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ASPECTOS SOCIOECONÓMICOS DE LA EXPANSIÓN FENICIA EN OCCIDENTE: EL INTERCAMBIO DESIGUAL Y LA COLONIZACIÓN AGRÍCOLA. Carlos G. Wagner. Univ. Complutense http://www.ucm.es/info/antigua/asp.htm (Publicado originalmente en STUDIS D'HISTORIA ECONOMICA, 1993. 1, Palma de Mallorca.) Es ampliamente admitido que la expansión y colonización fenicia en Occidente obedeció a la necesidad de las ciudades fenicias orientales de procurarse las materias primas necesarias para abastecer al artesanado del Próximo Oriente y del Mediterráneo oriental y asegurar la circulación de metales preciosos en los contextos económicos de aquellas regiones. Entre los estímulos más poderosos de aquella expansión se cita a menudo la presión de Asiria por medio de las imposiciones tributarias, si bien recientemente se han propuesto también causas internas como desencadenantes de lo que hoy se llama "diáspora comercial fenicia" por el Mediterráneo (Aubet, 1987: 54 ss; Wagner y Alvar, 1989: 63 ss). La perspectiva que enfatiza los factores internos frente a las presiones del exterior, como pudiera ser la amenaza representada por Asiria, parece más apropiada en tanto que tiene en cuenta el papel que desempeña el comercio lejano como modo de articulación, y de transferencia de riqueza, entre formaciones sociales distintas. En el mundo antiguo en particular y en cualquier contexto precapitalista en general, el comercio lejano jugó un papel decisivo cuando, en una formación social dada, el excedente que los grupos sociales dominantes podían obtener se veía limitado por el estado concreto de desarrollo de las fuerzas productivas (no solo la tecnología) y condiciones ecológicas difíciles, o por la resistencia a entregarlo de los miembros integrados en las unidades de producción (grupos domésticos, comunidad de aldea...). En una situación semejante, el comercio lejano permitía la transferencia de una fracción del excedente de una sociedad a otra. Para la que recibe el beneficio, esta transferencia puede ser esencial y constituir la base principal de la riqueza y el poder de sus clases dirigentes (Amín, 1986: 12). Tal era el caso, desde muy antiguo, de las ciudades de Fenicia, asentadas en un medio en el que siempre hubo problemas para lograr obtener el excedente necesario que garantizara la estabilidad de los sistemas tributarios-palaciales, lo que causaba diversas crisis periódicas con retrocesos de la urbanización y huida al territorio "nómada" de los empobrecidos habitantes de las ciudades (habiru) agobiados por las servicias y la dureza de la imposición fiscal (Liverani, 1988: 227ss, 315ss, 541ss y 632). Por ello, si a comienzos del primer milenio se puede detectar una transformación en el contenido y la extensión del comercio que tradicionalmente practicaban los fenicios, siendo sustituidas las riquezas 1

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ASPECTOS SOCIOECONÓMICOS DE LA EXPANSIÓN FENICIA EN OCCIDENTE: EL INTERCAMBIO DESIGUAL Y LA COLONIZACIÓN AGRÍCOLA.

Carlos G. Wagner. Univ. Complutense

http://www.ucm.es/info/antigua/asp.htm

(Publicado originalmente en STUDIS D'HISTORIA ECONOMICA, 1993. 1, Palma de Mallorca.)

Es ampliamente admitido que la expansión y colonización fenicia en Occidente obedeció a la necesidad de las ciudades fenicias orientales de procurarse las materias primas necesarias para abastecer al artesanado del Próximo Oriente y del Mediterráneo oriental y asegurar la circulación de metales preciosos en los contextos económicos de aquellas regiones. Entre los estímulos más poderosos de aquella expansión se cita a menudo la presión de Asiria por medio de las imposiciones tributarias, si bien recientemente se han propuesto también causas internas como desencadenantes de lo que hoy se llama "diáspora comercial fenicia" por el Mediterráneo (Aubet, 1987: 54 ss; Wagner y Alvar, 1989: 63 ss). La perspectiva que enfatiza los factores internos frente a las presiones del exterior, como pudiera ser la amenaza representada por Asiria, parece más apropiada en tanto que tiene en cuenta el papel que desempeña el comercio lejano como modo de articulación, y de transferencia de riqueza, entre formaciones sociales distintas. En el mundo antiguo en particular y en cualquier contexto precapitalista en general, el comercio lejano jugó un papel decisivo cuando, en una formación social dada, el excedente que los grupos sociales dominantes podían obtener se veía limitado por el estado concreto de desarrollo de las fuerzas productivas (no solo la tecnología) y condiciones ecológicas difíciles, o por la resistencia a entregarlo de los miembros integrados en las unidades de producción (grupos domésticos, comunidad de aldea...). En una situación semejante, el comercio lejano permitía la transferencia de una fracción del excedente de una sociedad a otra. Para la que recibe el beneficio, esta transferencia puede ser esencial y constituir la base principal de la riqueza y el poder de sus clases dirigentes (Amín, 1986: 12). Tal era el caso, desde muy antiguo, de las ciudades de Fenicia, asentadas en un medio en el que siempre hubo problemas para lograr obtener el excedente necesario que garantizara la estabilidad de los sistemas tributarios-palaciales, lo que causaba diversas crisis periódicas con retrocesos de la urbanización y huida al territorio "nómada" de los empobrecidos habitantes de las ciudades (habiru) agobiados por las servicias y la dureza de la imposición fiscal (Liverani, 1988: 227ss, 315ss, 541ss y 632). Por ello, si a comienzos del primer milenio se puede detectar una transformación en el contenido y la extensión del comercio que tradicionalmente practicaban los fenicios, siendo sustituidas las riquezas naturales y los "objetos de lujo" por toda clase de manufacturas y ampliándose sus horizontes (Röllig, 1982: 22 ss), fue probablemente a causa de crecientes dificultades para extraer el excedente ante la incidencia adversa de una serie de condicionantes ecológicos (deforestación, sobreintensificación, degradación), demográficos (crecimiento y concentración de la población, pérdida de territorios interiores), sociales (ascenso de una ciudadanía libre capaz de representarse en la asamblea), económicos (crisis del sistema tributario-palacial-redistributivo) y políticos (pérdida del carácter despótico de la monarquía) muchos de los cuales ya habíamos subrayado (Wagner y Alvar, 1989: 63 ss). A tal respecto es igualmente esencial la proporción en que una sociedad vive del excedente que ella misma ha generado y del excedente transferido que proviene de otra sociedad (Amín, 1986: 13) y hay motivos sobrados para sospechar que en Fenicia, a comienzos del primer milenio, la proporción de la sociedad que vivía del excedente trasferido mediante el comercio lejano iba en aumento. En tal contexto la presión de los imperios circundantes, como fue el asirio, sólo constituía un elemento más, y ni siquiera el más importante, como demuestra el hecho de que los inicios de la expansión o "diáspora" fenicia por el Mediterráneo, que con toda seguridad no son posteriores al siglo IX a. C., no coincidieran con los momentos de mayor actividad política y militar de Asiria. Por el contrario, la conquista asiria proporcionó, finalmente, una dificultad añadida a los problemas ya tradicionales para extraer el excedente, amén de inestabilidad política (Alvar y Wagner, 1985: 87),

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originando un flujo migratorio hacia Occidente. Fue en un ambiente como aquel en el que tomó finalmente cuerpo la "colonización agrícola". Pero antes, el comercio lejano, la expansión ultramarina y la aparición de asentamientos de índole colonial, habían asegurado la transferencia necesaria del excedente procedente de las formaciones sociales menos complejas del Mediterráneo Occidental.

