Vigencia de la cuestión Agraria en el conflicto colombiano - Alfredo Molano

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Vigencia de la cuestión agraria en el conflicto actual.

Alfredo Molano Bravo.Conferencia inaugural Cátedra Jorge Eliécer Gaitán.

Señores:Moisés Wasserman, rector de la Universidad Nacional,Edgardo Maya Villazón, Procurador General de la Nación,Roberto Meier, representante de ACNUR,Sra. Inge Merete, representante del Consejo Noruego para Refugiados, Manuel José Cepeda, magistrado de la Honorable Corte Constitucional, Danilo Rojas, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional

Recibo como un honor la invitación a inaugurar con mi exposición la Cátedra Jorge Eliécer Gaitán en el presente año académico. Del asesinato de Gaitán el país no ha podido salir. Fue él quien denuncio con más vehemencia la Masacre de las Bananeras, después de haber recorrido la zona de los crímenes, escuchado a las victimas y de estudiado los expedientes. En los años treinta, contribuyó como ningún otro liberal a denunciar los atropellos contra campesinos en las regiones de Tequendama, Viotá y Chaparral. Su lucha fue acogida jurídicamente en el trascendental concepto de la Función Social de la Propiedad, tan burlado como citado.

1. Comenzaré con una cita de Balzac que he repetido, por luminosa, muchas veces: Donde hay tierras, hay guerras. Quizás esta estrecha relación sólo exista en un período histórico de una sociedad, lo que me llevaría a decir que Colombia no ha podido entrar en una etapa en la que otros sean los afanes, como quisieron hacernos creer hace unos años algunos propagandistas de la sociedad posmoderna. Cierto es que el asunto ha cambiado y que nuevas modalidades del mismo problema han hecho carrera, pero la tierra está en el centro de los grandes temas que debate el país y que lo afectan gravemente. A finales de los años 80 un viento de optimismo histórico nos erizó: se acababan las ideologías, caían los muros que separaban el mundo, y la tierra prometida se abría de par en par. En Colombia, la academia y los altos funcionarios del Estado decretaron que la reforma agraria había muerto. Justamente en ese momento el narcotráfico entraba, ya adulto, por la puerta de atrás.

2. En diversos escenarios he defendido una tesis que me permito repetir: la Violencia, como han convenido en llamarla, tiene su origen en el intento de anular las reformas liberales del 36. Hay que recordar algunos fenómenos que traían, como viento de cola, esas reformas. El país salió de la Guerra de

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los Mil Días maltrecho y malherido y el remedio aplicado fue una hegemonía cerrada que buscó aprovechar a favor de las elites vencedoras el desarrollo cafetero, la apertura de la banca mundial y el ánimo conciliatorio de la gente. No supieron los conservadores la urgencia de las reformas que los cambios sugerían y demandaban: las protestas laborales que recorrieron el río Magdalena, espina dorsal de nuestra economía, desde Barranca hasta Santa Marta, las luchas del indio Quintín Lame, eco de una antigua y sentida defensa de los territorios indígenas ancestrales; los estudiantes se tomaban las calles alzando la bandera de la autonomía universitaria. Todos estos intentos de cambiar las reglas del juego fueron reprimidos a plomo.

3. La acumulación de frustraciones populares tomó forma en una fuerza poderosa que los directorios políticos habían ignorado hasta entonces: el interés campesino, representado en las demandas de los aparceros, arrendatarios y medieros. La Danza de los Millones primero y la Gran Depresión luego destaparon la honda contradicción que se gestaba en el campo. Los campesinos dejaron botadas sus amarradas faenas para buscar un salario libre en el primer acto, para, en el segundo, regresar a sus regiones con la experiencia de la lucha sindical y, como es explicable, no volvieron a calarse el yugo que habían abandonado. Tanto en uno como en otro movimiento, el gobierno actuó con la brutalidad que caracteriza la rigidez política. El partido liberal supo interpretar el signo social del momento y propuso un conjunto de reformas que le permitieron derrotar al conservatismo. En el poder, sacó adelante una reforma constitucional cuya pieza maestra fue la función social de la propiedad. La Ley 200 del 36 abrió la puerta para una reestructuración profunda de la tenencia de la tierra que, naturalmente, afectaba el interés de los terratenientes sin distinción de partido. Parafraseando a don Alejandro López: fue el triunfo del trabajo sobre el papel sellado. Un triunfo pírrico, puesto que en el campo, los hacendados –acostumbrados a los pronunciamientos bélicos– armaron a sus peones y a sus fieles. Pero la cosa no paró aquí. El conservatismo, con el apoyo de la Iglesia y de un sector poderoso y conspicuo del liberalismo, formó un frente antirreformista que impuso primero la Pausa de Santos –recuérdese la Ley 100 del 44–, consiguió después la división del partido liberal y, al final, reconquistó el poder. La violencia partidista venía haciendo ya camino. Con los gobiernos de Ospina y de Gómez adquirió carta de ciudadanía.

