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1. La virtud del oxímoron EL CONCEPTO DE HISTORIA NATURAL PUEDE VOLVERSE, quizás, la piedra angular de un materialismo no claudicante ni irriso- rio. Pero a condición de sustraer tanto del sustantivo como del adjetivo toda aureola metafórica. Por historia debemos entender la contingencia de los sis- temas sociales y la sucesión de los modos de producción; y no la erosión de los continentes o la evolución de las espe- cies. No está en cuestión la simple irreversibilidad temporal, sello común de los procesos entrópicos de disipación de energía y de las modernas sublevaciones proletarias, sino todo aquello que distingue a estas sublevaciones de aquellos procesos. Lo histórico naturalista no se deja encantar por el demonio de la analogía. Circunscribe con celo y discrimina prudentemente. Se ocupa sólo de los eventos, para descifrar en cuáles se debe llamar al lenguaje verbal, al trabajo, a la praxis política. La historia de la que se ocupa la «historia natural» está limitada, entonces, a las formas de vida típica- mente humanas; no posee otra textura más que las tradicio- nes éticas, las tecnologías, la luchas de clases, el enlace diná- mico de recuerdos y expectativas. En caso de ampliar la malla del concepto de historicidad, a fin de comprender la miríada de acontecimientos únicos, irrepetibles, no necesa- rios y aún casuales que llenan la geología y la biología, se obtendría una visión panorámica no muy diferente de la del VI. Historia natural se permite la copia © 179

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1. La virtud del oxímoron

EL CONCEPTO DE HISTORIA NATURAL PUEDE VOLVERSE, quizás, lapiedra angular de un materialismo no claudicante ni irriso-rio. Pero a condición de sustraer tanto del sustantivo comodel adjetivo toda aureola metafórica.

Por historia debemos entender la contingencia de los sis-temas sociales y la sucesión de los modos de producción; yno la erosión de los continentes o la evolución de las espe-cies. No está en cuestión la simple irreversibilidad temporal,sello común de los procesos entrópicos de disipación deenergía y de las modernas sublevaciones proletarias, sinotodo aquello que distingue a estas sublevaciones de aquellosprocesos. Lo histórico naturalista no se deja encantar por eldemonio de la analogía. Circunscribe con celo y discriminaprudentemente. Se ocupa sólo de los eventos, para descifraren cuáles se debe llamar al lenguaje verbal, al trabajo, a lapraxis política. La historia de la que se ocupa la «historianatural» está limitada, entonces, a las formas de vida típica-mente humanas; no posee otra textura más que las tradicio-nes éticas, las tecnologías, la luchas de clases, el enlace diná-mico de recuerdos y expectativas. En caso de ampliar lamalla del concepto de historicidad, a fin de comprender lamiríada de acontecimientos únicos, irrepetibles, no necesa-rios y aún casuales que llenan la geología y la biología, seobtendría una visión panorámica no muy diferente de la del

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Día del Juicio Final: todos los fenómenos estarían unificados,en efecto, por el único requisito de la caducidad. Esta últimaes la moneda que permite equiparar las cosas más disímilespara luego intercambiarlas unas con otras. La naturaleza,transitoria y efímera ya que está atravesada por la flecha deltiempo, toma el aspecto de un drama histórico; a su lado, loshechos históricos ya archivados asumen la rigidez de cuer-pos naturales. Ha sido Walter Benjamín quien ha demostra-do cómo la doble caducidad del ambiente terráqueo y de losorganismos sociales alimentó el exterminado repertorio delas alegorías barrocas (Benjamín 1928). Pero el primer objeti-vo de la historia natural consiste, por lo dicho, en resistir a laseducción de muchos retóricos, consiguiendo sin demorauna áspera literalidad.

Por natural debemos entender la constitución fisiológicay biológica de nuestra especie, las disposiciones innatas quela caracterizan filogenéticamente (comenzando, como esobvio, por la facultad del lenguaje), en definitiva todo aque-llo que, no dependiendo ni poco ni mucho de mutables cons-telaciones culturales, permanece más o menos inalterado enel curso del tiempo. El adjetivo no tiene nada que ver, enton-ces, con la dudosa noción de «segunda naturaleza» con laque la ciencia cognitiva contemporánea se esfuerza en repre-sentar (y a veces exorcizar) la peculiaridad de los sistemassociales. Utilizada de pasada por Marx, y luego por Lukácsen Teoría de la Novela (1920), esta noción ha tenido en su ori-gen una función polémica, casi sarcástica. Hablando de«segunda naturaleza» se denunciaba el jactancioso créditodel capitalismo, o sea su pretensión de construir una organi-zación social ahistórica, unida con fuerza a inextirpablesinclinaciones antropológicas, válida para siempre y porsiempre. El pensamiento crítico no toma en serio este natu-ralismo, refutando la analogía entre los automatismos de lasleyes de la sociedad burguesa y las leyes de la gravitaciónuniversal. Que hoy la imagen de la «segunda naturaleza» seatomada por buena y tenida en cuenta dice mucho acerca delestado en que se halla el pensamiento crítico. Pero volvamosa nuestra cuestión. La naturaleza de la que se ocupa la «his-toria natural» es precisa; es solamente la primera naturaleza.No la forma que toman las mercancías vendidas por una pro-piedad química de los objetos, sino el inmodificable núcleobiológico que califica la existencia del animal humano en los

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más diversos conjuntos económico-sociales. También en elcaso del adjetivo «natural» es preciso proveerse de unarobusta anteojera para evitar deslizamientos metafóricos.

La expresión «historia natural» merece interés sólo si lostérminos que la componen se mantienen en mutua y perpe-tua tensión. Toda conciliación rápida de las dos polaridadesheterogéneas dispersará la energía del concepto. Se trataante todo de estirar la heterogeneidad, intentando luegoconectar las antípodas en tanto antípodas. Lo que cuenta esuna relación inmediata entre los caracteres distintivos de laespecie Homo sapiens y la más lábil propensión cultural, el«desde siempre» biológico y el «precisamente ahora» social,la disposición innata al lenguaje y una decisión política dic-tada por circunstancias excepcionales. Ni metafórica ni ale-górica, la «historia natural» comparte en el mejor de loscasos la virtud del oxímoron: postula un cortocircuito entreaspectos declaradamente contrarios. Pareciera claro, a talpropósito, el criterio enunciado por Theodor W. Adorno enuna conferencia de 1932:

Si se quiere instalar seriamente la cuestión que trata acercade la relación de la naturaleza y la historia, ésta sólo abre laperspectiva de una respuesta si logramos concebir al ser his-tórico en su máxima determinación histórica, cuando resul-ta máximamente «histórico», como ser natural; y, viceversa,si logramos concebir a la naturaleza como ser histórico cuan-do se obstina en persistir en el modo aparentemente másprofundo como naturaleza (Adorno 1974, p. 99).

La posibilidad de la historia natural depende de dos condi-ciones, una natural y otra histórica. La primera: es necesarioque la naturaleza humana, de por sí invariable, implique lamáxima variabilidad de experiencias y praxis; en caso con-trario, no habría efectivamente una «historia». La segunda:es necesario que el cambiante decurso histórico se ocupe delinvariable biológico, exhibiéndolo en un estado concreto decosas; en caso contrario, la historia no tendría nada de «natu-ral». Esta última cláusula es decisiva, por necesaria y sufi-ciente. De ella se puede obtener la punta del ovillo que nosayudará a encontrar, aún de modo abstracto, el concepto-oxímoron al que están dedicadas estas notas. La historiogra-fía naturalista tiene como objeto privilegiado los eventos

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políticos y sociales en los que el animal humano es colocadoen relación inmediata con la metahistoria, o sea con los rasgosinalterables de su especie. Tal historiografía colecciona loshechos empíricos (lingüísticos, económicos, éticos) que,desde el interior de una coyuntura cultural irrepetible, dejanver aquello que se repite sin pausa desde el Cro-Magnon enadelante. Colecciona, por ejemplo, las formas discursivashistóricamente circunscritas (pensemos en la glosolalia en elcristianismo primitivo) cuya única función es poner de relie-ve la facultad del lenguaje, es decir una prerrogativa meta-histórica del Homo sapiens. Llamo natural a la historia quetiene en la naturaleza humana no sólo su recóndito presu-puesto, sino también su contenido manifiesto. Son histórico-naturales, entonces, los fenómenos contingentes que revelanel invariable biológico, asegurándole por un momento unallamativa prominencia en el plano social y político. La histo-ria natural es una historia reflexiva: enlaza las ocasiones másdiversas en el curso del tiempo, en las que la praxis humanase aplica sin medios términos a los mismos requisitos quevuelven humana a la praxis; las ocasiones en las que el anth-ropos, trabajando y hablando, vuelve a recorrer las etapassobresalientes de la antropogénesis; las ocasiones en las que sehace experiencia de las mismas condiciones trascendentalesde la experiencia. Conviene agregar ahora, que esta reflexivi-dad no es asunto de la conciencia: pertenece, por el contrario,a la estructura objetiva de los fenómenos histórico-naturales.

Marx ha escrito que «la historia es la verdadera historianatural del hombre» (Marx 1932). Afirmación irreprochable,pero a condición de tomar en la secuencia histórica también,y quizá especialmente, la móvil articulación de eterno y con-tingente, biología y política, repetición y diferencia. Antesque disolver lo eterno (propiedad distintiva de la especiehumana) en lo contingente (disposiciones productivas, para-digmas culturales, etcétera), o, peor aún que reducir lo con-tingente a lo eterno, la historia natural despliega la crónicameticulosa de sus cambiantes intersecciones

Para ensayar la fuerza explicativa del enfoque histórico-naturalista, debemos volver a transitar un sendero accidenta-do. El primer paso consiste en examinar críticamente la discu-sión entre Noam Chomsky y Michel Foucault sobre la nociónde «naturaleza humana» (§§ 2-3). Ya lejano en el tiempo, aqueldiálogo documenta aún una bifurcación desastrosa, cuyos

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daños todavía hoy pueden apreciarse. Es beneficioso liberar-se de este precedente hipnótico, extirpando una posición quese distancie de ambos contendientes. De por sí espinosa ypomposa, la cuestión de la «naturaleza humana» halla sinembargo su sobrio experimentum crucis en el modo de enten-der la facultad del lenguaje, y también la relación entre ella ylas lenguas históricamente definidas (§ 4). A partir de algunasconsideraciones acerca de la facultad del lenguaje, se pre-guntará luego cómo explicar en clave naturalista la recurren-te oposición entre «naturaleza» y «cultura»; pero tambiéncuáles son las condiciones históricos-sociales que permitencerrar dicha fractura (§ 5). Sólo en este punto será posible vol-ver a aferrar el hilo mayor de la madeja, delineando de formamás concreta el concepto de historia natural (§ 6).

2. La disputa entre Foucault y Chomsky sobre la«naturaleza humana»

En 1971, en Eindhoven (Holanda), Noam Chomsky y MichelFoucault tuvieron ocasión de discutir personalmente en unatransmisión de televisión. Fue la primera y última vez que seencontraron. El coloquio gravitó sobre la «naturaleza huma-na», es decir sobre el inmutable trasfondo específico de laespecie contra el que se desenvuelve la mercurial variabili-dad de los acontecimientos históricos. Chomsky, en virtudde sus estudios sobre gramática universal, afirma la existen-cia de dicho fondo e indica sus características sobresalientes.Foucault juega en oposición: distingue, precisa, objeta. Losduelistas se tergiversan con frecuencia y a propósito, o cuan-do menos se evitan, procediendo en paralelo. Los argumen-tos de uno no chocan realmente con los del otro: falta el roce.Las cosas cambian en la segunda parte del diálogo, allídonde son tratadas las consecuencias sociales y políticas delas consideraciones antes ofrecidas acerca de la «naturalezahumana». El contraste entre Chomsky y Foucault se vuelveahora cerrado y minucioso. Ambos autores coinciden enmúltiples objetivos políticos concretos (la oposición a la gue-rra de Vietnam, el apoyo incondicional a las luchas obrerasmás radicales, etcétera). La disidencia se refiere ante todo auna cuestión de principio: la posibilidad de obtener unmodelo de sociedad justa a partir de ciertas prerrogativasbiológicas del animal humano.

