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que vale la pena considerar con cierto cuidado, y resulta de particular im-portancia para entender los procesos que hicieron posible la construcción de las nociones de ciencia moderna.

En lo que sigue trataremos de ilustrar el carácter religioso de ciertos debates centrales en el desarrollo de la física moderna, y nos ocuparemos del problema de la cuantificación y representación matemática del mo-vimiento. Este texto no se centra en discusiones sobre la pertinencia de las matemáticas para el estudio de la naturaleza, en debates acerca de si la naturaleza es esencialmente matemática, ni si las matemáticas aportan meramente modelos descriptivos, es decir, si las herramientas de las cuales se dispone son explicativas o descriptivas. Sin embargo, por evidente que parezca la descripción matemática del movimiento, es importante enten-der que la descripción de fenómenos naturales por medio de herramientas matemáticas no era una respuesta natural a las preguntas de la filosofía del mundo antiguo, y que la cuantificación de los problemas físicos requirió cambios conceptuales radicales. Nos referimos al uso de herramientas des-criptivas que, si bien aparecen en los debates filosóficos y teológicos de los siglos XIII y XIV, presentan interesantes similitudes con los planos carte-sianos y las ecuaciones de cinemática, así como con conceptos de la física newtoniana como momento e inercia, hoy emblemáticos de la nueva física y de la ciencia moderna.

Algunos historiadores han buscado relacionar debates de la filosofía medieval con aspectos centrales de la física moderna. Historiadores de la ciencia como Pierre Duhem han querido probar que antes de Galileo ya existían nociones matemáticas que se han seguido usando en el estudio de cuerpos en movimiento y que hicieron posible la conformación de la física clásica (Duhem, 1987). Con esto no se pretende restar importancia a la labor de Galileo, mucho menos negar su originalidad, sino más bien ver el problema del nacimiento de la física moderna desde una perspectiva más amplia, en el marco de un contexto más realista que permita revisar la frecuente suposición de que la física galileana es el resultado aislado de algunos experimentos cruciales.

Sin embargo, no se trata tampoco de otorgar a los pensadores me-dievales –de los que nos ocuparemos más adelante– el título de funda-dores de la modernidad o de asignar una nueva fecha de nacimiento a la “ciencia moderna”, pues es importante recordar que los fines lógicos de los filósofos medievales poco o nada tenían que ver con los objetivos descrip-tivos y explicativos de la cinemática, de la dinámica o del mecanicismo.

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Tampoco pretendemos seguir defendiendo el carácter único de la ciencia moderna como la última etapa de un proceso de depuración. En cambio, queremos presentar algunos debates filosóficos y desarrollos conceptuales, que aunque guardan grandes similitudes con métodos analíticos asociados generalmente con la revolución científica y el Renacimiento, resultaron de concepciones y problemas propios de la Edad Media, frecuentemente ubicados en el campo de la teología.

Antecedentes: Platón y Aristóteles

Antes de ocuparnos de las concepciones medievales del movimiento, conviene repasar rápidamente los antecedentes filosóficos que determina-ron el debate posterior. Por tradición, se ha asociado a Platón con una filosofía idealista, según la cual la “realidad” que percibimos es la copia o el reflejo de ideas universales, las cuales constituyen la verdadera realidad. Todo aquello que percibimos con nuestros sentidos, cada individuo, cada cosa (esto es, cada particular) es pura apariencia. En otras palabras, no son los particulares los que constituyen lo real, sino los universales.

Esta concepción idealista llevó a que Platón considerara al mundo exterior como algo transitorio y de alguna manera irrelevante para el co-nocimiento. El estudio del mundo material nos es útil únicamente como camino para poder llegar a comprender el orden divino de la naturaleza, y para alcanzar este conocimiento es preciso reconocer los límites de la experiencia y el carácter transitorio del mundo material.

En este orden de ideas, la coherencia matemática y la armonía de un sistema cosmológico son fundamentales, incluso más importantes que la utilidad o la correspondencia que dicho sistema tuviera con el mundo visible. Para Platón, el lenguaje de las matemáticas y de la geometría nos permite acercarnos al mundo de las ideas en mayor medida que los datos de los sentidos. Se trata, en este contexto, de un lenguaje divino en el que podemos hallar el verdadero orden del universo.

Dentro de la tradición platónica y pitagórica encontramos impor-tantes desarrollos en astronomía tanto en la antigüedad como en el Rena-cimiento. La concepción platónica del conocimiento permeará la obra de astrónomos como Eudoxo de Cnido en la antigua Grecia, pero su influen-cia también llega hasta la ciencia y el arte del Renacimiento. Entre muchos otros, Kepler y Galileo compartirán con la tradición platónica la idea de la geometría y las matemáticas como un lenguaje divino en el que está escrito el orden de la creación.

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Por lado, para Aristóteles el punto de partida del conocimiento no es un mundo de formas abstractas e ideas, como lo era para Platón, ni tampoco de números, como lo era para los pitagóricos. Por el contrario, para él la base del conocimiento está en el mundo físico que nos rodea, en la experiencia. De acuerdo con Aristóteles, las matemáticas son una ciencia fundamental de enorme importancia, pero más que ser la esencia misma del conocimiento, son una herramienta, un medio para el cono-cimiento de la naturaleza. Para conocer el mundo se necesita mucho más que ideas y números, pues según Aristóteles no hay nada en la mente que no haya pasado por los sentidos. En efecto, la mente de cada individuo al nacer es como una hoja en blanco que sólo recibe impresiones a través de los sentidos.

El conocimiento de la naturaleza es el conocimiento de las causas de los fenómenos que percibimos. Sin embargo, a diferencia del concepto más o menos unívoco que tenemos hoy en día de causa, Aristóteles plantea cuatro tipos de causas: material, formal, eficiente y final. La primera causa es la llamada causa “material”, es decir, aquella que responde a la pregunta por la materia de la cual están compuestas las cosas; la segunda es la “for-mal”, que nos explica la esencia que ha hecho que esa materia sea lo que es y no cualquier otra cosa; la tercera es la causa “eficiente”, que nos permite saber quién o qué y cómo hizo posible su existencia, y finalmente está la causa “final”, que establece cuál es el propósito o fin del objeto.

La causa final merece una explicación más cuidadosa, en especial si no tratamos con objetos hechos por el hombre, sino con los objetos na-turales en general. “Final” en este caso tiene el sentido de “propósito”, “objetivo” o “meta” (telos en griego; de ahí el término “teleología” que sig-nifica la ciencia de los fines o las metas). De esta manera, para Aristóteles el conocimiento de la naturaleza tiene que ver con el conocimiento de los fines y de la función (el para qué) que cumplen las cosas dentro del orden natural. Para que este tipo de razonamientos tenga sentido, tenemos que considerar la naturaleza desde un punto de vista teleológico. Pero aceptar que el universo obedece a un plan ordenado no implica para este filósofo afirmar que éste sea la obra y el resultado de un diseñador inteligente, tal y como lo afirma la tradición cristiana. Para Aristóteles, el cosmos es eterno, no creado, y no nos permite pensar en un creador como en el de la cosmología cristiana. La causa final última, la que es principio de todo el movimiento en el universo, es el motor inmóvil. Esta causa final no puede ser identificada con el Dios de la tradición judeocristiana.

