Un Relato Sobre Kafka (Piglia)

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2. UN RELATO SOBRE KAFKA LA LÁMPARA Podemos pensar ahora en otra escena de lectura y en una situación que es a la vez singular, cotidiana, casi im- perceptible. Se trata de una maniobra mínima en una larga y com- pleja estrategia, una especie de guerra de posiciones bas- tante típica en la obra de Kafka. Un leve giro indirecto en el interminable fluir de la correspondencia entre Kafka y Felice Bauer, que -como ha dicho Canetti en El otro pro- ceso de Kafka- es uno de los grandes acontecimientos de la historia de la literatura. Esa correspondencia es un ^em- pio extraordinario deJ^^^toETpoQ^TS^a j^l otro,^^ TFcorffl^za^en.k acción que la lectura produce en el otro, ^SeTaTseducción porii~letr^'<<^rá'^u:fto~que uño puede "átaFTíTna muchacha con la escritura?», se preguntaba Kaf- ka en una carta a Max Brod, seis meses antes de conocer a Felice. Y de eso se trata. La escritura de esas cartas permite analizar los proce- dimientos de la escritura de Kafka en todo su registro, pero también es una estrategia de lectura la que está en 39

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Un relato Sobre Kafka (Piglia)

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2. UN RELATO SOBRE KAFKA

LA LÁMPARA

Podemos pensar ahora en otra escena de lectura y en una situación que es a la vez singular, cotidiana, casi im-perceptible.

Se trata de una maniobra mínima en una larga y com-pleja estrategia, una especie de guerra de posiciones bas-tante típica en la obra de Kafka. Un leve giro indirecto en el interminable fluir de la correspondencia entre Kafka y Felice Bauer, que -como ha dicho Canetti en El otro pro-ceso de Kafka- es uno de los grandes acontecimientos de la historia de la literatura. Esa correspondencia es un ^em-pio extraordinario deJ^^^ toETpoQ^TS^a j^ l otro,^^

TFcorffl^za^en.k acción que la lectura produce en el otro, ^SeTaTseducción porii~letr^'<<^rá'^u:fto~que uño puede "átaFTíTna muchacha con la escritura?», se preguntaba Kaf-ka en una carta a Max Brod, seis meses antes de conocer a Felice. Y de eso se trata.

La escritura de esas cartas permite analizar los proce-dimientos de la escritura de Kafka en todo su registro, pero también es una estrategia de lectura la que está en

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juego. Kafka convierte a Felice Bauer en la lectora en sen-tido puro. La lectora atada a los textos, que cambia de vi-da a partir de lo que lee (ésa es la ilusión de Kafka). Se tra-ta a la vez de un aprendizaje y de una iniciación. Felice es casi una desconocida, un personaje en muchos sentidos inventado por las cartas mismas. Y, al mismo tiempo, es la construcción de una de las más persistentes y extraordina-rias figuras de lector que podemos imaginar, presente como todo lector en su ausencia. Como las respuestas de Felice se han perdido, la correspondencia va en una sola dirección. Felice es la lectora que es preciso construir e imaginar, como ha hecho Kafka.

En 1912, el primer año de esta relación epistolar, Kaf-ka escribe casi trescientas cartas. Dos, tres y hasta cuatro cartas por día. Sólo palabras escritas. Las cartas son iguales a su escritura, por momentos la acompañan y por mo-mentos la sustituyen, pero tienen un destinatario concre-to: alguien (que al principio es casi un desconocido) espe-ra las cartas, alguien soporta las consecuencias. Casi nunca se ven, sólo se escriben. La seducción y la lectura. Las rela-ciones ya han sido señaladas. Los amantes se encuentran en el texto que leen. Dar a leer la experiencia. La lectura tiene un lugar central; la figura de la lectora, de una mujer que espera, es la clave de la historia.

Para hacer visible esa relación, luego de tres meses de intensa correspondencia, Kafka le envía una cita (en este vínculo donde casi no hay citas, donde los amantes casi nunca se encuentran). Se trata de un poema chino del si-glo XVIII, que Kafka copia para Felice Bauer en su carta del 24 de noviembre de 1912. El poema, de Yan Tsen-tsai, es éste:

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En la noche profunda En la noche fría, absorto en la lectura de mi libro, olvidé la hora de acostarme. Los perfumes de mi colcha bordada en oro se han disipado ya y el fuego se ha apagado. Mi bella amiga, que hasta entonces a duras penas había dominado su ira, me arrebata la lámpara y me pregunta: ¿Sabes la hora que es?

Kafka le envía el poema a Felice se supone que pa-ra prevenirla. ¿O quizá para atraerla? En todo caso, para anunciarle lo que está por venir. Un movimiento Firme en la red de sus desplazamientos y de sus vacilaciones. Lo que hace Kafka aquí es usar (como Scharlach) lo que lee para sus propios fines.

La correspondencia es la gran intriga de la relación sentimental, pero en el caso de Kaflca asistimos a una va-riante. Se da a leer no sólo para seducir, sino también para mantener a distancia. Y se deja ver, con nitidez, el estilo de Kafka, hecho de parábolas, chino digamos, y también jurídico (la prueba, el caso, el ejemplo hipotético que se usa en un juicio).

En su correspondencia con Felice, Kafka se refiere va-rias veces a ese poema porque condensa toda la relación entre ellos y alude a un mundo del que se siente cerca. En un sentido, podríamos decir que el contexto del poema es toda la obra de Kafka (o toda la experiencia de Kafka). En cualquier caso, para leer el poema hay que recurrir a toda su obra.

Me gustaría llamar la atención, antes que nada, sobre el objeto de disputa: la lámpara; la veremos aparecer varias veces en este trayecto. Luego destacaría la interrupción, la lectura interrumpida (ya hemos dicho algo sobre esto

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a propòsito de Borges). Y también el trabajo nocturno: el aislamiento y el silencio. Y por fin lo más importante, la presencia de una mujer, la convivencia con una mujer. O mejor, la tentación, el llamado, de la mujer. Mucho tiempo después, Kaflía lo hará explícito en uno de sus afo-rismos de 1918: «El bien nos atrae hacia el mal como la mirada de la mujer nos atrae a la cama.»

Todo esto no está dicho todavía, desde luego, ni si-quiera sabido, podríamos decir. Y se hará claro unos meses después, cuando las reglas del juego hayan cambiado (por culpa de Felice, según Kafka). Si uno lee las cartas como se supone que debía leerlas Felice (una detrás de otra, en una temporalidad continua que va completando el senti-do, como en un folletín sentimental y único), puede ver que en un momento se produce un viraje que se hará evi-dente dos meses después.

Para entonces, como veremos, todo habrá cambiado. Kafka ya no va a querer casarse con su prometida y le dirá la razón a su modo, elusivo y a la vez directo, con un co-mentario del poema.

En la carta del 23 de enero de 1913, Kafka se refiere al poema de este modo: «Esa amiga del poema no es mala, esta vez la lámpara se apaga de veras, la calamidad no era tanta, aún queda mucha alegría en ella. Pero ¿y si hubiera sido la esposa y esa noche no fuera una noche cualquiera, sino un ejemplo de todas las noches, y naturalmente en ese caso no sólo de las noches sino de toda la vida en co-mún, esa vida que sería una lucha por la lámpara? ¿Qué lector podría sonreír aún?»

La escena de lectura es una parábola sobre los peligros de la vida matrimonial (¿o es a la inversa?). Se concentra allí, desplazada, la razón de la amenaza. La defensa de la soledad.

El contexto del poema (el primer contexto, habría que

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decir) es una fantasía de aislamiento que sus versos concen-tran e invierten. Kafka le ha hablado del tema unos días antes.