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El coloquio de Eindhoven ratifica de modo muy vívido laruptura entre materialismo naturalista y materialismo histó-rico (en la acepción más extensa, o menos utilizada de lostérminos), que ha caracterizado la segunda mitad del sigloXX y que aún hace sentir sus efectos. Desde 1971 en adelan-te, la separación de las dos orientaciones será completa yrigurosa. La indagación puntillosa de los procesos producti-vos y las cambiantes relaciones de poder han impedidoremontarse desde lo adquirido a lo innato: con el resultadoparadójico de no ver que precisamente lo innato, es decir elinvariante biológico, ha sido tomado a cargo, en forma his-tóricamente determinada, por la producción y los poderescontemporáneos. Por su parte, el programa de naturaliza-ción de la mente y del lenguaje, propugnado por Chomsky ydesarrollado sistemáticamente por las ciencias cognitivas, haresultado carente de ventanas que se asomen a la historia. Desociedad y de política los cognitivistas se ocupan sólo en losintervalos de sus actividades filosóficas, en suma, cuandodejan de pensar. En Eindhoven se asiste al último intento demantener unidas biología e historia. Y también a su teatralfracaso. Tanto el intento como el fracaso giran alrededor de lafigura de Chomsky. A diferencia de sus secuaces, cautos yescépticos, él ha dedicado una parte conspicua de sus energí-as intelectuales a la actividad política. No se resigna fácilmen-te, por lo tanto, a la escisión entre análisis lingüístico y análi-sis social. Si en otro lugar se limita a alternarlas en un régimende pareja dignidad, en Eindhoven busca un nexo intrínsecoentre una y otra. Busca y, desde luego, no encuentra.

Examinemos algunos pasajes cruciales del diálogo. Paraavalar la idea de que hay una naturaleza humana invariante,o sea metahistórica, Chomsky ubica en el banco de los testi-gos a la facultad del lenguaje. Esta última es «una propiedadde la especie, común a todos los miembros de la especie yesencialmente única respecto de otras especies» (Chomsky1988). La competencia lingüística es innata: no depende delambiente social, de no ser por su ocasional detonador. Desdeel principio el uso de la palabra revela una «regularidad ins-tintiva», o sea una organización sintáctica que sobrepasaampliamente los «datos», parciales y a menudo mediocres,provistos por los locutores circunstanciales. Similar a unórgano que se desarrolla por sí solo, el lenguaje está dotadode estructuras selectivas y de esquemas combinatorios cuya

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autónoma productividad nada tiene que ver con la expe-riencia empírica del hablante. La gramática universal, sub-yacente a las diversas lenguas históricas, forma parte denuestro patrimonio genético.

Si fuésemos capaces de especificar en términos de redes neu-ronales la propiedad de la estructura cognitiva humana quepermite al niño disponer de estos sistemas complejos, nopodríamos describir dicha propiedad como un componentede la naturaleza humana. En tal caso existe un elemento bio-lógico inmodificable, un fundamento sobre el que se apoya elejercicio de nuestras facultades mentales (Foucault yChomsky 1994, pp. 474 y sig.).

La réplica de Foucault es, al menos en apariencia, conciliadora.Si vacila en hacer suya la noción de naturaleza humana, yhasta está un poco intimidado, es sólo porque le parece erróneala difusa tendencia a elevarla al rango de concepto científico.Bien mirado, no posee otra función más que circunscribir unámbito de investigación, distinguiéndolo con cuidado deotros ámbitos adyacentes o rivales. No es un objeto de inda-gación, sino un criterio epistemológico, útil a lo sumo paraponer límites y modalidades a la propia investigación.

No fue estudiando la naturaleza humana que los lingüistashan descubierto las leyes de la mutación consonántica, niFreud los principios del análisis de los sueños, ni los antropó-logos culturales la estructura de los mitos. En la historia delconocimiento, la noción de naturaleza humana me parece queha girado esencialmente hacia el papel de un indicador epis-temológico para designar a cierto tipo de discurso en relaciónu oposición a la teología, a la biología o a la historia. Me cues-ta reconocer en ella un concepto científico (ibidem, p. 474).

Que está en juego algo más que un inocuo matiz metodoló-gico resulta claro cuando Chomsky se detiene en otro requi-sito fundamental de la facultad del lenguaje (o, aunque es lomismo, de la naturaleza humana). Más que innata, estafacultad es creativa. Todo hablante hace «un uso infinito demedios finitos»: sus enunciados, no derivando de estímu-los externos ni de estados interiores, están inclinados a la

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innovación y hasta la imprevisibilidad. No se trata por cier-to de un talento excepcional, como es el del físico teórico o eldel poeta, sino de una creatividad «de bajas revoluciones»,normal, difusa, casi inevitable. Ésta posee, de hecho, un fun-damento biológico. Descuidado por el conductismo deSkinner y también por la lingüística saussuriana, el carácterinnovador de las performances lingüísticas está estrechamen-te relacionado con una limitación inicial: lejos de contradecirsu vigencia, la creatividad se sirve de las estructuras y losesquemas que discriminan a priori lo decible de lo indecible.Las reglas inapelables de la gramática universal y la libertadde los usos lingüísticos se implican mutuamente. AquíFoucault deja de lado la diplomacia y declara abiertamentesu desacuerdo. Es cierto que puede haber creatividad sólo apartir de un sistema de reglas vinculantes. Pero Chomskyfalla al colocar estos principios normativos dentro de lamente individual. Los esquemas y las estructuras sobre losque se injertan las variaciones creativas tienen un origensuprapersonal. Y suprapersonal, para Foucault, quiere decirhistórico. Las reglas sobre las que se conforma el individuo,y de las que eventualmente se desvía, no son innatas, sinoque toman cuerpo en las prácticas económicas, sociales, polí-ticas (ibidem, pp. 488 y sg.). No reconocerlo es típico dequien, por lo dicho, cambia la naturaleza humana por unconcepto científico determinado, en lugar de considerarla unsimple «indicador epistemológico». Este inicial quid pro quohace que las vicisitudes histórico-sociales de la especie seanreconducidas por completo a la estructura psicológica delindividuo aislado. Chomsky ataca replicando con testarudeztanto la índole metahistórica como el carácter individual dela creatividad lingüística: «La naturaleza de la inteligenciahumana no ha cambiado sustancialmente desde la época delCro-Magnon» (ibidem, p. 491).

Algún apuntr, ahora, sobre la disputa acerca de la «des-obediencia civil» con la que concluye el coloquio deEindhoven. Chomsky no vacila en deducir un proyecto polí-tico a partir de ciertos aspectos persistentes de la naturalezahumana. La creatividad del lenguaje, característica biológicade nuestra especie, es defendida llamando a una lucha sincuartel contra todos los poderes constituidos (capitalismo,Estado centralizado, etcétera) que la inhiben o reprimen.«Un elemento fundamental de la naturaleza humana es la

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necesidad de trabajo creativo, de búsqueda creativa, no limi-tada arbitrariamente por instituciones coercitivas. Una socie-dad decente deberá maximizar la posibilidad de realizaciónde esta característica humana fundamental» (ibidem, p. 494).Un atributo metahistórico del Homo sapiens constituye,entonces, el sostén de una posición política anarco-sindica-lista. Y también el criterio sobre la base del que decidir si, ycuándo, desatender las normas vigentes. La salvaguarda dela creatividad específica de la especie es la idea reguladoraque, por sí sola, puede legitimar la desobediencia civil.Admirable desde muchos ángulos, este intento de entrecru-zar biología y praxis histórica es aún inconsistente. Y hastapeligroso: otro científico que pusiese de relieve un aspectodistinto de la naturaleza humana, por ejemplo la búsquedade seguridad, podría fomentar con igual derecho medidaspolíticas autoritarias y feroces. Juega un buen juego Foucault(un Foucault por una vez mimético en las confrontacionescon el marxismo) al poner de relieve las contradicciones quecarga quien quiere proponer un modelo social ideal.

Las nociones de naturaleza humana, de justicia, de realiza-ción de la esencia humana, son nociones formadas en el inte-rior de nuestra cultura, en nuestro tipo de saber, en nuestraforma de filosofía; en consecuencia, ellas forman parte denuestro sistema de clases y no pueden ser válidas para des-cribir o justificar una lucha que debería sacudir los funda-mentos mismos de nuestra sociedad (ibidem, p. 506).

La desobediencia civil no puede reivindicar un fundamentobiológico eterno, siendo ante todo funcional al logro de obje-tivos que suceden precisa y solamente en una peculiarcoyuntura histórica. «Antes que pensar en la lucha social entérminos de justicia, conviene pensar en la justicia en térmi-nos de lucha social» (ibidem, p. 502).

La discusión sostenida en Eindhoven provoca una sensa-ción de incomodidad bastante permanente como para queresulte instructiva. Y quizá sea éste su mayor valor. Al leer latrascripción del diálogo se comprueba una doble y concomitan-te insatisfacción. La reserva en las confrontaciones con ciertasafirmaciones de Chomsky no se traducen en objeciones claraspor parte de Foucault; y viceversa, la laguna advertida en la

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argumentación de este último no parece colmarse con lasréplicas polémicas de su adversario. Conviene adecuarse,entonces, a un estado de indecisión, es más, de indecibilidad,no muy diferente, para entendernos, de aquel en que se hallaquien es interrogado acerca de la verdad o falsedad delenunciado «Yo miento». Naturalmente, muchos lectores,chomskyanos fervientes o foucultianos de profesión, noestán indecisos (así como nunca falta quien se obstina enreputar falso o proclamar verdadero al enunciado paradóji-co «Yo miento»). Los partidarios de Chomsky afirman que elcoloquio de 1971 inaugura la declinación del relativismo his-toricista, culpable de haber disuelto la naturaleza humana enun caleidoscopio de diferencias culturales, como si fuese unapastilla de Alka Seltzer. Los adeptos de Foucault afirman, alcontrario, que en Eindhoven ha sido batido el último de losinnumerables intentos, al mismo tiempo ingenuos y preten-ciosos, de hacer valer el mito de una realidad natural siempreigual a sí misma contra la densidad de la experiencia histó-rica. Pero de tal modo que, más que chocar, se eluden: comoya sucedió entre Chomsky y Foucault hace treinta años.Antes que reproducir infinitamente los movimientos de laantigua confrontación, es preferible bajar el telón sobre laincomodidad y la indecibilidad de lo que se dijo. Convienehacer hincapié en la insatisfacción simultánea que producenlas argumentaciones de ambos interlocutores. Este «ni-ni»recorta un espacio vacío, digno de cualquier exploración; defi-ne con suficiente precisión el ámbito de la historia natural.

Foucault tiene razón cuando señala la presencia de unahipoteca sociopolítica en todo discurso sobre la naturalezahumana. Pero no es justo utilizar esta constatación comoprueba de la inexistencia de la naturaleza humana. Es uncaso clásico de inferencia que demuestra demasiado: ilegíti-ma por exceso de celo. Que la metahistoria filogenética seaobjeto de múltiples representaciones históricamente condicio-nadas, alguna de las cuales posean un tenor contingente, noimplica de ningún modo su desintegración en tanto metahis-toria; nada aleja la persistencia de ciertas prerrogativas espe-cíficas de la especie «desde el Cro-Magnon en adelante». Deacuerdo: el invariante biológico nunca puede ser separado delcambiante decurso histórico: pero éste no es argumento sufi-ciente para negar ese invariante como tal, o para desatenderlos modos en los que —permaneciendo invariante, claro—

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irrumpe sobre la superficie de los diversos sistemas socialesy productivos. La insatisfacción en la confrontación con elFoucault de Eindhoven, por parte de quien tenga en el cora-zón la posibilidad de una historia natural, consiste, en últimainstancia, en el hecho de que Foucault entiende la recursividadcon la que se manifiesta lo invariante en coyunturas históricasparticulares como una afirmación de su... variabilidad (esdecir, como una refutación del mismo invariante).

Pero hay más. Es incontrovertible la observación deFoucault según la cual la naturaleza humana, antes queconstituir el objeto de la búsqueda, ha sido con frecuenciaun mero «indicador epistemológico», esto es, una rejillaconceptual destinada a organizar preventivamente la mira-da del investigador. Sin embargo, si no se quiere caer en elmás desenfrenado idealismo trascendental, se debe admitirque la existencia de categorías a priori (o rejillas, o indicadoresepistemológicos) presupone una base biológica. Pongámosloasí: el «indicador epistemológico», si no designa algún fenó-meno determinado (inherente más bien al modo en que seestructura la representación), se apoya sobre una realidadempírica específica de la especie: la facultad innata del len-guaje, las peculiares estructuras del pensamiento verbal, etcé-tera. Pues bien, la naturaleza humana coincide totalmente conla realidad empírica que está de espaldas de los «indicadoresepistemológicos»; no es algo distinto, entonces, del conjuntode condiciones materiales que subyacen a la formación de lascategorías a priori. En un cierto momento Foucault dice:

Quizás la diferencia entre nosotros reside en el hecho deque cuando Chomsky habla de ciencia, piensa en la organi-zación formal del conocimiento, mientras que yo hablo delconocimiento mismo, o sea del contenido de los diversosconocimientos dispersos en una sociedad particular, queimpregnan esta sociedad y constituyen el fundamento de laeducación, de las teorías, de las prácticas (ibidem, p. 489).

Correcto. Salvo agregar que la partida sobre la naturalezahumana se juega precisa y solamente alrededor de la «orga-nización formal del conocimiento». Mientras se queda enrai-zada en el «contenido de los diversos conocimientos» es fácilponer en duda la existencia de constantes metahistóricas.Fácil, pero también irrelevante.

