UNA REUNION DE PAISANOS
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UNA REUNION DE PAISANOS
Por: Fabulador
-Válgame el cielo Sancho, ¿Qué será aquel bulto que se
divisa a lo lejos?
-Parece una casa, aunque la distancia es tan grande que
resulta harto difícil poder precisar.
-Acerquémonos, pues el camino nos conduce hacia allí.
Al cabo de un rato, los dos caminantes llegan frente a una
edificación de considerables proporciones, parándose frente a la
puerta.
-Mi señor, hay algo escrito en la pared, encima de la puerta.
-Así es Sancho. Y puesto que tu ignorancia de las letras es tan
grande, yo te diré lo que hay escrito en esa pared. Ahí pone
“Centro de Recreo y Solaz. Sección Europea”.
-¿Qué diantres querrá decir eso señor? ¿Y cómo es que hasta
ahora nunca habíamos topado con semejante casa?
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-Mira Sancho, estos páramos son tan dilatados, que estoy
convencido que si anduviéramos otros cuatro siglos
recorriéndolos, nuca les daríamos fin. Y puesto que llevamos
mucho tiempo a lomos de nuestras cabalgaduras, hora es ya de que
tomemos un descanso.
-Mucho me place lo que decís, señor. Que ya mis tripas
llevan un buen rato protestando por lo vacías que se encuentran.
Se apearon los dos viajeros de sus cabalgaduras. Un mozo se
acercó a ellos y tomó los ronzales para llevárselos a la parte de
atrás de la casa, donde estaban las cuadras.
-Mozo, dadles una buena ración de cebada que bien se lo han
ganado -dijo el llamado Sancho.
Abrieron la ancha puerta y pasaron dentro. El local, muy
espacioso, estaba lleno de gente vestida con todo tipo de
indumentaria, que hablaban diferentes idiomas. Intentaban abrirse
paso a través de la abigarrada concurrencia, cuando el caballero
rozó con la cadera el codo de un hombre de avanzada edad que,
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sentado solo en una mesa con una frasca de vino, en ese momento
se llevaba a la boca un pequeño cuenco de barro con el cual bebía
parsimoniosamente.
Con el ligero choque, parte del líquido se derramó sobre el
hombre sentado, que se levantó prontamente con la ira reflejada en
su cara, y alzando la voz dijo:
-¡Pardiez que sois torpe caballero! ¡Mirad por donde andáis
si no queréis que mi acero se encargue de enseñaros buenos
modales!
El aludido enrojeció al oírse llamar torpe, y encarándose con
el del tropiezo le replicó, gritando:
-¡Os voy a hacer tragar vuestras insolentes palabras! ¡Nadie
trata así a un hidalgo manchego y vive para contarlo!
-¿Cómo manchego? -le contestó el otro- ¿Pretendéis hacerme
creer que sois nacido en tan ilustre tierra?
-¡Boto a Belcebú que soy de la Mancha, y a mucha honra!
¿Acaso dudáis de mi palabra?
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El que había llamado torpe al otro, contestó ya más calmado:
-Pues entonces somos paisanos, ya que también nací en
tierras manchegas, aunque hace luengos siglos que las dejé. Me
llamo Hernán Pérez del Pulgar. Nací en Ciudad Real, muy cerca
de la catedral. Por sus alrededores corrí de muchacho y tuve mis
primeras peleas.
“Pero sentaos señor, y acompañadme bebiendo conmigo este
delicioso vino de nuestra tierra. Y decidle al caballero que os
acompaña que se siente con nosotros.
-No es caballero, sino criado. Llámase Sancho Panza y es mi
escudero, que me acompaña a todas partes do quiera que voy.
