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1 UN TEÓLOGO DEL VATICANO II DESDE LA IGLESIA DE LOS POBRES CRISTIANISMO PERSONALIZADO Y MILITANCIA CON MÍSTICA Nací en la postguerra española, en una sociedad traumatizada y en ruinas, que trataba de ponerse en movimiento sin tener fuentes dinamizadoras y con un control político y militar férreo. Pero también con la determinación tenaz de levantarse de su postración y con un ansia indomeñable de vivir y de aprovechar la paz impuesta para concentrarse en ello. En esta situación un tanto fúnebre, cargada de tensiones soterradas, convaleciente, pero poseída, a pesar de todo, por las ganas de vivir, la Iglesia era una institución clave, como el cristianismo, que se pretendía que fungiera de cemento social y de pacificador de las conciencias, a la vez que de control moral, función no tan fácil de cumplir porque en la contienda había sido militante. Gracias a Dios, el párroco que conocí durante mi infancia y parte de mi adolescencia, atenido a la esfera de lo sacral, nunca hizo alusiones políticas ni tenía acepción de personas: no se lo veía, ciertamente, con los vencedores 1 . La religión estaba más adentro de las personas y más allá de lo político. De todos modos sí era cierto que no pocos se dejaban ver por la Iglesia en los últimos bancos para que no se los viera mal y que otros se sentaban ostentosamente en los primeros y trataban de apuntarse en las manifestaciones religiosas procurando ganar en honorabilidad y representatividad. De niño fui introducido por mis papás y por otras personas adultas a una vivencia personalizada del cristianismo. Sin duda que nos sabíamos y nos sentíamos en la Iglesia, pero en el entendido que la Iglesia éramos nosotros, era el ámbito compartido, y no sólo ni principalmente la institución eclesiástica. Creíamos de un modo natural en la respuesta a la primera pregunta del catecismo que estudiamos: “-¿Sois cristiano?/ -Sí, soy cristiano por la gracia de Dios”. El convencimiento de que era Dios el que nos había puesto en esta tradición y más hondamente el que nos había dado esta identidad, nos daba una enorme libertad interna respecto de la institución eclesiástica. Por eso nunca estuvimos clericalizados ni menos aún fuimos contestatarios. Vivíamos nuestro ser cristiano con libertad espiritual: como algo que se nos había dado gratuitamente y que vivíamos con agradecimiento y con la responsabilidad de los hijos, que se tienen que hacer cargo de la casa: que tienen que tomar en su manos el cristianismo y vivirlo con dignidad. Teníamos conciencia de la diferencia entre este modo responsable de ser cristiano y la práctica ambiental, que en dosis diversas era un aspecto de la socialización con un toque de imposición ideológica, en el fondo política. Me inculcaron y yo acepté que esta opción cristiana, elegida personalmente, tenía que ser socialmente perceptible en un modo de vivir cualitativo, lo que significaba humano, cosa realmente significativa en un contexto muy deshumanizado, pero en el que no pocos se esforzaban sinceramente por verter bálsamo y auténtica simpatía y compasión. Mi primer acercamiento sistemático al mundo de la pobreza, aún de niño, fue con las Conferencias de san Vicente Paúl. Tanto la presencia a la hora de la comida en la Casa de Caridad, como la visita a pobres vergonzantes. Del primer ámbito me impresionaba lo desportillado de la vajilla y la voracidad irrefrenable de los comensales, que estaban muy 1 Ese párroco siempre predicaba en base a constantes citas de los Santos Padres y a mí me impresionaban tanto sus sermones que los retenía. A él debo que sus nombres y sus sentencias me fueran familiares desde mi infancia.

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UN TEÓLOGO DEL VATICANO II DESDE LA IGLESIA DE LOS POBRES CRISTIANISMO PERSONALIZADO Y MILITANCIA CON MÍSTICA Nací en la postguerra española, en una sociedad traumatizada y en ruinas, que trataba de

ponerse en movimiento sin tener fuentes dinamizadoras y con un control político y militar férreo. Pero también con la determinación tenaz de levantarse de su postración y con un ansia indomeñable de vivir y de aprovechar la paz impuesta para concentrarse en ello.

En esta situación un tanto fúnebre, cargada de tensiones soterradas, convaleciente, pero poseída, a pesar de todo, por las ganas de vivir, la Iglesia era una institución clave, como el cristianismo, que se pretendía que fungiera de cemento social y de pacificador de las conciencias, a la vez que de control moral, función no tan fácil de cumplir porque en la contienda había sido militante.

Gracias a Dios, el párroco que conocí durante mi infancia y parte de mi adolescencia, atenido a la esfera de lo sacral, nunca hizo alusiones políticas ni tenía acepción de personas: no se lo veía, ciertamente, con los vencedores1. La religión estaba más adentro de las personas y más allá de lo político. De todos modos sí era cierto que no pocos se dejaban ver por la Iglesia en los últimos bancos para que no se los viera mal y que otros se sentaban ostentosamente en los primeros y trataban de apuntarse en las manifestaciones religiosas procurando ganar en honorabilidad y representatividad.

De niño fui introducido por mis papás y por otras personas adultas a una vivencia personalizada del cristianismo. Sin duda que nos sabíamos y nos sentíamos en la Iglesia, pero en el entendido que la Iglesia éramos nosotros, era el ámbito compartido, y no sólo ni principalmente la institución eclesiástica. Creíamos de un modo natural en la respuesta a la primera pregunta del catecismo que estudiamos: “-¿Sois cristiano?/ -Sí, soy cristiano por la gracia de Dios”. El convencimiento de que era Dios el que nos había puesto en esta tradición y más hondamente el que nos había dado esta identidad, nos daba una enorme libertad interna respecto de la institución eclesiástica. Por eso nunca estuvimos clericalizados ni menos aún fuimos contestatarios. Vivíamos nuestro ser cristiano con libertad espiritual: como algo que se nos había dado gratuitamente y que vivíamos con agradecimiento y con la responsabilidad de los hijos, que se tienen que hacer cargo de la casa: que tienen que tomar en su manos el cristianismo y vivirlo con dignidad.

Teníamos conciencia de la diferencia entre este modo responsable de ser cristiano y la práctica ambiental, que en dosis diversas era un aspecto de la socialización con un toque de imposición ideológica, en el fondo política. Me inculcaron y yo acepté que esta opción cristiana, elegida personalmente, tenía que ser socialmente perceptible en un modo de vivir cualitativo, lo que significaba humano, cosa realmente significativa en un contexto muy deshumanizado, pero en el que no pocos se esforzaban sinceramente por verter bálsamo y auténtica simpatía y compasión.

Mi primer acercamiento sistemático al mundo de la pobreza, aún de niño, fue con las Conferencias de san Vicente Paúl. Tanto la presencia a la hora de la comida en la Casa de Caridad, como la visita a pobres vergonzantes. Del primer ámbito me impresionaba lo desportillado de la vajilla y la voracidad irrefrenable de los comensales, que estaban muy

1 Ese párroco siempre predicaba en base a constantes citas de los Santos Padres y a mí me impresionaban tanto sus sermones que los retenía. A él debo que sus nombres y sus sentencias me fueran familiares desde mi infancia.

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desnutridos. Del segundo, sobre todo en invierno, de las condiciones tan depauperadas de las viviendas. Era claro que la vivencia del cristianismo implicaba el acercamiento fraterno a estas personas, un contacto que me estremecía.

En este contexto me marcó la pertenencia a la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica), que introdujo uno de los curas de la parroquia, que sucedió, por cierto, posteriormente al primer párroco que conocí y que además era el director del Centro de Enseñanza Media, un colegio privado reconocido, en el que cursé hasta quinto de bachillerato. La HOAC seguía el método ver-juzgar–actuar y por su incidencia en el mundo obrero, estaba mal vista por el gobierno y la gente rica de la ciudad; pero, al ser una asociación de Iglesia, nadie se atrevía a descalificarla públicamente.

Aunque a causa de mi edad no fui miembro oficial y por eso no participé de sus reuniones, sí me sentí internamente comprometido con ella, leía sus materiales, me involucraba en sus actividades y miraba el mundo desde esa perspectiva. Era una militancia bastante emocional y aguerrida. El mundo de la HOAC era una verdadera cultura, que abarcaba a toda la familia y todas las esferas de la vida, incluida la recreación y por eso tenía un bar y un cine, además de organizar paseos familiares. Su sesgo era no sólo anticapitalista sino también (en la que yo conocí) anticomunista por la influencia de antiguos anarquistas convertidos. Lo era de una manera expresa, por ejemplo en las canciones2, cosa bastante excepcional para la época. Había un fuerte aliento místico, en el sentido preciso de ponerse en manos de Dios y sentirse disponible a su designio y de una relación con Jesús que implicaba una verdadera entrega a él, y se respiraba una reconfortante vivencia comunitaria.

Esta ligazón entre la opción cristiana y la opción obrera y, más en general, por los de abajo fue tan fuerte que no consideré la entrada en la Compañía de Jesús como una nueva elección sino como un camino para realizarla, concretamente desde el espíritu de los Ejercicios, que era lo que de los jesuitas me había llamado la atención, que significaba para mí contemplar diariamente el plan de Dios y preguntarme siempre qué entraña para mi vida.

Por otra parte, la dimensión estética, muy entrañada en mi persona y se puede decir que desbordante durante mi adolescencia, y el interés y el gozo de leer y de echarle cabeza a las cosas pugnaban para que centrara mi vida alrededor de un ocio fruitivo. Pero la presencia de Cristo crucificado, representado en dos enormes crucifijos a la entrada de las dos iglesias que frecuentaba, me gritaba que algo marchaba mal en el mundo y que yo no podía recluirme en mi contentamiento privado. Fue lo que decidió mi vida.

NACER A VENEZUELA, NACER A LA MODERNIDAD Y A LA

CONTEMPORANEIDAD Entré al noviciado y a los dos meses me destinaron a Venezuela. Venezuela a los 17 años

se me presentó en verdad como el nuevo mundo: una naturaleza, selva húmeda y mar, que me perecía fuente inagotable de asombro y fruición, y una sociedad naciente, transformándose a grandes trancos. La propuesta que acepté al venir a esta tierra fue la de insertarme en este pueblo y esta Iglesia: poner a la espalda lo que traía y abrirme a esta experiencia. Desde entonces he considerado que mis raíces están en España y mi vida en Venezuela y, más en general, en América Latina.