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La insatisfacción en la confrontación con el Chomsky deEindhoven es ésta: Chomsky reabsorbe lo variable en loinvariante, reduce la historia a la metahistoria. Podríamosexpresarlo con más matices, pero la sustancia es ésta. Noconviene dejarse engañar por la genuina pasión política de laque da pruebas el autor de Syntactic Structures. ParaChomsky, una «sociedad decente» requiere de una correc-ción naturalista de las distorsiones producidas por la histo-ria errabunda. Se ha visto: la creatividad del lenguaje (y,mediadamente, del trabajo y de la investigación científica),es un requisito innato del Homo sapiens, que debe ser siemprereafirmado contra las pretensiones, injustas por ser innatura-les, de este o aquel sistema de poder. Deducir un ideal socio-político del invariante biológico significa, en efecto, exorci-zar la variabilidad social y política, o al menos tener bajocontrol el mal que ella trae consigo. Igualitaria, paraChomsky, sería la organización social que no se alejase unpalmo de la metahistoria, coincidiendo punto por punto conaquellos rasgos distintivos del animal humano que persisteninmutables desde el Cro-Magnon. Frente a este lío rousseau-niano, no es posible afirmar que conviene ocuparse sólo delas teorías lingüísticas de Chomsky, no de sus reflexionespolíticas. Esa astucia, adecuada para un concurso universita-rio, sería sin embargo injusta tanto con la vida como con laobra del propio Chomsky. Que el nexo entre facultad del len-guaje y acción política que propone resulte inaceptable nopredispone tanto en contra de su política, como en contra desu modo de concebir la facultad del lenguaje (y, por consi-guiente, la invariante naturaleza humana). La pregunta filo-sóficamente relevante es ésta: ¿qué aspectos de la lingüísticachomskyana obstruyen desde el principio la posibilidad dearticular una relación creíble entre innato y adquirido, inva-riante y variable, metahistórico e histórico? ¿Qué aspectos deesta lingüística resultan incompatibles, en consecuencia, conuna historiografía naturalista?

Me parece que las cuestiones neurálgicas son dos. En pri-mer lugar: si se atribuye a la facultad del lenguaje una gra-mática definida (a pesar de ser «universal»), es decir, un con-junto de reglas y esquemas, ésta se asemejará a una lenguahistórica, o al menos a la media ponderada de las lenguashistóricas, perdiendo así lo que le es más propio: el status depotencialidad aún indeterminada, de genérica disposición

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fisiológica a la articulación verbal. Este deslizamiento impli-ca consecuencias fatales. La metahistórica facultad del len-guaje, reducida a mínimo común denominador de las len-guas, introduce subrepticiamente en sí un cierto número decaracteres propiamente históricos. Con una doble desventa-ja: debilitamiento de la metahistoria y congelamiento de lahistoria. Al atenuarse la distinción entre el «desde siempre»invariante y el contingente «precisamente ahora», no puedemás que prevalecer una región intermedia en la cual la bio-logía provee directamente los criterios de la justicia social.Para restablecer aquella distinción, y dar a cada uno lo suyo,conviene ante todo descartar la idea de que la metahistóricanaturaleza humana consista en la «creatividad de los usoslingüísticos», o en otras propiedades sobresalientes, aislablescomo pepitas de un peculiar peso específico. La facultad dellenguaje garantiza la historicidad del animal humano, o sealas condiciones de posibilidad de la historia, pero no fundade ningún modo uno u otro modelo de sociedad o de políti-ca. Sobre todo esto volveremos más adelante (§ 4).

Vayamos a la segunda cuestión. Chomsky y la cienciacognitiva instituyen un cortocircuito pernicioso entre especiee individuo aislado. No dudan, incluso, en identificar ambostérminos. En esto, lo sepan o no, son muy cristianos: «Elpaganismo piensa y comprende al individuo solamentecomo parte diferente del todo, de la especie, el cristianismo,al contrario, solamente en inmediata, indistinguible unidadcon la especie. [...] Para los cristianos Dios es el concepto dela especie considerada como individuo» (Feuerbach 1841,pp. 165 y sig.). El error no está, desde luego, en tomar comopunto de partida la mente lingüística individual, sino endesconocer o remover sus caracteres transindividuales.Prestemos atención: por «transindividual» no se debe enten-der el conjunto de requisitos que ligan al individuo con otrosindividuos, sino lo que se refiere únicamente a la relaciónentre individuos, sin que pertenezca firmemente a ningunode ellos en particular. La transindividualidad es el modo enque se articula, dentro de la propia mente individual, laseparación entre especie e individuo. Es un espacio potencialtodavía vacío, no un conjunto de propiedades positivas:estas últimas, lejos de situarse en un «entre», constituyen elpatrimonio exclusivo de un determinado Yo. En lo singular,los aspectos transindividuales de la facultad del lenguaje, es

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decir de la naturaleza humana, se presentan inevitablemen-te como incompletud, laguna, potencialidad. Pues bien, estascaracterísticas deficientes, pero innatas, señalan que la vidade la mente es, desde el principio, una vida pública. Habiendodesatendido la dimensión transindividual, Chomsky y loscognitivistas afirman que el intelecto del individuo es auto-suficiente y, por lo tanto, despolitizado. En su libreto, la pra-xis social entra en escena sólo en el segundo acto, cuandointeractúan mentes ya completas en sí mismas, esencialmen-te privadas. La esfera pública es entonces un optional, del quesiempre se puede prescindir. El «animal que posee lenguaje»no es, en tanto que tal, un «animal político». El estruendo dela historia no echa raíces en la naturaleza humana: al contra-rio, es en nombre de esta última que conviene esforzarse enamortiguar aquel barullo, enmendando las disonancias.

3. Invariante biológico y horizonte religioso

La historia natural se ocupa de censar las formas más diversascon las que los presupuestos biológicos de nuestra especieafloran como tales sobre el plano empírico, encarnándose enfenómenos sociopolíticos absolutamente contingentes. Prestaparticular atención al modo en que las condiciones filogené-ticos que garantizan la historicidad del animal humano tomaa veces la semblanza de hechos históricos bien determinados.Defiende con firmeza tanto la invariabilidad de lo invarian-te como la variabilidad de lo variable, excluyendo compro-misos sólo en apariencia juiciosos. Para hacer valer la propiainstancia, la historia natural debe rechazar en bloque lasorientaciones opuestas o simétricas que se encontraron en ladiscusión de 1971. Debe rechazar una y otra orientación,pero en especial la alternativa que en conjunto configuran: odisolución de la metahistoria en la historia empírica(Foucault) o reabsorción de la historia en la metahistoria(Chomsky). Mientras el ámbito de las posibles eleccionesparezca saturado de estas dos polaridades, la historia natu-ral permanecerá como un inmigrante clandestino, sin dere-cho de ciudadanía.

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Arreglar cuentas con Foucault y Chomsky habría sido muycomplicado. Nos hemos limitado aquí a extrapolar el colo-quio de Eindhoven, reconociendo en el mismo el síntomaejemplar de una parálisis que perdura hasta hoy. Lo que seha pretendido es estilizar, y así aguzar, un problema teórico.Esta estilización requiere aún un paso, que sin embargo yano concierne a los interlocutores de Eindhoven, al menosdirectamente. Consideremos otra vez el brusco dilema anteel que estamos: o disolución de la metahistoria en la historiaempírica o reabsorción de la historia en la metahistoria. Porextraño que pueda parecer, ambas opciones guardan algúnnexo reseñable con una perspectiva mítico-religiosa. Nexo dis-tinto en cada caso, sí, pero igualmente robusto.

La disolución historicista de la metahistoria prevé su pro-pia pena del talión al reavivar el mito o la inclinación religiosa.La pretensión de reducir los rasgos distintivos de la especieHomo sapiens a las relaciones de producción y de poder tienecomo consecuencia que del invariable biológico se hacecargo la liturgia, o una cultura impregnada de pulsiones teo-lógicas. La primera naturaleza, si es compactada en los plie-gues liliputienses de la denominada «segunda naturaleza»,halla una expresión indirecta, y un resarcimiento sarcástico,en la proliferación de valores que reivindican con firmeza lapropia independencia de la praxis social y política. El mate-rialismo histórico, fagocitando o aniquilando al materialismonaturalista, prepara efectivamente su propio auto de fe:fomenta la aparente deshistorización de las formas de vida,y también la reedición de lo sacro en formato de bolsillo.Sobre la vengativa metamorfosis de la metahistoria biológi-ca en metahistoria religiosa se ha detenido SebastianoTimpanaro: «En conjunto, creo que se puede constatar cómotodo desconocimiento de la biologicidad del hombre condu-ce a un contragolpe espiritualista, puesto que se termina a lafuerza atribuyendo al “espíritu” todo lo que no se lograexplicar en términos económicos-sociales» (Timpanaro 1975,pp. 46 y sg.). Con un poco de ironía se podría decir que elauténtico punto de contacto entre «naturaleza» y «cultura»está garantizado, a menudo, por las formas más desencar-nadas de la cultura: comenzando por la teología. Ya que asu modo subraya el peso de la metahistoria en los aconteci-mientos sociopolíticos, la dimensión religiosa es el calconegativo, o el sosia edulcorado, de la historia natural. En

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síntesis: señala la falta. Es por completo erróneo afirmar,como acontece con cierto marxismo pobre, que la religiónesté destinada a marchitarse en una situación histórica quefinalmente le de la espalda a la alienación económica. No esla negación de la trascendencia, sino su reformulación histó-rico-naturalista la que puede conferirle al ateísmo un caudallógico. El otro lado de la praxis histórica, es decir, eso que nodepende de ella y siempre la sobrepasa, es su más acá: mate-ria orgánica e inorgánica, sinapsis químicas, constituciónfisiológica y disposiciones innatas del animal humano. Elateísmo deja de ser una instancia parasitaria y subalterna allídonde logra articular de modo distinto la relación entremetahistoria biológica e historia social, invariante y variable,el «desde siempre» y el «precisamente ahora». No, por cier-to, allí donde se encierra en el segundo término de esta pare-ja, omitiendo o ridiculizando el primero.

Pasemos ahora a lo otra posibilidad del dilema: reabsor-ber la historia cambiante en un conjunto de determinacionesmetahistóricas inoxidables. En este caso, la religión no figu-ra ya como pena del talión, sino que se eleva nada menosque al rango de modelo operativo. Ernesto De Martino —aligual que Mircea Eliade o Gerardus van der Leeuw— deli-nea así, en una síntesis extrema, el procedimiento mítico-religioso: «El rito es el comportamiento que remite siemprede nuevo el “esta vez” histórico al “una vez” metahistórico,que es también “una vez para siempre”. [...] Lo histórico esresuelto en un metahistórico idéntico que se reitera» (DeMartino 1977, p. 378). La inquietante metástasis del devenires vigilada evocando lo que permanece inmutable, y se repi-te incesantemente, desde siempre: ab illo tempore, recitan lasfórmulas litúrgicas; «desde el Cro-Magnon en adelante»,dice Chomsky. La incertidumbre de la que es presa quiendebe vérselas con eventos contingentes e imponderablespuede ser calmada desmenuzando la trama de la historia(poco importa si mediante recursos rituales o epistemológi-cos), de modo que conecte la situación actual con el comien-zo de todas las cosas (creación del cosmos, bagaje filogenéti-co del Homo sapiens, o cualquier otro). La empresa ahora encurso conlleva la legitimidad y el valor de la persistente inti-midad que la liga a un «entonces» mítico, es decir a un estadoanterior al que se le atribuye la invariabilidad del arquetipo.Así, la política destinada a defender la innata «creatividad de

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los usos lingüísticos» de toda ingerencia del poder, ¿no hacemás que levantar un presupuesto inmutable contra los esta-dos de cosas que parecen apartarse? Esta política, derivadadirectamente de ciertas prerrogativas especie-específicas delanimal humano, es «una técnica del retorno hacia atrás, queretoma el perverso pasado y atenúa la historicidad del deve-nir» (ibidem, p. 390). Más prudentes y, sobre todo, menosgenerosos que Chomsky, sus discípulos cognitivistas hanrenunciado a semejante deducción, cortando a ras de suelotoda relación residual entre metahistoria biológica y praxispolítica. Pero no hay ninguna diferencia sustancial entre el tris-te intento de adaptar el «esta vez» contingente al «una vez parasiempre» específico de la especie, y la franca expulsión del«esta vez» del horizonte de la búsqueda. En conjunto, la ideolo-gía cognitivista ha desplegado un papel análogo al pensa-miento mítico-religioso (que, por otra parte, ha sido un com-petente administrador delegado por la invariable naturalezahumana): el reclamo del arquetipo biológico sirve, a menudo yde buena gana, para escapar de la inquietud suscitada por lasparadojas que anidan en la actualidad sociopolítica.

