p o r ejemplo, conservarét o d a l a v i d a u n recuerdoenternecido. Todo francesito tiene,en lo más hondo de su ciudad deprovincias, a un abuelo de esaíndole. Se avergüenza de él. Sartrequiere olvidar al doctorSchweitzer, su tío abuelo. Cuandovoy a ver a Gide, a s u domicilio

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ancestral d e Cuverville, me repitecomo un maniaco: «¡Familias, osodio! ¡Familias, os odio!» Aragon,mi amigo de juventud, es el únicoque no ha renegado de sus orígenes.Se lo agradezco. Cuando aún vivíaStalin, me decía con orgullo: «¡LosAragon son polis de padres ahijos!» Le apunto un tanto. Losdemás no son sino hijosdescarriados.

Yo, Raphaël Schlemilovitch,escuchaba respetuosamente a miabuelo, el coronel Aravis, igual que

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había escuchado a mi tío abueloAdrien Debigorre.

–Des Essarts –me decía Aravis–,¡métase a cazador alpino, quédemonios! ¡ S e convertirá e n elcapricho de las damas! ¡Un mocetóncomo usted! ¡De militar haría furor!

Por desgracia, el uniforme de loscazadores alpinos me recordaba elde la Milicia, con el que habíamuerto hacía veinte años.

–Mi afición a los uniformesnunca me trajo suerte –le expliquéal coronel–. Allá por 1894 ya me

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costó un juicio sonado y unoscuantos años en el penal de la isladel Diablo. El caso Schlemilovitch,¿lo recuerda?

El coronel no me escuchaba. Memiraba a los ojos y exclamaba:

–Hijito, por favor, la cabezaerguida. Los apretones de mano quesean enérgicos. Sobre todo, evita larisa tonta. Ya estamos hartos de vercómo degenera la raza francesa.Queremos pureza.

Yo estaba muy conmovido. Eljefe Darnand me daba consejos

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como ésos cuando íbamos al montea atacar a los maquis.

Todas las noches le hago a Lévy-Vendôme un informe de misactividades. Le hablo d e l a señoraForclaz-Manigot, la mujer delnotario. Me contesta que lasmujeres maduras n o l e interesan as u cliente d e Río. A s í q ue estoycondenado a pasar algún tiempomás aislado en T. Tasco el freno.Nada que esperar del coronelAravis. Vive solo. Petit-Savarin y

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Gruffaz no tienen hijas. Por lodemás, Lévy-Vendôme me tieneterminantemente prohibido trabarconocimiento con las jóvenes depueblo si no es a través de suspadres o de sus maridos: unareputación de mujeriego mecerraría todas las puertas.

EN DONDE EL PADRE PERRACHEME SACA DEL APURO

Conozco a ese eclesiásticodurante un paseo por las

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inmediaciones de T. Apoyado en unárbol contempla la naturaleza, a loVicar io saboyano. M e l l a ma laatención la extremada bondad quese le lee en la cara. Trabamosconversación. M e habla d e l judíoJesucristo. Y o l e hab l o de otrojudío llamado Judas, del que dijoJesucristo: «¡Más le valdría a esehombre no haber nacido!» Nuestracharla teológica prosigue hasta laplaza del pueblo. Al padre Perrachelo apena el interés que muestro porJudas. «Es usted u n desesperado»,

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me dice, muy serio. «El pecado dedesesperación es el peor de todos.»Le explico a ese hombre de Diosque mi familia me ha enviado a T.para que se me oxigenen lospulmones y se me aclaren las ideas.Le hablo de mi paso demasiadorápido por el curso preparatorio del a Escuela Normal e n Burdeos,especificándole que el liceo measquea por ese ambiente suyor a d i c a l me nte s o c i a l i s t a . Mer e p r o c h a m i intransigencia.«Acuérdese de Péguy», me dice,

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«que repartía el tiempo entre lacatedral d e Chartres y l a Liga deMa e s t r o s . S e e s fo r za b a porpresentarle a San Luis y a Juana deArco a Jean Jaurès. ¡No hay que serexcesivamente exclusivo, joven!»Le contesto que prefiero amonseñor Mayol de Lupé: uncatólico debe tomarse en serio losintereses de Cristo aunque tengaque ingresar para ello en la LVF.Un católico debe enarbolar elsable, aunque tenga que decir, comoSimon de Monfort: «¡Matadlos a

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todos! ¡Ya reconocerá Dios a lossuyos!» Por lo demás, laInquisición me parece una empresade sanidad pública. Torquemada yJiménez eran de lo más atentos alquerer curar a esas personas que serefocilaban con complacencia en suenfermedad, en su judería; de lomás atentos, desde luego, albrindarles intervencionesquirúrgicas en vez de dejar quereventasen de su tuberculosis. Leelogio luego a Joseph de Maistre ya Édouard Drumont y le proclamo

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que a Dios no le gustan los tibios.–Ni los tibios ni los orgullosos –

me dice–. Y usted comete pecadode orgullo, tan grave como el dedesesperación. Mire, le voy aencomendar un trabajillo. Deberíatomárselo como una penitencia,como un acto de contrición. Elobispo de nuestra diócesis va avenir de visita al internado de T.dentro de una semana: escribiráusted un discurso de bienvenida queyo haré llegar al padre superior. Selo leerá a monseñor un alumno

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pequeño en nombre de toda lacomunidad. Manifestará en élponderación, amabilidad yhumildad. ¡Ojalá este modestoejercicio lo devuelva al caminorecto! Sé muy bien que no es sinouna oveja extraviada que sólo deseavolver al rebaño. ¡Todos loshombres, en su noche, caminanhacia l a Luz! ¡Tengo confianza enusted! (Suspiros.)

Una joven rubia en el jardín delpresbiterio. Me mira con

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curiosidad: el padre Perrache mepresenta a su sobrina Loïtia. Llevael uniforme azul marino de uninternado.

Loïtia enciende una lámpara depetróleo. Los muebles saboyanoshuelen bien a cera. Me gusta muchoel cromo de la pared de laizquierda. El padre me pone consuavidad la mano en el hombro:

–Schlemi lovi tch, y a puedeanunciar a s u familia que ha caídoen buenas manos. Me hago cargo desu salud espiritual. El aire de

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nuestras montañas hará lo demás.Ahora, muchacho, va a escribir eldiscurso para nuestro obispo.¡Loïtia, por favor, tráenos té y unoscuantos brioches! ¡Este jovennecesita reponer fuerzas!

Miro la bonita cara de Loïtia.Las monjas de Santa María de lasFlores le recomiendan que se trenceel pelo rubio, pero, gracias a mí,dentro de poco lo llevará suelto ypor los hombros. Tras haberdecidido que voy a hacerle conocerBrasil, me retiro al despacho de su

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tío y redacto un discurso debienvenida a monseñor Nuits-Saint-Georges:

«Ilustrísima:»En todas las parroquias de esta

hermosa diócesis que laProvidencia tuvo a bien confiarle,está en su casa el obispo Nuits-Saint-Georges y trae consigo laconfortación de su presencia y laspreciosas bendiciones de suministerio.

»Pero lo está más que en ningúnotro sitio en este pintoresco valle

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d e T. , famoso p o r s u abigarradomanto de praderas y bosques... Estevalle al que un historiador llamabano hace mucho “tierra de sacerdotesafectuosamente vinculada a susjefes espirituales”. Aquí mismo, eneste internado construido a costa degenerosidades a veces heroicas...Su Ilustrísima está aquí en su casa...y todo un barullo de jubilosaimpaciencia alteró nuestro limitadouniverso y precedió y tornósolemne de antemano su llegada.

»Trae consigo Su Ilustrísima la

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confortación de sus palabras deánimo y la luz de sus consignas alos maestros, sus abnegadoscolaboradores, cuya tarea esparticularmente ingrata; a losalumnos, les concede labenevolencia de su paternal sonrisay de un interés del que se esfuerzanpor ser merecedores... Y somosdichosos a l poder aclamar e n SuIlustrísima a un educador muyconsciente, a un amigo de lajuventud, a un celoso promotor detodo cuanto puede incrementar la

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irradiación de la Escuela cristiana,realidad viva y garantía paranuestro país de un hermosoporvenir.

»Para Su Ilustrísima hanacicalado el césped bien atusado delas platabandas de la entrada; y lasflores que las salpican –pese a losrigores de una estación tan ardua–cantan la sinfonía de sus colores;para vos se puebla nuestra Casa,colmena habitualmente zumbadora yruidosa, de recogimiento y silencio;para vos ha quebrado su curso

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habitual el ritmo un tanto monótonode las clases o de los estudios... ¡Esdía de fiesta grande, día de serenaalegría y buenos propósitos!

»Queremos, Ilustrísima,participar en el gran esfuerzo derenovación y reconstrucción quelevantan en estos momentos losambiciosos tajos de la Iglesia y deFrancia. Orgullosos de la visita quehoy nos hace Su Ilustrísima, atentosa las consignas que tenga a biendarnos, le dedicamos con corazónalegre el tradicional y filial saludo:

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»Bendito sea monseñor Nuits-Saint-Georges.

»¡Heil, monseñor y obisponuestro!»

Quiero que l e guste este trabajoa l padre Perrache y me permitaconservar su valiosa amistad: miporvenir en la trata de blancas loexige.

Afortunadamente, rompe enllanto ya en las primeras líneas yme colma de elogios. Irápersonalmente a hacerle catar ysaborear mi prosa al superior del

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internado.Loïtia está sentada ante la

chimenea. Tiene la cabeza inclinaday la mirada pensativa de lasmuchachas de Botticelli. Tendrámucho éxito el verano que viene enlos burdeles de Río.

El canónigo Saint-Gervais,superior del internado, mostró gransatisfacción ante mi discurso. Ya ennuestra primera entrevista mepropuso que sustituyera a unprofesor de historia, el padre Ivan

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Canigou, que había desaparecidosin dejar dirección. Según Saint-Gervais, el padre Canigou, hombremuy apuesto, no podía resistirse asu vocación de misionero y tenía elproyecto de evangelizar a losgentiles del Sinkiang; nuncavolverían a verlo en T. El canónigoestaba al corriente por Perrache demi paso por el curso preparatoriode la Escuela Normal y no le cabíaduda alguna de mis talentos dehistoriador.

–Tomará a su cargo el relevo del

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padre Canigou hasta queencontremos a un profesor dehistoria nuevo. Así se entretendráen sus ratos de ocio. ¿Qué leparece?

F u i corriendo a anunciarle labuena noticia al padre Perrache.

–Fui yo quien le rogué alcanónigo que le encontrase unentretenimiento. La ociosidad no lofavorece en nada. ¡A trabajar, hijomío! ¡Ya está e n e l buen camino!¡Ante todo, no se salga de él!

Le pedí permiso para jugar a la

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belote. Me lo concedió de buengrado. E n e l Ca fé Municipal, elcoronel Aravis, Forclaz-Manigot yP e t i t - S a v a r i n m e recibieroncariñosamente. Les hablé de minuevo empleo y bebimosaguardiente de ciruelas del Mosadándonos palmadas en el hombro.

Al llegar a este punto de mibiografía, prefiero consultar losperiódicos. ¿Entré en el seminariocomo me lo aconsejaba Perrache?El artículo de Henri Bordeaux «Un

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nuevo cura d e A r s , e l padreRaphaël Schlemilovitch» (L’Actionfrançaise del 23 de octubre de 19..)podría hacérmelo suponer: elnovelista me felicita por el celoapostólico de que hago gala en elpueblecito saboyano de T.

En cualquier caso, doy largospaseos con Loïtia. Su adorableuniforme y su pelo pintan las tardesde los sábados de azul marino y derubio. Nos encontramos con el

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coronel Aravis, que nos lanza unasonrisa de complicidad.ForclazManigot y Petit-Savarinllegan incluso a proponerme sertestigos en nuestra boda. Se me vanolvidando poco a poco las razonesde mi estancia en Saboya y losvisajes de LévyVendôme. No,nunca entregaré a la inocente Loïtiaa los proxenetas brasileños. Mer e t i r a r é a T . definitivamente.Ejerceré con sosiego y modestia miprofesión de maestro. Tendré juntoa mí a una mujer amante, a un

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sacerdote anciano, a un amablecoronel, a un notario y a unboticario simpáticos... La lluviaaraña los cristales, las llamas delhogar lanzan una claridad suave, elpadre me habla cariñosamente,Loïtia inclina la cabeza sobre unalabor. Nuestras miradas se cruzan aveces. El padre me pide que reciteun poema...

Corazón, sonríe al porvenir... Palabras tristes acalladas.Sombrías quimeras,

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desterradas.

Y luego:

... El hogar y la luz estrecha dela lámpara...

De noche, en mi cuartito delhotel, escribo la primera parte demis Memorias para librarme de unajuventud tormentosa. Miro conconfianza las montañas y losbosques, el Café Municipal y laiglesia. Se acabaron lascontorsiones judías. Odio las

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mentiras que tanto daño me hanhecho. La tierra no miente.

Con estas resoluciones tanhermosas hinchiéndome le pecho,alcé el vuelo y me fui a enseñarhistoria de Francia. Cortejédesenfrenadamente a Juana de Arcodelante de mis alumnos. Me alistéen todas las cruzadas, luché enBouvines, en Rocroi y en el puentede Arcole. Pero, ¡ay!, tardé muypoco en caer en la cuenta de quecarecía de la furia francesa. Los

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caballeros rubios me dejaban atráspor el camino y los pendones con laflor de lis se me caían de lasmanos. La endecha d e una cantanteyiddish me hablaba de una muerteque no llevaba ni espuelas, niplumero de casuario, ni guantesblancos.

Al final no pude aguantar más; leapunté con el índice a Cran-Gevrier, mi mejor alumno:

–¡El cáliz de Soissons lo rompióun judío! ¡Un judío, me oye! Me vaa copiar cien veces: «¡El cáliz de

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Soissons lo rompió un judío!»¡Estúdiese las lecciones, Cran-Gevrier! ¡Tiene un cero, Cran-Gevrier! ¡Y se queda sin salida!

Cran-Gevrier se echó a llorar. Yyo también.

Salí del aula bruscamente y lepuse un telegrama a Lévy-Vendômepara anunciarle que le entregaría aLoïtia el sábado siguiente. Lepropuse Ginebra como punto decita. Luego, estuve hasta las tres dela mañana escribiendo miautocrítica: «Un judío en la

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campiña», en la que me reprochabami debilidad por el mundo francésde provincias. No me anduve conpaños calientes: «Tras haber sidoun judío colaboracionista, comoJoanovici-Sachs, RaphaëlSchl emi l ov i tch r e p r e s e n t a lacomedia del “Regreso a l terruño”,como Barrès-Pétain. ¿Para cuándoestá dejando la inmunda comediad e l j ud í o militarista, c o m o elcapitán Dreyfus-Stroheim? ¿Y ladel judío vergonzante, comoSimone Weil-Céline? ¿Y la del

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judío distinguido, comoProustDaniel Halévy-Maurois? Nosgustaría que RaphaëlSchlemilovitch se conformase conser un judío a secas...»

Concluido ese acto de contrición,e l mundo recobró los colores queme gustan. Unos focos barrían laplaza del pueblo, u n a s botasmartilleaban l a acera. Despertabanal coronel Aravis; a Forclaz-Manigot; a Gruffaz, a Petit-Savarin;al padre Perrache; al canónigoSaint-Gervais; a CranGevrier, mi

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mejor alumno; a Loïtia, mi novia.Les hacían preguntas acerca d e mí.Un judío que se escondía en la AltaSaboya. Un judío peligroso. Elenemigo público número uno. Lehabían puesto precio a mi cabeza.¿Cuándo me habían visto por últimavez? Seguro q ue mi s amigos medenunciaban. Ya se estabanacercando los milicianos al Hoteldes Trois Glaciers. Forzaban lapuerta de mi habitación. Y yoesperaba, repantigado en la cama;sí, esperaba silbando un minué

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entre dientes.

Me bebo mi último aguardientede ciruelas del Mosa en el CaféMunicipal. El coronel Aravis, elnotario ForclazManigot, elboticario Petit-Savarin y elpanadero Gruffaz me desean buenviaje.

–Volveré mañana por la nochepara la partida de belote –lesdigo–. Les traeré chocolate suizo.

Le cuento al padre Perrache quemi padre está descansando e n un

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hotel d e Ginebra y quiere pasar lavelada conmigo. Me prepara untentempié y me aconseja que noande perdiendo el tiempo en elcamino de vuelta.

Bajo del autocar e n Veyrier-du-Lac y monto guardia delante de lainstitución Santa María de lasFlores. No tarda Loïtia en salir porel portalón de hierro forjado.Entonces todo sucede como lo teníaprevisto. Le brillan los ojosmientras l e ha b l o d e a mo r , decontigo pan y cebolla, de raptos, de

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aventuras, de capas y de espadas.Me la llevo a la estación deautocares de Annecy. Luegocogemos el autocar para Ginebra.Cr us e i l l e s , Anne ma s s e , Saint-Julien, Ginebra, Río de Janeiro. Alas muchachas de Giraudoux lesgustan los viajes. Pese a todo, éstaestá un poco intranquila. Me diceque no se ha traído la maleta. Noimporta. Compraremos de todocuando lleguemos. Le presentaré am i p a d r e , e l v i zconde Lévy-Vendôme, que la cubrirá de regalos.

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Muy cariñoso, ya verá. Calvo.Lleva monóculo y una boquilla dejade muy larga. No se asuste. Eseseñor le tiene mucha simpatía.Cruzamos la frontera. Rápido. Nostomamos un zumo en el bar delHotel des Bergues mientrasesperamos a l vizconde. S e nosacerca y l o s iguen los matonesMo ul oud y Mustapha. Rápido.Aspira e l humo nerviosamente porl a boquilla d e jade. S e ajusta elmonóculo y me alarga un sobreatiborrado de dólares.

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–¡Su sueldo! ¡Ya me ocupo yo del a joven! ¡ N o tiene tiempo queperder! ¡Después de Saboya,Normandía! ¡Llámeme a Burdeos encuanto llegue!

Loïtia me lanza una miradadespavorida. Le prometo queenseguida vuelvo.

Esa noche me paseé por lasorillas del Ródano pensando enJean Giraudoux, en Colette, enMarivaux, en Verlaine, en Charles

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d’Orléans, e n Maurice Scève, enRémy Belleau y en Corneille. Québurdo resulto al lado de esaspersonas. Verdaderamente indigno.Les pido perdón por haber visto laluz en Isla de Francia en vez de enWilna, en Lituania. Apenas si osoescribir en francés: una lengua asíde delicada se me pudre bajo lapluma.

Garabateo otras cincuentapáginas. Luego, renuncio a laliteratura. Lo juro.

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Voy a rematar en Normandía mieducación sentimental. Fougeire-Jusquiames, una ciudad pequeña deCalvados, que orna un palacio delsiglo XVII. Cojo una habitación en elhotel, igual que en T. Esta vez mehago pasar por u n corredor dealimentos tropicales. Le regalo a ladueña de Les Trois-Vikings unoscuantos rahat lokums y le hagopreguntas acerca d e l a castellana,Véronique de Fougeire-Jusquiames.M e d i c e t o d o c ua nto s a b e : lamarquesa vive sola, los vecinos del

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pueblo sólo la ven los domingos enmisa mayor. Organiza una monteríatodos los años. Los sábados por latarde los turistas pueden visitar elpalacio pagando trescientos francospor persona. Gérard, el chófer de lamarquesa, hace las veces de guía.

Esa misma noche telefoneo aLévy-Vendôme para anunciarle quehe llegado a Normandía. Me ruegaque cumpla con m i misiónrápidamente: nues tr o cl i ente , ele mi r de Samandal, l e ma nda adi a r i o telegramas impacientes y

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amenaza con romper el contrato sino le llega la mercancía dentro delos ocho días siguientes. Por lovisto, Lévy-Vendôme no se percatade las dificultades con las que tengoque haberme. ¿Cómo voy a poderyo, Raphaël Schlemilovitch,conocer a una marquesa de la nochea la mañana? Tanto más cuanto queno estoy en París, sino en Fougeire-Jusquiames, en pleno terruñofrancés. No dejarán que un judío,por muy guapo que sea, se acerqueal palacio más que el sábado por la

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tarde, junto con los demás visitantesde pago.

Me paso la noche estudiando elpedigrí de la marquesa, que haconfeccionado Lévy-Vendômeconsultando varios documentos. Lasreferencias son excelentes. Porejemplo, el anuario de la noblezafrancesa, que creó en 1843 el barónSamuel Bloch-Morel, especifica:«FOUGEIRE-JUSQUIAMES: Cuna:Normandía-Poitou. Cepa: Jourdainde Jusquiames, h i j o natura l deL e o n o r d e Aqui ta ni a . Lema:

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“Jusquiames, el alma salva;Fougère, no te has de perder.” Lacasa de Jusquiames sustituye en1385 a la de los primeros condesde Fougeire. Título: duque deJusquiames (ducado hereditario);cartas patentes del 20 deseptiembre de 1603; miembrohereditario de la Cámara Alta,ordenanza del 3 de junio de 1814;duque senador hereditario (duquede Jusquiames), ordenanza del 30de agosto de 1817. Rama menor:barón romano, breve del 19 de

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junio de 1819, autorizado porordenanza del 7 de septiembre de1822; príncipe con transmisión atodos los descendientes deldiploma del rey de Baviera, 6 demarzo de 1846. Conde senadorhereditario, ordenanza del 10 dejunio de 1817. Armas: de gulessobre campo de azur con estrellasde oro puestas en sotuer.»

Robert de Clary, Villehardouin yHenri de Valenciennes otorgan ensus crónicas de la cuarta cruzadacertificados d e buena conducta a

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los señores d e Fougeire. Froissart,Commynes y Montluc no escatimanlos elogios a los valientes capitanesde Jusquiames. Joinville, en elcapítulo X de su historia de SanLuis, recuerda la noble acción de uncaballero de Fougeire: «Alzóentonces la espada y golpeó aljudío en los ojos y lo derribó entierra. Y escaparon los judíosllevándose a su señor muymalherido.»

El domingo por la mañana, se

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apostó delante del porche de laiglesia. A eso de las once aparecióuna limusina negra y el corazón casise le sale del pecho. Una mujerrubia se le acercaba, pero no seatrevía a mirarla. Entró en pos deella en l a iglesia e intentó contenerl a emoción. ¡Qué perfil tan purotenía! Encima de su cabeza, unavidriera mostraba la entrada deLeonor de Aquitania en Jerusalén.Hubiérase dicho que era lamarquesa de Fougeire-Jusquiames.La misma melena rubia, el mismo

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porte de la cabeza, el mismoentronque del cuello, tan frágil. Leiba la mirada de la marquesa a lareina y se decía: «¡Qué hermosa es!¡Cuánta nobleza! Esta que tengoante mí es efectivamente unao r g u l l o s a J u s q u i a m e s , ladescendi ente de Leonor deAquitania.» O también: «Famososdesde antes de Carlomagno, losJusquiames tenían derecho de viday muerte sobre s u s vasallos. Lamarquesa d e Fougeire-Jusquiamesdesciende de Leonor de Aquitania.

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Ni conoce ni consentiría en conocera ninguna de las personas que estána q uí . » Y t a n t o m e n o s a unSchlemilovitch. Decidió abandonarla partida: a Lévy-Vendôme no lequedaría más remedio que entenderque habían sido demasiado fatuos.¡Convertir a Leonor de Aquitania enpupila de un burdel! Uno puedel l a m a r s e S c hl e mi l o v i t c h yconservar, pese a todo, en lo hondodel corazón, una pizca dedelicadeza. El órgano y los cánticosle despertaban el buen natural.

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Nunca entregaría a esa princesa, ae s a ha d a , a e s a s a n t a a lossarracenos. Haría por ser su paje,un paje judío, pero, en fin, lascostumbres han evolucionado desdeel siglo XII y la marquesa deFougeire-Jusquiames no seofenderá por mor de sus orígenes.Usurpará l a identidad d e s u amigoDes Essarts para que lo admitaantes a su lado. Él también hablarád e s u s antepasados, d e aquelcapitán Foulques Des Essarts quedestripó a doscientos judíos antes

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de irse a las cruzadas. Foulqueshizo bien, aquellos individuos seentretenían cociendo hostias; esamatanza fue un castigo demasiadoleve, los cuerpos de mil judíos novalen por descontado lo que vale elcuerpo sagrado de Dios.

Al salir de misa, la marquesalanzó una mirada distante a losfieles. ¿Fue una ilusión? ¿Sus ojosazul vincapervinca se clavaron enél? ¿Intuía la devoción que sentíapor ella desde hacía una hora?

Cruzó a la carrera la plaza de la

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iglesia. Cuando tuvo la limusinane gr a s ó l o a ve i nte metros , sedesplomó en plena calzada y fingióu n desmayo. O y ó chi r r i a r losfrenos. Una voz dulce moduló estaspalabras:

–¡Gérard, que suba este pobrejoven! ¡Un mareo seguramente!¡ E s t á t a n p á l i d o ! Va m o s aprepararle un buen grog en palacio.

Se guardó muy mucho de abrirlos ojos. El asiento de atrás, endonde lo tendió el chófer, olía acuero de Rusia, pero le bastaba con

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repetirse a sí mismo ese apellidotan dulce, Jusquiames, para que unperfume de violetas y des o tobos que l e aca r i c i a s e lasventanas de la nariz. Soñaba con elpelo rubio de la princesa Leonorhacia cuyo palacio ibadeslizándose. Ni por un momento sele vino a la cabeza que, tras habersido un judío colaboracionista, unjudío estudiante de la EscuelaNormal, un judío en la campiña,corría el riesgo de convertirse, enesa limusina con las armas de la

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marquesa (de gules sobre campo deazur con estrellas de oro puestas ensotuer), en un judío esnob.

La marquesa no le hacía ningunapregunta, como si su presencia lepareciera natural. Se paseaban porel parque, ella le enseñaba lasflores y las hermosas aguascorrientes. Luego, volvían alpalacio. Él admiraba el retrato delcardenal de Fougeire-Jusquiames,firmado por Lebrun; los tapices deAubusson; las armaduras y los

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diversos recuerdos de familia, entrelos que había una carta autógrafa deLuis XIV al duque de Fougeire-Jusquiames. La marquesa lo teníaencantado. Tras sus inflexiones devoz le asomaba toda l a rudeza delterruño. Subyugado, s e susurraba así mismo: «La energía y el encantode una niña cruel de la aristocraciafrancesa que, desde la infancia,monta a caballo, les parte elespinazo a los gatos y les saca losojos a los conejos...»

Después de tomar a la luz de las

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velas la cena que les servía Gérard,se iban a charlar delante de lachimenea monumental del salón. Lamarquesa le hablaba de sí, de susantepasados, de sus tíos y de susprimos... Pronto nada de lo quetuviera que ver con Fougeire-Jusquiames le resultó ajeno.

Acaricio un Claude Lorraincolgado en la pared de la izquierdade mi cuarto: Leonor de Aquitaniaembarcando hacia Oriente. Luego,miro el Arlequín triste de Watteau.Al andar, rodeo l a alfombra d e La

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Savonnerie por temor a mancharlo.No me merezco un cuarto tanespléndido. Ni esta espada corta depaje que está encima de lachimenea. Ni el Philippe deChampaigne que tengo a laizquierda de la cama, esa cama quevisitó Luis XIV en compañía de laseñorita de La Vallière. Desde laventana veo una amazona que cruzael parque al galope. Efectivamente,la marquesa sale todos los días alas cinco para montar a Bayard, sucaballo favorito. Desaparece por la

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revuelta de un paseo. Nada turba yael silencio. Entonces, decidoempezar algo así como unabiografía novelada. He tomado notade todos los detalles que lamarquesa ha tenido a bien darmeacerca de su familia. Los usaré pararedactar la primera parte de miobra, que va a llamarse: Del ladode Fougeire-Jusquiames, oMemorias de Saint-Simoncorregidas y ampliadas porSherezade y unos cuantostalmudistas. En los tiempos de mi

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infancia judía en París, en el muellede Conti, Miss Evelyn me leía Lasmil y una noches y las Memoriasde Saint-Simon. Luego, apagaba laluz. Dejaba entornada la puerta demi cuarto para que oyera, antes dequedarme dormido, la Serenata ensol mayor de Mozart.Aprovechando mi duermevela,Sherezade y el duque de Saint-Simon le hacían dar vueltas a unalinterna mágica. Presenciaba laentrada de la princesa de losUrsinos en la cueva de Alí Babá, la

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boda de la señorita de La Vallièrecon Aladino, el rapto de la señorade Soubise a manos del califaHarún al-Rashid. El boato deOriente mezclado con el deVersalles componían un universo decuento de hadas que intentaréresucitar en mi obra.

Cae la tarde, la marquesa deFougeire-Jusquiames pasa a caballobajo mis ventanas. Es el hadaMelusina, es la Bella de losCabellos de Oro. Nada hacambiado para mí desde los

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tiempos en que el aya inglesa meleía. Vuelvo a mirar los cuadros demi habitación. Miss Evelyn mellevaba muchas veces al Louvre.Bastaba con cruzar el Sena. ClaudeLorrain, Philippe de Champaigne,Watteau, Delacroix, Corot dieroncolor a mi infancia. Mozart y Haydnla acunaban. Sherezade y Saint-Simon la animaban. Infanciaexcepcional, infancia exquisita dela que tengo que hablar. Empiezoahora mismo Del lado de Fougeire-Jusquiames. En el papel pergamino

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con las armas de la marquesaescribo con letra pequeña y rápida:«Era, aquel Fougeire-Jusquiames,como el entorno d e una novela, unpaisaje imaginario que me costabarepresentarme y tanto más deseabadescubrir, sito en medio de tierras ycarreteras reales que de repente seimpregnaban de peculiaridadesheráldicas...»

Gérard llamó a la puerta y meanunció que la cena estaba servida.

Aquella noche no fueron a

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charlar delante del hogar, comosolían. L a marquesa l o llevó a unamplio gabinete acolchado en azulque estaba pared por medio con sucuarto. Un candelabro arrojaba unaluz incierta. El suelo estabacubierto de almohadones rojos. Enlas paredes, unas cuantas estampaslicenciosas de Moreau el Joven, deGirard, de Binet y u n cuadro defactura austera que podría creerseque firmaba Hyacinthe Rigaut, peroq u e representaba a Leonor deAquitania a punto d e sucumbir en

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los brazos de Saladino, jefe de lossarracenos.

Se abrió la puerta. La marquesallevaba un vestido de gasa que ledejaba sueltos los pechos.

–Se apellida Schlemilovitch,¿verdad? –le preguntó con una vozarrabalera que él no le conocía–.¿Nacido en Boulogne-Billancourt?¡Lo he visto en su carnet deidentidad! ¿Judío? ¡Me encanta! ¡Mitío bisabuelo, Palamède deJusquiames, ponía verdes a losjudíos, pero admiraba a Marcel

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Proust! Los Fougeire-Jusquiames,al menos las mujeres, no tienenprejuicio alguno contra losorientales. ¡Mi antepasada la reinaLeonor aprovechaba la segundacruzada para andar de picos pardoscon los sarracenos mientras elpobre Luis VII se eternizaba delantede Damasco! ¡A otra de misantepasadas, la marquesa deJusquiames, le parecía muy de suagrado el hijo del embajador turcoallá por 1720! ¡Por cierto, he vistoque tiene hecho todo un dossier

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«FougeireJusquiames»! ¡Leagradezco el interés que muestrapor mi familia! He leído incluso esafrase encantadora, que le inspiró sinduda su estancia en el castillo:«Era, aquel Fougeire-Jusquiames,como el entorno de una novela, unpaisaje imaginario...» ¿Se toma porMarcel Proust, Schlemilovitch?¡Eso es algo muy grave! ¿Nopensará malgastar su juventudcopiando En busca del tiempoperdido? ¡Le advierto sin másdemora que no soy el hada de su

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infancia! ¡La bella durmiente delbosque! ¡La duquesa deGuermantes! ¡La mujer flor! ¡Estáperdiendo el tiempo! ¡Tráteme másbien como a una puta de la calle deLes Lombards en vez de babearencima de mis títulos nobiliarios!¡Mi campo de azur con florones!¡Villehardouin, Froissart, Saint-Simon y tutti quanti! ¡So esnob!¡Judío mundano! ¡Basta de vocestrémulas y de reverencias! ¡Su jetade gigoló me pone de lo máscachonda! ¡Me electriza! ¡Golfillo

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adorable! ¡Chulo encantador! ¡Joya!¡Fileno! ¿Tú crees de verdad queFougeire-Jusquiames es «el entornode una novela, un paisajeimaginario»? ¡Una casa de putas, teenteras, el palacio ha sido siempreuna casa de putas de lujo! ¡Muy demoda durante la Ocupaciónalemana! Mi difunto padre, Charlesde Fougeire-Jusquiames, les hacíade alcahuete a los intelectualescolaboracionistas franceses.Esculturas de Arno Breker,aviadores jóvenes de la Luftwaffe,

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SS, Hitlerjugend, ¡de todo echabamano para darles gusto a losseñores! Mi padre se había dadocuenta de que el sexo determina conmucha frecuencia las opinionespol í ti cas . ¡Hablemos a h o r a deusted, Schlemilovitch! ¡No andemosperdiendo e l ti empo! ¿ E s ustedjudío? Supongo que le gustaríaviolar a una reina de Francia.¡Tengo en el desván toda una seriede vestidos! ¿Quieres que me vistade Ana de Austria, ángel mío? ¿DeBlanca de Castilla? ¿De María

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Leczinska? ¿O prefieres follarte aAdelaida de Saboya? ¿A Margaritade Provenza? ¿A Juana d’Albret?¡Escoge! ¡Me disfrazaré de mil ymil maneras! ¡Esta noche, todas lasreinas de Francia son tus furcias...!

La semana siguiente fue idílicade verdad: la marquesa cambiabad e r o p a continuamente parad e s p e r t a r l o s deseos deSchlemilovitch. Dejando aparte lasreinas de Francia, violó a la señorade Chevreuse, a la duquesa de

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Berry, al caballero de Éon, aBossuet, a San Luis, a Bayard, a DuGuesclin, a Juana de Arco, al condede Toulouse y al general Boulanger.

El resto del tiempoSchlemilovitch se esforzaba porconocer a Gérard más a fondo.

– M i c h ó f e r g o z a d e unareputación excelente en el hampa –le dijo en confianza Véronique–.Los truhanes lo apodan PompasFúnebres o Gérard el de laGestapo. Gérard pertenecía a labanda de la calle de Lauriston. Era

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el secretario de mi difunto padre yle pertenecía en cuerpo y alma...

El padre de Schlemilovitchtambién conocía a Gérard el de laGestapo. Le había hablado de élcuando estuvieron en Burdeos. El16 de julio de 1942, Gérard hizosubir a Schlemilovitch padre a unCitroën 11 negro: «¿Qué me dicesde una comprobación de identidaden la calle de Lauriston y de unavueltecita por Drancy?» ASchlemilovitch se le había olvidadopor qué milagro Schlemilovitch

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padre pudo escurrírsele de lasmanos a aquel buen hombre.

Una noche, al dejar a lamarquesa, sorprendiste a Gérardacodado en la balaustrada de laescalinata exterior.

–¿Le gusta el claro de luna? ¿Elapacible claro de luna, triste yhermoso? ¿Romántico, Gérard?

No le dio tiempo a contestarte.Le apretaste el cuello. Lasvértebras cervicales crujieron condiscreción. Tienes el mal gusto de

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encarnizarte con los cadáveres. Lecortaste las orejas con una cuchillade afeitar Gillette Azul Extra.Luego, los párpados. Después, lesacaste los ojos de las órbitas. Yasólo te faltaba partirle las muelas.Bastó con tres taconazos.

Antes de enterrar a Gérard,pensaste en mandarlo embalsamar yenviárselo a tu pobre padre, pero sete habían olvidado las señas de laSchlemilovitch Ltd. en Nueva York.

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Todos los amores son efímeros.La marquesa, vestida de Leonor deAquitania, caerá rendida en misbrazos, pero el ruido de un cocheinterrumpirá nuestras efusiones. Losfrenos chirriarán. Me sorprenderáoír música de zíngaros. La puertad e l salón s e abrirá d e golpe. Sepresentará un hombre tocado con unturbante rojo. Pese al disfraz defakir, reconoceré al vizcondeCharles Lévy-Vendôme.

Irán tras él tres violinistas, queiniciarán la segunda parte de una

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czarda. Mouloud y Mustaphacerrarán la marcha.

–¿Qué sucede, Schlemilovitch? –me preguntará el vizconde–.¡Llevamos varios días sin sabernada de usted!

Les hará una seña con la mano aMouloud y a Mustapha.

–Llevaos a esta mujer al Buick yno le quitéis ojo. ¡Lamento, señora,presentarme s i n av i sa r p e r o nopodemos perder tiempo! ¡Es que,fíjese, llevan ocho días esperándolaen Beirut!

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Unas cuantas bofetadas reciasque suelta Mouloud sofocaráncualquier veleidad de resistencia.Mustapha amordazará y atará a mipareja.

–¡Misión cumplida! –exclamaráLévy-Vendôme, mientras susguardaespaldas se llevan a rastras aVéronique.

El vizconde se ajustará elmonóculo:

–Su misión ha sido un fracaso.Contaba con que me entregase a lamarquesa en París y he tenido que

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venir personalmente a Fougeire-Jusquiames. ¡Está despedido,Schlemilovitch! Y ahora hablemosde otra cosa. Ya está bien denovelones esta noche. Le propongoque visitemos esta hermosa mansiónen compañía de nuestros músicos.Somos los nuevos amos y señoresde Fougeire-Jusquiames. Lamarquesa va a legarnos todos susbienes. ¡Por las buenas o por lasmalas!

Todavía veo a aquel extrañopersonaje, con su turbante y su

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monóculo, pasándole revista alpalacio con un candelabro en lamano mientras los violinistastocaban melodías húngaras. Estuvomucho rato mirando el retrato delcardenal d e Fougeire-Jusquiames yacarició l a armadura que habíapertenecido a l antepasado d e lafamilia, Jourdain, hijo natural deLeonor de Aquitania. Le enseñé micuarto, el Watteau, el ClaudeLorrain, el Philippe de Champaigney la cama donde durmieron LuisXIV y La Vallière. Leyó la frasecita

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que había escrito yo en la hoja depapel con las armas de lamarquesa: «Era, aquelFougeireJusquiames», etc. Me miróde mala manera. En ese momento,los músicos estaban tocandoWiezenlied, una nana yiddish.

–¡Está claro, Schlemilovitch, queesta estancia en Fougeire-Jusquiames no le ha sentado nadabien! Los aromas de la Francia desolera lo trastornan. ¿Para cuándoel bautismo? ¿ L a condición defrancés al cien por cien? Tengo que

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poner término a esas neciasensoñaciones suyas. Lea el Talmude n vez d e consultar l a historia delas cruzadas. Deje de babear con elalmanaque d e armas nobiliarias...Créame, la estrella de David valemás que todos esos cabrios desinople, esos leones pasantes degules, esos blasones d e azur contres flores de lis de oro. ¿Acaso setoma por Charles Swann? ¿ Va apedir el ingreso en el Jockey Club?¿Va a intentar que lo reciban en elFaubourg SaintGermain? El propio

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Charles Swann, me oye, el caprichode las duquesas, el árbitro de laelegancia, el mimado deGuermantes, se acordó al envejecerd e s u s or ígenes. ¿Me permite,Schlemilovitch?

El vizconde hizo una seña a losviolinistas para que interrumpieranla pieza y declamó con voz tonante:

–Por lo demás, cabe dentro de loposible que , e n él, en esos díaspostreros, la raza revelase de formamás acusada el tipo físico que lacaracteriza, al tiempo que el

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sentimiento de una solidaridadmoral con los demás judíos,solidaridad que Swann parecióechar al olvido toda su vida y queespabilaron, injertados unos enotros, la enfermedad mortal, el casoDreyfus y la propagandaantisemita...

»¡Siempre acaba uno por volvercon los suyos, Schlemilovitch!¡Incluso después de largos años deextravío!

Salmodió:–Los judíos son la sustancia

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misma de Dios, pero los no judíosno son sino la simiente del ganado;a los no judíos los crearon paraservir al judío día y noche.Ordenamos que todos los judíosmaldigan tres veces al día al pueblocristiano y pida a Dios que loextermine con sus reyes y príncipes.Al judío que viole o corrompa auna mujer no judía, o incluso lamate, debe absolverlo la justiciaporque sólo ha perjudicado a unayegua.

S e quitó e l turbante y s e colocó

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u n a na r i z pos ti za y curva conexageración.

–¿Nunca me ha visto interpretaral judío Süss? ¡Imagíneselo,Schlemilovitch! Acabo de matar ala marquesa y de beberme susangre, como todo vampiro que seprecie. ¡La sangre de Leonor deAquitania y de los valientescaballeros! Ahora abro las alas debuitre. Hago visajes. Me retuerzo.¡Músicos, por favor, tocad vuestraczarda más desenfrenada! ¡Míremelas manos, Schlemilovitch! ¡Mire

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estas uñas de rapaz! ¡Más alto,músicos, más alto! Les lanzo unamirada venenosa al Watteau y alPhilippe de Champaigne! ¡Voy aromper con las garras la alfombrade La Savonnerie! ¡A lacerar loscuadros de prestigiosas firmas!Dentro de un rato, recorreré elpalacio chillando de formaespantosa. ¡Tiraré al suelo lasarmaduras de los cruzados!¡Cuando haya satisfecho la rabia,venderé esta mansión ancestral!¡Preferiblemente, a un magnate

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sudamericano! ¡Al rey del guano,por ejemplo! Co n e s e dinero, mec o mp r a r é s e s e n t a p a r e s democasines de cocodrilo, trajes dealpaca verde esmeralda, tresabrigos de pantera, camisasgofradas de rayas naranja!¡Mantendré a treinta amantes!¡Yemeníes, etíopes, circasianas!¿Qué le parece, Schlemilovitch? Nose asuste, muchacho. Detrás de todoesto hay un gran sentimentalismo.

Hubo un momento de silencio.Lévy-Vendôme me hizo una seña

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para que lo siguiera. Cuandollegamos a la escalinata exterior delpalacio, susurró:

–Déjeme solo, se lo ruego.¡Váyase ahora mismo! Los viajesson formativos para la juventud.¡Hacia el Este, Schlemilovitch,hacia e l Este! L a peregrinación alas fuentes: Viena, Constantinopla ylas orillas del Jordán. ¡Casi estoyp o r i r me c o n us te d ! ¡Lárguese!Salga d e Francia l o antes posible.¡Este país lo ha perjudicado! Estabaechando raíces en él. ¡No se olvide

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de que formamos la Internacionalde los fakires y los profetas! ¡Notema, volverá a verme! ¡Menecesitan e n Constantinopla parallevar a cabo e l parón gradual delciclo! Las estaciones cambiarán untanto, primero la primavera, y acontinuación el verano. ¡Losastrónomos y los meteorólogos noestán enterados, puede creerme,Schlemilovitch! Desapareceré deEuropa a finales de siglo y me iré ala zona del Himalaya. Allídescansaré. Volverán a verme

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dentro de ochenta y cinco años, taldía como hoy, con tirabuzones ybarba de rabino. Hasta pronto. Loquiero a usted.

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IV

Viena. Los últimos tranvías sedeslizaban en la noche. Mariahilfer-Strasse; notábamos que el miedo seadueñaba de nosotros. Unos cuantospasos más y estaríamos en la plazade La Concorde. Tomar el metro,pasar las cuentas de ese rosariotranquilizador: Tuileries, Palais-Royal, Louvre, Châtelet. Nuestramadre nos esperaba en el muelle deConti. Beberíamos una infusión detila y yerbabuena mirando las

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sombras que proyectaban losbarcos de turistas en la pared denuestro cuarto. Nunca nos habíangustado tanto París y Francia. Unanoche de enero, aquel pintor judío,primo nuestro, andaba dandotumbos por la zona deMontparnasse y susurraba en suagonía: «Cara, cara Italia.» Elazar lo había hecho nacer enLivorno, podría haber nacido enParís, en Londres, en Varsovia, encualquier parte. Nosotros habíamosnacido en Boulogne-sur-Seine, Isla

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de Francia. Lejos de aquí,Tuileries. Palais-Royal. Louvre.Châtelet. La exquisita señora de LaFayette. Choderlos de Laclos.Benjamin Constant. E l queridoStendhal . E l des ti no n o s habíajugado una mala pasada. Novolveríamos a ver nuestro país.Palmarla en Mariahilfer-Strasse,Viena, Austria, como perrosperdidos. Nadie podía ampararnos.Nuestra madre estaba muerta oloca. No sabíamos la dirección denuestro padre en Nueva York. Ni la

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de Maurice Sachs. Ni la de AdrienDebigorre. En cuanto a CharlesLévy-Vendôme, era inútil pedirleque se acordara de nosotros. TaniaArcisewska había muerto por seguirnuestros consejos. Des Essartshabía muerto. Loïtia debía de estaracostumbrándose poco a poco a losburdeles exóticos. Esos rostros quecruzaban por nuestra vida no nostomábamos la molestia deabrazarlos, de retenerlos, deamarlos. Incapaces del mínimogesto.

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Llegamos al Burggarten y nossentamos en un banco. Oímos depronto el ruido de una pata de paloque golpeaba el suelo. Se nosacercaba un hombre, un tullidomonstruoso... Tenía los ojosfosforescentes, el mechón y elbigotito le brillaban en laoscuridad. El rictus de la boca noshizo latir más deprisa el corazón. Elbrazo izquierdo, que llevabaestirado hacia adelante, terminabaen un garfio. Estábamos casiseguros de que nos lo íbamos a

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encontrar en Viena. Era algo fatal.Llevaba un uniforme de caboaustriaco para atemorizarnos aúnmás. Nos amenazaba, vociferaba:«Sechs Mil l ionen J ude n! SechsMillionen Juden!» Sus carcajadasse nos metían en el pecho. Intentóreventarnos los ojos con el garfio.Salimos huyendo. Nos persiguió,r e p i t i e nd o : «Sechs MillionenJuden! Sechs Millionen Juden!»Estuvimos mucho rato corriendopor una ciudad muerta, una ciudadde Ys naufragada en la grava de la

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orilla, con los viejos palaciosapagados. Hofburg. Palacio Kinsky.Palacio Lobkowitz. PalacioPallavicini. Palacio Porcia. PalacioWilczek... A nuestras espaldas, elcapi tán Gar fio cantaba con vozronca la Hitlerleute aporreando losadoquines con la pata de palo. Nosdio la impresión de que éramos losúnicos habitantes de la ciudad.Cuando nos matase, nuestroenemigo recorrería estas callesdesiertas, como un fantasma, hastael fin de los tiempos.

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Las luces del Graben me aclaranlas ideas. Tres turistas americanosme convencen d e que Hitler llevamucho muerto. Los voy siguiendo apocos metros de distancia. Se metenpor la Dorotheergasse y entran en elprimer café. Me siento al fondo dellocal. No tengo ni un chelín y ledigo al camarero que estoyesperando a alguien. Me trae unperiódico, sonriente. Me entero deq u e l a ví spera, a medianoche,salieron de la cárcel de SpandauAlbert Speer y Baldur von Schirach

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e n u n o s Mercedes ne gr o s muygrandes. Durante l a conferencia deprensa que dio e n el Hotel Hiltonde Berlín, Schirach manifestó:«Siento mucho haberles hechoesperar tanto.» En la foto, lleva unjersey de cuello vuelto. Decachemir seguramente. Made inScotland. U n gentleman. Haceaños, gauleiter de Viena. Cincuentamil judíos.

Una joven morena, con labarbilla apoyada en la palma de la

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mano. Me pregunto qué hace ahí,sola, tan triste entre los bebedoresd e cerveza. Pertenece seguramentea esa raza d e humanos q ue elegíentre todas: tienen rasgos duros y,no obstante, frágiles; se les lee enellos una gran fidelidad a ladesgracia. Alguien q u e n o fueraRaphaël Schlemilovitch cogería aesos anémicos d e l a mano y lesrogaría que se reconciliasen con lavida. Yo a las personas a quienesquiero las mato. Así que las escojomuy débiles, indefensas. Maté a mi

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madre d e pena, p o r ejemplo. Semostró extraordinariamente dócil.Me rogaba que me cuidara latuberculosis. Yo le decía con vozseca: «Una tuberculosis no secuida, se mima; hay que mantenerla,como a una bailarina.» Mi madreagachaba la cabeza. Más adelante,Tania me pide que la proteja. Lealargo una cuchilla de afeitarGillette Azul Extra. Bien pensado,me anticipé a sus deseos: se habríaaburrido con alguien tangroseramente vivo. Se habría

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suicidado solapadamente mientrasél le alababa el encanto de lanaturaleza en primavera. En cuantoa Des Essarts, mi hermano, miúnico amigo, ¿acaso no fui yo quienl e estropeó e l freno del automóvilpara que pudiera abrirse la cabezacon total seguridad?

La joven me mira fijamente conojos asombrados. Recuerdo aquellaexpresión de Lévy-Vendôme: entraren la vida de la gente con fractura.Me siento a su mesa. Esboza unasonrisa cuya melancolía me arroba.

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Decido en el acto fiarme de ella. Yademás es morena. El pelo rubio, lapiel sonrosada, los ojos deporcelana me exasperan. Todocuanto despide salud y dicha merevuelve el estómago. Racista a mimanera. Disculpen estos prejuiciosen un judío tuberculoso.

–¿Viene? –me dice.Tiene en la voz tanta afabilidad

que me prometo escribir una novelae s t u p e n d a y dedicársela:«Schlemilovitch en el país de lasmujeres». Mostraré en ella cómo un

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pobre judío busca refugio junto alas mujeres en las horas dedesvalimiento. Sin ellas, no habríaquien soportase el mundo.Demasiado serios, los hombres.Demasiado absortos en susmagníficas abstracciones, en susvocaciones: la política, el arte, laindustria textil. Deben tenerteestima antes de ayudarte. Incapacesde un gesto desinteresado. Sensatos.Lúgubres. Avaros. Presumidos. Loshombres me dejarían morir dehambre.

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Dejamos la Dorotheergasse. Apartir de ese momento, tengo unosrecuerdos borrosos. Vamos por elGraben arriba, gi r a mo s a laizquierda. Entramos e n u n cafémucho mayor que el primero. Bebo,como, me repongo, mientras Hilda–así se llama– me acaricia con losojos. Alrededor, todas las mesaslas ocupan varias mujeres. Putas.Hilda es una p u t a . A c a b a deencontrar en l a persona de RaphaëlSchlemilovitch a s u proxeneta. Apar ti r d e ahora, v o y a llamarla

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Marizibill: cuando Apollinairehablaba del «chulo judío, pelirrojoy sonrosado» era en mí en quienpensaba. Soy el amo de este lugar:el camarero que me trae las bebidasse parece a Lévy-Vendôme. Lossoldados alemanes vienen a buscarconsuelo en mi establecimientoantes de volverse a l fr ente deRus i a . E l mismís imo Heydrichv i e ne a verme a veces. Sientedebilidad por Tania, Loïtia y Hilda,las más guapas de mis putas. No leda ningún asco repantigarse encima

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de Tania, la judía. Fuere comofuere, Heydrich es judío a medias.Hitler hizo la vista gorda por lac e l o s a d e d i c a c i ó n d e sulugarteniente. Igua l q u e m e hanperdonado la vida a mí, RaphaëlSchlemilovitch, el mayor proxenetadel Tercer Reich. Mis mujeres mehicieron las veces de baluarte. Aellas les deberé no pasar porAuschwitz. Si, por ventura, elgauleiter de Viena cambiase deopinión en lo que a mí respecta,Tania, Loïtia y Hilda reunirían en

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un día el dinero de mi rescate.Supongo que bastaría conquinientos mil marcos, habidacuenta de que un judío no vale ni lacuerda para ahorcarlo. La Gestapoharía la vista gorda y dejaría queme escapase a América del Sur. Nov a l e l a p e n a p e ns a r e n esaeventualidad: gr a c i a s a Tania,Lo ï t i a y H i l d a t e n g o muchai n f l u e n c i a s o b r e Heydrich.C o ns i gue n s a c a r l e u n papelrefrendado por la firma de Himmlerq u e certifica q u e s o y ciudadano

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honorífico del Tercer Reich. ElJudío Indispensable. Todo sesoluciona cuando lo protegen a unolas mujeres. Soy, desde 1935, elamante de Eva Braun. El cancillerHitler la dejaba siempre sola enBerchtesgaden. Se me ocurrieronenseguida las ventajas que podíasacarle a esa situación.

Andaba rondando por losalrededores de la villa Berghofcuando me encontré con Eva porprimera vez. El flechazo fuerecíproco. Hitler viene al

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Obersalzberg una vez al mes. Nosllevamos muy bien. Acepta de buengrado mi papel d e cortejador deEva. L e parecen t a n fútiles todasesas cosas... Por las noches, noshabla de sus proyectos. Loescuchamos como dos niños. Me hanombrado SS Brigadenführerhonorífico. Tengo que encontrar esaf o t o de Eva Braun en la queescribió: «Für mein kleiner Jude,m e i n geliebter Schlemilovitch.Seine Eva.»

Hilda me pone suavemente la

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mano en el hombro. Es tarde, losclientes se han ido del café. Elcamarero lee Der Stern en la barra.Hilda se levanta y mete una monedaen la rendija de la jukebox. En elacto me arrulla la voz de ZarahLeander como un río ronco y suave.Canta Ich stehe im Regen, Esperobajo la lluvia. Canta Mit rotenRosen fangt die Liebe meistens an,El amor empieza siempre con rosasrojas. Muchas veces acaba concuchillas de afeitar Gillette AzulExtra. El camarero nos pide que nos

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vayamos del café. Vamos bajandopor una avenida desolada. ¿Dóndeestoy? ¿Viena? ¿Ginebra? ¿París?¿Y esa mujer que me lleva delbrazo, se llama Tania, Loïtia,Hilda, Eva Braun? Algo después,nos encontramos en medio de unaplaza, delante de algo así como unabasílica iluminada. ¿El Sacré-Cœur? Me desplomo en el asientocorrido de un ascensor hidráulico.Alguien abre una puerta. Undormitorio amplio de paredesblancas. Una cama con dosel. Me

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quedé dormido.

Al día siguiente, conocí a Hilda,mi nueva amiga. Pese al pelo negroy al rostro frágil, era una jovencitaaria, medio alemana y medioaustriaca. Sacó de un billeterovarias fotos de su padre y de sumadre. Ambos fallecidos. Él enBerlín, bajo las bombas; a ella lesacaron las tripas los cosacos. Yolamentaba no haber conocido alseñor Murzzuschlag, un SS tieso, mifuturo suegro quizá. Me gustó

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mucho la foto de su boda:Murzzuschlag con su joven esposa,luciendo el brazal con la cruzgamada. Hubo otra foto que meencantó: Murzzuschlag en Bruselas,llamando la atención a los mironescon su uniforme impecable y subarbilla despectiva. Aquelindividuo no era un cualquiera:amigo de Rudolph Hess y deGoebbels y a partir un piñón conHimmler. El propio Hitler dijo, aldarle la Cruz al Mérito: «Skorzenyy Murzzuschlag nunca me

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decepcionan.»¿Por qué no conocí a Hilda en

los años treinta? La señoraMurzzuschlag me prepara kneudel ysu marido me da cachetitosafectuosos en las mejillas y medice:

– ¿ E s us t e d j ud í o? ¡Va mos aarreglar e s o , muchacho! ¡Cásesecon mi hija! ¡Yo me ocupo de lodemás! Der treue Heinrich* serácomprensivo.

Le doy las gracias, pero nonecesito su apoyo: amante de Eva

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Braun, confidente de Hitler, llevomucho siendo el judío oficial delTercer Reich. Hasta el últimomomento pasé los fines de semanaen el Obersalzberg y los dignatariosnazis se comportaron con el másprofundo respeto.

El cuarto de Hilda estaba en elúltimo piso de un antiguo palacetede Backerstrasse. Era notable porel tamaño, la altura del techo, lacama con dosel y el ventanal. En elcentro, una jaula c o n u n ruiseñor

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judío. U n caballo de madera alfondo, a la izquierda. Unos cuantoscaleidoscopios gigantes acá yacullá. Llevaban la mención«Schlemilovitch Ltd., Nueva York».

– ¡ U n j ud í o seguramente! –medijo en confianza Hilda–. Pero esono impide que fabrique unoscaleidoscopios preciosos. ¡Mire enéste, Raphaël! Un rostro humanocompuesto de mil facetas luminosasy que cambia de forma sin parar...

Quise contarle que mi padre erael autor de esas pequeñas obras

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maestras, pero me habló mal de losjudíos. Exigían indemnizaciones sopretexto de que habían exterminadoa sus familias en los campos; eranuna sangría para Alemania.Conducían Mercedes y bebíanchampán mientras los pobresalemanes trabajaban parareconstruir su país y vivían conescaseces. ¡Ay, menudosdesgraciados! Después de haberpervertido a Alemania, ahora lachuleaban.

Los judíos habían ganado la

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guerra, habían matado a su padre yviolado a su madre, no habría quienla sacara de ahí. Más valía esperarunos cuantos días más antes deenseñarle mi árbol genealógico.Hasta entonces, encarnaría para ellael encanto francés, los mosqueterosgrises, la impertinencia, laelegancia, el ingenio made in Paris.¿Acaso no había elogiado Hilda laforma armoniosa que tenía dehablar francés?

–Nunca –repetía– he oído a unfrancés hablar tan bien como usted

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su lengua materna.–Soy de Turena –le explicaba

yo–. Los de Turena hablan elfrancés más puro. Me llamoRaphaël de ChâteauChinon, pero nose lo diga a nadie: me tragué elpasaporte para seguir d e incógnito.O t r a c o s a : c o mo b u e n francés,opino que la cocina austriaca es ¡IN-FEC-TA! ¡Cuando me acuerdo de lospatos a la naranja, de los nuits-saint-georges, de los sauternes y dela pularda de Bresse! ¡Hilda, lallevaré a Francia por aquello de

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que se pula un poco! ¡Hilda, vivaFrancia! ¡Son ustedes unossalvajes!

Intentaba hacerme olvidar lazafiedad austro-germanahablándome de Mozart, deSchubert, de Hugo vonHofmannsthal.

–¿Hofmannsthal? –le decía yo–¡Un judío, Hilda, querida! Austriaes una colonia judía. Freud, Zweig,Schnitzler, Hofmannsthal, el gueto!¡La desafío a que cite el nombre dealgún gran poeta tirolés! En Francia

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no nos dejamos invadir así comoasí. Los Montaigne, Proust y Louis-Ferdinand Céline no consiguenenjudiarnos el país. Ahí tenemos aRonsard y a Du Bellay. ¡Están alquite! Y además, Hilda, querida,nosotros los franceses nodiferenciamos entre alemanes,austriacos, checos, húngaros ydemás judíos. Sobre todo no mehable de su papá, el SSMurzzuschlag, ni de los nazis.¡Todos judíos, Hilda, querida, losnazis son judíos de choque!

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¡Acuérdese de Hitler, ese pobrecabo de poca monta que andabaerrante por las calles de Vienavencido, muerto de frío y dehambre! ¡Viva Hitler!

Me escuchaba con los ojos comoplatos. No iba a tardar e n decirleotras verdades a ú n má s brutales.Revelarle mi identidad. Escoger elmomento oportuno y susurrarle aloído la declaración que le hacía lahija del Inquisidor al caballerodesconocido:

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Ich, Sennora, Eur Geliebter,Bin der Sohn des vielbelobtenGrossen, schriftgelehrtenRabbi Israel von Saragossa.

Seguro que Hilda no habíaleído a Heine.

Por la noche íbamos al Pratercon frecuencia. Las ferias meimpresionan.

–¿Sabe, Hilda? –le explicaba–.Las ferias son espantosamente

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tristes. El río encantado, porejemplo: te subes en una barca conunos cuantos amigos y dejas que telleve la corriente; al llegar, temeten una bala en la nuca. Tambiénestán la galería de los espejos, lasmontañas rusas, el tiovivo, los tiroscon arco. Te plantas delante de losespejos deformantes y te espantaverte una cara descarnada y unpecho esquelético. Los vagones delas montañas rusas descarrilansistemáticamente y te partes elespinazo. Alrededor del tiovivo,

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los arqueros hacen corro y teatraviesan la columna vertebral conflechitas envenenadas. El tiovivo nose para y las víctimas caen entre loscaballitos de madera. De vez encuanto el tiovivo se bloquea porculpa de los montones decadáveres. Entonces, los arqueroslo despejan para hacerles sitio a losque van llegando. Piden a losmirones que hagan grupos pequeñosdentro de las barracas d e tiro. Losarqueros tienen que apuntar entrelos ojos, pero a veces la flecha

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yerra y s e mete por una oreja, unojo o una boca entreabierta. Cuandol o s arqueros apuntan bi en, ganancinco puntos. Cuando la flechayerra, les quitan cinco puntos. Alarquero que consigue más puntos, ledan una joven rubia de Pomerania,una condecoración de papel deplata y una calavera de chocolate.Se me estaba olvidandomencionarle los sobres sorpresaque venden en las barracas dedulces: al comprador le salensiempre en ellos unos cuantos

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cristales azul amatista de cianuro,con las instrucciones para usarlos:«Na, friss schon!»* ¡Sobrecitos decianuro para todo e l mundo! ¡Seismi l l o ne s ! S o m o s f e l i c e s enTherensienstadt...

Junto al Prater, hay un parquegrande por el que se pasean losenamorados; caía la tarde, me llevéa Hilda bajo las frondas, cerca delos macizos de flores y de losprados de césped azulado. Le ditres bofetadas seguidas. Me gustómucho ver cómo le corría la sangre

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por la comisura de los labios. Megustó muchísimo. Una alemana.Enamorada en otros tiempos de unjoven SS Totenkopf. Soy rencoroso.

Ahora me dejo rodar por lapendiente de las confesiones. Nome parezco a Gregory Peck, comodije antes. No tengo la salud ni elkeep smiling de ese americano. Meparezco a mi primo, el pintor judíoModigliani. Lo llamaban «el Cristotoscano». Prohíbo que use nadie esemote cuando quieran aludir a miespléndida cara de tuberculoso.

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Pues no, ni me parezco aModigliani ni me parezco aGregory Peck. Soy el sosias deGroucho Marx: los mismos ojos, lamisma nariz, e l mismo bigote. Peoraún, s o y el hermano gemelo deljudío Süss. Hilda tenía que darsecuenta de ello a toda costa. Llevabauna semana careciendo de firmezaen lo que a mí se refería.

Por su cuarto andaba rodando lagrabación del Horst Wessel Lied y

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de la Hitlerleute, que conservabaen recuerdo de s u pa d r e . Losbuitres d e Stalingrado y e l fósforode Hamburgo les van a roer lascuerdas vocales a esos guerreros. Acada cual cuando le toque la vez.Me hice con dos tocadiscos. Paracomponer mi Réquiem judeo-nazipuse a un tiempo el Horst WesselLied y el Einheitsfront de lasbr i gadas internacionales. Luego,mezclé la Hitlerleute y el himno del a Thälmann Kolonne, que fue elúltimo grito de los judíos y de los

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comunistas alemanes. Y luego, alfinal del todo del Réquiem, elCrepúsculo de los dioses deWagner evocaba Berlín en llamas,el destino trágico del puebloalemán, mientras la letanía por losmuertos de Auschwitz recordabalas perreras donde habían llevado aseis millones de perros.

Hilda no trabaja. Me intereso porla fuente de sus ingresos. Meexplica que ha vendido por veintemil chelines los mueblesBiedermaier de una tía fallecida.

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Ya sólo le queda la cuarta parte deesa cantidad.

La hago partícipe de mispreocupaciones.

–Tranquilícese, Raphaël –medice.

Va todas las noches al Bar Bleudel Hotel Sacher. Localiza a losclientes más prósperos y les vendesus encantos. Al cabo de tressemanas, estamos en posesión demil quinientos dólares. Hilda lecoge gusto a esta actividad. Leproporciona una disciplina y una

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mentalidad formal de las queprecisamente carecía.

E inevitablemente conoce aYasmine. Esa joven anda tambiénrondando por e l Hotel Sacher y lesofrece a los americanos de paso susojos negros, su piel mate y sulanguidez oriental.

Empiezan por intercambiar unoscuantos comentarios acerca de susactividades paralelas; luego seconvierten en amigas íntimas.Yasmine se muda a Backerstrasseporque en la cama con dosel caben

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de sobra tres personas.

De las dos mujeres de tu harén,de esas dos putas tan agradables,Yasmine no tardó en ser la favorita.Te hablaba de Estambul, su ciudadnatal; del puente de Gálata y de lamezquita Valide. Te entraron unasganas rabiosas de ir al Bósforo. EnViena estaba empezando el inviernoy no saldrías con vida de él.Cuando empezaron a caer lasprimeras nieves, le exigiste más alcuerpo de tu amiga turca. Te

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marchaste de Viena y les hiciste unavisita a tus primos de Trieste, losfabricantes de barajas. Luego, undesvío para pasar por Budapest. Yano quedaban primos en Budapest.Liquidados. En Salónica, cuna de tufamilia, te llamó la atención lamisma desolación; la colonia judíade la ciudad les había interesadomucho a los alemanes. En Estambul,tus primas Sarah, Rachel, Dinah yBlanca celebraron el regreso delhijo pródigo. Volviste a cogerle elgusto a la vida y a los rahat lokum.