4. En la Violencia de los 50 –como en las guerras civiles–, los victimarios eran pagados con tierras y bienes de las víctimas, todo bajo el manto de la impunidad o con la posibilidad de ser acogidos por ella una vez lograda la paz. Se hizo así una especie de redistribución brutal de tierras que favoreció a los fieles. También la Violencia fue un instrumento idóneo para desterrar

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miles de campesinos, con el objetivo calculado de que las tierras abandonadas pudieran ser concentradas por grandes terratenientes y empresarios. Una especie de estrategia económica que dio resultados positivos. La tenencia y la distribución de la tierra mostraron su íntima conexión con el poder político y, a raíz del Frente Nacional, los partidos acordaron una tímida reforma agraria que fue respaldada –y en gran parte financiada– por la Alianza para el Progreso. En el fondo, fue un procedimiento para limpiar títulos y dirigir la descomposición parcelaria hacia los baldíos nacionales. Los obstáculos puestos por los terratenientes y políticos hicieron prácticamente nugatoria la reforma y al final –años 70– apenas se habían distribuido un poco más del millón de hectáreas. El puntillazo a la débil iniciativa lo dio el Pacto de Chicoral (1974), una reacción contra las movilizaciones que estaba teniendo la organización campesina auspiciada en principio por Lleras Restrepo. Una ola de invasiones de tierra recorrió el país; miles de campesinos fueron arrestados, y numerosos dirigentes agrarios, asesinados. La represión y el desempleo obligaron a los campesinos a buscar refugio en las áreas de colonización, donde se toparon con un movimiento armado que sobrevivió a los pactos políticos y a los sucesivos e insustanciales acuerdos de paz. No era el mismo que había resistido al régimen conservador, pero se enraizaba con el descontento y las frustraciones acumuladas desde los años 20. Era, ante todo, un movimiento de estirpe agrarista.

5. Ha sido estudiada la etiología del narcotráfico y de los cultivos de uso ilícito en Colombia y puesto en claro su origen externo en relación con las acuciosas necesidades sociales. Para los campesinos, como ellos mismos señalan, el negocio de la marihuana y de la cocaína ‘cayó del cielo’ en un momento en que estaban acorralados por la descomposición de sus economías. Los colonos tendían a convertirse en intermediarios profesionales entre la selva y el terrateniente; derribaban para hacer mejoras y venderlas al acreedor, que era, invariablemente, un ganadero. De alguna manera, las guerrillas se convertían en un poder local que limitaba o condicionaba estos procesos, y de ellos vivían. La existencia y la reproducción del movimiento armado se explican, en ese momento, tanto por la descomposición de la economía de colonización como por la agresiva concentración de tierra de los hacendados. Unos colaboraban voluntariamente, otros, a la fuerza. De manera que cuando llegaron los cultivos de uso ilícito –las guerrillas se opusieron en principio y por principio–, la colaboración se transformó en gramaje o en vacuna. La convergencia de fenómenos sociales en las zonas de colonización muestra cuán vigente estaba la cuestión agraria en la génesis de lo que hoy vivimos. Entre principios de los años 70 y mediados de los 80, el panorama general no se modificó. Pero, poco a poco, el producto de los ‘impuestos de guerra’

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y las colaboraciones fue fortaleciendo a la guerrilla, y las ganancias obtenidas por los narcotraficantes se vieron, entonces, amenazadas. Peligro más inminente en la medida en que los dólares se invertían en la compra de tierras y se fundaban grandes haciendas. Los narcotraficantes, acostumbrados a las armas como garantía de sus negocios, optaron por usarlas contra sus enemigos o contra sus rivales.

