Unidiversidad 11
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Presentación
Con Vargas Llosa, en su andamiaje liberal
PEDRO ÁNGEL PALOU
Mario Vargas Llosa: literatura y libertad
ENRIQUE KRAUZE
Los paraísos perdidosMAURICIO BONET
Una genealogía liberalRAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ
La literatura es aire: a propósito de La civilización
del espectáculo ANA GALLEGO CUIÑAS
Un animal de escritura. Barcelona, 1970JUAN JOSÉ ARMAS MARCELO
Carta de batalla por Mario Vargas LlosaFERNANDO IWASAKI
Las palabras como actosALONSO CUETO
Vargas Llosa y la condición humanaCARLOS GRANÉS
Lecciones de un escritor a un antropólogoJUAN M. OSSIO A.
Historia de una lecturaRAFAEL GUMUCIO
UNIDIVERSIDAD 11 mayo-julio 2013
UNIDIVERSIDAD REVISTA DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE LA BUAP, Año 3, No. 11, mayo-julio 2013, es una publicación trimestral editada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, con domicilio en 4 sur 104, Col. Centro, C.P. 72000, Puebla Pue., y distribuida a través del Instituto de Ciencias de Gobierno y Desarrollo Estratégico, con domi-
cilio en 4 sur 104, Tercer patio del Edificio Carolino, Col. Centro, C.P. 72000, Puebla Pue., Tel. (52) (222) 2295500 ext. 5559, [email protected]. Editor responsable: Dr. Pedro Ángel Palou García, [email protected]. Reserva de Derechos al uso exclusivo 04-2013-013011430200-102. ISSN: 2007-2813, ambos otorgados por el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor. Con Número de Certificado de Licitud de Título y Contenido: 15204, otorgado por la
Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso SEPOMEX No. Impresos IM21-006. Impresa en PROMOPAL PUBLICIDAD GRÁFICA S.A. DE C.V., Tecamachalco No. 43, Col. La Paz,
Puebla, Pue. C.P. 72160, Tel. (222) 1411330, DISTRIBUCIÓN CITEM, S.A. DE C.V., Av. Del Cristo 101, Col. Xocoyahualco, C.P. 54080, Tlalnepantla, Edo. de México, Tel. 52 38 02 00, este número se terminó de imprimir en abril de 2013 con un tiraje
de 3000 ejemplares. Costo del ejemplar $40.00 en México. Administración, comercialización y suscripciones: Francisco Javier Velasco Oliveros, Tel. (222) 5058400, [email protected], Dinorah Polin, Tel. 01 (222) 4447545, dino-
[email protected]. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación
sin previa autorización de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Unidiversidad está indexada en la base de datos de la Universidad Nacional Autónoma de México: http://www.latindex.unam.mx/buscador/ficRev.html?opcion=1&folio=21621
Este número fue realizado en colaboración con la Cátedra Mario Vargas Llosa de la Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
CONSEJO EDITORIAL
Rafael ArgullolJorge David Cortés MorenoLuis García MonteroFritz Glockner CorteMichel MaffesoliJohn Mraz José Mejía LiraFrancisco Martín MorenoEdgar MorinIgnacio PadillaAlejandro Palma CastroEduardo Antonio ParraHerón Pérez MartínezFrancisco Ramírez SantacruzMiguel Ángel RodríguezVincenzo SuscaJorge Valdés Díaz-VélezRené Valdiviezo SandovalJavier Vargas de LunaDavid Villanueva
DIRECTORIO
Mtro. J. Alfonso Esparza OrtizRector
Dr. José Ignacio Morales HernándezSecretario General
Dr. Jorge David Cortés MorenoDir. de Comunicación Institucional
Pedro Ángel PalouDirector
Miguel MaldonadoSubdirector
Miguel Ángel AndradeJefe de redacción
César SusanoDiseño e interiores
Benjamín Hernández RojasPrincesa Hernández M.Diana Isabel JaramilloMesa de redacción
Javier VelascoDistribución y comercialización
5Fotografía de David Ruiz
Unidiversidad se ha planteado, desde sus inicios, ser una revista de rebelión y revuelta, de revisión y propuesta. Hemos querido, guiados por ese mismo espíritu, dedicar este número por entero a Mario Vargas Llosa. Nos pare-ce, de su generación, no sólo quien permanece en activo
como escritor (acaba de aparecer El Sueño del celta y ya nos anuncia su próxima novela), como intelectual comprometido con su idea de la libertad, no exento de polémica pero siempre pensando en el presente. Su último ensayo discute con cierta ferocidad el avasalla-miento del mercado y el espectáculo en los territorios de la cultura. Algo que ya había diagnosticado Alessandro Barico: no consumimos sentidos, sino secuencias de sentido que producen movimiento. Los nuevos bárbaros que Vargas Llosa también detecta son nómadas y han tocado todas las ciudadelas de la cultura. ¿No es un contrasen-tido que el principal promotor del liberalismo se encarnice contra sus consecuencias en el mundo de la cultura? No lo creemos. Como demuestran los ensayos dedicados a la vida, el recuerdo y la obra de Vargas Llosa en este número, el escritor peruano ha sido siempre co-herente y consecuente con sus ideas, corriendo todos los riesgos. Su causa, finalmente, puede ser más la de la razón (la razón en libertad, claro está) que la del liberalismo. No se nos olvide, además, como ha demostrado Roberto Schwartz, que las categorías conceptuales pue-den estar desplazadas, mal colocadas en nuestro subcontinente. Si para un norteamericano liberal puede, casi, significar socialista, para un latinoamericano actual puede dar a entender de derechas.
Por otra parte, agradecemos la colaboración de la Cátedra Vargas Llosa para la realización de este número, especialmente a Juan José Armas Marcelo, Carlos Granés y Marta Mengual.
Las ideas de Vargas Llosa no son ni lo uno ni lo otro, rechazan todo compartimento estanco. De hecho, estamos convencidos, su propia obra añade un elemento a la razón sin la cual no tendría sen-tido, la imaginación. Mario Vargas Llosa, el gran deicida, siempre ha creído que la literatura puede cambiar el mundo. Porque que-remos tanto a Mario, aquí van las siguientes páginas.
PA P
J U A N J O S É A R M A S M A R C E L O
Barcelona, 1970escritura.
Un animal de
a la primera edición de Los cachorros, que se pu-
blicó en la editorial Lumen dentro de una colec-
ción de formato especial (con fotografías de
Miserachs), Carlos Barral define a Vargas Llosa
como “un animal de escritura”. Lo escribe, claro,
en francés, pero la traducción al español es inclu-
so más firme y contundente. Ese “animal de es-
critura ha publicado ya, en los años 70, un libro
de cuentos, tres novelas, entre ellas la más espec-
tacular y literaria y esa nouvelle que clama al
asombro en un novelista que todavía es muy jo-
ven: Mario Vargas Llosa”.
¿Cuál era su secreto? La aplicación constante
a la literatura, vivir en, con y para la escritura
literaria, doblegando todo lo demás y sometién-
dolo todo a una disciplina marcial, insalvable,
cotidiana, que alimentaba lo que el propio Vargas
Llosa denominaba ya “la solitaria”, esa pasión y
vicio de la escritura literaria que condena al es-
critor de verdad a estar todo el día pendiente de
ella. Gracias a esa conjunción de elementos,
Vargas Llosa era ya homenajeado, desde la publi-
cación en 1963, ahora hace cincuenta años, de La
ciudad y los perros. El ambiente en Barcelona,
donde se había trasladado a vivir en estos años
aconsejado por Carmen Balcells, su agente litera-
ria, es para el escritor peruano muy estimulante
y en el futuro hablará de aquella Barcelona de los
70 con una nostalgia literaria y vital que llama la
atención. Vargas Llosa ya era, pues, admirado
y aplaudido por una sociedad, la catalana
urbana de Barcelona y sus lectores miles,
En el prólogoque lo convirtió en uno de los suyos durante el
tiempo en que vivió en la ciudad. Era homenajea-
do, querido y buscado por todos, a pesar de que
ya había demostrado su voluntad de hierro: no
dejarse doblegar por nada ni por nadie en su vicio
de escribir literatura.
En cuanto a esa dedicación marcial a la escri-
tura literaria, puedo contar de primera mano la
anécdota que viví en su propia casa, en el barrio
de Sarriá, en la calle Osio. Llegué a esa casa sobre
la una del mediodía, invitado a almorzar por
Patricia y Mario Vargas Llosa. Un seco de cordero.
Para cocinarlo, había traído desde mi tierra, Las
Palmas de Gran Canaria, una hierba que entonces
no se conocía en la Península, el culantro o cilan-
tro. El seco estuvo fastuoso y durante la comida
no hablamos más que de literatura. Corría el año
1972 y Vargas Llosa estaba enfrascado en la escri-
tura de Pantaleón y las visitadoras. Mientras duró
el almuerzo, yo tomé varios vasos de vino de Rioja,
excelente, y me mostré encantado de estar en casa
de los Vargas Llosa, pero Mario no probó ni siquie-
ra una gota de aquellos caldos tan ricos, porque si
tomaba, me dijo, “no podría escribir por la tarde.
Almuerzo poco, me da sueño y no puedo trabajar”.
Me explicó que, por la tarde, escribía de cuatro a
ocho de la tarde. Y, en efecto, a las cuatro de la
tarde, se excusó y me dejó hablando con Patricia
durante cuatro horas. Se fue a la azotea de la casa,
donde había habilitado un cuartito para su vicio
de escribir, para alimentar “la solitaria”, y sólo bajó
a las ocho en punto de la tarde. Recuerdo que me
Me explicó que, por la tarde, escribía de cuatro a ocho de la tarde. Y, en efecto, a
las cuatro de la tarde, se excusó y me dejó hablando con Patricia durante cuatro
horas. Se fue a la azotea de la casa, donde había habilitado un cuartito para su vicio de escribir, para alimentar “la solitaria”, y sólo bajó a las ocho en punto de la tarde.
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Páginas 6-7: Barcelona, Francesc Català-Roca.
Barcelona de los 70, Vargas Llosa era un ídolo de
las clases y castas intelectuales, considerado ya
un escritor de élite y un escritor catalán, aunque
fuera peruano y ni siquiera tuviera todavía la na-
cionalidad española. Carlos Barral, entonces el
editor de moda de la literatura española y extran-
jera en Barcelona, le dedicada una admiración
pública y no perdía ocasión de reunirse con quien,
nadie se lo negaba, era su gran descubrimiento de
los 60-70. Mientras tanto, Vargas Llosa salía a
cenar con Patricia y algunos amigos todas las no-
ches. A cenar y al cine. No a dejarse ver en los
círculos intelectuales, sino al cine y a cenar.
Siempre con amigos. A veces, en algunas de esas
cenas, se acercaban lectores que lo admiraban a
pedirle autógrafos o a que firmara algunas de sus
novelas que traían consigo. Recuerdo con especial
deleite para mi memoria dos cenas en aquellos
años. Una en El Tramonti, donde se reunían todos
los años los miembros del jurado del Premio
Biblioteca Breve, después de votar el galardón. Y
otra en el Portofino, también italiano, y también
en la Diagonal, como El Tramonti. Tengo memoria
de que en el Portofino estaban también los Barral
y los Marsé. En esa cena Vargas Llosa, sin apenas
darse cuenta, demostró ser ya un gran profesor
de literatura y dio una lección de lo que en ese
momento estaba escribiendo: García Márquez.
Historia de un deicidio, uno de los ejercicios inte-
lectuales más generosos que he conocido en toda
mi vida. La admiración de Vargas Llosa por García
Márquez era entonces personal, amistosa, y sobre
pasé toda la tarde tomando café de Colombia,
exquisito y excelente, y que no puede dormir en
toda la noche, lo que aproveché para releer, en la
habitación de mi hotel, lo recuerdo muy bien, unas
páginas de la novela que había traído conmigo a
Barcelona, Conversación en La Catedral, que es, y
lo digo de paso, mi preferida en la novelística de
Vargas Llosa.
Aquel viaje resultó para mí inolvidable, sobre
todo porque reforzamos una amistad que había
nacido cuando nos conocimos personalmente en
un barco, el “Verdi”, que había atracado en el
puerto de Santa Cruz de Tenerife de camino a El
Callao, Lima. Ahí iban los Vargas Llosa y ahí los
conocí por primera vez, aunque Mario retrotrae
el principio de nuestra amistad al año 1970, cuan-
do fundé la editorial Inventarios Provisionales
junto a Eugenio Padorno y le escribí a Mario con
motivo de la publicación de El avaro, de su amigo
Luis Loayza, gran lector y escritor.
En los 70 Barcelona se sentía, para quienes
veníamos de fuera de la ciudad, como un territo-
rio libre. Como si el franquismo no existiera.
Vivíamos dentro del franquismo, los últimos años
de una larga dictadura, pero en Barcelona la vida
parecía más libre, como si ya estuviéramos en
Europa y gozáramos del tiempo futuro de la liber-
tad. Así lo veía yo, cada vez que iba a Barcelona,
y así lo veían Vargas Llosa y García Márquez, que
vivían allí su particular amistad. Allí, en la
casa de los Vargas Llosa en la calle Osio,
conocí yo a García Márquez. Allí, en aquella
11
todo literaria. Queda hoy, después de los años, la
admiración de Mario a la literatura de Gabriel,
aunque las amistades se rompieran definitivamen-
te a lo que parece desde hace casi cuarenta años.
¿Y las mujeres? Actrices, editoras, escritoras,
secretarias... Todas perseguían a aquel escritor,
Vargas Llosa, que Carlos Barral había dicho que
tenía pinta de tanguista argentino, con gomina y
bigote. Ahora en la Barcelona de los 70, era una
figura pública de primera relevancia, sólo con
treinta y seis años de edad, una figura intelectual
buscada y deseada por aquella burguesía catalana
que se sentía identificada con él.
Pero el tiempo corre, nos ponemos viejos y
todo va cambiando con rapidez. Esta Barcelona de
ahora paradójicamente no se percibe como aquella.
Para muchos, y también para Vargas Llosa, Barcelona
se ha vuelto provinciana, chiquitita, y aunque sigue
siendo una gran ciudad ya, para los que veni-
mos de fuera no tiene aquel calor de libertad
con que nos encendíamos la vida y nos
congratulábamos durante nuestra estancia
en la capital catalana.
Quedan los recuerdos y la impronta
de Vargas Llosa en aquellos tiempos
barceloneses. Ya casi todos son recuer-
dos. Casi todos los de entonces, han
fallecido. Quedamos en pie unos pocos,
que no somos ni los más fuertes ni los
mejores, si exceptuamos a Vargas
Llosa y García Márquez, sino los que
hemos tenido más suerte para la
vida. El resto es reposo y recuerdo.
Y nostalgia de aquel tiempo pasado
que, extrañamente, fue mejor para to-
dos en la Barcelona de los años 70.
Mario Vargas Llosa10
Fotografía de Ricard Terre.
P E D R O Á N G E L P A L O U
liberalCon Vargas Llosa,en su andamiaje
con fervor la obra arquitectónica de Mario Vargas
Llosa. Lejos del impacto inicial que sus pri-
meros lectores —los de los años sesenta—
sintieron con La ciudad y los perros o La
casa verde, e incluso aunque no tan ajenos
al discurso político e identitario de
Conversación en La Catedral, caímos
presos de las obras que iba produ-
ciendo —a partir de los ochenta,
cuando habíamos leído lo anterior y
lo que escribía entonces tenía el aire
de franca novedad, de cachetada contra
el realismo de sus epígonos latinoa-
mericanos. Recuerdo minuciosa-
mente el día en que fui a comprar,
recién aparecida, monumental,
con su portada roja que rompía con
el monótono blanco de Seix Barral, La
guerra del fin del mundo. El universo
entero se detuvo —tenía que ser así— para poder
sumergirme en las páginas del levantamiento de
Canudos y en la historia de Antonio Conseheiro.
Ese día supe, sin duda alguna, que estaba leyendo
a un clásico vivo, un caso extraño, si se quiere,
de estar frente a algo que es intemporal pese a
estarse produciendo en ese instante.