2 Ahí va la letra de una marcha: “DDT de la marca HOAC/ purificador a granel/ Limpiaré de la sociedad/ la suciedad/ de parásitos con él./ Capitalismo, chupa que chupa/ comunismo chupa también/ son redentores no con su sangre/ sino la nuestra para su bien”.

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Este proceso se fue revelando mucho más complejo de lo que suponía, ya que la confianza instintiva en mis haberes actuaba subrepticiamente como criterio de valoración. Sin embargo, la voluntad de nacer a este país de elección y la inadecuación patente del horizonte societario, político y, más en general, histórico que traía, contribuyeron a que percibiera que tenía ante mí, no sólo un nuevo espacio geográfico y cultural sino más profundamente aún un tiempo nuevo. Venía de una época sórdida que emergía de la devastación; la violencia estaba como suspendida en el aire, amenazante y congelada. En la sociedad no había verdaderos acontecimientos, se tenía la sensación de que no sucedía nada y todo se remitía a un pasado remoto prestigioso.

Con estas vivencias a la espalda no era fácil percibir la cultura como lo que se crea contemporáneamente, ni la historia como lo que están haciendo protagonistas vivos. Desde la estabilidad de la inhibición ciudadana, que era mi marco vivencial y valorativo, las manifestaciones y mítines que acontecían con mucha frecuencia se me aparecían como desórdenes. Sin embargo ya en 1961 pude apreciar la vitalidad creativa de un barrio en formación; dos años después el profesor de historia del arte incluía a la Universidad Central de Venezuela entre los mejores conjuntos arquitectónicos del siglo XX y yo lo apreciaba así también. Poco a poco me nacían ojos nuevos.

En nuestra formación, tanto espiritual como humanística, se dio una voluntad decidida de contemporaneidad sin complejos, desde el cultivo de la tradición cristiana quintaesenciada. Agradezco enormemente que se nos ayudara a ingresar en la modernidad por fidelidad a nuestro ser cristiano y a nuestra misión como cristianos en el mundo contemporáneo. El diálogo simultáneo con los clásicos paganos y con el humanismo extraeclesial o ateo vigorizó nuestra experiencia cristiana, ya que lo hicimos desde una profunda simpatía y desde la posesión confiada de lo que éramos y queríamos llegar a ser y además en diálogo entre los compañeros.

¿ES POSIBLE PENSAR Y PERTENECER A LA IGLESIA? Mi crisis eclesial más profunda se dio en filosofía. Por un lado valoré lo que se nos daba

de “filosofía perenne”, no en el sentido del sistema escolástico sino de algunas convicciones fundadas y sistemáticas acerca de la realidad, de su conocimiento y del ser humano. Pero, por otro lado, me escandalicé al ver que los que habían pensado más allá del siglo XIII (o, alargándolo, más allá del XVI) eran presentados como adversarios y se encontraban en el índice de libros prohibidos.

Yo estaba convencido de que Dios quería que pensara y que pensara en el siglo XX, y por tanto me veía como candidato a ser contado entre los adversarios. Me resistía a este destino, pero no veía cómo obviarlo. La honradez intelectual me parecía sagrada. Tenía claro que ella no equivalía a apegarme a mis elucubraciones, pero tampoco veía compatible con ella profesar disciplinarmente un sistema absolutamente anacrónico.

Comencé a leer por mi cuenta a los filósofos, ya que como bibliotecario tenía acceso a la biblioteca; escribía mi diálogo con ellos y, más aún, mis incipientes y laboriosas sistematizaciones sobre lo que iba entendiendo de la realidad; y oraba intensamente pidiendo no desviarme de la verdad y poderla vivir en la Iglesia.

Pasaba mis papeles al rector del filosofado y él con preocupación me advertía que no los veía compatibles con la doctrina oficial, aunque nunca concluyó que dejara de pensar por cuenta propia y de escribir. Pues bien, un día me dijo que tal vez lo que escribía sí estaba dentro de los límites de lo permitido porque había leído algo parecido en un escritor famoso y no lo habían condenado. Se trataba de Karl Rahner. Leí el artículo y me sentí muy

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emocionado al ver realizada en él la posibilidad de pensar desde el cristianismo y ser del siglo XX. Es obvio que no traigo a colación este recuerdo para sugerir ninguna trascendencia en esas reflexiones mías sino para patentizar el sesgo dramático que adquirió para mí y para algunos de mi generación el simple hecho de pensar por cuenta propia, es decir genuinamente y con responsabilidad. También rindo homenaje a ese superior que tuvo confianza en mí y paciencia conmigo.

Libros que recuerdo me asombraron y ayudaron en aquella época fueron Catolicismo de De Lubac, Hacia una teología del trabajo de Chenu y las obras de Teilhard.

Hice filosofía en Quito y participamos apasionadamente del debate nacional. El afán por pensar nuestra realidad me llevó a convencer a mis compañeros de curso que desarrolláramos las tesinas de licencia en torno a la caracterización del ser humano latinoamericano a partir de revistas latinoamericanas universitarias y de cultura. Ningún profesor se animaba a tutorearnos hasta que el mismo rector lo hizo, advirtiéndonos que sólo podría ayudarnos metodológicamente, porque no conocía nada de lo que proponíamos porque pertenecía a la generación que pensaba, como Hegel, que América era puro eco de Europa. Yo tuve que conseguir todos los artículos a los compañeros de curso. Este interés me llevó con el tiempo a escribir reiteradamente sobre América Latina como una concreción de la filosofía de la realidad histórica y a dar clases sobre pensamiento latinoamericano durante tres lustros.

Quiero insistir que el horizonte era teologal: averiguar sobre el ser humano latinoamericano lo más analíticamente posible no era inventariar la materia prima sobre la que se ejercería mi apostolado sino palpar cómo había actuado el Espíritu de Dios y de Jesús y, por tanto, desde qué riquezas de humanidad teníamos que empatar y superar las negatividades.

ENCUENTRO CON LA IGLESIA SOÑADA En este contexto fue para mí decisivo el encuentro con monseñor Proaño en 1964. Me

admiró que conociera a los indígenas por nombre y apellido, y me emocionó que tuviera fe en ellos. En ese momento nadie creía en los indígenas en Ecuador, ni la izquierda, ni siquiera los antropólogos; pensaban en ellos como una raza degenerada y sin redención. La reforma agraria los había despojado de sus tierras fértiles y había condenado a las comunidades a la inanición. Ir a los anejos bajo su guía fue para mí encontrarme con la Iglesia que soñaba.

En esos años cobraba impulso la pastoral que acentuaba la promoción y comenzaba en Brasil la concientización. Lo que yo vi en Proaño fue una movilización comunitaria fuertemente personalizada desde las raíces cristianas y tomando siempre en cuenta la realidad indígena campesina (los antiguos ayllus devenidos en anejos). La suya era una energía tranquila, absolutamente respetuosa, pero indetenible. En aquel momento, no sólo los hacendados anclados en un pasado despótico sino sus mismos párrocos y sus colegas obispos lo adversaban abiertamente. Él siguió su camino hacia la reintegración de los pueblos indígenas y hacia un cristianismo en el que los indígenas fueran sujetos y no masa aquiescente. Volví a estar con él en otras ocasiones, él me enviaba artículos que publicábamos en SIC y fue para mí una referencia decisiva.

Recuerdo en 1965 una misión con un abnegado párroco; habíamos elegido el anejo más alto y alejado para tantear cómo recibirían los indígenas el Concilio que aún no había concluido. Lo recibieron con inmenso júbilo como una noticia liberadora. Cuando salieron los documentos fue la materia de nuestra meditación diaria durante años.

PARTICIPANDO DEL IMPULSO CONCILIAR

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Quiero insistir en que esa apertura al mundo, a la cultura, a la modernidad, esa aventura espiritual desde la fe en Dios y el compromiso con los desheredados fue potenciada, incluso en muchos aspectos posibilitada, por el concilio Vaticano II en marcha, no sólo seguido asidua y apasionadamente sino participado, ya que sentíamos que lo que estábamos haciendo formaba parte del mismo impulso que movía a los obispos, a los teólogos y a muchos otros cristianos e incluso no cristianos. En esos años, mientras comíamos, se nos leía; pues bien, casi todas las lecturas fueron sobre el concilio, tanto los diarios de distintos periodistas famosos como los artículos de revistas, no sólo españolas sino alemanas, francesas, italianas, inglesas y estadounidenses, que traducía el encargado de proporcionar la lectura del comedor. Fue un alimento que nos permitió seguir el día a día y a la vez recibir insumos para ver lo que se debatía en el fondo.

Desde la lejanía geográfica, desde la juventud y desde la falta de estudios teológicos, ese impulso nos parecía que llevaba, muy sumariamente, a renovar todas las cosas. Sentíamos que él era, como se venía repitiendo, el soplo del Espíritu en un nuevo Pentecostés.

Las manifestaciones eclesiásticas, desde lo conceptual a lo simbólico, pasando por lo organizativo, se nos volvieron de repente faltas de significado por anacrónicas. En verdad que para nosotros no se trataba de ningún entreguismo al espíritu de la época sino de vivir y expresar en ella y desde ella lo esencial del cristianismo. Captábamos que la hojarasca acumulada con los siglos opacaba lo radicalmente evangélico y que había que desprenderse casi todo lo que había para que reluciera lo de Jesús. Pero además, eso de Jesús, muy poco pero fuerte, había que volver a decirlo hoy con las palabras de hoy, de modo que los contemporáneos se sintieran interpelados.

Teníamos confianza plena en que el evangelio interesaría a la gente; pero a la vez éramos conscientes de lo que tiene de ruptura y no estábamos dispuestos a avergonzarnos de la cruz de Cristo. No teníamos odios ni malquerencias personales, pero éramos muy drásticos en nuestras condenas no sólo a la curia vaticana sino a la mayor parte de la institución eclesiástica del país (incluidos compañeros nuestros jesuitas) por su compromiso con la oligarquía y su abandono del pueblo y especialmente de los indígenas.