4. Facultad del lenguaje

La historia natural tiene su banco de pruebas decisivo en elmodo de concebir la facultad del lenguaje. Para decirlo deuna vez, ésta es mi convicción: la existencia de una facultadgenérica distinta de la miríada de lenguas bien definidas,afirma límpidamente la índole no especializada del animalhumano, es decir, su familiaridad innata con una dynamis,potencia, nunca suceptible de realizaciones exhaustivas.Pobreza de instintos y potencialidad crónica: estos aspectosinvariables de la naturaleza humana, que se deducen de lafacultad del lenguaje, implican la ilimitada variabilidad delas relaciones de producción y de las formas de vida, perosin sugerir ningún modelo de sociedad justa. En ellos seenraíza, del Cro-Magnon en adelante, la extrema contingen-cia de la praxis política.

Diego Marconi, llamando la atención sobre el coloquiode Eindhoven, atribuye a Chomsky el mérito de haber con-futado también en aquella ocasión el argumento cardinal

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del historicismo, a grandes rasgos parafraseado así: «Lavariedad de las lenguas testimonia la independencia del len-guaje de la biología; pero una lengua es el corazón de unacultura y el vehículo —sino la esencia— de una forma depensamiento; por lo tanto lo que en el hombre es natural (enel sentido biológico del término) no determina lo que en elhombre es propiamente humano, su pensamiento y su cul-tura» (Marconi 2001, pp. 127 y sg.). La refutación chomskya-na, de la cual deriva el nuevo crédito reconocido a la nociónde «naturaleza humana», consiste, como sabemos, en revelarla presencia de una facultad específica de la especie, dotadade sus propias estructuras gramaticales, por debajo de lasmúltiples lenguas históricas. El acento puesto sobre la dis-posición congénita al lenguaje ha hecho justicia, segúnMarconi, a la teoría según la cual «la humanidad, más queuna especie, era una capacidad de interpretación» (ibidem,p. 127). ¿Pero qué es, efectivamente, la facultad del lenguaje?Una vez admitido sin inquietudes su carácter biológico,queda aún abierta la cuestión principal: ¿Es lo mismo lafacultad que la realidad última de las lenguas históricas, oconstituye solamente su condición de posibilidad? ¿Debemosvernos con una convexidad evidente o, al contrario, con unespacio cóncavo aún indeterminado? En las próximas pági-nas nos limitaremos a señalar la que parece ser la direcciónargumentativa más prometedora. Quede claro que señalaralgo es diferente de recorrerlo. La exposición, necesariamen-te limitada, estará sembrada de algunas afirmaciones peren-torias que sólo en broma podrían llamarse «tesis».

a) Lo más importante es la diferencia no atenuable, es decir lainconmensurabilidad, que subsiste entre facultad de lenguaje y len-guas históricas determinadas. No son decisivos uno u otro térmi-no, tanto menos uno en desmedro del otro, sino su permanenteseparación y su permanente entrecruzamiento.

Por «facultad» se entiende la capacidad de proferir soni-dos articulados inherente a un cuerpo viviente, o sea el con-junto de requisitos fisiológicos que permiten producir unaenunciación: boca liberada de tareas prensiles gracias a lapostura erecta, descenso de la epiglotis, músculo lingual car-noso y móvil, ciertas propiedades del tracto vocal suprala-ríngeo, y otros. Por «lengua» se entiende, como es habitual,

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un particular sistema fonético, lexical, gramatical, del queningún fragmento «podrá fundarse sobre algo distinto de suno-coincidencia con el resto» (Saussure 1922).

La disputa sobre la naturaleza humana halla en estapareja conceptual buena parte de su propio arsenal. Hemosvisto que quien valoriza la facultad le pone sordina a los cam-bios sociales y culturales, subrayando sobre todo la existenciade un bosquejo invariable y metahistórico. Y viceversa, quienprivilegia la lengua afirma que sólo en esta última, no en laenrarecida facultad, se puede aprehender el verdadero fun-cionamiento del lenguaje verbal y, por ende, el auténticosigno de reconocimiento del animal humano. Biológica lafacultad, histórica la lengua; innata la primera, adquirida lasegunda; la primera referida a la mente individual, la otrainconcebible fuera del nexo social. El juego está dado, lospapeles de la comedia distribuidos. El lingüista de la facul-tad del lenguaje se ocupará del sustantivo «naturaleza», ellingüista de la lengua del adjetivo «humana». Obviamente,los protagonistas de la contienda, siendo tipos de mundo, nodejan de rendir homenaje a la pasión predominante deladversario. Pero sólo se trata de buenos modales.

Pero la pareja facultad/lengua, evocada por ambas for-maciones, no tarda en encogerse y evaporarse. Cualquieraque sea la impostación que prevalezca, los dos conceptos encuestión dejan de ser, efectivamente, dos. Se debilitan hastahacer desaparecer el hiato que los separa y distingue. Una delas polaridades termina por anexarse a la otra, reduciéndolaa un corolario subalterno o a una premisa débil: en un caso,la facultad-prototipo comprende en sí, como apéndicesvariopintos pero no esenciales, a las lenguas; en el otro, lalengua es el estadio final en que se resuelve la facultad parasiempre, habiendo agotado la función propedéutica que lecompete. Pareciera oportuno elaborar un esquema de razona-miento en el cual la asimilación de las dos antípodas resulteimposible. Quien busca incluir la lengua en la facultad o, alcontrario, la facultad en la lengua, presupone inevitable-mente que el incluyente y el incluido son afines y conmen-surables. Pero no es así. Ni convergentes ni traducibles unoen el otro, facultad y lengua exhiben ante todo una persis-tente heterogeneidad. Y precisamente esta heterogeneidadimpide todo tipo de reductio ad unum.

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b) La facultad del lenguaje coincide en todo y por todo con la anti-gua noción filosófica de dynamis, potencia.

Facultad de lenguaje significa lenguaje en potencia opotencia de lenguaje. Complementarios y hasta indisolubles,acto y potencia son sin embargo términos completamenteheterogéneos. Con «acto» se indica eso que es real y presen-te, contenidamente determinado, dotado de propiedadesinconfundibles, mientras que con «potencia» se señala a esoque es ausente y todavía indefinido. Según la acepción ori-ginal, dynamis es sinónimo de me einai: no ser, laguna, falta.Posee facultad del lenguaje sólo el ser viviente que carece deun repertorio de señales correlacionado de modo biunívococon las diversas configuraciones, nocivas o propicias, delmedio ambiente circundante.

Escribe Saussure: «La facultad del lenguaje es distinta dela lengua, pero no puede ejercerse sin ella. Con palabra sedesigna al acto del individuo que realiza su facultad pormedio de aquella convención social que es la lengua»(Saussure 1922). La escisión entre facultad y lengua no escicatrizable precisamente porque la primera no posee ningu-na manifestación autónoma. Si dispusiera de una realidadpor su causa, con estructuras ramificadas y prestacionespeculiares, la facultad del lenguaje sería una lengua ances-tral o arquetípica (un sánscrito de rostro universal, paraentendernos): de modo que entre ella y las lenguas históricassubsiste solamente una diferencia de grado o de extensión,análoga a la que existe entre una clase y su subclase. Pero lafacultad, considerada en sí, es inactual, carece de determina-ciones positivas, es amorfa. La potencia es un todo sin par-tes, indivisible en partes alícuotas o porcentajes. Ella es a losactos que le corresponden, lo que un número irracional a losracionales: en ambos casos está vigente la inconmensurabili-dad (Virno 1999, pp. 69-71).

El lenguaje, distinto de las lenguas históricas, es, almismo tiempo, biológico y solamente potencial. No un paisa-je de topografía detallada, sino la tierra de nadie de la quehacen experiencia directa el niño, el afásico, el traductor.

c) Es engañoso intercambiar la facultad del lenguaje con una pro-tolengua hablada por toda la especie. Y no lo es menos afirmar quela facultad sea un mero antecedente cronológico de la lengua

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materna, propensa a desaparecer sin dejar trazas una vez finaliza-do el aprendizaje de esta última. Lejos de extinguirse, la potencia-facultad coexiste con la lengua en acto, caracterizando así toda laexperiencia del hablante.

En caso de que se identifique la facultad con un ciertonúmero de estructuras circunstanciales, no se trata realmen-te de la facultad sino del mínimo común denominador de laslenguas históricas. Se despeja entonces el parentesco entreafasia y facultad, equiparando injustamente el vacío poder-decir a un complejo de reglas muy generales que gobernaríantodo decir. La indagación sobre la «gramática universal», porfundamental que sea, no roza a la facultad como tal (concer-niendo a lo sumo al pasaje de ella a la lengua singular).

En contra del otro posible malentendido, según el cual lafacultad sería un interregno provisorio, se puede aducir unaadvertencia de Saussure: «Es una idea completamente falsacreer que en materia de lenguaje el problema de los orígenesdifiere del de las condiciones permanentes» (Saussure 1922).La relación entre facultad y lengua, vacío y lleno, inactuali-dad y presencia no está confinada a la edad preescolar, sinoque atraviesa sin pausa los discursos elegantes del locutoradulto. Dicho de otro modo: en la praxis lingüística perfec-tamente desarrollada sobrevive siempre un aspecto defec-tuoso o lagunoso. Es totalmente compatible con lo que escri-be Fanco Lo Piparo sobre la afasia como «estado lingüísticopermanente» de los hablantes:

Siendo el punto de partida de la humanidad la afasia oinfantia linguae, las lenguas son el resultado, nunca llevadoa término, de una progresiva y laboriosa construcciónhumana. El mecanismo que pone en movimiento el procesopsico-lingüístico es la tensión, jamás superada definitiva-mente, entre «pobreza de habla y necesidad de explicarsey hacerse entender» (Lo Piparo 1987, p. 6; cfr., también,Virno 1995, pp. 133-43).

El acceso al lenguaje no es un episodio inaugural y transito-rio, sino un modo constante de expresar al mismo lenguaje.Emile Benveniste observa que cualquier hablante, al darlugar a una enunciación, debe ante todo «apropiarse de lalengua» (Benveniste 1970). Una fórmula instructiva, si se la

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toma al pie de la letra. Sería insensato apropiarse de algo queya poseemos de manera estable. La necesidad de apropia-ción perfila entonces un estado preliminar (no solo infantil,sino crónico) de carencia y afasia, del cual se debe salir cadavez. Este estado preliminar, señalado por el me einai, no esdiferente de la indeterminada potentia loquendi: «Antes dela enunciación la lengua no es más que posibilidad de len-gua» (ibidem).

Por un lado, la facultad es una disposición genérica,exenta de esquemas gramaticales, irreductible a una masamás o menos extensa de enunciados eventuales, innata perogrosera, biológica pero solamente potencial. Por el otro, estadisposición genérica persiste, como un fondo imborrable,también cuando se domina con maestría una u otra lenguahistórica. La potencia no es una laguna incidental, destinadaa ser colmada antes o después. También si hablase sin pausadurante centenares de años mi facultad del lenguaje perma-necería igual, conservando sus caracteres sobresalientes:indeterminación, latencia, etcétera. La dynamis no se agota acausa de las palabras efectivamente pronunciadas. Ni setransforma nunca en un catálogo de ejecuciones predefini-das. La denominada «creatividad» del lenguaje, sobre la cualvuelve a menudo Chomsky, depende del permanente con-nubio de vacío y lleno, número irracional y número racional,potencial y acto; no de cierta propiedad positiva de unasuperlengua subyacente a la lengua materna.

d) La facultad de lenguaje comprueba la pobreza instintiva del ani-mal humano, su carácter indefinido, la constante desorientaciónque lo distingue.

Los filósofos cuya brújula apunta hacia Chomsky sostie-nen que la facultad del lenguaje es un instinto altamenteespecializado. Y precisan, todos al unísono, que se trata deuna especialización a la polivalencia y a la generalización, otambién, aunque sea lo mismo, de un instinto para adoptarcomportamientos no prefijados. Ahora bien, afirmar que elanimal lingüístico es supremamente hábil en... prescindir detoda habilidad particular, sólo significa participar en el festi-val internacional del sofisma. Es cierto, la facultad del len-guaje es una dotación biológica innata. Pero no todo lo quees innato posee las prerrogativas de un instinto unívoco y

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detallado. La capacidad de hablar, siendo congénita, es sola-mente dynamis, potencia. Y la potencia, en sentido propio, osea distinta de una categoría bien definida de prestacioneshipotéticas, coincide con un estado de indeterminación y deincertidumbre. El animal que posee lenguaje es un animalpotencia. Pero el animal potencial es un animal no especializado.

El concepto de potencia recapitula del modo más perti-nente, e ilumina con nuevas luces, algunos notables resulta-dos de la investigación biológica (Bolk, Portmann, Gould),paleontológica (Leroi-Gourhan), antropológica (Gehlen, peroantes Herder). Basten aquí dos citas, cuya función es apenasiconográfica. Escribe Leroi-Gourhan (1964, pp. 140 y sg.):

De ser continuada en el sentido de una corticalización cadavez más acentuada del sistema neuromotor, la evolución,para el hombre, habría concluido con un ser parangonable alos insectos más evolucionados. Al contrario, las áreas moto-ras son estados superados de zonas de asociación, de las másdiversas características que, en lugar de orientar al cerebrohacia una especialización técnica siempre más acentuada, lohan abierto a la posibilidad de generalizaciones ilimitadas,por lo menos en comparación con los demás animales en laevolución zoológica. Durante todo el curso de su evolución,a partir de los reptiles, el hombre aparece como heredero deaquella criatura que ha huido de la especialización anatómi-ca. Ni los dientes, ni las manos, ni los pies, ni siquiera el cere-bro han alcanzado en él el alto grado de perfección de losdientes del mamut, las manos y los pies del caballo, o el cere-bro de algunas aves, de modo que ha permanecido capaz detodas las acciones posibles.

