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Biblioteca de teología

13

Herbert Vorgrimler

Teología mm sacramentos

Herder

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BIBLIOTECA DE TEOLOGÍA PANORAMA ACTUAL DEL PENSAMIENTO CRISTIANO

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TEOLOGÍA DE LOS SACRAMENTOS

Por HERBERT VORGRIMLER

BARCELONA EDITORIAL HERDER

1989

HERBERT VORGRIMLER

TEOLOGÍA DE LOS

SACRAMENTOS

BARCELONA EDITORIAL HERDER

1989

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Versión castellana de MARCIANO VILLANUEVA, de la obra de HERBERT VORGRIMLER, Sakramententheologie,

Patmos Verlag, Dusseldorf 1987

© 1987 Patmos Verlag, Dusseldorf

© 1989 Editorial Herder S.A., Barcelona

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, el almacenamiento en sistema informático y la transmisión en cualquier forma o medio: electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro o por otros medios, sin el permiso previo y

por escrito de los titulares del Copyrigth

ISBN 84-254-1651-5

ESPROPIEDAD DEPÓSITO LEGAL: B. 20 284-1989 PRINTEDIN SPAIN

GRAFESA - Ñapóles, 249 - 08013 Barcelona

A Erich Zenger

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índice

Abreviaturas 11

Introducción 13

Presupuestos teológicos de la teología de los sacramen­tos 18

1. Experiencias divinas y revelación de Dios 18 2. La imagen y los símbolos de Dios 22 3. El «principio sacramental» en la tradición judía y cris­

tiana 27 4. Teología cristiana, «sacramentos viejotestamen-

tarios» y «sacramentos naturales» 30 5. Presupuestos cristológicos, pneumatológicos y trinita­

rios 33

Ubicación de los sacramentos 38 1. Los sacramentos como liturgia de la Iglesia 38 2. El sujeto de la liturgia de la Iglesia 42 3. La presencia de Jesucristo en la liturgia 44

La economía sacramental de la salvación 47 1. La creación y la elección como sacramento 49 2. Jesucristo como sacramento originario 51 3. La Iglesia como sacramento fundamental 54 4. Los sacramentos concretos como actualizaciones del

sacramento fundamental 63

Los sacramentos en general 67 1. v El concepto general de sacramento 67 2. Apuntes históricos para una teología general de los

sacramentos . 71

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4.2.1. El Nuevo Testamento 71 4.2.2. Los padres de la Iglesia 74 4.2.3. Laedadmedia 77 4.2.4. La teología sacramental de los reformadores 83 4.2.5. La doctrina oficial de la Iglesia sobre los sacramentos 86 4.2.6. La teología sacramental después de Trento 91 4.3. Estructura y límites de la teología general de los sa­

cramentos y de la doctrina sobre cada uno de ellos . 96

5. Elementos básicos de una teología general de los sa­cramentos 99

5.1. Las acciones litúrgicas simbólicas como mediación de la presencia de Dios 99

5.1.1. La eficacia del acontecimiento simbólico 99 5.1.2. Jesucristo, origen de los sacramentos 105

5.1.3. El número septenario y la desigualdad de los sacra­mentos 108

5.2. El sacramento como acontecimiento de la palabra de Dios 110

5.3. Sacramento, oración y seguimiento 112 5.4. Sacramentos de la fe 116 5.5. El sacramento como mediación de la gracia divina .... 122 5.6. Los sacramentos y el tiempo 126 5.7. Sacramentos de la Iglesia 128

Bibliografía i 131 Bibliografía n 136

6. El bautismo 138 6.1. Fundamentos bíblicos 138 6.2. El rito de iniciación 144 6.3. Datos históricos 147 6.4. El bautismo de los niños 151 6.5. Perspectivas ecuménicas 156 6.6. Resumen 157

Bibliografía m 158 Bibliografía iv 159

7. La confirmación 161 7.1. Fundamentos bíblicos 161 7.2. Documentación histórica 164 7.3. Resumen 170

Bibliografía v 172

8. La eucaristía 173 8.1. Introducción 173 8.2. Fundamentos bíblicos 180

8

8.2.1. Los relatos de la cena 180 8.2.2. Otros textos neotestamentarios 187 8.2.3. Resumen y problemas 189 8.3. Forma fundamental y concepto de la eucaristía 194 8.3.1. La forma litúrgica fundamental 194 8.3.2. El concepto de la eucaristía 199 8.4. Etapas y documentación histórica 200 8.4.1. La evolución de la teología eucarística 200 8.4.2. Concentración en la presencia real 204 8.4.3. La teología escolástica acerca de la eucaristía 209 8.4.4. La doctrina reformista sobre la cena 214 8.4.5. La presencia real 217 8.4.6. El sacrificio de la misa 225 8.4.7. Eucaristía y sacerdocio ministerial 234 8.4.8. El concilio Vaticano II 240 8.4.9. Lacomunión 243 8.5. La renovación déla teología eucarística 248

Bibliografía vi 252

9. El sacramento de la penitencia 257 9.1. Cuestiones teológicas preliminares 257 9.2. Formas del perdón 261 9.3. Fundamentos bíblicos 264 9.4. Historia del sacramento de la penitencia 266 9.5. Documentación eclesial 271 9.6. Resumen 282 9.7. Las indulgencias 283

Bibliografía vu 286

10. La unción de los enfermos 289 10.1. Fundamentos bíblicos 289 10.2. La historia de la unción de los enfermos 292 10.3. Documentación eclesiástica 295 10.4. Resumen 300

Bibliografía vm 302

11. El sacramento del orden 303 11.1. Introducción 303 11.2. El origen del ministerio eclesial 309 11.2.1. Datos bíblicos 309 11.2.2. La configuración postbíblica 318 11.3. Evolución de la doctrina sobre el sacramento del or­

den 324 11.3.1. Desde la antigüedad a la escolástica 324 11.3.2. Documentación histórica 327 11.3.3. El concilio Vaticano n y el nuevo Código de derecho

canónico 333

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11.4. El sacramento del orden: Aspectos sistemáticos 340 11.4.1. Elobispo 340 11.4.2. Elpresbítero 343 11.4.3 Eldiácono 345 11.4.4. La ordenación de mujeres 346 11.5. El diálogo ecuménico 350 11.5.1. La perspectiva de las Iglesias orientales 350 11.5.2. Un consenso mínimo 353 11.5.3. Cuestiones pendientes 354

Bibliografía ix 355

12. El sacramento del matrimonio 360 12.1. Introducción 360 12.2. Fundamentos bíblicos 364 12.2.1. El Antiguo Testamento 364 12.2.2. Jesús y la tradición de Jesús 366 12.2.3. Pablo y la carta a los Efesios 368 12.2.4. Otras declaraciones 370 12.3. Documentación histórica 371 12.3.1. La evolución de la teología, de la liturgia y del dere­

cho matrimonial 371 12.3.2. Declaraciones doctrinales anteriores al Vaticano n .... 377 12.3.3. El concilio Vaticano n y el nuevo Código de derecho

canónico 383 12.4. Síntesis de la teología del matrimonio 393

Bibliografía x 396

13. Los sacramentales 399 Bibliografía xi 404

índice de nombres 405

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Abreviaturas

AA Véase Vaticano n. AAS «Acta Apostolicae Sedis» (declaraciones oficiales de

los papas y de las autoridades vaticanas). CIC Código de derecho canónico, Católica (BAC MINOR

66), Madrid 121984 (edición bilingüe latino-castella­na).

COD Conciliorum oecumenicorum decreta, ed. preparada por el Centro di documentazione de Bolonia, bajo la dir. de G. Alberigo, Roma 1962ss.

DCT P- Eicher (dir.), Diccionario de conceptos teológicos, 2 vols., Herder, Barcelona 1989.

DS H. Denzinger-A. Schónmetzer, Enchiridion symbo-lorum, definüionum tí declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 361976 (los textos se citan por los números marginales).

£>z E. Denzinger, El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 31963 (los textos se citan por los números marginales).

£KL E. Fahlbusch (dir.), Evangelisches Kirchenlexikon, Gotinga 31986ss (ed. revisada).

Escritos K. Rahner, Escritos de teología, 7 vols., Taurus, Ma­drid 1961-1969 (véase abreviatura Schriften).

Finkenzeller J. Finkenzeller, Die Lehre von den Sakramenten in allgemeinen, I. Von der Schrift bis zur Scholastik; II. Von der Reformation bis zur Gegenwart, Friburgo 1980-1982.

QE Véase Vaticano H. Qg Véase Vaticano n. j^KR J. Listl - H. Müller - H. Schmitz (dirs.), Handbuch

des katholischen Kirchenrechts, Ratisbona 1983. LQ Véase Vaticano n.

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LThK J. Hofer - K. Rahner (dirs.), Lexikon für Theologie und Kirche, Friburgo 21957-1965.

MS J. Feiner - M. Lóhrer (dirs.), Mysterium Salutis. Grundriss heilsgeschichtlicher Dogmatik, Einsiedeln-Zurich-Colonia 1965-1981 (trad. cast., Mysterium Sa­lutis. Manual de teología como historia de la salva­ción, Cristiandad, Madrid 1969ss).

OE Véase Vaticano n. PL Migne, Patrología latina. PO Véase Vaticano n. SC Véase Vaticano n. Schriften K. Rahner, Schriften zur Theologie, Einsiedeln-Zu-

rich-Colonia 1954-1984 (véase abreviatura Escritos). ThWNT G. Kittel - G. Friedrich (dirs.), Theologisches Wórter-

buch zum Neuen Testament, Stuttgart 1933-1973. TRE G. Krause - G. Müller (dirs.), Theologische Realen-

zyklopadie, Berlín-Nueva York 1976ss. UR Véase Vaticano n. Vaticano II Concilio Vaticano II, Constituciones. Decretos. Decla­

raciones, Católica (BAC 252), Madrid 1965. Los do­cumentos conciliares citados según esta edición bilin­güe latino-castellana son, por orden alfabético: AA = decreto Apostolicam actuositatem. GE = declaración Gravissimum educationis. GS = constitución pastoral Gaudium et spes. LG = constitución dogmática Lumen gentium. OE = decreto Orientalium Ecclesiarum. PO = decreto Presbyterorum ordinis. SC = constitución Sacrosanctum Concilium. UR = decreto Unitatis redintegratio.

Nota: En esta lista no aparecen las abreviaturas con que se citan los libros bíblicos y las obras de los teólogos clásicos (Agustín, Tomás de Aquino, etc.) por considerarlas innecesarias.

