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Los textos aquí reunidos pretenden ser miradas, desde distintos ángulos y perspectivas, sobre los celtas del NO. Peninsular y la pretensión de su recopilación no es la de ofrecer eruditos estudios cargados de fuer- te aparato bibliográfico y con posicionamientos que crean estar en posesión de una verdad indiscutida e indiscutible. Por el contrario, el objetivo al solicitar estos textos a sus autores fue el de que reflejaran una mirada personal, distendida, más en la línea de la reflexión ensayística de divulgación que otra cosa. La fi- nalidad era componer un círculo de lectores que siguiendo una analogía con la obra del escritor Juan Goy- tisolo, firmada como Un círculo de lectores, (Las semanas del jardín. Alfaguara, 1997) fuera “un grupo de lectores activos y apasionados” que escribieran en torno a la elusiva historia de los celtas. Los orígenes, intereses, preferencias e ideas de los componentes del círculo constituyen casi una rosa de los vientos de la arqueología e historia antigua del NO. Peninsular, lo que ha podido suscitar una corriente centrífuga aunque la convención temática de ceñirse a “los celtas” ha hecho las veces de contrapeso. En todo caso este círculo de lecturas no pretende cerrar nada sino más bien abrir un debate sobre el sentido del celtis- mo, hoy día, en Galicia a través de lecturas personales, casi intimas algunas de ellas, de investigadores que han abordado la cuestión del celtismo o que han proclamado su rechazo a hablar de celtas en el NO. Debo reconocer que el origen de este “círculo de lectores” fue el texto de Cesar Parcero. Su lectura me hizo reflexionar no sólo sobre la cuestión céltica sino también sobre las formas de escritura y comunica- ción en arqueología. El ensayo de Parcero me proporcionó así la idea de este conjunto de reflexiones per- sonales. Le debo agradecer además su absoluta disposición a que esta idea se llevara a la práctica aún cuando implicara un retraso en la aparición de su texto. Al resto de los autores les debo su disponibilidad y el cumplimiento estricto de los plazos. Los textos son desiguales en extensión y enfoques, pero el obje- tivo no era su homogeneización. En todo caso, si alguien es responsable de posibles desajustes en ese sen- tido es este compilador que no supo transmitir más eficazmente la idea central de este círculo de lecturas. Personalmente creo que esas diferencias en los textos reflejan ampliamente las personalidades de sus auto- res y ofrecen una lectura en mosaico, más rica, plural y diversa que los posicionamientos fuertemente atrincherados de “celtas-sí” o “celtas-no” que han caracterizado la situación de las dos últimas décadas. Creo que son materiales para construir espacios de diálogo y discusión científica sobre una realidad -con múltiples facetas- que no podemos obviar. Gonzalo Ruiz Zapatero Un círculo de lectores: Miradas sobre los celtas del NO. de la Península Ibérica Complutum, 2005, Vol. 16: 151-208 ISSN: 1131-6993 151 Viñetas de Carreiro, P. (2004): Os Barbanzons. En el ocaso de la Prehistoria. Toxosoutos, Noia.

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Los textos aquí reunidos pretenden ser miradas, desde distintos ángulos y perspectivas, sobre los celtasdel NO. Peninsular y la pretensión de su recopilación no es la de ofrecer eruditos estudios cargados de fuer-te aparato bibliográfico y con posicionamientos que crean estar en posesión de una verdad indiscutida eindiscutible. Por el contrario, el objetivo al solicitar estos textos a sus autores fue el de que reflejaran unamirada personal, distendida, más en la línea de la reflexión ensayística de divulgación que otra cosa. La fi-nalidad era componer un círculo de lectores que siguiendo una analogía con la obra del escritor Juan Goy-tisolo, firmada como Un círculo de lectores, (Las semanas del jardín. Alfaguara, 1997) fuera “un grupo delectores activos y apasionados” que escribieran en torno a la elusiva historia de los celtas. Los orígenes,intereses, preferencias e ideas de los componentes del círculo constituyen casi una rosa de los vientos dela arqueología e historia antigua del NO. Peninsular, lo que ha podido suscitar una corriente centrífugaaunque la convención temática de ceñirse a “los celtas” ha hecho las veces de contrapeso. En todo casoeste círculo de lecturas no pretende cerrar nada sino más bien abrir un debate sobre el sentido del celtis-mo, hoy día, en Galicia a través de lecturas personales, casi intimas algunas de ellas, de investigadores quehan abordado la cuestión del celtismo o que han proclamado su rechazo a hablar de celtas en el NO.

Debo reconocer que el origen de este “círculo de lectores” fue el texto de Cesar Parcero. Su lectura mehizo reflexionar no sólo sobre la cuestión céltica sino también sobre las formas de escritura y comunica-ción en arqueología. El ensayo de Parcero me proporcionó así la idea de este conjunto de reflexiones per-sonales. Le debo agradecer además su absoluta disposición a que esta idea se llevara a la práctica aúncuando implicara un retraso en la aparición de su texto. Al resto de los autores les debo su disponibilidady el cumplimiento estricto de los plazos. Los textos son desiguales en extensión y enfoques, pero el obje-tivo no era su homogeneización. En todo caso, si alguien es responsable de posibles desajustes en ese sen-tido es este compilador que no supo transmitir más eficazmente la idea central de este círculo de lecturas.Personalmente creo que esas diferencias en los textos reflejan ampliamente las personalidades de sus auto-res y ofrecen una lectura en mosaico, más rica, plural y diversa que los posicionamientos fuertementeatrincherados de “celtas-sí” o “celtas-no” que han caracterizado la situación de las dos últimas décadas.Creo que son materiales para construir espacios de diálogo y discusión científica sobre una realidad -conmúltiples facetas- que no podemos obviar.

Gonzalo Ruiz Zapatero

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Complutum, 2005, Vol. 16: 151-208 ISSN: 1131-6993151

Viñetas de Carreiro, P. (2004): Os Barbanzons. En el ocaso de la Prehistoria. Toxosoutos, Noia.

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Dentro de las muchas “leyendas urbanas” quelos tiempos postmodernos han ido creando hay unaque me resulta especialmente curiosa en la medidaen que se basa en hechos reales. Está bastante ex-tendida la creencia de que el disco “Dark side ofthe moon” de Pink Floyd es una musicalización ba-sada en la conocida película “El mago de Oz”. Alparecer si se escucha el disco al tiempo que se venlas imágenes de la película, hay no menos de 70coincidencias entre ambos, del estilo de finales decanción coincidentes con pausas (fundidos) en lasimágenes, coincidencia entre las palabras cantadasy los movimientos de los personajes, etc. A uno loprimero que se le ocurre es preguntarse qué extra-ña casualidad pudo haber propiciado el descubri-miento de tales coincidencias, pero el caso es quela creencia en una relación causal entre ambasobras se ha asentado definitivamente hasta el puntode que existen incluso páginas web dedicadas adescubrir nuevas convergencias. A pesar de que lospropios miembros del grupo han declarado explíci-tamente que todo esto no tiene el menor sentido,esto no parece haber desanimado a quienes creenen ello, hasta el punto de que parece ser que inclu-so existen diferentes “corrientes interpretativas”que pretenden dar cuenta de su origen y sentidoconcretos. De hecho el fenómeno se ha ido exten-diendo a otros discos y películas, como son los ca-sos de “Wish you were here” y “Blade Runner” o“Echoes” y “Contact” (para los curiosos, hay infor-mación bastante detallada en el número de 31 de larevista inglesa Classic Rock).

Dentro del mundo de la arqueología, el celtismoviene gozando recientemente de un importante au-ge como uno de los asuntos favoritos de la investi-gación, a pesar de que nunca ha dejado de ser unasunto vivo. Específicamente se ha sucedido enpocos meses un buen número de trabajos relativosal tema (valgan como ejemplos López Jiménez1999, Armada Pita 2002, Díaz Santana 2002,...),todos ellos con dos peculiaridades. La primera esque lo abordan desde una perspectiva historiográ-fica antes que histórica o arqueológica, esto es,analizando el celtismo como un elemento especial-mente polémico dentro de la construcción del dis-curso histórico y/o arqueológico peninsular. La se-gunda peculiaridad es que estas aproximaciones sevienen centrando con especial intensidad en el área

noroeste de la península, no tanto por el origengeográfico de sus autores como por el escenario alque se refieren los discursos manejados. De hecho,como decía, la polémica relativa al empleo del cel-tismo en la investigación -sobre todo arqueológica-del mundo castrexo no es en absoluto una novedadreciente, aunque tal vez sí sea más novedoso el to-no relativamente punzante que ha ido adquiriendoen algunos casos (no necesariamente los citados).

El gran mérito de los análisis historiográficos taly como hoy los conocemos fue el de saber refor-mularse para superar su carácter inicial puramentedescriptivo y plantear como un postulado básicoque el discurso histórico es una construcción, queno sólo se compone de los elementos documenta-les supervivientes del pasado que se pretende re-construir sino también del contexto presente en elcual es producido. De esta forma las condicionescontextuales (sociales, políticas, religiosas, cultu-rales, individuales,...) que confluyen en el indivi-duo productor de ese discurso son igualmente res-ponsables del desarrollo de determinados tipos derecreaciones históricas. El discurso histórico (o ar-queológico) es, pues, una combinación de dos ti-pos de factores: el registro documental y el contex-to de producción.

A partir de estos bien conocidos planteamientosla historiografía de la investigación prehistórica enGalicia tuvo el notable mérito de revelar la relacióndirecta entre pasado y presente que pretendió tra-zar la historiografía nacionalista del siglo XIX, delmismo modo que lo había hecho en muchos otroslugares de Europa o América. A través de este aná-lisis emergió como un elemento esencial la identi-ficación entre prehistoria gallega y celtismo, comouna forma de identificación propia opuesta al restode España. Todo esto es hoy día bien conocido, haymultitud de publicaciones que atienden a esta te-mática y no merece la pena, pues, insistir en ello.

Pero la identificación entre celtismo y discursonacionalista se ha ido asentando como un lugar co-mún en la historiografía hasta el punto de imponer-se como un tópico que, de hecho, transgrede laspropias reglas del discurso historiográfico, al pasarpor alto los cambios en los contextos de produc-ción de ese discurso desde el siglo XIX hasta laactualidad. Obviamente no se trata de decir que lahistoria o la arqueología hayan sido capaces de al-

Los celtas en la cara oculta de la Luna

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canzar en este tiempo unas condiciones de cientifi-cidad (objetividad y neutralidad) esencialmenteimposibles, pero creo que al menos habría que re-conocer que el contexto social, cultural y políticoque rodea y condiciona la producción histórica yarqueológica a principios de este siglo XXI es dife-rente del que existió en el siglo XIX y durante bue-na parte del XX. Si bien podríamos admitir sin de-masiada dificultad que la intencionalidad discursi-va de la obra de, por ejemplo, la mayor parte de au-tores de la Generación Nós no difiere demasiado delos postulados básicos establecidos por M. Mur-guía (pese a que hay ya diferencias importantesque conviene no obviar, ver p.e. Pereira González2000), parece necesario igualmente reconocer quedesde principios de los años 80 las condiciones deconstrucción de la prehistoria en Galicia han cam-biado sustancialmente.

Parece, pues, que una identificación lineal, di-recta y rígida entre celtismo y discurso nacionalis-ta resulta simplista. De hecho el propio desarrollode los estudios sobre el celtismo en el conjunto deEuropa supuso una llamada de atención al respec-to, ya que paradójicamente el celtismo habría ser-vido como elemento de fundamentación en el pa-sado para las políticas de unidad europea (y tam-bién en la actualidad, como se ha señalado respec-to a la conocida exposición veneciana “I Celti”).Es así que muchos de los autores que promuevenuna activa corriente “anticeltista” en Galicia se handado cuenta de ello y han invertido completamen-te el sentido de los términos para sugerir que el cel-tismo es susceptible de soportar contenidos y senti-dos políticos no sólo diversos sino tan opuestos co-mo el nacionalismo y las diferentes formas de eu-ropeismo (p.e. Peña Santos 1996). Así pues, unavez superado el aparente problema, el celtismo sereformula parcialmente pero en todo caso siguesiendo (o lo es incluso aun más) un concepto antespolítico que histórico o historiográfico. Y su fuer-za es tal que se sitúa por encima, y aun en contra,de la propia intencionalidad explícita del autor quelo maneja. Resulta tan inconcebible aludir a lo cél-tico sin que detrás exista algún tipo de intenciona-lidad política que, aun en el caso de que un autorrechace explícitamente el establecimiento de vín-culos lineales y directos entre los avatares históri-cos del pasado remoto y las formas de concebir ytransformar la realidad en el presente, éstas sinduda terminan por imponerse, ya que es imposiblesustraerse a ellas. Realmente poco importa lo que

un autor diga que ha de entenderse de sus palabras:desde el momento en que se menciona lo célticolos términos del discurso dejan de aludir al pasadoy pasan irremediablemente a referirse al presente.Así, cualquier tipo de debate o discusión sobre elceltismo se ha ido reduciendo al terreno de la histo-riografía o, más directamente, de la manipulaciónhistórica del pasado. Pero ni siquiera se trata deuna manipulación, ya que, de tan manipulado, elconcepto se ha ido desprendiendo de cualquier re-lación con el pasado para pasar a ser únicamenteuna creación del presente. El celtismo ha sido y estan ampliamente utilizado como “arma ideológica”que mejor sería olvidarnos de él por completo yconstruir nuestra visión del pasado sobre conceptosdiferentes. Es más, el celtismo sería propiamentehablando una invención historiográfica, un términoque no define nada, una perversión del pasado.

Sin embargo una actitud como ésta necesita te-ner en cuenta algunos problemas de aplicabilidad(algunos de ellos desarrollados por Armada Pita2002). El primero de ellos es que, aun en el caso deque el celtismo fuese sólo una construcción histo-riográfica, merecería ser tratada como tal. En cual-quier caso, como tal construcción historiográfica,no es a priori más o menos “invención” que otrascomo el Neolítico, la Edad del Hierro, las socieda-des de bandas o el Estado. Seguramente a diferen-cia de éstas sea un concepto mucho peor definido,o menos homogéneamente, pero éste es un proble-ma de otro orden, y un problema tal que si algunacosa justifica es que se concrete su definición, noque se elimine del discurso. Porque además, y estees un segundo punto que conviene tener en cuenta,el celtismo es también un concepto histórico, no esúnicamente una forma creada por los historiadoresmodernos para referirse a la antigüedad sino que,antes que eso, es un concepto contenido en la pro-pia documentación histórica que éstos han de ana-lizar. Finalmente, y en tercer lugar, se trata de unconcepto tan ampliamente difundido entre la socie-dad que definir su sentido real debería ser una prio-ridad de investigación. En otras palabras, el celtis-mo debería dejar de ser un asunto de opinión parapasar a ser un asunto de argumentación.

Así pues, desde mi punto de vista parecería ne-cesario tener en cuenta una serie de cuestiones paratratar de superar la situación de aparente enquista-miento en que está cayendo el debate.

1. Los conceptos de celta, céltico, etc., son an-tes que cualquier otra cosa conceptos históri-

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cos, presentes en los textos antiguos, y ni únicani principalmente construcciones historiográfi-cas. Del mismo modo que ha sido importantedeconstruir la manipulación de éstos (y otros)conceptos dentro de determinadas formas dehistoriografía, resulta ahora urgente abordar suestudio como conceptos históricos. Es más, elhecho obvio de que hayan funcionado comoasiento elemental de determinados tópicos ydesvirtuaciones históricas (y sigan haciéndoloaun a muchos niveles, sobre todo socialmente)nos sitúa ante la imperiosa necesidad de dotar-los de un contenido científico. Creo que en estesentido es necesario reconocer la importante ta-rea de G. Ruiz Zapatero como impulsor de estetipo de demandas que apelan a la necesidad deque la comunidad científica se responsabilice dellenar este espacio de conocimiento (ver p.e. suPrólogo a Díaz Santana 2002)1.

2. El análisis historiográfico, entendido comoanálisis de las condiciones de creación de losdiscursos relativos al pasado, no puede cons-truirse al margen de las condiciones contextua-les de esa creación. En este sentido consideroque seguir planteando en la actualidad el debatecientífico (que no el social) en torno al celtismocomo una cuestión de intencionalidades políti-cas divergentes es asumir un tópico historiográ-fico equivocado. Considero que en la actualidadlas posiciones relativas al celtismo dentro de lainvestigación arqueológica, al menos en Gali-cia, han de ponerse en relación con dos mode-los epistemológicos dispares. Uno de ellos,puramente empirista y desde mi punto de vistamuy simplificador, defiende la preeminenciaexclusiva del registro arqueológico como fuentedocumental para el estudio de la Edad del Hie-rro y, desde este punto de vista, el celtismo esuna realidad inexistente, de la misma forma quelo son por ejemplo todas aquellas esferas de larealidad socio-cultural carentes de alguna formade materialización. Para sus defensores, el re-gistro arqueológico de la Edad del Hierro galle-ga muestra suficientes particularidades comopara poder ser considerado el reflejo de unasformaciones socio-culturales totalmente singu-lares dentro del conjunto de la antigüedad, porno decir excepcionales. El otro modelo postulala necesidad de integrar el registro meramentematerial con otras formas de documentación,incluidas aquí especialmente las fuentes docu-

mentales, sin necesidad de plantear una relacio-nes conflictivas entre ellos: ninguna forma deregistro es superior a la otra, se trata de distintostipos de documentación, que han de ser analiza-dos de forma diferente, según procedimientosde trabajo diferentes, pero que en la medida enque se refieran a un mismo objeto histórico pue-den (y deben) ser puestos en relación en algúnmomento. En este sentido creo que se ha venidomanteniendo también un injusto reproche, here-dado de la revisión crítica de la historiografíatradicional, de supeditación del registro arqueo-lógico a otras formas de registro, cuando los di-seños metodológicos explicitados en muchostrabajos proponen perspectivas ciertamente máscomplejas (un ejemplo es García Quintela e.p.).Evidentemente la situación es más diversa de loque este sencillo esquema dual permite suponer,ya que dentro de cada una de estas dos posicio-nes esenciales caben múltiples formas de apro-ximación al registro, aunque creo que al menoses sobre esta base cómo debería replantearse eldebate.

3. Deberíamos ser capaces igualmente de po-der desvincular el estudio de la génesis históri-ca de determinados procesos o estructuras so-ciales, políticas, culturales o simbólicas del es-tablecimiento directo de relaciones de continui-dad lineal, directa o atávica entre el pasado y elpresente. Esto es especialmente relevante cuan-do entra en juego la idea de “lo tradicional”.Nuestra capacidad para asumir el origen de de-terminadas formas culturales “tradicionales” enun pasado más o menos lejano depende muchomás del lugar concreto del pasado en el que que-ramos buscar ese origen que de la propia justifi-cación y coherencia de la propuesta. Las nece-sarias prevenciones que los investigadores hande tomar con relación a la fuerte carga políticaque se ha otorgado a las formaciones sociocul-turales prehistóricas en el conjunto de Europanos ha llevado, por ejemplo, a la paradójica po-sición de estar dispuestos a asumir casi inocen-temente el origen histórico de algunas institu-ciones, formas de pensamiento, formas de pai-saje, etc. en el mundo romano con la misma fa-cilidad con la que apelamos a una omnipresenteintencionalidad política para el caso de que esemismo tipo de procesos se pretendan aplicar arealidades formales prerromanas2. Parecería queel desarrollo de la romanidad marca una nítida

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barrera entre los momentos en los que es permi-sible ubicar el origen de determinados procesoshistóricos tradicionales y aquellos en los que nolo es.Todo esto no significa directamente que los dis-

cursos históricos o arqueológicos contemporáneosse hayan liberado en todos los casos de cualquiertipo de carga o intencionalidad política. Ya heapuntado que dentro del conjunto de la sociedad si-gue existiendo una muy clara identificación entreel celtismo y la identidad nacional gallega (a pesarde que, como bien se ha señalado en más de unaocasión, Galicia no sea precisamente el lugar en elque el componente céltico de las poblaciones pre-históricas es más indiscutible, p.e. prólogo a Váz-quez Varela y García Quintela 1998); seguramenteexisten también discursos científicos que manten-gan ciertas formas de identificación entre celtismoy determinado tipo de intencionalidades políticas,como la creación de una nacionalidad gallega pro-pia (u otras) en el pasado remoto. Sin embargo creoque es necesario tener en cuenta que, a la hora devalorar la intencionalidad de un discurso histórico,

la intención explícita de su autor ha de tener al me-nos alguna importancia. Aun en el caso de que de-terminadas formas de discurso sobre el pasado pu-diesen ser empleadas para sostener determinadostipos de discurso sobre el presente, al menos seríanecesario diferenciar entre las intenciones explíci-tas de una obra y los posibles efectos que, aun encontra de la intención de su autor, se pudiesen deri-var de ella. Claro que si de lo que se trata es de des-cubrir traiciones del subconsciente o mensajes su-bliminales, los términos de la discusión han de serreplanteados y podríamos entonces empezar porhablar de la cara oculta de la luna.

(Por cierto, hasta ahora nunca me ha gustadoespecialmente Pink Floyd. Puestos a elegir, prefie-ro a The Who).

César Parcero Oubiña

Laboratorio de Arqueoloxía.Instituto de Estudios Galegos “Padre Sarmiento” (CSIC )

Rúa San Roque, 2. 15702 Santiago de Compostela.

NOTAS

1. Personalmente he de reconocer la importancia de sus observaciones para modificar el pánfilo planteamiento que de estacuestión hacía en mi Tesis Doctoral; los cambios pueden verse apresuradamente incorporados en Parcero Oubiña 2002.

2.Tampoco conviene olvidar que el “romanismo” ha sido igualmente un concepto sujeto a diferentes formas de manipulaciónhistórica y de pretendida fundamentación en el pasado de aspiraciones políticas del presente. Sin embargo en este caso sí seha sabido desvincular la construcción histórica de su manipulación política.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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gación Galicia 23, Universidade de Santiago, Santiago.

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“Desgraciadamente, muchos de nosotros hemos re-currido a otras disciplinas de las ciencias sociales sinel adecuado espíritu crítico, considerando a la ar-queología como una “ciencia” de segundo orden quedebe aceptar sin rechistar lo que otros, mejor equipa-dos, conocen mejor. De este modo, se han usado lasviejas teorías de Marcel Mauss, de Malinowski, deSahlins y de otros autores, como si se tratase de axio-mas fundamentales de la dinámica social. En muypocos casos se ha intentado reevaluar las teoríasantropológicas a la luz de los descubrimientos ar-queológicos”.

Juan Antonio Barceló1

En los últimos años se ha venido sembrando laidea de que todos los investigadores gallegos espe-cializados en el conocimiento del mundo protohis-tórico galaico sirven, de una u otra manera, a deter-minados intereses extra-profesionales. Los celtis-tas, entre los/las que me incluyo, estamos acostum-brados, y casi resignados, a que nuestra labor semire siempre con recelo, pues, como es sabido, elorigen del celtismo en nuestra comunidad se asociacon la reivindicación de un particularismo racial ycultural que pretendía legitimar las expectativasnacionalistas de Galicia frente a la potencia caste-llana invasora.

Sobre el componente indiscutiblemente xenófo-bo e interesadamente político del celtismo historio-gráfico gallego surgido en el siglo XIX, nunca secansará de insistir en sus publicaciones Antonio dela Peña Santos, uno de los arqueólogos gallegosmás apasionadamente anti-celtistas del panoramacastrexo actual. Lo curioso de la visión de este au-tor es que, en su opinión, los celtistas actuales yano defienden intereses nacionalistas sino “euro-peístas”, queriendo responder así a las exigenciasideológicas de la nueva Comunidad Europea, cuyalegitimidad pretendería fundarse sobre unos ficti-cios signos de identidad remontables a un pasadoprehistórico. Pero ¡lo que son las cosas!... comobuen “autoctonista” que es2 y, quizás, por haber ver-tido algunas de estas opiniones en un congreso titu-lado “O feito diferencial Galego na Historia”, depronto se convierte nuestro autor en centro de sos-pechas. En efecto, a través de una sorprendentevuelta de tortilla, ahora son los autoctonistas losgrandes defensores del galleguismo y quienes, sin

disimulos, instrumentalizan la historia con el fin deconsolidar la idea nacional.

¿Qué está ocurriendo? Haciendo gala de unairresponsabilidad e insensatez comparables a las dequienes profieren graves acusaciones contra suscolegas sin contrastar sus argumentos (¿conoce-mos datos biográficos de los aludidos, tendenciaspolíticas, afirmaciones explícitas, etc?), se me ocu-rre “lanzar la idea” de que esta nueva corriente, ex-terna al mundo académico o profesional gallego, senutre de los postulados ideológicos del centralismoespañolista resurgido con fuerza en la Era Aznar,según los cuales todo intento de introducir elemen-tos culturales heterogéneos en la gran y unitariaHistoria de España puede ser objeto de anatema.De este ejercicio pseudo-historiográfico, de cuyocontexto político, sin embargo, pueden caber míni-mas dudas, ¿Podemos sacar conclusiones válidassobre el posicionamiento de los autores menciona-dos? ¡No! El buen hacer historiográfico no lo reco-mienda.

Por lo demás, resulta cuando menos chocanteque la cuestión céltica sea prácticamente la únicaque suscita debates entre los especialistas, como silas construcciones sociológicas derivadas de losestudios arqueológicos castrexos, tanto de los másrecientes como aquellos de mayor proyección di-vulgativa desde hace una década, estuviesen exen-tas de problemas.

Estas páginas quieren ser, ante todo, una defen-sa argumentada –a partir de las propias críticas– demi postura “celtista”, pero también, y en primer tér-mino, un ejercicio de reflexión que ponga en evi-dencia algunas dificultades derivadas de la prácti-ca arqueológica actual en territorio galaico.

Así como en la pasada década de los 70 se ini-cia el cuestionamiento de la larga tradición histo-riográfica celtista y de las teorías invasionistas enboga hasta el momento, la década siguiente supon-dría para los estudios arqueológicos castrexos lapérdida definitiva de cualquier anterior referenteepistémico. En efecto, a partir de ésta, y de formasúbita, decae también la interpretación de las co-munidades intermedias galaicas3 en clave “gentili-cia”, es decir, la consideración de los grupos socia-les habitantes de los castros como comunidades deparientes, lo que contribuiría a ahondar todavía

Arqueología versus Sentido Común

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más las diferencias de naturaleza entre nuestrascomunidades y las del resto de la Hispania céltica(gentes, gentilitates, etc.) Tengo la sospecha de quehabría sido clave para esta ruptura el artículo pre-sentado al Primer Congreso de Historia Antiguapor parte de F. Beltrán Lloris titulado “Un espejis-mo historiográfico. Las organizaciones gentiliciashispanas”, donde no sólo se criticaban los excesosde la teoría gentilicia decimonónica, sino que sedescartaba toda posibilidad de entender las comu-nidades castrexas en términos de parentesco.

Esta crítica, formulada desde planteamientostanto históricos como antropológicos, derivaba enel refrendo de la, por entonces, reciente propuestaavanzada por parte de G. Pereira Menaut sobre lanaturaleza de las comunidades castrexas como“comunidades político-territoriales”, categoría an-tropológica de raíz evolucionista que, de modocontradictorio, perpetuaba la teoría gentilicia criti-cada por Beltrán Lloris4. A este contrasentido seañadía la aceptación de la teoría pereiriana –queinsistía en la semejanza entre el castro galaico y lacivitas romana, lo que explicaría su fácil y tempra-na asimilación– por parte de algunos arqueólogos,no obstante convencidos del carácter básicamenteigualitario de la sociedad castrexa (por ejemploCalo 1993: 176-7).

La naturaleza igualitaria de las comunidades ga-laicas prerromanas (ahora definidas como “seg-mentarias”) vuelve a defenderse hoy en día desdeel campo de la Arqueología, aunque, afortunada-mente, prescindiendo de ese sin sentido y con elmérito añadido de intentar, por fin, reconciliar an-tropología e historia. Sin embargo, el temor a queun exceso en este sentido no nos deje observar ensu plenitud la realidad del “cambio” frente a las“estructuras” (historia versus antropología) va aser lo que, a mi juicio, frustre en gran medida estostímidos intentos de aproximación interdisciplinar.

1. De la casa a la aldea

A través de la “lectura” del registro arqueológi-co (Fernández-Posse y Sánchez 1998) estos auto-res inducen que la comunidad local castrexa (elcastro) estaba constituida por la concentración dediferentes familias nucleares, pues las reducidasdimensiones de las estructuras domésticas (seansimples o complejas, i.e., formando caseríos) asíparece sugerirlo.

Sin embargo. En términos sociológicos, la “fa-milia nuclear” designa, fundamentalmente, al gru-po doméstico surgido tras la Revolución Industrialen Europa en el seno de la burguesía (hablamos de“nuestra” familia: cónyuges e hijos), diferente dela familia tradicional que hasta ese momento res-pondía al esquema de una “familia extendida” o detres generaciones (abuelos, padres, hijos, y consan-guíneos o afines desvinculados).

A excepción de ciertas bandas de cazadores-re-colectores, la viabilidad de una familia nuclear, ensentido técnico, sólo es posible en condiciones so-ciales, políticas y económicas como las que el Es-tado burgués es capaz de proporcionar a la familiaa través de sus servicios públicos. Estamos hablan-do de todas aquellas instituciones, escuelas, inter-nados, orfanatos, clínicas, hospitales, asilos, mani-comios, etc, a las que la familia extensa puede de-legar todas sus funciones tradicionales. Ni que de-cir tiene que ni siquiera el proletariado se podíapermitir el lujo de constituir familias nucleares enel momento de su surgimiento, y tampoco es ca-sualidad el hecho de que hasta prácticamente hoyen día, al menos en la Galicia rural, la familia ex-tensa o “casa-familia”, (en nuestra propia termino-logía “casa”) constituya el núcleo organizativo dela aldea5.