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Tus primos de El Cairo te estabanesperando ya con impaciencia. Tepreguntaron por nuestros primos enel exilio de Londres, de París y deCaracas.

Te quedaste una temporada enEgipto. Como ya no tenías uncéntimo, organizaste en Puerto Saiduna feria en la que exhibiste a todoslos antiguos amigos. Pagando veintedinares por persona, los curiosospodían ver a Hitler recitar en unajaula el monólogo de Hamlet; aGoering y a Rudolph Hess hacer un

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número en el trapecio; a Himmler ysus perros amaestrados; alencantador de serpientes Goebbels;a Von Schirach, el tragasables; aljudío errante Julius Streicher. Algomás allá, tus bailarinas, las«Collabo’s Beauties»,improvisaban una revista«oriental»; andaba por allí RobertBrasillach, vestido de sultana; labayadera Drieu la Rochelle; AbelBonnard, la vieja que custodiabalos serrallos; los visiressanguinarios Bonny y Laffont; el

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misionero Mayol de Lupé. Como sifueran cantantes del Vichy-Folies,interpretaban una opereta por todolo alto: llamaban la atención enaquel la tr oupe u n mariscal , losalmirantes Esteva, Bard y Platon,unos cuantos obispos, el brigadierDarnand y el príncipe felón Laval.No obstante, la más frecuentada erala barraca en donde desnudaban a tuexamante Eva Braun. Lo quequedaba de ella aún estaba muybien. Los aficionados podíancomprobarlo a razón de cien

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dinares por cabeza.Al cabo de una semana, dejaste

abandonados a tus queridosfantasmas y te llevaste e l dinero del a recaudación. Cruzaste el MarRojo, llegaste a Palestina y moristede agotamiento. Y ya está; habíasconcluido tu itinerario de París aJerusalén.

Mis amigas ganaban entre las dostres mil chelines por noche. Laprostitución y el proxenetismo meparecieron de repente unas

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artesanías muy míseras cuando nose practicaban a la escala de unLucky Luciano. Por desgracia, yono tenía madera de capitoste de laindustria.

Yasmine me presentó a unoscuantos individuos turbios: Jean-Farouk de Mérode, PauloHayakawa, la anciana baronesaLydia Stahl, Sophie Knout, Rachidvon Rosenheim, M. Igor, T. W. A.Levy, Otto da Silva y otros máscuyos nombres he olvidado.Trafiqué con oro con todas esas

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buenas piezas, di salida a zlotysfalsos, vendí a quienes quisieranpastarlas hierbas malas tales comoel hachís y la marihuana. Y, por fin,ingresé en la Gestapo francesa.Matrícula S. 1113. Destinado a losservicios de la calle de Lauriston.

La Milicia me habíadecepcionado. Sólo conocía allí aboy-scouts que se parecían a losbuenos chicos de la Resistencia.Darnand era un idealista redomado.

Me noté más a gusto en compañíad e P i e r r e Bonny, de Henri

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Chamberlin-Laffont y de susacólitos. Y además me volví aencontrar en la calle de Lauristoncon mi profesor de ética, JosephJoanovici.

Para los asesinos de la Gestapo,Joano y yo éramos los dos judíos deguardia. El tercero estaba enHamburgo. Se llamaba MauriceSachs.

De todo se cansa uno. Acabé pordejar a mis amigas y ese alegremundillo tan poco de fiar que me

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ponía en peligro la salud. Fui poruna avenida hasta el Danubio. Erade noche, caía con cordialidad lanieve. ¿Iba a tirarme a ese río o no?El Franz-Josefs-Kai estabadesierto; me llegaban desde n o séd ó nd e re tazos d e u n a canción:Weisse Weihnacht; pues claro, lag e n t e e s t a b a c e l e b r a nd o laNavidad. Miss Evelyn me leía aDickens y a Andersen. ¡Qué pasmomaravillado a l encontrarme a l díasiguiente miles d e juguetes a l piedel árbol! Todo eso sucedía e n la

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casa del muelle de Conti, a orillasdel Sena. Infancia excepcional,infancia exquisita de la que ya nome da tiempo a hablarles. ¿Unchapuzón elegante en el Danubio enNochebuena? Me arrepentía de nohaberles dejado una nota dedespedida a Hilda y a Yasmine. Porejemplo: «No volveré a casa estanoche, porque será una noche negray blanca.» Qué le vamos a hacer.Me consolaba diciéndome que esasputas no habían leído a Gérard deNerval. Menos mal que en París no

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dejarían de establecer unparalelismo entre Nerval ySchlemilovitch, los dos suicidas delinvierno. No tenía remedio. Estabaintentando apropiarme de la muertede otro de la misma forma quehabía querido apropiarme lasestilográficas de Proust y de Céline,l o s pinceles de Modigliani y deSoutine, las muecas de GrouchoMarx y de Chaplin. ¿Mituberculosis? ¿No se la habíarobado acaso a Franz Kafka? Aúnestaba a tiempo de cambiar de

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opinión y de morir como él en elsanatorio de Kierling, muy cerca deaquí. ¿Nerval o Kafka? ¿El suicidioo el sanatorio? No, e l suicidio noencajaba conmigo, un judío no tienederecho a suicidarse. Hay quedejarle ese lujo a Werther. ¿Peroentonces qué tenía que hacer?¿Presentarme en el sanatorio deKierling? ¿Tenía la seguridad demorirme en él como Kafka?

No lo he oído acercarse. Mealarga de repente una plaquita en laque leo: POLIZEI. Me pide la

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documentación. Me la he dejado.Me coge del brazo. Le pregunto porqué no me esposa. Suelta una risitatranquilizadora:

–Pero, caballero, está ustedborracho. ¡Las fiestas navideñasseguramente! Vamos, vamos, voy allevarlo a casa. ¿Dónde vive?

Me niego obstinadamente a darlemis señas.

–Bueno, p u e s m e v e o e n laobligación de llevarlo al puesto depolicía.

L a aparente afabilidad d e este

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policía me irrita. He adivinado quees de la Gestapo. ¿Por qué no me loconfiesa de una vez? ¿Acaso seimagina que voy a resistirme y avociferar como u n cerdo mientrasl o degüellan? P u e s de ningunamanera. El sanatorio de Kierling noestá a la altura de la clínica a la queva a llevarme este buen hombre. Alprincipio, los trámites usuales: mepreguntarán el apellido, el nombre,la fecha de nacimiento. Measegurarán que estoy muy enfermo yme harán un test insidioso. Luego,

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la sala de operaciones. Tendido enl a c a m i l l a , e s p e r a r é conimpaciencia a mis cirujanos, losprofesores Torquemada y Jiménez.Me alargarán una radiografía demis pulmones y veré que ya no sonsino unos espantosos tumores conforma de pulpo.

–¿Quiere que lo operemos o no?–me preguntará con voz tranquila elprofesor Torquemada.

–Bastar í a c o n injer tar le dospulmones d e acero –me explicaráamablemente el profesor Jiménez.

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–Tenemos muchísima concienciaprofesional –me dirá el profesorTorquemada.

–A la que hay que sumar elvivísimo interés que nos inspira susalud –seguirá diciendo el profesorJiménez.

–Por desgracia, la mayoría denuestros clientes le tienen a suenfermedad un apego feroz y no nosconsideran cirujanos...

–Sino torturadores.–Los enfermos suelen ser injustos

c o n s u s médicos –añadirá el

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profesor Jiménez.–Tenemos que atenderlos en

contra de su voluntad –dirá elprofesor Torquemada.

–Una tarea ingratísima –añadiráel profesor Jiménez.

–¿Sabe que algunos enfermos den u e s t r a c l í n i c a han fundadosindicatos? – m e preguntará elp r o f e s o r To r q ue ma d a – . Handecidido hacer huelga y negarse aaceptar nuestros cuidados...

–Una grave amenaza para elcuerpo médico –añadirá el profesor

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Jiménez–. Tanto más cuanto que lafiebre sindicalista está llegando atodos los sectores de nuestraclínica.

–Le hemos encargado al profesorHimmler, un profesional muyescrupuloso, que acabe con esarebelión. Administra la eutanasiasistemáticamente a todos lossindicalistas.

–Vamos..., ¿por qué se decide? –me preguntará el profesorTorquemada–. ¿La operación o laeutanasia?

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–No caben más soluciones.

Las cosas no se desarrollaroncomo yo las había previsto. Elpolicía me seguía teniendo sujetopor el brazo y afirmaba que mellevaba a la comisaría más próximapara una simple comprobación deidentidad. El comisario, un SS cultoque había leído a los poetasfranceses, me preguntó cuando entréen su despacho:

–Dime, ahí donde te veo, tú ¿qué

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hiciste con tu juventud?L e expl iqué c ó m o l a había

desperdiciado. Y luego le hablé demi impaciencia: a la edad en queotros están labrándose un porvenir,y o sólo había pensado e n hacerlonaufragar. Por ejemplo en laestación de Lyon, durante laOcupación alemana. Tenía quecoger un tren que iba a llevarmelejos de la desdicha y de lainquietud. Los viajeros hacían colaante las taquillas. Me habríabastado con esperar media hora

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para viajar con billete. Pero no, mesubí en primera sin billete, como unimpostor. Cuando, en Chalon-sur-Saône, los revisores alemanespasaron por el compartimiento, medetuvieron. Les tendí las muñecas.Les dije que, p e s e a midocumentación falsa, a nombre deJean Cassis de Coudray-Macouard,era JUDÍO. ¡Qué alivio!

–Luego me trajeron ante usted,señor comisario. Decida usted misuerte. Le prometo que seré dócil amás no poder.

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El comisario me sonríeafablemente, me da cachetitos y mepregunta si de verdad estoytuberculoso.

–No me extraña –me afirma–. Asu edad todo el mundo estátuberculoso. No queda más remedioque curarse; o, s i n o , a nd a unoescupiendo sangre y se pasa la vidaarrastrándose. He decidido losiguiente: si hubiera nacido antes,lo habría enviado a Auschwitz acuidarse la tuberculosis. Pero ahorav i v i mo s e n u n a é p o c a más

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civilizada. Tome, aquí tiene unbillete para Israel. Parece ser queallí los judíos...

El mar era de un azul de tinta; yTel Aviv blanca, tan blanca...Cuando el barco atracó, notóperfectamente, por los latidosregulares del corazón, que estabavolviendo a la tierra ancestraldespués d e d o s m i l a ñ o s deausencia. Se había embarcado enMarsella e n u n paquebote de lanaviera nacional israelí. Se pasó la

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travesía esforzándose por calmar laansiedad atontándose con alcohol ymorfina. Ahora que Tel Aviv seextendía ante sus ojos, podía morircon el corazón en paz.

La voz del almirante Lévy losacó de sus ensoñaciones:

–¿Satisfecho de la travesía,joven? ¿Es la primera vez que vienea Israel? Nuestro país loentusiasmará. Un país estupendo, yav e r á . N o e s pos i b l e q u e losmuchachos d e su edad se quedeninsensibles ante este prodigioso

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dinamismo que, desde Haifa a Eilat,desde Tel Aviv al Mar Muerto...

–No lo dudo, almirante.–¿Es usted francés? Nos gusta

mucho Francia, sus tradicionesliberales, l a suavidad de Anjou, deTurena, los aromas de Provenza. Ysu himno nacional, ¡qué maravilla!«Allons enfants de la patrie!»¡Admirable! ¡Admirable!

–No soy francés del todo,almirante, soy JUDÍO francés, JUDÍOfrancés.

El almirante Lévy lo miró

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fijamente con hostilidad. Elalmirante Lévy se parecía como unhermano al almirante Dönitz. Elalmirante Lévy le dijo por fin convoz seca:

–Tenga la bondad de seguirme.Lo hizo entrar en un camarote

herméticamente cerrado.–Le aconsejo que se porte bien.

Ya nos ocuparemos de ustedllegado el momento.

El almirante apagó la luz y cerrócon dos vueltas de llave la puerta.

Estuvo cerca de tres horas en

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total oscuridad. Sólo el débilresplandor del reloj de pulsera lounía aún al mundo. La puerta seabrió se repente y la bombilla quecolgaba del techo lo deslumbró.Tres hombres con gabardinasverdes se le acercaron. Uno deellos le alargó un carnet.

–Elias Bloch, de la policíasecreta del Estado. ¿Es usted judíofrancés? ¡Perfecto! ¡Que loesposen!

Entró en el camarote un cuartocomparsa con la misma gabardina

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que los demás.–El registro ha sido fructuoso. En

el equipaje de este señor habíavarios tomos de Proust y de Kafka,reproducciones de Modigliani y deSoutine, unas cuantas fotos deCharlie Chaplin, de Eric vonStroheim y de Groucho Marx.

–¡Está visto –le dijo e l llamadoElias Bloch– que su caso se vuelvecada vez más serio! ¡Lleváoslo!

L o sacaron a empujones delcamarote. Las esposas le abrasabanlas muñecas. En el muelle dio un

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paso en falso y se cayó. Uno de lospolicías aprovechó para darle unascuantas patadas en las costillas,luego lo hizo levantarse tirando dela cadena de las esposas. Cruzaronpor las dársenas desiertas. Unfurgón policial, parecido a los queutilizó la policía francesa en la granredada del 16 y el 17 de julio de1942, estaba parado e n l a esquinad e una calle. Elias Bloch se sentójunto al chófer. Él subió detrás y losiguieron los tres policías.

El furgón tiró por la avenida de

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Les Champs-Élysées. La gentehacía cola delante de los cines. Enla terraza del Fouquet’s las mujeresllevaban vestidos claros. Era unsábado de primavera por la noche.

S e detuvieron e n l a p l aza deL’Étoile. Uno s cuantos soldadosnorteamericanos le hacían fotos alArco de Triunfo, pero no sintiónecesidad de pedirles socorro.Bloch lo agarró del brazo y le hizocruzar la plaza. Los cuatro policíascaminaban detrás de ellos, a pocospasos.

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–¿Así que es usted judío francés?–le preguntó Bloch, arrimando lacara a la suya.

Se parecía de pronto a HenriChamberlin-Laffont de la Gestapofrancesa.

Lo metieron en un Citroën 11negro que estaba aparcado en laavenida de Kléber.

–Te has metido en una buena –dijo el policía que tenía a laderecha.

–Y le vamos a dar una buena,¿verdad, Saül? –dijo el policía que

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tenía a la izquierda.–Sí, Isaac. Una buena –dijo el

policía que conducía.–Ya me encargo yo.–¡No, yo! Necesito hacer

ejercicio –dijo el policía que teníaa la derecha.

–¡No, Isaac! Me toca a mí.Anoche te pusiste las botas con eljudío inglés. Éste es mío.

–Por lo visto es un judío francés.–A quién se le ocurre. ¿Y si lo

llamamos Marcel Proust?Isaac le dio un violento puñetazo

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en el estómago.–¡De rodillas, Marcel! ¡De

rodillas!Obedeció dócilmente. Lo

estorbaba el asiento trasero delcoche. Isaac lo abofeteó seis vecesseguidas.

–Sangras, Marcel : e s o quieredecir que todavía estás vivo.

Saül enarbolaba una correa decuero.

–Chúpate ésta, Marcel Proust –ledijo.

Recibió e l golpe e n e l pómulo

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izquierdo y es tuvo a punto dedesmayarse.

–Pobreci to mo c o s o – l e dijoIsaïe–. Pobrecito judío francés.

P a s a r o n d e l a n t e d e l HotelMajestic. L a s ventanas del granedificio estaban a oscuras. Paratranquilizarse, se dijo que OttoAbetz, a quien rodeaban todos losvivales colaboracionistas, lo estabaesperando en el vestíbulo y que ibaa presidir una cena franco-alemana.Bien pensado, ¿no era acaso eljudío oficial del Tercer Reich?

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–Te vamos a enseñar el barrio –le dijo Isaïe.

– H a y m u c h o s monumentoshistóricos por aquí –le dijo Saül.

–Nos pararemos en todos paraque puedas admirarlos –le dijoIsaac.

Le enseñaron los locales de losque se había incautado la Gestapo.Avenida de Foch, 31 bis y 72.Bulevar de Lannes, 57. Calle deVillejust, 48. Avenida deHenriMartin, 101. Calle de Mallet-Stevens, 3 y 5. Glorieta de Le Bois-

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de-Boulogne, 21 y 23. Calle deAstorg, 25. Calle de Adolphe-Yvon, 6. Bulevar de Sucher, 64.Calle de La Faisanderie, 49. Callede La Pompe, 180.

C u a n d o a c a b a r o n c o n eseitinerario turístico, volvieron a lazona de Kléber-Boissière.

–¿Qué te parece el distrito XVI?–le preguntó Isaïe.

–Es el barrio con peor fama deParís –le dijo Saül.

–Y ahora, conductor, a l 93 de lacalle de Lauriston, por favor –dijo

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Isaac.Al oírlo, se tranquilizó. Sus

amigos Bonny y Chamberlin-Laffontno podrían por menos de acabarcon aquella broma de mal gusto. Ytomaría champán con ellos comotodas l a s noches. S e l e s uniríanRené Launay, jefe de la Gestapo dela avenida de Foch, «Rudy» Martin,de la Gestapo de Neuilly, GeorgesDelfanne, de la avenida deHenriMartin y Odicharia de laGestapo «georgiana». Todovolvería a su sitio.

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Isaac llamó a la puerta del 93 dela calle de Lauriston. La casaparecía abandonada.

–El jefe debe de estarnosesperando en el 3 bis de la plaza deLes États-Unis para darle una buena–dijo Isaïe.

Bloch paseaba arriba y abajo porla acera. Abrió la puerta del 3 bis ylo metió dentro.

Conocía bien el palacete. Susamigos Bonny y Chamberlain-Laffont habían acondicionado allío c ho ce ldas y dos cámaras de

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tortura, porque el local de la callede Lauriston lo usaban de puesto demando administrativo.

Subieron al cuarto piso. Blochabrió una ventana.

–La plaza de Les États-Unis estám u y tranquila –le dijo–. Mire,joven amigo mío, qué suave es laluz de los faroles que cae en lashojas de los árboles. ¡Qué hermosanoche de mayo! ¡Y pensar quetenemos que darle una buena! ¡Latortura de la bañera, no le digo más!¡Qué pena! ¿Una copa de curasao

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para que coja fuerzas? ¿Un Craven?¿O prefiere un poco de música?Dentro de un rato le pondremos unacanción antigua d e Charles Trenet.Cubrirá sus gritos. Los vecinos songente fina. Seguro que prefieren lavoz de Trenet a la de los torturados.

Entraron Saül, Isaac e Isaïe. Nose habían quitado las gabardinasverdes. Se fijó de repente en labañera que había en el centro de lahabitación.

–Perteneció a Émilienned’Alençon –le dijo Bloch con

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s onr i s a tr i s te– . ¡Admi re , jovenamigo mío, l a calidad del esmalte!¡Los motivos florales! ¡Los grifosde platino!

Isaac le sujetó los brazos a laespalda mientras Isaïe le ponía lasesposas. Saül puso en marcha elfonógrafo. Reconoció en el acto lavoz de Charles Trenet:

Formidable!J’entends le vent sur la mer. Formidable!Je vois la pluie, les éclairs.

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Formidable!Je sens qu’il va bientôt faire, qu’il va faireun orage formidable...1

Bloch, sentado en el reborde dela ventana, llevaba el compás.

Me metieron la cabeza en aguahelada. Se me iban a reventar lospulmones de un momento a otro.Desfilaron a toda prisa los rostrosque había querido. Los de mispadres. El de mi anciano profesor

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de letras Adrien Debigorre. El delpadre Perrache. El del coronelAravis. Y, luego, todos los d e misencantadoras novias: tenía una encada provincia. Bretaña.Normandía. Poitou. Corrèze.Lozère. Saboya... Incluso enLemosín. En Bellac. Si estosanimales me dejaban vivirescribiría una novela hermosa:«Schlemilovitch y Lemosín», endonde dejaría probado que soy unjudío perfectamente integrado.

Me sacaron tirándome del pelo.

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Volví a oír a Charles Trenet:

... Formidable! On se croirait au ciné matographeoù l’on voit tant de belleschoses, tant de trucs, demétamorphoses, quand une roseest assassinée...1

–La segunda inmersión dura más–me dijo Bloch, enjugándose una

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lágrima.Esta vez, dos manos me

apretaron la nuca y otras dos lacabeza. Antes de morir asfixiadopensé que no siempre me habíaportado bien con mamá.

P e r o acabaron p o r v o l v e r asacarme a l a i r e l i b r e . En esemomento, Trenet cantaba:

Et puis et puis, sur les quais la pluie,

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la pluie n’a pas compliqué la vie qui rigole

et que se mire dans les maresdes rigoles...1

–Pasemos ahora a las cosasserias –dijo Bloch, sofocando unsollozo.

Me tendieron directamente e n elsuelo. Isaac se sacó del bolsillo unanavajita y me hizo hondos cortes enla planta de los pies. Luego me

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ordenó que caminase sobre unmontón d e s a l . Lue go S a ü l mea r r a n c ó concienzudamente tresuñas. Luego, Isaïe me limó losdientes. En ese momento, Trenetcantaba:

Quel tempspour les p’tits poissons.Quel tempspour les grands garçons.Quel tempspour les tendrons.Mesdemoiselles nous vous

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attendons...2

–Creo que basta por esta noche –dijo Elias Bloch lanzándome unamirada enternecida.

Me acarició la barbilla.–Está en la cárcel preventiva de

los judíos extranjeros –me dijo–.Vamos a llevarlo a la celda de losjudíos franceses. Por ahora estásolo. Ya irán llegando más, no sepreocupe.

–Todos esos mocosos podránhablar de Marcel Proust –dijo Isaïe.

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–Yo cuando oigo la palabracultura saco la porra –dijo Saül.

–¡Doy el golpe de gracia! –dijoIsaac.

–Vamos, no asustéis al muchacho–dijo Bloch con voz suplicante.

Se volvió hacia mí:–Mañana mismo sabrá a qué

atenerse en lo referido a su caso.Isaac y Saül me metieron en una

habitacioncita. Llegó Isaïe y mealargó un pijama de rayas. En lachaqueta iba cosida una estrella deDavid de tela amarilla en la que leí:

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«Französisch Jude». Isaac me pusola zancadilla antes de cerrar lapuerta blindada y me caí de bruces.

Una lamparilla iluminaba lacelda. No tardé en darme cuenta deq ue e l suelo estaba sembrado decuchi l l a s Gillette Azul Extra.¿Cómo habían adivinado lospolicías ese vicio mío, esas ganasdesenfrenadas de tragarme lascuchillas de afeitar? Ahoralamentaba que no me hubieranencadenado a la pared. Me pasé lanoche crispado, mordiéndome las

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palmas de las manos para nosucumbir al vértigo. Un ademán demás y corría el riesgo de irmetragando esas cuchillas, una detrásde otra. Una orgía de Gillette AzulExtra. Era en verdad el suplicio deTántalo.

Por la mañana, vinieron abuscarme Isaïe e Isaac. Recorrimosun pasillo interminable. Isaïe meindicó una puerta y me dijo queentrase. A modo de despedida,Isaac me arreó un puñetazo en lanuca.

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Estaba sentado ante un escritoriogrande d e caoba. Por lo visto meestaba esperando. Vestía ununiforme negro y me fijé en dosestrellas de David en la solapa dela guerrera. Fumaba en pipa, con loque las mandíbulas llamaban más laatención. Llevaba boina y si a manoviene habría podido pasar porJoseph Darnand.

–¿Es usted RaphaëlSchlemilovitch? –me preguntó convoz marcial.

–Sí.

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–¿Judío francés?–Sí.–¿Lo detuvo ayer por la noche el

almirante Levy a bordo delpaquebote Sion?

–Sí.–¿Y lo entregó a la autoridad

policial, al comandante Elias Blochen el presente caso?

–Sí.–¿Estaban efectivamente e n su

e q u i p a j e e s t o s folletossubversivos?

Me alargó un tomo de Proust, el

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Diario de Franz Kafka, lasfotografías de Chaplin, de Stroheimy de Groucho Marx y lasreproducciones de Modigliani y deSoutine.

–Bien; me presento: generalTobie Cohen, comisario de laJuventud y l a Recuperación moral.Ahora vamos a hablar poco y bien.¿Por qué ha venido usted a Israel?

–Soy de carácter romántico. Noquería morir sin haber visto latierra de mis antepasados.

–Y luego pensaba usted VOLVER

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a Europa, ¿no? Empezar otra vezcon esos melindres suyos, con eseteatro que se montan. No hace faltaque me conteste, ya me sé lacanción: la desazón judía, ellamento teatral judío, la angustiaj ud í a , l a desesperación judía...¡Venga a refocilarse en la desdicha,venga a pedir más, venga a quererrecuperar el grato ambiente de losguetos y la voluptuosidad de lospogromos! ¡Una de dos,Schlemilovitch, o me hace caso y sea t i e ne a m i s instrucciones, y

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entonces t o d o i r á a l a s milmaravillas! ¡O sigue yendo a suaire, sigue yendo de judío errante,de perseguido, y en ese caso vuelvoa ponerlo en manos del comandanteElias Bloch! ¿ Y sabe l o que harácon usted Elias Bloch?

–¡Sí, mi general!–Pongo en su conocimiento que

contamos con todos los mediosnecesarios para apaciguar a losmasoquistas de poca monta de sulaya –dijo, secándose una lágrima–.¡La semana pasada un judío inglés

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quiso pasarse de listo! ¡Llegó deEuropa con las eternas historias,esas historias pringosas: diáspora,persecuciones, destino patético delpueblo judío...! ¡Se empecinaba enese papel suyo de quien anda conlas heridas abiertas! ¡No queríaavenirse a razones! ¡A estas horas,Bloch y sus lugartenientes se estánocupando de él! ¡Y le aseguro queva a sufrir como es debido! ¡Muchomás de cuanto podía esperar! ¡Porfin va a padecer el destino patéticodel pueblo judío! ¡Pedía a un

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Torquemada, a un Himmler,genuinos! ¡Bloch se está encargandode dárselos! ¡Vale él solo más quetodos los inquisidores y losgestapistas juntos! ¿De verdadquiere pasar por sus manos,Schlemilovitch?

–No, mi general.–¡Pues entonces atienda! Ahora

está en un país joven, vigoroso ydinámico. Desde Tel Aviv al MarMuerto, desde Haifa hasta Eilat, ladesazón, la fiebre, las lágrimas, laMALA PATA judía ya no le interesan

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a nadie. ¡A nadie! No queremosvolver a oír hablar del espíritucrítico judío, de la inteligenciajudía, del escepticismo judío, de lasmonerías judías, de la humillación yd e l a desdicha judías... –Tenía lac a r a cubierta d e lágrimas–. ¡Lesdejamos todo eso a los jóvenesestetas europeos como usted!¡Somos unos individuos enérgicos,unos tí os d e mandíbula cuadrada,unos pioneros; y no somos ni poconi mucho unas cantantes yiddish a loProust, a lo Kafka, a lo Chaplin! Le

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hago notar que celebramos hacepoco un auto de fe en la plazamayor de Tel Aviv: las obras deProust, de Kafka y consortes, lasreproducciones de Soutine, deModigliani y demás invertebradosl a s quemó nuestra juventud, unosmuchachos y unas chicas q u e notienen nada q ue envidiarles a losHitlerjugend: ¡rubios, de ojosazules, de espaldas anchas, conpaso firme, aficionados a la accióny a la gresca! –Soltó u n gemido–.¡Mientras ustedes cultivaban sus

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neurosis, e l l os desarrollaban losmúsculos! ¡Mientras ustedes selamentaban, ellos trabajaban en loskibutzs! ¿No le da vergüenza,Schlemilovitch?

–Sí, mi general.–¡Perfecto! ¡Entonces prométame

que no volverá a leer a Proust, ni aKafka y consortes; que no volverá ababear ante las reproducciones deModigliani ni de Soutine; que novolverá a acordarse de Chaplin, nide Stroheim, ni de los HermanosM a r x ; q u e s e olvidará

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definitivamente del doctor Louis-Ferdinand Céline, el judío mássolapado de todos los tiempos!

–Se lo prometo, mi general.– ¡ Yo l e d a r é a l e e r buenos

libros! Tengo muchísimos en lenguafrancesa: ¿ha leído El arte dedirigir de Courtois? ¿Restaurationfamiliale et Révolution nationalede Sauvage? ¿Le Beau jeu de mavie de Guy de Larigaudie? ¿LeManuel du père de famille delvicealmirante de Penfentenyo?¿No? ¡Se l o s v a a aprender de

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memoria! ¡Quiero desarrollarles losmúsculos a sus facultades morales!Por otra parte, voy a mandarloahora mismo a un kibutzdisciplinario. ¡Tranquilícese, elexperimento sólo durará tres meses!¡Lo necesario para que consiga esosbíceps de que carece y se libre delos microbios del cosmopolitismojudío! ¿Está claro?

–Sí, mi general.–Pues ya puede irse,

Schlemilovitch. Mi ordenanza lellevará los libros de que hemos

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hablado. Léalos hasta que le llegueel momento de manejar el pico en elNeguev. Deme un apretón demanos, Schlemilovitch. Más fuerte,maldita sea. ¡Mirada al frente, tengala bondad! ¡Barbilla sacada!¡Haremos de usted un sabra! –Rompió en sollozos.

–Gracias, mi general.

Saül me llevó a mi celda. Me diounos cuantos puñetazos, pero labrutalidad de mi guardián se habíaablandado mucho desde la víspera.

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Sospeché que escuchaba detrás delas puertas. Seguramente lo habíadejado impresionado la docilidadque acababa yo de mostrar ante elgeneral Cohen.

Por la noche, Isaac e Isaïe memetieron en un camión militar endonde había ya varios jóvenes,judíos extranjeros como yo. Todosllevaban pijamas de rayas.

–Prohibido hablar de Kafka y deProust y consortes –dijo Isaïe.

–Cuando oímos la palabracultura, sacamos las porras –dijo

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Isaac.–No puede decirse que nos guste

g r a n c o s a l a inteligencia –dijoIsaïe.

–Sobre todo cuando es judía –dijo Isaac.

–Y no os hagáis los pobresmártires –dijo Isaïe–. Ya está biende bromas. Podíais andargesticulando en Europa, delante delos goyim. Aquí estamos entrenosotros. No merece la penatomarse ese trabajo.

–¿Queda c l a r o? – d i j o Isaac–.

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Vais a cantar hasta que acabe elviaje. Unas canciones de marcha ossentarán estupendamente. Repetidconmigo...

A eso de las cuatro de la tarde,llegamos al kibutz penitenciario. Une d i f i c i o g r a n d e d e hormigónrodeado de alambradas. El desiertose extendía hasta el horizonte. Isaïee Isaac nos agruparon ante l a verjade entrada y pasaron lista. Éramosocho condenados del batallóndisciplinario: tres judíos ingleses,

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un judío italiano, dos judíosalemanes, un judío austriaco y yo,judío francés. El director del campose presentó y nos miró fijamentepor turnos. Aquel coloso rubio,embutido en un uniforme negro, nome inspiró confianza. Y eso que lerelucían en las solapas de laguerrera dos estrellas de David.

–¡Todos intelectuales, claro! –d i j o c o n v o z furibunda–. ¿Cómopretenden que convierta encombatientes de choque a estosdespojos humanos? Menuda

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reputación nos habéis dado enEuropa con vuestras jeremiadas yvuestro espíritu c r í t i c o . Bien,caballeros, ¡se acabó eso de gemir,ahora hay que hacer músculo! ¡Seacabó lo de criticar, ahora hay queconstruir! Mañana por la mañanahay que levantarse a l a s seis.¡Suban al dormitorio! ¡Más deprisa!¡Paso rápido! ¡Un, dos, un, dos!

Cuando nos acostamos, elcomandante del campo pasó por eldormitorio y lo seguían tresmocetones altos y rubios como él.

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–¡Éstos son sus vigilantes! –dijocon voz muy suave–. SiegfriedLevy, Günther Cohen y HermannRappoport. ¡Estos arcángeles osv a n a d o ma r ! ¡ A l a mínimadesobediencia, pena de muerte!¿Verdad, queriditos? Si os dan lalata, os los cargáis sin pensároslodos veces... ¡Una bala en la sien yhasta aquí hemos llegado!¿Entendido, tesoros?

Les acarició afablemente lasmejillas.

–No quiero que estos judíos de

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Europa hagan mella en la salud devuestro estado de ánimo...

A las seis de la mañana,Siegfried, Günther y Hermann nossacaron de la cama a puñetazos.Nos pusimos el pijama de rayas.Nos llevaron a la oficina de laadministración del kibutz. Ledijimos el apellido, los nombres yla fecha de nacimiento a una jovenmorena que vestía la camisa caquide manga corta y los pantalones grisazulado del ejército. Siegfried,

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Günther y Hermann se quedarontras la puerta de la oficina. Miscompañeros salieron de lahabitación uno detrás de otro, trascontestar a las preguntas de lajoven. Me tocó la vez. La jovenalzó la cabeza y me miró a los ojos.Se parecía a Tania Arcisewskacomo si fueran gemelas. Me dijo:

–Me llamo Rebecca y estoyenamorada de usted.

No supe qué contestar.– Va n a matarlo, ¿s a be ? –me

explicó–. Tiene que irse esta misma

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noche. Ya me encargo yo. Soyoficial del ejército israelí y notengo que darle cuenta de nada alcomandante del campo. Voy apedirle prestado el camión militaralegando que tengo que ir a TelAviv para una reunión del estadomayor. Usted se viene conmigo.Voy a robarle toda ladocumentación a Siegfried Levy yse la daré. Así no tendrá por ahoraque temer nada de la policía.Luego, ya veremos. Podremos cogerel primer barco para Europa y

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casarnos. Es to y enamorada, muyenamorada. Lo mandaré llamar a midespacho esta noche a las ocho.¡Retírese!

Estuvimos partiendo piedras bajoun sol de plomo hasta las cinco dela tarde. Nunca había manejado unpico y me sangraban mucho lasmanos, tan bonitas y blancas.Siegfried, Günther y Hermann nosvigilaban, fumando Lucky Strike. Enningún momento del día habíandicho la mínima palabra y yopensaba que eran mudos. Siegfried

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alzó la mano para indicarnos quehabía concluido el trabajo.Hermann se acercó a los tres judíosingleses, sacó el revólver y losmató con mirada ausente. Encendióun Lucky y s e l o fumó mientrasinspeccionaba e l cielo. L o s tresguardianes nos volvieron a llevar alkibutz tras enterrar someramente alos judíos ingleses. Nos dejaroncontemplar el desierto a través del a s alambradas. A l a s ocho,Hermann Rappoport vino abuscarme y me llevó a la oficina de

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la administración del kibutz.–¡Me apetece pasar un buen rato,

Hermann! –dijo Rebecca–. Déjameaquí a este judío de tres al cuarto,me lo llevo a Tel Aviv, lo violo yme lo cargo, prometido.

Hermann asintió con la cabeza.–¡Ahora te las vas a ver

conmigo! –me dijo Rebecca convoz amenazadora.

En cuanto salió de la habitaciónRappoport, me apretó tiernamentela mano.

–¡No podemos perder ni un

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segundo! ¡Sígueme!Salimos por la puerta del campo

y nos subimos en el camión militar.Se sentó al volante.

–¡Rumbo a la libertad! –medijo–. Dentro de un rato nospararemos. Te pondrás el uniformede Siegfried Levy, que acabo derobar. La documentación está en elbolsillo interior.

Llegamos a nuestro destino a esode las once de la noche.

– T e quiero y tengo ganas devolver a Europa –me dijo–. Aquí no

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hay más que brutos, boy-scouts ypesados. En Europa estaremostranquilos. Podremos leerles aKafka a nuestros hijos.

–Sí, Rebecca, cariño.¡Bailaremos toda la noche y mañanapor la mañana nos embarcaremospara Marsella!

Lo s soldados c o n l o s q u e noscruzábamos s e cuadraban al ver aRebecca.

–Soy teniente –me dijo con unasonrisa–. Pero estoy deseando tirareste uniforme a la basura y volver a

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Europa.Rebecca conocía en Tel Aviv

una discoteca clandestina en dondese bailaba al son de canciones deZarah Leander y de MarleneDietrich. Era un sitio que lesgustaba mucho a las militaresjóvenes. Sus parejas tenían queponerse a la entrada un uniforme deoficial de la Luftwaffe. Había unaluz tamizada propicia para lasefusiones. Lo primero que bailaronfue un tango: Der Wind hat mir einLied erzählt, que Zarah Leander

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cantaba con voz obsesiva. Él le dijoa Rebecca al oído: «Du bist derLenz nachdem ich verlangte.» Enel segundo baile: Schön war dieZeit, la besó prolongadamentesujetándola por los hombros. Lavoz de Lala Andersen no tardó ensofocar la de Zarah Leander. Conlas primeras pal abras d e LiliMarlene, oyeron l as sirenas d e lapolicía. Se armó un gran revuelo asu alrededor, pero nadie podía salirya: el comandante Elias Bloch,Saül, Isaac e Isaïe habían irrumpido

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en la sala empuñando losrevólveres.

–Llévense a todos estos payasos–rugió Bloch–. Empecemoscomprobando rápidamente laidentidad.

Cuando l e llegó e l turno, Blochlo reconoció pese al uniforme de laLuftwaffe.

–¿Cómo? ¿Schlemilovitch?¡Creía que lo habían enviado a unkibutz disciplinario! ¡Y encima deuniforme de la Luftwaffe! Está vistoque estos judíos europeos son

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incorregibles.Señaló a Rebecca:–¿Su novia? Una judía francesa

seguramente. ¡Y disfrazada deteniente del ejército israelí! ¡Cadavez mejor! ¡Miren, aquí llegan misamigos! ¡Soy de lo más bondadosoy los invito a los dos a champán!

En el acto, los rodeó un grupo dejuerguistas que les palmearondesenfadadamente e l hombro.Schlemilovitch reconoció a lamarquesa d e Fougeire-Jusquiames,al vizconde Lévy-Vendôme, a Paulo

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Hayakawa, a Sophie Knout, a Jean-Farouk de Mérode, a Otto de Silva,a M. Igor, a la anciana baronesaL y d i a S t a h l , a l a princesaChericheffDeborazoff, a Louis-Ferdinand Céline y a Jean-JacquesRousseau.

–Quiero venderle cincuenta milpares de calcetines a la Wehrmacht–anunció Jean-Farouk de Mérodecuando todos se hubieron sentado ala mesa.

–Y yo diez mil botes de pintura ala Kriegsmarine –dijo Otto da

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Silva.–¿Saben que hoy me han

condenado a muerte los boyscoutsde Radio Londres? –dijo PauloHayakawa–. ¡Me llaman «elbootlegger nazi del coñac»!

–No se preocupe –dice Lévy-Vendôme–. ¡Compraremos a losresistentes fr anceses y a losangloamericanos igual quecompramos a los alemanes! Que nose le vaya de la cabeza estasentencia de nuestro maestroJoanovici: «No me he vendido a los

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alemanes. Soy yo, JosephJoanovici, judío, quien COMPRA alos alemanes.»

–Llevo trabajando en l a Gestapofrancesa de Neuilly desde hace casiuna semana –manifestó M. Igor.

–Soy la mejor chivata de París –dijo Sophie Knout–. Me llaman laseñorita Abwehr.

–Me encantan los gestapistas –dijo la marquesa de Fougeire-Jusquiames–. Son más viriles quelos demás.

–Tiene razón –dijo la princesa

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Chericheff-Deborazoff–. Todosesos asesinos me ponen cachonda.

–La Ocupación alemana tiene sulado bueno –dijo JeanFarouk deMérode; y enseñó una cartera decocodrilo malva atiborrada debilletes de banco.

–París está mucho más tranquilo–dijo Otto da Silva.

–Y los árboles mucho más rubios–dijo Paulo Hayakawa.

–Y además se oye el ruido de lascampanas –dijo LévyVendôme.

–¡Yo quiero que gane Alemania!

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–dijo M. Igor.–¿Qui e r en L u c k y S t r i ke ? –

preguntó l a marquesa de Fougeire-Jusquiames, alargándoles unapitillera de platino con esmeraldasengastadas–. M e l o s mandan deEspaña con regularidad.

–¡No, champán! ¡Vamos a beberahora mismo a la salud de laAbwehr! –dijo Sophie Knout

–¡Y a la salud de la Gestapo! –dijo la princesa Chericheff-Deborazoff.

–¿Una vueltecita por el bosque

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de Boulogne? –propuso elcomandante Bloch, volviéndosehacia Schlemilovitch–. ¡Me apetecetomar el aire! Su novia puedeacompañarnos. ¡Nos reuniremoscon nuestra pandilla a las doce dela noche en la plaza de L’Étoilepara tomar el último trago!

Salieron a la acera de la calle dePigalle. El comandante Bloch leindicó tres Delahaye blancos y unCitroën 11 que estaban aparcadosdelante de la sala de fiestas.

–¡Los coches de nuestra pandilla!

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–le explicó–. Usamos el Citroënpara las redadas. Así que, si leparece, cogemos un Delahaye.Resultará más alegre.

Saül se sentó al volante; Bloch yél en el asiento de delante; Isaïe,Rebecca e Isaac en el asiento deatrás.

–¿Qué estaba haciendo en LeGrand Duc? –le preguntó elcomandante Bloch–. ¿Es que nosabe que esa sala de fiestas es sólopara los agentes de la Gestapofrancesa y los traficantes del

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mercado negro?Llegaron a l a plaza de l a Ópera.

A Schlemilovitch le llamó laatención u n a pancarta grande end o n d e ponía: «KOMMANDANTURPLATZ».

–¡Qué gusto ir en un Delahaye! –le dijo Bloch–. Sobre todo en Parísy en el mes de mayo de 1943.¿Verdad, Schlemilovitch?

Lo miró fijamente. Tenía unosojos dulces y comprensivos.

– Q u e q u e d e claro,Schlemilovitch: n o qui e r o poner

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obs tácul os a l a s vocaciones.Gr ac i a s a m í , s e gur o q u e leconceden la palma del martirio a laque lleva aspirando continuamentedesde que nació. Sí, el regalo máshermoso que pueda hacerle nadie lorecibirá de mis manos dentro de unrato: ¡una ráfaga d e plomo e n lanuca! Antes nos cargaremos a sunovia. ¿Está contento?

Schlemilovitch, para combatir elmiedo, apretó los dientes y recopilóunos cuantos recuerdos. Sus amorescon Eva Braun y con Hilda

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Murzzuschlag. Sus primeros paseospor París en el verano de 1940, conuniforme de SS Brigadenführer:comenzaba una nueva era, iban apurificar el mundo, a curarlo parasiempre de la lepra judía. Teníanlas ideas claras y el pelo rubio.Tiempo después, su panzer aplastael trigo de Ucrania. Tiempodespués, helo aquí en compañía delmariscal Rommel, hollando lasarenas del desierto. Lo hieren enStalingrado. En Hamburgo, lasbombas de fósforo hacen el resto.

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Siguió a su Führer hasta el final.¿Va a consentir que lo impresioneElias Bloch?

–¡Una ráfaga d e p l omo e n lan u c a ! ¿ Q u é l e parece,Schlemilovitch?

Vuelven a examinarlo los ojosdel comandante Bloch.

–¡Es usted de los que se dejanmaltratar con una sonrisa triste! Losjudíos auténticos, l o s judíos cienpor cien, made in Europa.

Estaban entrando en el bosque deBoulogne. Recordó las tardes que

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pasaba e n e l Pré-Catelan y e n LaGrande Cascade, bajo la vigilanciade Miss Evelyn, pero no piensaabur r i r l es a us te d e s c o n susrecuerdos de infancia. Vale más quelean a Proust.

S a ü l de tuvo e l Delahaye enmedio d e l paseo d e Les Acacias.Isaac y él se llevaron a Rebecca yla violaron ante mis o j o s . Elcomandante Bloch me había puestopreviamente las esposas y laspuertas del coche estaban cerradasc o n l l ave. D e todas formas, no

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ha b r í a mo v i d o u n dedo paradefender a mi novia.

Tomamos la dirección del parquede Bagatelle. Isaïe, más refinadoque sus dos compañeros, teníasujeta a Rebecca por la nuca y lemetió el sexo en la boca a mi novia.El comandante Bloch me daba levespinchazos con un puñal en losmuslos, con lo que no tardé en tenerlos impecables pantalones de SSperdidos de sangre.

Luego, el Delahaye se detuvo enla encrucijada de Les Cascades,

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Isaïe e Isaac volvieron a sacar aRebecca del coche. Isaac la agarrópor los pelos y la derribó deespaldas. Rebecca se echó a reír.La risa se amplificó y el eco laenvío por todo el bosque, seamplificó más, llegó a una alturavertiginosa y se quebró en sollozos.

–Ya nos hemos cargado a sunovia –cuchichea el comandanteBloch–. ¡N o e s té triste! Tenemosque volver con nuestros amigos.

Efectivamente, toda la pandillanos está esperando en la plaza de

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L’Étoile.–Es la hora del toque de queda –

me dice Jean-Farouk de Mérode–,pero tenemos unos Ausweisespeciales.

–¿Quiere que vayamos al One-Two-Two? –me propone PauloHayakawa–. Hay unas chicassensacionales. ¡Y no hay que pagar!Basta con enseñar el carnet de laGestapo francesa.

–¿Y s i hiciéramos unos cuantosregistros en las casas de los pecesgordos del barrio? –dice M. Igor.

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–Yo preferiría saquear unajoyería –dice Otto da Silva.

– O a u n anticuario –dice Lévy-Vendôme–. L e tengo prometidostres escritorios Directorio aGoering.

–¿Y qué les parecería unaredada? –pregunta el comandanteBloch–. Sé de una guarida de«resistentes» en la calle de Lepic.

–Buena idea –exclama laprincesa Chericheff-Deborazoff–.Los torturaremos en mi palacete dela plaza de Iéna.

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–Somos los reyes de París –dicePaulo Hayakawa.

–Gracias a nuestros amigosalemanes –dice M. Igor.

–¡Hay que divertirse! –diceSophie Knout–. La Abwehr y laGestapo nos protegen.

–¡Con tal de que dure! –dice laanciana baronesa Lydia Stahl.

–¡Después de nosotros eldiluvio! –dice la marquesa deFougeire-Jusquiames.

–¡Vengan me j o r a l pues to demando d e l a calle de Lauriston! –

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dice Bloch–. M e ha n llegado trescajones de whisky. Acabaremos lanoche a lo grande.

–Tiene razón, comandante –dicePaulo Hayakawa–. Además, poralgo nos llaman la «Banda de lacalle de Lauriston».

–¡A LA CALLE DE LAURISTON ! ¡ALA CALLE DE LAURISTON! –silabean,marcando el ritmo, la marquesa deFougeire-Jusquiames y la princesaChericheff-Deborazoff.

– N o merece l a pena coger losc o c h e s – d i c e Jean-Farouk de

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Mérode–. Iremos a pie.Hasta ahora me han tolerado con

afabilidad, pero nada más meternospor la calle de Lauriston empiezana mirarme atentamente todos de unaforma insoportable.

–¿Quién es usted? –me preguntaPaulo Hayakawa.

– ¿ U n a ge nte d e l IntelligenceServi ce? – m e pregunta SophieKnout.

–Explíquese –me dice Otto daSilva.

–¡Tiene una jeta que no me gusta

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nada! –me comunica la ancianabaronesa Lydia Stahl.

–¿Por qué va disfrazado de SS? –me pregunta Jean-Farouk deMérode.

–Enséñenos la documentación –me ordena M. Igor.

–¿Es usted judío? –me preguntaLévy-Vendôme–. ¡Venga, confiese!

–¿Se sigue tomando por MarcelProust, so sinvergüenza? –inquierela marquesa de Fougeire-Jusquiames.

–Acabará por darnos detalles –

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afirma la princesa Chericheff-Deborazoff–. La calle de Lauristonsuelta las lenguas.

Bloch vuelve a esposarme. Losotros me preguntan más y máscosas. De repente me entran ganasde vomitar. Me apoyo en una puertacochera.

–No podemos andar perdiendo eltiempo –me dice Isaac–. ¡Camine!

–Un esfuerzo de nada –me dice elcomandante Bloch–. Enseguidallegamos. Es en el número 93.

Tropiezo y me desplomo en la

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acera. Hacen corro a mi alrededor.Jean-Farouk de Mérode, PauloHayakawa, M. Igor, Otto da Silva yLévy-Vendôme llevan unosesmóquines de color de rosapreciosos y sombrero de fieltro.Bloch, Isaïe, Isaac y Saül, másserios, llevan gabardinas verdes. Lamarquesa de Fougeire-Jusquiames,la princesa Chericheff-Deborazoff,Sophie Knout y la anciana baronesaLydia Stahl llevan todas un visónblanco y un collar de brillantes.

Paulo Hayakawa fuma un puro y

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me echa las cenizas en la cara comoquien no quiere la cosa; la princesaChericheff-Deborazoff m e pinchajuguetonamente las mejillas con loszapatos de tacón.

–¿Qué, Marcel Proust, noqueremos ponernos de pie? –mepregunta la marquesa de Fougeire-Jusquiames.

– U n e s f u e r z o d e nada,S c h l e mi l o v i t c h – r u e g a elcomandante Bloch–; sólo hay quecruzar la calle. Mire, ahí enfrente,en el 93...

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–Ese joven es un cabezota –diceJean-Farouk de Mérode–.Discúlpenme, pero voy a tomar unpoco de whisky. No soporto tenerel gaznate seco.

Cruza la calle, y lo siguen PauloHayakawa, Otto de Silva y M. Igor.La puerta del 93 se vuelve a cerrartras entrar ellos.

S o p h i e K n o u t , l a ancianabaronesa Lydia Stahl, la princesaChericheff-Deborazoff y lamarquesa de Fougeire-Jusquiamesn o tardan e n i r t r a s e l l os . La

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marquesa de Fougeire-Jusquiamesm e h a envuelto e n s u abrigo devisón, susurrándome al oído:

–¡Será tu sudario! Adiós, ángelmío.

Quedan el comandante Bloch,Isaac, Saül, Isaïe y Lévy-Vendôme.Isaac intenta levantarme tirando dela cadena de las esposas.

–Déjelo – d i c e e l comandanteBloch–. Está mucho mejor echado.

Saül, Isaac, Isaïe y Lévy-Vendôme van a sentarse en laescalera exterior del número 93 y

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me miran llorando.–¡Dentro de un rato me iré con

los demás! –me dice el comandanteBloch–. El whisky y el champáncorrerán a chorros, como decostumbre, en la calle deLauriston.

Arrima la cara a la mía.Definitivamente se parece como unagota de agua a otra a mi antiguoamigo Henri Chamberlin-Laffont.

–Va a morir con un uniforme deS S – m e d i c e – . ¡Es ustedenternecedor, Schlemilovitch,

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enternecedor!Desde las ventanas del 93 me

llegan unas cuantas carcajadas y elestribillo de una canción:

Moi, j’aime le music-hall. Ses jongleurs,ses danseuses légères...1

–¿Lo está oyendo? –me preguntaBloch con los ojos empañados delágrimas–. ¡En Francia,Schlemilovitch, todo acaba concanciones! ¡Vamos, no pierda el

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buen humor!Se saca un revólver del bolsillo

derecho de la gabardina. Melevanto y retrocedo, trastabillando.El comandante Bloch no me quitaojo. Enfrente, en la escalera, Isaïe,Saül, Isaac y Lévy-Vendôme siguenllorando. Me quedo un momentomirando fijamente la fachada del93. Detrás de las cristaleras, Jean-Farouk de Mérode, PauloHayakawa, M. Igor, Otto da Silva,Sophie Knout, la anciana baronesaLydia Stahl, la marquesa de

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Fougeire-Jusquiames, la princesaChericheff-Deborazoff y elinspector Bonny me hacen muecas ymorisquetas. Se adueña de mí algoasí como una pena alborozada queconozco bien. Tenía razón Rebeccacuando se rió hace un rato. Hagoacopio de las últimas fuerzas. Unarisa nerviosa, canija. No tarda encrecer hasta sacudirme el cuerpo ydoblármelo en dos. Da igual que elcomandante Bloch se me acerquedespacio; no me noto ni pizca deintranquilo. Enarbola el revólver y

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vocifera:– ¿Te es tá s r iendo? ¿TE ESTÁS

RIENDO? ¡Toma, judío de pocamonta, toma!

Me estalla la cabeza, pero no sési es por las balas o de júbilo.

L a s p a r e d e s a z u l e s deldormitorio y l a ventana. A lacabecera de mi cama está el doctorSigmund Freud. Para tener laseguridad de que no sueño, leacaricio la calva con la manoderecha.

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–... mis enfermeros lo recogieronanoche en el FranzJosefs-Kai y lot r a j e r o n a m i c l í n i c a deP o tzl e i nd o r f . Un tratamientopsicoanalítico le aclarará las ideas.Se volverá un joven sano, optimistay deportista, se lo prometo. Mire,quiero que lea el penetrante ensayode su compatriota JeanPaulS c hw e i t z e r d e l a Sarthe:Reflexiones s o b r e l a cuestiónjudía. Tiene que entender esto atoda costa: LOS JUDÍOS NO EXISTEN,t a l y c o mo d i c e d e for ma muy

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pertinente Schweitzer de la Sarthe.NO ES USTED JUDÍO, es un hombreentre otros hombres, y ya está. Lerepito que no es judío;sencillamente, tiene deliriosalucinatorios, obsesiones, y nadamás, una paranoia muy leve... Nadiequiere hacerle daño, hijito, todo elmundo está deseando portarse biencon usted. Vivimos en la actualidaden un mundo pacificado. Himmlerestá muerto; ¿cómo puede ustedacordarse de todas esas cosas si nohabía nacido? Vamos, sea sensato,

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se lo ruego, se lo imploro, se lo...He dejado de escuchar al doctor

Freud. No obstante, se arrodilla, meexhorta tendiendo los brazos, seagarra la cabeza con las manos, serevuelca por el suelo para mostrarsu desánimo, anda a cuatro patas,ladra, vuelve a implorarme quer e n u n c i e a l o s «deliriosalucinatorios», a la «neurosisjudaica», a l a «paranoia yiddish».M e asombra verlo en ese estado:¿será que lo incomoda mipresencia?

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–¡Deje de gesticular! –le digo–.No acepto que me trate más médicoque el doctor Bardamu. Bardamu,LouisFerdinand... Judío como yo...Bardamu. Louis-FerdinandBardamu...

Me levanté y anduve condificultad hacia la ventana. Elpsicoanalista sollozaba en unrincón. Fuera, el PotzleindorferPark resplandecía bajo la nieve y elsol. Un tranvía rojo iba avenidaabajo. Pensé en el porvenir que meproponían: una cura rápida gracias

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a los atentos cuidados del doctorFreud; los hombres y las mujeresme estaban esperando a la puerta dela clínica con sus miradas cálidas yfraternales. El mundo, lleno detareas estupendas y de colmenasz u m b a d o r a s . E l hermosoPotzleindorfer Park allí, tan cerca,las frondas verdes y los paseossoleados...

Me escurro furtivamente pordetrás del psicoanalista y le doypalmaditas en la cabeza.

–Estoy muy cansado –le digo–,

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muy cansado...

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La ronda nocturna

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Para Rudy Modiano

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¿Por qué me identifiqué con losmismísimos objetos de mi horror y

mi compasión?

SCOTT FITZGERALD

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Carcajadas en la noche. ElKhédive1 alza la cabeza.

–¿Así que mientras nos esperabaestaba jugando al mahjong?

Y esparce las fichas de marfilpor la mesa.

–¿Solo? –pregunta el señorPhilibert.

–¿Llevaba mucho esperándonos,hijito?

Cuchicheos e inflexiones gravesles entrecortan las voces. El señorPhilibert sonríe y hace un ademánimpreciso con la mano. El Khédive

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ladea la cabeza hacia la izquierda yse queda postrado; la cabeza le rozacasi el hombro. Como al avemarabú.

En el centro del salón, un pianode cola. Colgaduras y cortinascolor violeta. Jarrones grandes condalias y orquídeas. Las arañas danuna luz velada, como la de losmalos sueños.

–Un poco de música pararelajarnos –sugiere el señorPhilibert.

–Música suave, necesitamos

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música suave –manifiesta Lionel deZieff.

–Zwischen heute und morgen? –propone e l conde Baruzzi– . Es unslow-fox.

–Preferiría un tango –aseguraFrau Sultana.

–Ay, sí, sí, por favor –suplica labaronesa Lydia Stahl.

–Du, Du gehst an mir vorbei –susurra con voz doliente VioletteMorris.

–Adelante c o n Zwischen heuteund morgen –zanja el Khédive.

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Las mujeres van excesivamentemaquilladas. Los hombres vistentrajes de tonos ácidos. Lionel deZieff lleva un terno naranja y unacamisa de rayas ocre; Pols deHelder, una chaqueta amarilla y unpantalón azul cielo; el condeBaruzzi, un esmoquin verde ceniza.Se forman algunas parejas.Costachesco baila con Jean-Faroukde Méthode; Gaétan de Lussatz conOdicharvi; Simone Bouquereau conIrène de Tranzé... MonsieurPhilibert se queda aparte, apoyado

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en la ventana de la izquierda. Seencoge de hombros cuando uno delos hermanos Chapochnikoff loinvita a bailar. El Khédive, sentadodelante del escritorio, silba entredientes y lleva el compás.

–¿No baila, hijito? –pregunta–.¿Preocupado? Tranquilícese, tienetiempo de sobra... Tiempo desobra...

– M i r e – a s e gur a e l señorPhi l ibert–, l a p o l i c í a e s unapaciencia larga, larga.

Se dirige a la consola y coge el

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libro encuadernado en tafilete verdepálido que había encima: Antologíade los traidores, de Alcibíades alcapitán Dreyfus. Lo hojea y todocuanto encuentra metido entre laspáginas –cartas, telegramas, tarjetasde visita, flores secas– lo dejaencima del escritorio. El Khédiveparece interesadísimo en esainvestigación.

–¿Su libro de cabecera, hijito?El señor Philibert le alarga una

fotografía, El Khédive se la quedamirando mucho rato. El señor

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Philibert se ha colocado detrás deél. «Su madre», susurra el Khédive,señalando la fotografía. «¿Verdad,hijito? ¿Su señora madre?» Repite:«Su señora madre...», y doslágrimas le corren por las mejillas,le corren hasta la comisura de loslabios. El señor Philibert se haquitado las gafas. Tiene los ojosmuy abiertos. También llora. En esemomento retumban los primeroscompases de Bei zärtlicher Musik.Es un tango y no tienen sitiosuficiente para moverse a gusto. Se

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empujan, algunos tropiezan inclusoy resbalan en el entarimado.

– ¿ N o b a i l a ? – p r e gunta labaronesa Ly d i a S tahl – . Vamos,concédame la próxima rumba.

–Déjelo en paz –susurra elKhédive–. A este joven no leapetece bailar.

–Sólo una rumba, una rumba –suplica la baronesa.

–¡Una rumba, una rumba! –vocifera Violette Morris. Bajo laluz de las dos arañas, se ponenencarnados, se congestionan, pasan

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a una tonalidad morada. El sudorles chorrea por las sienes, se lesdilatan los ojos. A Pols de Helderse le pone negra la cara como si seestuviera calcinando. Al condeBaruzzi se le quedan las mejillaschupadas, a Rachid von Rosenheimse le abultan las ojeras. Lionel deZieff se lleva una mano al corazón.El estupor parece adueñarse deCostachesco y de Odicharvi. A lasmujeres se les cuartea elmaquillaje, los tonos del pelo soncada vez más violentos. Todos se

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descomponen y seguramente van apudrirse en el sitio. ¿Olerán ya?

–En pocas palabras, pero biendichas, hijito –susurra el Khédive–:¿Entró en contacto con ese a quienconocen con el nombre de «Laprincesa de Lamballe»? ¿Quién es?¿Dónde está?

–¿Oyes? –musita el señorPhilibert–. Henri quiere detallesacerca de ese a quien conocen conel nombre de «La princesa deLamballe».

Se ha parado el disco. Todos se

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reparten por los sofás, los pufs y laspoltronas. Méthode des tapa unafrasca de coñac. L o s hermanosChapochni koff s a l e n d e lahabitación y vuelven con bandejasllenas d e copas. Lussatz las llenahasta arriba.

–Brindemos, queridos amigos –propone Hayakawa.

–A la salud del Khédive –exclama Costachesco.

– A l a de l inspector Philibert –manifiesta Mickey de Voisins.

–Un brindis por Madame de

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Pompadour –chilla la baronesaLydia Stahl.

Chocan las copas. Beben de untirón.

– L a dirección d e Lamballe –mus i ta e l Khédive–. Sé bueno,cariño. Danos la dirección deLamballe.

–Sabes perfectamente que somoslos más fuertes, cariño –cuchicheael señor Philibert.

Los demás mantienen unconciliábulo en voz baja. Se atenúala luz de las arañas y oscila entre el

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azul y el morado. Ya no se ven bienlas caras.

–El Hotel Blitz está cada día mástiquismiquis.

–No se preocupen. Mientras yoande por aquí, contarán con el vistobueno de la embajada.

–Una palabra del condeGrafkreuz, mi querido amigo, y elBlitz hará la vista gorda parasiempre.

–Yo le diré algo a Otto.– S o y amiga íntima d e l doctor

Best. ¿Quieren q u e le hable del

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asunto?–Un telefonazo a Delfanne y todo

arreglado.–Tenemos que ser duros con

nuestros gestores, si no seaprovechan.

–¡Nada de contemplaciones!–¡Porque encima les hacemos de

tapadera!–Deberían agradecérnoslo.–A nosotros es a quienes vendrán

a pedir cuentas, no a ellos.–¡Saldrán del paso, ya verán!

¡Mientras que nosotros...!

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–Aún no hemos dicho la últimapalabra.

–¡Las noticias del frente sonexcelentes, EXCELENTES!

–Henri quiere la dirección deLamballe –repite el señorPhilibert–. Un esfuerzo, hijito.

–Comprendo de maravilla susreticencias –dice el Khédive–. Mirelo que le voy a proponer: primeronos dice los sitios en que podemosdetener esta noche a todos losmiembros de la organización.

–Sólo para ponerse e n forma –

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añade el señor Philibert–. Luego lecos tará muc ho me no s s o l ta r ladirección de Lamballe.

–La redada es esta noche –susurra el Khédive–. Loescuchamos, hijo mío.

Una libretita amarilla compradaen l a calle de Réaumur. «¿Es ustedestudiante?», preguntó la tendera.(La gente se interesa por losjóvenes. El porvenir les pertenece;hay un deseo de saber quéproyectos tienen, los agobian apreguntas.) Haría falta una linterna

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para dar con l a página. No se venada en esta penumbra. Hojeas lalibreta con la nariz pegada al papel.La primera dirección está escrita enmayúsculas: la del teniente, el jefede la organización. Haces esfuerzospor olvidarte d e sus ojos azules yd e l a voz cálida c o n q ue decía:«¿Qué tal, hijito?» Querrías que elteniente tuviera todos los vicios,que fuera mezquino, presumido yfalso. Así se facilitarían las cosas.Pero no puede hallarse n i unamá c ul a e n l a s a g u a s d e ese

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diamante. Como último recurso, teacuerdas de las orejas del teniente.Basta con observar ese cartílagopara que entren unas ganasirresistibles de vomitar. ¿Cómopueden tener los humanos unasexcrecencias tan monstruosas? Teimaginas las orejas del teniente,ahí, encima del escritorio, de untamaño mayor que el natural, decolor escarlata y surcadas de venas.Entonces dices con voz apresuradael lugar en donde estará esta noche:en la plaza de Le Châtelet. Luego ya

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va todo sobre ruedas. Dasalrededor de diez nombres ydirecciones sin tener siquiera quemirar la libreta. Pones el tono de unbuen alumno que recita una fábulade La Fontaine.

–Buena redada en perspectiva –dice el Khédive.

Enciende un cigarrillo, apunta altecho con la nariz y hace redondelesde humo. El señor Philibert se hasentado ante el escritorio y hojea lalibreta. Debe de estar comprobandolas direcciones.

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Los otros continúan hablandoentre sí.

–¿Y si seguimos bailando? Tengohormiguillo en las piernas.

–¡Música suave, necesitamosmúsica suave!

–Que cada cual diga quéprefiere. ¡Una rumba!

–¡Serenata rítmica!–¡So stell ich mir die Liebe vor!–¡Coco seco!–¡Whatever Lola wants!–¡Guapo Fantoma!–¡No me dejes de querer!

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–¿Y si jugamos a Hide and Seek?Palmotean.–¡Sí, sí! ¡Hide and Seek!Sueltan la carcajada en la

oscuridad. Y la oscuridad seestremece.

