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DEBATES ÉTICOS CONTEMPORÁNEOS Víctor Cantero Flores • Héctor Hernández Ortiz • Roberto Parra Dorantes • Víctor Manuel Peralta del Riego Víctor Cantero Flores Héctor Hernández Ortiz Roberto Parra Dorantes Víctor Manuel Peralta del Riego EDICIONES ACADÉMICAS E ste volumen incluye cuatro discusiones sobre te- mas vigentes de gran importancia que tienen una dimensión ética y práctica esencial, y que han sido foco de gran interés en la vida pública reciente: la pena de muerte, la ética de comer carne de animales no humanos, la discriminación positiva y el derecho a poseer y portar armas. A cada uno de estos temas se le ha dedicado un capítulo, utilizando siempre la siguiente dinámica: al ini- cio de cada capítulo uno de los coautores de este libro defiende la postura a favor y otro defiende la postura en contra. Después ambos tienen la oportunidad de rea- lizar una evaluación crítica del texto de su interlocutor, destacando sus fortalezas y respondiendo a sus argu- mentos principales. Por último, otro de los coautores de este libro cierra la discusión con una evaluación general del debate, a menudo planteando preguntas que per- manecen abiertas para continuar con la reflexión. Esperamos que los debates aquí presentados sean útiles para continuar con la discusión abierta, democrá- tica y fructífera dentro de nuestra sociedad, y alberga- mos la esperanza de alcanzar acuerdos racionales so- bre estos temas. ISBN Universidad del Caribe: 978-607-9161-37-8 ISBN Colofón: 978-607-8622-92-4 ISBN Universidad del Caribe: 978-607-9161-38-5 ISBN Colofón: 978-607-8622-93-1 Víctor Cantero Flores es doctor en filosofía por la Universidad de Sheffield (Reino Unido). Obtuvo la maestría en filosofía y la licenciatura en filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente, es profesor inves- tigador de tiempo completo en el De- partamento de Desarrollo Humano de la Universidad de Caribe (Cancún, Quin- tana Roo). Sus áreas de investigación e interés son la lógica, el pensamiento crítico, la ética, la filosofía de la religión, el concepto de desarrollo humano y la educación. Entre sus publicaciones re- cientes se encuentra “Essentialism and grounding” y “Frege’s puzzle and the a priori”, ambas en la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, y “La dimensión epistémica de la discrimina- ción implícita” en el libro Vulnerabilidad social en Cancún. Héctor Hernández Ortiz es doctor en filosofía de la ciencia por el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Obtuvo la maestría en filosofía en la Fa- cultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Cuenta con la licenciatura en matemá- ticas y la licenciatura en actuaría por la Facultad de Ciencias Exactas de la UNAM. Sus áreas de investigación son: lógica, filosofía del lenguaje, filosofía de la mente, ética, pensamiento crítico, filo- sofía de las matemáticas, probabilidad, educación, desarrollo humano. Actual- mente es profesor investigador en el De- partamento de Desarrollo Humano de la Universidad del Caribe. Algunos de sus artículos publicados son “Argumentos seculares en favor de la preservación de la vida humana” en Dilemata: Revista Internacional de ética aplicada, y “Pro- blemas sobre la distinción entre razo- namientos deductivos e inductivos y su enseñanza” en Innovación Educativa. Víctor Manuel Peralta Del Riego es maestro en filosofía por la UNAM, li- cenciado en filosofía y pasante de la licenciatura en derecho por la Universi- dad Autónoma de Zacatecas. Ha sido profesor investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas, y desde 2012, trabaja en la Universidad del Caribe como profesor investigador. Sus prin- cipales áreas de investigación son la lógica, la filosofía de la mente, filosofía política, derecho penal, derecho consti- tucional, y filosofía del derecho. Ha publicado algunos artículos y textos sobre teoría de la argumentación, pen- samiento crítico y lógica. Roberto Parra Dorantes es maestro en filosofía por la Universidad Nacional Au- tónoma de México (UNAM) y licenciado en derecho por la Universidad de Her- mosillo. Es exbecario Fulbright y ganador del premio Norman Sverdlin 2008 a me- jor tesis de maestría en Filosofía, otorga- do por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es profesor investigador en el Departamento de Desarrollo Humano de la Universidad del Caribe (Cancún), donde imparte cursos sobre desarrollo de habilidades del pensamiento y sobre responsabilidad social y ambiental. Sus temas de investigación se relacionan con la ética teórica y aplicada, la racio- nalidad práctica, el pensamiento crítico, la educación y la literatura. Es coautor del libro Falacias y racionalidad (2016). forro.debates eticos contemporaneos.indd 1 29/01/20 17:56

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Víctor Cantero FloresHéctor Hernández OrtizRoberto Parra DorantesVíctor Manuel Peralta del Riego

EDICIONES ACADÉMICAS

E ste volumen incluye cuatro discusiones sobre te-mas vigentes de gran importancia que tienen una dimensión ética y práctica esencial, y que han

sido foco de gran interés en la vida pública reciente: la pena de muerte, la ética de comer carne de animales no humanos, la discriminación positiva y el derecho a poseer y portar armas.

A cada uno de estos temas se le ha dedicado un capítulo, utilizando siempre la siguiente dinámica: al ini-cio de cada capítulo uno de los coautores de este libro defiende la postura a favor y otro defiende la postura en contra. Después ambos tienen la oportunidad de rea-lizar una evaluación crítica del texto de su interlocutor, destacando sus fortalezas y respondiendo a sus argu-mentos principales. Por último, otro de los coautores de este libro cierra la discusión con una evaluación general del debate, a menudo planteando preguntas que per-manecen abiertas para continuar con la reflexión.

Esperamos que los debates aquí presentados sean útiles para continuar con la discusión abierta, democrá-tica y fructífera dentro de nuestra sociedad, y alberga-mos la esperanza de alcanzar acuerdos racionales so-bre estos temas.

ISBN Universidad del Caribe: 978-607-9161-37-8ISBN Colofón: 978-607-8622-92-4ISBN Universidad del Caribe: 978-607-9161-38-5

ISBN Colofón: 978-607-8622-93-1

Víctor Cantero Flores es doctor en filosofía por la Universidad de Sheffield (Reino Unido). Obtuvo la maestría en filosofía y la licenciatura en filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente, es profesor inves-tigador de tiempo completo en el De-partamento de Desarrollo Humano de la Universidad de Caribe (Cancún, Quin-tana Roo). Sus áreas de investigación e interés son la lógica, el pensamiento crítico, la ética, la filosofía de la religión, el concepto de desarrollo humano y la educación. Entre sus publicaciones re-cientes se encuentra “Essentialism and grounding” y “Frege’s puzzle and the a priori”, ambas en la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, y “La dimensión epistémica de la discrimina-ción implícita” en el libro Vulnerabilidad social en Cancún.

Héctor Hernández Ortiz es doctor en filosofía de la ciencia por el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Obtuvo la maestría en filosofía en la Fa-cultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Cuenta con la licenciatura en matemá-ticas y la licenciatura en actuaría por la Facultad de Ciencias Exactas de la UNAM. Sus áreas de investigación son: lógica, filosofía del lenguaje, filosofía de la mente, ética, pensamiento crítico, filo-sofía de las matemáticas, probabilidad, educación, desarrollo humano. Actual-mente es profesor investigador en el De-partamento de Desarrollo Humano de la Universidad del Caribe. Algunos de susartículos publicados son “Argumentosseculares en favor de la preservación dela vida humana” en Dilemata: Revista Internacional de ética aplicada, y “Pro-blemas sobre la distinción entre razo-namientos deductivos e inductivos y su enseñanza” en Innovación Educativa.

Víctor Manuel Peralta Del Riego es maestro en filosofía por la UNAM, li-cenciado en filosofía y pasante de la licenciatura en derecho por la Universi-dad Autónoma de Zacatecas. Ha sido profesor investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas, y desde 2012, trabaja en la Universidad del Caribe como profesor investigador. Sus prin-cipales áreas de investigación son la lógica, la filosofía de la mente, filosofía política, derecho penal, derecho consti-tucional, y filosofía del derecho.Ha publicado algunos artículos y textos sobre teoría de la argumentación, pen-samiento crítico y lógica.

Roberto Parra Dorantes es maestro en filosofía por la Universidad Nacional Au-tónoma de México (UNAM) y licenciado en derecho por la Universidad de Her-mosillo. Es exbecario Fulbright y ganador del premio Norman Sverdlin 2008 a me-jor tesis de maestría en Filosofía, otorga-do por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es profesor investigador en el Departamento de Desarrollo Humano de la Universidad del Caribe (Cancún), donde imparte cursos sobre desarrollo de habilidades del pensamiento y sobre responsabilidad social y ambiental. Sus temas de investigación se relacionan con la ética teórica y aplicada, la racio-nalidad práctica, el pensamiento crítico, la educación y la literatura. Es coautor del libro Falacias y racionalidad (2016).

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Primera edición: diciembre de 2018

Universidad del Caribe Esquina Fraccionamiento, Tabachines, C.P. 77528, Cancún, Quintana Roo ISBN: 978-607-9161-38-5

Diseño y cuidado editorial: Colofón S.A. de C.V.Franz Hals 130, Col. Alfonso XIII,Delegación Álvaro Obregón, C.P. 01460Ciudad de México, 2018www.paraleer.com • Contacto: [email protected]

ISBN: 978-607-8622-93-1

Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico o electrónico sin la autorización escrita de los editores.

Impreso en México • Printed in Mexico

Esta obra fue recibida por el Comité Interno de Selección de Obras de Colofón Ediciones Académicas para su valoración en la sesión del segundo semestre de 2018, se sometió al sistema de dictaminación a “doble ciego” por especialistas en la materia, el cual resultó positivo.

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ÍNDICE

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

I. Lo antiético de comer carne de animales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11En contra: Héctor Hernández Ortiz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11A favor: Víctor Cantero Flores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19Respuesta a Víctor Cantero Flores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28Respuesta a Héctor Hernández Ortiz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36Evaluación del debate en torno a la ética de comer carne

de animales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41

II. Discriminación positiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47En contra: Víctor Manuel Peralta del Riego . . . . . . . . . . . . . . . . 47A favor: Roberto Parra Dorantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58Respuesta a Roberto Parra Dorantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68Respuesta a Víctor Manuel Peralta del Riego . . . . . . . . . . . . . . 75Evaluación del debate en torno a la discriminación positiva 78

III. Derecho a poseer y portar armas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83En contra: Víctor Cantero Flores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83A favor: Víctor Manuel Peralta del Riego . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93Respuesta a Víctor Manuel Peralta del Riego . . . . . . . . . . . . . . 101Respuesta a Víctor Cantero Flores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106Evaluación del debate en torno a la posesión y portación

de armas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113

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índice

IV. Pena de muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119En contra: Roberto Parra Dorantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119A favor: Héctor Hernández Ortiz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129Respuesta a Héctor Hernández Ortiz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138Respuesta a Roberto Parra Dorantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141Evalución del debate en torno a la pena de muerte . . . . . . . . . 146

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Presentación

En este volumen se incluyen cuatro discusiones sobre temas contempo-ráneos relacionados con la ética: la ética de comer carne de animales, la discriminación positiva, el derecho a poseer y portar armas y la pena de muerte. Para cada uno de los temas hubo uno de nosotros que adoptó la postura a favor y otro que adoptó la postura en contra. Nuestro objetivo en cada caso ha sido presentar, en un breve espacio, los mejores argumen-tos que somos capaces de ofrecer para sostener nuestras respectivas postu-ras. Esperamos que estos debates sean útiles para continuar con la discusión abierta, democrática y fructífera dentro de nuestra sociedad, y alberga-mos la esperanza de alcanzar acuerdos racionales sobre estos temas.

Los autores

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I. Lo antiético de comer carne de animales

En contra

Héctor Hernández Ortiz

Según la página www.igualdadanimal.org, México es el país con más ve-getarianos de Latinoamérica. La página indica que en 2016 Nielsen hizo un estudio sobre Salud y Percepciones de Ingredientes en el que encuestó a 30 000 personas en 63 países diferentes a través de internet y llegó a la conclusión de que en México el 19% de los encuestados se declara vege-tariano, el 15% flexitariano (mínimo consumo de carne) y el 9% vegano (no carne, ni lácteos ni huevos ni miel) (2016).

Esta fuente además señala que “según una encuesta del Gabinete de Comunicación Estratégica un 36% de los mexicanos que dejaron de comer carne lo hicieron por respeto a los animales”.

Ante la interrogante ¿qué tan probable sería que usted decidiera re-ducir su consumo de carne? 28.2% respondió que sería muy probable y “poco más de la mitad de los mexicanos, 51 de cada 100, dicen estar dis-puestos a dejar la carne y derivados”.

Con base en estos datos la fuente llega a la siguiente conclusión: “Esto es sólo otro ejemplo de una tendencia global: el mundo está cambiando y nos preocupamos porque nuestras decisiones como consumidores y nues-tras formas de alimentarnos tengan más en cuenta a los animales”.

La situación que describe esta fuente vegetariana parece muy afortu-nada: una tendencia mundial a dejar de comer o al menos disminuir el consumo de carne motivada principalmente por el respeto a los anima-les. Aunque es cuestionable que estos datos y otros similares sean prueba

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suficiente de que exista tal tendencia global, resulta muy atractiva la idea de que está ocurriendo un proceso de cambio en todo el mundo en el que la gente en general se preocupa cada vez más por los animales, al grado que está dispuesta incluso a dejar de comer carne con tal de evitar que muchos animales sufran y mueran. Pensar que la gente se está volviendo menos egoísta y está buscando actuar en forma altruista para evitar dañar a otros seres vivos puede ser un panorama muy alentador; parece comu-nicar la imagen de un mundo progresista en donde la gente está buscan-do actuar éticamente, sacrificando sus propias preferencias o ciertos be-neficios a fin de procurar el bienestar de otros seres sintientes. Desde esta perspectiva, alguien que no se una a este movimiento parecería estar ac-tuando de forma antiética, mostrando una actitud de poca preocupación por los demás, especialmente cuando los otros son animales no raciona-les. Desafortunadamente, como veremos, los hechos muestran una reali-dad menos favorable, y con independencia de si existe  o no la tendencia mencionada, en el presente ensayo argumentaré por qué es muy cuestio-nable la afirmación de que comer carne, por sí mismo, es un acto conde-nable éticamente, como algunos sostienen.

En primer lugar, hay que admitir que no todos llegan a ser vegetaria-nos o veganos por la misma razón. En una entrevista publicada en 2010, el profesor vegano Gary Steiner dice: “La gente llega al veganismo por diferentes razones. Algunas personas lo hacen por preocupación por la salud, otros por preocupación sobre el medio ambiente, y algunas perso-nas lo hacen porque sienten que tienen obligaciones morales específicas hacia los animales” (Filosofía Vegana, 2014).

A continuación examinaré cada uno de estos tres casos, y argumenta-ré por qué estas razones, tomadas individualmente o en combinación, no muestran que sea antiético comer carne como algunos sostienen.

El vegetarianismo por cuestiones de salud

Aunque son minoría las personas que se hacen veganas por razones de salud, algunos creen sinceramente que su salud va a mejorar como resul-tado de adoptar una dieta vegana.

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Por ejemplo, en un artículo de la revista Quo (Ferrer, 2016), se citan algunos estudios que parecen favorecer esta conclusión, como el siguien-te: “Is Meat Killing Us?” (Fields, Millstine, Agrwal, Marks, 2016).

Sin embargo, si revisamos el artículo citado nos damos cuenta de que las conclusiones defendidas ahí son menos entusiastas que las que suelen extraer los veganos. Por ejemplo, uno de los estudios se limita a señalar que el efecto negativo es de la carne roja procesada, aclarando que no está considerando todo tipo de carne.  

Ahora bien, llama la atención que la página inicia con la pregunta “¿Cuántos años ganarías de vida si te haces vegano o vegetariano?”, pero la respuesta que da es: “Según explican los científicos de la Clínica Mayo, los resultados de estos estudios mencionados son estadísticamente significati-vos, ya que coinciden entre sí. Además, agregan que la esperanza de vida de las personas que llevan manteniendo una dieta vegetariana por más de 17 años aumenta unos 3.5 años con respecto a los ‘recién llegados’ ”.

Es decir, la comparación es entre vegetarianos con más de 17 años de dieta y nuevos vegetarianos, y no exactamente entre vegetarianos y no vegetarianos en general. Por otra parte, en la misma página se reconoce y se cita la existencia de estudios serios que apoyan la conclusión contraria, como el siguiente estudio realizado en 2014 en la Universidad Médica de Graz, Austria (Burkert et al, 2014).

Así que la discusión no se puede resolver mostrando que existe un estudio que apoya la conclusión particular que alguien defiende, pues al existir estudios que parecen favorecer cada una de las dos posturas no es difícil que cada quien busque y encuentre un estudio que se incline hacia su propia conclusión. Además, difícilmente se puede mostrar por medio de los estudios que comparan la salud de los vegetarianos con los no ve-getarianos que la dieta vegetariana realmente es mejor que la no vegeta-riana, ya que aun si resultara que todos los vegetarianos están más sanos o viven mucho más que los no vegetarianos todavía habría que ver si es sólo la dieta la que marca la diferencia, porque normalmente los que se preocupan por su salud también hacen ejercicio, tienen menos vicios y buscan formas de liberarse del estrés, factores que inciden en la salud de los participantes.

Sin embargo, tenemos a nuestro alcance la experiencia de personas

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que han probado ellas mismas ambas dietas. Hay varios vegetarianos y veganos que afirman haber llevado una vida sana durante varios años sin ningún problema serio de salud de ningún tipo. Supondremos que sus de-claraciones son correctas sin cuestionar nada, pero también hay que reco-nocer que existe un buen número, de hecho la mayoría de quienes prue-ban el vegetarianismo, cuya salud se ve afectada con una dieta vegetariana, incluso al grado que tienen que abandonar esa dieta. Si alguien busca ci-fras más precisas, en el estudio citado a continuación se concluye que el 84% de vegetarianos volvieron a comer carne mientras que el 70% de ve-ganos lo hizo. Esto significa que hay más exvegetarianos que vegetarianos (Herzog, 2014).

Ahora bien, si los datos citados son correctos, y la mayoría de quie nes vuelven a comer carne lo hacen por cuestiones de salud (casi el 70%), entonces la gente que vivió esa situación comparó los dos tipos de dieta y reconoció que se sentía mejor de salud con la dieta que incluye carne. Con base en estas experiencias reales, se puede sostener que, entre la gen-te que ha probado los dos tipos de dieta, la mayoría reconoce que su sa-lud está mucho mejor con la carne. Por consiguiente, si la salud fuera el factor principal o el único a considerar, la evidencia más clara disponible, admitida por los propios vegetarianos, se inclina hacia la conclusión de que lo mejor es una dieta que incluye productos de origen animal.

El vegetarianismo por cuestiones ambientales

Según una encuesta realizada por Amato y Partridge, sólo un 5% de la gente que se hizo vegetariana lo hizo por preocupaciones ambientales (1989, p. 34). Sin embargo, de acuerdo con el artículo “Producción de carne, responsable del 14.5% de emisiones de carbono” del periódico El Espectador (de 18 de julio de 2015): “El gran problema que plantea su consumo tiene ahora mucho más que ver con el medio ambiente que con la salud. La llamada huella de carbono, que mide los recursos que se ne-cesitan para producir algo, es gigantesca en el caso de la carne, tanto que nadie cree que se pueda mantener el ritmo actual”. (Altares, 2015)

Como se puede ver en este ejemplo, la acusación más común contra

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el consumo de carne desde el punto de vista ambiental suele ser la llama-da huella de carbono, que consiste en el conjunto total “de gases de efecto invernadero emitidos directa o indirectamente por un individuo, organi-zación, evento o producto”.

No obstante, en primer lugar, hay vegetales que aumentan considera-blemente las emisiones de gases de efecto invernadero. Por ejemplo, se reconoce que el cultivo de arroz es una de las actividades más contami-nantes: tiene una de las huellas de carbono más altas porque produce mucho metano. Así que, para ser congruente, el vegetariano tendría que abandonar también el consumo de arroz y todo otro alimento que tenga un impacto apreciable en la huella de carbono o buscar alternativas para disminuir la emisión de gases de efecto invernadero (pero esto último también es cierto para las actividades ganaderas). Aunado a esto, es razo-nable esperar que el desperdicio de alimentos sea un factor importante en la huella de carbono, ya que su producción genera contaminantes y al final no se obtiene el beneficio esperado. Desde esta perspectiva, parece que las frutas frescas y vegetales perecederos tienen más riesgo de ser desperdiciados que la carne fresca.

En la actualidad, aproximadamente tres cuartas partes de las pertur-baciones directas causadas por el hombre en el ciclo del carbono se de-ben a la quema de combustible fósil. Las tres principales fuentes de CO2 son el transporte, los servicios públicos (electricidad, gas, petróleo) y la producción industrial. Conocido el nivel de impacto de cada fuente con-tribuyente, una preocupación legítima por el efecto ambiental llevaría principalmente a tomar medidas para reducir o evitar el uso del trans-porte, interés que no se ve mucho a nuestro alrededor. Alguien que haya decidido no tener auto durante varios años y se haya mudado a vivir en una zona cercana al lugar de empleo, aunque con menos comodidades que en otros lugares, me parece que puede contribuir a reducir más el efecto contaminante que quien ha dejado de comer carne pero tiene va-rios autos (además de motos) y viaja con gran frecuencia, sin mencionar si fuma o utiliza con frecuencia y por largos períodos aparatos eléctricos sin ningún cargo de conciencia. Los otros ámbitos tampoco se han visto amenazados por los vegetarianos al grado que les corresponde según su impacto, así que una justificación exclusivamente ambiental parecería

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llevar primero a adoptar medidas muy fuertes contra el uso de los com-bustibles, transportes, industrias, etc., antes que al cambio de un aspecto de la dieta como el comer carne.

Vegetarianismo por el sufrimiento de los animales

En su libro Animal Liberation (1975), el filósofo Peter Singer defendió que los seres humanos tenemos la obligación moral de velar por el bienestar de los animales por el hecho de que tienen conciencia y sienten dolor; esta obligación parece conducirnos directamente hacia el vegetarianismo para evitar el sufrimiento de los animales. Muchos defensores del vegetarianis-mo por cuestiones éticas basan su postura en esta tesis de Singer.

A primera vista esta tesis parece razonable.  Pero cuando se profundi-za en ella notamos que la teoría de Singer lo lleva a la conclusión inacep-table de que la vida de un no nacido, la de un recién nacido o incluso la de un niño nacido con una discapacidad psíquica muy severa es menos valiosa que la de muchos animales, debido a que, según Singer, lo que le otorga valor a la vida es la sensibilidad o la conciencia. La tendencia de menospreciar a ciertos seres humanos en el afán de defender a los anima-les se ha replicado muchas veces, de distintas formas, por algunos de los defensores del vegetarianismo. Estoy de acuerdo en que el ser humano no tiene por qué ser cruel con los animales ni destruir el medio ambiente que los rodea sólo porque los animales o el medio ambiente no pueden defenderse como otros humanos. Así que ciertas prácticas como la cace-ría por mera diversión, las corridas de toros o peleas de gallos podrían ser cuestionables éticamente, pues parecen justificarse sólo en la recrea-ción o entretenimiento momentáneo de algunos seres humanos a costa del sufrimiento de ciertos animales preparados sólo para ese fin, además de arriesgar la vida e integridad de los toreros u otras personas.

Ahora bien, aunque la mayoría de vegetarianos que conozco son gen-te muy sana y consistente y rehúsan participar en actividades de este tipo, hay muy pocas personas en general que eviten el box, la lucha, las carre-ras de caballos, el karate, las artes marciales, el futbol americano, las pelí-culas y videojuegos con alto contenido de violencia, el alpinismo o cual-

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quier actividad en la que pueda haber alto riesgo de causar dolor o daño físico a un ser humano o animal. De hecho, una postura general de evitar el sufrimiento debería llevar más directamente a rechazar la guerra y el uso de armas, incluyendo la preparación en técnicas de combate, que a adoptar cierta dieta en específico.

Sin embargo, rehusar comer carne animal parece llevar al otro extre-mo la atención dada a los animales. La gente que sienta a la mesa a su mascota y le da de comer en el mismo plato que un ser humano, o invier-te una fortuna en cuidados que no da ni siquiera a sus parientes cercanos, parece que está dándole más valor a los animales del que ameritan y, al mismo tiempo, le está restando valor a ciertas vidas humanas a las que pone en riesgo por el contagio de ciertas enfermedades o por omisión en contraposición a sus mascotas favoritas. Algo similar parece ocurrir con la acción de comer sólo vegetales; por una parte, se subestima el sufrimien to de los toros al arar la tierra, o el de los caballos que cargan los bultos de vegetales, o incluso los animales que resultan heridos o muertos a causa del proceso de cultivo. Pero también se minimiza el daño físico y mental causado a la salud de aquellos que intentan sobrevivir sin consumir nin-gún tipo de carne ni productos de origen animal y no lo logran, lo que apunta hacia un sufrimiento general de la gente al tener que someterse a una dieta que le impide comer lo que le gusta y de la que se sabe de ante-mano que la mayoría no va a poder conseguirlo. Sin embargo, estamos de acuerdo en que se puede y se debe reducir al máximo posible el sufri-miento de los animales al matarlos para alimento o al utilizarlos como ayuda en la agricultura o en cualquier otro uso.

En resumen, si tengo razón en que comer carne es un factor que con-tribuye al bienestar físico y mental de los seres humanos (la discusión sobre la salud) y que el nivel de afectación de comer carne al medio am-biente es inferior al de actividades cotidianas que no se suelen considerar antiéticas como el uso frecuente de automóviles (la discusión sobre el medio ambiente), entonces , aunado al hecho de que no hay evidencia clara de que el sufrimiento humano y animal en general es superior al comer carne que al evitarla (último subtema), se pone realmente en duda que haya una justificación suficiente para calificar de antiético el comer carne.

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A favor

Víctor Cantero Flores

Una discusión central en las últimas décadas ha sido el estatus moral de los animales no humanos. Algunos sostienen que incluso si hay diferen-cias importantes entre los humanos y los animales no humanos eso no afecta el estatus moral de los últimos. Si no hay ninguna diferencia moral, y los animales no humanos merecen igual consideración moral, no hay justificación en ciertas prácticas que les causan dolor, incomodidad, su-frimiento o la muerte. Voy a concentrarme en defender una versión de esta postura general. En particular, voy a defender que, como consecuen-cia del estatus moral de los animales no humanos, no está justificado matar los para utilizarlos como alimento. Si bien es posible defender una postura más robusta en donde se condene otras prácticas que, aunque no deriven en la muerte de un animal no humano para luego ser consumido como alimento, sí les causen sufrimiento o dolor (como la crianza excesi-va, la producción de leche o lana, su uso en espectáculos, etc.), sólo consi-deraré el caso de matar a los animales no humanos para que sean con-sumidos como alimento. En la primera parte explico con más detalle qué significa que algo sea digno de consideración moral o que tenga valor moral. Ilustro cómo funciona esto en el caso de los seres humanos, para luego extenderlo a otros animales no humanos. En la segunda parte exa-mino algunas de las razones más comunes para dudar que los animales no humanos tengan valor moral y que, en consecuencia, no hay nada re-prochable en consumirlos como alimento. Trato de mostrar que estas ra-zones no son buenas y concluyo que, al menos para el caso de matar para comer, no hay justificación moral.

Valor intrínseco

La primera cuestión que quiero considerar es si los animales no huma-nos pueden ser considerados moralmente valiosos. Una manera de con-

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testar consiste en distinguir entre entidades que son valiosas de manera extrínseca y entidades que son valiosas de manera intrínseca. En el pri-mer caso, algo es valioso porque alguna otra cosa es valiosa. Por ejemplo, el valor de mi automóvil deriva de otras cosas que considero valiosas, como llegar temprano y constituir una opción útil de transporte. Si en-contrara alguna otra manera más rápida y efectiva para llegar a mi traba-jo, el automóvil puede perder el valor que le daba antes. Éste no parece tener valor por sí mismo. Muchas cosas a nuestro alrededor son valora-das en este sentido.

La siguiente pregunta es justo si todas las cosas que valoramos son valoradas de manera derivada. ¿Acaso hay algo que valoremos por sí mismo? Mi intención aquí no es argumentar en general si existen entida-des con valor intrínseco. Asumo que, al menos, los seres humanos somos valiosos intrínsecamente. Asumo, por ejemplo, que mi esposa es valiosa para mí por la compañía que me da, los regalos que me hace, los cuida-dos que me da y muchas otras cosas más. Si un día decide divorciarse de mí, ¿perdería el valor intrínseco que tiene como persona? Si un día en-cuentro a alguien que hace exactamente las mismas cosas que ella hace, pero las hace mucho mejor, ¿perdería ella su valor intrínseco como per-sona? Seguramente cualquier interés que pudiera tener en ella como mi esposa podría perderse. Pero ¿ahí se acabaría cualquier valor que pudiera atribuirle? ¿Podría hacerla a un lado igual que el automóvil que ya no uso y para el cual he encontrado un sustituto? En principio, parece que no. Al ser una persona, al tener deseos, intereses, racionalidad, la capacidad de sufrir, tiene un valor por sí misma independientemente de si alguien más le da un valor meramente derivado de cualquier relación que se pueda tener con ella.

La pregunta siguiente es justo si podemos ampliar la esfera de cosas que, en principio, tienen un valor intrínseco. En particular, cabe preguntar si los animales no humanos tienen valor intrínseco. Antes de argumentar a favor de esta postura, quiero hacer una breve observación sobre el valor intrínseco que ayudará a comprender mejor el objetivo de este trabajo.

Afirmar que cierta clase de cosas tienen un valor intrínseco trae con-sigo cierto compromiso que debería llevarnos a la acción. Si una entidad tiene un valor intrínseco, demanda, para decirlo de alguna manera, de

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nosotros ciertas acciones que busquen cuidar el valor de ese objeto. Si mi hermano tiene un valor intrínseco, eso requiere de mí ciertas acciones que cuiden ese valor, que no le dañen, que fomenten su crecimiento, etc. Si digo que algo tiene un valor intrínseco y es moralmente valioso, pero nada de lo que hago refleja esa afirmación, es probable que sólo lo diga sin ninguna convicción real que la sustente. Así, si logramos mostrar que los animales tienen valor intrínseco, esto no debería ser sólo un ejercicio teórico, sino que debería manifestarse en acciones que no dañen eso que decimos que tiene un valor en sí mismo.

¿Qué cosas tienen valor intrínseco?

Aunque he señalado que no trataré de mostrar que al menos los seres humanos tenemos valor intrínseco, examinaré algunas de las razones más comunes a favor de esa tesis con el propósito de ver si algunas de ellas pueden ser empleadas, con los ajustes adecuados, al caso de los ani-males no humanos. Una manera en la que se ha tratado de justificar que los seres humanos tenemos valor moral, y valemos intrínsecamente, es identificar en nosotros ciertas cualidades que nos hacen valiosos al po-seerlas. Entre esas cualidades, la que más preeminencia ha tenido es la racionalidad. Para Kant, la racionalidad es lo más valioso.1 Un ser racio-nal es un fin en sí mismo, y debemos, en consecuencia, dirigirnos hacia él de manera apropiada, respetando su racionalidad. ¿Por qué la racionalidad debería tener ese estatus tan alto? Es controversial, pero una de las razo-nes es que la racionalidad es justamente esa capacidad que nos permite evaluar las cosas que nos rodean y adjudicarles cierto valor. Mi capaci-dad de evaluar que, por ejemplo, mentir es malo y que ayudar al prójimo es bueno, debe ser lo más valioso.

1 En palabras de Christine M. Korsgaard: “[…] Kant discutirá que la buena voluntad es buena incondicionalmente porque es la única cosa capaz de ser la fuente del valor. Para seguir este argumento, es necesario tener en mente que, según Kant, una buena voluntad es una volun-tad perfectamente racional. El argumento es esencialmente que solamente la razón humana está en la posición de conferir valor a los objetos elegidos por los seres humanos.” (1986, p. 499; traducción propia) En consecuencia, la razón humana es lo más valioso, la cual requiere nuestro respeto y cuidado.

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Como consecuencia de esta idea, entidades que carecen de racionali-dad quedarían inmediatamente descartadas como entidades dignas de consideración moral, incluyendo los animales no humanos. Quizá algu-nos ajustes podrían hacerse para mostrar que lo que se requiere para ser digno de consideración moral no es el tipo de racionalidad tan sofistica-da de la que gozan los humanos, sino que ésta puede presentarse en va-rios niveles. Lo único que se requiere es que la entidad en cuestión exhiba algún grado de racionalidad. En este caso, animales como los primates superiores, los delfines, los cerdos, los cuervos, etc., al exhibir algún gra-do de racionalidad, pueden ser dignos de consideración moral.

Sin embargo, creo que hay un problema básico con utilizar la raciona-lidad como fuente del valor moral. Incluso entre miembros de la especie humana, la cual es considerada como valiosa en sí misma, hay miembros que no tienen esta apreciada capacidad. Fetos, recién nacidos, personas en coma o alguna discapacidad intelectual (que los pone al mismo nivel de miembros de otras especies) no exhiben la racionalidad usual de una per-sona, pero son considerados, de todas formas, valiosos en sí mismos. Así, se ha pensado que la racionalidad no debería ser considerada como la fuente del valor moral (Singer, 2002, pp. 5-6; 2011, p. 20).

Otra propuesta más efectiva ha sido tomar como fuente del valor mo-ral la capacidad de sentir dolor y sufrimiento, y la capacidad de tener de-seos e intereses. Aquí hay sin duda varias cosas que clarificar, ya que pue-den dar lugar a complicaciones y malentendidos. Sólo quiero atender a dos de las más apremiantes:

Hablar de la capacidad de sentir dolor y la capacidad de tener intere-ses quizá no sea muy preciso. ¿De qué dolor estamos hablando exactamen-te? ¿Y de qué clase de sufrimiento? Puesto que hay distintos tipos de dolor y sufrimiento, al igual que hay varios umbrales en los que éstos se pueden presentar y ser tolerados por quien los padece (yo puedo tolerar un golpe en el hombro o la muerte de un ser querido, pero para alguien más puede ser devastador), este criterio no parece ser lo suficientemente preciso. Sin embargo, por dolor y sufrimiento me refiero de manera muy general a cualquier manifestación de tales padecimientos. Por más minúsculo que sea el dolor, si un organismo es capaz de experimentarlo, ese organismo debería ser digno de consideración moral.