Me gustaría creer que esta tendencia a hablar dela familia nuclear en la sociedad castrexa se con-forma con simplemente eludir el sentido técnico dela expresión. Sin embargo, mucho me temo que delo que se trata, en realidad, es de asentar un dato ar-queológico inductivo que acusa, por lo demás,cierto presentismo. En efecto, la familia nuclearparece inferirse a partir de la constatación arqueo-lógica de unidades residenciales pequeñas que pa-recen, desde el punto de vista de la subsistencia,autosuficientes, y también supuestamente “exclu-yentes” desde el punto de vista parental respecto acasas vecinas (1998: 135) Pero constituye un obs-táculo a esta inferencia el hecho de que gran canti-dad de sociedades etnográficas conocidas mani-fiesten similares características materiales (habita-ción en chozas o caseríos independientes) cuandoinstitucionalmente se incluyen en grupos de paren-tesco mayores, sean familias extensas, sean lina-jes... ¿Por qué? Porque todos aquellos individuosen principio “desvinculados”, es decir, ancianos,viudos sin hijos, solteros/as, huérfanos, enfermoscrónicos, extranjeros, etc., necesitan agrupacionesfamiliares que permitan su integración social. La

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familia nuclear puede legalmente inhibirse del aco-gimiento de estos individuos, porque ello es tareadel Estado; paradójicamente, sólo el Estado mo-derno es capaz de crear ingentes masas de margi-nados. Sin embargo, eventualidad semejante –pro-porcional respecto a consideraciones demográfi-cas–, resulta tanto inviable como impensable en laclase de sociedades como la considerada6.

Lo que se olvida en este tipo de interpretacioneses que es muy difícil inferir una forma de organi-zación familiar a partir de la plasmación materialde los modos de habitación (al menos cuando no sedispone de otro tipo de fuentes). La unidad familiarpuede adquirir tantas formas como se quiera, de-pendiendo exclusivamente de los límites jurídicosque se le impongan. Por lo general, toda unidad fa-miliar elemental (no confundir con la “familia nu-clear”) se define como el mínimo agregado de pa-rientes sometido a la potestad de un jefe o cabezade familia que actúa no sólo como agente integra-dor, sino también como responsable legal del gru-po –y de todos y cada uno de sus miembros– fren-te al resto de la comunidad. Lo que determina laexistencia y operatividad de una familia no es, porconsiguiente, su concreción física sino su presen-cia jurídica y social. Por tanto, es perfectamenteposible que una familia esté “dislocada” espacial-mente, puesto que su verdadera forma se recons-truye a través de los vínculos de parentesco escogi-dos (o jurídicamente determinados). Un ejemploilustrativo lo representa la Irlanda alto-medieval:un patrilinaje de cuatro generaciones o derbfine“verdadera familia”, sometido a la autoridad de uncenn-fine “cabeza de familia”, posee una tierra encomún en la que se acomodan, bajo la forma degranjas dispersas, las diferentes unidades conyuga-les que lo constituyen, que, dicho sea de paso, nodisfrutan de ninguna clase de reconocimiento legalen el seno de la comunidad (Brañas 1999; GarcíaQuintela y Brañas, en García Quintela 2002: 83).

Por ello, no me parece discutible que efectiva-mente la casa castrexa tienda a acoger preferente-mente a los miembros de una unidad conyugal (tra-sunto meramente formal de la familia nuclear). Encualquier caso, cabe cuestionar, insisto, el valorinstitucional de este grupo, especialmente si, comoalgunos sostienen, no media entre éste y la comu-nidad local ninguna otra instancia parental de ma-yor rango7. De hecho, el modelo de sociedad seg-mentaria propuesto por estos autores para nuestroscastros, arranca de los tipos sociales de Durkheim

bajo la denominación de “sociedad segmentaria abase de clanes”, fijándose a partir de la pasada dé-cada de los 40 como “sistemas de linajes segmen-tarios”, al constatarse la frecuente identificaciónentre los segmentos independientes de las “tribus”y los linajes localizados (Brañas 1999).

2. De la aldea... a ninguna parte

De aceptar tal modelo, considero importante in-sistir sobre la definición de las poblaciones castre-xas como grupos de parentesco extensos, con loque ello implica a la hora de determinar el tipo derelaciones socio-políticas que se establecerían en-tre sus miembros en el interior del castro, perotambién con respecto a otros grupos equivalentesde la misma naturaleza, que, en cuanto segmentos,formarán parte de un todo más complejo. Con ello,no sólo se corregiría el supuesto de un “parentescoexcluyente” entre las diferentes unidades residen-ciales, sino que además se impondría la considera-ción de esos segmentos (concedamos que relativa-mente autónomos política y territorialmente) comosubordinados a un ente superior de cuya identidad,necesariamente, participarían8. En este sentido, ca-be suponer que tal identidad necesitaría ser regu-larmente actualizada, para lo cual es de todo im-prescindible valorar las redes y medios de inter-cambio comúnmente establecidas al efecto. Paraconcretar, no se defiende la constitución de agrupa-ciones de castros en formaciones superiores tipopopulus (a lo cual se refieren nuestros autores) sinla participación de relaciones diferentes de las “re-laciones de producción”, es decir, todas aquellas enlas que, incluso interviniendo directamente mediosde naturaleza material, no tienen otro objeto másque el de estrechar los lazos sociales con otros seg-mentos. En este tipo de sociedades es difícil imagi-nar la ausencia de mecanismos inter-comunitariosdestinados a establecer vías de encuentro y conci-liación entre los grupos locales, de manera que searbitren conflictos (venganzas de sangre o guerras),se regulen los intercambios económicos y matri-moniales9, o se decidan lugares comunes para lacelebración de tales encuentros (ferias, santuarios,etc.).

Por tanto, si el “modelo segmentario” implica laconsideración de todos estos factores y la prácticaarqueológica no los detecta, ello no justifica la for-zada adecuación del modelo a los fragmentarios

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datos observacionales de los que disponemos. Ade-más, si se prefiere dar favor a la inferencia arqueo-lógica, considero aconsejable prescindir del mode-lo, puesto que, de lo contrario, se contraviene elvalor metodológico que el recurso al modelo im-plica; pues ni la inductiva familia nuclear pareceposible en una sociedad segmentaria, ni ésta tienesentido prescindiendo de la totalidad que “se seg-menta”10.

Pero es que además, a riesgo de incurrir en gra-ves contradicciones, no parece aconsejable mane-jar varios modelos sociales totales para una mismasociedad. Me refiero al recurso al tipo de SociedadCampesina, a partir del cual también se pretendedar cuenta del comportamiento de las relacionesdomésticas castrexas (1998: 134). El problemaaparece al observar que, por más que el campesina-do ofrezca una muestra paradigmática del Modo deProducción Doméstico (el cual explicaría el carác-ter autárquico de la casa castrexa), en cuanto trans-cendemos este micronivel de relaciones familiares,el campesinado choca frontalmente con las socie-dades segmentarias. El conflicto surge al querercombinar dos modelos sociales de alcance generalque son, por definición, absolutamente excluyentes(el uno relativo a comunidades subsidiarias dentrodel Estado y el otro a sociedades independientes“acéfalas” –desprovistas de una autoridad institui-da11). Resumiendo, bastaría con admitir que el Mo-do de Producción Doméstico, siendo prácticamen-te universal fuera de las sociedades industrializa-das, está también implícito dentro del modelo glo-bal de la sociedad segmentaria para que el supues-to resultase aceptable. A ello se añadiría la ventajade que todas aquellas funciones no subsistenciales(política y defensa, por ejemplo) que el Estadoarrebata a la comunidad campesina, están comple-tamente cubiertas por el grupo social en el modosegmentario. Precisamente por todo esto es por loque, en definitiva, la sociedad segmentaria se ma-neja comúnmente como modelo de un “sistema to-tal”12.

Por otra parte, frente a perspectivas teóricas tanatentas al factor “cambio” en el desarrollo social,sorprende que se traslade a época prerromana unmodelo, el campesinado, que mejor se adaptaría asituaciones de dependencia como aquellas a lasque las comunidades rurales se ven sometidas ge-neralmente tras su incorporación forzosa en un sis-tema estatal (el Imperio romano en este caso) Si lascomunidades prerromanas galaicas, fundamental-

mente rurales, se interpretan en términos de cam-pesinado ¿a qué tipo remitimos la aldea castrexagalaico-romana? Además, ya se ha destacado queuna cultura popular habría surgido tras la Romani-zación en el mundo rural galaico a través de losresquicios que la cultura oficial, urbana y latina,dejaba a las manifestaciones culturales de la pobla-ción indígena (Bermejo 1984: 12-3; Llinares 1990:41 ss). Defiéndase o no la supervivencia de sus ras-gos hasta el presente, no es discutible que una so-ciedad campesina canónica fuese en Galicia, desdeentonces y hasta prácticamente la actualidad, depo-sitaria de una cultura diferenciada respecto a unacultura estatal. En todo caso, la reducción de la al-dea galaico-romana y la aldea gallega a un mismotipo tiene sentido porque en ambas está presente elEstado, condición sine qua non de la comunidadcampesina, mientras que la propiedad segmentariadel grupo político, por definición, niega precisa-mente esa condición.

En fin, si nada justifica el empleo de dos mode-los antagónicos para la explicación de una mismaformación socio-política, supongo que tampoco sepuede aceptar que un único modelo dé cuenta deesa formación y, al mismo tiempo, de sus transfor-maciones a raíz de un completo cambio estructural.En definitiva, aunque la propuesta de un modelo desociedad segmentaria –es decir, básicamente igua-litaria– para el mundo castrexo prerromano no meparece en principio deleznable, sí considero criti-cable la falta de resolución del conflicto planteadoentre dos modelos incompatibles.

La búsqueda de una interpretación del mundocastrexo en la que no se diesen tales contradiccio-nes fue, precisamente, lo que me indujo a proponerpara este caso el denostado modelo antropológicode la “jefatura”, con la agravante de atreverme acalificarlo como “céltico”.

3. Reflexiones sobre Jerarquías yCelticidad en el mundo galaico prerromano

Convendremos en que es propio de las cienciassociales la falta de un lenguaje universalmentecompartido e inequívoco a partir del cual no quepasuponer, tras cualquier categoría, la presencia deinfinidad de matices que se pierden en el aire. Cate-gorías como “jerarquía” y “celtas” están sin dudaafectadas por una completa ambigüedad, hasta elpunto de que la falta de entendimiento entre los es-

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pecialistas me parece atribuible al exceso polisé-mico que tales categorías acusan.

Respecto al concepto de “jerarquía”, consideromás autorizada la definición que nos ofrece L. Du-mont, por tratarse del antropólogo que mayores es-fuerzos ha invertido en su dilucidación (1966). Se-gún este autor, no se trata más que del “orden resul-tante del empleo del valor (a distinguir del poder omando), propiedad clasificatoria del entendimientopor la que todos los objetos se sitúan dentro de unsistema en virtud de un juicio moral” (1987: 278).Esta definición le sirve al autor para caracterizarlas ideologías holísticas, es decir aquellas que, poroposición a las ideologías individualistas (funda-mentalmente la occidental moderna), subordinan alindividuo a los intereses de la comunidad y recono-cen expresamente la distinción implícita a todo ac-to de ordenación o clasificación entre lo superior ylo inferior. La jerarquía en sentido socio-político seexpresa a través de la organización de los grupos adiferentes niveles de la escala social, es decir, enestatus de tipo hereditario (cuando hablamos dejerarquía no es preciso, por tanto, suponer la exis-tencia de “clases sociales” en sentido marxista; és-tas podrán entenderse bajo el concepto de “estrati-ficación”).

Respecto a “lo celta”, no cabe dudar de la opor-tunidad de los esfuerzos de G. Ruiz Zapatero porclarificar sus múltiples connotaciones. Pero, aunquees cierto que el entrecruzamiento de perspectivasoscurece su definición, ello no debe suponer unobstáculo insalvable para que, como en otros tan-tos casos, intentemos redefinir el concepto para ha-cerlo nuevamente útil.

Su definición en clave arqueológica, por ejem-plo, se ha manifestado claramente inoperante, pues-to que no existe un registro material homogéneo apartir del cual podamos definir una identidad cul-tural a gran escala, no obstante perceptible en otrosregistros (este problema no sólo afecta a nuestrocaso; piénsese en lo latino, lo germánico, lo grie-go...13).

De su definición en términos de historiografíaclásica, por tratarse del estudio de fuentes indirec-tas –dependientes de discursos ajenos–, su deter-minación vendrá dada por la crítica textual, lo quesupone un principio de discernimiento entre las va-loraciones culturalmente condicionadas y las noti-cias aparentemente desprejuiciadas y, por tanto, asi-milables por el discurso histórico actual (a mayorproximidad al objeto de estudio, mayor verosimili-

tud –Posidonio frente a Heródoto, por ejemplo–;con todo, interesa distinguir entre “discurso (ideo-lógico)” y “noticia (etnográfica)” (Cf. García Quin-tela 1999: 29-51).

Mis simpatías por el criterio filológico a la horade defender la especificidad de lo celta se deben alhecho de que únicamente el objeto lingüístico essusceptible de trascender todas aquellas fronteras eimponerse como unidad referencial de múltiples ydispersas manifestaciones. En nuestro caso, esoque llamo “unidad referencial” alude a un cuerporeducido pero recurrente de significados y valores,que se manifiestan a modo “representaciones cul-turales” comunes.

Consecuencia de lógicas discrepancias en esteterreno, López y Sastre (2001) sentencian con ro-tundidad que la explicación histórica “debe adaptarla información filológica al contexto social real dela formación histórica que estudia, y no al revés”.Esta afirmación resulta paradójica si consideramosque los mencionados “contextos sociales reales”están, en nuestro caso, todavía pendientes de defi-nición, por lo que parece implícito el supuesto deque un discurso superior, quizás arqueológico, ha-ya dado cuenta de ellos en algún momento y deforma irrevocable. Pero si entendemos que la filo-logía es, al mismo título que la arqueología, un mé-todo puesto al servicio de la Historia, no es dadoreconocer jerarquía alguna entre ellas, puesto queninguna escala abstracta ha sido consensuada porla comunidad de historiadores para medir el gradode aproximación absoluta que una u otra disciplinaofrecen al objeto de estudio. Por consiguiente, sino somos capaces de asegurar el empleo combina-do de ambos, deberemos reconocer el carácter sub-jetivo, el factor “preferencia”, que la adhesión auno u otro método implica.

En la mente de muchos arqueólogos, por otraparte, parece dominar la idea de que el empleo deun “modelo céltico” supone mayor esfuerzo imagi-nativo que el requerido para la aplicación de cual-quier otro modelo sociológico. En este sentido, soncomunes valoraciones como la siguiente: “[algu-nos] combinan datos literarios y epigráficos, tratande adentrarse en las particularidades de la cosmo-logía castreña y su organización política y social(García Fernández-Albalat 1990; Brañas 1995) uti-lizando, paradójicamente, un panceltismo exacer-bado: escritos irlandeses medievales, datos litera-rios clásicos sobre galos, britanos y germanos, raí-ces lingüísticas celtas o indoiranias y una mezcla

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poco justificable (ni con las fuentes clásicas ni conla arqueología) de lusitanos, galaicos y pueblos ve-cinos” (González Ruibal 2000: 327; en el mismosentido López y Sastre 2001).

La crítica referida a los escritos irlandeses es,posiblemente, la más frecuente, insinuándose sufalta de pertinencia simplemente apostillando “me-dievales”. Exacta puntualización, pues son “con-textualmente” medievales, que no feudales. Acla-rar este punto es crucial, puesto que el ingente cor-pus documental de este país (incluyendo analeshistóricos, hagiografías, tratados jurídicos, mitolo-gías, etc.) convierte a la sociedad invocada en elparadigma por excelencia del modelo céltico. Enefecto, esta completa literatura, buena parte de ellavertida en una lengua celta, refleja la realidad deuna sociedad jerarquizada perfectamente asimila-ble a las jefaturas más complejas conocidas a tra-vés de la etnografía: antes de las invasiones nor-mandas del s. IX d.C., la túath es la única unidadpolítica, territorial y jurisdiccional básica, definidapor el gobierno de un rey, calificado a este nivel deintegración como rí túaithe o “rey de un pequeñoreino”14. Por tanto, en principio, no hay nada en lacondición medieval de estos reinos que contradigasu caracterización socio-política como “sistema dejefatura”.

Su elección como paradigma de un modelo cél-tico se sostiene sobre la evidencia de sistemas se-mejantes documentados en varias partes de la lla-mada Céltica (el conjunto de comunidades hablan-tes de una lengua celta en período protohistórico;Brañas y García Quintela, en García Quintela 2002:54-92). Las comunidades identificadas como talesa partir de las fuentes escritas, literarias clásicas oepigráficas, alcanzan, ciertamente, una extensióngeográfica y cronológica imponente. Y estos desfa-ses espaciales y temporales son los que mayoresreservas suscitan entre nuestros arqueólogos, aquienes inexplicablemente repugna la creación deun modelo prescindiendo de estos factores, comosi algún modelo hubiese estado en cualquier mo-mento sujeto a tales contingencias. Además, resul-ta inconsecuente afirmar que “lo céltico ha llevadoa la aplicación por sistema de modelos pensadospara otros momentos y desarrollados para explicarotras realidades” (López y Sastre 2001) cuando, almismo tiempo, se proponen sin complejos otros si-milares –campesinado, sociedad segmentaria, etc.–,¡como si estos hubiesen sido pensados para o apartir del mundo castrexo!15. Por tanto, defiendo

que resulta indiferente en qué momento y lugar(celtas, germanos, polinesios, etc.) situemos losconjuntos comparados, siempre y cuando talesconjuntos parezcan equiparables. Todo ello redun-da en una imagen coherente, verosímil y empírica-mente contrastable a la que remitir los datos mane-jados. Ha de entenderse, por tanto, que el recursoaparentemente indiscriminado a toda esa variopin-ta serie de fuentes no tiene otro objeto más que elde ilustrar la plasmación del modelo, es decir, sufuncionamiento real en el conjunto de las socieda-des traídas a colación. Si a las semejanzas mencio-nadas se suma, como en nuestro caso, el común de-nominador de la lengua, ello añade un factor decomparación de mayor alcance, por cuanto la len-gua –ya suena tópico decirlo– no sólo es el vehícu-lo de comunicación por definición sino también deidentidad cultural. En este sentido, el calificativo“céltico” apuesto a ciertas sociedades de jefaturade la Europa protohistórica no pretende sino indi-car que es posible identificar a través del registrolingüístico céltico las concurrencias culturales quese dan entre aquellas sociedades en diferentes con-textos geográficos y/o históricos.

4. Lingüística y mitología

Del apoyo de una perspectiva que privilegia laidentidad lingüística o, en cualquier caso, la len-gua, como función privilegiada en el estudio de lossistemas socio-políticos, no es difícil deducir quenos situamos en campos de investigación favora-bles a la consideración de los llamados “ciclos lar-gos” (menos inmóviles o atemporales de lo que sesupone); es decir, afines a la Antropología Estruc-tural, y no menos a una Antropología Histórica enla que estructura y contingencia deben comple-mentarse para dar mejor razón de las múltiples di-mensiones de lo real16.

Dentro de este campo siempre se han destacadolos estudios de religión y mitología (para los que elmétodo lingüístico es completamente irrenuncia-ble). Lejos de cualquier primera impresión, lo quehan demostrado estos estudios es que las ideas ex-presadas a través de estos dos ámbitos de la ideo-logía, a su vez interdependientes, se relacionan es-trechamente con las instituciones que refieren y,sobre todo, cuyas prácticas sociales normalizan yjustifican17. La expresión “sociedad heroica” aludeprecisamente a la caracterización en términos ideo-

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lógicos de las jefaturas. Sahlins (1988: 47 ss.) pro-puso una redefinición de la expresión acuñada aprincipios del s. XX por Chadwick18, para distinguiraquellas formaciones socio-políticas en las que,precisamente en virtud de un principio de ordena-ción jerárquica primordial, el mito y la realidad seconfunden por completo; es decir, en la que, al mo-do de la sociedad homérica, el contacto entre dio-ses y humanos se vive y siente como experienciacotidiana. La relación dialéctica entre mito y reali-dad alcanza aquí una definición más precisa que laavanzada en su día por Lévi-Strauss al enfatizar,más que el valor metafórico del mito en la expre-sión de lo real, su propiedad “performativa”, es de-cir, la capacidad de la ideología para interactuarcon las instituciones para incluso transformarlas.La ideología, por tanto, no sólo justifica la acciónsino que se proyecta sobre ella para dirigirla; por lomismo, el mito no se entiende más como estructu-ra inmóvil sino como factor de cambio, es decir,como agente histórico19.

Considerando esta relación recíproca entre ideay acción, el punto de partida para el análisis de unasociedad dada será precisar el contexto en el que tie-nen sentido determinados elementos conceptuales osimbólicos, y no otros, para intentar descubrir quéreglas de acción, y no otras, son pertinentes dentrodel entramado ideológico previamente definido.

Desde estos presupuestos, me planteé indagarsobre las posibilidades que en este sentido ofrecíael estudio de la onomástica indígena galaica (teo-,antro- y toponímica), con el fin de averiguar quéclase de valores transmitían sus etimologías (sobreel valor socialmente significativo del nombre pro-pio en las sociedades arcaicas, Brañas 1999, 2000)A partir de un número reducido de ejemplos se pu-do comprobar que remitían frecuentemente a for-mas conocidas en otros ámbitos lingüísticos célti-cos. Y, como cabía esperar también a partir de estosparalelos, muchos de ellos transmitían significadosexpresivos de diferencias sociales y méritos en elterreno militar. De los resultados obtenidos se de-ducían referencias a un contexto social de cuyo ca-rácter jerárquico y heroico, en fin, cabían pocas du-das. Una vez establecido aquel, no cabía sino pro-poner como hipótesis la posibilidad de que tam-bién los castrexos actuasen de acuerdo con las pau-tas marcadas por el sistema simbólico reflejado ensu onomástica: es decir, a la manera de grupos je-rárquicamente constituidos y no exentos de voca-ción guerrera.

Como datos extra-lingüísticos se invocaban lostradicionalmente recurridos al efecto; síntoma desu carácter guerrero serían las fortificaciones cas-treñas, las estatuas de guerreros, algunas fuentestextuales y las monedas lucenses acuñadas con losiconos del triunfo sobre las poblaciones indígenas(escudo caetra, puñal, falcata...); indicios de la je-rarquización social serían los característicos signosmateriales de prestigio en metales nobles (torques,diademas, etc.) y otras, aunque débiles, noticiastextuales (referencia estraboniana a la timé “digni-dad” entre los montañeses hispanos). Pero para to-do ello, cómo no, los arqueólogos manifiestan susreservas, por lo que se impone nuevamente su dis-cusión.

1. Excepto objeciones relativas al origen ga-laico-romano de las inscripciones que reflejan laonomástica indígena, no conozco ninguna otraque cuestione seriamente el valor socialmentesignificativo de los nombres propios, aún vigen-tes en época romana, de la sociedad castrexa. Ysi ese valor no se refuta, parece superfluo tenerque defender la legitimidad, como fuente de in-formación sociológica para los tiempos prerro-manos20, de un acervo onomástico indígena tra-dicional y completamente ajeno a la Romani-dad. En fin, a no ser que se suponga que losnombres indígenas analizados hayan surgido es-pontáneamente tras la Conquista, la refutaciónde la mencionada objeción cronológica no me-rece mayor esfuerzo.

2. Semejante argumento se puede esgrimirpara discutir el también negado carácter indíge-na y tradicional de la referida iconografía gue-rrera: explíquese cómo la Romanización pudoinducir la creación de una panoplia ideal ajena ala propia imaginería romana. Por el contrario,pensar que los galaicos habrían ideado tal pano-plia para asimilarse a lo romano, es una even-tualidad que la propia iconografía cuestiona, sino niega (si la “asimilación”, como mecanismode aculturación, consiste en “hacer similar a”,nuestras estatuas parecerían una auténtica cha-puza). En definitiva, considero demasiado for-zado pretender que la estatuaria galaica no figu-ra prototipos guerreros anteriores a la Romani-zación. A ello se añade la panoplia representadaen las acuñaciones monetales lucenses de lacaetra, en las que, como es propio de la propa-ganda imperial, se exhiben los trofeos (armas)

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de las poblaciones conquistadas. Por lo que serefiere a las fortificaciones castrexas, las alter-nativas funcionales que se han propuesto paraexplicarlas no refutan de ningún modo su inter-pretación como elementos defensivos, dejandoademás en suspenso la respuesta a por qué se es-cogerían precisamente elaborados sistemas demurallas, fosos y parapetos (o se reforzaríanestos complejos en las zonas más vulnerables delos castros, cf. Parcero 2002: 199), para hacerlos poblados visibles en el paisaje, evitar la dis-gregación poblacional o actuar como elementosdefinitorios del estatus o prestigio de sus habi-tantes (según Peña 1997: 153-4 y Calo 1993:97-102).

3. Respecto a los síntomas de jerarquizaciónsocial, supuestamente indetectables en el regis-tro arqueológico, Parcero (2002: 211 ss.) ha de-mostrado el funcionamiento del principio relati-vista de que “depende cómo se mire”: la jerar-quía de asentamientos entre grupos de castrosdatables en la Segunda Edad del Hierro puededarse de acuerdo a parámetros no identificablesa simple vista, lo que no significa que no res-pondan a datos objetivamente comprobables.Por lo que se refiere a la interpretación de las jo-yas castreñas como algo diferente a objetos deprestigio y símbolos de estatus individual, ellosupone una anomalía histórica y cultural para laque no conozco paralelos. Además, la conside-ración de los torques como inversión comunita-ria y carente de sentido individual en la “pro-puesta” final del artículo de Armbruster y Perea(2000) parte del a priori del igualitarismo socialy de ningún modo se deduce del estudio tecno-lógico previo a semejante conclusión (otras crí-ticas en Parcero 2002: 221-2).Resumiendo. La impresión general que se ex-

trae de las aproximaciones arqueológicas más re-cientes es que se tiende a confundir lo inexistentecon los propios límites del método arqueológico.Además, considero más que censurable que estasdebilidades se traduzcan en “datos objetivos”; si elregistro arqueológico es deficitario en este senti-do21, ello no es obstáculo para que intentemos ha-cer valer cierto sentido común en la interpretaciónde estos objetos: o son romanos o no, y si no pare-ce verosímil que lo sean, ¿por qué habrían surgidode pronto, independientemente de cualquier tradi-ción cultural? Ex nihilo nihil (gal.: “de onde nonhai non se pode sacar”).

5. De vuelta al problema jerárquico

Otra curiosa crítica a las jefaturas célticas cas-trexas afirma lo siguiente: “esto ha dado lugar a unacierta esquizofrenia interpretativa por la cual,mientras las lecturas sociales pretenden recalcar elpeso de la comunidad como estructura de poder deacuerdo con el registro arqueológico (clan cónicode Brañas 1995; jefaturas germánicas de Parcero1997), el recurso al universo simbólico célticoobliga a suponer ideologías individualizadoras22 ydemostraciones de poder que son en gran medidacontradictorias con los sistemas sociales previa-mente supuestos” (López y Sastre 2001).

De acuerdo con estos severos críticos23, no dis-cuto que una buena definición del Estado supongadiscriminaciones de base económica, pues no pare-ce discutible que, al monopolizar los medios deproducción, un grupo privilegiado pueda firme-mente asentar las bases de su dominación políticay consolidar la estratificación social a partir de unaestructura fundada sobre la desigualdad. Y cuandodigo “consolidar” me refiero al hecho de que nohay Estado conocido que surja directamente de re-laciones igualitarias entre los miembros de la co-munidad: la desigualdad preexiste al Estado lógicay cronológicamente (y no se objeten cuestiones an-ti-evolucionistas, porque de lo que tratamos es deproblemas estructurales), lo cual, irremediable-mente, sugiere peculiares sistemas socio-políticosintegrales (no segmentarios), que es preciso definir.

El amigo C. Parcero sale ipso facto airoso de lacrítica, puesto que no hay nada de contradictorioentre una jefatura germánica y una céltica (¿no sonambas jefaturas?). El clan cónico, por el contrario,quizás necesita ciertas aclaraciones. Cuando en mitesis de licenciatura propuse la verosimilitud de unclan cónico en el contexto castrexo (a modo sim-plemente ilustrativo, Brañas 1995: 304) más quenada pretendía demostrar el hecho, por entoncesdiscutido, de que una organización gentilicia –hoydiríamos “parental”–, formalmente clánica, es com-pletamente capaz de generar un sistema político je-rárquico y un territorio perfectamente delimitado, apesar de lo cual tampoco se trataba de una sociedadestatal. Partiendo de este modelo, etnográficamen-te contrastado, se imponían algunas consideracio-nes (desarrolladas en Brañas 1999): puesto que elsistema no mostraba ninguna incompatibilidad es-tructural con la definición política y territorial delgrupo o las desigualdades socio-económicas en su

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interior, cabía preguntarse por la naturaleza de unpoder político no obstante independiente del “con-trol estratégico de los medios de producción” (pro-blema sin duda suscitado por la estrechez domi-nante en la definición de los sistemas socio-econó-micos).

La respuesta, al cabo, vendría dada por la propiadefinición del clan cónico como expresión, en tér-minos de parentesco, de una “alta estrategia del sis-tema caciquil” o jefatura (Sahlins 1984). La etno-grafía sobre estas sociedades establece de modo in-controvertible la condición desigual de los indivi-duos, a pesar de lo cual no se pierde de vista laconsideración de la comunidad como una “estruc-tura de poder”, aunque no exenta de ambigüeda-des24. En cualquier caso, es posible situar la posi-ción privilegiada del jefe en la concentración de loscircuitos de intercambio de bienes, de mujeres e in-cluso de la palabra política, en el sentido de quecentraliza también, por medio de sus discursos, lastendencias del sentir y voluntad populares (sobrelas que se espera que ejerza influencia, pero nuncacoacción: de ahí el requisito de la elocuencia deljefe). Esta lectura en términos de comunicación so-bre las estrategias de poder del jefe (Clastres: 1974),coincide en gran medida con la que hace Veyne(1990) sobre el discurso ideológico latente en lapolítica del emperador Nerón, del que sorprendensus asombrosas similitudes con las “formas” de losjefes arcaicos (como el hacerse merecedor del res-peto y la admiración del pueblo exhibiendo susaristocráticas virtudes: superioridad moral y en-cantos personales25). Una diferencia fundamentalentre ambas formaciones aparece, sin embargo, enla capacidad del emperador de alienar, no sólo lasconciencias de sus súbditos, sino también sus ri-quezas (sin contraprestación directa, o diferida, niposibilidad de reclamarla).

Pero, ateniéndonos a una distinción económicamás clásica entre estados y jefaturas, vale la pro-puesta por M. Sahlins según la cual, mientras quelos señores feudales y los burgueses ejercen su do-minación sobre las personas a través de sus dere-chos sobre las cosas, los jefes adquieren derechosobre las cosas a través del sometimiento de laspersonas, lo que supone la apropiación autorizadadel producto del trabajo de los otros, pero no la pri-vación de sus derechos de posesión sobre los me-dios de producción (Sahlins: 1983: 109; sobre lanaturaleza económica de la diferencia en generalGluckman 1978: 66-7; Godelier 1984: 263-82;

Fried 1985: 141-2). Esta sustancial diferencia es laque, a mi juicio, no permite hablar con propiedadde “explotación económica” en las jefaturas.