Es en la forma de adquirir los fenicios las materias primas de Occidente en donde la mayoría de los investigadores han asumido de manera notoriamente acrítica la existencia de relaciones mutuamente ventajosas, lo que ha distorsionado grave y frecuentemente nuestro conocimiento de los procesos de intercambio a que tales relaciones dieron lugar. Así, resulta una posición bastante común entre los autores que han tratado el tema, considerar que la expansión y colonización fenicia constituyeron fenómenos históricos de carácter "positivo", en tanto en cuanto que actuaron como agentes difusores de la "civilización". De esta forma, y de acuerdo con una perspectiva en la que aún subyace un marcado difusionismo de sesgo historicista, y planteamientos economicistas convencionales, la presencia fenicia en Occidente habría tenido, según la opinión de muchos, claros efectos dinamizadores sobre las poblaciones y culturas autóctonas del Mediterráneo occidental, que de este modo se llegaron a beneficiar del fructífero contacto con los representantes de una cultura (la oriental) más compleja y desarrollada. que es como desde hace algunos años ha dado en denominarse la vieja explicación difusionista de la aceptación más o menos entusiasta por parte de los autóctonos de las influencias procedentes del entorno colonial fenicio.

Semejante punto de vista, aunque ciertamente muy extendido, induce a una interpretación premeditadamente positiva, y por lo tanto ahistórica, de los resultados del contacto cultural, que son valorados de antemano de acuerdo a un concepto trasnochado de aculturación que encuentra su génesis en el viejo pensamiento antropológico etnocentrista y colonial, estando hoy ampliamente en desuso tras haber sido superado por la reelaboración posterior que ha experimentado su contenido originario, tendiéndose por ello a sobrevalorar aún la importancia de los aspectos formalmente comerciales de la colonización fenicia, lo que ha impedido muchas veces caracterizar adecuadamente los intercambios entre los fenicios y las poblaciones de Occidente. Tal planteamiento no tiene en cuenta que, en realidad, las diferencias en el grado de complejidad cultural: desarrollo tecnológico, organización socioeconómica y formas de gobierno e integración y control social e ideológico entre los fenicios y las poblaciones autóctonas con las que entraron en contacto, difícilmente pudieron propiciar unos intercambios equilibrados, y que por el contrario favorecieron la consolidación de unas relaciones de explotación colonial que se concretaron en un intercambio desigual, en el que aparecen como elementos caracterizadores la esquilmación de los recursos, la dependencia tecnológica (y por consiguiente la subordinación económica) y la profundización de las desigualdades y los contrastes en las comunidades culturales autóctonas, ocasionada por la distribución asimétrica e inequitativa de la "riqueza" propia del "orientalizante".

I. Colonización e intercambio desigual.

En el mundo antiguo, el intercambio desigual constituyó una actividad comercial que se sustentaba en un notorio grado de desequilibrio en las relaciones, mediante las que miembros especializados (mercaderes) de una cultura compleja y poderosa tecnológica y políticamente obtenían materias primas y otros recursos de los miembros de una cultura más simple y menos poderosa, a cambio de manufacturas y otros artículos cuyo coste social de producción es entre aquellos escaso. Lo que define el intercambio desigual (Enmanuel, 1972; Amín, 1986) es la situación descompensada en la que la parte económica, tecnológica y organizativamente más avanzada, en términos convencionales, consigue grandes cantidades de materias primas a cambio de un modesto volumen de manufacturas y objetos exóticos, como consecuencia precisamente de la diversa escala de valores en uso en ambos polos del sistema de intercambios (cfr: López Pardo, 1987: 410; Liverani, 1988: 153). Se trata pues de un contexto en el que las relaciones se establecen en un plano de desigualdad, asimetría y desproporción que favorece a los miembros de la cultura más compleja y especializada, que es la que domina y regula los intercambios, y en el que se

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configuran como elementos clave la mencionada dependencia tecnológica, así como las diferencias de valor (que no de precio), en coste social de producción, de lo que se intercambia entre sistemas socioeconómicos esencialmente distintos.

Ahora bien, de acuerdo con la crítica realizada por Meillassoux (1977: 131 ss), la parte que obtiene el beneficio, en este caso los colonizadores fenicios, no se está tan sólo aprovechando de las mencionadas diferencias en costes sociales de producción, sino que, precisamente por ello, el intercambio desigual encubre una realidad de sobre-explotación del trabajo, que se articula en la transferencia entre sectores económicos que funcionan sobre la base de relaciones de producción diferentes. En este contexto el modo de producción propio de las comunidades autóctonas, al entrar en contacto con el modo de producción de los colonos orientales queda dominado por él y sometido a un proceso de transformación. La contradicción característica de tal transformación, la que realmente la define, es aquella que toma su entidad en las relaciones económicas que se establecen entre el modo de producción local y el modo de producción dominante, en las que éste preserva a aquél para explotarle, como modo de organización social que produce valor en beneficio del colonialismo, y al mismo tiempo lo destruye al ir privándole, mediante la explotación, de los medios que aseguran su reproducción.

El problema es por consiguiente mucho más amplio y complejo que la simple puesta en marcha de una política colonial de pactos y alianzas con las élites locales, con cuyo reforzamiento político consiguen los colonizadores que les sea reclutada la fuerza de trabajo necesaria y que, una vez movilizada, sea conducida por las propias elites hacia las actividades de interés para ellos. Al mismo tiempo es necesario preservar las condiciones locales de la reproducción de la fuerza de trabajo, que, sin embargo, resultarán a la larga modificadas. Tal es la dinámica que explica, por ejemplo, la continuidad del modo de producción doméstico en Tartessos, así como los cambios que al término del periodo "orientalizante" (fines del siglo VI a. C.) modificaron radicalmente las relaciones entre los colonizadores fenicios y la población autóctona. La desarticulación de la formación social tartésica, que desapareció finalmente para dar paso a la posterior formación ibero-turdetana, su desestructuración, fue en definitiva la consecuencia histórica de la dinámica contradictoria del proceso por el cual los colonizadores fenicios se beneficiaban de la sobre-explotación del trabajo de las poblaciones del extremo occidental mediterráneo.

En un marco como aquel, la aculturación "orientalizante" difícilmente pudo haber ocasionado ningún tipo de beneficio o desarrollo para las comunidades locales sujetas a la dominación colonial, lo que por cierto puede ser observado en el registro arqueológico. Al margen de la concentración de la riqueza "orientalizante" en manos de las elites, que detallaremos más adelante, y la incorporación de algunas novedades técnicas cuya repercusión ha sido generalmente exagerada, no se documenta ningún desarrollo importante de las fuerzas productivas, y sólo se da una mayor especialización que conlleva una mayor eficacia productiva allí donde están, aún en medio autóctono, directamente instalados los colonizadores.