«Se me ha hecho muy tarde escribiendo y una vez más me viene a la memoria, hacia eso de las 2 de la madru-gada, el sabio chino», le escribe el 14 de enero de 1913. «Una vez me dijiste que te gustaría estar sentada a mi lado mientras escribo; pero date cuenta de que en tal caso no sería capaz de escribir [...] nunca puede estar uno lo bastante solo cuando escribe, [...] nunca puede uno rodearse de bastante silencio [...] la noche resulta poco nocturna, incluso.» Y en-tonces sigue la más extraordinaria descripción que se pueda imaginar de las condiciones de una escritura perfecta: «Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cue-va con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóve-das, sería mi único paseo. Acto seguido regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y enseguida me pondría de nuevo a escribir. ¡Lo que sería capaz de escribir entonces! ¡De qué profundidades lo sacaría! ¡Sin esfuerzo! Pues la con-centración extrema no sabe lo que es el esfuerzo. Lo único que quizás no perseverase, y al primer fracaso, tal vez inevi-table incluso en tales condiciones, no podría menos que hundirme en la más grande de las locuras: ¿qué dices a esto, mi amor?¡No retrocedas ante el habitante de la cueva!»

Difícil encontrar algo más extremo. La torre de marfil suena frivola ante este sótano, y la isla de Robinson se puebla demasiado rápido. Esa forma de vida es la garantía de un uso del lenguaje absolutamente único.

Su metáfora es la guerra, la vida militar, el mundo mas-culino del ejército. La experiencia pura y la amenaza, el ries-

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go y el heroísmo. «Lo que la guerra en sí hace sentir a cada uno es algo que, en lo esencial, no se puede saber», le dirá a Felice el 5 de abril de 1915. Hay algo de inefable ahí. La guerra le sirve a Kafka para describir su relación con la lite-ratura. Mejor sería decir, es la metáfora o la ilusión de un modo de vivir que sería la condición de un lenguaje nuevo, de un uso nuevo del lenguaje. Kafka piensa en la guerra, en el acoso, en la situación de peligro, en cavar trincheras, en ataques inminentes. Defiende posiciones, libera zonas.

En todo caso, la escritura está ligada a la disciplina es-tricta, a las acciones nocturnas, al aislamiento, a un tipo de organización rigurosa que Kafka asocia con el mundo militar. En 1920, al retomar la escritura luego de una lar-ga interrupción, anota en su Diario: «Hace unos días he reanudado mi vida «de campaña», o mejor dicho "de ma-niobras", la misma que hace unos años descubrí que era la mejor para mí temporalmente.»

La atracción por la representación militar de la vida, esa analogía entre guerra y literatura, se percibe en el sor-prendente interés de Kafka por Napoleón y su estrategia militar; en el Diario aparecen notas de lectura sobre dis-tintos momentos de la vida de Bonaparte y hay un largo análisis de las causas de su derrota en Rusia (Diario, 1 de octubre de 1915). Kafka como analista militar. Hay algo de eso. En realidad, Kafka escribe sobre Napoleón cuando quiere pensar en su experiencia con la literatura.

A primera vista nada parece menos kafkiano que Na-poleón. Pero no se trata de la fascinación de Stendhal por la ambición del emperador, ni tampoco de la de Raskolni-kov por el Napoleón de la acción privada; Kafka descu-bre, en cambio, al general vacilante y perplejo, en medio del combate. Le llama la atención su inactividad durante la batalla de Borodino. «Todo el día estuvo en una hondona-

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da caminando de un lado para el otro y sólo dos veces su-bió a una colina.» Napoleón como un personaje de Kafka.

La dramática retirada del ejército francés vencido en Rusia le interesa especialmente y reaparece varias veces en el Diario. Podríamos imaginar un relato de Kafka sobre la experiencia de las masas militares en fuga por las planicies heladas. De hecho, cuando en 1924 Kafka busca un símil para explicar la catástrofe personal que está viviendo recu-rre otra vez a Bonaparte. Ese año Kafka ha resuelto por fin dejar Praga y se ha instalado en Berlín, en plena espi-ral inflacionaria. Su decisión le parece una completa lo-cura, sólo comparable «con la campaña de Napoleón en Rusia».

La guerra es una metáfora de la experiencia pura y a la vez es un tema. En todo caso, debemos recordar que cuan-do empezó a escribir su primer relato (el que Kafka con-sidera su primer relato, es decir, «La condena») su objetivo era describir una batalla.

Aislamiento, vida militar. No ser interrumpido. ¿Có-mo incluir a una mujer en ese mundo? La clave del poema chino, ya lo hemos dicho, es la escena de la interrupción.

COMO SE...

La interrupción, gran tema de Kafka, la interferencia . que impide llegar a destino. La suspensión, el desvío, la postergación: esto es clásico en él, lo narra siempre, pero define también el registro de su escritura. Su estilo es un arte de la interrupción, el arte de narrar la interferencia.

La escritura misma queda a menudo suspendida en el aire. La nota que Kafka escribe el 20 de agosto de 1912 en

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el Diario sobre su primer encuentro con Felice se inte-rrumpe en medio de una frase: «Mientras me sentaba la miré por primera vez con más detenimiento; cuando estu-ve sentado ya tenía un juicio inquebrantable. Como se... [Wieskh-.].»

«Como se... » Parece el título de un relato de Beckett. En realidad, toda la historia con Felice parece un relato de Beckett.

LaNanotación se interrumpe en medio de una frase mientras está hablando de Felice. No alcanza a decir. Lo que estaba por decir no se termina, queda en suspenso,

^ u é inte^umpió la anotación es algojpae nunca sa-cortada dice todoT^Yno

porque fuera a decir algo m'ás"de"ló''qüe^ce (aunqué~ñ^ fó' sábéinósV su. co^^ muy prometedor), sino por-

'que de hecho dice que hay más, que po^íaTiaber másT qüizá.una quien sáberXa cÓftjetu^^ el semido_ no ¿e cierra; ^ ' ^ ^ . ^ g u ^ a

"Antes que abierto, cojctado,, suspendido en el aire. Hay muchos otros ejemplos en sü^oEfa'He^e'iTiodo de

suspender la escritura. Tampoco sabemos por qué se cortan de pronto ciertos relatos. Uno de sus grandes textos finales, «La obra» (1923), un relato sobre el encierro, sobre la cons-trucción de una cueva, sobre la necesidad de aislarse y de-fenderse para no ser invadido (el relato que en un sentido comenta y narra el mundo del sótano), termina así: «Mi forma de cavar apenas produce ruido; pero si [el animal] me hubiera oído, yo también debería haberlo notado; al menos el animal habría interrumpido con cierta frecuencia su tra-bajo y habría aguzado el oído, pero todo siguió igual, el...»

Más que terminar, habría que decir que el relato se corta, se interrumpe. Lo mismo sucede en El castillo: «Era la madre de Gerstácker. Tendió a K. una mano tembloro-

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sa Y lo hizo sentarse a su lado; hablaba con dificultad, era difícil comprenderlo, pero lo que dijo...»

¿Qué dijo? ¿Qué iba a decir? Kafka tiene un modo muy particular de detenerse: hace visible que se ha inte-rrumpido. No sigue. No retoma las cosas donde han que-dado. No completa la firase, tampoco la tacha, la deja. Empieza de nuevo.

Tal vez la causa de la interrupción de la nota en el Diario haya sido el cansancio. Podemos pensar que no fiae una decisión de Kafka. Tal vez fiie el azar, la contingencia. (Siempre, claro, podemos imaginar que hay alguien que llega de improviso, como el vecino anónimo que interrum-pió a Coleridge cuando estaba redactando el Kubla Kan.)

En el poema chino, la mujer se lleva la lámpara. La interrupción, el acontecimiento de la interrupción diga-mos mejor, lo que viene desde afuera a cortar, es para Kaf-ka la amenaza máxima.

Al día siguiente del comentario sobre su encuentro con Felice, el 21 de agosto de 1912, escribe en el Diario: «He leído incesantemente a Lenz y gracias a él -así me en-cuentro- he vuelto en mí» (la cursiva es mía).

Primera cuestión: ¿de dónde vuelve? Segunda cues-tión: una lectura que no se interrumpe, incesante, le per-mite volver en sí.