Mas, si la noción clásica de explotación no ex-plica toda forma de desigualdad socio-económica,y la ideología no encubre tales diferencias sino to-do lo contrario (pensemos en la “ideología triparti-ta”, jerárquica, de Dumézil), ¿Podremos imaginarsociedad coherente con tales premisas? Sí, si parti-mos de postulados, diríamos, “inconmensurables”con las teorías economicistas que reducen toda for-ma de interacción social a sus respectivas, reales osupuestas, relaciones de producción. Tales postula-dos son básicamente deudores de la teoría del donde M. Mauss (la comunidad como sistema de inter-cambio) y de la teoría de la alianza de C. Lévi-Strauss (siendo el prestigio el factor de diferencia-ción social por excelencia, ese no actúa tanto a tra-vés de la acumulación de bienes como de esposas,descendientes y alianzas), de las que también sehace eco Sahlins al sistematizar los mecanismos defuncionamiento de la “reciprocidad” y la “redistri-bución” en las sociedades jerárquicas.

Como resulta imposible resumir en tan pocaspáginas la pertinencia de estas teorías para la argu-mentación (cf. Brañas 1999), se intentará dar res-puesta al problema abordando directamente lacuestión sobre la naturaleza de esta forma peculiarde poder político: ¿dónde reside, entonces, la fuer-za del poder del jefe?

En este punto es donde la mitología y el ritualpueden contribuir a ofrecer una respuesta: el poderdel jefe reside en una especie de pacto social a tra-vés del cual se crea la mutua dependencia entre ély sus súbditos, al tiempo que se establecen inflexi-blemente los límites y condiciones éticas de suejercicio (todo lo cual obtiene su precisa represen-tación en los rituales de entronización de los reyesindoeuropeos, en los que se figura el matrimoniosimbólico entre el rey y el reino –o territorio de lacomunidad–, y aquel proclama bajo juramento loscompromisos adquiridos con el pueblo).

Las ideologías indoeuropeas, en general, repre-sentan el surgimiento del “soberano” o jefe, comola irrupción violenta en el grupo de un individuoque, a través de su anómala ingerencia o actuación(bien como fruto de incesto, bien como parricida, oincluso como extranjero) destruye la dinámica delos intercambios normativos dentro de la comuni-dad de parientes, es decir, rompe el flujo normal delas reciprocidades: el incesto coarta el intercambio

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matrimonial entre grupos; el parricidio niega elsentido más elemental de las solidaridades familia-res, y el extranjero es un personaje, por definición,privado de vínculos sociales (por si fuera poco, elrey indio mata ritualmente durante el rajasuya a unpariente o afín, aquel con respecto al cual debeafirmarse en la competencia por el poder) La jefa-tura se expresa ideológicamente, por tanto, comoviolación suprema de las leyes del parentesco. Heaquí la comprobación palmaria de la concienciasocial acerca de la perturbación que produce el sur-gimiento de la “autoridad política” en el seno deuna comunidad de iguales. Su representación enforma de atentado contra el parentesco explicatambién por qué las jefaturas nunca alcanzan a su-perar su dependencia respecto a este orden: pormás que instituya y justifique diferencias jerárqui-cas, nunca puede exceder los límites éticos que elsistema impone a sus representantes en cuanto “pa-rientes superiores”: su posición de privilegio estácondicionada por el resarcimiento de la subordina-ción y desventajas políticas y económicas que in-flige sobre sus parientes y/o iguales (Brañas 1999).

Pero además de que es común que las clientelasde los jefes se recluten entre parientes próximos, ypor ello se vea obligado a mantener con ellos rela-ciones de “cierta” reciprocidad, su gobierno tam-bién se ve constreñido por un ideal de Justicia (LeyUniversal, “Verdad” o como quiera llamarse26) quetiende a nivelar las diferencias jerárquicas con lossúbditos, en general, a través de los siguientes me-canismos (equivalentes a los requisitos que el pue-blo exige a sus gobernantes electos):

- El jefe debe ser justo. Es su cometido asegu-rar el sistema de rangos tratando a todo el mun-do según su dignidad. Sus juicios justos son ga-rantía de orden y prosperidad; por el contrario,el quebranto de la justicia es causa de caos y de-solación. La rebelión popular y el consiguienteasesinato del jefe injusto no sólo es una imagenmítica común, sino también práctica habitual enlos sistemas de jefatura.

- El jefe debe ser generoso. La generosidad escondición imprescindible del cargo y expresiónética de su función económica redistribuidora.Por ello, la relación de los jefes con la riquezasuele ser bastante inestable, e incluso fugaz.Veamos un ejemplo. Se conoce la institución ir-landesa del slógad (tanto en el plano mítico co-mo real, jurídicamente regulada) que consisteen la formación de bandas de guerreros en torno

al rey, tanto para asegurar la integridad del terri-torio como para emprender razzias contra po-blaciones vecinas con el único objeto de obtenersuculentos botines (especialmente cabezas deganado). La necesidad estructural de tal prácticase explica por la necesidad del rey de mantenerlos gastos suntuarios a que obliga el manteni-miento de su séquito de guerreros, pero tambiénpara garantizar el cumplimiento de sus funcio-nes redistributivas en general.

- El jefe debe someterse al control de la clasesacerdotal. La institución de la censura nace enestas sociedades como facultad específica de lossacerdotes destinada a garantizar la estabilidadde la jerarquía y asegurar el recto comporta-miento de los gobernantes: el poeta satirista estáreconocido en las leyes irlandesas y posee co-rrelatos míticos precisos; la amenaza de sus sáti-ras e imprecaciones debe disuadir de la trans-gresión de las normas (Brañas 1999).No estoy convencida de que a través de estas

aclaraciones sobre el contenido del modelo mane-jado se disipen todas las sospechas sobre posiblesesquizofrenias. De hecho, no puede negarse queentre las jefaturas etnográficas se pueden dar múl-tiples variantes: desde las jefaturas llamadas “si-tuacionales”, caracterizadas por la inestabilidad delas posiciones de prestigio, hasta las jefaturas máscomplejas, en las que comienzan a surgir relacio-nes cuasi-feudales y se imponen los cargos heredi-tarios. El sub-modelo concreto que convenga a lasociedad castrexa no me parece fácil de determinara partir de los datos disponibles. De hecho, todo loque me había propuesto en los trabajos criticadosera alcanzar conclusiones tan generales como elcarácter jerárquico del sistema social y la conve-niencia de una figura política central y redistribui-dora cuyo poder estuviese fuertemente limitadopor los “mecanismos compensatorios de las dife-rencias jerárquicas” bosquejados anteriormente.De todas formas, si no siempre es posible que lacomunidad en este sistema constituya una estructu-ra de poder equivalente a la que mejor conviene auna sociedad segmentaria, también es cierto quelas debilidades inherentes al cargo del jefe y laatenta vigilancia a la que se ve sometido por partede las instituciones creadas para controlar su poder,tampoco parecen propias de una estructura es-tatal27. En fin, una ambigüedad difícil de resolverexpresa el peculiar carácter de los sistemas de jefa-tura.

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En cualquier caso, debe quedar claro que lasafirmaciones sobre la estructura de explotación yel sistema de clases en las jefaturas célticas no seconfirman por sí mismas de sólo reiterarlas (y aun-que no se desconocen póleis célticas en períodoprotohistórico, evidentemente no es éste el tipo desociedades que estamos tratando). Además, no al-canzo a comprender por qué se insiste en que unmodelo diseñado para explicar estas particularida-des pretendiese reflejar, al mismo tiempo, una so-ciedad estatal. A no ser, como sospecho, que losproblemas de ambigüedad antes comentados seanla causa de un malentendido.

6. Resumiendo...

La panorámica general de la Cultura Castrexadesde el punto de vista arqueológico se resume enlos siguientes puntos:

- vivían en el seno de familias nucleares (es de-cir, como la nuestra), a pesar de lo cual sus pobla-dos conformaban grupos exógamos;

- éstos constituían segmentos socio-políticos au-tónomos entre los cuales no se detectan relacionesde cualquier naturaleza (aunque se suponen entida-des superiores –los populi)

- se consideran grupos de campesinos pacíficosy básicamente igualitarios; por tanto:

- no existían grupos funcionalmente diferen-ciados de la masa de productores (la panopliamilitar indígena es un misterio surgido duran-te la Romanización)

- construían complejos sistemas de fortifica-ción con innumerables fines, entre los cualesla defensa no era el más relevante (altas mura-llas, profundos fosos excavados en la roca, pa-rapetos de varios metros, piedras hincadas,etc., son estructuras definitorias de los límitesy del prestigio –categoría jerárquica– de unosgrupos no obstante pacíficos y básicamenteigualitarios).

- las numerosas piezas de orfebrería no repre-sentan aquí tradicionales signos externos de estatusy prestigio individual, sino propiedad colectiva delos habitantes del castro.

- la posibilidad de aportes de población proce-dentes del exterior (invasiones o migraciones decualquier relevancia) se propone desde un pericli-tada concepción histórico-cultural de los procesos

de cambio social, y tampoco obtiene refrendo en elregistro arqueológico. La celticidad lingüística esun epifenómeno que no merece la atención de losarqueólogos.

7. Reflexión final

Decía J.A. Barceló (ver cita supra) que “en muypocos casos se ha intentado reevaluar las teoríasantropológicas a la luz de los descubrimientos ar-queológicos”. Si el cuadro descrito no ofrece unabuena ocasión para ello, me inclino por imaginaruna sociedad procedente del Espacio Exterior. Miimaginación se desborda, sin duda, porque no co-nozco, pero tampoco se me proporcionan, referen-tes empíricos conocidos. Yo soy de la opinión deque si la arqueología no nos ayuda, nosotros debe-mos ayudar a la arqueología. Ello se debe, en estecaso, a que no me convencen las metodologías em-piristas que subordinan el modelo (o la teoría) a los“enunciados observacionales”, puesto que nada ga-rantiza que “n” observaciones den cuenta de la rea-lidad si el inobservado –o despreciado– “n + 1”dan al traste con todo.

Si somos conscientes del carácter meramenteanalítico de la teoría, podremos negar o atenernosa sus postulados, pero probablemente evitaremosel factor inconsciente que opera generalmente en laconstrucción de los datos a partir de los objetos enbruto. A través de la deducción también se cons-truye el “saber positivo”, con la ventaja de que lateoría es mucho más susceptible de contrastación(o empíricamente refutable), mientras que la in-ducción empírica está sujeta a un número infinitode experimentos cuyo alcance se agota con la pa-ciencia –en el mejor de los casos– de los experi-mentadores. Sin duda, compartiría esta opinión el“pavo inductivista” de Bertrand Russell, el cual,tras numerosas y rutinarias jornadas de experimen-tada sobrealimentación, acabó sus días inopinada ytrágicamente la noche de Navidad.

Rosa Brañas

Museo Arqueolóxico e Histórico “Castelo de San Antón” (A Coruña)

[email protected]

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NOTAS

1. Barceló 2001: 56 (las itálicas son mías).

2. Los llamados “autoctonistas” son aquellos que defienden el surgimiento y desarrollo de la sociedad castrexa galaica sincualquier tipo de ingerencia o influencia exterior importante desde finales de la Edad del Bronce.

3. Los grupos superiores a la familia pero inferiores a la unidad étnica traducida en términos políticos y jurídicos latinos comopopulus o civitas. En la epigrafía latina se expresan mediante el famoso signo epigráfico en forma de “C” invertida (v.g:“Eburia Calueni f(ilia) Celtica Sup(ertamarica) ⊃ Lubri: Eburia hija de Calueno, Céltica Supertamarica, del castro *Lubris).

4. En la teoría evolucionista, lo “político-territorial” operaba por oposición con respecto a lo “gentilicio”, como si alguna so-ciedad humana alguna vez hubiese estado desprovista de las dimensiones “política” y/o “territorio” (incluidas las fundadasen el parentesco).

5. La autonomía y libertad de movimientos de la familia nuclear en las “sociedades de banda”, constituye una peculiaridadde este tipo de sociedades difícil de trasladar a las campesinas sedentarizadas, definidas por su dependencia respecto a lassolidariedades derivadas tanto del parentesco como de la vecindad.

6. A este respecto, es ilustrativo el estatuto del “desvinculado” en el mundo homérico, “la más baja criatura de la Tierra quepodía imaginarse Aquiles” (Finley 1961: 66-8).

7. Por eso Lévi-Strauss prefiere denominar a la familia nuclear restringida, pues “caben pocas dudas de que [su] resultadoprocede, en gran parte, de la reducción a un grupo mínimo cuya vigencia legal, en el pasado de nuestras instituciones, resi-dió durante siglos en grupos mucho más vastos” (Lévi-Strauss et al. 1974: 27); en el mismo sentido: “Si la familia nuclear(un conjunto de padres e hijos) es asumida como la estructura básica de los sistemas de parentesco, entonces muchos mode-los tribales y “arcaicos” parecen anormales” (Boon 1982: 93).

8. Hay que tener en cuenta que, en sociedades fundadas en el parentesco, los derechos sobre los medios de producción depen-den básicamente de las líneas de descendencia o de posiciones genealógicas. Los derechos ligados al lugar de nacimiento sinmediar filiación (descendencia directa) o afinidad (parentesco por alianza –matrimonio-), son prerrogativa de ciudadanosnacidos en territorio estatal. En otras palabras, un pariente foráneo puede tener derechos preferentes sobre la tierra del grupolocal frente a los residentes. Por la misma razón, los lazos familiares se imponen en las alianzas políticas frente a considera-ciones de otra naturaleza. La independencia del grupo local se desvanece a menudo ante las leyes dictadas por el parentesco.

9. La posibilidad de que una comunidad local funcione per se como grupo exógamo (Fernández-Posse y Sánchez 1998) inde-pendientemente de una organización clasificatoria de los grupos de descendencia (conjuntos extensos de parientes escogidosa través de genealogía y sexo), me resulta completamente desconocida en la literatura antropológica.

10. Los modelos son construcciones teóricas no enteramente reductibles a la realidad empírica, sino más bien simplificacio-nes de la misma (equivalentes a los “tipos ideales” de M. Weber). Se construyen con fines heurísticos, es decir, con el obje-to de describir y explicar grupos de fenómenos concurrentes entre diferentes sociedades. En la teoría estructuralista es difí-cil distinguir entre modelo y estructura, porque ambas pretenden dar cuenta sintéticamente de la serie de relaciones ordena-das y constantes que subyacen a la configuración de las formaciones sociales, o a representaciones particulares de las mis-mas (cf. Lévi-Strauss 1968: 249-89).

11. La incongruencia que, en este sentido, los mismos autores reconocen, habría que remitirla no a la falta de referentes pre-históricos (1998: 134), sino a la impropiedad del modelo escogido.

12. Por otra parte, nuevas categorías antropológicas como “sistemas agrarios segmentarios”, “campesinado primitivo”, etc.,me parecen deudoras de la interpretación marxiana de la “comunidad rural” o “comuna agrícola” en el modo de producciónasiático despótico, de las que Marx abstrae la importancia del Estado, en el que sin embargo se integran como las “folk socie-ties” en la Europa moderna. Puede verse una exposición y crítica de este modelo en Dumont 1989: 103 s, 1966: 202-33; expo-sición detallada en Brañas 1999.

13. Utilizo la expresión “identidad cultural” con valor analítico, entendiendo entonces un conjunto de rasgos significativos(es decir, diferenciales respecto a otros conjuntos equivalentes) percibidos por el investigador como características cultura-les específicas y comunes a varios individuos o grupos humanos.

14. Para dar una idea de la magnitud de dichos reinos “medievales”, se ha calculado una media de extensión de unos 16 Km.de diámetro (Patterson 1995: 130).

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15. En cuanto ciencia de la comparación, la Antropología, de la que “esta” historia toma en préstamo sus modelos, no reco-noce más límites que los impuestos por los objetivos del método –incluso aunque no se llegue al extremo de Detienne deComparar lo incomparable (2001), recomendable obra subtitulada “Alegato en favor de una ciencia histórica comparada”.

16. “Conocer la estructura es adquirir los medios de entender el estado de las posiciones y de las tomas de posición, perotambién el futuro, la evolución, probable de posiciones y de las tomas de posición. En suma, como no me canso de repetir,el análisis de la estructura, la estática, y el análisis del cambio, la dinámica, son indisociables” (Bourdieu 2003: 109-10)

17. Para una visión del mito como parte de “lo real”, al que se une no tanto como “re-presentación” sino dialécticamente, esesencial el estudio de Lévi-Strauss “La Gesta de Asdiwal” (1979: 142-89).

18. Que recubría la morganiana “democracia militar”, refiriendo las formaciones sociales históricas –homérica, germánica,etc– en las que se destacaba el protagonismo social de los héroes guerreros.

19. La posibilidad de que la “ideología” (sistema de valores, ideas y creencias organizadas que dan cuenta de una cosmolo-gía o visión del mundo) funcione como la infraestructura que dirige la acción social y a partir de la cual incluso se desarro-llen determinados sistemas socio-económicos, me parece comprobada desde el clásico de Max Weber de 1901, cuyo objeti-vo habría sido estudiar cómo “las ideas alcanzan eficiencia histórica” (1969: 106, 78). Abundando en la argumentación, afirmaba Dumont (1987: 237) que “al no separar a priori ideas y valores, permanecemosmás cerca de la relación real, en las sociedades no modernas, entre el pensamiento y el acto, mientras que un análisis inte-lectualista o positivista tiende a destruir esta relación [...] Desde el punto de vista comparativo, el pensamiento moderno esexcepcional, debido a que separa, a partir de Kant, ser y deber ser, hecho y valor”, razón por la cual nos resulta tan difícilreconocer su interdependencia en el plano de las realizaciones prácticas.

20. El mundo castrexo prerromano se corresponde desde el punto de vista de la Historia Antigua con el período protohis-tórico, refiriendo por tanto la etapa que se nos da a conocer indirectamente a través de textos escritos (no anterior a las pri-meras menciones de las campañas de Cepión y Bruto, entorno a 138 a.C., Apiano Iber. 70, 73-74).

21. Las joyas castrexas suelen aparecer fuera de contexto, y nunca sabremos si la estatuaria se representaba en materialesperecederos –o no, lo cual tampoco cuestiona la posibilidad de que su referente se expresase por otros medios; en la onomás-tica, por ejemplo.

22. Sobre este aspecto, recuérdese la relación establecida por Dumont entre “jerárquico” y “holístico”.

23. De cuya competencia psiquiátrica, no obstante, permítaseme que dude: si César Parcero y yo compartimos el mismo espe-jismo, mejor se nos diagnosticaría una “folie à deux”.

24. No en vano, la invención de la categoría “jefatura” vino impuesta por la imposibilidad de reducir estas formaciones socia-les ni a sistemas segmentarios ni a estatales, de cuyos modelos comparten rasgos proporcionales a su grado de desarrollo.Sobre la comunidad como “estructura de poder” en las jefaturas amerindias, baste con invocar la obra de Clastres (1974).

25. Pues, en efecto, tanto la persuasión como la fascinación que se ejerce sobre los otros, constituyen importantes factoresde dominación (en la Sociología de la Dominación weberiana, “el poder” no es más que una forma de influencia especial-mente persuasiva).

26. Sastre (2001: 92) nos critica a los celtistas el que sólo prestemos atención a la ideología aristocrática y que la demos por“aceptada y asumida por todos los sectores sociales como justa, sin dejar resquicio a ningún tipo de conflicto u oposición”.Y en efecto, así justamente yo lo entiendo, y no sólo por que la aristocracia universalice siempre sus valores (que el humil-de asume como propios, Veyne 1990), sino también porque de ello dan cuenta los estudios centrados en el funcionamientode la Ley Universal en las ideologías holísticas, donde la totalidad que representa no deja espacio para la disidencia política(Dumont 1987). Pensemos en cualquier sociedad fundamentalista actual, y demuéstrese a partir de qué criterios pueda sur-gir una crítica interna al propio sistema sin recurrir a posiciones individualistas (incluso de racionalidad occidental), es decir,externas respecto a la sociedad en cuestión. ¿Concebimos eventualidad semejante en el mundo castrexo, y como protagonis-ta a la “clase campesina”? ¡Ya puestos, traslademos a este mundo la posibilidad de una auténtica revolución social!

27. Por otra parte, el “caos cosmológico” al que se enfrenta una jefatura ante la súbita pérdida del jefe (con cuyo poder amenudo se confunde el territorio mismo) da una idea acerca de la dependencia de la comunidad respecto a una figura dignadel cargo. Semejante posibilidad es automáticamente atajada por el Estado, cuyo aparato administrativo o burocrático garan-tiza de modo autónomo la reproducción del sistema.

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Estas páginas responden al reto planteado por elDr. Ruiz Zapatero acerca de discutir si tiene senti-do hoy día considerar el tema de la celticidad desdeuna perspectiva arqueológica.

A este respecto, me gustaría empezar destacan-do que no estamos ante una cuestión estrictamentenominal, en términos de que sea viable hablar de lomismo llamándolo de otra forma. Me temo que, enmuchos casos, en la discusión sobre la pertinenciadel problema céltico en arqueología subyace un de-bate -sean conscientes o no los contendientes- acer-ca de relevantes aspectos teóricos y metodológicosde la disciplina, como las posibilidades de acercar-nos a la etnicidad de los pueblos protohistóricos apartir de su registro material, las condiciones deaplicación de enfoques comparativos o las relacio-nes entre la arqueología y otras disciplinas como lalingüística o la historia antigua.

Como el propio promotor de esta iniciativa haanalizado en diversas ocasiones (por ejemplo, RuizZapatero 2001) el problema céltico se encuentrafuertemente condicionado por dos circunstancias.La primera es el largo proceso de gestación y resig-nificación del concepto, que arranca de la antigüe-dad clásica y con diversos altibajos alcanza hasta elpresente. Son bien conocidos los ocho significadospropuestos por Renfrew (1990: 175-6) para el sig-nificante celta: 1) pueblos que fueron llamados asípor los romanos; 2) pueblos que se autodenomina-ron con este nombre; 3) grupo lingüístico tal comoviene definido por la lingüística actual; 4) comple-jo arqueológico de la Europa centrooccidental queengloba varias culturas arqueológicamente defini-das; 5) estilo artístico; 6) espíritu marcial e inde-pendiente; 7) iglesia celta y arte de Irlanda del pri-mer milenio de nuestra era; y 8) herencia celta yuso del término en nuestra propia sociedad con-temporánea.

La segunda circunstancia posee una relacióndialéctica y muy estrecha con la primera y tieneque ver con la utilización política, comercial y has-ta esotérica del concepto. También aquí podemosremontarnos a la antigüedad en la medida en queresulta patente la intencionalidad política del dis-curso etnográfico de muchos autores clásicos. To-davía en fechas recientes, lo celta y lo indoeuropeohan sido tomados como bandera por el nacionalis-mo gallego, por el nacionalismo español o incluso

desgraciadamente por el nazismo y por el fran-quismo. Celta es una marca de leche y un equipo defútbol. Hasta un singular movimiento gnóstico pe-ga por nuestras ciudades carteles publicitarios desus ciclos de conferencias bajo el epígrafe “Lasmágicas tierras de los celtas” y todavía hoy en Ga-licia encontramos “druidas” que celebran matrimo-nios siguiendo “el rito celta”. Evidentemente, to-dos estos usos de lo celta son muy diferentes inclu-so en sus implicaciones éticas, pero comparten dosprincipios: la apropiación del pasado y su empleocomo factor justificativo para la acción del pre-sente.

Este panorama, del que no ha podido sustraersela arqueología académica, ha terminado generandoy extendiendo una dinámica “anti-celta” que en susformulaciones más radicales propone la incinera-ción de todo lo que pueda ir asociado a este térmi-no. Pero paradójicamente, las circunstancias quemotivan este ambiente adverso son las mismasque, a mi modo de ver, recomiendan no desterrar,ni siquiera de manera provisional, el problema dela celticidad.

Porque sucede que el concepto de celtas no escomo los de, pongamos como ejemplo, “BronceAtlántico” o “Cultura del Vaso Campaniforme”. Esdecir, no es una invención más o menos afortuna-da de la arqueología contemporánea. Como es muybien sabido, las fuentes clásicas, ya desde Hecateode Mileto y Herodoto, hablan de celtas y no es cier-to que lo hagan siempre desde una perspectiva es-trictamente geográfica1 En las inscripciones latinasencontramos individuos llamados Celtivs, Celticvso Celtiber/-a, lo cual nos indica que al menos enépoca imperial romana el etnónimo se aceptaba co-mo propio (Burillo 1998: 52-55). La monumentalestela aparecida hace pocos años en Crecente, en lasinmediaciones de la ciudad de Lugo, presenta enrelieve el retrato de una familia ataviada con impe-cable indumentaria romana; la difunta, sin embar-go, conserva su onomástica indígena y la referenciaa su comunidad o populi de procedencia, en estecaso los Celtici Supertamarici situados en la costaal norte del río Tambre (Rodríguez Colmenero1999). Además de las fuentes clásicas o la epigra-fía, el paisaje toponímico actual conserva inclusotopónimos como Céltigos, que sin duda deben in-dicarnos algo en términos históricos.

Los celtas ante la arqueología del mañana: Ideas y perpectivas desde Galicia

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Soy consciente de que estos datos, y otros simi-lares, serán bien conocidos por cualquier personamínimamente versada en la cuestión que nos ocupa.Sin embargo, he querido reiterarlos aquí para desta-car una vez más que los celtas no son únicamenteun problema de fantasías e ideologías modernas, si-no que existen referencias a su existencia generadaspor las poblaciones protohistóricas y clásicas. Es-tas evidencias pueden y tienen que ser analizadasmediante procedimientos de indagación racionalesy por esta razón la lingüística o la historia antiguano les han dado la espalda. La arqueología tampocodebe hacerlo, en primer lugar por sus estrechas re-laciones con las dos disciplinas citadas y, en segun-do, porque -pongamos por caso- una estela funera-ria romana que alude a los Celtici Supertamaricies, entre otras cosas, un documento arqueológico.

Por otro lado, esta huida de lo céltico se sigueproponiendo en un momento en el que desde nues-tra disciplina se empiezan a atisbar las posibilida-des de conocer en las sociedades del pasado cues-tiones relativas a su etnicidad. Y en un momento enel que, además, el propio concepto de etnicidad es-tá siendo sometido a una fuerte revisión (valga ci-tar a Jones 1997 como un ejemplo paradigmáticode estas tendencias recientes).

Aunque no se pueden obviar algunas referenciasa la situación general, el debate que aquí nos reuneadquiere matices diversos en razón del contexto enque produzca; en este sentido, la polémica sobre elcaso gallego es muy destacable por su frecuencia,intensidad y crispación.

1. Discutiendo la historiografía

En fechas recientes han aparecido varios traba-jos historiográficos que, desde ángulos diferentes,se centran en el problema céltico y la investigaciónprotohistórica en Galicia (entre otros, Fernández-Posse 1998; Armada 1999, 2002; Díaz Santana2002). Como bien apunta Parcero (2005), el rasgocomún a todos ellos estriba en superar el nivel des-criptivo para encarar el discurso historiográficodesde una perspectiva crítica que atiende a sus fac-tores condicionantes, principalmente el registrodocumental y el contexto de producción.

Sin embargo, en determinados discursos y a unnivel de inferior profundización sigue funcionandocon toda naturalidad la relación celtismo igual anacionalismo, que se encontraba presente en el si-

glo XIX y en algunos miembros de la XeraciónNós2. Es evidente, por el contrario, que no puedeestablecerse un desarrollo monodireccional, linealy encadenado en la historiografía celtista desde Ve-rea y Aguiar o Vicetto hasta la actualidad. Esta vi-sión atenta contra un principio muy básico del aná-lisis historiográfico, como es el de atender a losmomentos, circunstancias y contextos en los que segenera el conocimiento histórico y arqueológico(Armada 2002; Parcero 2004). Por esta razón, cali-ficar de “vuelta al pasado”, como se ha hecho enmás de una ocasión, las recientes aproximaciones ala celticidad gallega me parece totalmente desafor-tunado. Suponer que porque yo defienda la necesi-dad de considerar el argumento de la celticidadcomparto los ideales políticos y los presupuestosteórico-metodológicos de Martínez Padín, Vicettoo Risco es un absurdo de dimensiones tan colosa-les que ni merece la pena detenerse a discutirlo.

Pero curiosamente, lo que apenas se ha conside-rado desde una perspectiva historiográfica son lassituaciones que han generado en la investigaciónarqueológica gallega la fuerte hostilidad hacia locelta (ejemplos significativos de esta actitud, aun-que muy diferentes entre sí, pueden ser Calo 1993;o Peña Santos 2003). Porque aquí el descrédito detal concepto se gestó en momentos anteriores a sucuestionamiento en buena parte de Europa, dadoque la crítica se abordaba desde planteamientosdistintos. En Galicia no se discutió si a un nivel ge-neral tenía sentido seguir hablando de celtas en unaperspectiva arqueológica; aquí el lugar común fue,a partir de los años 70, postular que no se tenía ab-solutamente nada que ver con los celtas, indepen-dientemente de lo que se entendiese por tal concep-to. Y como era más fácil aferrarse al argumento deautoridad que contrastar por un@ mism@ las reali-dades, el anticeltismo invadió pronto todos los ám-bitos de la investigación. Pero lo hizo, insisto, sinapenas cuestionarse qué se designaba con el con-cepto de celticidad. Valga como ejemplo constatarque el libro de Calo (1993) incluye 134 referenciasbibliográficas de las cuales sólo una -el artículo deIsidoro Millán sobre el anticeltismo de MartinsSarmento- aborda el problema de la celticidad deforma específica desde una perspectiva conceptual,metodológica o historiográfica; no consta ningunareferencia relativa al debate sobre la cuestión fueradel ámbito peninsular.

En las escasas visiones retrospectivas de esta si-tuación, los dardos han apuntado reiteradas veces

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contra Carlos Alonso del Real, catedrático de laUniversidad de Santiago entre 1955 y 1981, a quiense atribuye la conocida frase “en Galicia no hubomás celtas que los Celtas Cortos”; con menos fre-cuencia, se añade que la filiación falangista de esteprofesor en un determinado momento de su vidajustificaría además incluir al franquismo en el tras-fondo de esta corriente anticeltista, considerando elinterés del régimen en destruir los fundamentosideológicos de los nacionalismos y regionalismosperiféricos.