Al oír el barullo que habían protagonizado los dos paisanos, un
viejo de aspecto serio y reconcentrado, que estaba sentado en una
mesa contigua, se levantó, se acercó a la mesa donde estaban los
otros, ya más calmados, y tomó parte en la conversación de esta
manera:
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-Señores, hoy es un día feliz para nosotros puesto que el azar
ha tenido a bien reunirnos en este sitio, en medio de toda esta
gente de procedencia tan dispar. Yo también nací en tierras de la
Mancha. Soy de un pequeño pueblo de Ciudad Real, cercano a la
capital. Permítanme que me presente. Me llamo Baldomero
Fernández Espartero, y aunque sus señorías no han podido
conocerme por ser yo de una época muy posterior, he de decirles
que en mi tiempo fui persona muy influyente y poderosa, tanto
que llegué a ser regente de la corona española.
Después de la breve presentación del nuevo personaje, habló
don Quijote:
-Yo, señorías, soy Don Quijote de la Mancha, el más famoso
caballero andante que jamás pisó ni pisará por aquellas tierras,
gran desfacedor de entuertos, socorredor de damas cautivas,
vencedor de gigantes y otras muchas hazañas que tendré sumo
gusto en relatarles más adelante, si me hacen la merced de
prestarme atención.
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“Quien dio a conocer nuestras andanzas, nunca quiso descubrir el
lugar exacto de nuestra procedencia, solo dejó bien claro que era
en algún lugar del antiguo y conocido Campo de Montiel, dentro
de la Mancha, por lo que tampoco yo lo diré. Bien es verdad que
importa poco. Lo verdaderamente relevante son las hazañas que
llevé a cabo con la ayuda de Sancho, mi fiel escudero.
-Perdonad, señor don Quijote, -terció el llamado Espartero-,
pero vuestras aventuras son sobradamente conocidas por todos.
Hasta los más pequeños escolares sabían en mi época el episodio
de los molinos, el manteo de Sancho, etc.
-No por mí, -dijo Pérez del Pulgar-, yo no recuerdo aventuras
algunas de ningún don Quijote.
-Es natural. Cuando Sancho y yo andábamos por aquellos
caminos manchegos, vuestra merced ya había dejado el mundo de
los vivos. Pero sigamos adelante porque a este paso llegará el día
del Juicio Final y estaremos todavía presentándonos. Y prosiguió
don Quijote:
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Puesto que el azar nos ha reunido aquí a los cuatro y
disponemos de todo el tiempo del mundo, yo propongo a vuestras
mercedes que cada uno por turno explique sus andanzas y
aventuras allá abajo, en lo que llaman el mundo de los vivos. Y
dado que el caballero llamado Hernán Pérez del Pulgar ha sido el
primero en llegar a estas latitudes, justo es que comience él su
relato.
Sancho Panza tomó la palabra y dijo:
-Pero antes de seguir adelante sería menester que el criado de
este mesón nos trajera algo con qué beber este vino, que tan
generosamente nos ha ofrecido el caballero del Pulgar. Tengo la
garganta tan seca como las llanuras de nuestra tierra en los años en
que la lluvia se niega a regar los campos. Y que traiga también, al
menos para mí, un buen trozo de pan y un pedazo de queso, así
como algunos chorizos y morcillas de nuestra tierra.
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Los demás estuvieron de acuerdo en las propuestas, por lo
que una vez que el mesonero les trajo lo que Sancho había pedido,
Pérez del Pulgar comenzó a relatar su historia.
-Como ya os he dicho, nací en Ciudad Real. Siempre he
tenido fama de violento y pendenciero, pero yo creo que la gente y
la historia ha exagerado bastante con este asunto. Bien es verdad
que nunca he tolerado que me pise nadie ni que se burlen de mí.
Por eso cierta vez, cuando tenía diez y siete años, tuve un
enfrentamiento con seis hombres que se querían reír a mi costa.
No sé si sabrán vuestras mercedes que a los naturales de Ciudad
Real se nos conoce con el mote de culipardos, cosa que a fuer de
sinceros no nos hace maldita la gracia. Y culipardo me llamó uno
de aquellos bergantes. Los otros le rieron la ocurrencia, pensando
que un muchacho como era yo tendría que tragarse la afrenta, pero
se equivocaron...