También la escritura que no es interrumpida le per-mite volver en sí; en todo caso, encontrar lo que buscaba (en qué rutas, por qué maniobras). Escribe en su Diario el 8 de marzo de 1912: «He revisado algunos papeles viejos. Para aguantarlo hace falta recurrir a todas las energías. La desdicha que ha de soportar uno cuando, como me ha su-cedido siempre hasta ahora, interrumpe un trabajo que sólo puede salir bien si lo escribe seguido.»

La correspondencia como género está marcada por la

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interrupción, por la exigencia de continuidad, por la pau-sa entre una carta y la otra, por la obsesión de las cartas perdidas y la angustia del corte.

Las interrupciones. Cuando Kafka resuelve esa cues-tión -cada vez que la resuelve- y persiste sin detenerse, se convierte en un escritor.

La escena inaugural de su escritura está ligada a la es-critura sin cortes y sólo a eso. En una noche de 1912 escribe «La condena» de un tirón, directamente en su dia-rio. Kafka recordará toda su vida aquella noche como el instante en que sus sueños de escritor se vieron cumplidos.

«La condena» ha sido posible, según él, porqiie no su-frió ninguna interrupción. La clave es haberla escrito de una vez, sin dudar, en silencio, aislado de todo.

El relato de cómo ha sido escrita explica, para Kafka, la calidad de la historia. Toda su vida será un intento de re-petir esa experiencia. Kafka la narra con precisión extrema.

É>iario, 25 de septiembre de 1912. «Esta historia, "La condena", la he escrito de un tirón, durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. Casi no podía sacar de debajo del escritorio mis piernas, que se me habían quedado dormidas de estar tanto tiempo sentado. La terrible tensión y la alegría a medida que la historia iba desarrollándose delante de mí, a medida que me iba abriendo paso por sus aguas. Varias veces durante la noche he soportado mi propio peso sobre mis espaldas. Cómo puede uno atreverse a todo, cómo está preparado para todas, las más extrañas ocurrencias, un gran fuego en el que mueren y resucitan. Cómo empezó a azulear delan-te de la ventana. Pasó un carro. Dos hombres cruzaron el puente. La última vez que miré el reloj eran las dos. En el momento en que la criada atravesó por primera vez la en-trada escribí la última frase. Apagar la lámpara, claridad

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del día. Ligeros dolores cardíacos. El cansancio que apare-ce a la mitad de la noche. Mi tembloroso entrar en el cuarto de mis hermanas. Lectura. Antes, desperezarme de-lante de la criada y decir: "He estado escribiendo hasta ahora." El aspecto de la cama sin tocar, como si la hubie-sen traído en ese momento.»

Ha llegado el alba y el final. Toda la noche ha estado escribiendo sin la tentación de detenerse en una firase a medio hacer. Por eso, quizá, le gusta especialmente la per-fección del último párrafo de «La condena»: «En aquel momento atravesaba el puente un tráfico realmente inter-minable.» («Una frase perfecta», le dirá años más tarde a Milena.) La forma se define en esa frase, la historia, por fin, encuentra su final.

Ser un escritor para Kafka quiere decir escribir en esas condiciones. La escritura existe si se han creado las condi-ciones materiales que la hacen posible. Difícil encontrar un escritor más materialista.

Así concibe su relación con la escritura; mejor, así concibe la relación entre la escritura y la vida. No hay oposición, sólo que la vida se debe someter a esa continui-dad porque, en definitiva, ésa es la experiencia para Kafka.

Ahora se ve más claro. El relato de la noche en que es-cribe «La condena» es la réplica -la inversión- perfecta de la noche que aparece en el poema chino. Recordemos otra vez el final de su anotación en el Diario del 25 de septiem-bre de 1912. Kafka ha pasado la noche en vela, escribien-do «La condena». Empieza a clarear. La criada aparece cuando escribe la última frase. Ha llegado el alba y apaga la lámpara. Nadie ha venido a arrebatársela. El lecho está sin tocar.

Desde luego, parece un comentario del poema chino

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que le va a enviar a Felice dos meses después. Una escena se liga con otra, una situación define el sentido de la otra. Quiero decir, el poema chino está relacionado con el rela-to de la noche en que escribe «La condena». Las escenas se unen y se desdoblan y Felice está entre el poema y el rela-to (está en el poema y en el relato).

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CAMINOS EXTRAVIADOS

Esa noche, en las condiciones de aislamiento y soledad que han hecho posible la escritura, hay algo que falta decir. Y Kafka mismo se encargará de establecer la conexión.

El relato está ligado a Felice. La mujer a la que ha visto una sola vez se le aparece como la otra condición de la escri-tura. «Conclusiones de "La condena" para mi caso. Le debo a ella la historia por caminos extraviados», anota en su Dia-rio el 14 de agosto de 1913. Ya sabe, a su manera, que ella ha estado ligada desde siempre a esa historia. Ha sido escri-to por ella y también para ella y por eso se la dedica.

No es fácil entender la relación. Ha visto una sola vez a Felice, en una reunión en casa de Max Brod. De hecho es una desconocida. Mejor sería decir, él es un desconocido para ella. El 20 de septiembre, dos días antes de la redacción de «La condena», le ha enviado la primera carta a Berlín.

«Señorita. Ante el caso muy probable de que no pu-diere acordarse de mí lo más mínimo, me presento ante usted de nuevo: me llamo Franz Kafka, y soy aquel a quien saludó por primera vez una tarde en la casa del se-ñor director Brod, en Praga...» Eso se llama empezar.

La ha visto una vez (la ha entrevisto, digamos), pero la trama ya está construida. No le hace falta mucha realidad a Kafka, un fragmento mínimo le alcanza. «Invisible era el mundo de los hechos que contaban para él», ha escri-to Max Brod. Se define así cierto nexo entre la escritura y la vida que no pertenece a la categoría de lo autobiográfico.

relat9_ est^^ el propio Kafka desconoce la razón. La extraña^conexión..se,^ re-cién n í e ^ ^ ^ u é s . EÍ procedimiento es clave: Kafka pri-mero establece un eníace enigmáfíco y liiego en c el

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El 11 de febrero de 1913 escribe en su Diario: «Con ocasión de estar corrigiendo las pruebas de imprenta de "La condena" voy a anotar todas las correlaciones que se me han vuelto claras en esta historia, en la medida en que las tenga presentes.» Entonces comienza a traer de lo real fragmentos astillados que aparecen desplazados y cifrados en el relato. Empieza a entender la relación: «Frieda tiene el mismo número de letras que Felice y la misma inicial. Brandenfeld tiene la misma inicial que Bauer y mediante la palabra Feld también cierta relación en cuanto a su sig-nificado.» Frieda y Felice responden a la misma raíz ale-mana que felicidad.

Este procedimiento de relacionar «por caminos extra-viados» lo que ha vivido con lo que ha escrito, percibir fragmentos de realidad cifrados en los textos, es una de las claves del efecto Kafka.

Escrito el 23 de septiembre de 1912, un mes después de haberla visto por primera vez, el relato transforma el encuentro con Felice en un compromiso matrimonial: «Pero Georg prefería escribir cosas de este tipo a confesar que él mismo se había comprometido hacía un mes con la señorita Fr^éda Brandenfeld.» Por eso Kafka concluye su análisis de «La condena» en el Diario con una frase que re-pite la forma adversativa de la frase del relato y actúa casi como una advertencia: «Pero Georg», previene Kafka, «su-cumbe a causa de su novia.»

En ese relato sobre enviar una carta y sobre un com-promiso matrimonial, sobre la soltería y el matrimonio, Kafka anticipa lo que vendrá, lee ahí lo que todavía no ha vivido. En más de un sentido el texto cifra su situación fu-tura con Felice. «Se preparaba para vivir una soltería defi-nitiva.»

La intriga está definida (a su manera) toda de una vez.

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La clave es cómo lee Kafka su propio relato, qué lee allí. Porque Kafka descubre un nuevo modo de leer; la litera-tura le da forma a la experiencia vivida, la constituye co-mo tal y la anticipa.