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Introducción

En las discusiones teológicas y en las publicaciones que se ocupan de temas sacramentales se obtiene no raras veces la impresión de que ni la mentalidad ni la sensibilidad contemporáneas se sienten particularmente atraídas por los sacramentos. Como razones de por qué las acciones sacramentales deben resultar por fuerza ajenas y distantes se indica que son numerosas las perso­nas que se concentran en lo que es científica y técni­camente experimentable y factible y que «la religión es un elemento extraño» al mundo actual. Estas objeciones se aplican no sólo al estricto ámbito sacramental sino también, y más allá del marco eclesial, a la fe cristiana en su conjunto. Pero tampoco debe olvidarse que tam­bién entre los cristianos son muchos los que sienten es­caso interés por los sacramentos. Se sitúa -y muy acer­tadamente- a los sacramentos en el campo de los símbo­los. Hay cristianos que consideran tales acciones sacra­mentales un cómodo sustitutivo de la dura praxis cristiana. No pocas veces se exterioriza la sospecha de que hay círculos peculiares dentro del espacio intraecle-sial que, al insistir tanto en los sacramentos, lo que ha­cen, en realidad, es sustraerse a un cristianismo de obras y de testimonio convincente ante el mundo. Al reducir los sacramentos a la práctica de una serie de acciones prescritas de antemano, se les ha privado forzosamente

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de aquella expresión espontánea y creadora que hoy día anhelan muchas personas; la impresión de unos pro­cesos mecánicos siempre iguales estaría, así, en contra­dicción con las esperadas e insospechadas experiencias de la fe. En consecuencia, una buena parte de la actual crítica a la Iglesia se convierte en una crítica a los sacra­mentos.

Bajo el influjo de la formación teológica ha surgido en diferentes lugares una conciencia histórica crítica, que ha sido aplicada, como rigurosa norma, al estudio del origen y de la práctica de los sacramentos. A una con la irrenunciable referencia al Jesús histórico, se tiene también clara conciencia de que es sumamente improba­ble que haya sido el mismo Jesús quien ha «fundado» o instituido los sacramentos. En la acuñación práctica de algunos de ellos se percibe nítidamente la huella de fuer­tes intereses eclesiásticos, no siempre de índole reli­giosa. Se da a menudo con excesiva facilidad el paso de lo «históricamente condicionado» a lo «insignificante» o carente de importancia.

Ahora bien, las informaciones que hablan de estas y de otras dificultades parecidas para expresar las actuales experiencias humanas a través de la fe de la Iglesia se ven enfrentadas con otros testimonios. Hay toda una poderosa corriente de literatura esotérica que manifiesta una búsqueda de lo extraño, de lo hostil a la técnica y también, y plenamente, de lo religioso. Existen numero­sas iniciativas para la realización del encuentro y de la comunión-comunicación humana que incluyen también una especie de nuevos gestos rituales1. La comunicación en el ámbito religioso se ha hecho más viva, busca nuevos medios de expresión y somete a nueva prueba las antiguas posibilidades. Son varias las ciencias que se de­dican al estudio de los símbolos y la investigación simbó­lica muestra una línea ascendente2.

1. Cf. F.-J. Nocke, Wort und Geste, Munich 1985, 11-58; U. KUhn, Sakramenle, Gutersloh 1985. 197ss.

2. Así, por ejemplo, entre otras, la psicología profunda, el psicoanálisis, la ciencia de las

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La teología se ocupa cada vez más de la «zona neu­tra», de la explanada en la que se perfilan las posibilida­des para una comprensión nueva de los sacramentos. Busca, por ejemplo, trazar vías de acceso antropológicas para captar el sentido de las acciones simbólicas3. Presta también atención a las estructuras de la percepción y de la comunicación exterior e interior. Ha convertido en uno de sus temas de estudio la función indispensable de la corporeidad humana en toda forma de comunicación. Clasifica los sacramentos en categorías que son también accesibles a otras ciencias, como por ejemplo el lengua­je, o la realidad del símbolo (en especial el dato del símbolo real). El diálogo ecuménico entre las Iglesias (todavía) separadas tiene particular aplicación al campo de los problemas relativos a los sacramentos y ha permi­tido destacar ya varias coincidencias y puntos de vista compartidos (respecto, por ejemplo, de la relación entre palabra y sacramento).

No es posible describir adecuadamente en un manual estas dos realidades, es decir, el rechazo, por un lado, y la nueva atención, por el otro, dedicada al ámbito de los sacramentos. Tampoco querría, por lo demás, demorar­me por más tiempo en la «zona neutra» con la intención de hacer aceptables los sacramentos a partir de estructu­ras y acontecimientos que se dan también en el universo humano. Pero los sacramentos tampoco deben aparecer en nuestro campo de visión algo así como «de derecho positivo», como fundaciones o instituciones aisladas de Dios en Jesucristo, que, en el marco de los restantes contenidos de la fe y de la teología, podrían causar el efecto de cuerpos extraños. Querría, más bien, partir de la idea de que el trato y relación de Dios con los hom­bres no puede ser sino «sacramental». Las estructuras y acontecimientos sacramentales caracterizan, ya desde

religiones, la antropología cultural, el análisis de la conducta, la teoría de la comunicación, la informática, etc. Cf. también infra 5.1.

3. Son felices ejemplos de ello las vías de acceso a la teología de los sacramentos de Th. Schneider y F.-J. Nocke.

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los orígenes, la historia de Dios con los hombres. Es decir, desde que el hombre existe, estas estructuras y estos acontecimientos impregnan todos los ámbitos de una teología que tiene una estructura histórico-salvífica. Pero esta concepción sacramental no se produce por sí sola; es eficaz únicamente cuando desciframos la reali­dad a partir de lo que llamamos revelación. Dicho de otro modo: la fe es uno de los presupuestos irrenuncia-bles de una teología sacramental. Y esta fe tiene, a su vez, en su acuñación eclesial y en su expresión litúrgica, una estructuración dialógica.

Intentaré, pues, mostrar, en primer término los pre­supuestos de fe en que se apoya la teología sacramental y cómo se insertan en el cuerpo total de la teología.

Seguirán a continuación algunas breves aclaraciones del concepto de sacramento y de su historia, las afir­maciones de la tradición eclesial respecto de los sacra­mentos en general y los rasgos básicos de una teología de los sacramentos.

Se expondrán después las explicaciones teológicas a cada uno de los siete sacramentos de la Iglesia católica (incluidas algunas materias emparentadas con ellos, co­mo las indulgencias y los sacramentales).

Séame permitido poner fin a esta introducción con algunas observaciones personales. Para la elaboración de esta teología de los sacramentos no he recabado ayudas, porque ante una inhabitual acumulación de tra­bajo -simultánea atención a dos cátedras y, ya en el tercer año, las tareas del decanato de la Facultad- me vi en la precisión de encomendar a mis colaboradoras y colaboradores otros cometidos. En consecuencia, la bi­bliografía que he recopilado y seleccionado no tiene pre­tensiones de exhaustividad. Aun así, estoy seguro de que a los interesados en profundizar en temas concretos les servirán de ayuda estos resúmenes bibliográficos. Tuve especial interés en mantenerme en contacto, en la medida de lo posible, con la teología no alemana y no considero beneficioso el hecho de que las recientes

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teologías de los sacramentos publicadas en alemán no proporcionen ninguna información sobre bibliografía en lenguas extranjeras.

Un seminario superior conjunto con el evangélico Martin Resé, especialista en temas neotestamentarios, sobre los textos de Lima, enfrentó una y otra vez a los participantes católicos -aunque siempre en el marco de una atmósfera cordial y amistosa- con la inflexible pre­gunta: ¿Cómo os protege vuestra concepción de los sa­cramentos de la acusación de que pretendéis disponer de la gracia de Dios? Esta pregunta planea constantemente sobre las páginas de esta obra. Si tuviera que aplicar un calificativo a la teología de los sacramentos que en ella se expone, me atrevería a decir que es una teología ecuménica y -también respecto del judaismo- abierta y dispuesta al diálogo, una teología que se entiende como íeo/óg/co-litúrgica y que intenta fundamentarse en la mística de Jesús.

Dedico este libro a mi amigo y colega Erich Zenger. Le debo gratitud por varios motivos: porque es un maes­tro en el arte de explorar el Antiguo Testamento como libro de la vida; porque es motor infatigable del diálogo judeocristiano, y porque he recibido de él ayudas muy concretas e inapreciables.

Münster, Año Nuevo de 1987 Herbert Vorgrimler

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1. Presupuestos teológicos de la teología de los

sacramentos

1.1. Experiencias divinas y revelación de Dios

Los sacramentos constituyen, indudablemente, una parte de la relación entre los hombres y Dios. Esta cons­tatación, algo trivial, debería alertar acerca del hecho de que toda reflexión sobre los sacramentos presupone de entrada una reflexión sobre la relación de Dios con los hombres. Tal como ha reconocido la tradición judeo-cristiana, Dios es siempre el gran misterio, impenetrable e incomprensible. Es, en su esencia íntima, tan distinto de los hombres que el pensamiento que avanza tantean­do no puede abarcarlo ni el lenguaje humano puede describirlo plenamente1. Estas afirmaciones son válidas también en la dirección opuesta: dada la total disparidad de los dos «socios», no parece posible establecer una comunicación directa e inmediata entre los hombres y Dios.

Ahora bien, a diferencia por ejemplo de las ideas griegas sobre lo divino, la tradición judeocristiana afir­ma que Dios tuvo y tiene un gran interés por su creación, que quiso y quiere relacionarse con los hom­bres. Esta tradición entiende la creación del universo y

1. Cf. las resumidas exposiciones y las indicaciones bibliográficas de H. Vorgrimler, Doc­trina teológica de Dios, Herder, Barcelona 1987, 25-44.

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del hombre como fruto de la bondad de Dios que se difunde y a los hombres como socios y compañeros que Dios se ha procurado para entablar una relación amisto­sa y confiada. Pero, si Dios quiere manifestarse desde sí mismo a los hombres, necesita -en razón de la imposi­bilidad de establecer una comunicación inmediata- una intermediación para llegar hasta la capacidad de recep­ción humana. En este punto, la concepción judía acudió a la idea de que Dios -permaneciendo siempre en sí y cabe sí- puede comunicarse de una doble manera: me­diante su palabra y mediante la «morada» o «presencia» (sekinah) espiritual2. Hasta donde nos es posible anali­zar y decir algo sobre los procesos en los que Dios se deja percibir (se «revela»), podemos afirmar lo siguien­te: a los hombres.se les abre una visión interior, o son arrastrados por un impulso que no pueden atribuir a sus experiencias ordinarias, sino que más bien se sienten arrebatados por encima de sí mismos (sobrepasados, trascendidos). Y como estos sucesos encierran algo que estremece a los hombres, que es contrario a sus deseos normales, no puede tratarse de ilusiones o proyecciones. Se los puede calificar, ciertamente, de «experiencias de sí mismo», pero añadiendo la precisión de que el «sí mismo» queda desbordado, en virtud de una dinámica que no ha sido producida por él, sino que le ha sido dada. Estas experiencias que trascienden a los hombres están siempre necesitadas de interpretación. Hay ya una interpretación cuando el hombre se explica conceptual-mente tales sucesos y también cuando intenta ponerse de acuerdo con otros sobre ellos. Pero nadie está obli­gado a aceptar la interpretación de que Dios haya com­partido con el hombre su propia dinámica, que Dios mismo haya pronunciado la palabra interior en el hom­bre. Dicho de otra forma: los autotestimonios de Dios ante los hombres nunca son tan convincentes que los

2. Así lo indican las concepciones sobre el Logos divino y sobre la Sekinah de Dios, concepciones que, en todo caso, eran perfectamente posibles dentro del pensamiento ortodo­xo judío.