En mi opinión esta lectura contiene bastantespuntos débiles, empezando por atribuir las causasde toda una corriente interpretativa a la expresióncoloquial de un profesor. Habría que tener en cuen-ta, al menos, el contexto en que se formulabandichas afirmaciones, probablemente orientadas acuestionar los excesos celtófilos de la investiga-ción gallega anterior. No en vano, al menos dos li-bros y un artículo del catedrático compostelanocontienen referencias claras e inequívocas a la exis-tencia de una raíz celta en Galicia (Armada 1999:255-56). Por otro lado, los excesos celtófilos de laarqueología española durante el franquismo, inclu-yendo en ellos al Noroeste hispano, son ya conoci-dos y han sido muy bien analizados en fechas re-cientes (Ruiz Rodríguez et al. 2003; Ruiz Zapatero2003).

Investigadores afines a la dictadura aireaban pordoquier la celticidad gallega sin un atisbo de críti-ca. Un caso representativo es por ejemplo José Ma-ría Luengo, funcionario de la administración, Co-misario (1939) y Delegado (1956) de Excavacio-nes Arqueológicas en A Coruña hasta la extincióndel cargo y excavador de castros como Baroña, El-viña o Meirás. En fechas recientes la DiputaciónProvincial le ha publicado con carácter póstumouna carpeta de dibujos y fotografías rotulados quesu propio autor titulaba Excavaciones en el CastroCéltico de Baroña; la última de las láminas, comen-tada ya en diversas ocasiones (Peña Santos 2003:125; Ruiz Zapatero 2003: 233; González Ruibal2003: fig. 1.8), es un curioso dibujo colorista fir-mado por él mismo en 1954 con la “reconstrucciónde la indumentaria de un niño celta de alta jerar-quía” (Luengo 1999).

Debemos plantearnos, por lo tanto, si el naci-miento de una corriente anticeltista en los años 70no fue más bien una reacción de la primera genera-ción gallega de arqueólog@s profesionales contralos excesos de aficionados afines al franquismo co-

mo Luengo. Este grupo, que surgía con fuerza bajoel magisterio de Bouza Brey en el Instituto PadreSarmiento y de Balil o más tarde Luzón en la Uni-versidad, necesitaba dotarse de unas señas de iden-tidad, expresar su carácter renovador y establecerhitos de ruptura con las generaciones anteriores deinvestigación amateur. Hay que destacar, en estesentido, que las dificultades para asentar una ar-queología universitaria en Galicia fueron muy pa-tentes durante buena parte del siglo XX, lo que sinduda redundó en la proliferación de una arqueolo-gía aficionada o no profesional3.

Por otro lado, esta lenta pero paulatina consoli-dación de la arqueología académica trae como ló-gica consecuencia una diversificación temática ycronológica, por la cual lo castreño deja de ser elreferente fundamental. Así, en su corta estancia enSantiago (1968-1972), Balil dirige cuatro tesis ysiete tesinas; las primeras y cinco de las segundasversan todas sobre arqueología romana, contándo-se tan sólo una tesina sobre los yacimientos ar-queológicos prerromanos del ayuntamiento de San-tiago y otra sobre cerámica castreña (Acuña 1992:13).

En síntesis, las razones que en las últimas déca-das del siglo llevan a la negación de la celticidadcomo argumento operativo en la investigación pro-tohistórica de Galicia son diversas, no pueden atri-buirse a la influencia de una figura concreta y pro-bablemente tienen algo que ver con los anhelos deruptura y la construcción de una identidad propiapara las primeras generaciones de arqueólog@sprofesionales. No cabe duda de que los argumentosdefendidos hasta entonces por corrientes epistemo-lógicas anteriores y diversas necesitaban una fuer-te revisión crítica, pero lo que cabe preguntarse espor qué esta reconducción asume como bandera lanegación del celtismo y no el replanteamiento crí-tico del concepto, en la dirección emprendida enotros lugares de la Península y de Europa. Porquea la larga incluso se ha podido constatar que estarenovación metodológica fue bastante aparente,que se siguieron reiterando acríticamente argumen-tos expuestos en los 50 por López Cuevillas o Blan-co Freijeiro (al respecto resulta muy clarificadoraFernández-Posse 1998) y el que el avance de lametodología de excavación y registro resultó muylento y retardado respecto a otras regiones del con-tinente (como bien demuestra González Ruibal2003). Lógicamente, existen unos condicionantessocioeconómicos, políticos y estructurales para que

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esto haya sido así, pero analizarlos con detenimien-to alargaría en exceso este trabajo.

Con todo, el estudio historiográfico del paradig-ma anticeltista en la arqueología gallega se encuen-tra todavía pendiente de un adecuado desarrollo.No obstante, la deconstrucción de estos modelosimpone el cuestionamiento de sus fundamentos teó-ricos y metodológicos incluso desde una perspecti-va diacrónica, lo que implica atender a sus orígenesintelectuales. Aquí he apuntado algunas propues-tas, supongo que discutibles, que pueden servir co-mo hipótesis de trabajo, pero es necesario un trata-miento pormenorizado de la cuestión.

2. La etnicidad reconsiderada

En la práctica, esta negación apriorística del cel-tismo galaico supuso desatender los debates quesobre la etnicidad y el propio concepto de celticidadse empezaron a desarrollar en los años 80 y, con es-pecial intensidad, en los 90.

De estas tendencias renovadoras se derivó undesvío del concepto de etnicidad hacia factores co-mo la autoidentificación subjetiva, la percepción ola conciencia comunitaria de un origen y un paren-tesco comunes. Este cambio de orientación supusoabandonar la visión esencialista de las etnias comogrupos humanos identificables a partir de unos ele-mentos diagnósticos de cultura material y con unascaracterísticas raciales definidas. Ruiz Zapatero yÁlvarez-Sanchís (2002) han sintetizado diversasdefiniciones de etnicidad, destacando tres rasgosbásicos: 1) la propia percepción del grupo, que ge-nera el sentido de identidad; 2) la delimitación delterritorio ocupado; y 3) la asunción cierta o inven-tada de una continuidad a partir de unos ancestroscomunes. Así, de acuerdo con Jones (1997), la iden-tidad étnica sería el aspecto de la autoconceptuali-zación personal que resulta de la identificación conun grupo más amplio por oposición a otros sobre labase de una diferenciación cultural percibida y/ouna descendencia común. Por lo tanto, sería unacategoría de clasificación social deliberadamenteconstruida, discursiva y autoconsciente (Ruiz Za-patero y Álvarez-Sanchís 2002: 255-56).

Arqueólog@s como Renfrew (1990), Burillo(1998) o Díaz-Andreu (1998) han expuesto pers-pectivas en la misma dirección. Renfrew (1990:177-78) ha destacado con acierto que la etnicidades una cuestión de grado; algunos grupos étnicos

son muy conscientes de su carácter independientey lo acentúan de todas las formas posibles (vesti-menta, adorno personal, decoraciones, etc.), mien-tras que otros tienen menos conciencia de pertenen-cia y no muestran especial preocupación en diferen-ciarse de otros grupos. Por su parte, Díaz-Andreu(1998) ha destacado que junto a la etnicidad coe-xisten otros tipos de identificación (género, clasesocial, etc.) que participan en la configuración iden-titaria de cada sujeto particular; además -y esto meparece de una importancia crucial- existen diferen-tes niveles de adscripción étnica o identitaria queaparecen superpuestos y cointegrados, abarcandodesde las esferas más reducidas hasta otras progre-sivamente más amplias (edetanos, bastetanos, etc.> iberos > mundo mediterráneo) (Díaz-Andreu1998: 211-13).

Los desarrollos expuestos han intentado consi-derar la etnicidad desde la lógica interna y subjeti-va de las propias comunidades, dentro de lo que enterminología antropológica denominaríamos unpunto de vista emic. Sin embargo, aunque con ries-gos evidentes, creo que en las esferas más ampliasde adscripción identitaria (por ejemplo, mundomediterráneo, mundo céltico, etc.) puede ser viabledesarrollar una aproximación a la etnicidad de tipoetic, es decir, construida artificialmente a partir dela observación actual4. Como ya he defendido enotra ocasión (Armada 2002), tras varias generacio-nes de esfuerzos investigadores hoy es posible, aun-que con puntos de discusión, definir un minimumde celticidad desde los puntos de vista lingüístico yde organización religiosa y sociopolítica; o, lo quees lo mismo, fijar unos cuantos denominadores co-munes a todo un conjunto de pueblos de la Europaoccidental que, en parte por inercia de la tradicióny en parte por ajustarse a la realidad, hoy denomi-namos celtas. Lo normal es que estos rasgos deunicidad, muy variables en sus manifestacionestanto en el espacio como en el tiempo, fuesen per-cibidos como tal tanto desde dentro como en unaobservación externa por parte de sus coetáneos (porejemplo, autores grecolatinos), pero ésta no es unacondición indispensable.

Uno de los puntos de apoyo a esta idea lo pro-porciona la lingüística. Aunque perduran ciertascontroversias, los especialistas en esta disciplinahan logrado definir una familia lingüística célticacon unos rasgos comunes compartidos por las di-versas lenguas que la integran. Partiendo de estaconstatación, comparto la tesis de que el parentes-

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co lingüístico necesita un correlato en el mundoconceptual, sobre todo en los ámbitos cultural y re-ligioso (García Quintela 2002: 98).

Esta discusión es relevante en el caso que nosocupa, dado que algun@s arqueólog@s optaronpor evitar el problema de la celticidad galaica argu-mentando su carácter exclusivamente lingüístico.Pero es que incluso asumiendo esta perspectiva, deella se derivarían implicaciones muy importantesen el estudio de la etnicidad y del registro arqueo-lógico. La lengua es un marcador de identidad par-ticularmente poderoso y, todavía en el caso de queno lo fuese, la arqueología tendría que intentar ve-rificar si los procesos de cambio lingüístico o de-terminadas isoglosas, en cuanto resultados de ac-ciones humanas, pueden rastrearse de alguna for-ma a partir del registro. Por otro lado, habría querecordarles a los anticeltistas partidarios de unaconceptualización estrictamente lingüística que,hasta la fecha, ningún especialista en esta discipli-na ha negado la existencia de abundantes rasgoslingüísticos celtas en el ámbito geográfico de la ac-tual Galicia (tanto en léxico común como en topo-nimia, antroponimia, teonimia o etnonimia)5.

Propongo, por lo tanto, la viabilidad de desarro-llar con las cautelas necesarias enfoques compara-tivos a una escala amplia en el espacio e incluso enel tiempo; creo que el estudio de la etnicidad debeafrontarse necesariamente desde una perspectivade larga duración. Los argumentos paleoetnológi-cos no deben explicar en términos de causalidadlas sociedades estudiadas, pero sí pueden funcionarcomo una indispensable herramienta hermenéuticapara ayudarnos a reconstruir determinados aspec-tos de las mismas. Aplicando una afortunada ex-presión acuñada por Geertz (1997: 19-40), se trata-ría de avanzar hacia una “descripción densa” me-diante una actitud interpretativa dialéctica que nospermita encuadrar las realidades en una dimensióncultural o contextual más amplia.

3. La arqueología ante el problema céltico

Estas aportaciones y actitudes intelectuales hanpermitido superar las visiones estrictamente tipoló-gicas y taxonómicas de la celticidad, en las cualesdeterminados elementos de cultura material actua-ban como diagnóstico de la existencia y expansiónde esta civilización o cultura protohistórica.

De lo leído en párrafos anteriores puede deducir-

se sin dudar que defiendo la viabilidad de una apro-ximación arqueológica al problema céltico. Me hepercatado, sin embargo, de que las aportaciones aldebate desde nuestro ámbito de conocimiento hanpresentado hasta el momento dos sesgos o limita-ciones importantes. La primera es una excesiva fo-calización temática en cuestiones de tipo simbóli-co, religioso o, en general, superestructural. La se-gunda es una cierta incapacidad para explicar de-terminados procesos de aculturación y cambio lin-güístico.

El primero de estos aspectos, al menos, ha re-percutido de manera beneficiosa en la superaciónde las concepciones estrictamente raciales y lin-güísticas, promoviendo la introducción de nuevostemas y problemas. Por otro lado, desde el estudiode la religión se han ido abriendo vías para la ex-ploración de campos afines y más amplios. En unapropuesta innovadora y muy sugerente, GarcíaMoreno (1993) ha llegado a desarrollar un modelosociopolítico de celticidad, relegando las variablesde lengua y cultura material a un plano secundario.Llegados a este punto, habrá que aceptar que unadeterminada organización sociopolítica obviamen-te conlleva una serie de implicaciones en términosde organización de la producción y de estructura-ción económica; lo cual no quiere decir, ni muchomenos, que exista o sea posible definir un modo deproducción genuinamente céltico.

En muchas ocasiones se han intentado poner demanifiesto las supuestas contradicciones que exis-tirían entre un modelo de organización no estatal opreclasista y una estructura rígidamente jerarquiza-da como la que en apariencia poseerían las socie-dades célticas. Debemos a Vicent (1998) una escla-recedora exposición acerca de la diversidad de for-mas que puede presentar el paso de una sociedadigualitaria a una sociedad tributaria organizada enclases; en este sentido, es necesaria la definición deun estadio de organización en el que existen jerar-quías inestables y formas de explotación preclasis-tas, en la línea de lo que determinadas corrientesantropológicas definen como jefaturas. En este tipode sociedades pueden darse mitologías y discursosimaginarios que magnifican la figura del líder y sugrupo de seguidores, contemplando referencias areyes, príncipes o aristócratas aun dentro de unaestructura preestatal (Parcero 2002: 182).

De forma paralela, al margen de cuestiones es-pecíficas de organización sociopolítica y religiosa,la arqueología está proponiendo la posibilidad de

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acercarse a la etnicidad desde una perspectiva emic,interpretando posibles formas de adscripción y au-toidentificación grupal subjetiva. Aun cuando exis-ten enfoques algo más pesimistas como el de Díaz-Andreu (1998: 204) cuando postula que “there isnothing per se in the archaeological record whichclearly points to ethnicity”, otr@s arqueólog@saceptan que los grupos étnicos pueden comunicarsu identidad a partir de símbolos materiales (porejemplo, Renfrew 1990: 177; Ruiz Zapatero y Ál-varez-Sanchís 2002: 256). Estos últimos autoreshan desarrollado recientemente una aproximaciónarqueológica a la etnicidad de los vettones proto-históricos a partir de dos de los elementos más sig-nificativos de su repertorio material, los verracos ylas cerámicas a peine; la dispersión de las escultu-ras zoomorfas en su primer horizonte cronológicoayudaría a caracterizar la emergencia de una con-ciencia étnica, al tiempo que la fuerte concentra-ción de esculturas en determinadas zonas podríaestarnos indicando la existencia de límites conflic-tivos en los cuales sería necesario marcar los recur-sos subsistenciales y las fronteras con otros populi(Ruiz Zapatero y Álvarez-Sanchís 2002: 270).

La explicación de los procesos de celtización haconstituido un muro contra el que l@s arqueólo-g@s nos hemos estrellado reiteradamente. Sin em-bargo, los problemas para explicar esta realidad notienen porque impedirnos constatar las consecuen-cias de su existencia, del mismo modo que, porejemplo, la ausencia de un punto de comercio o in-tercambio definido arqueológicamente no nos im-pide identificar estas actividades a partir de los pa-trones de distribución que muestran determinadosproductos.

Y mal que pese estas realidades están presentes.Los testimonios del culto a Lug (inscripciones lati-nas escasas pero con una dispersión muy amplia,toponimia, epopeya irlandesa y probablemente ico-nografía) poseen una gran extensión en el espacioy en el tiempo. Galicia ostenta una representaciónsustancial de este corto repertorio epigráfico, aun-que otros ejemplares aparecen en Peñalba de Vi-llastar (Teruel), Cantabria y, fuera de la Península,en Avenches, Nimes y Bonn (Sánchez González1999); la perspectiva que ofrecen las dedicatoriasal dios debe completarse con los antropónimos queprobablemente derivan del teónimo (tipo Louguei,Lugu, etc.), con la toponimia (diversos Lugdunumy Lugudunum, probablemente algunos Lucus, etc.),con la etnonimia (los Lugones astures, Ciuitas

Lougeiorum, etc.), con la rica información que nosofrecen las fuentes vernáculas irlandesas y con di-versas figuraciones como, casi con seguridad, loscuervos representados en la iconografía monetal(Sánchez González 1999). Es cierto que, desde unpunto de vista estrictamente arqueológico, existendificultades para explicar una extensión cronogeo-gráfica tan amplia para el culto a Lug, pero ahí es-tán los datos que atestiguan dicha realidad, aunquede sus causas no podamos dar cuenta de formaconvincente. No obstante, lo que sí puede aportarla arqueología -y ya lo está haciendo- son estudiosrigurosos de santuarios como Peñalba y otros simi-lares, sistematizaciones adecuadas del repertorioiconográfico y otras líneas de aproximación basa-das en el registro material que nos permitan perfi-lar las características del dios y la ritualidad asocia-da a su culto (Sánchez González 1999: 332; GarcíaQuintela 2002).

Los enfoques tipo “celticidad acumulativa” hanintentado subsanar las dificultades para explicarlos procesos de celtización y, en general, fenóme-nos tan complejos como la amplitud temporal ygeográfica del culto a la divinidad mencionada. Engeneral estas propuestas me parecen sugerentes ymuy prometedoras en sus posibles desarrollos fu-turos, aunque también es justo reconocer que enciertos casos se han terminado convirtiendo en unacómoda solución de compromiso; por otro lado,muchos lingüistas han mostrado serios reparos a lahora de admitir estos enfoques de aculturación gra-dual y larga duración. Recientemente, Brañas(2000: 23-29) ha propuesto retomar la hipótesis in-vasionista arguyendo el carácter etnocéntrico detoda agrupación étnica, que le llevaría a menospre-ciar cualquier manifestación cultural extraña queno se adecuase a su sistema de valores. En otro lu-gar (Armada 2002) he explicado mis reservas a es-te tipo de modelos y a lo escrito me remito a fin deno prolongar en exceso estas páginas. En síntesis,creo que uno de los principales problemas a los quese enfrenta la tesis invasionista reside en localizaren las sociedades protohistóricas aquellas condi-ciones sociales que pueden hacerla posible. Consi-dero además que la asociación a determinados fac-tores como la riqueza, la superioridad militar o elconocimiento privilegiado sí pueden favorecer laasimilación de trazos culturales, incluso de tiposimbólico, religioso y por supuesto lingüístico, sinla existencia de dominación e imposición por víamilitar. No niego, por lo tanto, la existencia puntual

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de infiltraciones violentas, movimientos de pobla-ción o invasiones a pequeña escala, pero este tipode procesos no son suficientes, en mi opinión, paradar cuenta de la enorme complejidad y extensióncronogeográfica del problema céltico.

Al margen de las siempre escurridizas dinámi-cas de celtización, existen otros ámbitos donde laarqueología está llamada a desempeñar un papelrelevante. Comentaré muy brevemente algunosejemplos. El visceral anticeltismo asentado en bue-na parte de la arqueología gallega derivó en una vi-sión pacifista de las sociedades castreñas. A partirde esta premisa se articularon diversas piruetas co-mo sostener que las defensas de los castros -en bas-tantes casos prominentes- servían para reforzar laintegración de la comunidad, que las estatuas deguerreros representaban a los colaboracionistascon la conquista romana o que los datos proporcio-nados por Estrabón eran inservibles por su tenden-ciosidad (Calo 1993).

Sin embargo, como ha subrayado Parcero (2002:225), esta visión pacifista evitó una necesaria refle-xión acerca del concepto de guerra que podría exis-tir en dichas sociedades y acerca de cómo determi-nados tipos de ideologías y prácticas guerreras po-drían manifestarse en el registro arqueológico. Esindudable que un acercamiento al concepto de gue-rra en otras sociedades protohistóricas consideradascélticas podría haber aportado un modelo para con-trastar, al menos hipotéticamente, el registro cas-treño. Pero este paso no se consideró necesario yde aquí se derivaron algunos presupuestos bastan-te discutibles. Por ejemplo, es erróneo afirmar que“toda sociedade organizada e xerarquizada cunesquema militarista é por definición expansionis-ta” (Calo 1993: 99); existen ejemplos etnográficose históricos que demuestran que esto no necesaria-mente es así. También lo es decir, acerca de laspropuestas trifuncionales, que “hoxe só, aténdonosao publicado, se constatou no Noroeste unha dastres funcións [la segunda según el autor], polo quede momento está moi incompleto [el modelo] e aín-da non funciona” (Calo 1993: 192); una tesis doc-toral publicada pocos años antes clasifica a Bandua“en el seno de la primera función soberana, en suaspecto sombrío” (García Fernández-Albalat 1990:339).

Lo cierto es que algunos argumentos defendidospor esta corriente no están desencaminados, pero ami juicio es necesario entenderlos desde una pers-pectiva diferente. Es verdad que las defensas pue-

den desempeñar una función de ostentación y pres-tigio, pero lo lógico es que dicha función tengasentido precisamente en una sociedad en la cual laideología de la guerra juega un papel importante.También es cierto el argumento de la escasez de ar-mas -habría que ver, no obstante, la proporción conla que aparecen en los campamentos romanos- pe-ro hay que tener en cuenta que un número impor-tante de las armas que conocemos en otras socieda-des célticas proceden de contextos funerarios, prác-ticamente desconocidos en el Noroeste.

En general, tanto los aparatos defensivos de loscastros como las informaciones de Estrabón, laiconografía o el estudio etimológico de los teóni-mos y sus epítetos son bastante elocuentes en rela-ción al papel desempeñado por la ideología guerre-ra en la protohistoria del Noroeste. Dicho esto,conviene reconocer que determinadas corrientesinterpretativas celtistas han manejado un poco a laligera variables como el tiempo o el contexto. Asípues, la arqueología debe jugar un papel impres-cindible en el estudio de aquellas manifestacionesmateriales presuntamente vinculadas a la ideologíay la actividad guerrera: descripciones detalladas,buenos registros y cronologías fiables de los siste-mas defensivos en los castros; catálogos adecuadosdel repertorio iconográfico; reconstrucciones delpaisaje para rastrear componentes de conflicto, de-marcación territorial y autoprotección, etc.

Me parece bastante claro que el reciente acerca-miento al concepto de guerra en otras sociedadescélticas ha contribuido a dimensionar el problemaen el mundo castreño del Noroeste peninsular. Peroal mismo tiempo, una buena arqueología de estehorizonte cultural puede ayudar a avanzar en el co-nocimiento de la guerra y la paz en las sociedadesprotohistóricas de Europa occidental. Se trataría,así pues, de establecer un diálogo fluido entre con-ceptos más generales y el registro de zonas y mo-mentos concretos, a fin de obtener un enriqueci-miento mutuo de ambas realidades. El estudio ar-queológico de los rituales de comensalidad, queconstituye una de mis principales líneas de investi-gación, creo que también debe participar de análo-gos presupuestos.

Otro ejemplo significativo de una aproximaciónarqueológica al problema de la celticidad lo cons-tituye el estudio efectuado por Marco Simón(1994) acerca de las diademas-cinturón de Moñes(Piloña, Asturias). Superando interpretaciones an-teriores hipotéticas y bastante menos fundamenta-

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das, este autor ha mostrado las correspondenciasde las secuencias representadas en las piezas con elrepertorio iconográfico de otras regiones protohis-tóricas europeas, así como su relación con la ideadel tránsito acuático al Más Allá. Pero además estaaproximación se ha efectuado partiendo de unadescripción minuciosa de los fragmentos y de unrastreo de sus avatares por diversos museos y co-lecciones a fin de verificar las hipótesis sobre suprocedencia, las razones de su dispersión y otrosdatos que cabe considerar fundamentales. Poste-riormente, García Vuelta y Perea (2001) han pro-fundidado en estos aspectos (procedencia, historio-grafía, avatares museísticos y documentación de losfragmentos) aportando además una excelente in-formación sobre la tecnología de fabricación de losmateriales, su estado de conservación, etc. (vertambién García Vuelta 2003).

Esto último refleja un aspecto de la investigaciónque me parece fundamental destacar. No creo queel estudio arqueológico (avatares del material, do-cumentación morfotécnica y descripción, contexto,etc.) y el iconográfico puedan concebirse como ta-reas paralelas o incluso complementarias. A mimodo de ver, un riguroso enfoque arqueológico de-be poseer un carácter previo e ineludible respecto auna posterior valoración de carácter iconográfico,simbólico o comparativo. Esta filosofía de trabajoha guiado la aproximación que Óscar García Vuel-ta y yo estamos efectuando a un grupo de piezas quela investigación anterior ha definido como broncessacrificiales o con motivos de sacrificio. La singu-laridad y en algunos casos espectacularidad de suiconografía llevó a incluirlas reiteradamente en lamayoría de los estudios sobre religión indoeuropeapeninsular, a pesar de que su conocimiento formalse debía a valoraciones directas efectuadas hacebastante años por autores como R. Severo, Ober-maier o Blanco Freijeiro. Nuestra línea de trabajose ha orientado, entre otras cosas, a ofrecer unanueva documentación gráfica y descripción basa-dos en un estudio directo de las piezas, un rastreode su historiografía y avatares de conservación y ala publicación de nuevos ejemplares (Armada yGarcía Vuelta 2003). Entiendo que los resultadosde esta investigación, todavía en curso, proporcio-nan una base más firme para interpretación icono-gráfica del material y su integración comparativaen el marco de las religiones indoeuropeas.

Creo que también puede ponerse como ejemploel estudio de Almagro-Gorbea y Álvarez-Sanchís

(1993) acerca de las saunas castreñas, que relacio-nan con rituales iniciáticos en el seno de las cofra-días de guerreros a partir de la valoración de diver-sos datos arqueológicos, textuales y etnográficosrastreados en sociedades indoeuropeas. No obstan-te, su desarrollo contempla un detallado estudio ar-queológico de dichas estructuras arquitectónicas,aunque los resultados se hayan visto matizados ycompletados a posteriori por las excavaciones enalgunos castros asturianos. La propuesta interpre-tativa de estos autores ha recibido fuertes críticaspero, sin embargo, creo que apunta en una direccióninteresante teniendo en cuenta que en dichos mo-numentos se detectan elementos contradictorioscon un uso meramente cotidiano y funcional. Evi-dentemente, no es necesario considerar argumen-tos paleoetnológicos para hacer una buena excava-ción, registro estratigráfico, datación y documenta-ción de este tipo de estructuras, pero es obligadoadoptar un enfoque comparativo e integrar diversostipos de evidencias -también textuales e iconográ-ficas- si se quiere ver más allá de las piedras y lasunidades estratigráficas (Almagro-Gorbea y Álva-rez-Sanchís 1993; Brañas 2000: 103-7; Parcero2002: 227-29).

Una muestra más de todo lo que la arqueologíapuede aportar la constituyen las recientes investi-gaciones sobre los santuarios rupestres (para el ca-so gallego pueden verse los textos complementariosde Santos Estévez 2002; y García Quintela 2002).El adecuado registro de los paneles, la documenta-ción de su topografía o la reconstrucción hipotéti-ca de sus relaciones con otros yacimientos arqueo-lógicos, tanto en una perspectiva sincrónica (cas-tros y petroglifos) como diacrónica (túmulos, pe-troglifos o ermitas), está abriendo perspectivashasta hace poco insospechadas en el estudio de lareligiosidad, la ritualidad y el universo simbólicode las poblaciones castreñas. Todo el cuerpo de in-formación arqueológica puede contextualizarse conla información que nos proporcionan otros ámbitosafines cultural y cronológicamente. Es cierto queestas reconstrucciones tienen de momento un ca-rácter hipotético, como sus propios autores recono-cen (García Quintela 2002: 99), pero es preferibleintentar avanzar asumiendo la posibilidad de errorque situarse en el cómodo paraguas de las pocascosas que se creen firmemente sostenidas.

Creo que los ejemplos expuestos ponen de ma-nifiesto la viabilidad de una aproximación arqueo-lógica a la celticidad, teniendo siempre presente

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que debemos atender a significados culturales com-plejos en sociedades dinámicas, que dicho concep-to de celticidad debe funcionar como una herra-mienta interpretativa y no como un postulado aprio-rístico y que no existen un repertorio material ounas tipologías que puedan considerarse genuina-mente célticos.

Dicha aproximación debe funcionar en sentidopendular desde lo particular hacia lo general y vi-ceversa, es decir, intentando hacer explícitos aque-llos aspectos encuadrables en un contexto culturalmás amplio y, al mismo tiempo, destacando loscomponentes específicos y exclusivos de cada so-ciedad concreta. Así por ejemplo, parece que elculto a Lug puede constituir un rasgo de unidad enlas religiones célticas; existen también algunossímbolos que podemos considerar comunes o muyrecurrentes. En la otra cara de la moneda, los bron-ces con motivos de sacrificio ya referidos reiteranla asociación de una serie de motivos iconográfi-cos como el torques, el hacha, el caldero y los zoo-morfos (Armada y García Vuelta 2003). Estosmotivos aparecen de forma aislada o asociadospuntualmente en otras regiones del continente eu-ropeo, pero, que sepamos, sólo se asocian conjun-ta y recurrentemente en estas piezas del área nor-occidental peninsular, lo cual podría vincularse aun sistema de creencias o de representación simbó-lica específico de dicha zona. Así pues, en el estu-dio de la religión, y en muchas otras vertientes, esposible integrar de forma coherente y armónicarasgos generales con las creencias o rituales espe-cíficos de cada área concreta.

No está de más recordar, por otra parte, que al-gunas formas de investigación que escandalizan a

l@s arqueólog@s anticeltistas (enfoques de largaduración, ensayos comparativos, integración de di-versos tipos de fuentes, etc.) están a la orden deldía en la arqueología de otros ámbitos como el ibé-rico, el orientalizante, el griego o el etrusco (con-ceptos de corte etnocultural que, por cierto, llegana emplear sin tapujos). Por esta razón, no cabe du-da de que, si se asumen de forma radical sus plan-teamientos críticos, habría que demoler cimientosasentados de forma bastante sólida en la arqueolo-gía occidental protohistórica y clásica.

Para concluir, creo que sería una insensatez quel@s arqueólog@s abandonásemos la investigacióndel problema céltico precisamente cuando nuestradisciplina va poseyendo día a día mejores recursosteóricos, metodológicos e instrumentales paraafrontarlo de manera más satisfactoria. No sóloporque ello supondría renunciar a conocer aspectosimportantes de las sociedades del pasado sino tam-bién porque dejaríamos libre la cancha a todas lasmanifestaciones acientíficas, mistificadoras y eso-téricas, que no tienen complejos a la hora de mane-jar y manipular la documentación a su antojo. Y és-te, en una época en la que se nos llena la boca ha-blando de la proyección social de la arqueología,es un factor a tener en cuenta6.

Xosé-Lois Armada Pita

Departamento de Humanidades (Univ. da Coruña),Campus de Esteiro.