Se trata de correlaciones y de lazos. Kafka concluye así la anotación sobre la noche en que escribe «La conde-na»: «Muchos sentimientos acarreados mientras escri-bía: por ejemplo la alegría de tener algo bello para la Arcadia de Max; naturalmente he pensado en Freud» (Diario, 25 de septiembre de 1913). Se trata de desplaza-mientos y de movimientos del sentido. Poner en relación los acontecimientos (representados y externos) de la na-rración, acarrear lo que está en otro lado, establecer el enlace entre los fragmentos invisibles. Kafka busca la rea-lidad que puede haberse depositado -cifrada- en el texto y la acarrea.

En lugar de una interpretación, tenemos el relato de lo que está por venir; mejor, la interpretación se convierte en relato (de las múltiples conexiones inesperadas). La es-critura es una cifra de la vida, condensa la experiencia y la hace posible.

Por eso K ^ a escribe un diaripj._para_v.olyjer a j e « conexiones jque n ^ h a ^ v ^ decir que

"escríBé su Diario para leer despla^do el sentido en^óti'o lügar. Sólo entiende lo que ha vivido, o lo qu^está por yi-

"para hacer ver. Para hacer visibles las conexiones, los gestos, J ^ lugaresr lOj5po^ón„d£. Io i jue^

Por eso Kafka es un gran escritor^Hé^cartas. Le escribe al otro lo que ha vivido. Escribe para que el otro lea el sentido nuevo que la narración ha producido en lo que ya se ha vivido. El otro debe leer la realidad tal cual él la ex-

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perimenta. Desde luego, ésa es la lección que debemos ex-traer para leer la literatura de Kafka.

La clave es que para entender y establecer la conexión h'^TqüeTi^áíTifra-hisroriá-^^ —

" ~ün ejempIó'"H^él"modo^^~(jüe'"K^f^ le cuenta a la propia Felice, en su prodigiosa carta del 27 de octubre de 1912, el encuentro que han tenido un tiempo antes. Es la quinta carta que le escribe y es una operación de captura. «Le tendí a usted la mano por encima de la gran mesa an-tes de ser presentado, pese a que usted apenas se había le-vantado, y, probablemente, no tenía ninguna gana de ten-derme a mí la suya.»

Le describe los lugares del encuentro, la casa, la dispo-sición de los cuartos, qué hacía cada uno en distintos mo-mentos, qué palabras se dijeron, como si ella no hubiera estado allí o no hubiera podido ver: «Al levantarse se vio que tenía usted puestas unas zapatillas de la señora Brod, ya que sus botas tenían que secarse. Había hecho un tiem-po espantoso durante todo el día. Extrañaba usted un po-co aquéllas y, al terminar de atravesar la oscura sala cen-tral, me dijo que estaba acostumbrada a zapatillas con tacones. Tales zapatillas eran para mí una novedad.»

Así se narra. En todo caso, eso es narrar para Kafka. El fluir del indirecto libre. La mirada pura, la atención extre-ma. Los gesto|/ las posiciones del cuerpo. La educación sentimental. El que lee el relato es el protagonista de la na-rración.

Desde luego, además de contarle a ella lo que ha vivi-do, se lo cuenta a sí mismo: «Después, no, fiie antes, pues en ese momento estaba sentado en las proximidades de la puerta, o sea, en posición oblicua respecto a usted.»

Se trata siempre de establecer un nexo (entre conocer-se y darse la mano, entre los zapatos y las chinelas); Kafka

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está siempre atento a la disposición espacial. La correla-ción que permite entender es necesariamente un relato que narra un nexo invisible entre dos hechos.

Esto se ve claro en la «Carta al padre». Podríamos de-cir que esa carta es otra vez un intento de volver a narrar lo que los dos han vivido. No interesa el remanido tema de la relación con el padre (que por otro lado es el mismo asunto que aparece en «La condena»), sino cómo Kafka cuenta lo que ha vivido para que su padre lo lea: «Sólo re-cuerdo de primera mano un suceso de los primeros años. Una noche me dio por gimotear una y otra vez pidiendo agua, no porque tuviera sed, sin duda, sino para fastidiar y al mismo tiempo para distraerme. Después de intentar sin éxito hacerme callar con graves amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste a la galería, cerraste la puerta y me de-jaste un rato ahí afuera solo en camisón.»

Luego de fijar los hechos, Kafka se detiene en los ne-xos incomprensibles para el que vive la experiencia: «De-bido a mi manera de ser jamás pude comprender la rela-ción entre pedir agua y que me sacaras de la casa.»

^La jgixp^riencia es enigmática,,, El^relato establece un sffitido incierù). El chico que vive la situación"ño~tá"cóm^ prende. Lo mismo sucede en El proceso y en El castillo. K nunca entiende lo que le pasa. Y en «La condena» no hay relación lógica entre la firase del padre y el suicidio. «Te condeno a morir ahogado», le dice el padre, y el hijo sale a la calle y se arroja al río. George toma la frase del padre literalmente, y la vive (o muere por ella). En todo caso, la frase implica una acción narrada. George no en-cuentra la relación, pero la actúa.

Podríamos decir que hay relatos de Kafka en los que se narra desde el que no entiende la conexión y sólo la vive, y relatos de Kafka que se narran desde el que ve las

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conexiones que nadie ve. Y, habitualmente, el que ve la conexión mientras los hechos suceden es un animal (es de-cir que está afuera). «Investigaciones de un perro», «Infor-me para una academia», «Josefina la cantora o el pueblo de los ratones» podrían ser ejemplos claros de este modo de ver. Desde luego, «La metamorfosis» narra el pasaje de un esitado al otro.

Ése es el modo que tiene Kafka de leer la literatura: primero concentra la historia en un punto, luego invierte la motivación y establece nuevas correlaciones; inmediata-mente narra su versión de la historia (narra lo que no ha visto el narrador original). Bastaría recordar su modo de leer una de las escenas básicas de la Odisea. Las sirenas tie-nen un arma más terrible que su canto: su silencio, dice Kafka. Una gran red es condensada al máximo en una imagen que establece relaciones nuevas.

Lo mismo hace con don Quijote en «La verdad sobre Sancho Panza»: «Sancho Panza -que por lo demás nunca se jactó de ello- en el transcurso de los años logró, com-poniendo una gran cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en las horas del atardecer y de la noche, apar-tar de tal manera de sí a su demonio (al que después dio el nombre de don Quijote).»

Kafka invierte las relaciones, cambia los nexos. No hay mediaciones. Una condensación tan radical lleva la lectura a su límite. Leer hac^ver nuevas conexiones.

Veamos su lectura de Robinson Crusoe que irrumpe bruscamente en una nota del Diario del 18 de febrero de 1920: «Si por terquedad o por humildad o por miedo o por ignorancia o por nostalgia no hubiera abandonado nunca Robinson el punto más alto o, mejor dicho, el más visible de su isla, pronto habría perecido, pero como, sin

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prestar atención a los barcos y a sus débiles catalejos, em-pezó a investigar toda su isla y a deleitarse con ella, se con-servó vivo y a la postre -con una lógica que de todos mo-dos no le es necesaria al entendimiento- fue encontrado.»

Para Kafka, la novela de Defoe se centra en su disposi-ción espacial. Como siempre en Kafka, hay que establecer una topografía. La literatura produce lugares y es allí don-de se asienta la significación.

La red amplísima del sentido se lee en un contraste ne-to (entre la atención de Ulises y el silencio de las sirenas, entre Sancho que escribe y don Quijote que lee, entre vigi-lar en la isla o adentrarse en ella) que hace visible un orden nuevo e invierte el sentido original. Ese modo de fijar la correlación central define una lógica que de todos modos no le es necesaria al entendimiento. Es un modo de ligar dos elementos, un nuevo modo de leer y de percibir la realidad.

Ése es el modo de ser de la experiencia para Kafka. Sólo es visible lo que es imposible. Todo catalejo es débil.

Se ve lo que Kafka exigía de sus textos. Mucho más que la perfección de la forma. Debían establecer, hacer vi-sible, la lógica imposible de lo real (y ésa era, por supues-to, la perfección de la forma).