Pocas horas antes. L a cascadagrande del bosque de Boulogne. Laorquesta perpetraba un vals criollo.Dos personas se habían sentado enla mesa contigua a la nuestra. Unanciano con bigotes gris perla y un

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sombrero blando blanco y unaanciana con vestido azul oscuro. Elviento hacía oscilar l o s farolilloscolgados d e l o s árboles. CocoLacour fumaba un puro. Esmeraldase tomaba, muy formal, unagranadina. No hablaban. Por eso megustan. Querría describirlosminuciosamente. Coco Lacour: ungigante pelirrojo con ojos de ciegoque, de tarde en tarde, ilumina unatristeza infinita. Los ocultafrecuentemente tras unas gafasnegr as y l o s andares to r pe s y

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titubeantes l e prestan aparienciasonámbula. ¿La edad deEsmeralda? Es una niñita diminuta.Podría aportar en lo referido a ellosun cúmulo de detallesenternecedores, pero renuncio,agotado. Coco Lacour, Esmeralda,con esos nombres os basta, de lamisma forma que a mí me basta consu presencia silenciosa a mi lado.Esmeralda miraba, maravillada, alos verdugos de la orquesta. CocoLacour sonreía. Soy el ángel de laguarda de ambos. Vendremos todos

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los atardeceres al bosque deBoulogne para disfrutar mejor de ladulzura del verano. Entraremos eneste principado misterioso, con suslagos, sus paseos forestales y sussalones de té sumergidos entre lasfrondas. Nada ha cambiado aquídesde que éramos pequeños. ¿Teacuerdas? Jugabas al aro por lospaseos del Pré Catelan. El viento leacariciaba el pelo a Esmeralda. Elprofesor de piano me había dichoque iba progresando. Estudiabasolfeo con el método Beyer y me

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faltaba poco para tocar brevesfragmentos de Wolfgang AmadeusMozart. Coco Lacour incendiaba unp u r o c o n timidez, como si sedisculpara. Los quiero. No hay lamenor sensiblería en este amor queles tengo. Pienso: si yo noestuviera, los pisotearían. Míseros,inválidos. Siempre callados. Unsoplo, un ademán bastarían paraquebrarlos. Conmigo no tienen nadaque temer. A veces me entran ganasde abandonarlos. Escoger ía unm o m e n t o excepcionalmente

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propicio. Esta noche, por ejemplo.M e pondría de pie y les diría envoz baja: «Esperad, que enseguidavuelvo.» Coco Lacour asentiría conla cabeza. La pobre sonrisa deEsmeralda. Tendría que dar losdiez primeros pasos sin volverme.Luego, todo iría sobre ruedas.Correría hacia el coche y arrancaríaa toda velocidad. Lo más difícil: noaflojar la presión durante los pocossegundos que preceden a la asfixia.Pero nada mejor que el alivioinfinito que notas cuando el cuerpo

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se relaja y baja muy despacio haciael fondo. Y lo dicho vale tanto parala tortura de la bañera cuanto paraesa traición de abandonar en laoscuridad a alguien tras haberleprometido regresar. Esmeraldajugaba con una paja. Soplaba yhacía pompas en la granadina. CocoLacour fumaba un puro. Cuando seapodera de mí el vértigo dedejarlos, los miro por turno, atentoa sus mínimos gestos, espiándoleslas expresiones de la cara como seaferra uno a la barandilla de un

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puente. Si los abandono, volveré ala soledad del principio. Estamosen verano, me decía a mí mismopara tranquilizarme. Todo el mundovolverá el mes que viene.E s t á b a m o s e n verano,efectivamente, p e r o se estabaprolongando de forma sospechosa.No quedaba ya ni un coche en París.Ni un solo peatón. De vez encuando, el latido de un reloj rompíael silencio. Al doblar la esquina deun paseo a pleno sol, pensé a vecesque estaba teniendo un mal sueño.

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La gente se había ido de París en elmes de julio. Por la noche, sereunían por última vez en lasterrazas de Les Champs-Élysées ydel bosque d e Boulogne. Nuncahabía probado con más intensidadla tristeza del verano como enaquellos instantes. Es la estación delos fuegos artificiales. Todo unmundo a punto de desaparecerlanzaba los últimos destellos bajolas hojas de los árboles y losfarolillos. La gente se empujaba,hablaba muy alto, reía, se

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pellizcaba nerviosamente. Se oíanvasos romperse y puertas de cochecerrarse de golpe. Comenzaba eléxodo. Durante el día, me paseabapor esa ciudad a la deriva. Salehumo de las chimeneas: estánquemando los papeles viejos antesde salir por pies. No quieren cargarcon un equipaje inútil. Filas decoches fluyen hacia las puertas deParís y yo me siento en un banco.Querría acompañarlos en esa huida,pero no tengo nada que salvar.Cuando se hayan ido, aparecerán

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unas sombras y harán corro a mia l r ededor. Reconocer é algunosr o s t r o s . L a s m u j e r e s vanexcesivamente maquilladas y loshombres son de una elegancia denegros: zapatos de cocodrilo, trajesde mil colores, sortijas de sello deplatino. Los hay incluso que lucenen cuanto pueden una hilera dedientes de oro. Heme en manos deindividuos p o c o recomendables:ratas q ue toman posesión de unaciudad cuando la peste ha diezmadoa los vecinos. Me dan un carnet de

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policía, un permiso de armas y meruegan que me cuele en una «red»para desmantelarla. He prometido,desde que era pequeño, tantas cosasque no he cumplido, he dado tantascitas a las que no he ido que meparecía «de una sencillez infantil»convertirme en un traidor ejemplar.«Un momento, que ahora vuelvo...»Todos esos rostros contempladospor última vez antes de que se lostragase la noche... Algunos nopodían ni imaginarse que los estabadejando. Otros me clavaban

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miradas vacías: «Va a volver,¿verdad?» Recuerdo también esascuriosas punzadas en el corazóncada vez que miraba el reloj: llevanesperándome cinco, diez, veinteminutos. A lo mejor aún no hanperdido la confianza. Me entrabanganas de acudir corriendo a la citay el vértigo solía durarme una hora.Cuando denuncias, resulta muchomás fácil. Apenas unos segundos, eltiempo que se tarda en dar con vozapresurada los nombres y las señas.Soplón. Seré incluso asesino, si así

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lo quieren. Mataré a mis víctimascon silenciador. Luego, les mirarélas gafas, los llaveros, lospañuelos, las corbatas, objetosmodestos que no tienen importanciasalvo para aquel a quien perteneceny que me conmueven aún más que elrostro de los muertos. Antes dematarlos, no apartaré la vista de unade las partes más humildes de suspersonas: el calzado. Es erróneocreer que la febrilidad de lasmanos, las mímicas del rostro, lamirada, la entonación y la voz son

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lo único que puede conmovernos deentrada. Para mí, el patetismo estáen el calzado. Y cuando me entrenremordimientos por haberlosmatado, no me acordaré ni de susonrisa ni de los méritos de suscorazones, sino de su calzado.Dicho lo cual, hay que ver lo que segana últimamente con las tareas depolicía de a pie. Tengo losbolsillos atiborrados de billetes debanco. Esta riqueza me vale paraproteger a Coco Lacour y aEsmeralda. Sin ellos estaría muy

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solo. A veces pienso que noexisten. Soy ese ciego pelirrojo yesa niña diminuta y vulnerable.Excelente ocasión paracompadecerme a mí mismo. Unpoco más de paciencia. Ya llegaránlas lágrimas. Por f i n voy a sabercómo s o n l o s deleites d e l a SelfPity, como dicen los judíosingleses. Esmeralda me sonreía,Coco Lacour chupaba el puro. Elanciano y la anciana del vestidoazul oscuro. E n torno, l a s mesasvacías. Las lámparas del techo, que

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se habían quedado encendidas porolvido... Temía, en cada momento,oír cómo frenaban sus coches en lagrava. Las puertas se cerrarían degolpe, se nos acercarían con pasoslentos y un cabeceo de barco en losandares. Esmeralda hacía pompasde jabón y miraba cómo salíanvolando frunciendo e l ceño. Una leestallaba a la anciana contra lamejilla. Los árboles se estremecían.La orquesta tocaba los primeroscompases de una czarda; y, luego,un foxtrot y una marcha militar.

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Pronto no sabremos ya de quémúsica se trata. Los instrumentospierden el resuello, hipan, y yovuelvo a verle la cara a aquelhombre a quien llevaron al salón arastras, con las manos atadas con uncinturón. Quería ganar tiempo y, deentrada, les hizo unas muecassimpáticas, como si intentasedistraerlos. Al no poder yacontrolar el miedo, intentóseducirlos: los miraba por elrabillo del ojo; se destapaba elhombro derecho con ademanes

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breves, a sacudidas; esbozaba unadanza del vientre mientras letemblaban todos los miembros. Nohay que quedarse aquí ni un instantemás. La música va a morir tras unpostrer sobresalto. Las lámparasvan a apagarse.

–¿Jugamos a la gallinita ciega?–¡Excelente idea!–No hará falta que nos vendemos

los ojos.–Como estamos a oscuras.–¡Le toca quedarse, Odicharvi!

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–¡Sepárense!Andan con pasos quedos. Se oye

que abren la puerta del armario.Seguramente quieren escondersedentro. Da la impresión de quereptan alrededor del escritorio.Cruje el entarimado. Alguien sepega un golpe con un mueble. Lasilueta de otro se recorta contra elfondo de la ventana. Risasguturales. Suspiros. Los gestos sevuelven precipitados. Deben deandar corriendo para todos lados.

–Lo he pillado, Baruzzi.

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–Mala pata, soy Helder.–¿Quién va ahí?–A ver si lo adivina.–¿Rosenheim?–No.–¿Costachesco?–No.–¿Se rinde?–Los detendremos esta noche –

asegura el Khédive–. Al teniente y atodos los miembros de laorganización. A TODOS. Esa gentenos sabotea el trabajo.

–Todavía n o n o s h a d i cho la

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dirección d e Lamballe –susurra elseñor Philibert–. ¿Cuándo va adecidirse, hijito? Vamos...

–Dele un respiro, Pierrot.La luz vuelve de golpe. Todos

guiñan los ojos. Se agrupanalrededor del escritorio.

–Tengo el gaznate seco.–¡Bebamos, queridos amigos,

bebamos!–¡Una canción, Baruzzi, una

canción!–Había una vez un barquito

chiquitito.

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–¡Siga, Baruzzi, siga!–Que no sabía, que no sabía, que

no sabía navegar.–¿Quieren que les enseña mis

tatuajes? –propone Frau Sultana. Serasga la blusa. Lleva un anclamarinera en ambos pechos. Labaronesa Lydia Stahl y VioletteMorris la tiran de espaldas yacaban de desnudarla. Se resiste, seescabulle de los abrazos y lasenardece con grititos. VioletteMorris la persigue por el salón, enuna de cuyas esquinas está Zieff

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chupando un ala de pollo.– D a gus t o za mp a r e n estos

tiempos de restricciones. ¿Saben loque hice hace un rato? ¡Me pusedelante de un espejo y me unté lacara de foie-gras! ¡Foie-gras a15.000 francos el medallón! –Sueltagrandes carcajadas.

–¿Un poco más de coñac? –propone Pols de Helder–. Ya no seencuentra por ninguna parte. Elcuarto de litro vale 100.000francos. ¿Cigarrillos ingleses? Melos mandan directamente de Lisboa.

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20.000 francos la cajetilla.–Pronto me llamarán señor

director de la Policía –declara elKhédive con voz seca.

La mirada se le pierde en el actoen el espacio.

–¡A la salud del director! –vocifera Lionel de Zieff.

Trastabilla y se desploma encimad e l piano. S e l e ha escapado elvaso de la mano. El señor Philibertcoteja un dossier junto con PauloHayakawa y Baruzzi. Los hermanosChapochnikoff andan muy atareados

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con la gramola. Simone Bouquereause contempla en el espejo.

Die Nacht, die Musikund dein Mund

canturrea la baronesa Lydiaesbozando un paso de baile.

–¿Una sesión de paneuritmiasexualodivina? –relincha el magoIvanoff con su voz de semental.

El Khédive los mira con pena.–Me llamarán señor director. –

A l z a e l t o n o d e voz–: ¡Señor

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director de la Policía! –Da unpuñetazo en el escritorio. Losdemás no hacen ni caso a ese ataquede mal humor. Se levanta y abre amedias la ventana de la izquierdadel salón–. ¡Venga a mi lado, hijito,necesito su presencia! ¡Unmuchacho tan sensible como usted!Tan receptivo... ¡Me calma losnervios!...

Zieff ronca encima del piano. Loshermanos Chapochnikoff hanrenunciado a poner en marcha lagramola. Pasan revista a los

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jarrones de flores, de uno en uno,rectificando la posición de unaorquídea, acariciando los pétalosde una dalia. A veces se vuelvenhacia donde está el Khédive y lelanzan miradas medrosas. A SimoneBouquereau parece fascinarla sucara en el espejo. Se le dilatan losojos violeta y se le pone la tez cadavez más pálida. Violette Morris seha sentado en el sofá de terciopelo,junto a Frau Sultana. Le tiendenambas las palmas de las blancasmanos al mago Ivanoff.

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–Ha subido el wolframio –comenta Baruzzi–. Puedoconseguírselo a preciosinteresantes. Estoy conchabado conGuy Max, de la oficina de comprasde la calle de Villejust.

–Creía que sólo llevaba el textil–dice el señor Philibert.

–Se ha reconvertido –diceHayakawa–. Le ha vendido lasexistencias a Macías-Reoyo.

–¿A lo mejor prefieren loscueros en bruto? –preguntaBaruzzi–. El box-calf ha subido 100

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francos.–Odicharvi m e h a hablado de

tres toneladas d e lana peinada quequiere quitarse de encima. Meacordé de usted, Philibert.

–¿Qué me dice de 36.000 barajasque le entrego mañana mismo, porla mañana? Podría revenderlas alprecio máximo. E s e l momentooportuno. Empezó l a SchwerpunktAktion a principios de mes.

Ivanoff le examina la palma de lamano a la marquesa.

–¡A callar! –vocifera Violette

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Morris.¿Le estará adivinando el porvenir

el mago? ¡A callar todo el mundo!–¿Qué l e parece, hi j i to? –me

pregunta el Khédive–. ¡Ivanoff llevala batuta con las señoras! ¡Sufamosa varilla de l o s metalesligeros! ¡No pueden ya vivir sin él!¡Unas místicas, mi querido amigo!¡Y él se aprovecha! ¡Menudopayaso viejo!

S e acoda e n e l fi lo de l balcón.Abajo hay una plaza tranquila, deesas que encontramos en el distrito

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XVI. Los faroles lanzan una curiosal u z a zul sobre l a s hoj as d e losárboles y el quiosco de música.

–¿Sabe, hijo, que el palacete enque estamos pertenecía antes de laguerra al señor de Bel-Respiro? –Se le ensordece la voz–. Heencontrado en un armario cartas queles escribía a su mujer y a sus hijos.Era hombre d e familia. ¡Mire, éstees! –Señala un retrato de tamañonatural colgado e n t r e l a s dosventanas–. ¡ E l s e ñ o r d e Bel-Respiro en persona, con uniforme

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de oficial de espahís! ¡Mire cuántascondecoraciones! ¡Esto es unfrancés!

–¿Dos kilómetros cuadrados derayón? –propone Baruzzi–. S e lodejaría regalado. ¿Cinco toneladasd e galletas? Los vagones estáninmovilizados en la fronteraespañola. Conseguiría enseguidalos bonos para el transporte. Sóloquiero una comisión modesta,Philibert.

Los hermanos Chapochnikoffandan rondando al Khédive sin

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atreverse a hablarle. Zieff duermecon la boca abierta. Frau Sultana yViolette Morris dejan que las mezanlas palabras de Ivanoff: flujoastral... pentagrama sagrado...espigas de la tierra nutricia...grandes ondas telúricas...paneuritmia de hechicería...Betelgeuse... Pero SimoneBouquereau apoya la frente en elespejo.

–Todos esos apaños financierosno me interesan –zanja el señorPhilibert.

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Baruzzi y Hayakawa,decepcionados, se van dandobandazos hasta el sillón de Lionelde Zieff y le golpean en el hombropara despertarlo. El señor Philibertcoteja un dossier, lápiz en mano.

–Mire, m i querido ni ño –siguediciendo e l Khédive (de verdadparece que va a romper en llanto)–,n o tuve instrucción. Estaba solocuando enterraron a mi padre y paséla noche tendido encima de sutumba. Y aquella noche hacíamucho frío. A los catorce años, la

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colonia penitenciaria de Eysses...,el batallón disciplinario...,Fresnes... Sólo podía conocer agolfos como yo... La vida...

–¡Despierte, Lionel! –vociferaHayakawa.

–Tenemos cosas importantes quedecirle –añade Baruzzi.

–Le conseguimos quince milcamiones y dos toneladas de níquelsi nos paga una comisión del quincepor ciento.

Zieff guiña los ojos y se seca lafrente con un pañuelo azul cielo.

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–Lo que ustedes digan, con tal deque nos pongamos ciegos de comerhasta reventar. ¿No les parece quehe engordado e n estos dos últimosmeses? D a gusto, e n estos tiemposde restricciones.

Se encamina torpemente hacia elsofá y le mete una mano en la blusaa Frau Sultana. Ésta se revuelve ylo abofetea con todas sus fuerzas.Ivanoff suelta una risita sarcástica.

–Lo que ustedes digan, guapitosm í o s – r e p i t e Zieff con vozcascada–. Lo que ustedes digan.

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–¿Estamos d e a c ue r d o paramañana po r l a mañana, Lionel? –pregunta Hayakawa–. ¿Se lo puedodecir a Schiedlausky? Le regalamosde propina un vagón de caucho.

El señor Philibert, sentado alpiano, desgrana pensativamenteunas cuantas notas.

– Y, s i n embargo, hij i to –siguediciendo el Khédive–, siempre tuvesed de respetabilidad. No meconfunda, se lo ruego, con estaspersonas que están aquí...

Simone Bouquereau se maquilla

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ante el espejo. Violette Morris yFrau Sultana tienen los ojoscerrados. El mago parece estarinvocando a los astros. Loshermanos Chapochnikoff están juntoal piano. Uno le da cuerda almetrónomo y el otro le alarga unapartitura al señor Philibert.

–¡Lionel de Zieff, por ejemplo! –susurra el Khédive–. ¡Le contaré lasmil y una acerca de ese tiburón delos negocios! ¡Y acerca de Baruzzi!¡Hayakawa! ¡Y todos los demás!¿Ivanoff? ¡Un chantajista innoble!

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La baronesa Lydia es una puta...El señor Philibert hojea la

partitura. De vez en cuando, marcael compás. Los hermanosChapochnikoff le lanzan miradasmedrosas.

–Ya ve, hijito –sigue diciendo elKhédive–, ¡todas las ratas se hanaprovechado de los«acontecimientos» recientes parasubir a la superficie! Incluso yo...,¡pero ésa es otra historia! ¡No se fíede las apariencias! No tardaré enrecibir en este salón a las personas

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más respetables de París. Mel l amarán s e ñ o r di rec tor d e laPolicía! SEÑOR DIRECTOR DE LAPOLICÍA, ¿me oye? –Se vuelve yseñala el retrato de tamañonatural–. ¡ Y o e n persona! ¡Deo fi c i a l d e espahís! ¡Mire lascondecoraciones! ¡Legión deHonor! ¡Cruz del Santo Sepulcro!¡Cruz de San Jorge de Rusia!¡Danilo de Montenegro! ¡Torre yEspada de Portugal! ¡No tengo nadaque envidiarle al señor de Bel-Respiro! ¡Puedo sentarle las

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costuras!Da un taconazo.De pronto, el silencio.Lo que está tocando el señor

Philibert es un vals. La cascada denotas titubea, se expande, rompesobre las dalias y las orquídeas. Élestá muy tieso. Ha cerrado los ojos.

–¿Lo o ye , hij i to? –pregunta elKhédive–. ¡Mí r e l e las manos!¡Pierre puede estar tocando horas yhoras sin inmutarse! ¡Nunca le dancalambres! ¡Un artista!

Frau Sultana balancea levemente

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la cabeza. Salió del entumecimientocon los primeros compases.Violette Morris se pone de pie ybaila el vals sola hasta la otra puntadel salón. Paulo Hayakawa yBaruzzi se han callado. Loshermanos Chapochnikoff escuchancon la boca abierta. Al propio Zieffparecen hipnotizarlo las manos delseñor Philibert, que pierden losestribos en el teclado. Ivanoffe xa mi na e l t e c h o s a c a nd o labarbilla. Pero Simone Bouquereautermina de maquillarse ante el

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espejo veneciano como si nopasara.

E l s e ñ o r Phil ibert c l a v a contodas s us fuerzas varios acordes,inclina el busto, tiene los ojoscerrados. El vals es cada vez másarrebatado.

–¿Le gusta, hijito? –pregunta elKhédive.

El señor Philibert ha cerrado elpiano brutalmente. Se levantafrotándose las manos y se acerca alKhédive. Dice, pasado un momento:

–Acabamos de pescar a alguien,

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Henri. Reparto de panfletos. Lohemos cogido con las manos en lamasa. Breton y Reocreux se estánocupando de él en el sótano.

Los demás están aún aturdidospor el vals. No dicen nada y sigueninmóviles en el lugar en que losdejó la música.

–Le estaba hablando de usted;Pierre –susurra el Khédive–. Ledecía q ue e s usted u n muchachos e ns i b l e , un melómano sinparangón, un artista...

–Gracias, gracias, Henri. ¡Es

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cierto, pero aborrezco las palabrasaltisonantes! ¡Debería haberleexplicado a este joven que era unpolicía, sin más!

–¡El primer poli de Francia! ¡Lodijo un ministro!

–¡De eso hace mucho, Henri!–¡Por entonces, Pierre, yo le

habría tenido miedo! ¡El inspectorPhilibert! ¡Madre mía! ¡Cuando seadirector de la policía, te nombrarécomisario, cariño!

–¡Cállese!–¿Pero me quiere de todas

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formas?U n alarido. Luego, dos . Luego,

tres. Agudísimos. El señor Philibertmira el reloj.

–Ya llevan tres cuartos de hora.¡Debe de estar a punto de venirseabajo! ¡Voy a ver!

Los hermanos Chapochnikoff lesiguen, pisándole los talones. Losdemás –en apariencia– no han oídonada.

–Eres l a má s guapa – l e afirmaPa ul o Hayakawa a la baronesaLydia, alargándole una copa de

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champán.–¿En serio?Frau Sultana e Ivanoff se miran a

los ojos. Baruzzi se acerca conpaso cauteloso a SimoneBouquereau, pero Zieff le pone lazancadilla al pasar. Baruzzi tira, alcaer, un jarrón de dalias.

–¿Así que queriendo jugar a losconquistadores? ¿Ya nadie le hacecaso a su pichoncito Lionel?

Suelta la carcajada y se abanicacon el pañuelo azul celeste.

–Es ese individuo a quien

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pillaron –susurra el Khédive–. ¡Elque llevaba panfletos! ¡Se estánocupando de él! Acabará porvenirse abajo, mi querido amigo.¿Quieres verlo?

–¡A la salud del Khédive! –vocifera Lionel de Zieff.

–A la del inspector Philibert –añade Paulo Hayakawa,acariciándole la nuca a la baronesa.Un alarido. Luego, dos. Un sollozoprolongado.

–¡Habla o revienta! –berrea elKhédive.

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Lo s demás n o l e hacen ningúncaso. Menos Simone Bouquereau,que se estaba maquillando delantedel espejo. Se vuelve. Los grandesojos violeta se le comen la cara.Tiene un churretón de carmín delabios en la barbilla.

Durante unos cuantos minutosseguimos oyendo la música. Sedesvaneció al pasar por laencrucijada de Les Cascades. Yoconducía. Coco Lacour y Esmeralda

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iban en el asiento de delante.Íbamos deslizándonos por lacarretera de los lagos. El infiernoempieza en las lindes del bosque:bulevar de Lannes, bulevar deFlandrin, avenida de HenriMartin.Este barrio residencial es el mástemible de París. En el silencio quereinaba en él hace tiempo a partirde las ocho d e l a tarde había algotranquilizador. Si l encio burgués,afelpado, aterciopelado y bieneducado. Se intuía a las familiasreunidas en el salón después de

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cenar. Ahora ya no sabemos quésucede detrás de las anchasfachadas a oscuras. D e v e z encuando nos cruzábamos con uncoche con los faros apagados. Medaba miedo que pudiera pararse ycerrarnos el paso.

Tiramos por la avenida de Henri-M a r t i n . Esmeralda dormitaba.Después de las once, a las niñas lescuesta seguir con los ojos abiertos.Coco Lacour jugaba con elsalpicadero, giraba el mando de laradio. Ambos ignoraban cuán frágil

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era su dicha. Yo era el único que sepreocupaba. Éramos tres niños quecruzábamos en un coche grande lastinieblas maléficas. Y si porcasualidad había luz en una ventana,no debía fiarme de eso. Conozcobien este distrito. El Khédive meencomendaba que registrase lospalacetes para incautarme deobjetos artísticos: palacetesSegundo Imperio, pabellones derecreo del XVIII, palacetes 1900 convidr i eras , cas ti l l os gó t i c o s deimitación. No vivía en ellos sino un

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portero amedrentado que el dueñose había dejado olvidado al huir.Yo llamaba a la puerta, enseñaba elcarnet de policía y le pasaba revistaal lugar. Conservo el recuerdo delargos paseos: Maillot, La Muette,Auteuil, tales eran mis etapas. Mesentaba en un banco, a la sombra delos castaños. Nadie por las calles.Podía visitar todas las casas delbarrio. La ciudad era mía.

Plaza de Le Trocadéro. Junto amí, Coco Lacour y Esmeralda, esosdos compañeros de piedra. Mamá

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me decía: «Cada uno tiene losamigos que se merece.» A lo que yole respondía q u e l o s hombrescharlan demasiado para mi gusto yque n o soporto esos enjambres demoscas azules que les salen de laboca. Me dan jaqueca. Me dejan sinresuello, y ya lo tengo muylimitado. El teniente, por ejemplo,es un conversador increíble. Cadavez que entro en su despacho, selevanta y abre el discurso con «mijoven amigo» o «muchachito».Luego, las palabras van

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sucediéndose a una cadenciafrenética y ni se toma tiempo paraarticularlas del todo. Si acorta unpoco el flujo, es para anegarmemejor al minuto siguiente. La voz vateniendo entonaciones cada vez másagudas. Al final, son piídos y se leatragantan las palabras. Dapataditas, mueve los brazos, secrispa, hipa, se pone serio derepente y reanuda el discurso convoz monocorde. L o remata con un«Agallas, chico» que cuchichea alfilo del agotamiento.

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Al principio, me dijo: «Lonecesito. Vamos a hacer un buentrabajo. Yo sigo en laclandestinidad con mis hombres. Lamisión d e usted e s infiltrarse entrenuestros adversarios. Informarnoscon la mayor discreción posible delas intenciones que tengan esoscabrones.» Marcaba claramente lasdistancias: suyos y d e s u estadomayor eran la pureza y el heroísmo.Para mí, las tareas bajas delespionaje y el juego doble. Alvolver a leer aquella noche la

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Antología d e l o s traidores, deAlcibíades a l capitán Dreyfus, mepareció q u e a f i n d e cuentas eldoble juego y –¿por qué no?– latraición encajaban b i e n c o n micarácter travieso. Insuficientementeanimoso para alinearme con loshéroes. Demasiado indolente ydi s tr a ído p a r a s e r u n cabróna u t é n t i c o . Y , e n cambio,duc ti b i l i da d , g u s t o p o r elmovimiento y una simpatíaevidente.

Íbamos avenida de Kléber

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arriba. Coco Lacour bostezaba.Esmeralda se había quedadodormida y le había resbalado lacabecita hasta mi hombro. Ya eshora de que se vayan a la cama.Avenida de Kléber. Esa nochehabíamos tomado el mismo camino,d e s p ué s d e s a l i r d e L’HeureMauve, una sala d e fiestas d e LesChamps-Élysées. Una humanidadbastante fofa estaba pegada a lasmesas de terciopelo rojo y lasbanquetas d e l a barra: Lionel deZieff, Costachesco, Lussatz,

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Méthode, Frau Sultana, Odicharvi,Lydia Stahl, Otto de Silva, loshermanos Chapochnikoff...Penumbra madorosa. Flotabanaromas egipcios. Había en Parísunos cuantos islotes así en donde lagente se esforzaba por no recordar«el desastre acontecido los díasanteriores» y en donde habíanquedado estancadas una alegría devivir y una frivolidad de antes de laguerra. Me fijaba en todos esosrostros y me repetía una frase quehabía leído en alguna parte: «Unos

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camelistas con tufos de traiciones yasesinatos...» Al lado de la barra,giraba una gramola:

Bonsoir, jolie madame. Je suis venuvous dire bonsoir...1

El Khédive y el señor Philibertme sacaron fuera. Un Bentleyblanco estaba esperando en la partede abajo de la calle de Marbeuf. Sesentaron junto al chófer; y yo, en el

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asiento de detrás. Los farolesvomitaban despacio una luzazulada.

–No tiene importancia –afirmó elKhédive, señalando al chófer–.Eddy ve en la oscuridad.

–En este momento –me dijo elseñor Philibert, cogiéndome delbrazo– hay montones deposibilidades para un joven. Hayque quedarse con la mejor opción yestoy dispuesto a ayudarlo, miquerido muchacho. Vivimos en unaépoca peligrosa. Usted tiene manos

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afiladas y blancas y una salud muydelicada. Tenga cuidado. Si hayalgo que le quiero aconsejar es quen o juegue a l o s héroes. Estesequieto. Trabaje con nosotros: puedeelegir entre eso o el martirio o elsanatorio.

–¿Un trabajillo de soplón, porejemplo, no le apetecería? –mepreguntó el Khédive.

–Muy generosamente pagado –añadió el señor Philibert.

–Y completamente legal. Leproporcionaremos un carnet de

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policía y un permiso de armas.–Lo que tiene que hacer es

infiltrarse en una organizaciónclandestina para desmantelarla. Nosinformará de los hábitos de esoscaballeros.

–Con un mínimo de prudencia nosospecharán nada.

–Me parece que es usted alguienque inspira confianza.

–Y parece que no haya rotonunca un plato.

–Tiene una sonrisa que le sientamuy bien.

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–¡Y unos ojos preciosos,muchacho!

–Los traidores tienen siempreuna mirada limpia.

Hablaban cada vez más deprisa.Acababa por darme la impresión deq u e hablaban a l mi s mo tiempo.Aquellos enjambres de mariposasazules que les salían de la boca...Lo que quisieran, vamos... Soplón,asesino a sueldo, con tal de que secallasen de una vez y me dejasendormir. Soplón, traidor, asesino,mariposas...

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–Lo llevamos a nuestro nuevocuartel general –decidió el señorPhilibert–. Es un palacete en el 3bis de la glorieta de Cimarosa.

–Estamos celebrando lainauguración –añadió el Khédive–.¡Con todos nuestros amigos!

–Home, sweet home –canturreóel señor Philibert.

Al entrar en el salón, me volvió ala memoria la frase misteriosa:«Unos camelistas con tufos atraiciones y asesinatos.» Allíestaban todos. Y n o paraban de

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l l e g a r otros: Danos, Codébo,Reocreux, Vital-Léca, Robert elPálido... Los hermanosChapochnikoff les servían champán.

– L e propongo u n a char l i ta asolas –me cuchicheó el Khédive–.¿Qué impresiones tiene? Está muypálido. ¿Un traguito?

Me alargaba una copa llena hastaarriba de un líquido sonrosado.

–Ya ve –me dijo, abriendo laventana y llevándome al balcón–, apartir de hoy soy el amo de unimperio. No se trata sólo de un

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servicio policíaco complementario.¡Vamos a mover asuntosgigantescos! ¡Tendremos un cuerpode más de quinientos ojeadores!¡Philibert me ayudará en la parteadministrativa! ¡Les he sacadopartido a los acontecimientosextraordinarios que hemos vividoen estos últimos meses!

Hacía tanto bochorno que seempañaban los cristales de lasventanas del salón. Me trajeron otracopa del líquido sonrosado, que mebebí conteniendo una arcada.

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–Y además –me acariciaba lamejilla con el dorso de la mano–podrá darme consejos, orientarmeen algunas ocasiones. No tuveinstrucción. –Hablaba cada vez másbajo–. A los catorce años, lacolonia penitenciaria de Eysses;luego, el batallón penitenciario, larelegación... Pero tengo sed derespetabilidad, ¿me oye? –Lebrillaban los ojos.

Rabioso:–¡Pronto s e r é di rector d e la

po l i c í a ! ¡ME LLAMARÁN SEÑOR

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DIRECTOR! –Aporrea con ambospuños el filo del balcón–: ¡SEÑORDIRECTOR... SEÑOR DIRECTOR! –Y,acto seguido, se le pierde la miradaen el vacío.

Abajo, en la plaza, los árbolessudaban. Tenía ganas de irme, peroseguramente era demasiado tarde.Me sujetaría por la muñeca y,aunque consiguiera zafarme, tendríaque cruzar el salón, abrirme paso através de esos grupos compactos,padecer el ataque de un millón deavispas zumbadoras. Q u é vértigo.

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A mp l i o s r edondeles luminosos,cuyo eje era yo, giraban cada vezmás deprisa y el corazón se mesalía del pecho.

–¿Un mareo?Me agarra del brazo, me lleva,

me hace sentarme en el sofá. Loshermanos Chapochnikoff –¿cuántoseran en realidad?– corrían de unlado a otro. El conde Baruzzisacaba de una cartera negra un fajode billetes y se lo enseñaba a FrauSultana. Algo más allá, Rachid, vonRosenheim, Paulo Hayakaw a y

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Odicharvi charlaban animadamente.Y otros, a quienes no veía. Mepareció que todas aquellas personasse iban desmenuzando in situ poraquella locuacidad tan grande, poraquellos ademanes entrecortados ypor los perfumes densos queexhalaban. El señor Philibert mealargaba un carnet verde con unabarra roja.

–A partir de ahora pertenece alServicio: lo he inscrito con elnombre de «Swing Troubadour».

Todos me rodeaban alzando

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copas de champán.–¡A la salud de Swing

Troubadour! –me espetó Lionel deZieff, y soltó una carcajadaestentórea que le congestionó elrostro.

–¡A la salud de SwingTroubadour! –chilló la baronesaLydia.

Fue en ese mismo momento –si lamemoria no me engaña– cuando meentraron unas repentinas ganas detoser. Volví a ver la cara de mamáy cómo, todas las noches, antes de

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apagar al luz, me decía al oído:«¡Acabarás en la horca!»

–A su salud, Swing Troubadour –susurraba uno de los hermanosChapochnikoff, y m e tocabamedrosamente el hombro. Losdemás me oprimían por todos ladosy se me pegaban como moscas.

E n l a a v e ni d a d e Kléber,Esmeralda ha b l a dormida. CocoLacour se frota los ojos. Ya es horade que se vayan a la cama. Ningunode los dos sabe cuán frágil es sudicha. De los tres, yo soy el único

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que se preocupa.

–Siento, hijito –dice elKhédive–, que haya oído esosgritos. A mí tampoco me gusta laviolencia, pero ese individuorepartía panfletos. Y eso está muymal.

Simone Bouquereau vuelve amirarse en el espejo y se retoca elmaquillaje. Lo s demás, relajados,recobran una amabilidad que encajaa la perfección con el lugar.Estamos en un salón burgués,

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después de cenar, a la hora de loslicores añejos.

–¿Una copa para recuperarse,hijito? –propone el Khédive.

– La «etapa turbia» p o r l a queestamos pasando –comenta el magoIvanoff– ejerce en las mujeres unainfluencia afrodisíaca.

–A la mayoría de las personas seles ha debido de olvidar el aromadel coñac en estos tiempos derestricciones. –Ríe con sarcasmoLionel de Zieff–. ¡Peor para ellos!

–¿Qué quiere? –susurra Ivanoff–.

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Cuando e l mundo va a l a deriva...Pero ojo, mi querido amigo, que nome aprovecho. Conmigo todo es abase de pureza.

–El box-calf... –empieza a decirPols de Helder.

–Un vagón entero de wolframio...–dice acto seguido Baruzzi.

–Y con un descuento delveinticinco por ciento... –especificaJean-Farouk de Méthode.

El señor Philibert ha entrado muyserio en el salón y se acerca alKhédive:

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–Nos vamos dentro de un cuartode hora, Henri. Primer objetivo: elteniente, en la plaza de Le Châtelet.Luego, los demás miembros de laorganización, en sus respectivasseñas. ¡Una redada espléndida! ¡Elchico nos acompaña! ¿Verdad, miquerido Swing Troubadour?¡Prepárese! ¡Dentro de un cuarto dehora!

–¿Una gotita de coñac para darlevalor, Troubadour? –propone elKhédive.

–Y no se le olvide soltarnos las

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señas de Lamballe –añade el señorPhilibert–. ¿Entendido?

Uno de los hermanosChapochnikoff –¿pero cuántos sonen realidad?– está de pie en elcentro de la habitación, con unviolín pegado a la mejilla. Seaclara la garganta y empieza luego acantar con una voz de bajo muyhermosa:

Nur nichtaus Liebe weinen...

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L o s demás marcan e l compásdando palmas. E l arco raspa muydespacio l a s cuerdas, acelera elv a i v é n, sigue acelerando... Lamúsica es cada vez más rápida:

Aus Liebe...

Unos redondeles luminosos seagrandan como cuando tiramos unapiedra al agua. Empezaron a giraral pie del violinista y ahora estánllegando a las paredes del salón.

Es gibt auf Erden...

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El cantante se queda sin resuello,parece que fuera a asfixiarse trashaber lanzado un último grito. Elarco corre por las cuerdas cada veza mayor velocidad. ¿Podrán seguirmucho tiempo aún marcando lacadencia con palmadas?

Auf dieser Welt...

Ahora gira el salón; gira y sólo elviolinista sigue quieto.

nicht nur den Hainen...

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C u a n d o é r a m o s pequeñossiempre n o s d a b a n miedo esostiovivos que andan cada vez másdeprisa y que se llaman gusanoloco. Recordémoslo...

Es gibt so viele...

Pegábamos alaridos, pero denada valía, el gusano seguíagirando.

Es gibt so viele...

Y nos empeñábamos en subir en

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los gusanos esos. ¿Por qué?

Ich lüge auch...

Se ponen de pie dando palmas...El salón gira, gira, y hasta pareceque se inclina. Van a perder elequilibrio, los jarrones se haránañicos en el suelo. El violinistacanta con voz precipitada.

Ich lüge auch

Pegábamos alaridos, pero denada valía. Nadie podía oírlo entre

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el barullo de la feria.

Es muss ja Lüge sein...

El rostro del teniente. Otros diez,otros veinte rostros que no datiempo a reconocer. El salón gira,gira demasiado depr i s a , comoantaño el gusano loco «Sirocco» enel Parque de Atracciones.

den mir gewahlt...Al cabo de cinco minutos giraba

tan deprisa que ya no se les veíanlas caras con claridad a los que se

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quedaban mirando en la pista.

Heute dir gehoren...

Y, sin embargo, a veces podíauno pillar, al pasar, una nariz, unamano, una carcajada, unos dientes ounos ojos abiertos de par en par.Los ojos azul oscuro del teniente.Otr os d i ez, o tr os veinte rostros.Aquellos cuyas señas ha dado unohace un rato y a quienes detendránesta misma noche. Menos mal quedesfilan a toda prisa, al ritmo de lamúsica, y que no da tiempo a sumar

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esos rasgos.

und Liebe schwören...

Al violinista la voz se le aceleracada vez más; se aferra al violíncon la expresión despavorida de unnáufrago...

Ich liebe jeden...

Los demás dan palmas, palmas,palmas, se les hinchan las mejillas,se les trastorna la mirada,seguramente van a morirse todos de

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una apoplejía...

Ich lüge auch...

El rostro del teniente. Otros diez,otros veinte rostros, a los que ahoras í se les distinguen los rasgos. Losvan a detener dentro de un rato. Escomo si nos estuvieran pidiendocuentas. Durante unos pocosminutos, no nos arrepentimos enabsoluto de haber dado sus señas.Frente a esos héroes que nosexaminan con su mirada limpia,tiene uno incluso la tentación de

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proclamar bien alto la propiacondición de chivato. Pero poco apoco se les va desconchando elbarniz de los rostros, pierden laarrogancia y la estupendacertidumbre q ue l o s iluminaba see xti ngue como una vela queapagasen de un soplo. A uno deellos le corre una lágrima p o r lamejilla. Otro agacha la cabeza y nosecha una mirada triste. Otro nosmira fijamente con estupor como sino se esperase de nosotros algoasí...

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Als ihr bleicher Leib imWasser...

L o s ros tros gi r an, gi r a n muydespacio. A l pasar, nos susurranmansos reproches. Luego, segúnsiguen girando, se les crispan losrasgos, ni siquiera le hacen ya casoa uno, los ojos y las bocas expresanun miedo atroz. Seguramentepiensan en lo que los espera. Hanvuelto a ser esos niños que, en laoscuridad, piden socorro a mamá...

Von den Büchern in die

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grösseren Flüsse...

Nos acordamos de todos losdetalles que tuvieron. Uno nos leíalas cartas de su novia.

Als ihr bleicher Leib imWasser...

Otro llevaba zapatos de cueronegro. Otro se sabía de memoria losnombres de todas las estrellas. ElREMORDIMIENTO. E s o s rostros nodejarán de girar y, a partir de ahora,dormiremos mal. Pero nos vuelve a

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la memoria una frase del teniente:«Los tipos de mi organización son aprueba d e bomba. S i ha c e falta,morirán sin aflojar los dientes.» Asíque tanto mejor. Se les vuelve aendurecer el rostro. Los ojos azuloscuro del teniente. Otras diez,otras veinte miradas cargadas dedesprecio. ¡Si quieren reventar a logrande, que revienten!

Im Flussen mit Rielen has...

E l violinista h a cal lado. Hadejado e l viol ín apoyado en la

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chimenea. Los demás s e apaciguanu n poco. Se adueña de ellos algoasí como una languidez. Serepantigan en el sofá y en lossillones.

–Qué pálido está, hijo mío –susurra el Khédive–. No se dejeimpresionar. Será una redada muylimpia.

Es agradable verse en un balcón,al aire libre, y olvidarse por unmomento de esa habitación en queel aroma de las flores, las charlas yl a música l o mareaban a uno. Una

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no c he d e verano, t a n d u l c e ysilenciosa que parece que gusta.

–Desde luego que tenemos todasl a s apariencias del gangsterismo.L o s hombres a l o s q u e recurro,nuestros métodos brutales, e l hechod e haberle propuesto a usted untrabajo de chivato, a usted que tieneesa carita tan encantadora d e NiñoJesús, todas esas cosas n o aboganen nuestro favor, por desgracia...

Los árboles y el quiosco de laplaza están envueltos en una luzrojiza.

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–Y esa humanidad tan curiosaque gravita alrededor de esto quellamo nuestra «oficina»: tiburonesdel mundo de los negocios, mujeresligeras de cascos, inspectores depolicía destituidos, morfinómanos,dueños de salas de fiestas, o sea,todos esos marqueses, condes,barones y princesas que no están enel Gotha...

Abajo, a lo largo de la acera, unaf i l a d e coches. Los suyos. Sonmanchas oscuras en las sombras dela noche.

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–Todo eso, lo comprendo, puedeimpresionar a un joven bieneducado. Pero –se le pone en la vozun tono rabioso– si se ve esta nocheen compañía de gente tan pocorecomendable es que, pese a esacarita suya de monaguillo... –Muytierno–. Es que somos del mismomundo, señor mío.

La luz de las lámparas del techoles quema el rostro, se lo corroecomo un ácido. Se les queda la carachupada, se les acartona la piel,seguramente las cabezas van a

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llegar a las dimensiones diminutasde esas que coleccionan los indiosjíbaros. Un aroma de flores y decarne ajada. Pronto no quedará detoda esta asamblea más que unasburbujitas que estallarán en lasuperficie de una charca. Ya estánchapoteando en un barro sonrosadoy el nivel sube y sube, hastallegarles a las rodillas. No lesqueda ya mucho rato de vida.

–Se aburre uno aquí –afirmaLionel de Zieff.

–Ya es hora de irse –dice el

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señor Philibert–. Primera etapa:plaza de Le Châtelet. ¡El teniente!

–¿Viene, hijito? –pregunta elKhédive.

Fuera, es la hora deloscurecimiento, como decostumbre. Se reparten al azar enlos automóviles.

–¡Plaza de Le Châtelet!–¡Plaza de Le Châtelet!Las puertas se cierran de golpe.

Arrancan a toda velocidad.–¡No los adelantes, Eddy! –

ordena el Khédive–. Ver a toda esa

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buena gente me sube los ánimos.–¡Y decir que estamos

manteniendo a toda esa panda dejuerguistas! –suspira el señorPhilibert.

–Un poco de indulgencia, Pierre.Ha c e mos buenos negocios conellos. Son nuestros socios. Para lobueno y para lo malo.

Avenida de Kléber. Tocan labocina, sacan los brazos por lasventanillas, los menean, golpean elaire. Hacen eses, derrapan, chocancon poca fuerza. Compiten para ver

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quién se arriesga más, quién metemás bulla en pleno oscurecimiento.Champs-Élysées. Concorde. Callede Rivoli.

–Vamos a un barrio que conozcobien –dice el Khédive–. El de LesHalles, en donde pasé laadolescencia descargando carros deverduras...

Los demás han desaparecido. ElKhédive sonríe y enciende uncigarrillo con el mechero de oromacizo. Calle de Castiglione. Lacolumna de la plaza de Vendôme,

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que se intuye a la izquierda. Plazade Les Pyramides. El automóvilrueda cada vez más despacio, comosi hubiese llegado a lasinmediaciones de una frontera.Pasada la calle de Le Louvre, laciudad parece achatarse de golpe.

–Estamos entrando en «el vientrede París» –comenta el Khédive.

Un olor, insoportable alprincipio, pero al que seacostumbra uno poco a poco, se tepone en la garganta aunque lasventanillas vayan cerradas. Han

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debido de convertir el mercado deLes Halles en matadero.

–«El vientre de París» –repite elKhédive.

E l automóvil s e desliza por losadoquines grasientos. El capó sellena de salpicaduras. ¿Barro?¿Sangre? En cualquier caso, algotibio.

C r u z a mo s e l b u l e v a r deSébastopol y desembocamos en unaamplia explanada. H a n derribadotodas las casas que había en torno ysólo quedan de ellas trozos de

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paredes con jirones de papelpintado. Se intuye, por las huellasque han dejado, el lugar en dondeestaban las escaleras, lasc h i m e n e a s , l o s armariosempotrados. Y l a dimensión de lashabitaciones. E l s i t i o e n dondeestaba l a cama. Aquí había unacaldera. Al l á , u n lavabo. Habíaquienes preferían los papeles deflores; y otros, una imitación de lastelas de Jouy. Creí incluso ver uncromo que se había quedadocolgado de la pared.

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Plaza d e L e Châtelet. E l caféZelly’s en donde el teniente y Saint-Georges han quedado conmigo amedianoche. ¿Qué actitud adoptarécuando se me acerquen? Los demásya se han acomodado e n las mesasc u a n d o entramos el Khédive,Philibert y yo. Se agolpan a nuestroalrededor. Compiten para ser losprimeros en darnos un apretón demanos. Nos agarran, nos abrazan,nos zarandean. Algunos nos cubrenla cara de besos, otros nosacarician la nuca y otros más nos

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tiran cariñosamente de las solapasde la chaqueta. Reconozco a Jean-Farouk de Méthode, a VioletteMorris y a Frau Sultana.

–¿Cómo está? –me preguntaCostachesco.

Nos abrimos paso entre laaglomeración que se ha formado. Labaronesa Lydia me lleva a una mesaen donde están R a c h i d vonRosenheim, P o l s d e Helder, elconde Baruzzi y Lionel de Zieff.

–¿Un poco de coñac? –mepropone Pols de Helder–. Ya no

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hay quien lo encuentre en París; elcuarto de litro cuesta cien milfrancos. ¡Beba!

Me hunde el gollete entre losdientes. Luego, Von Rosenheim meplantifica e n l a boca u n cigarrilloinglés y enarbola u n mechero deplatino con esmeraldas engastadas.Poco a poco va bajando la luz; susademanes y sus voces se difuminane n un a penumbra suave y , e n elacto, con una nitidez extraordinaria,se me aparece el rostro de laprincesa de Lamballe, a quien un

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soldado de la guardia nacional haido a buscar a la cárcel de LaForce: «Levantaos, señora, hay queir a la cárcel de L’Abbaye.» Tengodelante sus picas y s u s muecas.¿ P o r q u é n o gritó «¡VIVA LANACIÓN!» como le pedían? Si unode ellos me araña la frente con lapica: ¿Zieff?, ¿Hayakawa?,¿Rosenheim?, ¿Philibert?, ¿elKhédive?, bastará con esa gotita desangre para que l o s tiburones seabalancen. N o volver a moverme.Gritar cuantas veces quieran:

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«¡VIVA LA NACIÓN !» Desnudarme sie s necesario. ¡Todo l o que digan!U n minuto más, señor verdugo. Atoda costa, Rosenheim me vuelve aplantificar un cigarrillo inglés en laboca. ¿El del condenado a muerte?Por l o visto l a ejecución no es aúnpara esta noche. Costachesco, Zieff,Helder y Baruzzi me dan muestrasd e l a má xi ma amabilidad. Mepreguntan cómo ando de salud.¿Tengo suficiente dinero para misgastos? Desde luego. Por haberentregado al teniente y a todos los

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miembros d e s u organización, mevoy a ganar alrededor de cien milfrancos, con los que me compraréunos cuantos fulares de Charvet yun abrigo de vicuña en previsióndel invierno. A menos que meajusten las cuentas de aquí aentonces. Parece ser que loscobardes mueren siempre de formavergonzosa. El médico me decíaque, antes de morir, todos loshombres se convierten en cajas demúsica y que, durante una fracciónde segundo, se oye la melodía que

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encaja mejor con lo que fueron suvida, su carácter y sus aspiraciones.En unos, es un vals de acordeón; enotros, una marcha militar. Algunohay que maúlla una canción dezíngaros que concluye con unsollozo o un grito de pánico. ParaUSTED, muchacho, será e l ruido deun cubo de basura que alguien, denoche, manda a hacer puñetas a unsol a r. Y h a c e u n r a to , cuandoestábamos cruzando l a explanadaesa, d e l otro lado de l bulevar deSébastopol, pensé: «Aquí concluirá

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tu aventura.» Me acuerdo delitinerario en cuesta pocopronunciada que me condujo a eselugar, uno de los más desolados deParís. Todo empieza en el bosquede Boulogne, ¿te acuerdas? Estásjugando al aro en los prados decésped del Pré Catelan. Pasan losaños, vas siguiendo la avenida deHenri-Martin y te encuentras enTrocadéro. Luego, en la plaza deL’Étoile. Tienes delante unaavenida que flanquean farolesrelumbrantes. Te parece a imagen y

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semejanza del porvenir: colmada dehermosas promesas, como sueledecirse. La embriaguez te deja sinaliento en los umbrales de esta víamagna, pero sólo e s l a avenida deLes Champs-Élysées, son sus barescosmopolitas, sus fulanas de lujo ye l Claridge, caravasar por dondeanda suelto el fantasma de Stavisky.Tristeza del Lido. Esas etapasconsternadoras que son elFouquet’s y el Colisée. Todo estabatrucado de antemano. En la plaza deLa Concorde, luces zapatos de

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lagarto, una corbata de lunaresblancos y cara de gigoló de pocamonta. Tras dar un rodeo por elbarrio Madeleine-Opéra, tan vilcomo Les Champs-Élysées,prosigues con tu itinerario y eso queel médico llama tu DES-COM-PO-SI-CIÓN MO-RAL bajo los soportales del a c a l l e d e Rivol i . Continental,Meurice, Saint-James & Albany, endonde desempeño el oficio de ratad e hotel . L a s cl ientas r i c a s meh a c e n s u b i r a v e c e s a sushabitaciones. De madrugada,

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rebusco en sus bolsos y les robounas cuantas joyas. Más allá,Rumpelmayer y sus aromas decarnes ajadas. Las mariconas a lasque atacan de noche, para robarleslos tirantes y la cartera, en losjardines d e L e Carrousel. Pero depronto l a vi s ión s e vuelve másnítida: ahora me hallo, bienabrigado, en el vientre de París.¿Dónde está exactamente lafrontera? Basta con cruzar la callede Le Louvre o la plaza de LePalais-Royal. Te adentras, camino

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de Les Halles, por callejuelasmalolientes. El vientre d e París enuna jungla c o n zigzags d e neonesmulticolores. En torno, banastas dehortalizas volcadas y sombras queacarrean gigantescos cuartos debúfalo. Unas cuantas caras lívidas ye x a g e r a d a m e n t e maquilladasasoman un momento y, luego,desaparecen. A partir de ahora,todo es posible. Te contratarán paralas tareas más bajas antes deajustarte las cuentas de formadefinitiva. Y si consigues escapar –

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mediante una última treta, unaúltima cobardía– d e t o d a esamuchedumbre d e pescaderas y decarniceros agazapados en lasombra, irás a morir a pocadistancia, del otro lado del bulevarde Sébastopol, en el centro d e esaexplanada. De ese solar. Ya lo dijoe l médico. Has llegado a l final det u itinerario y n o puedes y a darmarcha atrás. Demasiado tarde. Yano circulan los trenes. Aquellospaseos nuestros d e l o s domingospor el primer cinturón de cercanías,

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esa línea d e ferrocarril que y a nofunciona...

S i gui endo e s e r eco r r i do ledábamos la vuelta a París. Porte deClignancourt. Bulevar de Pereire.Porte Dauphine. M á s al lá, Javel.Habían convertido l a s estacionesdel trayecto en almacenes o encafés. Algunas las habían dejado talcual y podía imaginarme quepasaría un tren de un momento aotro, pero el reloj llevaba cincuentaaños marcando l a mi s ma hora.Siempre m e inspi ró u n a ternura

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particular la estación de Orsay.Hasta el punto de quedarme aúnesperando en ella los largos trenespullman azul cielo que lo llevaban auno a la Tierra Prometida. Como nollega ninguno, cruzo e l puente deSolferino silbando entre dientes unajava. Luego, saco de la cartera lafoto del doctor Ma r c e l Petiot,pensativo, e n e l banquillo d e losacusados, y, detrás de él, todos esosmontones de maletas: esperanzas,proyectos truncados, y e l juez,señalándolos, me pregunta: «Dime,

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tú , ¿qué hiciste con t u juventud?»,mientras mi abogado (mi madre enel presente caso, porque nadie haaceptado el encargo de defenderme)intenta convencerlo, a él y a losmiembros del jurado, de que, «noobstante, yo era un chico queprometía», «un chico ambicioso»,uno de esos chicos de los que sedice: «Va a tener un buenporvenir.» Prueba de ello, señorjuez, es que esas maletas que tienedetrás s o n d e excelente calidad.Cuero de Rusia, señor juez. Qué

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más me dará a mí, señora, lacalidad de esas maletas si nunca sefueron de viaje. Y todos mecondenan a muer te . E s t a nochet i e ne s q u e acostarte temprano.M a ñ a n a e s d í a d e muchomovimiento en el burdel. Que no sete olviden las cosas para pintarte yla barra de labios. Ensaya una vezdelante del espejo: los guiños quehagas tienen que ser suaves como elterciopelo. Darás con muchosmaniacos que te pedirán las cosasmás inverosímiles. Les tengo miedo

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a esos viciosos. Si los dejodescontentos, me liquidarán. ¿Porqué no gritó «¡VIVA LA NACIÓN !»?Y o l o r epe ti r í a t a n t o cuantoquisieran. Soy la puta más dócil detodas.

–Pero beba, beba –me dice Zieffcon voz suplicante.

–¿Un poco de música? –proponeViolette Morris.

El Khédive se me acercasonriente.

–El teniente llegará dentro dediez minutos. Salúdelo como si no

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pasara nada.–Una canción sentimental –pide

Frau Sultana.–¡SEN-TI-MEN-TAL! –vocifera la

baronesa Lydia.–Luego, intente que salga del

café.–Negra noche, por favor –pide

Frau Sultana.–Para que podamos detenerlo

con más facilidad. Luego iremos adetener a los otros en sus casas.

–Five Feet Two –dice haciendomelindres Frau Sultana–. Es la

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canción que más me gusta.– U n a e s tupe nd a r e d a d a en

perspectiva. L e agradezco lainformación, hijito.

–¡De eso nada! –anuncia VioletteMorris–. ¡Quiero oír SwingTroubadour!

Uno de los hermanosChapochnikoff le da vueltas a lamanivela de la gramola. El discoestá rayado. Da la impresión de quela voz del cantante va a quebrarsede un momento a otro. VioletteMorris lleva el compás, susurrando

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la letra:

Mais ton amie est en voyage, pauvre Swing Troubadour...1

E l teniente. ¿ E r a u n a ilusióndebida a m i tremendo cansancio?Algunos días lo oía tutearme. Se lehabía volatilizado la arrogancia yse le aflojaban los rasgos de lacara. Sólo tenía ya delante a unaseñora muy vieja que me mirabacon ternura.

Et cueillant des roses

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printanières tristement elle fit unbouquet...2

Se adueñaban de él un cansancioy un desvalimiento, como si cayeraen la cuenta de repente de que nopodía hacer nada por mí. Repetía:«Tu corazón de modistilla,modistilla, modistilla...»Seguramente quería decir que yo noera «un mal tipo» (era una de susexpresiones). En momentos asíhabría querido darles las gracias

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por la amabilidad que medemostraba, él que solía ser tanseco, tan autoritario, pero no dabacon las palabras. Al cabo de unmomento, conseguía balbucir: «Elcorazón se me quedó enBatignolles», y deseaba que aquellafrase le revelase mi auténtica formade ser: la de un muchacho bastantesencillo, emotivo no-activo-secundario y que no tiene ni pizcade maldad.

Pauvre Swing Troubadour

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Pauvre Swing Troubadour...

El disco se ha parado.–¿Un Martini seco, joven? –me

pregunta Lionel de Zieff.Los demás se me acercan.

–¿Otro mareo? –me pregunta elconde Baruzzi.

–Lo veo muy pálido.–¿Y si lo sacamos para que le dé

el aire? –propone Rosenheim.No me había fijado en la foto de

gran tamaño de Pola Negri que haydetrás de la barra. No mueve los

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labios, los rasgos del rostro soninexpresivos y cargados deserenidad. Contempla e s ta escenac o n i ndi fe r enc i a . L a copiaamarillenta la hace parecer aún máslejana. Pola Negri no puede hacernada por mí.

El teniente. Entró en el caféZelly’s con Saint-Georges a eso del a s d o c e d e l a no c he , comohabíamos quedado. Todo sucediómuy deprisa. Les hago una seña conla mano. No me atrevo a mirarlos alos ojos. Los saco del café. El

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Khédive, Gouari y Vital-Léca losrodean en el acto, empuñando unrevólver. En ese momento los miroa los ojos, de frente. Mecontemplan primero con pasmo y,luego, con algo así como undesprecio regocijado. CuandoVital-Léca se les acerca con lasesposas, se sueltan y corren hacia elbulevar. E l Khédive dispara tresveces. Se desploman e n la esquinade la plaza y de la avenida Victoria.

Detuvieron durante la siguientehora a:

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Corvisart: avenida de Bosquet, 2;Pernety: calle de Vaugirard, 172;Jasmin: bulevar de Pasteur, 83;Obligado: calle de Duroc, 5;Picpus: avenida de Félix-Faure,

17;Marbeuf y Pelleport: avenida de

Breteuil, 28.Yo llamaba a la puerta en todas

las ocasiones y, para que nodesconfiaran, les daba mi nombre.

Duermen. Coco Lacour ocupa elcuarto más grande de la casa. Heacomodado a Esmeralda en una

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habitación azul que, sin duda, era lade la hija de los dueños. Éstos sefueron de París en junio «a raíz delos acontecimientos». Volveráncuando se restablezca el ordenanterior, ¿quién sabe?, cuandollegue la estación próxima... y nosecharán de su palacete. Confesaréante el tribunal que me había metidocon fractura en aquella vivienda. ElKhédive, Philibert y los demáscomparecerán al tiempo que yo. Elmundo habrá recuperado loscolores habituales. París se llamará

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otra vez la Ciudad Luz y el públicode la sesión del tribunal de locriminal oirá, metiéndose el dedoen la nariz, la enumeración denuestros crímenes: chivatazos,palizas, robos, asesinatos, tráficosde todo tipo, hechos que en elmomento en que escribo están a laorden del día. ¿Quién querrá acudira testimoniar a mi favor? El fuertede Montrouge una mañana dediciembre. El pelotón de ejecución.Y todas las cosas horribles queescribirá acerca de mí Madeleine

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Jacob. (No las leas, mamá.) Fuerecomo fuere, mis cómplices mematarán antes de que la Ética, laJusticia y lo Humano hayan vuelto aasomar a plena luz paraconfundirme. Querría dejar algunosrecuerdos; al menos transmitirle ala posteridad los nombres de CocoLacour y de Esmeralda. Esta noche,velo p o r el los, pe r o ¿por cuántotiempo aún? ¿Qué será de ellos sinmí? Fueron mis únicos compañeros.Dulces y silenciosos como gacelas.Vulnerables. Recuerdo que recorté

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en una revista la foto de un gato alque acababan de salvar de morirahogado. Con el pelo empapado ychorreando lodo. Llevaba, apretadaal cuello, una cuerda en cuya puntaiba atada una piedra. No hubonunca mirada que me pareciera másbondadosa que la suya. CocoLacour y Esmeralda se le parecen.Que no se me interprete mal: no soyde la Sociedad Protectora deAnimales ni de la Liga de losDerechos Humanos. ¿Qué hago?Camino por una ciudad desolada.

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Por la noche, a eso de las nueve, sesume en el toque de oscurecimiento,y el Khédive, Philibert y los demásforman una ronda a mi alrededor.Los días son blancos y tórridos.Tengo que encontrar un oasis s i noquiero palmarla: el amor que lestengo a Coco Lacour y a Esmeralda.Supongo que el propio Hitler sentíala necesidad d e descansaracar iciando a s u p e r r o . LOSPROTEJO. Quien quiera hacerlesdaño tendrá que vérselas conmigo.Palpo el revólver con silenciador

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que me ha dado el Khédive. Tengolos bolsillos atiborrados de dinero.Llevo uno de los másesplendorosos apellidos de Francia(lo he robado, pero eso da igual enestos tiempos). Peso noventa y ochokilos en ayunas. Ojos de terciopelo.Un muchacho que «prometía». Pero¿qué prometía? Todas las hadas seinclinaron sobre mi cuna. Seguroque estaban bebidas. Se estánustedes enfrentando a un rivaltemible. Así que ¡NO LES PONGAN LAMANO ENCIMA! Me los encontré por

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primera vez en el metro de Grenelley me di cuenta de que un ademán, unsoplo bastarían para quebrarlos.Me pregunto por qué milagroestaban allí, vivos aún. Me acordédel gato que se había salvado demorir ahogado. El gigante pelirrojoy ciego se llamaba Coco Lacour; laniñita –o la viejecita–, Esmeralda.A n t e s e s o s d o s s e r e s sentícompasión. Me invadía una mareaagria y violenta. Luego, con laresaca, me llegó un vértigo:empujarlos a la vía del metro. Tuve

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que clavarme las uñas en laspalmas de las manos y agarrotar losmúsculos. Se me volvió a tragar lamarea y el romper de las olas eratan dulce que me dejé llevar, conlos ojos cerrados.

Todas las noches, abro a mediasla puerta de su cuarto, lo másdespacio posible, y los mirodormir. Noto el mismo vértigo quela primera vez: sacarme el revólvercon silenciador del bolsillo ymatarlos. Cortaré la última amarray llegaré a ese Polo Norte en donde

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no queda ya ni siquiera el recursode las lágrimas para endulzar lasoledad. Se congelan en la punta delas pestañas. Una pena seca. Unosojos abiertos de par en par paramirar una vegetación árida. Si aúndudo en librarme de ese ciego y deesa niñita –o de esa viejecita–,¿traicionaré al menos al teniente?Tiene en contra el valor, laseguridad en sí mismo y laarrogancia en que arropa el mínimoademán. Me exasperan sus ojosazules y de mirada sin rodeos.

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Pertenece a la fastidiosa categoríade los héroes. No obstante, nopuedo evitar verlo con los rasgosde una señora muy anciana eindulgente. No me tomo a loshombres en serio. Algún día,acabaré por contemplarlos a todos–y a mí también– con la mismamirada que clavo ahora en CocoLacour y Esmeralda. Los másduros, los más orgullosos meparecerán tullidos a quienes hayque proteger.