Claro está que si la compleja problemática de la interacción cultural resulta muchas veces abusivamente simplificada, y en contadas ocasiones se enfatiza que el contacto entre los fenicios y las poblaciones autóctonas se produjo en un marco colonial en el que rigieron relaciones asimétricas y de explotación, no es ciertamente por un problema de documentación, sino porque demasiado a menudo se ha producido un tratamiento bastante acrítico y generalizador de los indicadores arqueológicos del cambio cultural, operando sobre cuantificaciones indiscriminadas de los mismos. Por el contrario, el carácter desequilibrado de las transacciones, propio del intercambio desigual, se puede apreciar perfectamente en el registro arqueológico (Aubet, 1987: 253): las manufacturas orientalizantes y algunos productos elaborados (vino, aceite, perfumes...) de los que dan fe sus contenedores cerámicos, eran intercambiados fundamentalmente por metales y otras materias primas. El que algunas de estas manufacturas, como los marfiles o las joyas, fuesen piezas de una gran calidad, no debe inducir a engaño; básicamente estaban destinadas a las élites y su número, de acuerdo con los hallazgos, era reducido en proporción a aquellas

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otras piezas más sencillas. Fue precisamente con el objeto de reducir los costes de almacenamiento y transporte en una estrategia comercial de esta índole, a medida que los intercambios se hicieron más intensos con la población local, que resultara más provechoso en términos económicos producir en zonas más cercanas a los lugares en que se realizaban las transacciones aquellos objetos y productos con cuyo intercambio se obtenían los metales. Ello, mejor que cualquiera otra de las explicaciones que se han propuesto, da razón de la aparición y desarrollo de los asentamientos fenicios sobre el litoral mediterráneo andaluz, en lugares poco poblados y ricos en potencial agrícola, donde los vestigios de contenedores cerámicos y otros materiales arqueológicos indican un aprovechamiento diversificado (aceite, vino, salazones, púrpura...) de los recursos locales (Wagner, 1988: 424 ss).

Obedeciendo a un motivo semejante debieron surgir los talleres fenicios que ubicados en la costa (Gadir, Huelva) o en el interior (Carmona) abastecían a las gentes de Tartessos (Aubet, 1984: 453; Belén, 1986: 266 y 269) o del levante protoibérico (González Prats, 1986: 297 y 301) de las manufacturas orientalizantes que en un primer momento eran traídas desde Oriente y Fenicia. De acuerdo a los datos más recientes no parece demasiado aventurado considerar que una implantación similar afectase a la presencia fenicia en Ibiza, que hoy sabemos anterior a la cartaginesa (Barceló, 1985; 1988: 5-25) y prácticamente contemporánea del horizonte de asentamientos a que estamos haciendo referencia. La isla podría haber pasado así, de ser un punto de apoyo a la navegación, a convertirse en zona de explotación de los recursos locales, con el fin de dinamizar los intercambios con las poblaciones próximas del Levante o Cataluña, donde se encuentra igualmente documentada la presencia del comercio fenicio (Arteaga, Padró y Sanmartí, 1986). La constatación en Ibiza de los típicos contenedores fenicios occidentales de ésta época, las ánforas fenicias arcaicas tipo R-1, sugiere una estrecha conexión de Ibiza con las actividades de los colonizadores fenicios occidentales (Ramón, 1981: 14 ss, 34 y 40 ss).

Se trataba, en definitiva, de un sistema caracterizado por la máxima aproximación posible de los centros en que se elaboran las manufacturas y los otros productos de intercambio a los lugares en que éste se llevaba a cabo, a fin de incrementar los beneficios obtenidos de las transacciones, planificadas y tuteladas por la administración colonial desde los santuarios de Melkart (Aubet, 1991: 37-8), lo que no se lograba mediante una política de precios, sino eliminado en la mayor medida posible las distancias intermedias. Si por un lado el templo de Melkart, como aquel de Gadir, constituía un factor de integración que proporcionaba y garantizaba seguridad y fluidez en los intercambios (Aubet, 1987: 239 ss), era también, por otra parte, el más claro exponente de los pactos y las alianzas desiguales, ya que la población autóctona no gozaba de las mismas condiciones técnicas y organizativas, que sancionaban los intereses de los colonizadores fenicios. Todo ello se debió ver además favorecido por el hecho de que en el momento de iniciarse los intercambios, las unidades político-territoriales peninsulares, incluyendo el ámbito tartésico, eran de tamaño reducido, no superando en muchos casos las dimensiones locales y comarcales, lo que facilitó también la posición preeminente de los colonizadores, menores en número pero más organizados y en disposición de una tecnología más compleja, a la hora de establecer los pactos y las alianzas que regulasen las transacciones.El carácter desigual de los intercambios puede, además de inferirse de la lectura de los datos que proporciona el registro arqueológico, confirmarse asimismo por la información que contienen algunos textos antiguos. Un pasaje de Diodoro (V, 35, 4-5) que se atribuye a Posidonio, pero que también podría proceder de Timeo (Bunnens, 1979: 156) es bastante significativo comentando las ganancias que obtuvieron los fenicios de su comercio con la plata: "Siendo desconocido este uso entre los naturales del país, los fenicioslo utilizaban para sus ganancias comerciales, y cuando se dieron cuenta de ello, adquirieron la plata a cambio de pequeñas mercancías. Así, los fenicios que la llevaron hacia Grecia y Asia, y a todos los otros pueblos, adquirieron grandes riquezas. Hasta tal punto se esforzaron los mercaderes en su afán de lucro que cuando sobraba mucha plata porque los barcos estaban llenos de carga, sustituían el plomo de las anclas por plata".

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Una noticia muy parecida, hasta el punto de que no es necesario considerar la existencia de un intermediario, se lee también en un texto del Pseudo-Aristóteles (mir. 135) según el cual: "Se dice que los primeros fenicios que navegaron hacia Tartessos obtuvieron tal cantidad de plata a cambio de aceite y otras mercancías que habían traído, que no podían tomarla ni aceptar más, por lo que se vieron obligados, al regresar de estos lugares, a fabricar de plata todos los objetos de uso corriente, incluidas todas las anclas".

De acuerdo con esta información los fenicios consiguieron enormes riquezas a cambio de pequeñas mercaderías, lo cual constituye precisamente la esencia del intercambio desigual. Se podría objetar el carácter tardío de tales noticias, si bien su convergencia parece recoger una tradición anterior, así como su elaboración en un contexto que pretendería justificar retrospectivamente el éxito alcanzado por la expansión fenicia, pero lo cierto es que existen otras alusiones en los autores antiguos al respecto que parecen confirmar su veracidad. Tales son un pasaje de Estrabón (III, 5, 11) que habla del comercio de los fenicios de Gadir con los habitantes de las Casitérides, con los que intercambiaban cerámicas, sal y utensilios de bronce por estaño, plomo y pieles. También tenemos el famoso texto del Periplo de Scilax (G.G.M, p. 94 cfr: Villard, 1960: 14) sobre Cerné ( Mogador?) y el marfil y las pieles de animales que los fenicios obtenían allí a cambio de cerámicas y ungüentos, a los que quizá habría que añadir el vino (cfr: López Pardo, 1990b: 289). Por último, el no menos conocido pasaje de Heródoto (IV, 196) acerca del oro obtenido en el litoral atlántico africano por los cartagineses mediante el comercio "silencioso", propio del intercambio inicial que se desarrolla entre culturas con prácticas e instituciones económicas muy distintas. La falta de asentamientos estables en todos estos casos puede muy bien ser explicada dado su carácter de emplazamientos o factorías "extremas", situados en los confines de la tierra visitada por los navegantes y comerciantes fenicios, como el que durante algún tiempo habría caracterizado a Mogador (López Pardo, 1990b).