Ahora se entiende mejor el uso que hace Kafka del poema chino. Ver cómo lee el poema chino, cómo vuelve a leerlo, es ver cómo usa una situación narrativa para enten-der lo que está por vivir o lo que ya ha vivido. La escena de lectura del poema funciona de modos diversos. Kafka lo lee a su manera, varias veces, en función del contexto. («Soy un lector tolerable pero muy lento», le dirá a Mile-na.) Lo da a leer y lo usa en relación con una experiencia. Cada lectura produce un relato. La lectura suspende la ex-periencia y la recompone en otro contexto.

El laboratorio Kafka. El chino y la mujer. La interrup-

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ción. La lámpara. El lecho. Mantener el trabajo nocturno. Pero, entonces, qué relación tiene con la muchacha, qué hacer con ella.

Para entender la conexión hay que narrar otra historia. O narrar de nuevo una historia, pero desde otro lugar, y en otro tiempo. Ése es el secreto de lo que hay que leer. Y eso es lo que la literatura, según Kafka, hace ver sin explicar.

«La condena» articula dos momentos. Por un lado, su aislamiento personal, que no ha cesa-

do de aumentar en esos meses de 1912. Por otro lado, la aparición de Felice Bauer, que se hace ver y se mantiene luego a distancia (vive en Berlín). Esa mujer fugaz es una conexión, un puente, está ligada a su literatura, a lo que Kafka entiende por eso. Klaus Wagenbach, el biógrafo de Kafka, lo ha hecho notar: «Ya en una de sus primeras car-tas Kafka le explica a Felice que incluso el hecho de pen-sar en ella tiene relación con su actividad como escritor.»

Entonces necesita estar solo, aislado, en la cueva, pero también necesita una mujer que espere (y haga posible) lo que escribe. ¿Cómo quedarse allí y no salir nunca? O, me-jor, ¿cómo llevar a una mujer a la cueva? O, en todo caso, ¿qué clase de mujer?

«La condena» duplica la relación entre experiencia y sentido. Entre el enigma de la experiencia y el sentido in-cierto que establece el relato.

La historia de la noche en que escribió «La condena» se concentra en un vínculo múltiple. Allí Kafka hace ver la conexión secreta entre el relato y Felice Bauer. No entien-de de qué sera ta , ni interpreta, sencillamente registra y hace ver los nexos.

Una particularidad de Felice Bauer permite el enlace. Un dato específico, digamos así, hace posible la conexión.

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CATALEJOS DÉBILES

Hay algo extraño, algo que no está claro, en el modo en que Kafka se fija en Felice desde el primer encuentro.

Tenemos datos muy precisos de la noche en que se conocieron. Casi todos los que han escrito sobre esos años de Kafka (Canetti, Deleuze, Citati, Wagenbach, Josipovi-ci, Marthe Robert, Unseld, Stach) han hablado de esa no-che y se han referido a esa situación. Pero si sabemos todo de ese primer encuentro es sencillamente por el modo en que Kafka lo ha contado. Habría que decir que sabemos todo porque Kafka lo ha contado. Veamos qué sucedió.

La noche del 13 de agosto de 1912, Kafka va a la casa de Max Brod con el manuscrito de su primer libro para preparar la publicación. Son las breves prosas de «Contemplación», un acontecimiento, por supuesto, en la historia de la literatura. Pero al llegar se encuentra con una sorpresa. («Ninguna sorpresa es agradable», le escribe Kafka a la hermana de Brod un tiempo.después.) Ahí está Felice Bauer, una pariente lejana de Brod que vive en Berlín, está de paso por Praga y al día siguiente viaja a Budapest.

Para Kafka, el encuentro se liga con la publicación de su libro. Al día siguiente le escribe a Brod: «Ayer, al orde-nar los breves textos, me hallaba bajo el influjo de la seño-rita; y es muy posible que debido a ella se haya deslizado una que otra torpeza.» Está perturbado por Felice. La ha visto una vez. ¿Qué ha sucedido?

Kafka ha puesto los ojos en esa mujer. A su manera, claro, si nos guiamos por la anotación que hace en el Dia-rio una semana después, el 20 de agosto de 1912. Una descripción fría y despiadada, típica de Kafka. Todo es a la vez extremadamente nítido y un poco siniestro.

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«La señorita Felice Bauer. Cuando llegué a la casa de Brod el 13 de agosto ella estaba sentada a la mesa 7, sin em-bargo, me pareció una criada [Dienstmaedchen]. No tuve la más mínima curiosidad por saber quién era, pero enseguida me entendí con ella. Cara larga, huesuda, que mostraba abiertamente su vacío. Cuello desnudo. Blusa puesta con desaliño. Parecía vestida como para andar por casa, aunque no era así, como se mostró más tarde, (Invadiendo así su in-timidad se me hace más extraña.) Nariz casi rota, pelo ru-bio, algo lacio, nada atractivo, barbilla robusta. Mientras me sentaba la miré por primera vez con más detenimiento; cuando estuve sentado ya tenía un juicio inquebrantable. Como se...»

Como hemos visto, la anotación del diario se inte-rrumpe ahí.

Veamos ahora la observación de Kafka: «Me pareció una criada.» Paradójicamente, debemos ver en ese comen-tario un signo de interés. Así suelen ser las mujeres que aparecen en sus novelas. Podríamos decir que la criada es casi la única figura de mujer (con sus transformaciones) que aparece en los relatos de Kafka con una función muy concreta en la trama. Esas sirvientas vulgares rondan las escenas masculinas y se asocian, como ha señalado Wa-genbach, con las prostitutas. Básicamente, una mujer a la que se le paga para que sirva. (La criada, una figura social clásica en una familia de clase media, es también una figu-ra de iniciación en ese ámbito.)

De hecho «El fogonero» (el primer capítulo de su pri-mera novela, América, escrito en esos días) empieza con la mención de «Karl Rossman, un joven de dieciséis años al que sus pobres padres habían enviado a América por-que una criada [Dienstmaedchen] lo había seducido y ha-bía tenido un hijo con él...».

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Felice: una criada. Digamos que esa manera de describirla, de definirla, es

un signo de que se ha detenido en ella, o, mejor, de que la ha traído a su mundo. Así ve Kaflca y así narra: captura algo del mundo real y lo lleva a la cueva. Deleuze ha hablado ya del vampirismo de Kafka. Desde luego, se trata de un mo-do de narrar y de un modo de ver; siempre hay una trans-formación, siempre hay una metamorfosis.

Dos cuestiones más del mismo orden deben llamar-nos la atención. Esa noche hay otro pequeño detalle que refuerza la impresión de Kafka. (Hablamos de impresión en el sentido fotográfico, ya que la noche del primer en-cuentro las fotos que Kafka muestra a Felice ocupan un espacio importante en la velada. Y las fotos, el pedido de que ella le mande fotos, el envío de fotos, la descripción de lo que se ve en ellas, acompañarán toda la correspon-dencia.)

Felice debía partir muy temprano a la mañana si-guiente, pero ha decidido pasar la noche leyendo. «El que no hubiera hecho aún el equipaje y quisiera seguir leyendo en là cama» inquieta a Kafka. «La noche anterior había us-ted leído hasta las cuatro de la mañana.»

La novia de Franz, como ha sido llamada por Reiner Stach en su excelente libro Kafka. Los años de las decisiones, tenía que ser una lectora apasionada que se desvela y pasa la noche leyendo (insomne, con todo lo que eso supone para Kafka).

Felice se convertirá para Kafka básicamente en una lectora y ocupará diversas posiciones de espera. Debe leer las cartas, los manuscritos. ¿Se puede atar a una mujer con la escritura? ¿Para hacerla hacer qué? Leer... Antes que na-da hay que probarla con las cartas: entonces la somete a una lectura interminable, una exigencia continua. Ella es

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la lectora obediente, una criada; debe leer y permanecer atada a la escritura.

Kafka ha construido imaginariamente, podemos con-jeturar, la figura de la lectora que se desvela con sus ma-nuscritos. Las cartas son una prueba de ese mecanismo de control y seducción (y esclavitud). Obligar al otro a leer. Una mujer es la figura sentimental que permite unir la es-critura y la vida.