“Yo siempre he sido un buen espadachín, y ya cuando era
pequeño manejaba el acero con mucha soltura, aunque esté feo
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alabarse uno mismo. Así que me enfrenté a aquellos individuos
espada en mano, y tanto ardor puse en la lid que maté a uno de
ellos y causé serias heridas a otros dos. Los demás, al ver el cariz
que tomaba la pelea, salieron huyendo del lugar.
“A los dieciocho años me fui de escudero a luchar en la
guerra de Portugal contra los partidarios de Juana, llamada la
Beltraneja, que pretendían que fuera ella la heredera de la corona
de Castilla en lugar de doña Isabel.
“Despues me incorporé al ejército de los Reyes Católicos que
estaban en Andalucía, donde todavía resistían con gran empeño
los últimos baluartes de la dominación musulmana. A los pocos
meses de llegar, y viendo mi gran coraje y astucia en la batalla, me
hicieron capitán del ejército del rey don Fernando, donde tomé
parte en mil y una batallas, y conquisté numerosas plazas fuertes a
los moros.
Intervino en este punto Don Quijote:
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-Ahora que lo mencionáis, caballero, recuerdo haber leído en
un libro algunas de vuestras proezas. Hubo una sobre todo, que me
causó gran impresión por lo arriesgado de la operación y lo bien
librado que salisteis de ella, ¡vive Dios!
-Ya he dicho que llevé a cabo gran número de gestas,
causando grandes estragos y desmoralización entre las gentes
moras. Pero creo que vuestra merced debe referirse a aquella vez
que estando en el campamento real en Santa Fe, muy cerca de la
ciudad de Granada, una noche cogí a quince de mis más bravos
soldados y fuíme con ellos, escalando las murallas, hasta el mismo
corazón de Granada: la mezquita.
-A fe que erais valiente y arriesgado, -dijo Sancho, mientras
masticaba con fruición las viandas que había pedido-. Penetrar en
Granada con todos esos moros pululando por allí, a riesgo de que
le rebanaran a uno el pescuezo con uno de esos “afajes” curvados
que con tanta soltura manejan esos sarracenos. Lo que es yo, no
me habría movido del campamento, ni asaltado muralla alguna
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hasta ser bien de día y con muchos soldados guardándome las
espaldas.
-No seas impertinente, Sancho, -intervino don Quijote- y deja
hablar al capitán. Además tengo que decirte que no se dice “afaje”
sino alfanje. Y una cosa más: te he dicho muchas veces que no hay
que masticar a dos carrillos, ni hablar con la boca llena.
Pérez del Pulgar esbozó una ligera sonrisa, y continuó:
-Como decía, llegamos a las puertas de la mezquita sin
novedad. Entonces le dije a Pedro, mi escudero, que me diera el
pergamino que yo había preparado en el campamento, y que éste
llevaba en una bolsa. Saqué mi puñal y clavé el pergamino en la
recia madera de una de las puertas. Cuando acababa de hacerlo se
presentó una patrulla mora y comenzamos a batirnos con ellos.
Los moros luchaban dando grandes gritos, por lo que pronto
acudieron muchos más, hasta sobrepasar la centena, por lo menos.
-Recuerdo perfectamente ese episodio, pues estaba en todos
los libros de historia que estudié cuando era cadete, -intervino el
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llamado Espartero-. En el pergamino habíais escrito el Ave María
entero y la promesa de volver más adelante, a conquistar la ciudad
y poder convertir la mezquita en una iglesia cristiana.
-Así es, caballero. Como decía, mis quince soldados y yo
tuvimos que batirnos con más de cien moros, pero pusimos tanto
ardor en la pelea, que salimos ilesos de allí después de hacer gran
mortandad entre el enemigo y poner en fuga a los que quedaban en
pie. Puedo decir con orgullo, que ni uno solo de mis bravos
soldados resultó muerto, solo algún herido de poca consideración.