Llegamos de esta forma a una cuestión, como es la del grado de conocimiento y aplicación de la metalurgia de la plata, y de otros metales, por parte de las gentes autóctonas en el periodo anterior a la presencia fenicia, que, unida a la caracterización cultural de las poblaciones del Occidente mediterráneo se ha convertido en caballo de batalla de la interpretación del impacto exterior sobre las poblaciones locales y de la respuesta de éstas ante las influencias e innovaciones culturalmente externas. Pero en este sentido, y utilizando el caso de Tartessos por ser uno de los más debatidos, lo importante no radica en saber si el aprovechamiento de la plata (o de cualquier otro metal) era ya conocido por la población local antes de la llegada de los colonizadores orientales, como sugieren algunos indicios (Tsirkin, 1981: 412; Pérez y Frías, 1989), sino en precisar cual era el papel que desempeñaba dentro del modo de producción imperante. Es preciso, por consiguiente, caracterizarlo adecuadamente, para lo cual la información arqueológica, pese a su precariedad, resulta de gran ayuda. Frente a todas aquellas interpretaciones que insisten en la existencia de una notable complejidad cultural en el Tartessos preorientalizante, en el ámbito de las poblaciones meridionales peninsulares del Bronce Final se manifiestan nítidamente sistemas de rango y jerarquía (Wagner, 1983: 12; 1986: 154; 1991; Aubet, 1984: 447 ss; 1991: 36 ss), que emergen de sociedades aldeanas que se definen por la presencia generalizada de poblados de cabañas, enterramientos colectivos (túmulo 1 de "las Cumbres), cerámicas a mano, escasa o muy localizada actividad metalúrgica, como luego veremos, utillaje mayoritariamente lítico (incluido el hueso), y un modo de producción doméstico con todas las limitaciones que implica de cara a la intensificación de la producción y a la maximización de los excedentes.

Se diga lo que se diga (Fernández Jurado, 1989: 350), en el ámbito tartésico, e incluso en los núcleos que, como Huelva, experimentaron con más fuerza el impacto aculturador, el modo de producción doméstico parece haber continuado siendo mayoritario y predominante (que no único) entre la población local durante el periodo orientalizante, aplicado incluso a los trabajos minero-metalúrgicos, como muestra la dispersión de las escorias por las viviendas frente a los grandes depósitos de época romana. El que, por la imposición de los intereses de los colonizadores, resultase finalmente supeditado a las actividades mucho más especializadas de aquellos es algo totalmente distinto. En Tartessos, una sociedad aldeana

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jerarquizada, la necesidad de atender a los trabajos minero-metalúrgicos introducida por la demanda fenicia de metales, no tuvo por que romper totalmente, como sugieren los datos de que se dispone, su tradicional sistema de funcionamiento económico, habida cuenta del carácter aparentemente estacional de varios de los poblados conocidos dedicados a tales actividades (Ruiz Mata, 1989: 214 ss). La extracción del mineral se podía así compatibilizar con las prácticas tradicionales de explotación agrícola, trabajando en distintos momentos en cada una. Si bien es cierto que en algún caso se localiza algún centro, cómo la misma Huelva o Tejada la Vieja, con presencia de talleres que denotan unas actividades mucho más especializadas, se debe ello a que se trata de lugares directamente involucrados en la producción colonial, con fuerte y significativa presencia de población colonizadora, que probablemente atendería mayoritariamente las actividades más especializadas, con lo que se manifiesta una vez más cómo en la realidad colonial el intercambio desigual supeditaba la tradicional forma de producción doméstica de los autóctonos a los intereses y formas de organización propias del entorno colonizador fenicio.

La metalurgia, que ha sido uno de los elementos fundamentales sobre los que se ha construido la noción de una notoria complejidad cultural tartésica, en base a una producción propia especializada, constituye de este modo, y por el contrario, uno de los elementos que con más claridad sirven para caracterizar el intercambio desigual en Tartessos, y la dependencia tecnológica (y económica) que constituye uno de sus rasgos más destacados. Tal lectura se desprende del hecho de que el trabajo de extracción del mineral fuera efectuado por grupos de población local, que igualmente intervenía como fuerza de trabajo poco cualificada y con formas de organización típicamente domésticas, en los aspectos menos especializados del procesamiento del mineral, mientras que los procesos metalúrgicos más complejos eran realizados en lugares que, como los mencionados, albergaban una significativa proporción de población colonial. Las evidentes pruebas arqueológicas de una forma familiar o no especializada de organización del trabajo en los poblados minero-mertalúrgicos, incluidos los de actividad permanente como Cerro Salomón, indican que el modo de producción doméstico, lejos de desaparecer entre la población tartésica en favor de una economía más avanzada y diversificada, subsistió ampliamente aunque supeditado al sistema de intercambios y relaciones coloniales ahora dominante, y con un carácter ciertamente periférico.

Ya que la metalistería tartésica ha sido considerada recientemente, de acuerdo a los hallazgos que contrastan con otras culturas europeas contemporáneas, como un mito creado en gran parte por la erudición (Pellicer, 1989: 157), no estará tampoco de más recordar que la metalurgia fue conocida durante un milenio en Europa antes de que la intensificación de los sistemas de subsistencia creara el contexto social adecuado para la acumulación de riqueza y estimularan el florecimiento de la tecnología (Gilman, 1981: 19) requisitos imprescindibles para una producción especializada de cierta envergadura. La presencia de objetos metálicos y otros artefactos productivos sólo prueban la existencia de bienes de prestigio, que en las sociedades aldeanas integran una esfera diferenciada de la de los bienes de subsistencia, con los que no llegan a confundirse ni intercambiarse (Godelier, 1975:131; 1981:92). Estos bienes de prestigio pueden conseguirse mediante desplazamientos e intercambios con grupos lejanos o ser fabricados, incluso, por la propia unidad doméstico familiar. También puede darse la existencia de artesanos a tiempo parcial, ya que los ciclos agrícolas no ocupan todo el año, o bien la de especialistas, itinerantes o no, integrados de diversas formas en las relaciones de producción existentes. En relación al denominado comercio lejano, es éste perfectamente posible en una sociedad aldeana jerarquizada como la tartésica, y su alcance se documenta durante el "orientalizante" en la vega de Granada, Extremadura y la Meseta (Aubet, 1991: 36; Fenández Miranda y Pereira, 1992: 71 ss), y en su modalidad marítima a vuelto ha ser reivindicado recientemente (Fernandez Miranda, 1991: 89 ss), pese a que no se dispone de demasiada base para considerar la existencia de una tradición marítima local (Alvar, 1980, 1988). Antes del contacto colonial con los fenicios, la existencia de un comercio de largo alcance (aunque se discute acerca de sus protagonistas) se encuentra igualmente documentada en los materiales atlánticos y mediterráneos que han servido para conformar el debatido tema de la precolonización. No obstante, y pese a todo ello, para aceptar que el desarrollo de sistemas de intercambio tuviera alguna repercusión notable

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en la aparición de una más acusada complejidad socio-cultural, habría que probar primero que tuvieron una incidencia acusada en el incremento de la producción agrícola, favoreciendo el desarrollo de nuevas y más eficaces tecnologías, lo que no constituye el caso, pues de acuerdo a los datos arqueológicos se trataba fundamentalmente de armas y otros artefactos que podemos definir como bienes de prestigio. Aún así es posible que se llegue a manifestar en una intensificación de la coerción que las elites ejercían sobre la población.

Con todo, tales bienes de prestigio no constituyen riqueza (ni indicio de mayor complejidad cultural) sino tan sólo su imagen, ya que la auténtica riqueza se obtiene en una sociedad como aquella del control sobre los medios de producción a través de la redistribución y las alianzas matrimoniales (Meillassoux, 1972), al proporcionar la capacidad de movilizar fuerza de trabajo y apropiarse del excedente. Los bienes de prestigio adquieren precisamente su significado al ser utilizados para tales fines. Curiosamente los objetos de prestigio que aparecen representados en las estelas decoradas del S.O (Barceló, 1989; Pérez, 1991) son muy escasos en los hallazgos arqueológicos. Ello se debe a que no se conocen las necrópolis de este periodo, donde precisamente serían enterrados tales símbolos de rango (y riqueza), dado que es preciso neutralizarlos finalmente para evitar una acumulación excesiva que les haría perder su significado originario, pues en este tipo de culturas la competencia social, que no es un factor de clase al ser éstas inexistentes, toma la forma de una acumulación de mujeres o una multiplicación de los aliados (Godelier, 1981: 92 ss) que se obtienen gracias a estos bienes de prestigio en manos de los jefes de linaje.