Vázquez Cabrera, s/n. 15403 [email protected]

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NOTAS

1. Me parece muy oportuna la crítica que García Moreno (1993: 329, n. 5) formula a la propuesta de Renfrew (1990: 179)acerca de que para los geógrafos grecolatinos el término celta fue ante todo una designación geográfica relacionada con loshabitantes de Europa septentrional y occidental, independientemente de su naturaleza.

2. Como expuse en otro lugar (Armada 2002), “según esta interpretación, el discurso de la celticidad en el Noroeste vendríaautorreproduciéndose constantemente sobre las mismas bases, tendría su origen en una lectura regionalista o nacionalistade la historia y toda innovación discursiva sería objeto de una evolución interna sin conexiones con la investigación foránea”.

3. Dichas dificultades se manifiestan en la relación de cátedras ofrecida por Díaz-Andreu (2003: 68-9) y en el hecho de quela primera cátedra de arqueología, ocupada por J. M. Luzón, no se dote hasta 1980. Estos y otros aspectos se desarrollan breve-mente en la entrada “Universidad de Santiago de Compostela”, que escribí para el Diccionario histórico de la Arqueologíaen España, coordinado por M. Díaz-Andreu, J. Cortadella y G. Mora, actualmente en prensa; sobre el tema he inscrito tam-bién una comunicación al próximo III Congreso Internacional de Historia de la Arqueología (Madrid, 25-27 de noviembrede 2004).

4. Soy consciente de que, en términos radicales, la distinción entre los puntos de vista emic y etic es inviable, dado que nosestá vedado adoptar una perspectiva estrictamente emic tanto en antropología como por supuesto en arqueología. No obstante,creo que teniendo en cuenta esta limitación, la distinción puede mantenerse por su operatividad a nivel de lenguaje ordinario.

5. Una exposición más pormenorizada del debate lingüístico puede verse en algunos trabajos anteriores (Armada 1999 y, so-bre todo, Armada 2002). La abundante bibliografía y los argumentos en versión original pueden seguirse, por ejemplo, en lasactas de los sucesivos Coloquios sobre Lenguas y Culturas Paleohispánicas/Prerromanas.

6. Agradecimientos: Al Dr. Gonzalo Ruiz Zapatero por haber pensado que podía aportar algo a este debate en Complutum so-bre el problema céltico. Espero no haber defraudado sus expectativas. Óscar García Vuelta hizo algunas observaciones a unaprimera versión de este texto que he tenido en cuenta; por otro lado, nuestra colaboración y diálogo permanente ha dejadosus huellas aquí. El aprendizaje, discusión y trabajo -en unos casos cotidiano y en otros frecuente- con Víctor Alonso, Mar-garita Díaz-Andreu, Ricardo Olmos y Núria Rafel ha contribuido a forjar mi pensamiento en la dirección que aquí se mani-fiesta. No obstante, la responsabilidad de todo lo expuesto -y en especial de aquellos aspectos más cuestionables- es exclu-sivamente mía.

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Hace unos meses tuve la ocasión de hablar conWendy James, profesora de antropología de la Uni-versidad de Oxford, que ha realizado trabajo decampo en Sudán y Etiopía. Al presentarme, le in-formé sobre mis investigaciones con los pueblosdenominados “prenilóticos” que viven en la fronte-ra entre ambos países. Lo primero que me dijo fueque no tenía sentido hablar de pueblos “prenilóti-cos”, puesto que en realidad se trata de un mosaicovariado de culturas cuyas afinidades se deben mása los procesos históricos por los que han pasado alo largo del último medio milenio, que a la existen-cia de un sustrato arcaico común a todos ellos.Esos procesos históricos son, entre otras cosas, laresistencia a la expansión de los vecinos estados eimperios, su huída ante turbas guerreras y trafican-tes de esclavos, la constante migración que les hallevado a reconstruir su cultura una y otra vez endiversos lugares y la forma de asimilar o rechazara los extraños, entre otras muchas cosas (cf. James1979). En realidad, puesto que ya había leído lostrabajos de Wendy James y otros antropólogos quetrabajaron en la zona, yo no pensaba en los “preni-lóticos” como hacía Vinigi Grottanelli, el investi-gador que definió el término hace más de 60 años,es decir, como una macro-cultura ancestral. Sim-plemente lo utilizaba como una etiqueta útil parareferirme a una serie de grupos parecidos de unadeterminada región. Sin embargo, el hecho de queWendy James rechazara el término de plano y loconsiderara inútil me llevó a pensar inmediatamen-te en los celtas. ¿Qué diría la antropóloga de esteconcepto? Al fin y al cabo, un gumuz “prenilótico”se parece a un kwama “prenilótico” bastante másde lo que un arverno “celta” se parece a un galaico“celta”.

Wendy James, como cualquier antrópologa ac-tual, no utilizaría el término “celta”, ni siquiera siexistiese realmente una cultura primigenia que pu-diera denominarse así. De hecho, los antrópologose historiadores de África tienen sus propios celtas:los bantúes. Como en el caso de los europeos, setrata de un supuesto Urvolk que se expandió poruna inmensa región –o al menos sus rasgos cultu-rales– a lo largo de un largo lapso de tiempo, entremediados del primer milenio a.C. y d.C. Los pue-blos denominados bantúes ocupan hoy la mayorparte de África. Zimbabue, Mozambique, Came-

rún, Angola, Kenya, Namibia y Botswana son al-gunos de los países que cuentan con población ban-tú. Entre los grupos étnicos que admiten tal deno-minación se encuentran los zulúes, un pueblo ga-nadero que a fines del siglo XIX desarrolló un po-deroso y agresivo estado, y los kikuyu, que han vi-vido tradicionalmente en pequeños grupos iguali-tarios dedicados a la agricultura. El mayor pareci-do entre grupos tan diferentes se da en su lengua–aunque actualmente los bantúes no se entiendenentre sí– y en algunos elementos religiosos bási-cos. Desde hace años, los antropólogos y los histo-riadores han dejado de estudiar a los bantúes, comotales, y se preocupan más bien por los zulúes y loskikuyu o los herero y los xhosa, e incluso estosgrupos étnicos son objeto de crítica sistemática alconsiderarse meros productos del colonialismo eu-ropeo. De hecho, un antropólogo raramente estu-diará a los kikuyu en tanto que tales, sino porque leinteresa una determinada cuestión: la relación en-tre forrajeros y pastores, el papel de las mujeres enla migración hacia las ciudades, el papel social delos elders ante los conflictos modernos, etc. Tansólo los lingüistas, por razones obvias, siguen estu-diando lo bantú, igual que son básicamente los fi-lólogos quienes analizan lo indoeuropeo y no losprehistoriadores. Incluso desde un punto de vistalingüístico han empezado a surgir críticas a la fija-ción por los orígenes que tienen los que estudian elbantú, el celta o el indoeuropeo: Sim-Williams(1998), por ejemplo, ha ironizado sobre la utilidadde buscar “los préstamos neanderthales de la lenguaproto-mundial”.

En realidad, creo que el problema de los celtases, básicamente, un problema de intereses y de có-mo entendemos la historia como disciplina. En con-secuencia, mi intención aquí no es tanto defenderuna interpretación de lo celta, como una interpreta-ción de los fines de la arqueología. Así, reconozcoque me gustaría más que mi trabajo se pareciera alde los historiadores y antropólogos que al de losfilólogos –con todos los respetos a estos últimos–.Como partidario de la fenomenología, de una vi-sión narrativista de la historia y defensor de la an-tropología –con su énfasis en lo local y la experien-cia– y de la historia de las mentalidades, nada meparece menos interesante que “los celtas” en suformulación más frecuente. Mi rechazo a lo céltico

¿Para qué sirven los celtas?

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parte de una postura teórica y por consiguiente, node un principio ontológico, sino epistemólogico:cuál creo que es el objetivo de la arqueología. Di-cho claramente: me resulta indiferente el hecho deque los celtas hayan existido o no (aunque ciertasvisiones de lo celta son realmente inverosímiles),como seguramente a Wendy James le dé igual queexista un lejano y vago sustrato “prenilótico” en eleste de África. Personalmente, considero más inte-resante explorar cómo se construye y contesta elpoder en las sociedades desigualitarias, la forma enque se negocia la identidad a través de los objetoso el paisaje, los modos en que la cultura materialdetermina nuestro habitus, cómo se vive el contac-to entre culturas distintas, la experiencia de la vidacotidiana en una aldea y en un oppidum… Me inte-resan, en fin, las preguntas que se podrían hacerotros estudiosos de las sociedades humanas. ¿Al-guien se imagina a un historiador de la Baja EdadMedia tratando de entender la vida rural medianteconceptos parecidos a la trifuncionalidad? ¿o a unantropólogo haciendo lo mismo con un campesinoquechua? ¿Tendría sentido analizar la política re-nacentista o trobriandresa con herramientas heurís-ticas semejantes a la “realeza céltica”?

Esto no significa que no encuentre sumamenteinteresante el trabajo de los celtistas –historiadores,filólogos, arqueólogos–, que indudablemente nospermiten conocer mejor a las comunidades de laEdad del Hierro en la Europa templada. Puesto queestudio a un pueblo prerromano del Atlántico, losgalaicos (González Ruibal e.p.), sería un error de-jar de lado el patrimonio investigador sobre pueblossimilares del resto de Europa. Por analogía y porcercanía espacial y temporal, me interesan mucholas sagas irlandesas medievales, el nacimiento delarte laténico, la religión gala, la aparición de losoppida centroeuropeos e incluso el folklore de lospueblos atlánticos. Lo que no acabo de entender,por un lado, es porque habría de dejar aparte lasmás que obvias convergencias entre germanos ygalaicos, por el hecho de que los primeros no sean“celtas” –merece la pena consultar el libro de Wells(1999) para comprobar hasta que punto es arbitra-ria la distinción entre pueblos célticos y germáni-cos–. Se me dirá que sí los puedo comparar porqueson ambos indoeuropeos. Entonces ¿para qué sir-ven los celtas?

Por otro lado, la forma en que yo intento utilizarla información disponible sobre los “celtas” (filo-logía, historia, etc.) es considerablemente diferen-

te a cómo la utiliza un celtista. El estudioso delmundo céltico busca corroborar la homogeneidadoriginal y ancestral de todos los pueblos celtas, tra-ta –como los antropólogos difusionistas de princi-pios del siglo XX– de crear discursos histórico-culturales sobre el nacimiento y expansión de unconjunto de vagos rasgos culturales. Es una narra-ción sin gente, fantasmal. Los celtas de muchos in-vestigadores recuerdan al Holandés Errante: comoen el caso del espectral barco, existen múltiplesversiones de su viaje –de sus causas y su itinera-rio–, mientras que su tripulación, de la que nada sa-bemos, es intangible y etérea. Si los celtas no songente y los arqueólogos somos estudiosos de lassociedades humanas ¿para qué sirven los celtas?

Desde mi punto de vista, las sagas célticas o losritos galos permiten conocer mejor la forma en quese pensaba y se obraba en la Europa de la Edad delHierro más allá del Mediterráneo –pero tambiénlas sagas escandinavas o la Germania de Tácito–.Porque entiendo que los galaicos o los bituriges olos allobroges no eran grupos aislados, totalmentediferentes, que evolucionaban de forma indepen-diente sin más contactos que los que manteníancon los mercaderes mediterráneos. Creo que, espe-cialmente desde el Bronce Final, los pueblos de laEuropa que griegos y romanos consideraron bárba-ra, se encontraban en estrecha relación y compartíanobjetos, conocimientos y formas de ver el mundo.Y sin embargo, seguían manteniendo una gran idio-sincrasia, especialmente aquellos que, como lospictos o los galaicos, vivían en el extremo del con-tinente. No por casualidad Centroeuropa, con susgrandes ríos y llanuras, presenta una homogenei-dad cultural que se pierde en los márgenes del Vie-jo Mundo. Parece evidente que las diferencias en-tre un galo y un galaico son mayores que entre ungalo y un germano del otro lado del Rhin. Es unfundamentalmente un discurso sobre los límites dela disciplina y sus enunciados, construido a lo lar-go de siglos (véase Collis 2003), puede explicarque queramos estudiar a los dos primeros juntos ypor otro lado a los germanos.

Para utilizar bien los datos altomedievales irlan-deses, el folklore bretón o la arqueología gala he-mos de ser cuidadosos, teórica y metodológicamen-te hablando, y debemos de realizar, sobre todo, unejercicio reflexivo con nuestra disciplina. Hemosde teorizar sobre la analogía, la difusión y la pervi-vencia; tenemos que ser conscientes de los límitesde nuestro conocimiento, del carácter fragmentario

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del pasado. No podemos movernos libremente en-tre la analogía y la identidad, menos cuando hay si-glos o milenios y miles de kilómetros entre los ca-sos que analizamos. Para alguien interesado en laetnoarqueología como el que esto escribe, no dejade ser llamativo la facilidad con la que los estudio-sos de lo céltico convierten la comparación entredos realidades distintas en identidad entre ambas.Como nos recuerda Bermejo (2004: 142) “la ana-logía es un instrumento sin duda peligroso, pues ensu uso podemos caer en la tentación de considerarque las relaciones de analogía son relaciones deidentidad, y que las analogías tienen las propieda-des conmutativa y transitiva, lo que no es cierto”.Cuando alguien compara a un rito galo con uno ir-landés y no es siquiera consciente del carácter ana-lógico de la comparación, el problema es todavíamás grave. Por otro lado, la ligereza metodológicaen que incurren muchos celtistas sólo va en detri-mento de sus teorías. Con demasiada frecuencia,los trabajos de investigadores serios y sabios seacercan peligrosamente al esoterismo que tan vin-culado se halla a la cuestión céltica. Al fin y al ca-bo, lo que distingue a una ciencia social de las “in-vestigaciones” de amateurs y charlatanes es, sobretodo, la crítica, el pensar sobre la construcción delpropio discurso, sobre sus límites y la forma en quese origina.

Creo que, para un análisis de las analogías en elmundo europeo del primer milenio a.C. debería-mos, ante todo, renunciar a posturas esencialistas:“esto es así porque son celtas” (o indoeuropeos),como si por el hecho de poseer unos remoto origencultural común a otros pueblos la sociedad en cues-tión fuese incapaz de trascenderlos ¿Nos sirve dealgo la etimología de los dioses latinos para com-prender la historia romana del siglo III d.C.? Sos-pecho que de muy poco, salvo que queramos ima-ginarnos a los Severos gobernando sobre una so-ciedad de agricultores de roza y quema. De la mis-ma forma que la agencia de la sociedad romanapudo superar los constreñimientos estructurales deuna supuesta mentalidad indoeuropea, los vacceoso los senones pudieron hacer lo mismo. Pensar quepor poseer un grado de complejidad política y unatecnología más rudimentaria se vieron obligados apermanecer más atados a una cosmovisión ances-tral (indoeuropea o celta) me parece excesivamen-te determinista. Al fin y al cabo, múltiples circuns-tancias de carácter histórico tuvieron que matizarla cuna celta o indoeuropea de las comunidades de

la Edad del Hierro, hasta el punto de volver esca-samente útiles ambos términos. Si la estructura in-doeuropea o celta fuera tan determinante, no habríacambios en la Protohistoria. Y lo cierto es que elmundo del siglo I a.C., presenta transformacionesfenomenales respecto al segundo milenio antes dela era.

Hablar de “los celtas” para referirnos a todos lospueblos de la Europa templada en el primer mile-nio a.C. no nos hace comprender mejor la historia.Entre otras cosas, por el tiempo que perdemos entratar de desentrañar lo que significa “celta”, unconcepto irreducible a un solo significado (RuizZapatero 1993). Incluso quienes no reflexionan de-masiado sobre el término, poseen unas visiones to-talmente dispares del fenómeno, desde los que venen ello una civilización de toda la Europa templa-da a partir del Bronce Final, hasta quienes los iden-tifican con los galli y keltoi de las fuentes, la Se-gunda Edad del Hierro o la cultura de La Tène. De-cía Nietzsche que “Todos los conceptos en los cua-les se sintentiza un proceso entero se resisten a ladefinición; sólo lo que no tiene historia es defini-ble”. Los celtas son indefinibles porque tienen his-toria ¿Alguien se ve capaz de resumir en una líneael contenido del término? Pese a que no soy total-mente contrario al uso de la palabra “céltico” e in-cluso “celta”, preferiblemente entre comillas, lo quesí me parece inapropiado es hablar de “los celtas”,como si de un grupo étnico se tratara, al menos pa-ra referirnos de forma genérica a todos los pueblosque poblaron la Europa templada en el primermilenio a.C. e incluso antes. Si podemos hablar de“los romanos” para los habitantes de Roma en elsiglo V antes y después de nuestra Era, es porque,a pesar de las abismales diferencias culturales en-tre las comunidades de uno y otro momento, exis-tió, al menos desde el siglo III a.C., una creencia deidentidad compartida, una consciencia de pasadocomún y un deseo de crear una narración históricaque los diferenciara del resto de pueblos mediterrá-neos con los que estaba en contacto. Nada de ellose da entre las sociedades protohistóricas de la Eu-ropa templada. Cuando se ataca el concepto de “losceltas” por parte de los escépticos, los celtistas con-traatacan diciendo que nuestras visiones de lo celtaestán anticuadas y que sus teorías actuales son máscomplejas. Esto sólo es parcialmente cierto: mu-chos, muchísimos celtistas siguen manteniendoposturas clásicas invasionistas y así se refleja ensus libros y artículos (por ejemplo Kruta 2000). Es

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pertinente, en consecuencia, seguir criticando lasperspectivas tradicionales. Quienes ofrecen visio-nes más sofisticadas, sin embargo, están muy lejosde mostrar una visión consensuada del proceso cél-tico: compárese a Almagro Gorbea (1993), GarcíaQuintela (2002) y Barry Cunliffe (2003), para ob-servar tres procederes historiográficos casi absolu-tamente dispares. Si los celtistas no se ponen deacuerdo en la definición de su objeto de estudio,que no nos exijan a quienes no nos interesa quetengamos las ideas claras.

¿Existen los celtas? Les llamemos como les lla-memos, yo creo en los celtas de “larga duración”que define Barry Cunliffe (2003: 139-41), en unamagistral síntesis de la protohistoria de la Europatemplada. Ahora bien, lo que demuestra su descrip-ción es que lo “celta”, en realidad, significa muchoy nada, que se trata de una denominación conven-cional para hacer referencia a una serie de comple-jos y largos procesos históricos que tuvieron lugaren el occidente de Europa a fines de la Prehistoria.Demuestra, también, que las preguntas verdadera-mente interesantes no se encuentran en la “celtici-dad” de los celtas, es decir, en buscar coincidenciasatribuibles a un fondo común entre pueblos supues-tamente celtas, sino en cuestiones como el contactoy el intercambio entre los grupos de la Prehistoriatardía, el papel del mar como integrador de comu-nidades distantes, la distribución del conocimiento,las costumbres y la lengua, el mestizaje cultural, ladiáspora, las culturas de elite y los discursos delpoder, las relaciones entre el Mediterráneo y la Eu-ropa templada, la construcción y la percepción delOtro, las longues durées y el tiempo episódico...Resulta que estas preguntas sí le interesarían a unhistoriador o a un antropólogo.

Como decía, el problema de los celtas es unacuestión sobre cómo hacemos historia. Colling-wood seguramente no vería con buenos ojos el pro-ceder de la mayor parte de los estudiosos de losceltas –pero tampoco de la mayor parte de los es-pecialistas en la Edad del Hierro–. “Los historiado-res de tijeras y pegamento estudian períodos” –de-cía Collingwood– “recopilan todos los testimoniosexistentes sobre cierto grupo limitado de aconteci-mientos y aguardan en vano a que algo salga deaquello” (Collingwood 1965: 271). En vez de inte-resarnos por “los celtas” –o “los galaicos” o cual-

quier otro grupo y período– deberíamos explorarcuestiones como las que se han ido señalando aquí,que tienen que ver con la experiencia del mundo, lacultura, la identidad y el poder, entre muchas otrascosas. Dudo que el interés de la Edad del Hierro sehalle en la existencia de una supuesta macro-cultu-ra céltica con múltiples variantes regionales -queparece obligar a comportarse de una forma prede-terminada a diversos pueblos-, sino en los procesossociales tan extraordinariamente interesantes, ines-perados y decisivos para el devenir histórico deEuropa que tuvieron lugar en el primer milenioa.C.

Los celtas, en fin, existan o no, vengan de dondevengan, me parecen un concepto epistemológica-mente inútil y confuso, que nos distrae de las cues-tiones antropológica e históricamente significativasy que separan a la arqueología de la Edad del Hie-rro del desarrollo teórico y metodológico generalde la disciplina, al hacerla girar continuamente entorno a las mismas y específicas cuestiones. Éstasse centran en un fantasmal y cuasi inalcazablemundo del espíritu, en vez de atender a “lo senso-rial del mundo de la vida”, que, como bien señalaBermejo (2004: 119), debería ser la preocupaciónprincipal de los arqueólogos.

Quizá no sea casual que la renovación de la ar-queología británica de la Edad del Hierro haya ve-nido pareja al abandono del término celta, graciasa lo cual se han podido pensar different Iron Ages(Hill y Cumberpartch 1993). De todas formas, lasúltimas revoluciones téoricas en arqueología noproceden precisamente del análisis de la Protohis-toria, pese a las cualidades óptimas que ofrece(denso y bien sistematizado registro arqueológico,diversidad de fuentes históricas). Quizá deberíamospreguntarnos, en consecuencia, por qué los mayo-res desarrollos recientes de la arqueología se en-cuentran en el Neolítico y la Edad del Bronce, losperíodos históricos y las culturas extraeuropeas,lugares y tiempos maravillosos en que no existíanlos celtas (¿o sí?).

Alfredo González Ruibal

Arén, 20 Cerdedo, 36139, Pontevedra

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1. El método comparativoen los estudios paleo-hispánicos

Desde la posguerra española y europea se traba-jó mucho en la determinación del componente in-doeuropeo de la Península Ibérica prerromana. An-tonio Tovar y sus discípulos revisaron los elemen-tos lingüísticos de raíz claramente indoeuropea que,como sabemos ahora, conforman buena parte delterritorio peninsular. Quedan fuera la fachada me-diterránea de cultura ibérica y las zonas pirenaicaspobladas por los vascones. De este modo se cons-tituyó paulatinamente un ambiguo campo de “estu-dios paleo-hispánicos” aglutinante de lingüistas,arqueólogos e historiadores de diferentes naciona-lidades que se reúnen periódicamente para tratarsobre las culturas prerromanas peninsulares1.

De esta actividad derivan conocimientos acepta-dos, como la existencia de esa amplia área penin-sular indoeuropea, y otros discutidos, como el ca-

rácter indoeuropeo o no de la lengua de las estelasdel sudoeste, o la familia lingüística indoeuropea ala que adscribir las escasas inscripciones lusitanasconocidas. Junto a ello se constatan notables dife-rencias en el grado de conocimiento de las distintasáreas peninsulares. Así, la lengua ibérica sigue sincomprenderse, pese a algunos notables avances ensu estudio. En cuanto a la clasificación del lusitanoaparecen pocos textos nuevos que ayuden a clarifi-car el debate entre los lingüistas (estudio del últi-mo epígrafe aparecido en Villar y Perrero 2001).Como contraste, el área celtibérica marcha en ca-beza gracias al incesante goteo de textos celtibéri-cos, la amplitud y sistematicidad de los trabajos ar-queológicos efectuados, la posibilidad de interpre-taciones de una iconografía rica sobre diferentessoportes y el recurso a un estimable volumen defuentes clásicas.

Con respecto a Celtiberia dos características de-finen la posición relativamente atrasada de los es-

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Sobre castreños y celtas: Historia y comparación

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tudios en el área occidental –dejando al margen elmuy inferior número de textos originales disponi-bles. Por un lado se padecen los efectos del desa-cuerdo sobre la familia a la que adscribir el lusita-no o indoeuropeo occidental; por otra, se asiste a undivorcio patente entre arqueólogos y lingüistas y,como corolario, los historiadores dimiten en el ejer-cicio de su función de historiar. Aclaremos esto unpoco más.

La discusión sobre la familia del lusitano (deforma más precisa habría que decir, lusitano-galai-co, teniendo en cuenta que probablemente existíandiferencias dialectales en un área tan extensa) tienecomo consecuencia la pérdida de un horizonte dereferencia estable y mejor conocido que permitainterpretar ciertos elementos iconográficos, etno-gráficos e históricos de la zona. El divorcio entreespecialistas implica que mientras unos confundanlos límites del registro arqueológico con la realidad–pues no recurren a un horizonte cultural de refe-rencia más amplio en que ubicar ese registro–,otros, en justa correspondencia, proponen hipótesislingüísticas carentes de una validación histórica oetnográfica digna de tal nombre.

Los historiadores, por su parte, callan ante espe-cialidades “duras” en el ámbito de las Humanida-des como la Arqueología o la Lingüística. Miran alos arqueólogos para obtener una secuencia tempo-ral –pero no un horizonte etnográfico– y a los lin-güistas para obtener ese horizonte que, por los mé-todos e intereses vigentes, son incapaces de sumi-nistrar. Entre tanto, pocos autores argumentan so-bre una Edad del Bronce peninsular de base cultu-ral indoeuropea (una excepción es Ruiz-Gálvez1990, 1997). Por otra parte, numerosos arqueólo-gos convierten su incapacidad para detectar movi-mientos de población en una negación de su exis-tencia y, de forma derivada, eliminan la cuestiónindoeuropea de la explicación del proceso históri-co, pero los historiadores tampoco ofrecen alterna-tivas, despreocupándose de las claves sociocultura-les de las poblaciones indoeuropeas primitivas y elmodo en que pueden insertarse en el horizonte ar-queológico conocido.

No se trata de resolver ahora estas cuestiones.Se trata, más bien, de explorar la existencia de unespacio propio para el discurso histórico en un con-texto que abandonado en buena medida. Para abor-dar el tema es importante buscar nuevas fuentes deinformación para las preguntas de tipo histórico queestán formuladas. Así, junto a la arqueología, los

textos clásicos o autóctonos y la explotación de lasvariantes onomásticas, debemos considerar testi-monios iconográficos y el folclore, vistos a la luzdel método comparativo. Pues es aquí donde la dis-ciplina histórica tiene un lugar específico.

En este sentido, es fundamental partir de un áreagalaico-lusitana protohistórica bien definida. Suexistencia la estableció J. Untermann a partir de launiforme distribución de teónimos en el occidentepeninsular entre el Tajo y el Cantábrico y entre elOcéano y la Ruta de la Plata, o línea imaginariaque une Mérida con Oviedo. Con independencia dela discutida tesis de Untermann, que defiende lapertenencia a la familia céltica de los testimonioslingüísticos de esta zona, para un historiador es in-negable que el área de distribución de una religióndefine una cultura en términos etnográficos y cons-tituye un punto de partida sólido.

Partiendo de esta realidad, dentro del métodocomparativo para el estudio de la civilización indo-europea establecido por G. Dumézil –cuyos princi-pios generales sigo–, poco importa entre qué gruposhistóricos derivados de los indoeuropeos se esta-blece la comparación que permite explicar elemen-tos míticos o rituales. Pero también es innegable laexistencia de familias indoeuropeas de articulacióncompleja, como las de las lenguas indo-iranias, itá-licas, germánicas o célticas. En este panorama exis-te una tendencia en los estudios célticos a conside-rar los trazos culturales comunes de las poblacionescélticas a lo largo de su historia, de lo que deriva lapertinencia de establecer comparaciones en el senodel grupo céltico (o indo-iranio, germánico, etc.),pues al tiempo que subrayan su mayor o menor ho-mogeneidad cultural y religiosa, permiten, en cier-tos casos, explicar lo que se conoce de forma par-cial en un lugar mediante lo que está mejor atesti-guado en otro.

Por tanto, si partimos de un área galaico-lusita-na de cultura indoeuropea, cosa aceptable para es-pecialistas de diferentes sectores, la aplicación delmétodo comparativo está legitimada porque es unode los métodos establecidos para los estudios de in-doeuropeos –casi podríamos decir que es “EL MÉ-TODO” pues estos estudios desde su origen deri-van de la comparación. Si, de forma derivada, re-sulta que los elementos comparativos reunidos pro-ceden del mundo céltico, esto tiene implicacionespara la situación de los estudios antes indicada. Meexplico. Si, por la razón que fuese, las comparacio-nes apareciesen en el mundo romano –que apare-

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cen, pero en menor medida–, griego o iranio, nadahabría que objetar, pues en el ámbito de las compa-raciones indoeuropeas son situaciones habituales.Es la constatación de la frecuente aparición de pa-ralelos célticos la que, de forma derivada, lleva aproponer un área galaico-lusitana con elementos decultura celta, al margen de lo que digan filólogos oarqueólogos.

Surge, por último, el problema del tiempo, fun-damental del historiar. Pero secundario desde elpunto de vista de las comparaciones indoeuropeas.Me explico. En las comparaciones citadas, sobretodo de elementos rituales y míticos, la fecha delrito o mito estudiados nunca es la del testimonio quepodemos leer. Todos estaremos de acuerdo en quela fecha de la Ilíada nunca será la del fragmentopapiráceo más antiguo encontrado en las arenas deEgipto; sabemos además que a técnica formular lepermitió a la épica griega una prolongada existen-cia –difícil de determinar– antes de su puesta porescrito. Por eso, lo que se coteja en las comparacio-nes indoeuropeas son las estructuras, los elementosclave, el sentido, con independencia de los revesti-mientos concretos, orales o literarios, que esas es-tructuras o sentidos adoptan en el transcurso deltiempo. Y no es que esta última cuestión sea trivial,al contrario. Acontece simplemente que se distingueanalíticamente entre un fundamento estructural, di-fícil de datar, y su actualización concreta a lo largode un proceso histórico que es preciso fechar conla mayor precisión. Así pues, bienvenidas sean to-das las fechas con las que sea posible contar. Perono se puede pretender que la detección de homolo-gías estructurales entre testimonios de horizontesdistintos tenga una fecha definida. Esta es una li-mitación del método que ha de asumirse para, si sepuede, corregirla o esquivarla con el recurso a otrosanálisis, por ejemplo arqueológicos.