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Otro problema importante es la noción misma de tener interés. En la medida en la que un organismo tenga interés en preservar su vida, su in-tegridad física o psicológica, debe ser digno de consideración moral. Pero aquí la noción de interés parece ser demasiado vaga. Tenemos más o me-nos claro, en el caso de los humanos, qué significa que alguien tenga un interés en algo (su vida, su integridad física o psicológica, su propiedad, sus seres queridos), pero no es claro en qué sentido podemos decir que un animal no humano pueda tener interés en algo. Necesitamos precisar la noción de tener interés de una manera en la que no sea indebidamente restrictiva ni permisiva. El riesgo es tener una definición demasiado per-misiva. Aunque es cierto que la noción de tener interés que me interesa aquí incluye casos en los que el organismo en cuestión no necesariamen-te es consciente del objeto de interés, eso no significa que la noción de tener interés no pueda ser apropiadamente restringida. Por ejemplo, aun-que quizá un perro no pueda discurrir sobre la importancia y valor de su vida y por qué le gustaría preservarla, podemos considerar que tiene inte-rés en preservarla por la conducta que exhibe: busca alimen to, huye de si-tuaciones de peligro, se reproduce, etc. Organismos más sim ples exhiben conductas similares. Podemos, en estos casos, atribuir un interés en pre-servar su vida. Y si es así, son valiosos moralmente.

Objeciones

Ahora considero algunos problemas que la propuesta puede tener. El pri-mero tiene que ver, dejando de lado por el momento la capacidad de te-ner intereses, con la afirmación de que un organismo, en la medida en la que es capaz de experimentar dolor, tiene un valor moral intrínseco. Se puede criticar que esta propuesta pasa por alto el hecho que, en algunas ocasiones, la mera presencia del dolor o de sufrimiento no es suficiente para que cierta acción deba ser evaluada como inmoral. Si mi sobrino de cinco años es vacunado contra el tétanos y esto le causa dolor y angustia, no inferiríamos que vacunarlo sea inmoral. Si una madre al despedirse de su hijo que va a estudiar al extranjero sufre por el sentimiento de pér-dida, no diríamos que, en consecuencia, el hijo no debería partir y sería

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mejor que se quedara con su madre. Así, se podría argüir, por una parte, que el que un organismo exhiba la capacidad de sentir dolor y sufrimien-to no sería suficiente para considerarlo como digno de valor moral; por otra parte, si cierta acción causa dolor o sufrimiento a cierto organismo, eso, por sí mismo, no hace que la acción en cuestión sea inmoral. Así que, si aún quiere seguirse con esta línea de razonamiento, se requiere decir algo más.

Podemos extraer una respuesta a estas consideraciones mirando los ejemplos que hemos apuntado. En el caso de la vacuna, si bien ésta se su-ministra en búsqueda de un bien mayor, que es la salud a largo plazo del niño, eso no elimina el hecho de que en el momento en que se suministra la vacuna se está infligiendo un daño. Este último es sopesado con el be-neficio resultante y se decide que vale la pena. Lo mismo pasa en el caso del sufrimiento de la madre que despide a su hijo. Si bien se permite ese sufrimiento por un bien mayor, la formación personal y profesional del hijo a largo plazo, eso no quiere decir que el sufrimiento de la madre no constituya un daño. De nuevo, este daño es sopesado con el beneficio re-sultante a largo plazo y se juzga que vale la pena. En el caso de los anima-les no humanos, también se les puede infligir algún dolor, que sin duda representa un daño para ellos, pero consideramos que hay un bien mayor que puede resultar de esa acción y que le beneficia.

En el caso donde se matan animales no humanos para convertirlos en alimento, en primer lugar, si hay algún bien mayor o beneficio, es claro que no recae en el animal no humano, sino en aquellos que los reciben como alimento. A menos que se muestre que tener humanos alimentados sobrepasa el valor de la vida del animal sacrificado para ser convertido en alimento, no habría problema con infligir este daño al animal. Pero justa-mente esto es lo que está en debate. Matar al animal no humano para convertirlo en alimento no parece traer ningún bien mayor que recaiga en el animal. Matarlo no es un daño menor, sino es el mayor daño que puede recibir.2 El placer que puedo obtener de comer un corte de res no

2 David Benatar (2006) arguye que el mayor daño que cualquier organismo puede recibir es existir. Aunque al final de este trabajo sugeriré una idea que puede tomar esta dirección, no defenderé este punto de vista. Solo asumiré que morir es el mayor daño que un organismo

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parece sobrepasar el enorme daño que la res recibe: ella lo pierde todo, yo sólo satisfago momentáneamente mi hambre. En este sentido, me parece que el beneficio que podemos derivar de comer animales no parece pesar más que el daño que les causamos: ellos mueren, nosotros saciamos nues-tra hambre.

Otra objeción es la siguiente. Se puede argüir que puede haber rela-ciones morales entre los seres humanos porque podemos considerarnos moralmente los unos a los otros. Te trato moralmente porque sé que, al menos en principio, puede haber reciprocidad en tu tratamiento hacia mí. Esto está descartado en principio en el caso de nuestras relaciones con los animales no humanos. Incluso si me conduzco moralmente hacia ellos, no los maltrato, no los mato para convertirlos en alimento, no los agredo, etc., no cabe que ellos sean recíprocos en su conducta y hagan lo mismo conmigo. Se puede pensar que esto muestra que quizá no tiene sentido hablar de nuestros deberes hacia seres que ni remotamente se comportarían de la misma manera hacia nosotros.

Podemos conceder que hay cierta asimetría en la manera en que los miembros de cada grupo consideran a los miembros del otro grupo. Los animales no humanos, hasta donde sabemos, no parecen tener pensa-mientos sobre cómo deberían tratar moralmente a los miembros de la especie humana. Pero la cuestión es si esta característica, por sí misma, les quita a los animales no humanos toda posibilidad de ser dignos de consideración moral o que tengan valor moral. Miembros de nuestra propia especie parecen exhibir, en distintos momentos de su vida, la misma característica. Como ya hemos visto en el caso de tomar la racio-nalidad como la fuente del valor moral, incluso entre algunos miembros de la especie humana no cabe esperar que haya relaciones morales recí-procas. En la relación que puedo tener yo con la bebé de mi colega no cabe esperar que sea recíproca: no parece correcto creer que le debo res-peto y cuidado a la bebé sólo si ella, a su vez, también responde de ma-nera similar. De igual manera, en el caso de animales no humanos, el

puede recibir. Incluso en casos de sacrificio donde una persona X se sacrifica por otra persona Y, es claro que la muerte de X es el mayor daño que X puede recibir. Esto trae un beneficio a Y, pero esto no significa que sería un daño mayor para X no sacrificarse y que Y muriera en su lugar.

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que ellos no puedan responder de manera recíproca a nuestro tratamien-to moral no significa que no tengamos deberes hacia ellos o que no ten-gan valor moral.

El objetor podría aceptar que los animales no humanos tienen valor moral (o, al menos, cierto valor), pero aceptar también que eso no im-pide que se les pueda consumir con alimento. Matar algo o a alguien no siempre implica que no se le considere valioso moralmente. Asimismo, comer a un animal no humano no implica que no se le esté dotando de algún valor. Aquí mi respuesta es que los casos (incluso entre humanos) en que parece estar justificado matar a alguien o comerlo por razones de supervivencia, autopreservación o defensa propia son extraordinarios o límite. En estos casos límite puede haber otras razones no morales que gobiernen las acciones de los agentes y que los lleven a realizar ciertos actos inmorales. Pero esto no implica que sus acciones sean correctas o que los objetos sobre los que recayó la acción no hayan tenido o no ten-gan valor moral.

Finalmente, un tema relacionado con esto es justamente la siguiente pregunta: ¿y si realmente los seres humanos no podemos vivir sin comer carne? Son ellos o nosotros. Aunque creo que hay campo de discusión sobre los beneficios y daños a la salud derivados del consumo de carne, podemos conceder que los seres humanos requieren comer carne. De nuevo, esto no significa que al matar a los animales para consumirlos como alimento no les estemos causando un daño, de hecho, el mayor daño que pueden recibir. Aunque no quiero adoptar una postura radical, que la vi-da de ciertos organismos intrínsecamente constituye un daño para otros organismos, podríamos pensar que quizá la vida humana, para susten-tarla, necesita estar dañando constantemente a los otros organismos vi-vos. Si no es posible sobrevivir sin comer carne, y si aceptáramos el prin-cipio de que alguien no está obligado a lo imposible, podría argüirse que los seres humanos no deberíamos estar obligados a no consumir carne a costa de nuestra propia vida. Podríamos concluir que no es antiético co-mer carne, pero consumir carne sin duda causa en otros organismos el máximo daño posible. Esto no es conceder el punto, pues depende del punto en disputa si realmente los seres humanos no pueden vivir sin co-mer carne.

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Si los animales no humanos son dignos de consideración moral, no está justificado matarlos para ser consumidos como alimentos. He trata-do de mostrar que los animales no humanos son valiosos moralmente y que matarlos para consumirlos es atentar contra ese valor. En consecuen-cia, no está justificado matarlos para convertirlos en alimento.

Referencias

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Korsgaard, C. M. (1986). Aristotle and Kant on the source of value. Ethics, 96(3): 486-505.

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Respuesta a Víctor Cantero Flores

Héctor Hernández Ortiz

A diferencia de Cantero que sostiene que comer carne es antiético y en consecuencia es ético, o al menos es mejor éticamente, no comer carne, yo sólo considero que bajo ciertas condiciones es permisible éticamente comer carne y bajo otras no. Así, en mi texto de inicio mi objetivo no fue mostrar que es ético comer carne, sino sólo cuestionar que sea anti-ético.

En el texto inicial he intentado mostrar que si consideramos antiético comer carne sobre la base de cierta motivación x, esa misma base nos lleva a concluir que ciertas otras prácticas serían mucho más graves y que, sin embargo, no se les da la atención que merecen. Esto sugiere que, juzgadas desde la misma perspectiva, existe una incoherencia en consi-derar antiético comer carne y al mismo tiempo permitirse hacer muchas otras cosas que serían mucho más reprobables éticamente, pero las cuales sí se permiten hacer en gene ral, sin gran cargo de conciencia, muchos de quienes reprueban el comer carne. Así, si alguien considera antiético co-mer carne porque al hacerlo afecta el medio ambiente pero se permite contaminarlo de formas mucho más graves por su abuso de los automó-viles, fábricas, fumando y otras formas que resultarían de mucho mayor impacto ambiental, se podría poner en duda que realmente tenga la creencia de que sea antiético comer carne, ya que su conducta general en casos mucho más claros no refleja esa creencia. La crítica es más fuerte de lo que puede parecer a primera vista en el sentido de que su alcance en el fondo podría mostrar al opositor que “ni tú te la crees, ya que si lo cre-yeras evitarías esto y esto”, o visto de otra forma, “la justificación que ten-gas para hacer esto y esto puede ser aplicable con mayor razón para co-mer carne”.

Por supuesto, hay otras formas de interpretar la evidencia, pero en general me parece que son difíciles de sustentar y tampoco ayudan a sos-tener la conclusión de que es mejor éticamente no comer carne que co-merla. Por ejemplo, puede que la persona sí crea y se dé cuenta que es

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antiético en menor grado comer carne, pero que le guste mucho hacer lo más grave y sólo evita lo más sencillo de hacer para esa persona porque lo demás le cuesta mucho más trabajo. En este caso, éticamente no está en mejor condición que aquel que come carne pero evita lo suficiente las demás prácticas al grado de dañar menos el ambiente que quien simple-mente evita comer carne, o aquel que come carne pero es porque evitar eso le cuesta mucho más trabajo que las demás prácticas, y como las de-más son de mucho mayor impacto considera que está cometiendo una peccata minuta (error pequeño) en comparación.

Aunque en el texto inicial yo abordo las motivaciones de salud e im-pacto medioambiental, en lo que sigue me enfocaré en la motivación de evitar el sufrimiento animal, ya que Cantero centra su argumentación en ese punto y es una buena decisión, porque me parece que es el argumento más fuerte en favor de la tesis de que es antiético comer carne.

En primer lugar, es preciso señalar que la conclusión de que el sufri-miento en los animales es equivalente o muy similar al del ser humano es una cuestión polémica. Lo que parece ser admitido es que existe una gra-duación en los niveles de percepción del dolor en los animales. Mientras que se cree que algunos prácticamente no sienten dolor (la mayoría de los invertebrados (Elwood, 2011) y los insectos (Eisemann et al, 1984)); se dice que otros, como la mayoría de los mamíferos y de los vertebra-dos, sí experimentan dolor (Sneddon, 2004).

Esto da lugar a varias posibilidades, de las cuales podemos examinar algunas de aquellas que parecen más defendibles.

1. El ser humano experimenta el dolor (y placer) más fuerte y com-plejo de todos los animales debido a que incluye lo emocional y el afecto sociocultural entre otros factores, y los animales no racio-nales se limitan a cierto tipo de dolor (y placer) que es distinto del que siente el ser humano.

2. El ser humano experimenta un dolor (y placer) muy similar al de algunos animales cercanos, como ciertos mamíferos, y se va ale-jando gradualmente del que sienten otros animales como los in-vertebrados e insectos.

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3. El hecho de que el dolor en otros animales sea distinto al del ser humano no significa que sea inferior en ningún sentido al del hom bre; nuestra incapacidad de sentir su forma de dolor no mues tra que la intensidad de su dolor sea más baja, podría ser incluso más fuerte.

Antes de examinar cada opción quiero señalar que la teoría de Singer basada en el sensocentrismo no es muy afortunada porque resulta in-coherente. Para empezar, señala: “Los seres humanos adultos normales poseen una capacidad mental que, en determinadas circunstancias, les hace sufrir más que a los animales en las mismas circunstancias” (Singer, 2009, p. 69). Esto es muy cercano a la tesis descrita en la opción 1, pero después señala que entre las “personas” se puede llegar a incluir, con dis-tintos grados de certidumbre, “a todos los mamíferos” (p. 138). Esto pa-rece contradecir su propia definición de persona como “ser racional, consciente de sí mismo”, puesto que incluiría, entre otros, a las musara-ñas, el murciélago abejorro, ratas, ratones y topos (y por si fuera poco, en clara oposición con su teoría sensocentrista, incluiría a un mamífero del que se dice que no siente dolor: el ratopín rasurado del este de África).

Respecto de la primera posibilidad se puede añadir que “en los ani-males se puede inferir el dolor por la respuesta motora que provoca un comportamiento complejo que depende también de la evolución del sis-tema nervioso de cada animal y es, por lo tanto, único para cada especie” (Léon, 2002, p. 19). Suponiendo que el tipo de dolor (y placer) del ser humano es único y además es el más complejo por sus elementos cogniti-vos y emocionales, entonces una preocupación ética genuina por evitar el sufrimiento empezaría por el más conocido y aceptado, que además re-sultaría ser el de mayor intensidad, por su grado de percepción, que es el sufrimiento humano. Pero francamente no se observa el grado corres-pondiente de interés en las actividades realizadas a fin de evitar las gue-rras, la violencia, el hambre, las enfermedades y otros problemas que pro-vocan gran sufrimiento a muchos seres humanos en comparación con el grado de interés que generan las protestas por el sufrimiento de otros animales originado principalmente sobre la base de su consumo, a me-nudo sin atender al grado debido también su uso en la investigación, la

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vestimenta y la industria del entretenimiento. De hecho, es común obser-var a veganos usando cinturón, zapatos, bolsas y otras cosas de piel, sin mencionar muebles o abrigos.

Si el placer de la dieta del ser humano es tan fuerte y sofisticado, y éste se debe en buena medida a que incluye carne, no parece antiético atender la necesidad de alimento de una forma lo más placentera posible que resulta en el placer de la más alta calidad (el que sólo puede experi-mentar el ser humano) a costa de un dolor de intensidad muy inferior que además se puede reducir todavía más con analgésicos y métodos de muerte rápida aplicada a los animales cocinados (una muerte que muy probablemente será menos dolorosa que cualquier otra que experimen-tarían sin la intervención humana).3

Si la segunda opción fuera la correcta, parece que habría todavía muchísimas opciones de comida procedente de animales disponibles a los humanos que no deberían generar molestia a quienes les preocupa el sufrimiento animal. Por ejemplo, se dice que en el mundo existen cerca de 1681 especies de insectos aptos para la alimentación (Aguilar, 2016, p. 63), y parece que a nadie le molesta que la gente se coma los insectos y otros animales invertebrados. De hecho, Cristopher Cox ha argumenta-do en favor del consumo de ostras. Según él, las granjas de ostras tienen un impacto mínimo en sus ecosistemas (Cox, 2010). En este sentido, no habría ningún problema ético en consumir la carne en general de todos los animales comestibles (camarones, ostiones, pescado y posiblemente aves, además de huevos y lácteos si no se causa dolor) excepto por unos cuantos mamíferos de los cuales todavía habría que examinar su grado de cercanía con los seres humanos. Parece que los únicos que se acer-can al ser humano en experimentar dolor emocional (de hecho los úni-cos animales no humanos que también tienen un neocórtex prefrontal —aunque poco desarro llado— son los simios) son los primates superio-res, pero ellos no suelen estar en la dieta y fácilmente los podemos ex-cluir de la discusión. Si el problema fuera sólo el dolor de su muerte, las anestesias usadas en humanos pueden ayudar a reducir su dolor y los

3 Si además se busca tomar en consideración todo el sufrimiento a lo largo de su vida, aplica el argumento que daré más adelante.

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avances en métodos eutanásicos también. Sin embargo, algunos consi-deran que no sólo cuenta el dolor de la muerte, sino que la crianza en general que tienen en granjas es una vida de sufri miento.

Esta cuestión es polémica, ya que hay autores que sostienen que la vida en varias granjas al menos es mejor que la que tendrían en su ciclo natural, en el sentido que tienen alimento asegurado, revisión y cuidado de su salud, así como una muerte rápida y mucho menos dolorosa que la que tendrían fuera. Además, si se insiste en tomar en cuenta el posible sufrimiento por hacinamiento y otros factores, también habría que consi-derar todo el placer que derivan de comer, de copular y de muchas otras formas cuya intensidad desconocemos como el procedente del descanso, la tranquilidad, la sociabilidad, etc. Suponiendo que el placer que experi-mentan al comer es muy cercano al del ser humano, entonces el placer que han recibido varias veces al día durante años puede ser compensato-rio de otras incomodidades como vivir con muchos compañeros o en un espacio no muy amplio. Dentro de esta discusión en la que hay disenso, al menos podemos admitir que existen las dos formas de crianza de ani-males: una en la que la crianza del animal es suficientemente buena como para que tenga una vida digna y una en la que no.4 El ideal entonces sería buscar la crianza que brinde el mejor trato a los animales, cercano al que tienen los animales domésticos bien cuidados. En este último caso, el consumo de un animal con una crianza adecuada no parece antiético, sino que se parece más a un tipo de simbiosis en el que un par de organis-mos vivos se otorgan beneficios mutuamente. El ser humano proporcio-na al animal comestible un hogar, alimento suficiente, agua, compañía y cuidados médicos a cambio de ciertos beneficios que pueden incluir to-mar algunos huevos en el caso de las aves, leche en el caso de las vacas, y al final de su vida su piel y su carne.

La verdad es que en el caso de un cerdo, por ejemplo, no veo una mejor alternativa. Si se les deja vivir libres como los cerdos salvajes, sus ataques resultan peligrosos para buena parte de la flora y la fauna de la

4 Por supuesto, alguien puede rechazar que existan crianzas lo suficientemente buenas, pero también se puede rechazar que existan crianzas por humanos peores que las que tendrían en su medio natural. Por eso, veo razonable evitar el dogmatismo y admitir ambas opciones.

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región, así como para el propio ser humano. Al final sólo se les puede controlar cazándolos (a menudo con una muerte que suele ser más do-lorosa que la que tienen en las granjas) y su carne no se aprovecha porque no se tiene certidumbre de que es realmente comestible debido a su dieta y posibles enfermedades. En el caso de los demás animales más alejados del ser humano, hay mucho menos razones para considerar antiético su consumo desde el punto de vista de evitar el sufrimiento animal si se ad-mite el supuesto de que su nivel de dolor va disminuyendo hasta casi des-aparecer.

Por cierto, aun bajo el supuesto de la segunda opción, no se puede equiparar el trato a un ser humano (aunque sea un bebé o una persona con discapacidad como señala Singer) con el trato a los demás animales ni siquiera los más parecidos al hombre. De otra forma, ¿qué derecho tendríamos de elegir a un animal como compañía sin que nos dé su con-sentimiento (como la gente suele hacer)? ¿Por qué debería permitirse que se venda y compre a una mascota o a sus crías? ¿Qué nos da derecho de tomar las decisiones de dónde, cómo y con quién vivirá, su comida, acti-vidades, tipo de descanso y esparcimiento así como compañías y lugares permitidos?

Aunque la tercera posibilidad plantea un interesante desafío, como no es apoyada por Singer ni por Cantero, por cuestiones de espacio no la abordaré aquí, a fin de avanzar en un argumento derivado de la opción dos en contra de Singer, que parece que Cantero aceptaría.

Parece intuitivo pensar que aunque una especie no experimente do-lor su extinción es un mal para la especie. El propio Cantero tendría que admitir que al matar a uno de estos animales que no sienten dolor todavía se le está haciendo daño, ya que Cantero asumió en su texto que “morir es el mayor daño que un organismo puede recibir”. Así que si de repente la humanidad decidiera alimentarse sólo de insectos, arácnidos e inverte-brados además de frutas y verduras, aparentemente no habría ningún conflicto ético desde el punto de vista de la teoría de Singer en esa dieta, ya que esos animales no sufren. Sin embargo, el propio Cantero todavía tendría que ver un problema ético en que se explotara hasta desaparecer a esos animales simplemente porque les causamos el daño más grave al matarlos.

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En conclusión, ninguna persona es mejor o peor éticamente sólo por comer carne o no. El comerla es sólo un factor, la crianza es otro y el trato en general a los animales es quizás más valioso. Abandonar una mascota, ser negligente con su comida y aseo pueden originar más sufrimiento que comer carne y no se le suele dar tanta importancia. Si alguien, dadas las variaciones en términos de genética, condición física, edad, comple-xión, historial clínico, salud y condiciones socioeconómicas se le dificulta demasiado evitar comer carne,5 no necesariamente está actuando en for-ma antiética y menos si busca reducir al máximo el dolor innecesario de los animales manifestándose en contra de las corridas, las carreras, las peleas de animales y de otras formas de maltrato animal.

5 En este sentido, se sabe que las vitaminas B12 y D procedentes casi exclusivamente de la carne animal generan un problema para quienes no quieren vivir a base de complementos vitamínicos.

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Referencias

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Repuesta a Héctor Hernández Ortiz

Víctor Cantero Flores

En su trabajo, Héctor Hernández trata de mostrar que comer carne no humana no necesariamente debería juzgarse como éticamente incorrec-to. Para ello, examina tres de las razones más comunes que quienes adop-tan una dieta sin carne dan a su favor: por razones de salud, por razones ambientales y por razones éticas (no causar dolor, sufrimiento o daño in necesario). En cada caso, Hernández trata de mostrar que cada una de estas razones trae dificultades. Así, concluye que ninguna parece ser sufi-ciente para sancionar negativamente la práctica de comer carne. En este trabajo, quiero concentrarme principalmente en la tercera razón. Sin em-bargo, al paso, haré algunas observaciones que atañen a las primeras dos. En lo que sigue, para abreviar la expresión, hablaré de comer carne para referirme al hecho de comer carne de especies distintas a la humana. Y, en general, hablaré de animales para referirme a animales distintos a la es-pecie humana.

¿No comer carne por razones éticas?

Una aclaración inicial que vale la pena mencionar es que la postura que defiendo no es que comer carne, por sí mismo, es inmoral. Dada la enor-me complejidad de los asuntos humanos, cabe esperar una diversidad de circunstancias en las que comer carne no necesariamente debería juzgar-se negativamente. La tesis es que ciertas maneras de comer carne pueden ser objeto de reprobación moral: cuando se causa dolor, sufrimiento o daño innecesario.

La primera objeción que presenta Hernández en relación con la ter-cera razón para no comer carne va dirigida a la postura de Peter Singer en torno a los animales. Singer señala que tenemos derechos hacia los animales porque ellos también tienen conciencia y pueden experimentar dolor y sufrimiento (Singer, 2002, p. 18). Hernández rechaza esta posi-

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ción porque, si la aceptamos, nos lleva a la conclusión de que algunos miembros de la especie humana (por ejemplo, un no nacido, un recién nacido o un niño ya nacido pero con una discapacidad intelectual seve-ra) tendrían menor valor moral que algunos animales. Aunque Hernán-dez detiene su argumentación ahí y no nos dice qué está exactamente mal con esta conclusión, parece que la idea es que un miembro de nues-tra especie humana no puede valer menos que un miembro de cualquier otra especie. Y si una teoría ética nos lleva a la idea contraria, debe estar equivocada. Esto merece varios comentarios.

En primer lugar, si bien es cierto que muchas de las cosas que Singer dice podrían llevarnos a concluir alguna forma de infanticidio,6 para la discusión que tenemos aquí no necesitamos adoptar esta idea tan polé-mica. Por una parte, Singer parece conceder que los seres que pueden ser dignos de valor moral son aquellos que tienen conciencia, que pueden ex-perimentar dolor y sufrimiento y que pueden recibir un daño (o un interés suyo puede verse en peligro). En este sentido, los casos que Hernández menciona podrían caer perfectamente como sujetos de valoración moral y, en este sentido, no valdrían menos. Un no nacido puede, dependiendo de su desarrollo, experimentar dolor y sufrimiento, y puede tener un in-terés en seguir viviendo. Lo mismo para un recién nacido, un niño naci-do con alguna discapacidad, gente en coma o en estado vegetativo e in-cluso gente que, por alguna razón, no experimenta dolor, pero puede tener un interés en seguir con vida.

Hernández parece conceder que ciertas prácticas humanas como la cacería por diversión, las corridas de toro, peleas de gallo puedan ser cuestionables éticamente. Su razonamiento podría ser el siguiente. En el caso de las corridas de toros tenemos, por una parte, la vida del toro y el sufrimiento que padece durante la corrida. Por otra parte, está la recrea-ción y entretenimiento momentáneo de los espectadores y la vida e inte-gridad de los toreros y demás personas que participan en el espectáculo. Hernández señala que la pérdida de la vida y el sufrimiento de los toros no parecen estar justificados por la recreación y entretenimiento mo-

6 Por ejemplo, él escribe: “Así parece que matar un chimpancé es, dejando otras cosas igual, peor que matar a un ser humano quien, debido a una profunda discapacidad intelectual, no es y nunca será una persona” (Singer, 2011, p. 101); traducción propia.

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mentáneo de los espectadores. Estos últimos no son tan valiosos como la vida e integridad del toro. Podemos emplear un razonamiento análogo en el caso de matar a un animal por alimento.

Tenemos la vida de un cerdo y el sufrimiento que padece desde su crianza hasta su muerte para ser convertido en alimento. También tene-mos la nutrición y el placer que una persona recibe al alimentarse de su carne. Preguntemos, de manera análoga al caso de la corrida de toros, ¿qué es más valioso? En el caso de la corrida, la vida del toro y su integri-dad parecen ser más valiosas que la diversión momentánea de la gente. En el caso del cerdo, ¿podemos decir que la vida e integridad del cerdo pueden ser más valiosas que la nutrición y el placer derivado de comer su carne? La respuesta no es obvia. Se podría argüir que el ser humano sí requiere la nutrición que obtiene de la carne, nada sustituye los nutrien-tes y energía que se obtiene de ella. Sin embargo, si se logra mostrar que hay otra manera de conseguir nutrientes similares por medio de ingerir solamente vegetales, lo correcto sería apostar por esa otra manera y no consumir carne. Éste es un punto debatible, pues la evidencia a favor de cada postura no parece ser decisiva.7 Con respecto al sufrimiento del cerdo frente al placer que se deriva de comer su carne, no cabe sub estimar el placer derivado de comer su carne. La pregunta es si es tan o más valio-so que la vida e integridad del cerdo. Los simpatizantes de las co rridas de toros sin duda dirían que el placer que deriva de la corrida bien vale la muerte y el sufrimiento del toro. Pero, como Hernández parece admitir, si dicha diversión no justifica la tortura del animal, no veo que el placer

7 Véase en Anomaly (2015) y Rossi & Garner (2014) evidencia de las consecuencias negativas que tiene la masiva producción de la industria de la carne. Key, Appleby & Rosell (2006, 3) muestran que, en general, la salud de los vegetarianos en países desarrollados es buena. Sin embargo, aún se requiere mucho más información para hacer una mejor evaluación de los efectos de adoptar una dieta vegetariana. Véase en Dwyer (1991, pp. 64-71) un estudio con algunas de las deficiencias nutricionales más comunes derivadas de una dieta vegetariana. Finalmente, McEvoy, Temple & Woodside (2012, p. 4) muestran que dietas con un consu-mo mínimo de carne muestran beneficios similares a las dietas vegetarianas. Pero aún está por probarse que los beneficios que se perciben están directamente asociados al poco o nulo consumo de carne. Especialmente, hay casos en donde una dieta vegetariana puede causar problemas, pero esto no es debido a la ausencia de carne, sino a que la dieta no está lo suficien-temente balanceada. En cualquier caso, hay aún mucho por hacer para tener una idea clara de las consecuencias de adoptar una dieta vegetariana.

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de comer la carne del cerdo justifique que se le mate. Ambos casos son análogos. Así, al menos en estos casos no está justificado comer carne.

Un punto importante presente en varios de los argumentos de Her-nández es que la decisión del vegetariano de adoptar una dieta libre de carne, ya sea para cuidar su salud, no dañar el medio ambiente o evitar el sufrimiento y dolor innecesarios, no sea suficiente ni la más efectiva para alcanzar las metas que la motivan. En el caso de los vegetarianos por ra-zones medio ambientales, quizá concentrarse sólo en no comer carne no sea suficiente ni la manera más efectiva para enfrentar los severos proble-mas que enfrenta el medio ambiente debido a la acción humana. Dejar de tener hijos, no tener automóvil, no viajar en avión, consumir mucho me-nos productos electrónicos y hechos de plástico, etc., son acciones que pue- den tener un mayor impacto en el bienestar del medio ambiente que dejar de comer carne. Sin embargo, la conclusión debería ser, en general, que, si nuestra preocupación es mejorar el medio ambiente, no podemos detenernos en nuestras dietas.

Algo similar ocurre en el caso de decidir no comer carne por razones éticas: evitar el dolor y sufrimiento innecesarios de los animales. Si un vegetariano adopta una dieta sin carne por razones éticas de no promo-ver el sufrimiento animal innecesario, para ser consistente, debería mo-dificar su conducta de una manera más global: repudiando la violencia, dolor y sufrimiento en sus diversas manifestaciones. Por supuesto, la conclusión que deberíamos extraer aquí no es que dejemos la dieta vege-tariana, sino que debe mos seguir haciendo esto además de muchas otras cosas que no promuevan la violencia y el sufrimiento.

Finalmente, el último punto que quiero considerar del texto de Her-nández parece acercar nuestras posiciones. Es cierto que en la industria de producción de vegetales se utilizan animales, los cuales están sujetos a explotación que les causa un enorme sufrimiento. Asimismo, la gente que se esmera en llevar una dieta vegetariana sin duda padece mucho sufrimiento. Todo esto es cierto, y Hernández hace bien en destacarlo. Pero, de nuevo, me parece que todo apunta no a que no se deje de comer carne por razones éticas, sino a ampliar el espectro de nuestras acciones éticas: evitar el dolor y sufrimiento de la mejor manera, investigando nuevos modos de cultivo que no exploten a los animales, nuevas maneras

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y estrategias para adoptar dietas, si bien no totalmente libres de carne, sí que disminuyan el consumo. Y me parece que todo esto está a nuestro alcance con la suficiente voluntad. En este sentido, Hernández y yo pare-cemos coincidir en reducir al máximo el sufrimiento. Lo importante aho-ra es determinar cómo.

Referencias

Anomaly, J. (2015). What’s Wrong with Factory Farming?. Public Health Ethics, 8(3): 246–254.

Dwyer, J. T. (1991). Nutritional Consequences of Vegetarianism. Annual Review of Nutrition, 11: 61-91.

Key, T. J., Appleby, P. N., Rosell, M. S. (2006). Health Effects of Vegetarian and Vegan Diets. Proceedings of the Nutrition Society, 65: 35-41.

McEvoy, C. T., Temple, N., Woodside, J. V. (2012). Public Health Nutri-tion, Vol. 15, No. 12: 2287-2294.

Rossi, J., Garner, S. (2014). Industrial Farm Animal Production: A Com-prehensive Moral Critique. Journal of Agricultural and Environ-mental Ethics, 27(3): 479–522

Singer, P. (2002). Animal Liberation. Nueva York: Harper Collings Pu-blishers.

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Evaluación del debate en torno a la ética de comer carne de animales

Roberto Parra Dorantes

En su texto inicial, Héctor Hernández menciona tres razones comunes por las que algunas personas adoptan una dieta vegetariana:8 preocupar-se por su salud, preocuparse por el medio ambiente y considerar que tie-nen obligaciones morales hacia los animales. Argumenta que ninguna de estas razones es suficiente para mostrar que es inmoral comer carne. So-bre la salud, pone en duda que una dieta vegetariana sea más saludable que una dieta que incluya carne, basándose en estudios que afirman que la mayoría de las personas que han intentado el vegetarianismo después lo han abandonado. Él dice también que casi el 70% de estas personas ha vuelto a comer carne por cuestiones de salud (aunque vale la pena men-cionar que ese dato no se encuentra en fuentes citadas por él, una de las cuales incluso asevera que solamente el 29% de los ex vegetarianos afirma haber experimentado síntomas específicos relacionados con la salud por llevar una dieta vegetariana). Sobre las cuestiones ambientales, Hernán-dez cita datos para sostener que tampoco es claro que una dieta vegeta-riana contribuya menos al daño ambiental que una dieta con carne, y que si alguien deja de comer carne por preocupaciones ambientales, para ser coherente, con mayor razón debería tomar otras medidas para reducir su impacto ambiental, como usar menos el automóvil (que no suele consi-derarse inmoral), entre otras. Por último, sobre el sufrimiento de los ani-males, critica la teoría de Peter Singer, posiblemente el defensor más fa-moso del vegetarianismo por razones morales, sobre la base de que su teoría lleva a conclusiones inaceptables, como que la vida de un ser hu-mano recién nacido es menos valiosa que la de algunos animales, y tam-bién acusa de incoherencia a las personas que se vuelven vegetarianas para evitar causar sufrimiento a los animales, pero no evitan otras activi-dades que también causan sufrimiento en animales y humanos. Concluye

8 Por brevedad, usaré el término “vegetariano” para referirme a cualquier dieta libre de carne, y la palabra “animales” para referirme solamente a animales no humanos.