Mario Vargas Llosa es el joven del Boom, el
que llega arrasando, desde que La ciudad y los
perros (y el Premio Biblioteca Breve en 1962) lo
consagran para siempre. Se trata de la versión
latinoamericana de la novela de iniciación, de
nuestro muy particular joven Törless (como en la
novela de Musil), pero ya anuncia uno de los
temas constantes de la obra del peruano: la pér-
dida de la inocencia. Se llamaba originalmente La
morada del héroe y tenía mil doscientas páginas.
José María Valverde, el célebre traductor de Joyce
y miembro del jurado dijo sin empacho que se
Mi generación leyó
trataba de “la mejor novela en español desde Don
Segundo Sombra”. La comparación con Güiraldes
no es pequeña, y en los pasillos del colegio
Leoncio Prado todos supimos ver las taras de
nuestra sociedad. En la historia de El Esclavo, El
Jaguar y el Poeta y la filosa crítica al mundo mi-
litar se cifraba parte de la posterior mirada liberal
de Vargas Llosa.
Con La casa verde (1966) recibiría el Premio
Rómulo Gallegos y mostraría el uso magistral de
los recursos de la novela moderna pero sobre todo
su obsesión con la arquitectura novelística. Si la
primera novela y muchas otras serían novelas de
la ciudad, Vargas Llosa pronto se revelaría como
un gran narrador de la selva y del interior (como
refrendará con Pantaleón y las visitadoras o con
Lituma en los Andes o con ese ejercicio del con-
trapunto que es El Hablador), no hay territorio
que se le esconda. Entre Piura y Santa María de
Nieva ocurre esta novela que no sólo ocurre sino
que se escucha, como un torrente verbal y un
potente entramado de historias. Fue sin embargo
Conversación en La Catedral (1969), tres años
después, la que mostraría a un escritor aparen-
temente grafómano, que era capaz de producir
cientos o miles de páginas y que ahora construía
una novela política y un gran fresco sobre la re-
presión y la dictadura (aunque el tema del dic-
tador en sí mismo no será abordado por Vargas
Llosa, como sí hicieron sus amigos, hasta La fiesta
del Chivo, una de sus mejores). Conversación es
reconocida por su autor como su mejor libro,
declarando incluso que sería lo único que salvaría
del fuego, en el hipotético caso. El personaje
Zavalita es uno de sus más recordados y la pre-
gunta inicial del libro, ¿en qué momento se jodió
el Perú?, ha sido citada y utilizada en todo
América Latina casi como un estribillo. Pero no
es una pregunta retórica. La novela entera está
allí para intentar responder esa acuciosa
Durante varios años permanecí siendo socialista, incluso después de mi rechazo
del marxismo; y si pudiera haber una cosa tal como el socialismo combinado con la
libertad individual, seguiría aún siendo socialista. Porque no puede haber nada
mejor que vivir una vida libre, modesta y simple en una sociedad igualitaria.
Me costó cierto tiempo reconocer que esto no es más que un bello sueño; que la libertad es más
importante que la igualdad; que el intento de realizar la igualdad pone en peligro la libertad, y que, si se pierde la libertad, ni
siquiera habrá igualdad entre los no libres. Ma r i o Va r g a s LL o s a
14 15 Mario Vargas Llosa
Página 12-13: Mario Vargas Llosa, Patricia, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Emir Rodríguez Monegal y Pablo Neruda.
Con su familia en la campaña presidencial de 1990.
interrogante. Zavalita, como el Perú, también se
jodió. Contestar a eso, desde lo personal, quizá
permita vislumbrar la respuesta colectiva. La con-
versación, el largo diálogo del libro —duraría
cuatro horas en la cantina—, mezcla otra vez his-
torias como La casa verde, pero las reflexiones
sobre la dictadura de Manuel Odría (1948-56) son
el telón de fondo en que las historias del pro-
pio Zavalita, de su padre, Fermín (Bola de
Oro), de Ambrosio, el zambo chofer de
Cayo Bermúdez (Cayo Mierda) y su aman-
te Hortensia (La musa), se imbricarán por-
tentosamente. Se trata también,
aunque veladamente, de otra novela
de iniciación de pérdida de la inocen-
cia, a partir del conocimiento por
parte de Zavalita de la homosexuali-
dad de su padre (quien es amante de
Ambrosio). Para llegar a esa conclu-
sión los lectores tienen que acom-
pañar la peripecia del personaje
por más de quinientas páginas.
En 1981, como dije —y después
de haber devorado Pantaleón y las vi-
sitadoras y ese juego de espejos que es
La tía Julia y el escribidor—, tuve en mis manos la
primera edición de La guerra del fin del mundo.
Ya he dicho que el momento fue para mí muy
especial. Mario Vargas Llosa, como yo mismo,
nació un 28 de marzo. Ese elemento biográfico era
un guiño de algo que según yo nos hermanaba
secretamente. Mis primeros cuentos no eran rul-
fianos o garciamarquianos, como los de mis ami-
gos, sino vargasllosianos, si se quiere. Textos
largos, de veinte o treinta páginas en donde cada
largo párrafo contaba un fragmento de una histo-
ria que era cortado por otro fragmento de otra
historia paralela que al final se juntaba por arte
de magia o por obra de la estructura. No guardo
ninguno de ellos. Adentrarme en la historia de
Canudos durante un largo fin de semana (de vier-
nes a lunes) en el que no hice nada que no fuese
leer (quizá bajé a prepararme algún sándwich,
pero ni siquiera lo tengo en la memoria), porque
había logrado, según mi lectura, ese sueño de
todos los escritores de su generación, la novela
total, la fantasía de que puede existir un universo
autónomo, completo en sí mismo que incluso
construye su propia teoría de la novela dentro.
Otra vez el tema es el individuo frente al poder,
19
en este caso los yaguznos de Canudos contra el
ejército. Es la pérdida absoluta de la inocencia,
también, y se trata de la novela latinoamericana
con mayor énfasis en su estructura pero que, sin
embargo, logra que no se note el andamiaje pre-
ciso y obsesivo. Vargas Llosa logra ser el gran
deicida (el suplantador de Dios) que él vio en
Joanot Martorell, el creador de Tirant Lo Blanc, y
en García Márquez, a quien le dedicó un libro con
ese título en particular: Historia de un deicidio.
La novela —según su autor— fue primero un
guión encargado por la Paramount Pictures, que
nunca se filmó. Tres años no fue a Brasil, mientras
devoraba todo lo que podía sobre el ejército de
elegidos de la nueva Jerusalem Celeste de Antonio
Conseheiro y su batalla apocalíptica que ya
Euclides da Cunha había contado antes. Es una
novela moral, si se quiere, en la cual las fronteras
entre lo bueno y lo malo (y los buenos y malos)
desaparecen, es una reflexión hondísima sobre la
responsabilidad individual y la responsabilidad
colectiva, es lo más cerca que hemos estado de
escribir una tragedia en nuestras tierras. Los crí-
ticos han estudiado ese uso de la ambigüedad
moral de la novela, en lo que llaman la relatividad
de las perspectivas. Moreira César, el Periodista
miope, el Barón de Cañabrava, Antonio
Conselheiro, todas son historias de locos que el
novelista no da por hechas y que explora con la
ficción hasta desmontar sus ideologías y repre-
sentar fragmentariamente el orden entero de la
historia social. Muy pronto, en 1984, Patricia
Montenegro supo verlo al analizar el personaje
más interesante, el Periodista miope:
En el miope se encabalgan tres perspectivas de una
realidad según las circunstancias del espacio y
tiempo en que se mueve. Primero vio el mundo con
los ojos de los autonomistas, después, con los de los
republicanos y al final, con los del amor de la mujer
(Jurema) descalza que tira de él sin decir una pa-
labra, orientándolo. Entre el miope y el lector hay
un cierto paralelismo. Así como él ha adquirido
varias perspectivas y encuentra orientación entre
el amor de la última, que además se le ofrece sin
decir una palabra, al lector se le propone la misma
respuesta. El mensaje no es discursivo, sino mudo,
sucede en el mundo utópico de los yagunzos dentro
16 17 Mario Vargas Llosa
Derek Walcott, Mario Vargas Llosa y Octavio Paz, Washington, 1987.
Con Julia Urquidi.
de los confines de Canudos. Esta es la solución para
un universo donde cada quien tiene razones para
ejercer su poder con posibilidades de aniquilar al
otro justificándose en su propia perspectiva.
La autora, sin embargo, cree que una pers-
pectiva sobresale frente a las otras —todas nivela-
das—, lo que le da una lectura parcial a la obra,
la del Barón de Cañabrava. Creo que esta lectura
no es errónea sino que nos pone en sintonía con
lo que hemos dicho aquí, Mario Vargas Llosa fue
siempre un liberal, en el sentido de Isaiah Berlin
o de Karl Popper, dos de sus dioses penates, por
cierto. Se trata de un asunto de moral pública,
cuyas preocupaciones siempre han sido las mis-
mas, la injusticia, el dolor, la libertad individual.
La guerra no es una declaración contra la utopía
(como quizá pueda decirse de la Historia de
Mayta), sino una vivisección en las razones del
héroe, ese tema central que estaba presente para
Mario desde su primer libro, de allí el título pro-
visional que José Miguel Oviedo le ayudó a me-
jorar como La ciudad y los perros. ¿Será que la
verdadera pérdida de la inocencia entraña com-
prender que en realidad tal sueño —el de la liber-
tad individual— es la verdadera utopía?
18
Con Julio Cortázar y Aurora Bernardez en Atenas.
Mario Vargas Llosade batalla por
F E R N A N D O I W A S A K I
Carta
La obra literaria
Como mi cometido no es opinar ni como crítico
ni como filólogo, puedo dejar claro desde el co-
mienzo que me interesan todos los libros de
Mario Vargas Llosa, sin distinción de géneros,
épocas y cosmovisiones políticas. Es decir, que
tan esencial se me antoja el “sartrecillo valiente”
como el escritor popperiano; tan imprescindible
La guerra del fin del mundo (1981) como Lituma
en los Andes (1993), y tan necesarias sus obras
teatrales como sus colaboraciones en prensa. ¿Por
qué me atrevo a hacer una declaración tan ro-
tunda? Porque encuentro que su obra es sólida,
unitaria y coherente, por no hablar de la inteli-
gencia de su escritura y del riguroso proceso
gnoseológico que sustenta cada una de sus no-
velas, ensayos y artículos.
El gran tema de la literatura de Vargas Llosa
es la justicia y las tramas se articulan en torno a
las tribulaciones y circunstancias que atraviesan
sus criaturas cuando se ven conminadas a elegir
entre opciones incongruentes e incompatibles en-
tre sí. A veces —como en Conversación en La
Catedral (1969) o en La fiesta del Chivo (2000)—
la trascendencia ética de esas decisiones abre en
canal a una sociedad enferma y hurga en los tu-
mores malignos de la condición humana. En otras
ocasiones —como en Los cuadernos de don
Rigoberto (1997) o en Travesuras de la niña mala
(2006)— la indagación por la verdad y la asunción
de sus consecuencias supone una épica de la in-
timidad. Sin embargo, esa épica de la intimidad
también puede convertirse en un horrendo des-
censo a los infiernos, como en Historia de Mayta
(1984) o El sueño del celta (2010). De ahí que las
ficciones de Vargas Llosa siempre propongan una
mirada distinta y una nueva reflexión acerca de
la responsabilidad de elegir y de asumir las con-
secuencias de esas elecciones.
Por otro lado, la técnica narrativa de Vargas
Llosa es tan prodigiosa que casi nunca se le ha
concedido la importancia debida a su escritura.
¿Es que acaso tiene un estilo personal como
Borges o Cabrera Infante? De ninguna manera.
En realidad, la escritura de Vargas Llosa no es
poética, no es barroca y no es rica en alardes
retóricos, sino más bien sobria, precisa y austera.
Pero sobre todo es una prosa inteligente, con
todo lo que ello conlleva en materia de dominio,
maestría y conocimiento. Nadie escribe con más
sencillez y claridad que Vargas Llosa sobre los
asuntos más complejos y enrevesados, y por eso
—leyéndole— he aprendido a corregir, escoger y
argumentar mejor a la hora de escribir. Como se
puede apreciar, no hablo de estilo sino de pensar
escribiendo.
Finalmente, aunque en Historia secreta de
una novela (1971) Vargas Llosa reconstruyó punto
por punto el proceso de escritura de La casa verde
(1966), la verdad es que cada una de sus ficciones
consentiría un libro semejante porque muy pocos
escritores se preparan de manera tan minu-
ciosa y concienzuda antes de comenzar la
redacción de una nueva novela. Puedo dar
fe de las pesquisas, lecturas y viajes que
Es posible queno tuviera más de quince años cuando el profesor
Juan Ochoa nos mandó leer Los cachorros a todos
los alumnos de cuarto de secundaria del
Champagnat de Miraflores. ¿Por qué me tomo la
molestia de nombrar a mi viejo colegio? Porque
aquella novela transcurría precisamente en
Miraflores, porque “Pichula” Cuéllar era alumno
del Champagnat y porque “Judas” —el perro que
le quitó y le puso el apodo al pobre personaje de
Vargas Llosa— estaba disecado en el museo del
colegio. Los curas lo negaban con terquedad y
nos amenazaban con horrendas represalias como
siguiéramos difamando el buen nombre del Beato
Marcelino Champagnat, pero todo fue inútil por-
que nosotros vivíamos persuadidos de la exis-
tencia de “Pichula” y del perro que lo capó de un
mordisco. Por eso para mi clase de cuarto “A”
Vargas Llosa no era sólo un escritor, sino segu-
ramente un ex-alumno y más bien un aliado en
nuestra lucha contra los curas.
Han transcurrido muchos años desde aque-
lla primera incursión escolar por la obra de
Mario Vargas Llosa, y ahora que me propongo
hacer inventario de mis deudas y simpatías no
he podido evitar evocarla con risueña melanco-
lía, pues treinta años más tarde Vargas Llosa
sigue siendo algo más que un escritor para mí:
es un modelo intelectual y sobre todo un
paradigma personal.
En las líneas siguientes trataré de ex-
poner cuánto le debo a su obra, su
magisterio y su ejemplo.
Con su familia en Bolivia.
Con su madre Dora Llosa Ureta.
El gran tema de la literatura de Vargas Llosa es la justicia y las tramas se
articulan en torno a las tribulaciones y circunstancias que atraviesan sus
criaturas cuando se ven conminadas a elegir entre opciones incongruentes e
incompatibles entre sí.
22 23 Mario Vargas Llosa
alumbraron títulos como La guerra del fin del
mundo (1981) o El paraíso en la otra esquina
(2003), felizmente escritas a pesar de la vorágine
de homenajes, compromisos e invitaciones que
jalonan desde hace décadas la enloquecida agen-
da del novelista peruano.
Por lo tanto, a la coherencia, el talento, la
inteligencia y el rigor habría que añadir la disci-
plina, virtud que engrandece todavía más la fi-
gura literaria de Vargas Llosa, porque con ella
arropa y protege la ilusión de seguir escribiendo.
El magisterio intelectual
A diferencia de muchos escritores europeos y
norteamericanos, la ficción nunca ha sido un
quehacer suficiente para Mario Vargas Llosa y por
eso su obra también es rica en ensayo, crítica y
análisis de diversa índole. Su valor como creador
está fuera de discusión, pero su dimensión inte-
lectual acaso es todavía mayor.
Así, quiero comenzar reconociendo que siem-
pre he releído fascinado los dos primeros volúme-
nes de Contra viento y marea (1986), donde los
comentarios a las obras de Faulkner, Flaubert,
Malraux y Bataille conviven con las devociones por
Sartre y Camus, Isaiah Berlin y Jean-François Revel.
Y el caso es que yo nunca he advertido ninguna
“traición” o “conversión” ideológica en Vargas
Llosa, pues leyendo sus ensayos uno compren-
de que su evolución intelectual es el resul-
tado de un imperativo moral, el mismo que
lo conmina a dilucidar y exponer el pensa-
miento de Karl Popper en el tercer tomo de
Contra viento y marea (1990) y los prin-
cipales valores de la doctrina liberal
en Desafíos a la libertad (1994). Y
conste que no son libros políticos,
sino libros donde sus reflexiones e in-
quietudes políticas alternan con las li-
terarias, sociológicas y culturales.