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Nos ocuparemos ahora del problema del cambio (kinesis, en griego) en la filosofía de Platón y Aristóteles. Este concepto no sólo es de suma importancia dentro de la cosmología griega, sino que constituye uno de los elementos centrales en la aparición de la física moderna. Sin embargo, para poder entender este concepto es preciso, en primer lugar, hacer una breve exposición sobre el problema filosófico del cambio a partir de Parménides y Heráclito y, posteriormente, referirnos a los conceptos aristotélicos de “acto” y “potencia”.

Se podría ubicar el origen del problema del cambio en la filosofía griega en la siguiente formulación de Parménides: el ser (lo que existe) es (existe) y el no ser (la nada) no es (no existe). A partir de esto, el cambio se podría definir como el paso de ser a no ser (por ejemplo, el paso de la vida a la muerte) o de no ser a ser (por ejemplo, en la generación o el nacimiento). Pero ya que el no ser (o la nada) no es, entonces no es com-prensible que el no ser (la nada) pase de alguna manera a ser o que el ser pase de alguna manera al no ser. En otras palabras, lo único que hay, lo único que existe es el ser. Por tanto, de acuerdo con esta concepción, el cambio no existe, y los cambios o movimientos que percibimos son pura apariencia. Como se puede deducir de lo que ya se ha expuesto, Platón es heredero de esta filosofía.

Aristóteles, por otro lado, no sólo defiende la posibilidad de conoci-miento acerca de la naturaleza, sino que también afirma la existencia del cambio, esto es, afirma la posibilidad del paso de ser a no ser y viceversa. Para esto, presenta la distinción entre no ser absoluto y no ser relativo. Una semilla no es en absoluto una bolsa de plástico pero no es un árbol sólo en sentido relativo (es decir que no es, pero puede llegar a ser). Cada individuo es lo que es en el presente, pero “contiene” dentro de sí algo que no es (en sentido relativo) pero que puede llegar a ser en el futuro. De esta manera, Aristóteles piensa que Parménides y Platón tienen razón en cuanto a la relación entre ser y no ser absoluto, pero que ignoraron la relación entre ser y no ser relativo que es la que permite pensar el cambio.

Otra manera de llamar al ser, a lo que algo es en el presente, es acto; el acto o ser actual de las cosas nos indica el estado de un objeto en un momento determinado. Asimismo, el no ser relativo, aquello en lo que un objeto puede convertirse en el futuro pero no es en el presente, es la potencia. Para Aristóteles, el concepto de cambio se puede describir precisamente como la actualización de lo potencial. En otras palabras, algo está cambiando si tiene la capacidad de cambiar (esto es, si en po-

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tencia puede ser algo distinto) y si de hecho se encuentra en tal proceso de actualización de sus potencias. De esta manera, no sólo el cambio es posible, sino también el conocimiento de la naturaleza que ya no es mera apariencia sino realidad.

Así, Aristóteles pasa a describir los cuatro tipos de cambio que él en-cuentra en la naturaleza: cambio en términos de sustancia, de cualidad, de cantidad y de lugar. El cambio en términos de sustancia hace referencia a la generación y destrucción; tal cambio ocurre, por ejemplo, cuando un hombre nace o muere, o cuando una estatua es creada o destruida. El cambio con respecto a la cualidad (cualitativo) hace referencia a la altera-ción; así, por ejemplo, una vela cambia en términos de cualidad cuando se vuelve suave por el calor o se endurece con el frío. El cambio en términos de cantidad (cuantitativo) ocurre cuando algo crece o decrece, por ejem-plo, cuando aumenta el tamaño de algún ser vivo. Finalmente, el cambio en términos de lugar es el movimiento de traslación de los cuerpos en el espacio. Aunque este cambio de lugar es, para Aristóteles, sólo una de va-rias formas de kinesis, nos vamos a concentrar en esta noción, que será de especial importancia en la historia de la física.

La explicación del movimiento en la filosofía aristotélica (y, por tanto, la de buena parte de la filosofía y la física medievales) no surge de leyes universales que den cuenta de la realidad en todo el universo. A diferencia de la física moderna, las leyes que rigen el movimiento son distintas depen-diendo del lugar del universo que se esté considerando. En la concepción aristotélica del cosmos, la Tierra está inmóvil en el centro del universo, y los cuerpos celestes giran alrededor de ella en órbitas circulares perfectas. El universo como tal es eterno y está dividido en una región superior y una inferior cuyo límite es la órbita lunar. La región de la Luna hacia arriba es la región supralunar, o región celeste, en donde todo permanece constan-te, es incorruptible y está compuesto de una sustancia divina, el éter. La región de la Luna hacia al centro, la región sublunar o región terrestre, se caracteriza por tener cambios de todo tipo y está compuesta por los cua-tro elementos primarios que ya habían sido propuestos por Empédocles y aceptados por Platón: tierra, agua, fuego y aire.

Si podemos explicar las propiedades naturales de los cuatro elementos primarios y del éter como el elemento del cual se componen los cuerpos celestes, entenderemos la forma en que Aristóteles concibió la física y el movimiento. Empecemos, pues, por entender la física en la región sublu-nar. En esta zona, el movimiento sólo puede ser en línea recta, es decir,

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hacia el centro del universo o alejándose de éste. Cada uno de los cuatro elementos tiene un movimiento natural, y a partir de ellos podemos descri-bir el movimiento que va a tener cualquier cuerpo. El fuego y el aire, al ser elementos ligeros, tienen la tendencia a alejarse del centro, siendo el fuego el más ligero de los dos. Por su parte, la tierra y el agua, al ser elementos pesados, tienden hacia el centro, siendo la tierra la más pesada. En la natu-raleza encontramos cuerpos mixtos compuestos de varios elementos. Tales cuerpos compuestos tendrán la tendencia de alejarse o acercarse al centro del universo según el elemento predominante en ellos.