Juraron la habitual partida de

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mahjong en el salón antes de irse ala cama. La lámpara arrojaba unaluz suave sobre las estanterías delibros y el retrato de tamaño naturaldel señor de Bel-Respiro. Movíandespacio las figuritas del juego.Esmeralda inclinaba la cabeza yCoco Lacour se mordisqueaba elíndice. En torno, el silencio. Cerrélas contraventanas. Coco Lacour sequeda dormido enseguida. AEsmeralda le da miedo laoscuridad, así que siempre le dejola puerta entornada y el pasillo

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encendido. Le leo durante un cuartode hora más o menos. Casi siempreuna obra que encontré en la mesillade su cuarto cuando tomé posesiónde este palacete: Cómo educar anuestras hijas de la señora de LéonDaudet. «Ante el armario de la ropablanca es donde la niña empezará,esencialmente, a adquirir laconciencia seria de los asuntos delhogar. Pues ¿no es acaso el armariode la ropa blanca la másimpresionante representación d e las e gur i d a d y l a estabilidad

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familiares? Tras sus recias puertas,vense e n fi la l as pilas d e sábanasl i m p i a s , l o s mantelesdamasquinados, las servilletas biendobladas; nada resulta, desde mipunto de vista, más sedante que unbuen armario de ropa blanca...»Esmeralda se ha quedado dormida.Desgrano unas cuantas notas en elpiano del salón. Me apoyo contra laventana. Una plaza tranquila, deesas que encontramos en el distritoXVI. Las hojas d e l o s árbolesacarician el cristal. No me costaría

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creer que la casa es mía. Lasestanterías de libros, las lámparasde pantalla rosa y el piano se hanvuelto objetos familiares. Megustaría cultivar las virtudesdomésticas, como me lo aconseja laseñora de Léon Daudet, pero no meva a dar tiempo.

Los dueños volverán un día deéstos. Lo que más pena me da esque echarán a Coco Lacour y aEsmeralda. No me compadezco demí. Los únicos sentimientos que memueven son: el Pánico (por cuya

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culpa caeré en mil cobardías) y laCompasión por mis semejantes:aunque me asustan las muecas quehacen, pese a todo me parecen muyenternecedores. ¿Pasaré el inviernoentre esos maniacos? Tengo malacara. Estas idas y venidas continuasdel teniente al Khédive y delKhédive al teniente son agotadoras.Querría tener contentos a un tiempoa unos y a otros (para que seanclementes conmigo) y ese doblejuego requiere una resistencia físicade la que yo carezco. Así que me

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entran de golpe ganas de llorar. Midespreocupación cede el sitio a eseestado que los judíos inglesesllaman nervous break down. Voyhaciendo eses por un laberinto dereflexiones y llego a la conclusiónde que todas esas personasrepartidas en dos clanesenfrentados se han coaligado ensecreto para perderme. El teniente yel Khédive son la misma persona yyo no soy sino una mariposaespantada que va de una lámpara aotra y se abrasa las alas cada vez un

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poco más.Esmeralda llora. Iré a consolarla.

Las pesadillas que tiene son cortasy se volverá a quedar dormidaenseguida. Esperaré al Khédive, aPhilibert y a los demás jugando almahjong. Repasaré una vez mástoda la situación. Por una parte, loshéroes «agazapados en la sombra»:el teniente y los arrojados alumnosde Saint-Cyr que componen suestado mayor. Por la otra, elKhédive y los gángsters que lorodean. Y yo, de acá para allá entre

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l o s d o s b a nd o s y con unasambiciones, la verdad, la mar demo d e s t a s : BARMAN en unahospedería de los alrededores deParís. Una portalada, un paseo degrava. Un parque alrededor y unatapia. Cuando el tiempo estuvieraclaro, se vería desde las ventanasdel tercer piso cómo barría elhorizonte el haz de luz de la TorreEiffel.

Barman. Uno se acostumbra. Haya quien le duele. Sobre todo allápor los veinte años, cuando se creía

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que lo estaba esperando un destinomás brillante. A mí no. ¿En quéconsiste? En preparar cócteles. Elsábado por la noche, los pedidosllegan a ritmo acelerado. Gin-fizz.Alexandra. Dame-Rose, Irishcoffee. Una corteza de limón. Dosponches martiniqueses. Losclientes, cada vez más numerosos,le tienen puesto sitio a la barra trasla que yo manipulo los líquidos concolores de arco iris. No hacerlesesperar. Me da miedo que se meechen encima en cuanto me

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descuide mínimamente. Si les llenoel vaso con rapidez es paramantenerlos a distancia. No meentusiasman los contactos humanos.¿Porto Flip? Lo que quieran.Escancio los licores. Una formacomo cualquier otra de protegernosde nuestros semejantes y, ¿por quéno?, de librarnos de ellos.¿Curasao? ¿Marie Brizard? Se lescongestiona el rostro. Trastabillan ydentro de un rato se desplomarán,borrachos como cubas. De codos enla barra, miraré cómo duermen. Ya

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no podrán hacerme daño. Silencio,por fin. Y yo siempre corto deresuello.

A mi espalda, las fotos de HenriGarat, de Fred Bretonnel y de otrascuantas estrellas más de antes de laguerra, cuyas sonrisas ha velado eltiempo. Al alcance de la mano, unnúmero de L’Illustration dedicadoal paquebote Normandie. El grill-room y los puentes traseros La salade juego de los niños. El salón defumar. El Gran Salón. La fiesta quedieron el 25 de mayo para recaudar

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fondos para la obra de asistencia amarinos y presidía la señoraFlandin. Todo eso ya se fue a pique.Ya estoy acostumbrado. Si ya iba abordo del Titanic cuando naufragó.Las doce la noche. Escuchocanciones antiguas de CharlesTrenet:

... Bonsoir,jolie madame...

El disco está rayado, pero no mecanso de oírlo. A veces pongo otroen el gramófono:

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Tout est fini, plus deprom’nadesplus de printemps, SwingTroubadour...1

La hospedería, como si fuera unbatiscafo, encalla en el centro deu n a c i u d a d s ume r gi d a . ¿LaAtlántida? Van resbalando unosahogados por el bulevarHaussmann.

...Ton destin,Swing Troubadour...1

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En el Fouquet’s siguen alrededord e las mesas. A la mayoría no lesqueda ya casi apariencia humana.Apenas si se les vislumbran lasvísceras bajo jirones de ropamulticolor. En la estación de Saint-Lazare, e n e l vestíbulo de tránsito,los cadáveres van a la deriva engrupos compactos y veo otros queasoman por las puertas de los trenesde cercanías. E n l a c a l l e deAmsterdam, sa l en d e l a s a l a defiestas Monseigneur, verdosos, peromucho mejor conservados q ue los

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anteriores. Sigo c o n m i itinerario.ÉlyséeMontmartre. Magic-City. ElParque d e Atracciones. El Rialto-Dancing. Diez mil, cien milahogados, con ademanesinfinitamente lánguidos, como lospersonajes de una película a cámaralenta. El silencio. A veces rozan elbatiscafo y pegan el rostro al ojo debuey: ojos apagados, bocasentreabiertas.

... Swing Troubadour...

No podré volver a subir a la

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superficie. El aire se enrarece, lasluces de la barra vacilan y meencuentro en la estación deAusterlitz en verano. La gente se vahacia el Sur. Se empujan en lastaquillas de las líneas de largorecorrido y suben a vagones condestino a Hendaya. Cruzarán lafrontera española. Nunca más losvolverá a ver nadie. Algunos seestán paseando aún por los andenes,pero van a volatilizarse de unmomento a otro. ¿Retenerlos? Meencamino hacia el oeste de París.

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Châtelet, Palais-Royal, Plaza de LaConcorde. El cielo es demasiadoazul, las frondas de los árbolesdemasiado tiernas. Los jardines deLes ChampsÉlysées parecen unaestación termal.

En la avenida de Kléber, giro ala izquierda. Glorieta de Cimarosa.Una plaza tranquila de esas queencontramos en el distrito XVI. Yano usan el quiosco de música y a laestatua d e Toussaint-Louverture laroe una lepra gris. El palacete del 3bis era antaño de los señores de

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Bel-Respiro. Dieron el 13 de mayode 1897 un baile persa en el que elhijo del señor de Bel-Respirorecibía a los convidados vestido derajá. Aquel joven murió al díasiguiente en el incendio del Bazarde Caridad. A la señora de Bel-Respiro le gustaba la música y,sobre todo, el Rondó del adiós deIsidore de Lara. El señor de Bel-Respiro pintaba en sus ratos deocio. No me queda más remedioque contar estos detalles, puestoque a todo el mundo se le han

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olvidado.El mes de agosto en París trae

consigo la afluencia de losrecuerdos. El sol, las avenidasvacías, el murmullo de loscastaños... Me siento en un banco ycontemplo la fachada de ladrillo ypiedra. Las contraventanas llevanmucho cerradas. En el tercer pisoestaban los cuartos de Coco Lacoury d e Esmeralda. Y o ocupaba eldesván de la izquierda. En el salón,u n autorretrato d e tamaño naturaldel señor de Bel-Respiro, con

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uniforme de espahí. Yo me quedabam u c h o s m i n u t o s mirándolef i j a me n t e l a c a r a y lascondecoraciones. Legión de Honor.Cruz del Santo Sepulcro. Danilo deMontenegro. Cruz de San Jorge deRusia. Torre y espada de Portugal.Me había aprovechado de laausencia de aquel hombre parainstalarme en su casa. La pesadillaacabará, e l señor d e Bel-Respirovolverá y nos echará, me decía yomientras torturaba a aquel pobrehombre que manchaba de sangre la

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alfombra de La Savonnerie.Pasaban cosas muy curiosas en el 3bis en los tiempos en que yo vivíaallí. Algunas noches, medespertaban gritos de dolor e idas yvenidas en la planta baja. La vozdel Khédive. La de Philibert. Yomiraba por la ventana. Metían aempujones a dos o tres sombras enunos coches que estaban aparcadosdelante del palacete. Cerraban laspuertas de golpe. Un ruido de motorcada vez más lejano. El silencio.No podía volver a dormirme.

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Pensaba en el hijo del señor deBel-Respiro y en su espantosamuerte. Seguro que n o l o habíaneducado p a r a e s o . D e l a mismaforma que la princesa de Lamballese habría quedado muy asombradasi le hubieran descrito su asesinatocon unos cuantos años deantelación. ¿Y yo? ¿Quién iba aprever que me convertiría en elcómplice de una banda detorturadores? Pero bas taba conencender l a lámpara y ba j a r alsalón, para que las cosas

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recuperasen su aspecto anodino.Allí seguía el autorretrato del señorde Bel-Respiro. El perfume deArabia que usaba la señora de Bel-Re s p i r o h a b í a impregnado lasparedes y lo mareaba a uno. Laseñora de la casa sonreía. Yo era suhijo, el teniente de navío Maximed e Bel-Respiro, q u e e s ta ba depermiso y asistía a u n a de esasveladas que reunían en el 3 bis aartistas y políticos: Ida Rubinstein,Gaston Calmette, Frédéric deMadrazzo, Louis Bathou, Gauthier-

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Villars, Armande Cassive, Bouffed e Saint-Blaise, Frank L e Harivel,José d e Strada, Mery Laurent, laseñorita Mylo d’Arcille. Mi madretocaba al piano el Rondó del adiós.D e repente, m e fi j aba e n unasgotitas de sangre en la alfombra deLa Savonnerie. Estaba volcado unode los sillones Luis XV: elindividuo que gritaba hacía un ratodebía d e haber forcejado mientrasle daban una paliza. Al pie de laconsola, un zapato, una corbata, unaestilográfica. En condiciones tales

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de nada valía andar evocando pormás tiempo la deliciosa reunión del3 bis. La señora de Bel-Respirohabía salido de la estancia. Yointentaba que no se fueran losconvidados. José de Strada, queestaba recitando u n fragmento deLas abejas d e oro, s e interrumpía,petrificado. L a señorita d e Mylod’Arcille se había desmayado. Ibana asesinar a Barthou. También aCalmette. Bouffe d e Saint-Blaise yGauthierVillars habíandesaparecido. Frank Le Harivel y

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Madrazzo no eran ya sino dosmariposas espantadas. IdaRubinstein, Armande Cass i ve yM e r y L a u r e n t s e volvíantransparentes. M e quedaba solo,ante e l autorretrato d e l señor deBel-Respiro. Tenía veinte años.

F u e r a , e l t o q u e deoscurecimiento. ¿ Y s i volvían elKhédive y Philibert con susautomóviles? Desde luego, no valíayo para vivir en una época tantenebrosa. Me pasaba, hasta queamanecía, registrando, para

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tranquilizarme, todos los armariosde la casa. El señor de Bel-Respirose había dejado, al marchar, uncuaderno rojo en donde anotaba susrecuerdos. Lo leí y l o volví a leermuchas veces durante esas nochesen vela. «Frank Le Harivel vivía enel 8 de la calle de Lincoln. Haquedado olvidado ese cumplidocaballero cuya silueta les era antesfamiliar a quienes deambulaban porel paseo de Les Acacias...» «Laseñorita Mylo d’Arcille, una jovenmuy atractiva a quien quizá

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r ecue r den a ú n q ui e ne s fueronaficionados a nues tros antiguosmusic-halls...» «¿Era José deStrada, el “eremita de La Muette”,u n genio ignorado? H e a q uí unapregunta que ya no le interesa anadie.» «Aquí murió sola y en lamiseria Armande Cassive...» Aquelhombre tenía el sentido de loefímero. «¿Quién recuerda aún aAlec Carter, el brillante jockey? ¿Ya Rita del Erido?» La vida esinjusta.

En los cajones, dos o tres fotos

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amarillentas, cartas viejas. Un ramode flores secas encima del secreterde la señora de Bel-Respiro.Dentro de un baúl que no se habíallevado, varios vestidos d e Worth.Una noche me puse el más bonito,de tul de seda azul con tul ilusión yuna guirnalda de campanillas decolor de rosa. No siento la mínimaafición a travestirme, pero en aquelmomento me parecía tan mísera misituación y era tanta mi soledad quequise cobrar ánimos haciendo galade una frivolidad extremada.

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Delante d e l espejo veneciano delsalón (me había puesto en la cabezaun sombrero Lamballe en dondeiban mezclados flores, plumas yencajes), m e entraron d e verdadmuchas ganas de reírme. Losasesinos aprovechaban el toque deoscurecimiento. Ti e ne us te d quefingir q ue les sigue el juego, mehabía dicho el teniente; pero sabíamuy bien que antes o después mevolvería cómplice suyo. ¿Por quéme abandonó entonces? A un niñono se lo deja solo en la oscuridad.

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Al principio le tiene miedo; seacostumbra y acaba por olvidarsedefinitivamente del sol. París novolvería a llamarse nunca má s laCiudad Luz; yo llevaba un vestido yun sombrero que me habríaenvidiado Émilienne d’Alençon ypensaba en la ligereza, en laindolencia con que vivía. El Bien,la Justicia, la Felicidad, laLibertad, el Progreso requerían unesfuerzo excesivo y una mente másquimérica que la mía, ¿verdad?Mientras pensaba estas cosas,

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empecé a maquillarme. Usé losproductos de la señora de Bel-Respiro, kohl y serkis, ese coloreteque –a lo que dicen– devuelve a lapiel de las sultanas el toqueaterciopelado de l a juventud. Llevél a conciencia profesional hasta elextremo de salpicarme la cara conlunares en forma de corazón, deluna o de cometa. Y luego, parapasar el tiempo, esperé, hasta lamadrugada, el apocalipsis.

Las cinco de la tarde. Vuelca elsol sobre la plaza densas capas de

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silencio. Me ha parecidovislumbrar una sombra detrás de laúnica ventana que no tiene cerradaslas contraventanas. ¿Quién sigueviviendo en el 3 bis? Llamo.Alguien baja las escaleras.Entornan la puerta. Una anciana. Mepregunta qué quiero. Visitar la casa.Me contesta con tono seco que esimposible en ausencia de losdueños. Luego cierra. Ahora meestá observando, con la frentepegada al cristal de la ventana.

Avenida d e Henri-Martin. Los

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primeros paseos del bosque deBoulogne. Lleguemos hasta el lagoInferior. Iba muchas veces a la islacon Coco Lacour y Esmeralda. Yapor entonces iba en pos de mi ideal:contemplar a distancia –desde lamayor distancia posible– a loshombres, su actividad frenética, susferoces tejemanejes. La isla meparecía un lugar adecuado, con susprados d e césped y su quioscochino. Unos cuantos pasos más. ElPré Catelan. Vinimos aquella nocheen que denuncié a todos los

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miembros de la organización. ¿Ofue en La Grande Cascade? Laorquesta tocaba un vals criollo. Elanciano y la anciana de la mesa deal lado... Esmeralda estaba tomandouna granadina, Coco Lacour fumabasu puro de siempre... El Khédive yPhilibert no iban a tardar enacosarme a preguntas. Una ronda ami alrededor, cada vez más veloz,cada vez más ruidosa, y acabaríapor ceder para que me dejasen enpaz. En lo que llegaba aquello,aprovechaba esos minutos de

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tregua. Él sonreía. Ella hacíapompas con la paja... Vuelvo averlos como en un daguerrotipo. Hapasado el tiempo. Si no escribierasus nombres: Coco Lacour,Esmeralda, no quedaría ya rastroalguno de su paso por este mundo.

Un poco más allá, al oeste, LaGrande Cascade. Nunca íbamosmás allá: unos centinelascustodiaban el puente de Suresnes.Debe de tratarse de un mal sueño.Todo está tan tranquilo ahora por elpaseo a la orilla del agua. Desde

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una chalana me ha dicho holaalguien con el brazo... Me acuerdode la tristeza que me entraba cuandollegábamos hasta aquí. Imposiblecruzar el Sena. Había que volver aadentrarse e n e l bosque. M e dabacuenta d e que éramos la presa enuna montería y de que acabarían pordesemboscarnos. N o funcionabanlos trenes. Una lástima. Me habríagustado despistarlos de una vezpara siempre. Irme a Lausana, a unp a í s n e u t r a l . C o c o Lacour,Esmeralda y yo n o s paseamos

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siguiendo l a orilla del lago Lemán.En Lausana, ya no le tenemos miedoa nada. Está acabando una hermosatarde de verano, como hoy. Bulevarde la Seine. Avenida de Neuilly.Puerta de Maillot. Tras salir delbosque, a veces hacemos unaparada en el Parque de Atracciones.A Coco Lacour le gustaban losjuegos de pelota y la galería deespejos deformantes. Nos subíamosen el gusano loco «Siroco», quegiraba cada vez más deprisa. Lasrisas, la música. Una barraca con el

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siguiente letrero luminoso: «ELASESINATO DE LA PRINCESA DELAMBALLE». Había una mujerechada. Encima de la cama, unadiana roja en la que los aficionadosintentaban acertar a tiros derevólver. Cada vez que daban en elblanco, la cama basculaba y lamuj e r s e c a í a , gr i tando. Otrasa tr a c c i o ne s sangrientas. Todoaquello no era para nuestra edad yteníamos miedo, como tres niños aquienes hubieran abandonado enmedio de una feria infernal. ¿Quéqueda de tanto frenesí, de tanto

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barullo, de tantas violencias? Unaexplanada vacía lindante con elbulevar Gouvion-Saint-Cyr.Conozco el barrio. Viví hacetiempo en él. En la plaza de LesAcacias. Una habitación en el sextopiso. En aquel tiempo todo iba apedir de boca: tenía dieciocho añosy cobraba, merced a unadocumentación falsa, un retiro de lamarina. Nadie p a r e c í a quererme te r s e c o nmi go . M u y pocoscontactos: mi madre, unos cuantosperros, dos o tres ancianos y Lili

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Marlene. Pasaba las tardes leyendoo paseando. Me dejaba asombradola petulancia de la gente de miedad. Aquellos chicos corrían alencuentro con la vida. Con los ojosbrillantes. Yo m e decía q ue valíam á s n o ha c e r s e notar. Unaextremada modestia. Ternos decolores neutros. Tal era mi opinión.Plaza de Pereire. Por la noche,cuando hacía bueno, me sentaba enla terraza del Royal-Villiers.Alguien que estaba en la mesa de allado me sonrió. ¿Un cigarrillo? Me

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alargó u n a cajetilla d e l a marcaKhédive y empezamos a charlar.Dirigía, con un amigo, una agenciade policía privada. Ambos mepropusieron que entrase a suservicio. Mi mirada cándida y mismodales d e buen chico les habíangustado. Me hice cargo de losseguimientos. Luego me destinarona ta r e a s ser i as : investigaciones,búsquedas de todo tipo, misionesconfidenciales. Tenía un despachopara mí solo e n los locales d e laagencia, en el 177 de la avenida de

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N i e l . M i s j e fe s n o e r a n nadarecomendables: Henri Normand,apodado «el Khédive» (porquefumaba cigarrillos de esa marca),tenía antecedentes penales; PierrePhilibert era un inspector jefedestituido. Caí en l a cuenta d e quem e enca r gaban t a r e a s «pocoacordes con la ética». Sin embargo,no se me pasó ni un segundo por lacabeza l a posibilidad d e dejar eseempleo. E n mi despacho de laavenida de Niel tomaba concienciade mis responsabilidades: ante todo

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garantizarle las comodidadesmateriales a mamá, que se hallabaen muy mala situación. Lamentabahaber descuidado hasta entonces mipapel de sostén de l a familia, peroa ho r a q u e e s ta b a trabajando ycobraba un sueldo elevado iba a serun hijo irreprochable.

Avenida de Wagram. Plaza deLes Ternes. A la izquierda, lacervecería Lorraine, en donde habíaquedado con él. Le estabanhaciendo un chantaje y contaba connuestra agencia para salir del paso.

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Ojos de miope. Le temblaban lasmanos. Me preguntó,tartamudeando, si tenía «lospapeles». Le contesté que sí convoz muy suave, pero que tenía quedarme 20.000 francos. En efectivo.Luego ya veríamos. Nos volvimos av e r a l d í a siguiente en e l mismositio. Me alargó un sobre. Lacantidad era la indicada. En vez deentregarle «los papeles», melevanté y me largué a toda prisa. Telo piensas antes de recurrir acomportamientos así y luego te

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acostumbras. Mis jefes me dabanuna comisión d e l di ez p o r cientocuando llevaba asuntos como éste.Por la noche, le llevaba a mamáorquídeas a espuertas. Lepreocupaba verme con tanto dinero.A lo mejor intuía que estabadesperdiciando la juventud porunos cuantos billetes de banco.Nunca me preguntó nada alrespecto. Le temps passe très vite,

et les années vous quittent.Un jour on est un grand

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garçon...1

Habr í a preferido dedicarme auna causa más noble que la de esapseudoagencia de policía privada.Me habría gustado la medicina,pero las heridas y el aspecto de lasangre me ponen malo. En cambio,tolero muy bien la fealdad moral.Como soy de natural desconfiado,estoy acostumbrado a considerar al a gente y l a s cosas p o r e l ladomalo para que no me pillen porsorpresa. Me sentía, pues,

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completamente a gusto en laavenida de Niel en donde no sehablaba más que de chantajes, deabusos de confianza, de robos, deestafas y de todo tipo de tráficos, yen donde recibíamos a clientes queper tenecían a u n a humanidadenfangada. (En esto último, misjefes no tenían nada queenvidiarles.) Sólo había unelemento positivo: ganaba, como yahe dicho, un sueldo muy bueno. Esalgo que valoro. Fue en el Monte dePiedad de la calle de Pierre-Charon

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(donde íbamos c o n frecuencia mimadre y yo. No nos querían aceptarnuestras joyas d e pacotilla) dondedecidí de una vez por todas que lapobreza me fastidiaba. Habrá quienpiense que carezco d e ideales. Alprincipio era de alma muy inocente.Es cosa que se pierde por elcamino. Plaza d e L’Étoile. Lasnueve d e l a noche. Los faroles deLes Champs-Élysées relumbrancomo antaño. No han cumplido suspromesas. Esta avenida, que delejos parece tan majestuosa, es uno

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de los lugares más viles de París.Cl a r i d ge , Fouque t’s , Hungaria,Lido, Embassy, Butterfly. . . en cadaetapa me encontraba con alguien:Costachesco, el barón de Lussatz,Odicharvi, Hayakawa, Lionel deZieff, Pols de Helder...Rastacueros, abortistas,estafadores, periodistas pococlaros, abogados y contablesfulleros, que gravitaban en torno alKhédive y al señor Philibert. A losque se sumaban un batallón demujeres ligeras de cascos, de

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bailarinas exóticas, demorfinómanas... Frau Sultana,Simone Bouquereau, l a baronesaLydia Stahl, Violette Morris, Margad’Andurain... Mis dos jefes meintroducían en esa sociedad turbia.Campos Elíseos. Así llamaban a lamorada de las sombras virtuosas yheroicas. Así que me pregunto porqué lleva ese nombre esta avenidaen donde estoy. Veo sombras, peroson las del señor Philibert, delKhédive y de sus acólitos. Ahí van,saliendo del Claridge del brazo,

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Joanovici y el conde de Cagliostro.Llevan trajes blancos y sortijas desel lo d e platino. E l joven tímidoque cruza la calle de Lord-Byron sellama Eugène Weidmann. Inmóvildelante de Le Pam-Pam, Thérèse dePaïva, l a p uta más hermosa delSegundo Imperio. En la esquina dela calle de Marbeuf me ha sonreídoe l doctor Petiot. Terraza d e LeColisée: uno s cuantos traficantesdel mercado negro toman champán.Entre ellos están el conde Baruzzi,los hermanos Chapochnikoff,

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R a c h i d v o n Rosenheim, Jean-Farouk de Méthode, Otto de Silva ymuchos más... Si llego a la glorietade Le Rond-Point, quizá me libre deesos fantasmas. Rápido. El silencioy las frondas de LesChampsÉlysées. Me demoraba confrecuencia en ellos. Tras habermepasado l a tarde entera en los baresd e l a a v e n i d a por motivosprofesionales (citas «de negocios»c o n l o s personajes antedichos),bajaba hacia e s e jardín buscandoalgo de aire puro. Me sentaba en un

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banco, sin aliento. Con los bolsillosllenos de billetes de banco. Veintemil. Cien mil francos a veces.

Nuestra agencia no contaba conel visto bueno de la Dirección de laPolicía, pero al menos la toleraba:le proporcionábamos lasinformaciones que nos pedía. Porotro lado, extorsionábamos a lospersonajes antedichos. Pensabanque así se aseguraban nuestrosilencio y nuestra protección. Elseñor Philibert mantenía relacionesasiduas con sus excolegas, los

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inspectores Rothé, David, Jalby,Jurgens, Santoni, Permilleux,Sadowsky, François y Detmar. Encuanto a mí, uno de mis cometidosconsistía precisamente en cobrar eldinero de las extorsiones. Veintemil. Cien mil francos a veces. Eldía había sido duro. Charlasinterminables d e t i r a y afloja.Vo l v í a a v e r e s o s rostros:oliváceos, gruesos, jetasantropométricas. Algunos se habíanmostrado recalcitrantes y habíatenido –con lo tímido y lo

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sentimental que soy yo pornaturaleza– que alzar la voz, quedecirles que me iba en el acto almuelle de Les Orfèvres1 si nopagaban. Les mencionaba lasfichitas que mis jefes meencargaban que tuviese al día y enlas que figuraban los nombres detodos y su currículum vitae. No esque fueran muy lucidas aquellasfichitas. Sacaban las carteras y mellamaban «soplona». Aquel epítetome apenaba.

Acababa solo en el banco. Hay

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lugares que inducen a meditar. Porejemplo las glorietas, principadosocultos por París, oasis raquíticosen medio del barullo y la dureza delos hombres. Les Tuileries. LeLuxembourg. El bosque deB o u l o g n e . P e r o n u n c a hereflexionado tanto como en el jardínde Les Champs-Élysées. ¿Cuál eraexactamente mi razón social?¿Chantajista? ¿Chivato de lapolicía? Contaba los billetes debanco y cogía mi diez por ciento.Iré a Lachaume a encargar un centro

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de rosas rojas. A escoger dos o tressortijas en Ostertag. Luego a Piguet,a Lelong y a Molyneux a comprarunos cincuenta vestidos. Todo paramamá. Chantajista, golfo, soplona,chivato, asesino quizá, pero hijoejemplar. Era mi único consuelo.Caía la tarde. Los niños se iban deljardín tras subir por última vez enel tiovivo. A lo lejos, los faroles deLe s Champs-Élysées se encendíantodos a un tiempo. Más me habríavalido –me decía– habermequedado en la plaza de Les

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Acacias. Evitar escrupulosamentelos cruces y los bulevares, por elruido y los malos encuentros. Aquién se le ocurría sentarse en laterraza del Royal-Villiers de laplaza de Pereire, con lo discreto ylo precavido que soy yo, queevitaba a toda costa llamar laatención. Pero hay que debutar en lavida. No queda más remedio. Y lavida acaba por mandarle a uno asus reclutadores: en el presentecaso, al Khédive y al señorPhilibert. Otra noche, seguramente,

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habría dado con personas máshonorables, que me habríanaconsejado la industria textil o laliteratura. Como no notaba ningunavocación en especial, esperaba demis mayores que me escogieran unempleo. A ellos les tocaba saberqué aspectos de mí preferían. Losdejaba que tomasen la iniciativa.¿Boyscout? ¿Florista? ¿Jugador detenis? No: empleado de unapseudoagencia de policía.Chantajista, chivato, extorsionador.No dejó de extrañarme. No tenía las

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prendas que requieren esas tareas:la maldad, la carencia deescrúpulos, la afición a tratar conc r á p u l a s . M e apliquéanimosamente, como otros estudianpara el título de formaciónprofesional de calderero. Lo máscurioso en los chicos como yo esque igual pueden acabar enterradosen el Panthéon que en el cementeriod e Thi a i s , e n l a divi s ión defusilados. De ellos pueden sacarsehéroes. O sinvergüenzas. Nadiesabrá que los metieron en malos

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pasos en contra de su voluntad. Aellos lo que les importaba era sucolección de sellos y quedarse tantranquilos en la plaza de LesAcacias, respirando a bocanadasbreves y precisas.

Y, entretanto, yo estaba en muymala postura. Mi pasividad y elpoco entusiasmo que mostraba en elumbral de la vida me volvían tantomás vulnerable a l a influencia delKhédive y del señor Philibert. Merepetía las palabras de un médico,vecino mí o d e descansillo e n la

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plaza de Les Acacias. «A partir delos veinte años», decía, «empiezauno a pudrirse. Cada vez menoscélulas nerviosas, hijito.» Toménota de ese comentario en unaagenda porque hay que sacarlepartido siempre a la experiencia denuestros mayores. Estaba en locierto, ahora me daba cuenta. Porculpa de los trapicheos en queandaba metido y de los personajespoco claros con los que me tratabaiba a perder mi cutis de pétalos derosa. ¿El porvenir? Una carrera al

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final de la cual llegaba a un solar.Una guillotina hacia la que mearrastraban sin que me diera tiempoa recobrar e l resuello. Alguien mesusurraba al oído: de la vida no sequedó usted más que con esetorbellino al que se ha dejadoarrastrar..., música zíngara cada vezmás rápida para cubrir mis gritos.Tengo que admitir que esta noche essuave la temperatura ambiente.Como antaño, y a la misma hora,los burros del paseo central semarchan a las cuadras. Han tenido

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que estar todo el día paseandoniños. Se pierden de vista por ellado de la avenida de Gabriel.Nunca sabremos nada de suspenalidades. Tanta discreción meimpresionaba. Al pasar ellos, yor e c o b r a b a e l s o s i e g o y laindiferencia. Intentaba hacer unarecopilación de mis ideas. Eranescasas y todas ellas de lo mástriviales. No tengo gusto por lasideas. Soy demasiado emotivo paratenerlo. Perezoso. Tras esforzarmeunos cuantos minutos, llegaba

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siempre a la misma conclusión:antes o después me moriré. Cadavez menos células nerviosas. Unprolongado proceso depodredumbre. El médico me habíaavisado. Debo añadir que mitrabajo me predisponía a recrearmeen lo malo: ser chivato de la policíay chantajista a los veinte años lodeja a uno con muy pocoshorizontes. Flotaba en el 177 de laavenida de Niel un curioso olordebido a los muebles, tirando aviejos, y al papel pintado. L a luz

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nunca e r a limpia. E n l a parte deatrás: el despacho de los casillerosde madera, en donde yo ordenabalas fichas de nuestros «clientes».Les ponía nombres d e plantasv e ne no s a s : c o p r i n o entintado,belladona, boleto de Satanás,beleño, seta pérfida... Estar encontacto con ellos medescalcificaba. Tenía la ropaimpregnada del aroma denso d e laa v e ni d a d e N i e l . M e dejabacontaminar. ¿Aquella enfermedad?Un proceso acelerado de

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e n v e j e c i m i e n t o , unadescomposición f í s i c a y moral,como lo había previsto el doctor. Yeso que no me gustan lassituaciones morbosas.

Un petit village, un vieuxclocher1

colmarían mis ambiciones. Pordesdicha me hallaba en una ciudad,en algo así como un gigantescoParque de Atracciones en donde elKhédive y el señor Philibert me

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llevaban dando tumbos de lasbarracas de tiro a las montañasrusas, del teatro de guiñol al gusanoloco «Siroco». Acababa portumbarme en un banco. Todas esascosas no eran para mí. Nunca lehabía pedido nada a nadie. Habíanvenido a buscarme.

Unos pocos pasos más. A laizquierda, el Théâtre desAmbassadeurs. Están poniendo Lar o n d a nocturna, una operetaolvidadísima. No debe de habermucho público en la sala. Una

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anciana, un anciano, dos o tresturistas ingleses. Voy siguiendo unaextensión de césped, un últimobosquecillo. Plaza de La Concorde.Me dolían los ojos con los faroles.Me quedaba quieto, sin respiración.Por encima de mi cabeza seencabritaban los caballos de Marlye intentaban con todas sus fuerzaszafarse del imperio de los hombres.Habrían querido saltar y cruzar laplaza. Una extensión soberbia, elúnico sitio de París en donde senota la embriaguez de las altas

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cimas. Paisaje de piedras y chispas.Allá, por la parte de Les Tuileries,el Océano. Estaba en la cubiertatrasera de un paquebote quenavegaba rumbo al noroeste y sellevaba consigo la iglesia de LaMadeleine, la Ópera, e l palacioBerlitz y l a iglesia d e L a Trinité.Ib a a naufragar de un momento aotro. Mañana descansaríamos acinco mil metros de profundidad.Ya no temía a mis compañeros de abordo. Rictus del barón de Lussatz;mirada cruel de Odicharvi; la

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perfidia de los hermanosChapochnikoff; Frau Sultana usandouna correa para buscarse la venadel brazo izquierdo e inyectándoseheroína; Zieff, su vulgaridad, sucronómetro de oro, sus manosgruesas cuajadas de sortijas;Ivanoff y sus sesiones depaneuritmia sexualodivina;Costachesco, Jean-Farouk deMéthode y Rachid von Rosenheimhablando de sus familiasfraudulentas; y la cohorte degángsters que contrataba el Khédive

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como esbirros: Armand el Loco, JoReocreux, Tony Breton, Vital-Léca,Robert el Pálido, Gouari, Danos,Codébo... Dentro de cierto tiempo,todos esos personajes tenebrososserían presa de pulpos, escualos ymurenas. Yo compartiría su suerte.Voluntariamente. Lo vi muy clarouna noche en que cruzaba la plazade La Concorde con los brazos encruz. Se proyectaba mi sombrahasta el umbral de la calle Royale;la mano izquierda llegaba hasta eljardín de Les Champs-Élysées; la

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mano derecha, hasta la calle deSaint-Florentin. Habría podidoacordarme de Jesucristo, pero enquien iba pensando era en JudasIscariote. Había sido unincomprendido. Se necesitabamucha humildad y mucho valor paracargar con toda la ignominia de loshombres. Morirse de eso. Solo.Todo un hombre. Judas, mi hermanomayor. Éramos ambos d e naturaldesconfiado. No esperábamos nadade nuestros semejantes, ni denosotros mismos, ni de un eventual

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salvador. ¿Tendría yo fuerzas paraseguir tu ejemplo hasta el final? Uncamino difícil. Estaba cada vez másoscuro, pero mi trabajo de chivato yde chantajista me familiarizaba conaquella oscuridad. Tomaba nota delos malos pensamientos de miscompañeros de a bordo, de todossus crímenes. Tras unas cuantassemanas de trabajo intensivo en laavenida de Niel, ya no meextrañaba de nada. Por mucho queinventasen muecas nuevas,realmente no merecía la pena. Yo

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miraba cómo iban de un lado a otropor la cubierta de paseo y a lo largode las crujías y apuntaba susmínimas bufonadas. Tarea inútil, sipensamos que el agua ya estabainundando la cala. Y no tardaría eninundar la sala grande de fumar y elsalón. En vista de la inminencia delnaufragio, sentía compasión por lospasajeros más feroces. Elmismísimo Hitler acudiría dentrode un rato a llorar en mis brazoscomo un niño. Los soportales de lacalle de Rivoli. Ocurría algo grave.

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Me habían llamado la atención unasfilas continuas de coches que ibanpor los bulevares. La genteescapaba de París. La guerraseguramente. Un cataclismoimprevisto. Al salir de Hilditch &Key tras haber elegido una corbata,miré ese trozo de tela que loshombres se ajustan al cuello. Unacorbata de rayas azules y blancas.Esa tarde llevaba también un trajebeige y zapatos con suela de crepé.En la cartera, una fotografía demamá y un billete de metro viejo.

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Venía de cortarme el pelo. Todosesos detalles no le interesaban anadie. La gente sólo pensaba ensalvar el pellejo. Cada cual a losuyo. Al cabo de un rato, noquedaban ya ni un peatón ni unautomóvil por la calle. Hasta mamáse había ido. Me habría gustadollorar, pero no lo conseguía. Aquelsilencio, aquella ciudad desiertaentonaba con mi estado de ánimo.Volvía a mirarme la corbata y loszapatos. Hacía un sol espléndido.La letra de una canción me volvía a

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la memoria:

Seuldepuis toujours...

¿El destino del mundo? Nisiquiera leía los titulares de losperiódicos. Además, y a n o habríaperiódicos. N i trenes. Mamá habíacogido por los pelos el últimoParís-Lausana. Seul

il a souffert chaque jour, il pleureavec le ciel de Paris...1

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Una canción dulce, ésas eran lasque me gustaban. Por desgracia noera momento para romanzas.Estábamos viviendo –a lo que meparecía– una época trágica. No setararean estribillos de antes de laguerra cuando todo agonizaalrededor. Qué falta d e decoro lamía . ¿Tengo y o la culpa? Nuncatuve u n gusto particular p o r nada.Salvo por el circo, la opereta y elmusic-hall.

Pasada la calle de Castiglione, sehizo de noche. Alguien me iba

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pisando los talones. Me dieron ungolpecito en el hombro. ElKhédive. Había previsto eseencuentro. En ese mismo minuto, enese mismo sitio. Una pesadillacuyas peripecias me sabía, todas,de antemano. Me coge del brazo.Nos subimos a un automóvil.Cruzamos la plaza de Vendôme. Delos faroles sale una curiosa luz azul.Una única ventana encendida en lafachada del Hotel Continental.Toque de oscurecimiento. Tendráque acostumbrarse, hijo. Se echa a

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reír y enciende la radio. Un douxparfum qu’on respire

c’estFleur bleue. . . Tenemos delante

u n bulto oscuro. ¿La Ópera? ¿Laiglesia de la Trinidad? A laizquierda, el cartel luminoso de LeFloresco. Estamos en la calle dePigalle. El Khédive pisa elacelerador. Un regard qui vousattire

c’estFleur bleue... Otra vez la

oscuridad. Un fanal grande y rojo.

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L a d e L’Européen d e l a plaza deCl ichy. Tenemos que ir por elbulevar de Les Batignolles. Losfaros muestran de repente una verjay hojas. ¿El parque de Monceau?Un rendez-vous en automne

c’estFleur bleue...1 El Khédive silba

entre dientes el estribillo de lacanción y lleva el compás con lacabeza. Circulamos a una velocidadvertiginosa. ¿Adivina dóndeestamos, hijo? Coge una curva. Megolpeo e l hombro contra el suyo.

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Los frenos chirrían. La luz de laescalera no funciona. Suboaferrándome a l a barandilla d e laescalera. Enciende una cerilla y meda tiempo a vislumbrar la placa demármol d e l a puer ta: «AgenciaNormand-Philibert». Entramos. Elolor me asfixia, más repugnante qued e costumbre. El señor Philibertestá de pie en medio del vestíbulo.Nos estaba esperando. Le cuelga uncigarrillo de la comisura de loslabios. Me hace un guiño y, pese alo cansado que estoy, consigo

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sonreírle: me acordé de que mamáya estaba en Lausana. Allí no teníanada que temer. El señor Philibertnos lleva a su despacho. Se quejade los bajones del fluido eléctrico.E s a l uz titubeante q u e c a e d e lalámpara de bronce del techo no meextraña. Siempre pasó eso en el 177de la avenida de Niel. El Khédivepropone que tomemos champán y sesaca una botella del bolsilloizquierdo de la chaqueta. A partirde hoy –por lo visto– nuestra«agencia» va a tener un crecimiento

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considerable. Los acontecimientosrecientes no s favorecen. Vamos ainstalarnos en el 3 bis de la glorietade Cimarosa, en un palacete. Seacabaron los trabajos que dan paravivir al día. Acaban deencomendarnos responsabilidadesde envergadura. No está descartadoque hagan al Khédive director de lapolicía. Nuestro cometido: llevar ac a b o investigaciones, registros,interrogatorios y arrestos varios. El«Servicio de la gl o r i e ta deCimarosa» aunará dos funciones: la

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de un organismo de la policía y lade una «oficina de compras» quealmacene los artículos y lasmaterias primas que, dentro dealgún tiempo, n o habrá y a quienencuentre. El Khédive ya haseleccionado alrededor decincuenta personas que trabajaráncon nosotros. Antiguos conocidos.Todos ellos constan, con sus fotosantropométricas, en el fichero de laavenida de Niel, 177. Dicho locual, el señor Philibert nos tiendeuna copa d e champán. Brindamos

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por nuestro éxito. Vamos a ser –porlo visto– los reyes de París. ElKhédive m e d a palmaditas e n lamejilla y me mete e n e l bolsillointerior u n f a j o d e bi l letes debanco. Hablan entre sí, hojeanexpedientes y agendas, llaman porteléfono. D e v e z e n cuando mel l e ga n v o c e s s ub i das de tono.I m p o s i b l e e n t e r a r m e delconciliábulo. Me voy del despachoa la habitación de al lado: un salónen donde esperaban los «clientes».Se sentaban en los sillones de cuero

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ajado. En las paredes, varioscromos pequeños que representanescenas de vendimia. Un aparador ymuebles de pino americano. Tras lapuerta del fondo, un dormitorio conbaño. Me quedaba solo de nochepara ordenar el fichero. Trabajabae n e l salón. Nadie habría creídoque aquel piso era la sede de unaagencia policíaca. Antes vivía allíuna pareja de rentistas. Corría lascortinas. El silencio. Una luzincierta. El aroma de las cosasmarchitas.

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–¿Qué, hijo, pensando?El Khédive se echa a reír y se

coloca el sombrero flexible ante elespejo. Cruzamos el vestíbulo. Enel descansillo, el señor Philibertenciende una linterna. Vamos aestrenar esta misma noche el 3 bisde la glorieta Cimarosa. Los dueñosse han ido. Hemos requisado lacasa. Hay que celebrarlo. Deprisa.Nuestros amigos nos estánesperando en L’Heure Mauve, uncabaret de Les Champs-Élysées...

La semana siguiente, el Khédive

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me encarga que informe a nuestro«Servicio» acerca de lasactividades de un tal tenienteDominique. Nos ha llegado una notareferida a él con sus señas, sufotografía y la siguiente anotación:« Vi g i l a r l o . » T e n g o querelacionarme c o n e s e personajerecurriendo a cualquier pretexto.Me persono en su casa, calle deBoisrobert, 5, distrito XV. Unchalet pequeño. Me abre la puertael propio teniente. Pregunto por elseñor Henri Normand. Me contesta

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que me he equivocado. Entonces leexplico mi caso, farfullando: soy unprisionero de guerra evadido. Unode mis compañeros me aconsejóque me pusiera en contacto con elseñor Normand en la calle deBoisrobert, 5, si conseguíaescaparme. Ese hombre me daríarefugio. M i compañero h a debidod e confundirse de dirección. Noconozco a nadie en París. No mequeda un céntimo. Estoy totalmentedesvalido. M e mi r a d e p i e s acabeza. Suelto unas cuantas

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lágrimas para que se convenza más.Y luego m e v e o e n s u despacho.D i c e c o n u n a voz hermosa yprofunda que un chico d e mi edadn o debe consentir que lodesmoralice la catástrofe que hacaído sobre nuestro país. Vuelve amirarme de arriba abajo. Y, depr onto , e s t a pregunta: «¿Quieretrabajar con nosotros?» Dirige a ungrupo de individuos «estupendos».La mayoría son presos evadidos,como yo. Alumnos de Saint-Cyr.Oficiales en activo. Algunos civiles

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también. Todos de lo más lanzado.El mejor de los estados mayores.Luchamos en la clandestinidadcontra los poderes del mal, quetriunfan ahora mismo. Tarea difícil,pero nada les resulta imposible alos corazones arrojados. El Bien, laLibertad, la Ética volverán a cortoplazo. É l , e l teniente Dominique,responde de ello. No comparto suoptimismo. Pienso en el informeque tengo que ponerle esta noche enlas manos al Khédive en la glorietade Cimarosa. El teniente me da más

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detalles: ha llamado a su grupoOrganización de los Caballeros dela Sombra, OCS. Imposible luchar aplena luz. Es una guerrasubterránea. Viviremos en unperpetuo acoso. T o d o s losmiembros del grupo s e han puestode alias nombres de estaciones delmetro. Me los presentará dentro depoco: Saint-Georges. Obligado.Corvisart. Pernety. Y hay más. Y yome llamaré «Princesa deLamballe». ¿Por qué «Princesa deLamballe»? Un capricho del

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teniente. «¿Está usted dispuesto aentrar e n nuestra organización? Elhonor lo exige. No debe vacilar niu n segundo. ¿Qué me dice?» Lecontesto: «Sí», con voz insegura.«Sobre todo no flaquee, hijito. Yasé que son tiempos tristes. Losgángsters llevan l a voz cantante. Ela i r e huele a podrido. No durará.S e a d e ánimo fuerte, Lamballe.»Quiere que me quede en la calle deBoisrobert, pero me invento en elacto un anciano tío del extrarradioque me albergará. Nos citamos

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mañana por la tarde en la plaza deLes Pyramides, delante de la estatuade Juana de Arco. Adiós, Lamballe.Me mira fijamente, se le achican losojos y ya n o puedo soportar subrillo. Repite: «Adiós, LAMBALLE»,insistiendo de una forma extraña enlas dos sílabas: LAM-BAL. Cierra lapuerta. Ca í a l a tarde. Anduve alazar por aquel barrio desconocido.Debían de estarme esperando en laglorieta de Cimarosa. ¿Qué les ibaa decir? A fin de cuentas, elteniente e r a u n héroe. Todos los

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miembros d e s u estado mayortambién... Pero no me quedó másremedio que informarpormenorizadamente a l Khédive ya l señor Philibert. S e quedaronsorprendidos con la existencia de laOCS. No esperaban una actividadde tanta envergadura. «Infíltrese.Intente enterarse de los nombres yde las señas. Una estupenda redadaen perspectiva.» Por primera vez enmi vida me vi en eso que se llamaun caso de conciencia. Muypasajero, por l o demás. Me dieron

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un anticipo de cien mil francos porlas informaciones que les iba aproporcionar.

Plaza de Les Pyramides. A uno legustaría olvidarse de su pasado,pero el paseo lo devuelvecontinuamente a las encrucijadasdolorosas. El teniente andaba arribay abajo ante la estatua de Juana deArco. Me presentó a un chico alto yrubio con el pelo rapado y ojos deun azul vincapervinca: Saint-Georges, de la academia de Saint-Cyr. Nos metimos en Les Tuileries

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y nos sentamos en el quiosco queestá junto al tiovivo. Recobraba elescenario de mi infancia. Pedimostres zumos. El camarero nos lostrajo y nos dijo que eran los últimosde un lote de antes de la guerra.Dentro de nada, ya no quedaríanzumos. «Nos apañaremos sinellos», dijo Saint-Georges con unasonrisa. Le veía a aquel joven unaspecto muy resuelto. «¿Es unprisionero de guerra?», mepreguntó. «¿De qué regimiento?»«Del 5.º de infantería», le contesté

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con voz inexpresiva. «Pero prefieron o recordarlo.» H i c e u n granesfuerzo para controlarme y añadí:«No tengo sino un deseo: seguirluchando caiga q u i e n caiga.»Aquella profesión d e f e parecióconvencerlo. Me dio un apretón demanos. «He reunido a variosmiembros de la organización parapresentárselos, mi queridoLamballe», manifestó el teniente.«Nos están esperando en la calle deBoisrobert.» Están Corvisart,Obligado, Pernety y Jasmin. El

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teniente habla de mí con palabrasentusiastas; la tristeza que sentíatras la derrota. Mi voluntad deseguir luchando. Lo honroso yreconfortante que resultaba ser apartir de hoy compañero suyo en laOCS. «Bien, Lamballe, pues vamosa encomendarle una misión.» Meexplica que varios individuos sehan aprovechado de losacontecimientos para dar riendasuelta a sus malos instintos. Nadamás natural en una época dedisturbios y desconcierto como

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ésta. Esos facinerosos gozan detotal impunidad: les han repartidocarnets de policía y permisos dearmas. Se dedican a reprimir deforma odiosa a los patriotas y a lagente honrada y cometen todo tipode delitos. Han requisado unpalacete en el 3 bis de la glorietade Cimarosa, en el distrito XVI.Para el público, su servicio sellama Sociedad Intercomercial deParís, Berlín y Montecarlo. «Nodispongo de más elementos.Nuestro deber es neutralizarlos lo

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antes posible. Cuento con usted,Lamballe. Se infiltrará entre estagente. Nos informará de cuantohagan y digan. L e toca mover austed, Lamballe.» Pernety me alargauna copa de coñac. Jasmin,Obligado, Saint-Georges yCorvisart me sonríen. Algodespués, vamos bulevar de Pasteura r r i ba . E l teni ente h a queridoacompañarme hasta la estación demetro de Sèvres-Lecourbe. En elmomento de separarnos, me mira defrente, a los ojos: «Misión

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delicada, Lamballe. Doble juego,c o m o q u i e n d i c e . Téngameinformado. Buena suerte,Lamballe.» ¿Y si le dijera laverdad? Demasiado tarde. Meacordé de mamá. Ella al menosestaba en lugar seguro. Le habíacomprado la villa de Lausana conlas comisiones q ue cobraba e n lacalle de Niel. Habría podido irmecon ella a Suiza, pero me habíaquedado aquí por pereza o porindiferencia. Ya he dicho que eldestino del mundo me preocupaba

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poco. Tampoco el mío meapasionaba en exceso. A uno lebastaba con dejar que lo arrastrasela corriente. Brizna de paja. Esanoche pongo al tanto al Khédive deque he establecido contacto conCorvisart, Obligado, Jasmin,Pernety y Saint-Georges. Todavíano sé sus señas, pero no tardaré ensaberlas. Le prometo que le darécuanto antes todas lasinformaciones útiles acerca de esosjóvenes. Y acerca de otros más queel teniente no dejará de

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presentarme. Al ritmo que van lascosas, haremos una «redadaestupenda». El Khédive lo repitefrotándose las manos. «Estabaseguro de que les iba a inspirarconfianza con esa pinta suya devendedor de imágenes deescayola.» De repente me entra elvértigo. Le digo que el jefe de laorganización no es el teniente, comoyo pensaba. « ¿ Y q u i é n es,entonces?» Estoy a l borde d e unprecipicio; seguramente bastaríacon unos pocos pasos para

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apartarme de él. «¿QUIÉN?» No, notengo fuerzas. «¿QUIÉN?» «Un talLAM-BA-LLE. LAM-BA-LLE.» «Bueno,pues le echaremos el guante. Intenteidentificarlo.» Las cosas se estabancomplicando. ¿Tenía yo la culpa?Por ambos lados, me habíanencomendado un papel de agentedoble. No quería dejar descontentoa nadie. Ni al Khédive y a Philibertni al teniente y sus jóvenes de laacademia de Saint-Cyr. Habría queescoger, me decía. ¿«Caballero dela Sombra» o agente a sueldo de la

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oficina de la glorieta de Cimarosa?¿Héroe o chivato? Ni una cosa niotra. Unos cuantos libros:Antología de los traidores, deAlcibíades al capitán Dreyfus,Joanovici tal y como fue; Losmisterios del caballero de Éon;Frégoli, el hombre de ningún lado,me revelaron lo que era yo. Notabaque tenía afinidades con todas esaspersonas. Sin embargo, no soy unfrívolo. Yo también heexperimentado eso que se llama unsentimiento grande. Hondo.

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Imperioso. El único del que puedohablar con conocimiento de causa yque me habría hecho movermontañas: EL MIEDO. París se hundíaen el silencio y el toque deoscurecimiento. Cuando recuerdoaquellos tiempos, tengo laimpresión de estar hablando consordos o de no hablar losuficientemente alto. ME MORÍA DEMIEDO. El metro reducía la marchapara entrar en el puente de Passy.Sèvres-Lecourbe – Cambronne – LaMotte-Picquet – Dupleix – Grenelle

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– Passy. Por la mañana, iba ensentido contrario: de Passy aSèvresLecourbe. De la glorieta deCimarosa, en el distrito XVI, a lacalle de Boisrobert, en el distritoXV. Del teniente al Khédive. DelKhédive a l teniente. L a s i d a s yv e ni d a s de un agente doble.Agotador. Sin resuello. «Intentesaber los nombres y las señas. Unaestupenda redada en perspectiva.»«Cuento con usted, Lamballe. Nosinformará acerca de esosgángsters.» Habría querido tomar

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partido pero tanto la Organizaciónde los Caballeros de la Sombracomo la Sociedad Intercomercial deParís, Berlín y Montecarlo me eranindiferentes. Unos maniacos mesometían a presionescontradictorias y me hostigabanhasta matarme de agotamiento. Nocabía duda de que hacía las vecesde chivo expiatorio de todos esosdementes. Era el más débil detodos. No tenía oportunidad algunade salvación. La época en quevivíamos requería prendas

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excepcionales para el heroísmo opara el crimen. Y yo, la verdad,desentonaba. Veleta. Pelele. Cierrolos ojos para recuperar los aromasy las canciones de aquel tiempo. Sí,el aire olía a podrido. Sobre todo alcaer la tarde. Debo decir que nuncahe visto crepúsculos tan hermosos.El verano no acababa nunca deexpirar. Las avenidas desiertas.París ausente. Se oía sonar un reloj.Y aquel olor difuso que impregnabalas fachadas de los edificios y lasfrondas de los castaños. En cuanto a

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las canciones, fueron: SwingTroubadour, Étoile de Rio, Je n’enconnais pas la fin, Réginella...Acordaos. Las lámparas de losvagones iban pintadas de malva, deforma tal que apenas si vislumbrabaa los demás pasajeros. A laderecha, tan cercano, el hazluminoso de la Torre Eiffel. Volvíade la calle de Boisrobert. El metrose detuvo en el puente de Passy. Yodeseaba que no volviera a ponerseen marcha nunca y que nadie vinieraa arrancarme de aquella tierra de

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nadie entre las dos orillas. Ni ungesto más. Ni un ruido más. Elsosiego al fin. Disolverme en lapenumbra. Me olvidaba de susgritos, de los tantarantanes que medaban, de su encarnizamiento entirar de mí para todos lados. Algoasí como un entumecimientosustituía al miedo. Seguía con lamirada el haz luminoso. Giraba ygiraba como un vigilante queprosiguiera su ronda nocturna. Concansancio. Iba siendo cada vez másdébil. Pronto sólo quedaría un

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hilillo de luz casi imperceptible. Yyo también, tras rondas y másrondas, miles y miles de idas yvenidas, acabaría por perderme enlas tinieblas. Sin entender con quétenía que ver todo aquello. DeSèvres-Lecourbe a Passy. De Passya Sèvres-Lecourbe. Por la mañaname presentaba a eso de las diez enel cuartel general de la calle deBoisrobert. Apretones de manofraternales. Sonrisas y miradaslímpidas de aquellos valerososmuchachos. «¿Qué novedades hay,

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Lamballe?», me preguntaba elteni ente . Y o l e proporcionabadetalles cada vez más concretosacerca de la SociedadIntercomercial de París, Berlín yMontecarlo. Sí, se tratabaefectivamente de un serviciopolicíaco al que le encomendaban«tareas abyectas». Los dos dueños,Henri Normand y Pierre Philibert,habían sacado a su personal delhampa. Atracadores, proxenetas,condenados a destierro. Dos o trescondenados a muerte. Todos

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disponían de un carnet de policía yde permiso de armas. Una sociedaddudosa gravitaba en torno de laoficina de la glorieta de Cimarosa.Especuladores, morfinómanos,charlatanes, mujeres ligeras decascos, personas de esas quepululan en las «épocas turbias».Todos aquellos individuos sabíanque contaban con protección en lasaltas esferas y cometían los peoresabusos. Por lo visto, su jefe, HenriNormand, mandaba en el gabinetedel director de la policía y en la

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fiscalía del departamento de Seine,en el supuesto de que esosorganismos existieran aún. Amedida que avanzaba en miexposición, leía la consternación yel asco en aquellos rostros. Sólo elteniente seguía impasible: «¡Bravo,Lamballe! Su misión continúa.Haga, por favor, una lista completade los miembros del Servicio de laglorieta de Cimarosa.»

Y luego, una mañana, meparecieron más serios que decostumbre. El teniente se aclaró la

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voz: «Lamballe, va a tener quecometer un atentado.» Recibí estaafirmación tranquilamente, como sillevase mucho preparándome paraella. «Contamos con usted,Lamballe, para librarnos deNormand y de Philibert. Escoja elmomento oportuno.» Vino luego unsilencio durante el cual Saint-Georges, Pernety, Jasmin y todoslos demás no me quitaban ojo, conmirada conmovida. Detrás de suescritorio, el teniente estabainmóvil. Corvisart me alargó una

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copa de coñac. La del condenado,pensé. Ve í a erguirse c o n muchaclaridad la guillotina en el centrode la habitación. El teniente hacíalas veces de verdugo. En cuanto alos miembros de su estado mayor,asistirían a la ejecución lanzándomesonrisas enternecidas. «¿Y qué,Lamballe? ¿Qué le parece?» «Meparece muy bien», le contesté.Tenía ganas de romper en sollozosy de exponerles mi delicadasituación de agente doble. Pero haycosas que hay que guardarse para

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uno mismo. No dije nunca unapalabra de más. Soy bastante pocoexpansivo por naturaleza. Los otros,en cambio, no vacilaban encontarme con pelos y señales susestados de ánimo. Me acuerdo detardes que pasé con los jóvenes dela OCS. Nos paseábamos por losalrededores de la calle deBoisrobert, en el barrio deVaugirard. Los oía divagar. Pernetysoñaba con un mundo más justo. Sele inflamaban las mejillas. Sacabade la cartera las fotografías de

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Robespierre y de André Breton. Yofingía admirar a aquellos dosindividuos. Pernety repetíac o n t i n u a m e n t e «Revolución»,«Toma de conciencia», «Nuestropapel, e l de los intelectuales», conun tono tajante que me consternaba.Llevaba una pipa y zapatos decuero negro, detalles que meconmueven. Corvisart sufría porhaber visto la luz en una familiaburguesa. Intentaba olvidar elparque de Monceau, las canchas detenis de Aix-les-Bains y los bollos

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Plum Plouvier que tomaba en lasmeriendas semanales en casa de susprimas. Me preguntaba si se podíaser a un tiempo socialista ycristiano. A Jasmin le habríagustado que Francia fuera menosfloja. Admiraba a Henri deBournazel y se sabía el nombre detodas las estrellas. Obligadoe s c r i b í a un «diario político».«Tenemos que dar testimonio», meexplicaba. «Es un deber. No puedocallarme.» Sin embargo, cuesta muypoco aprender a ser mudo: basta

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con que te den dos taconazos en lasencías. Picpus me enseñaba lascartas de su novia. Un poco más depaciencia: según él, la pesadilla ibaa desvanecerse. Pronto viviríamosen un mundo pacificado. Lescontaríamos a nuestros hijos laspruebas por las que habíamospasado. Saint-Georges, Marbeuf yPelleport habían salido de Saint-Cyr con una afición al combatepostrero y con el firme proyecto demorir cantando. Yo me acordaba dela glorieta de Cimarosa en donde

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tendría que dar el informecotidiano. Tenían suerte aquellosmuchachos por poder cultivar susquimeras. El barrio de Vaugirard seprestaba a ello estupendamente.Tranquilo, amparado; parecía unaciudad pequeña de provincias.Incluso el nombre, Vaugirard,recordaba las frondas, la hiedra, unarroyo con orillas de musgo. Ensemejante retiro, podían dar riendasuelta a las imaginaciones másheroicas. Sin riesgo alguno. A quienenviaban a bregar con la realidad y

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a navegar en aguas turbias era a mí.Aparentemente, lo sublime no era lomío. A media tarde, antes de cogerel metro, me sentaba en un banco dela plaza de Adolphe-Chérioux ydejaba que la dulzura de aquelpueblo me embargase durante unosminutos más. Una casita con jardín.¿Convento u hospicio de ancianos?Oía hablar a los árboles. Pasaba ungato por delante de la iglesia. Mellegaba de no sé dónde una voztierna: Fred Gouin cantaba Envoide fleurs. Entonces se me olvidaba

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que no tenía futuro. Mi vida tomaríaun nuevo derrotero. Un poco depaciencia, como decía Picpus, ysaldría vivo de la pesadilla.Encontraría un trabajo de barman enuna hospedería de los alrededoresde París. BARMAN. Eso era lo queme parecía que correspondía a misgustos y a mis aptitudes. Te metesdetrás de la BARRA. Te protege delos demás. Quienes, por cierto, nosienten hostilidad alguna contra ti yse limitan a pedirte licores. Lessirves en el acto. Los más agresivos

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te lo agradecen. El oficio deBARMAN era mucho más noble de loque se pensaba, el único que semerecía una atención particularjunto con el de poli y el de médico.¿En qué consistía? En prepararcócteles. En preparar sueños, comoquien dice. Un remedio contra eldolor. En la barra, te lo reclamancon voz suplicante. ¿Curasao?¿Marie Brizard? ¿Éter? Todo lo quequieran. Tras dos o tres copas, seemocionan, trastabillan, se lesponen los ojos en blanco, se pasan

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hasta las claras del albadesgranando las cuentas del largorosario de sus miserias y de suscrímenes, te piden que losconsueles. Hitler te pide perdónentre dos hipidos. «¿En qué piensa,Lamballe?» «En las musarañas, miteniente.» A veces me hacíaquedarme en su despacho para tenerconmigo «una charla a solas».«Cometerá ese atentado. Tengoconfianza en usted, Lamballe.»Adoptaba un tono autoritario y meclavaba los ojos azul oscuro.