En realidad, Vargas Llosa
siempre ha sido fiel al compromiso
sartreano del intelectual y así ha
cumplido de manera irreprochable
—según se terciara— con los papeles
de francotirador, aguafiestas y agitador
de las conciencias. De ahí que no haya habido libro,
discusión o corriente contemporánea de pensa-
miento que no haya merecido un comentario inte-
ligente y penetrante de Mario Vargas Llosa, tanto en
sus artículos del diario El País de Madrid como
en los de la revista Letras Libres de México. Sin
embargo, la dimensión intelectual del autor de La
ciudad y los perros (1963) crece en progresión
geométrica cuando escribe sobre otros escritores y
cuando analiza los libros que lo han hecho feliz.
Lector y admirador del norteamericano
Edmund Wilson, Vargas Llosa es a su vez un fino
y lúcido crítico literario, como lo demuestran sus
libros García Márquez: Historia de un deicidio
(1971), La orgía perpetua: Flaubert y “Madame
Bovary” (1975), Carta de batalla por Tirant lo
Blanc (1991), La utopía arcaica: José María
Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996),
La verdad de las mentiras (2002), La tentación
de lo imposible: Victor Hugo y “Los miserables”
(2004) y La civilización del espectáculo (2012).
¿Debería hacer hincapié en que Vargas Llosa ja-
más habría escrito sobre un autor o un libro que
no lo hubiera hechizado? De hecho, los prólogos
reunidos en la edición definitiva de La verdad de
las mentiras son un compendio de sabiduría,
entusiasmo y admiración. ¿Qué necesidad hay
de escribir sobre libros y autores que a uno le
han disgustado? Ninguna, y por eso las críticas
literarias de Vargas Llosa tienen el mejor
efecto secundario posible: provocan la
lectura inmediata.
Pienso que no hay en el mundo de
habla hispana otro intelectual con mayor
prestigio e influencia internacional que
Mario Vargas Llosa, y aquel estatuto
no proviene solamente de sus ficcio-
nes, sino sobre todo de su faceta
como crítico, de sus ensayos, de sus
análisis de la realidad mundial, de su
labor divulgadora del pensamiento
contemporáneo, de su autoridad
moral para denunciar la intoleran-
cia en cualquiera de sus formas y
de su vieja concepción sartreana del
intelectual comprometido con su
tiempo.
Josep Maria Castellet, Vargas Llosa y Gabriel Ferrater durante la cena del Premio Biblioteca Breve.
Con el fotógrafo Mario Szinetar.
La dimensión intelectual del autor de La ciudad y los perros crece en progresión geométrica cuando escribe sobre otros escritores y cuando analiza los libros que lo han hecho feliz.
24 25 Mario Vargas Llosa
El ejemplo personal
No siempre los grandes artistas y creadores re-
sultan ser personas ejemplares y admirables,
aunque en el caso de Mario Vargas Llosa sí
lo es para mí, pues no conozco a nadie
más decente y honesto, ni tampoco a na-
die capaz de estimular en los demás la
curiosidad intelectual, el trabajo gene-
roso y la superación permanente.
En primer lugar, por ser decente
y honesto Vargas Llosa arrostró a co-
mienzos de los 70 el oprobio que su-
ponía denunciar las atrocidades de la
Revolución Cubana. Por ser decente
y honesto Vargas Llosa se ha en-
frentado a todos los dictadores
latinoamericanos por igual, desde
Videla y Pinochet hasta Castro y
Hugo Chávez (pasando por el pri),
convocando así las iras de todos los
tiranos y de sus respectivas cortes de milagros.
Por ser decente y honesto Vargas Llosa prefirió
perder unas elecciones generales, antes que men-
tir y congraciarse de manera demagógica con unos
votantes seducidos por el populismo. Por ser de-
cente y honesto —en suma— Vargas Llosa no ha
dejado nunca de decir lo que piensa, incluso a
sabiendas de que la verdad puede acarrearle ene-
mistades, malentendidos y resentimientos
enconados.
En segundo lugar, no puedo negar que me
conmueve el entusiasmo con que Vargas Llosa
emprendió los estudios de lengua alemana a me-
diados de la década de los noventa o la energía
con la que se ha entregado a su flamante vocación
teatral, recién cumplidos los setenta años de
edad. ¿No es admirable esa vitalidad intelectual
con la que sigue asumiendo nuevos retos y desa-
fíos? Tengo que admitir que se me antoja ejem-
plar su sorprendente capacidad para mantener la
ilusión de explorar, aprender y experimentar.
Toda una lección para quienes somos —supues-
tamente— más jóvenes.
En tercer lugar, no creo descubrir ninguna
intimidad si revelo que durante los últimos años
la vertiginosa vida de Vargas Llosa ha transcurrido
más bien en hoteles, aeropuertos y ciudades don-
de no reside. ¿Cómo ha conseguido mantener la
concentración que supone la redacción de novelas
complejas como La fiesta del Chivo y El sueño del
celta? ¿Qué ha hecho para escribir artículos tan
rigurosos y bien documentados, lejos de sus ar-
chivos y bibliotecas personales? No hay más se-
creto que el trabajo, porque Vargas Llosa es un
galeote de la literatura, un creador disciplinado
y un escritor que cumple a rajatabla con unos
horarios estrictos que le garantizan el tiempo
preciso para la creación literaria, la lectura, la
familia, el ocio ilustrado y hasta la columna ver-
tebral, porque las hernias lumbares no han sido
indulgentes con él. Y sin embargo tiene tiempo
para todo, sin dejar de ser quien es y de escribir
obras maestras a la altura de su prestigio.
Después de una enumeración como la ante-
rior, ¿cómo no reconocer en Vargas Llosa un ejem-
plo constante y permanente para cualquiera?
Vargas Llosa y mi “elemento añadido”
Creo haber levantado un prolijo inventario de las
principales razones que podrían hacer de Mario
Vargas Llosa una figura admirada y reconocida,
incluso por quienes no valoren sus obras y no
compartan sus ideas. Después de todo, el talento,
la inteligencia, el trabajo y la voluntad son vir-
tudes deseables que enriquecerían a cualquiera.
No obstante, en mi caso particular resulta
que sí valoro los libros de Vargas Llosa, que tam-
bién comparto su visión del mundo y que ade-
más le aprecio y le admiro de manera incondicional.
No ignoro que Vargas Llosa cuenta con miles
de admiradores por todo el planeta, pero una
cosa es la admiración y otra muy diferente la
confianza, el cariño y la amistad. Yo me siento
un privilegiado por disfrutar de esas tres cosas
que considero un tesoro. Tal sería el “elemento
añadido” de mi relación personal con Mario
Vargas Llosa.
Como ya dije, cuando leí Los cachorros te-
nía quince años y sucumbí a las mentiras ver-
daderas de aquella novela. Ahora que mis hijas
ya tienen edad de leer los libros de Vargas Llosa,
tampoco quiero que vean a Mario —a quien
conocen y quieren— tan sólo como un escritor,
sino que reconozcan en él un modelo literario,
intelectual y personal. Que les conste que es el
hombre a quien su propio padre admira más
que a nadie.
Por supuesto, ellas también están persuadi-
das de que el perro “Judas” continúa disecado en
el museo de mi colegio.
Por ser decente y honesto Vargas Llosa se ha enfrentado a todos los
dictadores latinoamericanos por igual, desde Videla y Pinochet hasta Castro y
Hugo Chávez (pasando por el pri)
28
Amsterdam, 1978.
27 Mario Vargas Llosa
Mario Vargas Llosa en el lado derecho, sentado y con traje claro, en el Colegio La Salle, Cochabamba, 1949.
Mario Vargas Llosa, en su vertiente principal, se
finca en una indignación primigenia contra las mu-
chas caras de la opresión y el fanatismo: la opresión
de los jefes y militares en sus primeras novelas, la
injusticia social y la corrupción política en
Conversación en La Catedral, los fanatismos religio-
sos en La guerra del fin del mundo, los fanatismos
de la identidad racial en su extraordinario y poco
leído libro de ensayos La utopía arcaica, el desdi-
chado utopismo guerrillero en Historia de Mayta y,
por supuesto, el caudillismo autoritario de Trujillo,
ese paradigma del dictador latinoamericano, en La
fiesta del Chivo. Pero no se trata —nunca se trata—
de una literatura de tesis.
Se trata de la altísima recreación artística
de esos extremos de la maldad y la miseria hu-
mana, escritos para revelarlos, para combatirlos,
para exorcizarlos.
La vertiente lúdica, erótica de su literatura,
que ha hecho reír, gozar y sonrojar a mujeres y
hombres en todos los idiomas, parecería ser como
un remanso de libertad y juego que Vargas Llosa
necesita para reponer el alma luego del esfuerzo
de aquellas tremendas novelas libertarias. En es-
tas novelas escapan sus otros demonios, sus sue-
ños y ensueños amorosos.
Vargas Llosa es todo lo contrario a un escritor
“conservador”. Es un intelectual liberal, y ya es
hora de que, frente a las poderosas corrientes de
intolerancia que perduran en Latinoamérica, rei-
vindiquemos definitivamente la legitimidad his-
tórica del liberalismo democrático. Ese proyecto
liberal, proyecto civilizador por excelencia, es el
que fundó a nuestras naciones y es el mismo que
Vargas Llosa encarna en su vida y obra. Frente al
poder autoritario, el alma liberal no hace distin-
gos. Vargas Llosa, es verdad, creyó en la Revolución
Cubana y la acompañó al menos por una década
porque creyó en su destino liberador, pero tuvo
el valor de apartarse de ella cuando advirtió su
irreversible camino totalitario. Y con la misma
enjundia y convicción ha criticado a los
dictadores militares o los gobiernos corruptos.
¿Hay que recordar que fue él quien bautizó al pri
como “la dictadura perfecta”? Y ninguna novela
de dictadores supera, en su combinación de ex-
celencia literaria y radical crítica moral, a su re-
trato del régimen de Trujillo.
Vargas Llosa no sólo ha defendido la libertad
en sus novelas. También en su columna quincenal
en El País y Reforma, y en sus ensayos en las re-
vistas Vuelta y Letras Libres. Como ensayista y
reportero semeja un joven soldado de la libertad.
Se mete a menudo en la boca del lobo (Bagdad,
Gaza, Congo, Haití, Darfur) y nunca ha temido ser
impopular. La voz que cuenta para él es la voz
interior, el imperativo de la verdad.
Su triunfo es también el de la literatura pe-
ruana. El trágico, profundo y variopinto país del
Inca Garcilaso, de Poma de Ayala, de Mariátegui
y Vallejo tiene por fin el Nobel que se merece. Y
el idioma español también gana. Después de Cela
y Octavio Paz, pasaron veinte años. El Nobel (como
casi todo el mundo sabe) le fue negado a Borges,
y parecía vedado a Vargas Llosa. Al premiarlo, la
Academia lo honra y se honra, recobrando el nivel
de sus mejores galardonados.
El premio llega en el mejor momento para
América Latina. El caudillismo, el militarismo, el
redentorismo ideológico, el populismo, los nacio-
nalismos obtusos, los fanatismos de la raza o la
religión siguen presentes en nuestros países
pero desde hace veinte años el avance de la
democracia ha sido permanente. Vargas
Llosa ha sido, después de Octavio Paz, su
más firme defensor.
El Premio Nobel a Mario Vargas
Llosa es un acto de justicia con la li-
teratura y la libertad. Dos palabras
inseparables.
Publicado en Letras Libres,
octubre 2010.
La obra de
31 Mario Vargas Llosa
E N R I Q U E K R A U Z E
Mario Vargas Llosa:
y libertadLiteratura
A L O N S O C U E T O
como actos
p alabrasLas
no hubiera madurado como escritor en los años
sesenta, si en esa década no hubiera escrito y
publicado La ciudad y los perros, La casa verde y
Conversación en La Catedral, es probable que no
hubiera sido el escritor que es. En una década
marcada por la fe en la literatura como una forma
de la subversión, por la figura del escritor como
un intelectual que influye en su sociedad, Vargas
Llosa siempre creyó que sus novelas eran actos
que podían afectar, modificar, transformar el
mundo. Uno de sus novelistas modélicos de esta
época fue Malraux, cuya novela La condición hu-
mana leyó de corrido, como lo cuenta en un ar-
tículo publicado en Letras Libres (abril, 1999).
Sartre, otro de sus héroes de entonces, fue quien
llevó a su forma más perfecta la idea de que la
novela es en sí misma una forma de la subversión,
puesto que cada palabra es un acto irremediable,
el rastro del paso del escritor por el mundo. Sartre
creía que la narrativa era la herramienta más
adecuada para el compromiso de un artista pues,
a diferencia de la poesía, la pintura y la música,
resultaba el mejor vehículo para dotar de sentido
a la realidad y realzar sus injusticias.
Este aspecto es inseparable de su relación
con la tradición francesa del escritor. El valor del
lenguaje como arma de combate es una caracte-
rística esencial de la concepción del “intelectual”,
una palabra que nace con la defensa de Émile
Zola del coronel Dreyfus, a fines del siglo xix.
Desde entonces, la tradición francesa, a la
que Vargas Llosa se adhirió en las figuras
primero de Sartre y luego de Malraux y de
Camus, consagró un modelo de escritor, no
sólo como un testigo sino como un
actor de su tiempo.
Una cita de Sartre puede ejem-
plificar la noción de la narrativa que
dominaba el pensamiento de muchos
escritores de los años sesenta:
Así, el prosista es un hombre que ha
elegido cierto modo de acción secun-
daria que podría ser llamada acción por
revelación. Es, pues, perfectamente legí-
timo, formularle esta segunda pregunta:
¿Qué aspecto del mundo quieres revelar, qué
El valor moral del escritor se convierte en un valor
sagrado para la tribu y el valor de conocimiento
para la comunidad. Esa consigna cumple con el
ideal del escritor como la conciencia moral de una
sociedad, es decir, el personaje encargado de
decir la verdad, sin compromisos ni partidarios
ni ideológicos, como lo hubiera querido Camus,
quien es una de las figuras de los años sesenta que
ha permanecido como modelo para Vargas Llosa.
Alberto y Santiago Zavala realizan en sus
novelas lo que Vargas Llosa ha hecho en su papel
como escritor en la sociedad. Alberto devela la
verdad escondida bajo el sistema militar y edu-
cativo. Zavalita devela la verdad oculta por el
sistema familiar y social. Alberto delata al Círculo
que asesinó a su amigo, el Esclavo, pero su inten-
ción va más allá. No sólo quiere hacer un acto de
justicia. Quiere revelar un universo escondido. Su
único instrumento son las palabras. Alberto está
abrumado por la sensación de culpa pues siente
que traicionó a su amigo al querer salir con Tere.
Quiere purgar su pena pues ha idealizado al
Esclavo. En un mundo marcado por la violencia y
cambio quieres producir en el mundo con esa re-
velación? El escritor “comprometido” sabe que la
palabra es acción; sabe que revelar es cambiar, y
que no es posible revelar sin proponerse el
cambio.1
El concepto clave de esta cita es el de la
“revelación”. El escritor debe ser alguien que re-
vela el mundo tal como es, en otras palabras un
ser que descubre la verdad. Esta característica es
inseparable del hecho de escribir novelas. El hecho
mismo de hacerlo es una actividad subversiva y
revolucionaria, es decir, de una naturaleza moral.
Sartre llega a afirmar que duda que ninguna no-
vela de valor artístico puede ser hecha contra los
valores humanos, tal como él los consideraba. El
hecho de que no se haya escrito una novela que
defendiera las dictaduras o los opresores o la in-
moralidad en alguna de sus formas le parecía a
Sartre en ¿Qué es la literatura? una prueba sufi-
ciente de su valor moral. Aún cuando los novelis-
tas puedan ser de una ideología fascista, sus
novelas no lo son.
La palabra “revelación” que está en el centro
de la función del escritor para Sartre es precisa-
mente la que define a Vargas Llosa y a sus héroes.
Alberto es un revelador, lo mismo que Zavalita,
en las novelas publicadas en los años sesenta. La
revelación (y la develación) es un acto moral. El
motor que impulsa a Alberto en La ciudad y los
perros es el instinto moral, marcado por su rebel-
día romántica. La verdad (el autor de la muerte
del Esclavo y las actividades del Círculo) debe ser
revelada, aunque el sistema, bajo la forma de los
oficiales, quiera ocultarla. El héroe es quien es-
carba bajo las trampas y mentiras del sistema; es
como el escritor, que dice la verdad.