Aunque el movimiento descrito hasta ahora se presenta de manera natural (en línea recta hacia el centro del universo o alejándose de él), también observamos movimientos violentos o forzados que por una causa exterior van en contra de su tendencia natural. Es preciso entender que para Aristóteles no existe un movimiento espontáneo. Todo movimiento debe tener una causa, esto es, todo lo que se mueve es movido por algo, todo móvil requiere un motor, y en el caso del movimiento forzado, tal motor es una fuerza externa que obliga a que el objeto rompa con su tendencia natural. El objeto se moverá mientras esté en contacto con ese motor, y se detendrá cuando pierda contacto con esta fuerza y retorne a su estado natural dentro del cosmos. La pregunta que surge entonces es cómo explicar que una piedra lanzada por un hombre no se detenga al perder contacto con la mano que la está impulsando. Para Aristóteles, el medio sirve de motor cuando la piedra abandona la mano. En otras palabras, la mano ha activado o movido el aire, y éste a su vez mantiene a la piedra en movimiento.

Sin embargo, la fuerza impulsora no es el único determinante del movimiento. De acuerdo con Aristóteles, no es posible la existencia del vacío y, por tanto, todo movimiento debe necesariamente ocurrir en al-gún medio, y en cada caso existirá una fuerza de resistencia que se opone al movimiento. A partir de la física aristotélica se puede concluir que la rapidez de un movimiento está determinada por la relación entre la fuerza impulsora y la fuerza de resistencia. Tal sistema físico tiene algunas con-secuencias interesantes que mencionaremos a continuación. Por ejemplo, si consideramos dos cuerpos en caída libre, el tiempo que demorarán en recorrer la misma distancia será inversamente proporcional a su peso, es decir, mientras más pesado el cuerpo, más rápido descenderá. Además, si dos cuerpos del mismo peso se mueven por medios con diferente densidad, el tiempo para recorrer cierta distancia será proporcional a la densidad del medio. Por último, si una fuerza dada mueve un objeto por cierta distancia

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en un cierto tiempo, la misma fuerza moverá a un cuerpo con la mitad del peso, el doble de la distancia en ese mismo tiempo.

En la región supralunar, el movimiento de los cuerpos celestes presen-ta un comportamiento distinto de aquél descrito en la Tierra. Los cuerpos de esta región, como habíamos establecido más arriba, están compuestos de un quinto elemento –el éter–, una sustancia de características divinas cuyo movimiento natural es circular y constante, y refleja su perfección. Como para buena parte de la cultura griega y renacentista, para Aristóteles el círculo era la figura geométrica más bella y perfecta. Esta preferencia estética determina, por tanto, no sólo la producción artística sino también, por lo menos hasta Kepler, la cosmología occidental.

¿Cuál sería la causa del movimiento de los cuerpos celestes? Recorde-mos que todo movimiento debe tener una causa o un motor que lo produz-ca. Si suponemos por un momento que todo lo que mueve se mueve a la vez y que, de nuevo, todo lo que se mueve debe ser movido por algo, enton-ces necesariamente tendríamos que suponer una cadena infinita de causas (en el caso de los astros, Mercurio movería a la Luna, Venus a Mercurio, el Sol a Venus, Marte al Sol, y así hasta el infinito). Sin embargo, el infinito para Aristóteles era impensable. Por consiguiente, nuestra suposición debe ser incorrecta pues conduce a un absurdo (el infinito) y debe existir un mo-tor que mueva pero él mismo sea inmóvil, y que por tanto no necesite un motor adicional para explicar su movimiento. A tal motor o causa última (pues toda explicación causal del movimiento termina en ella) o primera (pues es el principio y el origen de todo el movimiento) la llamó Aristóteles “motor inmóvil”, y la aparente contradicción que implica asumir que algo inmóvil es el origen de todo el movimiento cósmico puede ser resuelta a partir de los conceptos de acto y potencia expuestos anteriormente. Algún cuerpo u objeto está en movimiento en la medida en que es potencialmente algo y está ejerciendo o actualizando esa potencialidad. En el caso de esta causa inmóvil, asumimos que es acto puro, es decir, no tiene potencialidad alguna, pero su naturaleza en sí le permite generar el movimiento. Pero, ¿qué tipo de causa puede ser el motor inmóvil? No puede ser causa eficien-te, pues ésta implica la idea de un motor en movimiento; tampoco puede ser causa material, pues ésta implica potencia (por tanto, el motor inmóvil es también pura forma o esencia sin materia); por último, tampoco puede ser causa formal, pues no es la esencia o forma del resto del universo. El motor inmóvil es causa final pues, para Aristóteles, todo el universo se mueve y transforma tendiendo a alcanzar su perfección no cambiante.

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Los debates en torno a la filosofía aristotélica

Por medio de la traducción al latín de la obra de Aristóteles, ésta llegó a establecerse como el núcleo de la enseñanza en las nacientes universi-dades europeas de los siglos XII y XIII. La asimilación del conocimiento griego condujo a que la enseñanza se centrara en el estudio y el desarrollo de la cosmología, la lógica, la astronomía y las matemáticas, sin que el problema del conocimiento se limitara a las discusiones teológicas o me-tafísicas, como se ha sugerido según la generalizada equiparación de la Edad Media con un periodo oscurantista. Entre las preguntas planteadas en las universidades del siglo XIII se incluían problemas relacionados con el vacío y el movimiento, cuyo tratamiento no se limitaba a la repetición de planteamientos antiguos.

Algunas ideas de Aristóteles se oponían a los dogmas cristianos, gene-rando así profundos debates dentro de la Iglesia católica. Veamos algunos ejemplos. La conclusión aristotélica de que el mundo debía ser eterno, por ser la creación de algo a partir de nada, un absurdo para el filósofo griego, resultaba incompatible con el dogma cristiano de la creación. Encontramos también la acusación a los seguidores de Aristóteles de enseñar el pan-teísmo, es decir, la doctrina según la cual puede identificarse a Dios con la totalidad del universo, y el principio aristotélico de causalidad parecía excluir cualquier intervención de la voluntad divina sobre la naturaleza y la realización de milagros. Así mismo, algunos textos de Aristóteles parecen negar la inmortalidad del alma, y el problema de la transustanciación que trae consigo el sacramento de la eucaristía, y el cual comentaremos más adelante, no parecía encontrar una explicación lógica. Entre otros, éstos son algunos aspectos del pensamiento aristotélico que generaron conflictos frente a las enseñanzas cristianas.

Debido a éstas y a otras diferencias se desarrolló una tradición filosó-fica crítica frente a Aristóteles, y en algunas regiones de la actual Francia se impusieron durante el siglo XIII vetos a obras filosóficas relacionadas con el aristotelismo. Como ejemplo de los debates suscitados podemos men-cionar un texto escrito en 1270 por Giles de Román, titulado Errores de los filósofos. A medida que la filosofía entró en conflicto con las enseñanzas cristianas, los miembros de la Iglesia debieron recurrir a doctrinas rigu-rosamente estructuradas que pudieran competir con los argumentos que amenazaban a los principios cristianos. Consideraciones sobre los límites de la lógica, sobre las verdades religiosas y el supuesto de que la teología y la filosofía tenían competencias distintas, implicaban una actividad intelec-

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tual intensa entre las comunidades religiosas. Como punto culminante del control al lenguaje filosófico, en 1277 el papa Juan XXI ordenó al obispo de París que estudiara y resolviera las disputas que se estaban generando en la Universidad de París. El resultado fue una lista donde se condenaban 219 proposiciones aristotélicas, con la pena de la excomunión para quien las defendiera. Quedaba también prohibido sostener la existencia de una doble verdad, la teológica y la filosófica, y de existir discrepancias, debía denunciarse el error filosófico.