La carencia de instintos especializados, signo distintivo delHomo sapiens, se deduce en primer lugar de la facultad dellenguaje. Sobre este punto ha insistido Herder (1770, 58):

Que el hombre, en cuanto a fuerza y seguridad de sus ins-tintos, sea muy inferior a los animales; que, al contrario, noposea aquellos que nosotros, refiriéndonos a tantas especiesanimales, llamamos actitudes e instintos técnicos innatos, esun hecho concreto. [...] ¿Qué lenguaje posee el hombre ins-tintivamente, de la misma forma que todos los animales

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poseen uno propio, en su interior y en conformidad con supropia especie? La respuesta es neta: ninguno. Y precisa-mente esta respuesta neta es decisiva. [...] La abeja zumbatanto como liba, el pájaro canta tanto como nidifica, pero¿cómo habla el hombre por naturaleza? No habla, como porotra parte hace poco o nada con el instinto absoluto [...].Aparte de los mecanismos de su mecanismo sensitivo, elrecién nacido es mudo.

Potencialidad, por consiguiente, no especialización. La basefilogenética, tanto de una como de otra, es la neotenia, o seala «persistencia de rasgos juveniles también en los sujetosadultos, debida a un retraso del desarrollo somático» (Gould1977, p. 483). El carácter genérico y lacunoso del animalhumano, la indecisión a la que es afecto, en suma, la dynamisque le es consustancial, echan raíces en ciertos primitivismosorgánicos y anatómicos, o, si se prefiere, en su incompletudcongénita. El Homo sapiens es «un parto constitutivamenteprematuro» (cfr. Portmann 1965 y Mazzeo 2003) y, precisa-mente por esto, queda como «animal no definido» (Gehlen1940). Con las palabras de Eric H. Lennerberg:

En el cerebro del chimpancé, los eventos maduradores de lainfancia difieren de los del hombre por el hecho de que en elnacimiento el cerebro del chimpancé es mucho más maduro,y probablemente todos sus parámetros son más estables quelos del hombre [...] Relacionada con la extensión de su pro-ceso madurativo, se halla la hipótesis de que hombre consti-tuiría una versión «fetalizada» del desarrollo más general delos primates (Lennerberg 1967, p. 99).

La neotenia explica la inestabilidad de nuestra especie, y tam-bién la necesidad de un aprendizaje ininterrumpido. A unainfancia crónica le corresponde una inadaptación crónica, quedeberá ser mitigada en todo momento mediante dispositivossociales y culturales. La infancia prolongada se identifica conel componente transindividual de la mente humana, sistemáti-camente desconocido por la ciencia cognitivista. Recordemos:transindividual es lo que pertenece únicamente a la relaciónentre individuos. En el individuo, el «entre» existe solamentecomo vacío o laguna. Pues bien, este espacio insaturado y

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potencial, que garantiza desde el principio la publicidad de lamente, no es algo distinto de la «persistencia de rasgos juve-niles también en los sujetos adultos».

Las mejores confirmaciones de la neotenia pueden serhalladas en los autores más dispuestos a ponerla en duda.Un solo ejemplo: Konrad Lorenz. Al criticar la tesis deGehlen, según la cual un conjunto de carencias orgánicasinduce al ser humano a adquirir técnicas adaptativas siem-pre nuevas, constata que muchas otras especies animales,abundando en instintos especializados, deben sin embargopasar por una prolongada fase de aprendizaje. La infancia,con su plétora de posibilidades y sus procesos de adiestra-miento, no sería entonces un estigma exclusivo del Homosapiens. Excepto que, en el momento de efectuar la suma, elmismo Lorenz avala el único punto que de verdad importa ala tesis opuesta: la irreversibilidad o persistencia de la infan-cia específicamente humana.

Una cosa en particular distingue el comportamiento explo-rador de cualquier animal respecto al del hombre: se mani-fiesta sólo en el curso de una breve fase del desarrollo delanimal. Todo lo que el cuervo adquiere en su primera fase devida mediante la experimentación activa, de modo similar ala humana, se fija rápidamente en adiestramientos siemprepoco modificables y adaptables de tal modo que llega a nodistinguirse casi de los comportamientos instintivos. [...]. Enel hombre el comportamiento explorador perdura hastacerca de la vejez: el hombre es, y permanece, un ser en deve-nir (Lorenz 1974, pp. 253-55).

A la neotenia, como a la no especialización y a todos losdemás rasgos peculiares de nuestra especie, se llega partien-do de una adecuada comprensión del concepto de dynamis,potencia. Desde cualquier punto de vista, la oposición radi-cal entre potencia (infraccionable, tosca, duradera) y actospotenciales (no menos determinados que los actos reales en loque concierne al contenido y la forma) es decisiva. Los ani-males no humanos disponen por cierto de un repertorio deactos potenciales, muchos de los cuales están sujetos aaprendizaje: el cocodrilo, que aún estando quieto en la orillapuede nadar en cualquier momento; el cuervo o el conejo

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que aprenden un cierto número de operaciones virtualespara proporcionarse el alimento. Neoténico, o crónicamenteinfantil, es solamente el viviente que posee familiaridad conuna dynamis permanente e inarticulada, intraducible en unaserie de ejecuciones discretas (reales o eventuales). Solamenteel viviente, por consiguiente, que debe resolver siempre denuevo con el me einai, la inactualidad, la ausencia ( Virno1999, pp. 67 y sig.).

Radicada biológicamente en la neotenia, la potencialidaddel animal humano posee su correlato objetivo en la ausen-cia de un ambiente circunscrito y bien delimitado en el cualintroducirse con pericia innata, de una vez y para siempre. Siun ambiente es «el conjunto de las condiciones [...] que per-miten a un determinado organismo sobrevivir gracias a suorganización particular» (Gehlen 1983, p. 112) queda claroque un organismo no especializado es también un organis-mo desambientado. En él las percepciones no se conviertenarmónicamente en comportamientos unívocos, sino que danlugar a una superabundancia de estímulos indiferenciados,no finalizados en una precisa tarea operativa. En una anota-ción marginal, Kafka ha escrito que los animales no humanos,encastrados como están en un habitat delimitado, parecenimperturbables y beatos porque «nunca han sido expulsadosdel paraíso terrestre». No disponiendo de un nicho ecológi-co que prolongue su cuerpo como una prótesis, el animalhumano se halla en un estado de inseguridad también allídonde no hay señales de peligros circundantes. Se puedecoincidir con esta afirmación de Chomsky: «El modo en quenos desarrollamos no refleja la propiedad del ambiente físi-co, sino la de nuestra naturaleza esencial» (Chomsky 1988).Pero a condición de agregar que «nuestra naturaleza esen-cial» está caracterizada en primer lugar por la insubsistenciade un ambiente determinado y, por consiguiente, por unaduradera desorientación.

La inestabilidad del animal humano no disminuye nunca.Por esto, la potencia permanece inalterada, sin agotarse en losactos correspondientes. Por esto, la genérica facultad del len-guaje, o sea el afásico poder-decir, no se resuelve en la lengua,sino que se hace valer como tal en cada enunciación particu-lar. Contrariamente a lo que sugiere un modo de expresarsefamiliar pero inadecuado, el acto no realiza la potencia, sino

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que se le opone (cfr. Virno 1999). Cuando se cumple unaacción particular o se pronuncia un discurso puntual, sedetiene por un momento la dynamis inarticulada, substra-yéndose a la incertidumbre que ella implica. Una relaciónpolémica, como se puede ver. Si la potencia es indetermina-ción y desambientación, el acto no la secunda, sino que se leopone y la aplasta.

5. Irrupción de la metahistoria en la praxis social: estado deexcepción o rutina

Hemos dicho al comienzo que el empeño principal de la his-toria natural consiste en coleccionar los eventos sociales ypolíticos en los que el animal humano es puesto en relacióndirecta con la metahistoria, o sea con la inmodificable cons-titución biológica de su especie. Son histórico-naturales losfenómenos más contingentes que muestran, en diversas for-mas pero con similar inmediatez, la invariable naturalezahumana. Las observaciones sobre la facultad del lenguajeexpuestas hace poco permiten designar con mayor precisiónla constante metahistórica a la que a veces se aplica, con unmovimiento circular o reflejo, la propia praxis histórica. Elinvariante biológico que diferencia al animal humano delCro-Magnon en adelante es la dynamis o potencia: la no espe-cialización, la neotenia, la falta de un ambiente unívoco. Losproblemas con los que debe entrecruzarse la historia naturalson ahora los siguientes: ¿en que fragmentos sociopolíticosaflora la no especialización biológica del Homo Sapiens?¿Cuándo y cómo el genérico poder-decir, distinto de la len-gua histórica, asume un papel relevante dentro de un modode producción peculiar? ¿Qué semblanzas económicas o éti-cas toma de cuando en cuando la neotenia?

En las sociedades tradicionales, incluyendo en ciertamedida la sociedad industrial clásica, la potencialidad inar-ticulada goza de la típica apariencia de un estado de cosasempírico que aparece sólo en el curso de una crisis en situa-ción de emergencia. En condiciones ordinarias, el trasfondobiológico específico de la especie es en cambio ocultado, ohasta contradicho, por la organización del trabajo y por

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pesadas costumbres comunicativas. En definitiva, predominauna robusta discontinuidad, mejor dicho una antinomia,entre «naturaleza» y «cultura». Quien objete que esta dis-continuidad es sólo una mediocre invención cultural,imputable al iracundo antropocentrismo de los filósofosespiritualistas, facilitará enormemente su vida, desaten-diendo la tarea sin duda más interesante: determinar losmotivos biológicos de la persistente bifurcación entre biolo-gía y sociedad. Un programa de naturalización de la mentey del lenguaje que renunciase a una explicación naturalistade la oposición entre «cultura» y «naturaleza», prefiriendoreducir toda la cuestión a... un choque de ideas, daría prue-bas de la más descarada incoherencia.

Atengámonos a formulaciones trilladas y hasta estereoti-padas. Es potencial el organismo corpóreo que, careciendode su propio ambiente, debe enfrentarse con un contextovital siempre parcialmente indeterminado, es decir con unmundo en el cual la superabundancia de solicitudes percepti-vas apenas llega a traducirse en un eficaz código operativo.El mundo no es un ambiente particularmente vasto y varia-do, ni la clase de todos los ambientes posibles: hay unmundo, por el contrario, solamente allí donde hace falta unambiente. La praxis social y política ofrece un remedio provi-sorio (en modos variables y distintos) a esta falta, construyen-do pseudoambientes en cuyo interior los estímulos omnilatera-les e indiscriminados son seleccionados buscando accionesventajosas. Esta praxis se opone, entonces, a su presupuestoinvariable y metahistórico. O mejor: lo afirma justamente enla medida en que lo corrige. Si quisiéramos utilizar un con-cepto extraído de la semiótica de Charles S. Peirce, podría-mos decir que la cultura es un «Signo por Contraste» de lainexperiencia instintiva específica de la especie: un signo quedenota su objeto sólo en virtud de una reacción polémica ala cualidad de este último (cfr. Peirce 1931-58). La exposiciónal mundo se evidencia, ante todo y por lo general, comonecesaria inmunización frente al mundo, como adopción deconductas repetitivas y previsibles. La no especialización seexplica como puntillosa división del trabajo, hipertrofia depapeles permanentes y de funciones unilaterales. La neote-nia se manifiesta como defensa ético-política de la indeci-sión neoténica. En tanto dispositivo a su vez biológico (esdecir, funcional a la conservación de la especie), la cultura

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se obstina en estabilizar al «animal indefinido», en mitigar uocultar su desambientación, en reducir la dynamis que locaracteriza a un conjunto circunscrito de actos potenciales.La naturaleza humana es tal que implica a menudo un con-traste entre sus expresiones y sus premisas.

Sobre este trasfondo, evocado aquí con la brevedad de unestribillo, se recorta el punto crucial, carente de matices ysutilezas. Ya nos ha hecho señas: en las sociedades tradicio-nales, lo invariable biológico (lenguaje distinto de la lengua,potencialidad cruda, no especialización, neotenia, etcétera)adquiere una empalagosa visibilidad histórica cuando, ysólo cuando, una cierta disposición pseudoambiental essometida a violentas tracciones transformadoras. He aquí elmotivo por el cual la historia natural coincide habitualmen-te con la historia de un estado de excepción. Ésta describe conexactitud la situación en la que una forma de vida pierdetoda obviedad, tornándose problemática y desmenuzable.Es la situación en la cual las defensas culturales fracasan y seve la obligación de subir por un momento a la «escena pri-maria» del proceso antropogenético. Es precisamente entales coyunturas que la desambientación crónica del animalhumano asume un relieve político contingente.