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¿Decirle la verdad? ¿Cuálexactamente? ¿Agente doble? ¿Otriple? Ya no sabía quién era. Miteniente, NO EXISTO. Nunca tuvecarnet de identidad. Estadistracción le parecería inadmisibleen una época en que había quehacer de tripas corazón y darmuestras de una forma de serexcepcional. Una noche, estaba solocon él. El cansancio roía como unarata todo cuanto me rodeaba. Depronto, las paredes me parecieronenteladas con terciopelo oscuro,

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una bruma invadía la habitación ydifuminaba el perfil de los muebles:el escritorio, las sillas, el armariode dos puertas. Me preguntó: «¿Quénovedades hay, Lamballe?» con unavoz lejana que me sorprendió. Elteniente me clavaba la mirada,como solía, pero los ojos habíanperdido el destello metálico. Estabadetrás del escritorio, con la cabezaladeada hacia la derecha y con lamejilla rozándole casi el hombro,en una postura pensativa ydesalentada que les había visto yo a

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algunos ángeles florentinos.Repitió: «¿Qué novedades hay,Lamballe?» con el tono con el quehabría dicho: «La verdad es que dalo mismo», y la mirada se le detuvoinsistentemente en mí. Una miradacolmada de tal dulzura, de taltristeza, que me dio la impresión deque el teniente Dominique l o habíaentendido todo y me perdonaba: mipapel de agente doble (o triple), midesvalimiento al sentirme tan frágilen la tormenta como una brizna depaja y el daño que hacía por

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cobardía o por inadvertencia. Porprimera vez a alguien le interesabami caso. Aquella mansedumbre metrastornaba. Buscaba en vano unascuantas palabras de agradecimiento.Los ojos del teniente eran cada vezmás tiernos; le habían desaparecidolas rugosidades del rostro. Se leaflojaba el tronco. Pronto de tantaaltivez y tanta energía sólo quedóuna mamá muy vieja, indulgente ycansada. El tumulto del mundoexterior se estrellaba contra lasparedes de terciopelo. Íbamos

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resbalando por una penumbraguateada hasta honduras en dondenadie nos turbaría el sueño. Parísnaufragaba con nosotros. Desde elcamarote, veía el haz luminoso dela Torre Eiffel: un faro queindicaba que estábamos cerca de lacosta. Nunca llegaríamos a ella.Daba lo mismo. «Hay que dormir,hijito», me susurraba el teniente.«DORMIR.» Sus ojos soltaban unúltimo fulgor en las tinieblas.DORMIR. «¿En qué piensa,Lamballe?» Me zarandea

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cogiéndome por los hombros: «Estédispuesto para ese atentado. Eldestino de la organización está ensus manos. No flaquee.» Anda,nervioso, arriba y abajo por lahabitación. Las cosas han vuelto ala dureza acostumbrada. «Coraje,Lamballe. Cuento con usted.»Arranca el metro. Cambronne – LaMotte-Picquet – Dupleix – Grenelle– Passy. Las nueve de la noche. Enla esquina de la calle de Franklincon la calle Vineuse, recogía elBentley blanco que el Khédive me

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prestaba en premio por misservicios. Les habría causado malaimpresión a los jóvenes de la OCS.Circular en aquellos tiempos en unautomóvil de lujo implicabaactividades poco acordes con laética. Sólo los traficantes y loschivatos bien pagados podíanpermitirse un capricho así. Encualquier caso, junto con elcansancio me desaparecían losúltimos escrúpulos. Cruzabadespacio la plaza de Le Trocadéro.Un motor silencioso. Asientos de

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cuero de Rusia. Aquel Bentley megustaba mucho. El Khédive lo habíaencontrado al fondo de un taller deNeuilly. Yo abría la guantera: allíseguía la documentación del dueño.En resumidas cuentas, un cocherobado. Antes o después nospedirían cuentas. ¿Qué actitudadoptaría ante el tribunal cuandoenumerasen tantos crímenescometidos por la SociedadIntercomercial de París, Berlín yMontecarlo? Una banda demalhechores, diría el juez. Se

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aprovecharon de la miseria y deldesconcierto general. «Unosmonstruos», escribiría MadeleineJacob. Yo giraba el mando de laradio.

Je suis seul ce soiravec ma peine...1

Al llegar a la avenida de Kléber,el corazón me latía algo másdeprisa. La fachada del HotelBaltimore. La glorieta de Cimarosa.

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Delante del 3 bis, Codébo y Robertel Pálido seguían montando guardia.Codébo me lanzaba una sonrisa quele dejaba a la vista los dientes deoro. Yo subía al primer piso yempujaba la puerta del salón. ElKhédive, vistiendo una bata rosaviejo de seda recamada, me hacíauna seña con la mano. El señorPhilibert estaba consultando fichas:«¿Qué tal la OCS, SwingTroubadour, hijito?» El Khédiveme daba una fuerte palmada en elhombro y una copa de coñac:

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«Imposible de encontrar.Trescientos mil francos l a botella.N o s e preocupe. E n l a glorieta deCi mar os a n o n o s a fe c ta n lasrestricciones. ¿ Y e s a OCS? ¿Quénovedades hay?» No, aún n o teníal as señas d e los Caballeros de laSombra. A finales de semana, loprometía. «¿Y si hiciéramos laredada en la calle de Boisrobertuna tarde en que estuvieran allítodos los miembros de la OCS?¿Qué le parece, Troubadour?» Yoles desaconsejaba ese sistema.

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Valía más detenerlos de uno en uno.«No podemos perder tiempo,Troubadour.» Yo les calmaba laimpaciencia, volvía a prometerinformaciones decisivas. Un día meacosarían tanto que, paraquitármelos de encima, no mequedaría más remedio que cumplirmis compromisos. Habría«redada». Por fin me merecería esecalificativo de «soplona» que meencogía el corazón, que me hacíanotar un vértigo cada vez que lo oíadecir. SOPLONA. Pese a todo me

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esforzaba en alargar el plazoexplicándoles a mis dos jefes quelos miembros de la OCS eraninofensivos. Unos chicosquiméricos. Atiborrados de idealesy nada más. ¿Por qué no dejar quee s o s simpáticos idiotas siguierandivagando? Padecían unaenfermedad: la juventud, de la quese cura uno muy deprisa. Dentro deu n o s me s e s serían mucho mássensatos. El propio teniente dejaríal a lucha. Por lo demás, ¿qué luchaera ésa sino una palabrería

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inflamada en la que salían una yotra vez las palabras: Justicia,Progreso, Verdad, Democracia,Libertad, Revolución, Honor,Patria? Todo ello me parecía muyanodino. En mi opinión, e l únicohombre peligroso era LAM-BA-LLE, aquien aún no había identificado.Invisible. Inaprensible. El auténticojefe de la OCS. Él sí que actuará, ycon la mayor brutalidad. Lomencionaban en la calle deBoisrobert con un temblor de miedoy de admiración en la voz. ¡LAM-

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BALLE! ¿Quién era? Cuando se lopreguntaba al teniente, se mostrabaevasivo. Los gángsters y losvendidos que llevan ahora mismo lavoz cantante no se librarán deLAMBALLE. LAMBALLE golpeadeprisa y fuerte. Obedeceremos aLAMBALLE con los ojos cerrados.LAMBALLE nunca se equivoca.LAMBALLE es un tipo admirable.LAMBALLE, nuestra únicaesperanza... N o conseguía sacarlesdetalles más concretos. Un pocom á s d e p a c i e n c i a y

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de s e mbos c a r í a mos a aquelpersonaje misterioso. Les repetía alKhédive y a Philibert que nuestroúnico objetivo debía ser capturar aLamballe. ¡LAM-BA-LLE! Los demásno contaban. Unos charlatanes muybuenos chicos. Pedía que losdejaran librarse. «Ya veremos.Primero denos información de eseLamballe. ¿Me oye?» Al Khédivese le crispaba la boca en un rictusde mal augurio. Philibert,pensativo, s e atusaba l o s bigotesrepitiendo: «LAM-BA-LLE, LAM-BA-

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L L E . » «Ya le arreglaré yo lascuentas al LAMBALLE ese», decía amodo de conclusión el Khédive, «yni Londres ni Vichy ni losamericanos lo sacarán del apuro.¿Coñac? ¿Craven? Sírvase, hijito.»«Acabamos de negociar conSebastiano del Piombo»,comunicaba Philibert. «Aquí tienesu diez por ciento de comisión.»Me alargaba un sobre verde claro.«Encuéntreme para mañana unoscuantos bronces asiáticos. Estamosen contacto con un cliente.» Yo le

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estaba cogiendo gusto a ese trabajoadicional que me encargaban:encontrar obras de arte y llevarlasen el acto a la glorieta de Cimarosa.Por la mañana, me metía en casa deacaudalados particulares que sehabían ido de París por losacontecimientos. Bastaba con abrircon ganzúa una cerradura o conpedirle la llave al porteroenseñando el carnet de policía.Registraba minuciosamente lasviviendas abandonadas. Losdueños, al irse, se habían dejado

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cosas menudas: dibujos a l pastel,j a r r o n e s , t a p i c e s , libros,manuscritos. N o bastaba c o n eso.M e i b a a buscar guardamuebles,lugares seguros, escondrijos endonde pudieran ponerse a buenrecaudo en aquellos tiemposrevueltos las colecciones másvaliosas. Un desván del extrarradioen donde me estaban esperandounos tapices de Les Gobelins y unasalfombras persas; un antiguo tallerde la Porte de Champerret, atestadode cuadros de firma. En un sótano

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de Auteuil, un maletín dondeestaban guardadas joyas de laAntigüedad y del Renacimiento. Meentregaba a esos saqueosdespreocupadamente e incluso conalgo parecido a un júbilo del que –más adelante– me avergonzaría antelos tribunales. Vivíamos tiemposexcepcionales. Robar y traficar sehabía convertido en lo más normaly el Khédive, calibrando miscapacidades, me dedicaba alocalizar obras de arte mejor quemetales no ferrosos. Yo se lo

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agradecía. Pasé por grandes gozosestéticos. Por ejemplo, ante unGoya que representaba el asesinatode la princesa de Lamballe. Sudueño creía que lo había puesto asalvo escondiéndolo en una cajafuerte del Banco Franco-Serbio, enel número 3 de la calle de Helder.Me bastó con enseñar el carnet depolicía para que me dejasendisponer de esa obra maestra.Vendíamos todos los objetos de losque nos incautábamos. Curiosaépoca. Me convirtió en un

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individuo «poco lucido». Chivato,saqueador, asesino quizá. Yo no erapeor que otro cualquiera. Me dejéllevar por lo que hacían los demás,eso es todo. El mal no me atrae deforma especial. Un día conocí a unanciano cubierto de sortijas yencajes. Me explicó con voz defalsete que recortaba en la revistaDétective las fotos de loscriminales porque les encontrabauna hermosura «arisca» y«maléfica». Me elogió aquellasoledad «inalterable» y

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«grandiosa»; me habló de uno deellos, Eugène Weidmann, a quienllamaba «el ángel de las tinieblas».Todo un literato, aquel individuo.Le dije que Weidmann llevaba eldía de su ejecución zapatos consuelas de crepé. Su madre se loshabía comprado tiempo atrás enFrankfurt. Y que quien quisiera a lagente tenía siempre que fijarse endetalles de poca monta, como ése.Lo demás no tenía importanciaalguna. ¡Pobre Weidmann! A estashoras Hitler se ha quedado dormido

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chupándose el pulgar y le lanzo unamirada compadecida. Ladra, comoun perro que sueña. Se ovilla,mengua, mengua, me cabría en lapalma de la mano. «¿En qué piensa,Swing Troubadour?» «En nuestroFührer, señor Philibert.» «Dentrode nada vamos a vender el FranzHals. Por el trabajo que se hatomado le corresponde un quincepor ciento de comisión. Si nosayuda a capturar a Lamballe, lepago una prima de 500.000 francos.Con eso da para jugar a ser joven.

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¿Un poco de coñac?» Me da vueltasla cabeza. El aroma de las floresseguramente. El salón estabainundado de dalias y orquídeas. Ungran centro de rosas, entre las dosventanas, tapaba a medias elautorretrato del señor de Bel-Respiro. Las diez de la noche. Ibaninvadiendo la habitación unosdetrás de otros. El Khédive losrecibía de esmoquin granatejaspeado de verde. El señorPhilibert les hacía una leve señacon la cabeza y seguía mirando sus

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fichas. De vez en cuando, seacercaba a uno, entablaba con éluna breve conversación, tomabaunas cuantas notas. El Khédiveservía licores, cigarrillos y pastas.Los señores de Bel-Respiro sehabrían quedado sorprendidos alver semejante asistencia en susalón: allí estaban el «marqués»Lionel de Zieff, condenado tiempoha por robos, abusos de confianza,encubrimiento, uso ilegal decondecoraciones; Costachesco,banquero rumano, especulaciones

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bursátiles y quiebras fraudulentas;el «barón» Gaétan de Lussatz,bailarín de sociedad, doblepasaporte, monegasco y francés;Pols de Herder, caballero ladrón;Rachid von Rosenheim, MísterAlemania 1938, tramposoprofesional; Jean-Farouk deMéthode, dueño del Circo de Otoñoy de L’Heure Mauve, proxeneta,con prohibición de residencia entoda la Commonwealth; FerdinandPoupet, conocido por «PauloHayakawa», corredor de seguros,

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cabeza loca, falsificador y usuariode falsificaciones; Otto da Silva,«El Rico Plantador»,1 espía conmedia paga; el «conde» Baruzzi,experto en objetos artísticos ymorfinómano; Darquier, llamado«de Pellepoix», abogado fullero; el«mago» Ivanoff, charlatán búlgaro,«tatuador oficial de las iglesiascoptas»; Odicharvi, chivato de ladirección de la policía para elámbito de los rusos blancos;Mickey de Voisins, «la doncella dela señora», prostituto homosexual;

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el excomandante de aviaciónCostantini; Jean Le Houleux,periodista, extesorero del Club duPavois y chantajista; los hermanosChapochnikoff, cuya razón social ycuya cantidad exacta no supe nunca.Unas cuantas mujeres. LucieOnstein, conocida por «FrauSultana», antes bailarina exótica ene l Rigolett’s, Mar ga d’Andurain,directora e n Palmira de un hotel«mundano y discreto»; VioletteMorris, campeona de levantamientod e pesas y halteras, q u e siempre

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vestía con trajes masculinos;Emprosine Marousi, princesabizantina, toxicómana y lesbiana;Si mone Bouquereau e Irène deTanzé, exchicas del One-two-two;la «baronesa» Lydia Stahl, a quienle gustaban el champán y las floresrecién cortadas. Todos esospersonajes eran asiduos del 3 bis.Habían salido de pronto del toquede oscurecimiento, de una etapa dedesesperación y de miseria,mediante un fenómeno análogo al dela generación espontánea. La

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mayoría de ellos tenían un puesto enla Sociedad Intercomercial deParís, Berlín y Montecarlo. Zieff,Mé thode y Helder dirigían lasección de cueros. Merced a lahabilidad de sus corredoresconseguían vagones enteros de box-calf que la SIPBMT volvía luego avender a un precio doce vecesma yo r d e l ta sado. Costachesco,Hayakawa y Rosenheim se habíandecantado por los metales, lasmaterias grasas y los aceitesminerales. El excomandante

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Costantini operaba en un sector másrestringido, aunque rentable: cristal,perfumería, pieles de gamuza,pastas y galletas, tornillos y pernos.A los demás, el Khédive lesencomendaba cometidos delicados:Lussatz estaba a cargo de lavigilancia y protección de lasconsiderables cantidades de fondosque llegaban todas las mañanas a laglorieta de Cimarosa. El papel deDa Silva y de Odicharvi consistíaen rescatar oro y divisasextranjeras. Mickey de Voisins,

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Baruzzi y la «baronesa» Lydia Stahlhacían listas de los palacetes dondepodría yo incautarme de objetosartísticos. Hayakawa y Jean LeHouleux llevaban la contabilidaddel servicio. Darquier hacía lasveces de abogado asesor. En cuantoa los hermanos Chapochnikoff notenían ningún cometido claro ymariposeaban acá y acullá. SimoneBouquereau e Irène de Tanzé eranlas «secretarias» titulares delKhédive. La princesa Maroussi nosconseguía complicidades muy útiles

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en los ambientes de buena sociedady de finanzas. Frau Sultana yViolette Morris cobrabanelevadísimos honorarios en calidadde chivatas. Marga d’Andurain,mujer de buena cabeza y de acción,recorría el norte de Francia yentregaba en el 3 bis kilómetros delona y de lana peinada. Que no senos olvide, por fin, citar a losmiembros del personal destinados aoperaciones exclusivamentepolicíacas: Tony Breton, unguaperas suboficial d e l a legión y

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torturador experto; Jo Reocreux,encargado de un burdel; Vital-Léca,conocido por «Boca de Oro»,asesino a sueldo; Armand el Loco:«Me los cargo, me los cargo, melos cargo a todos»; Codébo yRobert el Pálido, condenados adestierro, a los que usaban deporteros y guardaespaldas; Danos,«el mamut» o «Bill el gordo»;Gouari, «el americano», atracador amano armada que trabajaba por sucuenta... El Khédive reinaba en esemundo jovial y limitado que los

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cronistas de los tribunales iban allamar más adelante «la banda de laglorieta de Cimarosa». Demomento, los negocios iban vientoen popa. Zieff hablaba de quedarsecon los estudios de La Victorine,con El Eldorado y con Les Folies-Wagram; Helder creaba unaSociedad de Participación Generalpara monopolizar todos los hotelesd e l a C o s t a A zul ; Costachescocompraba decenas d e edificios;Rosenheim afirmaba que «prontoconseguiremos Francia por cuatro

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cuartos y se la volveremos a venderal mejor postor». Yo escuchaba yobservaba a todos esos locos deatar. A la luz de las lámparas deltecho, les chorreaba el rostro desudor. Hablaban cada vez másdeprisa. Descuentos... corretajes...comisiones... stocks... vagones...m a r g e n d e benefi c ios . . . Loshermanos Chapochnikoff, cada vezmás numerosos, llenaban sin cesarlas copas de champán. Frau Sultanale daba cuerda al gramófono.Johnny Hess:

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Mettez-vousdans l’ambiance, oubliezvos soucis...1

Se desabrochaba la blusa yesbozaba un paso de swing. Losdemás seguían su ejemplo. Codébo,Danos y Robert el Pálido entrabanen el salón. Se abrían paso entre losque bailaban, l legaban j unto als e ñ o r Philibert, l e cuchicheabanunas cuantas palabras al oído. Yomiraba por la ventana. Un

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automóvil con los faros apagadosdelante del 3 bis. Vital-Lécaenarbolaba una linterna. Reocreuxabría la puerta del c oc he . Unh o mb r e e s p o s a d o . G o u a r i loempujaba brutalmente h a c i a laescalinata exterior. Yo me acordabadel teniente y de los muchachos deVaugirard. Una noche los veríaaherrojados como éste. Breton lesd a r í a u n a ración de generadoreléctrico. ¿Podría vivir con eseremordimiento? Pernety y suszapatos de cuero negro. Picpus y las

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cartas d e s u novia. Los ojos azulvincapervinca de SaintGeorges. Sussueños, todas sus nobles quimerasse extinguirían e n e l sótano d e l 3b i s , d e par edes salpicadas desangre. Por mi culpa. Dicho lo cual,no es cosa de que nadie crea queuso a la ligera las palabras«generador», «oscurecimiento»,«soplona», «asesino a sueldo».Cuento lo que viví. Sin florituras.No me invento nada. Todas laspersonas q ue menciono existieron.Soy, incluso, ta n riguroso que los

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llamo con sus nombres de verdad.En cuanto a mis gustos personales,tienen más bien que ver con lasmalvarrosas, el jardín a la luz de laluna y el tango de los días felices.Un corazón de modistilla. No tuvesuerte. Oíamos, subiendo desde elsótano, los quejidos, que la músicaacababa por ahogar. Johnny Hess:

Puisque je suis là le rythmeest là.Sur son aile il vous

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emportera...1

F r a u S u l t a n a l o s alentabas o l t a nd o c hi l l i d o s estridentes.Ivanoff sacudía la «varita de losmetales ligeros». Se empujaban, sequedaban sin aliento, el baile ibacada vez más a sacudidas, volcabana l pasa r u n jar rón d e dal i as yseguían gesticulando a más y mejor.

La musique c’estle philtre magique...1

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Se abría la puerta de par en par.Codébo y Danos lo sostenían porlos hombros. No le habían quitadolas esposas. Tenía la cara cubiertade sangre. Trastabillaba, sedesplomaba en medio del salón.Los demás se quedaban quietos yatentos. Sólo los hermanosChapochnikoff, como si no pasaranada, recogían los restos de unjarrón y retocaban la disposición delas flores. Uno de ellos se acercabacon pasos afelpados a la baronesaLydia Stahl y le alargaba una

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orquídea.–Si nos topáramos siempre con

fanfarroncitos como éste, nosresultaría muy engorroso –afirmabael señor Philibert.

–Un poco de paciencia, Pierre.Acabará por cantar.

–Me temo que no, Henry.–Bueno, pues l o convertiremos

e n u n mártir. P o r lo visto hacenfalta mártires.

–Eso de los mártires es unaestupidez –aseguraba Lionel deZieff con voz pastosa.

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–¿Se niega usted a hablar? –lepreguntaba el señor Philibert.

–No vamos a seguirimportunándolo –susurraba elKhédive–. Si no contesta, esoquiere decir que no lo sabe.

–Pero s i sabe algo –manifestabael señor Philibertmás valdría que lodijera ahora mismo.

El hombre alzaba la cabeza. Unamancha roja en la alfombra de LaSavonnerie, en el lugar en quedescansaba la frente. Un resplandorirónico en los ojos azul

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vincapervinca (como los de Saint-Georges). De desprecio, más bien.Es posible morir por las ideas quese profesan. El Khédive loabofeteaba tres veces seguidas. Elhombre no bajaba la vista. VioletteMorris le tiraba una copa dechampán a la cara.

–Por favor, caballero –susurrabael mago Ivanoff–, ¿me enseña lamano izquierda?

Es posible morir por las ideasque se profesan. El teniente merepetía sin descanso: «Todos

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estamos dispuestos a mo r i r pornuestras i d e a s . ¿Us te d también,Lamballe?» Yo no me atrevía aconfesarle que si yo tuviera quemorirme sería de enfermedad, demiedo o de pena.

–¡Toma! –vociferaba Zieff, y alhombre le daba la botella de coñacen toda la frente.

–La mano izquierda, la manoizquierda –suplicaba el magoIvanoff.

–Hablará –suspiraba FrauSultana–, les digo que hablará. –Y

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se dejaba los hombros al aire consonrisa hechicera.

–Cuánta sangre... –balbucía labaronesa Lydia Stahl.

La frente del hombre volvía adescansar en la alfombra de LaSavonnerie. Danos lo alzaba y loarrastraba fuera del salón. Unosminutos después, Tony Bretonanunciaba con voz sorda: «Se hamuerto, se ha muerto sin hablar.»Frau Sultana se daba media vuelta,encogiéndose de hombros. Ivanoffse había quedado ensimismado,

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mirando al techo.–La verdad es que los hay que no

s e achantan –comentaba Pols deHerder.

–Los hay tozudos, querrás decir –replicaba el conde Baruzzi.

–Le tengo casi admiración –manifestaba el señor Philibert–. Esel primero al que veo resistir tanbien.

El Khédive decía:–Los chicos así, Pierre, nos

SABOTEAN el trabajo.L a s d o c e d e l a no c he . Les

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e n t r a b a a l g o p a r e c i d o a lalanguidez. Se sentaban en los sofás,en los pufs, en las poltronas.Simone Bouquereau se retocaba elmaquillaje ante el gran espejoveneciano. Ivanoff le examinabamuy serio la mano derecha a labaronesa Lydia Stahl. Los demás seexplayaban en frases nimias. A esahora más o menos, me llevaba elKhédive a l hueco d e l a ventanapara hablarme de ese nombramientod e «director d e l a policía» que lei ban a d a r seguramente. Llevaba

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pensando e n é l toda la vida. Deniño, en la colonia penitenciaria deEysses. Luego, en los batallones decastigo de África y en la cárcel deFresnes. Señalaba el retrato delseñor de Bel-Respiro y meenumeraba todas las medallas quese le veían en el pecho a aquelhombre.

–Bastará con quitar su cara yponer la mía. Búsqueme un pintormañoso. A partir de hoy, me llamoHenr i de Bel-Respiro. –Repetía,maravillado–: Señor director de la

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policía Henri de Bel-Respiro.M e trastornaba t a l s e d de

respetabilidad, porque ya me habíallamado la atención en mi padre,Alexandre Stavisky. Llevo siempreencima l a carta q ue l e escribió amamá antes de suicidarse. «Lo quepido sobre todo es que eduques anue s t r o h i j o inculcándole lossentimientos del honor y laprobidad; y, cuando llegue a laedad ingrata de los quince años,que vigiles bien con quién s e tratapara que tenga buenos guías en la

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vida y llegue a ser un hombrehonrado.» Creo que a él le habríagustado acabar sus días en unaciudad pequeña de provincias.Hallar sosiego y silencio tras añosde tumulto, de vértigos, deespejismos, de torbellinosarrebatados. ¡Pobre padre mío! «Yaverá, cuando sea director de lapolicía se arreglará todo.» Losdemás charlaban e n voz baja. Unod e l o s hermanos Chapochnikofftraía una bandeja de naranjadas. Sino hubiera sido por la mancha de

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sangre en medio del salón y de laropa heterogénea que llevaban, unohabría podido creerse que estaba enmuy buena compañía. El señorPhilibert guardaba las fichas y sesentaba al piano. Le quitaba elpolvo al teclado con e l pañuelo ya b r í a u n a parti tura. To c a b a eladagio de la sonata Claro de luna.

–Un melómano –cuchicheaba elKhédive–. Artista hasta l a médula.M e p r e gunto q u é h a c e entrenosotros. Un chico que vale tanto.¡Escuche!

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Yo notaba que me dilataba losojos desmesuradamente una penaque había agotado todas laslágrimas, un cansancio tan grandeque me hacía seguir despierto. Meparecía que llevaba desde siemprecaminando en l a oscuridad al ritmode aquella música dolorosa yobstinada. Unas sombras se meaferraban a las solapas de lachaqueta, tiraban de mí hacia amboslados, me llamaban ora «Lamballe»y ora «Swing Troubadour», meempujaban de Passy a

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SèvresLecourbe y de Sèvres-Lecourbe a Passy sin entender nadade las cosas de los demás. Elmundo rebosaba, desde luego, deruido y de furia. Daba igual. Yocruzaba entre aquel barullo, tiesocomo un sonámbulo. Con los ojosabiertos de par en par. Todoacabaría por calmarse. Los seres ylas cosas se impregnarían poco apoco de aquella música lenta quetocaba Philibert. De eso estabaseguro. Habían salido del salón.Una nota del Khédive en la consola:

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«Haga por entregarnos a Lamballelo antes posible. Necesitamosc o ge r l o . » E l r u i d o d e susa ut o mó v i l e s i b a menguando.Entonces, ante el espejo veneciano,yo articulaba claramente: SOY LAPRIN-CE-SA DE LAM-BA-LLE. Memiraba a los ojos, apoyaba la frenteen el espejo: soy la princesa deLamballe. Unos asesinos te buscanen la oscuridad. Palpan a tientas,pasan rozándote, tropiezan con losmuebles. Los segundos se haceninterminables. Contienes e l aliento.

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¿Encontrarán la llave de la luz?Acabemos de una vez. No resistiréya mucho al vértigo; me iré hacia elKhédive, con los ojos muy abiertos,y pegaré la cara a la suya. SOY LAPRIN-CESA DE LAM-BA-LLE, el jefe dela OCS. A menos que el tenienteDominique s e levante d e pronto.C o n v o z seria: «Hay u n chivatoe n t r e nosotros. U n t a l “SwingTroubadour”.» «Soy YO, miteniente.». Alcé la cabeza. Unamariposa nocturna revoloteaba deuna lámpara a otra y para que no se

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quemase l a s a l a s apagué l a luz.Nadie tendría nunca conmigo undetalle tan delicado. Tenía queapañármelas s o l o . M a má estabalejos, en Lausana. Afortunadamente.Mi pobre padre, AlexandreStavisky, había muerto. LiliMarlene me olvidaba. Solo. Nohabía sitio para mí en ninguna parte.Ni en la calle de Boisrobert ni en laglorieta de Cimarosa. En la orillaizquierda del Sena, les ocultaba alos buenos chicos de la OCS miactividad de chivato; en la orilla

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derecha, el título de «Princesa deLamballe» me exponía acontrariedades muy serias. ¿Quiénera en realidad? ¿Midocumentación? Un pasaporteNansen falso. Un indeseable entodas partes. Aquella situaciónprecaria me quitaba el sueño. Dabaigual. Además de mi tarea adicionalde «recuperador» de objetosvaliosos, desempeñaba en el 3 bisel cometido de vigilante nocturno.Cuando se iban el señor Philibert,el Khédive y sus huéspedes, podría

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haberme retirado al cuarto delseñor de Bel-Respiro, pero mequedaba en el salón. La lámpara depantalla malva creaba a mialrededor amplias zonas depenumbra. Abría un libro: Losmisterios del caballero de Éon. Alcabo de pocos minutos, se me caíade las manos. Llegaba unacertidumbre que acababa dedeslumbrarme: no saldría vivo deésta. Me retumbaban en la cabezalos acordes tristes del adagio. A lasflores del salón se les caían los

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pétalos y yo envejecía cada vez másdeprisa. Me ponía por última vezante el espejo veneciano y meencontraba e n é l c o n e l rostro dePhilippe Pétain. Me parecía quetenía la mirada demasiado vivaz yla piel demasiado sonrosada yacababa por metamorfosearme en elrey Lear. Nada más natural.Llevaba acumulando d e s d e lai nfanc i a u n a g r a n r e s e r v a delágrimas. Ll o r a r – s e gú n dicen–al ivi a y , p e s e a m i s esfuerzoscotidianos, no conocía una dicha

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como ésa. Así que las lágrimas meroyeron por dentro, como un ácido,lo que explica mi envejecimientoinstantáneo. El médico me habíaavisado: A los veinte años será yael sosias del rey Lear. Me habríagus t a d o q u e v i e r a n c o n unaapariencia más petulante. ¿Tengo yol a culpa? D e entrada, contaba conuna salud estupenda y un ánimo debronce, pero he pasado por grandespenas. Tan agudas que me hicieronperder el sueño. A fuerza d e estarsiempre abiertos, s e me han hecho

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muy grandes los ojos. Me lleganhasta las mandíbulas. Algo más:basta con que mire o con que toqueun objeto para que se convierta enpolvo. En el salón, las flores semarchitaban. Las copas dechampán, dispersas por encima del a consola, d e l escritorio, d e lachimenea, eran la evocación de unafiesta muy antigua. Quizá el saraoque dio el 20 de junio de 1896 elseñor de Bel-Respiro en honor deCamille du Gast, bailarina de cake-w a l k . U n a sombrilla olvidada,

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colillas de cigarrillos turcos, unvaso de naranjada a medio beber.¿Era Philibert quien tocaba el pianohace un rato? ¿O la señorita Mylod’Arcille, que murió hace sesentaaños? La mancha de sangre medevolvía a preocupaciones máscontemporáneas. No sabía cómo sellamaba aquel desdichado. Separecía a Saint-Georges. Mientrasle daban una paliza había perdidouna estilográfica y un pañuelomarcado con las iniciales C. F.: lasúnicas huellas de su estancia en el

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mundo...Abría la ventana. Una noche de

verano tan azul, tan tibia queparecía sin mañana y que laspalabras «entregar el alma» y «darel último suspiro» se me venían enel acto al pensamiento. El mundo semoría de consunción. Una agoníadulcísima, lentísima. Las sirenas,para anunciar un bombardeo,sollozaban. Luego, no oía ya sino unredoble de tambor ahogado. Durabados o tres horas. Bombas defósforo. Al amanecer, París estaría

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cubierto de escombros. Qué se leva a hacer. Todo cuanto me gustabade mi ciudad hacía ya mucho que noexistía: la línea ferroviaria decircunvalación, el aerostato de LesTernes, la Villa Pompeyana y losBaños Chinos. Acaba porparecernos natural que las cosasdesaparezcan. Nada se librará delas escuadrillas. Yo ponía en filaencima del escritorio las figuritasde un juego de mahjong quepertenecía al hijo de la casa. Seestremecían las paredes. Se

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desplomarían de un momento a otro.Pero yo no había dicho la últimapalabra. De mi vejez, de mi soledadiba a brotar algo, como una pompaen la punta de una paja. Esperaba.De repente tomaba forma: ungigante pelirrojo, ciegoseguramente, ya que llevaba gafasoscuras. Una niña de rostroarrugado. Los llamaba Coco Lacoury Esmeralda. Míseros. Inválidos.Siempre silenciosos. Un soplo, unademán habrían bastado paraquebrarlos. ¿Qué habría sido de

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ellos sin mí? Al fin daba con unaexcelente razón para vivir. Quería amis pobres monstruos. Velaría porellos... Nadie podría nunca hacerlesdaño. Gracias al dinero que ganabaen la glorieta de Cimarosa comochivato y saqueador les garantizaríatodas las comodidades posibles.Coco Lacour. Esmeralda. Escogía al o s d o s seres má s desvalidos delmundo, pero n o había sensibleríaalguna en mi amor. Le habríapartido la boca a cualquiera que sehubiera permitido el mínimo

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comentario ofensivo acerca deellos. Sólo con pensarlo, meentraba una rabia asesina. Meachicharraban los ojos haces dechispas rojas. Me ahogaba. Nadiese metería con mis dos criaturas. Lapena que había reprimido hastaentonces se expandía en cataratasde las que tomaba mi amor sufuerza. Nadie resistía a esa erosión.U n amor t a n devastador que losreyes, los capitanes eximios, los«grandes hombres» se convertían,ante mi vista, en niños enfermos.

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Atila, Bonaparte, Tamerlán, Gengis,Ha r un al-Rashid, y tantos otroscuyas prendas fabulosas me habíanponderado. Me parecía que eran delo más diminutos, aquellossupuestos «titanes», y que dabanmucha pena. Completamenteinofensivos. Hasta tal punto que, alinclinarme sobre el rostro deEsmeralda, me preguntaba si no eraa Hitler a quien estaba viendo. Unaniñita abandonada. Hacía pompasde jabón con un aparato queacababa de regalarle. Coco Lacour

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encendía un puro. Desde que losconocía, nunca habían di cho unap a l a b r a . M u d o s seguramente.Esmeralda miraba boquiabiertacómo estallaban las pompas alchocar con la lámpara del techo.Coco Lacour estaba absortohaciendo redondeles de humo.Placeres modestos. Les tenía cariñoa esos pobres de espíritu míos. Yno es que aquellos dos seres mepareciesen más enternecedores nimás vulnerables que la mayoría delos hombres. TODOS me inspiraban

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una compasión maternal ydesconsolada. Pero Coco Lacour yEsmeralda, al menos, se quedabancallados. No se movían. El silencioy la inmovilidad tras soportar tantasv o c i f e r a c i o n e s y tantasgesticulaciones inútiles. N o sentíanecesidad de hablarles. ¿Para qué?Eran sordos. Y más valía. Si lecontase mi pena a uno de missemejantes, me dejaría actoseguido. Lo entiendo. Y, además,mi aspecto físico l e s resultade s a l e nta do r a l a s «almas

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gemelas». Un centenario barbudocon unos ojos que se le comen lacara. ¿Quién podría consolar al reyLear? Da igual. Lo importante:Coco Lacour y Esmeralda.Hacíamos en la glorieta deCimarosa vida de familia. Meolvidaba del Khédive y delteniente. Gángsters o héroes, metenían muy harto esos hombrecillos.Nunca había conseguido que meinteresaran sus historias. Hacíaproyectos para el futuro. Esmeraldaiba a ir a clase de piano. Coco

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Lacour jugaría conmigo al mahjongy aprendería a bailar swing. Queríamimar a mis dos gacelas, a mis dossordomudos. Darles una educaciónestupenda. N o paraba d e mirarlos.Mi amor por ellos se parecía al quesentía por mamá. En cualquier caso,mamá estaba a salvo: LAUSANA. Enc ua nd o a C o c o La c o ur y aEsmeralda, los protegía. Vivíamosen una casa tranquilizadora.Siempre me había pertenecido. ¿Midocumentación? Me llamabaMaxime de Bel-Respiro. Ante mí,

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el autorretrato de mi padre. Yademás: Des souvenirs

au fond de chaque tiroir, des parfumsdans les placards...1

Desde luego que no teníamosnada que temer. El tumulto, laferocidad del mundo morían ante laescalinata de la fachada del 3 bis.Las horas pasaban, silenciosas.Coco Lacour y Esmeralda subíanpara irse a la cama. Se dormirían

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enseguida. De todas las pompas quehabía hecho Esmeralda, aúnquedaba una, flotando por el aire.Subía hacia el techo, insegura. Yocontenía el aliento. Se rompía alchocar con la lámpara del techo. Yentonces todo estaba acabado ybien acabado. Coco Lacour yEsmeralda no habían existidonunca. Me quedaba solo en al salón,oyendo la lluvia de fósforo. Unúltimo pensamiento enternecidopara los muelles del Sena, laestación de Orsay y el ferrocarril

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del primer cinturón de cercanías. Y,luego, me encontraba solo y al cabode la vejez en una comarca deSiberia que se llama Kamchatka.No crece allí vegetación alguna. Unclima frío y seco. Noches deoscuridad tan cerrada que sonblancas. No hay quien viva en esaslatitudes y los biólogos hanobservado que el cuerpo humano sedesintegra en mil carcajadas,agudas, cortantes como cascos debotella. Se debe a lo siguiente: enesa desolación polar, uno se siente

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liberado de los últimos vínculosque lo ataban al mundo. Ya sólopuede morirse. D e risa. Las cincod e l a ma ñ a na . O quizá elcrepúsculo. Una capa de cenizacubría los muebles del salón. Yomiraba el quiosco de la glorieta y laestatua de ToussaintLouverture. Meparecía que tenía ante los ojos undaguerrotipo. Luego recorría lacasa, piso a piso. Maletas dispersaspor las habitaciones. No había dadotiempo a cerrarlas. En una de ellashabía un sombrero de amazona, un

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traje de cheviot color pizarra, elprograma amarillento de unespectáculo en el ThéâtreVentadour, una foto dedicada de lospatinadores Goodrich y Curtis, dosálbumes de recuerdo, unos cuantosjuguetes viejos. No me atrevía aregistrar las otras. Pululaban a mialrededor: de hierro, de mimbre, defibra de vidrio, de cuero de Rusia.Había varios baúles-armarioapilados a lo largo del pasillo. El 3bis se convertía en la inmensaconsigna de una estación. Olvidada.

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Esos equipajes no le interesaban anadie. Había, encerradas en ellos,muchas cosas muertas: dos o trespaseos con Lili Marlene por la zonade Les Batignolles, uncaleidoscopio que me regalaroncuando cumplí siete años, una tazade verbena que me alargaba mamáuna noche de no sé ya qué año...Todos los detalles pequeños de unavida. Me habría gustado hacer unalista completa y detallada. ¿Paraqué?

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Le temps passe tres viteet les années nous quittent... un jour...1

Me llamaba Marcel Petiot. Sóloentre todos esos equipajes. Inútilesperar. El tren no llegaría. Era unmuchacho sin porvenir. ¿Qué hicede mi juventud? Un día llegaba trasel anterior y yo los ibaamontonando en el mayor desorden.Bastaban para llenar alrededor decincuenta maletas. Soltaban un oloragridulce que me daba arcadas. Las

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dejaré. Aquí se quedarán para losrestos. Irme lo más deprisa quepueda de este palacete. Ya se estánagrietando las paredes y elautorretrato del señor de Bel-Respiro se convierte en polvo.Diligentes arañas tejen sus telasalrededor de las lámparas, subehumo del sótano, Seguramente seestán quemando allí unos cuantosrestos humanos. ¿Quién soy?¿Petiot? ¿Landru? En el pasillo, unvaho verde empapa los baúles-armario. Irme. Voy a ponerme al

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volante del Bentley que dejéaparcado anoche delante de laescalinata. Una última mirada a lafachada del 3 bis. Una de esascasas en donde sueña uno condescansar. Por desgracia, me habíametido con fractura. No había sitiopara mí en ella. Da igual. Giro elmando de la radio.

Pauvre Swing Troubadour...

La avenida de Malakoff. Elmotor no hace ruido. Me deslizopor un mar sin oleaje. Rumor de las

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frondas. Por primera vez en la vida,me siento en estado de completaingravidez.

Ton destin, SwingTroubadour...

Me detengo en la esquina de laplaza de Victor-Hugo con la callede Copernic. Me saco del bolsillointerior la pistola de culata demarfil engastada de esmeraldas quehe encontrado en la mesilla denoche de la señora de Bel-Respiro.

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... Plus de printemps, SwingTroubadour...

Dejo el arma en el asiento.Espero. Los cafés de la plaza estáncerrados. Ni un peatón. Un Citroën11 ligero de color negro, luego dos,luego tres, luego cuatro van avenidade Victor-Hugo abajo. Me late atoda prisa el corazón. Se acercan,aminoran la marcha. El primero separa al costado del Bentley. ElKhédive. Tiene la cara a pocoscentímetros de la mía, tras el

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cristal. Me mira fijamente con ojosd u l c e s . E nto nc e s m e d a laimpresión d e que s e me contrae laboca en un rictus espantoso. Elvértigo. Articulo con muchaclaridad para que pueda leer en loslabios: SOY LA PRIN-CE-SA-DE-LAM-BA-LLE. SOY LA PRIN-CE-SADE-LAM-BA-LLE. Cojo l a pistola, b a j o elcristal. Me mira sonriente como silo supiera desde siempre. Aprietoel gatillo. Lo he herido en elhombro izquierdo. Ahora me siguena distancia, pero sé que no escaparéd e ellos. Lo s cuatro automóviles

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avanzan juntos. En uno van lossicarios de la glorieta de Cimarosa:Breton, Reocreux, Codébo, Robertel Pálido, Danos, Gouari... Vital-Léca conduce el Citroën 11 delKhédive. Me ha dado tiempo a ver,en el asiento de atrás, a Lionel deZieff, a Helder y a Rosenheim.Subo por la avenida d e Malakoffhacia Trocadéro. D e l a cal le deLauriston sale un Talbot azulceniza: el de Philibert. Luego, elDelahaye Labourdette delexcomandante Costantini. Todos

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han acudido a la cita. Empieza lamontería. Voy muy despacio.Respetan mi ritmo. Parece uncortejo fúnebre. No me hagoninguna ilusión: los agentes doblesmueren antes o después, tras haberido retrasando el plazo con mil idasy venidas, ardides, mentiras yacrobacias. El cansancio llegaenseguida. Ya sólo queda tenderseen el suelo, jadeante, y esperar elarreglo de cuentas. Es imposiblelibrarse de los hombres. Avenidade Henri-Martin. Bulevar de

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Lannes. Voy al azar. Los otros mesiguen, a unos cincuenta metros. ¿Aqué medios van a recurrir paraacabar conmigo? ¿Me dará Bretonuna ración de generador eléctrico?Me consideran una capturaimportante: la «Princesa deLamballe», jefe de la OCS.Además, acabo de atentar contra elKhédive. Mi comportamiento debede parecerles curiosísimo: ¿no leshe entregado acaso a todos losCaballeros d e l a Sombra? Tendréque explicar ese pormenor. ¿Tendré

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fuerzas para ello? Bulevar dePereire. ¿Quién sabe? A lo mejor aun maniático le interesa dentro deunos años esta historia. Estudiará el«per í odo tur b i o » q u e vivimos,consultará periódicos viejos. Lecostará mucho definir mip e r s o n a l i d a d . ¿ Q u é papeldesempeñaba y o e n l a glorieta deCimarosa, en el seno de una de lasbandas más temibles de la Gestapofrancesa? ¿Y en la calle deBoisrobert, entre los patriotas de laOCS? Ni yo lo sé. Avenida de

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Wagram. La ville est comme ungrand manège

dont chaque tournous vieillit un peu...1

Disfrutaba d e Par í s p o r últimavez. Todas l a s calles, todos loscruces me despertaban algúnrecuerdo. Graff, en donde conocí aLili Marlene. El Hotel Claridge endonde vivía mi padre antes de huira Chamonix. El baile Mabille,donde iba a bailar con Rosita

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Sergent. Los demás me dejaban quesiguiera con mi recorrido. ¿Cuándodecidirían asesinarme? Susautomóviles seguían a unoscincuenta metros detrás de mí. Nosmetemos por los grandes bulevares.Una noche de verano como no habíavisto antes ninguna. Por lasventanas entornadas salen ráfagasde música. La gente está sentada enlas terrazas de los cafés o se paseaen grupo, indolentemente. Losfaroles se estremecen, se encienden.Mil farolillos arden bajo las hojas

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de los árboles. Brotan carcajadasde todas partes. Confeti y valsescon acordeón. Hacia el este, unosfuegos artificiales estallan enpalmeras de color rosa y azul. Meparece que estoy viviendo esosinstantes en pasado. Vamossiguiendo los muelles del Sena. Enla orilla izquierda, el piso en dondevivía con mi madre. Lascontraventanas están cerradas.

Elle est partie,changement d’adresse...1

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Cruzamos la plaza de LeChâtelet. Vuelvo a ver al teniente ya Saint-Georges, muertos en laesquina de la avenida d e Victoria.Correré l a misma suerte antes deque acabe la noche. A todo elmundo le llega la vez. Del otro ladodel Sena, un bulto oscuro: laestación de Austerlitz. Hace muchoque no funcionan los trenes. Muellede la Rapée. Muelle de Bercy. Nosestamos adentrando en barrios muydesiertos. ¿Por qué no aprovechan?Todos estos almacenes –a lo que

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me parece– son muy adecuadospara un arreglo de cuentas. Hace unclaro de luna tan hermoso quedec i d i mos d e c o m ú n acuerdocircular c o n l o s faros apagados.Charenton-le-Pont. Hemos salidode París. Me corren unas cuantaslágrimas. Yo quería a esta ciudad.Mi terruño. Mi infierno. Mi amantevieja y demasiado pintada.Champigny-sur-Marne. ¿Cuándovan a decidirse? Quiero acabar deuna vez. Desfilan por última vez losrostros de las personas a las que

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quería. Pernety: ¿qué ha sido de supipa y de sus zapatos de cueronegro? Corvisart: aquel inocentónme enternecía. Jasmin: un día,íbamos cruzando la plaza deAdolphe-Chérioux y me señaló unaestrella en el cielo: «EsBetelgeuse.» Me prestó la biografíade Henri de Bournazel. Al hojearla,me encontré dentro con una fotoantigua suya con traje de marinero.Obligado: su mirada triste. Me leíacon frecuencia párrafos de su diariopolítico. Esas hojas se están

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pudriendo ahora en lo hondo de uncajón. Picpus: ¿su novia? Saint-Georges, Marbeuf y Pelleport. Esosapretones de manos sinceros y esasmiradas leales. L o s paseos porVaugirard. Nuestra primera cita alpie de la estatua de Juana de Arco.La voz autoritaria del teniente.Acabamos de dejar atrásVilleneuve-le-Roi. Se me aparecenotros rostros. Mi padre, AlexandreStavisky. Se avergonzaría d e mí.Quería que ingresara e n Saint-Cyr.Mamá. Está en Lausana. Y puedo ir

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a reunirme con ella. Aprieto elacelerador. Dejo atrás a misasesinos. Tengo los bolsillos arebosar de billetes de banco.Suficientes para que hagan la vistagorda los aduaneros suizos máscelosos. Pero estoy demasiadoquemado . A s p i r o a l descanso.Lausana no me bastaría. ¿Sedeciden? Me fijo en el retrovisor enque el Citroën 11 del Khédive seacerca, se acerca. No. Frena derepente. Están jugando al gato y alratón. Yo oía la radio para pasar el

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rato.

Je suis seul ce soiravec ma peine...

C o c o Lacour y Esmeralda noexistían. Había dejado tirada a LiliMarlene. Había denunciado a losbuenos chicos de la OCS. Perdemosa mucha gente por el camino. Habíaque recordar todos esos rostros, nofaltar a las citas, cumplir laspromesas. Imposible. Estaba apunto de irme. Delito de huida. En

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ese juego acabas por perderte a timismo. En cualquier caso, nuncasupe quién era. Le doy permiso a mibiógrafo para que me llamesencillamente «un hombre»; no lova a tener fácil. No he sido capazde alargar el paso, el aliento y lasfrases. No entenderá nada de estahistoria. Yo tampoco. Estamos enpaz.

L’ H a ÿ - l e s - R o s e s . Hemoscruzado por otras poblaciones. Devez en cuando, el Citroën 11 delKhédive me adelantaba. El

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excomandante Costantini y Philibertcircularon a m i l a d o durante unkilómetro. Yo pensaba que ya habíallegado mi hora. Todavía no. Medejaban ganar terreno. Me doy conla frente contra el volante. A amboslados de la carretera hay chopos.Bastaría con un gesto torpe. Sigoadelante, durmiendo a medias.

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Los paseos decircunvalación

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Para Rudy Para Dominique

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¡Si yo tuviera antecedentes en unpunto cualquiera de la historia de

Francia!

Pero no, no hay nada.

RIMBAUD

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El más grueso de los tres es mipadre, y eso que había sido tanesbelto. Murraille s e inclina haciaé l como para decirle algo e n vozbaja. Marcheret, de pie, en segundoplano, esboza una sonrisa,abombando levemente el torso ycon las manos en las solapas de lachaqueta. No se puede especificarni el color de la ropa ni el del pelo.Da la impresión de que Marcheretlleva un traje príncipe de gales decor te mu y holgado y d e q u e esti rando a rubio. Son dignas de

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mención la mirada vivaz deMurraille y la mirada intranquila demi padre. Murraille parece alto ydelgado, pero ya se le haensanchado la parte inferior de lacara. A mi padre se le nota en todoque es un hombre que se desfonda.Salvo en los ojos, casidesorbitados.

Paneles de madera en las paredesy chimenea de ladrillo: es el bar deLe Clos-Foucré. Murraille tiene enla mano una c o p a . M i padretambién. No olvidemos el cigarrillo

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que le cuelga de los labios aMurraille. Mi padre se ha colocadoel suyo entre el anular y el meñique.Preciosismo hastiado. Al fondo dellocal, de tres cuartos, una siluetafemenina: Maud Gallas, que regentaLe Clos-Foucré. Los sillones dondese sientan Murraille y mi padre sonseguramente de cuero. Hay unimpreciso reflejo en el respaldo,inmediatamente debajo del sitio queo p r i me l a m a n o izquierda deMurraille. Al hacerlo, le rodea conel brazo la nuca a mi padre, con un

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ademán que podría ser de liberalamparo. Insolente, en esa muñeca,un reloj de esfera cuadrada.Marcheret, por el lugar en que estáy por la estatura atlética, tapa amedias a Maud Gallas y las filas debotellas de licores. Se divisa –sinque cueste demasiado esfuerzoen lapared, detrás de la barra, uncalendario de taco. Destaca conclaridad el número 14. Imposibleleer el mes o el año. Pero, si nosfijamos bien en esos tres hombres yen la silueta desenfocada d e Maud

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Gallas, no s parecerá q ue es unaescena que transcurre en un pasadoremoto.

Una foto antigua, encontrada porcasualidad en lo hondo de un cajóny a la que le limpias el polvodespacio. Cae la tarde. Losfantasmas han entrado, como suelen,en el bar de L e Clos-Foucré.Marcheret se ha acomodado en unabanqueta. Los otros dos hanpreferido los sillones colocadosjunto a l a chimenea. H a n pedidocócteles d e repugnante e inútil

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complicación que ha preparadoMaud Gallas con la ayuda deMarcheret, que le soltaba bromasde dudoso gusto llamándola «Maud,rica» o «mi Tonkinesa».1 Ella noparecía molesta y cuando Marcheretle metió una mano en l a blusa y lepalpó u n pecho –ademán q u e lomueve siempre a dar algo así comoun relincho–, se quedó impasible,c o n una sonrisa d e l a q ue cabríapreguntarse si expresaba desprecioo complicidad. E r a una mujer deunos cuarenta años, rubia y

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opulenta, de voz grave. El brillo delos ojos –¿son azul oscuro omalva?– sorprende. ¿A qué sededicaba Maud Gallas antes dehacerse cargo de la dirección deesa hospedería? A lo mismoprobablemente, pero e n París. Ellay Marcheret aluden con frecuenciaal Beaulieu, una sala de fiestas delbarrio de Les Ternes que cerró haceveinte años. La mencionan en vozbaja. ¿Chica de alterne? ¿Exartistade variedades? No cabe duda deque Marcheret l a c o no c e hace

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mucho. Ella lo llama Guy. Mientrasahogan unas risitas al preparar lasbebidas, entra Grève, el maître, quele pregunta a Marcheret: «¿Qué va aquerer comer dentro de un rato elseñor conde?» A lo que Marcheretcontesta invariablemente: «El señorconde tomará mierda»; y saca labarbilla, guiña los ojos y arruga lacara con fastidio y suficiencia. Enese momento, mi padre sueltasiempre unas risitas pa r a dejarleclaro a Marcheret que valora esasalida y l o tiene a él , a Marcheret,

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p o r el hombre más ingenioso delmundo. Éste, encantado de laimpresión que l e causa a mi padre,l o increpa: « ¿A que tengo razón,Chalva?» Y a m i padre l e faltatiempo para contestar: «¡Ya lo creo,Guy!» A Murraille ese sentido delhumor lo deja frío. La noche en queMarcheret, más lanzado que decostumbre, afirmó, levantándole lasfaldas a Maud Gallas: «¡Esto es unmuslo!», Murraille p us o una vozchillona de charla mundana:«Discúlpelo, mi querida amiga,

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s i gue pensando q u e e s t á e n laLegi ón.» ( E s t e comentario nosbrinda una nueva perspectiva de lap e r s o na l i d a d d e Marcheret.)Murraille, en lo que a é l se refiere,adopta maneras de noble. Seexpresa con palabras escogidas,modula los tonos de voz para quesean lo más aterciopelados posibley echa mano de algo así como unaelocuencia parlamentaria.Acompaña lo que dice conademanes amplios, no descuidaningún recurso expresivo de la

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barbilla o de las cejas y, con muchafrecuencia, imita con los dedos elmovimiento de un abanico que seabre. Es rebuscado e n e l vestir:paños ingleses, camisas y corbatasque conjunta en camafeossutilísimos. ¿Por qué entonces flotaa su alrededor ese aromademasiado insistente a perfume deChipre? ¿Y esa sortija de sello deplatino? Volvamos a observarlo:tiene la frente despejada y, en losojos claros, una jovial expresión desinceridad. Pero, más abajo, el

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cigarrillo que cuelga le hace aúnmenos firme la boca. Laarquitectura enérgica del rostro sedesintegra a la altura de lasmandíbulas. La barbilla es huidiza.Oigámoslo: la voz se le pone aveces ronca y se agrieta. Endefinitiva, es para preguntarse,intranquilos, si no está cortado en elmismo paño tosco que Marcheret.

Esta impresión se confirma si losmiramos a ambos al acabar la cena.Están sentados juntos, enfrente demi padre, a quien sólo s e l e v e la

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nuca. Marcheret habla muy alto y lerestalla la voz. Se le sube la sangrea las mejillas. También Murraillealza el tono, y la risa, estridente,tapa la r i s a m á s gutur a l deMarcheret. S e cruzan guiños y sepropinan fuertes palmadas en elhombro. Surge entre ellos unacomplicidad cuya razón noconseguimos captar. Habría queestar sentado a l a mesa con ellos yno perderse nada de lo que dicen.Desde lejos llegan unos cuantosr e t a z o s , i n s u f i c i e n t e s y

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desordenados. Ahora mantienen unconciliábulo y sus cuchicheos sepierden en este comedor amplio ydesierto. De la lámpara de broncedel techo cae sobre las mesas, lospaneles de madera, el armario dedos puertas y las cabezas de ciervoy de corzo colgadas en las paredes,una luz cruda. Los oprime como sifuera de algodón y l e s ahoga elsonido de la voz. Ni una mancha desombra. Salvo la espalda de mipadre. Es para preguntarse por quélo respeta la luz. Pero la nuca

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resalta con nitidez bajo losdestellos de la lámpara y divisamosincluso una cicatriz pequeña ysonrosada en el centro. Y esa nucase agacha de tal forma que pareceestarse brindando a una cuchillainvisible. Mi padre bebe cuantaspalabras dicen. Adelanta la cabezahasta ponerla a pocos centímetrosde las de ellos. Si se descuidara,pegaría la frente a la de Murraille oa la de Marcheret. Cuando la carade mi padre se propasa algo alacercarse a l a suya, Marcheret le

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agarra la mejilla entre el pulgar y elíndice y se la retuerce despacio. Mipadre se aparta en el acto, peroMarcheret no suelta la presa. Lotiene sujeto así durante unos cuantosminutos y aumenta la presión de losdedos. No cabe duda de que mipadre nota un dolor agudo. Lequeda luego una señal roja en lamejilla. Se la toca con mano furtiva.Marcheret le dice: «Para queescarmientes de ser demasiadocurioso, Chalva...» Y mi padrecontesta: «Ya lo creo, Guy... Es

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verdad, Guy...» Sonríe.Grève trae licores. La forma de

andar y los ademanes ceremoniososcontrastan con la falta decompostura de los tres hombres yde la mujer. Murraille, apoyando labarbilla en la palma de la mano,con mirada laxa, da una impresiónde total dejadez. Marcheret se haaflojado el nudo de la corbata yapoya todo el peso en el respaldode la silla, de forma tal que la tienee n equilibrio e n d o s patas. Unoteme continuamente que la silla se

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caiga hacia atrás. En cuanto a mipadre, se inclina hacia ellos con talafán que casi toca la mesa con elpecho y bastaría con darle unpapirotazo para que se desplomaseencima de los cubiertos. Las pocasfrases que es posible pescar son lasque suelta Marcheret con vozpastosa. Al cabo de un momento, yano emite sino gorgoteos. ¿Será lacena demasiado copiosa (siemprepiden platos c o n s a l s a y variasclases de caza) o será el abuso enla bebida (Marcheret exige

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borgoñas densos de antes de laguerra) lo que causa en todos eseestado de estupor? A su espalda,Grève está muy tieso. Deja caer,dirigiéndose a Marcheret: «¿Deseaalgún otro licor el señor conde?»,acentuando todas y cada una de lassílabas de «señor conde». Articulacon insistencia aún mayor: «Bien,señor con-de.» ¿Quiere llamar aMarcheret al orden y notificarle queun noble no debería caer en elrelajo en que cae él?

Por encima de la silueta rígida de

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Grève, sobresale de la pared unacabeza de corzo, igual que unmascarón de proa, y el animal mirafijamente a Marcheret, a Murrailley a mi padre c o n l a totalindiferencia d e sus ojos d e cristal.La sombra de los cuernos dibuja enel techo un entrelazado gigantesco.Disminuye la luz. ¿Un bajón delfluido eléctrico? Se han quedadopostrados y silenciosos en lapenumbra, que los roe. Otra vez esaimpresión de estar mirando una fotoantigua, hasta que Marcheret se

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levanta, pero de forma tan bruscaque, a veces, se pega con la mesa.Entonces todo vuelve a empezar. Lalámpara y los apliques recuperan elresplandor. Ni una sombra ya. Nadaestá ya borroso. E l mínimo objetos e r e c o r ta c o n preci s ión casiinsoportable. Los ademaneslánguidos vuelven a ser secos eimperiosos. Incluso mi padre seyergue, como a la voz de «firmes».

Van hacia la barra, por supuesto.¿Adónde ir? Murraille le ha puestoa mi padre una mano amistosa en el

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hombro y le habla, con el cigarrilloen la boca, para convencerlo dealgo de lo que ya habían tratado. Sedetienen un momento a pocosmetros de la barra, junto a la que yase ha a c omod a do Marcheret.Murraille se inclina hacia mi padrey adopta el tono confidencial dequien ofrece unas garantías a lasque es imposible resistirse. Mipadre asiente con la cabeza; el otrole palmea el hombro como si porfin estuvieran de acuerdo.

Se han sentado los tres ante la

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barra. Maud Gallas tiene puesta laradio en sordina, pero, cuando legusta una canción, gira el mando dela p a r a to y s u b e e l volumen.Murraille, por lo que a él se refiere,estará muy atento al comunicado delas once de la noche que recalca lavoz seca de un locutor. Viene luegola sintonía que anuncia el final de laemisión. Una musiquita triste einsidiosa.

Otro prolongado silencio antesde que cedan a los recuerdos y lasconfidencias. Marcheret dice que a

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los treinta y seis años es un hombreacabado y se queja de que tienepaludismo. Maud Gallas rememoral a noche e n que entró de uniformeen el Beaulieu y la orquesta zíngara,para saludarlo, maulló el Himno dela Legión. Una de nuestrashermosas noches d e antes d e laguerra, d i c e c o n ironía mientrasdesmenuza un cigarrillo. Marcheretalza la vista para mirarla de formapeculiar y dice que a él la guerra leimporta un carajo. Y que todopuede empeorar si quiere y que no

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va con él. Y que a él, el conde GuyFrançois Arnaud de Marcheretd’Eu, nadie le puede dar lecciones.Lo único que le interesa es «elchampán que le burbujea en lacopa», con el que le salpicarabiosamente la pechera a MaudGal las . Murrail le d i c e : «Venga,venga...» Que no, que no, que suamigo no es un hombre acabado. Y,antes de nada, ¿qué quiere decir«acabado»? ¿Eh? ¡Nada! Afirmaque su queridísimo amigo tiene aúnpor delante años espléndidos. Y,

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desde luego, puede contar con elafecto y el apoyo de «JeanMurraille». Por lo demás, ¿acasoél, «Jean Murraille», se lo piensa nipor un momento a la hora deconcederle la mano de su sobrina aG uy d e Marcheret? ¿Eh? ¿Acasoiba él a casar a su sobrina con unhombre acabado? ¿Eh? Se vuelvehacia los otros como paradesafiarlos a que digan lo contrario.¿Eh? ¿Qué mejor prueba deconfianza y amistad puede darle?¿Acabado? ¿Qué quiere decir

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acabado? Estar «acabado» esestar... Pero se queda mudo. No dacon una definición y se encoge dehombros. Marcheret lo observa muyatento. Si Guy no ve inconvenienteen ello, exclama entoncesMurraille, como si se adueñara deél la inspiración, llevará de testigoa Chalva Deyckecaire. Y Murrailleseñala a mi padre, cuyo rostroilumina en el a c t o una g r a d e c i m i e n t o ardiente.Celebrarán l a boda dentro dequince días en Le Clos-Foucré. Las

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amistades vendrán desde París. Unafiestecita familiar que cimentará sualianza. ¡Murraille-Marcheret-Deyckecaire! ¡Los tresmosqueteros! ¡Por lo demás, todova bien! No hay motivo alguno paraque Marcheret se preocupe. «Lostiempos andan revueltos», pero «eldinero corre a raudales». Ya se vanperfilando todo tipo de apaños «acual más interesante». Guy cobrarásu parte de los beneficios. «Atocateja.» ¡Zas! El conde bebe a lasalud de Murraille (por cierto, aquí

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hay algo curioso: la diferencia deedad entre Murraille y él no debede ser de más de diez años...) ymanifiesta, alzando la copa, queestá feliz y orgulloso de casarse conAnnie Murraille porque «tiene lasnalgas más rubias y más calientesde París».

Maud Gallas se ha espabilado yle pregunta qué le va a regalar a sufutura esposa por la boda. Un visónplateado y dos pulseras de oromacizo y de eslabones grandes quele han costado «seis millones al

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contado».Acaba de traer de París un

maletín lleno hasta arriba dedivisas extranjeras. Y de quinina.El puñetero paludismo.

–De lo más puñetero, desdeluego –dice Maud.

¿Dónde conoció a AnnieMurraille? ¿Cómo? ¿A AnnieMurraille? ¡Ah! ¡Dónde la conoció!En Langer, un restaurante d e LesChamps-Élysées. ¡A fin de cuentas,verdad, conoció a Murraille por susobrina! (Suelta la carcajada.) Fue

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un auténtico flechazo y pasaron elresto de la velada a solas en LePoisson d’Or. Da muchos detalles,se arma un lío, vuelve a dar con elhilo de la historia. Murraille, que,de entrada, le prestaba una atenciónrisueña, prosigue ahora con mipadre la conversación iniciada alacabar la cena. Maud escuchapacientemente a Marcheret, cuyorelato se desfleca en dichos deborracho.

Mi padre mueve la cabeza. Se lehan hinchado más las bolsas que

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tiene debajo de los ojos, con lo queparece tremendamente cansado.¿Qué papel desempeña exactamentejunto a Murraille y Marcheret?

Se va haciendo tarde. MaudGallas acaba de apagar la lámparagrande que hay junto a la chimenea.Una seña, sin lugar a dudas, paraque entiendan que es hora de irse.En la sala no hay ya más luz que lad e l o s d o s apliques con pantallaroja que están en la pared delfondo, y mi padre, Murraille yMarcheret vuelven a sumirse en la

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penumbra.Detrás de la barra queda aún una

zona pequeña de luz en cuyo centroestá, quieta, Maud Gallas. Se oye elcuchicheo de Murraille. La voz deMarcheret, cada vez más titubeante.Se deja caer como un bulto desde labanqueta, recupera el equilibrio demilagro y se apoya en el hombro deMurraille para no tropezar. Seencaminan inseguros hacia lapuerta. Maud Gallas los acompañahasta el umbral. El aire de fuerareanima a Marcheret. Le dice a

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Maud Gallas que si se siente sola,Maud, rica, no tiene más que darleun telefonazo; que la sobrina deMurraille tiene las nalgas másr ubi as d e Pa r í s , p e r o q u e losmuslos d e el la, de Maud Gallas,son «los más misteriosos de Seine-et-Marne». Le pasa un brazo por lacintura y empieza a sobarla hastaq u e s e i n t e r p o ne Murraillediciendo: «Chisss... chisss...» Maudvuelve a entrar y cierra la puerta.

Ahí estaban los tres en la callemayor del pueblo. A ambos lados,

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las recias casas dormidas,Murraille y mi padre iban delante.Marcheret, con voz ronca, cantabaLe Chaland qui passe. Se abrierona medias algunas contraventanas ys e asomó u n a cabeza. Marcheretincrepó entonces fogosamente alc ur i o s o mi e ntr a s Mur r a i l l e seesforzaba por calmar a su futuro«sobrino».