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que, si ha logrado mostrar que comer carne contribuye al bienestar físico y mental humano y que no daña al ambiente más que otras actividades que no se consideran inmorales ni causa más sufrimiento animal que lle-var una dieta libre de carne, ha conseguido su objetivo de mostrar que es cuestionable el que sea inmoral comer carne.

Víctor Cantero, en su texto inicial, argumenta que los animales son seres que tienen intereses y por ello poseen un valor moral que es inde-pendiente de los beneficios que los humanos pueden extraer de ellos (esto con mayor razón todavía si además son capaces de tener deseos y sentir dolor y sufrimiento). Este valor moral intrínseco, sostiene, es sufi-ciente para que no sea moralmente permisible infligirles dolor o en ge-neral causarles graves daños si con ello no se obtiene un beneficio mayor, ya sea para ellos mismos o para otros seres con valor intrínseco, como los seres humanos, de quienes también afirma que poseen valor intrín-seco. Ante la posible objeción de que incluso si los animales tienen valor moral de este tipo podría justificarse, dadas ciertas condiciones, matar-los o comerlos por razones de supervivencia, él admite esta posibilidad, pero afirma que esto sucedería únicamente en casos límite, análogos a los que podrían justificar incluso matar o comer, bajo circunstancias ex-tremas, a seres humanos. Deja abierta la posibilidad de que una dieta que incluya cierta cantidad de carne resulte ser necesaria para que los seres humanos estén bien alimentados, pero sostiene que, por un lado, matar a un animal para comerlo no parece traer, al menos para el animal mismo, un beneficio mayor, y por otra, dado que ese animal tiene valor moral intrínseco, matarlo para comerlo sigue siendo un daño moral gra-ve. Cerca del final de su texto concede que si fuera necesario para los humanos comer carne para sobrevivir, y si además algún principio ético que afirme que nadie está obligado moralmente a lo imposible resultara ser válido, se justificaría extraer la conclusión de que es permisible mo-ralmente consumir carne de animales aunque esto constituya un daño para ellos.

En su respuesta a Cantero, Hernández resalta que hay animales acer-ca de los cuales no poseemos suficiente evidencia de que sientan dolor (como los insectos e invertebrados, e incluso algunos mamíferos), y ar-gumenta que si el dolor que algunos animales experimentan resultara ser

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inferior en intensidad o en complejidad al de los humanos, podría soste-nerse que no es inmoral satisfacer nuestras necesidades alimentarias de la forma más placentera posible a costa de comer carne de estos anima-les, más todavía si se toman medidas para reducir su dolor al matarlos, como darles analgésicos y una muerte rápida. Y si el dolor que experi-mentan algunos animales resultara muy similar al de los humanos, dice, podríamos justificar todavía comer su carne si les damos además una crianza adecuada, incluyendo hogar, alimentación adecuada y cuidados médicos, así como la oportunidad de experimentar los placeres que ellos obtienen de la copulación, la tranquilidad, el descanso y la sociabilidad. También reitera la acusación de incoherencia hacia quienes dicen no co-mer carne para no causar sufrimiento animal pero utilizan prendas y otros productos de origen animal, destacando que esto parece mostrar que ni siquiera ellos creen realmente que comer animales sea inmoral. No se pronuncia sobre si los animales poseen o no valor moral intrínse-co, por lo que deja sin respuesta el principal argumento de Cantero.

Cantero, en su respuesta a Hernández, admite que la postura que de-fiende no es que comer carne por sí mismo sea inmoral, sino únicamente que es inmoral hacerlo cuando con ello se causa dolor, sufrimiento o daño innecesario. Responde a Hernández que no es necesario adoptar las consecuencias más polémicas de Singer para sostener que no es per-misible comer carne. Cuestiona de nuevo la tesis de que una dieta que incluya carne sea necesaria para la alimentación adecuada de los seres humanos diciendo que no existe evidencia decisiva a favor o en contra, y niega que el placer que se obtiene de comer la carne de un animal sea suficiente para justificar matarlo o causarle daño o sufrimiento grave. Acerca de la acusación de incoherencia por parte de Hernández hacia quienes dejan de comer carne por razones ambientales o de sufrimiento animal, pero no dejan de realizar otras actividades que también pueden causar sufrimiento a animales o humanos o ser todavía más contami-nantes, Cantero responde que la conclusión que puede extraerse correc-tamente para estas personas no es que deban abandonar la dieta vegeta-riana, sino más bien la de que, por las razones morales que estas mismas personas aceptan, deberían modificar su conducta de manera más glo-bal, adoptando medidas adicionales a favor del medio ambiente o repu-

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diando otras actividades que promuevan o permitan el sufrimiento, sea animal o humano.

En mi opinión, Cantero hace bien en rechazar que la conclusión que puede fundamentarse a partir de los casos de incoherencia moral que Hernández menciona repetidamente (vegetarianos que dejan de comer carne supuestamente para evitar daños al ambiente o a los animales, pero no evitan otras acciones que causan daños de estos tipos iguales o mayo-res) sea necesariamente la de que esas personas deban abandonar una dieta vegetariana para ser coherentes. Creo que Cantero pudo haber ido más lejos y señalar que este argumento no da apoyo a la idea de que co-mer carne sea permisible moralmente. Por un lado, existen personas que, además de evitar comer carne, sí adoptan las demás medidas que Her-nández menciona y otras para reducir su impacto ambiental y el sufri-miento de animales y seres humanos. Por otro, el hecho de que muchas personas manifiesten incoherencia entre sus acciones y las opiniones mo-rales que expresan sobre el vegetarianismo no implica que sus creencias morales sean en realidad diferentes a las opiniones que expresan, como Hernández parece suponer, ni presta apoyo a la idea de que esas creen-cias morales supuestamente reales estén justificadas. A lo sumo implica que estas personas, para eliminar esa incoherencia, deberían ya sea admi-tir que muchas otras de sus acciones son moralmente impermisibles (como usar prendas de piel o usar excesivamente el automóvil, por ejem-plo) y modificar su conducta consecuentemente, o bien admitir que no piensan sinceramente que llevar una dieta que incluya carne sea inmoral.

Al final, ambos autores parecen estar de acuerdo en que, bajo ciertas circunstancias, sería posible dar una justificación moral para una dieta que incluya al menos cierta cantidad de carne de animales. Estas circuns-tancias incluirían que, en la medida de lo posible, se reduzca el sufri-miento innecesario de los animales que se consumirán y se les proporcio-ne una crianza adecuada y una muerte digna. En mi opinión, Hernández se muestra optimista sobre si estas condiciones se cumplen o están cerca de cumplirse habitualmente con los animales cuya carne se consume en la actualidad, pues dice que al tratar este tema debemos considerar tam-bién los placeres que estos animales derivan de la comida, la copulación, la tranquilidad, el descanso y la sociabilidad. Prácticas comunes actual-

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mente en muchos países, como el nuestro, incluyen castrar a los animales machos sin ningún tipo de anestesia9 y mantener a gallinas y pollos toda su vida en jaulas10 (en las que frecuentemente no hay espacio suficiente para levantarse, extender sus alas o siquiera darse vuelta) sin que puedan jamás ver la luz del sol. En cualquier caso, me parece muy razonable la conclusión de Hernández (y creo que Cantero la encontraría aceptable) de que el ideal sería esforzarnos por darles a estos animales una crianza cercana a la que se les da ahora a los animales domésticos bien cuidados.

9 http://repositorio.utp.edu.co/dspace/bitstream/handle/11059/6922/636213O65.pdf?sequen-ce=1

10 https://elpais.com/politica/2018/07/29/actualidad/1532890405_694005.html

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II. Discriminación positiva

En contra

Víctor Manuel Peralta del Riego

Uno de los temas de mayor discusión por su inercia política en su aplica-ción es el de la discriminación positiva. Primero definiré de modo gene-ral lo que entenderé por discriminación positiva (affirmative action, re-verse discrimination o como sea conocida) y luego expondré las razones por las cuales creo que es indebida moral y políticamente.

Es importante hacer algunas acotaciones. Parte de los agravios so cia-les que sufre mucha gente en nuestras sociedades son injustos de un modo u otro. Algunos de estos agravios se cometen en complicadas formas de concurso: lenguaje, psicologías, actos y leyes subsecuentes. De modo que hablar del tema de la discriminación positiva parece implicar necesaria-mente hablar de personas agraviadas, tanto justa como injustamente. Es decir, hablar de los afroamericanos, de los homosexuales, de las mujeres, etc. Pero también implica hablar de otra gran cantidad de personas con desventajas sociales o naturales —o mixtas— que históricamente han pa-sado inadvertidas como poseedoras de desventajas o incluso se han cons-truido socialmente como privilegiadas. Me refiero por ejemplo, a los va-rones jóvenes, los militares, los policías o las personas de clase media. Salvo indicación en contrario, cuando aluda a un estado de cosas, aludiré a un hecho. Toda valoración que el lector infiera de la misma, debo decir que será responsabilidad del lector. De otro modo, se vuelve casi imposible hablar de este tema cuya importancia es notable.

Lo que argumentaré en este texto es que, dado que básicamente a ni-

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vel tanto social como individual, la discriminación positiva implica una redirección de recursos, de cualquier tipo, de un grupo o personas a otro grupo o personas. No hay discriminación positiva sin asignar recurso al-guno, que van desde fuertes sumas de dinero, posiciones de poder, hasta tiempo de atención, costo de deliberación u otros recursos. Algún recur-so ha de ser erogado o no hay discriminación positiva.

Un señalamiento más: en términos gruesos llamaré aquí debilidad a toda vulnerabilidad, intrínseca o no, sea relativa a normas arbitrarias o no. Una última advertencia: aunque mi argumento no es original o inédito, sí presenta una serie de objeciones no muy comunes en la bibliografía espe-cializada. Desde luego, hay un riesgo doble allí: que a la postre estas ob-jeciones no tengan el valor debido para ser tomadas como demostraciones o que haya errores fundamentales (como que no existen entidades colecti-vas como los grupos). Quedo a merced de la caridad de los lectores.

Discriminación positiva

La discriminación positiva se recupera en el siglo xx en los países del primer mundo, principalmente debido a las luchas antirracistas y femi-nistas. La intuición detrás de este concepto es que las decisiones institu-cionales o privadas, si no tomaban en cuenta las vulnerabilidades —en general son debilidades históricamente acumuladas— por personas de distintos perfiles sociales, estaban perpetuando esa tendencia y dañaban, al menos, a una parte de la sociedad. Que un estudiante de preparatoria no pueda acceder a un lugar en una universidad de prestigio puede de-berse a la simple situación de que la familia de este joven, siendo de ori-gen humilde, no le inculcaron los hábitos y las prácticas necesarias para ser un académico de buen nivel. ¿Alguien puede objetar seriamente que, por ejemplo, en un hogar donde los padres son bilingües, se dota a los hijos de mejores herramientas de dominio y aprendizaje de idiomas que aquellos hogares en los que los padres son monolingües, por ejemplo? Como haber nacido en uno u otro hogar no es culpa de ninguno de los pre paratorianos aspirantes, pues es injusto que se le diera el ingreso a aquel que habla más idiomas que al que no.

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Así, la discriminación positiva procura tomar en cuenta estas situacio-nes y garantizar la adecuada colocación de recursos entre agentes indivi-duales con perfiles sociales diferentes.1 Algunas definiciones podrían abun-dar en la noción de “recurso” y quizá enfatizar otros aspectos. Pero en la medida en la que se necesitare algún tipo de recursos, el que sea, para cam-biar un estereotipo, abatir la desigualdad social o —trivialmente— abatir la desigualdad económica, estamos en piso seguro al definir tal característica usando recursos, en lugar de derechos, dinero, poder o lo que sea.

La discriminación positiva es, así, toda acción encaminada a beneficiar grupos sociales que acumulen vulnerabilidades históricas, típicamen te ins-titucionales y rastreables de acuerdo con cierta teoría del daño, y ciertos agravios. El trabajo de determinar qué grupo social ha sido desfavorecido a lo largo de la historia es un trabajo complejo y contiene en sí mismo difi-cultades propias. Hay muchos agravios que, aunque se cometieron por per-sonas con nombres y apellidos, su indemnización parecería violar el prin-cipio de que las penas no deben trascender al malhechor, ni siquiera a su descendencia o familiares. Pero hay otros tipos de problemas, que son los daños relativos o la condición de desaventajado social en términos relati-vos a los territorios y otros desaventajados. Por ejemplo, los mexicanos son desfavorecidos de cierto modo como un todo en Estados Unidos; pero dentro de México, hay una clase social que sería más aventa jada que el es-tadounidense promedio, aquel que pagaría la discriminación positiva en su país. De modo que dar una ventaja por discriminación positiva a un mexi-cano cualquiera, por sobre un estadounidense cualquiera, podría signifi-

1 Véase la definición en Fullinwider (2018); en su enciclopédico artículo “Affirmative Action” dice:

“Acción afirmativa” significa pasos positivos tomados para incrementar la representación de mujeres y minorías en áreas de empleo, educación y cultura de las cuales han sido his-tóricamente excluidos. Cuando estos pasos involucran selección preferencial —selección basada en raza, género o etnicidad— acción afirmativa genera intensa controversia. (Tra-ducción propia)

Aunque no lo pone en términos de recursos, como yo lo hice, sencillamente puede verse una posición de responsabilidad o liderazgo como cierto recurso. Una acción afirmativa que no decantare en ofrecer una posición ventajosa, sino sólo por ejemplo, simbólica, podría consi-derarse no sólo baladí sino carente de genuinidad.

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car una discriminación positiva injusta en el sentido de beneficiar a una persona que acumula beneficios sociales históricos por sobre una que arrastra dificultades, aunque en apariencia no fuere así. Está el problema del marco tem poral. En español tenemos una frase que dice: “No hay mo-ros en la costa”. Con ella queremos indicar que cierto lugar está libre de peligros, pero lo que literalmente indica es que no hay musulmanes de las razias a la vista en la playa: hoy en día, un francés, un español o un italiano cualquiera pasaría como parte del grupo beneficiado si se comparase con africanos del norte, musulmanes, o con medioorientales musulmanes. Pero si extendemos el marco temporal de referencia, los musulmanes nor-teafricanos o medioorientales secuestraban europeos mediterráneos a grado tal que podrían ser el elemento históricamente abusador. Es difícil estimar si a lo largo de los siglos vi al actual, un europeo cualquiera hoy en día es el elemento históricamente débil en comparación con un musulmán norteafricano o mediooriental cualquiera.2 No debemos soslayar tampoco el tema de la migración. Hoy vemos a un afroamericano y sabemos que por su herencia o linaje genético seguro que padeció la suerte de sus seme-jantes étnicos, pero es mucho más dudoso que un afro americano cuyos ancestros emigraron a EUA hace 150 años merezca menos discriminación positiva que un afroamericano cuyos padres son los primeros migrantes a suelo estadounidense hace apenas, digamos, 25 años.

Hay otra fuente de problemas para la definición de affirmative action y es el que sigue: clasificando las vulnerabilidades de un modo u otro, mu-chas veces no podemos comparar mano a mano cuál está más necesitada que cuál. Para el baúl de curiosidades, tomar en cuenta todas las compara-ciones de privilegios y resolverlos con un criterio previo para de terminar quién es más merecedor de discriminación positiva puede dar pie a un cierto tipo de teoría de súper discriminación positiva. Por ejemplo, pien-sen en ubicar un recurso específico entre un varón pobre y homosexual, y una mujer musulmana, ambos en un país comunista, ¿quién debería ser beneficiado en caso de que sólo uno pueda ser beneficiado con un recurso

2 Véase, por ejemplo, Davis (2004) para un intento de cuantificar en el terreno del esclavismo no sólo qué sociedad admitía la esclavitud como legal, sino que de hecho esclavizó o asesinó a más miembros de la sociedad rival para un “sujeto social” más o menos estable como sería la “sociedad cristiana”, así dicho, y la “sociedad musulmana”, así en general.

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específico? Una forma de lidiar con este asunto se conoce como intersec-cionalidad: la teoría de que las vulnerabilidades sociales se acumulan de algún modo y deben considerarse para discriminación positiva genuina.

Es importante resaltar que para que la noción de discriminación positi-va tenga sentido debe haber una colocación de ventajas o desventajas, por acción o por omisión, de unos a otros en especial más allá del mérito de cada uno. Un sistema que da a cada uno lo que se merece —quizá en sentido causal o no contextual—, independientemente del grupo social al que per-tenece o al que está inscrito, no tendría discriminación alguna. Por ejem plo, mucho se ha combatido que posiciones de poder y autoridad moral, como sería un ombudsman, dejen de ser nombrados como tales, y que se nom-bren por el neutral de género ombudsperson. Es dudoso cuál es la ventaja aquí, o si es valiosa como para cambiar un término ya arraigado en los usos lingüísticos. Pero, bajo ese mismo criterio, se ve poco el intento por modifi-car los perfiles de delincuentes; así, se llama “el Monstruo de Ecatepec” a una pareja hombre y mujer. ¿Por qué no llamarle “la Monstrua —la pareja— de Ecatepec”? Sencillo, porque por más debatible que sea, se trata de dar ventajas y no desventajas, no solamente visibilidad, al grupo desfavorecido.

Sea como sea, esta clase de problemas que afloran con la definición nos permiten entender mejor el alcance de la misma. Entenderemos así pues la discriminación positiva como un mecanismo para localizar recursos es-casos usando criterios de vulnerabilidad acumulada contra los grupos so-ciales a los que pertenecen los que compiten por el recurso disponible.

Aun a la vista de todas estas complicaciones, quizá la intuición de fondo es sensata: si por el mero hecho de que una persona tiene alguna ventaja acumulada contra otra, la primera obtuviere un triunfo por sobre la segunda, da la impresión de que el triunfo es hasta cierto grado espu-rio. Ganar en natación contra una persona que jamás ha tenido acceso a mares o albercas no parece engrandecer a nadie.

Abajo expondré dos modelos de discriminación positiva y sus carac-terísticas.3

3 En Fullinwider (2018) podemos leer un leitmotiv semejante (§9):

El debate sobre acción afirmativa arroja muchas ironías, pero una en particular debe no-tarse. Desde el momento en 1973 cuando Judith Jarvis Thompson conjenturó que no era

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Modelo 1 de discriminación positiva

La discriminación positiva podría ser así: entre dos contendientes a recibir un tipo de recurso, si dos sujetos A y B son iguales en los requisitos mínimos para recibir el beneficio, y son desiguales por motivo de alguna discrimina-ción acumulada y, al menos, percibida como injusta, se le debe dar el recur-so a aquel que pertenezca al grupo supuestamente lesionado.

Este modelo suele utilizarse para plazas de requisitos técnicos crucia-les para cuestiones de vida o muerte. Si lo que se busca colocar es una plaza laboral, debe buscarse que satisfaciendo los requisitos técnicos en-tre los dos sujetos en competencia, se favorezca activamente a aquel que haya sido más desfavorecido.

Hay complicaciones importantes; por ejemplo, si dos sujetos A y B compiten por una plaza de neurocirujano, siendo ambos egresados de buenas escuelas con mismos años de experiencia y niveles de éxito, el su-jeto A, de ascendencia africana, podría ser beneficiado sobre el sujeto B, de origen caucásico; pero si el sujeto B es además pobre y homosexual, podría haber un problema para ponderar la discriminación entre las dis-tintas fuentes de discriminación históricamente acumulada.

Modelo 2 de discriminación positiva

El segundo modelo de discriminación positiva varía solamente en que el par de contendientes a recibir un recurso o beneficio están ambos por de-bajo de cierto nivel mínimo; entonces se debe preferir al que está en un ni-vel más debajo del criterio.

En este modelo de discriminación positiva tenemos por ejemplo pro-gramas de redistribución de la riqueza o asistencia social. Así, entre dos hambrientos o dos personas muy enfermas, parece que merece especial atención aquel que más ha sufrido esta condición. Al que tiene más ham-

“completamente inapropiado que los varones blancos cargaran con los costos de la comuni-dad al “reparar los daños” hacia los afroamericanos y mujeres por medio de acción afirmati-va preferencial, el debate sobre acción afirmativa se ha distraído por intensas disputas sobre quién merece qué. ¿Merecen los beneficiarios de acción afirmativa sus beneficios? (Allen, 2011)? ¿Quiénes pierden merecen su pérdida? (Traducción propia)

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bre o está más débil por falta de comida, o al que está a punto de morir producto de una enfermedad, parece que deberíamos privilegiar al que peor suerte ha tenido.

Críticas generales a los modelos de discriminación positiva

El modelo general de discriminación positiva ha recibido una batería de críticas generales. Unas críticas podrían llamarse epistémicas: ¿cómo identificamos cuál elemento en una competencia por recursos es el más meritorio en términos de discriminación positiva? ¿Cómo establecemos el grado en que tal persona es más desfavorecida históricamente que tal otra? Otra batería de críticas son de corte más bien operativo: establecer que una persona pertenece a un grupo genuinamente vulnerable, pero la persona en concreto a considerar no padece los efectos de vulnerabilidad que tiene el resto de los elementos del grupo, o si se elige al miembro de un grupo vulnerable que es causa coadyuvante de la vulnerabilidad del grupo. También importa el tiempo: usando discriminación positiva por 200 años muy probablemente terminen por invertir el grupo que reque-riría de estas ayudas y causar la vulneración de un nuevo grupo social que a su vez reclamará discriminación positiva en el futuro. También hay críticas típicamente morales y legales: la discriminación siempre es injus-tificada moral o legalmente, incluyendo la positiva.

No obstante, la crítica general que me parece más fuerte es la del debi-litamiento colectivo. En general, la discriminación positiva, si es efectiva, suele debilitar a los más fuertes —a los que se les niega un recurso con base en la discriminación positiva— o dificultarles el florecimiento. Usaré un símil. Imaginen un ecosistema E específico en el que dos tipos de plan-tas compiten por recursos, pero contribuyen en proporción igual a su masa al beneficio del ecosistema. Las plantas del tipo A son más eficientes para hacer fotosíntesis, aprovechar el agua y reproducirse que las plantas de tipo B. Si usáramos discriminación positiva en este símil, beneficiaría-mos a las plantas B sobre las plantas A en detrimento del total de biomasa y por consiguiente del ecosistema E. En términos sociales, aplicar discri-minación positiva a alguien que tiene menos probabilidades de florecer por sí mismo conlleva un debilitamiento de la sociedad en general, y ello a

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la larga dificulta el mantenimiento de un nivel de vida bueno para la ma-yoría. Es mejor ser débil en un contexto social de fuertes que ser el más fuerte de un grupo social de enfermos y débiles. Es razonablemente mejor ser pobre en Estados Unidos hoy que, por ejemplo, ser el hombre más rico del país en Prusia en el siglo xvii o en Somalia hoy en día.

Críticas al modelo 1

El modelo 1 de discriminación positiva parece ser el más razonable para ubicar recursos que son de interés general o público que se considere in-versión. La diferencia entre un gasto y una inversión es que el gasto no se recupera, mientras que la inversión se recupera. La educación, muchos creemos, es una inversión. De modo que al realizarse recuperamos el di-nero usado allí de algún mo do, sea en dinero o en otros bienes. Así, cuan-do dos agentes en competencia son igualmente competentes pero perte-necen a grupos socialmente desfavorecidos, parece que podemos admitir la discriminación positiva modelo 1 como una forma no dañina de igua-lar grupos sociales o poblaciones diferentes.

El problema con esto es de otro orden. Estaríamos legalizando el tra-to desigual cuando costó tanta sangre y sufrimiento hacer que nuestras culturas occidentales admitieran la igualdad formal y destronaran las monarquías más perniciosas, dando lugar a las repúblicas de las que hoy tanto disfrutamos. Si hacemos una raja al dogma del trato igualitario ante la ley, el modelo 1 de discriminación positiva termina siendo un caballo de Troya difícil de controlar o detener para quebrantar este dere-cho fundamental para el Occidente. Una vez caído en desgracia en la cultura cívica general, basta que una dictadura se haga del poder formal y fáctico para que la psicología de los miembros de esa sociedad ya no extrañen y se perjudiquen con el trato no igualitario. Así, este modelo que parece inocuo puede terminar siendo contraproducente para la cul-tura cívica.

¿Qué podríamos hacer? Parece que en una situación de empate per-fecto, o subjetivamente perfecto entre dos sujetos A y B, de grupos dife-rentes, el azar es un buen modo de determinar a quien se le asigna el re-curso en competencia.

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Una crítica más que se le puede hacer a este modelo es que si bien no puede abrir toda una familia de ventajas para posicionar grupos social-mente desaventajados y derribar barreras de prejuicios y estereotipos, también nos expone a lo opuesto. Supongamos que dos sujetos A y B en el papel están empatados para que se les asigne el recurso R en competen-cia. Si por discriminación positiva el recurso se le da a A en lugar de B, y A es producto de un imprevisto imposible de considerar juzgando a priori en el papel, se comete un error gravísimo. Esto puede lesionar tanto como beneficiar la imagen colectiva del grupo al que pertenecía y por cuya per-tenencia se le favoreció. Para una sociedad genuinamente ciega a los pre-juicios irrelevantes, un método de azar para elegir en contexto de empate de dos sujetos en competencia debería ser suficiente para preservar no sólo el prejuicio sino la posibilidad igualitaria de que cualquiera, sin im-portar los prejuicios que hubiera contra él, pueda competir y empatar por la asignación de un recurso en pugna.

Por tal de conseguir una igualdad material y la disminución subjetiva de prejuicios y estereotipos, estaríamos incrementando la posibilidad de agudizar los efectos de la discriminación y la desconfianza en las autori-dades o empresas que la implementaren.

Críticas al modelo 2

El modelo 2 tiene una ventaja con respecto al modelo 1, ya que es clara-mente inadecuado para ser defendido como una decisión de inversión a la hora de asignar recursos en pugna. Al quedar claro su carácter de gas-to, es más sencillo que las personas tengan defensas en contra de la gene-ralización de la discriminación positiva con base en estas ideas. Es una idea tan mala que es casi imposible que alguien acepte someterse a un médico que sabe que es decididamente malo para tratar a un ser querido, por ejemplo. Siempre es una decisión patentemente mala que por política de este tipo y sólo esto, una persona adquiera un riesgo que no necesitaba correr.

La debilidad que las personas perciben bien se puede recrear usando un símil. Aunque sabemos que todos habremos de morir, ello no le resta ningún valor a la vida que podamos conseguir día a día cada uno de nos-

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otros. Pero si un político poderoso se autoadjudicara el derecho de deci dir quién sobrevive un día más y quién no, sería erróneo no por el resultado —que todos habremos de morir está debidamente establec ido— sino el de imponer la muerte en condiciones distintas a aquellas en las que ha-bría de ocurrir por sí misma. No es lo mismo que un mal acaezca natu-ralmente a que acontezca decidido por una institución o persona.

En el terreno de la discriminación positiva modelo 2, escoger desde un escritorio el recurso a ser asignado parece una intromisión que genera responsabilidad donde no la había.

Pensemos en una sociedad donde mover un solo peso de recursos sociales se condenará al que se le disminuya o niegue un servicio a gran-des durezas. Si asignar los recursos que están en juego en un individuo y no en otro causa una desprotección fuerte de otros, entonces sabremos que todo criterio de decisión será generador de culpa donde no la hay. Así, dos familias salen a cazar para conseguir comida; el cazador de la fa-milia A viaja al este; el de la familia B, al oeste. El de la familia B es exito-so, mientras que el de la A no. Lo que trajo el cazador exitoso no alcanza para dar de comer a todos, más que a su familia. No es culpa del cazador de la familia A que el animal a ser cazado no se apareció en el este, y el de la familia B tampoco parece plenamente responsable de haber encontra-do la presa en el oeste. Y dado que el hambre habrá de golpear a todos por igual, parecería altamente indebido quitar al que cazó efectivamente y darle a la familia que no sobre la base de que los que no tuvieron suerte no son menos merecedores de comida y protección. Sin un acuerdo pre-vio o un desprendimiento voluntario y bien pensado de parte de quien recibe el beneficio, parece que si aplicamos discriminación positiva ten-dríamos una asignación de recursos que es plenamente abusiva aun en sus propios términos.

Cuando los recursos son abundantes, el precio de esos recursos tien-de a bajar (por la ley de la oferta y la demanda), de modo que el desprendi-miento de los bienes usando los criterios del modelo 2 de discriminación positiva no parece exageradamente oneroso para nadie; por el contrario, parecen conductas prosociales al menos en el corto plazo. Pero en situa-ción de durezas graves, prácticas negligentes de poco ahorro y previsión, y con impunidad, la situación no es halagüeña para ninguna política de

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discriminación positiva del segundo modelo. Administrar las durezas y dificultades por mor de la igualdad material en tanto que afecta aspectos formales de convivencia social en ese momento o en momentos posterio-res es moralmente inaceptable. Aquellos que han sido desaventajados en una sociedad que no puede ayudarlos son tan egoístas si se aferran a la igualdad como los que estando en una sociedad con gran cantidad de re-cursos se resisten sin una buena razón a invertir o compartir.

Referencias

Fullinwider, R. (2018). Affirmative Action, en The Stanford Encyclopedia of Philosophy (edición de verano de 2018), Edward N. Zalta (ed.), URL = https://plato.stanford.edu/archives/sum2018/entries/affir-mative-action/, consultada en septiembre de 2018.

Davis, R. C. (2004), Christian Slaves, Muslim Masters: White Slavery in the Mediterranean, the Barbary Coast, and Italy, 1500-1800, Ba-singstoke: Palgrave Macmillan.

Allen, S. L. (2011). Was I entitled or should I apologize? Affirmative ac-tion going forward. Journal of Ethics, 15 (Septiembre): 253-263.

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A favor

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En su sentido original, la palabra “discriminar” es moralmente neutra, y se refiere simplemente a la acción de distinguir entre seres u objetos con características diferentes. Proviene del latín discriminare y está relacio-nada con palabras como “discernir” y “criterio”, que no poseen connota-ción negativa alguna. Desde hace algunas décadas, sin embargo, se ha vuelto mucho más común un significado más restringido de esta palabra, que hace referencia a la acción de distinguir entre seres humanos a partir de ciertas características personales (como el origen étnico, el color de la piel, el sexo, las preferencias sexuales, la nacionalidad, la religión, las creencias, la edad, y otras), especialmente en relación con la distribución de beneficios y costos sociales. En este segundo sentido, la palabra “dis-criminar” ha adquirido connotaciones negativas, dado que frecuentemen-te se asocia con la opresión y las violaciones a los derechos de los seres humanos basadas en sus características personales.

Este punto acerca de la discriminación lleva a muchas personas a creer que cualquier distinción entre personas es siempre injustificada y moralmente impermisible, siempre que esta distinción esté basada en ca-racterísticas como el origen, el color de la piel, el sexo, etc., y se relacione con la distribución de costos y beneficios sociales. El objetivo de este tra-bajo será mostrar que no siempre es así. Aunque es cierto que algunos sistemas de discriminación positiva (más adelante se definirá este térmi-no) podrían ser injustos hacia ciertas personas y violar sus derechos hu-manos, es falso, como se mostrará aquí, que necesariamente cualquier medida de discriminación positiva sea siempre injusta y violatoria de derechos humanos. En otras palabras, argumentaré aquí que, bajo ciertas circunstancias específicas, algunas medidas de discriminación positiva es-tán justificadas moralmente e incluso pueden ser necesarias, al menos temporalmente, para reparar violaciones sistemáticas de derechos huma-nos y remediar situaciones de injusticia social.

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I. Origen y evolución de la discriminación positiva o acción afirmativa

A partir de mediados del siglo pasado, justamente como parte de los es-fuerzos por combatir y revertir los efectos de la discriminación injusta a la que han sido sometidos los miembros de ciertos grupos sociales, se comenzaron a crear y aplicar medidas y políticas tendientes a promover la educación y el empleo de miembros de grupos a los cuales se había discriminado en el pasado y que en muchos casos seguían sufriendo las consecuencias de la discriminación. En Estados Unidos estas medidas recibieron el nombre de affirmative action (acción afirmativa) y original-mente tenían la intención explícita de asegurar que las personas que soli-citaban empleo fueran contratadas y tratadas en sus empleos sin conside-ración de su raza, credo, color u origen nacional. Medidas similares con diferentes nombres surgieron en muchos otros países durante los años siguientes, como por ejemplo en el Reino Unido (donde se les denominó acción positiva), en Canadá (donde se les llamó equidad laboral y educati-va) y en India (donde se le denominó sistema de reservas). Después de varios años de implementación, en varios de estos países se llegó a la con-clusión de que estas medidas no eran siempre efectivas ni suficientes para solucionar los problemas que las originaron, y que para remediar las con-diciones de desigualdad en ese momento y los daños ocasionados por la discriminación en el pasado se necesitaban medidas más amplias que, en contextos muy específicos y únicamente bajo ciertas circunstancias, die-ran un trato preferente a miembros de los grupos que históricamente ha-bían sido discriminados en el pasado.

Llamaremos aquí discriminación positiva a todo este conjunto de medidas y acciones (incluyendo leyes, disposiciones y políticas públicas o privadas) tendientes ya sea a promover la educación y el empleo de miembros de grupos a los que se ha discriminado en el pasado y que si-guen sufriendo las consecuencias negativas de esta discriminación, o a remediar los daños causados y eliminar las condiciones de desigualdad para los individuos de estos grupos. Como se explicó en el párrafo ante-rior, las acciones de discriminación positiva en algunos casos (pero no siempre) buscan dar trato preferencial a personas pertenecientes a ciertos

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grupos a los cuales se ha discriminado en el pasado, mientras que en otros casos buscan únicamente dar un trato igual a todas las personas sin importar a qué grupo pertenezcan. En todos los casos, sin embargo, las medidas y acciones de discriminación positiva tienen como finalidad prioritaria remediar y en última instancia poner fin (si ello es posible) a la discriminación injusta, por lo que pueden considerarse como tempo-rales en el sentido de que, de alcanzarse una sociedad con condiciones de verdadera igualdad de derechos y oportunidades para todas las personas, las medidas de discriminación positiva dejarían de ser necesarias y care-cerían de justificación.