-Observo que habéis omitido el detalle de la quema de la
alcaicería, no sé si por olvido o porque realmente no sucedió, -
volvió a intervenir Espartero.
-Es verdad, perdonad este lapsus. Haceos cargo que ya han
pasado varios siglos de aquello, y mi memoria comienza a
flaquear. En cambio vuestra merced lo tiene más fresco, por
haberlo leído en los libros, hace mucho menos tiempo.
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“La alcaicería era donde pagaban los cosecheros de Granada
los impuestos por la venta de la seda, establecidos por los reyes
moros. Cuando ya nos retirábamos, uno de los soldados tuvo la
idea de hacer algo sonado en la ciudad, para entre otras cosas,
minar la moral de sus habitantes. Así que con una de las teas que
llevábamos para alumbrarnos le pegó fuego a la casa, que
enseguida comenzó a arder con violentas llamas, dado que toda
ella estaba construida con madera.
“Regresamos al campamento, donde fuimos recibidos como
auténticos héroes.
-Yo leí en un libro de don Hernando del Pulgar, en el cual
relata la guerra de Granada de forma prolija, que os concedieron
un castillo más, que añadisteis a los once que ya teníais en vuestro
escudo, ¿es cierto eso? -Ahora fue don Quijote quien intervino.
-En verdad que así fue. Yo tenía un escudo nobiliario que fui
haciendo grande con cada una de las proezas que realizaba. El rey
don Fernando, que Dios tenga en su gloria, era muy generoso
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conmigo y me tenía en gran estima. Por cada plaza que rendía a
los moros, me concedía un castillo y algunos otros derechos y
prebendas. Con la hazaña que acabo de relatar, además del castillo
me concedió el derecho a ser enterrado en la futura catedral de
Granada.
-Cómo yo tengo el oficio de escudero, me interesa ese asunto
de los escudos. ¿Podéis decidme como estaba compuesto el
vuestro?, -intervino Sancho.
Ahora fue Espartero quien habló:
-Permitidme que yo lo explique, puesto que el asunto lo tengo
más reciente. Era un león coronado en gules sobre fondo azul, el
cual lleva una lanza en las garras con una bandera blanca en su
punta. En la bandera están escritas las palabras “Ave María”.
“Alrededor del animal hay once castillos representando a los
once alcaides que el señor Pérez del Pulgar había derrotado hasta
entonces, y su lema favorito: “tal debe el hombre ser, como quiere
parecer”.
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-Caballero, me dejáis asombrado por vuestra erudición acerca
de mi vida y aventuras.
-Siempre fui gran admirador vuestro, y la lectura de vuestras
innumerables hazañas contribuyó a mi formación militar y a salir
bien parado en los hechos de armas en los que participé, como
tendréis ocasión de comprobar cuando me llegue el turno de
relatar mi vida.
De nuevo intervino Sancho:
-Perdonad, pero eso de gules no acabo de entenderlo. ¿No
será gulas, por ventura?
-Espartero le contestó, al tiempo que sonreía ante la
simplicidad que demostraba el escudero manchego:
-Sancho, en heráldica, gules significa color rojo vivo cuando
es pintura. Si es en un grabado los gules son unas líneas verticales
muy espesas.
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-Perdonad a mi escudero por su torpeza, señor Espartero. Ya
habéis visto que es más bien corto de entendimiento, y un tanto
largo de lengua.
Tomó de nuevo la palabra Hernán Pérez del Pulgar:
-Después de la rendición de Granada, en el año de mil
cuatrocientos noventa y dos, me fui a vivir a Sevilla y me casé con
mi segunda mujer, doña Elvira Pérez del Arco.
Cuando murieron nuestros amados reyes, Isabel y Fernando,
vino del extranjero su nieto, llamado Carlos I, el cual me pidió que
escribiera una historia sobre las hazañas de don Gonzalo
Fernández de Córdoba, llamado el Gran Capitán, cosa que hice.