Villa Mektoub es la última casa ala izquierda, precisamente en laslindes del bosque. De apariencia,es una componenda entre el

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bungalow y el pabellón de caza. Alo largo de la fachada, una veranda.Es Marcheret quien la ha bautizadocon el nombre de Villa Mektoub enrecuerdo de la Legión. La portaladaestá blanqueada con cal. Clavadaen una de las hojas de la puerta hayuna placa de cobre en donde estángrabadas las palabras «VillaMektoub» en letras góticas.Ma r c he r e t h a ma nd a d o alzaralrededor de todo el parque unaempalizada de teca.

Se separan ante la portalada.

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Murraille le da una palmada en laespalda a mi padre y le dice:«¡Hasta mañana, Deyckecaire!» YMarcheret espeta: «¡Hasta mañana,Chalva!», según entorna la hoja dela puerta con el hombro. Se internanpor el paseo. Mi padre se quedaquieto. Con frecuencia haacariciado la placa con manodeferente y ha pasado el índice porel perfil de los caracteres góticos.La grava cruje bajo los pies de losotros dos. La sombra de Marcheretse recorta por un momento en el

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centro de la veranda. Vocifera:«¡Que sueñes cosas bonitas,Chalva!» y suelta la carcajada. Seoye cerrarse una puerta cristalera.El silencio.

Mi padre irá ahora calle mayorarriba y girará a la izquierda. Uncamino de campo en cuesta pocopronunciada. El «Chemin duBornage». Lo bordean fincassuntuosas con grandes parques. Aveces aminora el paso y alza elrostro al cielo, como sicontemplase la luna y las estrellas;

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u observa, pegando la frente a lasverjas, el bulto oscuro de una casa.Sigue andando luego, pero conindolencia, como si no tuviera metaconcreta. E n e s e mome nto escuando habría que abordarlo.

Se para, empuja la portalada deLe Prieuré, una curiosa villa deestilo neorrománico. Antes deentrar, titubea un momento. ¿Lepertenece esta villa? ¿Desdecuándo? Vuelve a cerrar laportalada y cruza despacio elcésped, de camino hacia la escalera

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de la fachada. Lleva la espaldaencorvada. Qué triste parece eseseñor grueso en la oscuridad de lanoche...

E s , de s de luego, u n o d e lospueblos má s bonitos de Seine-et-Marne, y uno de los que tienenmejor situación: en las lindes delbosque de Fontainebleau. Algunosparisinos tienen allí casas decampo, pero ya no se los ve,seguramente «debido al giropreocupante que están tomando los

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acontecimientos».Los señores Beausire, los dueños

de la hospedería de Le Clos-Foucré, se fueron el año pasado.Dijeron que iban a tomarse undescanso en casa de sus primos, enLoire-Atlantique, pero todo elmundo entendió a la perfección quesi se iban de vacaciones era porquelos clientes habituales escaseabancada vez más. Cuesta entender que,desde ese momento, lleve Le Clos-Foucré una señora que ha venido deParís. Dos señores, también

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parisinos, han comprado la casa dela señora Lamiroux, a orillas delbosque. (Hacía casi diez años queesa señora no vivía ya en ella.) Elmás joven –por lo visto– sirvió enla Legión Extranjera. El otro pareceser que dirige un semanario enParís. Uno de sus amigos se hainstalado también en Le Prieuré, lacasa solariega de los Guyot. ¿Lahabrá alquilado? ¿O se estáaprovechando de que esa familia noestá? (Los Guyot se han ido a vivira Suiza por tiempo indeterminado.)

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Se trata de un hombre corpulento detipo oriental. Él y sus dos amigosdisponen de unos ingresos muyelevados, pero esas fortunas suyasson por lo visto bastante recientes.Pasan aquí los fines de semana,como las familias burguesas entiempos más serenos. El viernes porla noche llegan de París. El que fuelegionario va a toda mecha por lacalle mayor al volante de un Talbotbeige y frena muy bruscamentedelante de Le Clos-Foucré. Pocosmomentos después, el sedán del

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otro aparca también a la altura de lahospedería. Tienen invitados. Esapelirroja a la que se ve siempre conpantalón de montar. El sábado porla mañana da un paseo por elbosque y, cuando vuelve alpicadero, los mozos de cuadra seapresuran a atenderla y cuidan deforma muy particular a su caballo.Por la tarde, va calle mayor abajo yla sigue un setter irlandés cuyopelaje llameante entona (¿será unrefinamiento?) con las botasleonadas y la melena pelirroja. La

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acompaña con gran frecuencia unajoven rubia, la sobrina del directordel semanario por lo visto. Vasiempre con abrigo de piel. Lasmujeres se dejan caer un rato por latienda de antigüedades de la señoraBlairiaux y escogen algunas joyas.La pelirroja compró un armariogrande de estilo Luis XV chino parael que no encontraba comprador laseñora Blairiaux porque pedíamucho por él. Cuando vio que sucliente le alargaba dos millones enmetálico pareció intimidada. La

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pelirroja dejó los fajos de billetesen una estantería. Luego, unacamioneta recogió el armario y lollevó a la villa de la señoraLamiroux (desde que residen enella el director del semanario y elexlegionario la han bautizado VillaMektoub). La gente se ha fijado enque esa camioneta lleva conregularidad a Villa Mektoubobjetos artísticos y cuadros con losque arrambla la pelirroja en lassubastas de la comarca; el sábadopor la noche, vuelve en coche desde

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Melun o desde Fontainebleau con eldirector del semanario. Va detrás lacamioneta, cargada con un auténticobatiburrillo: muebles rústicos,vajillas, arañas, cuberterías deplata, que almacenan en la villa. Esalgo que tiene muy intrigada a lagente del pueblo. Les gustaría sabermás de esa pelirroja. No vive enVilla Mektoub, sino en Le Clos-Foucré. Aunque se intuye que entreel director del semanario y ella hayvínculos muy estrechos. ¿Es amantesuya? ¿Una amiga? Dicen q ue el

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exlegionario, a l parecer, es conde.Y que el señor corpulento de LePrieuré se llama, por lo visto,«barón» Deyckecaire. ¿Son deverdad esos títulos? Ninguno de losdos encaja c on l a idea que sueletenerse de los auténticosaristócratas. Hay en sucomportamiento algo sospechoso.¿A lo mejor pertenecen a unanobleza extranjera? ¿Ac a s o hayquien oyó u n d í a q ue el «barón»Deyckecaire le decía al director delsemanario –y además alzando el

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tono de voz–: «No tiene ningunaimportancia, soy ciudadano turco»?Por lo que al «conde» se refiere,ha b l a fr ancés c o n l e v e acentobarriobajero. ¿Una costumbre queadquirió en la Legión? La pelirrojaparece aficionada a exhibirse; encaso contrario ¿por qué iba a llevartodas esas joyas que se dan decachetes con el atuendo de montar?En cuanto a la joven rubia, extrañaverla arropada en un abrigo depieles en el mes de junio. No debede soportar el aire del campo. Han

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visto su foto en un Ciné-Miroir.¿Sigue siendo actriz? Pasea muchasveces con el exlegionario, va de subrazo y le apoya la cabeza en elhombro. Por lo visto son novios.

Vienen más personas a pasaraquí el sábado y el domingo. Eldirector del semanario recibe confrecuencia hasta a veinte invitados.Uno acaba por familiarizarse con lamayoría de ellos, pero costaríaponerle un nombre a cada silueta.No han tardado en correr por elpueblo los rumores más

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sorprendentes. El director delsemanario organizaba fiestassingulares e n Vi l la Mektoub. Pore s o acudía desde París «toda esagente tan peculiar». La mujer queregentaba Le Clos-Foucré enausencia de los Beausire eraseguramente la exencargada de unburdel. Por lo demás, Le Clos-Foucré se iba pareciendo a unlupanar albergando a una clientelaasí. También se preguntaba la gentepor qué arte de birlibirloque habíatomado posesión el «barón»

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Deyckecaire de Le Prieuré. Leveían pinta de espía. Seguramenteel «conde» se había alistado en laLegión para huir de la justicia. Eldirector del semanario se dedicaba,junto con la pelirroja, a unosnegocios muy turbios. Ambosorganizaban las orgías de VillaMektoub en las que el director delsemanario metía a su sobrina. Novacilaba en arrojarla en brazos del«conde» y de aquellos cuyacomplicidad quería garantizarse. Enpocas palabras, la gente estaba

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acabando por pensar que el pueblo«estaba en manos de una banda degángsters». Un testigo bieninformado, como dicen en lasnovelas policíacas, pensaría en elacto, al observar al director delsemanario y a los de su entorno, enla «fauna» que frecuenta algunosbares de Les Champs-Élysées. Supresencia desentona aquí. Lasnoches en que son muchos cenantodos en Le ClosFoucré y seencaminan luego, por grupitos, enun cortejo a retazos, hacia Villa

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Mektoub. Todas las mujeres sonpelirrojas o rubias platino, todoslos hombres llevan ropa chillona.El «conde» abre la marcha con elbrazo envuelto en una bufanda deseda blanca, como si acabaran deherirlo en una escaramuza.¿Pretende recordar así su pasado delegionario? Ponen la música muyalta, porque bocanadas de rumba yde jazz-hot y retazos de cancionesle llegan a uno si está en la callemayor. Y si alguien se para cercade la villa los verá bailar detrás de

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las puertas acristaladas.Una noche, a eso de las dos,

oyeron gritar: «¡Cabrón!» con vozestridente. Era la pelirroja, quecorría con los pechos fuera delescote. Alguien la perseguía.Volvió a gritar: «¡Cabrón!» Luegosoltó la carcajada.

Al principio, los del puebloabrían las contraventanas. Luego seacostumbraron a l escándalo quemetían todos esos recién llegados.Vivimos en unos tiempos en queuno acaba por no asombrarse ya de

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nada.

Esta revista la fundaron hacepoco puesto que lleva el número57. El título: C’est la vie, estalla encaracteres blancos y negros. En lacubierta, un cuerpo femenino en unapostura sugestiva. Podría pensarseque se trata de una publicaciónpicante si las palabras «Semanariode actualidad política y mundana»no anunciasen ambiciones máselevadas.

En la primera página, el nombre

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del director: Jean Murraille. Luego,bajo la rúbrica: Equipo deredacción, la lista de loscolaboradores, alrededor de diez,todos ellos desconocidos. Pormucho que se hurgue uno en lamemoria no recuerda haber vistoesas firmas en parte alguna. Dosnombres, en el mejor de los casos,podrían despertar un vago recuerdo.Jean Drault y Mouly de Melun:aquél, un escritor de folletines deantes de la guerra, autor de Elsoldado Chapuzot; éste, un

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corresponsal conocido deL’Illustration. Pero ¿y los demás?¿Ese misterioso Jo-Germain, porejemplo, que firma en primerapágina una crónica dedicada alrenacimiento de la primavera?Escrita en un francés aliñado deafeites, concluye: «¡Sentíosalegres!» Varias fotos que muestrana jóvenes muy poco vestidasilustran el artículo.

En la segunda página: los «Ecosindiscretos». Se trata de unospárrafos que llevan todos ellos

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títulos incitantes. Alguien queresponde al nombre de RobertLestandi escribe en ellos las frasesmás escabrosas acerca depersonalidades de la política, lasartes y el espectáculo y cae inclusoen consideraciones que tienen quever con el chantaje. Unos cuantosd i buj o s «humorísticos» trazadoscon tinta siniestra llevan la firma deun tal Le Houleux. Lo que vienedespués también reserva no pocassorpresas, desde el «editorial»político hasta los «reportajes»,

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pasando por las cartas de loslectores. El «editorial» del número57 es un tejido de injurias y deamenazas que redacta «FrançoisGerbère». Leemos en él frases talescomo: «Los fámulos caenfácilmente en el robo.» O también:«Otros responsables tienen quepagar. ¡Y pagarán!» ¿Responsablesde qué? «François Gerbère» n o loespeci fica. E n c u a n t o a los«reporteros», van derechos a lostemas má s equívocos. E l número57, por ejemplo, ofrece: «La novela

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real de una joven de color en elmundo del baile y del placer. París,Mar s e l l a , Berlín.» La mismamentalidad deplorable en las«Cartas de los lectores» e n dondeu n corresponsal pregunta s i «uncocimiento de moscas cantáridasincorporado a un alimento o a unabebida trae consigo que unapersona del sexo débil ceda en elacto». Jo-Germain contesta apreguntas de esta laya en un estiloflorido.

L a s d o s ú l ti mas pági nas se

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reservan para l a rúbrica «¿Qué hayd e nuevo?». U n anónimo «señorTodo-París» describedetalladamente los acontecimientosmundanos de la semana.¿Mundanos? Pero ¿de qué mundoestamos hablando? En la reaperturadel cabaret Jane Stick de la calle dePonthieu (el acontecimiento más«parisino», al menos en opinión delcronista), «llamaba la atención lapresencia de Osvaldo Valenti y deMonique Joyce». Entre las demás«personalidades» a las que cita el

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«señor Todo-París»: la condesaTcher ni cheff, M a g Fontanges,Vi o l e t te Morriss; «el escritorBoissel, autor de Las cruces desangre; el as de la aviaciónCostantini; Darquier d e Pellepoix,abogado de sobra conocido; elprofesor de antropologíaMontandon; Malou Guérin; Delvaley Lionel de Wiet, directoresteatrales; los periodistas Suaraize,Maulaz y Alain-Laubreaux». Pero,según él, «la mesa más animada fuela del señor Jean Murraille». Para

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ilustrar tales dichos, una fotografíaen la que reconocemos a Murraille,a Marcheret, a la pelirroja quesigue andando por ahí vestida contraje de montar (se llama SylvianeQuimphe) y, finalmente, a mi padre,a quien continúan citando con elnombre de «barón Deyckecaire».«Todos ellos», indica elcomentarista, «imponen en JaneStick el cálido e ingenioso ambientede las noches parisinas.» Otras dosfotos muestran una vista panorámicad e l a velada. L a penumbra, las

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me s a s q u e o c up a n unas cienpersonas con esmoquin y vestidosescotados. Debajo de todas lasfotos, un pie: «El escenario seilumina, se abre el telón,desaparece el entarimado, surge unaescalera cubierta de bailarinas...Empieza la revista En nuestroespejo» y «Elegancia, ritmo, luz.¡Esto es París!». No. Hay algosospechoso en esa reunión.¿Quiénes son esas personas? ¿Dedónde salen? ¿El «barón»Deyckecaire, por ejemplo, allí, al

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fondo, con esa cara gruesa y esebusto levemente desplomado tras uncubo para el champán?

–¿Le parece interesante?E n l a f o t o , a h o r a d e tono

apagado, u n individuo de edadmadura está frente a un hombrejoven cuyos rasgos ya no sedistinguen. Alcé la cabeza. Estabade pie ante mí; no lo había oídollegar desde lo hondo de los años«turbios». Lanzó una ojeada a lasección «¿Qué hay de nuevo?» para

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saber qué me tenía tan absorto.Desde luego, me había pillado conla nariz casi pegada a lapublicación como si me lasestuviera viendo con un grabado degran rareza.

–¿Le interesa la vida mundana?–No particularmente, caballero –

tartamudeé.Me tendió la mano.–¡Jean Murraille!Me levanté, haciendo gala de la

mayor de las sorpresas.–¿Es usted quien dirige esta...?

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–En persona.Dije, al azar:–Encantado. –Y luego, con

esfuerzo–: Me gusta mucho susemanario.

–¿En serio?Sonreía. Dije:–Sí, está hecho cojonudamente.Pareció extrañado al oír esa

palabra vulgar que yo empleabaintencionadamente para crear unacomplicidad entre nosotros.

–Está hecho cojonudamente estesemanario suyo –repetí adoptando

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una expresión pensativa.–¿Es usted del oficio?–No.Estaba esperando que le

concretara algo, pero me quedécallado.

–¿Un cigarrillo?Se sacó del bolsillo un mechero

de platino que abrió con gestobreve. Le colgaba un cigarrillo dela comisura de los labios, como sifuera a seguir colgando toda laeternidad.

Titubea:

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–¿Ha leído el editorial deGerbère? A lo mejor no está deacuerdo con la orientación...política de la publicación.

–No me meto en política –contesté.

–Le hago la pregunta –sonreía–porque me gustaría saber la opiniónde un chico joven...

–Gracias.–He tardado muy poco en

conseguir colaboradores...formamos u n equipo homogéneo.H a y periodistas que proceden de

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todas las orientaciones. Lestandi,Jo-Germain, Gerbère, Georges-Anquetil... A mí tampoco me gustagran cosa la política. ¡Qué aburridala política! –Risa breve–. Lo que leinteresa al público son los chismesy los reportajes. ¡Y sobre todo lasfotos! ¡Las fotos! ¡He escogido unamodalidad... alegre!

–La gente necesita relajarse «enuna época como la que vivimos» –comenté...

–¡Estamos completamente deacuerdo!

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Respiré hondo. Y dije con vozentrecortada:

–Lo que más me gusta de estesemanario suyo son los «chismesindiscretos» de Lestandi. ¡Muybien! ¡Tienen mucha vida!

–Lestandi es un individuotemible. No siempre coincido consus opiniones políticas. ¿Y usted?

Esa pregunta me pillaba deimproviso. Clavaba en mí los ojosazul claro y me di cuenta de quetenía que contestarle enseguida,antes de que apareciese entre

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ambos una incomodidadinsoportable.

–¿Yo? Pero si yo, fíjese, soynovelista cuando no tengo nadamejor que hacer.

El aplomo con que solté aquellafrase me dejó asombrado.

–¡Pues eso es muy, muy, pero quemuy interesante! ¿Y tiene ya algopublicado?

–Dos cuentos en una revistabelga, el año pasado.

–¿Está aquí de vacaciones?Había hecho la pregunta con

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mucha brusquedad, como si derepente desconfiase de mí.

–Sí.Estaba a punto de añadir que ya

nos habíamos cruzado en el bar y enel comedor.

–Es un sitio tranquilo, ¿verdad? –Aspiraba e l humo del cigarrillonervioso–. He comprado una villa aorillas del bosque. ¿Vive usted enParís?

–Sí.–Dejando aparte sus actividades

literarias –hizo hincapié en la

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palabra «literarias» y le noté unpunto de ironía en la voz–, ¿tiene untrabajo habitual?

–No. Resulta difícil ahoramismo.

–Estamos viviendo u n a épocamuy curiosa. Me pregunto cómo vaa acabar todo esto. ¿Y usted?

–Mientras tanto hay que disfrutarde la vida.

Este comentario le agradó. Soltóla carcajada.

–¡Después de nosotros eldiluvio! –Y me dio una palmada en

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el hombro–. ¡Mire, lo invito a cenaresta noche!

Dimos unos cuantos pasos por eljardín. Para mantener viva laconversación, le dije que el aire eramuy templado al final de la tarde yque tenía una de las habitacionesmás agradables de la hospedería,una de las que daban directamente ala veranda.

Añadí q ue L e Clos-Foucré merecordaba m i infancia porquetiempo atrás venía aquí con muchafrecuencia con mi padre. Le

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pregunté si estaba contento con suvilla. Le habría gustado disfrutarmás de ella, pero el semanario lotenía acaparado. Además, era untrabajo que le agradaba. Y a Parístampoco le faltaba encanto. Nossentamos a una de las mesas. Vistadesde el jardín, la hospedería teníaun aspecto campesino y pudiente yno dejé de comentárselo. La gerente(él la llamaba Maud) era, me dijo,una amiga muy antigua. L e habíaaconsejado que comprase l a villa.Yo habría querido que me

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especificase unas cuantas cosasacerca de aquella mujer, pero temíaque mi curiosidad le parecierasospechosa.

Llevaba mucho tiempoelaborando los planes más diversospara entrar en contacto con ellos.Primero pensé en la pelirroja. Senos había cruzado la mirada envarias ocasiones. ¡Habría resultadof á c i l h a b l a r c o n Marcheretsentándose a su lado en la barra!Imposible acercarse directamente am i p a d r e , q u e e r a d e natural

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desconfiado. En cuanto a Murraille,m e intimidaba. ¿C o n q u é rodeopodría entablar conversación? Y,e n definitiva, e r a é l quien habíaresuelto el problema. Me cruzó unaidea por la cabeza. ¿Y si hubiesedado el primer paso para saber aqué atenerse respecto a mí? ¿Y sihubiera notado el gran interés quesentía yo por ellos desde hacía tressemanas, la forma en q ue espiabatodos y cada un o d e s u s gestos,todas y cada una de sus palabras enel bar y en el comedor? Me

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acordaba de lo que me reprocharoncuando quise entrar en la policía:«Muchacho, nunca será un buenpoli. Cuando vigila a alguien ocuando está escuchando unaconversación se le nota enseguida.Es usted un chiquillo.»

Grève se nos acercabaempujando una mesa con ruedascargada d e bebidas. Tomamos unvermut. Murraille me anunció quela siguiente semana podría leer ensu semanario un artículo«estupendo» de Jo-Germain.

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Adoptaba un tono de confianza,como si me conociera hacía mucho.Iba cayendo l a tarde. Estuvimos deacuerdo en que aquella hora era lamás agradable del día.

La espalda maciza de Marcheret.Maud Gallas estaba detrás de labarra y le hizo una seña con lamano a Murraille cuando entramos.Marcheret se volvió.

–¿Qué tal, Jean-Jean?– B i e n – c o nte s tó Murraille–.

Tengo un invitado. Por cierto –me

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miró frunciendo e l entrecejo–, nisiquiera sé cómo se llama...

–Serge Alexandre.Me había registrado con ese

nombre en la hospedería.–Muy bien, señor... Alexandre –

dijo Marcheret con voz lánguida–,le propongo un Porto Flip.

–No tomo alcohol.El vermut de antes me revolvía el

estómago.–Hace mal –contestó Marcheret.–Es un amigo mío –dijo

Murraille–. Guy de Marcheret.

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–Conde Guy de Marcheret d’Eu –rectificó éste. Y añadió,poniéndome por testigo–: ¡No legustan los apellidos con partícula!¡El señor es republicano!

–¿Y usted? ¿Es periodista?–No –dijo Murraille–. Es

novelista.–¡Caramba! Habría debido

suponerlo. ¡Llamándose como sellama! ¡Alexandre... AlexandreDumas! ¡Pero parece usted triste...,estoy seguro de que un poco dealcohol lo animaría!

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Me alargaba su vaso, casi me lometía por la nariz y se reía sinmotivo alguno.

–No se asuste –me dijoMurraille–. Guy es siempre el almade las fiestas.

–¿El señor Alexandre cena connosotros? L e contaré montones dehistorias y podrá meterlas e n susnovelas. Maud, cuéntele a nuestroamigo qué impresión causé cuandoentré en el Beaulieu de uniforme.Una entrada de lo más novelesca, ¿aque sí, Maud?

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El l a n o contestó. Marcheret lam i r ó rencoroso, pero ella lesostuvo la mirada. Él dio unresoplido.

–¡En realidad, todo eso son cosasd e l p a s a d o ! ¿Eh, Jean-Jean?¿Cenamos en la villa?

–Sí –contestó Murraille, muyseco.

–¿Con el gordo?–Con el gordo.¿Así era como llamaban a mi

padre?Marcheret se puso de pie. Le dijo

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a Maud Gallas:–Y si quiere acercarse luego a

tomar una copa en la villa, no se lopiense dos veces, mi querida amiga.

Ella sonrió y posó en mí lamirada. Nuestras relaciones nohabían i d o m á s a l l á d e l a másestricta cortesía. Cuando veía queestaba sola, me habría gustadopreguntarle cosas de Murraille, deMarcheret, de mi padre. Hablarleprimero de cualquier cosa. Luego irentrando por etapas sucesivas en elmeollo de l asunto. Pero m e daba

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miedo no tener tacto bastante. ¿Sehabría dado cuenta de que losandaba rondando? En el comedor,siempre elegía la mesa que caíamás cerca de la de ellos. Mientrastomaban algo en la barra, yo mesentaba en uno de los sillones decuero y me hacía el dormido. Lesdaba la espalda para que no sefijasen en mí, pero al cabo de unrato me entraba miedo de que meseñalasen con el dedo.

–Buenas noches, Maud –dijoMurraille.

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Yo le hice una inclinaciónmarcada y dije:

–Buenas noches.Me empieza a latir el corazón

cuando salimos a la calle mayor.Está desierta.

–Espero –me dice Murraille–que le guste Villa Mektoub.

–Es el monumento más bonito del a zo na –afirma Marcheret–. Locompramos por cuatro cuartos.

Van a paso lento. De repente, meda la impresión de que estoycayendo en una trampa. Todavía

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estoy a tiempo de echar a correr yde darles esquinazo. No aparto lavista de l o s primeros árboles delbosque, q ue tengo delante, a cienmetros. Podría llegar a ellos de unsolo impulso.

–Después de usted –me diceMurraille con tono entre irónico yceremonioso.

Diviso u n a silueta familiar depie, en el centro de la veranda.

–Hombre –dice Marcheret–, elgordo ha llegado ya.

Estaba apoyado en la barandilla,

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sin hacer fuerza. Y ella, sentada enuno de los sillones de pino, iba conpantalón de montar.

Murraille me presentó:–La señora Sylviane Quimphe...

Serge Alexandre... El barónDeyckecaire.

Me alargó una mano fofa y lomiré a la cara, bien de frente. No,no me reconocía.

Sylviane Quimphe nos explicóque acababa de dar un largo paseopor el bosque y que no había tenidoánimos para cambiarse.

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–No tiene la menor importancia,mi querida amiga –afirmóMarcheret–. ¡Las mujeres estánmucho más guapas con traje demontar!

En el acto la conversación seorientó hacia los deportes hípicos.Sylviane Quimphe puso por lasnubes al profesor del picadero, unexjockey que se llamaba DédéWildmer.

Yo había coincidido ya con él enel bar de Le ClosFoucré: cara debulldog, cutis muy encarnado,

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afición muy marcada por elDubonnet, gorras de cuadros ychaquetas de ante.

–Habrá que invitarlo a cenar.Recuérdemelo, Sylviane –dijoMurraille. Y , volviéndose haciam í – : ¡ Y a v e r á , es todo unpersonaje!

–Sí, es todo un personaje –repitió mi padre con voz tímida.

Sylviane Quimphe nos estabahablando de su caballo. Le habíahecho saltar hacía un rato unoscuantos obstáculos y había sido

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algo «muy concluyente».– N o h a y q u e a nd a r s e con

miramientos con él –dijo Marcheretcon tono de entendido–. ¡Loscaballos se adiestran con espuelas yfusta!

Sacó a relucir un recuerdo de lainfancia: su anciano tío vasco loobligaba a montar siete horasseguidas bajo la lluvia. «¡Si tecaes», le decía, «te quedarás tresdías sin comer!»

–Pues nunca me caí. Así –se lepuso la voz solemne– es como se

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educa a los jinetes.Mi padre soltó un silbidito de

admiración. Volvieron a hablar deDédé Wildmer.

–No me cabe en la cabeza queese enano tenga tanto éxito con lasmujeres –dijo Marcheret.

–Pues a mí me parece muyatractivo –comentó SylvianeQuimphe.

–Menudas cosas de él he oído –contestó secamente Marcheret–. Porlo visto Wildmer se ha «metido enla coca»...

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Charla estúpida. Palabras inanes.Personajes muertos. Pero allíestaba yo, con mis fantasmas, y meacuerdo, si cierro los ojos, d e queuna anciana con delantal blanco nosanunció que la cena estaba servida.

–Podríamos quedarnos en laveranda –propuso SylvianeQuimphe–. Hace tan bueno estanoche...

Marcheret habría querido cenar ala luz de las velas, pero acabó poradmitir que «la penumbra azuladaen que estábamos sumidos tenía su

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encanto». Murraille servía debeber. Me pareció entender que setrataba de un vino ilustre.

–¡Espléndido! –exclamóMarcheret. Y chasqueó la lengua.Mi padre la chasqueó también,como un eco.

Yo estaba sentado entreMurraille y Sylviane Quimphe, queme preguntó si estaba pasando aquílas vacaciones.

–Ya lo he visto en Le Clos-Foucré.

–Yo también la he visto –dije.

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–Me parece incluso que tenemoshabitaciones contiguas.

Y me lanzó una peculiar mirada.–Al señor Alexandre le gusta

mucho mi semanario –dijoMurraille.

–¿En serio? –se extrañóMarcheret–. ¡Pues debe usted de sere l úni c o ! S i l e ye s e t o d o s losanónimos q u e recibe Jean-Jean...¡En el último lo llaman pornógrafoy gángster!

–Me importa un carajo –dijoMurraille–. ¿Sabe? –añadió

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bajando la voz–, en e l mundo de lap r e n s a m e han forjado unareputación espantosa. ¡Incluso meacusaron, antes de la guerra, decobrar dinero bajo cuerda!¡Siempre me ha tenido envidia lagente de medio pelo!

Había recalcado las últimaspalabras y se había puestoencarnado. Estaban sirviendo elpostre.

–¿Y a qué se dedica usted? –mepreguntó Sylviane Quimphe.

–Soy novelista –me apresuré a

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decir.Me arrepentía de haberme

presentado a Murraille con aquellapeculiar etiqueta.

–¿Escribe novelas?–¿Escribe novelas? –repitió mi

padre.Era la primera vez que me dirigía

la palabra desde que habíamosempezado a cenar.

–Sí. ¿Y usted?Abrió unos ojos como platos:–¿Yo?–¿Está aquí... de vacaciones? –le

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pregunté, cortés.Me miraba fijamente con ojos de

animal acosado.–El señor Deyckecaire –dijo

Murraille, señalando a mi padrecon el dedo– vive en una fincasoberbia a cien metros de aquí. Sellama Le Prieuré.

–Sí... Le Prieuré –dijo mi padre.– E s mucho m á s impresionante

q u e « Vi l l a Mektoub» –dijoMarcheret–. Imagínese que hay unacapilla en el parque.

–¡Chalva es un devoto creyente!

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–dijo Marcheret.Mi padre soltó el trapo.– ¿ A q u e s í , Chalva? –insistió

Marcheret–. ¿Cuándo vamos a vertede sotana? ¿Eh, Chalva?

–Por desgracia –me dijoMurraille–, a nuestro amigoDeyckecaire le pasa lo que anosotros. Sus ocupaciones no lodejan salir de París.

–¿Qué ocupaciones? –me atreví apreguntar.

–Nada del otro mundo –dijo mipadre.

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–¡Pues claro que sí! –dijoMarcheret–; ¡estoy seguro de que alseñor Alexandre le gustaría que leexplicases todos tus apañosfinancieros! ¿Sabe que Chalva –yponía tono de guasa– es uncaballero de la industria? ¡Podríadarle lecciones a Sir BasilZaharoff!

–No le haga caso –susurró mipadre.

– ¡ M e p a r e c e u s t e d tanmisterioso, Chalva! –dijo SylvianeQuimphe juntando las manos.

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Mi padre sacó un pañuelogrande, con el que se enjugó lafrente, y me acuerdo de pronto deque ese gesto es habitual en él. Nodice nada. Yo tampoco. La luz vabajando. Los otros tres, algo másallá, celebran un conciliábulo. Meparece que Marcheret le dice aMurraille:

–Tu sobrina me ha llamado. ¿Quécojones está haciendo en París?

A Murraille lo extrañan esasviolencias verbales. ¡Que unMarcheret, un d’Eu, hable así!

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–Como siga así la cosa –diceéste–, rompo el compromiso.

–Venga..., venga... Sería un error–dice Murraille.

Sylviane aprovecha e l silenciopara contar que un tal Eddy Pagnon,en una sala de fiestas donde estabanjuntos, enarboló un revólver dejuguete ante los clientesespantados... Eddy Pagnon... Otrono mb r e q u e m e a n d a p o r lamemoria. ¿Algún personaje? No sé,pero me gusta ese hombre que sacau n revólver mientras amenaza a

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unas sombras.Mi padre se había aproximado a

la barandilla de la veranda paraacodarse en ella y me acerqué a él.Había encendido un puro y fumabasoñadoramente. Al cabo de unosminutos se esmeró en hacerredondeles de humo. A nuestraespalda, los demás cuchicheaban yparecían haberse olvidado denosotros. Y él también hacía casoomiso de mi presencia aunquecarraspeé varias veces; y así nosquedamos mucho rato, él haciendo

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redondeles y yo vigilando laperfección de esos redondeles.

Pasamos al salón. Se entrabadesde la veranda por una puertavidriera. Era una habitación grandeamueblada en estilo colonial. En lapared del fondo, un papel pintadode colores suaves representaba(Murraille me lo explicó másadelante) una escena de Paul yVirginie. Una mecedora, unasmesitas y unos sillones de mimbre.Unos pufs acá y acullá. (Me enteréd e que Marcheret l os había traído

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del barrio de Bousbir al irse de laLegión.) De tres farolillos chinoscolgados d e l techo c a í a u n a luzincierta. M e llamaron la atención,en una estantería, unas cuantaspipas de opio... Todos aquelloselementos heteróclitos y ajadostr a í a n a la mente Tonkín, losplantadores de Carolina del Sur, laconcesión francesa de Shanghái, elMarruecos de Lyautey; y debí dedisimular mal la sorpresa ya queMurraille me dijo con expresión deincomodidad:

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–Los muebles los escogió Guy.M e s e n t é , a l g o retirado.

Hablaban e n v o z b a j a ante unabandeja con botellas de licor. Elmalestar que sentía desde elprincipio de la velada fue a más, yme pregunté entonces si no valdríamás que me despidiera. Pero eraincapaz de moverme, como en esaspesadillas en que querría uno huirdel peligro que se acerca y nota quese le doblan las piernas. Laspalabras, los ademanes, los rostroshabían ido adquiriendo durante la

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cena un carácter desenfocado eirreal debido a la penumbra; yahora, bajo la luz cicatera quedispensaban las lámparas del salón,todo se volvía aún más impreciso.Pensé que mi malestar era el de unhombre que va a tientas por unaoscuridad pringosa y busca en vanouna llave de la luz. En el acto meentró una risa nerviosa en que –porventura– no se fijaron los demás.Siguie ron con su charla de la queno podía oír ni una palabra. Ibanvestidos como suelen ir los

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parisinos acomodados que pasanunos días en el campo. Murraillel levaba u n a chaqueta de tweed;Marcheret, un jersey de un pardoprecioso, de cachemiraseguramente; mi padre, un terno defranela gris. Los cuellos de lascamisas se abrían sobre unosfulares de seda impecablementeanudados. El pantalón de montar deSylviane Quimphe añadía alconjunto una nota de eleganciadeportiva. Pero todo aquellodesentonaba en ese salón en donde

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lo que habría podido esperarse eragente con traje de hilo blanco ycasco colonial.

–¿Va usted por libre? –mepreguntó Murraille–. La culpa latengo yo. Soy un anfitrión malísimo.

–Aún no ha probado, mi queridoseñor Alexandre, este aguardientedelicioso. –Y Marcheret me tendíauna copa con ademán imperativo–.Beba.

Hice un esfuerzo, conteniendouna arcada.

–¿Le gusta esta habitación? –me

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preguntó–. Exótica, ¿verdad? Tengoque enseñarle mi cuarto. Hemandado colocar un mosquitero.

–Guy siente nostalgia de lascolonias –dijo Murraille.

–Unos sitios repugnantes –dijoMarcheret. Y añadió, pensativo–:Pero si me propusieran quevolviese, me reengancharía.

Se calló, como si cuanto pudieradecir al respecto no fuera aentenderlo nadie. Mi padre movióla cabeza. Hubo un silencioprolongado. Sylviane Quimphe se

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acariciaba las botas con manodistraída. Murraille seguía con lavista el vuelo de una mariposa quese posó en uno de los farolilloschinos. En lo referido a mi padre,había caído en un estado depostración que me preocupaba. Labarbilla casi le tocaba el pecho, leasomaban a la frente unas gotas desudor. Yo deseaba q ue viniera uncriado indígena joven, con pasolánguido, a quitar la mesa y apagarlas luces.

Marcheret puso un disco en el

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gramófono. Una melodía suave.Creo que se llamaba Soir deseptembre.

–¿Baila? –me preguntó SylvianeQuimphe.

No esperó a que le contestase; yya estamos bailando. Me da vueltasla cabeza. Veo a mi padre cada vezque hago un giro y una pirueta.

–Debería montar a caballo –medice Sylviane Quimphe–. Si quiere,lo llevo mañana al picadero.

¿Se había dormido mi padre? Nose me había olvidado que cerraba

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frecuentemente los ojos, pero queno era sino que estaba fingiendo.

–¡Ya verá qué agradables son lospaseos largos por el bosque!

Mi padre había engordado muchoen diez años. Nunca le había vistoese tono de piel plomizo.

–¿Es usted amigo d e Jean? –mepreguntó Sylviane Quimphe.

–Todavía no; pero espero quetodo llegue.

Pareció asombrarla esarespuesta.

–Y espero que también nosotros

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seamos amigos –añadí.–Por supuesto. Me parece usted

encantador.–¿Conoce a ese... barón

Deyckecaire?–No mucho.–¿A qué se dedica exactamente?–No lo sé; habría que

preguntárselo a Jean.–A mí ese barón me parece muy

raro...–Bah, debe de ser traficante...A las doce, Murraille quiso oír

el último parte de noticias. El

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locutor tenía la voz aún máschillona que de costumbre. Trashaber desgranado concisamente lasnoticias, se entregó a algo así comoun comentario de tono histérico. Melo imaginaba detrás del micrófono;enclenque, con corbata negra y enmangas de camisa. Dijo paraterminar:

–Buenas noches a todos.–Gracias –contestó Marcheret.Murraille me estaba llevando

aparte. Se frotó una de las aletas dela nariz y me puso la mano en el

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hombro.–Por cierto..., oiga... Se me

acaba de ocurrir una cosa. ¿Legustaría ser colaborador delsemanario?

–¿Usted cree?Tartamudeé un poco y el

resultado fue ridículo: ¿Usted cre-cree?

–Sí, a mí me agradaría muchoque un muchacho como ustedtrabajase en C’est la vie. A menosque le repugne el periodismo.

–En absoluto.

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Titubeó y añadió, luego, en tonomás amistoso:

–No querría comprometerlo,dado el carácter un tanto... peculiarde mi semanario...

–No me da miedo mojarme –ledije.

–Es algo muy valiente por suparte.

–Pero ¿qué quiere que escriba?–Ah, elija usted: un cuento, una

crónica, un artículo del estilo de«cosas vistas». Tiene el tiempo quequiera.

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Había dicho estas últimaspalabras con una insistenciapeculiar y mirándome a los ojos.

–¿De acuerdo? –Sonrió–. ¿Qué,se moja?

–¿Por qué no?Fui mo s a reunirnos c o n los

d e má s . Mar che r e t y SylvianeQuimphe hablaban de un localnocturno que acababa de abrir en lacalle de Jean-Mermoz. Mi padre sehabía metido en la conversación: éltenía preferencia por el baramericano de la calle de Wagram,

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cuyo dueño era un excorredorciclista.

–¿Te refieres a Le Rayon d’Or? –le preguntó Marcheret.

–No; se llama Fairy-land –dijomi padre.

–¡Estás equivocado, gordo! ¡ElFairy-land está en la calle deFontaine!

–Que no –dijo mi padre.–Calle de Fontaine, 47. ¿Quieres

que vayamos a comprobarlo?–Tienes razón, Guy –suspiró mi

padre–. Tienes razón...

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–¿Conocen Le Château-Bagatelle? –preguntó SylvianeQuimphe–. Por lo visto, se lo pasauno estupendamente.

–¿En la calle de Clichy? –inquirió mi padre.

–¡No, hombre, no! –exclamóMarcheret–. En la calle deMagellan. ¡Te confundes con ChezMarcel Dieudonné! ¡Lo mezclasto d o ! ¡ L a ú l t i ma v e z habíamosquedado en L’Écrin de la calle deJoubert y este señor nos estuvoesperando hasta las doce de la

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noche en la calle de Hanovre, en elCesare Leone! ¿A que sí, Jean?

–No tuvo mayor importancia –refunfuñó Murraille.

Se pasaron un cuarto de horadesgranando, igual que si fueran lascuentas de un rosario, nombres debares y de salas de fiestas, como siParís, Francia y el universo nofueran sino un barrio de prostitutas,un gigantesco burdel a cieloabierto.

–Y usted, Alexandre, ¿salemucho?

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–No.–Pues bien, mi querido amigo, lo

iniciaremos en «los placeres de lasnoches parisinas».

Seguían bebiendo y recordandootros locales cuyos nombres mesalpicaban al pasar: Armorial,Czardas, Honolulu, Schubert,Gipsys, Monico, L’Athénien,Mélody’s, Badinage. Se habíaadueñado de todos ellos unavolubilidad que parecía inagotable.Sylviane Quimphe se desabrochabala blusa camisera; a mi padre, a

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Marcheret y a Murraille se lesalteraba el rostro, que adquiría unatonalidad sangre de toro de lo máspreocupante. Sólo me llegaban aúnunos cuantos nombres: Triolet,Monte-Cristo, Capurro’s, Valencia .Me daba vueltas la cabeza. En lascolonias –pensaba– las veladasdeben de durar una eternidad, igualque ésta. Unos cuantos plantadoresneurasténicos trituran los recuerdoscomo si los pasaran por unpasapurés e intentan luchar contrael miedo que los atenaza de estirar

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la pata en el siguiente monzón.Mi padre se levantó. Les dijo que

estaba cansado y que tenía queacabar aquella noche un trabajo.

–¿Vas a fabricar moneda falsa,Chalva? –preguntó Marcheret convoz pastosa–. ¿No le parece,Alexandre, que tiene pinta defalsificador de moneda?

–No le haga caso –me dijo mipadre.

Le dio un apretón de manos aMurraille.

–De acuerdo –susurró–. Ya me

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ocupo de todo.–Cuento con usted, Chalva.Cuando se me acercó para

despedirse, le dije:–Yo también me marcho.

Podemos hacer juntos parte delcamino.

–Con mucho gusto.–¿Ya se va? –me preguntó

Sylviane Quimphe.–¡Yo que usted –me soltó

Marcheret– no me fiaría de él!Y señalaba a mi padre con el

dedo.

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Murraille nos acompañó hasta elfinal de la veranda.

–Espero su artículo –me dijo–.¡Que se le dé bien!

Caminábamos en silencio. Mipadre pareció sorprendido cuandome metí con él por el camino de LeBornage en vez de seguir rectohasta la hospedería. Me lanzó unamirada furtiva. ¿Me reconocía?Quise preguntárselo, pero meacordé d e l a habilidad c o n queeludía l a s preguntas embarazosas.¿Acaso no me había dicho un día:

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«Yo desalentaría a diez jueces deinstrucción»? Dej amos a t r á s unfarol. Pocos metros después volvíaa reinar la penumbra. Las casas quedivisaba parecían abandonadas. Elroce del viento en las hojas. Quizáen aquellos diez años mi padre sehabía olvidado incluso de miexistencia. Cuantos desvelos eintrigas para caminar al lado deeste hombre... Volvía a ver el salónde Villa Mektoub, los rostros deMurraille, de Marcheret, deSylviane Quimphe, y el de Maud

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Gallas detrás de la barra, y a Grèvecruzando el jardín... Los gestos, laspalabras, mis alertas, mis horas deguardia, mis alarmas durante todosesos días interminables. Ganas devomitar... Tuve que detenerme pararecuperar el resuello. Se volvió amirarme. Tenía otro farol a laderecha, que lo envolvía en unaclaridad lechosa. Estaba inmóvil,petrificado y, de pronto, estuve apunto de tocarlo y de asegurarme deque no era un espejismo. Cuandoseguimos andando me acordé de los

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paseos q u e dábamos a nt e s porParís. Deambulábamos codo concodo, como esta noche. En realidadera lo único que habíamos hechodesde que nos conocíamos. Andar,sin que ninguno de los dos quebraseel silencio. Y seguíamos lo mismo.Cuando pasáramos la curvaestaríamos delante de la verja de LePrieuré. Dije en voz baja: «Quénoche más hermosa, ¿verdad?» Mecontestó con tono distraído: «Sí,una noche hermosísima.»Estábamos a pocos metros d e la

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ver j a y y o es taba esperando elmomento en que me diera unapretón de manos para despedirse.L o ve r í a l uego esfumarse e n laoscuridad y me quedaría aquí, enmedio de la carretera, en ese estadode pasmo en que nos hallamosdespués de haber dejado pasar,quizá, la ocasión de toda una vida.

–Bueno –me dijo–, pues aquí esdonde vivo.

Y me señalaba con ademántímido la casa que podía intuirse alfinal del paseo. El tejado tenía un

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brillo suave a la luz de la luna.–¡Ah! ¿Así que es aquí?Sí.Estábamos tirantes. Seguramente

había querido darme a entender queya era hora de que nos separásemosy veía que no acababa de decidirmea hacerlo.

–Parece una casa muy hermosa –dijo adoptando una expresiónconvencida.

–Una casa muy hermosa,efectivamente.

Le intuí en la voz un asomo de

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nerviosismo.–¿Hace poco que la ha

comprado?–Sí. Bueno, ¡no!Hablaba confusamente. Se había

apoyado en la verja y no se movía.–¿La tiene alquilada?Intentaba captarme la mirada con

l a suya, cosa que me sorprendió.Nunca miraba a las personas defrente.

–Sí, alquilada.Esa palabra la había dicho en los

límites de lo inaudible.

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–Seguro que le estoy pareciendomuy indiscreto.

–¡Nada de eso, mi querido señor!Esbozó una sonrisa que era más

bien un temblor de los labios, comosi temiese que le fuesen a dar ungolpe, y me compadecí de él. Esesentimiento que desde siempreexperimentaba por él me causaba unfuerte ardor en el estómago.

–Sus amigos son encantadores –dije–. He pasado una veladaestupenda.

–Me alegro.

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Ahora me alargaba la mano.–Tengo que irme a trabajar.–¿En qué?–Nada interesante. Contabilidad.– Q u e l e s e a l e v e –susurré–.

Espero volver a verlo un día deéstos.

–Será un placer, caballero.En el momento en que estaba

empujando la puerta de la verja,noté que se adueñaba de mí elvértigo: darle un golpecito e n elhombro y explicarle detalladamentetodo el trabajo que me había

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tomado para localizarlo. ¿Para qué?Iba por el paseo, despacio, con losandares de un hombre exhausto. Sequedó un buen rato en lo alto de laescalera de la fachada. Desde lejos,me parecía que tenía una siluetainforme. ¿ E r a l a s i lueta d e unhombr e o l a d e u n a de esasc r i a tur a s mons truosas q u e seaparecen en las noches de fiebre?

¿Se preguntó qué hacía yo allí,esperando, del otro lado de laverja?

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A c a b é , c o n a y u d a d e mie m p e c i n a d a p a c i e n c i a , porconocerlos mejor. En aquel mes dejulio las ocupaciones de todos ellosno los obligaban a quedarse enParís y «disfrutaron» d e l campo(como decía Murraille). Pasé todoese tiempo con ellos, los oí hablarcon docilidad y profunda atención.Tomaba nota en unas fichitas de lasinformaciones que iba recogiendo.Sé muy bien que el currículum deesas sombras no tiene gran interés,pero si no lo redactase ahora, nadie

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más lo haría. Es deber mío, puestoque los conocí, sacarlos –aunque nosea sino por un instantede lasombra. Es deber mío y también espara mí una necesidad auténtica.

Murraille. Trabó amistad, muyjoven, en el Café Brébant, con ungrupo de periodistas de Le Matin.Éstos lo animaron a entrar e n laprofesión. L o hizo. A l o s veinteaños era el factótum, y luego elsecretario, de un individuo qued i r i g í a u n a p ub l i c a c i ó n de

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chantajes. Su divisa era: «Nada deamenazas. Una sencilla presión.»Murraille iba a recoger los sobresal domicilio de los interesados.Recordaba que lo recibían con pocacordialidad. Algunos, no obstante,l e mos tr a b a n u n a amabilidaduntuosa y le pedían que intercediesepor ellos ante su jefe para que fueram e n o s e xi ge nte . É s t o s tenían«mucho que reprocharse». Al cabode cierto tiempo ascendió aredactor, pero los artículos que letocaba escribir eran de una

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espantosa monotonía y empezabantodos así: «Nos ha llegado defuente segura que el señor X...», o:«¿Cómo es posible que el señorY...?», o también: «¿Será cierto queel señor Z...» Venían luegorevelaciones q u e a Murraille ledaba vergüenza divulgar. Su jefe lerecomendaba que acabase siemprecon algún estribillo ético, del tipo:«Es menester que las personasmalas reciban e l castigo q ue lescorresponde»; o con un toque deesperanza: «Deseamos

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fervientemente que el señor X... (oel señor Y...) vuelvan al buencamino. Tenemos incluso plenaseguridad de ello, porque, comodijo el evangelista, todo hombre ens u noche v a haci a s u luz», etc.Murraille sentía una tristezapasajera al cobrar el sueldo afinales de mes. Y, además, laoficina del 30 bis de la calle deG r a mmo nt i nc i t a b a a ciertamelancolía: papel pintado mustio,muebles viejos, luz cicatera. Nohabía en todo esto nada que pudiera

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entusiasmar a u n muchacho de suedad. Si se quedó tres años enaquella industria fue porquecobraba unos emolumentos muyelevados. Su jefe sabía portarse congenerosidad y le daba la cuartaparte de los beneficios. E l hombreaquel ( q ue p o r l o vi s to, e r a elsosias d e Raymond Poincaré) nocarecía d e sensibilidad. Caía confrecuencia en un estado de tremendatristeza y le contabaconfidencialmente a Murraille quesi se había hecho extorsionista era

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porque sus semejantes lo habíandecepcionado. Había creído queeran buenos, pero no había tardadoen darse cuenta de su error; habíadecidido entonces denunciar sintregua sus infamias. Y hacer que lasPAGASEN. Una noche, en unrestaurante, murió de un infarto. Susúltimas palabras fueron: «Siustedes supieran...» Murraille teníaveinticinco años. Fueron para éltiempos difíciles. Llevaba lasección de cine y de music-hall enalgunos periódicos.

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No tardó en contar con unareputación detestable en losambientes de la prensa: confrecuencia lo llamaban «tablónpodrido». Padeció por ello, pero,con su indolencia y su afición a lav i d a fá c i l , n o e r a c a p a z deenmendarse. Siempre temía versee s c a s o d e d i ner o , y semejanteeventualidad l o h a c í a c a e r enes tados frenéticos. Ha b r í a sidocapaz entonces de lo que fuera, lomismo que un drogadicto parahacerse con su dosis.

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Cuando lo conocí, todo le ibabien. Al fin dirigía su propiapublicación. «Los tiempos turbiosque estábamos viviendo» l e habíanpermitido cumplir con aquel sueño,Les sacaba partido al desorden y ala oscuridad. En aquel mundo queiba a la deriva se sentía porcompleto a sus anchas. Me hepreguntado con frecuencia cómo unhombre de porte tan distinguido(todos aquellos que hayan tenidoalgo que ver con él os hablarán desu elegancia natural y de sus ojos

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claros) y capaz a veces de tantagenerosidad podía carecer hasta talextremo de escrúpulos. Había algoen él que me gustaba mucho: no sehacía ilusión alguna en lo que a éls e r efer í a . U n compañero delservicio mi l i tar le disparó pordescuido, al limpiar el fusil, y labala se le alojó a pocos centímetrosdel corazón. Cuántas veces no meh a b r á r e p e t i d o : « C ua n d o mec o n d e n e n a m u e r t e sincircunstancias atenuantes, losindividuos a cuyo cargo corra

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meterme doce balas en el pellejopodrán ahorrarse una.»

Marcheret, por su parte, habíanacido en el barrio de Les Ternes.Su madre, viuda de un coronel,intentó criarlo lo mejor posible. Aaquella mujer, precozmenteenvejecida, le parecía que el mundoexterior e r a una amenaza. Habríadeseado que su hijo tomara loshábitos. Así, al menos, no correríapeligro alguno. Marcheret tenía unaidea fija ya desde los quince años:

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largarse lo antes posible del pisodiminuto de la calle Saussier-Leroy, donde el mariscal Lyautey,desde su marco, parecía espiarlocon mirada muy dulce. (La fotollevaba incluso una dedicatoria:«Al coronel De Marcheret. Conternura. Lyautey.») Su madre notardó e n tener serios motivos depreocupación: estudios caóticos,vagancia. Expulsión del liceoChaptal por haberle roto la cabezaa un condiscípulo. Asistenciaasidua a cafés y l uga r e s de

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diversión. Partidas d e billar y depóquer que duraban hasta las clarasdel alba. Necesidad de dinero cadavez más imperiosa. No le hacía a suhijo reproche alguno. La culpa no latenía él, sino los demás, los malos,los comunistas, los judíos. ¡Cuántole habría gustado que se quedase ensu cuarto, a buen recaudo...! Unanoche, Marcheret andaba dandovueltas por la avenida de Wagram.Notaba esa exasperación que nosinvade siempre a ráfagas a losveinte años cuando no sabemos qué

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h a c e r c o n la vida. Alremordimiento de disgustar a sumadre se sumaba la ira de no tenercincuenta francos en el bolsillo...Aquello no podía seguir así. Semetió en un cine. Ponían El signode la muerte y trabajaba en lapelícula Pierre RichardWillm. Erala historia de un joven que se iba ala Legión Extranjera. A Marcheretl e parecía v e r e n l a pantalla supropia imagen. Se quedó a dossesiones seguidas; lo fascinaban eldesierto, l a ciudad á r a b e y los

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uniformes. A las seis de la tarde,fue el legionario Guy de Marcheretel que se encaminó al café máscercano y pidió un Kir. Y luegootro. Se alistó al día siguiente.

En Marruecos, dos años después,se enteró de la muerte de su madre.Nunca había podido acostumbrarsea la ausencia del hijo. Apenas hubopuesto su pena en conocimiento deu n compañero d e dormitorio, ungeorgiano apellidado Odicharvi,éste se lo llevó a un local deBousbir, medio burdel, medio café

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árabe. Al final de la velada, se leocurrió la brillante idea de alzar lacopa y de gritarle a todo el mundo,señalando a Marcheret: «¡A lasalud del huérfano!» Huérfano,Marcheret siempre lo había sido. Ysi se alistó en la Legión fue quizápara dar con el rastro de s u padre.Pero, a l llegar a l a cita, sólo habíasoledad, arena y los espejismos deldesierto.

Regresó a Francia con un loro ycon paludismo. «En esos casos, lomás jodido», me explicó, «es que

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no venga nadie a esperarte a laestación.» Notaba que estaba demás. Había perdido la costumbre detodas aquellas luces y de todo aquelbarullo. Le daba miedo cruzar lascalles y, en la plaza de L’Opéra, loinvadió e l pánico y l e pidió a unguardia que lo llevase de la mano ala acera de enfrente. Por fin tuvo lasuerte de dar con otro exlegionario,como él, que tenía un bar en la called e Armaillé. Se contaronmutuamente sus recuerdos. E l otroexlegionario le dio casa y comida y

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adoptó el loro, de forma tal queMarcheret fue recuperando más omenos el apego a la vida. Gustaba alas mujeres. Eran los tiempos –tanlejanos– en que la Legión hacíalatir los corazones. Una condesahúngara, la viuda de un importanteindustrial, una bailarina del Tabarin–en resumen, una cuantas «rubias»,como decía Marcheret– seprendaron de los encantos de aquelsoldado nostálgico del norte deÁfrica quien les sacó sustanciososbeneficios a los suspiros de esas

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mujeres. Con frecuencia, porc o n c i e n c i a p r o f e s i o n a l , sepresentaba e n l a s salas de fiestasvistiendo su antiguo uniforme. Unmuchacho muy animado, comoquien dice.

Maud Gallas. D e ella n o tengodemasiada información. Empezóuna carrera de cantante, que fue unaexperiencia sin futuro. Marcheretme afirmó que había regentado unlocal nocturno de La Plaine-Monceau donde no había sino

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clientela femenina. Murrailleaseguraba incluso que, por unencubrimiento de objetos robados,tenía prohibida la residencia en eldepartamento de Seine. Uno de susamigos les compró Le Clos-Foucréa los Beausire y estaba al frente dela hospedería merced a ese ricoprotector.

Annie Murraille tenía veintidósaños. Una rubia diáfana. ¿Era deverdad sobrina de Jean Murraille?

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Nunca pude aclararlo. Quería haceruna gran carrera en el cine y soñabacon ver su nombre «en letras deneón». Después de haberinterpretado unos cuantos papelesde poca importancia, protagonizóNuit de rafles, una película muyolvidada hoy en día. Supongo quese prometió con Marcheret porqueera el mejor amigo de Murraille. Letenía a su tío (¿era en realidad sutío?) u n afecto ilimitado. S i porventura queda aún alguien querecuerde a Annie Murraille, habrá

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conservado d e e l l a l a imagen deuna actriz joven y con mala suerte,pero tan enternecedora... Queríadisfrutar de la vida...

C o n o c í m e j o r a SylvianeQuimphe. Procedencia humilde. Supadre trabajaba de vigilantenocturno en las antiguas fábricasSamson. Se pasó toda laadolescencia en un cuadriláterocuyos límites eran, al norte, laavenida de Daumesnil y, al sur, losmuelles de La Rapée y de Bercy. Es

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éste un paisaje que nunca les hallamado mucho la atención a lospaseantes. A trechos, le parece auno que anda perdido por lo másremoto de una provincia remota y,si sigue la orilla del Sena, le da laimpresión de que está descubriendoun puerto abandonado. El paso delmetro elevado por el puente deBercy y los edificios de la morgueincrementan la irremediablemelancolía del lugar. En eseescenario poco grato hay noobstante una zona con mejor suerte,

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que hace las veces de imán de lossueños: la estación de Lyon.Delante de ella acababa siemprepor recalar Sylviane Quimphe. Alos dieciséis años, exploraba losmínimos recovecos. Y, sobre todo,los andenes de salida de las líneasde largo recorrido. Las palabras«Compañía internacional de cochescama» le sonrosaban las mejillas.Luego regresaba a su casa, en lacalle de Corbineau, repitiendo elnombre de esas ciudades que noconocería nunca, Bordighera-

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Rimini-VienaEstambul. Delante deledificio en que vivía había unaglorieta donde se condensaban, alcaer la tarde, todo el hastío y elencanto desconsolado del distritoXII. Se sentaba en un banco. ¿Porqué no se había subido a algúnvagón, al azar? Decidió no volver acasa. Por lo demás, su padre noestaba por las noches. Tenía elcampo libre.

Desde la avenida de Daumesnilse escurrió por el dédalo decallejuelas que llaman «barrio

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chino» (¿existe hoy aún? Unacolonia de asiáticos había abiertoallí bares pitañosos, restaurantespequeños e incluso –por lo visto–varios fumaderos de opio). Lahumanidad variopinta que se ve porlas inmediaciones de las estacionesc ha p o te a b a en aquel isloteinsalubre como en un pantano. Allíencontró Sylviane Quimphe l o quehabía ido a buscar: un exempleadode la agencia Cook –con muchalabia, de buen ver y que vivía deapaños diversos– y a quien se le

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ocurrieron en el acto proyectos muyconcretos en lo tocante al porvenirde aquella muchacha tan joven.¿Quería viajar? Todo podíaarreglarse. Precisamente u n primos uyo e r a revisor en los cochescama. Los dos hombres le regalarona Sylviane un viaje de ida y vueltaParís-Milán Pero, en el momento del a sa l i da , l e presentaron a unmúsico grueso y sonrosado cuyoscaprichos complicados t u v o quesatisfacer durante el viaje de ida. Yla vuelta la hizo en compañía de un

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industrial belga. Aquellaprostitución itinerante reportabamuchos beneficios a ambos primos,a quienes se les daba d e maravillae l papel d e ojeadores. Que uno deellos trabajase en la compañía decoches cama facilitaba las cosas:localizaba clientes durante el viajey Sylviane Quimphe recordaba untrayecto París-Zúrich en que recibióa ocho hombres seguidos en sucompartimiento individual. Aún nohabía cumplido veinte años. Perohabrá que creer en los milagros. En

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el pasillo de un tren que iba deBasilea a La Chaux-de-Fondsconoció a Jean-Roger Hatmer.Aquel joven de mirada tristepertenecía a una familia que sehabía distinguido en el comerciodel azúcar y los textiles. Acaba deentrar en posesión de una cuantiosaherencia y no sabía qué hacer conella. N i tampoco con s u vida, porcierto. Halló en Sylviane Quimpheuna razón de ser y l a rodeó de unarespetuosa devoción. Durante loscuatro meses que duró su vida en

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común no se permitió privacidadalguna con ella. Todos losdomingos le regalaba un maletínlleno de joyas y de billetes debanco, diciéndole con voz sorda:«Por lo que pueda pasar.» Queríaque, más adelante, SylvianeQuimphe estuviera «al abrigo de lanecesidad». Hatmer, que vestía denegro y llevaba gafas con monturade acero, tenía la discreción, lamodestia y la benevolencia que lesvemos a veces a los secretariosancianos. Le interesaban mucho las

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mariposas e intentó que SylvianeQuimphe compartiese esa pasión;pero no tardó en darse cuenta deque la aburría. Un día, le dejó lasiguiente nota: «Me van a someter aun consejo de familia y seguramenteme ingresarán en una casa de salud.No podremos volver a vernos.Todavía queda un Tintorettopequeño en el salón, en la pared dela izquierda. Cójalo. Y véndalo.Por lo que pueda pasar.» Novolvió a saber nada de él. Gracias aese joven previsor, quedaba libre

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d e preocupaciones materiales parae l resto de sus días. Pasó pormuchas más aventuras, pero derepente me siento muy pocoanimoso.

Mur r a i l l e , Ma r c he r e t , MaudGallas, Sylviane Quimphe... No esque me haga especial ilusión dar supedigrí. Tampoco lo hago porqueme importe la dimensión novelesca,p u e s carezco p o r completo deimaginación. S i me intereso pore s t o s d e s c l a s a d o s , estosmarginales, e s para dar, al pasar

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por ellos, con la imagen escurridizade mi padre. No sé casi nada de él.Pero me lo inventaré.

Coincidí con él por vez primeraa los diecisiete años. El j e fe dee s tud i o s d e l i nte r na d o Saint-Antoine, d e Burdeos, me avisó deque me estaban esperando en la salade visitas. Era un desconocido depiel tostada y traje de franelaoscura, quien se levantó al verme.

–Soy su papá...Y allí estábamos, en la calle, en

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una tarde de julio que cerraba elcurso escolar.

–Por lo visto ha aprobado elexamen final de bachillerato...

Me sonreía. Les lancé una últimamirada a los muros amarillos delinternado donde me había estadopudriendo ocho años.

Si sigo hurgando marcha atrás enmis recuerdos, ¿con qué meencuentro? Con una señora de pelogris en cuyas manos me puso mipadre. Antes de la guerra, era laencargada del vestuario del

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Frolic’s (un bar de la calle deGrammont) y, a l jubilarse, se fue aLibourne. Allí fue donde crecí, ensu casa.

Luego el internado, en Burdeos.Llueve. Mi padre y yo andamos,

juntos, sin decir palabra, hasta elmuelle de Les Chartrons, dondevive la familia q ue m e s aca delinternado los domingos, los Pessac.(Son miembros de esa aristocraciade los vinos y el coñac a la quedeseo un declive veloz.) Las tardesque pasé en su casa cuentan entre

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las más tristes de mi vida y nopienso hablar de ellas.

Subimos las escalerasmonumentales. Acude a abrirnos lacriada. Voy corriendo al trastero,donde había pedido permiso paradejar una maleta llena de libros(novelas de Bourget, de MarcelPrévost o de Duvernois,taxativamente prohibidas en elinternado). Oigo de pronto la vozseca del señor Pessac: «¿Qué haceaquí?» Le habla a mi padre. Alverme con la maleta en la mano,

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frunce el entrecejo: «¿Se va? Pero¿quién es este señor?» Titubeo yluego mascullo: «¡MI PADRE!» Estáclaro que no me cree. Dice,suspicaz: «Si no he entendido mal,¿se iba usted como un ladrón?» Esafrase se me gravó en la memoriapues, desde luego, parecíamos dosladrones pillados con las manos enla masa. Mi padre, enfrentado aaquel hombrecillo con bigotes ybatín pardo, no decía nada ymordisqueaba el puro paradisimular el apuro. Yo sólo

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pensaba en una cosa: salir por pieslo antes posible. El señor Pessac sehabía vuelto hacia mi padre y loexaminaba con curiosidad. En éstas,llegó su mujer. Luego, la hija y elhijo mayor. Estaban allí plantados,mirándonos sin decir nada, y tuve lasensación de que habíamos entradocon fractura en aquel domicilioburgués. Cuando a mi padre se lecayó la ceniza del puro en laalfombra, me llamó la atención lacara de desprecio divertido que seles puso. La hija se echó a reír. Su

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hermano, un zangolotino granujientoque presumía de «chic inglés» (algousual en Burdeos), soltó con vozaflautada: «El señor a lo mejorquiere un cenicero...» «A ver,François-Marie», susurró la señoraPessac, «no seas grosero.» Y dijoesas palabras mirandoinsistentemente a mi padre, comopara darle a entender que aquelcalificativo iba por él. El señorPessac seguía mostrando el mismodesdén flemático. Creo que lo quelos molestó fue la camisa verde

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claro de mi padre. Ante lahostilidad manifiesta de aquellascuatro personas, parecía unamariposa grande caída en unatrampa. Sobaba el puro y no sabíadónde apagarlo. Retrocedía hacia lasalida. Los otros no se movían ydisfrutaban sin recato del apuro quesentía. De pronto noté algo asícomo ternura hacia aquel hombre aquien apenas conocía; me acerqué aél y le dije en voz alta: «Permitaque le dé un abrazo.» Y, trashacerlo, le quité el puro de los

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dedos y lo apaguéconcienzudamente en la mesa demarquetería a la que tanto apegotenía el señor Pessac. Le tiré de lamanga a mi padre.