II. Ejemplificar la discriminación positiva para entenderla mejor

Dadas las limitaciones de espacio, es imposible hacer aquí una fundamen-tación histórica y sociológica adecuada de los problemas y daños que han ocasionado las prácticas de discriminación injusta en el pasado (y que en muchos casos se siguen cometiendo) y de las consecuencias dañinas que esta discriminación sigue teniendo en muchas sociedades actuales. Baste mencionar un ejemplo representativo y reciente: se dio a conocer que la escuela de medicina más prominente de Japón, la Universidad Médica de Tokio, manipuló todos los puntajes de los exámenes de admisión desde al menos 2006 y hasta 2018 para favorecer a los aspirantes varones por enci-ma de las aspirantes mujeres, reduciendo primero en un 20% el puntaje de todos los solicitantes (varones y mujeres) y después añadiendo 20 puntos únicamente a todos los solicitantes varones en su examen de ingreso.

Pueden encontrarse numerosos otros ejemplos claros de casos de dis-criminación injusta en México y en otros países desde tiempos remotos hasta el pasado reciente y el presente. En México, aunque existe ya algo de conciencia entre la población general acerca de los tipos de daños que pueden ser provocados por la discriminación, es mucho más reducido el número de personas que ha recibido suficiente información o reflexiona-do sobre el tema de la acción afirmativa y la discriminación positiva. Por ello, este trabajo no tiene únicamente el objetivo de defender la justifica-

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ción de al menos ciertos tipos de medidas de discriminación positiva, sino también el objetivo secundario de aclarar el significado de este con-cepto e invitar a la reflexión imparcial sobre este tema.

Regresando al ejemplo de la Universidad Médica de Tokio, las autori-dades de dicha universidad han declarado que considerarán admitir re-troactivamente a todas aquellas solicitantes que de otra manera habrían pasado el examen, pero no han dado detalles sobre cómo piensan hacer esto. Invito al lector a pensar en todas las medidas que serían necesarias para reparar los daños ocasionados a dichas solicitantes, e indirectamente a sus familias y descendientes, suponiendo que ello fuera posible. Cual-quiera de estas medidas constituiría un ejemplo de discriminación posi-tiva tal como se ha definido previamente en este trabajo.

Piénsese en un segundo ejemplo, ahora uno hipotético pero basado en casos reales en nuestro país: una universidad pública ubicada en un lugar cercano a donde habita una gran cantidad de miembros de una comunidad indígena —que ha sido sistemáticamente oprimida durante varios siglos— descubre a través de un estudio que la cantidad de estu-diantes pertenecientes a esa comunidad indígena que solicitan admisión a la universidad es mucho menor, en proporción y tomando en cuenta el tamaño de la población indígena y no indígena, al número de estudian-tes que no pertenecen a esa comunidad. La universidad (que hasta ese momento no había sentido la necesidad de hacer campañas de informa-ción o promoción para invitar a estudiantes) entonces decide poner en marcha un programa de promoción dirigida específicamente a los miembros de esa comunidad indígena para informarles sobre la univer-sidad y fomentar que soliciten el ingreso. Al utilizarse recursos públicos para hacer un programa de promoción dirigido exclusivamente a los miembros de cierto grupo social (en este caso a personas de cierto ori-gen étnico), esta medida puede contarse sin duda como un caso de dis-criminación positiva.

Sostengo aquí que en los dos casos mencionados (el caso real de la universidad japonesa y el caso hipotético de la universidad mexicana) al menos ciertas medidas que podemos identificar como casos de discrimi-nación positiva (acciones tendientes a remediar los daños causados y eli-minar las condiciones de desigualdad en contra de individuos de estos

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grupos, y a promover la educación de miembros de grupos a los que se ha discriminado en el pasado y que siguen sufriendo las consecuencias negativas de esta discriminación) estarían plenamente justificadas. Si es-toy en lo correcto, el objetivo principal de este trabajo se ha cumplido. Sin duda existen muchos otros tipos de casos de discriminación positiva que son más complejos y por ello más controversiales, y seguramente no todas las acciones de discriminación positiva que se han realizado o pro-puesto han estado bien justificadas. No intentaré aquí dar una justifica-ción completa o general para otros casos; simplemente describiré algu-nos ejemplos muy brevemente e invitaré al lector a reflexionar sobre ellos, señalando en la siguiente sección algunas pautas que podrían servir para construir una justificación.

En cierta empresa telefónica se descubre que durante varias décadas el porcentaje de trabajadores hombres y mujeres en la empresa ha sido de 50% y 50% respectivamente, pero que todos los cargos superiores (como administradores y gerentes) están ocupados por hombres, y to-dos los cargos inferiores (como recepcionistas y personal de limpieza) están ocupados por mujeres. La empresa anuncia públicamente que se compromete a hacer un esfuerzo especial por contratar, a corto o media-no plazo, a algunas mujeres en cargos superiores y a algunos hombres en cargos inferiores.

En una oficina de gobierno se determina que durante varios años las mujeres que ocupan ciertos puestos de trabajo han recibido un sueldo y prestaciones distintas a las que reciben los hombres que ocupan puestos equivalentes y que han tenido el mismo desempeño durante ese tiempo. La oficina de gobierno, después de un procedimiento legal, es obligada a pagar una indemnización a las mujeres empleadas y a nivelar en lo suce-sivo los salarios para los puestos de acuerdo con su desempeño sin im-portar el sexo del empleado.

Una comunidad indígena demuestra que fue despojada ilegalmente hace más de 100 años de amplias extensiones de terreno con gran valor en la actualidad. El gobierno actual decide indemnizar económicamente a todas las personas que puedan demostrar que descienden de los propie-tarios originales de esas tierras.

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III. Objeciones frecuentes y tipos de responsabilidad

Uno de los argumentos más comúnmente ofrecidos en contra de la dis-criminación positiva o acción afirmativa, en general, consiste en afirmar que estas medidas son siempre injustas porque necesariamente le dan prioridad a características que no dependen de las acciones de una perso-na ni de sus méritos personales (como el origen étnico) para asignar be-neficios que sólo deberían ser asignados con base en las acciones y los méritos personales.

Una respuesta preliminar a este argumento es que la acción afirmati-va o discriminación positiva no siempre o no necesariamente da priori-dad a las características personales (como el origen étnico) por encima de las acciones y méritos personales, sino que en algunos casos pueden sola-mente servir como criterios complementarios de selección para asignar beneficios. Por ejemplo, cuando el parámetro para ingresar a cierta uni-versidad es la puntuación de un examen único de admisión. En caso de haber un empate entre dos aspirantes y sólo un lugar disponible, debe utilizarse algún otro criterio complementario de selección. Podría afir-marse que, en ese caso, aunque ambos aspirantes se encuentran igual-mente bien calificados académicamente para acceder a la universidad, debe utilizarse alguna otra pauta para decidir a quien se ofrecerá el lugar disponible.

Utilizar entonces una característica personal (como el origen étnico) para resolver esa situación de empate no le da prioridad al origen étnico por encima de estar calificado académicamente. De modo que en estos casos los argumentos del opositor a las medidas de acción afirmativa ne-cesitarán ser más precisos y finos si es que han de tener algún éxito en mostrar que una medida es injustificable moralmente.

Más aún, continuando con este ejemplo, una universidad podría esta-blecer que el examen de ingreso es necesario únicamente para identificar qué candidatos tienen una preparación académica suficiente para ingre-sar, pero que rebasando cierta cantidad de puntos en el examen los can-didatos pueden considerarse pertenecientes a una misma categoría por igual, y es posible que entonces sean necesarios otros criterios para deli-mitar cuáles de estos candidatos serán aceptados. Aunque este caso es

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más complejo y por ello más controversial que el anterior, sostengo que no es claro que utilizar aquí como criterio complementario de selección el origen étnico sea necesariamente injusto: si se prueba que un candida-to con cierto origen étnico ha tenido que superar más dificultades y obs-táculos que otros candidatos (desde condiciones deplorables de alimen-tación, cuidado de la salud, educación y vivienda hasta situaciones de rechazo social, por ejemplo), me parece posible defender que este candi-dato merece una oportunidad de ingreso más que otros candidatos que no enfrentaron obstáculos similares y que simplemente tuvieron la buena suerte de haber nacido en posición social más aventajada.

Un aspecto interesante de la discusión sobre la discriminación positi-va, y de donde suelen extraerse objeciones en su contra, es la pregunta sobre si una entidad o institución compuesta por dos personas o más (por ejemplo, una empresa, una asociación, un partido político o un go-bierno, etc.) puede ser justificadamente obligada a compensar o reparar un daño hacia cierta persona o personas hecho por esa misma entidad en el pasado, aun cuando ahora esté compuesta por personas distintas, y los beneficiarios de la compensación o reparación puedan ser también dis-tintos. Por ejemplo, si se comprueba que cierta empresa hace más de un siglo dañó a cierta comunidad contaminando sus fuentes de agua potable y enfermando a gran cantidad de sus miembros, y se le pide a esa empre-sa que pague una indemnización a los herederos de esa comunidad.

El tema de si existen agentes colectivos, y de ser así en qué medida po drían correctamente atribuirse acciones y responsabilidad a estos agen-tes o a los miembros individuales que los componen, es profundo y com-plejo. No intentaré aquí resolver estos problemas. En mi opinión, cierto avance en estas cuestiones puede lograrse aclarando dos de los diferentes sentidos de la palabra responsabilidad que podrían estar involucrados. A continuación esbozaré muy brevemente estos dos sentidos de la res-ponsabilidad y su posible relación con la discriminación positiva.

En el primer sentido, a veces decimos que una o varias personas son responsables de cierto estado de cosas indeseable si y solamente si tal persona o personas han causado o participado en causar, a través de una acción o negligencia injustificadas, dicho estado de cosas. En el segundo sentido, decimos que una o varias personas son responsables si y sola-

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mente si tal persona o personas tienen un deber o una obligación de re-parar cierto estado de cosas indeseable. El primer tipo de responsabilidad puede ser llamado responsabilidad del resultado, y el segundo puede ser llamado responsabilidad remedial.

Es importante notar que estos dos sentidos son diferentes; en ciertos casos, la persona que causó cierto estado de cosas indeseable no tiene el deber de repararlo (por ejemplo, cuando se trata de un bebé que rompió un jarrón), o puede ya no estar ahí para reparar el daño (por ejemplo, si la acción dañina se cometió hace 200 años pero los efectos negativos de esa acción permanecen), o puede ser imposible de localizar (por ejemplo, si no se tiene pista alguna sobre quién realizó la acción).

Existen al menos tres formas en que plausiblemente podría asignarse responsabilidad remedial a una o varias personas por un estado de cosas indeseable aunque dicha persona o personas no hayan tenido ninguna participación en causarlo. La primera es usar como criterio para asignar responsabilidad remedial el hecho de que alguien se haya beneficiado o se esté beneficiando de cierto estado de cosas indeseable aunque no lo haya provocado ella misma (por ejemplo, ser miembro de una comuni-dad que despojó hace 100 años a cierta población indígena de sus tierras y otras riquezas). La segunda es asignar responsabilidad remedial por ra-zón de tener lazos de comunidad con dicha persona (por ejemplo, lazos de parentesco o de nacionalidad o de pertenencia a un mismo grupo). La tercera es asignar responsabilidad remedial a una persona por ser ella la única que tiene la capacidad para remediar ese mal (por ejemplo, si una persona ve a un niño pequeño ahogándose en un estanque de poca profundidad, puede fácilmente salvarlo y es la única en ese momento que puede ayudarlo).

Estas tres formas de asignar responsabilidad remedial podrían en mu-chos casos no estar justificadas, pero si las examinamos cuidadosamente podemos reconocer en ellas algunas de nuestras prácticas más usuales, consideradas generalmente como bien justificadas, de atribución de res-ponsabilidad legal y moral. La justificación de medidas y acciones especí-ficas más ambiciosas y extensivas de discriminación positiva dependerá de una buena fundamentación de nuestras prácticas éticas y legales de asignar responsabilidad. Por ahora es importante recalcar que existen

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(como se mostró en la segunda sección) al menos algunas prácticas de discriminación positiva que están bien justificadas, y que actualmente es posible delinear estrategias de investigación filosófica y jurídica para in-tentar descubrir los límites de las acciones de discriminación positiva que son éticamente justificables.

IV. Conclusión: una tipología de la discriminación

En conclusión, es importante distinguir entre diferentes tipos de discri-minación: en primer lugar, discriminación que no se refiere en absoluto a seres humanos (por ejemplo, clasificar diferentes tipos de plantas) y que no tiene connotación negativa ni relación conceptual alguna con la “dis-criminación injusta”. En segundo lugar se encontraría la discriminación que tiene que ver con seres humanos en el sentido más amplio. Dentro de este segundo tipo de discriminación, estaría por una parte la discrimina-ción que no tiene que ver con la repartición de cargas y beneficios socia-les (por ejemplo, clasificar a las personas de acuerdo con su tipo de san-gre) y, por otra parte, la discriminación que sí se relaciona con la repartición de cargas y beneficios sociales. Dentro de esta última categoría, se puede distinguir todavía al menos una subdivisión más: por un lado, los casos de discriminación basados en la idea de que existen características perso-nales que hacen que inherentemente ciertas personas sean más valiosas y merezcan más derechos y oportunidades que otras y, por otro lado, los casos de discriminación basados en la idea de que ciertas medidas y ac-ciones que imponen cargas y beneficios son necesarias al menos tempo-ralmente para remediar las injusticias y las consecuencias negativas de la discriminación y así poder alcanzar una sociedad con verdadera igual-dad de derechos para todas las personas. A este último tipo de discrimi-nación hemos llamado aquí discriminación positiva.

El principal objetivo de este capítulo ha sido argumentar que al menos en algunos casos las medidas de discriminación positiva son justas y están éticamente justificadas. Esta conclusión surge naturalmente a través de los casos y ejemplos que se han planteado aquí, y de muchos otros. El prin-cipal obstáculo en contra de esta opinión en nuestro país en la actualidad

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es la concepción ampliamente extendida de que la discriminación siempre es injusta, debido a la connotación negativa que tiene el término. Apren-der a respetar a todas las personas y poner fin a las condiciones de des-igualdad de derechos es una tarea que exige de nuestra parte que nos in-formemos pacientemente y que reflexionemos de manera sutil sobre asuntos difíciles. Si con estas páginas se ha logrado algún avance en esta dirección, los demás objetivos de este trabajo habrán quedado satisfechos.

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Respuesta a Roberto Parra Dorantes

Víctor Manuel Peralta del Riego

Quizá la mejor forma de poner este debate consistiría en identificar aque-llos puntos en los que Parra y yo estamos de acuerdo. Me parece que compartimos lo siguiente:

• La discriminación es un acto moralmente neutro, en esencia.

• Hay eventos de discriminación —privada, sobre todo— que son justos.

• La discriminación positiva es una medida que busca hacer justicia.

En lo general también:

• La discriminación positiva es una medida temporal que busca asig-nar cierto recurso (dinero, escolaridad, posición de toma de deci-sión, etc.) a miembros de un grupo que al menos se concibe como históricamente víctima de discriminación injusta.

Pero no en lo siguiente:

• Para cada caso que se presente es posible determinar qué grupo es efectivamente el grupo desaventajado, condición necesaria para detectar un caso justo de discriminación positiva —con el subsi-guiente riesgo de incurrir en discriminación que, aunque busca no serlo, es injusta—.

• Imaginemos que el sujeto A de un grupo A, claramente tratado de forma injusta en el pasado, compite contra el sujeto B de un grupo B que no fue tratado igual o de hecho trató mal a los miembros del grupo A en el pasado. En este caso, compiten A y B por cierto bien, servicio o posición, y A y B tienen los mismos méritos o bien

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B tiene un mérito superior, entonces si la sociedad se decanta por A —obstaculizando la implementación de la meritocracia— dicha sociedad, compuesta de A y B, se debilita.

Una sociedad que aplica discriminación positiva como la que señalo en el punto anterior no sólo debilita al grupo B, sino a la totalidad del grupo compuesto por la suma de A y B, y especialmente debilitan a los más débiles. La discriminación positiva en este sentido bien podría ser contraproducente no con el grupo discriminado para bien, sino quizá con nuevos grupos que habrían de sufrir los efectos de decisiones políti-cas. Cabe la posibilidad, desde luego, que el grupo justamente beneficia-do por discriminación positiva —el grupo A— sufra de consecuencias debilitantes o dañinas contra sí mismo. Todos sabemos que las actitudes demasiado complacientes pueden obrar no contra el licencioso per se sino contra sus pares (es decir, contra su propio grupo), y si por igualar socialmente contra mérito puro y duro, podríamos estar entrampados en un ciclo de daños intencionales a unos y a otros; nuestra vieja enemiga, la discriminación injusta. Ésta es una posibilidad que parece menor; pero, trataré de mostrar, es en realidad un efecto difícil de soslayar.

Parra, en su texto, lo señala de este modo; hay discriminación injusta y hay discriminación justa (o positiva). La discriminación positiva:

En todos los casos, sin embargo, las medidas y acciones de discriminación positiva tienen como finalidad prioritaria remediar y en última instancia poner fin (si ello es posible) a la discriminación injusta, por lo que pueden considerarse como temporales en el sentido de que, de alcanzarse una so-ciedad con condiciones de verdadera igualdad de derechos y oportunidades para todas las personas, las medidas de discriminación positiva dejarían de ser necesarias y carecerían de justificación.

Y tiene en mente esta clase de ejemplos;

Una comunidad indígena demuestra que fue despojada ilegalmente hace más de 100 años de amplias extensiones de terreno con gran valor en la actualidad. El gobierno actual decide indemnizar económicamente a todas

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las personas que puedan demostrar que descienden de los propietarios ori-ginales de esas tierras.

Además de esta clase de ejemplos;

Las autoridades de dicha universidad han declarado que considerarán admi-tir retroactivamente a todas aquellas solicitantes que de otra manera habrían pasado el examen, pero no han dado detalles sobre cómo piensan hacer esto. Invito al lector a pensar en todas las medidas que serían necesarias para reparar los daños ocasionados a dichas solicitantes, e indirectamente a sus familias y descendientes, suponiendo que ello fuera posible. Cualquiera de estas medidas constituiría un ejemplo de discriminación positiva tal como se ha definido previamente en este trabajo.

Así, la gama de asuntos y medidas que pueden ser resueltos con el uso de discriminación positiva es extensa, desde lo que podríamos consi-derar indemnización, como es el caso de la universidad japonesa que mo-dificó los resultados de los exámenes, hasta otras cosas. Pero aunque son medidas temporales, su vehículo serían entonces las políticas públicas, porque la aspiración a la hora de legislar es tener normas que no deban cambiar aun en el caso de que consiguieran éxito en su aplicación.

* * *

Casos genuinos de discriminación positiva sin ser casos genuinos de indem-nización. Para situaciones como las correspondientes a la universidad ja-ponesa que falseó los documentos, resarcir el daño es algo factible. Hay estudiantes en este ejemplo de la Universidad Médica de Tokyo que no debieron estudiar (no porque tuvieran habilidades insuficientes, sino por-que de acuerdo con el criterio de ingreso no había lugares suficientes) y aspirantes que debieron haber estudiado. Esto es importante porque esta clase de resarcimiento de daños yo no lo consideraría discriminación positi-va porque las mujeres afectadas merecían, especialmente sin considerar su género, un lugar en la universidad y porque los beneficiados injustamente —de existir en este caso— y los responsables del daño son castigables.

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El principio que se cumple aquí es el de localizar la responsabilidad de resarcir el daño, en el responsable del daño. El autor de modificar los exámenes podría enfrentar cargos incluso penales —sobre todo si, en cul turas como la japonesa, la decepción de alguna de las rechazadas in-justamente terminó en suicidio—. De modo que en lo personal yo no llamaría a remediar la situación de Universidad Médica de Tokyo, y pare-ce que otros defensores de la discriminación positiva podrían pensar lo mismo que yo, dado que podría descubrirse que los varones a los que se dio primacía sobre las mujeres acumulaban una cantidad más grande de agravios acumulados históricamente que las mujeres que fueron rechaza-das injustamente. Entre los varones podría haber japoneses pobres, trans-género que no se aceptan, con antepasados étnicos desfavorecidos con discriminación injusta, etc. Así si abrimos la puerta a las consideraciones de discriminación positiva, no queda claro que estas mujeres hayan sido indebidamente discriminadas en su ingreso.

* * *

Casos genuinos de discriminación positiva con responsabilidad colectiva. El tipo de casos que son conceptualmente más interesantes, en mi opinión, son los que Parra apunta al final de su texto: cuando no tenemos claro si Juan discriminó indebidamente a Pedro, resultando en una lesión de los derechos de Pedro tal que todavía podemos operar una indemnización tradicional. Así, aquí hablamos de discriminación positiva apelando a la historia, usualmente considerando grupos étnicos de origen, lengua ma-dre, color de la piel, preferencia sexual, género, sexo, y más.

El caso de la etnia indígena que hace 100 años fue despojada de sus tierras por parte de otra etnia o sociedad, y a la vuelta de tanto tiempo, tenemos—pongámoslo así— escasos lugares en la universidad para todos los solicitantes. Al final queda un lugar en juego y hay dos aspirantes em-patados, uno de ellos indígena previamente despojado y el otro del grupo social que despojó. Pareciera ser que aquí no sólo no hacemos daño, sino que hacemos cierto tipo de justicia al darle prevalencia al indígena del grupo socialmente vulnerable.

Veamos las siguientes situaciones:

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El miembro de la comunidad indígena y el de la comunidad de vence-dores empataron en sus criterios. En este caso, el mérito deja de ser el cri-terio relevante, y parecería que, dado que una moneda al aire es buena para decidir quién entra y quién no, podríamos darle preeminencia al miembro del grupo históricamente desfavorecido. El aspirante rechazado podría intentar ingresar el año siguiente o a otra institución, y el daño parece relativamente menor. Pero al hacer una decisión intencional usan-do la pertenencia étnica como el criterio, uno adquiere ipso facto la responsabi lidad por los resultados. Así, tendríamos que ver si la perte-nencia étnica es el único criterio relevante, y descartar que el otro estu-diante rechazado no pertenezca a algún otro grupo perjudicado a lo largo de la historia, tal que nos hiciera partícipes de una discriminación injus-ta. Habiendo descartado esta situación, todavía hay razones que podrían apuntar al mérito del indígena por sobre el mérito del miembro del gru-po opresor; por ejemplo, la fortaleza de carácter para sobreponerse a la adversidad, la perseverancia, etc. Así, de nuevo no estaríamos ante un tipo de discriminación injusta, en especial si los aspirantes aún estuvie-ran dentro del rango de los estudiantes merecedores de ingreso. Estaría-mos ante una selección del mejor candidato bajo criterios psicológicos. Difícilmente alguien se opondría, por justicia, a que una universidad escoja a los mejores aspirantes, y si por “mejores aspirantes” importara el ca rácter de ellos, pues el indígena empatado habría exhibido un mejor ca-rácter que un miembro de la sociedad más favorecida que empata aca dé-micamente con el menos favorecido. Así, el mérito fuera del criterio explícito o el azar justifican, en última instancia, una decisión de discri-minación positiva entre dos as pirantes igualmente capacitados. De otro modo, estamos frente a lo que a todas luces parece discriminación posi-tiva, pero es discriminación simplemente justa, aunque tuviera ciertos vicios de reglamentación.4

Pero si los aspirantes no son igualmente capacitados y se escogiere el elemento menos excelente de los dos, entonces tendríamos un caso de discriminación positiva de los que yo aduje que debilitarían a la sociedad,

4 Si los aspirantes estuvieran empatados de todo a todo, entonces no hay ninguna razón para hacer primar el criterio discriminatorio del origen étnico, porque no es necesario. Quizá bas-taría con el azar, que a la larga es equitativo.

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a la institución o al grupo al asignar un recurso en alguien que no lo me-rece comparativamente, o bien al posicionar una razón para violar la igualdad ante la ley. Un médico que no tiene la mejor de las memorias disponi bles, o que se desmaya al ver sangre o que no es riguroso en sus procedimientos quirúrgicos, pero que fue graduado producto de discri-minación positiva real, es un problema para la sociedad. Si ese médico, además, por afinidad étnica, fuese a ejercer entre sus compañeros de gru-po social, la discriminación positiva termina ofreciéndoles un médico de peor calidad que el que debieron tener si la pura meritocracia hubiera servido para la decisión.

Para cerrar este asunto debemos considerar el caso en que la razón por la que un aspirante a la universidad es aventajado es que tuvo los re-cursos que salieron de un despojo de hace 100 años a una etnia aborigen. Si compitieran un descendiente de los despojadores contra uno de los despojados, estando en diferentes condiciones los dos, mejor el primero que el segundo, tendríamos un caso interesantemente complejo. Para darle plausibilidad al caso, supongamos que hay apartheid de los dos gru-pos sociales en las instituciones de los fuertes pero se permite la libre competencia en las universidades de los conquistados. En este caso pode-mos pensar que compitieran el descendiente de un conquistador contra el descendiente de un conquistado de forma plausible. Supongamos un caso más extremo aún: al egresar el hijo de los conquistadores, se va a volver a su sociedad, y será acogido sin problemas y se le respetaría el tí-tulo de la universidad de los conquistados. Supongamos que si egresa el hijo de los conquistados, se quedará a trabajar para los conquistados, porque por la separación étnica no se le permitiría ejercer la medicina entre los hijos de los conquistadores. En este caso, parece que es en el único en el que tiene sentido discriminar positivamente con base en la etnia de origen: un mal médico para mi grupo podría ser mejor que nin-gún médico. Y si los recursos para formarlos son escasos, esto es espe-cialmente cierto. ¿Pero habría aquí discriminación positiva justa? En este caso sostengo que no queda claro. La razón básica es la siguiente: si bien el hijo de los conquistadores recibió bienes que se extrajeron indebida-mente al grupo al cual viene a buscar una ventaja adicional más, no que-da claro cómo es que se deba limitar el acceso a estos bienes sin poder

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establecer que los grupos tienen derecho a actuar para su propio benefi-cio e incurrir en discriminación contra otros por ese motivo. En térmi-nos generales, ello abre la puerta a justificar un despojo inicial siempre que se pague de algún modo en el futuro a los despojados. Ésta es la razón por la que la mejor defensa de la discriminación positiva parece abrirle la puerta a un tipo de confrontaciones colectivistas parecidas, en última instancia, a la guerra y la legítima defensa. En casos como éste, pareciera que es razonable incurrir en discriminación, que ésta es justa, pero a cam-bio de confrontar a otro grupo por conducto de quitar derechos a uno de sus miembros por el hecho de serlo.

Finalmente, así como hay casos de pseudodiscriminación positiva, hay casos de pseudomeritocracia. Y en la medida en la que enfrentára-mos decisiones pseudomeritocráticas, estaríamos frente a discriminación injusta, y los efectos, acumulados a lo largo del tiempo, serían achacables a un caso de discriminación indebida.

La única manera de romper con ciclos como ése es apostar a la meri-tocracia genuina.

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Respuesta a Víctor Manuel Peralta del Riego

Roberto Parra Dorantes

Los puntos de desacuerdo entre Víctor Manuel Peralta y yo sobre el tema de la discriminación positiva son amplios y profundos, y van desde el uso de ciertos términos que no considero apropiados hasta cuestiones más com-plejas como la caracterización de algunos conceptos y la justificación de principios éticos. En esta réplica me enfocaré en aquellos puntos que me parecen estar en la raíz de nuestros desacuerdos.

A lo largo de su texto, Peralta desarrolla una postura acerca de la discriminación positiva que implica que este concepto está basado en una autocontradicción. Por un lado, él reconoce que son acciones que tienen el objetivo de distribuir beneficios a personas de algunos grupos de manera adecuada y justa; por otro lado, afirma que las medidas de discriminación positiva o acción afirmativa necesariamente otorgan a las personas algo diferente a aquello que en justicia merecen. Y dado que es imposible que sea justo otorgarle a alguien más o menos beneficios institucionales que los que merece, la discriminación positiva siempre incumple su objetivo y es necesariamente injusta. Peralta no extrae ex-plícitamente esta conclusión en su texto; sin embargo, a partir de lo que dice al caracterizar la discriminación positiva (por ejemplo, que “para que tenga sentido” debe ir “más allá del mérito de cada uno” y que es “un modelo contrario a la meritocracia”), me parece claro que la presupone como parte de su argumento.

Más aún, dada esta concepción de la discriminación positiva, él da por hecho que las medidas de discriminación positiva necesaria y previsi-blemente perjudican a la sociedad y a otros individuos al provocar que personas insuficientemente capacitadas (por ejemplo, algún médico que se “sabe que es decididamente malo”) obtengan empleos y otras oportuni da-des. Las medidas de acción positiva, como queda ilustrado en los ejem-plos de mi texto inicial (uno de ellos precisamente acerca de solicitantes en una escuela de medicina), no necesariamente tienen estos efectos.

A partir de los puntos anteriores, Peralta concluye también que sólo

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concibiendo “al autosacrificio como un resultado aceptable” sería posible que “los más fuertes” aceptaran medidas institucionales de acción positi-va. El tipo de lenguaje que él utiliza (así como algunas de sus analogías, como comparar a la sociedad humana con un ecosistema vegetal) pare-ciera indicar que para él ciertas personas son intrínsecamente más capa-ces y por ello también inherentemente dignas de recibir más beneficios sociales que otras. No comulgo con estas ideas, las cuales considero van en contra del principio de la atribución de igualdad del valor inherente de las personas, y por ello es natural que también en este punto funda-mental estemos en desacuerdo.

Sobre el argumento legal ofrecido por Peralta de que, tratándose de agravios cometidos en el pasado “las penas no deben trascender al malhe-chor”, y por ello los descendientes y familiares de esa persona no pueden estar obligados a su indemnización, estoy de acuerdo con la premisa pero en desacuerdo con la conclusión. Diversos sistemas de derecho civil re-conocen, por un lado, el enriquecimiento sin causa o enriquecimiento ilegítimo, que puede originar el derecho de exigir una indemnización por parte de los afectados y, por otro, el hecho de que existen obligaciones civiles (como el pago de una indemnización) que no se extinguen con la muerte. Por supuesto, como admito en mi texto inicial acerca de este te-ma, no es fácil determinar los detalles específicos sobre quiénes y de qué forma tienen la responsabilidad de reparar daños cometidos en el pasado lejano (como sucede también con frecuencia en asuntos totalmente dis-tintos del derecho en general), pero ese punto está lejos de ser una buena razón para descartar toda posibilidad de justificación moral o política para medidas de discriminación positiva.

Por último, afirma también Peralta que instituir medidas de discrimi-nación positiva puede ser “contraproducente para la cultura cívica”, pues equivaldría a “legalizar el trato desigual”, con lo que correríamos el riesgo de caer en una pendiente resbaladiza que convirtiera en normal cual-quier trato institucional no igualitario. Esta crítica carece de fuerza, pues las medidas de acción afirmativa justamente tienden a hacer visibles los daños pasados y presentes provocados por el trato no igualitario hacia ciertos grupos sociales, y generalmente son diseñadas como estrategias temporales bajo el entendido de que, si llegan a repararse los daños, las

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violaciones de derechos y las situaciones de injusticia social, y a estable-cerse un trato igualitario en cuanto al respeto de los derechos, dichas me-didas perderían efecto.

No sostengo que sea imposible encontrar defensas de la discrimina-ción positiva que sean susceptibles de una o más de las críticas que hace Peralta en su texto. Me parece indudable, sin embargo, que existen trata-mientos de la discriminación positiva que no cometen esos errores.

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Evaluación del debate en torno a la discriminación positiva

Víctor Cantero Flores

En este breve comentario trataré de resumir de una manera concisa los principales argumentos de Roberto Parra y Víctor Manuel Peralta. Des-pués esbozo tres ideas que, sumadas a lo que estos autores nos ofrecen, podrían ayudarnos a tener una mejor comprensión del debate en torno a la discriminación positiva.

Parra entiende por discriminación positiva el conjunto de medidas y acciones que buscan, por una parte, promover la educación y el empleo de los miembros de grupos que históricamente han sido víctimas de dis-criminación o algún tipo de injusticia social y, por otra parte, contrarres-tar los efectos negativos que esta discriminación les ha ocasionado. Los casos relevantes son aquellos en donde se da un trato preferencial a gru-pos que han sido víctimas de discriminación o injusticias. Su objetivo es defender que hay al menos algunos casos en donde la discriminación po-sitiva está moralmente justificada. Lo que la justifica es que con ella se quiere remediar o poner fin a las desigualdades injustas en contra de ciertos grupos.

En su defensa, Parra elabora dos casos, uno real y otro ficticio, donde la discriminación positiva estaría justificada porque ayuda a compensar a ciertas personas por un daño que se les hizo o abre espacios a grupos que han sido históricamente marginados. Aunque en estos casos podemos aceptar que la discriminación positiva está justificada, hay otros casos más problemáticos. Por ello, nos da algunas pautas para justificarlos.

Primero, se le puede objetar que la discriminación positiva es siempre injusta porque apela a características de una persona que son indepen-dientes de sus méritos. Parra señala que se puede apelar a estas caracte-rísticas como criterios complementarios de selección. Además, la discri-minación positiva puede justificarse porque miembros de ciertos grupos históricamente discriminados han tenido que enfrentar mayores dificul-tades para lograr ciertas cosas. Por ello, merecen la oportunidad de obte-ner un empleo o un lugar en una institución académica.

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Segundo, cabe preguntar si los herederos de cierto grupo están obli-gados a compensar a los descendientes de otro grupo que sufrió una in-justicia a manos del primero. Para responder, Parra alude a la responsabi-lidad remedial. Ésta abarca casos en donde una o más personas son responsables de cierto estado de cosas si y sólo si están obligados a reparar-lo. Así, aunque los herederos del primer grupo no causaron cierto estado de cosas injusto, sí pueden seguir siendo responsables porque pueden es-tar obligados a remediarlo.5 Así, la objeción no afecta a la discriminación positiva.

Peralta, por su parte, caracteriza la discriminación positiva en térmi-nos de asignar recursos, de manera preferente, a miembros de grupos históricamente desfavorecidos. Además, distingue dos modelos de dis-criminación positiva, llamémosles M1 y M2. En M1, dos personas tienen los mismos méritos para obtener cierto recurso, pero se da preferencia a quien sea miembro de un grupo históricamente desaventajado. En M2, dos personas difieren en cuanto a sus méritos, pero quien forme parte del grupo históricamente desaventajado es quien recibe el recurso. Ambos modelos, señala Peralta, tienen problemas.