De hecho, los lectores familiarizados con traba-jos míos o elaborados en colaboración sobre elmundo de la Edad del Hierro en el Noroeste Penin-sular, y que los han seguido con atención y bene-volencia, saben que casi nunca he practicado lasformas hegemónicas del discurso histórico (apro-vecho esta ocasión para manifestar mi agradeci-miento a los recensionadores de García Quintela1999: Escobar Cantero 2000; Sterckx 2000; Carra-cedo Doval 2001; Sastre 2002; Balbín Chamorro2002; Delpech 2003). Apenas en algunas páginasson significativos el antes y el después. Nunca hepretendido describir un proceso histórico concreto,

solo recientemente he abordado un análisis globalde la estructura de la sociedad de los castreños ycómo se transforma (García Quintela y Brañas Abad2002), pero no he hecho nada semejante en ámbitode la religión. Que estos conocimientos son desea-bles está fuera de dudas, pero sea por incapacidadpersonal, o porque el estado de las fuentes disponi-bles no permite avances, el caso es que son temasde los que solo me he ocupado de forma parcial.

2. Desencantos de la comparación

Seguidamente intentaré aclarar alguna cuestiónsurgida de anteriores trabajos míos y de otros miem-bros de nuestro equipo. Como es previsible quereincidamos en las faltas que se nos imputan, pare-ce pertinente aclarar de modo diferente nuestrométodo y objetivos, y más cómo se diferencian deotras formas de contemplar el pasado castreño delNoroeste ibérico. Esas críticas se formulan desdelas ciencias “duras” (Arqueología e Lingüística) an-te las que, como decía, tradicionalmente han clau-dicado los historiadores.

2.1. Estructura social y cuestión celta

La crítica planteada por I. Sastre Prats en un im-portante libro sobre el impacto de la Romanizaciónen Noroeste peninsular no procede del ámbito ar-queológico en sentido estricto, pero sí desde un es-tudio con importantes bases arqueológicas. Estaautora dirige un reproche global a quienes interpre-tan las sociedades de la Edad del Hierro en el No-roeste peninsular con ayuda de paralelos célticospues, sostiene, las reconstrucciones de la sociedadcastreña que proponen(emos) no tienen fundamen-to en el registro arqueológico, no valoran (-amos)adecuadamente las fuentes irlandesas utilizadas (susesgo aristocrático) y no consideran (-amos) la po-sibilidad de una explicación de los elementos dereligión céltica en fuentes latinas con un referentesocial igualitario. De forma global, se sugiere que“lo celta” es un a priori sobre el que se encajan,malamente, los testimonios disponibles sobre lasociedad castreña (Sastre Prats 2001: 78-93).

El primer problema surge del modo escogidopara plasmar esa crítica. En efecto, I. Sastre plan-tea la existencia de una suerte de hilo conductorque uniría las orientaciones más profundas de vete-ranos celtistas como F. Le Roux y Ch.J. Guyon-

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varc’h con las propuestas formuladas por un jovenpero experimentado arqueólogo como C. Parcero,cuando ocurre que, simplemente, tal hilo no existe.Por otra parte, entre los historiadores y arqueólogosque consideramos un horizonte céltico para expli-car fenómenos del Noroeste hay tendencias diver-sas, tanto por la forma de trabajar, como por los te-mas tratados, como por la intención con que se eli-gen formas y temas (además habría que incluir alos lingüistas, simplemente aludidos, Sastre 2001:82 nota 39, a los folcloristas como F. Alonso Ro-mero, no mencionados, o a otros arqueólogos comoM. Almagro o L. Castro). Por lo tanto, no es posi-ble responder a esta crítica en nombre de quienesdefienden perspectivas célticas porque tal colecti-vo no existe2. Esto es importante, pues si acepta-mos que la crítica y la discusión forman parte fun-damental del proceso de conocimiento, es impor-tante la claridad de su formulación, para no tergi-versar los términos en los que se plantea el debate.

Por lo tanto, limitándome a lo que sostenemosautores que mantenemos una colaboración más omenos regular, la forma de entender lo céltico deR. Brañas en una exploración onomástica, de C.Parcero desde la arqueología, o la mía, difieren, sinque ello sea obstáculo para buscar, y eventualmen-te encontrar, terrenos en los que el trabajo de unopresente interrogantes que enriquecen la perspecti-va de los otros.

En todo caso, de cara al objeto de crítica másdirecto, lo fundamental de nuestras investigacionesen el campo de la comprensión socio-política delmundo castreño ha aparecido con posterioridad allibro de I. Sastre. Está en la tesis de C. Parcero de-fendida el año 2001 pero que no se ha publicadohasta el 2002 (Parcero 2000, 2002), en la tesis deR. Brañas de 1999 (parcialmente publicada en Bra-ñas 2000) y en un trabajo mío ultimado en el año2001 pero que no ha salido hasta el 2004 (GarcíaQuintela y Brañas Abad 2002). Así pues, la críticade I. Sastre se dirige, en parte, a trabajos en los quenuestras ideas todavía no estaban adecuadamenteformuladas. Obviamente, el debate debe producir-se entre textos publicados, no con planteamientossituados en el limbo editorial y, en este sentido, esnuestra responsabilidad el retraso en sacar esos tra-bajos, y no podemos lamentarnos si se ha tomado laparte por el todo. Paso, pues, a explicar cuáles eranlos objetivos planteados en los estudios mencionados.

Comenzando por R. Brañas, se puede indicarque la sociología de la onomástica personal y de la

toponimia que plantea se basa en una realidad so-cial y jurídica perfectamente establecida en diver-sas culturas. Por ejemplo, Cayo Octavio pasa a lla-marse Cayo Julio César cuando lo adopta César ne-cesitado de sucesor. En el laureado western Bailan-do con Lobos, dirigido e interpretado por KevinCostner, se recoge un hecho etnográfico de la mis-ma naturaleza: el protagonista recibe el nombre la-kota que da título al filme a partir de una escena enla que juega con un lobo (Pérez Rubio 1996: 29-32y 42-43, destaca el realismo etnográfico en elguión y el diseño de producción). Los papas, al ele-gir su nombre, establecen su programa político y,en otro ámbito, Juan Carlos I escogió esa denomi-nación oficial porque políticamente convenía ini-ciar una serie nominal en una nueva situación polí-tica, antes que enlazar con el remoto Juan II deCastilla (1405-1454). Algo parecido ocurre entrelos celtas: Cuchulainn, llamado Setanta a su naci-miento, recibe el nombre con el que encabeza laepopeya irlandesa cuando mata al terrible can (cu)de Culann y se compromete a desempeñar sus fun-ciones hasta que crezca otro perro equivalente(Brañas 2000: 115). Por otra parte, la frecuencia dapalabra rix “rey” formando parte de nombres com-puestos en la onomástica de numerosísimos jefes ereyes célticos (con que juega un conocido cómicpara nombrar a sus protagonistas galos) invita apensar que ese nombre se adopta como parte de unprograma político al acceder a un puesto relevante.Así pues, si las palabras referidas a individuos opueblos están cargadas de connotaciones, intentarestablecer cuál es el marco simbólico de referenciaes legítimo. Si, además, acontece que, por una par-te, remiten a un horizonte lingüístico y simbólicocéltico y, por otra, implican nociones de ámbitoguerrero y jerárquico, pues hay que explicarlo.

¿Que relación tienen esas conclusiones con laarqueología? Ninguna, sostiene I. Sastre. Admitá-moslo, ¿quiere decir eso que el análisis onomásti-co no es válido? No. Quiere decir que presenta unproblema a la arqueología que no está resuelto yque probablemente, insistiré más abajo, no sea po-sible resolver. Sucede en el campo de las Humani-dades que cada metodología aplicada a un registrodocumental produce unos conocimientos, con in-dependencia, en principio, de los resultados a losque se llegue aplicando otros métodos. Es ciertoque, desde una perspectiva histórica, es deseableque los conocimientos adquiridos mediante la apli-cación de distintos métodos sobre fuentes diversas

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encajen para construir una síntesis o, al menos,presenten cierta coherencia o compatibilidad. Peromientras no aparece esa síntesis (López Cuevillas1988 está superado; una alternativa será GonzálezRubial, en prensa) forma parte del estado actual dela investigación la aparición de estudios parcialesque forman las piezas de un posible rompecabezasde límites y diseño global desconocidos, al menospor ahora.

Por su parte, C. Parcero detecta en sus trabajossobre la evolución de la sociedad castreña desde suformación, con raíces en la Edad del Bronce, unaruptura fuerte entre la Primera y la Segunda Edaddel Hierro (hacia el 400 a. de C.) y una continuidadimportante entre la Segunda Edad del Hierro y elperíodo en el que los territorios del Noroeste ya es-taban sometidos a Roma (Parcero 2000, 2002). Nose queda ahí, puesto que da el paso desde la des-cripción arqueológica hasta el análisis históricopues aborda el problema de cómo calificar históri-camente la sociedad castreña hasta su inserción enel Imperio Romano. Para hacerlo recurre al mode-lo que a K. Marx le inspirara la lectura da Germa-nia de Tácito y que entre los arqueólogos actualesdesarrolló A. Gilman (1995, apoyado también enliteratura etnográfica comparada).

Entonces aparece un problema de lenguaje, puessostener que la sociedad castreña es “germánica”,aunque se entienda en una lógica marxiana de cla-sificación de los modos de producción, puede con-vertirse en una fuente inagotable de equívocos des-de el punto de vista del uso estándar del lenguaje,propio de la Historia como disciplina. Por eso C.Parcero cita ocasionalmente paralelos célticos pe-ro, fundamentalmente, se inclina por la etiqueta de“sociedades heroicas”, de matriz literaria3, que en-caja de forma precisa y sin estridencias en el tipode formaciones sociales europeas mediterráneasarcaicas, o periféricas al Mediterráneo, cuando en-tran progresivamente en contacto con las culturasclásicas.

El lugar de la cuestión céltica en mi libro de1999 es muy diferente. Allí trataba de interpretartextos elaborados por la etnografía clásica sobre laPenínsula con ayuda de comparaciones proceden-tes del mundo indoeuropeo con un objetivo doble.Por un lado se trataba de probar la fiabilidad de esaetnografía como fuente (que queda revalorizada) y,por otra, catalogar los temas establecidos en distin-tas secuencias: problemática religiosa, con aspec-tos rituales o míticos diferenciados; problemática

sociológica, con la detección de la pareja funda-mental que forman el rey (a partir de la figura deViriato) y el sacerdote (a partir de los realizadoresde los sacrificios atestiguados). En esas compara-ciones los referentes célticos non son a priori. Co-mo he dicho, para la lógica comparativa en el ám-bito indoeuropeo, la precisión de la familia lingüís-tico-cultural considerada es importante, pero se-cundaria. Ha sido una consecuencia de la constata-ción de la persistencia de esos paralelos célticos dedonde procede, en la dinámica de mi trabajo, la ne-cesidad de abordar el cómo y el por qué de su pre-sencia en los testimonios sobre Iberia. Dicho deotra forma, la aplicación del método comparativo ala etnografía griega sobre la Península, al tiempoque establece su fiabilidad en cierto sentido, abreotros problemas.

Pero tanto desde la perspectiva onomástica deR. Brañas, arqueológica de C. Parcero como desdela comparativa e histórica que me atañe, solo acier-ta en parte el reproche sobre las carencias en laexplicación de la estructura social del mundo cas-treño. En primer lugar porque Parcero, en trabajosaparecidos al mismo tiempo que el libro de I. Sas-tre, traza esa evolución, como he resumido másarriba. Pero esa evolución no depende de un pre-sunto e irreal celtismo, sino de la construcción deun modelo a partir de datos y análisis arqueológi-cos, que son los que son, independientemente de laadscripción étnica y cultural de las poblacionescastreñas. En segundo lugar, desde la onomásticaestudiada por R. Brañas, o desde el método compa-rativo que me toca, ese trabajo no se puede hacer,así de simple. Por ejemplo, la ideología céltica (co-mo tal ideología) ignora las cuestiones agrariasaunque es evidente la base campesina de las socie-dades citadas, aspecto que I. Sastre pone muy ade-cuadamente de relieve en su libro. Otro ejemplo, ladetección de la pareja rey / sacerdote no dice nadaacerca de su riqueza o pobreza relativas, si son pro-pietarios o desposeídos, ni fija su aparición en estao aquella fecha. Hemos de reconocer, por tanto,que estamos ante haces de realidad diferentes quese interpretan de acuerdo con métodos de análisishistórico específicos. En este sentido, al igual quelas comparaciones indoeuropeas difícilmente pue-den explicar la evolución de una sociedad, tampo-co los análisis arqueológicos, centrados en la inter-pretación del registro material, pueden dar cuentade determinados aspectos sociales e ideológicos deesas mismas sociedades.

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Pero, tal vez, en el fondo de la crítica de I. Sas-tre hay algo diferente a la cuestión céltica que, encierto modo, no sería más que una forma cómodade denominar el problema4. Se trata de la compren-sión global de la sociedad castreña. En efecto, estaautora, y otros, consideran que la sociedad castreñaprerromana es segmentaria-tribal, carente de jerar-quías sociales acusadas –dígase como se quiera.Esto lo deja claro cuando, al final de la revisión delas posturas “celtistas”, I. Sastre afirma que

“nadie se ha planteado cómo explicar, sin em-bargo, de forma coherente con el registro ar-queológico, ese universo simbólico expresadoen época romana a través de vocablos célticos,desde parámetros que tengan en cuenta que lasociedad castreña no es una sociedad de cla-ses, pero que explique, al mismo tiempo, lasidentidades lingüísticas con las sociedades cél-ticas” (2001: 92).

Ejemplo de esa coherencia con el registro ar-queológico es el análisis que propone del uso delos objetos de oro en esa sociedad como emblemasideológicos colectivos de los grupos castreños y,por consiguiente, carentes de sentido individual(Sastre 2001: 73 y 70-77). Sobre esa sociedad casianómica los romanos aportan tras la conquista prác-ticamente todo: la organización social, la implanta-ción territorial, las formas jurídicas, la propiedadprivada, la explotación del territorio...

Por contra, los investigadores citados considera-mos la sociedad castreña como una sociedad jerar-quizada, compleja, con especializaciones diversasentre sus integrantes..., comparable, en definitiva,a otras sociedades del occidente europeo de laEdad del Hierro. Lo que no quiere decir que se tra-te, sin más, de una sociedad de clases, pues pensa-mos que este concepto también es inadecuado paradescribir la sociedad castreña (recordemos que P.Bourdieu sostenía que las cosas no existen hastaque se nombran y, en este sentido, afirmaba que la“lucha de clases” fue un invento de Marx). Ade-más, hace tiempo que se integró en el discurso dela Antropología Social una categoría específica en-tre las sociedades más sencillas o “segmentarias” ylas sociedades de clases de tipo antiguo (las socie-dades estatales de Oriente o del mundo grecorro-mano clásico) para dar cuenta de cierto número desituaciones intermedias. En esta categoría socio-política se reconoce la especificidad de las socie-dades a las que los antropólogos se refieren como“jefaturas”. Pero se nos dice que este tipo de socie-

dad no tiene reflejo arqueológico, y respondemosdos cosas.

Por un lado, que la realidad no se limita a la quedeja rastro arqueológico. Por ejemplo, un jefe quedirige una banda de guerreros que acumula bienesconstantemente y los redistribuye entre los inte-grantes de esa banda, no deja más huella arqueoló-gica que cualquiera de sus seguidores, y si apareceun bien de prestigio, como los objetos de oro, nun-ca sabremos cómo circuló en la sociedad. Otra si-tuación: las fuentes literarias aluden a razzias deganado, cosa propia de las sociedades heroicas, pe-ro ¿cómo se detecta arqueológicamente la propie-dad de los ganados robados, de quién eran antes, dequién son después? Un ejemplo histórico muy cla-ro se aprecia en la Grecia de la llamada Época Os-cura, entre el registro arqueológico –poco estructu-rado– de los hábitat y las estructuras sociales com-plejas reflejadas en la Ilíada y la Odisea.

Por otro lado, existen testimonios arqueológicosque deben interpretarse como derivados de la jerar-quía social. Este es el caso de las joyas, y de mane-ra especial los torques, por todo lo que sabemosgracias a multitud de testimonios, son adornosapreciados, propios de jefes y dioses (Armada Pitay García Vuelta 2003), y si su presencia en el No-roeste peninsular tiene otra explicación habría quedar cuenta de esa excepcionalidad, no prescindir derealidades bien establecidas en horizontes socialesy culturales comparables. Además, las murallasatestiguadas en todos los castros, o las esculturasde guerreros castreños, o la iconografía de la dia-dema de Moñes tal como fue analizada por F. Mar-co (1994) en su estudio de referencia, reflejan laimportancia de la guerra y los consiguientes com-portamientos heroicos y la ideología que esas si-tuaciones exigen. Cierto que las murallas podríanconstruirse como adorno: en el Imperio Romanolas ciudades piden permiso al emperador para do-tarse de murallas que las prestigien y cuando seconstruyen, carecen de cimentación... pues nadiepiensa guerrear desde ellas, pero ¿Es esta la lógicade la sociedad castreña?

Es cierto que quedan problemas abiertos ¿Cómoy cuando, por dónde, hasta dónde, quién trae y lle-van los elementos célticos identificados? No lo sé.Pero esta ignorancia, que reconozco y prefieromantener sobre cualquier reconstrucción funda-mentada en apreciaciones limitadas –pues de otraforma tendría que considerar temas fuera de micompetencia como, por ejemplo, la presencia célti-

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ca en la meseta, o la problemática de los tráficosoceánicos–, no quiere decir que los temas célticosindicados no existan en el Noroeste peninsular. Co-nocemos los efectos o consecuencias de su presen-cia, no cómo se llegó a concretar históricamenteesa presencia.

Por último, cabe interrogarse hasta qué punto nose puede devolver el argumento y preguntar anuestros críticos dónde existe una sociedad euro-pea de la Edad del Hierro y de cultura indoeuropeaque sea igualitaria, segmentaria, sin estructura po-lítica, ni propiedad privada, ni jefes, ni sacerdotes¿De dónde sale ese extraordinario único histórico,identificado por primera vez entre los habitantes delos castros del Noroeste peninsular?

Si, por el contrario hemos de buscar paralelos dela cultura castreña en otros horizontes, ¿A dóndehemos de acudir? ¿Qué cultura tenían los poblado-res prerromanos de la meseta castellana y del valledel Ebro, qué cultura era hegemónica en la mayorparte de la Galia, qué cultura imperaba en las islasal norte de la Galicia actual? El uso del referentecéltico deriva de la consideración de la cultura cas-treña del noroeste peninsular integrada en su épo-ca, nada más.

¿Cuáles son, por tanto, los testimonios acerca deuna organización social compleja y cómo interpre-tarlos? En diversos trabajos he utilizado testimo-nios heterogéneos como indicadores de la existen-cia de una jerarquía social : los testimonios de laetnografía griega sobre Viriato y ciertas insculturascon forma de pie5. Lo primero estableciendo unaserie en la que comportamientos análogos a los quelos textos atribuyen a Viriato, se relatan como pro-pios de candidatos al ejercicio de la realeza que co-nocemos desde el siglo II antes de nuestra era hastala Edad Media, desde la antigua Anatolia hasta Ir-landa (García Quintela 2003). Lo segundo señalan-do la homología entre los petroglifos indicados ydescripciones de ritos de investidura de reyes o je-fes consistentes, en parte, en la imposición del piedel investido sobre cierta roca (García Quintela ySantos Estévez 2000; Santos Estévez y GarcíaQuintela 2000).

Ambos indicios se configuran tras el análisiscomparativo como partes de una secuencia cohe-rente. El candidato a la realeza presenta virtudes ocalidades que lo califican como posible buen reyque, una vez aceptado o elegido por el procedi-miento que fuese, se somete a un rito de investidu-ra formal en un escenario específico, siendo los pe-

troglifos con formas de pie lugares idóneos para asu celebración. Esto es así, no es nada más, perotampoco nada menos.

Nada más porque no puede ocultar todo lo quetodavía ignoramos. Apuntamos a cómo y dónde seeligen los reyes. Pero desconocemos casi todo so-bre sus relaciones con la riqueza material, aunqueexisten indicios de su relación privilegiada conbienes muebles (García Quintela 2002: 19-21).Tampoco sabemos cuándo surgieron estas figuras,aunque probablemente dejaron de existir, o setransformaron, hacia los inicios del dominio roma-no: probablemente los cuatro testimonios epigráfi-cos de principes atestiguados en el Noroeste penin-sular reflejen este hecho (García Quintela 2002:43-53). Tampoco sabemos dónde vivían, aunqueciertamente no en palacios. También desconocemosdónde estaban las viviendas de los reyes de Espar-ta, pese al razonable buen conocimiento de la ar-queología de la ciudad, o que ya en el siglo IV ate-niense se ignoraba dónde estaban las viviendas delos prohombres que construyeron la gloria de Ate-nas en el siglo precedente y así, Demóstenes escri-bía en el 352: “si uno de vosotros, por casualidad,sabe dónde está la casa de Temístocles, la de Mil-cíades, la de las glorias de entonces, ve que en nadaes más importante que las de la gente del pueblo”(Contra Aristócrates 206).

Como tampoco sabemos dónde estaban las tum-bas de los jefes castreños, ni las de los demás.Cuestión mucho más importante que no tiene som-bra de argumento retórico. La inexistencia de ne-crópolis castreñas (pese al voluntarioso ensayo deVilaseco Vázquez 1999) es un hecho mayor de laarqueología de la Edad del Hierro del Noroeste delque, hasta donde sé, no se han sacado todas lasconsecuencias. Pues ya no es solo una cuestión dereligión e ideología, que lo es, sino también de loshaces de información de los que carecemos encomparación con otras culturas de esta misma épo-ca cuyas necrópolis conocemos. Éste sí que es unhecho propio del mundo castreño sobre el que espreciso mucho más trabajo.

Volviendo a los jefes, podemos entrever, comomucho, su relación privilegiada con la guerra. Por-que todos los reyes o jefes de la Antigüedad proto-histórica son reyes guerreros. Porque los restos ar-queológicos de un mundo castreño belicoso soloescapan a quien no los quiere ver: todos los asen-tamientos tienen murallas, la iconografía de la dia-dema de Moñes presenta el tránsito al Más Allá de

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guerreros (Marco Simón 1994), las estatuas de gue-rreros galaicos exaltan ¡a los guerreros!, los torquesson joyas de guerreros y jefes... si no adornan adioses (Fernández Carballo 2001). Porque los tes-timonios de la etnografía griega sobre los pueblosdel Noroeste también inciden en esta dimensión.Tampoco sabemos mucho sobre su implantaciónen el espacio, aunque si consideramos de formaconjunta la distribución espacial de los testimoniosaducidos, desde Viriato al sur hasta la huella de piey noticia folclórica asociada en la Pedra da Elec-ción en Cabanas (en la desembocadura del Eume)al norte, pasando por los podomorfos de la Edad delHierro y las menciones a principes, se incluye la to-talidad del área de los teónimos lusitano-galaicos.

Pero que no sepamos todo cuanto quisiéramossobre los reyes como figuras sociales no quiere de-cir que debamos prescindir de lo que descubrimosacerca de ellos en el plano simbólico. Esto es, suasociación con una ideología de la realeza, en elcaso de Viriato, o su papel en los santuarios. Parano limitarnos a esta constatación podemos desarro-llar un poco el horizonte teórico donde se inscribeeste resultado, las “sociedades de jefatura” y susposibles relaciones con la ideología trifuncional talcomo la explica G. Dumézil.

2.1.1. Clase, función, historiaEntre historiadores y arqueólogos es habitual

criticar a Dumézil por sus escritos de los años 40,muchas veces citados de oídas o a partir de la lec-tura de un par de desafortunadas recensiones de A.Momigliano. En esa época Dumézil considerabaque la ideología trifuncional era reflejo (palabrafrecuente en sus escritos) de la sociedad. Esto seentiende perfectamente si consideramos que suobra se insertaba, por aquel entonces, en el marcode la sociología francesa fundada por E. Durk-heim6. Sin embargo, a inicios de los años 50 aban-donó esa explicación que presentaba dos proble-mas: por un lado, debía dar respuesta a un cúmulode cuestiones históricas y arqueológicas que no leinteresaban; por otro, implicaba la tentación dereconstruir la religión o la mitología de los indoeu-ropeos.

Esto es, si los trazos comunes de un tema se de-tectan en dos (o más) pueblos de raíz indoeuropea,se corre el riesgo de atribuirles cierta “sustancia”,y lo que son trazos comunes detectados por el aná-lisis acaban por transformarse en hechos. Pero elprocedimiento es espurio porque confiere al estu-

dioso actual el papel de un sacerdote prehistórico,cuya actividad mitopoiética nunca sería verificablepor definición. Por el contrario, desde los años 50Dumézil se centró en estudiar cómo un modeloideológico remoto (que él consideraba real, no hi-potético) se recibió, transformó y modeló a lo largodel proceso histórico en las diferentes provinciasindoeuropeas.

Con respecto a esta segunda cuestión nos man-tenemos dentro de la propuesta dumeziliana. Perono por afán de ortodoxia, sino porque no pretende-mos pasar por hacedores prehistóricos de sacrali-dad. Así, el análisis comparado de las diferentes in-vestiduras donde la hexis podal es relevante, indicaestrictamente eso y, su distribución espacial, invitaa pensar en un origen celta. Lo mismo ocurre conel llamado “programa de acceso a la realeza”. Aho-ra bien, esos análisis no permiten decir que los po-derosos jefes hallstáticos enterrados en ricas tum-bas con carros en la primera Edad del Hierro (Mo-hen, Duval y Eluère 1988) articulaban esa ideolo-gía de tal o cual manera, o practicaban ese rito. Co-mo hipótesis podemos suponer que aspectos de esasprácticas estaban vigentes en esos horizontes, peroeso nada dice de cómo se llevaban a cabo de formaconcreta en ese momento.

Sin embargo, el simple hecho de asociarnos ar-queólogos y historiadores indica que consideramosrelevante la primera cuestión. Lo que no quiere de-cir que tengamos respuestas claras e inmediatas.

Para empezar, en este terreno tampoco somosoriginales. Un antropólogo e historiador como M.Sahlins (1988: 87-90, 100-101) ya relacionó laspropuestas de Dumézil sobre la realeza indoeuro-pea con las sociedades de jefatura polinesias. Tam-bién B. Sergent (1991: 477-9), historiador y mitó-logo dumeziliano y marxista, o marxista y dumezi-liano, se cuestionó cómo entender la tripartición dela ideología en sociedades del Neolítico destacan-do la presencia original de sacerdotes (tal vez yainternamente especializados) y un soberano simbó-lico que formaban a jerarquía de una sociedad deproductores y guerreros indiferenciados. Partiendode esta situación, el problema de los ideólogos (ensentido marxista) indoeuropeos era concebir un or-den sin contradicciones internas y, para eso, no setrataba de explicar la estructura real da sociedad si-no de diferenciar, analíticamente, las fuerzas querigen el mundo y la sociedad, que son la fuerza má-gica, la fuerza física y la fecundidad, esto es, las tresfunciones.

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Sahlins relaciona a no indoeuropeos con indo-europeos. Sergent aventura una sociología delNeolítico, lo que no son problemas menores. Peroambos apuntan a una realidad sociológica y antro-pológica tan simple como reconocer la diferenciaentre clase y función. La función sacerdotal, en es-te sentido, está presente en las sociedades más sim-ples. Los chamanes siberianos o amerindios son in-dividuos que viven básicamente como los demáspero que, por otro lado, se especializan en un ámbi-to de relaciones con potencias sobrehumanas quepuede ser intelectualmente muy complejo. Noconstituyen, por tanto, una clase social sino que ex-teriorizan una especialización funcional en sus so-ciedades. Lo mismo cabe decir con respecto a losjefes. Ambas especializaciones funcionales gozande privilegios simbólicos que acentúan su diferen-cia sin llegar a formar “ clases”, aunque con el de-sarrollo del proceso histórico en unos u otros luga-res esto sea así. Se trata, ahora, de establecer unadistinción analítica, no de formular un ensayo deevolución social.

Para insistir un poco más digamos que las espe-cializaciones funcionales existentes en una comu-nidad socialmente simple pueden variar. Citemos ados clásicos de la Antropología. En la banda de ca-zadores-recolectores nambiquara del Mato Grossobrasileño estudiada por C. Lévi-Strauss (1970:305-15, 1994: 117-61), las únicas especializacioneseran las del jefe y sus esposas, ayudantes ejecuti-vas de las iniciativas del jefe, siendo los restantesmiembros de la banda intercambiables (con la ex-cepción, por supuesto, de las funciones derivadasdel género y la edad, y el desdoblamiento ocasio-nal de la jefatura entre dos individuos, uno “políti-co” y otro “espiritual”). Por otra parte, entre losagricultores baruya de Nueva Guinea estudiadospor M. Godelier (1986), además de una radical di-ferencia simbólica entre hombres y mujeres, exis-tía un pequeño abanico de funciones especiales re-servadas para hombres como el aulatta o gran gue-rrero, el kulaka o chamán, el kayareumala o caza-dor del casuario y el tsaimaye o fabricante de sal,siendo el resto de los hombres aproximadamenteintercambiables. Pues bien, en esta serie de ejem-plos que se podría prolongar casi indefinidamente,lo propio de las sociedades indoeuropeas es quegeneran pronto una diferenciación funcional entreel sacerdote y el rey, y de una forma derivada o se-cundaria, y no en todas las sociedades de la mismaforma, otra entre guerreros y productores, social-

mente idénticos entre los romanos pero diferencia-dos entre los germanos, por ejemplo.

Teniendo en cuenta esto, la problemática histó-rico-social de una comunidad humana de la familiaindoeuropea consiste en definir hasta donde seaposible las formas concretas que adopta la diferen-ciación funcional. Se trata, pues, de un problemaestrictamente histórico en el que se deben conside-rar los testimonios concretos pertinentes para el ca-so estudiado. Así, los flámines romanos y los drui-das celtas son igualmente “sacerdotes” funcionales,pero su lugar en la sociedad histórica real es muydiferente. Con respecto al mundo castreño a cues-tión ha sido, y es todavía, identificar situaciones queson difíciles de entender sin la presencia de sacer-dotes y, secundariamente, indicar que ciertos datos,como lo que sabemos de los sacrificios humanoslusitanos, los relacionan más con los druidas quecon los flámines. Lo mismo acontece con respectoa los reyes. El modelo sugiere su presencia, perosiempre ha de ser el análisis concreto de la situa-ción histórica lo que especifique los modos queadopta esa existencia y que son los relevantes parael conocimiento de la sociedad observada.

La existencia de los sacerdotes y, sobre todo, delos reyes como función, sugerida por los estudiosindoeuropeos comparados, introduce las socieda-des en las que aparecen, vistas bajo otro ángulo,entre las que los antropólogos cualifican como “je-faturas” que, a su vez, son diferentes entre si y cons-tituyen el referente obvio para la comprensión delas sociedades europeas da Edad del Hierro.