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hombres no puedan, libremente, negarse a admitirlos. La aceptación y el asentimiento del hombre deben avan­zar por la senda de la fe, no por la senda de la evidencia (de la certeza basada en pruebas concluyentes). Cuando un hombre llega a la convicción de que Dios se le ha manifestado y acepta esta palabra de Dios aparece -expresa o tácitamente- el carácter dialógico de este proceso. Un sí a los impulsos de Dios, sea cual fuere su naturaleza, tiene un nombre propio: oración.

Al proceso descrito en las anteriores palabras la teología judeocristiana lo llama «revelación». Acontece principalmente, según los testimonios de la fe, en la in­terioridad del hombre, allí donde todavía no se ha escin­dido en visión de la razón y deseos de la voluntad, donde es todavía un solo ser original, en su conciencia o, como decía la tradición, en su «corazón». «Dios es más íntimo a mí que yo mismo», en fórmula de Agustín3. Pero la revelación no acontece únicamente en la interioridad de un individuo concreto (que, por lo demás, y en virtud de su dependencia respecto del lenguaje, no es un indivi­duo aislado). Puede también tomar el camino del inter­cambio de experiencias y de la comunicación entre los hombres. A Dios se le puede percibir desde fuera del propio yo, tal como se ha manifestado y se sigue ma­nifestando en otros hombres y también en sucesos, en hechos humanos o en acontecimientos (acciones) que incluyen la creación no humana. Allí donde los hombres intercambian estas experiencias de Dios, allí donde permiten que de todo ello brote la confesión de la co­mún convicción, del recuerdo común y de la común oración, allí surgen las comunidades de fe, surge la Igle­sia.

Hasta ahora hemos hablado de los caminos, pero no de los contenidos de la revelación de Dios, es decir, no de como qué Dios se ha manifestado y se sigue manifes­tando. El Dios que según la fe judeocristiana quiso

3. «Interior íntimis meis», In Ps. 118, 22,6.

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iniciar una historia común con los hombres y quiere lle­varla a su final feliz, se ha inclinado a los hombres mo­vidos por el amor y tiene in mente su universal salvación (salom). Busca, en cuanto amor que se difunde y derra­ma, la cercanía humana. Cuando se deja percibir en la interioridad del hombre, está ya, él mismo, allí. Cuando su palabra y su gloria (sekinah = morada, presencia) están junto a los hombres, no «representan» a un Dios ausente, sino que expresan más bien la manera de su presencia más íntima en el interior de los hombres, de todos los hombres, pues nadie queda excluido de esta voluntad salvífica de Dios que brota de su amor. Cierto que con esto no se cumple ya en su plenitud el propósito de este Dios tan cercano a los hombres. El amor de Dios es concreto y tiende a lo concreto. Ha descendido hasta una humanidad que se cierra una y otra vez a él. Frente a estas oposiciones, intenta cambiar tan radicalmente a la humanidad que esté dispuesta, como comunidad de hombres justificados, reconciliados, amantes de la paz, a aceptar, de una vez por siempre, el reino ilimitado de Dios.

Según la fe judeocristiana, Dios sigue actuando siempre para darse a conocer, para conseguir ser escu­chado y respondido, para alcanzar, en fin, el objetivo que se ha propuesto con su creación. Uno de los auténti­cos misterios de una concepción religiosa de la historia es el relativo a la pregunta de hasta qué punto los hom­bres pueden impedir que Dios (omnipotente, según los creyentes) convierta en realidad sus propósitos. Es, en todo caso, un hecho de experiencia que existen numero­sísimos hombres que se niegan a conocer al Dios que se les acerca, y a poner en práctica su voluntad revelada. En este sentido, se perfila una dependencia de Dios res­pecto de los hombres, lo que no quiere decir, por su­puesto, que se deje manipular por ellos. No obstante, están amenazados los modos de su presencia, los hom­bres pueden ser o parecer ciegos ante ella, pueden inter­pretarla de erróneas maneras. Esto en nada cambia la

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realidad de esta presencia, pero sí puede impedir que sea una presencia eficaz. Con esto no se quiere decir que las experiencias de la ausencia de Dios sean sólo en­gaños subjetivos. La fe que se pide a los judíos y los cristianos no es una confianza ciegamente optimista en un «Dios amoroso». Esta fe se sabe expuesta a tinieblas que no pueden atribuirse exclusivamente a culpa hu­mana, pero que la incitan a aceptar con firmeza la vo­luntad de Dios de estar permanente y eficazmente pre­sente y admitir la demostración del poder de Dios sobre la historia, al menos en el punto final de su recorrido.

Tras estos presupuestos de fe4, fundamentales para la comprensión de los sacramentos, debemos pasar a mencionar, ya más directamente, los presupuestos teológicos.

1.2. La imagen y los símbolos de Dios

El punto de partida más cercano para una teología de los sacramentos es la recién mencionada convicción de fe de que la revelación de Dios, el conocimiento de Dios, el anuncio de la voluntad de Dios y la presencia de Dios se les dan a los hombres no de modo directo, sino mediante intermediarios. ¿Cómo concebir, más exac­tamente, esta mediación? Dios manifiesta su presencia y voluntad cuando emprende un camino que se cruza con el de los hombres y/o de los acontecimientos. Su co­municación no consiste en dar «conocimiento de», «in­formación» o «noticias sobre». Su comunicación es él mismo. Dios es inmanente a los hombres y a los acon­tecimientos para estar cerca de los hombres con amor, para cambiarlos, para empujarlos a nuevas acciones, pa-

4. Estos presupuestos se analizan con mayor detalle en cada una de las pertinentes seccio­nes concretas de la teología. Para ahondar en este tema deben añadirse también los trabajos referentes a la filosofía de la religión y a la teología fundamental (y en especial los concernien­tes a los caminos del conocimiento de Dios y de la revelación) y, entre los estudios dogmáti­cos, los que se consagran a la teología de la creación y a la teología de la gracia.

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ra moverlos a emprender, a una con toda la creación, el camino de vuelta hacia él, hacia Dios. Con ello, los hombres no dejan de ser hombres y los acontecimientos siguen siendo acontecimientos causados por los hom­bres: en ambos, hombres y acontecimientos, está Dios presente y actuando, pero sin destruir la peculiaridad de ninguno de ellos. Ésta es la «estructura sacramental» o el «principio sacramental» que guía la historia entera de Dios con los hombres, que impregna también la vida de todos y cada uno de los individuos, se tenga o no con­ciencia de ello.

Dado que la palabra «sacramento» procede de «sa­cramental», concepto técnico acuñado por la Iglesia, la explicación del cual exigiría toda una teología de los sacramentos, debemos preguntarnos en este lugar si existen otros conceptos con los que poder poner en claro lo que se entiende por «estructura sacramental» o «prin­cipio sacramental».

Ha surgido de una venerable herencia cultural la concepción de que en una imagen puede hacerse presen­te el representado (sobre todo cuando se trata de santos, de ángeles o del mismo Dios). Esta concepción tuvo repercusiones en el cristianismo no sólo a través de la influencia de la filosofía de Platón -en la visión platónica lo representado, el modelo primigenio, está presente en la copia- sino que adquirió vigencia gracias sobre todo a la teología de la imagen del Nuevo Testamento, cuyas expresiones concretas se han prolongado hasta nuestros días en la teología y en el culto a los iconos de las Iglesias orientales. El incienso y las velas encendidas ante los iconos están destinados al que (a la que, o lo que) se cree está presente de forma espiritual y misteriosa en la imagen. En lenguaje occidental a un icono de la Tri­nidad o de Cristo se le podría llamar muy bien «sacra­mental»: misteriosa presencia divina en una figura visi­ble. Si no desarrollamos aquí con mayor amplitud la posibilidad de entender el «sacramento» a partir de la teología de la imagen es debido a que la imagen sólo

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puede ser una parte limitada, en cierto modo estática, del sacramento, y le falta, por tanto, el elemento vivo que se da en los hombres (también a través de las pala­bras de interpretación y de respuesta) o en los aconteci­mientos. Ello no obstante, al analizar los sacramentos volveremos de nuevo sobre este concepto de imagen.

El lenguaje de la teología y de la Iglesia utiliza desde antiguo otros conceptos para designar los sacramentos: se les llama «símbolos»5. Por símbolo se entendía origi­nariamente, en la antigüedad, un signo o una señal de reconocimiento. Así, pues, símbolo puede entenderse, al igual que «señal», como simple indicación, como una especie de señalización o de indicador de algo distante, de una persona ausente. Pero, tomado en este sentido, no podría expresar la «estructura sacramental». Karl Rahner (t 1984), en un estudio fundamental6, llamó la atención sobre el hecho de que en sentido propio y es­tricto un símbolo no es nunca simple alusión o indica­ción, sino que es siempre «símbolo real». Se basa en la reflexión filosófica de que todo ser, para llegar hasta sí mismo, para descubrir su propia esencia, tiene que crearse necesariamente una «expresión», y esto equivale a afirmar que todo ser es, necesariamente, «simbólico». Al expresarse, el ser se realiza. Dicho con otras pala­bras: un símbolo lleva a un ser a la realidad y así es eficaz. La expresión «símbolo real» quiere decir que un símbolo auténtico causa lo que significa. El ejemplo más caro a Rahner era el del cuerpo humano: el hombre sólo es «real» en el protosímbolo de su cuerpo; el espíritu humano se «exterioriza» y se realiza en la corporeidad. La corporeidad exterior «significa» el espíritu humano que actúa en él. El ulterior desarrollo de estas ideas cae dentro del campo de estudio de la antropología teoló-

5. Este uso lingüístico se remonta a la teoría del signo de san Agustín (430). A través del Decreto de Graciano (hacia 1142), llegó al concilio de Trento, que (1551) denominó al sacra­mento «symbolum rei sacrae» (DS 1639; Dz 876: «símbolo de una cosa sagrada»). Cf. también M. Schmidt (dir.). Typus, Symbol, Allegorie beí den óstíichen Váíern und iht-e Parallelen im Millelaller, Ratisbona 1982.