Peralta se pregunta cómo determinamos qué grupo es el que merece cierta preferencia en la asignación de ciertos recursos. La respuesta no es clara. También señala que no es claro qué características cuentan como debilidades a la hora de asignar recursos. Por ejemplo, se ha considerado que las mujeres son un grupo marginado. Sin embargo, esto las protegió de no ser consideradas para participar en actividades peligrosas como reclutarse en el ejército o formar parte de la protección civil (bomberos, policías, etc.). Esto puede ser una fortaleza. Si es así, dificulta la tarea de implementar la discriminación positiva.

La segunda dificultad que Peralta señala es que la discriminación po-sitiva abre la posibilidad de que ciertos recursos clave para la sociedad queden en las manos de personas que no los merecen. El cargo de un mé-dico debería darse a quien tenga el mérito, y no a quien no tiene los méri-tos suficientes pero se ve favorecido por una medida de discriminación

5 Parra distingue tres maneras en las que se puede atribuir responsabilidad remedial a una per-sona: por beneficiarse de un estado de cosas injusto, por tener lazos de comunidad con las personas afectadas por él, y por ser la única persona con la capacidad de remediarlo.

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positiva. De no ser así, en el mediano y largo plazo tendrá la consecuencia de debilitar a toda la sociedad y exponerla a ciertos peligros. No sólo eso, darle lugar a la discriminación positiva sería echar por tierra todo el es-fuerzo invertido hasta ahora para lograr la igualdad de derechos.

En su respuesta, Parra señala que la discriminación positiva no es una contradicción (entre hacer justicia a los grupos desfavorecidos y dar-les recursos que no merecen) y no necesariamente debilita a la sociedad. Sus ejemplos, arguye, no parece que constituyan casos en donde se co-meta alguna injusticia y no se ve que tengan consecuencias nefastas para la comunidad. En relación con la objeción de que la discriminación posi-tiva contraviene el principio “las penas no deben trascender al malhe-chor”, aunque Parra no lo menciona, la noción de responsabilidad reme-dial podría ser relevante. Aunque una persona no causó el daño que otra persona sufrió, sí puede todavía estar obligada a repararlo si un ancestro suyo fue quien infringió el daño y tal persona se ve beneficiada como re-sultado de esa acción. Esto no parece poner en cuestión al menos los ca-sos de discriminación positiva que Parra señala. Queda abierta, no obs-tante, la posibilidad de que las críticas de Peralta sí sean efectivas contra otros casos.

A su vez, Peralta insiste en que la implementación de la discrimina-ción positiva trae consigo que la sociedad se debilite al dejar de lado el mérito como el criterio central para determinar quién es digno de recibir cierto recurso. La discriminación positiva puede ser contraproducente. Por ejemplo, permitir que un puesto de médico sea adjudicado, por me-dio de una medida de discriminación positiva, a alguien que no es com-petente no sólo afecta a miembros aventajados, sino también a los grupos más desprevenidos, pues todos quedarían en manos de alguien no apto para el puesto.

Peralta también cuestiona que los ejemplos de Parra sean casos ge-nuinos de discriminación positiva. Su argumento parece ser un dilema: o bien los ejemplos son casos genuinos de discriminación positiva, en cuyo caso, se tratarían de casos injustos por favorecer a ciertos grupos con base en características ajenas a sus méritos; o bien no son realmente casos ge-nuinos de discriminación, pues es el mérito lo que determina si alguien merece o no cierto recurso, y no su pertenencia a un grupo desfavoreci-

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do. Por ejemplo, en el caso de la Universidad Médica de Tokio, la indem-nización que se hizo no se debió a que las afectadas fueran mujeres, sino que, por sus méritos, merecían ser aceptadas en la universidad. En el caso donde cierto grupo disfruta beneficios derivados de una injusticia come-tida por sus ancestros en contra de otro grupo, Peralta señala que es difí-cil ver cómo se podría restringir el acceso a tales beneficios sin violar el principio que cada grupo tiene derecho a actuar en su propio beneficio. Esto tendría como resultado confrontar a ciertos grupos, donde algunos perderían derechos en favor de los otros.

Hasta aquí los argumentos de cada autor. Ahora quiero sólo apuntar tres ideas que quizá puedan contribuir a enriquecer la discusión. La pri-mera idea atañe las concepciones de discriminación positiva que cada autor tiene. Peralta la concibe completamente desconectada del mérito. En contraste, Parra sí parece considerar que al menos algunos casos de discriminación positiva pueden estar justificados en términos de los mé-ritos que una persona tiene. Aunque la definición de Parra no incurre en este problema, cierta concepción de la discriminación positiva —como aquel tipo de discriminación que, por definición, está justificada por ra-zones de justicia social— haría imposible que hubiera casos injustificados de discriminación positiva, lo cual Peralta claramente negaría. La suge-rencia aquí es que sería útil discutir más la concepción de discriminación positiva que está en juego en el debate.

Peralta advierte que la discriminación positiva trae resultados negati-vos para la sociedad porque ciertos recursos estarán en manos de perso-nas que, por su historia, presentan varias carencias. Sin embargo, pode-mos ver algunos casos de vindicación de ciertos grupos, como el de las mujeres, en donde se tenían preocupaciones similares, pero los temores no se cristalizaron. Tal vez haya algún problema aquí o allá, pero no en la escala catastrófica que, por momentos, Peralta parece sugerir.

Finalmente, hay quienes defienden la discriminación positiva en tér-minos de diversidad e integración.6 Lo que justifica la discriminación po-sitiva es, por un lado, el hecho que promueve la diversidad en las dis tintas

6 Véase Robert Fullinwider, “Affirmative Action”, en The Stanford Encyclopedia of Philosophy (edición de verano de 2018), Edward N. Zalta (ed.), URL <https://plato.stanford.edu/archives/sum2018/entries/affirmative-action>.

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esferas de la vida pública. Por otro lado, permite que cada ámbito —esco-lar, laboral, político— cuente con representantes de cada uno de los gru-pos que conforman la sociedad. Me parece que incorporar estos elemen-tos en la discusión puede darle a quienes defienden la discriminación positiva elementos para justificar su implementación y daría un reto inte-resante a quienes la cuestionan.

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III. Derecho a poseer y portar armas

En contra

Víctor Cantero Flores

En varios países está permitida la posesión y portación de armas de fue-go.1 Se ha defendido que la posesión es un derecho que surge del derecho básico a la legítima defensa. También se arguye que la posesión de armas es una medida efectiva para la prevención y disuasión del crimen y la protección de la población. Finalmente, se ha defendido que la posesión de armas le permite a la población hacer frente a un gobierno opresor. Sin embargo, en los últimos años se ha cuestionado si realmente existe tal derecho y si realmente tiene el efecto preventivo y disuasivo que se le atribuye. En la historia reciente de Estados Unidos, varios actos de vio-lencia, que involucraron el uso de armas de fuego, han llevado al menos a pensar que la posesión de armas trae más riesgos que beneficios a la se-guridad de la población. Algunos abogan por prohibir completamente la posesión de las armas; otros, de manera más moderada, sólo arguyen que debe haber más control por medio de la imposición de reglas estrictas para la adquisición de armas. En contraste, en México se ha empezado a sugerir que para combatir la inseguridad y violencia que azota al país debe permitírsele a la población civil poseer y portar armas para prote-

1 Véase Alpers y Marcus (2018) sobre el estatus legal de la posesión y portación de armas en los países que forman parte de las Naciones Unidas. Véase Carlsen y Chinoy (2018) para una visión general de los procedimientos que deben realizarse para adquirir un arma de fuego en 15 países donde su posesión está contemplada por la ley. Véase Villanueva (2017, pp. 80-81) para el caso de México.

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gerse del crimen organizado (e, incluso, del gobierno). En este breve tra-bajo trato de mostrar, por una parte, que nuestro derecho legítimo a la defensa no es equivalente ni implica el derecho a la posesión y portación de armas. Por otra parte, arguyo que la posesión y portación de armas no constituye una medida efectiva para combatir, prevenir o disuadir el cri-men. De hecho, no sólo no ayuda a disminuir el crimen, sino que genera más y nuevos riesgos para la población.

Algunas nociones básicas

En este debate hay varias tesis que están en juego. Algunas son las siguientes:

a) Los ciudadanos tienen el derecho de adquirir y poseer armas de fuego para protegerse a sí mismos, a su familia o su propiedad en contra del crimen o en contra de abusos de un gobierno opresor.

b) El alcance de esta tesis puede limitarse de varias maneras. Cada limitación definiría una versión acotada de la tesis general. Por ejemplo, una de estas versiones es que los ciudadanos sólo pue-den poseer y tener armas en sus domicilios y no pueden llevarlas consigo fuera de ellos.

c) Hay muchas cuestiones operativas y prácticas de cómo ejercer este derecho, una vez que se ha mostrado que es efectivamente un derecho. Estas cuestiones tienen que ver con la manera concreta en que la gente puede acceder a las armas. Sin embargo, no abor-daré estas preguntas. Me concentraré en los aspectos más genera-les del debate; abordaré especialmente la discusión desde una perspectiva moral.

Derecho a la legítima defensa

Así como la libertad es un derecho fundamental, pero no de manera irres-tricta, uno puede argumentar que la legítima defensa es un derecho fun-

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damental, pero debe ejercerse dentro de ciertas condiciones y límites. Aquí surge un tema complejo sobre cómo limitar el ejercicio de este dere-cho. ¿Qué condiciones deben imponerse de manera que no sean ni de-masiado permisivas ni demasiado restrictivas? Para los propósitos de este texto, al menos por el momento, no consideraré esta discusión. El punto central será la cuestión más general acerca de si debe permitirse o no la posesión de armas como un medio efectivo para garantizar el ejercicio del derecho a la legítima defensa.

El argumento del texto tendrá la siguiente estructura. En primer lu-gar, si el caso a favor de la posesión de armas como un derecho tiene al-guna fuerza, dependerá de su conexión con el derecho básico a la legíti-ma defensa. Si la legitimidad de este último derecho es cuestionada o su conexión con la posesión de armas es rota, el derecho a la posesión de armas perderá fuerza. En segundo lugar, incluso si aceptamos que la legí-tima defensa es un derecho, podemos insistir que de ello no se sigue que la mejor manera de ejercer ese derecho es permitiendo la posesión de ar-mas de manera privada por la población civil. ¿Qué otra manera hay dis-ponible para ejercer este derecho? Es una historia larga, y los detalles elu-sivos, pero una posible respuesta tiene que ver con la conformación de las instituciones de prevención e impartición de justicia. Los seres huma-nos hemos pasado de tomar personalmente en nuestras manos la justicia, tomando venganza de las afrentas recibidas, a formar instituciones, pro-cedimientos y protocolos que permitan resolver de la manera más justa los conflictos entre particulares. Ésa debería ser la ruta que debemos se-guir. Empecemos con un contraste breve entre el caso de México con el caso de Estados Unidos.

El caso de México

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en su artículo 10 dice:

Los habitantes de los Estados Unidos Mexicanos tienen derecho a poseer armas en su domicilio, para su seguridad y legítima defensa, con excepción

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de las prohibidas por la ley y las reservadas para el uso exclusivo del Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Guardia Nacional. La ley federal determinará los casos, condiciones, requisitos y lugares en que se podrá autorizar a los habi-tantes la portación de armas.

También se encuentra la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosi-vos,2 la cual viene acompañada de su reglamento (véase Justia, 2018). Esta ley no parece descartar la legalidad de la posesión de armas, sólo bajo ciertas condiciones, pero no hace referencia a la portación. Sin em-bargo, la pregunta no es si la posesión de armas es legal, sino si es moral-mente correcta.

El caso de Estados Unidos

En Estados Unidos, la Segunda Enmienda es una de las principales fuen-tes a las que se ha aludido para apoyar la posesión y portación de armas: “Dado que una milicia bien regulada es necesaria para la seguridad de un estado libre, el derecho de la gente a poseer y portar armas no deberá ser infringido”. Esta enmienda, por sí misma, no implica que poseer y portar armas constituya un derecho humano. El hecho de que esta enmienda sólo aparezca en la legislación norteamericana habla de la peculiaridad de este país, pero no dicta alguna norma para otros países.

¿Es la posesión y portación de armas realmente un derecho?

Un punto que sugiere que la portación de armas no constituye un derecho humano puede verse en el carácter condicional de la enmienda. La porta-

2 De manera peculiar, en el Título Primero, Capítulo Único, artículo 5, podemos leer lo si-guiente: “El Ejecutivo Federal, los Gobiernos de los Estados, del Distrito Federal y los Ayun-tamientos, realizarán campañas educativas permanentes que induzcan a reducir la posesión, la portación y el uso de armas de cualquier tipo. Por razones de interés público, sólo se auto-rizará la publicidad de las armas deportivas para fines cinegéticos y de tiro, en los términos del Reglamento de esta Ley”. Esto revela que, si bien la posesión de armas en el domilicio está contemplado, para fines prácticos es muy difícil conseguir armas, en parte, debido a que el gobierno mismo lo desalienta.

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ción de armas depende de la condición de que la nación cuente con una milicia bien armada para su seguridad. En el caso de que se cuente con instituciones fuertes en materia de seguridad, previsión, persecución y castigo del crimen, la portación de armas por la gente no sería reque rida. Un derecho humano genuino no parece depender de alguna otra cosa.

Quienes abogan por el derecho a la posesión de armas piensan que del derecho a la legítima defensa emerge inmediatamente el derecho a la posesión de armas. Para algunos, son exactamente el mismo derecho, sólo que expresados de distinta manera. Creo que no son el mismo dere-cho, y que cada uno tiene distinto contenido semántico. No sólo eso, in-cluso si alguien aceptara que no son lo mismo, pero que la posesión y portación de armas es la mejor realización del derecho a la legítima de-fensa, tendría que explicar cómo es posible que pueda potencialmente inducir a muchos problemas de diversa índole: más inseguridad, más violencia, más accidentes, más hostilidad y desconfianza entre ciudada-nos, una sensación falsa de seguridad que impida la implementación de otras medidas más efectivas y profundas para resolver la raíz de los pro-blemas de inseguridad prevalentes.

Otro punto que muestra que este supuesto derecho fundamental no lo es en realidad es el hecho que la portación de armas se ve como un medio para algún fin más importante: la seguridad e integridad personal, la protección de uno mismo, de la familia, amigos o propiedad. Si hubie-ra alguna otra manera de lograr esos fines que fuera, en algún sentido, más eficaz, menos riesgosa, menos costosa, etc., sería razonable apostar por ese otro medio. En este caso, el supuesto derecho a la portación de armas se desvanecería. Tal vez aquí se arguya que, incluso si portar armas es un medio para un fin más importante, aún se puede defender que es el mejor medio para conseguir el fin esperado. Esta respuesta concedería que la portación de armas no constituye un derecho legítimo, sino un medio para cierto fin. Eso es suficiente para mostrar el punto central de este escrito. Pero, para insistir en el punto, cabe dudar que incluso enten-dido como un mero medio para cierto fin, la portación de armas dista de ser el mejor medio para ese fin. Justo al contrario, parece traer más pro-blemas de los que supuestamente resuelve.

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¿Es la posesión y portación de armas la mejor herramienta para defendernos?

Incluso si concediéramos que la portación de armas es un medio efectivo para prevenir el crimen, y lo hiciera con cierto grado de confianza, es to-davía posible que, de manera indefectible, la portación de armas traiga consigo “efectos secundarios” que, al evaluar los beneficios y las pérdidas, hagan que no valga la pena el costo que se paga por portar armas. Por ejemplo, aunque quizá el que yo porte un arma en casa, y así lo anuncie, disuada a potenciales ladrones de entrar a la casa, esta seguridad puede pagarse con otras desventajas de portar el arma: mal uso de ella por otros miembros de la familia, por mí mismo en un estado poco conveniente, que se extravíe el arma, etcétera.

Hay algunas cuestiones técnicas y de ejecución que hacen que los presuntos beneficios de la portación de armas se desvanezcan. La porta-ción de armas se vuelve muy poco efectiva en una situación de peligro real. Si hay un caso de robo en una casa donde los dueños no se encuen-tren, incluso si éstos tienen un arma de poco servirá. Incluso, el arma misma puede ser robada y ser usada eventualmente para cometer críme-nes. Aun si la gente recibe entrenamiento de cómo usar un arma, lo que aprenden son los aspectos básicos, pero esto no incluye cómo reaccionar ante una situación de peligro inminente. Incluso si se ha tomado un en-trenamiento de armas, esto no garantiza (ni siquiera lo muestra de ma-nera probable) que se haga un buen uso del arma en una situación de peligro real. Soldados y policías que están constantemente en una situa-ción de peligro, reciben entrenamiento especializado sobre cómo reac-cionar en situaciones de este tipo. La inmensa mayoría de la ciudadanía carece de este entrenamiento, lo cual no permitiría que reaccionaran de manera adecuada ante una situación de peligro, incluso si son perfecta-mente capaces de dispararla con gran precisión en un ambiente controla-do y sin ninguna amenaza presente. Puedo tener un arma en casa, pero sin nadie saberlo. Alguien puede entrar a mi casa de todas formas. Y la última circunstancia obvia que mostraría que quizá el uso de armas no es útil es que, pese a tener el arma, no sea posible detener un crimen. En el caso de un robo, incluso con arma, si estoy amenazado por más de un

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asaltante, de poco podría servir. Otro punto es que la seguridad en la portación de armas parece suponer, de manera equivocada, que pode-mos tener cierto poder en predecir las circunstancias en las que un cri-men puede suceder. Pero las circunstancias en las que puede suceder son de lo más disímiles, a tal grado que poco podemos hacer para predecir qué pasaría. Así, portar un arma podría hacer poco para enfrentar apro-piadamente una situación de peligro o un crimen en contra nuestra de manera efectiva.

Si la portación de armas no es un medio adecuado de protección, ¿qué lo es? Dada la complejidad del crimen y las formas que puede adop-tar, es difícil señalar con toda seguridad cuál sería la fórmula para resol-verlo, pero parte de la respuesta es el largo y constante proceso de forma-ción y consolidación de instituciones que enfrente este problema. Es un problema largo, y sobre lo cual se sigue trabajando. Pero la portación de armas es un intento de resolver en un instante, casi de manera mágica, los problemas derivados del crimen, cuyas raíces son más profundas.

Un caso extremo donde podría argumentarse a favor de la posesión de armas es cuando las instituciones encargadas de la seguridad pública han colapsado, y las instituciones privadas igualmente han fallado. Pero este caso es una situación donde la impartición de justicia y el Estado de derecho han fracasado. El uso de las armas en este contexto ya no pue de verse como un derecho, sino como un medio de supervivencia, donde lo que importa es no morir incluso si tengo que matar a alguien más, no importa si tengo derecho o no, o si es legal o no.

Otro argumento que se puede tratar de articular en contra de la pose-sión y portación de armas depende de las motivaciones psicológicas que puede tener la gente a favor de la posesión. No quiero sugerir que es con-cluyente, pero al menos apunta a algunas dificultades que los defensores de la posesión de armas, al menos, deberían considerar. Una motivación posible para apoyar la posesión y portación de armas se encuentra en haber sido víctima del crimen o de la acción o inacción del gobierno que terminó en la pérdida de algo valioso. El razonamiento puede ser el si-guiente: “Si hubiera tenido un arma en esa situación, nada de esto hubiera sucedido” o “si ahora me hago de un arma, esto no va a volver a suceder” u otros similares. Independientemente de si estos razonamientos contra-

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fácticos son correctos, es difícil ver que la motivación de quien piense de esta manera constituya una razón a favor de la posesión de armas. Por una parte, la persona puede estar guiada por emociones de odio, ira o miedo que le llevan a un deseo de revancha indirecta contra los agreso-res. Por otra parte, si la portación de armas no tiene el efecto disuasorio que se le atribuye, la motivación para portar armas para prevenir futuros crímenes no constituye una buena razón para portar armas.

Otro aspecto relacionado con las motivaciones de algunos que abo-gan por la legalización de la posesión de armas son sus prejuicios y su evaluación del potencial riesgo en el que supuestamente viven y del cual la posesión de armas los estaría protegiendo. Prejuicios raciales y clasis-tas pueden llevar a la gente a evaluar negativamente a gente de ciertas ra-zas o cierto estatus económico y social y considerarlos una amenaza a su integridad personal, a sus seres amados o propiedades. Esta evaluación negativa y los prejuicios que de ellas surgen pueden llevarlos a pensar que están en peligro y, en consecuencia, deben hacer lo necesario para prote-gerse y abogar por la posesión de armas. La motivación detrás de su exi-gencia por la legalización de la posesión de armas no sería un juicio razo-nado basado en hechos, sino el miedo inspirado por sus prejuicios. Es importante notar que, incluso si cierta zona o cierto sector de la pobla-ción (de bajos recursos, de cierto origen étnico, etc.) fuera efectivamente un riesgo para otros sectores de la población, aun así esto no justificaría, en principio, la exigencia de legalizar la posesión de armas para proteger-se de ese grupo, pues lo que lleva a exigir esto no es el juicio razonado con base en los hechos, sino el miedo surgido de una evaluación prejui-ciosa del grupo que supuestamente representa una amenaza.

Como mencioné, este punto no es definitivo, pues depende de la eva-luación de las motivaciones de la gente que apoya la legalización de la posesión de armas. Evaluar tales motivaciones puede resultar difícil, pues no tenemos una manera directa de identificarlas. Si las motivaciones no son racionales y no están basadas en hechos y en razones, tal vez las pos-turas a las que llevan no estén apropiadamente justificadas.

Esto, en cierto sentido, apunta de nuevo a un aspecto importante de-trás de la defensa de poseer y portar armas: o bien el deseo de venganza o bien el miedo a la agresión de alguien más. Ambos elementos son

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emociones y, bajo cierta manera de ver el asunto, no constituyen razones para actuar. Por supuesto, si alguien cree que actuar con base en la ira o el miedo, si bien no es puramente racional, justifica o apoya de alguna manera ciertas acciones (en este caso, legalizar la posesión de armas), quizá el hecho de que dicha postura no tenga un sustento racional no sea impedimento para su implementación. Pero si cedemos, me parece que abrimos la puerta a la irracionalidad a la hora de tomar decisiones importantes.

Finalmente, hay un punto más que quiero notar antes de cerrar la discusión. Pese a todo lo que he venido argumentando en contra de la le-galización, supongamos, sin conceder, que por ciertas razones muy gene-rales está justificada la legalización de la posesión de armas. Al momento de discutir la propuesta, al momento de legislar, al momento en el que la gente adquiere las armas, todas las personas en cuestión pueden ser ente-ramente racionales, movidos por razones y por los hechos, y no por emo-ciones. Sin embargo, en el extremo final de todo el asunto, es decir, el momento exacto donde las circunstancias demandan el uso de un arma (porque uno está en una situación de peligro, la familia está amenazada, se es víctima de un asalto, etc.) es probable que la acción de usar un arma (disparar a quien en cierto contexto juzgamos como una amenaza) no sea racional y sea puramente motivada por emociones y no por razones. Toda la racionalidad que pudo haber estado presente a la hora de legali-zar la posesión de armas, adquirir una, entrenarme para usarla, etc., pue-de perderse en el momento donde más se requiere. Ante el peligro, el miedo, la ira, la cobardía, etc., pueden nublar nuestro entendimiento y guiar nuestras acciones. Así, me parece, al final no es la razón la que guia-ría nuestras acciones.

Se puede objetar que esto simplifica la verdadera fenomenología de experimentar una situación de peligro. Según lo que he dicho, ante una amenaza, la mayoría de la gente entra en pánico, sus emociones toman control y su racionalidad la abandona. Las acciones que surjan en esta situación no serán racionales y, en consecuencia, no estarán justificadas. En contraste, uno puede argüir que podemos permanecer perfectamente racionales incluso en situaciones de peligro si tenemos el entrenamiento adecuado. Éste es el caso de soldados, policías, guardaespaldas, guardias

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de seguridad, algunos deportistas cuya disciplina trae consigo riesgos in-cluyendo perder la vida, etc. Esto puede ser cierto. Sin embargo, la legali-zación de la posesión de armas afectaría a un espectro mucho mayor de la población. Es posible que el entrenamiento que tenga un civil (o al-guien que no forme parte de los grupos antes aludidos) puede no prepa-rarlo para afrontar fría y racionalmente situaciones de peligro. Si esto es en algún sentido plausible, parece que, en última instancia, el ciudadano que haga uso de un arma en una situación de peligro no será guiado ra-cionalmente. Y esto es una razón en contra de la legalización no contro-lada del uso de las armas.

Referencias

Alpers, P., Wilson, M. (2018). Guns in the United Nations: Firearm Regu-lation - Guiding Policy. Sydney School of Public Health, The Uni-versity of Sydney. URL <GunPolicy.org>, 22 February. Consulta-do el 15 de agosto de 2018.

Carlsen, A. y Chinoy S. (2018). How to buy a gun in 15 countries. New York Times. URL <https://www.nytimes.com/interactive/2018/03 /02/world/international-gun-laws.html>. Consultado el 15 de agos-to de 2018.

Justia (2018). Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos. URL <https://mexico.justia.com/federales/leyes/ley-federal-de-armas-de-fue-go-y-explosivos/titulo-primero/capitulo-unico/>. Consultado el 15 de agosto de 2019.

Villanueva, E. (2017). El derecho de armarse. Lo que todo mexicano debe saber sobre la posesión y portación legales de armas de fuego. Mé-xico: Ediciones Proceso.

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A favor

Víctor Manuel Peralta del Riego

Uno de los derechos humanos más vilipendiados y violentados, tanto ju-rídica, política como —en general— culturalmente es el derecho a tener, portar y usar armas de fuego. Si tengo razón en este texto, se verá por qué ésta es una afrenta inadmisible en contra de los ciudadanos de práctica-mente todo el mundo. Sólo en Estados Unidos se concibe como un dere-cho fundamental incluso a nivel constitucional (cfr. Second Amendment, Constitution of the USA): “A well regulated militia being necessary to the security of a free state, the right of the people to keep and bear arms shall not be infringed”.

Esta situación es curiosa a nivel internacional porque algunos de los derechos mejor aceptados son tanto el derecho a la legítima defensa como el derecho a no ser víctima, y el derecho a que, en caso de ser víctima, uno debe poder recibir justicia —indemnización o penalización propor-cional—. En mi mente, estos diferentes derechos son manifestaciones de exactamente el mismo derecho aplicado en situaciones y condiciones di-ferentes: el derecho de las personas inocentes a ser dejadas en paz por todo mundo.

Aunque hay muchas sutilezas qué tomar en cuenta, voy a entender “derecho” como la facultad que tiene un agente para actuar de cierto modo sin que nadie pueda decir que tiene un derecho de orden superior a que tal persona no actúe de ese modo. Así, tener derecho a cantar es la facultad que tiene cierta persona para cantar. Es obvio que aunque Juan tiene derecho a cantar, ello no lo legitima a cantar al oído de Petra, en es-pecial en casa de Petra, a horas indecentes, mientras ella trata de dormir, canciones que detesta, con una entonación horrorosa, y sin su permiso.

En cierto sentido, tener un derecho es lo mismo que tener las mejores razones para conducirse de cierto modo. Por ejemplo, tener el derecho a pasar un fin de semana en Cuernavaca, viviendo en la Ciudad de México, depende de un montón de condiciones. Por ejemplo, que uno tenga fines de semana libres. Un médico que debe hacer guardia en el hospital de

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Xoco el fin de semana tal, no puede abandonar el hospital tal fin de se-mana. Tampoco, un fin de semana en Cuernavaca puede ser tenido por alquien que, viviendo en la Ciudad de México, ha comprometido todos sus recursos económicos en otra cosa. Por ejemplo, Si Juan debe pagar ropa, pantalla plana, computadora y celular, a grado tal con respecto a sus ingresos, quizá Juan no debería disfrutar tal fin de semana en Cuer-navaca. Quizá en otra ocasión sin tantas deudas o compromisos no hu-biera habido problema alguno. Pero nadie debe poder oponerse a que Juan vaya a Cuernavaca para descansar otro fin de semana.

Muchas veces establecemos un derecho de modo categórico —Juan tiene derecho a ir a Cuernavaca— porque es más económico entender que hay condiciones limitantes, que dar la idea de que Juan puede tener o puede carecer del derecho de ir a pasar tal fin de semana en Cuernavaca. Es un asunto de economía de la expresión. Las limitaciones al derecho de tránsito pueden ser tan violentas, que Juan podría morir producto de su intención de viajar tal fin de semana a Cuernavaca desde la Ciudad de México. Supongamos que hay un brote de ébola en la Ciudad de México tal fin de semana. Supongamos que Juan decide ir tal fin de semana a Cuernavaca a descansar. Hay un retén militar que trata de contener el ébola en la Ciudad de México y Juan se aferra en pasarlo. Los militares podrían, en este caso, incluso dispararle. Aun en esta situación extrema diríamos que Juan tiene derecho a pasar un fin de semana de descanso en Cuernavaca, pero ello no implica que debe ser cada fin de semana o que debe ser cualquier fin de semana que Juan escoja. Juan no es autoridad para, por ejemplo, poner en riesgo la salud de los morelenses con base en su derecho a descansar y trasladarse dentro del territorio nacional.

Un derecho que, no obstante las apariencias, prácticamente jamás perdemos es el de usar violencia máxima contra un agresor. Voy a eva-luar cuatro situaciones: i) un agresor militar —un ejército invasor— trata de lastimar a una sociedad inocente, ii) un grupo del crimen organizado trata de victimizar a una porción de la sociedad civil inocente, iii) un de-lincuente trata de lastimar a un sujeto en particular y, finalmente, iv) un cuerpo policial trata de lastimar a un individuo inocente.

Para que el ejemplo funcione debemos entender como inocente una persona o grupo de personas que no han dado razón aceptable para ser

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agredidos por otro. Una razón típica para justificar una agresión es haber agredido. Así, una sociedad inocente que es agredida por un ejército ex-tranjero es, por ejemplo, una sociedad que jamás ha atacado a otra socie-dad o individuo y aun así es objeto de agresión de un ejército foráneo. Cuando un delincuente, digamos D, agrede a un sujeto particular, diga-mos Juan, la agresión es ilegítima si Juan no hizo nada que justifique legal o moralmente que D lo lastime o le afecte el patrimonio. Básicamente, ésta es la inocencia.

Postulemos un botón capaz de detener a los agresores de todas las si-tuaciones en general, y de i a iv en particular, preservando la inocencia del que lo presiona. Digámosle a este botón mecanismo M.

Tenemos la intuición de que si las acciones descritas en las situacio-nes i a iv son premeditadas, usar el mecanismo M no es un asunto de frenar estos ataques una vez, enfriar a las personas, y listo. Sino que pa-rece que sería necesario congelar el tiempo hasta que la disposición pre-meditada que diere pie a un ataque sea disuelta de algún modo. Los deli-tos pasionales, al no ser premeditados, típicamente caerían en esta categoría en la cual el mecanismo se inicia, se ponen a salvo todos y es-peramos a que bajen los sentimientos. Normalmente que Juan, el ata-cante, esté cerca de Pedro no es problema si el origen del ataque es un malentendido o una emoción mal controlada. Pero si el origen del ata-que se debiere a una velada traición por parte de Pedro, quizá frenar un ataque no sea suficiente.

Si el mecanismo M sólo congela a los atacantes mientras la víctima huye y se pone a salvo y el agresor no sufre daño alguno por ejecutar su intención agresora, el botón sería una maravilla. Este botón no existe. Se-ría bueno que existiera, pero hay acciones, objetos y tecnologías que lle-gan a servir de modo muy semejante al mecanismo M. Mientras no haya una tecnología que congele agresores de forma siempre oportuna, en el mundo actual las armas cumplen —frecuentemente— ese rol. Lo malo es que las armas suelen lesionar a los atacantes una vez que se usan contra ellos, pero la certeza de que iniciar un ataque conlleva un peligro de muerte es una razón para congelar o frenar la intención de dañar.

A veces ese botón es un evento complejo consistente en llamar a la po-licía, que la policía llegue pronto y frene efectivamente un ataque antes de

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que suceda. Ambos casos, las armas y la llamada a la policía, por parte de un inocente que está por ser atacado, son eventos funcionalmente in-discernibles: tienen exactamente el mismo propósito. Si las personas ino-centes tienen derecho a ser protegidas por policía, ejército nacional o los Cascos Azules, o por ellas mismas o quien sea, sabremos que las personas tienen derecho a lo que sea que pueda incrementar las posibilidades de evitar el ataque injusto, incluso si ese evento pone en peligro la salud o incluso cuesta la vida del agresor: el precio más alto. Lo que sea. Llama-das telefónicas de auxilio, mordidas, patadas o incluso pistolas o metralle-tas. Que un delincuente agresor muera por la bala de su víctima o por la bala de un policía convocado por los pedidos de auxilio de la víctima hace de ambos eventos, distintos bajo cierto aspecto, un mismo evento fun cionalmente hablando. Legítima defensa, derecho a la justicia, en es-pecial a la prevención del delito o daño indebido, derecho a —siendo inocentes— no recibir daño alguno, o bien el derecho a portar armas son exactamente el mismo derecho.

¿Puedes asegurar a toda persona que no necesita un celular porque jamás necesitará llamar al 911? ¿Puedes asegurarle, preservando la ver-dad, a una sociedad que no debe tener ejército porque jamás habrá de ser invadida o amenazada por potencia extranjera alguna? ¿Puedes asegurar con la verdad que un municipio dado no requiere armas automáticas por-que jamás será agredido por el crimen organizado? ¿Puedes, conservando la verdad, asegurarle a alguien que jamás necesitará defenderse de atacan-te alguno y que de hecho tiene más probabilidades de dejar de ser ino-cente si aprende a defenderse —llamando a la policía o usando un arma— que si es la persona más vulnerable de todas? ¿Tenemos policía, servicio de emergencia capaz de proteger a toda potencial víctima a tiempo siem-pre y de cualquier agresor? ¿Y si un esposo ebrio decide violar a su mujer en una escapada romántica en la sierra? ¿Por tal de que una persona ino-cente —ex hypothesi— no porte armas, se le puede condenar a ser víctima de una violación? ¿Qué pasa cuando el delito o el ataque a una persona inocente lo va a realizar la propia policía? ¿A quien puede llamar la vícti-ma? ¿Debe todo mundo, que no sean soldados o policías, dejarse lesionar o asesinar y aspirar a que otros hagan justicia sobre sus cuerpos fríos? ¿Puedes asegurarle a la gente que si concentras las armas en las manos de

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unos pocos jamás sufrirá el abuso al que se arriesgan si se arma a unos y se desarma a todos los demás? ¿Hay certeza de que jamás fallan las policías o ejércitos al ejercer la violencia por acción o por omisión al no llegar a tiempo a un pedido de ayuda por riesgo a ataque inminente? Las respues-tas son obvias y ninguna de estas consideraciones a priori haría que las personas se opongan a la existencia de fuerzas armadas.