Sin embargo, nunca tuvimos posturas antiinstitucionales: todo esto lo vivíamos dentro de la Iglesia y de la Compañía de Jesús, en pacífica posesión de nuestra eclesialidad y con la libertad de los hijos que discuten con los mayores porque están dispuestos a responsabilizarse con ellos de la marcha de la casa común. Y tenemos que reconocer con mucho agradecimiento que así lo entendieron ellos, ciertamente los jesuitas, pero en el fondo también, a pesar de todo, la jerarquía venezolana, que, en el peor de los casos, consideró que estábamos en la raya, pero en la parte de dentro, como me dijo varias veces por los años setenta el entonces secretario de la Conferencia Episcopal.

SALIR DE UNA HISTORIA PARA PARIR OTRA Voy a fijarme en dos aspectos: ante todo, en el hecho de la ruptura y, seguidamente, en

los contenidos medulares. Tuvimos conciencia de haber pertenecido a una historia plurisecular, justo cuando ya no pudimos habitar más en ella porque se nos volvió historia pasada, incluso nuestro pasado, pero pasado irreversible. Caímos en cuenta de que habíamos vivido un cristianismo construido hasta en sus menores detalles por nuestros antepasados y percibíamos que ahora era tiempo de que edificáramos nosotros.

No había en ello ninguna jactancia; más bien un cierto desamparo: de rico heredero de un ilustre pasado multisecular, me veía de pronto desnudo, como Adán, y con la conciencia de que la elaboración de los nuevos vestidos no podía ser cosa de mero voluntarismo; pero era

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claro que así eran las cosas, que a nosotros nos había tocado empezar esa tarea. Tuve conciencia de que esa misión era absolutamente desmesurada, que incumbía a varias generaciones y a gentes de diversos ámbitos; pero que también me tocaba a mí. Comentábamos que debíamos asumir este encargo con agradecimiento, como oportunidad histórica; y también que la rectitud era absolutamente insuficiente, porque lo que se nos pedía era creatividad.

Creatividad era, cristianamente hablando, vida en el Espíritu; y ésa fue nuestra apuesta. Decíamos que no era grave que nos equivocáramos ya que teníamos voluntad sincera de fidelidad y “en el camino se enderezan las cargas”. La infidelidad absoluta era no intentarlo. Incluso tuvimos conciencia de que sólo se podía salir del pecado institucional mediante transformaciones históricas lentas y complejas, y que mientras las íbamos haciendo teníamos que cargar con ese pecado. “Vivimos en pecado mortal” era un estribillo mío en las reuniones, “pero nuestro Dios es el Dios de la gracia; por eso no tenemos que angustiarnos ni ocultarlo sino ir superándolo a medida que podamos”. Para nosotros lo fundamental era estar en proceso, no establecernos en otra ortodoxia alternativa ni sacralizar las nuevas adquisiciones. Estar en proceso era nuestra palabra mayor, nuestra consigna. O en otra verbalización mía, frecuente durante esos años, no se trataba de ser consecuente con uno mismo sino con la realidad, que era abierta y estaba en proceso. Esto era para nosotros experimentar al Espíritu. Y pienso que, a pesar de tantas inmadureces, a pesar de todo, sí mantuvimos en el fondo esta fidelidad.

Lo que nos costó más de una década fue percibir que lo más decisivo no son los cambios de contenidos sino la trasformación de los esquemas de relación, y que bajo contenidos nuevos pueden atrincherarse los viejos esquemas, y que entonces no ha cambiado nada. Era el paso de la ley absoluta a lo que se va discerniendo como voluntad de Dios situada. En concreto nosotros intentamos que los conservadores (para decirlo en los términos de la época) se pasaran a lo nuestro, demostrándoles que no les quedaba más remedio, si querían mantener la congruencia cristiana, es decir hacer lo que se debe. Obvio que así vacunamos a no pocos; y sólo el empeño en mantener por encima de las diferencias el vínculo personal, un empeño entrañable que prevaleció sobre lo ideológico, evitó males mayores.

LLEGAR A UN DIOS DIFERENTE El propósito de cambiarlo todo en fidelidad o de cambiar cada cosa para que siguiera

todo, fue posibilitado por un cambio muy drástico de espiritualidad, que para nosotros se inició el año 1961, cuando empezamos a estudiar las humanidades, pero que eclosionó en 1963, al entrar a filosofía en Ecuador. Lo que se nos había inculcado en la vida religiosa era que la santidad consistía en obedecer a Dios y que la voluntad de Dios estaba minuciosamente objetivada. Los mandamientos de la ley de Dios y los de la Iglesia, plasmados en el derecho canónico y en multitud de prescripciones y costumbres convertidas en leyes, estaban reforzados y concretizados para nosotros en las constituciones de la orden, los decretos de las congregaciones generales, las costumbres de la provincia y las de la casa y la voluntad del superior. Había que hacerlo todo, tanto lo más importante como las cosas pequeñas, y, sobre todo, había que hacerlo libremente, sin restricciones mentales y con toda la asiduidad de la que uno era capaz.

Ante todo, el concilio obró en sentido desacralizador. ¿Era tan claro que Dios quería cada una de esas cosas? No sólo nosotros no lo veíamos; también los superiores empezaron a dudar íntimamente y se inhibieron en muchos campos e incluso propusieron diálogos para ver qué había que hacer. Al principio podía pensarse que de lo que se trataba era de hacer una poda

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razonable y seguir con el mismo esquema. Pero no fue así: la duda llevó a que se cayera el principio estructurador de todo el esquema: no se veía que la voluntad de Dios estuviera objetivada en normas y prescripciones.

Esto nos llevó a algo mucho más radical: no se veía que la relación con Dios consistiera en que él mandaba y nosotros obedecíamos. Empezamos a creer y sentir que no se pensaba bien de Dios cuando se lo concebía como el que manda. Si Dios era nuestro Padre, relacionarnos con él era quererle y tenerle confianza, en definitiva descansar en él y colaborar con su designio.

Puede parecer contradictorio, pero lo cierto es que llegamos a pensar y a relacionarnos con un Dios así, con temor y temblor. ¡Había tanto y tan autorizado en contra! Y nosotros no queríamos relacionarnos con Dios con esta paz y confianza porque se acomodaba mejor a nuestras pretensiones vitales. Teníamos inmenso respeto a Dios y sabíamos que en la relación él era el que llevaba la voz cantante. Llegar a pensar que él era el que se nos revelaba con ese talante, cuando todo un precipitado histórico seguía insistiéndonos en el Dios de los dioses y en el Señor de los señores, era no sólo abrirse paso a contracorriente sino transformar, con no poco sobresalto, esquemas bien hondos de la conciencia, que se habían convertido en esquemas de la sensibilidad. Este miedo siempre lo he valorado como saludable principio de realidad ya que no originaba angustia ni inhibía la aventura espiritual sino que llevaba a asumirla con responsabilidad.

DEL CUMPLIMIENTO DE LA LEY A LA ENTREGA A LA MISIÓN La otra cara de descubrir a Dios como el Padre que nos invita a compartir su vida fue

sustituir el cumplimiento de la ley por la entrega a la misión. Este Dios tiene un designio sobre el mundo, un designio interior a la creación histórica, aunque la trascienda desde dentro: hacer el mundo fraterno de los hijos de Dios o que lleguemos a ser humanos según el prototipo que es Jesús. Este designio es universal y es un designio de gracia, de dicha, de plenificación: un evangelio. Muchas expresiones de Pablo VI al respecto nos resonaron como consignas que encerraban tesoros inagotables. Generaciones enteras, pensábamos, podían vivir con entusiasmo y creatividad para historizarlas.

Para todo eso teníamos que crecer como individuos y como pueblos; por eso el desarrollo se nos presentaba como una tarea insoslayablemente cristiana. Había mucha rutina que sacudir en nuestra sociedad y teníamos que asimilar muchos adelantos del mundo moderno; lo que no se haría sin un esfuerzo descomunal y sostenido. Todo eso era indudablemente tarea de los cristianos y de la institución eclesiástica, que tenían que componer sus esfuerzos con todas las personas de buena voluntad, según la dirección que nos marcara Juan XXIII3.

Pero para nosotros eso no sería posible si no rompíamos cadenas de injusticia multisecular que entrababan y desfiguraban el proceso social. Éstas eran, por un lado, la opresión de las oligarquías tradicionales y del imperialismo, y por el otro el desprecio introyectado por los pobres como resignación, minusvalía y mimetismo.

TEOLOGÍA EN ESPAÑA DESDE AMÉRICA LATINA: AJUSTE DE CUENTAS,

LECTURA DE AUTORES Y PERSPECTIVAS No queríamos salir de América Latina para estudiar teología porque teníamos conciencia

de que no podíamos ausentarnos de lo que estaba en movimiento. Pero las opciones de los

3 El cambio de espiritualidad al que me ha referido en estos acápites lo que teorizado en Espiritualidad conciliar. Universidad Iberoamericana/ITESO, Puebla 2003

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jesuitas en ese momento no lo recogían; por eso optamos por ir a Madrid, pero estudiando desde una residencia universitaria para latinoamericanos, unos doscientos treinta, bastantes de postgrado. Para nosotros ése fue el lugar teologal. El reto era estar allí como jesuitas y estudiantes de teología en vistas al presbiterado. En 1968, en pleno apogeo secularista, era un reto arriesgado porque parecía extemporáneo. Requirió un gran esfuerzo personalizador y una vivencia comunitaria fuerte para afrontarlo, no a la defensiva, lo que no habría tenido para nosotros ningún sentido sino como un camino plausible de humanización solidaria. Además eran años de intenso debate ideológico y la residencia universitaria fue una buena caja de resonancia. El límite era el sesgo predominantemente ideológico. Aunque la cercanía como compañeros hacía ineludible la referencia al componente humano y ético de las opciones. Desde esas coordenadas estudiamos una teología que, en parte era la de la minoría conciliar, a todas luces anacrónica, y en parte el ajuste de cuentas con el pasado y la propuesta de perspectivas para el futuro. Los estudios exegéticos sí eran mucho más analíticos y nos ayudaron enormemente, aunque me llamó mucho la atención el desbalance entre la acuciosidad analítica y la falta de preguntas que hicieran más trascendentes las investigaciones. También dialogamos con la tradición y releímos la historia. Como el estudio partía de un deseo y una necesidad personal, en cada semestre organizamos en nuestra residencia un seminario con el profesor que juzgábamos más vivo y suscitador, lo que contribuyó a la personalización de las búsquedas y a cualificar el diálogo y las perspectivas. Por esos años se traducía la teología que estaba a la base del impulso conciliar. Fue la que sorbimos con acuciosidad y emoción, leyéndola desde dentro, como modo de ilustrar nuestro propio horizonte.

