Viaje al optimismo, Eduard Punset
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A la gente frágil que no para de hacerse preguntas
Introducción
Cualquier tiempo pasado fue peor
No comprendo por qué, sobre todo instituciones, han hecho tan poco
caso a la magnífica idea del diseñador de ordenadores Daniel Hillis,
que propuso, hace ya bastante, construir un reloj que hiciera tictac una
sola vez al año, que sonara sólo cada siglo y en el que sólo cada milenio
apareciera el cuco. Habría sido una forma de hacer entender a la gente
de la calle, funcionarios y ejecutivos de corporaciones, que lo único que
está socavando nuestro espacio vital es la concepción equivocada del
tiempo. ¿Por qué es tan esencial para nuestro futuro la concepción que
tengamos de éste?
El gran geólogo británico Ted Nield invitaba a sus alumnos a mirar en
la dirección del quásar 3C 48, situado a 4,5 miles de millones de años
luz de nuestra galaxia, porque consideraba muy probable sorprender a
un habitante de aquel quásar contemplando extasiado, allá a lo lejos,
muy lejos, el nacimiento de nuestro sistema solar. Lo estaría viendo
ahora, porque esos miles de millones de años son el tiempo que ha
tardado en llegarle el reflejo de nuestra aparición en el cosmos.
Cuando no se tiene una concepción pausada y responsable del tiempo,
se vive dominado por el pesimismo o el optimismo a partes iguales. Y
considero que es importante insistir en ello. Es probable que la realidad
de cada día en cierto modo induzca a pensar así, porque da la
impresión de que ésta cambia cada segundo. Sólo cuando se contempla
el pasado y el futuro en perspectiva, se comprende que cualquier
tiempo pasado fue peor y que cualquier periodo del futuro será mejor.
La continuidad del optimismo que ha permitido a la especie sobrevivir
depende precisamente de esta revelación, tan o más importante que la
del Nuevo Testamento.
El biólogo, inventor y oficial del ejército Stewart Brand sugería
construir una especie de reloj de la mente que nos ayudara a desechar
de una vez por todas nuestra actual concepción del tiempo, tan
patológicamente cortoplacista y tan alejada del concepto de
responsabilidad. La gente tendría así una oportunidad de aprender la
única concepción del tiempo que existe, la geológica, en lugar del
furtivo, instantáneo y chisporroteante fugaz fogonazo que nos oprime.
Nuestra concepción trasnochada del tiempo nos impide no sólo
afrontar los únicos desafíos que son ciertos los resultantes de
evoluciones que hoy clasificamos como de largo plazo , sino que nos
convierten en irresponsables, en el sentido literal de no asumir la
autoría del daño causado a generaciones futuras, en virtud de nuestra
concepción anticuada del tiempo. Porque nuestra manera apresurada
de tomar decisiones se compagina muy mal con la comprensión a largo
plazo de nuestros actos y de la responsabilidad asumida. Como dice
un climatólogo reconocido, «somos la primera generación que ha
afectado al clima, y la última que puede escabullirse sin notar sus
efectos».
¿Cómo entender, si no, la urgencia de soslayar el impacto de la
acumulación de CO2 en la atmósfera para los próximos 100.000 años,
pasando esa enorme hipoteca a otras generaciones, a nuestros propios
hijos?
Los cambios experimentados en nuestro ADN durante los últimos
50.000 años, modestos en el medio plazo, pudieron ser similares a los
sufridos por nuestros primos los neandertales; pero ¿qué fue lo que
permitió que avanzásemos como especie, mientras los neandertales se
extinguieron en la noche de los tiempos?; ¿cómo se puede defender
que no miremos siquiera ese ADN, porque no nos da tiempo a percibir
sus cambios desde la óptica temporal que ahora prevalece?
A menudo no hace falta prever cómo serán las cosas dentro de 100.000
años, porque al surgir los primeros antecesores multicelulares de los
animales hace unos setecientos millones de años el gran salto
adelante de la evolución no dependió de genes y proteínas recién
inventadas, sino de saber combinar y buscar nuevas finalidades a
elementos con los que ya se contaba.