6. En las zonas de colonización, muy activas en los años 80, el uso de las armas era un recurso regular. Pero las guerrillas tenían a su favor el hecho de ser una organización de carácter nacional, político y centralizado, que subordinaba con relativa facilidad a los narcotraficantes. En estas condiciones se llegó a un acuerdo entre los enemigos de la insurgencia sobre la base de impunidad, tanto para las actividades ilícitas como para el exterminio de las bases sociales de la guerrilla. En gran medida este acuerdo estaba permitido por la Ley 48 del 68 –inspirada en la doctrina de Seguridad Nacional del Ejército norteamericano–, que impulsaba la creación de grupos de autodefensa y sobre todo, por la tradición del terratenientismo. El país asintió de espaldas al exterminio de la Unión Patriótica, que representó en su momento la posibilidad de un tránsito real entre las armas y las urnas. Pero al narcotráfico le convenía la guerra. Y la decretó. Paradójicamente, en estos años se determina que la reforma agraria es una demanda obsoleta, y sus defensores, unos dinosaurios. Lo que vino después en el país fue un asalto progresivo y sistemático de las instituciones. Sin oposición, los partidos políticos tradicionales fueron cohonestando con las pretensiones del narcotráfico, hasta convertirse en sus rehenes y pronto ceder al síndrome de Estocolmo. El narcotráfico encontró en la reacción contra las guerrillas su aliado principal para fortalecerse, y las fuerzas del orden, la justificación para endosar las responsabilidades constitucionales sin mengua de su participación en el presupuesto. El precio de este acomodamiento fue la debilidad de las Fuerzas Armadas, expresada en el copamiento de bases militares por parte de las guerrillas en un intento de pasar a la guerra regular (Las Delicias, Patascoy, Mitú, San Juanito, La Carpa) y en una estrategia de terror no menos sangrienta por parte de los paramilitares y de fuerzas del Estado, representada en las masacres de Honduras, La Negra, Mejor Esquina, Mapiripán, Naya, El Salado. Salvo con la creación de la figura legal de reservas campesinas, el Estado, durante la década del 90, no da un solo paso para resolver el problema agrario. Al contrario, cedió a todas las exigencias de los terratenientes, los empresarios agropecuarios y los comerciantes de tierra, hasta sellar una alianza entre la vieja aristocracia rural y la nueva elite narcofinanciera. De alcancía para el capital, la tierra se convirtió en un lavadero de “dineros mal habidos” a la sombra del sagrado principio de la propiedad privada.

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7. Los diálogos del Caguán y los acuerdos de Ralito han recordado dramática e inesperadamente que el tema agrario tiene más vigencia que nunca para contribuir a resolver el conflicto armado. La diferencia entre unos y otros es que Pastrana y Marulanda pusieron el tema sobre la mesa; Uribe y Mancuso, debajo de ella. En el Caguán se llegó a una agenda con sorprendente facilidad, y la reforma agraria encabezaba el temario. Las demandas de las FARC fueron vagas y retóricas. Quisiera recordar los puntos presentados en La Machaca en mayo del 99: “Democratización del crédito, asistencia técnica, mercadeo; redistribución de la tierra improductiva; recuperación y distribución de la tierra adquirida a través del narcotráfico o enriquecimiento ilícito; estímulos a la producción; ordenamiento territorial integral; sustitución de cultivos ilícitos, y desarrollo alternativo”. Hasta donde yo recuerdo, sólo este último punto fue precisado y se trató de un plan de desarrollo local para la zona del Chairá: carreteras, escuelas, puestos de salud, ganadería, crédito. La única demanda original fue la de que el dinero lo manejara la organización armada. En términos ideológicos no había diferencia con un programa de gobierno. Los diálogos con las FARC nunca pudieron transitar hacia acuerdos políticos y económicos porque las condiciones que hicieron posible el despeje de los cinco municipios fueron demasiado laxas. De más estaría decir que la existencia del paramilitarismo, su actividad y su gran injerencia en la política nacional fueron un palo en la rueda de ese desafortunado intento. De todas maneras, el gobierno de Pastrana aprovechó el tiempo para sacar adelante un plan de guerra que en un principio se presentó como un proyecto de posguerra inspirado en el que se hizo para la Europa del 45. El Plan Colombia terminó siendo una estrategia de financiación de la guerra contra las guerrillas. Lo que no ha sido dilucidado es si desde el principio fue así concebido.Los acuerdos reales de Ralito están por conocerse. La Ley de Justicia y Paz aprobada por el Congreso conoció, al paso por la Corte Constitucional, importantes enmiendas –Sentencia T-025 de 2004– que reconocieron y apoyaron organizaciones defensoras de los Derechos Humanos. El Congreso había sido casi un cómplice de los intereses paramilitares al reducir el fondo de reparación a las víctimas a los bienes lícitos de los victimarios. La Corte amplió la facultad del gobierno a los bienes ilícitos. Para Planeta Paz, el fallo fue un avance significativo, y para Vivanco, una condición necesaria para la total desmovilización de las AUC, puesto que al afectar todo su patrimonio –y no sólo el legal– podría el gobierno “recobrar las vastas extensiones de tierras y propiedades que han sido tomadas por la fuerza por los paramilitares”. La sentencia de la Corte puso el dedo en la llaga al exigir la afectación de bienes ilícitos porque mostró que uno de los fundamentos de la existencia y las funciones del