Era asumir el cristianismo en una época secularizada, incluso postreligiosa. Se trataba, no de negar a Dios, sino de depurar su imagen y a la vez, en cierta tensión, de asumir el giro antropológico. Esa tensión estaba también presente en autores guías como Rahner. Pero lo más decisivo para nosotros era darle el puesto central a Jesús de Nazaret: en él se redescubría la verdadera imagen de Dios y del ser humano.

Con muchos vacíos, pero sí podemos decir que recibimos una información básica y que hicimos en verdad teología, aunque fuera rudimentariamente.

LO ESTRUCTURAL Una característica del modo cómo vivimos esta propuesta de cristianismo aggiornado y

desde abajo en estos años es que el lenguaje tremendamente drástico que empleábamos se dirigía a las personas con el convencimiento de que podían llegar a cambiar. Claro está que percibíamos el tremendo costo social, pero nos parecía que tenía sentido apelar a su humanidad porque creíamos que en el fondo querían ser humanos y se respetaban a sí mismos, y nos parecía que nuestra propuesta, aunque costosa, era superior a lo que vivían. Yo sigo valorando esta aceptación de fondo y me sigue pareciendo, como afirmó Juan Pablo II, que nuestra propuesta es buena nueva también para los grandes accionistas y gerentes, aunque les exija cambios radicales.

Sin embargo, lo que no captábamos era la densidad de lo estructural, de lo institucional, de lo societario. Conceptualmente lo afirmábamos, pero no nos hacíamos cargo de que es otro nivel de realidad con sus propias reglas de juego, con su tremenda inercia y opacidad.

Posteriormente, como reacción, sobrevaloramos su autonomía, lo llegamos a ver casi independiente e incluso hasta contrapuesto a las voluntades y designios personales. Aunque, contradictoriamente, sobrevaloramos también la instancia política como palanca para transformarlas. Tomar el poder llegó a ser una palabra mágica.

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Quiero insistir en el choque que nos supuso hacernos cargo de que la propuesta del desarrollo integral, con el precio de la justicia estructural, había sido rechazada y nosotros con ella. Desde comienzos de los años 60 habíamos hecho nuestra la actitud conciliar de la responsabilidad con los hermanos y con la historia desde la simpatía y la compasión. Eso nos llevaba a una actitud universalista que no tenía nada de ingenua, pero que quería mantenerse a pesar de todo. Aceptar un horizonte dividido, una oposición espesa y sin resquicio, nos resultó muy duro.

Sin embargo, aceptarlo a nivel estructural supuso una resignación indebida e infecunda a los códigos de la época. Es cierto, como dije, que siempre mantuve la distinción entre lo estructural y lo personal y que en este plano siempre deseé la salvación de cada uno, incluso de los mayores opresores. Pero el horizonte de lucha de clases (común, no se olvide, a capitalistas y marxistas) contribuyó a congelar posturas y no fue buen conductor del dinamismo espiritual.

El darwinismo social que hoy impera es una versión más salvaje de lo mismo; pero creo que ya hemos aprendido a percibirlo sólo como una de las posibilidades de esta figura histórica y no como la expresión necesaria de ella misma; y así podemos trabajar por su superación apoyándonos en sus bienes civilizatorios y culturales, conjugándolos con los aportes, también imprescindibles, de los excluidos, tanto los de abajo como los de fuera.

LA CULTURA COMO INDAGACIÓN DE LA REALIDAD Y LUGAR TEOLOGAL Como durante los años setenta y ochenta vi que en Venezuela la izquierda no llegaría a

tomar el poder, a contrapelo con otros compañeros latinoamericanos, empecé a valorar más otros aspectos que me parecían más a la mano y cuya potencialidad experimentaba. Lo que convencionalmente se llama cultura me pareció muy relevante, no sólo por su inmensa capacidad de indagar en la realidad y de expresar su inagotable complejidad sino también por mostrar con lucidez el modo cambiante e incluso contradictorio como la vamos viviendo los humanos, y, más aún, porque propicia el implicarnos en ese diálogo hermenéutico y creativo en el que acontece la construcción de la realidad social.

Me pareció que América Latina, en su dinamicidad y en su espesor histórico, está más expresada en la literatura, la música y el arte que en estudios de sociología o ciencia política o económica, aunque en aquel tiempo se publicaban obras memorables que me ayudaron. De un modo particular me dediqué a la lectura apasionada y a la crítica de la que entonces se llamaba Nueva Narrativa Latinoamericana, que desembocaría en mi tesis doctoral (1980) sobre la institución eclesiástica en la nueva novela latinoamericana4, en la que traté de descubrir el mundo que componía cada novela, el papel que jugaba el cristianismo en ese mundo y el lugar en él de la institución eclesiástica.

Al formar una secuencia con las novelas, lo que descubrí, muy asombrado, fue un esbozo altamente ilustrativo de la historia de la Iglesia en América Latina, la externidad de la institución eclesiástica respecto del pueblo latinoamericano por su identificación con el estamento criollo, la crisis que provoca este maridaje y las tentativas de cambiar de lugar social. No es casual que las dos páginas introductorias de la Teología de la Liberación de Gustavo Gutiérrez sean una cita de una novela peruana, ya que más de una década antes de que Juan Luis Segundo planteara que más importante que saber si Dios existe es preguntarnos

4 La institución eclesiástica en la nueva novela latinoamericana, vol. I y II. ITER-UCAB, Caracas 2002

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por nuestra idea de él5, dos personajes de Todas las Sangres6 respondían a la pregunta de si creían en Dios preguntando a su vez de qué Dios les hablaban.

Por eso posteriormente me pidieron los compañeros teólogos que escribiera sobre la Teología de la Liberación y cultura y, en efecto publiqué una primera aproximación de conjunto7, que no creo que haya sido tomado en cuenta.

FRATERNIDAD CRISTIANA CON POBRES CON ESPÍRITU El trabajo de la tesis me reconfirmó la importancia para el porvenir del cristianismo en

América Latina y para la liberación popular no sólo de conocer desde dentro las culturas populares latinoamericanas sino, sobre todo, de anudar con sus portadores en su mismo ámbito (en la casa del pueblo, solía decir). Este contacto abierto con gente popular lo considero un trascendental en mi quehacer teológico, uno de los tres componentes del acto primero (en palabras de Gustavo Gutiérrez) del que la teología que trato de hacer sería acto segundo8. La intuición sensible que da vivir en una zona popular acarrea un sentido de realidad que no es fácil conseguir de otro modo.

Anudar con el mundo popular, después de mi inmersión en el mundo universitario, fue uno de los aportes, decisivo, de mi estancia en Perú con Gustavo Gutiérrez. Cada mes iba a una comunidad rural de la sierra y todas las semanas iba a un barrio, un Pueblo Joven, se decía entonces, de la periferia de Lima. Y todo eso, en el ambiente de la revolución de Velasco Alvarado, cuando por primera vez en mi vida contemplaba al Estado, desde el gobierno a las fuerzas armadas, pasando por los distintos ministerios, como aliado del pueblo. Al regreso a Venezuela en 1974 proseguí y profundicé ese contacto orgánico.

La convivencia prolongada en ambiente popular no ha obrado, como era mi previsión, un ensanchamiento de mi mundo vital sino un corrimiento de su centro de gravedad: realmente que en estos ambientes me siento en mi mundo y tiendo a ver al resto y a la globalidad desde esa perspectiva; eso, a pesar de que soy consciente no sólo de mi relativa exterioridad sino de que nunca llegaré a entrar del todo en el mundo de los pobres.

No considero esta trayectoria vital como mera eventualidad o como simple preferencia sino como un camino de fidelidad al Espíritu de Jesús de Nazaret. Particularmente considero una singular gracia de Dios el acompañamiento durante más de tres décadas a comunidades cristianas de base. La fraternidad cristiana con pobres con espíritu, en un ambiente de precariedad en el que personas y grupos parecen a punto siempre de desmoronarse, es para mí fuente constante de alegría, de paz y de luz, junto con un llamado a la responsabilidad.

La lectura orante del evangelio en estas comunidades es alimento indispensable para mi vida cristiana, fuente de donde mana mi eclesialidad y llave del carácter evangélico de mi teología. También he comprobado que es palanca trascendente para que gente popular se levante de su postración y se ponga en movimiento.

Una parte considerable de mi trabajo intelectual y teológico ha consistido en tratar de teorizar las culturas populares, sobre todo la suburbana9, la inserción de la institución eclesiástica en ellas, las prácticas pastorales que se adelantan10, la Iglesia de los pobres que

5 Segundo: Teología abierta para el laico adulto/ Nuestra Idea de Dios. Carlos Lohlé, Buenos Aires 1970,18 6 Arguedas, Todas las sangres. Losada, Buenos Aires 1970,vol. I y II 7 RLT 4 (1985) 83-93 8 Trigo, Cuál es el acto primero del que la Teología de la Liberación. es acto segundo. ITER 25(2001)109-136 9 Trigo, La cultura del barrio. UCAB-Gumilla, Caracas 2004 10 Trigo, Pastoral suburbana. Revista ITER 44 (2008)

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resulta de ese encuentro11 y las transformaciones de las personas populares que acarrea ese proceso12.

UBICACIÓN EN UN CENTRO DE INVESTIGACIÓN Y ACCIÓN SOCIAL En 1966 me hice cargo en el colegio de la Compañía de Jesús en Maracaibo de un Centro

de Estudios y Acción Social. Puse todo mi empeño en encaminar a los muchachos hacia un estudio metódico, digamos científico, de la realidad popular desde un contacto directo con ella.

Desde 1973 pertenezco al Centro Gumilla, Centro de Investigación y Acción Social que tenemos los jesuitas en Caracas13. El Gumilla había nacido en 1968 para promover la tercera vía, justicia social en libertad, como superación dialéctica, se creía, del capitalismo liberal y del socialismo marxista. Cuando yo llegué ya se había producido la ruptura respecto de quienes propugnaban este modelo ideológico y nos encaminábamos hacia una participación en el acontecer nacional sin ataduras partidistas, aunque con una clara opción por el desarrollo integral y la liberación de las opresiones estructurales que lo entraban, como lo había propugnado Medellín.