Entre las afirmaciones que fueron prohibidas por los teólogos pode-mos mencionar las siguientes: que las discusiones teológicas se basan en fábulas, que nada se sabe mejor por el hecho de saber teología y que los únicos hombres sabios son los filósofos. Se prohibió también sostener, con referencia a Aristóteles, la imposibilidad de Dios para causar alteraciones en la naturaleza a través de su mera voluntad, y se condenaron posiciones que desmentían la omnipotencia de Dios, por ejemplo, afirmaciones sobre la incapacidad de Dios para mover los cielos en línea recta, para crear dife-rentes mundos, o para crear algo nuevo a partir de nada.

Los obstáculos impuestos por filósofos aristotélicos al poder de Dios debieron eliminarse gradualmente, no sólo por la fuerza de la excomunión, sino demostrando con la razón teológica que las pruebas filosóficas carecían de fundamentos para concluir de manera absoluta acerca de los asuntos que se estaban debatiendo. La doctrina cristiana se convirtió así en objeto de una reflexión filosófica que generó una poderosa tradición intelectual con consecuencias importantes en la historia de la ciencia occidental. Los criterios eclesiásticos en la creación de un lenguaje filosófico introdujeron cambios en la metodología inductiva de Aristóteles: si se aceptaba la omni-potencia de Dios, la observación de casos particulares en la naturaleza no podía llevar a establecer causas universales, sino generalizaciones que en cualquier momento se podían derrumbar. Dios podría, al fin y al cabo, si así lo quisiera, hacer que el mundo fuera distinto. La condena de la filosofía aristotélica y la defensa del cristianismo llevaron así a nuevos planteamien-tos filosóficos con una influencia enorme sobre el desarrollo de la tradición científica occidental.

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Los problemas de la concepción aristotélica del movimiento y el cambio, y los argumentos teológicos

La discusión medieval sobre la naturaleza del movimiento se cen-tró en la interpretación de textos aristotélicos. Recordemos que para Aris-tóteles el movimiento era sólo una de cuatro formas de cambio (kinesis) encontradas en la naturaleza, y el estudio del cambio era parte central de la filosofía, diferenciando entre cambios en términos de sustancia, de cualidad, de cantidad y de lugar. Aparentes inconsistencias encontradas por estudiosos medievales en la catalogación del movimiento dentro de las categorías aristotélicas, motivaron intensas discusiones. Una primera manera de ver el movimiento para los filósofos medievales era asumiendo que éste no era algo más que los términos o posiciones adquiridas durante el cambio. Los siguientes ejemplos pueden aclarar esta propuesta: imagi-nemos primero una manzana en proceso de maduración. En un proceso de alteración como éste, sólo veríamos la manzana en distintos estados de madurez, pero no reconoceríamos el cambio como algo en sí mismo. De la misma forma, podríamos ver a una persona caminando y ocupando sucesivamente diferentes lugares, pero no veríamos algo que pudiéramos identificar como la locomoción. El movimiento se concebía así no como una cualidad con existencia independiente, sino siempre en referencia a los diferentes lugares ocupados por un cuerpo.

Una segunda forma de comprender la noción de movimiento era como una cualidad que podía definirse independientemente de los lugares ocupados por un objeto o las formas cualitativas que mostrara. Retomando los ejemplos, se podría argumentar que el hecho de ver a una persona en distintos lugares o una manzana cada vez más madura, debía ser la manifes-tación de algún proceso con existencia propia. Bajo esta noción se concebía el movimiento como un flujo o una transformación real e independiente del objeto que cambia. Como veremos, la adopción de este concepto justi-ficaría estudiar sus propiedades y asignarle distintas intensidades.

Como parte del debate, podemos mencionar al filósofo y teólogo Gui-llermo de Occam, quien optó por la primera de las maneras de compren-sión descritas. Ante opiniones comunes hacia el siglo XII en el sentido de que la naturaleza debía funcionar de la forma más simple posible, Occam planteó que sostener la simplicidad como esencia de la naturaleza limitaba el poder de Dios. Sin embargo, dicha simplicidad podía estar presente en la formulación de conceptos, y un mundo en el que no existiera el movimien-to como una cualidad de la naturaleza resultaba menos complejo. Para

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otros filósofos, como el escolástico francés del siglo XIII Jean Buridan, tendría más sentido entender el movimiento como una cualidad.

En la filosofía de Aristóteles, el lugar de un objeto estaba definido por los cuerpos que lo contuvieran y bajo consideraciones propias de su cosmos encerrado por una esfera estelar exterior, la idea de un lugar para el cosmos carecía de sentido al no haber algo fuera de éste. Por tanto, si se entendía el movimiento sólo bajo consideración de los lugares ocupados por un cuerpo, se excluiría la posibilidad de mover el cosmos, negación que, como vimos, había sido prohibida. Así, si bajo la doctrina aristotélica no había algo que definiera puntos de referencia para el movimiento del cosmos, el movimiento debía existir independientemente de los cuerpos en movimiento.

Mencionamos que entre los asuntos discutidos por los filósofos me-dievales, la transustanciación era un punto que suscitaba debates. La trans-formación del vino y de la hostia en la sangre y el cuerpo de Cristo en la eucaristía introducía enormes dificultades para explicar por qué se conser-vaban cualidades como el sabor y el color, y por qué no se afectaba la pre-sencia de Cristo por la repartición de la hostia y el vino. En consecuencia, se generó una intensa actividad por parte de algunos filósofos para intentar explicar el fenómeno. Era evidente que en la eucaristía se presentaba una serie de alteraciones y de procesos de aumento y disminución de cantida-des sin que hubiera claridad acerca de cuál era la sustancia que soportaba tales cambios, pero bajo consideración del poder de Dios debía aceptarse que tales procesos eran posibles. Una explicación surgida durante el siglo XIV daba cuenta de las alteraciones diciendo que lo único que se obser-vaba en la naturaleza eran estados o formas adquiridos sucesivamente. En consecuencia, el cambio presente en la transustanciación no se podía ex-plicar considerando una sustancia cambiante, pero sí suponiendo que en un instante había sólo vino con ciertas características, e inmediatamente después, sólo sangre con características dadas. El análisis se centraba por tanto en describir los lugares, tamaños y cualidades que se observaran en un instante dado, y en tanto que el movimiento era una forma de cambio, era susceptible de análisis similares.