La dimensión moral de la narrativa aparece
en el centro de toda esta visión del escritor y de
la novela. Si el escritor es quien revela la verdad
escondida por las mentiras y trampas del sistema,
si las palabras del individuo son una respuesta
a las palabras del sistema, entonces gracias a la no-
vela podemos conocer (nos es “revelada”) la verdad.
1 Jean Paul Sartre, Qué es la literatura, Editorial Losada,
Buenos Aires, 1969, p. 53, traducción de Aurora Bernardez.
la injusticia, cree que el Esclavo era el único ser
puro. Al igual que el Hoederer de Las manos sucias
de Sartre, su moral no está con los principios sino
con las personas de carne y hueso. Las reglas mo-
rales son inseparables de los impulsos emotivos.
El encuentro de Alberto con el sargento
Gamboa es la unión de dos seres singulares
y excepcionales. Tanto él como el sargento
parecen las excepciones en el sistema al
que representan. El sargento acoge su de-
nuncia pero tanto él como Alberto van
a ser destruidos por el sistema.
Sin embargo, no es un libro ma-
niqueo. La moral no es una ruta de-
finida en el universo de Vargas Llosa.
Es una exploración. Y en el camino, en
ese complejo itinerario moral que
Vargas Llosa construye, Alberto
descubre que el Jaguar no es el
villano sino también una víctima.
En la famosa escena del diálogo en-
tre ellos, en el capítulo seis de la se-
gunda parte, cuando Alberto le dice que
Si Vargas Llosa
Páginas 32-37: Fotografías de la serie “El señor de los milagros”, Lima, 2009-2010, Omar Lucas.www.omarlucas.photoshelter.com
34 35 Mario Vargas Llosa
asesinato de Queta es el primer intento de Zavalita
por cumplir con la consigna de la literatura como
revelación. En el capítulo uno de la tercera parte,
Zavalita se entera de la vida secreta de su padre
(“Bola de oro”), en las oficinas de La Crónica cuan-
do llega la noticia de la muerte de Queta. Allí se
entera también de la relación sexual entre su padre
y Ambrosio. Al hacerse cargo de esa verdad (“todo
Lima sabía que era marica menos yo”), le recuerda
la pregunta de cuándo se jodió: “No en el momento
que lo supiste, Zavalita, sino ahí.” Al reconocer a
su padre como un hombre débil, como ocurre con
el Jaguar y Alberto, en cierto sentido Zavalita se
reconcilia con él. Esta reconciliación ocurre en su
encuentro en el Club Regatas y es uno de los epi-
sodios memorables del libro.
Alberto es un redactor de cartas y Zavalita
es un periodista. Ambos son escritores. Una vez
más, el acceso a una verdad oculta es una fuente
de regeneración moral y de encuentro entre los
personajes. Si la forma más alta de la subversión
es la búsqueda y revelación de la verdad, entonces
no hay mejor vía para su logro que las palabras.
El poeta Alberto y el periodista Zavalita son figu-
ras paralelas, escritores.
En las décadas que siguieron a la de los años
sesenta, las culturas latinoamericana y occidental
no volvieron a ver el mundo desde una óptica
moral. Fue, sin duda, la última época en la que la
idea de una lucha contra el sistema adquirió un
construido en torno a ellos. Los individuos son
sus víctimas.
Esta visión moral del mundo, típica de los
años sesenta que se caracterizaron por su denun-
cia de los sistemas opresivos, está en la raíz de la
mirada de Santiago Zavala. Al inicio de
Conversación en La Catedral (1969), Zavalita se
asoma a la ventana de La Cronica y mira la
Avenida Tacna sin amor: “edificios desiguales y
descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flo-
tando en la neblina, el mediodía gris.” De inme-
diato, como impulsada por la constatación del
medio ambiente, surge la pregunta que también
es una afirmación: “¿En qué momento se había
jodido el Perú?”
Al igual que Alberto, Zavalita es un hurgador
en los poderes de la verdad. La novela se inicia
cuando se encuentra con Ambrosio. La conversa-
ción de tres horas que tiene con el chofer de su
padre, termina en una pregunta: “¿El te mandó?
Ya no importa, quiero saber.” La pregunta sobre el
sentido. Fue un tiempo de utopías, sacrificios,
militancias, transgresiones y rebeliones, que die-
ron una dirección a muchas vidas. El valor moral
de las acciones no volvió a aparecer como una
consigna importante en la cultura a partir de los
años setenta, quizá porque el mundo entró en un
proceso de pragmatismo y utilitarismo que con-
sagró el presente como un instante privilegiado y
lo efímero como un hábito. Las décadas siguientes
reemplazaron, de acuerdo con la frase de Oscar
Wilde, los valores con los precios. Con los años,
Vargas Llosa se fue apartando de Sartre y abrazó
la moral más auténtica y libre de Camus. Pero la
percepción moral del mundo siguió rigiendo sus
obras y guiando a sus personajes. Está en las mo-
tivaciones que tiene el protagonista de La tía Julia
y el escribidor y de Pantaleón y las visitadoras,
aunque en estas novelas hay un ingrediente de
humor que no aparecía en las novelas anteriores.
En La guerra del fin del mundo la subversión del
Conseilhero y sus seguidores tiene un sentido
moral, lo mismo que en La fiesta del Chivo. En
Travesuras de la niña mala, el humor vuelve a
aparecer con fuerza, aunque la moral privada de
la protagonista también es un factor esencial. En la
por ahora última novela de Vargas Llosa, El sueño
del celta, la moral es, una vez más, un hecho
fundamental que impulsa sus acciones.
Esa dirección y militancia morales son parte
de su obra pero también de su vida. Vargas
Llosa ha denunciado innumerables veces
injusticias, abusos y dictaduras. Es hoy el
único escritor en el mundo cuya opinión
moral sobre los hechos ejerce una fuerza
efectiva en la marcha política de su
país. Gracias a sus cartas y declara-
ciones, en el Perú ministros y autori-
dades han sido reemplazadas y
desviaciones éticas han sido corregi-
das en las marchas de los gobiernos.
Ha logrado con ello convertirse en
una conciencia moral de enorme
poder. Una prueba final de que
algunas palabras, como las suyas,
son actos y de que, de acuerdo a su
discurso al recibir el premio Rómulo
Gallegos, la literatura es fuego.
va a ir a la cárcel por sus delitos, el Jaguar le
responde con una frase desconcertante: “Mi ma-
dre también me decía eso.” Este va a ser el inicio
de la admiración de Alberto por el Jaguar que
nunca lo delata al resto de los cadetes.
A partir de entones, la novela replantea su
mapa moral y adquiere una enorme complejidad.
El Esclavo no era la víctima y el Jaguar el victima-
rio. Ambos son víctimas del sistema. Si el Esclavo,
Alberto y el Jaguar terminan destruidos de dis-
tinto modo al final del libro, es porque su destino
era el mismo. El sistema los ha ignorado. A pesar
de sus rivalidades, Alberto descubre que el siste-
ma es el culpable, no los individuos que parecen
sus representantes pero son sus víctimas. Ningún
protagonista en La ciudad y los perros parece cul-
pable. El sistema, representado por el coronel,
director del colegio, y vagamente por el capitán
Garrido y el capellán, es maligno, no los indivi-
duos. El curso de la historia no está definido por
los individuos sino por el sistema que se ha
36 37 Mario Vargas Llosa
M A U R I C I O B O N E T
paraísosLos
perdidos
del 2002 terminé, de forma abrupta, la gestación
de mi novela Paraíso en la otra esquina. La había
empezado unos pocos meses atrás mientras
acompañaba a Mario Vargas Llosa en sus viajes
de investigación para su novela del mismo nom-
bre. Las novelas compartían no solo el título sino
la misma temática: la exploración del espíritu
utópico a través de las historias del pintor Paul
Gauguin y su abuela, la pro-
tofeminista Flora Tristán. El
hecho de que mi novela fue-
ra puramente conjetural y
especulativa a pesar de
tratar de plagiar de forma
meticulosa —y sin éxito
alguno— el estilo de Vargas
Llosa, no es del todo con-
tradictorio, como trataré de
explicar en las siguientes
páginas.
A mediados del 2001 el
productor brasileño Roberto
Viana nos contactó a mi es-
posa, Marcela Cúneo, y a
mí, para que rodáramos un
documental sobre Vargas
Llosa. Desde el momento en que recibimos la
propuesta y mientras Marcela coordinaba con
Viana y con la productora peruana Olga Arana la
compleja estrategia de filmación, yo me su-
mergí en la lectura y/o relectura de las
novelas de Vargas Llosa. Mi idea no era
únicamente encontrar los paralelismos
entre la vida y la obra que nos servirían a
la hora de construir el documental,
sino tratar de desentrañar las claves
y la evolución de su estilo, particu-
larmente de su virtuoso manejo de la
estructura narrativa. Esta disección,
aparte de serme útil para el documen-
tal, también tenía una segunda
intención que nada tenía que ver
con la película: por aquel entonces
yo había empezado la composición
de mi novela La mujer en el umbral
(esta sí real, tangible y sin ánimos de
plagio), que compartía la estructura
paralela que permea la obra de Vargas Llosa y que
él, a su vez, había heredado de Faulkner. ¿Qué
mejor excusa que el documental para aprender
de un curtido maestro de la forma?
Durante los largos meses de filmación y edi-
ción de la biografía me vi forzado a dejar de lado
mi novela, por supuesto, pero me encontré de
modo casi accidental involucrado en la creación
de otra: Paraíso en la otra
esquina.
En las montañas de
Ayacucho, durante un des-
canso en el rodaje de la
biografía, Vargas Llosa y su
esposa, Patricia, nos co-
mentaron que pensaban
viajar a Tahití y a las Islas
Marquesas para visitar los
lugares en los que había
vivido Gauguin y —como si
fuera lo más natural del
mundo— nos instigaron a
que los siguiéramos.
Era evidente que no
podíamos ir hasta las Marque-
sas, el punto más aislado
del Océano Pacífico, por sólo cinco minutos de
documental. Sin embargo, pensando que no te-
níamos nada que perder, les dijimos que la única
manera en que podríamos seguirlos sería si rodá-
bamos otro documental, esta vez sobre la inves-
tigación para la novela; y no sólo en Tahití y en
las Marquesas, sino también en Francia, Inglaterra
y Perú.
Días después, estábamos volando juntos a
Papeete. Yo iba cargado con un fardo de libros
sobre Gauguin, y fue mientras los leía en la at-
mósfera enrarecida del avión que empecé a fra-
guar mi quimérica novela: la novela que, según
mis cálculos, debería surgir de la confluencia
entre las vidas de Gauguin y Flora, y las técnicas
narrativas de Vargas Llosa.
Durante los meses siguientes soñé las innu-
merables combinaciones de ese texto conjetural,
ya fuera mientras contemplábamos la magnífica
Bahía de los Traidores desde el cerro en el que se
halla la tumba de Gauguin, o mientras buscábamos
en el dédalo de París la esquina donde Flora
Tristán había sido apuñalada por su marido, o
mientras tomábamos una botella de vino en el
café de Arles donde Gauguin y Van Gogh habían
jugado billar idiotizados por el ajenjo, o mientras
descendíamos a los sótanos de un pub londinense
que en los tiempos de Flora habían sido las maz-
morras de la vieja prisión de Newgate.
Fue también durante esos viajes que conocí
de veras a los Vargas Llosa. Y es que no había
alternativa, porque vivimos casi en contubernio
durante meses.
Las jornadas de trabajo ofrecían toda suerte
de descubrimientos, pero lo verdaderamente fas-
cinante eran las veladas, sobre todo en Hiva´Oa.
Al atardecer nos reuníamos en la terraza del hotel,
que era apenas una colección de seis u ocho ca-
bañas suspendidas sobre el océano y, en un esta-
do de gracia inducido por un whisky de malta que
tasábamos como si fuera el elixir de la eterna
juventud, escuchábamos a Vargas Llosa relatar la
marea inagotable de anécdotas de una vida bien
vivida.
Por aquel entonces, Vargas Llosa ya había
compuesto un primer manuscrito de la novela
basado en sus lecturas sobre la dos utopías que
perseguían sus héroes; en el caso de Gauguin una
utopía artística que lo llevó a abandonar su mu-
llida vida de banquero en busca de un edén que
nunca encontró porque ya había sido envilecido
por la civilización colonialista de la que él venía.
En el caso de Flora, una utopía política que ima-
ginaba un paraíso obrero en la que las muje-
res tuvieran los mismos derechos de los
hombres.
Lo que Vargas Llosa estaba haciendo
ahora era cotejar lo imaginado en ese pri-
mer manuscrito con los vestigios del
entorno en el que habían vivido sus
protagonistas. Esa suerte de arqueo-
logía literaria le servía, según me
aseguró, para darle un anclaje real a
los vuelos de su imaginación. Cada vez
que Vargas Llosa, con su entusias-
mo de adolescente, me hacía re-
parar en un detalle —los árboles
de tamarindo a la entrada de la
iglesia de Atuona, el latido del reloj
de péndulo en el Club de Caballeros
al que Flora había entrado disfrazada de
El 10 de julio
Página 38-39: La ola, Paul Gaugin, 1888.
Pechos con flores rojas, 1899.
Tahitianos, boceto.
40 41 Mario Vargas Llosa
hombre—, me imaginaba su ubicación en el gran
esquema de la novela, la pincelada que le daría
brillo incluso a una escena puramente anecdótica
o circunstancial.
Sobra decir que cuando el 10 de julio del
2002 por fin me llegó el manuscrito terminado,
no tenía nada que ver con el que yo había soñado.
La utópica tarea de imaginar la novela que Vargas
Llosa estaba escribiendo había fracasado, como
todas las utopías.
Sin evidencia alguna, me había hecho a
la idea de que Paraíso en la otra esquina iba
a ser la culminación de las novelas polifóni-
cas de Vargas Llosa; un texto al estilo de
Conversación en La Catedral, donde múl-
tiples voces y perspectivas se entreve-
ran como en una fuga musical, creando
un textura densa y repleta de ecos.
Para mi sorpresa, me encontré con una
estructura mucho más simple, una fuga
a due soggeti, en la que un narrador
omnisciente alterna la tercera y la
segunda persona con la fluidez del
mercurio, mientras recuenta las his-
torias de los dos protagonistas. Por
alguna milagrosa alquimia las fronteras
entre las personas narrativas se disuelven
y, por ende, la materia dramática se hace infinita-
mente maleable.
Sin embargo, tengo que admitir que a veces
extrañé la multiplicidad de voces, no sólo porque
siempre me ha gustado cómo Vargas Llosa disec-
ciona una misma situación desde múltiples pers-
pectivas para revelar la relatividad de una
supuesta “verdad objetiva”, sino porque esa téc-
nica también ofrece las posibilidad de ver a los
personajes de manera más crítica, contraponien-
do lecturas antagónicas de sus personalidades y
comportamientos.
Me hubiera gustado, por ejemplo, “escuchar”
a Judith, la hija adolescente de los vecinos de
Gauguin en el estudio de la Rue Vercingetorix,
enamorada perdidamente del pintor; o a André
Chazal, el monstruoso marido de Flora; o a Van
Gogh, enloquecido de odio y amor; y sobre todo
a Tioka, el hombre que acompañó a Gauguin du-
rante su agonía. Y creo que Vargas Llosa a veces
también extrañaba su estilo polifónico; tal vez
por eso hacia el final los diálogos se hacen más
frecuentes, como si las voces de los personajes
secundarios quisieran por fin entrar y dar su opi-
nión sobre lo que estamos presenciando.
Es cierto que a través de los años Vargas Llosa
ha simplificado su estilo. El uso del lenguaje,
como buen alumno de Flaubert, ha sido casi siem-
pre escueto, diseñado para no distraer al lector;
pero los grandes andamiajes de novelas como La
casa verde, Conversación en La Catedral y La gue-
rra del fin del mundo han dado paso paulatina-
mente a estructuras bipartitas como lo La fiesta
del Chivo o El sueño del celta, sin perder por eso
densidad temática.