Ya en 1972 sacamos en SIC, la revista del Centro, ocho artículos programáticos sobre la Teología de la Liberación como corriente que expresaba la inspiración de la revista y las demás actividades del Centro14. Quiero destacar que en el Centro lo político recibía contenido específico de lo histórico, antropológico, social, religioso y económico. Nuestro tema era Venezuela: la recorríamos incesantemente tomando contacto con multitud de grupos; estudiábamos afanosamente en torno a ella; participábamos del movimiento de cine, teatro, literatura y pintura que trataba de expresarla e interpretarla.

En ese conjunto consideramos que los grupos cristianos que trataban de avanzar en la línea de Medellín tenían relevancia para la transformación humanizadora del país y por eso creímos que era tarea propia del Centro Gumilla apoyarlos. Un elemento decisivo en este juicio era la mediatización clientelar de las organizaciones populares existentes, y la dificultad por eso de crear y consolidar organizaciones de base (Medellín 2,27), agravada por la ausencia de tradiciones de vida comunal en nuestro pueblo. Pensamos que lo religioso era una fuerza capaz de parir esta novedad histórica, tan decisiva no sólo para el porvenir de nuestro cristianismo sino para el desarrollo humano del país.

Este convencimiento no ha hecho sino afianzarse a lo largo de estas décadas. Creemos que en nuestro país la opción por los pobres se concreta en la opción porque sean sujetos sociales desde sus propias culturas, tanto en la sociedad como en la Iglesia. Esta opción hoy es mucho más a contracorriente que en décadas pasadas y debe ser realizada a muy diversos niveles. Pero la experiencia nos ha mostrado que las comunidades cristianas de base obran como catalizadores que propician el proceso, superando el desgaste y ayudando a procesar los conflictos superadoramente.

UN TRABAJO INTERDISCIPLINAR

11 La Iglesia de los pobres. En 10 palabras sobre la Iglesia en América Latina. Estella, Editorial Verbo Divino, 2003,115-175 12 En El cristianismo como comunidad y las comunidades cristianas. Miami, Convivium Press 2008,166-184 13 Ver el portal www.gumilla.org 14 Los dos que elaboré yo se titulaban Teología y Liberación (SIC 348 set-oct 1972,363-364) y Catolicismo popular y Liberación (SIC 349 nov 1972,402-403).

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De esta experiencia en el Gumilla quiero destacar dos aspectos. El primero es el carácter interdisciplinar de mi quehacer teológico. Mi perspectiva teológica ha actuado permanentemente como fuente de planteamientos para las otras disciplinas, y éstas han aportado también materia constante a mi teología. No creo que se hayan dado cortocircuitos ya que cada disciplina tiene su propio estatuto epistemológico; pero todas, incluida la teología, son mediaciones de la realidad, que las trasciende desde dentro. En ella confluyen todas y ella da a cada una su concreción y su peso, que se convierten en encargo y responsabilidad. La realidad es más que cada disciplina, pero la convergencia de ellas ayuda a elevarla a concepto y procesarla. En este sentido no concibo una teología intrateológica; casi inevitablemente pierde rumbo y densidad.

Me ha supuesto un esfuerzo desmesurado participar habitualmente en discusiones con economistas, politólogos, sociólogos e historiadores teniendo que asumir su propio discurso. Pero doy gracias a Dios por ello y lo considero como enriquecimiento y reto insustituibles.

UNA PRÁCTICA PASTORAL RADICAL QUE SONÓ DESAFIANTE El segundo aspecto es una concreción del anterior: esta solicitud por el país, plasmada en

multitud de encuentros, charlas, artículos, propuestas, observaciones críticas y proyectos, desde nuestra perspectiva cristiana, ha estado siempre complementada por una acción de animación cristiana desde esta ubicación social. En realidad ambas tareas forman parte de una única responsabilidad e inspiración, y eso ha estado claro en la percepción que se ha tenido de nuestro grupo; pero ambas tienen una relativa autonomía que hemos tratado siempre de respetar. No pocas veces ambas han sido momentos sucesivos de un mismo encuentro; pero otras, en las que sólo se compartía una de las dos perspectivas, hemos tenido que poner todo el empeño en mostrar la congruencia interna de cada tipo de discurso.

Quiero insistir en que nuestra práctica pastoral (piénsese en misas, retiros, conversas espirituales, acompañamiento de CEBs y otros grupos, cursos: leer, predicar y confesar, que decía san Ignacio) ha tenido el sesgo de la radicalidad evangélica dentro de la pacífica posesión de nuestra eclesialidad. Entiendo por radicalidad evangélica el atenerse a lo grueso y el ir a la raíz: distinguir dentro del cristianismo entre la entrega al verdadero Dios y el hacerse ídolos que lo suplantan; ayudar a las personas a percibir la presencia y la acción de Dios en sus vidas y en su situación, y a relacionarse realmente con él; coadyuvar a quitar los obstáculos que impiden captar a Dios como buena nueva, y acompasarse con su acción en uno; destacar de un modo contextuado las grandes líneas del designio de Dios respecto de nuestra situación; hacer ver cómo la institución eclesiástica tiene que transformarse para ser sacramento de este designio.

Creo que estas líneas siempre estuvieron presentes, aunque es cierto que las dos últimas fueron más explicitadas en los primeros años ya que el Concilio y Medellín abrieron un debate en torno a ellas con sus propuestas, tan renovadoras que sonaron como desafiantes.

Así fue percibida nuestra acción, incluso nuestras personas, por un sector influyente de la institución eclesiástica. No creo haber escandalizado nunca a la gente popular ni a los cristianos no excesivamente clericalizados. Nunca me he sentido mal con personas sanamente tradicionales. Pero estoy persuadido (aunque desearía equivocarme) que hubo personas y sectores que se cerraron al Concilio, lo que de algún modo equivalió a cerrarse al Espíritu. La disputa parecía girar en torno a Medellín, pero en el fondo (eso lo fuimos viendo cada vez más claramente) el problema era y es la no recepción del Concilio, de su propuesta de reforma eclesial, que a nivel personal es de conversión.

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Es cierto, como dije más arriba, que, al empeñarnos al comienzo en la discusión como un modo de emplazar al cambio, no les ayudamos a ablandar las resistencias y abrirse a las transformaciones. Sin embargo, sí creo que cuando algún grupo nos invitaba tratábamos de asumir el momento en que se encontraban para caminar a partir de él. Al principio nos importaba dejar en claro lo nuevo a modo de tesis. Tal vez era también una manera de clarificarnos nosotros y, más aún, de comprometernos públicamente, quemando las naves. Cada vez nos importó más la propia gente, su proceso, digamos en términos clásicos, su salvación.

NO EL DEPÓSITO COMO PANORÁMICA SINO EL TEMA DE NUESTRA ÉPOCA Respecto del quehacer teológico mi ubicación el Centro Gumilla y mi acción pastoral

influyeron en el deseo y la pretensión de que los temas tratados fueran verdadera teoría, es decir interpretación correcta de la práctica pastoral y la vivencia cristiana en el contexto histórico y eclesial.

Por eso frente a la presentación panorámica de la doctrina católica opté sistemáticamente por el método de las cuestiones y las disputas con la pretensión de llegar desde ellas al núcleo del misterio cristiano y de llegar realmente, ya que la realidad reluce en la situación y ésta se abre desde la práctica en el Espíritu, que para los cristianos es seguimiento de Jesús (de ahí la contemplación evangélica en orden al seguimiento) desde la fe en Dios (que es fundar realmente la vida en él de modo que su designio sea principio de nuestra praxis).

Dicho de un modo brutal, me pareció que la posesión panorámica de la teología al modo de la ideología, es decir ,de una precomprensión recibida y aceptada independientemente de la praxis, dificultaba entablar el proceso de llegar a alcanzar en su densidad real alguna parte de ella. Por eso frente a la panorámica coloqué como empeño la organicidad, que se va logrando al tratar de percibir el reto cristiano de la época y de elevarlo a concepto lo más complexiva, sistemática y fundadamente posible, a la luz de los evangelios y la tradición cristiana.

Resultaba claro que “el tema de nuestra época” sólo se desvelaría desde la encarnación solidaria que propugnó el Concilio. Ese precio es el que no parecía estar dispuesta a pagar una parte de la institución eclesiástica ni, por otro lado, un grupo de teólogos sólidamente instalados en el establecimiento del claustro universitario15.

TRASCENDENCIA TEOLÓGICA Y OPCIÓN POR LOS POBRES Esta encarnación solidaria impide la instalación. Más aún, porque lleva en su entraña la

opción preferencial por los pobres. Es, como la de Jesús, una encarnación kenótica: adentro y abajo, lo que tiene como consecuencia ser echado fuera, ser marginado. Esto, conforme van pasando los años, pesa más y además se hace más espeso.

Por nuestra parte no fue fácil comprender ni menos aún vivir que, si la solidaridad empieza por los de abajo, también debe ejercitarse con los que excluyen. La lucha de clases marxista, muy presente en el ambiente de esos años, no ayudó a esa clarificación, que, sin embargo, se fue dando, primero como exigencia de espiritualidad y luego como teoría16.

Todo sucede mediante anécdotas y por eso yendo a las particularidades es cierto que puntualmente pudieron evitarse algunos malentendidos y relacionarnos de otro modo con ciertas personas; pero estoy firmemente convencido de que Dios pide hoy a su Iglesia un cambio de lugar social y centro de gravedad, y que, interpretada así, la opción por los pobres

15 Trigo, La teología latinoamericana ante los retos epocales. RLT 86 (2012) 121-133 16 Una autocrítica: el horizonte de la lucha de clases. En Espiritualidad conciliar, oc,100-117

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es hoy el punto en el que todo “cae o se levanta” en la Iglesia y en el cristianismo y consiguientemente en la teología.

Esta opción tiene que ser hecha a la altura del tiempo, en el doble sentido de comprenderlo desde dentro y de percibir por dónde pasa el Espíritu en él; pero tiene que ser hecha efectivamente. Si no, la Iglesia se vacía porque, como vio Ezequiel respecto del templo, ya no la habita la gloria de Dios. Hoy es bien claro que la opción por los pobres (que no se realiza dando dinero sino haciéndose prójimo de ellos, entrando en su mundo, en su casa, asumiéndolos como tús para uno y para los grupos e instituciones a las que se pertenece) sólo se hará efectiva por obediencia al impulso del Espíritu, como correspondencia a la opción de Dios, en seguimiento de Jesús. Reducir el tema de los pobres a un capítulo de la ética y a un rincón lateral de nuestra existencia es hoy avergonzarnos de la cruz de Cristo.