Algunos problemas relacionados con el movimiento

Entre los problemas relacionados con el movimiento en el marco con-ceptual aristotélico, pensadores medievales estudiaron el movimiento de

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proyectiles y las cualidades del movimiento bajo consideración de la resis-tencia del medio.

Como se expuso antes, la distinción aristotélica entre movimiento na-tural y movimiento violento o forzado hacía necesario dar una explicación al movimiento contrario a la tendencia natural de movimiento de un cuer-po una vez perdido el contacto con el motor (por ejemplo, el movimiento de una flecha disparada por un arco una vez había perdido contacto con el arco). Para Aristóteles el vacío era inexistente, por lo cual, todo movimien-to tenía velocidades finitas al ocurrir en un medio con resistencia. En tér-minos modernos podríamos describir la relación dada por el filósofo griego entre la velocidad1 (v) del movimiento, la fuerza que genera el movimiento (F) y la fuerza de resistencia (R), como v ∝ F ⁄ R. Una consecuencia de esta propuesta era que en la caída libre de un objeto, con el peso desempeñando el papel de fuerza motriz, caerían más rápido los objetos más pesados.

El problema del vacío y la fuerza impresa

La relación planteada en el párrafo anterior presentaba problemas si se cuestionaba la premisa aristotélica de la inexistencia del vacío, pues se llegaba a que un movimiento en un medio sin resistencia tendría como consecuencia una velocidad infinita. Veamos algunas de las posturas re-sultantes de las discusiones en torno al problema del medio y las causas de movimientos violentos. Joannes Philoponus, griego del siglo VI, negaba que el medio cumpliera el papel de propagación del movimiento atribuido por Aristóteles, y propuso que el movimiento podría explicarse por medio de alguna fuerza impresa por el motor en el objeto. Negaba así mismo que tuviera que haber un medio con resistencia para posibilitar el movimien-to. Esta idea daría lugar a diversas formas de explicar el movimiento de proyectiles, e implicaba que la función de la resistencia era únicamente la de moderar el movimiento. Lo anterior se mostraba coherente con la con-cepción de que el mundo celeste estaba compuesto de un elemento carente de resistencia llamado éter, en el que se daban movimientos eternos y con velocidades finitas.

1 En términos modernos debe diferenciarse la velocidad de la rapidez. La rapidez es una magnitud, mientras que la velocidad es un vector, con magnitud y dirección. Debido al uso del término velocitas en los textos medievales, acá usamos el término velocidad aun cuando sería más correcto, bajo convenciones modernas, decir rapidez.

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El concepto de resistencia interna

El conflicto derivado de la posibilidad de un medio sin resistencia se abordó entre los siglos XIII y XIV introduciendo el concepto de resisten-cia interna. Este concepto estaba directamente relacionado con la noción aristotélica de cuerpo mixto o compuesto (ver más arriba). La resistencia interna se debía a la presencia simultánea de formas opuestas de movi-miento natural, y existía aun en ausencia de un medio resistente. Por ejemplo, el movimiento de un cuerpo compuesto de tierra y aire en caí-da libre tendría una resistencia interna como resultado de las tendencias opuestas a acercarse al centro del universo y a alejarse de él relacionadas con estos dos elementos.

FIGURA 1. Ilustración esquemática de un cuerpo compuesto de tierra y aire. Por causa de las tendencias opuestas de movimiento se generaría una resistencia interna, y la dirección del movimiento resultante estaría determinada por el elemento predominante.

El concepto de ímpetu

Veamos algunas propuestas medievales sobre la causa para el movi-miento de un objeto una vez separado del motor, que podrían presentarse como antecesoras de los conceptos de inercia y momento relacionados con la obra de Isaac Newton. Recordemos que un problema se centraba en di-lucidar por qué un proyectil se movía aun después de perder contacto con su motor. Como hemos visto, frente a este problema Philoponus propuso que el movimiento de un proyectil debía ser atribuible a algún tipo de fuerza impresa por el motor.

Tierra Aire

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Esta idea fue recurrente durante los siglos XIII y XIV, y resultaba útil para explicar también la aceleración de un cuerpo en caída libre. Frente a este punto encontramos dos corrientes. Algunos filósofos sostenían que tal fuerza tenía un carácter permanente, y en principio podía llevar a des-plazamientos infinitos si no fuera disipada por una fuerza de resistencia. Otros le atribuían propiedades pasajeras, por lo cual la fuerza impresa se disiparía sola, produciendo únicamente desplazamientos finitos. Pensemos por ejemplo en una flecha disparada con un arco. Quienes afirmaban la disipación autónoma de la fuerza impresa por el arco a la flecha, dirían que mientras que la flecha conservara parte de la fuerza impresa, se movería de forma distinta a su movimiento natural, retomando la tendencia a moverse de manera puramente descendente tras la desaparición de dicha fuerza. La posición opuesta diría que la flecha lanzada podría en principio mover-se indefinidamente de una forma distinta a su movimiento natural. Esto implicaría la posibilidad de un desplazamiento infinito que, como hemos visto, representaba un dilema en la cosmología medieval.

En estrecha relación con lo anterior, pero con una distancia mayor con respecto a la física de Aristóteles, Buridan planteó el concepto de ím-petu. Buridan lo presentó como una fuerza motriz impartida por el motor al proyectil. Para este pensador francés, la magnitud de dicha fuerza de-pendía de la cantidad de materia del proyectil y de la velocidad inicial que éste adquiriera en el instante de ser puesto en movimiento. La fuerza im-presa, y en consecuencia, el movimiento, serían en principio permanentes. Un objeto con mayor cantidad de materia soportaría una mayor cantidad de ímpetu, con lo cual podría sostener un movimiento violento por más tiempo y recorrer mayores distancias antes de que la resistencia del medio lo llevara a seguir su movimiento natural.

Se puede ver que el concepto de ímpetu es muy cercano a los concep-tos de inercia y momento de la física moderna, pero existen diferencias que no podemos pasar por alto. En primer lugar, hay diferencias ontológicas grandes, pues las ideas de inercia y momento en Newton expresan cualida-des de cuerpos en relación con la forma de movimiento que presenten, y el ímpetu, por el contrario, se ve aún como causa del movimiento. Este último tiene por tanto un carácter de fuerza. En segundo lugar, la idea moderna de inercia dice que cualquier movimiento en ausencia de resistencia sería rectilíneo e infinito. En el cosmos aristotélico –donde el movimiento eter-no y perfecto sólo podía ser circular, mientras que el movimiento rectilíneo era corruptible y estaba limitado a una región sublunar finita–, la idea de un movimiento infinito en línea recta era entonces imposible.