Es también el caso de Paraíso en la otra es-
quina, donde además la forma se adecua a la
temática de manera aun más estricta que de cos-
tumbre, quizás a veces para detrimento de la
pobre Flora.
Vargas Llosa se detiene mucho más en
Gauguin: a veces el narrador sale de su trance
verbal, establece coordenadas espaciales y tem-
porales exactas, y nos describe una escena deta-
llada, íntima, inmediata. Un ejemplo clarísimo de
esto es el episodio con Jotefa, el muchacho que
seduce a Gauguin en la cascada. Esto rara vez pasa
con Flora. Sus escenas son por lo general más ge-
neralizadas. Me hubiera gustado por ejemplo que
Vargas Llosa se hubiera detenido más en el en-
cuentro con el “otro” Chabrié, en Bethlehem, o en
las ambiguas escenas de amor entre Flora y
Olympia y, sobre todo, en el finish londinense:
quedé añorando conocer la topografía del lugar,
los participantes en las escenas de abyección, la
vestimenta de las putas, el sitio desde el que Flora
los espiaba...
En los capítulos destinados a Gauguin, par-
ticularmente en el Pacífico, el espíritu obsesivo y
alucinado del pintor encuentra su equivalencia
en una vorágine verbal que se asemeja a veces a
la de un monólogo interior. Por el contrario, en
el caso de los capítulos asignados a Flora, la ob-
sesión se manifiesta a través de la repetición.
Flora vocea un mismo discurso a obreros idénticos
en ciudades vagamente cambiantes con la insis-
tencia mecánica de un émbolo en una de esas
máquinas deshumanizadoras de la Revolución
Industrial que tanto la enardecían. Incluso a la
hora de “matar” a los dos personajes Vargas Llosa
opta por demorarse más en Gauguin. Mientras el
pintor muere en una explosión de pirotecnia li-
teraria que conjuga con maestría lo real con lo
alucinatorio, Flora muere, si mal no recuerdo, en
tercera persona, a una distancia prudencial de
nuestras emociones.
En Paraíso en la otra esquina, así como en
El sueño del celta, Vargas Llosa no teme invadir
el terreno del biógrafo y del historiador, usando
datos puntuales y fechas exactas, conjugando lo
novelístico con lo ensayístico, la especulación
literaria con la información enciclopédica. Hay
quienes creen que en estas obras el investigador
menoscaba y subvierte al novelista, y tal vez has-
ta cierto punto esa afirmación sea cierta. Sin em-
bargo, creo que este tipo de novela es una alternativa
tan arriesgada como válida: una muestra más
de que los grandes escritores pueden ser fieles
a sus obsesiones sin repetirse.
En agosto del 2002, todavía en medio de la
filmación de los dos documentales, asistimos con
los Vargas Llosa una de las primeras funciones
de La costa de la utopía, esa obra maestra en que
Tom Stoppard hace su propia exploración del
canto de sirena de la Utopía. Nueve horas de
asombro nos tomó ese tránsito por los esplendo-
res y las catástrofes de la Rusia del siglo xix. Al
terminar, ya sentados en el restaurante del
National Theatre, advertí en el rostro de Vargas
Llosa una curiosa sombra de melancolía. Poco a
poco la conversación derivó al pasado, a sus años
de juventud en Barcelona cuando el futuro esta-
ba todavía por delante. Y entonces recordé que
Vargas Llosa también había tenido su batalla
con la Utopía; que de la misma manera
que Flora y Gauguin, que Herzen y
Belinsky, que Bakunin y Turgeniev, él,
junto al grupo que ahora conocemos como
la generación del Boom, había puesto
su fe en una utopía: la de la Revolución
Cubana —“una revolución humaniza-
da”— según creyó, para después ver
despedazadas sus esperanzas y, de
paso, arruinadas sus amistades. Fue
en ese instante cuando comprendí
que para Vargas Llosa la Utopía no
es sólo un mero espejismo inte-
lectual, sino una ilusión traicio-
nada: Vargas Llosa sabe que el canto
de la sirena cesa cuando le cortan la
garganta.
Paul Gaugin y Flora Tristán.
42 43 Mario Vargas Llosa
C A R L O S G R A N É S
y la condición
VargasLlosahumana
ocurrió con Vargas Llosa. Sus obsesiones privadas
me ayudaron a entender mis propias inquietudes,
especialmente una, que me parece entronca con
un elemento esencial de la condición humana.
Aparece a lo largo de toda la obra vargasllo-
siana, desde La ciudad y los perros al El sueño del
celta. Está ahí cuando el Jaguar se aferra a una
simple e inquebrantable máxima que vertebra su
He leído vorazmente por qué vale la pena vivir la vida. Vargas Llosa ha
analizado todas las variaciones posibles de este
drama existencial: la falta de creencia y el exceso
de creencia, la imposibilidad de creer en nada y
el fanatismo que se incuba cuando sólo se cree
en una cosa, el desecamiento espiritual producido
por el autoritarismo y el juego imaginativo que
sólo es posible en libertad. Ese es uno de los
falla porque no tiene ninguna vocación o principio
al cual asirse. Confundido en medio de la vorágine
social, sin más opciones, se resigna a seguir el
modelo conocido por mucho que le disguste.
Algo similar le ocurre al desmoralizado
Zavalita de Conversación en La Catedral. El gran
drama existencial de este personaje es no creer
en nada. A lo largo de la novela oímos su
todo cuanto ha escrito Mario Vargas Llosa. Agoté
sus artículos de prensa, sus ensayos y novelas. Leí
los estudios más y menos importantes que se han
escrito sobre su obra. Entrevistas, diálogos, de-
claraciones y hasta discursos políticos: todo ha
pasado por mis manos, miles de páginas de, sobre
o relacionadas con Vargas Llosa, cuyo interés rá-
pidamente desbordó los requisitos académicos,
las inquietudes intelectuales o las simples
ganas de aprender a escribir con el tino
de un escritor versado y original.
Cuando un autor se convierte en una
obsesión —lo descubrí mientras leía y
leía— es porque sus libros tocan al-
guna fibra sensible, machacan una
tecla con timbre familiar o abordan
preguntas que ya antes habían dado
quebraderos de cabeza. El filósofo
Richard Rorty decía que el éxito de
una obra dependía de la azarosa
coincidencia entre las obsesiones
privadas de un artista y las nece-
sidades públicas de una sociedad.
Sospecho que tenía razón. De lo que
no tengo duda es que eso fue lo que me
identidad: no traicionar; está ahí cuando el irlan-
dés Roger Casement descubre el principio que
orientará sus actos y luchas futuras: lo que es malo
para el Congo no puede ser bueno para Irlanda.
Está en todas sus novelas y en todos sus personajes
por una simple razón: nosotros, los humanos de
carne y hueso, también dependemos de las creen-
cias, las convicciones, los principios y la imagina-
ción para actuar. Sin estos elementos —y esta es
la lección vargasllosiana por excelencia— caemos
en la apatía y la resignación, golpeados por una
realidad de la que nunca podremos evadirnos o
que siempre se antepondrá a nuestros deseos, as-
piraciones y mejores intuiciones morales.
Sin creencias o principios para la acción per-
demos el rumbo. Nos resulta difícil —en ocasiones
imposible— saber qué nos gusta, qué nos importa,
temas que emerge aquí y allá, en esta y en aquella
novela, con distintos rostros, encarnado en dis-
tintos personajes e historias, pero siempre reve-
lando que el carburante humano es ese, la
posibilidad que tenemos de creer, de desear, de
imaginar, de dar sentido al caos mediante las
opciones morales. Sin estos elementos nos con-
vertimos en caricaturas lánguidas; gracias a ellos
inventamos, creamos, progresamos.
Las primeras novelas de Vargas Llosa estu-
vieron plagadas de personajes desorientados,
incapaces de forjar un sistema de creencias co-
herente y sólido con el cual evitar ser arrollados
por la sociedad. Alberto Fernández lucha contra
las fuerzas invisibles que intentan convertirlo en
un reflejo de su padre y de todo lo que corrompe
la sociedad limeña; trata de oponerse a ellas, pero
monólogo interior: ¿Creer en Dios?, impo-
sible; ¿creer en el comunismo?, menos;
¿creer en el APRA?, tampoco. Zavalita ni
siquiera logra creer en la literatura, aunque
le interesa y la contempla como un
oficio digno en medio de una socie-
dad atroz. Su escepticismo lo inhabi-
lita para cualquier actividad que
implique una apuesta hacia delante,
asumir riesgos o enfrentarse a lo que
le disgusta. Su única opción vital es
la apatía: en una sociedad en la
que triunfar implica asimilar los
vicios y reglas de juego infectas y
nocivas, la manera de mantener la
pureza moral es optando por el fraca-
so y la frustración.
Fotogramas de la película Pantaleón y las visitadoras de Francisco Lombardi, Perú, 2000.
Los humanos dependemos
de las creencias, las
convicciones, los principios y
la imaginación para actuar.
Sin estos elementos —y esta
es la lección vargasllosiana
por excelencia— caemos
en la apatía y la resignación,
golpeados por una realidad de la
que nunca podremos evadirnos o
que siempre se antepondrá a
nuestros deseos, aspiraciones y
mejores intuiciones morales.
46 47 Mario Vargas Llosa
¿Y qué decir de Pantaleón Pantoja, el
puntual cumplidor del deber que monta un
servicio de prostitutas para la cabal satisfac-
ción instintiva del ejército peruano en
Pantaleón y las visitadoras? El capitán
Pantoja es la imagen viva del ser vacío,
sin ideas ni creencias, que necesita de
los otros para saber qué hacer y qué
querer. Si los personajes que Vargas
Llosa había creado hasta entonces eran
escépticos, cínicos o impostores,
Pantaleón aporta un rasgo nuevo: la
heterenomía total. Los otros perso-
najes de sus novelas padecían las
arbitrariedades de las instituciones.
Pantaleón las necesita; necesita que el
ejército le llene la cabeza y el espíritu de
órdenes, lemas y funciones, bien sea en los come-
dores, los talleres de uniformes o los burdeles, cual-
quier destinación le da igual. Lo fundamental es
tener alguien por encima de él que le diga qué hacer.
Sólo así Pantaleón le encuentra sentido a la vida. Eso
explica su dependencia umbilical con el ejército. Sin
agentes externos que tutelen su existencia, Pantaleón
no sabría vivir.
Hasta ahí llega esa estirpe de personajes que
pecan por falta de creencia. A partir de 1977, con
la publicación de La tía Julia y el escribidor, Vargas
Llosa empieza a explorar otras posibilidades exis-
tenciales. Varguitas, por ejemplo, es el primero de
sus personajes que rompe con ese estigma de de-
rrota y frustración producido por el autoritarismo y
la corrupción social. Al igual que Alberto Fernández
o Zavalita, Varguitas debe enfrentarse a un padre
autoritario. También es joven y se ve indefenso
ante una sociedad que amenaza con aguar sus
ambiciones y anhelos. Pero su vocación literaria
es lo suficientemente sólida como para animarlo a
vivir según sus deseos y delirios. Varguitas no sólo
se convierte en escritor, sino que se casa con su
tía, una mujer divorciada doce años mayor que él.
Su fe inquebrantable en la literatura le impone un
orden a su vida. Le permite establecer jerarquías y
tomar decisiones que lo proyectan hacia el futu-
ro. Armado con un proyecto vital, Varguitas logra
evadir las presiones del entorno y convertirse en
lo que él –no su padre ni su entorno— quiere ser.
Lo mismo les ocurrirá, aunque con resultados
muy distintos, a los personajes que Vargas Llosa
fantasea a partir de la década de los ochenta. La
fauna humana que aparece en La guerra del fin
del mundo, Historia de Mayta, La fiesta del Chivo
o El paraíso en la otra esquina, muestra la otra
cara de este drama existencial: todos los persona-
jes que aparecen en estas novelas han erradicado
la duda de sus vidas, todos ellos creen fielmente
en una causa, todos ellos se repliegan a tal punto
sobre sus propias convicciones que acaban con-
vertidos en fanáticos. Ni el Consejero ni Mayta ni
Trujillo ni Flora Tristán albergan la más mínima
duda sobre las creencias que orientan sus actos.
No vacilan, no se cuestionan. Sus creencias y prin-
cipios se han petrificado hasta convertirse en
verdades irrefutables. El resultado son personali-
dades diamantinas, volcanes en perpetua erupción
que van causando terremotos allí por donde pa-
san. Si en sus primeras novelas Vargas Llosa ana-
lizaba los efectos nocivos que tenía la sociedad
sobre el individuo, ahora desvelará el caso con-
trario: el efecto cataclísmico que puede tener un
individuo cuando decide vivir según sus creencias
e ideales y arrastra consigo a los demás.
Un caso fascinante entre estos fanáticos y
cruzados es Roger Casement. A la luz de sus pe-
ripecias en El sueño del celta, observamos muy
bien cómo las creencias y principios ayudan a un
individuo a emprender grandes acciones en favor
de la humanidad, y cómo, cuando estos mismos
principios se vuelven máximas absolutas, refrac-
tarias al diálogo con la realidad, metamorfosean
a esa misma persona en un fanático.
Casement viaja al Congo Belga a denunciar de
forma implacable el colonialismo y a develar la
podredumbre oculta tras la fachada humanitaria
que legitimaba la presencia de los europeos en
África. Antes de viajar al Congo, Casement creía en
las bondades del colonialismo. Pero después de ver
con sus propios ojos la explotación barbárica de
los blancos sobre los negros, cambia por completo
de parecer. Lo extraordinario de este personaje es
que sufre una segunda transformación, esta vez en
la Amazonía. Allá, mientras denunciaba los abusos
cometidos por la Casa Arana en la explotación del
caucho, cae en cuenta de que el pueblo irlandés,
al igual que los indígenas de la selva, había sido
oprimido y desnaturalizado. Los ingleses habían
hecho con sus compatriotas lo mismo que los blan-
cos con los congoleños y los nativos de la Amazonía,
y aquello, así hubiera ocurrido siglos atrás, debía
ser enmendado. Esa segunda transformación ciega
a Casement. Lo que es malo en un lugar y en un
momento es malo siempre, y no hay matices que
valgan. Guiado por esta máxima incontrastable,
Casement se negará a ver las diferencias entre la
Amazonía, el Congo y la Irlanda del siglo xix, y
acabará lanzándose a la reconquista de una iden-
tidad irlandesa desdibujada por el tiempo y a una
lucha contra los ingleses que hubiera supuesto el
sacrificio de una generación entera. El honroso
defensor de los derechos humanos, acaba conver-
tido en un nacionalista feroz.
Los casos de Casement y de los otros
personajes de Vargas Llosa muestran ese
dilema humano: la ausencia de creencias
nos deja indefensos ante el entorno y el
exceso nos convierte en una amenaza
potencial para los otros. Sin creencias
que inviten a la acción y que impon-
gan prioridades la vida es plana y la
frustración acecha, pero con exceso de
creencia nos cegamos a la realidad y
perdemos los matices. Los principios
morales son necesarios para en-
frentarse a las lacras sociales, pero
petrificados convierten al idealista
en un fanático. Son los dramas de
nuestra condición, que Vargas Llosa ha
explorado mejor que nadie.
49Mario Vargas Llosa48
genealo gíaR A M Ó N G O N Z Á L E Z F É R R I Z
Una
liberal
Discurso triunfal de Fidel Castro, Santa Clara, Cuba, 1959. Fotografía de Burt Glinn.
Mario Vargas Llosa recibió el premio Irving Kristol,
concedido por el American Enterprise Institute
(aei) for Public Policy Research, un think tank
estadounidense de carácter mayoritariamente
conservador (Kristol, que fue fellow de la institu-
ción y da nombre al galardón, es considerado
el “padre del neoconservadurismo”). Vargas
Llosa no era una elección complaciente por
parte del AEI —el autor nunca ha
sido un conservador en términos
morales ni tampoco, estricta-
mente, en cuestiones políticas—
y tampoco lo fue su discurso de
aceptación.