6. Para una teología del símbolo (ed. orig. alemana, 1959), en Escritos IV, 283-321.

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gica7. Quien haya entendido la esencia de lo simbólico, no puede contraponer lo «meramente simbólico» a lo «real».

Si toda realidad humana es realidad simbólica, este principio es aplicable ante todo a la relación que Dios quiso y quiere entablar con los hombres y que determina decisivamente, desde el principio hasta el fin, la realidad humana. Si Dios quiere estar presente al hombre, esta presencia tiene que crearse una expresión simbólica pa­ra que pueda ser real para los hombres, ya que dada la total diferencia entre Dios y los hombres no es posible una presencia y una manifestación inmediata de Dios.

Expresión simbólica quiere decir, pues, en este con­texto, que en la medida en que Dios puede alcanzar a los hombres, puede ser dicho o dado a los hombres, está presente en un medio creado que conserva su peculiari­dad de cosa creada pero que, para el conocimiento in­terpretativo, es transparencia hacia Dios. Dedicar aten­ción a este medio no significa un aumento del conoci­miento o de la información habitual, es más bien un abrirse del hombre a la autocomunicación de Dios, una apertura que no es alcanzada autónomamente por los hombres, sino que es causada por la gracia preveniente de Dios; en la dedicación a este medio acontece, pues, el descubrimiento de la íntima proximidad de Dios, acon­tece la revelación.

Una reflexión teológica que sea consecuente con es­tas consideraciones llega a la conclusión de que la reali­dad total que nos sale al encuentro está impregnada de posibilidades simbólicas o sacramentales. La vida que se nos ha concedido, los hombres con los que nos encon­tramos, el tú amado, los compañeros de camino a los que nos unimos en solidaridad, nuestro trabajo y sus frutos que realmente nos afectan, los acontecimientos conmovedores de la vida (y en primer lugar la muerte),

7. Sigue conservando actualidad F.P. Fiorenza-J.B. Metz, Der Mensch ais Einheit von Leib und Seele, en MS II, 1967, 584-632.

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las experiencias de liberación, de justicia, de recon­ciliación, las auténticas obras de arte, la creación de Dios que constituye y configura nuestro mundo ambien­te y circundante: todo puede ser tal transparencia de Dios que muestre su presencia real. Y así es como nues­tra vida puede ser entendida, en conjunto, como el sa­cramento básico8, en cuanto que nuestra concepción de la vida y nuestras interpretaciones perciben la transpa­rencia y no se quedan en la banal superficie de las cosas.

En una perspectiva histórico-teológica estas ideas han existido siempre, desde que Israel reflexionó sobre las autocomunicaciones de Dios. A remolque de la re­forma surgió en amplios círculos la desconfianza sobre la posibilidad de entender en el sentido sacramental antes indicado la creación y la vida humana. Si los hombres están radicalmente corrompidos, lo único que pueden hacer por sí mismos es oscurecer aún más a Dios. Sólo la palabra misma de Dios y las instituciones en signos fun­damentadas en esa palabra pueden dar seguridad (pero, ¿cómo podemos reconocerla como tal?). Frente a esta postura, judíos y católicos han defendido con firmeza la transparencia de lo creado -incluido Auschwitz. Esta trágica palabra, que sintetiza todo cuanto de amenaza radical pende sobre la humanidad y la creación, muestra hasta qué punto el pensamiento sacramental depende de la fe, de una fe amenazada por inmensas tinieblas. Es una fe que vive del recuerdo y de la esperanza en el cumplimiento de las promesas de Dios.

8. Sobre esta cuestión cf. A. Schmied, Perspekíiven (cf. bibliografía, p. 136) VI: Sátira­mente und «Gottesdienst des Lebens»; las introducciones de L. Boff en Kleine Sakramentenleh-re exponen con mayor detenimiento estas reflexiones. A partir de estas ideas se abren nuevas perspectivas sobre los modos de fe y las posibilidades de salvación de los no cristianos, tal como las analiza K. Rahner bajo el epígrafe de anonymes Christentum («cristianismo anóni­mo»). No insistiremos más aquí sobre este tema. Cf. E. Klinger (dir.), Christentum innerhalb und ausserhalb der Kirche, Friburgo 1976; N. Schwerdtfeger, Gnade und Welt. Zum Grund-gefüge von Kart Rahners Theorie der «anonymen Christen», Friburgo 1982.

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1.3. El «principio sacramental» en la tradición judía y cristiana

Las comunidades de fe viven de un común acuerdo sobre las experiencias de Dios reconocidas por todos como auténticas y vinculantes. Dado que las experien­cias humanas de Dios tienen siempre una estructura sa­cramental, hay, a partir de aquí, dos tipos básicos de «sacramentos» o símbolos: los que tienen sólo validez individual y carácter condicionado por la situación y que, de suyo, pueden darse en todos los hombres y to­dos los tiempos, y aquellos otros que son admitidos, en el seno de una tradición de fe, como los lugares o los acontecimientos especiales de la percepción de la pre­sencia de Dios. Aquí hablaremos en primer lugar de estos últimos.

Según la tradición judeocristiana, uno de los lugares predilectos de la presencia de Dios es el hombre. «Dijo Dios: "Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza..." Y creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; macho y hembra los creó» (Gen l,26s). El modo de referirse el Génesis (Es­crito Sacerdotal) al hombre como imagen de Dios encie­rra un triple significado, de los que el segundo y el terce­ro se refieren a la protección y amorosa configuración de la creación. En cuanto al primero, Erich Zenger lo ex­pone así: «A partir del significado de la palabra hebrea selem, los hombres deben actuar en el mundo como una especie de imagen viviente de Dios o de una viviente estatua de Dios. Según las concepciones del Oriente an­tiguo y del antiguo Egipto, una imagen de Dios repre­senta a la divinidad reproducida y es portadora de su poder. Es, por así decirlo, el lugar desde el que la divini­dad actúa. La imagen de Dios señala el dónde y el cómo de la vida y de la actividad divinas. De ahí que se trate a las imágenes divinas como si fueran seres dotados de vida. Son como un cuerpo en el que penetra la divinidad viviente para hacerse presente y actuar por su medio en

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el mundo. En virtud de este enfoque conceptual, los hombres deben ser, en cuanto vivientes imágenes y esta­tuas del Creador, medios del poder vital divino en la tierra»9.

Esta concepción de los hombres explica por qué es posible, de acuerdo con la voluntad del Creador, encon­trar a Dios en el encuentro con los hombres, venerar a Dios en la veneración a los hombres, amar a Dios en el amor a los hombres. Aflora aquí el principio sacramen­tal según el cual representar a Dios no es representar (y mucho menos sustituir) a un ausente, sino que es autén­tica -y no sólo conceptual- actualización en un símbolo sensiblemente perceptible de aquel que, en razón de su propia esencia, no puede hacerse visible por sí mismo en nuestra dimensión humana. Se advierte también hasta qué punto el sacramento/símbolo puede verse expuesto a la incomprensión y el abuso: puede ocurrir que no se venere a los hombres como imágenes actualizadoras de Dios, sino que más bien se los vilipendie de varias for­mas, pueden también deshonrarse a sí mismos y conver­tir así en mentira su capacidad de símbolo.

Hans Urs von Balthasar (nació en 1905), en sus re­flexiones sobre el hombre como palabra de Dios, ha desarrollado un aspecto esencial de esta concepción ju-deocristiana del hombre como sacramento/símbolo10: dado que el hombre ha recibido de Dios su esencia, que se expresa en el lenguaje, el ser humano es capaz de convertirse en palabra de Dios. Esta capacidad humana

9. E. Zenger. Das Geheimnis der Schópfung ais ethische Vor-Gabe an luden und Chri-sten, en Damit die Erde menschlich bleibt, dirigido por W. Breuning-H. Heinz, Friburgo 1985, 36-60, cita 44. Puede verse una más detallada fundamentación exegética en E. Zenger, Gottes Bogen in den Wolken. Untersuchungen zu Komposition und Theologie der priesterschrisftli-chen Urgeschichte, Stuttgart 1983, 84-96 (incluyendo el análisis de otras traducciones e inter­pretaciones). En ibídem 87, se apoya E. Zenger en E. Otto: «Carece, pues, de sentido preguntarse sobre alguna cualidad o característica singular del hombre que le convierta en imagen de Dios. Es imagen de Dios el hombre en cuanto tal. Además: si el sentido del predicado "imagen" egipcio es que el faraón, en cuanto "imagen", es el representante de Dios en la tierra, entonces la divinidad aparece allí donde aparece el faraón. Otro tanto puede decirse de la tradición israelita acerca del hombre. Donde está el hombre, allí está Dios.»

10. H.U. von Balthasar, Gott redet ais Mensch, en ídem, Verbum Caro, Einsiedeln 1960, 73-99.

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alcanza su plenitud en la encarnación de la Palabra de Dios, en la que se da, al mismo tiempo, la respuesta humana a la palabra divina.

La afirmación de fe de que el hombre es imagen/sa­cramento de Dios no se apoya tan sólo, por supuesto, en el pasaje del Génesis (de enorme influencia en la tra­dición). Hunde sus raíces en la concepción judeocris-tiana del hombre. Esta concepción se ha mantenido viva y vigorosa hasta nuestros días. Se la encuentra, por ejemplo, en el campo cristiano, en las tesis de Karl Rah-ner sobre la unidad del amor a Dios y el amor a los hombres11. En el campo judío constituye el fundamento de la filosofía dialógica de Martin Buber y de la concep­ción de Emmanuel Lévinas sobre el otro como puerta de acceso hacia la trascendencia. Lévinas considera que en el trasfondo de la sensibilidad del Antiguo Testamento por los extranjeros, las viudas y los huérfanos se encuen­tra la experiencia de Dios como «búsqueda de huellas en el rostro del otro»12.

La presencia de Dios se realiza también, según el «principio sacramental», en los acontecimientos y en las magnitudes históricas. El acontecimiento más importan­te que, según la tradición judía, debe mencionarse a este propósito es el éxodo del pueblo de la esclavitud de Egipto13. En este ejemplo se puede advertir claramente la diferencia entre la concepción banal y superficial y una interpretación basada en la fe, que va hasta el fondo de las cosas. Lo que para una mirada fugaz no pasa de ser la afortunada huida de un reducido grupo de escla­vos que cruzan las fortificaciones fronterizas es, en reali­dad, una superación, un ir más allá de sí mismos, inex­plicable por las solas fuerzas humanas, unido al conoci­miento de que la voluntad de Dios se orienta hacia la

11. Detallada exposición de las fuentes y de las consecuencias en A. Tafferner, Die Elnheit von Gottes- und Náchstertliebe in der Theologie Karl Rahners (tesis para la licenciatura), Munich 1986 (con bibliografía).