2.2. En torno a la religión

También desde la Lingüística se ha mostradopoco aprecio para con los estudios de inspiración“celtista”. B.M. Prósper, en una mención generalcomparable a la citada de I. Sastre, alude crítica-mente a quienes optan por una perspectiva célticapara explicar ciertos fenómenos religiosos del No-roeste prerromano como una opinión tradicional ysuperada (2001: 561-2). F. Villar y R. Pedrero(2001: 675-6), además, desmontan el fundamentolingüístico de la hipótesis céltica –llamada “etimo-lógica”– sostenida por C. Búa (1999). En otro lu-gar, B.M. Prósper (1999, 156) cita un trabajo mío(publicado inicialmente en 1992 con el título “Elsacrificio lusitano. Estudio Comparativo”, reedita-do con cambios menores en 1999: 225-42), dicien-do que a pesar del título “no contribuye a la inter-

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pretación de esta inscripción” (se refiere a la ins-cripción en lengua lusitana de Cabeço das Fraguas)y que todas las interpretaciones de esa inscripcióndesde la óptica trifuncional, entre las que al parecerestá la mía, muestran “sheer ignorance of linguisticanalysis” y se fundamenta en preconcepciones.Más tarde B. Prósper ha reunido, sistematizado ycompletado sus numerosas aportaciones al estudiolingüístico de los teónimos lusitano-galaicos en unimportante libro (Prósper 2002) dónde, desde elpunto de vista lingüístico defiende las afinidadesdel lusitano con las lenguas paleoitálicas y, desdeel punto de vista de la historia de las religiones de-sarrolla una lectura “naturalista” de los nombres delos dioses.

Este libro tiene la suficiente importancia comopara merecer un análisis pormenorizado firmadopor F.J. González García y yo mismo (en prensa),donde se sitúan sus aportaciones en el marco de laHistoria de las Religiones concluyendo que se pro-duce un desajuste notable entre lo que B. Prósperdice que son inequívocas conclusiones fruto delanálisis lingüístico y el conocimiento estándar enHistoria de las Religiones sobre las religiones poli-teístas de la antigüedad.

Causa de ese desajuste es que el análisis plante-ado se limita a los dioses. Ciertamente, los diosestienen una importancia crucial, pero los dioses tam-poco son solo sus nombres –como inevitablementeimplica su tratamiento exclusivamente lingüístico.Los dioses son los mitos que protagonizan, loshimnos entonados para honralos, los sacrificios ydemás ritos celebrados en su honor, los lugares enlos que se les rinde culto, los rasgos sociales y cul-turales de los adoradores que les rinden un cultopreferente... Sin embargo, en el estudio de la reli-gión castreña se ha tendido a confundir de formatradicional y excesiva la interpretación etimológi-ca de los teónimos galaico-lusitanos con el conoci-miento de la religión como tal. Ciertamente, si lainvestigación lingüística es fructífera, tanto mejor,pero nunca puede ni debe confundirse con la “reli-gión” de los castreños, que de una o otra forma in-cluye los otros temas enunciados.

Expliquemos lo mismo de otro modo. Cualquierpersona familiarizada con la religión romana, grie-ga o escandinava sabe que la etimología de losnombres de los dioses, cuando proporciona pistasinteresantes, lo que no ocurre siempre, no agota susentido. Por ejemplo, que Deméter pueda ser la“madre tierra” explicaría a su relación con las co-

sechas de trigo, pero difícilmente su relación con laley. Lo mismo acontece con el nombre de Posei-dón: su etimología (que no se admite comúnmen-te) como “señor de la tierra” difícilmente explicasus evidentes relaciones marinas. Es más, aunquela pista etimológica fuese buena, ha de tenerse pre-sente que los dioses de un panteón politeísta nece-sariamente forman un sistema. Otra cosa es sabercuál y cómo, qué atributos los diferencian, qué for-mas de actividad los distinguen, qué ritos reciben ydónde, o qué campos de actuación se superponen ycomplementan de forma compleja. La hipótesisque defiende el carácter naturalista de todos losdioses galaico-lusitanos conocidos, entra en con-tradicción con todo lo que se sabe sobre cómo searticulan los panteones antiguos. Tal vez sea supe-rior a otras hipótesis lingüísticas, pero entonces hade pagar el precio de repensar de arriba abajo el co-nocimiento actualmente vigente sobre las religio-nes politeístas.

No ha sido nunca mi intención definir los diosesa partir de sus nombres, tema ante el cual manifes-tamos distancia y escepticismo (ateniéndonos así acierta ortodoxia dumeziliana) y no porque no ana-lice, con gusto, a dioses que se cruzan en mi cami-no en otras investigaciones (García Quintela 2000,2002a, 2002b, en prensa c sobre Júpiter Lacial).Por el contrario, me ha parecido legítimo plantearque en la sociedad castreña existía una función sa-cerdotal, tal vez más parecida a la de los druidas(personajes dinámicos en la vida religiosa) que a lade los flámines (personajes que personifican pasi-vamente la relación de la comunidad humana conlos dioses de cuyo culto se ocupan). También des-tacamos, con otros investigadores, un conjunto dedatos que, vistos en conjunto, se explican en unaconcepción pancéltica del Más Allá (García Quin-tela 1999: 158-169, en prensa a). Junto a ello hepodido constatar el conservadurismo de los galaico-lusitanos en cuanto a las víctimas que sacrifican ya su jerarquía.

2.2.1. Los santuarios castreñosEn trabajos más recientes he podido incidir en

una cuestión diferente en colaboración con M. San-tos Estévez7. Se trata de la definición de áreas sa-gradas identificadas arqueológicamente y relacio-nadas con el mundo castreño. Se conocía su exis-tencia con anterioridad por la concentración deepigrafía romana de tradición indígena en ciertoslugares, como el Facho de Donón en la Península

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del Morrazo (Baños y Pereira Menaut 1998; FariñaBusto y Suárez Otero 2002), o a través de inscrip-ciones rupestres con dedicatorias religiosas. Sobreeste contexto aportamos una doble novedad. Poruna parte, detectamos áreas semejantes identifica-das por métodos exclusivamente arqueológicos y,por otra, intuimos la diversidad de sus funciones(para Roma, Scheid 1994, 1995, insiste en el te-ma). Seguramente eran centros de culto, puesto queen dos de ellas aparecieron inscripciones rupestrescon menciones religiosas, probablemente eran cen-tros de agregación para los residentes en un grupomás o menos numeroso de castros próximos. Perotambién eran lugares en los que se expresaba la so-lidariedad comunitaria a través de asambleas y ri-tos de investidura. No hay ni que decir que los as-pectos religiosos y socio-políticos indicados son laforma analítica de describir una realidad necesaria-mente compleja.

Desde la primera parte no publicada de mi tesisde 1984, y también en trabajos recientes, he recu-rrido al dilema sofístico que Platón presenta en elMenón: no se puede buscar lo que se conoce por-que, conociéndolo, no es necesario buscarlo, ni loque no se conoce, porque ni siquiera sabemos quéhay que buscar. En efecto, la realidad, pese a lascríticas que recibo, es que mi investigación carecede a priori, y un ejemplo en el ámbito del estudiode la religión castreña ha sido la aparición de un in-vitado inesperado: el dios céltico Lug8.

Se conocía su culto por dos inscripciones apare-cidas cerca de Lugo ciudad, y se ha especulandosobre algunas dedicatorias a Mercurio, pensandoen un proceso de interpretatio análogo al que seprodujo en la Galia. Por otra parte este buen diosha sufrido una curiosa damnatio memoriae cientí-fica que hizo que dos nuevas inscripciones a Lug,halladas en Lugo ciudad, se publiquen como dedi-catorias “a los Lares Viales”9. Dejando a un ladoesta peculiar actitud intelectual fronteriza entre elceltoescepticismo y la ignorancia, es fácil concor-dar en que el culto a un dios no se limitaría al querecibe estrictamente en los lugares donde se encon-traron las inscripciones que lo atestiguan. La difi-cultad estriba en saber en qué otros lugares pudorecibir culto y cómo. Pero hemos podido proponerque existió un diseño emanado de Augusto, o de suentorno, tendente a usufructuar en beneficio delculto imperial el culto a Lug practicado en áreas delImperio de tradición céltica recientemente conquis-tadas (García Quintela et al. 2003: 45-52). Esto lle-

vó, a su vez, a considerar diferentes aspectos da mi-tología de este dios pancéltico y, curiosamente, aencontrar elementos muy característicos de su de-finición mitológica –su mano larga, sus relacionescon los pies y el sexo, su vinculación con las cimas,sus afinidades solares– en una serie de manifesta-ciones plásticas de la Edad del Hierro del Noroes-te. Como, además, encontramos estos rasgos encontextos más amplios, que forman “santuarios”,podemos formular la hipótesis de que, al menos enparte, esos lugares estaban dedicados a la formacastreña de ese dios o, al menos, que este dios figu-raba entre los allí prominentes.

En el estado actual de nuestros conocimientosesto parece bastante seguro. Pero, como siempre, elconocimiento nuevo plantea otros problemas. Porejemplo, si hemos identificado a un dios a partir dela iconografía y la política religiosa romana, surgela tentación de identificar a otros. Tal vez sea posi-ble en algún momento seguir ese camino. Pero porahora nos limitamos a reconocer que Lug ofrecefacilidades, por su rica mitología y su muy especí-fica definición plástica. Esta es, así pues, una líneade trabajo abierta a nuevos ensayos.

3. ¿Por qué comparar?

Alcanzo algunas conclusiones sometiendo lostestimonios disponibles a análisis comparativos. Mehabría sido imposible entrever las relaciones de Vi-riato con la realeza, o la de los petroglifos podomor-fos con las investiduras, si en testimonios concor-dantes no apareciesen rasgos semejantes a los indi-cados en relación con reyes e investiduras.

Pero existen otras comparaciones posibles. Eltrabajo pionero efectuado por algunos de los ar-queólogos de nuestro equipo, al identificar una se-rie de lugares como receptores de sacralidad a lolargo de épocas diferentes, compara tanto unos lu-gares con otros como las formas de sacralidad pro-pias de cada época. De este modo se establece unadoble comparación entre los usos diferenciados delmismo espacio (doméstico o ritual) en diferentesépocas y las formas cambiantes que reviste la re-presentación plástica o material de la ritualidad enel mismo lugar a través de épocas diferentes. As-pectos concretos de esta realidad se conocen muybien en toda Europa, sin embargo carecen de unareflexión teórica y metodológica que vislumbre susentido, fundamentalmente debido a las muy dife-

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rentes estrategias desplegadas para su conocimien-to. Sin duda abordar esta cuestión es un reto del ma-yor interés, pero este no es el lugar (algo he avan-zado en el libro en prensa c). Ahora me interesa su-brayar hasta qué punto es difícil proponer la exis-tencia de un método de conocimiento en las cien-cias sociales o en las humanidades que no tengauna dimensión o aspecto comparativo.

Cambiando de registro, conceptos marxistas co-mo “modo de producción” no se entienden sin elestablecimiento previo de trazos socio-económicossemejantes en diferentes sociedades históricas con-cretas. Es la comparación lo que permite la reduc-ción analítica del multiforme proceso histórico auna secuencia limitada de modos de producciónque, sin ser solo los cinco propugnados por Stalin,tampoco incrementan incesantemente su número.

No parece ajustada, por tanto, la explicación delmundo castreño prerromano como un único histó-rico. Por el contrario, afirmo lo común o generali-zable de los hechos detectados y que cualquier in-vestigador aplicando métodos estándar está legiti-mado para decir cosas válidas sobre ese mundo.

3.1. Fuentes: folclore, petroglifos y comparación

Ciertamente, en mis investigaciones no trabajosobre un cuerpo de fuentes cerrado. Más bien todolo contrario, sostienen implícitamente en su desa-rrollo y ahora lo hago explícito, que no existen cor-pora documentales cerrados para ninguna época otema en general y tampoco, en particular, para elestudio de la sociedad castreña.

No existen límites en los soportes: petroglifos oestatuas en bulto redondo se funden en la explica-ción con testimonios literarios, hechos históricoscon relatos míticos, y la topografía interviene paraaclarar aspectos religiosos. Tampoco existen lími-tes temporales: no hay una documentación prerro-mana, romana, medieval o actual. Utilizo testimo-nios que van desde los petroglifos del bronce, quedefinen las primeras áreas rituales examinadas,hasta noticias etnográficas recogidas en los últimosaños. Considero que no es la ortodoxia del repartoformal del tempo histórico por segmentos cronoló-gicos cerrados lo que acota la multiforme realidad,y si el análisis o el argumento exige prescindir deunas coordenadas temporales rígidas –cuya validezse limita a ciertos aspectos administrativos de lagestión académica y carece, por tanto, de sentidoepistemológico–, pues se prescinde, sin más. Co-

mo tampoco existen límites en los géneros: formanparte de la explicación textos literarios, noticias fol-clóricas, datos etnográficos, actas notariales, falsosmedievales, tradiciones populares, interpretacionesgeográficas, resultados de prospecciones arqueoló-gicas, identificación de estilos artísticos.

Como no existen corpora cerrados, desconozcolos límites de las muestras que forman parte del ar-gumento, y admito que nunca los podré saber. Estoes muy claro con respecto a los podomorfos: opta-mos por examinar unos pocos que se ajustan a cri-terios bien definidos y que hemos examinado in si-tu (con la excepción del de la Peña de Santa María,Salamanca, estudiado en Santos Estévez y GarcíaQuintela 2000), de esta forma evitamos prolongarla lista con testimonios dudosos. Tampoco sabemossi los ritos que aducimos para la comparación sonlos únicos pertinentes. Son, más bien, los que pare-cen pertinentes de los que hemos encontrado, pues-to que acerca de los que no sabemos, no decimosnada. Pero sabemos que, si en vez de tener los piescomo hilo conductor, considerásemos otros, porejemplo la relación entre reyes y árboles, tendría-mos otro argumento (que espero desarrollar en unlibro en preparación con F. Delpech sobre El Árbolde Guernica), que no sería mejor ni peor, pero noexplicaríamos el motivo icónico de los podomorfos.Lo mismo se puede decir con respecto a otros temas.

En definitiva, nunca he pretendido compilar ca-tálogos sino analizar históricamente algunos temasconcretos de mayor o menor envergadura. Ello sedebe a que, desde el punto de vista de las fuentesnuestra propuesta consiste en integrar un abanicode testimonios más extenso del habitual para elanálisis da sociedad prerromana del Noroeste pe-ninsular. Sin duda esta cuestión se une con el méto-do de explotación de la información. ¿Cómo pode-mos saber que la relación que establece la noticiafolclórica de Cabanas entre la investidura del alcal-de en la Pedra da Elección y una marca de erosiónvagamente podomorfa, por un lado, y las inscultu-ras del registro arqueológico, por otro, va más alláde un isomorfismo superficial? ¿Cómo podemosafirmar que esa noticia deriva de un fondo muy an-tiguo, con toda probabilidad prerromano? Median-te la comparación.

Es el tejido de una red de noticias que contienenmotivos emparentados lo que ofrece, no la certeza,pues tal cosa no puede existir en estas cuestiones,pero si un fundamento serio a la hipótesis de que elfolclore de la Pedra da Elección deriva de un fon-

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do prerromano. Lo mismo acontece en otros ca-sos10.

Estas comparaciones podrán parecer más o me-nos atinadas o convincentes. Pero, en cualquier ca-so, nunca afirmamos que el folclore gallego es pre-histórico. Decimos que en ciertos casos, sin dudahay otros, el tratamiento comparativo de la infor-mación folclórica presta fundamento a la conside-ración de la gran antigüedad de algunos motivos.En este sentido, la eventualidad de que aspectosdel folclore deriven del mundo castreño supone laaparición, con todos los límites y cautelas que sequiera, de algo semejante a lo que en otros casos esuna documentación literaria o textual que, comotodas las demás fuentes, precisa la criba de un mé-todo que establezca su fiabilidad. Y en este casoparece que el método comparativo aporta un plusde conocimiento.

Nuestra conclusión es, por lo tanto, que debe-mos permanecer receptivos hacia estos testimoniosque, en algunos casos, serán fructíferos desde elpunto de vista del estudio de la sociedad castreña,pero que, de todos modos, siempre será pertinenteestudiar como tal folclore, sin pretender que diganada sobre los castreños.

Algo semejante puede decirse con respecto alestudio iconográfico de los motivos representadosen los petroglifos. En la medida en que M. SantosEstévez ha establecido en base a un análisis estric-tamente arqueológico un estilo de grabados de laEdad del Hierro entre los conocidos en el Noroestepeninsular (idea y posibilidad que se discutirán lar-gamente), se abre un nuevo abanico de posibilida-des para su estudio.

Básicamente se puede aplicar sobre ellos el mé-todo iconográfico propio de la Arqueología clásicay considerar que reproducen motivos identificablesen un registro cultural definido. Si la aplicación deese método da fruto, en la medida sobre todo deque aparecen motivos comparables en otras icono-grafías europeas prerromanas o de tradición pre-rromana, este análisis corrobora la intuición inicialsobre la época en que se tallaron y que se habíaestablecido, como se indicó, siguiendo un razona-miento arqueológico.

Pero lo que me interesa resaltar ahora es que, deesta forma, queda abierto todo un nuevo dossierdocumental pertinente para el estudio del mundocastreño sobre el que investigar.

Claro que siempre se nos puede decir que la da-tación está mal establecida, que los motivos son

irreconocibles y de interpretación imposible, queno merece a pena buscar en las arqueologías e ico-nografías del resto de Europa, que no es lo mismoun petroglifo que una estela funeraria o que una es-cultura en bulto redondo, que no es indiferente queel soporte sea piedra o metal. Siempre se nos puededecir que es mejor repetir las ideas dichas incesan-temente en las últimas décadas y apartar de nos-otros la funesta manía de pensar. Pero no es esanuestra opción.

3.2. Celtas y comparación

Involucrado en investigaciones que se dejan lle-var por hilos que se descubren de manera aleatoriay de los que tiro a medida que algunas intuicionesconsiguen domesticarse al cabo del tiempo y deltrabajo de darles forma, y todo ello con la intenciónde comprender el sentido de nuestros flacos y cues-tionables testimonios, aparece la cuestión céltica.Este es un tema tan traído y llevado, tan manido,tan usado y abusado que intentaré no tanto aclarar-la, puesto que me parece una tarea superior a misfuerzas, sino simplemente situarme en un contextosocio-cultural confuso donde los haya.

La primera aparición de los celtas como consti-tuyentes históricos y raciales de Galicia es obra dehistoriadores de la primera mitad del siglo XIX queno aplicaban métodos de crítica histórica válidos(Renales 1996). Esta corriente permaneció vigentesin solución de continuidad en otras obras historio-gráficas. También se fundió en un magma de crea-ciones literarias diversas y, todo eso, estuvo estre-chamente emparentado con el fundamento ideoló-gico de las formas que adoptó el nacionalismo po-lítico gallego hasta la Guerra Civil española. En esepanorama una cuestión fundamental para definir laespecificidad de Galicia era el estudio de los castroscuyos pobladores eran considerados étnicamenteceltas, sin ningún tipo de dudas (la cima del proce-so es López Cuevillas 1988). Ahora bien, el nacio-nalismo político gallego actual, cuando busca susraíces en el nacionalismo de preguerra, se centra ensus planteamientos políticos, no en las cuestionesculturales vigentes por entonces.

Ocurre, pues, que en la actualidad el fundamen-to ideológico del nacionalismo no pasa por la cues-tión céltica, así de simple. Lo cual no quiere decirque individuos particulares, ideológicamente na-cionalistas, sostengan unas u otras ideas sobre ellugar del celtismo en la tradición política en la que

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se inscriben; o que profesionales de la Historia y dela Arqueología, de orientación nacionalista, consi-deren que la definición sobre el tema sea significa-tiva. Pero la dirección política del nacionalismogallego prescinde de la cuestión. Y hace bien, pues-to que convertir a historiadores en ideólogos departido, cosa de la que hay buenas muestras en laEspaña actual, no deja de tener un rancio aroma tanantihistórico como antidemocrático.

Además, esta postura del nacionalismo políticoes intelectualmente liberadora. Se pueden estudiara los celtas en Galicia peor o mejor, se puede con-siderar su presencia importante o secundaria, esta-blecer que llegaron hasta el Miño o hasta el Duero,sin que ninguna de esas opciones tenga alcance po-lítico. Es una crítica interesada, e ignorante, la dequienes sostienen que la consideración de la presen-cia de elementos de cultura céltica en la antigüedaden el área gallega tiene necesariamente implicacio-nes nacionalistas. De hacer caso a esa crítica tam-poco se podría estudiar el Imperio Romano sin serfascista, puesto que Mussolini se apropió ideológi-ca y políticamente de ese referente histórico, comotampoco podríamos estudiar las pirámides, puestoque algún majadero dijo que las hicieron los extra-terrestres y, si las estudiamos, corremos el riesgode ser identificados con esas posturas. Dejemos asíesta cuestión.

Otro de los componentes de la cuestión célticaderiva del trabajo de un nacionalista español, A.Tovar, que además y sobre todo era un filólogo derenombre. Tovar descubrió, tímidamente en losprimeros años de la Posguerra y más adelante conmás afán y la ayuda de otros investigadores, queentre las lenguas prerromanas detectadas en la Pe-nínsula Ibérica, las que se podían relacionar con lafamilia de lenguas célticas se esparcían por casi to-da la Península, dejando al margen una ancha franjaa lo largo de la costa mediterránea hasta poco des-pués del estrecho de Gibraltar. Cierto que esta re-construcción rápida dejaba á margen, y todavía deja,problemas importantes, como la adscripción de lalengua lusitana a una familia lingüística menor den-tro del grupo indoeuropeo, o la definición de la granfamilia lingüística, indoeuropea o no, en la que seescribieron los textos prerromanos del Sudoeste.

¿Hay que aclarar que los celtas de B. Vicetto yM. Murguía, por un lado, y los de A. Tovar, por otro,no tienen en común más que el nombre?

Estos trabajos de fundamento lingüístico regis-traron pronto menciones expresas a los celtas en la

parte septentrional da fachada atlántica da Penín-sula, tanto en testimonios literarios antiguos y tex-tos epigráficos como etnónimos o topónimos actua-les (presentación resumida en García Quintela, enprensa b). Y, también hemos recordado que J. Un-termann estableció el mapa de las divinidades ga-laico-lusitanas en el área que va desde el Tajo alCantábrico y desde el Océano hasta la ruta de laPlata.

Este mapa presenta un territorio homogéneodesde el punto de vista religioso, pero dividido porel Miño. Al norte del río se acumulan las referen-cias célticas y al sur están las inscripciones lusita-nas. Los lingüistas se dividen entre la corriente mi-noritaria que da más peso al norte y los trazos célti-cos de las inscripciones lusitanas, y la corrientemayoritaria que, sin decir nada especial sobre lostrazos célticos del Norte, insiste en la especificidadlingüística del lusitano, observándose rastros de supresencia también al norte del Miño como substra-to más antiguo.

Competentes lingüistas discuten estas cuestionesy ninguno de los serios llega a traducir los textoslusitanos con solvencia, más allá de alguna secuen-cia de dos o tres palabras (con la excepción de la“sencilla” inscripción de Cabeço das Fraguas, quetodos se aventuran a traducir). Hay que decir a sufavor, también, que están ante un reto de extraordi-naria dificultad debido a la escasez de testimoniosde los que disponen.

Sin embargo merece una atención particular laocasional intervención de los arqueólogos en estedebate. En efecto, la mayor parte de los especialis-tas en la arqueología del Noroeste peninsular semuestran escépticos cuando se plantea la celticidadde tales o cuales trazos del registro que observan.Y tienen razón. Una cabaña castreña no es celta,como no lo es cualquier otro artefacto, tampoco unaexplotación minera adyacente a un castro es “celta”,por mucho que la excaven X. Ayán o R. Aboal(Aboal et al. 2003 a, b), abiertos a la consideraciónde temáticas celtas. “Celta” es una palabra que tie-ne sentido en el ámbito de la cultura y de la lengua,no en el de los objetos, ni en el de las razas11. Porotra parte, también tienen razón los arqueólogosescépticos ante el tema céltico cuando enseñan adetectar el peso de la presencia romana en el regis-tro arqueológico desde la conquista, o incluso an-tes como influencia: pues esa presencia, o influen-cia, existe (estoy pensando en los arqueólogos ehistoriadores del grupo liderado por J. Sánchez Pa-

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lencia y que ha producido numerosas publicacio-nes en torno a estas cuestiones).

En esta cuestión destaca la postura de J. Collis,reiterada a lo largo de diversos escritos. Para el ar-gumento me detendré en el planteamiento sintéticoque desarrolló en un artículo de 1997 (Collis 2002).Parte Collis de que existe un consenso entre mu-chos arqueólogos de diferentes países acerca de losproblemas derivados del uso del término “céltico”en contextos arqueológicos, aunque reconoce quelos celtas existieron y que, en la realidad, son múl-tiples las formas de establecer la identidad por par-te de los individuos en diferentes regiones y perío-dos históricos. Sin embargo, el abuso del término“céltico” implícito en su atribución a elementos delregistro arqueológico carece de sentido y puedellevar al (mal) uso político de la arqueología.

Nada que objetar a esta parte del argumento que,como se ve en el párrafo precedente, no tengo in-conveniente en hacer mía. También indica Collis lanecesidad del estudio historiográfico sobre la cues-tión y apunta el contexto celtómano de los siglosXVIII y XIX en los que se acuñó y generalizó eltérmino “celta” para definir el idioma y las pobla-ciones prerromanas de buena parte del occidentede Europa. Sobre este zócalo Kosinna en 1911 acu-ña el concepto arqueológico de “cultura” con elimportante antecedente de Déchelette, quien fue elprimero en relacionar el mundo arqueológico deLa Tène con los celtas y Collis indica que los se-guidores de Déchelette no cuestionaron su modelosimplista, pues no vieron el problema de establecercorrelaciones simples entre cultura material y gru-pos étnicos. Lo que le lleva a concluir (Collis 2002:31) “I hope it is clear that the links between La Tè-ne art / La Tène culture and the ancient Celts aredubious in the extreme…”, un poco más adelanteescribe: “So the correlation between art, languageand ancient ethnic groups is no simple. A methodo-logy of unqualified equation is dangerous”. Su con-clusión es que la ecuación entre La Tène y celtasqueda cuestionada en una serie de ámbitos que resu-me en ocho proposiciones sintéticas, que traduzco:

1. “La definición de los antiguos celtas esambigua en la literatura antigua, ni están suorigen y distribución claros.

2. Los habitantes de Britania solo fueronconsiderados celtas desde el siglo XVI; no tie-ne bases en las fuentes clásicas.

3. El término “céltico” para describir el gru-po lingüístico es arbitrario –otros términos co-

mo ‘galo’ fueron usados por autores anterior-mente.

4. La moderna definición de un celta comoalguien que habla un idioma céltico no puedeaplicarse al mundo antiguo.

5. La idea de un origen céltico en el norte deFrancia, sur de Alemania, se basa en una lectu-ra específica de textos antiguos que puede noser correcta.

6. El sesgo de la deposición ha dado unaimagen falsa del origen de la ‘ cultura’ y del‘arte’ La Tène.

7. La distribución del arte La Tène se co-rresponde solo en parte con la distribución delos antiguos celtas y la distribución de los idio-mas celtas.

8. La identificación de culturas arqueológi-cas con antiguos grupos étnicos es una meto-dología falsa, y su aplicación tiene implicacio-nes importantes debido al mal uso político dela evidencia arqueológica”.

El problema, lo que me deja perplejo, es que es-tas proposiciones se pueden aplicar a numerosísi-mos pueblos y culturas de la antigüedad, por ejem-plo a los griegos. Así,

1. La definición de los antiguos griegos esambigua en la literatura antigua –es legítimopensar en las poblaciones tipo ethnos, o en elambiguo estatus cultural de arcadios o mace-donios– ni están su origen y distribución claros–pensemos en todas las polémicas sobre “thecoming of the Greeks” entre los estudios sobrela Edad del Bronce griega.

2. El argumento sobre Britania es muy parti-cular pero, en todo caso, parcial, César indicala semejanza entre britanos y galos (BG 5.12,por ejemplo), los mismos etnónimos se repitena uno y otro lado del canal de la Mancha, etc.

3. El término “griego” para describir el gru-po lingüístico es arbitrario –otros términos co-mo “heleno” fueron usados por autores (lospropios griegos) anteriormente.

4. La moderna definición de un “griego”como alguien que habla un idioma “griego” nopuede aplicarse al mundo antiguo –es eviden-te que las elites romanas se helenizan desde elsiglo II a. de C. en un altísimo grado y no porello los romanos son “griegos”.

5. La idea de un origen griego en (...dóndesea...), se basa en una lectura específica de lostextos antiguos que puede no ser correcta –re-

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cordemos que desde Heródoto y Tucídides losgriegos se describen a sí mismos como proce-dentes de otros lugares, sin que los lugares in-dicados por estos autores tengan particular re-lieve para los modernos.

6. El sesgo del registro arqueológico ha da-do una imagen falsa del origen de la ‘cultura’y del ‘arte’ de la Edad del Bronce griega: pen-semos en la “máscara de Agamenón”, el “pala-cio de Minos”, el “tesoro Atreo”...

7. La distribución del arte griego se corres-ponde solo en parte con la distribución de losantiguos griegos y la distribución de los idio-mas griegos –por ejemplo, en Sicilia, Segestaes una ciudad elimia con arquitectura griega,en Anatolia el griego se difunde mediante suadopción como idioma por hablantes de len-guas no griegas.

8. La identificación de culturas arqueológi-cas con antiguos grupos étnicos es una meto-dología falsa –en este caso me parece erróneoel uso de “grupo étnico”, pues las “culturas ar-queológicas” si pueden ser correlativas con“culturas etnográficas” y con sesgos ideológi-cos de ciertas culturas– y su aplicación tieneimplicaciones importantes debido al mal usopolítico de la evidencia arqueológica –este ar-gumento implica aceptar la censura de los po-líticos. Implica introducir como elemento sig-nificativo del debate científico toda ocurrenciaque pueda decir cualquier político medio leídoque propone una determinada interpretaciónde la historia en apoyo de su proyecto. Así, lareciente propuesta del Sr. Aznar en la universi-dad de Georgetown, según la cual los atenta-dos en Madrid del 11 de marzo del 2004 fue-ron la respuesta islámica a la Reconquista,condicionaría el modo en que los medievalis-tas tratan sobre el Islam peninsular convirtien-do, por tanto, al Sr. Aznar en árbitro del medie-valismo hispano.