Por otra parte, en Tartessos la escasa especialización previa a la experiencia colonial y la posterior dependencia tecnológica propia del intercambio desigual, se perciben también en hechos tales como el que la producción de los bronces orientalizantes no se acometiese hasta que se constatan (arqueológicamente) los intercambios fluidos con los colonizadores fenicios, o en que la explotación del las minas del S.O. decayera hasta abandonarse a medida que la tecnología de extracción existente convertía en poco rentable la explotación de los yacimientos mineros, cambiando los intereses de los colonizadores hacia finales del periodo orientalizante (fines del siglo VI), fenómeno paralelo al declive de la actividad metalúrgica en Huelva. Por supuesto, y como se ha dicho, la dependencia tecnológica, entrañaba la subordinación económica en gran medida, que es lo que explica por qué los trabajos primarios de obtención del mineral y de su preparación inicial corresponderían a la población autóctona, y su organización a sus elites dirigentes. Ahora bien, la pregunta que surge inmediatamente es cómo puede una tecnología que no está involucrada en la producción para la subsistencia acarrear dependencia económica externa. El comercio lejano, aunque se llegue a dar la proximidad física y permanente de los comerciantes, que constituyen un grupo privilegiado en la estructura colonial como revelan los suntuosos enterramientos de las necrópolis de Trayamar o Almuñecar, al proporcionar una forma de "realizar" el excedente (Terray: 1975: 123 ss) acumulado por las elites, desempeñaba un importante papel en el sostenimiento del sistema económico, si bien tal comercio, en apariencia dinámico, posiblemente no hiciera otra cosa que mantener el sistema tal como era, reforzando la estructura de autoridad que ya estaba creada con la adquisición de bienes de prestigio o de bienes necesarios para controlar a los productores del excedente (Gudeman: 1981: 256). La respuesta, por tanto, consiste en que las elites autóctonas pasaron a depender cada vez en mayor medida de los bienes de prestigio que aportaban los colonizadores para poder seguir practicando en el seno de sus comunidades una redistribución marcadamente inequitativa que revertía en beneficios económicos, amén de sociopolíticos, al permitirles apropiarse del excedente en forma de trabajo invertido en la obtención del mineral, pero al mismo tiempo las elites ocupaban una posición clave en el funcionamiento del sistema redistributivo.

Los testimonios arqueológicos son sumamente indicativos al respecto: la aculturación "orientalizante", como elemento encubierto de un sistema de explotación colonial, vino a incidir diversificando las prácticas económicas de la población autóctona (Wagner, 1983: 10), aunque no cambió mucho su organización, creando una demanda externa de minerales que impulsaba a los jefes situados en el centro

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de los sistemas redistributivos locales característicos de aquellas economías de prestigio (Aubet, 1991: 39 ss; Wagner, 1991a: 20 ss) a movilizar la fuerza de trabajo necesaria para intensificar las tareas de extracción minera. Es preciso, por tanto, hacer notar que la capacidad intensificadora y la eficacia para movilizar fuerza de trabajo de los personajes situados al frente de los sistemas redistributivos propios de las sociedades aldeanas jerarquizadas, que en términos políticos conocemos como jefaturas, se ha constatado sumamente operativa (Sahlins, 1972: 148 ss; 1979: 280 ss; Renfrew, 1984: 74), como para que no tengamos que recurrir a imaginar relaciones sociales de dependencia de tipo servil o esclavistas, más propias de las sociedades estratificadas que de las comunidades aldeanas jerarquizadas como aquellas. Con la intensificación de los trabajos mineros, aún con formas sencillas y poco especializadas de organización, las elites tartésicas accedieron a una parte del excedente (bajo la forma de fuerza de trabajo) que luego era objeto de intercambio con los colonizadores. Y mediante esta transferencia se producía una apropiación real del mismo, en forma de trabajo extra (cfr: Gudeman, 1981: 256), ya que la redistribución de las contrapartidas coloniales, la "riqueza" orientalizante, era claramente asimétrica, como revelan los datos arqueológicos. Al tiempo que las elites se encumbraban con una mayor apropiación de excedente, aumentaba paralelamente su capacidad de presionar sobre la producción de bienes de subsistencia para incrementarla, con lo que el excedente podía aumentar aún más, aunque condicionado, claro está, a la capacidad de sustentación limitada por la eficacia tecno-ambiental. No hace falta pensar en una "revolución" tecnológica aplicada a la producción para la subsistencia. Datos históricos procedentes de otros entornos culturales revelan que sistemas sociopolíticos complejos pueden llegar a aparecer sobre la base de una tecnología de producción ciertamente sencilla (Dumond, 1961; cfr: Flannery, 1975: 37). Como en otras sociedades en tránsito desde la jefatura avanzada hacia el Estado arcaico, propio de las llamadas "primeras civilizaciones", la incipiente estratificación observada parece que se basó más en la creciente capacidad por parte de las elites para movilizar fuerza de trabajo, que en la apropiación efectiva de los medios de producción, sobre los que se ejercería un control más bien abstracto.

Aún así, a pesar de la importancia para las elites de los trabajos de extracción minera y primer procesamiento del mineral que aseguraban los intercambios con los colonizadores, la mayor parte de la población autóctona siguió dedicándose preferentemente a las actividades agrícolas tradicionales con técnicas y formas de organización también tradicionales, como muestra la no renovación del utillaje productivo. Ello equivale a hablar de la existencia de unos mercados muy localizados y de un intercambio limitado a productos muy específicos y a sectores sociales restringidos. El comercio, en un contexto como aquel, era una relación exclusiva con una parte externa específica, estableciéndose de antemano y con exactitud quién intercambia con quién. De esta manera son las relaciones sociales y no los precios los que conectan a los "compradores" con los "vendedores" (Sahlins, 1977: 319 ss). Por supuesto que había beneficios, pero estos estaban basados en la diferencia de valores subjetivos (utilidades sociales) apreciados desigualmente en dos sociedades distintas que intercambiaban productos raros cuyos costes sociales de producción ignoraban o no compartían, y no deben confundirse con la ganancia de capital comercial (Amín, 1986: 24). La nueva "riqueza" caracterizadora del "orientalizante" y sus formas de expresión se concentraron sobre todo en los grupos elitistas de la sociedad (Bisi, 1980: 34; Tsirkin, 1981: 417; Aubet, 1984: 447), beneficiando escasamente al resto de la población, lo que constituye otra de las formas propias de un contexto de explotación colonial caracterizado por el intercambio desigual. Y si bien es cierto que pudo haber existido competencia por el volumen del comercio externo, y que de hecho los sistemas internos de prestigio de las sociedades aldeanas jerarquizadas descansan a menudo sobre ella, aquella no surge como una manipulación de los precios u otros procedimientos similares, sino que suele reposar sobre el aumento de los "socios" externos o del volumen del comercio ya existente (Sahlins, 1977: 322). De ahí el justificado interés de Argantonio por la presencia de los focenses en Tartessos.