Una persona que ha sido víctima de un delito puede escoger no per-seguir a su agresor. Funcionalmente, eso es lo mismo que consentir la conducta criminal. Una mujer violada que no denuncia en realidad con-siente —jurídicamente al menos— al coito al que se le forzó al hacer im-posible a la autoridad perseguir o siquiera contabilizar como violación un acto de sexo forzado. ¿Tenemos derecho a prohibirles a las personas a que hagan todo lo que esté al alcance de la mano para evitar ser una vícti-ma siempre que conserven su inocencia? ¿Tiene alguna autoridad el de-recho a vulnerar de este modo a las personas?

Aunque el mecanismo M puede ser un arma, no sólo se restringe a pistolas. También incluye cultura de la denuncia, ideas políticas específi-cas, proyectos políticos, o cualquier otra cosa que, preservando la ino-cencia, permita evitar un ataque —de cualquier tipo— a una persona sin culpa.

* * *

Voy a tratar de presentar un argumento más general y más abstracto a favor de la portación de armas. Considerando estas peculiaridades, sin duda se notará que se incrementa el nivel de dificultad en la evaluación. En todo momento presupongo que es un argumento válido y admito que su solidez es polémica. Dice el argumento:

1. Cuando una persona cualquiera tiene la razón para actuar como actúa, nadie debe poder entrometerse en su acción.

2. Es posible que cada uno de nosotros tenga la razón para actuar de diversos modos o en diversas circunstancias.

:. C1) Nadie debe poder entrometerse, a priori, en toda acción de los demás.

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Y

:. C2) Nadie debe poder entrometerse, a priori, en toda acción de uno mismo.

La premisa 1 espero que sea verdadera trivialmente: sería algo así como el que tiene la razón, tiene la razón. Suponiendo que parte de tener la razón implica, resolviendo imprecisiones y vaguedades, que sabríamos que cuando uno tiene la razón para escoger actuar de modo A, ello im-plica que todo lo que es no A es tanto o menos correcto que A mismo. De este modo, tener la razón al hacer A implicaría que si sucede A, entonces el mundo es mejor: sea más justo o más bueno moralmente hablando.

Nuestras instituciones deberían buscar que el mundo sea más justo o más bueno de modo que nuestras instituciones deberían buscar evitar entrometerse en los actos de personas que tienen la razón para actuar de tal o cual modo.

La premisa 2 en cambio, indica otra trivialidad pero es acaso más in-teresante: todos nos podemos equivocar tanto individualmente como co-lectivamente, tanto yo como quien sea, en su carácter de representante o hablando por sí mismo. Esto debería implicar, notablemente, todo aquello que haga que un individuo I1, per se o en representación de cualquiera otro y en cualquier situación específica, pueda actuar para garantizar su acción en contra de cualquiera otro I2, en especial allí donde I1 actúa asis-tido por la razón. Nótese que no hablo de tener alguna razón para actuar, sino de que, en caso de conflicto, deliberándose ex ante o post facto, hay uno que tiene el mejor derecho —y así, la razón— para tal o cual acción.

Muchas veces tener un arma facilita la ejecución de actos o evita la intromisión de otros en las acciones de uno. Podemos agregar esta idea como una premisa supletoria:

3. Las armas incrementan nuestro poder.

El poder es la característica que diferencia entre pensar en hacer algo y actuar como pensamos hacerlo, de modo tal que tener todo el poder significa poder actuar como queramos sin obstáculos, y tener menos poder

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que otro significa que podemos hacer menos cosas que otro, o bien que, en caso de conflicto, el otro puede imponerse a nosotros aunque, vis a vis y sin intervenir uno con el otro, uno sea efectivamente más poderoso que el comparativamente débil. Las armas no sólo posibilitan los actos que las armas mismas pueden causar, sino que incrementan la probabilidad con la que podemos actuar efectivamente en el mundo de los agentes que co-nocen las armas, predicen lo que pasa con ellas y se está frente a personas que saben cómo usarlas, son creíbles y de hecho las usan. Si un adoles-cente de 15 años me exige mi cartera, probablemente me dé la vuelta sin hacerle mucho caso. Pero si usa un arma para exigírmela, es más proba-ble que se la entregue en la mano. Pero también, si alguien tiene un ejér-cito de mercenarios a su favor y se encuentra con otro grupo igual de ar-mado, lo que se haga, demande o ejecute variaría naturalmente. La gue rra sin duda es posible en estos casos. Pero para ello sería necesario un con-flicto, y dado un conflicto y la idea de que uno de los dos lados al menos tuviera la razón, sea un ejército de mercenarios o un ejército regular, o un escuadrón de la policía, entonces la situación más deseable es que el que tiene la razón tuviera más poder, y la menos deseable es la de que el que tiene la razón estuviera completamente desarmado frente al que no la tiene, pues éste abusaría. En medio, parecen igualmente malos los esce-narios en donde nadie está armado o los dos lados lo están, suponiendo, claro, que a alguno le asiste la razón. El potencial de violencia o injusticia parece ser grande en todos los escenarios menos en el óptimo.

Así, en la medida en que podamos nosotros u otros, solos o en com-pañía, tener la razón en un conflicto, es deseable que podamos escapar del escenario donde somos los menos aptos de ejecutar nuestros actos, es decir, el escenario de la injusticia anunciada.

* * *

Finalmente, la situación de falibilidad de quien sea que se autoerigiere como único merecedor de portación de armas, incrementa la proba-bilidad de que haya injusticias o sangre innecesaria allí donde hay enti-dades racionales y movidas a delinquir —i. e., hacer algo para lo que no tienen ni derecho ni buena razón para hacer—. Muchos delitos son de

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este tipo, que son los delitos que mejor se disuaden con el derecho a las armas. Delinquen todos, sin importar si son autoridad o no. Lo que es más, al parecer las autoridades delinquen, en algunos países, más que los que no lo son. Estados cooptados por crimen organizado, o mafias sin-dicales o gremios empresariales, son la queja de todos los días de los medios a lo largo y ancho del mundo. Con esta clase de autoridades, ¿es-tamos dispuestos a aceptar que prácticamente todos, no sólo nosotros mismos, sino todos nuestros vecinos, hijos e hijas, y conciudadanos que no son parte de los cuerpos policiales del gobierno estén en constante desventaja con respecto a un grupo que siempre estará en mejores condi-ciones para delinquir exitosamente? Parece que no sería correcto, así, dis-minuir el poder de los ciudadanos y, en concreto, el poder que dan las armas, en especial en un mundo donde hay agentes tan humanamente falibles o depredadores.

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Respuesta a Víctor Manuel Peralta del Riego

Víctor Cantero Flores

En la defensa que Peralta hace del supuesto derecho humano a tener, portar y usar armas, hay varios aspectos que merecen mención y un estu-dio cuidadoso; pero, por razones de espacio, me concentraré sólo en dos aspectos: su argumento central y la identificación que hace entre el dere-cho a la legítima defensa y el derecho a poseer y portar armas.

Sin entrar en los detalles formales del argumento, me parece que de-pende de tres ideas centrales:

A1 Si una persona tiene la razón para actuar como actúa, nadie debe poder entrometerse en su acción.

A2 Si una persona tiene la razón para actuar como actúa, debería po-der acceder a todo aquello que le permita llevar a cabo esa acción.

A3 Las armas incrementan nuestro poder.

Sobre la primera idea, cuando tengo una buena razón para actuar de cierta manera (ayudar a mis padres a mudarse) nadie debería impedirlo. En principio, me parece que éste es un punto razonable.3 Sobre la segun-da idea, aunque quizá quepa hacer acotaciones en la expresión “a todo

3 Aquí hay algunas complicaciones que cabe mencionar. Por una parte, hay muchas situaciones en las que no sabemos si tenemos la razón para hacer tal o cual acción. Esta ignorancia puede afectar nuestra decisión de intervenir o no en cierta situación: si veo una persona gritándole a otra, podría verme tentado a intervenir, pero no sé si la persona puede tener una razón para hacerlo. Así que no sabría, en estos casos, si puedo aplicar o no la regla de no intervenir en acciones para las cuales se tiene la razón. Por otra parte, hay situaciones difíciles, como en el caso de los dilemas morales, donde no es claro cómo aplicar la regla que nos ofrece Peralta. En un accidente, Luis y Carlos quedan gravemente heridos y sus vidas corren peligro. Otra persona, Juana, puede salvarlos administrando un medicamento, pero no hay suficiente para ambos. Juana, sin saber qué hacer, decide administrarlo a Luis. Otra persona, Carla, trata de impedirlo, pues quiere que el medicamento se aplique a Carlos (su esposo). ¿Podemos decir que lo que hace Carla es incorrecto? La respuesta no es obvia. En este sentido, el argumento de Peralta debería considerar algunos de estos detalles complicados.

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aquello”,4 me parece que, en principio, parece también una idea razona-ble. Si tengo una buena razón para ayudar a mis padres a mudarse, debe-ría poder acceder a todo aquello que me lo permita: contratar un servicio de mudanza, usar mi auto, pedirles ayuda a mis amigos, etc. Finalmente, la premisa 3, a primera vista, parece también correcta; pero para que sea relevante para la discusión en curso puede recibir dos posibles lecturas:

A3* Las armas incrementan nuestro poder para hacer lo que es co-rrecto.

A3** Las armas incrementan nuestro poder para hacer lo que no es correcto.

Es decir, la idea 3, al igual que las dos anteriores, deben tener una lec-tura moral para que sean relevantes en la discusión, que es de carácter moral. Para que la premisa 3 pueda ser útil en la argumentación de Peral-ta, es claro que debería tener la primera lectura. Con esa lectura, y las ideas anteriores, la argumentación de Peralta parece ser la siguiente:

C1 Nadie debe poder entrometerse, a priori, en toda acción de los demás (para la cual se tiene la razón).5

A2 Si alguien tiene la razón para actuar de cierta manera, debería po-der acceder a todo aquello que le permita llevar a cabo esa acción.

A3* Las armas nos dan más poder para realizar acciones correctas.

C3 Por lo tanto, si alguien tiene la razón para actuar de cierta mane-ra, debería tener acceso a las armas para hacer lo correcto.

C4 Por lo tanto, nadie debería impedir que quien tiene la razón para actuar de cierta manera pueda tener acceso a las armas.

4 Aunque tenga una buena razón para ayudar a mis padres a mudarse, eso no justifica que pue-do usar cualquier cosa con tal de obtener ese objetivo. Es claro que no podría robar un camión de mudanza para ayudarlos o amenazar a un conocido para que haga la mudanza. Así que la segunda idea debe tomarse con los ajustes apropiados.

5 Ésta es una de las conclusiones del primer argumento de Peralta. Se deriva de la idea A1 y del hecho de que alguien tenga la razón para actuar de la manera en la que actúa.

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En una palabra, la idea es que las personas que hacen lo correcto, por ejemplo, defenderse de una agresión injusta, tienen una razón para de-fenderse. Al tener la razón para defenderse, deberían poder acceder a lo que sea para hacerlo y nadie debería, al menos en principio, impedirlo. Y entre las cosas a las que una persona, que tiene la razón para actuar, tiene acceso son las armas. Por eso, deberían tener acceso a las armas y nadie, al menos en principio, debería impedirlo. Me parece que ésta es la ar gumentación central de Peralta. Veamos si el argumento es concluyente.

El argumento depende de la idea A3. Pero, por sí misma, A3 no pare-ce tener ninguna fuerza en el argumento hasta que se muestre que el po-der que nos dan las armas es para hacer lo que es correcto. Es A3* la que quizá, con algunas razones adicionales, nos podría convencer de la pos-tura a favor de la posesión y portación de armas. Pero eso es justo lo que se pone en cuestión; es decir, lo que está en cuestión es si las armas real-mente permiten que la gente haga lo correcto (defenderse de una agre-sión a sí mismos, a sus seres queridos, a su propiedad). Así visto, o bien la idea A3 no nos sirve para el argumento o nos sirve, pero solamente por-que incurre en una petición de principio: asumir lo que se quiere mos-trar, es decir, que las armas sí sirven para que la gente se proteja.

El argumento no parece ser concluyente hasta el momento. Hay otras cosas que él aduce a su favor, una de las cuales me parece muy importan-te tratar. Él arguye que las expresiones “derecho a la legítima defensa”, “derecho (de las personas) a ser dejadas en paz”, “derecho a no ser víctima (de un crimen)”, “derecho a recibir justicia” son equivalentes a o sinóni-mas con “derecho a usar, poseer y portar armas”. En otras palabras, él cree que todas estas expresiones se refieren exactamente al mismo dere-cho. No discutiré los otros casos; sólo me concentraré en el derecho a la legítima defensa y el (supuesto) derecho a usar y portar armas. Como ya lo había indicado en mi evaluación del argumento inicial de Peralta, las premisas que él ofrece tienen incumbencia en el presente debate sólo si se les da una lectura moral. La idea A1 es relevante si se le da la siguiente lectura: cuando una persona tiene una buena razón moral para hacer lo que es correcto, nadie debe impedirlo. Y la idea A3 debe leerse así: las ar-mas pueden darnos más poder para hacer lo correcto (o lo que es moral-mente correcto). Me parece que lo mismo sucede con el presunto dere-

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cho a la portación y posesión de armas. Debe leerse así: tenemos derecho a poseer y portar armas para la legítima defensa. Es esto lo que, quizá, podría aspirar a tener alguna esperanza de contar como un derecho. Pero, como podrá notarse, ya empieza a verse que el derecho a portar armas simpliciter es distinto a los otros derechos que he mencionado.

En la manera en la que lo he formulado, “derecho a portar armas para la legítima defensa”, se hace de la posesión y portación de armas un ins-trumento para asegurar lo que sí es un genuino derecho: la legítima de-fensa.6 Al haber una interpretación instrumental del derecho a poseer y portar armas, se abre la posibilidad de que dicho instrumento, después de una cuidadosa examinación, o bien sea un pésimo instrumento y, al contrario de lo que se esperaba, más que protegernos nos haga daño; o bien haya quizá otros instrumentos mejores para asegurar nuestro dere-cho a la legítima defensa. Peralta mismo parece darle esta interpretación instrumental al hecho de poseer y portar un arma en su ejemplo del me-canismo M que nos sirva para congelar a los agresores en el momento en el que están a punto de cometer un crimen. Él señala que dicho mecanis-mo no existe, pero las armas podrían jugar ese papel. Es clara la interpre-tación instrumental. La pregunta que surge es si realmente las armas son el mejor instrumento para enfrentar las agresiones. Lo que es claro, no obstante, es que no podemos identificar sin más el derecho a la legítima defensa con el derecho a poseer y portar armas.

Tomemos el ejemplo de un robo a mano armada. Con tal de evitarlo, Peralta arguye, una persona debería poder echar mano de lo que tenga a la mano para defenderse. Y las instituciones no deberían poder bloquear esa posibilidad, es decir, no deberían impedir que esa persona pueda ac-ceder a aquello que la pueda proteger. Peralta cree que la posesión y por-tación de armas son, entre todas las cosas que pueden proteger a un ino-cente, la que mejor lo hace. Un gobierno que impide a las personas tener acceso a las armas está haciendo algo simplemente injusto. Pero lo que no es claro es que haya aquí un argumento que realmente permita dar el

6 En mi texto original, arguyo algo similar en la manera en la que se puede interpretar la segun-da enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. Se le puede dar, sin pérdida de sentido y plausibilidad, una lectura puramente instrumental y condicional al presunto derecho a por-tar armas. También puede verse LaFollete (2018, pp. 56-57).

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paso de aceptar que, dadas las circunstancias, un inocente debería poder tener una manera de defenderse a que la mejor manera de protegerse son las armas. Especialmente a la luz de que las armas, incluso en manos de personas inocentes, pueden ser fuente de daño para ellas mismas o para otras —ya sea por accidente, negligencia, o incluso corrupción de la gen-te que originalmente era inocente—.7 Es por ello que está lejos de ser ob-vio que las armas es la mejor manera de protegernos. Se requiere un ar-gumento para dar ese paso.

Referencias

LaFollete, H. (2018). In defense of gun control. Oxford: Oxford Univesity Press.

Villanueva, E. (2017). El derecho de armarse. Lo que todo mexicano debe saber sobre la posesión y aportación legales de armas de fuego. Mé-xico: Ediciones Proceso.

7 La evidencia disponible no parece ser determinante en ninguna dirección del debate. Véase LaFollete (2018, pp. 112-136), en donde se examina buena parte de la evidencia empírica en Estados Unidos (no hay nada parecido en el caso mexicano). El autor se percata de la gran cantidad de competing empirical claims, es decir, afirmaciones empíricas opuestas que pare-cen llegar a conclusiones distintas y opuestas en torno a los beneficios y costos del uso de las armas. En el caso de México, la situación es todavía peor, dada la poca investigación que se tiene disponible y la imposibilidad práctica, ya que la mayoría de la gente no está armada, para poner a prueba cualquier hipótesis sobre los beneficios de armar a la gente. Incluso un texto detallado y muy reciente de Ernesto Villanueva (2017) depende mucho de la información dis-ponible en Estados Unidos y muy poca de lo que pasa en México. Aun así, la informa ción que nos da no parece ser concluyente. ¿Cómo ha decidirse el punto? Es difícil decir, pero una sugerencia es identificar aquellas fuentes de información que sean confiables y constituyan realmente autoridades, sobre todo porque miembros de cada bando en el debate, en muchas ocasiones, están motivados política, ideológica o incluso económicamente a favor de alguna postura. Una vez identificadas las fuentes confiables, podemos empezar a analizar los resulta-dos y llegar a una toma de decisión razonada e informada.

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Respuesta a Víctor Cantero Flores

Víctor Manuel Peralta del Riego

El derecho a las armas (que incluye tres derechos: propiedad, portación y uso de armas) ha recibido una gran cantidad de ataques desde muchas perspectivas. Algunas de éstas son: no sirven para cierto fin, sirven para el fin propuesto y para el opuesto, en su implementación ese derecho es peor, los bienes que reporta son inferiores a los bienes que perdemos, in-crementa la inseguridad, incrementa la violencia, etcétera.

Siguiendo a Víctor Cantero, habremos de tomar los siguientes pre-supuestos: que hay varias líneas de defensa del derecho a las armas, que el derecho a las armas es un derecho emanado de la legítima defensa —aun que no necesariamente es un derecho humano—, y que es posible que las armas sirvan para evitar cierto tipo de delitos, aunque incremen-tasen la posibilidad de otros delitos.

Aunque tenemos la idea de que la portación de armas, si es un derecho, es un derecho que no debería ser importante —por el hecho de que no hu-biera crímenes o tuviéramos una sociedad con policía expedita—, olvida-mos el tipo de cosas que amparan la posibilidad de producir, comerciar, te-ner o usar un sinfín de objetos: aunque se usen para fines deleznables, mien tras tengan al menos un uso legítimo, la responsabilidad del poseedor debería ser respetada. Cuchillos, vehículos motorizados, ga solinas, venenos y conocimientos de química y más, se pueden usar para infligir terribles ma-les. Pero no por ello tratamos de extirparlos de la sociedad. ¿Por qué? Quizá porque confiamos en la verdad del ya casi mantra: “Los buenos somos más”.

Que las armas sirvan para tal o cual fin, y por tanto el derecho a ellas también —discusión que debemos dar sin duda—, no evitaría que alguna libertad fundamental ampare debidamente su posesión, uso o portación. De este modo, un defensor de que el derecho a las armas es un derecho fundamental bien puede estar de acuerdo en que ése no es un medio idó-neo para disminuir la criminalidad. Un automóvil no es el me dio idóneo de transporte para todo viaje posible; los azúcares no son un alimento idóneo para un montón de formas de vida; no obstante, tenemos derecho

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al vehículo automotor y sus externalidades, y tenemos derecho al consu-mo irresponsable de azúcar junto con sus externalidades. Hay excepcio-nes, por supuesto, y detectarlas es el trabajo fino de la jurisprudencia.

En efecto, como señala Víctor Cantero, que la segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos establezca el derecho a las armas no es una prueba buena de que tal derecho es un derecho humano. Trivialmen-te, las constituciones de los países son instrumentos legales aprobados por el poder fáctico y formal en un territorio. Los derechos humanos no son otorgados por autoridad fáctica alguna: son connaturales al ser hu-mano de un modo tal en el que la autoridad no puede intervenir en su creación o limitación, sino sólo en su reconocimiento y respeto.

Dicho lo anterior recupero, punto por punto, los señalamientos de Víctor Cantero y aludiré uno por uno con algunos señalamientos de or-den general, mismos que permiten al lector tener una idea de lo que se puede contestar para defender el derecho a las armas.

I. No es un derecho fundamental porque se formula de modo condicional

Víctor Cantero lo señala de la siguiente manera:

Un punto que sugiere que la portación de armas no constituye un derecho humano es el carácter condicional de la enmienda. La portación de armas depende de la condición de que la nación cuente con una milicia bien arma-da para su seguridad.

Los filósofos morales suelen adoptar una serie de distinciones con-ceptuales que aclaran mucha de la discusión, comprensión y avance en la formación de contratos sociales y otros mecanismos de decisión colecti-va y sus debidas instituciones.

Una familia de distinciones importantes es la de valor intrínsenco contra valor extrínseco, imperativo hipótetico contra imperativo categóri-co, juicio evaluativo contra juicio descriptivo contra juicio normativo, y al-gunas otras oposiciones.

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Un imperativo es un juicio que comanda una acción. Un imperativo categórico es un juicio que comanda una acción sin importar condición alguna para su validez o exigibilidad. En cambio, un imperativo hipotético es un enunciado normativo que conlleva el comando de una acción supe-ditado a al menos una hipótesis.

El derecho a la vida, como derecho humano, no se expresa adecuada-mente como un juicio normativo categórico, sino hipotético. La legítima defensa, con o sin armas, dado que puede terminar en la muerte de un agresor, hace que la vida humana como derecho se supedite a que no sea-mos criminales. Hay pocos derechos humanos que no se circunscriban a hipótesis de algún tipo para ser exigibles. Ya que el respeto de un derecho humano no puede conculcar otro (interpretación integral de los dere-chos humanos), no podemos, por ejemplo, dar el derecho a sendas casas o consultas médicas gratuitas para todos si para realizarlo hemos de es-clavizar a una proporción de la población.

Así, que la formulación más precisa del derecho a las armas tenga una forma condicional no debe tomarse como prueba de que éste no es un derecho humano. De este modo, aunque podemos imaginarnos una so-ciedad en la cual pueda restringirse el derecho a las armas de sus miem-bros, son pocas las condiciones que garantizarían ese derecho. Por ejem-plo, que en general esa sociedad armada cometerá de hecho más delitos intencionales. O por ejemplo, si toda la sociedad es delincuente senten-ciada por delito in tencional y compurgando una pena de prisión; o por ejemplo, si toda la so ciedad fuese un conglomerado de menores de edad. En todos estos casos, aún habría algunos problemas para limitar el dere-cho a las armas. ¿Podríamos garantizar que un ciudadano delincuente no delinca contra otro ciuda dano delincuente? Si no podemos garantizarlo, de nuevo, frente a dos delin cuentes comprobados aun así a alguno podría asistir la razón para realizar cierta acción, o bien alguno podría estar em-prendiendo un nuevo abuso contra otro, pen semos, un asesino convicto intenta abusar de un ladrón convicto: parece ser que el ladrón debe tener el derecho de repeler un abuso por parte de un asesino, aunque fuere un ladrón compurgando una pena de prisión bien ganada. En este caso, pa-rece poder justificarse el derecho a las armas.

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II. No es un derecho fundamental porque el derecho a las armas es un medio, mas no un fin

Víctor Cantero lo pone del siguiente modo:

Otro punto que muestra que este supuesto derecho fundamental no lo es en realidad es el hecho que, normalmente, la portación de armas se ve como un medio para algún fin más importante: la seguridad e integridad personal, la protección de uno mismo, de la familia, amigos o propiedad.

Si bien la justificación de los derechos humanos es frecuentemente funcional, es decir, se hace con base en los beneficios derivados que con-lleva, no es ésta la justificación predominante. Por ejemplo, el derecho humano a la vida, si se respeta, sirve para traer paz a toda clase de socie-dades en situaciones de normalidad, racionalidad y plenitud. Pero si estas condiciones no fueran el caso, al prolongar un conflicto étnico por ejem-plo, el respeto al derecho a la vida puede ser causa de mantener un con-flicto por mucho más tiempo, dificultar la pacificación de una región o cosas similares. Aun así, dado que el derecho humano a la vida es tal, no existe justificación para su conculcación ni siquiera en esos escenarios. A menos que haya un ataque inminente o un conato de guerra, el derecho a la vida no se considera derecho humano por los beneficios que reporta en casos concretos. Lo mismo pasa con el derecho a la libertad de expre-sión, religión o pensamiento, y lo mismo sucede con otros derechos hu-manos. En efecto, aquí presupondría que el derecho a las armas es un derecho humano: pero como he mostrado arriba, al menos es un derecho fundamental derivado del derecho a no ser víctima de delito alguno que tenemos las personas.

Ahora, recordemos que la razón por la que argumenté que el derecho a las armas es un derecho fundamental es porque es, al menos, una ins-tancia plausible del derecho a no ser víctima de delitos —que lesionan la vida o salud, la libertad o el patrimonio—. No defendí que el derecho a portar armas sea un derecho humano mientras no sea posible buscar jus-ticia correctiva, i. e., justicia con posterioridad a la comisión de un delito en busca de una indemnización institucional y un castigo a la conducta

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antisocial. ¿Qué estrategia y consuelo sería éste, por ejemplo, para futuras víctimas de violación? Todos estamos de acuerdo en que si la mayoría de los delitos o crímenes se hubieran evitado, tendríamos un mundo mucho mejor que el de haberse castigado fuertemente. Ése no es el punto.

Lo que es más, aunque nos pareciera que la justicia correctiva —des-pués de acaecido el delito— es siempre mejor que el riesgo de que alguien sea lastimado, amedrentado o incluso asesinado, no tendríamos aquí modo de, democráticamente, imponer esta intuición a posibles víctimas de crímenes. ¡Qué sea mejor, si aguantar la violación y poner la denuncia después que evitar la violación aun a costa de la vida del que intentó vio-lar, es un asunto complejo, profundo y que sin duda no debemos aspirar a normalizar o regularizar! Habrá quienes prefieran el riesgo y el peor de los resultados —matar y morir defendiéndose— que la consecuencia de ser violado, perseguir, pescar al culpable y encarcelarlo, por ejemplo, 20 años. Hay posturas más sensatas: entre evitar que te roben una bicicleta del traspatio y poner una cerca eléctrica que mate niños y aves quizá sería mejor aspirar a procesar un robo. Pero los bienes jurídicamente protegi-dos son interesantemente complicados: entre la integridad sexual y la vida hay menos distancia que entre una bicicleta en el patio y el riesgo de que muera un niño del vecindario. La valla eléctrica mataría sin discrimi-nar, en cambio, el arma en manos de un ciudadano sensato, no.

III. No es un derecho fundamental porque la comisión de delitos es caótica y casi imprevisible

Este criterio es interesante porque los derechos humanos parecen ser ne-cesarios en la vida práctica, además de que son útiles para ciertos benefi-cios colectivos o de orden general. El problema con este criterio es que tendríamos que decir, por ejemplo, que el derecho humano a la libertad de expresión no es tal porque hay personas o situaciones en las que no tenemos nada qué expresar, o hay situaciones en las que no tenemos nada valioso qué expresar.

Dicho de otro modo, según esta razón, tendríamos que aceptar que dado que es muy caótica la forma en la que se cometen los delitos, y no

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para todos los delitos que se cometen las armas de fuego son formas idó-neas de prevención o de conseguir la indemnización, ser violados o asesi-nados es una consecuencia más aceptable. No es que Cantero admita que la consecuencia es aceptable, pero a la luz de que sucedan violaciones y asesinatos, al negarle a todos el derecho a las armas se le negaría la posi-bilidad de defenderse. Soportar el riesgo que conlleva el derecho de los civiles armados —i. e., gente que no son policías o militares en funcio-nes— parece por lo menos discutible: en Texas no se siente uno tan inse-guro como en la Ciudad de México, aunque en Texas haya muchos más civiles armados legalmente que en la Ciudad de México, e incluso aunque en Texas haya en proporción mucho más personas armadas, legal o ile-galmente, que en la Ciudad de México. Así, seguro que es posible que un ladrón se meta a nuestras casas un viernes por la noche, pero esta posibi-lidad no es una buena razón para no quedarse en casa un fin de semana que queramos descansar.

Ahora, esta objeción funcionaría no sólo para ciudadanos comunes y corrientes sino también para policías. ¿Cuántos delitos se pueden evitar con la existencia de cierto número de policías preventivos municipales? No siempre es necesario un cuerpo policial armado, ya que los delitos se presentan de forma caótica, casi imprevisible. Pero no por ello es menos deseable que haya policías armados que lidien con esta y otras compleji-dades justamente porque es posible que acaezcan. Bien. En efecto, el tipo de entrenamiento y sentido común del que suele gozar la pobla ción haría que los policías, con entrenamiento y disposiciones educadas para lidiar con ese caos, fueran más efectivos en general que la población civil arma-da bajo el cobijo del derecho a las armas. Es cierto. Pero no son fines in-compatibles, y ésta es una afirmación de contenido empírico que la evi-dencia prima facie parecería cuando menos complicar a favor de las sociedades civiles armadas. Canadá, Estados Unidos, Yemen, Finlandia, Suiza y otras son sociedades altamente armadas —por las razones que sean— y con índices tolerables de criminalidad, al menos con índices de criminalidad que sociedades que de jure hacen prácticamente ilegal la portación y uso de armas, e impulsan una cultura de desarmarse —como es el caso de México, El Salvador, Nicaragua, Brasil o Venezuela—, o bien donde hay de facto una cantidad limitada de armas de fuego y altos índi-

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ces de inseguridad y muchos otros tipos de precariedad como Nigeria, Etiopía, Zimbabue, Somalia y otros. Si hay algo aquí es la ausencia de co-rrelación alguna al elevar los conceptos de sentido común al entorno so-cial más general.

Lo que es más, según nos indica Víctor Cantero, en efecto, hay entre-namiento que haría de las armas un recurso bajo control racional. Pero los entrenamientos de soldados y policías no evitan a la perfección que éstos entren en contacto con sus más primitivas emociones y delincan —usan-do mal su derecho a las armas—. Así que, llevado al extremo, esta razón abre la puerta a la posibilidad de limitar muchos otros derechos humanos con base en los efectos que tiene su ejercicio en la seguridad o salud públi-cas. Esta objeción haría que además prohibiéramos el uso de otros dere-chos como vimos arriba: el derecho a votar, el derecho a ser electo, el de-recho a la libertad de conciencia o de pensamiento, el derecho a trabajar en lo que deseemos, etcétera.

Cierre

Muchos de los puntos que señaló amable y concienzudamente Víctor Cantero fueron respondidos aquí con generalidades, de modo que deben tomarse apenas como provocaciones para profundizar, y sobre todo pro-fundizar en la evidencia empírica allí donde es necesaria. No creo estar en un error en lo fundamental, pero creo que en los detalles podemos encontrar vasos comunicantes para ambas posturas, ya sea que admitiera yo algún matiz de los señalados por él, como que él tranquilizara algunas de sus inseguridades al respecto de aceptar el derecho a las armas como un derecho de tipo fundamental o derecho humano. Pero el punto im-portante es: los policías y fuerzas armadas nada tienen que un civil qua civil no pueda a su vez tener, y en esa medida no debería prohibírsele su derecho a las armas.

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Evaluación del debate en torno a la posesión y portación de armas

Héctor Hernández Ortiz

El debate sobre la conveniencia de legalizar la posesión y portación de armas no es tan fácil de elaborar debido a que varios de los factores dis-cutidos se presentan en abstracto, normalmente a fin de abarcar conclu-siones generales en vez de sólo atacar aspectos específicos de un lugar o comunidad, que podrían no aplicar en otro escenario. Sin embargo, el debate entre Víctor Cantero y Víctor Manuel Peralta se puede presentar en forma general y al mismo tiempo con suficiente claridad para no per-der la sustancia de sus argumentos.

Argumentación en contra

En su texto Víctor Cantero argumenta que la fuerza que parece tener el derecho a la posesión y uso de armas deriva completamente de su cone-xión con el derecho a la legítima defensa. De modo que si 1) se cuestiona el derecho a la legítima defensa o 2) se rompe su conexión con el derecho a la portación de armas, entonces se debilita la argumentación en favor de la posesión de armas. Sobre la opción 1), Cantero no intenta argumen-tar que el derecho a la legítima defensa sea injustificado, sino sólo busca cuestionar que el derecho a la portación de armas esté lo suficientemente bien justificado como para merecer ser un derecho humano o derecho fundamental; en ese sentido, cuestiona que el derecho a la legítima defen-sa y el derecho a la portación de armas sean el mismo. Las razones que presenta Cantero para cuestionar que el derecho a portar armas sea un derecho humano son 1) su formulación es condicional y 2) la portación de armas se ve como un medio para un fin más importante: la seguridad e integridad personal, la protección de uno mismo, de la familia, amigos o propiedad.

Sin embargo, una posibilidad digna de examinar es que, aunque no sean el mismo derecho, la portación de armas sea la mejor opción para

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conseguir los fines de protección buscados en la legítima defensa. Cante-ro cuestiona que la portación de armas sea realmente efectiva en casos de peligro real por falta del entrenamiento apropiado para reaccionar ade-cuadamente en situaciones de amenaza y por los riesgos que puede gene-rar la disposición de las armas.

Al final Cantero señala que muchas de las motivaciones (venganza, odio, ira o prejuicio) para defender la portación legal de las armas po-drían no estar racionalmente justificadas, y aunque sí lo estuvieran, al fi-nal el impulso de accionar el arma en el momento de la situación real de su uso puede ser irracional y entonces es posible terminar realizando un acto irracional basado en consideraciones previas que sí eran racionales. Aun si la cadena de decisiones que llevan a la legalización de la portación y uso de armas estuviera objetivamente justificada, eso no impide que el resultado final de la conducta sea irracional por accionar el gatillo al final de una forma injustificada echando abajo todos los fundamentos previos que aparentemente justificaban su uso.