El discurso contenía una
pequeña provocación en su títu-
lo, “Confesiones de un liberal”.1
Como señalaba Vargas Llosa en
sus primeros párrafos, “liberal”
es un término de múltiples sig-
nificados, pero para su audiencia
estadounidense tenía sin duda
“resonancias de izquierda” y podía
ser sinónimo de “socialista y ra-
dical”. Desde los años setenta, y
muy particularmente desde la
presidencia de Ronald Reagan, la
derecha estadounidense ha veni-
do utilizando el término “liberal” para denostar a
la izquierda, y sobre todo a los izquierdistas
tolerantes en cuestiones sexuales, elitistas
en sus gustos culturales y herederos en
mayor o menor medida de los movimien-
tos progresistas surgidos en los años se-
senta. Aunque solo fuera en estos
últimos aspectos, Vargas Llosa enca-
jaba perfectamente con los adversa-
rios políticos del American Enterprise
Institute.
Sin embargo, seguía el premiado, en Europa
y en Latinoamérica, la palabra “liberal” significa
otras cosas. Para parte de la izquierda, casi la
contraria: “conservador y reaccionario [...] cóm-
plice de toda la explotación y las injusticias de
que son víctimas los pobres del mundo”. Pero por
supuesto, en estos países “liberal” tiene otros
significados más nobles, aunque quizá minorita-
rios; singularmente, decía Vargas
Llosa, los que se le atribuían a la
palabra cuando ésta fue puesta
en circulación en España a princi-
pios del siglo xix: “amante de la
libertad, persona que se alza con-
tra la opresión”.
Obviamente, era en este
último sentido en el que Vargas
Llosa se reconocía como liberal.
Como participante “no [de] una
ideología; es decir, una religión
laica y dogmática, sino [de] una
doctrina abierta que evoluciona
y se pliega a la realidad en vez
de tratar de forzar a la realidad
a plegarse a ella”. Se declaraba
agnóstico, partidario “de separar
a la Iglesia del Estado” y defen-
sor “de la descriminalización del
aborto y el matrimonio homosexual”, pero acep-
taba que había liberales que, en esos aspectos
concretos, tenían ideas diametralmente opuestas.
“El liberal que yo trato de ser cree que la libertad
es el valor supremo, ya que gracias a la libertad
la humanidad ha podido progresar desde la ca-
verna primitiva hasta el viaje a las estrellas y la
revolución informática, desde las formas de aso-
ciación colectivista y despótica hasta la demo-
cracia representativa. Los fundamentos de la
libertad son la propiedad privada y el estado de
Derecho, sistema que garantiza las menores for-
mas de injusticia, que produce mayor progreso
material y cultural, que más ataja la violencia y
el que respeta más los derechos humanos. Para
esta concepción del liberalismo, la libertad es una
sola y la libertad política y la libertad económica
son inseparables”. Esta definición del liberalismo
es directamente heredera de una gran tradición
que arrancó en Gran Bretaña en la primera mitad
del siglo xvii, que sigue hasta hoy con todas las
lógicas transformaciones y, como hemos visto,
equívocos. Y es en buena medida la genealogía
del pensamiento liberal de Mario Vargas Llosa.
Trataré de resumirla.
El iniciador moderno de esta tradición fue
John Locke, según el cual el hombre tiene el dere-
cho natural a la vida, la libertad y la propiedad,
ámbitos que los gobiernos no pueden violar como
tradicionalmente lo habían hecho, en mayor o
menor grado, las distintas formas de monarquía
de todas las naciones occidentales. Posteriormente,
Adam Smith o David Ricardo darían forma a la
expresión económica del liberalismo —con ideas
como el libre mercado y la competición— y John
Stuart Mill pondría énfasis en las cuestiones éticas
y la limitación del poder estatal. Pero también en
Francia —país de cuya cultura es un gran deudor
Vargas Llosa— existiría una veta liberal marcada
por las singularidades de la Revolución de 1789
—cuyo lema fue “libertad, igualdad y fraternidad”,
frente al lockiano de “vida, libertad y propiedad”—.
Benjamin Constant, por ejemplo, estableció que
las libertades de los modernos debían apoyarse en
las libertades civiles, además de las políticas y el
imperio de la ley, y criticó los excesos de los re-
volucionarios y la ambición militar napoleónica.
También en 1789 entró en vigor la Constitución de
Estados Unidos, la primera de las constituciones
liberales, que, frente a los tradicionales privilegios
europeos y la existencia de religiones de Estado,
afirmó que “todos los hombres son creados iguales
por su creador, con ciertos derechos inalienables,
entre ellos los de la vida, la libertad y la búsqueda
de la felicidad”, en lo que parece un evidente
eco de las ideas de John Locke. En 1812, las Cortes
de Cádiz promulgarían también una Constitución
liberal, en la que se afirmaba que “la soberanía
reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo
pertenece a esta exclusivamente el derecho de es-
tablecer sus leyes fundamentales”. La Constitución
de Cádiz tuvo corta vida como tal, pero ya había
establecido que “la nación española […] no es ni
puede ser patrimonio de ninguna familia ni per-
sona”, lo cual era un avance mayúsculo en la tra-
dición monárquica del país.
En marzo de 2005,
52
1 El discurso fue publicado en la revista
Letras Libres, México DF y Madrid, mayo
de 2005. Posteriormente, fue recogido en
el volumen Sables y utopías. Visiones de
América Latina, edición de Carlos Granés,
Madrid, Aguilar, 2009.
53 Mario Vargas Llosa
El siglo xix fue un ir y venir entre el libera-
lismo y sus múltiples enemigos. En Estados
Unidos y Gran Bretaña se fue asentando y con-
formando lo que algo más tarde serían las demo-
cracias tal como las conocemos hoy, aunque fuera
con un gran número de terribles injusticias en
el proceso, como la esclavitud de los negros en
el primer caso y el maltrato a las clase obrera
en el segundo. Pero en buena parte de Latinoamérica,
en Francia y en España, el siglo xix fue una con-
vulsión constante, una competición en ocasiones
sangrienta entre quienes querían recuperar un
viejo orden que estaba condenado a muerte y
quienes querían alumbrar uno nuevo que no
siempre era pacífico. Esta época fue, al menos en
Europa y América del Norte, la era de la gran
novela, un género liberal por excelencia. Como
explicaba Ian McEwan —y es probable que Vargas
Llosa suscribiera sus palabras—, la novela, que
tiene sus orígenes en la tradición laica europea,
“es una forma plural, clemente, profundamente
curiosa por las mentes de los demás, por lo que
significa ser otra persona. En sus personajes cen-
trales, altos o bajos, ricos o desdichados, logra
[…] transmitir un respeto por el individuo”.2 La
gran novela del xix, de Victor Hugo o Charles
Dickens —hombres que hoy consideraríamos pro-
gresistas de diferente clase— hasta Balzac o
Flaubert —dos tipos distintos de conservador—
fue en buena medida el intento de compren-
der las motivaciones de los individuos en
un mundo políticamente convulso, de
desentrañar las interacciones entre perso-
nas con intereses y visiones del mundo
distintas que actuaban en un escenario
marcado por el dinero, el comercio,
la disputa religiosa y el conflicto en-
tre aspirantes al poder. Y en ese sen-
tido, eran, además de monumentales
obras de arte, profundas reflexiones
sobre la vida en común y la coexis-
tencia de ideologías distintas, dos
asuntos de gran importancia en nociones liberales
como la tolerancia o lo que Isaiah Berlin llamó la
“libertad negativa”; es decir, la capacidad de de-
sarrollar la propia libertad sin obstáculos o im-
pedimentos establecidos por el poder político.
El siglo xx fue, en muchos casos, una conti-
nuación de las contiendas entre liberales y no
liberales que habían marcado el xix. En
Latinoamérica y en Europa, los gobiernos demo-
cráticos fueron una y otra vez derrotados por
autoritarismos de derecha o de izquierda que
recelaban de las ideas de pluralismo y convivencia
planteadas por la tradición liberal. Sobre todo
entre intelectuales de izquierda, como lo sería
Vargas Llosa, la idea era tentadora: ¿por qué no
tratar de crear un sistema político que anulara la
mezquindad y la avaricia de esos pequeños bur-
gueses que poblaban las novelas del xix? ¿Por
qué no acabar de una vez por todas con la plu-
tocracia de grandes empresarios que utilizaban
su poder comercial y su influencia política para
explotar a los más idenfensos? ¿Y qué decir de
esos militares o políticos comprados por el dinero
de las clases altas? Como tantos otros, Vargas
Llosa prestó atención a esa llamada y durante una
década apoyó la promesa utópica que era la re-
volución cubana, hasta que en 1971, junto a un
grupo de intelectuales, le envió a Castro una carta
en la que le comunicaba su “vergüenza” y su “có-
lera” por el llamado Caso Padilla. La carta era un
punto final al Vargas Llosa “compañero de viaje”
del comunismo, pero también era sin duda un
incipiente reconocimiento a la reciente tradición
liberal que, desde la izquierda o la derecha, se
había enfrentado a toda clase de autoritarismos
en las décadas anteriores. En esos años o poco
más tarde, Vargas Llosa se puso del lado de Camus
—que estaba en contra de todos los totalitaris-
mos— en sus querellas con Sartre —que apoyaba
algunos de ellos—,3 recogió el legado de Raymond
Aron y su El opio de los intelectuales, en el que
denunciaba la fascinación de los intelectuales
occidentales por el comunismo, reconoció la tarea
en pos de la tolerancia de Isaiah Berlin4 y años
más tarde elogiaría largamente a autores como
Jean-François Revel y su denuncia del antiameri-
canismo europeo,5 Karl Popper y su idea de las
sociedades abiertas6 o Mises. A este último se
refirió en el discurso citado al principio de estas
páginas, en un pasaje que en cierto modo resume
también la visión liberal de Vargas Llosa:
Un gran pensador, Ludwig von Mises, fue siempre
opuesto a la existencia de partidos liberales, por-
que, a su juicio, estas formaciones políticas, al
pretender monopolizar el liberalismo, lo desnatu-
ralizaban, encasillándolo en los moldes estrechos
de las luchas partidarias por llegar al poder. Según
él, la filosofía liberal debe ser, más bien, una cul-
tura compartida por todas las corrientes y movi-
mientos políticos que coexisten en una sociedad
abierta y sostienen la democracia, un pensamiento
que irrigue por igual a socialcristianos, radicales,
socialdemócratas, conservadores y socialistas
democráticos.
Ésta es, después de casi cuatro siglos de tradi-
ción y malentendidos, una buena definición de lo
que podría ser el liberalismo hoy en día. Vargas
Llosa es una de sus mejores encarnaciones. Está al
lado de la izquierda en muchas cuestiones —desde
el matrimonio homosexual a la despenalización del
aborto o la laicidad del Estado—, lo está de la
derecha en muchas otras —de la apertura
económica a la disminución del poder
Estatal o el rigor fiscal—. Un liberal puede
estar, pues, en varios sitios del mapa político.
Pero en el moral —como en el estético—
siempre debe estar, como es el caso, del
lado de la libertad.
4 Ibid.5 “Las batallas de Jean-François Revel”,
Letras Libres, México y España, octubre
de 2007.6 “El joven Popper”, El País, Madrid, 9 de
septiembre de 2012.
2 Ian McEwan, “Novela y libertad”, Letras
Libres, México y España, abril de 2011.
Campesino simpatizante de Fidel Castro, La Habana, Cuba, 1959.Fotografía de Bob Henriques.
3 Ver Contra viento y marea, Barcelona, Seix Barral, 1983.
54 55 Mario Vargas Llosa
J U A N M . O S S I O A .
a un antropólogoescritorLecciones de un
me gustaron mucho los viajes, sobre todo a lu-
gares habitados por culturas que Occidente ha
llamado exóticas. Quizás esta afición debió influir
en mi decisión de estudiar antropología y bajo su
sombra interesarme en los pueblos más alejados
a mi propia formación cultural que convivían en
nuestro territorio peruano. Movido por estos in-
tereses fueron andinos y amazónicos los que más
me atrajeron, orientando mi quehacer profesional
principalmente a las comunidades donde trans-
curre su existencia. Gracias a esta trayectoria he
vivido experiencias inolvidables que me han
transportado ha distintos momentos de nuestro
historia, particularmente de la prehispánica, y a
variedad de paisajes que, según dicen los expertos
en el Perú, reproducen cerca de un ochenta por cien-
to de los sistemas ecológicos a escala mundial.
Desde muy joven me familiaricé con la va-
riedad, fuese esta cultural o geográfica, y aprendí
a valorarla. Muy pronto descubrí que en el plano
cultural su principal sustento era la libertad y su
mayor amenaza la homogenización particular-
mente aquella amparada en dogmas ideológicos.
Es –creo– este descubrimiento, la valoración de
la constancia y la búsqueda de la consistencia en
nuestro quehacer intelectual y, en general, en el
actuar cotidiano, lo que más me ha identificado
con Mario Vargas Llosa.
La gravitación de Mario en mi vida data de
cuando cursaba mi primer año de antropolo-
gía en la Universidad de San Marcos. Como
lo he señalado en otra oportunidad, fue
gracias a un viaje que hizo con mi profesor
José Matos Mar a la región del Alto Marañón
para alimentar su novela La casa verde
con realidades vividas que tuve mi
primera experiencia de trabajo de
campo entre los Aguarunas. Este viaje
le permitió sugerirle a mi maestro que
enviase estudiantes a las comunidades
de esta zona por la riqueza de te-
mas que planteaban. Un año des-
pués Hernán Valdizán y yo fuimos
seleccionados para acometer esta
empresa.
Pocos años después, luego de
asistir a una conferencia que dio en la
Desde niñoUniversidad de Oxford, cuando estudiaba mi post
grado en antropología, tendría lugar el encuen-
tro que daría inicio a una amistad que me ha
brindado grandes satisfacciones y fructíferas
enseñanzas.
Después de este encuentro, Londres fue el
escenario de varios más hasta volver al Perú a
fines de 1970. Ya en Lima y a lo largo de la década
iniciada en aquel año nuestros contactos fueron
ocasionales. Algunas veces era una exposición de
objetos de arte la que nos congregaba; otras, una
película en una sala de cine o algún evento social
donde coincidíamos. Difícilmente pudiese haber
sido de otra manera, pues durante este periodo
pasé mucho tiempo haciendo un trabajo de cam-
po en la comunidad ayacuchana de Andamarca
y luego una larga estadía en Oxford para volcar
los datos que había recogido en una tesis que me
permitiría acceder al doctorado.
Fue en la década de los años 80 cuando
nuestro acercamiento se intensificó. La subver-
sión de Sendero Luminoso o PCP, aunada a la
muerte de ocho periodistas en la comunidad de
Uchuraccay en enero de 1983, preparó el terreno.
Habiendo aceptado con el entonces decano del
Colegio de Periodistas Mario Castro Arenas y el
célebre penalista y jurista Abraham Figueroa in-
tegrar una comisión de alto nivel nombrada por
el presidente, arquitecto Fernando Belaúnde
Terry, Mario Vargas Llosa me pidió que for-
mase parte del grupo de asesores que los
acompañaría a la ciudad de Ayacucho para
cumplir la mayor parte del cometido.
Aunque Mario es muy cuidadoso de su
tiempo, reservándolo escrupulosamente
para su labor literaria e intelectual,
tratándose de servir al país, sobre todo
en circunstancias álgidas, su genero-
sidad no tiene límites. Y éste fue uno
de aquellos momentos, pues la estabi-
lidad democrática del país estaba en
juego y lo peor es que pocos tenían
una idea clara de la violencia que
venía engendrándose y de los res-
ponsables que la habían iniciado.
Para la prensa nacional e interna-
cional lo que sucedía en el Perú era una
Páginas 58-59: En la Campaña presidencial, 1990.
Fotografías de Martín Chambi (1871-1973).
60 61 Mario Vargas Llosa
incógnita. Por un lado, el grupo levantado en ar-
mas, que por ser comunista debería defender a los
campesinos, terminaba matándolos y, por otro, a
diferencia de los clásicos insurgentes latinoame-
ricanos, prefería no reivindicar sus acciones.
A este nebuloso panorama se sumaba la falta
de preparación de las fuerzas armadas para librar
una guerra donde el enemigo se mimetizaba con
la población civil. Lo concreto es que muertos
aparecían por doquier sin que se pudiese deter-
minar quiénes eran los responsables.