Hay que evitar malinterpretar, por consiguiente, la incidencia de este comercio colonial sobre el conjunto de la economía de las poblaciones autóctonas, que si bien resultó subordinada a él, continuó siendo predominantemente agropecuaria y rigiéndose por normas de explotación básicamente domésticas. No es

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oportuno tampoco sobredimensionar elementos como el valor de cambio, el mercado, o la oferta y la demanda. En la dinámica del intercambio desigual no hay apenas sitio, al quedar establecida la dependencia tecnológica exterior, para que actúe holgadamente la ley de la oferta y la demanda, que requiere además de un suficiente número de compradores y vendedores competitivos, lo que no era el caso. Por eso la clave no reside en averiguar si con la presencia colonial fenicia primero y el comercio focense después se introdujeron elementos de una economía protomonetal, como podrían haber sido los famosos obeloi y otras piezas metálicas similares, sino en esclarecer el papel que desempeñaron tales prácticas en el conjunto de la economía tartésica supeditada a los intereses de los colonizadores.

La tentación de considerar el comercio externo como un factor de desarrollo sociopolítico, además de económico, que llevaría a la postre a la aparición de una organización estatal en Tartessos, ha sido y sigue siendo grande (Tsirkin, 1981: 414), y conecta directamente con el controvertido tema de la "realeza" tartésica. Los autores que mantienen tal punto de vista pasan por alto, sin embargo, que únicamente cuando no se dan relaciones de desequilibrio que impliquen subordinación, gozando por tanto de plena autonomía, el control del comercio lejano por las elites puede producir esta consecuencia (Amín, 1986: 37 ss), y aún así debe tratarse de un comercio que afecte, directa o indirectamente, al sector básico de la subsistencia, favoreciendo el progreso de las fuerzas productivas, lo que facilitará a su vez la creación del excedente necesario para reproducir las condiciones de tal comercio. Pero un comercio reducido en gran parte a bienes de prestigio, como ocurre con las culturas del Bronce europeas, es más un síntoma de la existencia de las élites, tal y como sucede en Tartessos y en el resto de la Península, que la causa de ellas, y difícilmente puede incidir en gran medida en los procesos de estratificación social (Gilman, 1981: 5). A este respecto, la existencia de un contexto de intercambio desigual en Tartessos reforzó el poder de las élites locales sobre las que los colonizadores descargaron la responsabilidad de movilizar y organizar la fuerza de trabajo necesaria para hacer efectivos los intercambios, pero al mismo tiempo eran los propios colonizadores los más interesados en que tal poder no aumentara desproporcionadamente más allá de la capacidad que poseían para ejercer su control. Los mecanismos de sujeción ya los conocemos: pactos y acuerdos desiguales, dependencia tecnológica, subordinación económica. La competencia y hostilidad interna por el control o el acceso privilegiado al intercambio con los colonizadores, en ocasiones probablemente estimulada por los mismos, pudo haber impedido, durante un tiempo, un encumbramiento excesivo de algunas elites locales, al propiciar una situación de inestabilidad interna, arqueológicamente sugerida por las fortificaciones de los poblados, que no haría sino favorecer a los propios colonizadores. A la larga, sin embargo, un clima tal pudo haber favorecido la formación de poderes territoriales más amplios que los que parecen haber caracterizado la situación anterior (Wagner, 1983: 13 ss), emergiendo una poderosa jefatura que controlara extensos territorios, como podría indicar la, arqueológicamente observada, homogeneización de los bienes de prestigio en buena parte del mediodía peninsular.

De esta forma el contacto con los fenicios, la aculturación "orientalizante", provocó a la larga una incipiente estratificación que, no obstante, parece que no llegó a tener ulteriores consecuencias de más amplio alcance. Seguramente eso es lo que subyace tras la figura de Argantonio, al que Heródoto (I, 163) llama Basileus , lo que sugiere a lo sumo una concentración personal del poder, pero sin aclarar mucho acerca de su alcance y su legitimidad (de Hoz, 1989: 32 ss), si bien luego matiza que "tiranizaba" sobre Tartessos, lo que para un griego de aquella época sólo podía significar el poder que se obtiene a partir del comercio. No hay, por otra parte, prueba alguna de la presencia del Estado en Tartessos, y el retraimiento observado a finales del periodo orientalizante en muchos asentamientos, que no llegarán a alcanzar una categoría urbana (Aubet, 1977-8: 100; 1991: 41; Belén y Escacena, 1989) sugiere que no llegó a eclosionar como tal. Claro que ello podría también interpretarse como un fenómeno provocado precisamente por una concentración de la población y el hábitat en un proceso avanzado de estatalización. Pero entonces que pasó luego con tal organización política?, cómo ha podido llegar a diluirse sin dejar apenas rastro?. A no ser que pensemos otra vez en los cartagineses como los responsables de la destrucción de Tartessos, para lo que no existe ninguna prueba convincente. Creo que una propensión a

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encontrar trazas físicas, que no funcionales, de urbanismo en cualquier asentamiento medianamente organizado, a la que se suma una concepción bastante laxa del fenómeno estatal, añadidas al uso indiscriminado por las fuentes del término polis (de Hoz, 1989: 32), junto con la confusión Gadir/Tartessos (Alvar, 1989) que recogerá por ejemplo Avieno, son seguramente los elementos responsables de que todavía haya investigadores empeñados en proclamar el carácter urbano y estatal de la sociedad tartésica, aún en contra de las evidencias de que disponemos.

En estrecha conexión con ello, es preciso situar en su justo término el alcance de las transformaciones detectadas en los poblados autóctonos ante el impacto de la presencia colonial, en lo que afectan a su funcionalidad y a la misma organización del hábitat. A tal respecto, se ha señalado con razón que no implica lo mismo detectar un cambio que introduzca las plantas rectilíneas en las unidades de habitación, junto con mejoras en las técnicas constructivas, frente a las anteriores plantas ovales o circulares, pero sin modificaciones apreciables en la organización del espacio interno, que constatar, por el contrario, como éste sufre también alteraciones significativas (Belén y Escacena,1989). Aunque muy mal conocidos, los asentamientos tartésicos no parecen presentar, por lo general, netas diferencias funcionales en la organización del espacio y manifiestan, sobre todo, el cambio producido en las técnicas constructivas, que no ha de vincularse siempre, de forma necesaria, a los efectos de la aculturación. Allí donde esto no es así, y se puede observar una neta diferenciación funcional en la utilización del espacio en los asentamientos, con áreas destinadas a actividades especializadas, como sucede en Huelva o Tejada la Vieja, se constata con claridad la presencia de un significativo grupo de población colonial.

Un último aspecto en el que se percibe con nitidez la presencia de un sistema de explotación colonial introducido por los fenicios en el mediodía peninsular, actuando bajo la forma de un intercambio desigual, es el de esa forma de depredación ecológica que fue la deforestación (Wagner, 1986: 157; Aubet, 1991: 41), no por difícilmente cuantificable menos evidente, lo que no es sino otra forma de esquilmación de los recursos locales. Tiene ello su importancia, y no tan sólo económica, ya que la modificación de los paisajes culturales propios debido a la intervención alóctona puede ser percibida como una forma de agresión cultural, y en cualquier caso debió de repercutir, aunque no seamos capaces de establecer como, sobre las condiciones de vida de sus gentes.