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El que el ímpetu de Buridan fuera en principio permanente permitía explicar el movimiento perpetuo de los cuerpos celestes, los cuales no te-nían otra tendencia de movimiento más que aquélla dada por Dios en la creación. Así, la explicación de Buridan evitaba conflictos con el Antiguo Testamento, pues liberar a Dios del deber de mover permanentemente los cielos concordaba con la doctrina del descanso de Dios en el séptimo día de la creación.

Veamos otras consecuencias de la teoría del ímpetu de Buridan. Al estar dado por una cantidad permanente, el ímpetu permitía explicar la aceleración de cuerpos en caída libre; la gravedad era responsable de iniciar el movimiento de un objeto, y por tanto imprimía una cierta cantidad de ímpetu. En un instante posterior, el objeto se movía por causa no sólo de la gravedad, sino también del ímpetu adquirido. De manera acumulativa, la acción permanente de la gravedad aumentaría la intensidad del ímpetu, y en consecuencia se observaría una velocidad en aumento. El ímpetu tam-bién fue esgrimido como argumento en un debate que podría pensarse que era inexistente antes de Copérnico. Tanto Buridan como Nicolás Oresme, de la Universidad de París, reflexionaron sobre la posibilidad de que la Tierra estuviera en movimiento2. Buridan optó, bajo argumentos defini-dos por su teoría, por un modelo en el cual la Tierra estuviera inmóvil. Suponiendo que se lanzara una flecha verticalmente hacia arriba, no habría forma de que el aire arrastrara la flecha, aun si el aire se moviera a la par con la Tierra, porque el ímpetu de la flecha rompería con la resistencia del aire. Los criterios teológicos hicieron, sin embargo, que tales discusiones se desarrollaran en términos puramente hipotéticos. Como ya mencionamos, las observaciones no podían conducir a establecer principios universales que limitaran el poder de Dios. Las evidencias observacionales podían ex-plicarse igualmente con la Tierra estática o en movimiento, pero dado el peso de la Iglesia católica, de persistir los dilemas planteados por discusio-nes como las presentadas en el este párrafo, éstos se tendrían que resolver a favor del geocentrismo.

2 Vale la pena mencionar en este punto que la posibilidad de que la Tierra se moviera había sido propuesta mucho tiempo antes del Renacimiento, e incluso Claudio Ptolomeo (siglo II) y Aristarco de Samos (siglo III a.C.) la habían considerado.

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La latitud de formas y la cuantificación del movimiento

Como vimos, la discusión sobre la naturaleza del movimiento fue un punto que ocupó a filósofos medievales, produciendo distintos formas de entenderlo. El estudio de las intensidades de una cualidad llevaba, por ejemplo, a clasificar los posibles estados de salud situados entre los extremos de salud óptima y enfermedad, los grados de humedad de una sustancia entre los límites de seco y mojado, que algo pudiera ser caliente, tibio o frío, o en un nivel ontológico, el rango comprendido entre la nada y el Ser Supremo. Entre las formas de representación se usaba la longitud de una línea para describir si una cualidad estaba presente en mayor o menor grado, y se hacía referencia a todo el rango de intensidades de una cualidad como la latitud de formas que se podían adoptar. La figura 2 muestra un ejemplo sencillo: si el segmento AB representa la intensidad de una cualidad, el segmento AC representa el doble de esa intensidad. Formando diferentes segmentos sobre la línea podían describirse diferen-tes proporciones entre intensidades.

FIGURA 2. Uso de una línea para representar la intensidad de una cualidad.

La tradición de matematización del movimiento floreció en medio de un grupo de destacados matemáticos y lógicos de la Universidad de París y del Merton College de la Universidad de Oxford. Estos últimos hicieron explícita la diferencia entre dinámica y cinemática, y desarrollaron un marco conceptual y el vocabulario necesarios para describir el movi-miento. Gerard de Bruselas, geómetra del siglo XIII, había definido en su obra El libro sobre el movimiento que la dinámica se ocupaba de explicar las fuerzas que causaban el movimiento, mientras que la cinemática se acerca-ba al movimiento de una forma descriptiva, sin indagar sus causas. Entre los miembros del Merton College que se ocuparon del estudio de la cine-mática estaban Thomas Bradwardine (1290-1349), posterior arzobispo de Canterbury, William Heytesbury (1313-1373) y Richard Swineshead. Fue durante este periodo que surgieron conceptos como velocidad, velocidad instantánea y aceleración.

Como se mencionó anteriormente, los problemas ideados por los fi-lósofos comúnmente buscaban entrenar destrezas en el manejo de herra-mientas lógicas y gramaticales mediante problemas extremos, o sofismas,

A B C

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entre los cuales se sabe que se planteaban ejercicios que involucraban movi-miento. Una concepción cuantitativa del movimiento surgiría tras asumir que el movimiento existía como una cualidad distinta y que, como tal, podía analizarse en sus diferentes intensidades. Sobre esa base se podían considerar distintas formas de movimiento definidas por valores de veloci-dad y cambios entre éstos.

La representación gráfica del movimiento y el Teorema de Merton

La manera de entender el movimiento como un proceso en sí mis-mo facilitó la concepción y diferenciación entre movimiento uniforme o con velocidad constante y movimiento con velocidad variable. Se dio también una definición de aceleración uniforme y movimiento unifor-memente acelerado, como un movimiento en el cual la velocidad mos-trara incrementos o decrementos iguales en tiempos iguales. El estudio del movimiento uniformemente acelerado llevó a que los estudiosos de Merton formularan un teorema que se conoce como “Ley de Merton” o “teorema de la velocidad media”. El teorema puede escribirse de la siguiente forma: “Un cuerpo que realice un movimiento uniformemente acelerado durante cierto tiempo, recorre la misma distancia que si se moviera durante el mismo tiempo con el promedio de las velocidades debidas al movimiento acelerado”.

Oresme aportó una herramienta de gran utilidad para el análisis del movimiento por intensidades, generando un sistema de representación si-milar a un plano cartesiano bidimensional. Partiendo del concepto de la-titud que describimos arriba, Oresme propuso usar una longitud aparte de la latitud. La figura 2 ejemplifica cómo se representaban las proporciones entre intensidades por medio de segmentos de longitudes diferentes sobre una línea, pero al introducir una dimensión adicional podía expresarse la distribución de una cualidad sobre un objeto. Las intensidades de una cualidad se describirían en forma de líneas verticales, mientras que en el eje horizontal estaría la extensión de un objeto. Como ejemplo podemos imaginar que la figura 3a representa un tubo horizontal cuya temperatura, representada por líneas verticales, aumenta uniformemente al desplazarse hacia el extremo derecho. Oresme introduciría posteriormente un mayor grado de abstracción, remplazando el objeto extenso por una línea, como sugiere la figura 3b. Con esa forma de representación se hacía posible des-cribir cuantitativamente la intensidad de una cualidad en diferentes pun-

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tos, representando cambios en la intensidad de la cualidad estudiada, por cambios proporcionales en la longitud de las líneas verticales.