“Pero yo ya estaba viejo y sobre todo, muy cansado. Dénse
cuenta vuestras mercedes que toda mi vida desde bien joven
estuve sin parar de guerrear, pasando muchos trabajos y grandes
peligros, por lo que ya había llegado la hora de descansar.
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“Así que cedí mi cargo de regidor y mi derecho a sentarme en
el coro de la Iglesia Mayor a mi hijo, quedándome en mi casa de
Loja, mientras esperaba el final de mis días.
“Concluí mis andanzas terrenales a los ochenta años, y fui
enterrado en la catedral de Granada, privilegio que me concedió,
como dije antes, el buen rey Fernando el Católico.
Dicho esto, Pérez del Pulgar se llenó el cuenco de vino y lo
apuró de un trago, quedando después en silencio.
-A fe mía que es una muy interesante historia, y vuestra
merced uno de los más bravos soldados que jamás dio España,
dicho sea esto sin menoscabo de nadie, -terció don Quijote.
“Ahora, siguiendo el orden establecido al principio de este
coloquio, nos tocaría a mí y a mi escudero dar cuenta de nuestros
avatares y correrías por los campos manchegos. Sin embargo lo
dejaremos para mejor ocasión, pues ya hemos estado demasiado
tiempo aquí, y bien pudiera ser que alguna doncella cautiva o
quizás algún menesteroso en apuros necesitaran de la ayuda de mi
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fuerte brazo. Ya saben vuestras mercedes que tenemos
encomendada la defensa de los débiles frente a los poderosos, y
esta honrosa misión nos impide quedarnos por más tiempo en tan
amena compañía.
En esta ocasión es Sancho quien le contesta:
-Señor, estemos un poco más en este agradable lugar, que
tiempo habrá de socorrer gentes desvalidas. Bien pueden esperar
un poco más, pues hay mucho tiempo.
Intervino el señor Espartero:
-¿Quiere vuestra merced decir, señor don Quijote, que en este
lugar también hay gente necesitada, oprimida, y esperando que se
le haga justicia?
-En este sitio más que allá abajo, pues los que se van de allí
vienen aquí, de modo que ya son legión, y continúan llegando. Por
lo tanto no podemos estar ociosos como vuestras mercedes, ya que
a nosotros se nos acumula el trabajo.
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Don Quijote y Sancho se despidieron de sus paisanos y
contertulios, quedando emplazados para volver a reunirse en el
mismo lugar cuando la ocasión fuese propicia.
Espartero y Pérez del Pulgar se quedaron sentados, mientras
esperaban la segunda frasca de vino que acababan de pedir al
camarero, y don Quijote y Sancho Panza se dirigieron a la parte de
atrás, donde estaban las cuadras, para montar sobre sus
cabalgaduras y continuar su eterno peregrinaje por los infinitos
campos de esta otra Mancha, la Mancha eterna, sin principio ni
fin.
-¿Sabes una cosa, Sancho, amigo?
-¿Qué es, mi señor don Quijote?
-Voy estando ya bastante cansado de este continuo cabalgar.
Mis huesos son demasiados viejos para el trajín que llevamos.
Cualquier día me pararé en una venta y de allí no me moveré, por
más que vengan a avisarme que hay doncellas que liberar o
muchachos maltratados a los que hay que salvar de los azotes de
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su amo. Y para mayor desesperanza sigo sin noticias de mi amada
Dulcinea. ¡Ay Dulcinea, señora de mis pensamientos!, ¿dónde
andarás?
-No os desaniméis mi señor, que me da el corazón que pronto
os encontraréis a vuestro adorado tormento. A buen seguro que
está en algún castillo cautiva de uno de esos gigantes enemigos de
vuestra merced, esperando ser liberada por vuestro fuerte brazo.
-Dios te oiga, Sancho, fiel amigo. Arre, Rocinante.
-¡Arre buuurro!
FIN