Éste era el escenario que nos esperaba en
Ayacucho, agriado aún más por la muerte de ocho
periodistas vinculados a diferentes medios de
comunicación, algunos de los cuales, movidos por
intereses políticos, esperaban un resultado ad-
verso para el gobierno para declararlo responsa-
ble de lo ocurrido.
Desde un primer momento tomamos con-
ciencia del panorama que nos esperaba y para
sortearlo nuestro norte tendría que ser la verdad
y la exhaustividad en el acopio de las informacio-
nes, actuando con la mayor honestidad posible.
Poco más de un mes permanecimos en la
heredera de la vieja Huamanga y en sus alrededo-
res entrevistando a un sinnúmero de personas que
de una manera u otra podían aportarnos datos que
nos ayudaran a cumplir nuestro encargo.
Como antropólogo mi participación más ac-
tiva fue en relación a la entrevista que les
hicimos a los miembros de la comunidad
Uchuraccay. De todas las que hicimos ésta
fue la que estuvo rodeada de más tensio-
nes y suspenso, pues aparte de haber sido
su territorio el escenario de la muerte
de los periodistas, era la ocasión para
poner a prueba nuestra capacidad de
entablar un diálogo intercultural.
Quiero volver a subrayar la gran
confianza en Fernando Fuenzalida y mi
persona ante la estrategia que le
presentamos para forjar aquel diá-
logo que se convertiría en el meo-
llo de lo que deseábamos averiguar.
Él fue uno de los pocos del conjunto
de comisionados que comprendió que
para entablar un diálogo intercultural
teníamos que ponernos en la perspectiva de los
actores sociales empezando por respetar sus
creencias religiosas y códigos de etiqueta.
Aunque a muchos les pareciera risible se tenía
que brindar con los cerros tutelares, homena-
jearlos con palabras respetuosas y cumplir con
las reglas de reciprocidad de todo huésped com-
partiendo hojas de coca y licor de caña con toda
la concurrencia. Todo ello fue cumplido por
Mario a la perfección y como resultado los cam-
pesinos nos dispensaron más de tres horas de
franca conversación, no exenta de alguna tensión
cuando se les interrogaba sobre temas que no
eran de su agrado, que fueron decisivos para
nuestras conclusiones.
como se puede apreciar en las conclusiones del
informe que preparamos.
Uchuraccay nos introdujo a una de las pá-
ginas más dramáticas del Perú del siglo xx, pues
por un lado nos mostró las grandes desventajas
que acarrea el aislamiento de muchos pueblos
herederos de culturas prehispánicas cuyo con-
tacto con la sociedad inicial es incipiente, por
otro, nos hizo tomar conciencia de la extrema
incomunicación y etnocentrismo que reina entre
los distintos grupos culturales que conviven en
nuestro país y, adicionalmente, la insania vio-
lentista a la cual se puede llegar cuando los dos
extremos previos han llegado a la cúspide de su
exacerbación.
Como novelista Mario es un maestro del ma-
nejo de la ficción. Pero como investigador es el
más tenaz y acucioso perseguidor de la veracidad
de los datos. No por casualidad en su juventud
fue un aprovechado discípulo y asistente del cé-
lebre historiador Raúl Porras Barrenechea, cuya
influencia casi lo lleva a transitar por los caminos
de su maestro.
A lo largo de la gestación de nuestro informe
pude constatar que efectivamente estaba ante un
eximio investigador que desmenuzaba al detalle
las evidencias que recogíamos luego de búsquedas
inquisitoriales hábilmente pensadas y diseñadas
y que armado de mucha cautela las organizaba
en una escala de mayor a menor certidumbre
La aventura en que nos embarcamos nos
mostró el estallido de factores estructu-
rales que desbocaría hasta las puertas
del siglo xxi y que amenazaban una
vez más con debilitar el sistema de-
mocrático que con tanto esfuerzo se
había reconquistado en 1980. Nunca se
lo he escuchado pero creo que más
allá del intento estatizador de la
banca del gobierno de Alan García,
el verdadero estímulo de Mario
para postular a la presidencia del
Perú fue la experiencia en Ayacucho.
Al menos para mí, esta circunstancia y
62 63 Mario Vargas Llosa
la incapacidad de nuestros líderes para hacer fren-
te a lo que veía como una crisis estructural es lo
que me llevó a integrarme al Movimiento Libertad
para que Mario Vargas Llosa accediese a la instan-
cia política adecuada a fin de enderezar lo que
parecía ya estaba tocando fondo.
Ya sabemos cuál fue el desenlace. Mario vol-
vió a la literatura, pero su paso por la política tuvo
el enorme mérito de promover un discurso político
de corte liberal que a más de uno en el Perú y
Latinoamérica les abrió los ojos frente a los peli-
gros de los populismos de corte colectivista, los
estados patrimonialistas y frente a la satanización
de la actividad empresarial y la propiedad privada
enarbolada con creciente agresividad desde fines
de los años 60.
A pesar de la difusión que alcanzaron las
alternativas que planteó y del éxito de algunos
países que las interiorizaron, no pudo doblegar el
atavismo de las fuerzas que combatió. En el Perú
se hicieron patentes en una de las dictaduras más
corruptas de su historia republicana y en otros
países, con Venezuela a la cabeza, en el resurgi-
miento de populismos anacrónicos que aprendieron
a doblegar sus sistemas democráticos esquilmando
65
los fondos públicos para beneficios políticos per-
sonales. Pero Mario no bajó la guardia. Su inde-
clinable defensa de la libertad esta vez la ejerció
no desde la búsqueda de cargos públicos sino
valiéndose de las mejores armas que pudo en-
contrar. Estas fueron su pluma, su verbo altiso-
nante y su acceso a la condición de ciudadano
del mundo.
El precio que ha pagado el Perú por apar-
tarse de sus ideales ha sido alto pero feliz-
mente desde el gobierno del presidente
Alejandro Toledo, a principios del siglo xxi, hasta el presente ha comenzado a recupe-
rar lo que Proust llamó el “tiempo per-
dido”. Mantener esta continuidad no ha
sido fácil y son muchos los factores que
la hacen posible. Uno de ellos, hay
que reconocer, es el rol vigilante de
Mario que aun a riesgo de apartarse
de corrientes que han llegado a en-
gañar a los que en un momento
fueron sus simpatizantes tiene el
valor de mantener con firmeza sus
acendrados valores en pro de la conquis-
ta de la libertad y los derechos humanos.
Mario Vargas Llosa
es aire:
A N A G A L L E G O C U I Ñ A S
a propósito de La civilización del espectáculo
La literatura
El creador de Anagrama desaforada: “Cada vez más los países serán de
escribas y de fábricas de papel y tinta, los escri-
bas de día y las máquinas de noche para impri-
mir el trabajo de los escribas.” Y cuando ya no
haya papel, ni tinta, ni espacio, los escribas,
condenados a la extinción, ensayarán la posibi-
lidad de “intercalar un texto en otro para apro-
vechar las entrelíneas”, que devendría en un
palimpsesto infinito (metáfora conjetural de la
literatura intertextual, valga la redundancia) en
el que al final no cabrían —literalmente— los
vacíos y silencios que se avienen a los lectores
activos, porque la escritura lo llenaría “todo” de
información. Esta narración de Cortázar además
de ofrecernos una magnífica alegoría de la pro-
ducción textual —y de su radical historicidad—
invita a una reflexión sobre el valor de lo literario
en oposición a la práctica de una grafomanía
seca —sin sentido— que desde hace unos años
desgraciadamente crece y se prodiga por el mun-
do sin control. Porque ciertamente en el siglo
XXI las publicaciones se han multiplicado en
papel y en la red, y han aumentado copiosamen-
te escritores y editoriales hasta el punto que:
augura un desmedido afán de escritura que ha-
bría de ir in crescendo en el futuro. Pero Herralde
habla de grafomanía y no de literatura, una su-
tileza que no es baladí si tenemos en cuenta que
también alude a la ficción de Cortázar “Fin del
mundo del fin” en la que los lectores desapare-
cen paulatinamente del planeta amén de una
plaga de “escribas”, grafómanos, compulsivos.
Recordemos el relato: el argentino imagina un
mundo en que las bibliotecas se desbordan por-
que “Los escribas trabajan sin tregua”: “la hu-
manidad respeta las vocaciones, y los impresores
llegan ya a orillas del mar”. Así los libros sobran-
tes se precipitan al agua y los impresos se van
amontonando en el fondo hasta formar una
“pasta aglutinante” que cambiaría la distribu-
ción de continentes y océanos. La imagen es
extraordinaria y espeluznante a la vez: la escri-
tura transforma la geografía física de un planeta
de grafómanos incontrolados dominados por una
pulsión —desprovista ya de sentido, esto es,
de literatura—, que consigue quebrar la
industria del papel —sin lectores no hay
consumidores— por una superproducción
“Puede decirse sin temor que la edición mundial
ha cambiado más en el curso de los últimos diez
años que durante todo el siglo xix” (Schiffrif
2011: 117). Como en el cuento de Cortázar y con-
forme al vaticinio de Herralde, cada vez se es-
cribe —y publica— más. Pero lo preocupante no
es esto —en el mejor de los casos las bibliotecas
acabarían siendo ciudades, como consignó
Leibniz— sino que se lea menos. O mejor dicho:
peor. Y desde ahí hay que pensar el valor —varia-
ble, dinámico, mutable, contingente— de la lite-
ratura que previamente está asociado a los modos
de lectura y recepción. Ya nos lo advirtió Borges:
“Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior,
menos por el texto que por la manera de ser
leída.” Entonces, la pregunta es clara: ¿cómo se lee
hoy en la civilización del espectáculo?
Mario Vargas Llosa en su ensayo homónimo
publicado en 2012 se suma a la visión apocalíptica
que atenaza la pervivencia y el futuro de la litera-
tura desde hace unos cuantos lustros.1 El culto a
la banalidad y la frivolidad que predica nuestra
civilización, la novedad, la rapidez, la exaltación
narcisista (y voyeurista) y la reconfiguración de la
subjetividad contemporánea son una realidad, al
margen de juicios de valor, que incide directamen-
te en nuestra concepción de lo literario. Por este
motivo, el Premio Nobel pone el énfasis en la gra-
fomanía y en la profusión de una “literatura light,
El papel desaparece, pero las ganas de escribir van a aumentar,
es decir, va haber una eclosión de grafómanos, probablemente.
Jorge Herralde
1 Me interesan ante todo las reflexiones que hace Vargas
Llosa sobre la literatura en esta obra. El resto de temas que
aborda —y que atañen a la cultura— no serán objeto de este
ensayo por razones de espacio.
Imágenes de la serie “El trazo eléctrico” de Santos Cuatecontzi.
69 Mario Vargas Llosa68
leve, ligera, fácil, una literatura que sin el menor
rubor se propone ante todo y sobre todo (y casi
exclusivamente) divertir” (2012: 36). Una literatura
que se asemeja más al elemento del aire que al del
fuego con el que antaño la comparó al recibir el
Premio Rómulo Gallegos en 1967: “la literatura es
fuego […] significa inconformismo y rebelión […]
la razón de ser del escritor es la protesta, la con-
tradicción y la crítica”. Y esa postura es la que
mantiene Vargas Llosa en estos textos, efecto de
su descontento e insatisfacción con la situación
cultural de nuestros días.2 Aunque hay una dife-
rencia sustancial entre ambas, del mismo modo
que la ha habido en el orbe moral de su ficción con
el paso del tiempo: si antes su tono era optimista,
aguerrido e inconformista, ahora es pesimista,
melancólico y resignado. Y es que si en los sesenta
el escritor habría de arrojar “el espectáculo no
siempre grato de sus miserias y tormentos” a los
lectores, en el siglo xxi es el escritor Vargas Llosa
quien nos arroja a la verdad tormentosa de una
literatura del espectáculo que produce miseria en
el lector. En rigor, asistimos a una sobreabundan-
cia de páginas literarias (electrónicas o de papel)3
cuya levedad favorece que el aire se las pueda
llevar con facilidad, “porque la cultura en la que
vivimos inmersos no propicia, más bien desalienta,
esos esfuerzos denodados que culminan en obras
que exigen del lector una concentración intelectual
casi tan intensa como la que las hizo posibles”
(Vargas Llosa 2012: 36). En mi opinión esta es una
de las ideas más enjundiosas del libro, que habría
merecido un mayor desarrollo por parte del pe-
ruano y que nos interpela y convoca a todos los
amantes y estudiosos de la literatura. Porque la
verdadera problemática de la literatura actual es
la lectura light (no sólo la escritura light), la falta
de lectores que sean capaces de articular una co-
rrelación de sentidos, esto es: pensar, situar un
texto en una tradición, crear genealogías. La lite-
ratura —alta, mayúscula o como se la quiera lla-
mar— genera cultura, es parte de una biblioteca,
“La biblioteca de babel”. En cambio la literatura
light —o el best seller— compone sólo obras aisla-
das que el lector consume como un producto
acabado donde el autor queda en un segundo
plano. Los lectores así no crecen, sino que (se)
agotan. A la sazón, “Los lectores de hoy quieren
libros fáciles, que los entretengan, y esa demanda
ejerce una presión que se vuelve poderoso incen-
tivo para los creadores” (Vargas Llosa 2012: 36).
Pero si nuestra cultura, aprovechando las leyes del
mercado que la rigen, fuese capaz de formar a
buenos lectores, la demanda cambiaría y la oferta
sería otra: una literatura ígnea.
Esta tarea habría de corresponder al intelec-
tual, al profesor, al crítico que detecta el valor li-
terario en la obra de un autor. Pero desde luego la
función de la literatura no debe circunscribirse sólo
al dominio académico que, como sugiere Vargas
2 Una postura similar aparecía ya en su recopilación de
artículos Desafíos a la libertad.
3 La crítica ha vertido ríos de tinta al hilo de las aseveraciones
catastrofistas de Vargas Llosa acerca de las nuevas tecnolo-
gías y del libro electrónico. Por un lado, algunos se han ad-
herido al Premio Nobel demonizándolas o lamentando su
supremacía (García de la Concha, César Antonio Molina,
Vicente Molina Foix y Jordi Llovet, entre otros); por otro
tenemos a los defensores del nuevo paradigma literario —
positivo o no necesariamente negativo— que impone lo tec-
nológico (Jordi Gracia o Jorge Volpi). Me llama poderosamente
la atención que sólo sea este asunto el que haya acaparado
(en su mayoría) las discusiones sobre La civilización del es-
pectáculo, ya que tan sólo es una de las aristas que compone
una reflexión vasta, compleja y controvertida. La publicación
no levanta ampollas únicamente por esta cuestión sino por
la radiografía cultural que nos presenta. Por esta
razón ante todo constituye un revulsivo para el
necesario debate de la literatura en la actualidad,
asunto de más envergadura que el valor del
soporte tecnológico (que se ha reducido a sus
ventajas o desventajas) o la superviviencia del
papel. Hay que aprovechar el diálogo que
establece este ensayo con obras fundamentales
que han articulado un análisis del mismo tema
para retomarlo y ampliarlo, y no sólo con-
denarlo: T.S. Eliot, Steiner, Guy Dubord,
Baudrillard, Lipovetsky; citados por el
propio Vargas Llosa; o Bourdieu, J. J. Goux,
Casanova, Arfuch, Rama, Link, Cárcamo-
Huechante, Germán Gullón, y otros tantos
pensadores no interpelados.
71
70 71 Mario Vargas Llosa
Llosa, sufre en la actualidad una crisis epistemo-
lógica y está atrapado en la “burbuja” de produc-
ción crítica que ha impuesto el sistema universitario
en los últimos años. De ahí la congelación, la su-
perficialidad, las modas teóricas y el saber abstrac-
to de muchos artículos y ensayos dedicados a la
literatura. La problemática no estriba en la defensa
o condena de una lectura de la obra literaria au-
tónoma —separada— de lo real4 (como indica
Vargas Llosa, 2012: 91-93), sino en que tanto la
realidad —y la literatura comprometida que habría
de representarla según el peruano— como la ficción
son impensables al margen del mercado. Incluso
la teoría que suplanta la obra de arte rinde pleitesía
a dicho mercado, en este caso, al universitario que
impulsó la academia norteamericana y que se ha
expandido globalmente por facultades y grupos de
investigación de todo el mundo en perjuicio de los
lectores —los alumnos— que orillan la experiencia
del hecho estético en favor del corsé interpretativo.