II. Aculturación, colonización, explotación.

Por todo lo dicho hasta ahora, las elites locales parecen haber sido los únicos grupos de la población autóctona que obtuvieron ciertas ventajas, como un aumento de su poder y de su capacidad de control, de sus relaciones con los colonizadores fenicios, a cambio de quedar integradas en una posición subordinada en la jerarquía de decisiones impuesta por el estamento colonial. También aumentó su riqueza, no tanto por los beneficios directos que les proporcionara el comercio exterior, aunque los hubo, cuanto por su mayor encumbramiento que les permitía practicar en el seno de sus comunidades una redistribución de marcada inequidad, extrayendo una mayor cantidad de excedente, y apropiándose del mismo en forma de trabajo extra para la obtención de mineral. Muchos de los indicadores arqueológicos sobre los que se hace descansar la aculturación "orientalizante" y sus supuestos beneficios para las poblaciones autóctonas, como son los objetos de gusto oriental (marfiles, jarros, espejos, cuencos...) caracterizan sobre todo los enterramientos más suntuosos, y últimamente se considera que fueron obra de talleres fenicios ubicados en Gadir, Huelva y Carmona (Aubet, 1984: 453; Belén, 1986: 266 y 269), por lo que no es de descartar que tuvieran una función similar en el funcionamiento del intercambio desigual a la de los asentamientos de la periferia mediterránea, dinamizando los intercambios y reduciendo los costos al eliminar gran parte de los gastos de transporte en las manufacturas suntuosas destinadas a las elites.

Desde esta perspectiva, el "orientalizante" debe entenderse como un periodo en el que se acentuó la jerarquización interna de las comunidades autóctonas, algunas de las cuales pudieron ampliar también el

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radio de su influencia territorial, allí donde las relaciones con los colonizadores, como en Tartessos, fueron más intensas y frecuentes, al profundizar en la distancia entre las elites y los distintos grupos sociales, al tiempo que el parentesco perdía paulatinamente fuerza como elemento vertebrador de las relaciones sociales. Algo que podría definirse como el paso de un sistema "gentilicio" a uno "clientelar", que acentuaba las relaciones sociales de dependencia e introducía en ellas nuevas formas que, no obstante, no estamos en condiciones de precisar más. La cuestión clave a tal respecto es en qué forma y a qué ritmo se dieron las transformaciones estructurales concurrentes, y si ello llegó a provocar, como muchas veces se pretende, una temprana y radical modificación del carácter de las comunidades originarias. Ya hemos visto que no parece ser éste el caso, por lo que debe admitirse que la aculturación de las elites locales no implicaba necesariamente la del resto de la población (Tsirkin, 1981: 417 ss), que en general se mostró poco proclive al cambio cultural. Digamos de paso que el impacto de la aculturación orientalizante como motor de transformaciones socio-culturales significativas ha sido así mismo cuestionado en relación al Levante protoibérico, destacándose que la pluralidad de relaciones externas sólo llegó a afectar en muy escasa medida al medio autóctono local (Aranegui Gascó, 1986: 192).

También debe considerarse que en los grupos situados en la cúspide de la jerarquía social, la aculturación constituía sobre todo un mecanismo eficaz para su integración en el estamento colonial, incorporándolas a la jerarquía organizativa, si bien en un posición subordinada que aseguraba la primacía de los colonizadores. La aculturación actuaba, por lo tanto, como una forma de dominación, acercando los intereses de las elites autóctonas a los de los colonizadores fenicios. Todo ello es algo que arqueológicamente se percibe en la incorporación de algunos elementos del ritual funerario alóctono a las prácticas locales, como la presencia de lujosas manufacturas de procedencia colonial en algunos enterramientos de las necrópolis, a los que confieren precisamente su carácter "principesco" (Ruiz Delgado, 1989), así como de servicios funerarios (jarro, plato y candelabro) que constituyen una réplica en metal de la vajilla mortuoria cerámica de los colonizadores. Igualmente significativo resulta, como fue destacado en su momento (Aubet, 1977-8: 95 ss) que los grandes túmulos funerarios de los "príncipes" locales se erijan sobre necrópolis anteriores con una clara estructura comunitaria. Gráficamente representarían el encumbramiento de un personaje sobre los grupos de parentesco. Y no menos interesante resulta la posibilidad de que el conjunto arquitectónico de Cancho Roano no sea sino un "palacio" construido por técnicos fenicios para un notable personaje local, cuya función, en un momento ya tardío del "orientalizante" , podría haber sido la de actuar como agente dinamizador de los intercambios en la zona por cuenta de los fenicios (López Pardo, 1990a: 161). Aún así, más que integradas en el sentido ideológico por los colonizadores (Aubet, 1991: 35), las elites locales debieron ocupar una situación intermedia, y en muchos rasgos contradictoria, como a menudo ocurre en el intercambio desigual, en su papel de interlocutores entre unos (la población autóctona) y otros (los colonizadores). Tal es lo que, en el caso de Tartessos, sugiere la pervivencia de elementos culturales propios, cargados sin duda de un fuerte contenido simbólico, como fue la inhumación y las construcciones tumulares.

Dejando a un lado las elites, el resto de la población sufrió a la larga las consecuencias del impacto negativo de la aculturación colonial y el intercambio desigual. De esta forma, los supuestos avances introducidos desde la más compleja cultura de los colonizadores, como serían por ejemplo la escritura y la tecnología del hierro, y a los que se hace responsables a menudo del "progreso" que habrían experimentado las poblaciones autóctonas durante el "orientalizante", tardaron bastante en incorporarse a las prácticas locales o lo hicieron muy parcialmente (Wagner, 1986: 134ss; 1990: 686 ss). De igual forma el impacto aculturador de la religión fenicia ha sido ostensiblemente exagerado, tal y como ha sido advertido recientemente (Alvar, 1991: 354 ss). La aculturación parece que fue, por tanto, muy superficial además de selectiva. Superficialidad que es bien patente en el predominio lingüístico local frente al fenicio. A la postre parece que no hubo tantas "ventajas" para la gente que habitaba en Tartessos o cualquier otro lugar de Occidente relacionado con la colonización fenicia, y cuando las minas, como aquellas de Huelva, dejaron de ser productivas con la tecnología disponible, que permitía una explotación

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menos intensiva que la que posteriormente, en época romana, reactivó de nuevo los trabajos de explotación, se produjo una reorientación de las actividades e intereses coloniales que supuso la desaparición del horizonte cultural "orientalizante", en realidad un estilo de vida de las elites locales auspiciado por la presencia colonizadora, en favor de la explotación de otros recursos, como la pesca y las salinas, coordinada igualmente desde el santuario de Melkart, o se buscaron en otras regiones nuevos yacimientos más rentables.

Por otra parte, cuando se habla de las interacciones culturales a las que dio lugar la presencia fenicia en Occidente, no se suele tener en cuenta que la aculturación puede obrar en muchos casos destructivamente, sobre todo cuando forma parte de un sistema de explotación colonial (Wachtel, 1978: 154, Gudeman, 1981: 219 ss, Burke, 1987: 127) dando lugar entonces a fenómenos de rechazo y supervivencia cultural conocidos como contra-aculturación, que se pueden manifestar de muy diversas formas (Gruzinski y Rouveret, 1976: 199-204) e incluso a la desestructuración de la formación social que recibe el impacto de los elementos culturales externos (Alvar, 1990: 23 ss). En otras ocasiones, cuando los efectos negativos de la aculturación se presentan con menos virulencia, se puede originar una situación que se conoce como pluralismo estabilizado, allí donde las culturas implicadas se atienen a un mutuo acomodo en una misma área, en una relación asimétrica que les permite, no obstante, persistir respectivamente en su línea distintiva. Tal parece haber sido en buena medida el caso del mundo tartésico y de los pueblos ibéricos, más, con todo, es cierto que se puede apreciar en el mediodía península, aunque en fecha posterior, un ambiente muy influido por la presencia de elementos culturales de procedencia oriental o semítica, lo que se percibe no sólo en los restos de la cultura material, sino también en las prácticas funerarias, la toponimia, etc. Más como quiera que la etapa post "orientalizante" de presencia cartaginesa o púnica se caracterizó más por las actividades comerciales que por la colonización a gran escala (Wagner, 1989; López Castro,1991), resulta oportuno preguntarse a cerca de la procedencia de tales rasgos.