Argumentación a favor

Víctor Manuel Peralta argumenta en favor del derecho de portar armas al menos de dos formas distintas. Una de ellas es presentando un argumen-to que busca ser persuasivo por su forma y contenido, es decir, pretende partir de premisas altamente aceptables y ser válido. El argumento de Pe-ralta es una versión más sofisticada de la siguiente formulación (propia):

Nadie debe entrometerse injustamente en una acción a la que tenemos derecho.La portación de armas nos permite y facilita evitar que otros se entrometan injustamente en las acciones a las que tenemos derecho.Por tanto, la portación de armas es éticamente justificable

Se puede añadir que la intromisión injusta suele hacerse mediante un ataque por parte de alguien que tiene cierta ventaja porque tiene mayor fuerza física o alguna arma. Además, se puede decir que no sólo la porta-

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ción de armas, sino cualquier mecanismo capaz de brindar protección efi-caz a la gente inocente al impedir que los agresores les causen daño esta-ría igualmente justificado, básicamente por cumplir el mismo propósito.

La segunda forma de presentar su defensa (sea equivalente o no a la anterior) es señalar que el derecho a la legítima defensa, a la prevención del delito, a la justicia o a la portación de armas son distintas facetas del mismo derecho básico que tienen como fin la protección de los inocen-tes. Así que en el fondo, la portación y uso de armas es sólo una extensión de la función que cumple el Estado al protegernos de las intromisiones injustas. Nadie cuestiona la función protectora de la policía, se permite que incluso pueda disparar a alguien que no se detiene ante la clara ins-trucción de hacerlo, por el derecho de usar la máxima violencia ante un agresor. Sin embargo, se tiene que admitir que debido a las limitaciones y condiciones falibles de la mayoría de los sistemas de justicia imperantes, la policía no puede siempre garantizar la máxima seguridad de cada ciu-dadano inocente, por lo que se justifica la portación de armas como una extensión del mismo sistema protector del Estado, derecho que se permi-te por ser la autoridad consciente de que no siempre llega a tiempo para evitar las agresiones o de que muchas veces la única forma de impedir una agresión injusta es permitir al inocente la portación de un arma para no quedar en una condición desfavorable ante el intruso que lo agrede sin justificación (sea un invasor, un criminal o una autoridad abusiva).

Réplica de Cantero

En su réplica a Peralta, Cantero empieza cuestionando el argumento for-mal que presenta aquél. Cantero se enfoca en atacar la premisa 2: básica-mente cuestiona que el poder que las armas proveen sea exclusivamente para hacer lo correcto. Sostiene que el argumento sólo tendría fuerza si la lectura que se da a la premisa complementaria es la siguiente: “Las armas nos dan más poder para realizar acciones correctas”. Pero si nos permiten lograr un objetivo justificable mediante actos injustificados diríamos más bien que “las armas nos dan más poder para realizar acciones incorrec-tas” y en ese caso no se justifica la conclusión defendida.

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Después Cantero se enfoca en cuestionar la tesis que le parece más fuerte sobre la relación entre los distintos derechos que menciona Peral-ta: tenemos derecho a poseer y portar armas para la legítima defensa. Se-gún Cantero, lo que le daría plausibilidad a la tesis es una interpretación instrumental del siguiente tipo: la mejor forma de obtener la legítima de-fensa es mediante la portación de armas. Cantero no busca mostrar que la interpretación instrumental sea falsa, sólo señala que se trata de una cuestión empírica de la que no hay evidencia determinante en favor de ninguna de las dos posturas.

Réplica de Peralta

Peralta empieza su réplica sugiriendo que el hecho de que el derecho a una libertad fundamental no sea siempre el instrumento idóneo para ob-tener los mejores resultados no es suficiente para negar ese derecho. Así, el hecho de que sea posible usar un automóvil para cometer un crimen o que no sea el vehículo adecuado para ciertos viajes no son razones sufi-cientes para quitar a la gente el derecho de usar autos.

Peralta responde lo siguiente a la objeción de Cantero de que el dere-cho a la portación de armas no es un derecho humano por tener una formulación condicional: hay ciertos derechos humanos (como en el caso del derecho a la vida) que se han formulado en forma condicional, por lo que esa formulación no prueba que no sea un derecho humano. Ante la objeción de Cantero de que no es un derecho humano por ser un medio para un fin, responde: la justificación predominante de un derecho hu-mano no se basa en los beneficios derivados que conlleva en casos con-cretos, sino que se justifica por ser una instancia plausible de derechos que sí son reconocidos como humanos, por ejemplo, el derecho a no ser víctima de delitos que lesionan la vida, salud, libertad o patrimonio.

Peralta responde también a la siguiente objeción: no es un derecho humano porque la comisión de delitos es imprevisible. Aunque su res-puesta a esa objeción parece razonable, me da la impresión de que la ob-jeción de Cantero no es ésa, sino la siguiente: aun suponiendo que la legí-tima defensa es un derecho, las situaciones imprevisibles ponen en duda

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que la portación de armas sea la mejor forma de ejercer ese derecho, y de hecho cuestionan que sea la mejor forma de defendernos en general.

Comentarios finales

Para concluir deseo enfatizar un punto en favor de cada postura que no se explota en este debate y que podría ser útil para una investigación poste-rior. Para la defensa de la posesión y portación de armas es la justificación de la gran cantidad de cursos de defensa personal y entrenamiento en ar-tes marciales o karate que suelen ampararse en su posible uso para protec-ción de una agresión y que tienen como respaldo la intuición de que en algún momento les será útil. Para la contra, los datos sobre la relación en-tre las armas de fuego y el sui cidio; por ejemplo, en Estados Unidos hay más muertes cada año por suicidio con armas que por homicidio.

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IV. Pena de muerte

En contra

Roberto Parra Dorantes

Introducción

Podría parecer que el debate sobre la pena de muerte ha sido superado y que por ello se ha vuelto innecesario en nuestra sociedad. La última vez que esta pena fue aplicada en un caso civil en México fue en 1937 (hace más de 80 años). El código penal militar la conservó para delitos graves que atentaran contra el orden militar o la seguridad nacional (la última aplicación militar ocurrió en 1961); pero en el año 2005, tras décadas de haber sido abolida por todos los estados del país, quedó expresamente prohibida por la Constitución federal. Más aún, en 2007 México ratificó un protocolo internacional de ámbito mundial comprometiéndose a no ejecutar a persona alguna y a adoptar y conservar todas las me didas ne-cesarias para abolir la pena de muerte. A nivel internacional, 103 países han abolido completamente la pena capital y otros 30 países, aunque la contemplan legalmente, llevan 10 años o más sin aplicarla.

Sin embargo, en México y en el resto del mundo el tema de la pena de muerte permanece vigente en la discusión pública. Cada cierto tiempo, activistas, legisladores o partidos políticos en nuestro país han replantea-do la posibilidad de aplicar la pena de muerte para delitos graves como el asesinato, el secuestro y la violación. De acuerdo con datos de algunas encuestas en años recientes, la mayoría de la población mexicana (en al-gunos casos hasta un 75% de la población) se pronuncia a favor de la re-instauración de la pena capital. A nivel internacional, más de 50 países la conservan, y dado que algunos de los países más poblados del mundo

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(como China, India, Indonesia, Estados Unidos y Pakistán)1 se en cuen-tran en este número, actualmente más del 60% de la población mundial actual vive en un lugar donde la pena de muerte es todavía aplicable. Además, casi en todos los países donde la pena de muerte ha sido com-pletamente abolida la discusión pública sobre ella (al igual que en Méxi-co) resurge de manera periódica y una parte considerable de la población se muestra dispuesta a reestablecerla (por ejemplo, en Dinamarca, según algunas encuestas, hasta un 25% de la población se ha pronunciado en fecha reciente a favor de restituirla).

La discusión sobre la pena de muerte pone a prueba nuestras habili-dades más fundamentales como participantes racionales de una demo-cracia. La característica esencial de una toma de decisiones democrática no consiste simplemente en optar por aquello que mejor refleja la opi-nión de la mayoría en cierto momento, sino más bien en garantizar una oportunidad justa a todas las partes en el debate para ofrecer sus argu-mentos y razones en una discusión pública y abierta, de modo que la de-cisión que finalmente se tome esté lo mejor informada posible, se base en los mejores razonamientos y, dentro de lo posible, sea consensada. Dada la variabilidad constante de la opinión pública según los acontecimientos más recientes de cada momento, el objetivo principal de los participantes en la discusión sobre la pena de muerte, a largo plazo, no debería ser sen-cillamente convencer al número necesario de personas para obtener la mayoría, sino mantener viva la deliberación y la búsqueda de los mejores argumentos acerca de ese tema hasta que finalmente pueda alcanzarse el acuerdo generalizado como sociedad. Si esto suena idealista, considérese que contamos con ejemplos significativos de temas relacionados con de-rechos humanos, como la esclavitud o el sacrificio humano forzado, que en la actualidad ya no se encuentran en discusión.

1 Estos cinco países suman entre ellos más de 3 500 millones de habitantes, es decir, más del 45% de la población mundial actual.

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Estableciendo el diálogo sobre la pena de muerte

En vista de las limitaciones de espacio, me propondré ofrecer en este tra-bajo solamente aquellas que me parecen las razones más fuertes en contra de la pena de muerte, intentando partir de principios que sean aceptables para ambas partes y después de haber tomado en cuenta los argumentos y las objeciones que me parecen más fuertes de la postura opuesta. Un ob-jetivo adicional, pero necesario para alcanzar satisfactoriamente el prime-ro, será intentar plantear primero la discusión de la manera más clara po-sible, definiendo los conceptos involucrados, rescatando los acuerdos entre ambos bandos cada vez que ello sea posible y distinguiendo fenó-menos relacionados pero diferentes que tienden a causar confusión y que a menudo desorientan a los interlocutores sobre la pena de muerte.

Meramente afirmar (o negar) que la pena de muerte es inhumana y por ello siempre injusta aporta muy poco, o tal vez nada, a la fundamenta-ción de una decisión colectiva tomada racionalmente si faltan argumen-tos explícitos que estén basados en la mejor información disponible y que tomen en cuenta todas las razones que las partes reconocen como impor-tantes. Podemos comenzar a articular la discusión sobre la pena de muerte reconociendo que a favor de ambas posturas existen naturalmente intui-ciones muy fuertes en casi todas las personas. Cualquiera puede imagi-narse en la situación de alguien cuyos familiares o seres queridos han sido víctimas de un crimen verdaderamente atroz, y podemos imaginar-nos también lo difícil que debe ser resistir la tentación de pedir para los autores de dicho crimen el castigo más severo posible. Pero también po-demos imaginarnos en la situación de que alguno de nuestros familiares o seres queridos sea acusado de un delito grave que acarree la pena de muerte, sin que podamos tener la certidumbre completa sobre si esa per-sona es o no culpable, y entonces nuestros sentimientos probablemente tirarán hacia el lado contrario y desearemos un castigo más moderado.

Tratándose tal vez del tema de vida o muerte por excelencia, debe-mos estar conscientes de que fuertes emociones tienden a salir a flote en la discusión sobre la pena de muerte, y que muchas personas que ya están convencidas, sea a favor o en contra, con frecuencia olvidan el hecho de que en ambos lados del debate es posible encontrar actualmente interlo-

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cutores sensatos, bien informados, bien intencionados e inteligentes. Tam-bién es importante recordar que el valor de la vida humana puede ser utilizado por ambos bandos para intentar justificar su posición. Empati-zar lo suficiente con nuestro interlocutor para poder empezar a entender-lo y reconocer la fuerza de sus razones es uno de los retos más difíciles que suscita este debate.

Ambas partes en la discusión reconocen generalmente que la vida hu mana posee un valor extraordinario. Por ello pueden estar de acuerdo también en que siempre es inaceptable quitar una vida humana sin sufi-ciente justificación. Por supuesto, la opinión de cada uno sobre qué puede contar como suficiente justificación será seguramente distinta. Nótese que un opositor de la pena de muerte podría estar de acuerdo, sin caer en la incoherencia, en que quitar una vida humana podría estar suficiente-mente justificado al menos en algunos casos (por ejemplo, en ciertos ca-sos de legítima defensa o ciertos casos de eutanasia). A partir de lo ante-rior podemos avanzar un poco y afirmar que, dado que la pena de muerte siempre supone quitar una vida humana, y que todas las partes en el de-bate aceptan que la vida humana posee un valor extraordinario, siempre se necesita una justificación suficiente, extraordinaria, para aplicar la pena de muerte. Responder a la pregunta de si actualmente es posible una justificación de ese tipo debe ser el objetivo de este debate.

Caracterización y posibles justificaciones de la pena de muerte

Dentro de una discusión racional sobre la pena de muerte es necesario contar con una definición de este concepto que sea aceptable para ambas partes en el debate. A continuación se presenta una definición que busca ser neutral: la pena de muerte es el castigo institucionalizado, contemplado por las leyes y adjudicado en un juicio por los jueces de un país, consistente en el acto de quitarle la vida a un ser humano como consecuencia de haber cometido una acción que constituye un delito según las leyes de ese país.

Es importante notar ciertas diferencias cruciales entre la pena de muerte y otras figuras que tienen algún parecido con ella. Por ejemplo, la

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legítima defensa, a veces llamada defensa propia, contemplada por los códigos penales del país, se parece a la pena de muerte en el hecho de que, bajo ciertas circunstancias, permite que una persona le quite la vida a otra sin que ello constituya un delito. Sin embargo, la legítima defensa (y esto merece ser recalcado) no es la aplicación de un castigo ni es la consecuencia de haber sido juzgado culpable en un juicio de acuerdo con ciertas leyes. La legítima defensa simplemente autoriza, bajo circunstan-cias específicas, a cualquier ciudadano para realizar legalmente actos que eliminen o neutralicen ciertas situaciones de peligro, incluyendo quitar la vida a otros.

Otra situación con la que la pena de muerte tiene cierto parecido, pero de la cual es esencialmente distinta, es aquella en la que algún indi-viduo presenta un peligro inminente para los demás debido a cierta con-dición (por ejemplo, una enfermedad infecciosa mortal o una enferme-dad mental que lo torna violento). En estos casos, podría suceder que el Estado tome, legal o ilegalmente, medidas que afecten a esa persona (como inmovilizarla, recluirla o en casos extremos ejecutarla). Indepen-dientemente de si esta acción está justificada o no, es muy importante distinguirla de la pena de muerte, dado que, de nuevo, no es la aplicación de un castigo.

Por último, también debe distinguirse la pena de muerte de las ejecu-ciones extrajudiciales, tristemente frecuentes en nuestro país de acuerdo con reportes de organizaciones internacionales y numerosas notas pe-riodísticas. En estos casos, aun cuando el acto de quitar la vida sea realiza-do por una autoridad (e incluso quizás en respuesta a una acción cometida por esa persona contemplada como delito grave), dichas acciones no constituyen una aplicación de la pena de muerte, dado que no se ha reali-zado un juicio ni se han seguido las leyes de ese país.

Los intentos para justificar cualquier castigo, o explicar su función, generalmente pueden identificarse con una de las siguientes razones o una mezcla de ellas:

– la rehabilitación (que consiste en educar al delincuente de modo que no esté dispuesto a reincidir);

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– la disuasión (llamada en inglés deterrence, consistente en conven-cer a personas que de otra manera estarían dispuestas a cometer ciertos delitos de no cometerlos dada la severidad del castigo y la probabilidad de que el castigo sea aplicado);

– la incapacitación (que busca que el delincuente no esté en posibi-lidad, temporal o definitivamente, de cometer el delito otra vez);

– la retribución (del latín retribuere, que significa pagar o devolver, y que intenta justificar un castigo por la sola razón de que esa per-sona ha hecho algo para merecer ese castigo, independientemente de si se consigue cualquier otro fin con dicho castigo, como dismi-nuir la comisión de delitos semejantes en el futuro), y

– la promoción (que significa hacer una expresión pública de los va-lores que la sociedad promueve y de denuncia de las conductas que la misma desaprueba).

Resulta claro que la rehabilitación no puede ser el objetivo de la pena de muerte, por lo que podemos descartarla de inicio como posible justifi-cación. En lo que respecta a la disuasión, aunque se siguen haciendo nu-merosos estudios particulares sobre si la pena de muerte es efectiva o no para disminuir la incidencia de delitos graves, el mayor estudio realizado hasta ahora analizando la opinión de los expertos más reconocidos, que forman parte de la asociación más grande a nivel mundial de criminólo-gos académicos (con más de 3 500 miembros en 50 países), concluye que existe un “consenso abrumador (88.2%) entre estos criminólogos de que la investigación empírica realizada acerca de la cuestión de la disuasión (deterrence) apoya fuertemente la conclusión de que la pena de muerte no añade efectos disuasivos a aquellos que se alcanzan actualmente con penas de prisión largas” (Radelet y Lacock 2009).

Para efectos de nuestra discusión, no es necesario interpretar el estu-dio anterior como una prueba contundente de que la pena de muerte no tiene efectos disuasivos. De manera mucho más moderada, sí podemos concluir que no es de ninguna manera claro que la pena de muerte tenga efectos disuasivos. Esta conclusión es mucho más razonable y más fácil de aceptar para ambas partes en el debate.

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Habiendo descartado la rehabilitación y la disuasión como posibles justificaciones para la pena de muerte, podemos notar que solamente quedan la promoción, la retribución y la incapacitación como posibles justificaciones. Según veremos a continuación, existen buenas razones (no demostrativas) para creer que ninguna de éstas funciona para dar el apoyo suficiente, y extraordinario, que exige una acción extrema como aplicar la pena de muerte.

La pena de muerte y la expresión de los valores de la sociedad

Ambas partes en el debate pueden estar de acuerdo en que la pena de muerte promueve la idea de que (bajo ciertas circunstancias, siguiendo ciertos procedimientos y leyes) es correcto matar a alguien que se en-cuentra totalmente sometido y que en ese momento no presenta ninguna amenaza. El rechazo natural que siente casi cualquier persona ante la idea de matar a alguien innecesariamente explica buena parte de los senti-mientos de oposición que muchas personas tienen hacia la pena de muer-te. Por supuesto, los proponentes de la pena de muerte pueden decir que es necesario quitar esas vidas y que por ello ese rechazo es injustificado. Sin embargo, si no resulta claro que únicamente a través de la pena de muerte (y no a través de otros castigos) pueden obtenerse ciertos resulta-dos positivos (por ejemplo, en cuanto a prevención del delito, reparación del daño para las víctimas, consecución de justicia, etc.), es difícil ver cómo podría justificarse la imposición de la pena de muerte.

Etimológicamente, la palabra “pena” está relacionada de manera es-trecha con el dolor, específicamente haciendo referencia al dolor del tipo más físico, corporal. A lo largo de la historia, sin embargo, y especial-mente a partir de la aparición del concepto de los derechos humanos hace ya algunos siglos, las sociedades han tendido a desligar los castigos institucionalizados del dolor físico. En efecto, en muchos de los países modernos las únicas penas contempladas por las leyes son la restricción de la libertad de tránsito (cárcel), la inhabilitación para ciertas activida-des de trabajo, la pérdida de derechos políticos, como votar, y las multas

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económicas. Es de destacarse que ninguna de estas penas tiene relación directa con el dolor físico. Tomando en cuenta los tipos de castigos que eran comunes apenas hace algunos siglos (como la tortura, la flagelación, la amputación, etc.), puede considerarse que esto es un avance hacia una sociedad más humanitaria. Abolir la pena de muerte, según se argumen-ta aquí, sería un avance más en esta dirección.

Otro aspecto importante que debe tomarse en cuenta (y que proba-blemente tenga una relación estrecha con el punto anterior acerca del do-lor físico) es el hecho de que sabemos que cada vez que se aplica un casti-go existe la posibilidad de que se esté cometiendo un error. A medida que avanzan las ciencias y la tecnología, podemos registrar más información y analizar mejor nuestro entorno, y cada vez existen más datos que even-tualmente pueden ser utilizados como evidencia potencial en un contex-to legal. Esto podría llevarnos a pensar que cada vez tenemos mejores maneras de probar, en un juicio, todos los hechos relevantes sin temor a equivocarnos. Pero el mismo avance de la ciencia nos previene de caer en la postura ingenua de que podemos conocer infaliblemente la realidad a la hora de tratar de probar todos los hechos en un juicio. Lo cierto es que realizar declaraciones fácticas con certeza absoluta es una práctica que muy rara vez, si es que alguna, está justificada.

Esta persistente posibilidad de error, incluso si fuese mínima, debe ser tomada siempre en cuenta. Una probabilidad de error de 5% (un mar gen de error considerado típicamente aceptable en estudios científicos) en los juicios con sentencia condenatoria significaría que por cada 10 000 juicios habría 500 errores. Incluso un vistazo muy somero del sistema judicial actual de México y de muchos otros países nos indica que ahora y en el futuro previsible la probabilidad de error en un juicio cualquiera es consi-derable. Entender esto debería conducirnos a dar preferencia como socie-dad, siempre que sea posible, a leyes con castigos que puedan razonable-mente ser reparados en caso de que se cometa un error en su aplicación. (Piénsese en la diferencia entre intentar reparar los efectos de una multa económica o una pena de prisión impuesta por error y el tratar de reparar los efectos de una sesión de tortura o la amputación de un miembro.) Da-das estas condiciones, la pena de muerte es inaceptable por ser irreparable en un grado completamente distinto a las demás penas. En cierto sentido,

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es una pena absoluta, parecida a un castigo eterno, y esto la separa incluso de penas más sanguinarias, como la tortura y la amputación.

Con toda honestidad, no creo que existan argumentos de tipo demos-trativo para probar que la pena de muerte no puede cumplir una finali-dad retributiva o de promoción de valores. Sin embargo, si se concede que los argumentos hasta aquí presentados son suficientes para estable-cer que existe una tendencia histórica internacional, justificada por moti-vos humanitarios, a desligar los castigos penales del dolor corporal, que según los expertos no hay pruebas claras de que la pena de muerte tenga efectos disuasivos y que incluso una mínima probabilidad de error en un juicio es suficiente razón para preferir penas distintas a la pena de muerte, parece muy difícil sostener que la pena de muerte pueda justificarse (re-cordemos que lo que se necesita es una justificación extraordinaria) ya sea con fines de promoción de los valores de la sociedad, con fines di sua-sivos o con fines retributivos (dar al supuesto delincuente lo que merece).

Uno de los argumentos más frecuentemente utilizados a favor de la pena de muerte es que es injusto que un delincuente que ha cometido de-litos graves reciba, como supuesto castigo, alojamiento y comida sin costo por el resto de su vida a cargo de los contribuyentes de ese país. No obs-tante, existe abundante evidencia empírica para establecer que un proceso penal donde se solicita la aplicación de la pena de muerte consume consi-derablemente más dinero del Estado que un proceso con condena de cár-cel de por vida. Existen numerosos estudios sobre esto que no son muy conocidos, y se invita al lector a investigarlos por sí mismo. En cualquier jurisdicción donde se aplica la pena de pena de muerte en Estados Uni-dos, un proceso capital consume más del doble de recursos que un proce-so donde se pide condena de cárcel (aun tomando en cuenta los costos de manutención), y en algunos casos más de 10 veces esa cantidad. Esto se debe a los recursos que se necesitan para los procedimientos legales (abo-gados defensores, juicios, apelaciones) involucrados en un juicio donde se pide la pena de muerte. Una persona condenada a muerte pasa en la cárcel un promedio de 178 meses (aproximadamente 15 años) antes de ser eje-cutada. Podría pensarse que, en tonces, el error es la longitud de esos pro-cesos y lo que hay que hacer es recortar gastos en estos procedimientos penales. Sin embargo, debe tomarse en cuenta que las características de

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estos juicios son ordenadas por la Suprema Corte, justo para tratar de evi-tar cometer errores. Aun con esos largos procedimientos ha habido más de 150 casos en ese país en los úl timos años (de 1973 a la fecha) donde se ha reconocido oficialmente que sea han cometido errores graves al dictar una sentencia de pena de muerte.2

El punto anterior nos lleva a la última posible justificación para la pena de muerte: la incapacitación. Los defensores de la pena de muerte comúnmente argumentan que ni siquiera la cadena perpetua sirve eficaz-mente para prevenir que ciertos asesinos sigan siendo un peligro mortal para otros presos y para custodios de la cárcel, y por ello la única manera de evitar este peligro es ejecutarlos. Aunque es claro que una persona eje-cutada no cometerá más delitos, hay que considerar que el proceso para aplicar la pena de muerte puede durar en promedio 15 años y que en Es-tados Unidos más de la cuarta parte de los acusados en juicios capitales mueren por causas naturales antes de que termine su juicio. También debe considerarse que, incluso dentro de la cárcel, existen otras opciones, como el confinamiento en solitario, que son igualmente efectivas para prevenir el peligro hacia otros presos y guardias.

En suma, dado que bajo ninguna de las posibles justificaciones para un castigo (rehabilitación, disuasión, retribución, promoción e incapacita-ción) ha sido posible mostrar de manera suficiente que la pena de muerte obtiene resultados positivos que no puedan obtenerse a través de otros castigos más humanitarios, menos invasivos y más fáciles de reparar en caso de error, podemos concluir que no puede justificarse actualmente la pena de muerte.

Referencia

Radelet, Michael L. y Lacock, Traci L. (2009). Do executions lower homi-cides rates: the views of leading criminologists, Journal of Crimi-nal Law and Criminology, 2 (99).

2 Aunque estos datos provienen únicamente de Estados Unidos, es importante destacar que dicho país es la única democracia occidental que retiene la pena de muerte, y desde hace más de 10 años es el único país que ha aplicado la pena de muerte en todo el continente americano.

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A favor

Héctor Hernández Ortiz

Hay diversos puntos de vista sobre la pena de muerte. Incluso entre los que concuerdan en que debería aplicarse, hay diferencia de opinión sobre qué delitos ameritarían esa pena. La postura que se defenderá aquí es que es justificable la pena capital cuando un asesino constituye una clara y grave amenaza para la vida de gente inocente o al menos alguien que no merece la muerte. Principalmente nos enfocamos en los asesinos seriales, pero se puede incluir a los culpables de múltiples homicidios, los que vio-lan y asesinan niños, los secuestradores que torturan y asesinan a sus víc-timas, etc. En todos los casos se incluyen muertes causadas deliberada-mente, no accidentales, y tampoco se trata de delitos ordinarios, sino de criminales que suelen ser incorregibles.

Protección y justicia

La principal razón para aplicar la pena de muerte es la protección de los inocentes, pero la postura también se ve fortalecida por ser lo más cerca-no a la justicia que se puede conseguir en los delitos señalados. Si a un asesino peligroso le imponen cadena perpetua en vez de la pena capital, le están dando la oportunidad de seguir causando daño en la propia cár-cel, no sólo golpeando y asesinando a compañeros de prisión, sino inclu-so dirigiendo lucrativos negocios de drogas u otros que suelen incluir a gente que está fuera de la prisión. Además, se le da la oportunidad al de-lincuente de que exista un cambio en las leyes o en las autoridades y lle-gue a salir libre sin haber cumplido la pena dispuesta.

Muchas de las penas que suelen sustituir a la pena capital son inapli-cables en la realidad. Las penas de más de 150 años de prisión o más de una cadena perpetua son injustas desde su origen porque son imposibles de cumplir. ¿Qué sentido tiene darle a un asesino la pena de tres cadenas perpetuas cuando sólo puede cumplir como máximo una? El hecho de

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condenarlo a más de una sólo enfatiza el hecho de que esta pena se queda corta para satisfacer la búsqueda de justicia. De hecho, en muchos casos puede ser que la propia pena capital se quede corta, y en esos casos, con mayor razón, resultarían injustas penas inferiores a ella. Así que la pena capital es la más justa para asesinos seriales y es la forma más eficaz de evitar la reincidencia de delitos.

Los detractores de la pena de muerte sostienen por lo general que se trata de una medida cruel e inhumana, pero dada la duración y que nor-malmente se eligen sólo ciertos métodos específicos, como la inyección letal, es cuestionable que lo sea. Pero aun si lo fuera, no sería injusta, ya que las víctimas de estos asesinos despiadados sufrieron una muerte mu-cho más cruel, además de que esta muerte es controlada, con testigos y con una sustancia para reducir el dolor, y las que ellos provocaron fueron sin ningún control o límite (varias de ellas incluyeron tortura, secuestro o violación previa). Así que en todo caso no se trataría de una pena injusta porque el sufrimiento experimentado no es superior al que ellos provo-caron en sus víctimas.

Algo similar aplica a cualquier perturbación de tipo psicológico o su-frimiento por parte de familiares. No hay razón para pensar que el sufri-miento psicológico del criminal sea mayor que el sufrimiento psicológico de las víctimas o el de sus parientes, puesto que normalmente las vícti-mas están atadas y sin comunicación con su familia.

Derecho humano

Según Amnistía Internacional (ai), una organización con presencia en más de 150 países, la pena de muerte viola el derecho fundamental a la vida, pues contradice el artículo 3 proclamado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la onu: “Todo individuo tiene derecho a la vida”. Esta organización propone cambiar la pena de muerte por cadena perpe-tua, pero si realmente se viola este artículo con la pena capital, también se violaría con la pena de cadena perpetua, ya que el mismo artículo 3 indica que todo individuo “tiene derecho a la libertad y seguridad de su persona”.

A fin de preservar la coherencia, Amnistía Internacional podría sos-

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tener que el derecho a la libertad lo puede perder alguien si comete un delito muy grave, pero el derecho a la vida no. En eso, habrá desacuerdo. Si alguien tortura y viola varias personas antes de asesinarlas, ¿por qué tendría el Estado que preservar su derecho a la vida? Dado que privó de ese derecho a varias personas inocentes y violó otros derechos humanos al someter a más de uno a trato cruel e inhumano mediante la tortura, darle la pena capital es lo que se esperaría a fin de darle suficiente valor al artículo 5 que dice: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Si se otorga una pena inferior a la ca-pital, se le está restando gravedad a la violación del artículo 5, que es qui-zás lo más grave que alguien puede hacer.

La presente postura es la que mejor protege el valor que se da a la vida inocente; su valor es tan alto que no se puede aplicar una pena inferior cuando el que la arrebata muestra por su actitud que no valora mucho la vida de sus víctimas. Si se aplica una pena inferior a la capital, además de ser más injusta, la pena alternativa indicaría que no se dio suficiente valor a la vida de las víctimas. Debemos recordar la naturaleza retributiva de la pena, es decir, el sufrimiento que aplica la pena busca ser equivalente a la gravedad de la acción criminal. Equiparar la vida de varias personas con la libertad de uno solo, no solamente comunica que esas vidas son me-nos valiosas que la del criminal, sino que son menos valiosas que la liber-tad del criminal. A este respecto cito las siguientes palabras del profesor Enrique Díaz Aranda, quien tiene el punto de vista opuesto al mío sobre la pena de muerte, pero reconoce que la vida es más valiosa como bien jurídi-co que la propia libertad: “¿Acaso la vida tiene el mismo valor que la liber-tad o el patrimonio? Evidentemente la vida es el valor jurídico por ex ce-len cia y los demás bienes jurídicos tienen menor valor” (Díaz, 2003, p. 71).

Buscar a como dé lugar la preservación de la vida del criminal para que tenga oportunidad de “cambiar y arrepentirse” y tener una muerte humana y digna es ponerlo por encima de sus víctimas a quienes no les dio esa opción. Por eso defender una pena más débil para un asesino es defender una injusticia de origen.

Concuerdo en que los delitos ordinarios no ameritan pena de muerte y, en ese sentido, reconozco los esfuerzos de Amnistía Internacional y otras organizaciones por buscar atenuar la pena en esos casos; pero para

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los delitos graves de asesinos seriales y violadores o secuestradores que son claramente una amenaza para la sociedad no hay argumentos suficien-temente fuertes en contra.

A continuación se resumen dos de los argumentos dados a favor de la pena de muerte.

Argumento 1: El hecho de que en general en el mundo sea permisible el asesinato en defensa propia indica que se considera justificado privar de la vida a alguien a fin de proteger una vida inocente, con mayor razón es justificable si se hace con el fin de proteger a toda una comunidad de un asesino que ya ha arrebatado la vida de al menos un inocente y que ha demostrado ser peligroso para los demás. La forma más justa y eficiente de lograr esta protección es por medio de la pena de muerte. Por lo tanto, la pena de muerte es justificable.

Argumento 2: Justo porque la vida tiene un elevado valor, quien acaba cruelmente con la vida de una persona inocente debería recibir la pena de muerte, pues toda pena inferior a ella, como la cadena perpetua o ciertos años de cárcel, tiene al menos las siguientes cuatro desventajas:

1. Se aleja de la justa retribución por el crimen y reduce la gravedad del acto cometido.

2. Restringe o debilita otras penas y le otorga al asesino beneficios que no merece.

3. Alienta a crear penas imaginarias o que de antemano se sabe que son imposibles de cumplir; por ejemplo, ser condenado a dos o tres cadenas perpetuas o a centenares de años de cárcel.

4. Hace posible que el asesino siga causando daño dentro y fuera de la prisión. Por ejemplo, puede que asesine o cause daño físico den-tro de la cárcel a otros reos; que dirija crímenes o cause daños a personas que están fuera de la cárcel; que aleccione a otros presos en sus prácticas y que éstos al salir reflejen esas actitudes al dañar a inocentes; puede que se intente su rescate y resulten heridos o muertos varios policías y civiles, o puede que se reduzca su pena,3

3 Por ejemplo, Luis Alfredo Garavito, quien confesó haber asesinado a más de 200 niños (el

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o salga libre por cambio de leyes, cambio de autoridades o por error, y entonces reincida en actos delictivos.

Por consiguiente, para un asesino la pena menos injusta y la más rea-lista y efectiva es la pena de muerte.

Finalmente, quiero aclarar que estamos defendiendo la pena de muer-te para criminales que, entre otras cosas, han asesinado deliberada y cruel-mente a gente inocente; no la proponemos para delitos menores. La de-fendemos para asesinos que son prácticamente incorregibles, como aquel ruso apodado “el asesino del ajedrez”, que aseguró haber matado a 61 personas y dijo: “Para mí una vida sin homicidios es como una vida sin alimentos para ustedes”. O como aquel asesino serial estadounidense (Carl Panzram) que cometió más de 1000 violaciones y 21 asesinatos, que dijo: “Yo reformo a las personas que tratan de reformarme y la manera de ha-cerlo es matándolas…”

Otorgar una pena menor que la muerte a criminales como éstos es injusto para las víctimas, es un peligro para la sociedad y un alto riesgo para las generaciones futuras.