Agobiados por el impacto de la crisis energética que se avecina, no
analizamos ni dedicamos todos los recursos que merecería investigar
cómo las cianobacterias evitaron la extinción de la vida en el planeta
hace 2.300 millones de años, descubriendo para ello la fuente
energética de la fotosíntesis.
El matemático y físico Freeman Dyson ha resumido mejor que nadie
esa supeditación de los humanos a distintas fijaciones o
responsabilidades. «El destino de nuestra especie está configurado por
seis escalas del tiempo diferentes. Sobrevivir implica competir con
éxito en las seis, aunque la unidad de supervivencia es distinta en cada
escala. Si se consideran los años individualmente, la unidad es la
persona. En una escala del tiempo de décadas, la unidad es la familia.
En una escala de siglos, la unidad contable es la tribu o la nación. En la
escala de milenios de años, la unidad es la cultura. En una escala de
décadas de milenios, la unidad es la especie. En una escala de eones, la
unidad es toda la red de vida en el planeta. Todos los humanos son el
resultado de la adaptación a las seis escalas del tiempo y sus unidades.
Por ello arrastramos contradicciones profundas en nuestra naturaleza.»
Para sobrevivir hemos tenido que ser fieles a nosotros mismos, a
nuestras familias, a nuestras tribus, a nuestra cultura, a nuestra especie
y a nuestro planeta. Si nuestra psicología es complicada, se debe a que
es el subproducto de demandas complicadas y contradictorias.
Los primeros futurólogos fueron los agricultores que nos precedieron
hace 10.000 años. Abandonaron el nomadismo y tuvieron que aprender
que había que dejar transcurrir seis meses entre la siembra y la cosecha
y que valía la pena estudiar algo de astronomía para saber cuándo
convenía plantar. Los agricultores sucedieron a los nómadas y se
afincaron porque aprendieron más que ellos. Realmente, uno se da
cuenta de que el secreto consiste en considerar los últimos 10.000 años
como si hubieran pasado la pasada semana, y los siguientes 10.000
años como si fueran la semana que viene. Son secretos que confieren
una ventaja evolutiva; ojalá nos aplicáramos en revelar algunos.
En este Viaje al optimismo le recuerdo al lector otro de los secretos que
convendría no olvidar en épocas de cambio. No estamos atravesando
al contrario de lo que se nos ha repetido sin cesar una crisis
planetaria, sino una crisis de países específicos que cometieron errores
notables, como vivir durante años por encima de sus posibilidades.
Tampoco es cierto, insisto, que todo tiempo pasado fuera mejor, sino
todo lo contrario. El optimismo que debiera presidir el análisis de lo
que viene arranca del hecho comprobado de que los niveles de
violencia están disminuyendo y los de altruismo aumentando.
La crisis económica ha oscurecido la comprensión del éxodo masivo de
la realidad que se está produciendo; la gente mira la tele, manda
e-mails, habla con personas de otros hemisferios a las que nunca ha
visto, ni probablemente verá jamás, vive inmersa en mundos y tareas
digitales. Sólo ahora estamos descubriendo el sentido de ese excedente
cognitivo y exorbitante, que tiene poco que ver con la satisfacción de
las necesidades evolutivas básicas y mucho con la innovación y el
futuro.
Idénticas ventajas evolutivas nos conferirá la comprensión de las
emociones y el aprendizaje de su gestión: como exclamaba, agradecida,
una compañera de trabajo, ¡ahora me puedo fiar de que la intuición es
una fuente de conocimiento tan válida como la razón! La gestión
individual de los mecanismos mentales será paralela y no menos
visible que el cuidado de la salud física o de la dieta.
La soledad una enfermedad en sí misma dejará de carcomer a casi
un 30 por ciento de la población hoy desorientada cuando aceptemos
que el cerebro no distingue entre necesidades físicas y mentales: se
activan con la misma intensidad los circuitos cerebrales cuando se tiene
hambre que cuando se padece soledad.