12. Cf. J. Becker, Im Angesicht des Anderen. Gott erfahren, Francfort 1981. 13. E. Zenger, Das Buch Exodus, Dusseldorf 21982; «Concilium» 23 (1987), n.° 1.

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justicia y la libertad. En el solemne y festivo recuerdo de la liberación quiere actuar Dios mismo de modo que «todo el pueblo contemple y acepte con alabanzas y acciones de gracias la gloria de Dios del éxodo que está presente en medio de ellos»14.

Israel, como pueblo de Dios, es una magnitud histó­rica, simbólico/sacramental, y ello desde varios puntos de vista. Cuando se congrega el pueblo para las solem­nes festividades, cuando celebra en el santuario los cul­tos de expiación y de acción de gracias, aparece en gloria y majestad el Dios que convoca a asamblea a la comuni­dad liberada15. Esta sacramentalidad se aplica en primer término al propio Israel. Pero, a su vez, Israel ha sido reunido y agrupado por el bien de los demás pueblos. En la fiesta común de los «hombres libres» (dicho con terminología moderna: «en igualdad de derechos»), se cumple la tarea encomendada por Dios «de llevar una vida ejemplar, que es lo que constituye, en definitiva, la meta y el sentido del mundo creado, confiado a todos los pueblos por el Creador»16.

1.4. Teología cristiana, «sacramentos viejotestamentarios» y «sacramentos naturales»

En la exposición de la «estructura sacramental» des­arrollada en las páginas anteriores se han utilizado los conceptos «sacramental» y «sacramento» en un sentido amplio, no según su significación teológica estricta. La teología sacramental clásica admitía que en la historia de Dios con los hombres hubo ya antes de Cristo sacramen­tos en sentido estricto, a los que llamó «sacramentos naturales» y «sacramentos viejotestamentarios». Cuan­do la teología cristiana señalaba la existencia de sacra­mentos en Israel antes de Jesucristo, se refería riguro-

14. E. Zenger, Das Geheimnis der Schopfung, 54. 15. Ibídem. 16. Ibídem.

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sámente hablando, a los ritos y los materiales insti­tucionalizados. Se prestaba particular atención a la cir­cuncisión como signo de la alianza y de la salvación. Tomás de Aquino (t 1274) mencionaba un buen número de «sacramentos viejotestamentarios»17, entre ellos, y de forma destacada, el cordero pascual. Se admitían, naturalmente, los signos salvíficos que desempeñaron un papel en la vida del judío Jesús, es decir, la circunci­sión y el cordero pascual. Según una línea conceptual que se encuentra ya en el pensamiento de Pablo y de sus discípulos, se considera que los sacramentos de la anti­gua alianza eran verdaderos signos de la gracia, aunque perdieron su eficacia con la entrada en vigor de la nueva alianza (Col 2,11). En la perspectiva cristiana son tan sólo «sombra» de los bienes futuros (Heb 10,1). En esta misma línea se inserta una concepción histórico-salvífica ampliamente difundida, según la cual la antigua alianza ha sido disuelta por la alianza nueva y la Iglesia, como nuevo Israel, ha sustituido al Israel antiguo. Pero este modo de ver las cosas no tiene en cuenta que las pro­mesas de la gracia y la llamada de Dios son irrevocables (Rom 11,29) y que Dios nunca ha anulado su alianza con los judíos ni con los pueblos anteriores a Israel (alianza con Noé). Es de esperar que la teología cristiana consiga unas concepciones más matizadas sobre este punto. Una teología de la encarnación que parte del principio de que es voluntad de Dios insertarse en su propia creación, darse como promesa, en el hombre Jesús de Nazaret, a la humanidad y conseguir que esa promesa sea acep­tada, está perfectamente capacitada para poner en claro que todo debe entenderse como una referencia -o como referido- a Jesucristo (Col l,15ss).

Una comprensión «tipológica» de la Biblia, tal como se da dentro del Nuevo Testamento, y que quiere ver, por ejemplo, en Moisés o en el cordero pascual un «ti­po» (una imagen anticipada) de Jesucristo, no debe des-

17. Cf. K. Rahner, Sakramente, alueslamentliche, en LThK IX, 239s.

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valorizar el tipo, sino que debe reconocer la vigencia del valor que tiene en sí y por sí mismo. La afirmación de Pablo «todos (nuestros padres) comieron el mismo alimento sobrenatural, todos bebieron la misma bebida sobrenatural, es decir, bebían de la roca sobrenatural que los seguía, y la roca era Cristo» (1 Cor 10,3s), no está necesariamente vinculada a la afirmación siguiente de que «Dios no se complació en la mayoría de ellos».

Bajo la rúbrica de «sacramentos naturales» o «sacra­mentos de la naturaleza», la teología sacramental anali­za la pregunta de si a) en la humanidad anterior a la revelación judeocristiana de Dios o b) en la humanidad no judía ni cristiana se han dado y se siguen dando tam­bién en la actualidad símbolos -principalmente cultu­rales de la presencia y de la acción divinas (concrecio­nes, «corporeizaciones» de la voluntad salvífica univer­sal de Dios: Otto Semmelroth)18. Si se habla -como ha­cemos nosotros aquí- de sacramento/símbolo en un sentido amplio, no institucional, hay que dar a esta pre­gunta una respuesta afirmativa. Existen, indudablemen­te acontecimientos en la vida individual y colectiva que conmueven y fascinan (como el nacimiento, los convi­tes, la sexualidad, la muerte), que inducen, por tanto, a los hombres a rodearlos de ritos para concentrarse así en la dimensión profunda de su esencia y permitir la pre­sencia de Dios. Frente al simbolismo fundamental (aun­que a menudo amenazado o sacudido) de la vida y de la historia humana, resulta tarea superflua buscar, en esta temática, instituciones divinas jurídicamente percepti­bles de cada uno de los símbolos especiales. A partir de los supuestos de que la voluntad salvífica de Dios abarca a todos los hombres y es, de por sí, eficaz, y de que sólo Dios conoce todos los caminos eficaces de salvación, la fe cristiana debe contar con la presencia salvífica divina en todos los lugares y todos los tiempos, aunque sin

18. Cf. O. Semmelroth, Natursakramente, en LThK VII, 829s. Para la teología clásica sobre los sacramentos precristianos, cf. J. Finkenzeller I, 66-68 (preescolástica), 90-93, 99s (escolástica primitiva o incipiente), 148-157 (alta escolástica).

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emitir juicios precipitados sobre los símbolos no cris­tianos.

1.5. Presupuestos cristológicos, pneumatológicos y trinitarios

Entre los supuestos que deben darse para la com­prensión de la teología de los sacramentos se encuentra, esencialmente, la convicción de fe de que en Jesús de Nazaret ha acontecido, de forma singular y suprema, la autocomunicación de Dios a los hombres. Para esto no son suficientes los testimonios bíblicos sobre el «Jesús histórico». Su «cristología implícita» es, por supuesto, parte irrenunciable de la teología de los sacramentos. Las peculiares características de la persona de Jesús, a saber, que se supo enviado por Dios, que se refirió siem­pre y plenamente, en sus acciones y oraciones, a Dios, que su actividad, siempre orientada a la ayuda, la libera­ción y la reconciliación de los hombres, estuvo indisolu­blemente vinculada a aquella referencia a Dios, que se supo auténtico revelador de la voluntad divina, que ha­bló a los sentidos de los hombres y les abrió así a una dimensión más profunda, que, a pesar de toda su crítica profética al culto mantuvo una actitud positiva respecto de las acciones simbólicas de su pueblo, todas estas co­sas tienen una importancia fundamental para la teología de los sacramentos. Pero esta teología sólo pudo surgir desde la meditación creyente de la experiencia pascual. A partir de ella se abrió paso19 la interpretación cristo-lógica y soteriológica expresa de la persona y de la obra de Jesús que desembocó finalmente, en el dogma de Calcedonia, en la afirmación de la unidad -sin mezcla ni división- de la divinidad y la humanidad en Jesús de Nazaret. La resurrección de Jesús arrojó nueva luz so­bre su vida y obra. Se comprendió -en la fe- que aquella

19. Cf. H. Vorgrimler, Doctrina teológica de Dios, Herder, Barcelona 1987, 73-81.

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vida fue y es figura transparente de la presencia y de la acción de Dios. La posibilidad -concedida en principio a todos los hombres- de ser «sacramento», esta posibi­lidad tantas veces oscurecida y bloqueada, alcanzó su más perfecto cumplimiento en aquel hombre que no opuso ninguna resistencia a Dios, que fue plenamente poseído por Dios y estuvo libre de pecado.

En Jesús, tal como se le contempla a la luz del dogma cristológico, se advierte claramente cómo el Dios que ha llegado hasta la más íntima proximidad, el Dios que de­sea comunicarse -Dios en aquello que puede decirse de él, esto es, como Logos- necesita una forma creada, una expresión humana, para poder ser percibido por los hombres. En Jesús puede verse cómo la máxima cerca­nía de Dios no reduce ni mucho menos destruye la pe­culiaridad de la criatura, sino que la libera para sí mis­ma. El dogma cristiano proclama que la unidad sin mez­cla ni división de la divinidad y la humanidad impregna y cruza la vida total de Jesús desde sus primerísimos oríge­nes hasta su plenitud y consumación en Dios. Esta afir­mación implica que fueron realización y expresión de la presencia de Dios, de su amor y de su salvación, no soló los momentos supremos, por así decirlo «oficiales», de esta vida (el nacimiento y la muerte), sino que Dios se manifiesta también en los sucesos más pequeños y trivia­les. De donde se derivan dos importantes presupuestos de la teología de los sacramentos: por un lado, que no es posible, desde la óptica de la fe cristiana, la escisión de la realidad en un ámbito sacro y otro profano. Un ám­bito sacro (es decir, referido a lo sacrum, a lo santo) significaría apartar a hombres y cosas de lo «mundano» para orientarlos exclusivamente a Dios, para reservár­selos a él sólo, para que estuviera cerca sólo de él. Pero la encarnación de Dios en Jesús de Nazaret dice, por el contrario, que el ámbito en el que Dios se acerca a los hombres comunicándose y permaneciendo junto a ellos no está separado del mundo, aunque éste tenga un ca­rácter tan marcadamente negativo. El distanciamiento

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cristiano frente al mal de este mundo no se expresa me­diante la creación de ámbitos sacros, ni la realización religiosa del cristianismo puede consistir en acciones sa­cras.

Por otro lado, incluso la singular presencia de Dios en Cristo necesitaba, para ser conocida, de «los ojos de la fe» y de la interpretación; no era evidente en sí misma y sólo se la podía percibir allí donde los hombres no se cerraban a la comprensión concedida por Dios. Y así, la revelación de Dios no excluye, ni siquiera en Jesús, sino que incluye un verdadero ocultamiento. Su cercanía quedaba oculta no sólo bajo las condiciones de una vida humana (ocultamiento de un ser creado) sino que se entenebreció aún más en la espantosa muerte en cruz (ocultamiento de un ser culpable). La «palabra de la cruz» (ICor 1,18-31) sirve, pues, de orientación en el ámbito de la teología de los sacramentos.