El desastre de una forma de vida, con la consiguienteirrupción de la metahistoria en el círculo de los hechos histó-ricos, es lo que Ernesto De Martino, uno de los pocos filósofosoriginales del siglo XX italiano, ha llamado «apocalipsis cul-tural». Esta última es la ocasión históricamente determinada(ruina económica, innovación tecnológica repentina, etcétera)en la cual se torna visible a simple vista, y es colocada dramá-ticamente en cuestión, la diferencia misma entre facultad delenguaje y lengua, potencialidad inarticulada y gramáticabien estructurada, mundo y ambiente. Entre los múltiples sín-tomas con los que se anuncia un «apocalipsis» según DeMartino, hay uno de importancia estratégica para la historianatural. La destrucción de una constelación cultural provo-ca, entre otros, «un exceso de semanticidad no resoluble ensignificados determinados» (De Martino 1977). Asistimos auna progresiva indeterminación de la palabra: resulta difícil«torcer el significante como posibilidad en el significadocomo realidad» (ibidem, p. 632); el discurso, desvinculadode referencias unívocas, se carga de una «oscura alusivi-dad», entreteniéndose en el ámbito caótico del poder-decir

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(un poder-decir que supera a cualquier palabra dicha).Ahora, este «exceso de semanticidad no resoluble en signifi-cados determinados» equivale en todo a la facultad del lengua-je. En la crisis apocalíptica de una forma de vida, la facultadbiológicamente innata exhibe abiertamente la brecha quesiempre la separa de una u otra lengua definida. A la promi-nencia obtenida por el ondulante poder-decir corresponde laenorme fluidez de los estados de cosas y la incertidumbrecreciente de los comportamientos. Escribe De Martino: «Lascosas no se mantienen en sus límites domésticos, pierden sucotidiana operatividad, aparecen despojadas de toda memo-ria posible de conductas» (ibidem, p. 91). El mundo, que yano es filtrado selectivamente por un conjunto de costumbresculturales, se muestra como un contexto amorfo y enigmáti-co. He aquí el lugar en el que la conflagración de un ordena-miento ético-social revela dos aspectos, correlacionados, dela invariante «naturaleza humana»: facultad del lenguajedistinta de la lengua, mundo opuesto a cualquier (pseudo)ambiente. Pero esta doble revelación es transitoria y paren-tética. El apocalipsis, o estado de excepción, tiene su salidafinal en la institución de nuevos nichos culturales, a fin deocultar y amortiguar una vez más el «desde siempre» bioló-gico, es decir, la dynamis inarticulada y caótica.

Lo que se ha dicho aquí vale únicamente para las socie-dades tradicionales. El capitalismo contemporáneo ha modi-ficado hasta la raíz la relación entre prerrogativas filogenéti-cas inalterables y praxis histórica. Las formas de vida quehoy prevalecen no ocultan, sino que ostentan sin demoraslos rasgos diferenciales de nuestra especie. La actual organi-zación del trabajo no atenúa la desorientación y la inestabili-dad del animal humano, sino que, al contrario, la extrema yla valoriza sistemáticamente. La potencialidad amorfa, esdecir la persistencia crónica de caracteres infantiles, norelampaguea amenazadoramente en el curso de una crisis,sino que infiltra todos los pliegues de la más trillada rutina.La sociedad de las comunicaciones generalizadas, lejos detemerle, obtiene beneficios del «exceso de semanticidad noresoluble en significados determinados», confiriéndoleentonces un máximo relieve a la indeterminada facultad dellenguaje. Según Hegel, la primera tarea de la filosofía es afe-rrar el propio tiempo con el pensamiento. El precepto pro-verbial, similar a la tiza que cruje contra el pizarrón para

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quien se deleita en estudiar la mente ahistórica del individuoaislado, se actualiza así: tarea prominente de la filosofía esponerse al frente de la inédita superposición entre eterno ycontingente, invariante biológico y variable sociopolítico,que denota de modo exclusivo a la época actual.

Digamos además: es precisamente esta superposición laque explica el renovado prestigio que rodea, en cualquierdécada, a la noción de «naturaleza humana». Este no depen-de de admirables estremecimientos telúricos dentro de lacomunidad científica (la impiadosa crítica que Chomskydirige al Verbal Behavior de Skinner o algún otro), sino de unconjunto de condiciones sociales, económicas, políticas.Creer lo contrario es una mayúscula demostración de idea-lismo culturalista (muy académico, además) por parte dequienes nunca dejan de chillar por un programa de naturali-zación de la mente y el lenguaje. La naturaleza humanaretorna al centro de la atención ya no por ocuparse de biolo-gía más que de historia, sino porque las prerrogativas bioló-gicas del animal humano han adquirido un inesperado relievehistórico en el actual proceso productivo. Por lo tanto, por-que hay una peculiar manifestación empírica de ciertas cons-tantes filogenéticas, metahistóricas, que marcan la existenciadel Homo sapiens. Si es por cierto oportuna una explicaciónnaturalista de la autonomía atinente a la «cultura» en lassociedades tradicionales, no lo es menos una explicación his-tórica de la centralidad obtenida por la «naturaleza» (huma-na) dentro del capitalismo postfordista.

En nuestra época, la historia natural no tiene por objetoun estado de excepción, sino la administración ordinaria.Antes que detenerse en la exfoliación de una constelacióncultural, ahora debe ocuparse de su plena vigencia. No selimita a hurgar en los «apocalipsis culturales», sino queestrecha la presa sobre la totalidad de los sucesos contempo-ráneos. Como la metahistoria biológica no irrumpe ya juntoal límite de las formas de vida, allí donde ellas se resquebra-jan y giran en el vacío, sino que domina de forma estable enel centro geométrico, asegurando su funcionamiento regu-lar, todos los fenómenos sociales que pueden ser considera-dos con justecia fenómenos histórico-naturales.

La carencia de instintos especializados y la falta de unambiente circunscrito, siempre igual desde el Cro-Magnon,aparecen explícitamente, hoy, como distinguidos recursos

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económicos. No es difícil constatar la correspondencia tea-tral entre ciertos caracteres sobresalientes de la «naturalezahumana» y las categorías sociológicas que más le encajan ala actual situación. La no especialización biológica del HomoSapiens no permanece sobre el fondo, sino que gana el mayorprotagonismo histórico como flexibilidad universal de lasprestaciones laborales. El único talento profesional que real-mente cuenta en la producción postfordista es la costumbrede no contraer costumbres duraderas, o sea la capacidad dereaccionar templadamente ante lo inesperado. Una compe-tencia unívoca, modulada en detalle, constituye ahora unauténtico handicap para quien se ve obligado a vender sufuerza de trabajo. Y más aún: la neotenia, es decir la infanciacrónica y la conexa necesidad de un adiestramiento conti-nuo, traspasa linealmente, sin mediaciones de ninguna clase,las reglas sociales de la formación continua. Las carencias del«parto constitutivamente prematuro» se convierten en virtu-des productivas. No importa lo que se aprende poco a poco(papeles, técnicas, etcétera) sino la exhibición de la purapotencia de aprender, siempre excedente respecto a susactuaciones particulares. Es totalmente evidente, además,que la precariedad permanente de los empleos, y además lainestabilidad experimentada por los inmigrantes contempo-ráneos, reflejan de una forma históricamente determinado laausencia congénita de un habitat uniforme y previsible(Mezzadra 2001). Precariedad y nomadismo ponen al des-nudo sobre el plano social la presión incesante y omnilateralde un mundo que no es jamás ambiente. E inducen una para-dójica familiaridad con el flujo de estímulos perceptivos queno se dejan traducir en acciones unívocas. Esta superabun-dancia de estímulos indiferenciados no es verdadera en últi-ma instancia, sino en primera; no es un inconveniente acorregir, sino el terreno positivo de cultivo del actual proce-so laboral. En fin, la consideración tal vez más relevante ycomprensiva: la potencia inarticulada, no reducible a unaserie de actos potenciales prefijados, toma un aspecto extrín-seco, mejor dicho pragmático, en la mercancía fuerza de tra-bajo. Con este término se designa al conjunto de facultadespsicofísicas genéricamente humanas, consideradas comomera dynamis aún no aplicada. La fuerza de trabajo hoy coin-cide en gran medida con la facultad del lenguaje (cfr. Virno1986 y Marazzi 2002). Y la facultad del lenguaje, en tanto

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fuerza de trabajo, muestra claramente su diferencia respecto dela lengua estructurada gramaticalmente. Facultad del lenguajey fuerza de trabajo se colocan sobre la línea fronteriza entre bio-logía e historia: y agreguemos que esta línea fronteriza ha asu-mido, en nuestra época, una precisa semblanza histórica.

Afirmar que las formas de vida contemporáneas poseenpor emblema la facultad del lenguaje, la no especialización,la neotenia, la desambientación, no significa sostener queestén desreguladas. Todo lo contrario. La familiaridad con lapotencialidad omnilateral exige, como inevitable contrapun-to, la existencia de normas mucho más minuciosas que lasvigentes en un pseudoambiente cultural. Normas tan minu-ciosas como para ser válidas tendencialmente para un únicocaso, una ocasión contingente e irreproducible. La flexibili-dad de las prestaciones laborales implica la ilimitada varia-bilidad de las reglas, pero también, en el breve intervalo en queentran en vigencia, su paroxística rigidez. Se trata de reglas adhoc, de formas de prescribir en detalle el modo de consumaruna acción, y sólo esa. Es precisamente allí, donde logra sumáximo relieve sociopolítico la innata facultad del lenguaje,que se manifiesta burlonamente como un conjunto de señaleselementales, idóneas para enfrentar una eventualidad parti-cular. El «exceso de semanticidad no resoluble en significa-dos determinados» se vuelca, con frecuencia, en el recursocompulsivo a una fórmula estereotipada. Asume así las for-mas, sólo en apariencia paradójicas, de un defecto de seman-ticidad. Esta oscilación depende, en sus dos polaridades, dela ausencia de pseudoambientes estables y bien articulados. Elmundo, ya no oculto por un nicho cultural protector, seexpresa en toda su indeterminación o potencialidad (excesode semanticidad); pero esta indeterminación evidente, quese contiene y disminuye cada vez de forma distinta, provocacomo reacción comportamientos disparadores, tics obsesi-vos, el drástico empobrecimiento del ars combinatoria, lainflación de normas lábiles pero férreas (defecto de semanti-cidad). La formación continua y la precariedad de los emple-os, si por una parte garantizan la plena exposición al mundo,por otra fomentan la reducción recurrente de éste último auna casa de muñecas espectral o repulsiva. Esto explica lasorprendente alianza entre facultad del lenguaje y señalesmonocordes.

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Recapitulemos. En las sociedades tradicionales, el invariantebiológico salta a primer plano cuando una forma de vidaimplosiona o se disgrega; en el capitalismo contemporáneo,cuando todo funciona regularmente. La historia natural sólointenta registrar con la precisión de un sismógrafo las crisisy los estados de excepción, pero hoy se aplica, además, a laadministración ordinaria del proceso productivo. En nuestraépoca, los requisitos biológicos del Homo Sapiens (facultaddel lenguaje, no especialización, neotenia, etcétera) encajanpunto por punto con las más significativas categorías socio-lógicas (fuerza de trabajo, flexibilidad, formación continua,etcétera). El propósito de Adorno, citado al principio comoun criterio metodológico, ha encontrado, hoy, una realiza-ción factual: «El ser histórico en su máxima determinaciónhistórica, es decir allí donde resulta máximamente “históri-co”», es en realidad, desde cualquier perspectiva, un «sernatural»; y viceversa, la naturaleza humana, «allí donde seobstina en persistir en el modo aparentemente más profun-do como naturaleza», es en realidad, desde cualquier pers-pectiva, un «ser histórico». A la situación actual se corres-ponden sin esfuerzo dos breves frases de Marx, extraídas delos Manuscritos económico-filosóficos de 1844. La primera dice:«Es evidente cómo la historia de la industria, la existenciaobjetiva de la industria, es el libro abierto de las fuerzas esen-ciales humanas, la psicología humana sensiblemente presen-te. [...] Una psicología que haya cerrado este libro no puedevolverse una ciencia real» (Marx 1932, p. 232). Paráfrasis: laactual industria —basada en la neotenia, la facultad del len-guaje, la potencialidad— es la imagen extrovertida, empírica,pragmática, de la psique humana, de sus caracteres invaria-bles y metahistóricos (comprendidas, por supuesto, aquellascaracterísticas transindividuales acerca de las cuales la cien-cia cognitiva permanece serenamente en la ignorancia). Laactual industria constituye, entonces, el único manual fide-digno de filosofía de la mente. Y aquí la segunda frase deMarx: «Toda la historia es la historia de la preparación paraque el “hombre” se vuelva objeto de la conciencia sensible»(ibidem, p. 233). Una vez eliminado el énfasis escatológico(la historia no prepara nada, seamos claros), parafraseamosasí: en la época de la flexibilidad y de la formación continua,la naturaleza humana constituye ya una evidencia casi per-ceptiva, y también el contenido inmediato de la praxis social.