–Ya está bien –le dije–.Vámonos.

Pasamos por el Hotel Splendid,donde había dejado las maletas.Fuimos en taxi a la estación deSaint-Jean. En el tren hubo unamago de conversación. Me explicóque sus «negocios» l e habíanimpedido dar señales de vida, pero

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que, a partir de ahora, viviríamosen París juntos y no nosvo l ve r í a mo s a s e p a r a r . Yotartamudeé unas cuantas palabras deagradecimiento,

–En el fondo –me dijo aquemarropa–, ha debido de sufrirmucho.

M e s ugi r i ó q u e d e j a s e dellamarlo «señor». Transcurrió unahora de silencio total y rechacé lainvitación de ir con él al cocherestaurante. Aproveché su ausenciapara registrar la cartera negra que

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había dejado en el asiento. Sólohabía en ella un pasaporte Nansen.Se apellidaba, efectivamente, comoyo. Y tenía dos nombres: Chalva yHenri. Había nacido en Alejandríaen los tiempos –supongo– en queaquella ciudad brillaba aún consingular esplendor.

Al volver al compartimiento, mealargó un pastel de almendra –undetalle que me enterneció– y mepreguntó si era cierto que tenía eltítulo de bachiller (decía«bachiller» con la boca chica,

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como si sintiera un respeto medrosopor esa palabra). Al contestar yoafirmativamente, movió la cabeza,muy serio. Me arriesgué a hacerleunas cuantas preguntas: ¿por quéhabía ido a buscarme a Burdeos?¿Cómo había dado con mi rastro?Para todas las respuestas, selimitaba a ademanes evasivos o afrases hechas tales como: «Ya leexplicaré...», «Ya verá», «La vida,ya sabe...». Y después suspiraba yadoptaba una actitud pensativa.

París, estación de Austerlitz.

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Titubeó durante un momento antesde darle la dirección al taxista.(Más adelante, podía suceder quepidiéramos que nos llevaran almuelle de Grenelle siendo as í queíbamos a l bulevar d e Kellermann.Cambiábamos con tanta frecuenciade señas que nos hacíamos un lío ysiempre caíamos en la cuenta de laequivocación demasiado tarde.) Ena q ue l l a ocas i ón, í b a mo s a laglorieta de Villaret-de-Joyeuse. Meimaginé un jardín donde el canto delos pájaros se mezclaba con el

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rumor de las fuentes. No. Una calles i n sa l i da ori l lada de edificiosopulentos. La vivienda estaba en elúltimo piso y daba a la calle porunas ventanas muy curiosas enforma de o j o d e b u e y. Treshabitaciones, muy bajas d e techo.Los muebles del «salón» consistíanen una mesa grande y dos sillonesde cuero muy baqueteado. En lasparedes, un papel pintado en el quedominaba el color de rosa,imitación de la tela de Jouy. Unalámpara muy grande de bronce

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colgaba d e l techo (pero n o estoymuy seguro de esta descripción: nodiferencio muy bien el piso de laglorieta de Villaret-la-Joyeuse y elde l a avenida Félix-Faure, que nosrealquiló una pareja de rentistas. Enambos flotaba el mismo olormustio). M i padre m e indicó elcuarto más pequeño. Un colchón enel suelo. «Disculpe la falta decomodidades», dijo. «Por lo demás,no vamos a quedarnos mucho aquí.Q u e duerma bien.» Estuve horasoyéndolo pasear arriba y abajo. Así

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empezó nuestra vida en común.Al principio, me demostraba una

cortesía, una deferencia que pocasveces halla un hijo en su padre.Cuando me dirigía la palabra, yonotaba que purgaba la forma dehablar, pero el resultado eralamentable. Usaba expresiones cadavez más alambicadas, se perdía encircunloquios y parecíacontinuamente disculparse otomarle la delantera a algúnreproche. Me traía el desayuno a lacama con ademanes ceremoniosos

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que desentonaban en un escenariocomo aquél: el papel pintado de micuarto estaba roto en varios sitios,del techo colgaba una bombilla sinlámpara y, cuando corrías lascortinas, la barra se caíaregularmente. Un día me llamó pormi nombre y le entró un tremendoapuro. ¿A qué debía yo tantasconsideraciones? Caí en la cuentade que eran por mi título de«bachiller» cuando escribiópersonalmente a Burdeos para queme enviasen un certificado de que,

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efectivamente, tenía ese título. Encuanto llegó, lo llevó a enmarcar ylo colgó entre las dos «ventanas»del «salón». Me di cuenta de quellevaba un duplicado en la cartera.Al azar de un paseo nocturno,enseñó ese documento a dosguardias que nos habían pedido ladocumentación y, al notar que sehabían quedado perplejos al ver supasaporte Nansen, les repitió cincoo seis veces seguidas que «su hijoera bachiller...». Después de cenar(mi padre preparaba muchas veces

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un plato que llamaba «arroz a laegipcia»), encendía un puro,lanzaba de vez en cuando unamirada intranquila a mi título y,luego, caía en el desánimo. Sus«negocios» –me explicaba– ledaban muchos disgustos. Él, tanluchador y que se había enfrentadodesde la más tierna edad a las«realidades de la vida», se notaba«cansado» y la forma en que decía«He perdido los ánimos...» meimpresionaba mucho. Luegoenderezaba la cabeza: «Usted, en

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cambio, tiene la vida por delante.»Yo asentía cortésmente. «Sobretodo con su BACHILLERATO... Si yohubiera tenido la suerte deconseguir ese título... –se lequebraba la voz–, el bachillerato estoda una referencia, la verdad...»Todavía estoy oyendo aquellabreve frase. Me conmueve comouna música del pasado.

Transcurrió al menos una semanaantes de que me enterase de en quéconsistían aquellas actividadessuyas. Lo oía irse muy temprano por

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la mañana y no volvía sino a la horad e preparar l a cena. D e una bolsade l a compra de hule sacaba cosasde comer –pimientos, arroz,especias, carne de cordero, mantecad e cerdo, fruta confitada, sémola–,se ataba a la cintura un delantal decocina y, después de quitarse losanillos, revolvía en una sartén elcontenido de la bolsa. Luego sesentaba enfrente del título, meinvitaba a sentarme y comíamos.

Por fin, un jueves por la tarde merogó que lo acompañase. Iba a

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vender un sello que era «unarareza» y, ante aquella perspectiva,estaba en estado febril. Fuimosavenida de La Grande-Armée abajoy, luego, por Les ChampsÉlysées.En varias ocasiones me enseñó elsello (que había envuelto en papelcelofán). Según él, se trataba de unapieza «única» de Kuwait, que sellamaba «Emir Rashid y vistasdiversas». Llegamos al CarréMarigny. En ese espacio que estáentre el teatro y la avenida deGabriel ponían el mercado de

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sellos. (¿Seguirá existiendo ahora?)La gente formaba grupos pequeños,hablaba en voz baja, abríamaletines, se inclinaba para mirarlo que había dentro, hojeabacatálogos, enarbolaba lupas ypinzas de depilar. Aquel barullosolapado, aquellos individuos conpinta de cirujanos y deconspiradores me causaron unahonda inquietud. Mi padre no tardóen verse en una aglomeración másdensa que las demás. Alrededor ded i e z p e r s o na s l o increpaban.

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Discutían para dilucidar si aquelsello era auténtico o no. A mi padrelo pillaban de improviso laspreguntas que brotaban por todaspartes y no conseguía decir nipalabra. ¿Cómo era posible que ese«Emir Rashid» suyo fuera verdeaceituna ahumado y no pardocarmín? ¿De verdad tenía undentado 13-14? ¿Llevaba«sobrecarga»? ¿Fragmentos de hilode seda? ¿No pertenecía a una seried e «orlas variadas»? ¿Habíancomprobado el «descarnado»? El

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tono se iba agriando. Llamaban a mipadre «impostor» y «estafador». Loacusaban d e pretender «colar unamierda que ni siquiera figuraba enel catálogo Champion». Uno deesos enrabietados lo agarró por lassolapas y lo abofeteó con todas susfuerzas. Otro lo breaba a puñetazos.Estaba claro que iban a lincharlopor un sello (lo que dice muchoacerca del alma humana) y, comoaquella perspectiva me resultabaintolerable, acabé por intervenir.Afortunadamente llevaba un

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paraguas en la mano. Repartí unoscuantos golpes al azar y,aprovechando la sorpresa, arranquéa mi padre de las manos de aquellajauría filatélica. Fuimos corriendohasta el Faubourg Saint-Honoré.

Los días siguientes mi padre,estimando que le había salvado lavida, me explicó detalladamente aqué clase de negocios se dedicaba yme propuso que cooperase con él.Tenía una clientela de unos veinteextravagantes repartidos porFrancia y a quienes había conocido

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e n revistas especializadas. Erancoleccionistas fanáticos q u e seobnubilaban por los objetos másdiversos: guías de teléfonos viejas,corsés, narguiles, tarjetas postales,cinturones de castidad, fonógrafos,lámparas de acetileno, mocasinesIowa, zapatos de salón... RastreabaParís buscando esos objetos, queenviaba por paquete postal a losinteresados. Previamente less a c a b a , me d i a nte g i r o postal,elevadas sumas sin relación algunacon el valor real de la mercancía.

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Uno de sus corresponsales pagaba100.000 francos por cada guía deferrocarriles Chaix de antes de laguerra. Otro le dio un anticipo de300.000 con la condición de que leDIERA PREFERENCIA en todos losbustos y efigies de Waldeck-Rousseau que encontrase... Mipadre, deseoso de asegurarse unaclientela aún más amplia dedementes de ésos, tenía el proyectode agruparlos en una Liga de losColeccionistas Franceses,nombrarse presidente y tesorero e

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imponer cuotas altísimas. Losfilatelistas lo habían decepcionadoprofundamente. Se daba cuenta deque no iba a poder abusar de ellos.Eran coleccionistas de cabeza fría,astutos, cínicos, despiadados(resulta difícil concebir elmaquiavelismo y la ferocidad quehay oculta en esos seresquisquillosos. Cuántos crímenescometidos por una «sobrecargaparda amarillenta» de Sierra Leonao un «perforado en línea» deJapón). No pensaba repetir la

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penosa expedición al CarréMarigny, que le había dejadoherido el amor propio. Me utilizó,de entrada, como recadero. Quisehacer gala de iniciativamencionándole una salida que a élno se le había ocurrido hasta elmomento: los bibliófilos. Le gustóla idea y me dio carta blanca. Yo nosabía nada aún de la vida, pero enBurdeos me había empollado elLanson, mi libro de texto deliteratura. Me eran familiares todoslos escritores franceses, del más

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fútil al más ignorado. ¿Para quépodía servirme esa erudición tanrara sino para lanzarme en elcomercio del libro? Me di cuentaenseguida de que era dificilísimoconseguir ediciones raras por pocodinero. Sólo encontraba productosde segunda: «originales» de Vautel,de Fernand Gregh o d e EugèneDemolder... Compré a l buen tuntúnen el pasaje Jouffroy un ejemplar deM at er i a y memoria por 3,50francos. En la página de cortesíapodía leerse esta curiosa

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dedicatoria de Bergson a JeanJaurès: «¿Cuándo dejarás dellamarme la miss?» Dos expertosreconocieron taxativamente la letradel maestro y volví a vender esacuriosidad a un aficionado por100.000 francos.

Animado por este primer éxito,resolví escribir personalmentededicatorias falsas que desvelasenalgún aspecto inesperado de este oaquel autor. Las letras que se medaba mejor imitar eran las deCharles Maurras y Maurice Barrès.

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Vendí un Maurras por 500.000francos gracias a esta breve frase:«A Léon Blum en testimonio de miadmiración... ¿Y si almorzásemosjuntos? La vida es tan corta...Maurras.» Un ejemplar de Losdesarraigados de Barrès llegó alos 700.000 francos. Iba dedicadoal capitán Dreyfus: «Ánimo,Alfred... Con afecto. Maurice.»Pero ya me había dado cuenta deque lo que interesaba muchísimo ala clientela era la vida privada delos escritores. Mis dedicatorias

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adquirieron entonces un tonoescabroso y, en consecuencia, subíl o s precios. M e decantaba sobret o d o p o r escritorescontemporáneos. C o m o algunosviven aún, no diré más para evitardemandas judiciales. E n cualquiercaso, gané mucho dinero a costa deellos.

A esos trapicheos nosdedicábamos. Nuestros negociosiban viento en popa porqueexplotábamos a personas que noestaban del todo bien de la cabeza.

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Cuando recuerdo aquellos apaños,noto una gran amargura. Habríapreferido q u e m i v i d a empezasebajo una luz más limpia. Pero ¿quéremedio le queda en París a unadolescente a quien nadie pidecuentas? ¿Qué remedio le queda aun infeliz así?

Si bien es cierto que mi padrededicaba parte de nuestro capital ala compra de camisas y corbatas deun buen gusto discutible, teníatambién empeño en sacarle fruto enoperaciones bursátiles. Ve í a yo

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cómo s e derrumbaba en un sillóncon los brazos a rebosar de fajos deacciones... Las apilaba en lospasillos de nuestros pisossucesivos, las contaba, lasseleccionaba, hacía inventario.Acabé por caer en la cuenta de quea q ue l l a s a c c i o ne s l a s habíanemitido sociedades en quiebra oque hacía mucho que no existían.Mi padre estaba convencido de quepodría volver a utilizarlas ydevolverlas a l mercado: «Cuandocoticemos en Bolsa...», me decía

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con expresión picarona.Me acuerdo además de que

compramos una limusina desegunda mano. En ese Talbot viejodábamos paseos nocturnos porParís. Antes de salir, venía siemprel a misma ceremonia del sorteo.Alrededor de veinte papelitosrepartidos por la mesa coja delsalón. Escogíamos uno al azar, end o n d e e s t a b a e s c r i t o nuestroi t i n e r a r i o . BatignollesGrenelle.Auteuil-Picpus. Passy-La Villette.O zarpábamos rumbo a uno de esos

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barrios d e nombres secretos: LesÉpinettes, La Maison-Blanche, Bel-A i r , L’Amérique, La Glacière,Plaisance, La Petite-Pologne... Mebasta con dar un taconazo e n algúnpunto sensible d e París para quebroten los recuerdos como haces dechispas. Aquella plaza de Italie, porejemplo, en donde hacíamos escaladurante esas giras... Había u n caféque s e llamaba L e Clair de Lune.Allí se presentaban a eso de la unade la madrugada todos los restos denaufragios del music-hall:

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acordeonistas de antes de la guerra,bailarines de tango de pelo blancoque intentaban recuperar en latarima la lánguida agilidad de lajuventud, matronas pintarrajeadasq u e cantaban el repertorio deFréhel o de Suzy Solidor. Algunoscómicos de feria desesperados sehacían cargo de los «intermedios».La orquesta la componían unosseñores con fijador en el pelo yataviados con esmoquin. Era uno delos locales favoritos de mi padre,que disfrutaba mucho mirando a

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esos espectros. Nunca he podidoentender por qué.

Y no nos olvidemos del burdelclandestino que estaba en e l 7 3 del a avenida d e Reille, a orillas delp a r q u e de Montsouris. Allícelebraba mi padre conciliábulosinterminables con la segunda de abordo, una señora rubia con cabezade muñeca. Era de Alejandría,como él, y recordaban, suspirando,las veladas de Sidi Bishr, el barPastroudis y tantas otras cosas quehoy ya han desaparecido... Nos

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quedábamos muchas veces hasta laclaras del alba en aquel enclaveegipcio del distrito XIV. Pero habíaotras etapas que también aspirabana nuestros vagabundeos (¿o anuestras huidas?). En el bulevar deMurat, un restaurante que abría denoche, perdido entre los bloques deedificios. Nunca había nadie y , enuna de las paredes, estaba colgadapor razones misteriosas una foto debuen tamaño de DanielRops. EntreMaillot y Champerret, un bar«americano» de imitación, centro

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de reunión de toda una panda decorredores de apuestas de caballos.Y, cuando nos atrevíamos a llegarhasta el extremo norte de París –zona de almacenes y mataderos–,parábamos en Le Bœuf Bleu de laplaza de Joinville, a orillas delcanal del Ourcq. A mi padre legustaba especialmente ese sitioporque le recordaba el barrio deSaint-André, en Amberes, dondehabía vivido tiempo atrás.Tomábamos rumbo sudeste. Allí lasavenidas son umbrosas y anuncian

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el bosque de Vincennes.Entrábamos en Chez Raimo, en laplaza de Daumesnil, que estaba aúnabierto a aquella hora tardía. Una«pastelería heladería» melancólica,como las que aún se ven en lasciudades termales, y que nadie –aparte de nosotros– parecíaconocer. Me vuelven a la memoriamás sitios, a oleadas. Nuestrasdiversas señas: bulevar deKellermann, 65, con vistas alcementerio de Gentilly; el piso dela calle de Regard, donde el

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inquilino anterior se había dejadoolvidada una caja de música quevendí por 30.000 francos. Eledificio burgués de la avenida deFélix-Faure donde el portero nosrecibía siempre con las siguientespalabras: «¡Aquí llegan los judíos!»O es de noche en un pisodestartalado de tres habitaciones,en el muelle de Grenelle, cerca delvelódromo de invierno. No habíaluz. De codos en la ventana,mirábamos las idas y venidas delmetro aéreo. Mi padre llevaba un

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batín con unos cuantos agujeros. Meseñaló la ciudadela de Passy, en laotra orilla. Con un tono categóricome dijo: «¡Un día tendremos unpalacete en Trocadéro!» Mientrastanto, me citaba en el vestíbulo delos hoteles de lujo. Se notaba allímás importante, más apto parallevar a cabo sus proyectos de altasfinanzas. ¡Cuántas veces habré ido aesas citas en el Majestic, en elContinental, en el Claridge, en elAstoria... Aquellos lugares de pasoencajaban bien con un alma

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vagabunda y frágil como la suya.Todas las mañanas me recibía en

su «despacho» de la calle de LesJardins-Saint-Paul. Una habitaciónmuy amplia cuyo mobiliarioconsistía en una silla de enea y unsecreter Imperio. Los paquetes queteníamos que enviar ese mismo díaestaban apilados contra las paredes.Tras anotarlos e n u n registro,especificando l o s nombres y lasdirecciones d e l o s destinatarios,celebrábamos u n a reunión detrabajo. Yo le daba cuenta de los

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libros que iba a comprar y de losdetalles técnicos de lasdedicatorias falsas que haría.Tintas, plumas o estilográficasdiferentes para cada autor.Repasábamos la contabilidad,leíamos atentamente L e Courrierd e s collectionneurs. Luegobajábamos los paquetes al Talbot ylos colocábamos como podíamos enel asiento trasero. Aquel trabajo dedescargador d e muelle me dejabaagotado.

Mi padre se iba a recorrer las

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estaciones para enviar la carga. Porla tarde, iría al almacén que teníaen el barrio de Javel y escogeríaentre aquel batiburrillo una veintenade objetos que pudieran interesar asus corresponsales, se los llevaría ala calle de Les Jardins-Saint-Paul ylos empaquetaría. Despuésrepondría las existencias. Teníamosque atender con la mayor diligencialas exigencias de nuestros clientes.Los empecinados de esa categoríano esperan.

Yo me iba por mi lado, con una

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maleta en la mano, y rebuscabahasta que se hacía de noche por unazona restringida d e L a Bastille, lap l a z a d e L a Républ ique, losgrandes bulevares, la avenida deL’Opéra y el Sena. Esos barriostienen su encanto. Saint-Paul, dondesoñé con que transcurriera mi vejez.Me habría bastado con uncomercio, una tiendecita de lo quefuera. A menos que la tuviera en lacalle Pavée o en la calle de Le Roi-de-Sicile, ese gueto al que lafatalidad nos hace volver siempre

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un día. En Le Temple, notaba que seme despertaban los instintos deropavejero. En el barrio de LeSentier, ese principado oriental queforman la plaza de Le Caire, lacalle de Le Nil, el pasaje Ben-Aïady la calle de Aboukir, me acordabade mi pobre padre. Los distritosuno, dos, tres y cuatro se dividen enu n a mul t i t ud d e provincias,imbricadas unas en otras, y cuyasfronteras invisibles acabé porconocer. Grenéta, Le Mail, la puntade Saint-Eustache, Les Victoires...

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Mi última etapa era la libreríaPetit-Mirioux, en la galeríaVivienne. Llegaba a la caída d e lat a r d e . P a s a b a revista a lasestanterías, con el convencimientode que encontraría lo queprecisaba. La señora Petit-Miriouxconservaba la producción literariade los cien últimos años. Cuántosautores y cuántos librosinjustamente olvidados... Ambos locomentábamos con tristeza. Aquellagente se había tomado muchot r a b a j o e n v a n o . . . Nos

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consolábamos mutuamente y nosdábamos seguridades de quetodavía existían fanáticos de PierreHamp o d e Jean-José Frappa; deque día llegaría, antes o después, enque los hermanos Fisher saldríandel purgatorio. Nos separábamostras aquellas palabrasreconfortantes. Las otras tiendas del a galería Vivienne parecía quellevaban cerradas desde hacía unsiglo. En el escaparate de unaeditorial de música, tres partiturasamarillentas de Offenbach. Me

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sentaba encima de la maleta. Ni unruido. E l tiempo s e había detenidoe n algún punto entre la monarquíade julio y el Segundo Imperio. Alfondo del pasaje, salía de lalibrería una luz exhausta, yvislumbraba apenas l a silueta de las e ñ o r a Petit-Mirioux. ¿Hastacuándo seguiría montando guardia?Pobre centinela anciana.

Más allá, los soportalesdesiertos de plaza de LePalaisRoyal. Antaño la gente se lopasaba bien por allí. Ya no.

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Cruzaba los jardines. Zona desilencio y de penumbra suave dondeel recuerdo de los años muertos ylas promesas incumplidas nosencoge el corazón. Plaza de LeThéâtreFrançais. Las farolas loaturden a uno. Eres el submarinistaque sube de golpe a la superficie.Había quedado con «papá» e n elcaravasar d e Les Champs-Élysées.Cogeríamos el Talbot para recorrerParís como solíamos.

Ante mí s e abría l a avenida deL’Opéra. Anunciaba otras avenidas,

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otras calles que nos proyectaríandentro de un rato hacia los cuatropuntos cardinales. El corazón melatía algo más fuerte. En medio detantas incertidumbres, mis únicospuntos de referencia, el únicoterreno que no se me hurtaba, eranlos cruces y las aceras de aquellaciudad donde, sin duda, acabaríapor quedarme solo.

Voy a llegar ahora, por muycuesta arriba que se me haga, al«doloroso episodio del metro

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George V». Mi padre llevabasemanas m u y interesado p o r elprimer cinturón de cercanías, eseferrocarril que ya no funciona y dala vuelta a París. ¿Estaría pensandoe n volver a ponerlo en marchamediante una suscripción? ¿Oempréstitos bancarios? Todos losdomingos me pedía que fuera con éla los barrios periféricos e íbamossiguiendo a pie esas vías viejas.Las estaciones de la línea estabanabandonadas o convertidas enalmacenes. Las malas hierbas

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tapaban los raíles. De vez encuando, m i padre s e paraba paragarabatear una nota o para dibujarun croquis informe en una libretita.¿En pos de qué sueño iba? A lomejor estaba esperando un tren queno pasaría nunca.

Aquel domingo 17 de juniohabíamos seguido las vías delferrocarril de circurvalación quecruzan el distrito XII. No sintrabajo. En las inmediaciones de lacalle de Montempoivre, empalmancon el ferrocarril de Vincennes y, al

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final, nos hacíamos un lío. Al cabode tres horas, aturdidos por aqueldédalo ferroviario, tomamos ladecisión de volver a casa en metro.Mi padre no parecía satisfecho dela tarde que acababa de transcurrir.Normalmente, cuando regresábamosde esas expediciones, estaba d e unhumor excelente y me enseñaba lasnotas que había tomado. Iba a tener,a no mucho tardar –me explicaba–,un dossier «serio» sobre elferrocarril de circunvalación parapresentárselo a los poderes

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públicos.–Y ya vería todo el mundo.¿Qué? No me atrevía a

preguntárselo. Pero aquel domingo17 de junio por la noche se le habíaesfumado el vehemente entusiasmo.En el vagón de metro de la líneaVi nc e nne s - Ne ui l l y l e ibaarrancando, d e u n a e n una , laspáginas a la libreta y, sobre lamarcha, las rompía en pedacitos,que tiraba como puñados de confeti.Y lo hacía todo con ademanes desonámbulo y una rabia meticulosa

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que nunca le había visto. Intentécalmarlo. Le decía que era unapena, la verdad, destruir en unarrebato un trabajo de tantaenvergadura, y que yo me fiaba porcompleto de sus dotes deorganizador. Me miraba con ojosvidriosos. Bajamos en la estaciónGeorges V. Estábamos esperandoen el andén. Mi padre, enfurruñado,estaba detrás de mí. La estación seiba llenando poco a poco, como enlas horas punta. Toda aquella gentevolvía de dar un paseo por Les

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Champs-Élysées o del cine.Estábamos apiñados. Yo estaba enprimera fila, al filo del andén. Nopodía retroceder. Me volví haciami padre. El sudor le chorreaba porel rostro. El rugido del metro. En elmomento en que entraba en laestación, me dieron un fuerteempujón por la espalda.

Algo después estoy tumbado enuno de los bancos de la estación.M e rodea u n grupito d e curiosos.Zumban. Uno se inclina paradecirme que «de buena me he

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librado». Otro, con gorra yuniforme (un empleado del metroseguramente), anuncia que va a«llamar a la policía». Mi padre estáapartado. Carraspea.

Dos guardias me ayudan alevantarme. Me sujetan por lasaxilas. Cruzamos la estación. Lagente se vuelve cuando pasamos.M i padre viene detrás, c o n pasopoco resuelto. Subimos al furgónpolicial que está aparcado en laavenida de George V. Losparroquianos del Fouquet’s

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disfrutan en la terraza del hermosoatardecer de verano.

Vamos sentados juntos. Mi padresigue con la cabeza gacha. Los dospolicías, sentados enfrente, nodicen nada. Nos paramos delante dela comisaría del número 5 de lacalle d e Clément-Marot. Antes deentrar, mi padre titubea. Separa loslabios con un rictus nervioso.

Los agentes cruzan unas cuantaspalabras con un hombre a l t o yflaco. ¿El comisario? Nos pide ladocumentación. Está claro que mi

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padre le entrega de mala gana elpasaporte Nansen.

–¿Refugiado? –pregunta el«comisario»...

–Me van a conceder enseguida lanacionalidad –susurra mi padre.Debe de haber preparado deantemano esa respuesta–. Pero mihijo es francés –y añade en unsusurro–: y bachiller...

El comisario se dirige a mí:–Así que ha estado a punto de

atropellarlo el metro.No digo nada.

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–Menos mal que lo sujetóalguien. Si no, estaría usted ahoraen muy mal estado.

Sí, alguien me ha salvado la vidaagarrándome en el último momento,cuando perdía el equilibrio. Mequeda un recuerdo muy borroso deesos minutos.

–¿Y cómo es –sigue diciendo elcomisario– que ha gritado ustedvarias veces ASESINO mientras lollevaban a un banco de la estación?

Luego se dirige a mi padre:–¿Padece su hijo manía

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persecutoria?N o l e d e j a ti empo p a r a que

conteste. S e vuelve otra vez haciamí y me dice a quemarropa:

–Aunque a lo mejor es quealguien lo empujó por la espalda.Piense... No hay prisa.

Un joven, al fondo, escribía amáquina. El comisario, sentadodetrás de su escritorio, hojeaba unexpediente. Mi padre y yoesperábamos, cada uno en una silla.Creí que se habían olvidado denosotros, pero el comisario levantó

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al fin la cabeza:–Si desea hacer una declaración,

no dude en hacerla. Para eso estoy.De vez en cuando el joven le

traía una hoja escrita a máquina y élla corregía con tinta roja. ¿Hastacuándo nos iban a tener allí? Elcomisario señaló a mi padre:

–¿Refugiado político o refugiadoa secas?

–Refugiado a secas.–Mejor –dijo el comisario.Corría el tiempo. A mi padre se

le notaba que se estaba poniendo

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nervioso. Creo incluso que sedespellejaba las manos. Enresumidas cuentas, estaba a mimerced –y lo sabía–, pues si no,¿por qué me había lanzado envarias ocasiones miradas ansiosas?Tenía que rendirme a la evidencia:alguien me había empujado paraque me cayese a la vía y el metrome hiciera trizas. Y había sidoaquel señor de tipo sudamericanoque estaba sentado a mi lado. Losabía porque noté en el omóplato lasortija de sello que llevaba.

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C o m o s i m e l e y e r a elpensamiento, e l comi sar i o mepreguntó con voz distraída:

–¿Se lleva bien con su padre?(Hay policías que tienen el don

de la videncia. Como por ejemploaque l inspector d e l a DirecciónC e n t r a l de InformacionesGenerales , q u i e n , a l jubilarse,cambió de sexo para poner unaconsulta y dar consejos«extralúcidos» con el nombre de«Madame Dubail».)

–Nos llevamos muy bien –

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contesté.–¿Está seguro?Me hizo la pregunta con hastío y,

acto seguido, bostezó. Yo tenía laseguridad de que se había dadocuenta de todo, pero mi caso no leinteresaba. Un muchacho al queempuja su padre para que se caiga ala vía del metro; seguramente habíavisto montones de casossemejantes. Trabajo rutinario.

–Le repito que, si tiene algo quedecirme, lo escucho.

Pero yo sabía que me lo

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preguntaba por simple cortesía.Encendió la lámpara del

escritorio. El joven seguíaescribiendo a máquina. Debía deestar dándose prisa en acabar eltrabajo. El martilleo del teclado meacunaba y me costaba mucho seguircon los ojos abiertos. Para lucharcontra el sueño, me fijaba en todoslos detalles y detallitos de lacomisaría. En la pared, unalmanaque de Correos y lafotografía d e l presidente d e laR e p ú b l i c a . ¿Doumer? ¿Mac-

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Mahon? ¿Albert Lebrun? Lamáquina de escribir era de unmodelo antiguo. Decidí que aqueldomingo 17 de junio iba a contar enm i v i d a y m e volvíimperceptiblemente hacia mi padre.Le corrían por la sien gruesas gotasde sudor. Y el caso es que no teníacara de asesino.

El comisario se inclina porencima del hombro del joven paracomprobar cómo anda e l trabajo.Le da unas cuantas indicaciones env o z baja. Tr e s agentes entran de

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golpe. A lo mejor nos van a llevar ala cárcel para una detenciónpreventiva. E s a perspectiva medeja indiferente. Pero no es eso. Elcomisario me mira fijamente:

–¿Y qué? ¿No tiene nada quedeclarar?

Mi padre suelta un gruñidoquejumbroso.

–Está bien, señores, puedenirse...

Fuimos andando al azar. No meatrevía a pedirle a mi padre unaexplicación. Fue en la plaza de Les

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Ternes, mirando fijamente el cartelde neón de la Brasserie Lorraine,donde le dije con el tono de vozmás neutro que pude:

–En resumidas cuentas, haquerido matarme...

N o contestó. M e dio miedo quese espantara, como esas aves a lasque se acerca uno demasiado.

–No le guardo rencor, ¿sabe?Y dije, señalando la terraza del

café:–¿Y si tomamos algo? ¡Esto hay

que celebrarlo!

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Al oír ese comentario soltó unarisita. Cuando nos sentamos, tuvobuen cuidado de no hacerlo enfrentede mí. Se portaba como en el furgónpolicial: con la espalda encorvaday la cabeza gacha. Le pedí unbourbon doble, porque sabía cuántole gustaba, y para mí una copa dechampán. Chocamos las copas.Pero por cumplir. Después dellamentable incidente del metro, mehabría gustado que pusiéramos lascosas en claro. Imposible. Mi padreme oponía una fuerza tal de inercia

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que preferí no insistir.En las mesas vecinas, la gente

charlaba con animación. Todo elmundo estaba encantado con el buentiempo que hacía. La gente estabarelajada. Y feliz. Y yo teníadiecisiete años, mi padre habíaquerido tirarme a las vías del metroy a nadie le importaba.

Tomamos l a última copa e n laavenida de Niel, en Petrissan’s, eseb a r ta n curioso. Entró u n hombremayor haciendo eses. S e sentó ennues tra m e s a y m e ha b l ó del

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ejército de Wrangel. Creí entenderque había pertenecido a él. Elrecuerdo le resultaba muy penoso,porque se echó a llorar. No queríaya separarse de nosotros. Se meafer raba a l b r a zo . Pr i ngoso yexaltado, c o mo to d o s l o s rusosdespués de las doce de la noche.

Íbamos por la avenida, endirección a la plaza de Les Ternes,y mi padre caminaba unos cuantosmetros por delante de nosotros,como si le diera vergüenza ir en tanlamentable compañía. Apretó el

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paso y lo vi meterse en la boca demetro. Pensé que no volvería a vera aquel hombre. De eso estabaseguro.

El excombatiente me apretaba elbrazo y me sollozaba encima delhombro. Nos sentamos en un banco,e n la avenida de Wagram. Teníamucho empeño en contarme contodo lujo de detalles e l prolongadocalvario d e los ejércitos blancosque huían hacia Turquía. Al final,aquellos héroes acabaron enConstantinopla con sus uniformes

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recargados. ¡Qué miseria! P o r lovisto e l barón Wrangel medía másde dos metros.

No ha cambiado usted tanto.Hace un rato, cuando entró en la barde Le Clos-Foucré, andaba igualque hace diez años. Se sentóenfrente de mí y estuve a punto depedirle un bourbon doble, pero mepareció una incongruencia. ¿Mereconocería? Con usted, nunca sesabe. ¿Para qué agarrarlo por loshombros y zarandearlo? ¿Para qué

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hacerle preguntas? Me pregunto sise merece el interés que siento porusted.

Un día decidí de repente que ibaa buscarlo. Estaba bajísimo deánimos. Debo decir que losacontecimientos iban tomando ungiro inquietante y que se olía eldesastre en el aire. Vivíamos «unaépoca muy rara». No había nada aque aferrarse. Me acordé de quetenía un padre. Claro está querecordaba muchas veces el«doloroso episodio del metro

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George V», pero no sentía rencoralguno. Hay algunas personas aquienes se les perdona todo. Habíanpasado diez años. ¿Qué había sidode usted? A lo mejor me necesitaba.

Pregunté a camareras de salonesde té, a barmans y a conserjes dehotel . F u e François, d e l Silver-Ring, quien me puso sobre su pista.Iba siempre –por l o visto– con unaalegre pandilla de noctámbuloscuyas estrellas eran los señoresMurraille y Marcheret. Aunque elapellido de éste no me sonaba de

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nada, estaba al tanto de lareputación de aquél: u n periodistaque oscilaba entre e l chantaje y losf o n d o s s e c r e to s . U n a semanadespués , l o v i e n t r a r e n unrestaurante de la avenida de Kléber.Disculpe l a curiosidad, pero mesenté en la mesa de al lado. Meemocionaba volver a verlo y teníapensado darle una palmada e n elhombro, pero desistí a l ve r a susamigos. A Murraille lo tenía a laizquierda y, nada más mirarlo, mepareció que vestía con una

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elegancia sospechosa. Se notabaque quería «resultar elegante».Marcheret decía, sin hablar connadie en concreto, que «aquel foie-gras no había quien lo tragara».Recuerdo también una pelirroja yu n individuo con rizos rubios querezumaban por todos los porosfealdad espiritual. E incluso austed, siento decirlo, no lo veía ensu mejor momento. (¿Sería por elpelo con brillantina, por la miradaaún más perdida que decostumbre?) Noté algo así como un

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malestar a l v e r e l g r up o queformaban usted y sus «amigos». Elde los rizos rubios alardeaba debilletes de banco, la pelirrojaincrepaba groseramente al maître yMarcheret soltaba bromaso b s c e na s . ( H e a c a b a d o pora c o s t u m b r a r m e . ) Murraillemencionó s u vi l l a e n e l campo,donde era «tan agradable pasaralgunos fines de semana». Acabépor caer en la cuenta de que todo elgrupito coincidía en esa villa todaslas semanas. Usted también. No

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p u d e res i s ti rme a l d e s e o deencontrarme c o n ustedes en aquellugar de descanso tan encantador.

Y ahora que estamos sentadosuno frente a otro, como dospasmarotes, y que puedo mirarlo agusto, TENGO MIEDO. ¿Qué hace eneste pueblo de Seine-et-Marne conesta gente? ¿Dónde la conoció? Laverdad es que mucho debo dequererlo para irlo siguiendo poreste camino tan escarpado. ¡Y sinque lo agradezca ustedmínimamente! A lo mejor me

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equivoco, pero su situación mesigue pareciendo muy precaria.Supongo que no ha dejado de serapátrida, lo q u e supone muchosinconvenientes e n «estos tiemposque corren». Yo también he perdidola documentación, menos ese títuloal que daba usted tanta importanciay que ya no quiere decir nada hoyen día, ahora que estamos pasandopor una «crisis de valores» sinprecedentes. Voy a intentar, cuestelo que cueste, conservar la sangrefría.

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Marcheret. Le da palmadas en elhombro y lo llama «Chalva, queridogordo». Me dice:

– B u e n a s n o c h e s , señorAlexandre, ¿ n o l e a p e te c e un«americano»?

Y no me queda más remedio quebeberme ese líquido repulsivo portemor a ofenderlo. Me gustaríasaber qué intereses lo vinculan aeste exlegionario. ¿Tráfico dedivisas? ¿Operaciones e n bolsacomo l a s q ue hacía antes? «¡Dosamericanos más!», le vocea

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Marcheret a Grève, el maître.Luego se vuelve hacia mí.

–Se toman sin sentir, ¿verdad?Bebo, aterrado. Pese a ese

aspecto jovial, tengo la sospecha deq u e e s extraordinariamentep e l i gr o s o . Lamento que lasrelaciones que tenemos usted y yono vayan más allá del ámbito de laestricta cortesía, porque si no lopondría en guardia en contra delindividuo este. Y en contra deMurraille. Hace mal, «papá», entratarse con personas así. Acabarán

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por darle que sentir. ¿Tendréfuerzas para seguir hasta el finalcon este papel de ángel de laguarda? Pero no me da facilidades.Por mucho q ue esté a l acecho deuna mirada, de una demostración desimpatía (aunque no me hayareconocido, la verdad es que podríafijarse algo más en mí), nada alterae s a impasibilidad otomana suya.Me pregunto s i e n realidad pintoa l go aquí . D e entrada, me estoyarruinando l a salud bebiendo todose s t o s licores. Además este

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e s c e n a r i o ps eudor r ús ti co medeprime a más no poder. Marcheretme anima a probar una «damarosa», un cóctel cuya sutileza habíarevelado a «todos sus amigos deBousbir». Me entra miedo de quevuelva a hablarme de la Legión ydel paludismo que padece. Pero nolo hace. Se vuelve hacia usted:

–¿Se lo ha pensado, Chalva?Con voz casi inaudible, usted le

contesta.–Me lo he pensado, Guy.–¿Vamos a medias?

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–Puede contar conmigo, Guy.–Tenemos entre manos asuntos

muy importantes el barón y yo –medice Marcheret–. ¿A que sí,Chalva? ¡Hay que celebrarlo!¡Grève, por favor, tres vermuts!

Brindamos.–Dentro de poco tendremos que

celebrar nuestros primeros milmillones.

Le da a usted una fuerte palmadaen la espalda. Deberíamos irnos deaquí cuanto antes. Irnos ¿adónde? Alas personas como usted y como yo

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las pueden detener en todas lasesquinas. No pasa día sin redada ala salida de las estaciones, de loscines y de los restaurantes. Hay queevitar sobre todo los sitiospúblicos. París parece un bosquegrande y oscuro, sembrado detrampas. Caminamos por él atientas. Convendrá conmigo en quese precisan nervios de acero. Yencima hace calor. Nunca vi veranomás tórrido. Esta noche, hace unatemperatura asfixiante. Paramorirse. Marcheret tiene el cuello

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de la camisa empapado en sudor.Usted ha renunciado a secarse lacara y las gotas le tiemblan unmomento en la punta de la barbillay caen encima de la mesa aintervalos regulares. Las ventanasdel bar están cerradas. Ni un soplode aire. Se me pega la ropa alcuerpo como si me hubiera caído unchaparrón encima. No puedolevantarme. Como haga el mínimogesto en esta estufa me derretiré deltodo. Usted no parece demasiadomolesto: supongo que en Egipto

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soportaba con frecuencia canículascomo ésta, ¿verdad? Y Marcheretme afirma que «en comparación conÁfrica aquí se muere uno de frío» yme propone otra copa. No, nopuedo más, de verdad. Vamos,señor Alexandre, otro «americano»de nada. Me da miedo desmayarme.Ahora es a través de una cortina devaho como veo que se nos acercanMurraille y Sylviane Quimphe. Amenos que se trate de un espejismo.(Me gustaría preguntarle aMarcheret si es así como aparecen

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los espejismos, a través de un vaho.Pero no tengo fuerzas.) Murrailleme alarga la mano.

–¿Qué tal, Serge?Es la primera vez que me llama

por «mi nombre»: no me fío de esasconfianzas. Lleva, como suele, unjersey oscuro y un fular alrededordel cuello. A Sylviane Quimphe sel e salen e n parte l o s pechos delescote y compruebo que, por elcalor, no se ha puesto sostén. Pero,en tal caso ¿por qué sigue conpantalón de montar y botas?

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–¿Y si nos sentamos a la mesa? –propone Murraille–. Tengo unhambre canina.

Consigo levantarme pese a todo.Murraille me coge del brazo:

– ¿ H a p e n s a d o e n nuestrosproyectos? Le repito que tiene cartablanca. Escriba lo que quiera.¡Tiene a su disposición lascolumnas de mi semanario!

Grève nos está esperando en elcomedor. Nuestra mesa estáexactamente debajo de la lámpara.Todas las ventanas están cerradas,

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por supuesto. Hace más calor aúnque en el bar. Me siento entreMurraille y Sylviane Quimphe. Austed lo te ngo sentado enfrente,pero sé de antemano que me rehuirála mirada. Marcheret pide. Losplatos que ha elegido no parecenlos más apropiados para latemperatura ambiente: c r e ma debogavante, carnes e n salsa y suflé.Nada de llevarle la contraria. Alparecer, la gastronomía es unterreno que le está reservado.

–¡Empezamos con un burdeos

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blanco! ¡Y para después Château-Pétrus! ¿De acuerdo?

Restalla la lengua.–Esta mañana no vino al

picadero –me dice SylvianeQuimphe–. ¡Contaba con usted!

Lleva dos días tirándome lostejos de forma cada vez máscategórica. Le he caído bien, y mepregunto por qué, desde luego.¿Será por mi apariencia de jovenbien educado? ¿O por mi tez detuberculoso? ¿O es que quierefastidiar a Murraille? (Pero ¿es

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acaso su amante?) Durante untiempo, pensé que flirteaba conDédé Wildmer, el exjockeyapopléjico que lleva el picadero.

– L a pr óxi ma v e z c ump l a lapalabra dada. Tiene que ganarse elperdón...

Habla con voz de niña y me damiedo que los demás se den cuenta.No. Murraille y Marcheret hablanen un aparte. Usted tiene los ojosperdidos en el vacío. La luz de lalámpara es tan fuerte como la de unproyector. Me pesa en la cabeza

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como una capa de plomo. Y mesudan tanto las muñecas que me dala impresión de que me he abiertolas venas y me estoy desangrando.¿Cómo voy a poder tomarme estacrema de bogavante ardiendo queacaba de servirnos Grève?Marcheret se pone de pierepentinamente:

–Amigos míos, les anuncio unagran noticia: ¡me caso dentro detres días! ¡Chalva será mi testigo!¡A tal señor, tal honor! ¿Algo queobjetar, Chalva?

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Pone usted sonrisa que es unamueca. Susurra:

–¡Encantado, Guy!–A la salud de Jean Murraille, mi

futuro tío –vocifera Marcheret,sacando pecho.

Alzo la copa, como los demás,pero la vuelvo a dejar en el acto. Sibebiera una sola gota de eseburdeos blanco creo que vomitaría.Tengo que guardar todas las fuerzaspara la crema de bogavante.

–Jean, estoy muy orgulloso decasarme con su sobrina –afirma

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Marcheret–. Tiene la parte baja dela espalda más turbadora de todoParís.

Murraille suelta la carcajada.–¿Conoce a Annie? –me pregunta

Sylviane Quimphe–. ¿Quién le gustamás, ella o yo?

Titubeo u n momento. Y luegoconsigo deci r : «¡Usted!» ¿ Va ad u r a r m u c h o e s t e coqueteo?Sylviane se me come con los ojos.Y eso que no debo de ser unespectáculo agradable... M e corree l sudor p o r l a s mangas. ¿Hasta

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cuándo va a durar este martirio?Los demás muestran un aguanteexcepcional. N i rastro d e sudor enl a s c a r a s de Murraille, deMarcheret y de Sylviane Quimphe.A usted le corren unas cuantas gotaspor las sienes, pero nada del otromundo... Y mete la cuchara en todasl a s cremas de bogavante que leechen como si estuviéramos en unchalet de alta montaña y en plenoinvierno.

–¿Se rinde, señor Alexandre? –exclama Marcheret–. ¡Qué error el

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suyo! ¡Esta crema es de un suave!–A nuestro amigo lo hace

padecer el calor –dice Murraille–.Espero, Serge, que eso no le impidaescribir una buena colaboración...Le advierto que l a necesito para lasemana que viene. ¿Tiene algopensado?

Si no me notase en un estado tancrítico, le daría de bofetadas.¿Cómo puede pensar ese vendidoque acepto de buen grado escribiren su semanario, comprometer mireputación con esa panda de

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soplones, de delatores y deescritorcillos de mala muerte cuyasfirmas figuran desde hace dos añosen todas las páginas de C’est lavie? ¡Ja! Van a ver lo que es bueno.Cabrones. Basura. Canallas.Chacales. Condenados a muerteaplazada. ¿Acaso no me haenseñado Murraille las cartas deamenazas que recibía? Tienemiedo.

–Se me está ocurriendo algo –medice–. ¿Y si me pare un cuento?

–¡De acuerdo!

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Intenté hablar con el tono másentusiasta que me fue posible.

–Algo sabroso, ¿me entiende?–A la perfección.Hace demasiado calor para

discutir.–No claramente pornográfico,

pero ligero de cascos..., un pococochino... ¿Qué le parece, Serge?

–Será un placer.¡Lo que él diga! Firmaré con mi

nombre de prestado. Pero, deentrada, tengo que demostrarle mibuena voluntad. Está esperando que

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le sugiera algo. ¡Vamos allá!–Le propongo presentarlo en

varios episodios...–¡Excelente idea!–Y como si fueran unas

«confesiones». Es mucho másinteresante. P o r e j e mp l o : Lasconfesiones d e u n c h ó f e r demundo.

Acababa d e acordarme d e esetí tulo, q u e ha b í a leído en unarevista de antes de la guerra.

–¡Sensacional, Serge,sensacional! ¡Las confesiones de

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u n chófer de mundo! ¡Es usted unas!

Parecía entusiasmado de verdad.–¿Para cuándo la primera

entrega?–Dentro de tres días –le dije.–¿Me dejará que sea la primera

en leerlas? –me cuchichea SylvianeQuimphe.

–A mí –declara con tonosentencioso Marcheret– me gustanmucho las historias guarras. ¡Cuentocon usted, señor Alexandre!

Grève ha servido las carnes en

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salsa. Sería por el calor, por lalámpara cuyo resplandor se memetía en la cabeza, por la vista deesos alimentos indigestos que teníadelante, pero me entró un ataque derisa irreprimible al que no tardó ensustituir un estado de abatimientototal. Intenté que s e cruzasen lamirada de usted y la mía. Pero no loconseguí. No me atrevía a volvermeni hacia Murraille ni haciaMarcheret por temor a que mehablasen. Sin saber qué hacer,acabé por concentrarme en el lunar

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que tenía Sylviane Quimphe en lacomisura de los labios. Luegoesperé, diciéndome que a lo mejorconcluía la pesadilla.

Fue Murraille quien me llamó alorden.

–¿Está pensando en el cuento?¡No querría que le quitase las ganasde comer!

–Comer y contar, todo esempezar –comentó Marcheret.

Y usted soltó una risita; no debíaesperar otra cosa por su parte. Erauña y carne con aquellos golfos y a

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mí, a la única persona en el mundoque lo quería bien, no me hacía nicaso por sistema.

–Pero pruebe este suflé –me dijoMarcheret–. ¡Se deshace en laboca! ¡Una auténtica maravilla!¿Verdad, Chalva?

Y usted asiente con un tono deadulación que me consterna. Que lodeje plantado, es todo lo que semerece. Hay ratos, «papá», en queme entran tentaciones de tirar latoalla. Lo sostengo, bien sujeto.¿Qué sería de usted sin mí? ¿Sin mi

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fidelidad, si no estuviera alertacomo un san bernardo? Si losoltase, no haría ruido al caer.¿Quiere que probemos? Tengacuidado. Noto que ya me estáinvadiendo un dulce sopor.Sylviane Quimphe se hadesabrochado dos botones de lablusa, se vuelve hacia mí y meenseña a hurtadillas los pechos.¿Por qué no? Murraille se quita elfular con ademán flojo, Marcheretapoya pensativamente la barbilla enla palma de la mano y lanza una

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sarta de eructos; no me había fijadoen esos mofletes colgantes ygrisáceos, de los que dan pinta debulldog. La conversación meaburre. Las voces de Murraille y deMarcheret parecen salir de un discoque estuviera girando a pocasrevoluciones. Se estiran, derrapan,se enviscan en un agua negra. A mialrededor todo se desenfoca porquelas gotas de sudor me llenan losojos... La luz va bajando, bajando...

–Eh, señor Alexandre, ¿no irá adarle un soponcio?

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Marcheret me pasa una servilletahúmeda por la frente y l as sienes.Se acabó. Un trastorno pasajero. Yaestaba avisado, «papá». ¿Y si lapróxima vez no recupero elconocimiento?

–¿Se encuentra mejor, Serge? –pregunta Murraille.

–Daremos un paseo antes deirnos a dormir –me cuchicheaSylviane Quimphe.

Marcheret ordena, categórico:–¡Coñac y un café turco! ¡No hay

nada mejor para restablecerse!

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¡Hágame caso, señor Alexandre!En resumidas cuentas, usted era

el único a quien no le preocupabami salud y, al comprobarlo, mesentí aún más apenado. Pese a todo,aguanté hasta e l final d e l a cena.Marcheret pidió un «licordigestivo» y volvió a hablarnos desu boda. Lo tenía preocupado undetalle: ¿quién iba a ser el testigode Annie? Murraille y él nombrarona varias personas a quienes y o noconocía . Lu e g o s e pus i e ron aconfeccionar la lista de invitados.

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Hacían comentarios de todos y temíq ue aquella tarea durase hasta elamanecer. Murraille hizo un gestode cansancio.

–De aquí a entonces ya noshabrán fusilado a todos –dijo.

Miró el reloj.–¿Y si nos fuéramos a dormir?

¿Qué le parece, Serge?E n e l bar sorprendimos a Maud

Ga l l a s e n compañía de DédéWildmer. Los dos estabanrepantigados en un sillón. Él laestrechaba con fuerza y ella hacía

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como que se defendía. Parecía quehabían bebido demasiado. Segúnpasábamos, Wildmer volvió lacabeza y me lanzó una mirada muyrara. No nos caíamos nadasimpáticos. Yo incluso notaba unasco instintivo hacia el exjockey.

Me alegró verme al aire libre.–¿Nos acompaña hasta la villa? –

me preguntó Murraille.Sylviane Quimphe s e m e cogió

del brazo y no pude negarme. Ustedandaba, con l a espalda encorvada,entre Murraille y Marcheret. Era

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como si dos policías locustodiasen, uno de cada lado, y,por el reflejo de la luna en su relojde pulsera, parecía que ibaesposado. Lo habían detenido enuna redada. Lo llevaban endetención preventiva. Eso era loque iba pensando yo. Nada másnatural en «estos tiempos quecorren».

–Espero Las confesiones de unchófer de mundo –me dijoMurraille–. ¡Cuento con usted,Serge!

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–¡Escríbanos una historia guarraestupenda! –añadió Marcheret–. Yale daré consejos, si quiere. Hastamañana, señor Alexandre. Y tú,Chalva, que sueñes cosas bonitas.

Sylviane Quimphe le cuchicheó aMurraille unas cuantas palabras aloído. (A lo mejor me estabaequivocando, pero tenía ladesagradable sensación de que lacosa iba conmigo.) Murrailleasintió con la cabeza, con unmovimiento c a s i imperceptible.Abrió l a verja y tiró d e Marcheret

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por la manga. Los vi entrar en lavilla.

Nos quedamos callados unmomento, usted, Sylviane y yo,antes d e dar media vuelta, caminode Le ClosFoucré. Usted iba detrás,rezagado. Sylviane había vuelto aagarrarme del brazo y me apoyabala cabeza en el hombro. Yo sentíamu c h o q u e v i e r a u s t e d aquelespectáculo, pero no quería que ellase enfadase. En nuestra situación,«papá», más vale seguir lacorriente. En el cruce, nos dio las

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«buenas noches» con muchaeducación y se fue por el camino deLe Bornage, dejándome solo conSylviane.

Sylviane Quimphe m e propusodar una vuelta para «disfrutar de laluna llena». Volvimos a pasar otravez por delante de Villa Mektoub.Había luz en el salón y pensar queMarcheret s e es taba tomando asorbitos l a última copa me hizocorrer un escalofrío por la espalda.Íbamos por la senda para jinetesque bordea las lindes del bosque.

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Sylviane Quimphe se desabrochó lablusa. El rumor de los árboles y lapenumbra azulada me entumecían.Tras el suplicio de la cena, estabatan cansado que no decía nipalabra. Hacía esfuerzossobrehumanos para abrir la boca yno salía sonido alguno. Menos malque ella se puso a hablar de lascomplicaciones de su vidasentimental. Era la amante deMurraille, como ya lo suponía yo;pero los dos eran de ideas«amplias». Les gustaban mucho, por

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ejemplo, las camas redondas. Mepreguntó si no me escandalizaba. Lecontesté que por supuesto que no. Yyo, ¿había «probado» ya? Todavíano, pero lo haría muy gustoso si seterciaba. Me prometió que en lasiguiente ocasión sería «de lossuyos». Murraille tenía u n piso dedoce habitaciones en la avenida deIéna, en donde celebraban esa clasede veladas. Maud Gal l as , pore j e mp l o , e r a u n a d e lasparticipantes. Y Marcheret. YAnnie, l a sobrina d e Murraille. Y

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Dédé Wildmer. Y más gente, muchamá s gente. E n estos momentos sedivertía uno en París unabarbaridad. Murraille le habíaexplicado q u e e s o e r a l o quepasaba siempre en víspera de lascatástrofes. ¿Qué quería decir? Aella no le interesaba la política. Nilo que le pudiera pasar al mundo.Sólo pensaba en GOZAR. Mucho ymuy deprisa. Tras esta declaraciónde principios, me hizo confidencias.Había conocido a un joven en elúltimo party de la avenida de Iéna.

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Físicamente e r a u n término medioentre Max Schmeling y Henri Garat.En cuestiones éticas, un listillo.Pertenecía a uno d e esos serviciosde policía de refuerzo que llevabanuno s me s e s pululando. Te ní a lamanía de disparar e l revólver alb ue n tuntún. Hazañas a s í n o measombraban demasiado. ¿Novivíamos acaso en una época en quehabía que bendecir a l cielo a cadainstante s i no nos alcanzaba algunabala perdida? Había pasado con éldos días seguidos con sus noches y

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me daba detalles que yo habíadejado de escuchar. Detrás de laalta empalizada, a la derecha, acabade reconocer la villa «de usted»,con la torre en forma de minarete yl a s ventanas ojivales. S e la veíamejor desde este lado que desde elcamino de Le Bornage. Me parecióincluso divisar su silueta en uno delos balcones. Sólo nos separabanunos cincuenta metros y me habríabastado con cruzar aquel jardín quecrecía a su aire para ir a reunirmecon usted. Titubeé por un momento.

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Quise llamarlo o hacerle una señacon la mano. No. La voz no mellegaría tan lejos y la parálisisinsidiosa que notaba desde elcomienzo de la velada me impedíalevantar el brazo. ¿Sería por elclaro de luna? Aquella villa «suya»estaba sumergida en una luz denoche boreal. Parecía un palacio decartón piedra que flotaba sin tocarel suelo; y usted, un sultán obeso.La mirada perdida, los labiosfláccidos, acodado de cara albosque. Me acordé de todos los

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sacrificios que había hecho parallegar hasta usted: no tomarle encuenta el «doloroso episodio delmetro George V»; sumergirme en unambiente que me minaba los ánimosy la salud; soportar la compañía deindividuos tarados; acecharlo días ydías sin desfallecer. ¡Y todo esopara aquel espejismo de pacotillaque tenía delante! Pero yo loseguiría persiguiendo hasta el final.Me interesaba usted, «papá». Unosiempre siente curiosidad por susorígenes.

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Ahora es mayor la oscuridad.Hemos tomado por un atajo quelleva al pueblo. Sylviane me siguehablando del piso de Murraille, enla avenida de Iéna. Las noches deverano las pasaban en la ampliaterraza... Acerca la cara a la mía.Noto su aliento en mi cuello.Cruzamos a tientas el bar de LeClos-Foucré y me veo en suhabitación, como ya había previsto.Una lámpara de pantalla rojaencima de la mesilla de noche. Dossillas y un secreter. Las paredes

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es tán tapizadas c o n u n s a tén derayas amarillas y verdes. SylvianeQuimphe enciende la radio y oigola voz de André Claveau, lejana,confusa por culpa de los parásitos.Sylviane Quimphe se echa en lacama, a lo ancho.

–¿Tendría la amabilidad dequitarme las botas?

O b e d e z c o c o n g e s t o s desonámbulo. E l l a m e alarga unapetaca. Fumamos. Está visto quetodas las habitaciones de Le Clos-Foucré se parecen: muebles

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Imperio y grabados ingleses querepresentan escenas de caza.Sylviane Quimphe soba ahora unapistolita con cachas de nácar, y mepregunto si no estoy viviendo elprimer capítulo de esasConfesiones de un chófer demundo que le he prometido aMurraille. Bajo la luz cruda de lalámpara, parece mayor de lo que yosuponía. Tiene los rasgos hinchadosde cansancio. Una mancha de lápizde labios le cruza la barbilla.

–Acérquese.

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Me siento al borde de la cama.Sylviane Quimphe se apoya en loscodos y me mira a los ojos. En esemomento debió de haber un bajónde corriente. Envolvía la habitaciónun velo amarillo como ese queimpregna las fotos antiguas. Ellatenía la cara borrosa y los perfilesde los muebles se difuminaban.Claveau seguía cantando ensordina. Entonces l e h i c e lapregunta que estaba deseando hacerdesde el primer momento. Con tonoseco:

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–Dígame, ¿qué sabe del barónDeyckecaire?

–¿Deyckecaire?Suspiró y desvió la cabeza hacia

la pared. Iban pasando los minutos.Se había olvidado de mí, pero yovolví a la carga.

–Un tipo curioso el Deyckecaireese, ¿no?

Esperaba. Ninguna reacción porsu parte. Repetí, recalcando mucholas sílabas:

–Un-ti-po-cu-rio-so el Dey-cke-cai-re ese, ¿no?...

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Ella no se movía ya. Enapariencia, se había quedadodormida y yo no iba a conseguirnunca una respuesta. La oírefunfuñar:

–¿Tiene interés por Deyckecaire?El guiño de un faro en la

oscuridad. Tan débil. Añadió convoz lánguida:

–¿Qué quiere usted del individuoese?

–Nada... ¿Hace mucho que loconoce?

–¿Al individuo ese?

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Decía «individuo» con esainsistencia de los borrachos enrepetir siempre la misma palabra.

–Si no he entendido mal –mearriesgué–, es un amigo deMurraille.

–¡Su confidente!Iba a preguntarle qué entendía

por «confidente», pero preferíseguir al acecho. Sylviane Quimphese iba interminablemente por lasramas, se callaba, susurraba frasesconfusas. Yo estaba yaacostumbrado a esa forma de andar

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a tientas, a esos juegos inacabablesd e l a gallina c i ega en que, pormucho que alargue uno los brazos,sólo se encuentra el vacío. Intentaba–no sin trabajo– que volviera a loque importaba. Al cabo de una horahabía conseguido al menos sacarleunos cuantos detalles concretos. Sí,era usted efectivamente el«confidente» de Murraille. Lousaba de testaferro y de factótum enalgunos negocios turbios. ¿Mercadonegro? ¿Ofertas a domicilio? Alfinal Sylviane Quimphe me dijo,

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bostezando:–Por cierto, que Jean s e l o v a a

quitar de encima en cuanto pueda.Más claro, imposible. A partir de

ese momento hablamos de esto y delo otro. Fue a buscar un maletín decuero que estaba en el escritorio yme enseñó las joyas que le habíaregalado Murraille. L a s escogíamacizas y c o n piedras preciosasincrustadas porque, según él, «seríamás fácil venderlas si venían maldadas». Le dije que me parecía unaidea muy atinada «en unos tiempos

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como los que estábamos viviendo».Me preguntó si salía mucho enParís. Había montones de cosasestupendas que ver: RogerDuchesne y Billy Bourbon actuabane n e l cabaret d e L e Club; SessueHayakawa volvía a ponerForfaiture en el teatro deL’Ambigu y en los tés-aperitivo deLe Chapiteau estaban Michel Parmey la orquesta de Skarjinsky. Yo meacordaba de usted, «papá». Así queera usted un hombre de paja a quienliquidan cuando llega e l momento.

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S u desaparición no metería másruido que la de una mosca. ¿Quiénse acordaría de usted dentro deveinte años?

Sylviane Quimphe corrió lascortinas. Ya no veía más que sucara y su pelo rojo. Recapitulé lossucesos de la velada. La cenainterminable, el paseo a la luz de laluna, Murraille y Marcheretentrando en Villa Mektoub. Y lasilueta de usted en la carretera deLe Bornage. Sí, todas esas cosasinconcretas pertenecían al pasado.

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Yo había ido tiempo arriba pararecuperar su rastro y seguirlo. ¿Enqué año estábamos? ¿En qué época?¿En qué vida? ¿Qué prodigio hizoque lo conociera cuando aún no erami padre? ¿Por qué hice aquellosesfuerzos c ua nd o u n humoristacontaba un «chiste de judíos» en uncabaret que olía a sombra y a cueroante una clientela muy peculiar?¿Por qué quise ser hijo suyo tanpronto? Sylviane Quimphe apagó lalámpara de cabecera. Voces a l otrol ado d e l tabique, Maud Gallas y

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D é d é Wi l dme r. S e estuvieroninsultando u n b ue n rato y luegovinieron suspiros y estertores. En laradio no había ya interferencias.Cuando la orquesta de Fred Adisonacabó de tocar una pieza,anunciaron el último parte denoticias radiofónico. Y eraaterrador oír a aquel locutorhistérico –siempre el mismo– en laoscuridad.

¡Cuánta paciencia necesité!Marcheret me llevaba aparte y se

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ponía a describirme, casa por casa,el barrio de burdeles deCasablanca, donde –según medecía– había pasado los mejoresmomentos de su vida. ¡Uno no seolvida de África! Deja huella.Continente sifilítico. Lo dejaba quese pasase las horas muertasdivagando acerca de «aquella putaÁfrica», haciendo gala de un interésd e cortesía. Tenía otro tema deconversación. Su sangre real. Segúnél, descendía del duque de Maine,hijo bastardo de Luis XIV. Su título

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de «conde d’Eu» daba fe de ello.Siempre que salía el tema pretendíademostrármelo con pluma y papel.Se ponía entonces a confeccionar unárbol genealógico y la tarea durabahasta las claras del alba. Se hacíaun lío, tachaba nombres, añadíaotros, acababa escribiendo con unaletra ilegible. Al final, rompía lahoja en trocitos menudos y mefulminaba con la mirada:

–No se lo cree usted, ¿verdad?Otras noches, volvía a sacar a

relucir el paludismo y su boda

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próxima con Annie Murraille. Losataques que padecía se ibandistanciando, pero no se curaríanunca. Y Annie sólo hacía l o quequería. No se casaba con ella sinop o r s u amistad c o n Murraille. Lacosa no iba a durar ni una semana...Dejar constancia de todo aquello lovolvía amargo. Con la contribucióndel alcohol, se ponía agresivo, mellamaba «mocoso» y «jovenzuelo».Dédé Wildmer era un «chulo»,Murraille un «salido» y mi padre un«judío que iba a ver lo que es

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bueno». Poco a poco, se ibacalmando y me pedía disculpas. ¿Ysi nos tomábamos el último vermut?No hay remedio mejor contra elabatimiento.