Así se explica que al final de la noche, cuando se sepa-raron, Kafica cometiera un pequeño desliz. «Cuando ella le preguntó dónde vivía -nada más que por una cortés inda-gación, para saber si no tenía que dar un rodeo demasiado largo- creyó que le pedía su dirección postal para escribir-le una carta», señala Reiner Stach.

Pensó de inmediato en empezar una correspondencia. Se abre una serie allí: el equívoco, la impresión, la atrac-ción, las cartas; todo desde el primer momento. La mujer que pasa la noche leyendo.

UN GOLPE EN LA MESA

Hay algo en ese primer encuentro con Felice que está dicho y no dicho al mismo tiempo - y esto es clásico en Kaf-ka-. Una correlación secreta que debemos reconstruir. Un pequeño indicio, una serie de pequeños indicios, un signo que leído a la manera de Kafka podemos imaginar como el nexo que permite narrar -dar a entender antes que expli-car- la historia de Franz y Felice. En todo caso, una red de correlaciones para imaginar lo que él vio en esa mujer.

La correlación tiene para Kafka un sentido personal y pleno nunca formulado del todo. El punto que le permite

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establecer el nexo se hace visible en un momento de la conversación de esa noche en la casa de Brod. Una peque-ña situación imperceptible para cualquiera que no fuera Kafka y que creo que no ha sido analizada.

Su marca es un gesto. Un golpe en la mesa. Se trata de un clásico llamado de atención, sobre todo si vemos lo que ha causado su reacción.

«En cambio», le escribe Kafka a Felice el 2 de octubre de 1912, «guardo aún en la memoria algo que ocurrió en la otra habitación y que me llenó de tal asombro que di un golpe sobre la mesa \dass ich aufden Tisch schlug[.'»

Un gesto. Walter Benjamin ha escrito ya cosas definiti-vas sobre el gesto en Kafka, sobre el sentido del gesto en Kafka. «Toda la obra de Kafka representa un código de ges-tos que no poseen a priori para el autor un claro significado simbólico, sino que son interrogados a través de ordena-mientos y combinaciones siempre nuevos. Los gestos de los personajes de Kafka son demasiado fuertes para su ambien-te e irrumpen en un espacio más vasto. Cada gesto es un acontecimiento y casi podría decirse un drama. Kafka quita al gesto de los hombres sus sostenes tradicionales y tiene de tal suerte un objeto para reflexiones sin fin.»

Algo que ocurrió, entonces, en «la otra habitación» hizo a Kafka dar un golpe en la mesa. ¿Qué fue lo que su-cedió.' Debemos reconstruir la escena.

Esa noche en la casa de Brod, pasan la velada en dos cuartos separados por una oscura sala central. En uno de los cuartos, en la sala de piano. Felice se sienta junto a él; poco antes, en «el otro cuarto», han estado sentados alre-dedor de la mesa, mirando fotos que Kafka ha traído de la casa de Goethe. Felice muestra cierto interés, todos con-versan. Pero algo, en un momento imperceptible y a la vez marcado, define todo.

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«Felice dijo que le entusiasmaba copiar manuscritos y pidió a Brod que le enviara unos cuantos a Berlín. Al oír esto Kafka se asombró tanto que dio un golpe en la mesa», cuenta Canetti.

«Era mecanógrafa de profesión y le encantaba, dijo, copiar manuscritos, y pidió a Brod que le mandara a Ber-lín sus trabajos. Kafka dio una palmada en la mesa de pu-ro asombro», señala Stach.

Luego pasan a la sala de piano y la velada continúa. Kafka lo ha contado a su manera en su carta del 27 de oc-tubre de 1912:

En la sala de piano se sentó usted frente a mí, y yo empecé a extenderme sobre mi manuscrito. Todo el mundo se puso a darme consejos extraños respecto al envío [se refiere así al original que debe preparar para la publicación], pero no me es posible ya recordar cuá-les fueron los suyos. En cambio guardo aún en la me-moria algo que ocurrió en la otra habitación y que me llenó de tal asombro que di un golpe sobre la mesa. Dijo usted en efecto que le gustaba copiar manuscritos, que, de hecho, en Berlín, copia usted manuscritos para no sé qué señor (¡maldito sonido el de esta palabra cuando no va unido a ningún nombre ni a ninguna ex-plicación!).

Hay una simultaneidad (una especie de confusión) entre el espacio y el tiempo en el relato que Kafka hace de esa situación que -como en todos sus textos narrativos-plantea problemas de sentido. Todo pasa siempre al mis-mo tiempo en varios espacios; todo pasa en otra habita-ción (basta pensar en «La metamorfosis»). Desde luego, en ese fragmento de disposición extraña, con dos espacios y

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dos momentos simultáneos, Kafka une sus propios ma-nuscritos con el gusto de Felice por copiar.

Felice Bauer, la mecanógrafa, la mujer-copista: Kafka se fija en ella para siempre. Podríamos decir que la mujer perfecta para un escritor como Kafka (que concibe la es-critura como un modo de vida) es una copista. Una lec-tora que vive para copiar sus textos como si fueran pro-pios.

Felice, la mujer-lectora ligada a su escritura sin fin; al-guien capaz de sacarlo de la profundidad de la masa de manuscritos. Kafka, el escritor más necesitado de un corte entre los manuscritos y la copia que podamos imaginar (en eso era como Macedonio Fernández).

Si tenemos en cuenta el sentido de la escritura conti-nua e interrumpida de Kafka, la fantasía parece muy direc-ta. En la edición actual de las Obras Completas hay 3.500 páginas escritas en los cuadernos, con tres novelas sin ter-minar con múltiples anotaciones, relatos y fragmentos, mientras que hay sólo 350 páginas pasadas en limpio y en-viadas al editor. De hecho, la mayor parte de sus textos está en cuadernos y los textos suelen pasar confusamente de uno a otro. Se encuentran a menudo hojas sueltas interca-ladas. Kafka en esto también era como Macedonio Fernán-dez, pasaba de un texto a otro, de una anotación a otra, sin distinción entre los garabatos y el original.

Kafka escribe a mano con lápiz o con tinta. ¿Son dos momentos del manuscrito? ¿Dos versiones? ¿Una es más definitiva que la otra? Difícil saberlo. Por ejemplo, las dos cartas encontradas en su escritorio luego de su muerte con la orden de quemar sus manuscritos -quizá los dos textos decisivos de Kafka como autor- están escritas, la primera, en 1921, con tinta, y la segunda, en 1922, con lápiz.

Pequeños detalles y pequeñas distinciones. Sin mayor

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importancia, salvo en el laboratorio de Kafka. Digamos que Kafka era muy consciente de los distintos pasos y transformaciones de la escritura: el manuscrito, los cua-dernos, el original, la copia, las pruebas de imprenta. Pa-sos en la lectura de sus propios textos. La dificultad es, por supuesto, salir de la versión solitaria y nocturna hacia la versión final, ir del manuscrito al original y a la copia. (Joa-chim Unseld ha trabajado muy bien estos problemas en su libro Franz Kafka. Una vida de escritor.)

El 7 de agosto de 1912 estaba empezando la primera revisión de Contemplación y le escribe a Brod que se siente «incapaz de pasar en limpio esos breves fragmentos» que aún quedaban sin pasar. «Por lo tanto no voy a publicar este libro», concluye.

La experiencia es la escritura sin fin: alguien debe ve-nir a rescatarlo para salir de la indecisión y tener algo que pasar en limpio. «¿Podría usted enviarme, para mi más grande satisfacción, sus nuevos trabajos en una copia es-crita a máquina?», le escribe Kurt Wulff, su editor. Al-guien debe ayudarlo a transformarse de escritor en autor, a pasar de K. a Kafka, de la letra personal a la palabra públi-ca. Hace falta un paso intermedio, un desdoblamiento.

La figura de la mecanógrafa es imaginariamente la in-termediaria: copia un texto para hacerlo legible, para en-viarlo (como la primera noche) al editor.