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6. Materialismo y revelación. Por una semiótica de losfenómenos histórico-naturales.

Estando en el final nos parece oportuno volver sobre nues-tros pasos, definiendo desde el principio, pero con mediosmenos rudimentarios, el concepto de historia natural. El sen-dero recorrido debe darnos datos acerca del punto de parti-da. Todo el edificio está llamado a sostener ahora el muromaestro del que depende. En las páginas precedentes se hanindicado tanto las tendencias como la idiosincrasia de la his-toriografía naturalista, los caminos que ella descubre y losque bloquea, su índole constructiva y su vena polémica. Dedicha historiografía se ha trazado, además, el campo de apli-cación, registrando y analizando los fenómenos que constitu-yen su materia prima. Falta también una visión de conjunto. Yuna evaluación imparcial de la incidencia que la instanciahistórico-naturalista puede tener sobre algunas cuestionescanónicas de la filosofía. El reconocimiento que ahora conti-nuará, leído como continuación y desarrollo de las afirma-ciones definitorias contenidas en el primer parágrafo de estecapítulo, se despliega en cuatro direcciones limítrofes a lasque corresponden otras tantas palabras-clave: a) semiótica;b) revelación; c) fenómeno; d) política.

a) La historia natural es una semiótica. Lo es porque toma lovariable como signo de lo invariante; porque denota lo bioló-gico mediante su nombre social; porque toma en lo contin-gente una puntillosa contrafigura de lo eterno. Conviene sinembargo ilustrar las propiedades características de los signoshistórico-naturales, es decir el modo específico en que estosestán en lugar de su referente. Recurro por brevedad a las cate-gorías elaboradas por Peirce. La historia natural se ocupa delos fenómenos transitorios a los que se dedica como icono deciertas prerrogativas metahistóricas del animal humano.Iconos, decimos: no índices, ni mucho menos símbolos.

Hagamos el identikit de estas nociones semióticas, porotra parte muy notables, teniendo presente ahora la puestaen escena: lo que distingue al icono del índice y del símboloes también, al mismo tiempo, la discriminación que separa lahistoria natural de otras orientaciones filosóficas. EscribePeirce: «Un Icono es un signo que se refiere al Objeto que

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denota simplemente en virtud de sus propios caracteres [...].Cualquier cosa, ya sea cualidad, o individuo existente, oleyes, es un Icono de algo, en la medida en que es similar aaquella cosa» (Peirce 1931-58, p. 140). Son tres los atributosmás vistosos del icono: persuasiva analogía con el objetodenotado, independencia causal de este último, irreductibi-lidad parcial a las operaciones psíquicas de aquel que lo uti-liza. Vayamos al índice. Es un indicio, a veces hasta un efec-to, del ente del que da cuenta: «No es la pura semejanza a suobjeto lo que lo vuelve signo, sino la efectiva modificaciónsúbita por parte del Objeto» (ibidem). Índice de la lluvia esel barómetro que registra la baja presión; índice de un visi-tante es el golpe en la puerta. El símbolo, por lo tanto, es un«signo convencional [...] instituido sobre la base de un hábi-to adquirido o innato» (ibidem, p. 169). Peirce afirma quenuestras palabras son todas, o casi todas, símbolos. El voca-blo «pájaro» no se asemeja en nada al objeto que designa(por lo tanto no es un icono), ni tampoco es un indicio de supresencia: si realmente denota un ave es sólo gracias a unprocedimiento mental autónomo del «interpretante». A dife-rencia del índice, «físicamente conectado» a su referente (raravez a la propia causa eficiente), el icono no tiene «ningunaconexión dinámica con el objeto que representa» (ibidem, p.170). A diferencia del símbolo, el icono no es el resultadoexclusivo de un acto psíquico, puesto que «simplementedenota en virtud de sus propios caracteres».

Algunos hechos empíricos, históricamente determina-dos, son iconos de la invariable naturaleza humana. Así esposible constatar una semejanza objetiva entre esos hechos yuno u otro aspecto de esta naturaleza. Ejemplo: la actualflexibilidad de las prestaciones laborales denota la no espe-cialización biológica del animal humano dado que remiteanalógicamente a sus rasgos esenciales (carencia instintiva,indecisión, adaptabilidad, etcétera). A la par que cualquiericono genuino, la flexibilidad es independiente, desde unaperspectiva causal, del referente metahistórico al que se ase-meja: no es provocada por la no especialización biológica,sino que constituye el logro contingente y controvertido delas relaciones de producción contemporáneas. Además,junto a cualquier genuino icono, la flexibilidad no es unsigno convencional, no siendo entonces reductible por com-pleto a los procesos psíquicos del historiador. La mente del

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«interprete» aprehende la afinidad material entre el icono yel objeto, pero no la instituye. Conviene agregar, para com-pletar, que a los fenómenos histórico-naturales —descifra-bles sólo mediante conceptos sociopolíticos pero parecidos auna estructura metahistórica— se agregan las especies en lasque, según Peirce (ibidem, pp. 156-59), se subdivide elicono: imagen y diagrama. La imagen es el signo icónico quereproduce fielmente la cosa denotada por medio de sus«cualidades simples» (el aspecto físico, los rasgos fisonómi-cos, etcétera). El diagrama, al contrario, es el signo icónicoque tiene en común con el propio referente solamente unarelación entre las partes (pensemos en una mapa o en unaecuación algebraica). La fuerza de trabajo genérica, no equi-parable a un conjunto prefijado de funciones eventuales, esla imagen histórica de la potencialidad inarticulada que dis-tingue desde siempre al animal humano. Los «apocalipsisculturales» son diagramas históricos de la antropogénesis: exhi-ben a escala reducida la misma relación entre desorientacióncrónica («exceso de semanticidad») y creación de filtros cultu-rales (comportamientos uniformes y previsibles) que se hallaen la base de la hominización.

Vale la pena detenerse brevemente sobre los inconve-nientes calamitosos en los que incurre quien intercambia lahistoria social y política por el índice del invariante biológicoo, respectivamente, por su símbolo. Sólo así, mediante uncontraste, puede advertirse plenamente la importancia filo-sófica del icono. Consideremos el primer caso: la historiacomo índice de la metahistoria, la política como síntoma dela biología, el «precisamente ahora» como indicio del «desdesiempre». Del mismo modo que el golpe en la puerta o elbarómetro que indica baja presión, los hechos históricos sonconsiderados como un efecto inmediato del objeto que deno-tan (los requisitos filogenéticos del Homo Sapiens). La conse-cuencia es intuitiva: como el efecto remite imperativamentea su causa, así la historia-índice debe ser reconducida sin res-tos a la metahistoria, o sea a todo aquello que perdura«desde el Cro-Magnon en adelante». En tanto índice de lanaturaleza humana, la praxis social y política no conservaninguna autonomía, mereciendo un veredicto de irrelevan-cia epistemológica. ¿No es esta la posición de la ciencia cog-nitiva y, al menos en parte, del Chomsky de Eindhoven?Consideremos el segundo caso: la historia como símbolo de

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la metahistoria. El nexo entre sucesos contingentes y presu-puestos biológicos se transforma ahora en un nexo solamen-te convencional, fruto de la «idea de la mente que usa el sím-bolo» (ibidem, p. 170). Y puesto que la mente del historiadorestá, ella misma, históricamente condicionada, lo invarianteespecie-específico al cual se refiere el símbolo equivale, enúltima instancia, a una construcción cultural, sujeta por defi-nición a innumerables metamorfosis. También aquí la conse-cuencia es intuitiva: la metahistoria se disuelve en la historiaempírica. En cuanto es simbolizada por la praxis social y políti-ca, la naturaleza humana se presenta como un mito petulantey superfluo. ¿No es ésta la posición de la hermenéutica y, almenos en parte, del Foucault de Eindhoven? A la historia-índice y a la historia-símbolo, ásperamente en conflicto entreellas, se opone con similar intransigencia la historia-icono.

b) La historia natural es la versión materialista, rigurosa-mente atea, de la Revelación teológica. Así como la encarna-ción del Dios eterno en un cuerpo caduco es el hecho empíri-co sobre el que se vuelca la fe cristiana, la vívida exhibicióndel invariante biológico en la praxis social y política es elhecho empírico al cual se aplica la historia natural. En amboscasos la metahistoria adopta semblanzas contingentes, perosin dejar de ser lo que es. Ya se trate del creador del mundoo de las prerrogativas filogenéticas del animal humano, algoinalterable hace su aparición en un lábil hic et nunc, entra enescena como fenómeno entre los fenómenos, asume unaspecto que también hubiera podido ser muy diferente.Otras arrugas u otras manos podría haber tenido el Hijo,otras formas pudo recibir la manifestación histórica de laneotenia. La revelación de la naturaleza humana, tal como laparousia cristiana, tiene sus fibras hilvanadas por circunstan-cias particulares y por conflictos políticos específicos: no secumple a pesar de esta particularidad sino gracias a ella.Único e irrepetible, o sea exquisitamente histórico, es el esta-do de cosas en el cual, cada tanto, lo implícito deviene explí-cito. Queda claro que, para la historia natural, lo que se reve-la no es Dios, sino el inmutable fondo biológico de nuestraespecie: la innata facultad del lenguaje y la ausencia congé-nita de un ambiente unívoco. Además, la revelación no traeconsigo salvación alguna: su tarea concreta, por ejemplo laflexibilidad de la producción contemporánea, tiene muypoco de mesiánico.

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La historiografía naturalista, habiendo metabolizado y res-crito la lógica de la revelación, le quita su fundamento a lafilosofía trascendental. Aquella historiografía y esta filosofíase excluyen mutuamente, precisamente porque no son coex-tensivas, o sea porque se hacen cargo del mismo problema,pero dándole soluciones antitéticas. La relación entre eternoy contingente, invariante y variable, condiciones de posibili-dad de la experiencia y fenómenos empíricos, puede ser con-cebida seriamente en clave trascendental o en clave histórico-naturalista. La legitimidad de un enfoque implica la ruinadel otro. El contraste no concierne por cierto a la existenciade categorías trascendentales. La historiografía naturalistareconoce sin dudas que la facultad del lenguaje es la condi-ción a priori de todo género de discursos; y también, algomenos obvio, que las condiciones inmutables poseen carac-terísticas propias, muy distintas de las atribuibles a lo cam-biante condicionado. El contraste concierne a las eventualesmanifestaciones empíricas de lo trascendental, es decir a laeventual revelación de lo eterno en lo contingente. La histo-riografía naturalista, que se hace fuerte en esta manifesta-ción reveladora, afirma que las mismas condiciones deposibilidad de la experiencia constituyen, a veces, un objetode experiencia directa.

El punto maestro de la filosofía trascendental es sostenerque los presupuestos invariables de la praxis humana, de loscuales dependen los hechos y los estados de cosas, no se pre-sentan jamás, a su vez, como hechos o estados de cosas. Lospresupuestos permanecen confinados en sus escondidos«pre», sin ser nunca, en su turno, «puestos». Aquello quefunda o posibilita todas las apariencias no aparece en símismo. El campo visual no puede ser visto, la historicidadno cae en el círculo de los eventos históricos, la facultad dellenguaje no es enunciable («lo que en el lenguaje expresa ellenguaje no podemos expresarlo mediante el lenguaje»[Wittgenstein 1922, 4.121]). La historiografía naturalista, con-formándose a la lógica de la revelación, refuta estas convic-ciones. Pero sin descuidar o vilipendiar la preocupación porel origen. Ella se cuida bien de reducir desenvueltamente loinvariante a variable, de equiparar el campo visual a la sumade los entes visibles, de intercambiar la historicidad por unacolección de hechos históricos. La historiografía naturalistademuestra, ante todo, que lo trascendental, conservando sus

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típicas prerrogativas, dispone sin embargo de un peculiarcorrelato fenoménico propio. Son fenómenos empíricos quereproducen punto por punto la estructura ósea de lo tras-cendental; que delinean, como decíamos antes, la imagen oel diagrama. Más allá de ser el presupuesto, lo invariante semanifiesta, en cuanto tal, en uno u otro estado de cosasvariables. No sólo da lugar a los eventos más diversos, sinoque, por ello, tiene lugar en el curso del tiempo, asumiendouna fisonomía circunstancial. El presupuesto invarianteadquiere una facticidad y deviene, así, un post-puesto. Haycoyunturas históricas (apocalipsis culturales, etcétera) quemuestran como en una filigrana las condiciones de posibili-dad de la historia. Hay aspectos de nuestros repetidos enun-ciados que ponen de relieve la indeterminada facultad dellenguaje; modos de decir que expresan adecuadamente «esoque se expresa en el lenguaje» (cfr., supra, cap. 2). En ciertosentido, existen objetos visibles que ostentan en sí el campovisual que los comprende. El fundamento trascendental, quevuelve posibles todas las apariencias, aparece a su vez: esmás, se hace notar, atrae las miradas, instala el tema de supropia aparición, mereciendo por lo tanto esa acentuaciónde «aparente» que es apareciente.