Entre los presupuestos de fe de la concepción sacra­mental se halla la convicción de que Dios no abandonó a su suerte, en la hora de la muerte, al Jesús que él mismo había enviado, sino que le acogió en su dimensión di­vina. Según los testimonios de la fe, salvó lo que había de humano y perecedero en Jesús mediante su Espíritu, que tiene el poder de dar a todo lo terreno y perecedero un nuevo e imperecedero modo de ser. De ahora en adelante, la humanidad, la corporeidad de Jesús, está marcada por el Espíritu, causada por el Espíritu, es pneumática y se halla, por ende, sustraída a las limita­ciones del tiempo y del espacio.

Después de la partida de Jesús a Dios, este mismo Espíritu establece el modo como Dios permanece pre­sente en los hombres, se les comunica, les actualiza a Jesús20. Les da -nos da- la capacidad de entender la vida y la obra de Jesús en orden al misterio divino y de comprender así sus dimensiones más profundas, que de-

20. Cf. sobre este punto, cf. las pneumatologías de Y. Congar, El Espíritu Santo, Herder. Barcelona 1983: Ch. Schütz. Einführung in die Pneumatologie, Darmstadt 1985.

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ben permanecer ocultas a quienes no pasan de la super­ficie de los hechos de la historia. Lo que la Iglesia es en su núcleo más íntimo, lo que constituye la esencia de los sacramentos, son cosas imposibles de entender sin el pneuma divino. El Espíritu no sólo proporciona una comprensión personal, individual, de Jesús y de su mi­sión, sino que dispone además al creyente a recibir a Jesús desde la Iglesia, cuyas concepciones de la figura de Jesús son siempre más amplias y completas que las de cualquier concepto que de él puedan hacerse las perso­nas privadas. De aquí se derivan consecuencias muy concretas para el modo de abordar el Nuevo Testamen­to en lo referente a la Iglesia y los sacramentos. Los escritos neotestamentarios implican la voluntad de acep­tar la conexión permanente, creada por el Espíritu, en­tre Jesús resucitado y la Iglesia, a la que llaman «cuerpo de Cristo». Estos textos significan que se aceptan como auténticas las profundizaciones teológicas que desbor­dan el ámbito de los Sinópticos y están unidas a los nom­bres de Pablo y Juan; inducen también a reconocer co­mo legítimos y como causados por el Espíritu los testi­monios sacramentales del Nuevo Testamento que, se­gún la investigación, son indudablemente formaciones de las comunidades de la primitiva Iglesia. Es el Espíritu de Dios el que, como vivificador, empuja a la Iglesia hacia adelante por los caminos de la historia, quien la impulsa a buscar la manera acertada de presentar el tes­timonio de la fe, quien puede preservarla del estan­camiento y de la tentación de dirigir la mirada sólo hacia el pasado, quien quiere iluminar las sombras arrojadas en su presente por la culpa humana. Reconocer, pues, a este Espíritu significa aceptar la necesidad de reformas y de cambios, también en el ámbito sacramental.

El Espíritu mantiene en movimiento a la humanidad, que es desde el principio Iglesia21, y a la Iglesia insti-

21. Sigue siendo importante Y. Congar, «Ecclesia ab Abel», en R. Reding (dir.), Abhand-lungen über Theologie und Kirche, Dusseldorf 1952, 79-108.

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tucionalmente surgida de Israel, que fue su avanzada22, en aquel movimiento que tuvo su inicio y tendrá su fin en el misterio eterno e incomprensible de Dios. A este fundamento divino de todo cuanto es y será, lo llama la teología trinitaria, con una expresión tomada del mismo Jesús, «Padre». El es el amor que se difunde y derrama, de él brotan, bajo diversas formas, la Palabra, el Espí­ritu, y la humanidad, para que la creación y la humani­dad estuvieran preparadas para el reino de su gloria. La teología de los sacramentos, concentrada en el ámbito de los símbolos, analiza la doble dirección de este mo­vimiento, desde Dios a la humanidad en la misión del Hijo y del Espíritu, y desde la humanidad -a una con el Hijo y el Espíritu- a la gloria de Dios Padre.

22. Cí. J. Daniélou-H. Vorgrimler (dir.), Sentiré Ecclesiam (Homenaje a Hugo Rahner), Friburgo 1961.

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2. Ubicación de los sacramentos

2.1. Los sacramentos como liturgia de la Iglesia

Ahora es ya posible pasar a determinar con mayor precisión el lugar teológico de los sacramentos: éstos son una parte esencial de la liturgia de la Iglesia. A explicar esta afirmación se dedican las páginas siguientes.

En el curso de la renovación de la reflexión sobre la Iglesia llevada a cabo en este siglo, se descubren una y otra vez intentos por exponer en un puñado de densos y precisos conceptos las tareas de la Iglesia. Podría, sin duda, conseguir asentimiento ecuménico una formu­lación como: la Iglesia intenta poner en práctica el se­guimiento de Jesús mediante el culto, la predicación y el servicio a los hombres y a la sociedad1 o mediante leitourgia, martyria y diakonia. Esta descripción de las tareas fundamentales de la Iglesia es, por supuesto, me­nos problemática que el recurso del Vaticano II a los conceptos ministeriales derivados -y muy necesitados de aclaraciones- de tareas sacerdotales, doctrinales y pas­torales que competen a Jesucristo y a la Iglesia consi­derada en su conjunto (la jerarquía y todos los restantes miembros)2.

1. Cf. H. Háring, Iglesia-Eclesiología, en DCT I. El artículo expone, con visión sistemáti­ca, una buena síntesis de los problemas de la eclesiología.

2. Cf. L. Schick, Das dreifache Amt Christi und der Kirche, Francfort-Berna 1982. Cf. también más adelante, cap. 11.

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Siempre ha existido la tentación de destacar unila-teralmente una de estas tareas, a saber, la litúrgica, y de minusvalorar, por consiguiente, las otras dos. Cuando se concibe a la Iglesia no como una agrupación meramente humana, que debería explicarse desde la sociología, sino como el cuerpo de Cristo, que sólo vive con y desde su cabeza, cuando se atribuye toda la actividad de la Igle­sia -tal como esta actividad debe ser cuando alcanza sus objetivos- a la iniciativa y la ayuda del Pneuma divino, entonces es preciso dejar al juicio de Dios cuál de las concretas tareas de la Iglesia es, a los ojos divinos, la más distinguida. No se puede considerar de antemano a la liturgia -con su parte constitutiva esencial, los sacra­mentos- como la suprema forma de realización de la Iglesia.

La gran teología lo ha sabido desde siempre: Dios no «vincula» su gracia a los sacramentos3.

Deben tenerse en cuenta estas reflexiones cuando se plantea la pregunta de qué es, en definitiva, la liturgia y qué definición debe darse de ella. Emil Joseph Lenge-ling (1916-1986), resumiendo la tradición oficial católi­ca, elaboró la siguiente fórmula: «Liturgia es la actua­lización de la nueva alianza, realizada por la comunidad eclesial, a través de Cristo, el mediador entre Dios y los hombres, en el Espíritu Santo, bajo unos signos eficaces y en el orden legítimo»4. Ya en estas mismas palabras aflora un problema: «alianza» es una denominación de las relaciones con Dios que sólo puede emplearse con algunas restricciones5. Cuando se utiliza el concepto de «nueva alianza» debe tenerse en cuenta que no debe abusarse de él para minusvalorar la alianza antigua; la relación adecuada con Dios, querida por Dios mismo, es

3. Tomás de Aquino, S. th. III. q. 64, a. 7, c. 4. DCT I. Todo el artículo de Lengeling ofrece una excelente información. 5. La investigación viejotestamentaria ha mostrado que en la redacción final del Deute-

ronomio se abandonó la concepción de que Dios se comporta con su pueblo en el marco de un contrato (de vasallaje): Yahveh es un Dios fiel, cuya indescriptible fidelidad no depende de que los hombres cumplan las obligaciones del contrato. El concepto de alianza tiene tintes jurídicos y no incluye ya de por sí el amor y la gracia.

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actualizada por la Iglesia también mediante martyria y diakonia. También éstas son, en sentido amplio, «sacra­mentales», en cuanto que testifican de forma perceptible y comprensible la presencia real de Dios. Esto aparte, la definición se adapta bien como aproximación a la teolo­gía de los sacramentos. Las líneas que siguen se funda­mentarán siempre en las declaraciones y manifestacio­nes del concilio Vaticano n. Este concilio no sólo ha recogido la herencia del movimiento litúrgico de este siglo, sino que ha desarrollado además una notable litur­gia sacramental6.

Es de primordial importancia la idea (que brota de los presupuestos de la teología de la gracia) de que la liturgia es posibilitada y sustentada por Dios mismo, que es quien introduce en el gran movimiento de retorno a él a quienes se confían a él en la liturgia. Los especialistas en temas litúrgicos gustan de hablar, y ciertamente con razón, de los dos aspectos o componentes de la liturgia7. El aspecto «descendente», o catabático, se refiere al «descenso», a la venida salvadora de Dios en el Espíritu Santo; con el aspecto «ascendente», o anabático, se de­signa la glorificación de Dios Padre, el servicio divino o el culto en sentido estricto. Pero no deben concebirse estos dos componentes como si el primero afectara sólo a Dios y el segundo se refiriera a la parte puramente humana.

La «venida» de Dios no debe entenderse, por su­puesto, como si «antes» no hubiera estado presente. El hombre sólo puede glorificar a Dios mediante el Es­píritu que habita en él (Rom 8,26; 5,5). Es preciso ad­vertir, en este contexto, que en ningún caso es lícito identificar a Jesucristo con la Iglesia (en contra de la afirmación sustentada en el siglo XIX, según la cual la Iglesia sería «Cristo que continúa viviendo» en la tierra),

6. Cf. F. Eisenbach, Die Gegenwarí Jesu Christi im Goííesdienst. Systematische Studien zur Liturgiekonstitution des Zweiten Vatikanischen Konzils, Maguncia 1982.

7. E.J. Lengeling, o.c. El Vaticano n llama a estos dos componentes «glorificación» y «santificación» (SC 7).

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pero el Espíritu divino es uno y el mismo en la cabeza y en los miembros del cuerpo de Cristo8.