FIGURA 3. En la figura 3a, la dimensión horizontal representa una extensión, mientras que la vertical regis-tra las intensidades de una cualidad. En la figura 3b, la forma del objeto ha sido remplazada por una línea. La figura 3c muestra cómo se podrían representar las proporciones entre velocidades (incluyendo esta vez la dirección de movimiento) sobre diferentes radios de una manecilla girando.

Tomemos ahora un cuerpo en movimiento. Como ya vimos, el he-cho de considerar el movimiento como una cualidad permitía asignarle diferentes intensidades, y en el caso del movimiento, la intensidad era la velocidad. Se puede ver que las figuras 3a y 3b sirven para describir la dis-tribución de velocidades en una varilla que gira en torno a un extremo fijo, para lo cual un ejemplo moderno es la manecilla de un reloj representada en la figura 3c. Oresme propuso posteriormente que la línea horizontal usada para representar la extensión del objeto se empleara para registrar diferentes tiempos, forma representativa que daba paso a la posibilidad de describir el movimiento como función del tiempo. El resultado de Oresme fue una abstracción geométrica en la cual la forma de una figura represen-taba el cambio en una cualidad. La figura 4 muestra ejemplos para diferen-tes distribuciones de una cualidad.

(a) (b)

(c)

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FIGURA 4. Ejemplos de distintas distribuciones de una cualidad sobre una extensión. Si la línea horizontal hace referencia al tiempo y las líneas verticales representan velocidades, se obtiene que la figura 4a repre-senta un movimiento con velocidad uniforme, la figura 4b un movimiento uniformemente acelerado y las figuras 4c y 4d, movimientos con aceleración no uniforme.

En esta misma línea, Oresme hizo otra propuesta que resultaría enor-memente fructífera. Propuso dejar a un lado la intensidad de una cualidad como la cantidad fundamental del análisis, y en cambio concentrarse en la cantidad de la cualidad. Para los estudiosos medievales era indispensable diferenciar entre la intensidad y la cantidad de una cualidad. Para entender el problema, podemos tomar un ejemplo moderno como el del calor. La in-tensidad que tenemos de calor es la temperatura de un objeto. La cantidad de calor, por otro lado, puede variar así tengamos la misma temperatura. En un litro de agua a diez grados centígrados hay una menor cantidad de calor que en diez litros de agua a la misma temperatura. En el ejemplo se puede ver que la cantidad de la cualidad está dada por el producto de la intensidad y la extensión. Con una intensidad en el eje vertical y una ex-tensión (espacial o temporal) en el eje horizontal, puede establecerse una relación con el área encerrada por la figura. En el caso en el que se tuviera el tiempo en el eje horizontal y en el eje vertical hubiera valores de velocidad, un elemento de área bajo la curva representaría una distancia. Al sumar las diferentes distancias correspondientes a valores de velocidad y a ciertos intervalos de tiempo se podría cubrir el área encerrada por la figura, su-mando así todos los desplazamientos para obtener el desplazamiento total. En consecuencia, el área encerrada por una figura era una medida para la distancia recorrida en un cierto tiempo como resultado de una forma determinada de movimiento. De esta manera se hacía posible demostrar la Ley de Merton usando herramientas geométricas y reduciendo el pro-blema a demostrar que dos movimientos arrojaban una misma área en su representación por latitud y longitud. Oresme escribió la demostración en

(b)(a)

(c) (d)

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su obra del siglo XIV Sobre la configuración de cualidades, y en la figura 6 se puede ver un manuscrito original. En la figura 5 se ilustra una demos-tración esquemática de la Ley de Merton.

FIGURA 5. Esquema de la demostración geométrica del Teorema de Merton debida a Oresme. Se puede ver que las áreas de los triángulos BGE y FEC son iguales, por lo cual son iguales las áreas del triángulo ABC y del rectángulo ABGF. El triángulo ABC representa un movimiento uniformemente acelerado como la figura 4b, y el rectángulo ABGF un movimiento con velocidad constante como la figura 4a, ambos en un mismo tiempo representado por el segmento AB. La altura AF del rectángulo es la mitad de la altura AC del triángulo y, en consecuencia, la velocidad del movimiento que representa es igual a la velocidad promedio del movimiento representado por el triángulo. Como las áreas encerradas por las figuras describen los des-plazamientos, queda demostrado el teorema.

Como ya hemos mencionado, los distintos problemas planteados es-taban relacionados con hipótesis que tenían como fin el manejo de las herramientas lógicas y matemáticas, y no hay evidencia de que se analizara experimentalmente el grado de uniformidad de un tipo de movimiento.

C

F

A

E

D

G

B

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238 Creer y poder hoy

La Ley de Merton y la cinemática moderna

La Ley de Merton y su demostración por parte de Oresme pueden ser de gran interés para un lector moderno. Si introducimos nota-ción matemática moderna, podemos ver el alcance de las propuestas medievales sobre cinemática. Según la descripción dada más arriba, la Ley de Merton dice que un cuerpo cuya velocidad varía uniforme-mente, recorre en un cierto tiempo una distancia igual a la distancia que recorrería en el mismo tiempo con la velocidad promedio.

Esto lleva a que podamos escribir el teorema como

s = 1/2(vf + vi)t,

expresión en la cual s es el desplazamiento, t es el tiempo y vi y vf son las velocidades inicial y final, respectivamente. Es fácil comprobar que la expresión anterior es equivalente a escribir

s = vit +(vf – vi)/2.

Vimos también que la aceleración uniforme (a) se definió en la Edad Media con base en cambios iguales de velocidad en tiempos iguales, por lo que podemos escribir

a = (vf – vi)/t,

o equivalentemente

vf – vi = at,

que es precisamente una de las ecuaciones de cinemática usadas en la actualidad. Una segunda ecuación surge de remplazar lo anterior en la expresión para el desplazamiento escrita más arriba, con lo cual se obtiene

s = vit +1/2at2.

Quien haya hecho ejercicios de mecánica puede reconocer inmedia-tamente estas ecuaciones. Los filósofos medievales involucrados de-sarrollaron y demostraron esta relación partiendo de planteamientos verbales que constituían las herramientas analíticas de las cuales dis-ponían. La cinemática galileana tardía encontraría también estas rela-ciones, entre las cuales se puede resaltar la dependencia de la distancia recorrida en un movimiento acelerado del cuadrado del tiempo.

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Aristotelismo, teología y física: concepciones medievales del movimiento 239 Mauricio Nieto y Nicolás Sánchez

Representación de un movimiento uniformemente acelerado según un esquema medieval (a) y en un diagrama de velocidad contra tiempo (b).

Representación de un movimiento con velocidad constante según un esquema medieval (a) y en un diagrama de velocidad contra tiempo (b).