Algo parecido se podría escribir sobre los etrus-cos, ¿quién sabe de donde proceden, o estaban allídesde siempre? Tengo la impresión que hay que re-cuperar buenas tradiciones inglesas y llamar a laprimacía del sentido común en el debate sobre lacuestión céltica. En efecto, junto a los temas justa-mente apuntados por Collis y otros arqueólogos hayque considerar las consecuencias del espectaculardesarrollo técnico y epistemológico de la arqueolo-gía, la implicación de esa disciplina en cuestiones

de patrimonio histórico y, correlativamente, los gi-gantescos presupuestos que maneja en comparacióncon otras disciplinas históricas. Todo ello hace quelas responsabilidades sociales de los arqueólogostengan una dimensión que estudiosos de otras ra-mas del saber humanístico difícilmente pueden al-canzar y, en este sentido, cautelas como las pro-puestas por Collis tienen sentido, con una salvedadtambién muy inglesa: que no tiren al niño con elagua del baño.

Que en nombre de un espíritu crítico y una pru-dencia razonables no se termine por perder de vistaque los celtas conquistaron Roma hacia el 400, quelos romanos se pelearon con ellos incesantementedesde antes de esa fecha y hasta la revuelta de Bu-dica, por lo menos, en escenarios que van desdeAnatolia al este hasta Galicia (con perdón) en el Fi-nisterre occidental y que, por lo tanto, los romanoslos conocían bien directamente e, indirectamente,con el auxilio de la etnografía griega puesta a suservicio. Si aceptamos lo principal podemos des-cender a discutir los detalles, si comenzamos conlos detalles –que tal o cual cuestión arqueológicaestá mal planteada– y nos enzarzamos en ellos, nun-ca alcanzaremos una imagen global que, otra vezun argumento pro domo, exige una respuesta histó-rica, por mucho que sobre ella incida el trabajo dedistintos especialistas.

Hay en estas tomas de posición algo de un efec-to pendular. Tras decenios de una arqueología cas-treña que bebía el celtismo en el seno nutricio delnacionalismo político de preguerra, fue saludableprescindir de ese referente. Siguiendo otro camino,tras decenios de teorías invasionistas, no mejor fun-damentadas unas que otras, el recurso a técnicas deexcavación minuciosas que enseñaban a detectar losfactores de transformación endógenos en los yaci-mientos también impuso el prescindir de cuestio-nes para las que la Arqueología no tenía respuestas.

Pero no está en mi mano ofrecer a los lingüistasnuevas inscripciones para comprender mejor la(s)lengua(s) prerromana(s) del área considerada. Nisuministrar a los arqueólogos un método para de-tectar invasiones. ¿Hay que recordar, con todo, quehubo invasiones célticas, que conocemos las fe-chas precisas de su llegada e instalación en AsiaMenor, que saquearon Delfos en el marco de unagran migración multianual, que los nombres de losmismos pueblos se detectan a cientos y miles dekilómetros de distancia, que sabemos que pasaronsiglos acosando a los romanos hasta su casi exter-

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minio, que la guerra de las Galias comenzó con unmasivo desplazamiento de helvecios, que poblacio-nes célticas llegaron a Gran Bretaña e Irlanda...?(Marco Simón 2004). Dicho esto, no sabemos me-jor cuando, cuantos y cómo llegaron al Noroeste daPenínsula.

Nuestro trabajo consiste en detectar un tema yrastrear elementos comparativos semejantes dondelos encontramos, ¿Tenemos que excusarnos si esoselementos son muchas veces celtas? ¿Acaso no esnormal que en la situación geopolítica y cultural dela Edad del Hierro del Occidente europeo ese refe-rente sea significativo?

Pero ¿Quiere ello decir que hemos resuelto losproblemas de los filólogos y los arqueólogos? Enabsoluto. Quiere decir que ponemos en evidenciaaspectos pertinentes para una definición histórico-cultural del mundo castreño, que tienen tanto sen-tido, o tan poco, como los planteamientos de los fi-lólogos o las investigaciones de los arqueólogos.

¿Tenemos que decir, también, que los resultadosde nuestra investigación apoyan el parentesco cél-tico de la cultura castreña? Tampoco sería exacto.Apuntan, todo lo más, hacia la celticidad de aspec-tos particulares, más o menos importantes, de esacultura. Pero, básicamente, desconocemos tanto esacultura que pretender ser más concluyentes supera

los límites del conocimiento histórico para entraren el ámbito de la novela.

Formulemos otras dos preguntas. Ovidio, porqueusa la mitología griega, ¿es un poeta griego? Car-lomagno, porque se llama emperador y se coronaen Roma, ¿es un emperador romano? Nada impidepensar en procesos análogos para el mundo castre-ño. Minorías dirigentes locales de lengua y culturaindoeuropea pudieron acoger a individuos alóge-nos (o estos pudieron imponerse sobre los anterio-res) conocedores, o portadores de la ideología y deatributos de la realeza de tipo céltico y de determi-nadas formas rituales. También pudieron actuar demodo que consiguieron incorporar el culto de Lugen algunos de los espacios rituales preexistentes.

Es imposible saber si esta reconstrucción, o cual-quier variante sobre ella, es cierta. Digamos querespeta aquellas de las posturas celtoescépticas for-muladas de manera más reflexiva y es compatiblecon los contenidos de mis trabajos.

Marco V. García Quintela

LPPP, IIT-USC, unidad asociada del LAr(CEGPS-CSIC/Xunta)

NOTAS

1. Las actas del VIII Coloquio sobre Lenguas y Culturas Prerromanas de la Peninsula Ibérica, celebrado en Salamanca en1999, conmemoran el 25 aniversario de esas reuniones, en octubre de1 2004 se ha celebrado en Barcelona el X Coloquio. Porotro lado, la revista Palaeohispánica, dirigida por F. Beltrán Lloris y editada por la Institución Fernando el Católico de Za-ragoza va por su número 4.

2. Ni puede existir en la medida que no existe nada parecido a la institucionalización de una “academia” céltica. Los estu-diosos peninsulares que nos ocupamos de estas cuestiones hemos llegado a la cuestión céltica por caminos de lo mas varia-do y nunca con una formación específica, somos irremediablemente aficionados. La excepción a destacar es la celtistaPatrizia de Bernardo Stempel, italiana, formada en Alemania, que trabajó en Inglaterra y actualmente asentada en Vitoria.

3. La expresión fue acuñada por la pareja de estudiosos de las literaturas comparadas ingleses H.M. y N.K. Chadwick en elperíodo de entreguerras, la primera edición de The Heroic Age de H.M. Chadwick es de 1912. Presentación resumida en Fin-negan 1977, 246-62. En el ámbito paleohispano F. Marco usa con frecuencia el referente heroico para explicar aspectos dela ideologia y religión atestiguados iconográficamente.

4. Otra vertiente es la polémica europea, con ramificaciones locales, entre “celtómanos” y “celtoescépticos”; Sims-Williams1998 y, para el noroeste, Díaz Santana 2002.

5. García Quintela 1999, 179-222; 2003; 2004, 52-56; García Quintela, Santos Estévez 2000; Santos Estévez, García Quintela2000. Puedo decir que las peculiaridades de la hexis podal se han cruzado de modo inesperado en mi investigación desdehace años, ya en uno de mis primeros trabajos (García Quintela 1989) el análisis de la posición de los pies en contextos depaz o guerra era relevante. Más tarde, el encuentro con M. Santos Estévez y su conocimiento de los petroglifos de Galiciapor las fechas en que había leído a Delpech (1997) me hicieron volver sobre el tema. Todo indica que seguiremos: tenemos

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en cantera una decena de nuevas rocas con pies y, ascendiendo en la anatomía humana, esperamos poder ocuparnos de lasrodillas. Que no es un tema baladí lo refleja la importancia que tiene la postura erecta en el proceso hominización, pero tam-bién en la construcción de una dialéctica entre las técnicas del cuerpo y la cultura material, sobre estos temas me parece suge-rente (Warnier 1999).

6. Dadas algunas cosas que se leen, puede ser oportuno recordar que desde la mitad de los años 20 Dumézil frecuentaba losseminarios de M. Mauss, sobrino y heredero intelectual de Durkheim, y socialista; a inicios de los 30 siguió a M. Granet, si-nólogo y sociólogo, de militancia comunista. Sin pensar en un Dumézil oportunista de izquierdas para la ocasión, como su-giere A. Momigliano en una improbable reconstrucción de su evolución intelectual, es verosímil que el concepto de “refle-jo” y su sentido lleguen a Dumézil en esta época de un pensamiento sociológico influidu por el marxismo.

7. García Quintela et al. 2003; Santos Estévez, García Quintela 2003; García Quintela, Santos Estévez, en prensa a, b. Estostrabajos desarrollan los estudios previos, arqueológicos, de Santos Estévez et al. 1997; Parcero Oubiña et al. 1997, 1998.Cuando los conocí, sus conclusiones me parecieron de una obviedad aplastante considerando lo sabido sobre santuarios ex-traurbanos entre griegos, romanos y galos. El reto ha sido, y es, insertar el caso particular de los santuarios castreños en laproblemática histórica general de los santuarios.

8. Cuando digo que no tengo a priori, no pretendo carecer de manías, fobias o fílias, incluso reconozco que tengo subcons-ciente, aunque Freud ya no esté de moda, y tengo sueños, aunque no los recuerdo con frecuencia; digo, simplemente y toman-do este ejemplo, que nunca se me pasó por la cabeza dedicarme al estudio de Lug y que ha sido el seguir pistas cuya senti-do inicial desconocía lo que me ha llevado a ocuparme de este dios. Del mismo modo, tampoco había proyectado en ningúnmomento dedicar a los pies todo el tiempo y ios escritos que llevo sobre el tema.

9. González Fernández, Rodríguez Colmenero 2002. Las lecturas propuestas son: Lucobo / Arousa(ego) V(otum) s(olvit)l(ibens) m(erito) / Rutil[ia] / A-n-t-ian-ia Luc(ovis). Gud / ar·ovis / V-ale[r(ius)] / Cle[m](ens) / v(otum) l(ibens) s(olvit) Losautores concluyen de la mención al:la vez plural y singular de la divinidad que se trataría de un apelativo indígena comúnequivalente a los términos latinos deus/dii, lar/lares etc. “residiendo en el segundo elemento la individualización de cada unade las divinidades” (p. 245-6). Por otra parte, los autores indican que las dedicatorias en plural conocidas presentan tres focu-li en la parte superior del ara, mientras que la dedicatoria singular solo uno y que lo habitual en el convento lucense es quelas dedicatorias a los lares viales se asocien con tres foculi sospechando, como consecuencia, “si las dedicatorias a los Lu-coubus, al menos en plural, no constituirían la versión indígena de los dioses de los caminos”, aunque reconocen, como argu-mento en contra, que otra dedicatoria, esta vez a Reo Paramaeco, también presenta tres foculi (p. 246). Es deseable la pron-ta publicación del material votivo asociado cuyo hallazgo indican sin mayores precisiones. Falta en todo el argumento men-cionar que son ¡¡¡ dedicatorias al dios celta Lug !!! En concreto, sobre el uso indistinto del plural y el singular véase de Ber-nardo Stempel 2003 y en prensa, donde destaca este uso como común en las menciones a los dioses celtas.

10. La etimología popular del topónimo Zas, ayuntamiento de Boborás, se incluye en el relato folclórico de un matrimoniodifícil de consumar, de estructura igual al relato de las Bodas de Viriato, García Quintela et al., en prensa.

11. Es la postura que defienden los Megaw en su debate con los celtoescépticos y que estos no son capaces de rebatir ade-cuadamente. Megaw, Megaw, 2002, 48, citan su libro de 1970 donde escribían: “Iron Age and particularly La Tène art is pre-dominantly a religious art”.

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El atiborrado despacho del agente especial Mul-der en la exitosa serie de TV Expediente X aparecepresidido por un cartel en el que un platillo volan-te sobrevuela una leyenda que reza en grandes ca-racteres: “I want to believe”. Esa imagen vino a micabeza en el mismo momento en que se me ofreciótan amablemente la posibilidad de escribir estasbreves reflexiones, sin duda porque expresa, sal-vando las distancias, bastante bien mi postura res-pecto del celtismo visto desde Galicia: yo tambiénquiero creer.

En el mundo de las convicciones religiosas exis-ten varias formas de implicación: desde una postu-ra fundamentalista y dogmática, acrítica, hasta unateismo no menos acrítico, pasando por todo unabanico de intermedias propias del creyente “nor-malito”, del creyente “pero no tanto” o “depende”,y del agnóstico que todavía no ha sido iluminadopor la verdadera fe pero que no descarta que tal co-sa pueda llegar a acontecer. En el tema concretodel celtismo, la situación por aquí es harto similar;así, sin salir de los ambientes académicos, nos en-contramos con posturas a favor y en contra pocomenos que irreconciliables, y en el medio de ellas,como era de esperar en un sitio como Galicia, unamayoría de cómodos defensores del “no sabe, nocontesta” o del “depende”. Vaya por delante que elque suscribe milita desde siempre y de manera ac-tiva en el bando del agnosticismo, posición por cier-to muy poco envidiable pues corre fundado riesgode recibir fuego graneado desde los dos extremosdel espectro. Sé de lo que hablo: por un mismo de-lito -el ser celtoescéptico-, conspicuos defensoresde la celticidad galaica me han tachado pública-mente tanto de malvado neofranquista negador delas esencias patrias como de perverso proveedor deargumentos separatistas para la balcanización ydisgregación de la unidad de España… No sé. Sidesde el celtismo militante se pueden defenderposturas tan antitéticas, parece que algo falla, ¿no?

En fin. Uno lleva en esto ya el tiempo suficien-te como para estar un poco de vuelta de todo y, nicomulgar con todas las ruedas de molino que se leofrecen con prodigalidad digna de mejor causa, niadoptar posturas extremas a la contra; de hecho,entre las poquísimas cosas frente las que este hu-milde arqueólogo adopta una actitud “anti” no seencuentra de ninguna manera el celtismo por más

que algún analista poco informado le haya incluidocon no poca simplicidad en un supuesto y no muybien definido bando “anticeltista”. No. Del mismomodo que el agnóstico no niega nada -aunque serátildado de ateo por los creyentes más ortodoxos-,este escéptico tampoco niega a priori la realidadcéltica; simplemente, practica el santotomasismo ysigue fielmente a Guillermo de Occam; en otraspalabras: que es duro de mollera y necesita pruebaspara creer. Pruebas materiales, tangibles; las creen-cias son otra cosa.

Pruebas. Causa asombro que a estas alturas ha-ya necesidad de traer a colación algo tan obvio. ¿Oes que puede resultar descabellado el reclamar quecualquier hipótesis, cualquier teoría que se lance sehaga asentándola sobre un número razonable dedatos, de hechos acreditados, analizados, razona-dos y, en suma, contrastados?; de lo contrario -y pi-do disculpas por mi ingenuidad y mi simpleza-, es-taremos ante construcciones teóricas más o menosbrillantes, sugerentes o lo que se quiera, pero que ala postre a lo único que conducen es a esclerotizarla investigación y a confundir a los investigadores.Cuando no se lanzan, tal parecería, con el único finde épater les bourgeois. Por no hablar tantas autén-ticas ocurrencias, que, como era de temer por supropia naturaleza, suelen ser asumidas y jaleadasde inmediato por los medios de comunicación,siempre atentos a todo lo que se salga de lo normal.

Pruebas en primer lugar para poder aceptar, yade entrada, la mayor: que cuando utilizamos el tér-mino celta y sus derivados nos estamos refiriendoa una realidad histórica. Parece bastante obvio queel punto de partida en toda discusión ha de ser laclarificación de los conceptos en litigio. Pues bien,me temo que mal empezamos si tras repasar la bi-bliografía más actual la conclusión obvia es quehoy día lo que se entiende por “celta” sigue siendode una indefinición clamorosa. Sí, ya sé que mu-chos no estarán de acuerdo con lo que acabo deafirmar, y sin duda tendrán muy clara su percep-ción del tema. Sin duda. Pero estoy casi seguro deque esa visión será, en líneas generales, sólo suya.¿Me equivoco?. Cojamos al azar a un filólogo, a unhistoriador de la Antigüedad y a un arqueólogo conobra publicada sobre lo celta y veamos en quécoinciden y en qué difieren. El resultado ya lo sa-bemos.

Quiero creer. Reflexiones desde Galicia de un escéptico en celtismo

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Suponiendo -y ya es mucho suponer- que de loque estamos hablando es de un grupo étnico que sehabría originado en las tierras de la Europa Centraly se habría expandido a lo largo, digamos, de la Se-gunda Edad del Hierro, deberían estar consensuadasunas características mínimas, exclusivas, que defi-niesen con seguridad al grupo y marcasen unas di-ferencias claras. ¿Existen?. ¿Seguro?. Por favor:que se me digan, porque si analizo la situación dela Europa Occidental en la segunda mitad del últi-mo milenio a.C. -grosso modo-, lo que me encuentroes con un mosaico de realidades con acusadas dife-rencias en el plano lingüístico, en el religioso, enlas costumbres funerarias, y en los aspectos arqui-tectónicos y de cultura material como mínimo.¿Pueden explicarse esas diferencias acudiendo sinmás a la existencia de “culturas regionales” dentrode una Céltica paneuropea en la que según se afir-ma se compartirían cuando menos religión, costum-bres y organización social?. Y en el caso concretode las afinidades, que las hay, faltaría más: ¿no se-rán más bien producto de la convergencia, o delfondo cultural común indoeuropeo, o de la intensaactividad desarrollada durante la Edad del Bronce?¿No se detectan tantas o más analogías a lo largode las tierras del occidente de la Europa templadadurante las distintas etapas de la Edad del Bronce?.¿Y en el Neolítico?. Y… francamente: coincido conJ. Collis y creo que en el caso concreto que nosocupa estamos dando muchas cosas por hecho,construyendo la casa por el tejado o, ya que escribodesde Galicia, “poñendo o carro diante dos bois”(poniendo el carro delante de los bueyes). Seguroque estoy equivocado y espero que se me saque delerror con argumentos de peso. Entre tanto, me atre-vo a sugerir que se aplique la “navaja” de Occam yse inicie un proceso de deconstrucción de “lo cel-ta” hasta ver si se puede llegar a un mínimo comúndenominador.

No les extrañe mi obsesión por alcanzar el con-senso en cuanto a la definición del tema. Es que es-cribo desde Galicia. Y en Galicia, “lo celta” se en-tiende -se vive, diría mejor- de forma harto dife-rente a como se hace en el resto -o en la inmensamayoría- de los tradicionales “territorios celtas”. Aun soriano medio -pongamos por caso- seguramen-te le traerá sin cuidado que sus antepasados hayansido celtas o no; por el contrario, a un gallego me-dio sí le importará; es más: le importará mucho,tanto, que lo más probable es que acabe afirmandocon orgullo que él es un celta porque pertenece a la

raza -ya salió la tan temida palabra- celta, y queprecisamente por ello Galicia y los gallegos fuerony son diferentes. Más adelante, ya en función de sunivel de erudición, irá modificando el discurso ha-cia lo políticamente correcto pero siempre, siempre,entendiendo “lo celta” desde el punto de vista étni-co y de lo diferenciador: Galicia fue y es distintaporque fue -y es- celta. La verdadera seña de iden-tidad de Galicia -casi extinto ya el universo míticocampesino de los mouros- sería su condición de te-rritorio celta, y a lo más que se llega fuera de losambientes académicos es al empleo de una concep-ción vaga del celtismo, de fuerte carga romántica ysentimental, que lo entiende como vehículo deunión entre los finisterres atlánticos dentro de co-rrientes más o menos próximas a la antiglobaliza-ción. Nada nuevo, por cierto. Si, por poner un ejem-plo un tanto chusco, se está “fabricando” un llama-do “cerdo celta” en la Facultad de Veterinaria deLugo, no es para emparentarlo con sus congéneresde Irlanda, Bretaña o Escocia sino para diferenciar-lo del cerdo ibérico. No sé si me explico. Se mirecomo se mire, el concepto de “lo celta” está en Ga-licia fuertemente lastrado, y resulta de todo puntoinútil intentar abordarlo sin tener en cuenta estedetalle. Y no digamos nada de su creciente vindi-cación por grupos de ideología nazi, o por el mun-do en expansión de la new age, de lo esotérico y loparanormal. Tal parece que el celtismo vale paratodo. No es casual que alguien haya calificado hacepoco y desde Galicia al celtismo de “peligroso ar-tefacto ideológico”. Yo no me atrevo a tanto, perohe de reconocer que lleva ese camino. En realidad,sólo desde fechas muy recientes, y por supuestodentro de la alta erudición, se viene entendiendo “locelta” en Galicia como elemento de unión; ahorabien, hemos de reconocer que la trascendencia so-cial de esta forma de entender el fenómeno puedeser catalogada como poco menos que irrelevante.

El porqué de esta forma de entender “lo celta”en Galicia ya ha sido abordado con amplitud, demodo que no insistiré en el tema para no alargar deforma innecesaria estas breves reflexiones. Diga-mos, no obstante, que tantos años de adoctrina-miento calaron hondo, hoy en día, en vez de ate-nuarse, la cosa ha mutado hasta el aburrimiento, di-versificándose hasta devenir en una especie de de-nominación comercial de origen dentro de la cualcabe absolutamente de todo y que engorda día a díaal ser potenciada sin el más mínimo rubor por laadministración autonómica gallega. La confusión

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sobre “lo celta”, al menos en Galicia, es de tal cali-bre, que nos obliga a recordar una vez más que es-tas reflexiones están hechas desde Galicia y tenien-do presente por encima de todo la realidad gallega.

De modo que trataremos de reanudar el hilo con-ductor en cuanto a la condición o no de celta delmundo galaico prerromano. Ya hemos hablado delos problemas de definición. Aún así, supongamos,como defiende la corriente académica celtista másacreditada, que la celticidad galaica partiría de lallegada y asentamiento de uno o más grupos étni-cos celtas procedentes, en última instancia, del co-razón de la Europa continental. Supongamos, digo,porque hasta donde he podido conocer, ni se hanexplicado con una mínima garantía los mecanis-mos de llegada ni se ha detectado señal alguna ine-quívoca en el registro arqueológico que apunte auna migración. No lo niego: sólo quiero que se meexplique con datos comprobados y no se dé, otravez, por algo sabido sin más. Y, por favor, que nose acuda, como es tan frecuente, bien a obviar lainformación arqueológica -pues en nuestra modes-ta opinión pocas cosas hay más útiles que el regis-tro arqueológico para entender a una comunidad-,o bien a la cómoda y manida “invisibilidad” de losmovimientos de población -porque no es cierta yporque no estamos hablando de una incursión tem-poral sino del asentamiento de una población conunas características culturales, se supone, propias-.Si el registro material no marca rupturas apreciablesentre el Bronce Final y el comienzo de la CulturaCastrexa, ¿dónde están las huellas de los recién lle-gados? Porque no se me estará insinuando que lasbusque a lo largo del desarrollo del fenómeno cas-trexo, verdad?

Pero imaginemos que los mecanismos de la celti-zación hayan sido más complejos. Tendríamos en-tonces que atender a las similitudes en aspectos cla-ve dentro del territorio céltico, a los rasgos cultura-les básicos que definirían y caracterizarían lo quehemos de entender por céltico a lo largo y ancho deese territorio. Y comprobar si esos atributos célticosse detectan en el espacio territorial que los romanosbautizarán en su momento como Callaecia.

Claro. Llegados a este punto nos damos de bru-ces con la problemática que comentábamos al prin-cipio: la escasa definición del fenómeno, la falta deuna ley de mínimos. Bajemos, pues, el listón yaceptemos que habrá que pensar en que a lo largodel territorio céltico se compartirían, cuando me-nos, un modelo de organización social, un tipo de

religión y unas costumbres semejantes; de lo con-trario, francamente, no sabría de qué estamos ha-blando. Huelga decir que la defensa de la celticidaddel mundo galaico prerromano supondría demostrarfuera de toda duda razonable la presencia en él derasgos distintivos compartidos con los restantes te-rritorios tenidos por célticos. Veamos si esto es así.

Pues me temo que la realidad es bastante tozuday no se lo pone nada fácil a los defensores del cel-tismo, que es sobre los que recae la carga de laprueba. Lo digo porque, ya de entrada, nos encon-tramos aquí con una forma de organización socio-política de tipo territorial -el castellum- que con-trasta con las gentilidades del mundo celta. Esta-mos ante una verdadera diferencia, más allá de ras-gos compartidos que pueden entenderse desde loindoeuropeo y que se pueden detectar en momen-tos y lugares completamente apartados de los quenos ocupan ahora. Personalmente, y siguiendo coneste orden de cosas, me resulta muy difícil aceptarsin más que, digamos, una leyenda medieval breto-na o un rasgo cultural irlandés altomedieval nosaporten información sobre el mundo galaico pre-rromano; o que el grabado de una supuesta huellahumana sobre una roca nos esté desvelando la exis-tencia de un ritual céltico de investidura soberanaporque desde la roca en cuestión se divisa un cas-tro. Pregunta al respecto: ¿cómo deducimos que“huella” y castro son sincrónicos?; item más: ¿co-noce alguien un punto del territorio galaico desdeel que no se divise, por lo menos, un castro?. Nome convencen ni la metodología, ni el resultado. Ylos ejemplos podrían multiplicarse. No soy capazde ver en el mundo castrexo prueba alguna que ha-ble a favor de una sociedad fuertemente jerarquiza-da y gobernada por aristocracias guerreras. Ni si-quiera para sus momentos finales, cuando sin dudase había producido un claro reforzamiento de la de-sigualdad social. No logro verlo. Pero puedo estarequivocado.

Como también puedo estar equivocado si luegode analizar las evidencias actuales en lo que atañea la religiosidad castrexa sigo sin tener nada claromás allá de su condición indoeuropea. Sin entraren la cronología de los testimonios, todos ya deépoca romana -lo que cuando menos debería obli-garnos a actuar con prudencia-, no sé cómo se pue-de proponer que los castrexos eran de religión celtacuando resulta que la inmensa mayoría de su pan-teón es exclusivo y, salvo contadísimas excepcio-nes, ni los teónimos indígenas tienen referentes

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exactos en las zonas célticas “canónicas”, ni lasdivinidades célticas “canónicas” aparecen en el te-rritorio castrexo. Y por si lo anterior no fuera ya depor sí sintomático, por más que se ha intentado nohay forma de demostrar la presencia de la tercerafunción duméziliana en la religión castrexa. En-tonces, ¿De qué estamos hablando?. Y si nos aden-tramos en el campo de las costumbres funerarias,¿Cómo diantre ligamos a “lo céltico” las poco me-nos que desconocidas prácticas castrexas?. Peropuedo estar equivocado, naturalmente.

Y sin duda estoy equivocado cuando ni siquierasoy capaz de ver clara la celticidad castrexa en elplano lingüístico. Y no me voy a referir al ya de porsí curioso fenómeno que supone el que todavía nohaya tenido la oportunidad de asistir a la feliz coin-cidencia entre dos lingüistas, una carencia que se-guro he de achacar a lo parco de mi formación entan compleja materia. No. Es que todo da a enten-der que lo que la paleolingüística revela a grandesrasgos es un ambiente nada uniforme, en el que ha-brían convivido una lengua claramente precélticacon una -el galaico-lusitano- en la que los autoresno se ponen de acuerdo en cuanto a su celticidadaunque predominen de forma notoria los que laniegan, y una tercera ya encajable en el grupo delenguas célticas si bien con rasgos propios. Es de-cir: diversidad. Por cierto, la misma diversidad quesugiere el registro arqueológico. Pero en cualquiercaso, y por más que haya quien se aferra a ella conuñas y dientes, la lingüística no es una herramien-ta definitiva para el tema que nos ocupa. Lo sientosi incomodo a alguien, pero en mi modesta opiniónes el registro material el que nos va a informar conmayor nitidez.

Y el registro arqueológico es meridianamenteclaro. Si hay algo que pone de manifiesto la infor-mación acumulada hasta el día de hoy es la singu-laridad de la Cultura Castrexa en el marco europeooccidental. Es más: de resaltar afinidades con otrosfocos culturales, éstas se muestran infinitamentemás claras con relación al Mediterráneo que conrespecto a las áreas tenidas como célticas en senti-do estricto; si en concreto los rasgos presuntamen-te hallstátticos del fenómeno castrexo son escasosy tomados por los pelos, los que podríamos califi-car como laténicos son, simplemente, inexistentes.¿Podemos defender la celticidad castrexa atendien-do al registro arqueológico?. Lo dudo, pero puedo

estar equivocado. Y aquí podemos incluir desde lasformas de expresión plástica hasta la arquitecturadoméstica y la misma organización de los poblados.

En resumidas cuentas, que en mi opinión la vi-sión que se deduce de los datos contrastados nospresenta el territorio galaico prerromano dotado deunas características bastante peculiares, que marcanacusados contrastes con las áreas limítrofes másallá de las compartidas derivadas de su condiciónindoeuropea y de los contactos mantenidos a lo lar-go de la Edad del Bronce. La Cultura Castrexa, consus naturales diferencias internas, ofrece, observa-da desde el exterior, unos rasgos propios tan mar-cados que no necesitan de demostración: cualquie-ra los puede ver, y de hecho la administración ro-mana no los pasó por alto. Espero que por defendersemejante obviedad no se me adjudiquen perversosplanes contra la sagrada unidad de España. Simple-mente, es lo que hay.

En resumidas cuentas: que hasta donde me esposible llegar encuentro muchos más argumentosen contra que a favor de la integración de la Edaddel Hierro galaica en una supuesta comunidad cul-tural celta -que para colmo de males tampoco ten-go muy clara-. A no ser que bajemos tanto el listónque diluyamos lo que debería ser una comunidadcultural con rasgos bien definidos hasta convertir-la en una mera referencia geográfica en la que que-pa de todo. A mí, lo confieso, me preocupa muypoco el asunto. Lo que no entiendo -o a lo mejorsí,…- es que a estas alturas el celtismo siga mo-viendo tantas filias y tantas fobias, tantos enfrenta-mientos, que por cierto recuerdan tanto al mundode lo religioso. Pero a lo mejor estoy equivocado.Si así fuere, por favor, permitan que conozca susargumentos, ilumínenme, libérenme de la ignoran-cia. Tengan la seguridad de que si me llegan a con-vencer no dudaré en apostatar a grandes voces demi error, y, cubierto de ceniza, abrazar la verdadcon la fe del converso. Ya sé que soy duro de mo-llera, pero, créanme, como Mulder, yo también“quiero creer”.

Antonio de la Peña Santos

Museo Provincial de PontevedraPasanteria, 10. 36002 Pontevedra

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