Y algo parecido sucede con la crítica de los medios
de información, que como bien apunta el autor de
Conversación en La Catedral, prácticamente se ha
extinguido. Pero esto es así no sólo por los
Departamentos de Filología (Vargas Llosa 2012: 36-
37), sino porque los suplementos culturales se
avienen a los intereses de los grandes conglomer(c)
ados editoriales y suelen practicar el arte de la
reseña como medio de promoción —espectáculo
mediático— y no como ejercicio de crítica real.
La labor del periodista cultural, y la del aca-
démico, debe incitar a la lectura, relacionar
textos, ordenar libros, independientemente
del medio en que publique. El papel central
que estos han perdido en el espacio li-
terario no sólo responde a la lógica de
la civilización del espectáculo en que
se enmarca, sino a las exigencias del
mercado editorial, por el que Vargas
Llosa pasa de puntillas.5 Esta cuestión es la que
más he echado en falta en este libro. Los disposi-
tivos de consagración, el auge y la fluidez en que
circulan los textos literarios han reestructurado el
campo: y no sólo la escritura sino la lectura de
nuestro tiempo. El importante papel que juega el
mercado en la apreciación y difusión de lo “litera-
rio” —en nuestra manera de leer— es incontes-
table. Es el editor el que lee y establece en
primera instancia el valor de un texto
como capital simbólico. Lo convierte
en un objeto material, el libro, que
inmediatamente pasa a ser un
producto histórico cuya circu-
lación y consumo responden a
los consabidos efectos de la
economía liberal y la globa-
lización: “La edición de un
libro ya es una actividad
valorativa y selectiva en
sí, y el mercado intervie-
ne activamente en la
percepción que tenemos
de un objeto estético; el
objeto estético posee una
dependencia constitutiva
con la evaluación”
(Cárcamo-Huechante
2007: 30). Y esto es funda-
mental porque los circuitos
editoriales son los que hacen
posible que los textos lleguen a
manos de los lectores, por eso
cada vez se hace más indispensable
dedicar un espacio de reflexión —des-
de cualquier ámbito, pero aún más des-
de el académico— al complicado binomio
“literatura y mercado editorial”, que ya fue
transitado en relación al “boom” latinoamericano
(Rama 1984), pero que hoy cobra una fuerza y una
dimensión distintas. ¿Por qué? En primer lugar
porque en el “boom” coincidieron valor económico
(un mismo mercado lingüístico y una zona de
5 Vargas Llosa se preocupa por la desaparición de esta in-
dustria pero no por la función coagular que ésta desempeña
en el campo literario.
distribución continental y transatlántica) y valor
estético. Algo que no sucede en el siglo xxi, donde
la relación de la literatura en español con el mer-
cado se percibe desde la negatividad y la circula-
ción de libros se reduce en buena parte a guetos
nacionales (o en todo caso tienen que pasar por la
publicación en España para ser distribuidos por el
continente latinoamericano) y está dominada
por los grandes conglomerados que antepo-
nen el consumo inmediato, reducen las
tiradas, copan los medios de comuni-
cación, persiguen la rentabilidad
máxima, acaban con los catálogos
de editor, saturan la oferta, et-
cétera. (véase De Diego 2006).
Más aún: apenas apuestan
por autores desconocidos e
incluso con los conocidos
proceden por acumula-
ción, por lo que acaban
interviniendo en los me-
canismos de consagración
y en los modos de lectura,
toda vez que con sus
prácticas nos llevan a dis-
cutir la validez de lo lite-
rario (Padilla 2012). Ahora
que el grupo editorial
Bertelsmann controla la ma-
yor parte del mercado del li-
bro en español, ¿cómo puede
el lector respetar y entender el
valor de la literatura actual en un
marco que es a todas luces oligopó-
lico? ¿La alternativa son las pequeñas
editoriales independientes? ¿Cómo se
posicionan los escritores con respecto a la
articulación de los diferentes aparatos editoria-
les: grandes (de qué manera afectan los anticipos
y los contratos que obligan a publicar cierto núme-
ro de obras), medianos y pequeños? ¿Cómo lo hace
el propio Vargas Llosa?
Sea como sea, La civilización del espectáculo
es un texto necesario para cuestionar el valor de
la literatura en nuestros días, porque principal-
mente lo que desencadena en el lector es una
miríada de preguntas. Y ese es el lugar de la
literatura que engendra buenos lectores, aquellos
que se plantean interrogantes, los que no buscan
sólo respuestas. Podemos estar de acuerdo o no
con algunos de los planteamientos —no exentos
de controversia— del libro, pero lo importante es
que un intelectual del tamaño de Vargas Llosa
analice el estado de salud de la cultura y que lo
haga de una forma tan valiente. De eso no me
cabe la menor duda.
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VV.AA. (2006). Conversaciones con
editores. En primera persona.
Madrid: Fundación Germán
Sánchez Ruipérez.
4 La forma como una virtud en sí misma,
como defendió Borges en su crítica y en su
ficción. Y esta concepción, vanguardista,
de la literatura que pone en crisis la repre-
sentación de lo real es anterior al “delirio de
ciertas teorías posmodernas” (Vargas Llosa
2012: 88) y de lo que estas han hecho con ella.
72 73 Mario Vargas Llosa
R A F A E L G U M U C I O
de una lecturaHistoria
protagonista, aprende a ser adulto. Adulto en un
mundo en que la madurez, el libre asumir de
quién eres, el gesto sartreano y liberal de crear y
de creer en tu propia moral, es imposible.
Conversación en La Catedral fue la última
gran novela del boom que leí, fue la que de alguna
forma la negaba o invertía los lugares comunes
que suelen asociarse con este tipo de novelas. La
dictadura de Manuel Odría no es en la novela ni
demencial ni bella ni mística ni mítica. Su atrac-
tivo no está en la escenificación mágica del poder
como suponen García Márquez en El otoño del
patriarca o Roa Bastos en Yo el supremo, sino en
el permiso para vivir mediocremente, sin aspira-
ciones ni ilusiones mayores. Su crueldad no es en
ninguna forma sagrada, su misión no es redento-
ra, sus resultados no son ni apocalípticos ni má-
gicos, sino grises, mediocres, frustrantes. Era esa
frustración, era ese absurdo, lo que la novela
denunciaba como el motor mismo de la dictadura
en Latinoamérica, el centro de su horror pero
también la razón de su perpetuación a través del
tiempo y la geografía. Otras novelas denunciaron
con tanta o más virulencia los calabozos, las cár-
celes, la burocracia de la tiranía, ninguna de las
otras supo ver en él un sistema cómodo, tibio y
amorfo que resulta hasta para sus víctimas lógico.
La Catedral donde Zavalita bebe con el zambo
Ambrosio, es un lugar de encuentro entre clases
sociales que no tendría cómo cruzarse sin la
dictadura que debajo de lo que Donoso llama “el
tupido velo”, permite una libertad indescifrable
desde fuera. En su grisalla y su corrupción la
dictadura de Odría resulta para Ambrosio
una salida, como resulta para Zavalita y
su padre también un escondite en el cual
vivir sus pasiones. La clave del poder de las
dictaduras latinoamericana está ahí,
me recordaba la novela, en la libertad
que imponen las tiranías para vivir
hasta el fondo nuestras miserias.
La mayor parte de las grandes
novelas del boom son la historia de una
fatalidad: los indios, los esclavos,
los conquistadores muertos vuel-
ven a nosotros mientras intenta-
mos ser modernos y racionales. La
razón se quiebra o no basta, los
dioses quiebran los muros, los tigres
rugen en las pensiones, los muertos no
fue la última de las grandes novelas del Boom
que leí. De alguna forma siento que este azar no
era del todo azaroso. La edición de Seix Barral,
con los dos vasos de cerveza en la portada, es-
tuvo siempre en mi casa. Su grosor y el hecho de
que mis padres declararan abiertamente que ésta
era una novela política, me evitó leerla. No sé
qué imaginaba yo entonces que era una novela
política. Leía entonces justamente contra la po-
lítica que era el eje central de las conversaciones
en mi casa. Me refugiaba en un mundo de otra
siglas, la de la poesía más surrealista posible.
Quizás temía encontrar en la novela justamente
siglas y muerte de obispos ametrallados por gue-
rrilleros o militares, cualquier cosa documental
donde había que tomar posiciones por el bien o
el mal.
Me parecía raro que Vargas Llosa –quien
había pasado a ser (para mi familia, fiel al iz-
quierdismo que los había exiliado) casi una mala
palabra– hubiese escrito la gran novela política
de su generación. No había en ninguna declara-
ción del autor ni una señal de arrepentimiento o
complicación ante esa novela política escrita
cuando era un sartreano revolucionario. ¿Podía,
milagrosamente, esta novela política ser aproba-
da tanto por el Vargas Llosa de izquierda y el li-
beral? ¿Cómo lograba esa novela (que la hacía
suponer por la “Catedral” del título, confesional)
cubrir en el arco de su trama todas las con-
vicciones de un autor que no tuvo miedo
de cambiar delante de todos? ¿Qué pro-
funda, qué inesperada coherencia unía los
dos Vargas Llosa, el joven marxista, el ma-
duro admirador de Margaret Thatcher?
¿Podía la ficción reconciliar, explicar,
unir lo que la realidad, la del volun-
tarismo izquierdista de mi infancia y
la del voluntarismo neoliberal de mi
adolescencia, parecían dividir para
siempre?
El primer párrafo sólo podía
aumentar mi desconcierto. La no-
vela empezaba con una de las pre-
guntas más famosas de la literatura
en español: “¿Cuándo se jodió el Perú?”
La novela respondía y no respondía esa
Conversación en La Catedralpregunta que flota sobre todo: personajes, paisa-
jes, ideas, intuiciones. Más que responder cuándo
se jodió el Perú –un Perú que bien podía ser el
Chile al que volví el año 1984 instalado en una
dictadura que parecía sempiterna– la novela
mostraba con lujos de detalles el cómo se iba a
jodiendo el Perú delante de nuestros ojos. Era en
sentido estricto una novela histórica, pero dejaba
en claro que seguía perpetrándose en una cadena
infinita de traiciones y silencio que se remonta-
ban a la colonia y seguía y sigue hasta hoy.
¿Cuándo se jodió el Perú? Ahora, y antes y
siempre.
Constatación terrible pero no fatal porque la
novela mostraba la miseria y la obsecuencia como
un proceso y no como un destino, como una ma-
quinaria y no como una identidad. La novela no
estaba, como esperaba, llenas de siglas ni sucedía
en ninguna iglesia pero era política en el más
amplio y al mismo tiempo preciso de los sentidos.
El protagonista de la novela era la Polis, la ciudad,
el país. No era, como esperaba, una novela reli-
giosa pero sí era una novela ante todo moral. En
ese sentido “La Catedral” del título que es tam-
bién el bar de mala muerte donde se reúnen
Zavala y el zambo Ambrosio es aún el lugar sa-
grado donde tiene lugar el sacramento de la con-
fesión. Es quizás lo que a mis padres, católicos
de izquierda, les fascinó primero de la novela. Es
lo que me fascinó también a mí: esta novela sin
dioses era ante todo también un auto sacramen-
tal. Su tema era también ese, la confesión como
una forma de contagio del pecado que se expía
y al mismo tiempo el intento, inconscientemente
católico, de confesar todo un país.
Eso era lo que tenía en común el Vargas Llosa
revolucionario y el Vargas Llosa liberal, el intento
de confesar los pecados de un país. En eso Vargas
Llosa no cambió ni puede cambiar. Esta novela,
claramente guiada por una visión marxista del
mundo, usa el marxismo como un bisturí, no
como la receta con que mejorar de una enferme-
dad que la novela hace visible en todas sus di-
mensiones, sobre todo las más íntimas. Es ahí que
se juega la partida esencial, adivina la novela,
en los pasillos de las casas, en las cantinas y re-
dacciones de mala muerte en que Zavala, el
Páginas 74-75: Cusco, fotografía de Martín Chambi.
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mueren del todo, la naturaleza, los sueños se
rebelan de su sujeción imponiendo su ley al fondo
de las mascaradas con que celebramos la del
código penal. El tiempo del reloj choca con otro
tiempo que no lo necesita y desprecia. Cien años
de soledad escenifica de modo evidente e inne-
gable ese choque de tiempos que Cortázar con-
vierte en un sofisticado juego que el lector tiene
que armar y desarmar. Las novelas de Carlos Fuentes
son todas una exploración de ese palimpsesto
donde lo borrado aún queda escrito, donde lo que
ya no es y lo que no será nunca se mezcla con los
hechos de la historia que se convierte en la más
conjetural de las ficciones.
La imagen de laberinto, usada y abusada,
implica en todas ellas la idea de un minotauro:
El dictador visto a la vez como un dios y un niño,
el avatar inevitable de esa fatalidad histórica,
donde el ayer puede ser mañana. El dictador en
las novelas de boom es la escenificación misma de
ese intento latinoamericano, el de vivir fuera
del tiempo. Sus gobiernos sin plazos se trans-
forman en parte de su misma piel, su intento de
ser eternos los convierte en víctimas preferentes
de gallinazos y espectros. Las novelas del boom
les dan a los tiranos que las protagonizan un
derecho inesperado a expresar todos sus temo-
res, todos sus horrores. Los convierte en héroes
y villanos de esa fatalidad que encarnan.
Caricaturizan, se burlan del tirano pero lo
convierten también un objeto artístico,
lo visten de una cierta aura mística que
ningún tirano que se respete deja de de-
sear para sí.
En Conversación en La Catedral, el
dictador no habla ni tiene psicología
ni ambigüedad ni grandeza ni miseria
tampoco. Reclama el novelista una
especie de libertad inesperada, la de
poder hablar de una dictadura sin tener
que pasar por el dictador, el de ele-
gir concentrarse en justamente eso
que las dictaduras suspenden, el
derecho a elegir de los individuos,
sus gestos y sus gestas olvidadas,
olvidables. Ese es el monstruo, es el
dios que la novela convoca sin ninguna nostalgia,
caricatura o metáfora. Vargas Llosa rompe cons-
cientemente o no con el mito sin enfrentarse con
él, usando sólo la precisión de su prosa, la mecá-
nica perfectamente aceitada de su narración para
seguir personajes que nunca son más o menos que
ellos mismos, funcionarios, periodistas, soldados,
jóvenes moviéndose por un espacio, la ciudad de
Lima que se nos aparece de pronto cerrada como
una trampa mortal de la que nadie puede ni –en
el fondo– quiere salir.
El minotauro de ese laberinto es el propio
laberinto. Son las decisiones personales, su propio
agacharse ante el peso de las costumbres y ne-
cesidades lo que los hunde y al mismo tiempo lo
que les permite flotar. Todo eso era algo que
aprendí de entrada cuando me tocó a los catorce
años desembarcar en el Santiago de Pinochet. Es
algo que mis padres, la generación que leyó el
libro cuando se publicó en 1969, parecía incapaz
de comprender. Guiado por una moral parroquial,
convencido de que el bien siempre triunfó, con-
vencido de que el bien está de su lado, nunca
entendieron que la monstruosidad de Pinochet
residía en que era un hombre y como tal sabía
aterrar a sus enemigos, complacer a sus amigos
y adormecer a los que no eran ninguna de las dos
cosas. Comprender esa zona neutral, esa indife-
rencia era justamente lo que la izquierda de mis
padres demoraron en comprender. Cuando lo
hicieron, cuando le entregaron a esos neutrales
una alternativa, la dictadura cayó.
Las novelas, por más políticas que sean, no
deben leerse nunca como profecías. Es difícil que
no contengan algo de eso. Todo tarotista sabe que
el futuro y el pasado que lee es en el fondo siem-
pre el presente. Saber quién es el que está en
frente garantiza cierto éxito a la hora de saber
quién será y quién fue. Conversación en La
Catedral, al negarse a mirar sin pestañear, sin
decorar, sin edulcorar su sociedad, miraba tam-
bién la mía, el Chile de mi adolescencia, la dic-
tadura en que me hice hombre, la generación que
me hizo el que soy. Ese libro que miré en la bi-
blioteca de mis padres como un extraño amena-
zante e inaccesible, es hoy también mi vida.
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