Plantear sistemáticamente esta opción17, molesta, irrita, encona. Tanto en la sociedad como en la Iglesia. Y tratar de vivirla con honradez implica un empeño agónico porque va completamente a contracorriente con la dirección dominante de la figura histórica actual; y por eso la opción tiende constantemente a degenerar en mera ideología y desempeño profesional. Ante tal cúmulo de dificultades el teólogo sólo se mantendrá en esta opción desde la libertad fiel y creativa que es la marca del Espíritu. Por eso esta opción expresa hoy esa trascendencia desde la que nuestras pobres palabras reciben rumbo y densidad.

La trascendencia no suple a la pericia; más aún, para nosotros desde el tercer mundo el profesionalismo es expresión de salida de sí, de superación del entusiasmo, de objetivación, al aceptar un campo comunicativo dado de antemano y construido por muchos; y todavía distamos mucho de haber alcanzado esta normalización. Pero también tenemos que confesar que para alcanzarla no podemos dedicarnos de cuerpo entero a la academia, porque sin estar con los pobres, sin la acción pastoral y obviamente sin estar con Dios y con Jesús (y todo esto, hay que insistir en ello, lleva tiempo), la teología es irremisiblemente intrascendente. Hay aquí encerrado un problema metodológico que tenemos que resolver los teólogos en el siglo XXI, si es que concebimos la teología como una expresión de la fe que se verifica en la solidaridad.

LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Al finalizar el año 1970 escribí mis primeras reflexiones de lo que luego me enteré que se

llamaba Teología de la Liberación. Había preparado un papel de trabajo para una reunión, papel que fue arduamente discutido durante tres días y que menos de una tercera parte de los asistentes se atrevió a suscribir. Meses después uno de los asistentes me dio un folleto, si mal no recuerdo, de MIEC – JECI, diciéndome que decía lo mismo. En el titulo ponía Teología de la Liberación, y, en efecto, reconocí que era la misma tónica. Claro está que lo mío era un papel de trabajo y el que me dieron a leer, un artículo de más de cincuenta páginas.

Es un hecho que la Teología de la Liberación es una corriente que brotó simultáneamente y de manera endógena en muy diversos lugares, y, a veces, como en mi caso, sin conocimiento de otros teólogos. Igual que cuando estudiaba filosofía, la filosofía era la de Europa y tuve que empezar a investigar por mi cuenta en torno a América Latina y el ser humano latinoamericano, así también entonces la teología era la de Europa y nos tocaba ir balbuciendo, torpe pero indeteniblemente, nuestras reflexiones como un acto de

17 Ya llevo dos años desarrollando como curso de postgrado el tema de La opción por los pobres y tengo el material a punto para publicar un libro

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responsabilidad, desde la congruencia de lo que habíamos vivido y muy en concreto de nuestra práctica cristiana.

En esta contextura me resultó muy reconfortante la reunión de 1972 en El Escorial. Conocí a muchos hermanos mayores, percibí la variedad de talantes y acentos como armónicos en torno a opciones fundamentales compartidas; también noté algunas insistencias un tanto unilateralizantes e incluso me pareció que no eran todos los que estaban. Obviamente que nadie me conocía y que no era nadie, pero en seguida me situé de un modo natural y entrañable dentro del grupo, y de esos contactos partió la invitación de Gustavo Gutiérrez de pasar el año 73 en Lima a su lado. Ese año su labor de cátedra (sendos cursos en la Universidad Católica y en el Seminario y un seminario en la UNEC) giró en torno a teología y política. Aunque era un tema insoslayable, habría preferido más variedad; sin embargo, me convenció su modo de tratarlo y, más aún, su personalidad humana y cristiana. Desde entonces me he sentido unido a él.

Ese año fue para mí inolvidable. Asistí a un corrimiento social de vastísimas proporciones: la salida a la escena de las comunidades indígenas, el indetenible proceso de cholificación y la consolidación de organizaciones populares autónomas. A nivel de Iglesia, el compromiso solidario con el país de un sector muy significativo, unido por redes organizativas y nucleado en base a CEBs. Acompañé a una comunidad suburbana y a otra rural, lo que constituyó para mí un aprendizaje valiosísimo. Todo me daba que pensar y pude confrontarlo con compañeros jesuitas en una comunidad con peso intelectual y capacidad de interlocución.

De vuelta a Venezuela no quisimos participar en encuentros latinoamericanos hasta que no se construyera un verdadero proyecto pastoral al que pudiéramos representar. Nos pareció que en la antesala de Puebla ya estaban dadas las condiciones y desde entonces participé con alegría de estos encuentros regulares que me nutrieron mucho y me dieron un sentido de pertenencia. Fueron importantes para el afianzamiento de la Teología de la Liberación como corriente teológica. Sí pedí repetidas veces infructuosamente que se abreviara el tiempo del análisis de coyuntura y que se concediera más espacio a la discusión estrictamente teológica.

A lo largo de este tiempo he ido observando que existen dos tipos de epistemología: en unos compañeros la teología es estrictamente acto segundo, es decir teoría de un modo de espiritualidad y pastoral; en otros parece ser acto primero: son profesores y su labor con el pueblo es de extensionismo. Es obvio que no quiero decir que éstos no tengan espiritualidad; digo que ella y la eventual pastoral son un asunto personal, no el trascendental de su teología. Esto se traduce en que asumen la Teología de la Liberación al modo de la causa: como una dedicación profesional y entusiasta a un asunto que no tiene que ver con la propia cotidianidad, pero que lo pone a uno a valer. Para los primeros, en cambio, es la teoría de su cotidianidad, de su mundo de vida. Las causas se gastan y cambian, el mundo de vida se va transformando, pero permanece. No es que unos teólogos sean mejores que otros, eso depende de su competencia profesional; pero es cierto que son dos modos diversos de hacer teología. Me parece que Gustavo Gutiérrez, Ronaldo Muñoz, Diego Irarrázaval o Jon Sobrino, por poner algunos nombres de entonces, hacen teología como acto segundo.

Hoy se discute si el movimiento de la Teología de la Liberación ya cumplió su cometido o sigue vivo. Yo apuesto a que sigue, pero a causa de la novedad de la época, no puede ya seguir diciendo lo mismo sino que tiene que crear expresiones equivalentes18. En eso ando.

18 Trigo, ¿Ha muerto la Teología de la Liberación? Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana 2005 y Bilbao, Mensajero 2006

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MI DEDICACIÓN ACADÉMICA Y SU SENTIDO Hasta 1980 mi servicio teológico había sido fundamentalmente de animación, que incluía

objetivar horizontes, desarrollar conceptos fundamentales, señalar caminos, discernir los signos de los tiempos, acompañar... En 1979 se fundó el ITER, Instituto de Teología de la Conferencia Venezolana de Religiosos (y actualmente Facultad de Teología de la Universidad Católica), y desde entonces mi labor teológica ha tenido también un cauce académico.

Nuestro intento inicial fue tratar temas reales desde las distintas dimensiones, y por eso habíamos previsto que compartieran la misma cátedra varios profesores. También asumimos que los alumnos eran cristianos y que por eso no venían sólo a recibir informaciones y a aprender métodos sino también a compulsar todo lo recibido desde su existencia teologal, y a cuestionarla y dinamizarla a partir de los insumos recibidos. Esto convierte la clase en un diálogo exigente y fecundo.

Este diálogo fue posibilitado porque los profesores también entramos en diálogo. Nuestro punto de partida era la divergencia de fondo y la desconfianza mutua, pero, más aún, la voluntad de constituir un nosotros como respuesta a lo que percibíamos como querer de Dios y necesidad de nuestra Iglesia. Por eso, a pesar de todo y con gran paciencia de parte de cada uno, el diálogo salió adelante. A través de él fuimos estableciendo la orientación del instituto y las líneas de cada materia.

Poco a poco las exigencias vaticanas nos fueron llevando a incluir más materias y a un pensum más convencional, sin embargo tratamos de conservar el método y de reactivar la capacidad del profesorado de pensar teológicamente. En la revista del ITER19 y en la Revista Latinoamericana de Teología (UCA de San Salvador) he venido publicando la mayor parte de mis artículos.

En la Iglesia venezolana el ministerio del teólogo no es requerido sino por algunos sectores y eso eventualmente; más aún, para los responsables es un dolor de cabeza que desearían evitarse. En estas condiciones la vocación teológica tiene algo de acto heroico ejercitado en medio de una gran soledad.

Es cierto que grupos minoritarios aprecian el apoyo y esclarecimiento cuando se da oralmente o a pequeñas dosis, pero los artículos más académicos apenas encuentran interlocutores. Esto plantea un problema, si la teología es un servicio concreto a la Iglesia que existe. Metodológicamente, el pequeño formato no es para mí un ejercicio de vulgarización. El respeto que me merecen los hermanos y compañeros y compañeras que me lo piden obra en el sentido de que allí vierta lo que he llamado teoría. Los artículos más amplios son para mí su fundamentación y sistematización. Pero la matriz se encuentra en los esquemas de las charlas y sus sucesivas reelaboraciones, eso desde mediados de los años 60.

UN TEÓLOGO DEL VATICANO II EN UNA ÉPOCA DE DARWINISMO SOCIAL Me considero teólogo del Vaticano II, lo que en América Latina significa también de

Medellín y Puebla. Por eso me ha golpeado fuertemente, no tanto la nueva época que se viene abriendo sino la dirección insolidaria que prevalece en ella y la va configurando. La propuesta conciliar, en el ambiente de individualismo autárquico que las corporaciones trasnacionales y sus intelectuales orgánicos tratan de imponer, no tiene sentido y ni siquiera significado. En este ambiente de darwinismo social, carente de cuerpos sociales y objetivos compartidos y,

19 Últimamente también en ITER Humanitas, otra revista de nuestro Instituto, que se publica semestralmente y va por el número 20. En ella publico cuestiones fronterizas.

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más en general, de lo público ¿qué sentido puede tener la propuesta de contribuir al desarrollo humano desde el paradigma de Jesús de Nazaret, desde la encarnación solidaria con la humanidad a partir de los pobres y los que más sufren? Si la humanidad no existe como cuerpo social, carece de sentido echar la suerte con ella; si los excluidos sólo deben tomarse en cuenta como mercado específico, importante por su número, y en cuanto que como “proletariado externo” puedan interferir en la marcha del sistema, es pura necedad la encarnación en su mundo.