Algo de la historia de la técnica entra en esto. Felice está en el límite de la transformación de la figura de la mujer que lee. Trabaja copiando textos. Escribe a máqui-na. («I feel that I have done something for the women who have always had to work so hard. This will enable them more easily to earn a living», decía Christopher Latham Sholes, inventor de la máquina de escribir.) Es la nueva profesión de las mujeres, como ha hecho notar también

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Margery Davies en su libro Woman's Place Is at the Type-writer: Office Work and Office Workers, 1870 to 1930.

La máquina de escribir separa históricamente la escri-tura artesanal y la edición. Cambia el modo de leer el original, lo ordena. De hecho, fue inventada para copiar manuscritos y facilitar el dictado, pero rápidamente se convirtió en un instrumento de producción. Con todas sus particularidades. (Y el poeta norteamericano Charles Olson ha hecho un análisis muy sutil de la escritura a má-quina y de sus efectos en el estilo poético. Lo mismo, des-de luego, podríamos decir hoy sobre los ordenadores de textos.)

Kafka está en el momento de paso de la escritura a mano, en cuadernos, a la escritura a máquina que se ha comenzado a difundir en esos años, ligada básicamente al comercio y al mundo militar. En ese sentido, tiene clara la distancia entre escribir de una forma o de otra.

«El inconveniente de escribir a máquina es que uno pierde el hilo», le dice Kafka a Felice en su primera carta del 20 de septiembre. La máquina de escribir no es para es-cribir, produce una deriva, se pierde la línea, la continui-dad, la mano se aleja del cuerpo, se mecaniza («la mano que en estos momentos está pulsando las teclas», observa Kafka en tercera persona en esa carta a Felice).

Antes que la claridad de la grafía, interesa el ritmo corporal de la escritura, muy ligado para Kafka a la res-piración, a los órganos internos, a los ritmos del cora-zón. Incluso a una extraña relación con la velocidad. «Discúlpeme si no escribo a máquina, pero es que tengo una enorme cantidad de cosas que decirle, la máquina está allá en el corredor [...] además la máquina no me escribe lo suficientemente veloz», le dice una semana después.

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La máquina de escribir no le sirve a Kafka para la es-critura personal. La asocia con la burocracia, con los tex-tos legales (dictámenes, informes, legajos), con una escri-tura despersonalizada y anónima. «Por eso me siento tan atraído por la máquina de escribir en todos los asuntos re-lacionados con la oficina pues su trabajo -realizado ade-más por la mano del mecanógrafo- es tan anónimo» (car-ta del 20 de diciembre de 1912).

Kafka también está ligado a una nueva práctica que surge en esos tiempos y que ejercita en la oficina: el dictado (ya sabemos lo que Roa Bastos ha sido capaz de hacer con esa figura en Yo, el supremo: el dictador, el que dicta). Dic-tar es «mi principal ocupación», dice Kafka al referirse a su trabajo, «cuando, en casos excepcionales, no escribo yo mismo a la máquina» (carta del 2 de noviembre de 1912).

Podríamos decir que - a diferencia de Henry James- la idea de dictar sus propios textos escapa totalmente a la ór-bita de Kafka. Muchos han visto en el estilo del último Henry James la marca de los textos dictados a una mujer. Pero la máquina de escribir y el dictado están ligados para Kafka al mundo de la oficina.

En su cueva, en la madriguera, es otra la idea de copia que circula, otro tipo de máquina. La mujer sola, que tra-baja y se gana la vida. Felice Bauer, la mecanógrafa de profesión. La lectora-copista, la mujer-máquina de copiar: eso es lo que Kafka ve en ella.

Podemos pensar que en ese proceso surge la ilusión de una mediación. Una figura interna, diríamos, una mujer amada -una mujer a la que se ama por eso- que hace lo que Kafka no puede hacer. Felice Bauer, la pequefia-mecanógrafa, como la llama Kafka.

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LA COPISTA

La noche del primer encuentro, Kafka ha construido imaginariamente la figura de una lectora atada a sus ma-nuscritos. Una figura sentimental que une la escritura y la vida. La mujer perfecta en la perspectiva de Kafka (pero no sólo de él) sería entonces la lectora fiel, que vive su vida para leer y copiar los manuscritos del hombre que escribe.

Se trata de una gran tradición: basta pensar en Sofía Tolstói, que copia siete versiones completas de La guerra y la paz (al final pensaba que la novela era de ella y empeza-ron los conflictos brutales con el marido). Hay que leer su diario y el de Tolstói. La guerra conyugal.

Y si seguimos con las lectoras-copistas rusas, podemos recordar la historia de Dostoievski, que Kafka conocía muy bien. Ese momento único (sobre el que Butor escri-bió un bellísimo texto) en que, apremiado por sus deudas, debe escribir al mismo tiempo Crimen y castigo y El juga-dor (uno a la mañana y otro a la tarde) y decide contratar a una taquígrafa, Anna Giriegorievna Snitkine. Entre el 4 y 29 de octubre de 1866 le dicta El jugador y el 15 de febrero del 1867 se casa con ella, luego de pedirle la mano el 8 de noviembre: una semana después de terminar el li-bro y un mes después de haberla conocido. Una velocidad dostoievskiana (y una situación kafkiana). La mujer sedu-cida por el simple hecho de ver la capacidad de produc-ción de un hombre. La mujer seducida mientras escribe lo que se le dicta.

Y está Véra Nobokov. La sombra rusa, la mujer que anda con un revólver para proteger al marido, su «ayudan-te» en las clases en Cornell (ésa es la palabra que usa Nabo-kov al presentarla) y, sobre todo, la copista, la que copia in-terminablemente los manuscritos, la que copia una y otra

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vez las fichas donde su marido escribe la primera versión de sus novelas. Y, además, la que escribe en su nombre las car-tas. En la biografía de Stacy Schiff, Véra, se puede ver cómo se construye esa figura simbiótica de mujer-de-escritor, de mujer-dedicada-a-la vida-del-genio. Véra escribe como si fiiera su marido. Ocupa, invisible, su lugar. Escribe en lu-gar de él, por él, y se disuelve.

La inversa, desde luego, es Nora Joyce, que se niega a leer cualquier página de su marido, ni siquiera abre el Ulysses, ni siquiera entiende que la novela está situada el 16 de junio de 1904 como recuerdo del día en que se co-nocieron. Nora se sostiene en otro lugar, muy sexualizado, al menos para Joyce. Eso es visible en las cartas que él le escribe. (Las cartas de Kafka a Felice son iguales a las de Joyce en un punto: le ordenan por escrito a la mujer lo que debe hacer, e incluso a veces lo que debe decir y pen-sar. La escritura como poder y disposición del cuerpo de otro. Otra forma de bovarismo: la mujer debe hacer lo que lee.)

Pero Nora es la musa, es Molly Bloom. Otra idea de mujer. Otro tipo de vampirismo funciona ahí. En todo caso, para Joyce el copista era... Beckett, que fue su secre-tario en París durante varios meses.

La mujer-copista y la mujer-musa: mujeres de escrito-res. La mujer fatal que inspira y la mujer dócil que copia. O dos tipos distintos de inspiración: la que se niega a leer y la que sólo quiere leer. Dos formas de la esclavitud. De hecho, Nora es la sirvienta de Joyce (y había trabajado co-mo criada en un hotel en Dublin). En todo caso, las dos son criadas. Como la que cruza en el final de «La conde-na». O, mejor, como la criada a la que le muestra que se ha pasado la noche escribiendo.

También en Borges hay mucho de eso. En su relación

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con las mujeres como lectoras, primero está el vínculo con la madre. Y luego la serie de mujeres-secretarias que le co-pian los textos (recordemos que Borges era ciego).

Todos los escritores son ciegos -en sentido alegórico a la Kafka-, no pueden ver sus manuscritos. Necesitan la mirada de otro. Una mujer amada que lea desde otro lu-gar pero con sus propios ojos. No hay forma de leer los propios textos sino es bajo los ojos de otro.

Kafka antes que nadie. Sensible a la mirada del otro, lee sus propios textos con los ojos del enemigo. En distin-tos momentos, todos ellos decisivos, somete sus escritos a la mirada del otro puro, especialmente de su familia, y su-fre las consecuencias de esa lectura hosril. Bastaría recor-dar su iniciación como escritor.