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paramilitarismo era el despojo de tierras a campesinos, y no sólo su defensa frente a la guerrilla, como lo han declarado los jefes paramilitares, los gremios ganaderos y numerosos políticos. El mecanismo es conocido: se declara a un ciudadano sospechoso de colaboración con la subversión y luego se le da a escoger entre comprarle directamente o comprarle a la viuda. No obstante, la herramienta más eficaz fue –y es– el terror producido por la masacre, el descuartizamiento de cuerpos, la desaparición forzada, apoyada por la indiferencia del Estado y en particular de la Fuerza Pública, cuando no, como en Mapiripán y El Salado, con su participación directa. Algún día, ojalá no lejano, valdría la pena investigar también el origen de la propiedad inmueble de los militares y los policías que tuvieron a cargo el orden en esas regiones. Los cálculos sobre el acaparamiento de tierras por parte de los narcotraficantes, afirmó el Dr. Luís Bernardo Flórez, ex vicecontralor de la Republica, varían de un mínimo de un millón de hectáreas, - equivalente a casi el 3% del territorio nacional y a un 5% de las tierras potencialmente explotables- a otros que sitúan la cifra en cerca de los tres millones de hectáreas, como en el trabajo de Roberto Steiner y Alejandra Corchuelo, o, peor aun, de los 4.4 millones calculados por del analista Ricardo Rocha.Estas cifras no dejan duda sobre del íntimo vínculo interno entre la tierra y la guerra, y contribuirían a explicar así mismo el desplazamiento de más de tres millones de campesinos de sus tierras, tal como lo han demostrado la Conferencia Episcopal y Naciones Unidas. Los cultivos ilícitos –y su persistencia–, el desplazamiento forzado de población y el conflicto son los títulos que caracterizan hoy la cuestión agraria. El gran interrogante que la Ley de Justicia y Paz abre es si el Estado colombiano será capaz de reparar a las víctimas con los bienes de los victimarios o si, como ya lo anunció Eduardo Pizarro, presidente de la Comisión Nacional de Reparación, sea el pueblo el que tiene que pagar el despojo masivo de tierras que los paramilitares han hecho para acrecentar sus fortunas y lavar sus dólares.

8. Mirando hacia adelante, es seguro que una paz real y sólida pasa por una negociación con la guerrilla que tenga como uno de sus puntos esenciales la reforma agraria, y ya sabemos cuál es la posición de la insurgencia al respecto. Pero si el Estado y la sociedad colombiana llegaran a aceptar consentir sus demandas actuales, mucho me temo que el siguiente punto serían las dificultades que para el desarrollo agropecuario plantea el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, de ser ratificado por los Congresos de los dos países. La discusión sobre libre comercio ha conducido al tema de la Soberanía Alimentaria, que es otra forma de plantear la defensa de la economía campesina y la redistribución de la propiedad agraria. Frente a estas tesis, simplemente desarrollistas, el gobierno de Uribe ha sacado a relucir una antigua propuesta de la

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izquierda, que es la distribución de las propiedades confiscadas al narcoparamilitarismo. Son bien sabidas las trabas legales, burocráticas y, en el fondo, políticas, para llevar a cabo esta medida, más si se tiene en cuenta que el gobierno ha exonerado a los testaferros de responsabilidad penal. Si el gobierno quisiera hacer una reforma agraria con esas tierras, habría sacado adelante en el Congreso la reglamentación de la expropiación por vía administrativa, artículo 58 de la Constitución del 91. Más aun, si se reconociera la guerra irregular en que andamos enredados hace más de medio siglo, sería factible la expropiación sin previa indemnización, como lo permite el artículo 59.