A mí no me afectó la caída del comunismo20 sino la desaparición de la justicia en el horizonte societal, y, más aún, de lo que la hace comprensible: la admisión, al menos en principio, de vínculos obligantes con los demás seres humanos, caldo de cultivo de la responsabilidad histórica y de la simpatía y la compasión, los dos armónicos que hacen real la justicia y, más en general, la responsabilidad.

Si siempre me he movido en un plano de teología fundamental, en el sentido de ahondar en lo elemental de la teología y decirlo no como expresión de una escuela teológica sino como kerigma razonado a los contemporáneos, en la situación presente esta teología parecería un imperativo para el teólogo que no se sienta un profesional enclaustrado en la academia o un burócrata eclesiástico (que es una variante más estrecha de lo mismo) sino un cristiano con la misión específica de comprender orgánicamente, de fundamentar evangélicamente y de expresar epocalmente esa propuesta conciliar que se esfuerza por vivir.

Es claro que esta propuesta no puede ser vivida sino a contracorriente de la dirección dominante, lo que supone una notable parresía; pero tampoco podrá ser teorizada sino como alternativa superadora al discurso que campea con inmensa arrogancia, lo que exige, además de coraje, una notable sabiduría, de la que también es paradigma el sabio Jesús de Nazaret.

TEORIZAR EL MODO DE VIVIR EL CRISTIANISMO EN UNA ÉPOCA QUE NO

SÓLO DESCONOCE AL CRISTIANISMO SINO QUE OBJETIVAMENTE LO NIEGA En estos últimos años me vengo abriendo vitalmente a lo que percibo como una novedad

de gran envergadura en el modo de vivir el cristianismo en América Latina, una novedad que nos exige ahondar en nuestra relación con la comunidad divina hasta que esa relación sea en verdad la fuente de nuestra vida. La novedad es que ya no se trasmite ambientalmente el cristianismo.

Creo que la manera más común de vivir el cristianismo tal vez desde mediados del siglo III y ciertamente desde la segunda mitad del siglo IV ha sido vivir como viven los demás seres vivos, es decir, por el intercambio simbiótico con el medio, intercambio en el que lo primero es recibir del medio y luego elaborar lo recibido hasta asimilarlo y hacerlo parte de uno y eventualmente trasmitirlo. En este esquema el individuo depende en cada momento de la calidad de lo que recibe y, más radicalmente, de que existan en su ambiente esas sustancias nutrientes.

De este modo se explican la diversidad de talantes con que ha sido vivido el cristianismo en diferentes lugares y tiempos. Así se explica, para referirnos a la última gran variación, la euforia que contagió a muchos cuando se dio la primavera conciliar. Muchos cristianos inspiraban ese aire tonificante, lleno de la vitalidad del Espíritu Santo, y se sentían a gusto

20 Ya en el 1974 escribí un largo artículo de deslinde respecto de “Cristianos por el socialismo” y más en general del marxismo, digamos democrático, ya que el marxismo estatista nunca nos tentó y ni siquiera nos interesó: Cristianos por el socialismo. SIC (set-oct 1974) 351-358

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siendo cristianos. Pero sobrevino el invierno eclesial y empezaron a sentirse encogidos, desanimados, tristes, hasta que su cristianismo quedó reducido a algo residual.

Pues bien, quien viva del ambiente, ya no va a poder seguir siendo cristiano en América Latina, porque nuestro ambiente no sólo no trasmite ya nombres, acontecimientos, valoraciones y propuestas cristianas, es decir, que no sólo desconoce al cristianismo, sino que objetivamente lo niega.

Para que se entienda bien lo que estamos diciendo, no nos referimos a aquellos que participan del ambiente sin implicarse personalmente, lo que se llama el cristianismo sociológico, sino a quienes reciben y asimilan las propuestas ambientales y, por tanto, contribuyen a propagar el ambiente. Lo que no pueden hacer es crearlo, ni por tanto recrearlo cuando se apaga. Por tanto, para que llegue a configurarse un ambiente cristiano, tienen que existir personas que vivan el cristianismo tan personalmente que lleguen a ser fuente de cristianismo. Naturalmente que estas personas también han comenzado recibiéndolo; pero lo han asimilado tan personalmente que se han convertido en fuente de cristianismo. Es lo que dice Pablo, que primero investimos al primer Adán, que es un ser animado, pero que estamos llamados a investir al segundo, a Jesucristo, que es espíritu dador de vida (1Cor 15,45-49).

Pues bien, al menos en Venezuela, pero pienso que más o menos en los demás países latinoamericanos, después de cinco siglos de trasmisión ambiental, ha comenzado a no trasmitirse el cristianismo, y, por tanto, ya gran parte de la generación que se levanta y cada vez mayor número de adultos, comienza a experimentarse como no cristiano o, más exactamente, vive y piensa de hecho como no cristiano, aunque no se lo haya dicho a sí mismo y por eso probablemente si le pregunta un encuestador dirá que es cristiano, porque todavía no ha tomado nota de esa realidad y le parece un paso demasiado arriesgado definirse como no cristiano.

Es decir, que todavía la realidad no cristiana no se ha consolidado como una identidad personal. Eso significa que estamos en un estado de fluidez en el que cabría retomar el cristianismo o recibirlo, porque no hay una postura de rechazo y en bastantes se da una apertura real a su propuesta; pero eso no sucederá, si no hay una masa crítica de cristianos personalizados que sean fuente de cristianismo.

Para mí personalmente esta situación me lleva a dos posturas: ante todo, al proceso de personalizar mi cristianismo, de manera que la relación con las personas divinas vaya siendo tendencialmente la fuente real de mi vida. Confieso que no se me hace fácil, porque siento, como Pedro en el mar, el viento en contra y la falta de piso. Es decir, que todo depende de que esa relación sea actual y de más peso que otras relaciones e influjos ambientales. Nunca se me había presentado de manera más concreta lo que implica vivir de fe.

Esta necesidad y este deseo y determinación de llegar a ser realmente cristiano, me lleva a la necesidad y el deseo de encontrarme con otros que estén en las mismas para vivir acuerpándonos este proceso. Ese llevarnos mutuamente, del que tanto he escrito, como caracterizador de la primera eclesialidad, se me presenta con toda nitidez y urgencia como un requerimiento personal. Pero con la conciencia de que, como cuando se trasmitía ambientalmente el cristianismo, presuntamente el conjunto era cristiano, no se necesitaban este tipo de comunidades, con esta radicalidad y urgencia. Eso implica que las tenemos que ir creando. Claro que como religioso tengo un buen entrenamiento, porque por los años conciliares tuvimos la conciencia de tener que pasar de la vida en común como vida regular a la comunidad como fraternidad evangélica directa y abierta21. Pero, por diversas 21 El cristianismo como comunidad y las comunidades cristianas. Convivium Press, Miami, 2008,

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circunstancias, ese proceso no se mantuvo con la densidad de las primeras décadas. Por eso, la necesidad de repristinarlo y de instaurarlo también fuera de la vida consagrada. En ésas estamos, gracias a Dios, a través de las comunidades cristianas populares, y soy testigo de la alegría y fecundidad de este modo, realmente fraterno, de vivir el cristianismo.

La segunda urgencia que siento es la de ayudar a hacer conciencia de esta situación epocal para dar ese nuevo paso de compromiso cristiano que se nos pide para mantenernos cristianos en esta era postcristiana y para revertir el ambiente hasta donde se pueda. No sólo como un imperativo cristiano sino para bien del país.

Quiero decir con alegría que el Concilio Plenario Venezolano, que tuvo lugar del año 2000 al 2005, tomó conciencia no sólo puntual sino estructuralmente, es decir, como uno de sus ejes trasversales, de esta situación y de la necesidad consiguiente de una nueva conversión y misión22. Y también me da una gran alegría asistir al deshielo eclesial que viene obrando el papa Francisco y sentir sus actuaciones y sus palabras como las de un hombre enviado por Dios a nuestra Iglesia y nuestro mundo, a nuestra época, y salido de Nuestra América y con el sello de lo mejor de nuestro cristianismo.

UN TEÓLOGO DEL VATICANO II DESDE LA IGLESIA DE LOS POBRES

Desde lo dicho, espero haber justificado el título de esta autobiografía teológica. Creo que soy un cristiano del Vaticano II. Creo que había mucho en mi constitución cristiana inicial en consonancia con su espíritu. Por eso el fariseísmo cristiano, que me propusieron y que hasta cierto punto acepté, en el noviciado, me creó un clima de asfixia, signo de que faltaba aire, es decir, Espíritu; aunque doy gracias a Dios por esa determinación de ajustar mi vida a la voluntad de Dios con la confianza de que ella conllevará mi plenificación y hará mi vida fecunda. Por eso, porque la apertura al concilio no fue fundamentalmente ideológica sino vital, el sesgo dramático que tomó pasar del Dios de los dioses y el Señor de los señores al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Papadios, como decimos en Venezuela. Que, en el fondo, fue también volver a empatar con el Dios de mis padres, que fue el mío, aunque ahora más coloreado por los evangelios y en el mundo moderno secularizado, que lo desconocía.

También tengo que decir que la impostación latinoamericana de Medellín y Puebla no me tomaba de sorpresa sino que empataba con el Dios de los pobres o, más específicamente, con el Dios de los trabajadores, por el que había optado, el que salvaguardaba su dignidad y los llevaba a luchar por un mundo donde habite la justicia y tenga asiento la fraternidad.

Por eso, lo más duro de mi vida fue la percepción de que en la segunda mitad de los ochenta entraba en mi país el neoliberalismo y compañeros de camino se pasaban a él. En un momento tuve la sensación desoladora de que me iba a quedar solo. Eso sí que lo percibí como la negación de todo lo que era y de todo lo que aspiraba. Sin embargo, tuve el convencimiento de que no lo podía combatir desde la época pasada sino invistiendo de corazón los bienes civilizatorios y culturales de ésta; es decir, que había que combatir su dirección dominante, el neoliberalismo, desde la pertenencia a ella; aunque también desde la exterioridad a ella, que son las culturas y las personas de las culturas preteridas, en mi caso, sobre todo, la suburbana, pero también las indígenas, la afrolatinoamericana y la campesina.