El joven Kafka ha empezado a escribir lo que será una primera versión de América. Sentado a la mesa familiar, rodeado de parientes, hace ver que escribe. Uno de sus tíos le arrebata el texto. ¿Por curiosidad? «Se limitó a de-cir, dirigiéndose a los demás presentes, que lo miraban: "Lo de costumbre"; a mí no me dijo nada. Yo seguía sen-tado, inclinado como antes sobre mi escrito, cuyo escaso mérito acababa de quedar patente.» La lectura enemiga, la mirada hostil (y familiar). Hay muchas escenas parecidas en el Diario. Siempre se le arruina lo que escribe porque lo lee desde los ojos del otro-hostil.

En cambio, la mujer lo acompaña. Le escribe a Felice sobre América: «Es preciso, pues, que lo termine, segura-mente que usted también opina así, de modo que, con su bendición, el poco tiempo que pudiera emplear [...] lo transferiré a este trabajo. [...] ¿Está usted de acuerdo? ¿Y va usted a no abandonarme a mi, pese a todo, espantosa soledad?» (carta del 11 de noviembre de 1912).

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Están los dos movimientos: la soledad de la escritura y la necesidad de un contacto ligado a la lectura de sus tex-tos. Piensa en una mujer que lo mire compasivamente, comprensivamente, frente a la cual adopta una posición infantil, subordinada y menor, que hace recordar al Ferdy-durke de Gombrowicz. «Hoy te enviaré "El fogonero", a ver si lo acoges con cariño, siéntalo a tu lado y elógialo, como él lo desea», le dice en la carta del 10 de junio de 1913. Y cuando le envía su primer libro, le escribe: «Te ruego que seas considerada con mi pobre librito. Son aquellas pocas hojas que me viste ordenar la noche en que nos conocimos.»

Y están los dos movimientos de la mujer-lectora-ayu-dante. Por un lado, la copia de los manuscritos que es pre-ciso pasar a máquina. El momento de la socialización, tan necesario para Kafka: imaginar una mujer amada, la mu-jer-máquina-de-copiar, que se ocupa de ese paso decisivo.

Y, por otro lado, la lectura y la escucha atentas. La mujer dispuesta a acompañar lo que se escribe. Leer a al-guien en voz alta lo que se acaba de escribir es un ejemplo clásico de este movimiento. Hay muchos testimonios que señalan que a Kafka le gustaba leer sus textos en voz alta. Es lo que de hecho hace con sus hermanas inmediatamen-te después de terminar «La condena», como si la lectura fuera una continuidad de lo que ha escrito esa noche. Se levanta, pasa al otro cuarto y lee en voz alta lo que acaba de escribir.

Cuando Kafka ya se ha desengañado de Felice, hacia el final, cuando ella lo ha decepcionado, el 24 de enero de 1915 escribe en su Diario: «Tibia petición de que le per-mitiera llevar un manuscrito y copiarlo.» Ahora es la co-pista indiferente.

Y en el mismo párrafo aparece como una extraña que

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se desconecta: «También le he leído algo mío, las frases se embrollaban de forma repulsiva, sin la menor conexión con la oyente, que estaba tumbada en el canapé, con los ojos cerrados, y acogía mi lectura sin decir palabra.»

Ya no hay vínculo entre ellos, todo ha terminado a esa altura. Pero Kafka registra los dos movimientos que están en el origen de la relación y que Felice ya no realiza. Ni la lectora-copista, que copia lo que lee; ni la lectora-oyente, a la que se le leen textos en voz alta, tendida en el canapé.

LA SEÑORITA BARTLEBY

El copista, el amanuense, el escribiente, el transcriptor que escribe fielmente lo mismo que lee: una representación extrema del lector. Bardeby, de Melville, es la figura litera-ria más radical de este tipo de lector-copista, lector-ayu-dante. El copista como héroe literario. Un mundo clausu-rado, hecho sólo de copias y lecturas. De ahí su extrañeza.

Agamben se ha referido en su ensayo «Bartleby y la contingencia» a las figuras que rodean al escribiente. Qui-siera citarlo extensamente:

Como escribiente Bartleby pertenece a una conste-lación literaria cuya estrella polar es Akakaij Akakievic («Allí, en aquella copia, se hallaba para él contenido en cierto modo el mundo entero [...] tenía preferencia por ciertas letras y cuando llegaba a ellas perdía por comple-to la cabeza»); en su centro se encuentran esos dos astros gemelos que son Bouvard y Pécuchet («esa gran idea que ambos alimentaban en secreto... copiar») y en su otro extremo brillan las luces blancas de Simon Tanner

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(«"Soy escribiente", tal es la única identidad que reivin-dica») y del Príncipe Mishkin, capaz de reproducir sin esfuerzo cualquier caligrafía. Más allá, como un breve séquito de asteroides, los Secretarios de los tribunales kafkianos.

Metáforas extremas del lector. ¿Podríamos incluir a Pierre Menard en esa serie? Tal vez. El lector que escribe literalmente lo que lee, o lo que recuerda que ha leído. Copistas, asexuados pero sexualizados, llenos de deseo.

La posición-Kafka es entonces más extrema; la mujer-copista-traductora no copia legajos judiciales, copia los textos del amo-débil.

En este sentido, me gustaría construir otra red con la que rodear a Kafka. Habría que decir, mejor, que lo que rodea a Kafka (y también en un sentido a Bartleby) es otra correlación.

Se trata de la serie real de mujeres-copistas capturadas por los escritores a las que nos hemos referido ya. Sofía Tolstói podría ser el caso extremo y más interesante. Antes que nada porque ella escribe un diario (y también porque se rebela: prefiere no hacerlo). «Hoy me he preguntado por qué estoy tan harta del trabajo de transcripción que hago para Lev N, que es desde luego algo necesario [...] Cada trabajo exige que uno se interese en la calidad de su ejecu-ción y sobre cómo y cuándo será terminado [...] En cam-bio en la transcripción del mismo escrito hecho por déci-ma vez no queda nada. En este trabajo no hay nada que pueda ser hecho bien, no se puede prever nunca el fin y se continúa siempre retomando una y otra vez la misma co-sa», anota el 17 de agosto de 1897.

Una mujer en la posición-Bardeby. La mujer obligada a copiar siempre lo mismo. Ella también se rebela,

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Y aparece algo más secreto: el lector como figura fe-menina. En su libro sobre los orígenes de la lectura, Phra-sikleia. Anthropologie de la lecture en Grece ancienne, Jesper Svenbro ha hecho notar la asimilación del lector a una po-sición femenina en la tradición griega. La pasividad estaría ligada a la imposibilidad del lector de discutir e interrogar un texto escrito, a diferencia de lo que sucede en la orali-dad. (Cortázar, desde luego, cayó en la trampa con su idea del lector hembra opuesto al lector macho en Rajuela.) Una pasividad que -siguiendo un estereotipo que viene de Freud- podríamos asimilar a una posición femenina. ¿Pa-sividad? No es el caso de Sofía Tolstói. Y, en un sentido, tampoco el de Felice.

Bartleby o la posición femenina. ¿Posición femenina? Bartleby y el rechazo tranquilo, la pasividad ligada a una firmeza y a una negación cerrada.

«Preferiría no hacerlo.» Un chiste freudiano. Bartleby como objeto de deseo (ahí estaría lo cómico

en la historia de Melville). La atracción de esa figura en la literatura tiene mucho que ver con la ambigüedad. Bar-tleby: fantasía masculina del lector que se niega. La lectora perfecta. La figura masculina, neutra y asexuada, pero lle-na de deseo (sexualizada y ambigua) del copista fantasmal.

Kaflca no ha leído -por lo que sabemos- el relato de Melville, pero nosotros, porque hemos leído a Kafka, por-que hemos percibido cómo lee Kafka, leemos ese relato de otro modo.

La esclava, hay cierta esclavitud en la posición de este extraño copista. Ahí es donde Bartleby es un precursor de Kafka, o mejor, un precursor de la figura imaginaria de Fe-lice Bauer.

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