III. Colonización agrícola.

En nuestra opinión, una serie de prácticas y estructuras funerarias documentadas en el registro arqueológico de diferentes lugares en el sur peninsular revelan una penetración fenicia hacia el interior (Ruiz, 1989: 282 ss) que se inscribiría en el marco de un movimiento colonizador de componente agrícola. Hace ya algún tiempo que, siguiendo una propuesta básica de Whittaker (1974), que ha sido en general bastante desatendida, venimos insistiendo en la necesidad de reconocer la existencia de una mayor profundización colonial fenicia en el interior del mediodía peninsular, como única forma de entender los complejos fenómenos de interacción cultural que la investigación arqueológica ha detectado. Algunos yacimientos del Bajo Guadalquivir y Extremadura albergan una cantidad tal de materiales y elementos procedentes del ámbito colonial como para afectar, hasta modificarlas, las mismas prácticas y rituales funerarios, tradicionalmente considerados como uno de los elementos más conservadores, y por consiguiente más reacio al cambio, de todo el conjunto cultural. En tal situación, o bien responden a una presencia de fenicios en esos lugares, o una aculturación semejante solo puede proceder de contactos cercanos, intensos y permanentes que trasciendan las relaciones comerciales. En este sentido las pretendidas incineraciones tartésicas de influencia "orientalizante", que serían fruto de la aculturación colonial, son lo suficientemente tempranas en contraste con la adopción de otros elementos culturalmente externos, como para convertirlas en objeto de sospecha (Wagner, 1986: 135 ss), ya que no existe en la zona una tradición incineradora anterior, siendo las incineraciones del Sudeste muy distintas y muy lejanas en el tiempo y en el espacio. Por ello frente al extendido punto de vista según el cual las actividades comerciales constituyeron el principal impulso de la aculturación, lo que ciertamente no tiene en cuenta el contexto desigual en que se producían los intercambios, con lo que crea más incertidumbres que problemas resuelve, se abre por el contrario la perspectiva de una colonización fenicia en el interior, que arqueológicamente estaría representada, a falta de excavaciones más amplias, por una serie de indicadores típicos relacionados sobre todo con las prácticas y estructuras funerarias (incineración en urna depositada

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en un orificio del suelo) y los objetos de cultura material asociados (urnas cinerarias globulares, lucernas unicornes, marfiles...) que caracterizan algunos yacimientos del Bajo Guadalquivir (Cruz del Negro), pero que son en cambio bastante poco frecuentes en las necrópolis fenicias del litoral (Wagner y Alvar, 1989: 93), aunque si aparecen en un contexto de poblado en ambiente autóctono próximo, como ocurre en Ronda, en la serranía de Málaga. Creo que todo ello hace difícil pensar que la aculturación "orientalizante" supuestamente detectada en tales yacimientos del Bajo Guadalquivir, y algún otro de Extremadura, tenga sus orígenes en los intercambios con los asentamientos fenicios de la costa mediterránea. Además, no se suele utilizar como urna cineraria un elemento que en la vida cotidiana forma parte del utillaje de cocina. Por eso parece prudente considerar que quienes se entierran de tal forma en las necrópolis del ámbito "orientalizante" no eran en realidad autóctonos, sino colonizadores aunque con una procedencia distinta (N. de Fenicia y Siria) de aquellos que habitaban en el litoral. Es probable incluso que se haya producido el mestizaje en alguna proporción, que desde luego desconocemos, como sugieren algunas necrópolis del sur cuyo registro presenta un alto índice de mezcla de tipologías y rituales.

Por otra parte, hoy está aceptada por muchos la presencia de artesanos y técnicos fenicios residiendo en un medio autóctono, estando documentada en sitios como Huelva, o Crevillente, y más al interior en Tejada la Vieja y en Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz). En este último lugar, ubicado en pleno hinterland tartésico, en la que sería ruta hacia el estaño y el oro aluvionario del N.O. peninsular, jalonada por sitios tan representativos del "orientalizante" como la Aliseda o Medellín, la existencia de un edificio de arquitectura oriental está sugiriendo la presencia de los colonizadores en los sistemas locales de intercambio (López Pardo, 1990a). Se acepta asimismo la explotación de los recursos naturales, que incluye el aprovechamiento del potencial agrícola, en los asentamientos fenicios del litoral mediterráneo, en el marco de una economía diversificada (Schubart, 1982: Blázquez, 1986: 165; Aubet, 1987: 267 ss;), que nosotros incluimos en el esquema de funcionamiento del intercambio desigual reduciendo costes de transporte y almacenamiento (Alvar y Wagner, 1988: 173 ss). Pero se sigue siendo bastante reacio a considerar la presencia más al interior de colonos agrícolas fenicios, e incluso un posible mestizaje que, como queda dicho, pudo haber tenido lugar en ocasiones. Sin ánimo de introducir de soslayo una interpretación de sesgo difusionista, la hipótesis que plantea el carácter global o parcialmente fenicio, según el caso, de algunos yacimientos tartésicos "orientalizantes" se ha visto recientemente reforzada por el hallazgo en Ibiza de una necrópolis fenicia arcaica (Gómez Bellard et alli, 1990) enteramente similar en su registro arqueológico a algunas otras del Bajo Guadalquivir. Dado que no resulta muy probable una colonización tartésica de la isla, ni que una aculturación de origen fenicio haya producido cambios culturales con resultados tan convergentes sobre substratos culturales tan distintos, parece lícito considerar la existencia de una presencia fenicia, similar a la de Ibiza, en lugares como Cruz del Negro, Carmona o Medellín.

El origen de tal colonización, que llamamos "agrícola" para diferenciarla de la presencia de los asentamientos costeros de índole esencialmente asociada al comercio, responde, como se ha indicado más arriba, a las propias dificultades en Fenicia para extraer el excedente, agudizadas por la concentración de la población a consecuencia de las presencia de los "pueblos del mar" y los arameos (Tsirkin, 1981: 412), lo que había motivado precisamente la reorganización del comercio lejano que dio lugar a la expansión marítima a comienzos del primer milenio, sobre las que finalmente vino a incidir de forma catastrófica la guerra de conquista practicada por Asiria. A la postre el movimiento migratorio hacia Occidente, que no tuvo por que tener unas dimensiones masivas, parece haberse llegado a inscribir en la propia dinámica de la colonización fenicia en el Mediterráneo occidental, lo que posibilitó finalmente integrar a grupos de emigrantes orientales que escapaban de la amenaza asiria en la estructura económica de los intercambios (desiguales) con las poblaciones autóctonas. Los agricultores fenicios, con técnicas no disponibles en Occidente, proporcionaron una base demográfica y cultural más sólida y estable, al añadirse a la presencia de los comerciantes y artesanos, y a tal respecto pudieron haber sido los verdaderos promotores de ese "horizonte de semitización" que se percibe luego, por ejemplo en la toponimia meridional (Lipinski, 1984:

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100 y 119), y del que nos hablan las fuentes literarias cuando nos dicen que los fenicios habitaron la mayor parte de la Turdetania. Por supuesto que sólo se trata, de momento, de una hipótesis de trabajo, pero creo que explica mejor y con menos contradicciones la existencia de un substrato cultural hispano-fenicio que perduró en el S.O hasta bien entrada la época romana (Tsirkin, 1985), que las explicaciones alternativas, y más frecuentes, que lo hacen proceder de una improbable aculturación originada por los intercambios comerciales o de la más reducida y localizada presencia cartaginesa posterior.

BIBLIOGRAFÍA

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