En ésas estamos, porque creo que el espíritu del Vaticano II y sus intuiciones fundamentales no han sido recibidas sino por una minoría y son más actuales que cuando

22 Concilio Plenario de Venezuela, La proclamación profética del evangelio de Jesucristo en Venezuela. Caracas, CEV 2006,29-61; Trigo: Concilio Plenario de Venezuela/ Una constituyente para nuestra Iglesia. Gumilla, Caracas 2009,299-311

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aconteció y se escribieron. Y creo que la recepción latinoamericana, desde la opción por los pobres, es una recepción, no sólo legítima sino la que hace justicia a su dinámica espiritual más profunda.

PERSPECTIVAS A FUTURO Desde mi trayectoria considero una serie de áreas como prioritarias para la teología del

siglo XXI y desearía contribuir a ellas en lo poquito que está a mi alcance. Ante todo, la teología debe recuperar a Dios, no principalmente como tema sino como

referente real: debe ser una teología teologal, que suponga realmente a Dios, que lo contenga y trasmita. Eso sentí, por ejemplo, al leer a fines de los sesenta el libro de Barth sobre la Carta a los Romanos. Se podía o no estar de acuerdo con él, pero era claro que el libro tenía peso, contenía algo de la gloria de Dios, fascinaba y sobrecogía y llamaba a una decisión personal. Barth escribía con respeto, santificando el nombre de Dios. El libro era unilateral, como el propio autor reconoció más tarde; pero era verdadero y puso el dedo en la llaga.

El carácter científico de la teología debe entenderse dentro de esta dimensión religiosa. Si la abstrae, se vacía. En la teología del siglo XX tres factores han atentado contra ella y deben ser superados: El primero, el academicismo entendido como instalación vital y como prevalencia del formalismo: la instalación imposibilita tanto trascender como encarnarse, y de ahí la propensión al rigor sin intuición sensible, que a su vez es una vía de ascenso académico y consiguientemente de mayor instalación.

El segundo es el trascendentalismo, tal como lo experimenté a principios de los sesenta en textos en torno a la reforma litúrgica como los del cardenal Schuster o los de Odo Casel y María Laach, y posteriormente en otros al estilo del trabajo de von Balthasar sobre el Triduo Sacro que apareció en Mysterium Salutis; son textos con una factura devota, solemne y grave, que impresiona, pero carentes de la narratividad concreta de la vida de Jesús y consiguientemente sin referentes de la vida histórica humana.

El tercer factor es el giro antropológico, cuando la antropología no está medida por el arquetipo que es Jesús de Nazaret, que lo es porque es principio de humanidad, trascendente en su inmanencia23. Quisiera referirme al respecto no sólo a los teólogos de la muerte de Dios que leí a fines de los sesenta sino a la ausencia radical de la narratividad evangélica (de lo que Zubiri llama la biografía de Jesús) como fuente revelatoria (de Dios y de la verdadera humanidad) en las cristologías postconciliares; se enuncia el principio, pero no se lo desarrolla consecuentemente, ya que lo narrativo, eminentemente abierto y en este caso inexhaurible, entorpece la pretensión de llegar a un sistema.

Sólo la religación al Dios de Jesucristo hace posible, como lo formuló Bonhoeffer, vivir ante Dios sin Dios, como la dimensión más elemental e irrenunciable de nuestra condición de creaturas. Es tarea insoslayable de la teología del siglo XXI teorizar esta autonomía responsable, como superación dialéctica de la heteronomía consecuente y consentida de los fundamentalismos de ayer y de hoy, y de la actual pretensión de autarquía que, en el reino de las corporaciones trasnacionales, no pasa de ser un asunto de la vida privada y el tiempo libre, tan drásticamente intervenidos como el campo laboral, ideológico y político. Por eso la

23 Esta trascendencia está bien expresada en la fórmula de L. Boff de que Jesús fue tan humano como sólo el Hijo de Dios podía serlo o en la formulación que suelo utilizar, tomando una expresión de Pascal, de que en Jesús y sólo en él es verdad que el ser humano supera infinitamente al ser humano: lo supera en humanidad.

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constitución densa del sujeto humano es hoy expresión de trascendencia24 y es tarea de la teología ponerlo de relieve y teorizarlo.

Sólo la religación con Dios, que se vuelve autonomía responsable, nos dará la libertad para ser ateos de la actual figura histórica absolutizada. Ese ateísmo hará posible que distingamos entre orden establecido y realidad, que podamos dejarnos afectar por lo tremendamente distorsionada que está la creación (cf Rm 1,18), y que podamos pensar la realidad con esperanza desde los designios de Dios. Urge desenterrar el sentido del pecado, tanto el de idolatría, como el de falta radical de ética, cuya expresión más clamorosa es el borrar a los otros del propio horizonte vital y en definitiva dejarlos morir de hambre con absoluta insensibilidad.

El correlato cristiano de la autonomía responsable es la autenticidad: la obediencia al Espíritu que mueve desde más adentro que lo íntimo de cada quien. En la autenticidad radica la universalidad cristiana ya que en la Pascua Jesús derramó el Espíritu sobre toda carne. La expresión epocal más comprehensiva de la autonomía responsable es la opción por los pobres. Sólo en esa dirección vital hacia la inclusión, podrá reencontrar el Occidente sus mejores energías y rehumanizarse, encontrándose por fin con los portadores de las demás culturas.

24 Trigo, Dar y ganar la vida. Mensajero Bilbao 2005

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BIBLIOGRAFÍA:

Narrativa de un continente en transformación (Caracas, UCV, 1976); Arguedas: mito, historia y religión (Lima, CEP, 1982); Cristianismo e historia en la novela mexicana (Lima, CEP, 1987); Creación e historia (Madrid, Paulinas, 1988. Traducido al portugués, alemán, inglés e italiano); Salmos de vida y fidelidad (Cuenca-Ecuador, Edicay, y Madrid, Paulinas, 1989, Lima 1990); Pueblo e Iglesia en la novela Hijo de hombre (Asunción, CEPAG, 1989); Salmos del Evangelio (Caracas 1992 y Santander, Sal Terrae, 1994); Consagrados al Dios de la Vida (Santander, Sal Terrae, 1995); Una constituyente para nuestra Iglesia (Caracas, UCAB, 2000); Crisis civilizatoria y espiritualidad cristiana (Puebla, UIGC, 2001); La institución eclesiástica en la nueva novela latinoamericana, v.I y II (Caracas, UCAB, 2002); En el mercado de Dios, un Dios más allá del mercado (Santander, Sal Terrae, 2003); El poder de Jesús (Quito, Departamento Pastoral de Fe y Alegría, 2003); Espiritualidad conciliar (Puebla, Universidad Iberoamericana, 2003); La cultura del barrio (Caracas, UCAB-Gumilla 2004); Dar y ganar la vida (Bilbao, Mensajero 2005); ¿Ha muerto la Teología de la Liberación? (Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana 2005 y Bilbao, Mensajero 2006); El cristianismo como comunidad y las comunidades cristianas (Miami, Convivium Press 2008); Concilio Plenario Venezolano/ Una constituyente para nuestra Iglesia (Caracas, Gumilla-Distribuidora Estudios 2009)

Ha colaborado en las siguientes obras colectivas: Religiosidad popular (Salamanca, Sígueme, 1976, 241-59); Evangelizar hoy a Venezuela (Caracas, Publicaciones ITER, 1985, 11-22); Raíces de la teología latinoamericana (San José de Costa Rica, CEHILA - DEI, 1985, 145-55; 263-343); Al más pequeño de mis hermanos/ Una espiritualidad liberadora (San José de Costa Rica, Paulinas, 1985, 83-102); La Iglesia venezolana en marcha con el Concilio (Caracas, Publicaciones ITER, 1987, 131-59); Encuentro latinoamericano de universidades católicas (Santiago de Chile, FEUC'90, 1990,113-44); Teología y liberación/ Religión, cultura y ética (Lima, Instituto Bartolomé de Las Casas - CEP, 1991, 107-40); Por los caminos de América.../ Desafíos socio-culturales a la Nueva Evangelización (Santiago de Chile, Paulinas, 1992, 273-96); Para una filosofía desde América Latina (Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, 1992, 99-121); Irrupción del pobre y quehacer filosófico (Buenos Aires, Bonum, 1993, 13-26; 45-70; 163-81); El neoliberalismo en cuestión (Santander, Sal Terrae, 1993, 303-19); Neoliberales y pobres/ El debate continental por la justicia (Bogotá, CINEP, 1993, 293-323; 529-42); Cambio social y pensamiento cristiano en América Latina (Madrid, Trotta, 1993,297-317). Si quieres entrar en la vida/ El arte de recrear la pasión de vivir (Madrid, Publicaciones Claretianas, 1996, 127-171); Teología y nuevos paradigmas (México 1999, 59-108); Interioridad y crisis del futuro humano (Puebla, México, Universidad Iberoamericana Golfo Centro, 2000, 217-234); Theologie im III. Millennium - Quo vadis? (Frankfurt, ICO, 2000, 273-277); Recordando a Monseñor Romero (Caracas, Universidad Central de Venezuela, 2000, 61-70); Jesucristo, prototipo de humanidad en América Latina (Obra nacional de la Buena Prensa, México 2001,85-128); Panorama de la teología latinoamericana (Estella, Editorial Verbo Divino, 2001,661-683); La ciudad: desafío a la evangelización (México, D.F., Ediciones Dabar, 2002, 131-251); La Iglesia en América Latina (Estella, Editorial Verbo Divino, 2003,115-175); A esperanca dos pobres vive (Sao Paulo, Paulus 2003,685-700); Discernimiento cristiano de la experiencia de Dios, vol. II (Obra nacional de la Buena Prensa, México 2003,55-176); Problemas de filosofía de la religión desde América Latina (Bogotá, Siglo del Hombre Editores 2003,37-121); El poder en perspectiva teológica (Bogotá, Facultad de Teología Universidad Javeriana 2004, 83-171,271-327); Aportes y

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desafíos del compromiso social de la Iglesia en la Venezuela de hoy (Caracas, UCAB, Centro Gumilla 2005,7-24); Bajar de la cruz a los pobres (Dabar, México 2007); Pedro Casaldáliga/ Homenaje de amigos (Nueva Utopía, Madrid 2008,153-185)