9. Capítulo aparte merece el proyecto de ley llamada “de Desarrollo Rural” que está a punto de ser aprobada por el Congreso y que constituye la pieza complementaria a TLC y a la Ley de Justicia y Paz. En efecto, se trata de una norma que autoriza la “prescripción adquisitiva de dominio en favor de quien, creyendo de buena fe que se trata de tierras baldías, posea en los términos del artículo 155 de esta Ley, durante cinco años continuos, terrenos de propiedad privada no explotados por su dueño en la época de la ocupación” (artículo 157). En otras palabras, para nosotros los profanos quiere decir que las tierras usurpadas por los narcoparamilitares serán legalizadas. También para los expertos: En 2004, el doctor Juan Camilo Restrepo anotó, con respecto al primer intento de Uribe de reformar el trámite de pertenencias y reducir el tiempo de la prescripción, que esa norma “podría conducir a que las autodefensas se conviertan definitivamente en los grandes señores de la tierra en Colombia. Con títulos jurídicos, además, perfectamente saneados”. (El Tiempo, septiembre 22 de 2004). Hay que tener en cuenta que la gran mayoría de las tierras que abrieron y mejoraron los colonos y campesinos tenían un título precario, llamado carta-venta, papel que no está protegido por el sistema civil desde el punto de vista de registro. Pero además, la nueva legislación permitiría un enorme, un monstruoso, operativo de limpieza de títulos de hecho, obtenidos por grandes terratenientes, que es otra forma de lavar fortunas obtenidas en el tráfico de narcóticos. Las comunidades indígenas y afrocolombianas han protestado porque no han sido consultadas en el trámite del proyecto, tal como lo ordena la Constitución. La razón es sencilla: los resguardos y las comunidades ancestrales pueden ser despojados también de sus tierras si se prueba que alguna vez fueron invadidas. Más aun, la ampliación de los resguardos y de los territorios colectivos queda sujeta a las decisiones que sobre ordenamiento territorial tome el municipio. Es decir, quedan en manos del gamonalismo terrateniente. Por último, la nueva ley desvirtuaría por completo las Reservas Campesinas al trasformarlas en Zonas de Desarrollo Empresarial, para favorecer “la explotación económica regular y estable del suelo, por

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medio de hechos positivos propios de dueño, como las plantaciones o cultivos, la ocupación con ganados y otros de igual significación económica” (artículo 155). Con esta ley se sancionará legalmente el despojo paramilitar, se facilitará el derrumbe de la economía campesina a favor de la gran plantación y se cercarán las propiedades colectivas de indígenas o de afrodescendientes. Que próximo está el proyecto de  ley de cumplir lo que dijo el presidente Uribe, parado en un peñasco de la Serranía del Chiribiquete, mirando al horizonte y parafraseando a Martín Luther King: “Yo tengo un sueño, pero de ver todo esto sembrado de palma africana”. 10. Una palabra final. La Universidad Nacional no se puede enrocar con arrogancia en la vida académica. Desde mi paso por estos salones, he oído este argumento, pero tengo la sensación de que el divorcio entre la vida y el concepto es cada vez mayor. El mundo mediático parece favorecer el contrabando de hacer pasar una cosa por otra. Las cátedras que hoy se instalan de nuevo son una iniciativa trascendental de la Universidad para llevarla a menguar esa distancia. El estudiante debe revivir los planteamientos hechos en el manifiesto de Córdoba de 1918: ir a la vida para sacudirse el dogmatismo conceptual. Yo he agradecido a mis profesores –Orlando Fals, Camilo Torres, Ernesto Guhl, Eduardo Umaña Luna– sus orientaciones académicas, pero sobre todo, su empujón para ir a compartir la suerte con el colono de La Macarena, el pescador de la Ciénaga Grande, el campesino de Tuta, el indígena Barí, al aserrador del Salaquí, al minero de Santa Rosa, y por su boca conocer la historia no oficial de la Nación. Los estudiantes de estas ilustres cátedras no podrán encerrarse entre los libros y la Internet, si quieren saber qué está pasando en el país. Termino con una cita de Germán Arciniegas: “Metámonos en la taberna de la historia. Qué vengan aquí, a la mesa redonda, y a conversar con el estudiante de América, estudiantes de todos los tiempos. Nadie se escandalice: nunca tuvimos sitio más decoroso para platicar"

Mil gracias

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