La expresión «actualización de la nueva alianza», tal como se la entiende en la definición de la liturgia, recu­rre a la terminología aliancista de los relatos de la última cena (concretamente ICor 11,25; Le 22,20). La «nueva alianza» designa la totalidad de los hechos salvíficos de Jesucristo, de su obra redentora (para utilizar los con­ceptos sintetizadores habituales en la teología para de­signar lo que Jesús fue e hizo por y para nosotros). En la Constitución sobre la liturgia del concilio Vaticano n se habla de la «obra de nuestra redención» (SC 2, 5), de la «obra de salvación» (SC 6) o del «misterio de Cristo» (SC 35, 102). Forma parte de este misterio su vida toda, hasta su nueva venida en la parusía (SC 102), con el punto culminante del «misterio pascual» (SC 5).

La definición de la liturgia, que como ya se ha dicho incluye en sí toda una tradición eclesial, entiende por «actualización de la nueva alianza» la actualización sal-vífica de esta totalidad de los hechos salvíficos de Jesús. Y dado que estos hechos de Jesús son inseparables de su persona y que, además, la fe parte de la certeza de que Jesús y sus hechos salvíficos viven junto a Dios, y puesto que estas dos cosas no pueden ser actualizadas ni tras­ladadas al momento presente por ningún poder hu­mano, se concluye que es Jesús mismo el que causa, en el Espíritu Santo, esta presencia (o, como dice la defini­ción: «realizada por Cristo... en el Espíritu Santo»). Se reasume así un viejo tema: durante siglos, y con la mi­rada puesta especialmente en la eucaristía, se ha venido discutiendo el problema de cómo puede hacerse real­mente presente en el momento actual un hecho del pa­sado y cómo debe entenderse exactamente la presencia de Jesucristo9.

8. H. Mühlen, Una mystica persona, Munich-Paderborn 31966, 359-598 (para la eclesio-logía pneumática del Vaticano n).

9. Este tema tiene una enorme importancia ecuménica. Las perspectivas más promete­doras se abren a partir de las reflexiones desarrolladas por Odo Casel, asumidas y explicadas

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Llegados aquí, es importante para nuestra temática teologicosacramental determinar quién es, en la concep­ción de la Iglesia católica, y de su teología, el sujeto (el portador activo) de la liturgia y cómo se concibe en la liturgia la presencia de Jesucristo.

2.2. El sujeto de la liturgia de la Iglesia

La doctrina teológica del concilio Vaticano II acerca del sujeto de la liturgia puede resumirse de la siguiente manera10: Jesucristo no es mero objeto del recuerdo, ni sólo el fundamento permanente (la causa) de la liturgia; es, más bien, el sujeto presente, que actúa aquí y ahora, de todos los actos litúrgicos que revisten importancia para la salvación de los hombres. Se une así a la Iglesia como a algo que siempre está referido a él, que depende de él, que es sólo sujeto secundario de la liturgia.

La doctrina según la cual Jesucristo es el sujeto prin­cipal de la liturgia, su portador y sustentador activo, el que desempeña la acción esencial, hunde sus raíces en la teología de los padres de la Iglesia y en sus reflexiones sobre los textos de teología sacramental de Pablo y Juan y, sobre todo, de la carta a los Hebreos. Entre los santos padres merece ser citado en lugar preferente Agustín. El fundamento de esta doctrina patrística es, por supuesto, la convicción de fe de que Jesús ha resucitado de entre los muertos, que ahora vive para siempre, como reden­tor, junto a Dios, y quiere llevar activamente a su punto final su misión de congregar a los hombres y conducirles al Padre.

La Iglesia, que depende de Jesucristo y no puede actuar por sí sola, es el sujeto secundario de la liturgia.

por numerosos autores y a las que han prestado atención también algunos teólogos evangéli­cos. Cf. F. Eisenbach, o .a ; A. Schilson. Theologie ais Sakramententheologie. Die Mysterien-Iheologie Odo Caséis, Maguncia 1982. Cf. también infra, 8.5.

10. Me apoyo aquí, aunque con algunos puntos de vista personales, en F. Eisenbach, o . c , 217s. Los textos fundamentales son SC 7 y 47.

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El concilio Vaticano II acometió en diversas ocasiones la tarea de confirmar la conciencia de que todos los creyen­tes son Iglesia. En esta línea se inscribe la insistencia en el pueblo de Dios como magnitud precedente a la di­visión de clérigos y laicos (LG 9-16); aquí tienen su lugar las afirmaciones sobre el sacerdocio común de todos los creyentes (SC 14, 48; LG 9s, 26,34). El hecho de que el concilio haya considerado necesario destacar en varias ocasiones las diferencias y las competencias jerárquicas no modifica en nada la concepción básica de que todos los miembros de la Iglesia participan activamente en la liturgia11.

Este modo de hablar acerca de la «Iglesia» puede, tal vez, parecer demasiado abstracto. ¿Quién es, en concre­to, la Iglesia que sirve, como sujeto secundario de la liturgia, a Jesucristo? Según una doctrina constante, de la que ofrecen numerosos testimonios los santos padres y que ha sido reasumida también por el concilio Vatica­no II, la Iglesia en concreto es la comunidad reunida, por reducido que sea el número de los participantes. El sujeto secundario concreto de la liturgia es la comunidad reunida que celebra la liturgia. Lo que la Iglesia es, aquello que constituye su núcleo (su esencia, su miste­rio) lo que está orientado hacia la salvación de los hom­bres, se realiza en la asamblea litúrgica (hasta en la más pequeña), y se anuncia también hacia el exterior. Y es precisamente aquí donde acontece la presencia de Jesu­cristo12.

11. Cf. H. Vorgrimler, Liturgie ais Thema der Dogmatik, en K. Richter (dir.), Liturgie, ein vergessenes Thema der Theologie?, Friburgo 1986, 113-127, espec. 125ss, con cierta reser­va respecto de la idea de una liturgia prescrita «desde arriba».

12. K. Rahner, Über die Gegenwart Chrisíi in der Diasporagemeinde nach der Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzils, en Schriften VIII, 409-425. Se produce un auténtico acto de la Iglesia cuando miembros de la Iglesia, capacitados y sostenidos únicamente por la gracia de Dios, dirigen su oración a Dios. Tal como ha mostrado Rahner (con la oposición de J. Pascher) para realizar una oración «en nombre de la Iglesia» no se requiere delegación nin­guna de una autoridad eclesiástica. Cf. sobre esto F. Eisenbach, o . c , 273s. El nuevo Código de derecho canónico ha omitido, consecuentemente, la distinción entre bendiciones privadas y bendiciones eclesiales. Cf. infra 13.

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2.3. La presencia de Jesucristo en la liturgia

La praxis de la liturgia y, por ende, de los sacramen­tos, vive de la convicción de fe de que Jesús, en quien estuvieron y están unidas la divinidad y la humanidad, quiere y puede hacerse realmente presente en cuanto Señor resucitado, viviente y exaltado, para aquellos que creen en él y a él se orientan. Esta convicción creyente se fundamenta a su vez en las experiencias de la presen­cia de Jesús resucitado de entre los muertos: «Porque donde están dos o tres congregados por razón de mi nombre, estoy yo entre ellos» (Mt 18,20).

La idea de la presencia de Dios en la comunidad reunida pertenece al acervo conceptual común a judíos y cristianos. La asamblea del pueblo de Israel (qahal; en la traducción griega del Antiguo Testamento ekklesia, asamblea, iglesia) vive de y en la conciencia de la pre­sencia de Dios. Dios habita en los hombres a modo de la misteriosa y resplandeciente sekinah. «Donde están dos sentados y están entre ellos las palabras de la Torah, allí permanece la sekinah entre ellos», pudo afirmar la Mis-nah (Sentencias de los padres III, 2). La concepción cris­tiana del servicio divino y la concepción católica de la liturgia no dice que la comunidad reunida cause la pre­sencia de Dios. La comunidad en cuanto sujeto (secun­dario y dependiente) de la liturgia está orientada, en la fe, la esperanza y el amor, a la venida de Dios y todo lo que puede hacer es orar pidiendo esta venida. Esta oración confía en la promesa del Resucitado.

Pero, ¿qué quiere decir aquí presencia? Karl Rahner ha desarrollado una serie de reflexiones13, según las cuales la presencia es siempre, para los hombres, una presencia mediada, necesitada de un médium asequible y comprensible al modo de ser humano. Esta afirmación es aplicable también a la presencia de Dios, en cuanto

13. K. Rahner, Die Gegenwarí des Herrn in der christüchen Kultgemeinde, en Schrifíen VIII, 395-408.

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que se abre paso, desde un estar presente y silencioso en la creación hasta la conciencia humana, hasta el corazón del hombre. En la perspectiva teológica hay una sola presencia de Dios, a saber, la autocomunicación de Dios a lo no divino. Pero esta presencia es experimentada y se hace consciente según las diversas maneras en las que la presencia de Dios actúa dinámicamente, como gracia, en los hombres. Y puede ocurrir muy bien que en dicha actuación se registren grados de intensidad totalmente diferentes entre sí. De todas formas, la meta final es siempre la misma: la comunicación real, graciosa, perso­nal del hombre con Dios.

Estas ideas acerca de la presencia mediada de Dios necesitan alguna mayor precisión cuando se las aplica a la liturgia. Desde el punto de vista de la teología trinita­ria hay que decir que la promesa de la presencia de Dios en la asamblea litúrgica no se refiere simplemente al misterio divino eterno e incomprensible que Jesús anun­ciaba de su y nuestro Padre. Sería erróneo pensar que la liturgia hace presente a Dios Padre. Más bien somos nosotros (también) los que en la liturgia y con su ayuda somos hechos presentes a Dios Padre, somos llevados ante su rostro por su Hijo Jesús en el Espíritu Santo. Este, como algo que es común a Jesús y a los fieles, es, en la liturgia, el médium de la presencia de Jesús14, de su persona y de todo el destino de su vida. Las maneras concretas en que este médium -el Pneuma de Dios- ac­túa eficazmente en la liturgia, es decir, los modos como lleva a cabo la presencia de Jesús en su persona y en sus obras, son las acciones simbólicas de la Iglesia (o «signos eficaces»), como dice la antes mencionada definición de la liturgia, y de forma destacada los sacramentos), en las que quien verdaderamente actúa es Jesús, la Palabra que -cuando es leída como Palabra de Dios- es pronun­ciada por el mismos Jesús, y, en fin, la oración y los cantos de la comunidad reunida (SC 7).