Las imágenes anteriores muestran las similitudes entre una repre-sentación moderna de la velocidad como función del tiempo en un sistema de coordenadas y un rectángulo por medio del cual se po-drían representar formas análogas de movimiento usando el método propuesto por Oresme.

(b)(a)

(c) (d)

v

t

v

t

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Conclusión

Durante la Edad Media encontramos desarrollos conceptuales que serían de enorme utilidad en la construcción de la física moderna. La visión según la cual las contribuciones de Galileo a la cinemática fueron totalmente novedosas es una exageración debida a interpretaciones pro-venientes especialmente de los siglos XVII a XIX, en las que se ignoraron aportes anteriores. Algunos historiadores sostienen que Galileo Galilei no sólo tenía pleno conocimiento de los desarrollos medievales, sino que en parte habría reproducido las nociones y los métodos analíticos de di-cho periodo.

Como hemos visto, pensadores cristianos lograron ampliar o restringir los límites de los lenguajes racionales. Esta apreciación sólo debe mostrar que muchos desarrollos importantes en la historia de la ciencia han sido producidos por personas que trabajan al servicio de ideologías, programas sociales o fines prácticos, políticos, y, como hemos señalado, religiosos. La historia de las ciencias desde la antigüedad hasta el siglo XXI puede proporcionar una lista interminable de ejemplos para ilustrar esta afirma-ción. La creencia según la cual el cristianismo llevó a una actitud adversa a los desarrollos intelectuales y la consecuente contraposición entre ciencia moderna y religión deben ser objeto de una revisión cuidadosa. Para el año 500, la Iglesia ya tenía bajo su tutela a numerosos eruditos y filósofos. La hostilidad hacia gran parte de la filosofía griega era una nueva realidad en la cual los desafíos intelectuales eran inseparables de los intereses de la Iglesia. Difícilmente se puede hablar de autonomía en la producción de conocimiento, por lo que es importante entender para quiénes o con qué fines se produce. La ideología, la sociedad y los fines políticos cambian y, en consecuencia, cambia también la forma de ver el conocimiento.

Los debates en torno al movimiento están necesariamente relacio-nados con concepciones cosmológicas y religiosas. Como respuesta a las herejías provenientes de la filosofía, se creó entre los miembros de la Iglesia una tradición intelectual de enorme influencia en la historia de la filosofía y de la ciencia. Vimos que la discusión sobre los límites del poder de Dios tuvo una enorme importancia en la filosofía medieval, pues suscitó debates sobre los alcances del conocimiento científico. De esa forma, la imposibi-lidad de inducir principios generales sobre la base de la observación impli-có una ruptura grande de los pensadores medievales frente a la doctrina aristotélica. Aunque no se pueda hablar de una completa ruptura con el mundo aristotélico, los temas tratados dejan ver que las filosofías medieva-

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les estaban lejos de ser una repetición de doctrinas antiguas, y la mayoría de las rupturas que tanto se celebran en los siglos XVI y XVII ya formaban parte de las preocupaciones de la filosofía medieval.

Instrumentos de análisis que en la actualidad se consideran la base de la mecánica estuvieron presentes en discusiones que bajo una luz con-temporánea parecerían pertenecer más bien al campo de la filosofía. La definición de conceptos y la construcción de herramientas descriptivas supusieron debates que involucraban nociones provenientes incluso de los primeros siglos antes de Cristo y que no podemos aislar de tradiciones religiosas.

Bibliografía comentada

Losee, John. 1979. Introducción histórica a la filosofía de la ciencia, Madrid: Alian-za Universidad.

Con un nivel introductorio, este texto cubre cronológicamente los prin-cipales debates de la filosofía de la ciencia. Por medio de capítulos cortos, abarca desde la filosofía de la ciencia en la antigua Grecia, hasta la filosofía de la ciencia del siglo XX, pasando por la filosofía medieval y la concepción de la ciencia de los científicos de la “revolución científica”. Entre los filóso-fos de la ciencia más influyentes del siglo XX se encuentran T. S. Kuhn, I. Lakatos y P. K. Feyerabend.

Clagett, Marshall. 1961. The Science of Mechanics in the Middle Ages, Madison: The University of Wisconsin Press.

Aunque el contenido de este libro abarca temas similares a los demás li-bros de esta bibliografía, su gran extensión se debe a un tratamiento muy detallado de los temas expuestos, así como a una interesante estructura: los capítulos están acompañados por documentos que son transcripciones de escritos originales de los autores tratados. Ciertos documentos tienen un breve comentario del autor al final, y se incluyen láminas con algunas ilustraciones y escritos originales.

Grant, Edward. 1978. Physical Science in the Middle Ages, Cambridge: Cambrid-ge University Press.

Este texto de nivel introductorio presenta un rápido panorama de las bases sobre las cuales se construyó la filosofía natural en la Edad Media. Centra-do en los debates en torno al movimiento y la cosmología medievales, los cuales ocupan los últimos capítulos del libro, presenta brevemente aspectos

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decisivos en el surgimiento de la ciencia occidental, como por ejemplo, la importancia de la ciencia árabe, el nacimiento de las universidades y las teorías del movimiento resultantes del debate filosófico.

Lindberg, D. C. (Ed.). 1980. Science in the Middle Ages, Chicago: The University of Chicago Press.

Recopilación de textos sobre diferentes temas relacionados con la ciencia medieval. Cubre áreas como la óptica, las matemáticas, la metrología y la cosmología, así como los aportes de tradiciones griegas y árabes.

Lindberg, D. C. 2002. Los inicios de la ciencia occidental. La tradición científica europea en el contexto filosófico, religioso e institucional (desde el 600 a.C. hasta 1450), Barcelona: Paidós.

En la línea surgida en la segunda mitad del siglo XX de cuestionar la gestación de la ciencia moderna como marcada por hechos puntuales y revolucionarios, esta extensa obra, que puede leerse fácilmente sin mayores conocimientos previos, inicia con los aportes de la ciencia de la antigüedad griega y romana, con temas de medicina, matemáticas e historia natural, tratados con abundante detalle. En la línea mencionada se puede encontrar la ciencia islámica, su enriquecimiento con la ciencia griega y su influencia en la creación y organización del conocimiento en Occidente. Incluye nu-merosas ilustraciones.

Bibliografía

Clagett, Marshall. 1961. The Science of Mechanics in the Middle Ages, Madison: The University of Wisconsin Press.

Grant, Edward. 1978. Physical Science in the Middle Ages, Cambridge: Cambrid-ge University Press.

Lindberg, D. C. (Ed.). 1980. Science in the Middle Ages, Chicago: The University of Chicago Press.

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Pierre Duhem. 1987. Medieval Cosmology: Theories of Infinity, Place, Time, Void, and the Plurality of Worlds, Chicago, University of Chicago Press.