Recordemos otra vez la disputa entre Foucault yChomsky sobre la naturaleza humana. Y las dos opcionesantagónicas que entonces se enfrentaron: disolución de lametahistoria en la historia empírica (Foucault), reabsorciónde la historia en la metahistoria invariable (Chomsky). Lahistoriografía naturalista, absolutamente insatisfecha conambas orientaciones, contrapone a ellas la posibilidad de his-toricizar la metahistoria. Atención: afirmar que la metahistoriatoma semblanzas históricas, dándose expresiones factuales ycontingentes, no es diferente a afirmar que lo trascendentalsea apareciente, es decir, que disponga de un equivalenteempírico propio. Y como la aparición de lo trascendental noimplica de ningún modo su abrogación en cuanto trascen-dental, así la historización de la metahistoria está muy lejosde postular el aniquilamiento de esta última, y ni siquiera surelativa languidez. Repitamos lo que ya debe ser obvio: his-torizar la metahistoria no significa otra cosa más que recons-truir los diversos modos en los que ella, en toda su efectivainvariabilidad, aflora sin embargo en el decurso histórico,constituyendo un campo operativo de la praxis social. Y esto,

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convengamos, es mucho más complicado e interesante quecualquier repudio exorcizante de la noción de «naturalezahumana». Por otra parte, precisamente porque se manifiestaen el plano empírico-factual, volviéndose objeto de conflic-tos políticos, la metahistoria no puede reabsorber en símisma la variabilidad de la historia contingente. Y muchomenos puede dictar el ideal de una sociedad justa.

En su momento hemos visto que las dos opciones teóri-cas enfrentadas en Eindhoven estaban objetivamente corre-lacionadas con un horizonte mítico-religioso. El intento dedisolver la metahistoria (naturaleza humana, facultad innatadel lenguaje, neotenia, etcétera) en la historia social y políti-ca prevé, como su castigo en represalia, el restablecimiento ola agudización de pulsiones religiosas. El «desde siempre»invariable, removido del materialismo histórico, es puesto acargo de la teología. Por su parte, la pretensión de reabsor-ber el mercurial «precisamente ahora» en el invariable meta-histórico no hace más que recalcar servilmente la instanciamítica de un retorno a los orígenes. El arquetipo inmutable,al que sería remitida la proliferación incontrolable de loseventos históricos, cumple una evidente función apotropai-ca. La historia natural, en tanto historización de la metahis-toria, huye hacia el horizonte mítico-religioso. No se exponea la pena religiosa por represalia, puesto que da a la meta-historia biológica el relieve que le toca. No reedita incons-cientemente el modelo mítico de una reducción del devenira los arquetipos, ya que preserva la contingencia de loshechos históricos (hasta el punto de detenerse en el aspectohistórico-contingente que a veces le toca en suerte a la mismametahistoria filogenética). La historiografía naturalista es,entonces, atea: allí donde por «ateísmo» se entienda unacuestión lógica, no un capricho psicológico o una reacciónpolémica (cfr., infra, Apéndice). Lejos de quedarse como unajaculatoria del siglo XIX, el ateísmo se unifica con la afirma-da aparición de lo trascendental: coincide, entonces, con unempirismo a la enésima potencia, capaz de incluir entre susposesiones hasta la condiciones de posibilidad de la expe-riencia. Pero entonces, se objetará con irritación, ¿por quénunca se ha querido indicar un nexo entre historia natural yteología de la revelación? El motivo es simple: la mismaidea de revelación plantea la superación radical de la teolo-gía, aunque todavía dentro del ámbito teológico. No es una

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superación cualquiera, sino la única verosímil y nítida.Solamente si asumen una forma empírica y contingente, nosi se acantonan con gesto expeditivo, la metahistoria y lotrascendental eliminan toda apariencia sacra. La revelaciónfenoménica del invariante biológico desautoriza tanto laposibilidad de refigurar a este último como un arquetipoque lleva siempre otra vez al devenir, como la posibilidad deelevarlo a objeto de culto en tanto insondable «excedente»respecto de las relaciones de producción y de poder. Es decir,desautoriza las dos posibilidades realmente religiosas. Poresto, la teología de la revelación presenta algún interés por elempirismo integral (lógicamente ateo) al que se atiene la histo-ria natural. Sólo por esto, desde luego, pero no es poco.

c) Cuando se habla de fenómenos estéticos, o de fenómenosquímicos, se recurre implícitamente a un criterio selectivo eso-bre la base del cual los fenómenos en cuestión son, al mismotiempo, calificados y circunscritos. Lo mismo vale para losfenómenos histórico-naturales. No encajan con la totalidad delos fenómenos históricos o con la totalidad de los fenómenosnaturales, pero configuran una región bien delimitada en laque rige la plena superposición entre unos y otros. La región,como sabemos, en que la historia, en lo que tiene de más his-tórico (lenguaje verbal, trabajo, política), refleja sin mediaciónalguna los aspectos más tercamente naturales, o sea no sus-ceptibles de transformaciones culturales, de la naturalezahumana. Lo que identifica a los fenómenos histórico-natura-les, separándolos de cualquier otro, es un conjunto de requisi-tos muy peculiares. Tras haberlos examinado uno por uno, sepuede dar ahora la lista completa de dichos requisitos, de talforma que devengan perceptibles el encadenamiento y laimplicación recíproca. El catálogo es éste.

Los fenómenos histórico-naturales son fenómenos icónicos.Tienen que ver con eventos contingentes que ofrecen, sinembargo, la imagen o el diagrama de una estructura especí-fica de la especie inmutable. En esta estructura, aquelloseventos no son nunca, en cambio, ni el índice (el efecto) ni elmero símbolo.

Los fenómenos histórico-naturales son fenómenos revela-dores. Le confieren al invariante biológico una innegable pro-minencia social o ética. Trasladan el fondo al primer plano,

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vuelven extrínseco lo intrínseco, explícito lo implícito. Danrelieve político a lo que parecía una recóndita premisa meta-histórica: facultad del lenguaje (biológica y sólo potencial),no especialización del animal humano, neotenia, separaciónentre «mundo» y «ambiente».

Los fenómenos histórico-naturales son fenómenos trascen-dentales. Esta expresión, que a primera vista puede pareceruna contradicción en sus términos, señala sin embargo elpunto filosóficamente decisivo: la aparición (o facticidad) delo trascendental. Los fenómenos histórico-naturales impli-can la posibilidad de hacer experiencia directa de las... con-diciones de posibilidad de la experiencia.

Los fenómenos histórico-naturales son fenómenos reflexi-vos. Hacen uno con las ocasiones en las que la praxis históri-ca asume como contenido propio, o campo operativo, suspropios presupuestos biológicos; aquellos presupuestos(potencialidad, neotenia, etcétera) que permiten la existenciade algo así como una «praxis histórica». En los fenómenoshistórico-naturales, la especie mira su propia nuca, o, si seprefiere, reedita episodios cruciales de la antropogénesis.Eso es a lo que alude Marx cuando escribe que llega unmomento en el que la naturaleza humana constituye, encuanto tal, el objeto de la percepción sensible. Para evitarequívocos conviene, sin embargo, agregar una advertencia.No es la conciencia la que vuelve reflexivos a los fenómenoshistórico-naturales: también en tal sentido el prejuicio tras-cendental debe ser abandonado. Al contrario, es la extrínse-ca reflexividad de estos fenómenos la que solicita y favorececiertas prestaciones reflexivas de la conciencia.

Los fenómenos histórico-naturales son, en definitiva,fenómenos transindividuales. Fenómenos en los que se vuelvevisible a plena vista la incompletud de la mente individual.No pudiendo ser jamás llenada por lo singular, esta incom-pletud nos devuelve siempre a la praxis colectiva, a eso quesucede «entre» los individuos (sin ser inherente a ningunode ellos en particular). La mente del individuo, en su consti-tución biológica originaria, es siempre más que individual:es precisamente transindividual. Y mejor aún: es pública.Los fenómenos histórico-naturales ilustran la innata publici-dad de la mente humana. Marx alude a la índole extrínsecadel Yo cuando escribe que la industria es «la psicología

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humana sensiblemente presente»; o cuando, en un texto dela madurez, acuña el oxímoron «individuo social» (Marx1939-41, p. 401; cfr., infra, cap. 7).

d) La historia natural, de por sí, no funda ni avala ningunapolítica. Resulta abusivo, y sobre todo veleidoso, todo inten-to de deducir linealmente de ella objetivos y tácticas. Pero esverdad que la historia natural indica con precisión cuál es elterreno del conflicto político. Indica las cuestiones sobresa-lientes a propósito de las cuales pueden perfilarse alternati-vas radicales y ásperas contiendas. Todas las teorías políticasse miden, de hecho, con los apocalipsis culturales y con larevelación empírica de la metahistoria. Pero se miden ennombre de intereses que constrastan entre sí. Todas las teo-rías políticas otorgan la mayor atención a las situaciones enlas que la praxis humana se aplica del modo más directo alconjunto de requisitos que vuelven humana la praxis. Peroesta común atención da lugar a propósitos antitéticos, cuyarealización depende de las relaciones de fuerza de las que sesirven, no de su mayor o menor conformidad a la «naturale-za humana». La política en general, y la contemporánea deforma exasperada, busca su materia prima en los fenómenoshistórico-naturales, en los sucesos contingentes en los quesalen a la luz los rasgos distintivos de nuestra especie; lamateria prima, no ya, repitámoslo de nuevo, un canon o unprincipio inspirador.

En vano Chomsky apela a la inalterable dotación biológi-ca del Homo Sapiens para corregir la injusticia insita en elcapitalismo contemporáneo. Antes que constituir el alicienteo el parámetro de la eventual emancipación, la congénita«creatividad del lenguaje» se presenta hoy como un ingre-diente de la organización despótica del trabajo; se presentacomo un fructífero recurso económico (cfr. Virno 2002). En lamedida en que consigue una inmediata consistencia empíri-ca, el invariante biológico es parte del problema, no de lasolución. Tanto la política que prolonga la opresión como laque quiere poner fin a la opresión, tienen íntima relación conla metahistoria encarnada en estados de cosas contingentes.La discriminación entre una y otra concierne, sobre todo, alas diversas formas que puede asumir la manifestación del«desde siempre» en el «precisamente ahora». Que la congé-

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nita potencialidad del animal humano aparezca sin velos enel plano económico-social es un hecho irreversible; pero quedicha potencialidad, al aparecer, esté obligada a tomar laapariencia de la fuerza de trabajo no es, por cierto, un desti-no sin escapatoria. Se trata, al contrario, de una salida tran-sitoria, contra la cual vale la pena batirse políticamente. Quela transindividualidad de la mente humana devenga unaevidencia factual es una premisa ahora ineludible; pero quedicha transindividualidad, al volverse factualmente eviden-te, deba conformarse a las exigencias de la industria posfor-dista, pues bien, esto no debe darse por descontado. Delmismo modo, no está escrito en ningún lado que el icono dela no-especialización biológica del animal humano continua-rá siendo, siempre, la servil flexibilidad de la que se jacta elactual proceso laboral. Y esto vale, obviamente, para todaslas otras propiedades características de los fenómenos histó-rico-naturales. La historiografía naturalista no atenúa, sinoque acrecienta enormemente el peso específico de la acciónpolítica. Su peso y su frágil dignidad.

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1. El Uno y los Muchos

LAS FORMAS DE VIDA CONTEMPORÁNEAS afirman la disolucióndel concepto de «pueblo» y la renovada pertinencia del con-cepto de «multitud». Estrella fija del gran debate del sigloXVII, del que desciende gran parte de nuestro léxico ético-político, estos dos conceptos se colocan en las antípodas. El«pueblo» tiene una índole centrípeta, converge en una volun-tad general, es la interfaz o el reverbero del Estado; la multi-tud es plural, aborrece la unidad política, no estipula pactosni transfiere derechos al soberano, rehúsa la obediencia, seinclina hacia formas de democracia no representativa. En lamultitud Hobbes reconoció el mayor peligro para el aparatoestatal («Los ciudadanos, cuando se rebelan contra el Estado,son la multitud contra el pueblo» [Hobbes 1642, XII, 8]),Spinoza, la raíz de la libertad. Desde el siglo XVII en adelan-te, casi sin excepciones, ha prevalecido incondicionalmenteel «pueblo». La existencia política de los muchos en tantomuchos ha sido suprimida del horizonte de la modernidad:no sólo por los teóricos del Estado absoluto, sino tambiénpor Rousseau, de tradición liberal, y por el propio movi-miento socialista. Pero hoy la multitud toma su revancha,

VII. Multitud y principio deindividuación1

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1 Este capítulo ha sido publicado como postfacio a la edición italiana dellibro de Simondon, L’individuazione psichica e collettiva, Roma, DeriveApprodi, 2001.

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