Murraille, por su parte, mehablaba de su semanario. C’est lavie iba a ser más grueso, con 36páginas, y secciones nuevas endonde podrían decir lo quepensaban los talentos más diversos.Iba a celebrarse pronto su jubileoperiodístico: con tal motivoasistirían a un almuerzo la mayoría

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de sus colegas: Maulaz, Gerbère,Le Houleux, Lestandi... y otrospersonajes importantes. Me lospresentaría. Estaba encantado deayudarme. Si necesitaba dinero, queno vacilase en decírselo: me daríaadelantos a cuenta de mis próximoscuentos. Según iba pasando eltiempo, aquel aplomo y aquel tonoprotector cedían el sitio a unnerviosismo que iba a más. Recibíaa diario –me decía a título deconfidencia– un centenar de cartasanónimas. Se la tenían jurada y no

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le había quedado más remedio quepedir un permiso de armas. Enresumidas cuentas, le reprochabanque tomase partido en una época enque la mayoría de las personas «serefocilaban en el oportunismo». Élpor lo menos proclamaba susopiniones. En letra de molde. Hastaahora estaba del lado donde separtía el bacalao, pero la situaciónpodía evolucionar a lo mejor en unsentido desfavorable para él y susamigos. Y entonces nadie les iba aperdonar nada. Entretanto, no tenía

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por qué aguantarle lecciones anadie. Yo le decía que estabacompletamente de acuerdo. Mepasaban por la cabeza ideascuriosas: aquel tipo no desconfiabade mí (al menos eso me parecía) yhabría sido fácil cargárselo. Nosiempre tiene uno ocasión devérselas con un «traidor» y un«vendido». Hay que aprovechar laocasión. Él sonreía. En el fondo, mecaía simpático.

–Todo esto, mi querido amigo,no tiene importancia alguna...

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Le gustaba vivir peligrosamente.Iba a «mojarse» más aún en supróximo editorial.

Y en cuanto a Sylviane Quimphe,me hacía ir todas las tardes alpicadero. Nos cruzábamos confrecuencia, durante el paseo, con unhombre que aparentaba sesentaaños y los llevaba c o n distinción.N o m e habr í a fi j ado e n é l enparticular si no me hubiera llamadola atención la mirada de desprecioque nos lanzaba. Seguramente leparecía escandaloso que alguien

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pudiera seguir montando a caballo ypensar en divertirse «en una épocatan trágica como la nuestra».Í bamos a d e j a r u n o s recuerdosespantosos en Seine-et-Marne... Laforma en que se comportabaSylviane Quimphe n o e r a l a mási nd i c a d a p a r a ha c e r no s máspopulares. Cuando í bamos callemayor arriba hablaba a voces y sereía a carcajadas.

En mis escasos ratos d e soledadescribía las «novelas por entregas»q u e q u e r í a Mur r a i l l e . Las

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confesiones de un chófer de mundole parecían de lo más satisfactoriasy me había encargado otros trestextos. Ya l e había entregado Lasconfidencias de un fotógrafoacadémico y me quedaban porentregarle Por el camino de Lesbosy La dama de los estudios, que meesforzaba por escribir con la mayord i l i ge nc i a p o s i b l e . A estaspenalidades m e sometía c o n laesperanza de establecer algúncontacto con usted. Pornógrafo,gigoló, confidente de un alcohólico

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y de un soplón, ¿hasta dónde ibausted a arrastrarme? ¿Iba a tenerque bucear aún más hondo parasacarlo de la cloaca en que estaba?

Pienso ahora en cuán vana era miempresa. Nos interesamos p o r unho mb r e q u e desapareció hacemucho. Querríamos preguntar cosasa las personas que lo conocieron,pero su rastro se ha borrado juntocon el rastro de él. De lo que fue suvida, sólo tenemos indicacionesmuy vagas, contradictorias confrecuencia, d o s o t r e s puntos de

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referencia. ¿Piezas d e convicción?Un sello de correos y una Legión deHonor falsa. Así que nada más nosqueda ya la imaginación. Cierro losojos. El bar de Le ClosFoucré y elsalón colonial de Villa Mektoub.Después de tantos años, losmuebles están cubiertos de polvo.Se me pone en la garganta un olor amoho. Murraille, Marcheret,Sylviane Quimphe están inmóvilescomo maniquíes de cera. Y ustedestá desplomado en un puf con lacara petrificada y los ojos abiertos

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de par en par.Vaya idea rara, desde luego, la

de remover todas esas cosasmuertas.

La boda iba a ser el díasiguiente, pero Annie no dabaseñales de vida. Murraille intentabadesesperadamente localizarla porteléfono. Sylviane Quimphe mirabasu agenda y le decía los números desalas de fiestas donde «la idiotaesa» podía haberse metido. ChezT o n t o n , T r i n i t é 87.42; Au

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Bosphore, Richelieu 94.03; ElGarron, Vintimille 30.54;L’Étincelle... Marcheret, taciturno,s e bebía d e u n trago copazos decoñac. Murraille, entre dostelefonazos, le rogaba que noperdiera la paciencia. Acababan deinformarlo de que Annie habíapasado a eso de las once por LeMonte-Cristo. Con un poco desuerte, la «pescarían» en Djiguite oen L’Armorial. Pero Marcherethabía perdido las esperanzas. No,no valía la pena insistir. Y usted,

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sentado en su puf, ponía cara deconsternación. Al final, susurró:

–Vamos a probar en Le Poissond’Or, Odéon 90.95...

Marcheret alzó la cabeza:–A ti nadie te ha preguntado

nada, Chalva...Usted contenía el aliento para no

llamar la atención. Le habríagustado que s e l o tragase l a tierra.Murraille, cada vez más febril,seguía telefoneando: Le Doge,Opéra 95.78; Chez Carrère, Balzac59.60; Les Trois Valses, Vernet

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15.27; Au Grand Large...Usted repitió bajito:–A lo mejor en Le Poisson d’Or,

Odéon 90.95...Murraille gritó:–Que te calles, Chalva, ¿está

claro?Enarbolaba el teléfono como una

maza y se le ponían blancas lasfalanges. Marcheret se bebiódespacio el coñac y luego dijo:

–¡Como vuelva a oírlo, le cortola lengua con una navaja...! De tiestoy hablando, Chalva...

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Aproveché para escurrirme hastal a veranda. Respiré hondo. Elsilencio, el fresco de la noche. Porfin solo. Miraba fijamente el Talbotde Marcheret, aparcado detrás de laentrada de la verja. La carroceríabrillaba a la luz de la luna. Siemprese dejaba las llaves olvidadas en elsalpicadero. Ni él ni Murraillehabrían oído el ruido del motor. Enveinte minutos podía estar en París.Volvía a mi cuartito del bulevar deGouvion-Saint-Cyr. No me movíade él en espera de tiempos mejores.

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Dejaba de meterme en lo que no meimportaba y de correr peligrosinútiles. Y usted ya se las apañaría.Cada cual q u e s e ocupase d e símismo. Pero la perspectiva dedejarlo solo con ellos me causó unacontracción dolorosa en el ladoizquierdo del pecho. No, no eramomento para dejarlo abandonado.

Detrás de mí, alguien empujabala puerta cristalera y se sentaba enuno de los sillones de la veranda.Me volví y reconocí su silueta en lasemipenumbra. La verdad era que

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no me esperaba que se viniese aquíconmigo. Me acerqué con cuidado,igual que un cazador de mariposasse acerca a un ejemplar raro quepuede salir volando de un momentoa otro. Fui yo quien rompió elsilencio:

–¿Qué? ¿Ya han encontrado aAnnie?

–Todavía no.Soltó una risita ahogada. Yo veía

por el cristal a Murraille de pie,con el auricular del teléfono entrela mejilla y el hombro. Sylviane

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estaba poniendo un disco en elfonógrafo. Marcheret se servía algode beber con gesto de autómata.

–Vaya amigos curiosos que tiene–comenté.

–No son amigos míos, sino...relaciones de negocios.

Buscaba con qué encender uncigarrillo y me permití alargarle elmechero de platino que me habíaregalado Sylviane Quimphe.

–¿Está usted metido en negocios?–A ver qué remedio.Otra vez esa risa ahogada.

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–¿Trabaja con Murraille?Una pausa y un titubeo:–Sí.–¿Y va bien la cosa?–Regular.Teníamos la noche por delante

para explicarnos. Aquella «toma decontacto» que llevaba yo esperandotanto tiempo iba a ocurrir por fin.Estaba seguro. Del salón mellegaba la voz sorda de un cantantede tangos.

A la luz del candil...

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–¿Y si estirásemos un poco laspiernas?

–¿Por qué no? –me contestóusted.

Le lancé una última mirada a lapuerta cristalera. Los cristalesestaban empañados y ya nodivisaba más que tres manchasgrandes ahogadas e n u n a nieblaamarilla. A lo mejor se habíanquedado dormidos...

A la luz del candil...

Aquella canción, de la que me

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llegaban aún retazos hasta la partede abajo del paseo, me teníaperplejo. ¿Estábamos de verdad enSeine-et-Marne o en algún paístropical? ¿San Salvador? ¿BahíaBlanca? Abrí la verja, acaricié eltecho del Talbot. No lonecesitábamos. Con una simplezancada, con un único grand écart,habríamos podido llegar a París.Íbamos por la calle mayor enestado de ingravidez.

–¿Y si se dan cuenta de que lesha dado esquinazo?

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–No tiene ninguna importancia.Esa respuesta me extrañó en

usted, usted siempre tan medroso,tan servil con ellos... Por primeravez, parecía relajado. Nosencaminamos hacia Le Bornage. Ibausted silbando entre dientes eincluso esbozó un paso de tango; yy o dejaba q ue m e invadiera unae ufo r i a sospechosa. Me dijo:«Venga a ver mi villa» como sifuera lo más natural.

A partir de ese momento sé queestoy soñando y evito hacer gestos

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demasiado bruscos para nodespertarme. Cruzamos el jardín,que crecía a su aire, entramos en elvestíbulo y cierra la puerta con dosvueltas de llave. Me indica variosabrigos apilados en el suelo.

–Abríguese, que aquí se quedauno helado.

E s cierto. M e castañetean losdientes. N o e s t á usted aún muyacostumbrado a la casa porque lecuesta dar con la llave de la luz. Unsofá, unas poltronas, unos sillonescon fundas. A la lámpara del techo

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le faltan unas cuantas bombillas.Encima de una cómoda, entre lasdos ventanas, un r amo d e floressecas. Intuyo que normalmente evitaentrar en esta habitación, pero queesta noche ha querido hacerme loshonores d e l salón. N o s quedamosquietos, igual de apurados los dos.Por fin, me dice:

–Siéntese. Voy a hacer un pocode té.

Me acomodo en una de laspoltronas. Lo latoso de las fundases que hay que sentarse bien

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adentro para no escurrirse. Delanted e mí , t r e s grabados representanescenas campestres a l gus to delsiglo XVIII. Ve o ma l l o s detallesporque los cristales están llenos depolvo. Espero y este escenariomarchito me recuerda el salón de undentista de la calle de Penthièvredonde me refugié huyendo de uncontrol de documentación. Losmuebles también tenían fundas,como éstos. Desde la ventana veíacómo cortaban la calle los policías,y e l furgón policial aparcado algo

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más allá. Ni el dentista ni laanciana que me había abierto lapuerta daban señales de vida. A esode las once de la noche me marché,de puntillas, y me fui a toda prisapor la calle desierta.

A h o r a e s tamos sentados unofrente a otro y me está sirviendo unataza de té.

–Earl Grey –me dice en unsusurro.

Tenemos una pinta rarísima conestos abrigos. El mío es algo asícomo un caftán de pelo de camello,

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que me está anchísimo. En la solapadel suyo me llama la atención laroseta de la Legión de Honor.Debía de ser del dueño de la casa.

–¿Le apetecen unas galletas?Creo que todavía quedan.

Abre uno de los cajones de lacómoda.

–Ya verá qué buenas...Unos gofres de crema que se

llaman Ploum-Plouvier. Le gustabancon locura estos dulces repugnantesy los comprábamos con regularidaden una panadería de la calle de

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Vivienne. En el fondo no hacambiado nada. Recuerde. A vecespasábamos juntos largas veladas enlocales tan tristes como éste. El«living» del número 64 de laavenida de Félix-Faure con susmuebles de cerezo...

–¿Un poco más de té?–Con mucho gusto.–Tendrá que disculparme, pero

no tengo limón. ¿Otra Ploum?Es una lástima que, enfundados

en aquellos abrigos gigantescos,adoptásemos el tono de la

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conversación mundana. ¡Habríamostenido tanto que decirnos! ¿Qué haestado haciendo, «papá», estosúltimos diez años? Sabrá que yo notuve una vida fácil. Estuve aúncierto tiempo haciendo dedicatoriasfalsas. Hasta el día en que el clientea quien estaba ofreciendo una cartade amor de Abel Bonnard a HenryBordeaux se olió la superchería yquiso llevarme ante el tribunalcorreccional. Preferí esfumarme,por supuesto. Un puesto de vigilantede alumnos en un internado de

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Sarthe. Monotonía. Mezquindadesde mis colegas. Clases deadolescentes cabezotas y burlones.Por la noche, recorrido de lasta be r na s c o n e l p r o fe s o r degimnasia, que intentaba convertirmeal hebertismo y me contaba losJuegos Olímpicos de Berlín...

¿Y usted? ¿Siguió enviandopaquetes a los coleccionistas deFrancia y de ultramar? Variasveces, allá en el rincón más remotode provincias, quise escribirle.Pero ¿a qué dirección?

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Parecíamos d o s l adrones depalanqueta. Me imagino la sorpresade los dueños si nos vierantomando el té en su salón. Lepregunto:

–¿Ha comprado esta casa?–Estaba... abandonada. –Me mira

usted de reojo–. Los dueñosprefirieron irse debido a... losacontecimientos.

Eso era lo que me suponía. Estánesperando en Suiza o en Portugaldías mejores y, cuando regresen, yano estaremos aquí, por desgracia,

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para recibirlos. Las cosas habránrecobrado el aspecto habitual. ¿Sedarán cuenta de nuestro paso? Nisiquiera. Somos discretos comoratas. A menos que unas migajas,una taza olvidada... Abre usted lalicorera con timidez, como sitemiera que alguien lo pillase.

–¿Un poco de Poire William?Claro que sí. Aprovechemos la

ocasión. Esta noche la casa nospertenece. No le quito ojo a suroseta y no tengo nada queenvidiarle: yo también luzco e n la

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solapa del abrigo una cintita rosa yoro, algún Mérito Militarseguramente. Hablemos d e cosastranquil izadoras, ¿ q u i e r e ? Deljardín, al que habrá que quitarle lasmalas hierbas; y de ese bronce deBarbedienne tan hermoso a la luz delas lámparas. Dirige usted unaexplotación forestal y yo soy suhijo, oficial e n activo. Acabo depasar u n permiso e n nuestra casatan querida y antigua. Recupero enella los aromas familiares. Micuarto no ha cambiado. Al fondo

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del armario empotrado, la radio degalena, los soldados de plomo y elMecano de antaño. Mamá yGeneviève suben a acostarse.Nosotros nos quedamos en el salón,e nt r e hombres. Me gustan esosmomentos. Bebemos a sorbitos elaguardiente de p e r a . Luegollenaremos l a s p i p a s c o n gestoidéntico. Nos parecemos, papá. Dosaldeanos, dos bretones cerriles,como usted dice. Están corridas lascortinas y el fuego crepitaquedamente. Charlemos como

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viejos cómplices.–¿Hace mucho que tiene relación

con Murraille y Marcheret?–Desde el año pasado.–¿Y se entiende bien con ellos?Hizo como si no se enterase.

Carraspeaba. Volví a la carga.–Yo creo que no hay que fiarse

de esa gente.Seguía impasible, con los ojos

guiñados. A lo mejor me tomabapor un agente provocador. Meacerqué a usted.

–Discúlpeme s i m e meto e n lo

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que no me importa, pero me da laimpresión de que quieren hacerledaño.

–A mí también –contestó.Creo que de repente se sentía

usted a gusto. ¿Me reconocía?Llenó las dos copas.

–Podríamos brindar –dije.–Con mucho gusto.–¡A su salud, señor barón!–¡A la suya, señor... Alexandre!

Vivimos unos tiempos muydifíciles, señor Alexandre.

Repitió esa frase dos o tres

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veces, a modo de preámbulo, yluego me explicó su caso. Lo oíamal, como si me hablase porteléfono. Un hilillo de voz quesofocaban la distancia y los años.De vez en cuando, captaba unretazo: «Irme»... «Cruzar lasfronteras»... «Oro y divisas»... Ybastaba para reconstruir su historia.Murraille, que estaba al tanto de sutalento de corredor y agente, lohabía colocado al frente de unasupuesta Sociedad Francesa deCompras, cuyo cometido consistía

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en almacenar los productos másdiversos y darles salida con elprecio más alto. Se quedaba con lastres cuartas partes de losbeneficios. Al principio todo ibabien y a usted le gustaba estar en undespacho grande de la calle deLord-Byron; pero, desde hacíapoco, Murraille ya no precisaba susservicios y usted le parecía unestorbo. Nada más fácil, en aquellaépoca, que librarse de un individuocomo usted. Apátrida, sin razónsocial ni domicilio fijo, tenía

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mucho en contra. Bastaba conavisar a los celosos inspectores delas Brigadas especiales... Usted notenía recurso alguno... salvo unportero de noche, llamado «Titiko».Estaba dispuesto a presentarle auno de sus «conocidos» que le haríacruzar la frontera belga. La cita erapara dentro de tres días. No sellevaría usted más viático que1.500 dólares, un brillante rosa yunas plaquitas de oro con forma detarjeta de visita que eran fáciles deesconder.

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M e d a l a impresión d e estare s c r i b i endo u n a «novela deaventuras» mala, pero no me estoyinventando nada. No, inventar no esesto... Seguramente existen pruebas,alguien que lo conoció hace tiempo,y que podría dar fe de todo esto.Qué más da. Estoy con usted y conusted voy a quedarme hasta el finaldel libro. Lanzaba miradasmedrosas hacia la puerta deentrada.

–No se preocupe –le dije–. Novendrán.

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Se iba usted relajando poco apoco. Le repito que me quedaré conusted hasta el final de este libro, elúltimo que se refiere a mi otra vida.No crea que lo escribo por gusto,pero no tenía otra posibilidad.

–Qué curioso, señor Alexandre,que estemos juntos en este salón.

El reloj dio doce campanadas.Una pieza maciza, encima de lachimenea, con un corzo de bronce acada lado de la esfera.

–Al dueño le debían de gustar losrelojes. Hasta hay uno en el rellano

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de la primera planta que imita elcarillón de Westminster.

Y soltó la risa. Yo estabaacostumbrado a esos ataques dehilaridad. Cuando vivíamos en laglorieta de Villaretde-Joyeuse ytodo nos iba mal, lo oía reír denoche, del otro lado del tabique demi cuarto. O volvía con un fajo deacciones polvorientas debajo delbrazo. Lo soltaba y me decía convoz adusta: «Nunca cotizaré enbolsa.» Se quedaba quieto mirandoaquel botín disperso por el

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entarimado. Y le daba el ataque derepente. Se le movían los hombroscon una risa que iba creciendo. Yano podía pararse.

–Y usted, señor Alexandre, ¿aqué se dedica en la vida?

¿Qué podía contestarle? ¿Mivida? Tan movida como la suya,«papá». Dieciocho meses en Sarthe,como vigilante de alumnos, ya se lodije. Y también vigilante en Rennes,en Limoges, en Clermont-Ferrand.Escojo centros escolares religiosos.Está uno más resguardado. Ese

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trabajo tan casero me proporcionala paz del alma. Uno de miscolegas, a quien le apasiona elmovimiento scout, acaba de fundarun campamento juvenil en el bosquede Seillon. Anda buscandomonitores y me contrata. Heme aquícon pantalón de golf azul marino ypolainas de cuero leonado. Noslevantamos a las seis. Dividimos eldía entre la educación deportiva ylos trabajos manuales. Cantamos acoro por las noches, en la velada.Todo un folclore enternecedor:

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Montcalm, Bayard, Lamoricière,«Adieu, belle Françoise», garlopa,buril, mentalidad de cazador. Allíme quedé tres años. Un esconditeseguro y muy cómodo para hacerseolvidar. Por desgracia mis viciososinstintos prevalecieron. Huí deaquel oasis y me encontré en laestación del Este antes de que mediera tiempo a quitarme la boina ylos distintivos.

Recorro París buscando trabajoestable, alguna causa a la queentregarme. Búsqueda vana. La

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niebla no levanta, el pavimento estáresbaladizo. Me aquejan pérdidasde equilibrio cada vez másfrecuentes. En mis pesadillas, reptoincansablemente para dar con micolumna vertebral. El sotabancodonde vivo, en el bulevar deMagenta, lo usó de estudio el pintorDomergue cuando aún no habíaconquistado la gloria. Me esfuerzopor ver en ello un buen augurio.

De mis actividades de aquellaépoca no me queda sino unrecuerdo muy vago. Me parece que

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fui «ayudante» de un tal doctor S.,que buscaba a sus clientes entre losdrogadictos y les daba recetas aprecio de oro. Creo que me usabade ojeador. Tengo también laimpresión de que oficié de«secretario» de una poetisa inglesafanática de Dante Gabriel Rossetti.Detalles sin importancia.

Sólo se me han quedado en lamemoria mi deambular por París yaquel centro d e gravedad, aquelimán con el que siempre iba a dar:l a jefatura d e policía. P o r mucho

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que me alejase de allí, al cabo deunas cuantas horas allí volvían allevarme los pasos. Una noche enque me sentía más desanimado quede costumbre, estuve a punto depedir a quienes custodiaban lapuerta principal, en el bulevar deL e Pal a i s , q u e m e permitieranentrar. N o acababa de entenderaquella atracción que sentía por lapolicía. Pensé, de entrada, que setrababa del vértigo que notamoscuando nos asomamos a l parapetode un puente, pero había algo más.

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Para los muchachos sin rumbocomo yo la policía e s larepresentación de algo firme y queimpone. Yo soñaba con ser policía.Se lo conté a Sieffer, un inspectorde la brigada antidroga a quienhabía tenido la suerte de conocer.M e escuchó c o n sonrisa irónica,pero paternalmente solícito, y tuvoa bien tomarme a su servicio.Estuve varios meses vigilando agente, como voluntario. Tenía queseguir a las personas másvariopintas y tomar nota de cuanto

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h a c í a n . C u á n t o s secretosenternecedores descubrí en esospaseos... Notarios había queejercían en la Plaine Monceau y aquienes sorprendías e n Pigalle conpeluca rubia y vestidos de raso. Via seres insignificantes convertirseen un abrir y cerrar de ojos encriaturas de pesadilla o en héroesde tragedia. En los últimos tiempos,creí que iba a volverme loco. Meidentificaba con todos esosdesconocidos. A quien acosaba sintregua era a mí. Yo era el anciano

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con gabardina o la mujer con trajesastre beige. Se lo comenté aSieffer.

– N o me r e c e l a p e n a seguirinsistiendo. Es usted un aficionado,hijito.

Me acompañó hasta la puerta desu despacho.

–No se preocupe. Volveremos avernos.

Añadió, con voz sorda:–Antes o después, por desgracia,

acabamos todos por encontrarnosen prisión preventiva...

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Yo le tenía auténtico afecto aaquel hombre y me sentía a gustocon él. Cuando le contaba misestados de ánimo, me arropaba enuna mirada triste y cálida. ¿Quéhabrá sido de él? ¿A lo mejor podíaayudarnos ahora? Aquel intermediopolicíaco no me subió el ánimo. Yan o me atrevía a s a l i r d e mihabitación del bulevar de Magenta.Alguna amenaza andaba planeando.M e acordaba d e usted. Tenía elpresentimiento de que estaba enpeligro en algún sitio. Todas las

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noches, me pedía usted socorroentre las tres y las cuatro de lamañana. Poco a poco se me fueimponiendo la idea de que tenía quebuscarlo.

No es que me hubiera quedado unrecuerdo estupendo de usted, perolas cosas, transcurridos diez años,pierden importancia, y no leguardaba ya rencor alguno por el«doloroso episodio del metroGeorge V». Vamos a sacar acolación ese tema una vez más yserá la última. Caben dos

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posibilidades: 1. Estoy equivocadoal sospechar de usted. En tal caso,tenga la bondad de aceptar misdisculpas y achacar ese error a misdelirios. 2. Si quiso tirarme almetro, le concedo de buen gradocircunstancias atenuantes. ¡No, nohay nada excepcional en su caso!Que un padre intente matar a su hijoo librarse de él me parece porcompleto sintomático del trastornoen los valores que estamosviviendo. Antaño, sucedía elfenómeno inverso: los hijos

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mataban a los padres parademostrarse que eran fuertes. Peroahora ¿a quién atacar? Comohuérfanos que somos, estamoscondenados a perseguir a unfantasma para conseguir unreconocimiento de paternidad. Y esimposible alcanzarlo. Siempreescurre el bulto. Qué cansancio,muchacho. No sé si contarle cuántohe tenido que forzar la imaginación.Esta noche lo tengo delante, con losojos fuera de las órbitas. Tienepinta de traficante de mercado

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negro acosado y su título de«barón» no puede engañar a nadie.Supongo que lo eligió con laesperanza de que le proporcionaseaplomo y respetabilidad. Ese teatrosobra entre nosotros. Hace yademasiado que lo conozco.Acuérdese, barón, de nuestropaseos de los domingos. Desde elcentro de París, una corrientemisteriosa nos desviaba hasta lospaseos de circunvalación. Allídonde la ciudad arroja susdesperdicios y sus aluviones. Soult,

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Masséna, Davout, Kellermann. ¿Porqué les pusieron nombres devencedores a esos lugaresinciertos? Ahí estaba nuestra patria.

N o h a cambiado nada. Pasadosdiez años, me l o encuentro igual austed mismo: acechando la puertade entrada del salón como una rataespantada. Y yo me agarro al brazodel sofá porque la funda resbala.Por mucho que hagamos, nuncasabremos del descanso, de la dulcei nmo v i l i d a d d e l a s cosas.Andaremos hasta el final por arenas

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movedizas. Está sudando de miedo.Recóbrese, hombre. Estoy conusted, le agarro la mano en laoscuridad. Pase lo que pase,comparti ré s u s ue r te . Mientrastanto, vamos a visitar la casa. Porla puerta de la izquierda, se llega auna habitación pequeña. Sillones decuero, c o mo l o s q u e me gustan.Escritorio de madera oscura. ¿Haregistrado los cajones? Nos iríamosmetiendo poco a poco en laintimidad de los dueños, tendríamosla sensación de ser de la familia.

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¿Hay en las plantas superiores máscajones, cómodas, bolsillos quepodríamos explorar? Tenemos pordelante algunas horas de respiro.Esta habitación es más agradableque el salón. Huele a tweed y atabaco holandés. En las estanterías,libros bien colocados: las obrascompletas de Anatole France y lacolección de «Le Masque», que sereconoce por las tapas amarillas.Siéntese al escritorio. Erguido. Nonos está prohibido soñar con elderrotero que tomarían nuestras

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vidas en un escenario así. Díasenteros leyendo o charlando. Unpastor alemán montaría guardia ydesanimaría a las eventualesvisitas. Por las noches, jugaríamosa la manilla con mi prometida.

El timbre del teléfono. Se levantausted de un brinco, con la caradescompuesta. Debo decir que esecascabeleo trémulo en plena nocheno es como para dar ánimos.Alguien se está asegurando de queestá aquí para venir a detenerlo demadrugada. Y colgará antes de que

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le dé tiempo a contestar. Siefferrecurría muchas veces aprocedimientos de ésos. Subimoslas escaleras de cuatro en cuatropeldaños, tropezamos, nos caemosuno encima de otro, nos levantamos.Hay que cruzar por una hilera dehabitaciones y no sabe usted dóndeestán las llaves de la luz. Tropiezocon un mueble, usted busca a tientasel auricular del aparato. EsMarcheret. Murraille y él seestaban preguntando por quéhabíamos desaparecido.

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Su voz suena de forma rara en laoscuridad. Acaban de hablar conAnnie, en Le Grand ErmitageMoscovite de la calle deCaumartin. Estaba borracha, pero,pese a todo, ha prometido estarmañana a las tres e n punto delantedel ayuntamiento.

C u a n d o i nte r cambi aron lasalianzas, Annie cogió la suya y se latiró a la cara a Marcheret. Elalcalde hizo como que no habíavisto nada. Guy intentó minimizarloechándose a reír.

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Boda apresurada e improvisada.E s posible que puedan hallarse enla prensa de la época algunasreseñas breves. Yo recuerdo queAnnie Murraille llevaba un abrigode pieles y que aquel atuendo enpleno mes de agosto incrementabala sensación de malestar.

Según volvíamos, no cruzaronpalabra. Annie iba del brazo de sutestigo, Lucien Remy, «artista devariedades» (eso fue lo que oícuando leyeron la partida dematrimonio); y usted, el testigo de

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Marcheret, figuraba en ella con lasiguiente mención: «Barón ChalvaHenri Deyckecaire, industrial.»

Murraille iba d e Marcheret a susobrina, bromeando para quitarletensión al ambiente. En vano.Acabó por cansarse y por no decirpalabra. Usted y yo cerrábamos estapeculiar comitiva.

Esta previsto un lunch en LeClos-Foucré. A eso de las cinco,varias amistades íntimas, quehabían venido exprofeso d e París,coincidieron a nte una s copas de

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champán. Grève había colocado elbufé en medio del jardín.

Usted y yo estábamos un tantoapartados. Y yo observaba. Hanpasado muchos años, pero losrostros, los gestos, las inflexionesde las voces se me han quedadograbados en la memoria. EstabaGeorges Lestandi, que esparcíatodas las semanas, en la primerapágina del semanario de Murraille,sus «ecos de sociedad» venenososy sus denuncias. Obeso, hablando avoces con un toque de acento de

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Burdeos, Robert Delvale, directordel Théâtre de l’Avenue, de peloplateado y sesenta años muy tiesos,se jactaba de ser «ciudadano» deM o n t ma r t r e , c u y o folclorecultivaba. François Gerbère.También estaba o t r o colaboradorde Murraille, especialista eneditoriales exaltados y enexhortaciones al asesinato. Gerbèrepertenecía a esa categoría demuc ha c ho s ul tranerviosos quececean y juegan de buen grado a serpasionarias o fascistas d e primera

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línea. Se adueñó de él el virus de lapolí tica a l s a l i r d e l a EscuelaNormal Superior. Seguía fiel a lamentalidad –muy de provincias– del a cal le d e Ul m y extrañaba queaquel alumno de la Escuela pudiera,con treinta y ocho años, ser tanferoz.

Lucien Remy, el testigo de lanovia. En lo físico, un golfoatractivo, dientes blancos, peloreluciente de brillantina Bakerfixe.Se lo oía cantar a veces en Radio-Paris. Andaba por la frontera entre

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el hampa y el music-hall. Y, porúltimo, se nos unió Monique Joyce.Veintiséis años, morena, con carade ingenua de pega. Estabaempezando en el teatro y no dejó enél grandes recuerdos. Murraillesentía por ella cierta debilidad y sufoto salía con frecuencia en laportada de C’est la vie. Lededicaba reportajes. Uno de esosreportajes nos la presentaba como«la parisina más elegante de laCosta Azul». También estabanpresentes, por descontado, Sylviane

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Quimphe, Maud Gallas y Wildmer.Al encontrarse con toda esa

gente, Annie Murraille recobró elbuen humor. Le dio un beso aMarcheret, le pidió perdón y lepuso la alianza con ademánceremonioso. Aplausos. Las copasde champán chocaron unas conotras. Todos se saludaban y sefueron formando grupos. Lestandi,Delvale y Gerbère l e d a b a n laenhorabuena al novio. Murraille, enu n rincón, charlaba c o n MoniqueJoyce. Lucien Remy tenía mucho

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éxito con las mujeres a juzgar porl as miradas d e Sylviane Quimphe.Pero l e reservaba las sonrisas aAnnie Murraille, que se arrimaba aél de forma insistente. Se intuía quehabía entre ellos gran intimidad.Maud Gallas y el apopléjicoWildmer repartían bebidas y pastasejerciendo de amos de casa. Tengoaquí, en un cartera pequeña, todaslas fotos de la ceremonia y las hemirado mil veces hasta que se meponía en los ojos un velo decansancio y de lágrimas.

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Se habían olvidado de nosotrosdos. Estábamos quietos, apartados,sin que nadie nos hiciera e l menorcaso. Pensé q u e n o s habíamosmetido por equivocación en aquele x t r a ñ o garden-party. Ustedparecía t a n desvalido como yo.Habríamos debido salir por pies loantes posible y aún no consigoexplicarme qué vértigo se adueñóde mí. Lo dejé plantado y fui haciaellos con paso mecánico.

Alguien m e empujaba p o r lae s p a l d a . E r a Murraille. Me

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arrastraba consigo y me encontrédelante de Gerbère y de Lestandi.Murraille me presentó como «unjoven periodista a quien acababa decontratar». En el acto, Lestandi, contono entre protector e irónico, meobsequió c o n un «encantado, miquerido colega».

–¿Y qué maravillas escribeusted? –me preguntó Gerbère.

–Cuentos.–Están muy bien los cuentos –

comentó Lestandi–. No locomprometen a uno. Terreno

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neutral. ¿Qué le parece, François?Murraille se había esfumado. Me

habría gustado hacer lo mismo.–Entre nosotros –dijo Gerbère–,

¿cree usted que vivimos en unaépoca en que aún se pueden escribircuentos? Yo no tengo ni pizca deimaginación.

–¡Pero sí mucha causticidad! –protestó Lestandi.

–Porque no le busco tres pies algato. Vocifero y punto.

–Y te queda estupendo, François,muchacho. Dime, ¿qué nos estás

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preparando para el próximoeditorial?

Gerbère s e quitó l a s gafas conm o n t u r a d e concha gruesa.Li mp i a b a l o s c r i s t a l e s muydespacio c o n u n pañuelo. Estabaseguro de que iba a impresionar.

–Algo muy sabroso. Se llama:«¿Quiere jugar al tenis judío?»Cuento el reglamento a trescolumnas.

–¿Y en qué consiste ese «tenisjudío» tuyo? –preguntó Lestandi,muerto de risa.

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Gerbère entró entonces endetalles. Por lo que me parecióentender, s e j uga b a e n t r e dosdurante un paseo, o sentados en laterraza de un café. El primero quelocalizaba a un judío tenía quedecirlo. Y se llevaba quince puntos.Si el contrincante veía a otro judío,los dos tenían quince puntos. Y asíconsecutivamente. Ganaba el quelocalizaba má s judíos. Lo s puntosse contaban como en el tenis. Nadam e j o r , s e g ú n G e r b è r e , paraeducar les a los franceses los

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reflejos.–Sabréis –añadió con expresión

pensativa– que no necesito verleslas caras. ¡LOS reconozco deespaldas, lo juro!

Cruzaron otros cuantoscomentarios. Había algo quesublevaba a Lestandi: que esos«cabrones» pudieran todavíapegarse la vida padre en la CostaAzul y beberse a sorbitos elaperitivo en los «Cintra» deCannes, Niza o Marsella. Estabapreparando unos cuantos «ecos» al

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respecto. Pensaba dar nombres. Eraun deber avisar a las autoridadescompetentes. Volví la cabeza. Nose había movido usted del sitio.Quise hacerle un gesto amistoso.Pero corría el riesgo d e q u e lonotasen y me preguntasen quién eraaquel señor grueso que estaba alfondo del jardín.

–Vengo de Niza –dijo Lestandi–.Ni un rostro humano. Sólo gente quese llama Bolch y Hirschfeld. Danganas de vomitar...

–En resumidas cuentas –sugirió

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Gerbère–, bastaría con decirle a lapolicía qué números de habitacióntienen en el Ruhl... Eso le facilitaríael trabajo...

Se iban animando yentusiasmando. Y yo los oía muyformal. Debo decir que meaburrían. Dos hombres muyvulgares de estatura media, comohay millones por la calle. Lestandillevaba tirantes. Otro los habríacallado seguramente. Pero yo soycobarde.

Tomamos varias copas de

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champán. Lestandi nos estabahablando ahora de un talSchlossblau, un productor de cine,«un judío espantoso, tirando apelirrojo y amoratado», a quienhabía reconocido en el Paseo de losIngleses. Ése no se le iba a escapar,lo juraba. La tarde iba cayendo.To d a l a concurrencia p a s ó deljardín a l b a r d e la hospedería.Usted se sumó a ese desplazamientoy vino a sentarse a mi lado...Entonces, como si un fluidoeléctrico repentino c r uzas e por

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todos y cada uno d e nosotros, elambiente s e a ni mó . U n júbilonervioso. A petición de Marcheret,Delvale imi tó a Aristide Bruant.Pero Montmartre n o e r a s u únicaf u e n t e d e inspi ración. Habíaaprendido las enseñanzas del teatrode bulevar y nos agobiaba concalambures y d i chos ingeniosos.Vuelvo a ver aquella cabeza deperro d e aguas, aquellos bigotesfinos. Estaba a la espera de lasrisas del auditorio con una avidezque me daba náuseas. Cuando daba

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en el blanco, se encogía dehombros, con cara de no darleimportancia alguna.

Luego le llegó el turno a LucienRemy de interpretarnos una canciónsuave que se oía mucho aquel año:J e n’en connais pas la fin. AnnieMurraille y Sylviane Quimphe se locomían con los ojos. Y yo tambiénle pasaba revista atentamente. Loque más miedo me daba era la partede debajo de la cara. Se le veía enella una cobardía fuera de locomún. Tuve el presentimiento de

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que era aún más peligroso que losdemás. No hay que fiarse de esosindividuos peinados con brillantinaque aparecen con frecuencia en «lasépocas turbias». Nos tocó luego unnúmero de Lestandi, dentro d e latr ad i c i ón d e e s o s a quienesllamaban por entonces «cantantesde cabaret». Lestandi estaba muyorgulloso de poder demostrarnosque se sabía de memoria elrepertorio de La Lune rousse y deLes Deux Ânes. Todo el mundotiene sus coqueterías y sus violines

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de Ingres.Dédé Wildmer s e subió a una

silla para brindar a la salud de losnovios. Annie Murraille apoyaba lamejilla en el hombro de LucienRemy y Marcheret no ponía el gritoen el cielo. En cuanto a SylvianeQuimphe, intentaba por todos losmedios que e l «cantante melódico»s e fi j ase en ella. Maud Gallastambién. Junto a la barra, Delvalecharlaba con Monique Joyce. Cadavez estaba más insistente y lallamaba «nenita». Ella recibía

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aquellas insinuaciones con risasguturales y sacudía la melena comosi estuviera ensayando un papelante una cámara invisible.Murraille, Gerbère y Lestandiestaban enfrascados en unaconversación a la que prestabaanimación el alcohol. Trataban dela organización de un mitin en lasala Wagram en el que hablaríanlos principales colaboradores deC’est la vie. Murraille sugería sut e ma favorito: « N o s o mo s unosachantados», pero Le s ta nd i lo

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corregía c o n b u e n humor : «Nosomos unos enjudiados.»

La tarde era tormentosa y eltrueno retumbaba en sordos aludesa lo lejos. Ahora estas personas sehan esfumado o las fusilaron.Supongo que ya no le interesan anadie. ¿Tengo yo la culpa de seguirpreso de mis recuerdos?

Pero cuando Marcheret se nosacercó y le tiró a usted una copa dechampán a l a cara creí que i b a ap e r d e r la sangre fría. Ustedretrocedió. Y él le dijo con voz

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cortante:–Con esto se refrescan las ideas,

¿eh, Chalva?Lo teníamos delante, cruzado de

brazos.–Mucho mejor que un chaparrón

–dijo Wildmer, recalcando la erreparisina–. ¡Tiene burbujas!

Usted buscaba un pañuelo parasecarse. Delvale y Lucien Remy lesoltaron unos cuantos comentariosirónicos que hicieron reír a lasseñoras; Lestandi y Gerbère lomiraban de una forma muy rara y

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caí en la cuenta de que aquellanoche no les resultaba ustedpersona grata.

–Una ducha por sorpresa, ¿eh,Chalva? –dijo Marcheret, dándolepalmaditas e n l a nuc a c o mo siacariciase el cuello a un perro.

Usted hizo una sonrisa infeliz queera una mueca.

–Sí, menuda ducha... –susurró.Y lo más triste era que parecía

que se estaba disculpando.Siguieron con sus charlas.

Bebían. Se reían. ¿Por qué

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casualidad oí, entre el barullogeneral, esta frase de Lestandi:«Disculpadme, voy a hacer un ratode footing»? Antes incluso de quesaliera del bar, ya estaba yo en laescalera de l a fachada d e lahospedería. Y allí nos encontramos.Cuando me contó el proyecto de ir aestirar un poco las piernas, lepregunté con toda la naturalidad deque fui capaz si podía ir con él.

Fuimos por la senda para jinetes.Y, luego, nos internamos en elbosque, bajo las elevadas hayas por

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entre las que el sol derramaba, en latarde que iba acabando, la luznostálgica de los cuadros de ClaudeLorrain. Lestandi me dijo quehacíamos bien en salir a tomar elaire. Le gustaba mucho el bosque deFontainebleau. Hablamos de todoun poco. Del hondo silencio y de lahermosura de los árboles.

–¡Los bosques de elevadostroncos...! Estos árboles tienenalrededor de ciento veinte años. –Se rió–. Le apuesto lo que quiera aque no llegaré a esa edad...

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–Nunca se sabe.Me señaló una ardilla que

cruzaba el paseo ante nosotros, aunos veinte metros. Yo tenía lasmanos sudorosas. Le dije que meagradaba leer sus «ecos» semanalesen C’est la vie y que, en mi opinión,iba en pos de una loable y valienteempresa d e s a l ud públ ica. Mecontestó que, ¡bah!, no tenía ningúnmérito. Sencillamente, no legustaban los judíos y la publicaciónde Murraille le permitía manifestarsin rodeos lo que opinaba al

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respecto. Era un cambio agradabledespués de la prensa podrida deantes de la guerra. Claro queMurraille tenía tendencia almercantilismo y a la facilidad yseguramente era «judío a medias»,pero no tardarían en «eliminarlo»para dar paso a un equipo de «gentepura». Gente como Alin-Laubreaux,Zeitschel, Sayzille, Darquier y él,Lestandi. Y, sobre todo, Gerbère, elque más dotes tenía de todos ellos.Camaradas de lucha.

–¿Y a usted le interesa la

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política?Dije que sí y que estábamos

necesitando dar un buen barrido.–¡Darles con una buena porra,

querrá decir!Y, para ponerme un ejemplo, me

volvió a mencionar a eseSchlossblau que mancillaba elPaseo de los Ingleses. Ahora bien,el tal Schlossblau había regresado aParís y estaba metido como en unamadriguera en un piso cuyas señassabía él, Lestandi. Bastaba con un«eco» y unos cuantos militantes

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robustos llamarían a su puerta. Secongratulaba de antemano deaquella buena acción.

Anochecía. Decidí precipitar losacontecimientos. Le eché l a últimamirada a Lestandi. Estaba gordo.Seguramente era un gastrónomo. Melo imaginaba sentado ante unabrandada de bacalao. Y meacordaba de Gerbère también, de suceceo d e alumno d e l a EscuelaNormal y de sus nalgas fluctuantes.Ninguno de los dos era un aguerridocapitán y no debía dejar que me

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intimidasen.Íbamos por sotos cada vez más

cerrados.–¿Por qué andar persiguiendo a

Schlossblau s i tenemos judíos amano? –le dije.

No me entendía y me lanzó unamirada interrogadora.

–Ese señor a quien le han tiradohace un rato una copa de champánen toda la jeta... ¿Se acuerda?

Se echó a reír.–Pues claro... Si ya nos parecía a

Gerbère y a mí que tenía cara de

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mercachifle.–¡Un judío! ¡Me extraña que no

lo adivinase!–Pero ¿qué pinta entre nosotros?–Eso me gustaría saber a mí...–¡Vamos a pedirle la

documentación a ese cabrón!–No hace falta.–¿Lo conoce?Respiré hondo.–ES MI PADRE.Le apreté el cuello y me dolían

los pulgares. Pensaba en usted paradarme ánimos. Dejó de resistirse.

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En el fondo es una estupidezhaber matado al gordinflón este.

Volví con ellos, al bar de lahospedería. Al entrar, me tropecécon Gerbère.

–No habrá visto a Lestandi.–Pues no –contesté

distraídamente.–¿Dónde se habrá metido?Me miraba con insistencia y me

cortaba el paso.– Ya volverá –di je c o n v o z de

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falsete, cuya alteración enmendé enel acto carraspeando–. Ha debidode dar un paseo por el bosque.

–¿Usted cree?Los demás estaban agrupados

junto a la barra; y usted, sentado enel sillón, al lado de la chimenea. Loveía mal porque estaba todo medioa oscuras. N o había má s que unalámpara encendida, en el otroextremo de la estancia.

–¿Qué opina usted de Lestandi?–Me parece muy bien –contesté.Tenía a Gerbère pegado a mí. No

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podía evitar ya aquel contactoviscoso.

–Le tengo mucho cariño aLestandi. Es todo un carácter, unalma de «cacique», como decíamosen la Escuela Normal.

Yo asentía con brevesinclinaciones de cabeza.

–¡No es que se ande consutilezas, pero me importa unrábano! ¡Ahora mismo necesitamoscamorristas!

Hablaba cada vez más deprisa.–¡Le hemos dado demasiada

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importancia a los matices y al artede buscarle tres pies al gato! ¡Loque necesitamos ahora son bárbarosjóvenes que pisoteen los arriates!

Le vibraban todos los nervios.–¡Ya ha llegado el tiempo de los

asesinos! ¡Les doy la bienvenida!Había pronunciado estas últimas

palabras con un tono de rabiaprovocativa.

Dejó clavados los ojos en mí.Notaba que quería decirme algo,pero que no se atrevía. Por fin dijo:

–Es tremendo lo que se parece a

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Albert Préjean... –Se iba adueñandode él algo así como una languidez–.¿Nunca le han dicho que se parecíaa Albert Préjean?

Se le quebraba la voz en uncuchicheo suave, casi inaudible.

–También me recuerda a mimejor amigo de la Escuela, unmuchacho espléndido. Murió en el36, en las filas de los franquistas.

Me costaba reconocerlo. Se ibaponiendo cada vez más flojo.Seguramente me iba a dejar caer lacabeza en el hombro.

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–Me gustaría volver a verlo enParís. Podrá ser, ¿verdad? ¿Qué medice?

Me envolvía en una gasa húmeda.–Tengo que irme a escribir ese

camelo mío... Ya sabe... Lo del«tenis judío»... Dígale a Lestandique no he podido esperarlo más...

Lo acompañé hasta e l automóvil.Se me aferraba al brazo, me decíacosas incoherentes. Yo estaba aúnimpresionado con aquellametamorfosis que lo habíaconvertido en pocos segundos en

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una señora anciana.Lo ayudé a ponerse al volante.

Bajó la ventanilla:–Tiene que venir a cenar, mi

casa, en la calle de Rataud...Tendía hacia mí una cara

implorante, abotagada.–Que no se le olvide, ¿eh,

hijito?... Me siento tan solo...Y luego arrancó a toda

velocidad.

Usted siguió en el mismo sitio.Un bulto negro pegado al respaldo

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del sillón: la mala luz podía inducira equivocación. ¿Era aquello un serhumano o u n montón de abrigos?Los demás hacían caso omiso de supresencia. Temeroso de desviar laatención de ellos hacia usted,preferí no acercarme a usted sino aellos.

Maud Gallas estaba explicandoque había tenido que meter en lacama a Wildmer borracho como unacuba. Era algo que sucedía almenos tres veces por semana.Aquel hombre se estaba

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destrozando la salud. Lucien Remylo había conocido en los tiempos enque ganaba todos los grandespremios. Un día, en Auteuil, elpúblico del césped se le echóencima para sacarlo a hombros. Lollamaban «el Centauro». Enaquellos tiempos sólo bebía agua.

–Todos e s o s t i p o s s e ponenneurasténicos e n cuanto dejan lacompetición –comentó Marcheret.

Y p u s o d e e j e m p l o aexdeportistas como Villaplane TotoGrassin y Lou Brouillard...

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Murraille se encogía dehombros:

–Pues, mira, también nosotrosvamos a dejar la competicióndentro de poco. Con el artículo 75 ydoce balas en el cuerpo.

Era que habían estado oyendo elú l t i mo p a r t e d e las noticiasradiofónicas y las noticias eran«todavía más alarmantes que decostumbre».

– S i l o h e entendido bi en –dijoDelvale–, hay que ir preparando lasfrases que diremos delante del

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pelotón...Estuvieron casi una hora jugando

a eso. Delvale opinaba que un«¡Viva la Francia católica,caramba!» causaría un efectoestupendo. Marcheret s e prometíagritar: «¡No me estropeéis la jeta!Disparad al corazón y apuntad bienporque lo tengo muy en su sitio!»Remy pensaba cantar Le PetitSouper aux chandelles y, si le dabatiempo, Lorsque tout est fini...Murraille no se dejaría vendar losojos y diría que quería «presenciar

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la comedia hasta el final».–Siento hablar d e estas bobadas

el día de l a boda de Annie... –dijopara concluir.

Y Marcheret, para quitarletensión al ambiente, sacó a relucirsu broma ritual, a saber, que «lospechos de Maud Gallas eran losmás emocionantes de Seine-et-Marne». Ya le estabadesabrochando la blusa. Ella seguíade codos en la barra y no le oponíaresistencia.

–¡Fíjense, vamos, fíjense en estas

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maravillas!Los sobaba, los sacaba del

sostén.–No tiene usted nada que

envidiarle –le susurraba Delvale aMonique Joyce–. Nada en absoluto,hijita. ¡Nada en absoluto!

También él se esforzaba enmeterle la mano por el escote de lablusa camisera, pero MoniqueJoyce se lo impedía c o n risitasnerviosas. Anni e Murraille, muyexcitada, se había ido levantandopoco a poco el vestido, con lo que

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Lucien Remy podía acariciarle losmuslos. Sylviane Quimphe me dabacon e l pie. Murraille nos ponía debeber y dejaba constancia, con vozcansada, que, para ser unos futurosfusilados, no andábamos nada malde salud.

–Pero ¿han visto qué par detetas? –repetía Marcheret.

Al cambiarse de sitio paraponerse al lado de Maud Gallas,detrás de la barra, tiró la lámpara.Exclamaciones. Suspiros. Todo elmundo aprovechaba la oscuridad.

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Por fin alguien sugirió –Murraille sino me traiciona la memoria– queestaríamos mucho más cómodos enlas habitaciones.

Encontré una llave de la luz. Elresplandor de los apliques medeslumbró. Ya no quedaba nadie,sólo usted y yo. Las paredesforradas de maderas recargadas, lossillones de cuero y l o s vasosdesperdigados p o r l a b a r r a medieron una sensación ruinosa. Seoía la radio en sordina:

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Bei mir bist du schön...

Y usted se había quedadodormido.

Que quiere decir...

Con la cabeza caída y la bocaabierta.

Es usted para mí...

Entre los dedos, un puroapagado.

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Toda la vida.

Le di unos golpecitos suaves enel hombro. –¿Y si nos fuéramos?

E l T a l b o t e s t a b a aparcadodelante de l a puerta d e la verja deVilla Mektoub y Marcheret, comosolía, se había dejado las llavespuestas.

Llegué a la nacional. La aguja delvelocímetro marcaba 130. Ustedcerraba los ojos porque íbamos tan

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deprisa. Siempre tuvo miedo encoche y, para darle ánimos, leofrecí mi caja de caramelos.Cruzábamos por pueblosabandonados. Chailly-en-Bière,Perthes, Saint-Sauveur. Iba ustedencogido en el asiento, a mi lado.Me habría gustado tranquilizarlo,pero, pasado Ponthierry, me dicuenta de que nuestra situación erade lo más precaria; ninguno de losdos llevábamos documentación eíbamos en un coche robado.

Corbeil, Ris-Orangis, L’Haÿ-les-

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Roses. Por fin, las lucesamortiguadas de Porte d’Italie.

Hasta ese momento, no habíamoscruzado ni una palabra. Se volvióhacia mí y me dijo que podríamosllamar por teléfono a «Titiko», elhombre que tenía intención dehacerle cruzar la frontera belga. Lehabía dado un número para unaemergencia.

–No se fíe; ese individuo es unchivato –dije con voz átona.

No me oyó. Le repetí la frase unavez más, sin éxito.

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Nos paramos en el bulevar deJourdan, a la altura de un café. Vicómo la señora de la barra le dabauna ficha de teléfono. Unos cuantosclientes se demoraban en las mesasde la terraza. Muy cerca, la estacióndel metropolitano y el parque. Esebarrio de Montsouris me recordólas noches que pasábamos en lacasa de citas de la avenida deReille. ¿Existía aún la segunda de abordo egipcia? ¿Se acordaba deusted? ¿Seguía envuelta en elmismo perfume? Cuando volvía,

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sonreía satisfecho: «Titiko»cumplía con lo prometido y nosesperaba a las once y media enpunto en el vestíbulo d e l HotelTuileries-Wagram, e n l a plaza deLes Pyramides. Estaba visto que eraimposible cambiar el curso de losacontecimientos.

¿Se ha fijado, barón, en quécallado está París esta noche?Vamos deslizándonos por avenidasvacías. Los árboles se estremecen ysus frondas forman una bóvedaprotectora por encima d e nosotros.

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D e trecho e n trecho, una ventanaencendida en la fachada de unedificio. La gente se ha idoolvidándose de apagar la luz.Andando el tiempo, caminaré pore s t a c iudad y m e parecerá tanausente como hoy. Me perderé porel dédalo de las calles buscando lasombra de usted. Hasta confundirmecon ella.

Plaza de Le Châtelet. Me explicaque lleva los dólares y el brillanterosa cosidos en el forro de lachaqueta. Nada de maletas; es una

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recomendación de «Titiko». Así esmás fácil cruzar las fronteras.Dejamos abandonado el Talbot enel cruce de l a calle d e Rivoli y lade Alger. Llegamos con media horade adelanto y le propongo quedemos una vuelta por el parque deLes Tuileries. Estábamos dando lavuelta a l estanque grande cuandoo í m o s a p l a us o s . Había unarepresentación en el teatro al airelibre. Una obra con trajes de época.Algo de Marivaux, creo. Losactores saludaban bajo una luz azul.

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Nos mezclamos con los grupos quese dirigían al bar. Unas guirnaldasiban de árbol en árbol. En el pianovertical, junto a la barra, un ancianosoñoliento tocaba Pedro. Pidióusted un café y encendió un puro.Nos quedamos callados los dos. Ennoches de verano como éstas, aveces nos sentábamos en la terrazade un café. Mirábamos las carasque nos rodeaban, los coches quepasaban por el bulevar y norecuerdo que cruzásemos unapalabra, salvo el día en que me tiró

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usted al metro... Debe de ser que unpadre y un hijo no tienen gran cosaque decirse.

El pianista empezó a tocarManoir de mes rêves. Usted sepalpaba el forro de la chaqueta. Yaera la hora.

Vuelvo a verlo e n e l vestíbulod e l H o t e l TuileriesWagram,sentado e n u n sillón c on tapiceríaescocesa. El portero de noche leeuna revista. Ni siquiera alzó la vistacuando entramos. Mira usted elreloj de pulsera. Un vestíbulo de

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hotel parecido a todos en los queme citaba, Astoria, Majestic,Terminus. ¿Se acuerda, barón?Tenía ese mismo aspecto de viajerode paso que espera un paquebote oun tren que no llegarán nunca.

No los ha oído acercarse. Soncuatro. El más alto, el que llevagabardina, le pide ladocumentación.

–¿Así que queríamos largarnos aBélgica sin avisarnos?

Le descose de un tirón el forro dela chaqueta, cuenta los billetes con

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esmero y se los mete en el bolsillo.El brillante rosa ha rodado por laalfombra. El de la gabardina seagacha para recogerlo.

–¿Y esto dónde lo has robado?Le da una bofetada.Está usted de pie, en mangas de

camisa. Lívido. Y me doy cuenta deque del principio a ahora haenvejecido treinta años.

Estoy al fondo del vestíbulo,junto al ascensor, y no se han fijadoen mi presencia. Podría pulsar elbotón y subir. Esperar. Pero voy

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hacia ellos y me acerco alindividuo de la gabardina.

–ES MI PADRE.Nos mira a los dos, encogiéndose

de hombros. Me abofetea también amí, indolentemente, como si fueraun requisito y les suelta a losdemás:

–Llevaos a esta gentuza.Trastabillamos en la puerta

giratoria, que han impulsado conmucha fuerza.

El furgón está aparcado algo másal l á , e n l a ca l l e de Rivoli. Ya

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estamos en los asientos corridos demadera, uno al lado del otro. Estát a n oscuro q u e n o puedo darmecuenta de adónde vamos. ¿Calle deLes Saussaies? ¿Drancy? ¿VillaTriste? Fuere como fuere, piensoacompañarlo hasta el final.

En las curvas, tropezamos unocon otro, pero apenas si lo veo.¿Quién es? Por mucho que lo hayaido siguiendo durante días y días nosé nada de usted. Una silueta intuidaa la luz de una lamparilla.

Hace un rato, a l subir a l furgón,

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nos zurraron un poco. Menuda pintadebemos d e tener. Como aquellosdos payasos del circo Médrano.

E s , d e s d e luego, u n o d e lospueblos má s bonitos de Seine-et-Marne, y uno de los que tienenmejor situación: en las lindes delbosque de Fontainebleau. En elsiglo pasado fue refugio de ungrupo de pintores. Ahora vienen avisitarlo los turistas y unos cuantosparisinos t i e ne n aquí casas decampo.

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Al final de la calle mayor, seyergue la fachada anglonormandade la hospedería de Le Clos-Foucré. Ambiente refinado y desencillez rústica. Clienteladistinguida. A eso de las doce de lanoche puede uno encontrarse asolas con el barman, que estáordenando las botellas y vaciandolos ceniceros. Se llama Grève.Lleva treinta años en el mismopuesto. Es un hombre que no gustade hablar, pero si le caes bien y loinvitas a un aguardiente de ciruelas

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del Mosa, consiente pese a todo ensacar a relucir unos cuantosrecuerdos. Sí, conoció a esaspersonas cuyos nombres le digo.Pero yo, tan joven, ¿cómo es que lehablo de esas personas? «Bueno,yo...» Vacía l o s ceniceros e n unacaja de cartón rectangular. Sí,aquella camarilla andaba por lahospedería h a c e muc ho . MaudGal l as , Sylviane Quimphe... Sepregunta qué habrá sido de ellas.Con esas mujeres nunca se sabe. Sihasta ha conservado una foto. Mire,

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éste, el alto y delgado, es Murraille.Dirigía un semanario. Lo fusilaron.El otro de detrás, que saca pecho ytiene una orquídea entre el pulgar yel índice: Guy de Marcheret; lollamaban el señor conde. Unexlegionario. A lo mejor se volvióa las colonias. Bueno, es verdadque ya no existen... El más grueso,el que está sentado en el sillón,delante de ellos, desapareció unbuen día, el «barón» de algo...

Los ha visto así por decenas, quese ponían de codos en la barra,

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soñadores, y luego desaparecieron.No puede acordarse de las caras detodos. Bien pensado..., sí, me daesta foto si la quiero. Pero soyjoven, dice, y más me valdríapensar en el futuro.

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1. Place en francés es plaza urbana ytambién sitio, lugar. La place del’étoile es, pues, la plaza de la Estrellade París y el lugar que corresponde a laestrella (en este caso a la estrellaamarilla que debían llevar los judíos enla ropa para identificarse). En francés eljuego es evidente y perfecto. Y latraductora siente mucho no haber sidocapaz, pese a sus cavilaciones, dereproducirlo en castellano y tener queestropearlo con una explicación. (N. dela T.)

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1. Cristiano. (N. de la T.)

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* «Yo, señora, galán vuestro, soy elhijo del ilustre, del grande y doctorabino Israel de Zaragoza.»

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1. Service du Travail Obligatoire :reclutamiento de trabajadores en laFrancia ocupada para enviarlos atrabajar a Alemania en fábricas, en elcampo, etc. (N. de la T.)

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1. L’École Normale Supérieure. (N.de la T.)

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2. Protagonistas de Los hombres debuena voluntad de Jules Romains. (N.de la T.)

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1. Légion de Volontaires Françaiscontre le Bolchevisme: Legión devoluntarios Franceses contra elBolchevismo. (N. de la T.)

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1. Aparente diminutivo femenino deGestapo; pero tapette quiere decir«marica». (N. de la T.)

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1. Himno en honor del mariscalPétain. (N. de la T.)

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1. La gueuse: así llamaban losmonárquicos a la República francesa,que los republicanos personificaban enu n a i m a g e n d e mujer llamadaMarianne. (N. de la T.)

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* Himmler.

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* «¡Venga, come!»

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1. ¡Formidable! Oigo el viento en elmar. ¡Formidable! Veo llover, veorelámpagos. ¡Formidable! Noto quepronto va a haber, que va a haber, unatormenta formidable. (N. de la T.)

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1. ¡Formidable! Es como estar en elcine matógrafo, donde se ven tantascosas estupendas, tantos trucos, tantasmetamorfosis cuando asesinan a unarosa... (N. de la T.)

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1. Y además y además, en losmuelles la lluvia, la lluvia no hacomplicado la vida que se regodea y semira en los charcos de los regatos... (N.de la T.)

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2. Vaya tiempo para los pececitos.Vaya tiempo para los muchachotes.Vaya tiempo para las jovencitas. Lasestamos esperando, señoritas. (N. de laT.)

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1. Me gusta el music-hall. Susmalabaristas, sus bailarinas frívolas...(N. de la T.)

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1. En castellano, jedive. Pero aquíhace referencia no a la dignidad, sino ala marca de cigarrillos. (N. de la T.)

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1. Buenas noches, linda señora. Hevenido a darle las buenas noches... (N.de la T.)

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1. Pero tu amiga está de viaje, pobreTrovador Swing... (N. de la T.)

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2. Cortó rosas de primavera para,muy triste, hacer un ramo... (N. de laT.)

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1. Todo acabó, ya no hay paseos niprimavera, Trovador Swing... (N. de laT.)

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1. Tu destino, Trovador Swing... (N.de la T.)

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1. Veloz el tiempo pasa y los añosnos dejan. Un día ya has crecido... (N.de la T.)

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1. Sede de la Dirección de la Policía.(N. de la T.)

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1. Un pueblecito, un campanarioviejo. (N. de la T.)

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1. Solo desde siempre... Solo sufriótodos los días, llora con el cielo deParís... (N. de la T.)

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1. Un suave aroma que aspiramos esFlor azul... Una mirada que seduce esFlor azul... Una cita en otoño es Florazul... (N. de la T.)

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1. Estoy solo esta noche con mipena... (N. de la T.)

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1. En español en el original. (N. de laT.)

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1. Poneos a tono, olvidad qué ospreocupa... (N. de la T.)

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1. Porque estoy aquí, el ritmo aquíestá. En sus alas os llevará... (N. de laT.)

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2. La música es el mágico filtro... (N.de la T.)

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1. Recuerdos e n todos los cajones,perfumes e n las alacenas... (N. de laT.)

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1. Veloz el tiempo pasa y los añosnos dejan... Un día... (N. de la T.)

Page 1372: Trilogia de La Ocupacion - Patrick Modiano

1. La ciudad es como un grantiovivo, con cada vuelta envejecemos...(N. de la T.)

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2. Ella se fue, un cambio de señas...(N. de la T.)

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1. Alusión a la canción La petiteTonkinoise, que popularizó JosephineBaker. (N. de la T.)

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Título de la edición original:La place de l’étoile, La ronde de nuit,Les boulevards de ceinture

Edición en formato digital: enero de2012

© del prólogo, José Carlos Llop, 2012

© de la traducción, María TeresaGallego Urrutia, 2012

© Éditions Gallimard, 1968, 1969,1972

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© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A.,2012Pedró de la Creu, 5808034 Barcelona

ISBN: 978-84-339-3350-8

Conversión a formato digital:Newcomlab, S.L.

[email protected]

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ÍndiceChez Modiano 3El lugar de la estrella 34La ronda nocturna 499Los paseos decircunvalación 893

Notas 1337Créditos 1375