Respuesta a objeciones comunes

“Nadie tiene derecho a privar de la vida a un ser humano”

Una razón común que presentan varios que se oponen a la pena de muerte es que nadie tiene derecho a quitarle la vida a un ser humano. Debo suponer que esto se debe al elevado valor que tiene la vida, con lo cual estoy de acuerdo, y es precisamente ese alto valor el que debería motivarnos a buscar proteger la vida de nuestras familias y comunida-des del ataque de criminales peligrosos que ya han demostrado que no respetan el valor de la vida y anteponen sus deseos a la integridad de los demás. Sin embargo, el derecho a la vida, como sucede con otros dere-

número exacto se desconoce, pero al menos se le atribuyen 142 niños asesinados), fue conde-nado a 1 853 años, pero su condena se redujo a 40 años por colaboración.

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chos, se puede perder. Un padre que maltrata a su hijo al grado de poner en riesgo la vida del hijo puede perder la patria potestad sobre el hijo, aunque siga siendo el padre biológico todo el tiempo. De manera simi-lar, una persona que ha privado violentamente de la vida a alguien ino-cente y representa un grave peligro para los demás puede perder el dere-cho a la vida.

Además, es cuestionable que el Estado o la sociedad que lo nombra no tenga el derecho de privar de la vida. En 1996 un reconocido profesor mexicano de leyes, Eduardo López Betancourt, señaló en una conferen-cia lo siguiente:

[…] estoy convencido de que hay hechos que soliviantan gravemente a la so-ciedad; asimismo, de la existencia de delincuentes incorregibles y dentro de estas dos hipótesis, me parece incomprensible la actitud tibia en sus inicios y que ha llegado a la fobia más absurda contra la pena de muerte; el delin-cuente sí puede matar, violar, destruir un hogar, devastar los valores más sagrados, pero el Estado, al arbitrio de su sistema jurídico, no puede privar de la vida a ese perverso social; esa actitud romántica y farisea de que hay que eliminar la pena de muerte porque se ha demostrado su ineficacia, nos deberá llevar por lógica, a eliminar también la pena de prisión, puesto que la misma ha demostrado al mismo tiempo su ineficacia. Definitivamente me opongo a que se carezca de un arma tan vital para la defensa de la sociedad, como es la pena de muerte, la cual por supuesto, estamos convencidos debe-rá de aplicarse para casos excepcionales y en condiciones tan rígidas que el error en su aplicación esté plenamente eliminado. La sociedad merece res-peto; cuando la Constitución Política permite el derecho a poseer una arma, no implica que existe el deseo de que con ella prive de la vida, pero conlleva la autorización para que si ese individuo ve amenazada su vida, con esa arma que posee, se defienda de su agresor, aun con el riesgo de que este último pierda la vida. En las mismas condiciones, una sociedad agredida tiene de-recho, insistimos —para casos de excepción—, a segar la vida de quien haya realizado actos monstruosos de verdadera y grave ofensa social… (Pérez, 2007, p. 145).

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“Se puede aplicar por error a un inocente”

En lo que toca al asunto del posible error, a medida que la ciencia avanza y se dispone de mayor tecnología, se puede tener mayor acceso a medios y pruebas que muestran más allá de toda duda razonable la culpabilidad de los delincuentes, así que cada vez puede ser más claro que un indiciado es culpable y el riesgo de error es mínimo. En particular, cuando el criminal juzgado es alguien que ha asesinado a múltiples víctimas, aun si hubiera error en una o varias de ellas, todavía habría suficientes para justificar la pena. Así, es más probable que muera un inocente a manos de un asesino sanguinario que no fue ejecutado a que muera un inocente por juzgarlo culpable por error.

“Es cruel e inhumana”

Se dice que “la pena más cruel no es la más grave, sino la más inútil…” (Pérez, 2007, p. 137). Desde ese punto de vista, la pena de muerte no sería la más cruel, ya que cumple eficazmente con su fin de proteger a la socie-dad de los criminales que elimina y de evitar la reincidencia en actos de-lictivos por parte de éstos, a diferencia de la privación de la libertad, que ha mostrado ser ineficaz y ha admitido a muchos más inocentes en sus filas, por lo que sería más cruel que la propia pena capital. Pero incluso si por alguna otra razón alguien sigue considerando más cruel la pena de muerte, es justa, pues en la mayoría de los casos suele ser menos cruel que la muerte que provocó el asesino que fue condenado a ella, ya que se hace bajo circunstancias controladas con una duración esperada o inclu-so planeada, que suele ser corta, mientras que la tortura y muerte de la víctima no está controlada ni vigilada, además de que la víctima inocente normalmente no espera la muerte, mientras que el culpable sabe de ante-mano qué le espera. ¿Para quién es inhumano? Es humanitario proteger a la gente de daño y violencia, así que la pena de muerte es humanitaria al proteger a la gente inocente de criminales peligrosos.

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“No disuade”

La pena de muerte disuade en algunos casos, pero no es el objetivo prin-cipal; en mi opinión, el objetivo debe ser retribuir y acercarse más a la justicia. Sin embargo, la pena de muerte no es una venganza como algu-nos quieren hacerla parecer; la venganza es personal y no proporcional a la ofensa, mientras que la pena de muerte es impersonal por parte del Estado y busca ser proporcional al crimen.

Es muy cuestionable que no disuada, lo más probable es que sí lo haga; pero aun suponiendo que no tenga ningún efecto disuasivo o que el efecto sea muy pequeño (lo cual me parece dudoso), ésa sería una razón más para implementar justamente la pena de muerte en más países y estados, ya que si esta pena, que es la máxima, no logra disuadir lo suficiente a los agresores, mucho menos lo hará una pena menor, como la cadena perpe-tua o una cantidad específica de años en la cárcel. Si alguien que no ha co-metido un delito no se ve impulsado a evitarlo por las consecuencias, con menor razón un delincuente que ya ha cometido varios y que ya ha estado en la cárcel. Así que, en ese sentido, la cárcel sería todavía menos efectiva.

En realidad, no defiendo la pena de muerte por su poder disuasivo, sino por ser la retribución más justa y más eficaz para prevenir delitos posteriores del asesino; pero si se juzga una pena por su poder disuasivo, la pena de muerte cuando menos nos garantiza que el criminal en cues-tión no va a reincidir en actos delictivos y eso puede ser suficiente para evitar que cause más daño del que ya causó, aun si su muerte no disuade a otros de evitar delitos similares.

“Atenta contra la dignidad humana”

Al contrario, favorece la dignidad humana porque le da el valor que tiene a la vida inocente que se perdió; con penas inferiores se abarata ese valor.

“La pena de muerte impide toda enmienda posible del condenado”

La cuestión es si merece tener el beneficio de esa posibilidad, ya que su crimen le impidió todo beneficio posible a su víctima. Si la víctima ino-

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cente no tuvo la oportunidad de ese beneficio, ¿por qué debería conce-dérsele a quien sabemos que es culpable? Además, en el caso del asesino, se impide que siga causando daño, lo cual suele ser más probable que su enmienda.

Si lo que se busca con la pena aplicada es el carácter reeducativo y la inserción social, la cadena perpetua impide la reinserción social porque una vez que se alcanza la reeducación, ya no tiene caso mantenerlo en la cárcel. Además, el tiempo en prisión tendría que estar indeterminado en todos los delitos, pues no todos se rehabilitan en el mismo tiempo. Si lo que se busca es un objetivo retributivo, cualquier otra pena sería injusta y más parecida a la venganza que a la justicia, porque no sería proporcional al delito. En cualquier caso, para evitar los delitos considerados no hay una mejor alternativa a la pena capital.

Referencias

Díaz A. (2003). ¿Es constitucional la pena de muerte en México? Doctri-na, enero-febrero, pp. 69-74.

Pérez Legón, D. (2007). Las teorías sobre la pena (pena de muerte y pri-vación de la libertad) IUS. Revista del Instituto de Ciencias Jurídi-cas de Puebla A.C., núm. 19, 2007, pp. 135-146.

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Respuesta a Héctor Hernández Ortiz

Roberto Parra Dorantes

En su texto sobre la pena de muerte, Héctor Hernández hace una defensa de la justificación de este castigo para aquellas personas que hayan come-tido asesinato repetidamente y que constituyan una amenaza grave para la vida de otras personas, principalmente sobre la base de que cualquier otra pena sería injusta e indicaría que quien aplica la pena no está valo-rando de manera adecuada la vida de las víctimas y las demás personas. De manera auxiliar, argumenta también que es la pena que mejor sirve para proteger en el futuro a la sociedad.

En mi propio texto inicial en contra de la pena de muerte argumento en contra de que ésta sea un medio especialmente adecuado para preve-nir otros delitos y así proteger a otras personas (en pocas palabras, no hay pruebas concluyentes o ni siquiera significativas, según la mayor y más reconocida organización de expertos en el mundo, de que la pena de muerte tenga efectos disuasivos adicionales a los que se consiguen con penas largas de prisión, y la prevención de otros delitos por parte de quie-nes ya han sido condenados por homicidio puede conseguirse de manera similar a través de otros medios, como el confinamiento en solitario en la cárcel). Y dado que no es posible mostrar que a través de la pena de muerte puedan obtenerse resultados positivos que no sea posible obtener a través de otras penas menos invasivas, más humanitarias y más fáciles de reparar en caso de error, no existe una justificación para la pena de muerte. Debido a lo anterior, en esta respuesta me concentraré principal-mente en los aspectos relacionados con la supuesta justicia de la pena de muerte desde un punto de vista retributivo.

Uno de los argumentos que ofrece Hernández a favor de la justicia de la pena de muerte es que hay condenas de prisión que son inaplica-bles en la realidad (pone, por ejemplo, condenas de más de 150 años de cárcel o de más de una cadena perpetua). Él se pregunta, “¿qué sentido tiene darle a un asesino la pena de tres cadenas perpetuas cuando sólo puede cum plir como máximo una?” Esto, según él, “sólo enfatiza el he-

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cho de que [la pena de cárcel] se queda corta para satisfacer la búsqueda de justicia”. Sin embargo, existen razones legítimas independientes para otorgar el tipo de penas a las que él se refiere; podría darse el caso de que un acusado fuese condenado a dos cadenas perpetuas por delitos distintos, y que después se encontraran nuevas pruebas incontroverti-bles que demuestren que no cometió alguno de esos delitos (piénsese, por ejemplo, en casos donde una persona es condenada por cierto asesi-nato, pero pos teriormente se descubre que la supuesta persona asesina-da sigue viva). De modo que estas penas no ofrecen el apoyo que él bus-ca para su argumento.

Acerca del punto sobre si la pena de muerte es cruel o inhumana, Hernández argumenta que es cuestionable que lo sea sobre la base de que “suele ser menos cruel que la muerte que provocó el asesino que fue con-denado a ella”. A partir de lo anterior, sostiene que no se trata de una pena injusta, dado que “el sufrimiento experimentado no es superior al que ellos provocaron en sus víctimas”, y que, desde la perspectiva retribu-tivista, “el sufrimiento que aplica la pena busca ser equivalente a la grave-dad de la acción criminal”. La razón por la que no me parece convincente este argumento general es que está basado en la presuposición de que el criterio correcto al deliberar si cierta medida legal propuesta para nues-tra sociedad sería o no cruel e inhumana, justa o injusta, es comparar esa medida con las acciones más terribles de las que son capaces los seres humanos en sus peores momentos (como el asesinato, la tortura, la viola-ción y el secuestro) y sus consecuencias. Según este criterio, no sería ex-cesivamente cruel ni injusto castigar con tortura o violación a alguien que haya cometido estos u otros delitos, siempre que el sufrimiento de quien recibe la pena no sea superior al que experimentaron sus víctimas. En mi opinión, esto sería tanto como dejar que las peores acciones de los peores miembros de la sociedad dicten los límites de cuáles son las ac-ciones más adecuadas en la búsqueda de la justicia.

El argumento de Hernández también parece presuponer, en ciertos puntos, que una pena aplicada con fines de retribución debe buscar ser en algún sentido equivalente a la acción criminal cometida, por ejemplo cuando él dice que cualquier pena inferior a la pena de muerte sería in-justa e indicaría que “no se dio suficiente valor a la vida de las víctimas”.

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Esta presuposición no es correcta; aplicar una pena con un fin de retribu-ción simplemente requiere que quien la aplica piense que lo está hacien-do porque ésa es la pena merecida, y para ello basta que esa pena sea proporcional al delito que se cometió (algo a lo que él mismo hace refe-rencia cerca del final de su texto). Estoy de acuerdo con el principio de la proporcionalidad de la pena; sin embargo, una pena puede ser propor-cional a una acción sin ser en ningún sentido equivalente ni parecida a esa acción. En mi opinión, como sociedad, debemos, por una parte, esta-blecer el catálogo de castigos penales que encontramos aceptables y, por otra, cuidar que a los delitos más graves correspondan las penas más gra-ves. Nada de lo anterior, sin embargo, presta apoyo alguno a la idea de que la pena de muerte es un castigo justificable.

Hernández deja entrever a lo largo de su texto que, en su opinión, in-cluso la pena de muerte es injusta y se queda corta como respuesta a cier-to tipo de delitos, lo cual nos lleva a preguntarnos cuál sí sería, desde su postura, una pena suficientemente severa para esos delitos. En mi opi-nión, como argumento en mi texto inicial, deberíamos intentar avanzar hacia una sociedad más humanitaria, y abolir la pena de muerte es un paso correcto en esta dirección.

Finalizo con un comentario adicional. Hernández critica a quienes defienden que la pena de muerte viola el derecho humano a la vida, y dice que, de ser así, entonces también el derecho humano a la libertad es violado por la condena de cadena perpetua. Me parece que él tiene razón, y sin embargo creo que desde el punto de vista de los derechos humanos una mejor manera de atacar la pena de muerte es decir que esta pena atenta en contra de la dignidad de la persona. Independientemente de la gravedad de los crímenes que haya cometido y del hecho de que ella mis-ma no haya valorado adecuadamente la vida de otras personas, matar a sangre fría a una persona que se encuentra totalmente sometida y que en ese momento no presenta peligro alguno ciertamente me parece ir en con-tra de su dignidad de una manera que ninguna de las otras penas acepta-das actualmente lo hace.

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Respuesta a Roberto Parra Dorantes

Héctor Hernández Ortiz

Los principales argumentos presentados en el texto de Roberto Parra so-bre la pena de muerte se pueden resumir en los siguientes puntos: 1) cos-tos, 2) la no disuasión y 3) la posibilidad de error.

A continuación expresaré mi opinión sobre cada uno de ellos.

Costos

No deseo profundizar ni abundar en detalles sobre este tema porque la cuestión general de los costos me parece personalmente un argumento muy débil para defender una u otra postura. Si cierta condena realmente beneficia a largo plazo a la sociedad y consigue la paz y la justicia en for-ma permanente y más eficaz que las alternativas, aunque sea costosa, bien puede valer la pena justamente por el bienestar común de la gente. Para atender esas prioridades están los gobiernos que elegimos y los impues-tos que pagamos.

Sin embargo, ya que varios autores suelen aludir a los costos como si fuera lo más importante, señalaré algunos puntos al respecto. Aunque tengo algunas dudas (que presentaré más adelante) sobre la exactitud de la afirmación que “en Estados Unidos, un proceso capital consume más del doble de recursos que un proceso donde se pide condena de cárcel”, suponiendo que esta afirmación sea absolutamente cierta, lo primero que debo decir es que esa situación de Estados Unidos no se puede generali-zar a la mayoría de los demás países donde se aplica la pena de muerte (China, Japón, Singapur, etc.), y tampoco a México, donde muy pro bable-mente, si se implementara la pena capital, se haría de una forma mucho más económica que mantener a los presos de por vida en la cárcel. Así que si alguien considera una buena razón el costo, en el caso de México tendríamos una razón más para implementar la pena de muerte, especial-mente ahora que las cárceles tienen una sobrepoblación que en algunos casos rebasa el 300% de la población planeada.

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Ahora bien, en Estados Unidos el problema con los costos no es la pena de muerte, sino la enorme cantidad de obstáculos legales que se permiten para no aplicar la ejecución, las numerosas posibilidades de re-curso, de suspensión de pena o de indulto, que pueden implicar años o hasta decenas de años de lucha ante los tribunales. Este alargamiento del proceso es lo que genera gastos inmensos en abogados, jueces y trámites. Así que no es la pena de muerte, sino el continuo aplazamiento de su eje-cución lo que suele generar muchos gastos. Cuando se sabe esto, se ve más claramente por qué es más bien la oposición a la pena capital la que genera los gastos cuantiosos y no la pena de muerte en sí misma, como se puede ver en los casos de Singapur y Japón, entre otros.

No disuasión

La afirmación de que “según los expertos no hay pruebas claras de que la pena de muerte tenga efectos disuasivos” se puede responder rápida-mente diciendo que tampoco hay pruebas claras de que no tenga efectos disuasivos. Que no haya pruebas claras de algo no significa que haya pruebas claras de lo contrario, así que no se puede concluir que la pena de muerte no disuade sólo porque no se tienen pruebas claras de que sí lo hace. Por supuesto, Roberto Parra no cae en este error frecuente en el que sí incurren muchos otros opositores a la pena de muerte. Sin embar-go, la conclusión que sí extrae Parra, y que le parece que es más aceptable a ambas partes en el debate, tampoco es tan aceptable como podría pa-recer a primera vista: “Podemos concluir que no es de ninguna manera claro que la pena de muerte tenga efectos disuasivos”. Parra cita un estu-dio de opinión que “apoya fuertemente la conclusión de que la pena de muerte no añade efectos disuasivos a aquellos que se alcanzan actual-mente con penas de prisión largas”. En otras palabras, lo que concluye-ron los expertos entrevistados en el estudio es que al comparar los efec-tos disuasivos de las penas de prisión largas con los de la pena de muerte no hay prueba clara de que existan mayores efectos de disuasión en la pena de muerte. Pero esto no significa que no tengan efectos disuasivos las dos penas señaladas; en el peor de los casos, sólo indicaría que am-bas tienen un efecto disuasivo similar, lo cual resulta muy dudoso cuando

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pensamos simplemente en la reacción de los criminales ante una y otra pena.

Aunque me parece razonable pensar que sí tiene un efecto disuasivo suficiente (como sugiere el éxito de Singapur y Japón), es difícil encontrar pruebas claras para una u otra postura. En parte, eso se debe a que en cada país normalmente hay otros factores involucrados en el aumento, disminución o permanencia de los delitos además de la pena máxima impuesta. Algunos de estos factores son la calidad y cantidad de policías, los mecanismos tecnológicos de vigilancia, etc. Además, no se puede sa-ber exactamente cuántos crímenes se dejan de cometer como resultado de evitar la pena esperada.

No obstante, suponiendo que la pena de muerte no disuada, con me-nor razón disuadirá una pena menos drástica como la de cárcel. De hecho, las diversas fugas de prisión que ha habido en años recientes en cárceles de máxima seguridad en Nueva York, Canadá, España, Francia y otros países muestran por qué la cárcel no es una medida tan eficaz para evitar la reincidencia y por qué no es de esperarse que disuada tanto. En lo que toca a poder disuasivo, sabemos con certeza al menos que los criminales que reciben la pena capital no cometerán más atrocidades ni adiestrarán a otros en ese campo; ése ya sería un buen resultado a fin de evitar críme-nes; por lo que la poca disuasión de otros (si fuera cierta) sería una razón adicional para imponer como pena máxima la pena capital. El asesino se-rial Alexander Pichushkin se daba cuenta de este beneficio, pues dijo en una entrevista: “No maté a 49, maté 61. Una vida sin homicidios para mí es como una vida sin alimentos para ustedes; salvaron la vida de muchas personas al atraparme, porque nunca me hubiera detenido”.

Error judicial

En realidad a quienes defendemos la existencia de la pena de muerte tam bién nos repugna la posibilidad de que un inocente sufra daño, espe-cialmente daño injusto, no se diga la privación de la vida. Precisamente ése es el daño que se busca evitar mediante la pena capital, ya que mien-tras esté vivo y con suficiente fuerza, el criminal siempre podrá reincidir y seguir causando daño a inocentes. Los datos indican que la probabili-

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dad de que un delincuente reincida antes, durante y después de ir a la cárcel en México es suficientemente alta. Según la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (Enpol) 2016, el 63.6% fue juzgada pe-nalmente por la comisión de un delito antes de su reclusión actual y 36.1% de dicha población fue juzgada penalmente por la comisión de más de un delito. El 71.2% de la población privada de la libertad juzgada penalmen-te por la comisión de un delito antes de su reclusión actual estuvo presa en centros penitenciarios estatales; el 44.3% reincidió más de dos años después del delito anterior; el 16.5% reincidió más de un año y hasta dos años después del delito anterior; el 17% reincidió más de seis meses y hasta un año después de ser juzgado por el delito anterior, y el 18.9% re-incidió en seis meses o menos.

Es digno de observar que éstos son los datos oficiales de reincidencia; pero, como sabemos, suele haber muchos otros delitos que no se descu-brieron o no se declararon, lo que indica que las cifras reales son mucho más altas.

Por otra parte, no concuerdo con la conclusión de Parra de que “in-cluso una mínima probabilidad de error en un juicio es suficiente razón para preferir penas distintas a la pena de muerte”. Hay varias razones para dudar, una de ellas es que la probabilidad de meter a un inocente a la cár-cel es muy superior a la de aplicar a un inocente la pena de muerte y no por ello se descarta la cárcel como pena genuina. Otra razón es que la existencia de casos que dejan lugar a dudas no implica que no existan casos donde la evidencia no deja lugar a dudas (se tiene la confesión, tes-tigos, adn, etc.), como en el caso de el Mochaorejas o la Mataviejitas y otros. Por otra parte, muchas veces la cárcel sirve más bien para proteger al delincuente de posibles ataques por parte de los parientes de las vícti-mas, como sucede con el caso de Luis Alfredo Garavito, que todavía está vivo y corre el riesgo de ser atacado por alguno de los múltiples familia-res de los más de 140 niños que violó, torturó y asesinó. En el caso de la Mataviejitas, ella dice que duerme tranquila e incluso se pudo casar re-cientemente porque “encontró el amor” en la propia cárcel. Así que en el sentido de “reparación del daño para las víctimas” o “consecución de jus-ticia” no se ve por qué debería ser preferible la cadena perpetua u otra pena similar, al contrario.

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En resumen,

1. Sobre los costos: no es una buena razón; pero si lo fuera, la pena de muerte en México sería mucho más barata que la cadena per-petua.

2. Sobre que no disuade: no hay pruebas claras tampoco de que no disuade; pero si fuera cierto, las otras penas disuadirían menos y, por consiguiente, sería preferible la pena de muerte por su grado de disuasión y por evitar al menos los diversos crímenes poten-ciales del propio ejecutado.

3. Sobre el error judicial: el hecho de que existan casos que dejan lugar a pequeñas dudas no significa que no haya casos donde no hay dudas de la culpabilidad del asesino; en éstos se puede apli-car la pena de muerte y con eso habría ya beneficios suficientes.

Varios opositores a la pena capital suelen decir que su abolición es un avance hacia una sociedad más humanitaria; pero al decir eso están enfocándose en ser humanitarios con los criminales, no están tomando en su justa consideración el ser humanitarios con las víctimas reales y potenciales de esos criminales. Está bien que se elimine la pena de muer-te para delitos comunes o aquellos donde no hay vidas inocentes corta-das injustamente, pero cuando está clara la crueldad con la que trataron a sus víctimas y la intención de seguir haciéndolo con otras, el no aplicar la pena capital parece minimizar el daño injusto que ya recibieron algu-nas personas inocentes y darle más beneficios al criminal. Al final, con la pena de muerte se busca evitar el daño cruel en alguien inocente que los opositores tratan de evitarle a como dé lugar al asesino. Ambos bus-camos evitar daño injusto, sólo que los que atacan la pena de muerte se concentran en evitarlo al criminal y quienes la defendemos buscamos evitarlo al inocente.

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Evaluación del debate en torno a la pena de muerte

Víctor Manuel Peralta del Riego

En un debate académico no es poco común que a los participantes se les dé el beneficio de definir sus términos y escoger los conceptos que juzgan más relevantes. En un debate jurídico, por ejemplo, para determinar si una persona debe ser muerta por el delito que hubiere cometido, la situa-ción es diferente. Dado que la pena de muerte es un castigo que tiene consecuencias tan graves, creemos que la libertad de escoger los criterios y aceptar o rechazar definiciones es básicamente libertinaje o de plano tiranía. En este debate suceden todas las complicaciones juntas; por el tema, privan criterios semejantes a los jurisdiccionales, pero también, por el tema, debemos considerar las posturas académicas tanto de los mora-listas como de los psicólogos, médicos, economistas, policías y los que vengan. Parece que el criterio más útil aquí, dada la complejidad del tema, es el de respetar la íntima elaboración de las ideas de cada uno y reducir los puntos de conflicto a aquéllos estrictamente aducidos.

En atención a esto, primero expondré la postura de inicio de Roberto Parra y luego la de Héctor Hernández. Luego, aludiré a las respuestas y puntos de conflicto que cada uno de ellos hace al respecto de sus posturas de inicio. Finalmente, ofrezco al lector una valoración personal sobre las fortalezas más grandes de cada uno de los autores, sin dejar de reconocer que en un debate no es poco común el fenómeno de que la fortaleza de uno es debilidad del otro; procuraré que no sea así.

* * *

Roberto Parra hace la importante tarea de ser pedagógico al introducir algunos de los aspectos del tema de la pena de muerte, algunos datos so-bre su historia en nuestro país, algunos datos sobre las tendencias recien-tes en el mundo y más.

Parra toma por completamente separables los argumentos que de-fienden —exitosamente, puede uno pensar— la pena de muerte de aque-

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llos que defienden la legítima defensa sin abundar demasiado en las razo-nes. La distinción que hace no carece del todo de razones legítimas. Para el tema del debate además conjura cierta reducción del valor de la pena de muerte al valor de la legítima defensa: un asesino muerto ya no rein-cide en delito alguno del mismo modo que un inocente muerto no incurre en delito alguno. La misma separación cabría por ejemplo para casos de pena de muerte extrajudicial y muerte por motivos de salud o bienestar público. La pena de muerte debe estar, para serlo, sancionada por el po-der judicial, basada en leyes vigentes y debe ser castigo a la comisión de un delito.

A manera de poner una cancha para la disputa, Parra nos dice que hay generalmente las siguientes formas de justificación para un cas tigo: rehabilitación, disuasión, incapacitación, retribución y promoción (ten-dencia histórica). Descarta como obvia la posibilidad de justificar la pena de muerte como un modo de rehabilitación y apela a un estudio sobre la opinión de criminólogos —los expertos relevantes para este asunto—, para descartar también el rol disuasivo de la pena de muerte por sobre una condena de prisión larga con respecto a la inseguridad en números agregados. Según este estudio, los criminólogos piensan mayoritariamen-te que el grado de disuasión de la pena de muerte no es superior al de una pena de prisión larga. Para las otras tres, Parra establece un argumento de inducción histórica: cada vez más separamos las penas del dolor físico y tomamos en cuenta la posibilidad de error tratando de resarcir el daño que la ejecución de una pena puede causar. Con la pena de muerte, las justificaciones de retribución y promoción quedarían descartadas. Y fi-nalmente quedaría la incapacitación que si bien la pena de muerte cum-pliría cabalmente no lo hace mejor que el confinamiento en solitud en prisión. Ciertamente el tema de la retribución lo descarta sin abundar lo suficiente y, a la luz del énfasis que habría de darle Hernández, parece que con esto queda de lado de la discusión más frontal con el texto de Hernández.

Es así que, en una especie de modus tollens, concluye —sin aspirar a demostrar— el autor que la pena de muerte no es un castigo debidamen-te justificado.

* * *

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Héctor Hernández adopta una estrategia igualmente compleja a la de Pa-rra, aunque quizá difieren en la posibilidad de dar un argumento válido —y sólido— a favor o en contra de la pena de muerte. El argumento bási-co de Hernández es doble. Primero, muestra que la mera posición alta de la vida como bien jurídico protegido no excluye la posibilidad de que se permita quitar alguna vida. El caso trivial es el de la legítima defensa, pero el de la retribución (visto en su segundo argumento) es el más abar-cante. Así, Hernández parece partir de algunos presupuestos más o me-nos dados: que se cometen delitos graves que se deben tratar en parte con castigos, y que dentro de los castigos hay unos adecuados por justos y hay unos no adecuados por injustos, tanto por exceso como por quedar cor-tos. Y la falla en aplicarle pena de muerte a algún delincuente peligroso que lo merezca, según Hernández, es cuádruple: 1) se aleja de la retribu-ción justa, 2) limita otras penas y expone al delincuente a beneficios inme-recidos, 3) alienta a crear penas imaginarias o imposibles de cumplir (por ejemplo, número de cadenas perpetuas) y 4) no se elimina un peligro.

Finalmente, Hernández repasa algunas de las objeciones más comu-nes a la postura a favor. Una de las principales razones por las cuales, según Hernández, podemos descartar la posibilidad de error como una razón seria contra la pena de muerte tiene que ver no sólo con que ma-terializa un riesgo, por omisión, contra la vida de inocentes —podría decirse que es autocontradictorio al trasladar simplemente la muerte de unos que la merecen de algún modo a otros que bajo ninguna circuns-tancia la merecerían—.

La falibilidad la desestima tajantemente al mostrar que no es un obs-táculo absoluto, de lo contrario por ese mismo razonamiento se descartaría muchas otras penas. Pero además afirma que la probabilidad de ser con-denado a muerte por un juez o jurado es mucho menor que la de ser asesi-nado por alguien a quien no se le aplicó la pena de muerte mereciéndola.

Al respecto de la crueldad, implícitamente Hernández parece recono-cer que ese término tiene un grado alto de subjetividad. Podría incluso de-fenderse que la pena cruel es la pena más injusta, quizá no contra el que la recibe sino contra sus víctimas. Pero el punto más interesante tie ne que ver con los efectos disuasivos de la pena de muerte: Hernández admite que no es una razón suficiente para justificar una pena por sobre otra, pero no que

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su impacto sea soslayable con facilidad. Hernández preferiría tomar como un criterio de mejor peso el tema de la incapacitación, seguridad pública y la retribución.

* * *

En sus respuestas, cada uno alude a los aspectos que consideró más im-portantes. Dado el espacio, naturalmente esa ponderación dejó de lado algunos asuntos apremiantes o interesantes.

Por ejemplo, Parra se concentra en sustanciar mejor su rechazo de la función retributiva de la pena de muerte. La línea básica de argumenta-ción es defensiva: él asume que, por omisión, los abolicionistas de la pena de muerte tienen la razón, muy a la manera en la que el que acusa a al-guien de un delito tiene la obligación de probarlo. Por ejemplo, contesta a Hernández que si comparamos la crueldad del delito cometido para esta-blecer la pena preferida, estaríamos considerando como criterio moral a las peores acciones de la humanidad. De modo que, continúa Parra, ésta no es una forma justa de establecer la retribución y, en esa medida, tam-poco la justicia.

En cambio, Hernández afirma que los puntos más relevantes de Parra son el que concierne al costo del juicio por pena capital, la no disuasión y el error judicial. El costo lo objeta Hernández sencillamente separando el costo del proceso particular y las implicaciones financieras que tienen las medidas paliativas o recursos de apelación y revisión —efecto natural que tiene una cultura que busca obstaculizar o hacer impracticable dicha pena—. La mera ejecución de las penas, pena de muerte y cadena perpe-tua, descontando el procedimiento, es notablemente mucho más econó-mica que la primera. La no disuasión la refuta Hernández usando el pro-pio contenido del estudio citado por Parra y otros semejantes; incurren así, agrego yo, en errores que oscilarían desde el fraseo incorrecto hasta el wishful thinking, la falacia de división y otros errores de razonamiento.

* * *

En un balance general, la estrategia de Parra parecería ser la más econó-mica, ya que el que afirma que cierta persona merece cierto castigo es el

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obligado a probar su dicho. Pero enfrenta una cantidad y calidad de obje-ciones difíciles de reconvenir. A la postre, a Parra parecería convenirle alargar el debate indefinidamente y cubrir con el manto de la argumenta-ción ad nauseam de la máxima violencia que el Estado puede ejercer con-tra nadie.

Pero en la vida práctica, el Estado parece convalidar actos que termi-nan en el homicidio intencional de algunos de sus gobernados, dado que son criminales. El grado del delito en realidad importa poco. Robar un pan de 30 pesos, dadas las condiciones adecuadas de resistencia efectiva a la autoridad, autorizan el uso de la máxima violencia; si al delincuente se le ordena detenerse del robo del pan, y no lo hace, y además saca un arma y la blande creíblemente sobre un oficial en funciones, el oficial se ve capa-citado para escalar el uso de la violencia hasta detener el probable despojo.

¿Pero logra Hernández convencer? ¿Tiene así las mejores razones? En mi opinión, sí. No sólo porque el tema de los argumentos que justifican la legítima defensa pueden servir para justificar cierta forma de pena de muerte, al haber justificado ya la remoción de la vida de ciertas personas en ciertas circunstancias, sino porque contesta con buena información y mayor claridad a las objeciones. No acaba con el debate, sin duda. Pero sí permite una predicción: dado el tiempo adecuado, Hernández parece te-ner la ventaja. Todas las vidas valen lo mismo. Si una vida vale menos, es la vida de un agente antisocial que por legítima defensa se puede remover, y por castigo a delitos horribles no se ve cómo es incorrecto. Después de todo, si como sociedad incurriésemos en el barbarismo de dar pena de muer te a, por ejemplo, el monstruo de Ecatepec, la prisión que nos corres-pondería a todos, según los abolicionistas, es preferible racionalmente que arriesgarnos a morir producto de tener asesinos sueltos o atrapados pero operando de un modo u otro.

Universidad del CaribeCancún, Quintana Roo, 2018

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Debates éticos contemporáneos publicado por Colofón y la Universidad del Caribe, se

terminó de imprimir en diciembre de 2018 en los talleres de Ultradigital Press SA. de C.V. Centeno 195, col.

Valle del Sur, C.P. 09819, Ciudad de México. El tiraje consta de 500 ejemplares en impresión digital en papel cultural ahuesado de 75

gramos. El cuidado editorial estuvo a cargo del departamento de Colofón Ediciones Académicas, un sello de Colofón S.A. de C.V.

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