14. Ibfdem, 398.

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De lo dicho se deduce claramente que esta actualiza­ción de Dios por Jesús en el Espíritu Santo es producida por la iniciativa del Espíritu divino, una iniciativa que despierta también la fe de la Iglesia que celebra la litur­gia. Con todo, esta actualización, esta presencia actual de Dios, sólo alcanza su meta cuando las posibilidades de mediación, sobre todo la de la liturgia, llegan hasta el nivel de la conciencia y son emocionalmente aprehen­didas. Insertarse, introducirse en la liturgia, cuyo sujeto y portador es siempre Jesucristo, significa, en todos y cada uno de los casos (y en todos y cada uno de los sacramentos) el recuerdo de Jesús; la celebración de la liturgia es celebración del recuerdo, es memorial de Je­sús, un recuerdo cuya intensidad subjetiva depende de la vivencia de Jesús que tienen las personas que lo cele­bran. Esta celebración es siempre un insertarse, un ins­cribirse en la voluntad de Dios anunciada en Jesús, de tal modo que su intensidad se manifiesta también en la voluntad de llevar un género de vida según los deseos de Jesús.

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3. La economía sacramental de la salvación

El «pensamiento sacramental» es un modo de com­prensión. En esta frase, la palabra «sacramental» se em­plea en un sentido amplio. Quiere expresar la experien­cia de fe de que una situación o circunstancia concreta, aprehendida a través de los sentidos, una realidad o un acontecimiento exterior, es «más», encierra algo «más profundo» que lo que aparece en la superficie y a pri­mera vista. Dado que aquí nos ocupamos de un modo de ver propio de la fe cristiana, se ha elegido, a ciencia y conciencia, la palabra «sacramental», porque la realidad interior y más profunda, que se sirve, como de medio, de la realidad exterior, es la realidad del Dios trascen­dente. En nuestro contexto, la palabra «sacramental» es más exacta y más apropiada que el adjetivo «simbólico», pues, si bien todo lo sacramental es simbólico (en el sentido del símbolo real), no todo lo simbólico es sacra­mental, porque no todo símbolo (real) media o transmi­te la presencia de Dios.

Según una concepción específicamente católica, la historia de Dios con los hombres tiene estructura sacra­mental, en el sentido de que el movimiento que parte de Dios y que, a lo largo y ancho de toda la historia hu­mana, retorna a Dios, va adquiriendo rasgos sacramen­tales cada vez más precisos. Para la comprensión de la fe «más precisos» significa aquí: rasgos sacramentales que

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no se apoyan sólo en la comprensión y en la interpre­tación humana, sino que están vinculados a la promesa explícita y eficaz de Dios.

Este modo de ver las cosas se apoya en la concepción de la acción historicosalvífica cristocéntrica de Dios, que hunde sus raíces en la teología neotestamentaria y tiene en el Símbolo -es decir, en la confesión de fe- su expre­sión más exacta y concisa. Dicha acción historicosalvífi­ca de Dios, la oikonomia, se encuadra por supuesto en un marco teológico: tiene su punto de partida en el amor del Padre, que se difunde y derrama y vuelve a él, glo­rificándolo, para que sea «todo en todos» (ICor 15,28). Pero, mientras tanto, todo está concentrado en la afir­mación histórica de lo que puede decirse de Dios, en la autocomunicación radical de Dios a lo no divino, en la venida de Dios en carne humana. «Toda la oikonomia es acontecimiento en Cristo. Cristo no reparte con el Espí­ritu, pues todo le pertenece (en cuanto obra subjetiva histórica, tal como se la describe en el Credo), del mis­mo modo que también le pertenece todo al Espíritu, que es de Cristo, como aquello que hay que anexionarse y hacer suyo»1.

El acontecimiento que se inicia con el comienzo mis­mo de la creación es ya un acontecer en Cristo y, por consiguiente, es sacramental, aunque en un sentido no institucional. El acontecimiento de anexión o apropia­ción que brota del Espíritu de Jesucristo es, por el con­trario, sacramental en un genuino sentido institucional. A esta concepción responde una sencilla clasificación de la economía sacramental de la salvación: la creación y la elección como sacramento, Jesucristo como protosacra-mento o sacramento originario, la Iglesia como sacra­mento básico o fundamental, cada uno de los sacramen-

1. A. Grillmeier, Christologie, en LThK II, 1156-1166, aquí 1161. Todo el artículo es sumamente ilustrativo para la relación entre theologia y oikonomia en la tradición cristiana. Cf. también una excelente síntesis de la reciente investigación y de los últimos descubrimientos de la economía sacramental de la salvación en el siglo xx en CE O'Neill, en H. Vorgrimler-R. Vander Gucht (dirs.), Bilanz der Theologie im 20. Jahrhundert III, Friburgo 1970, 252ss.

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tos concretos como realizaciones actualizadoras del sa­cramento fundamental.

3.1. La creación y la elección como sacramento

La fe en la creación dice que el Dios eterno e in­creado permite, con soberana libertad, existir lo total­mente otro y, al admitirlo, lo mantiene, lo conserva en el ser. La relación de Dios con los hombres, de cuya existencia está plenamente convencida la fe judeocris-tiana, se refiere a algo distinto de lo que expresa esta breve descripción de la fe en la creación. Para empezar: Dios quiere hacerse perceptible a los hombres, quiere comunicarse con ellos, quiere descubrirles el sentido y la meta de sus vidas. Y esto ocurre al anunciarse, a través de las realidades creadas, como Padre interesado en la suerte de los hombres. Los hombres sólo pueden perci­bir por intermediación sensible esta realidad espiritual tan radicalmente diferente, que vive en otra dimensión, a la que llamamos Dios. Si, pues, lo creado es, en este sentido, transparencia hacia Dios y si los hombres inter­pretan en óptica religiosa las experiencias correspon­dientes, se llega a una fe fundamental. Esta fe no consis­te en que los hombres piensen que pueden adueñarse del poder del más allá -lo que sería magia- sino más bien en el reconocimiento de la plena y total dependen­cia de lo creado respecto de Dios, en la humilde acep­tación voluntaria de la meta señalada por Dios. Los hombres pueden dar a esta fe una expresión corpórea mediante signos palpables y perceptibles o mediante ac­ciones simbólicas, y repetir así situaciones del conoci­miento de Dios. ¿Quién se atreverá a negar que Dios, a quien nadie encuentra sin que él lo haya encontrado primero, puede conceder en tales circunstancias un en­cuentro en gracia con él? Tales encuentros serían lo que la teología clásica llama «sacramentos naturales».

Pero, superado este estadio, la tradición de fe judía

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habla de experiencias según las cuales Dios quiso anun­ciar a toda la humanidad, por medio de la elección de un pueblo, su voluntad concreta, quiso poner su morada permanente entre los hombres de modo que éstos, en la unidad del amor a Dios y el amor a los hombres, fueran capaces de crear situaciones acordes con la voluntad di­vina, de tal suerte que el mundo humano pudiera con­vertirse en reino de Dios. Si también ahora, y en razón de la fundamental diferencia entre Dios y los hombres, el encuentro de Dios con sus elegidos necesita ser me­diado, se perfilan dos modos relevantes de «estructura sacramental»: la mediación o transmisión de la palabra de Dios en palabras humanas y la asamblea que recuer­da, agradece, glorifica y se reconcilia con Dios. Es evidente que ambos modos, con su acuñación dialógica, están unidos en la oración de respuesta y de súplica. Puede detectarse la presencia de los «sacramentos viejo-testamentarios» sobre todo en las asambleas litúrgicas de los hijos de Israel, aunque desde la perspectiva cris­tiana deban añadirse algunas reflexiones teológicas so­bre esta materia.

La posterior fijación cristiana en ritos aislados a pro­pósito de los «sacramentos viejotestamentarios» estaba ya dominada por un pensamiento que trabajaba con es­quemas y se preguntaba, en consecuencia, cuál es la «materia» de un sacramento. Debería ser evidente que un acto ritual, como por ejemplo la circuncisión, que ha surgido por motivaciones tanto nacionales como higié­nicas, no puede reclamar para sí el mismo rango que una asamblea litúrgica del pueblo elegido. Este ejemplo muestra cuan problemático resulta que los cristianos juzguen «desde fuera» las señales y las acciones simbó­licas en las que posiblemente tiene lugar un encuentro con Dios. Sobre este punto baste aquí señalar, a pro­pósito de otras religiones no cristianas, que no se ve razón alguna para negar que puedan darse en ellas «sa­cramentos extracristianos».

Pero, una vez más, la situación es distinta cuando se

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trata de los sacramentos de Israel. Y no sólo porque los judíos siguen siendo el pueblo elegido de Dios, pues los dones y las promesas divinas son irrevocables, sino tam­bién porque la palabra de Dios, convertida en Israel en palabra humana, conserva su carácter vinculante para la Iglesia y porque la asamblea litúrgica de Israel, que su­plica en la oración la presencia de Dios, permanece unida, bajo más de un aspecto, a la liturgia de la Iglesia.

3.2. Jesucristo como sacramento originario

La convicción de fe de que Jesús es el sacramento de Dios tiene hondas raíces en el Nuevo Testamento. Los testimonios sobre los acontecimientos de su vida, sobre su trato y relaciones con los hombres, muestran hasta qué elevado punto su persona fue un «signo», una de­mostración de la presencia de Dios (también aparecen en esta vida los elementos que ponen en peligro un sa­cramento: la tentación, el miedo...). Toda su vida, espe­cialmente los momentos culminantes, y en primer lugar su muerte, son símbolos reales de la presencia concreta de Dios. Unido a ello, aparece la interpretación dada por el propio Jesús: También el acontecimiento de la palabra que sucedió en él tenía carácter sacramental, actualizador de Dios2.

La posterior concepción neotestamentaria de Cristo destacó acertadamente esta sacramentalidad de Jesús. Sin perder sus rasgos personales -dice Augustin Schmied- Jesús, como Cristo, ha atraído hacia sí el po­der de los protosímbolos humanos (luz, fuente, pastor, puerta, pan)3. Se le puede describir como el icono, la imagen por excelencia de Dios (2Cor 4,4; Col 1,15)4,

2. Cf. los datos sobre este punto en A. Schmied, Perspektiven (véase bibliografía Ib). 3. A. Schmied, o . c , 19. 4. Ch. von Schónborn, L'icóne du Christ, Friburgo 21978 (donde se muestra que existe una

teología del tipo-antitipo genuinamente tipológico-historicosalvífica y cristológico-trinitaria que no es de origen platónico).

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como la epifanía visible de la esencia invisible de Dios (Heb l , ls ; Un 1,1; también Jn 14,9).

El dogma cristológico de Calcedonia del año 541 (DS 301; Dz 148) profundizó esta concepción sacramental de Jesús. Si debe admitirse que la intención de Dios respec­to de la humanidad consistió en que quiso comunicarse a sí mismo y quiso expresarse dentro de la humanidad, entonces es cuando se advierte claramente que Dios mantenía con firmeza y sin impedimento esta meta, con la única condición de que a su comunicación y promesa respondan los hombres con una pura y simple acep­tación. La intimísima cercanía de Dios (su esencia, la gracia increada) y la naturaleza humana que le recibe como símbolo real de esta cercanía (signo eficaz) se dan en Jesús sin confusión ni división. Esta fórmula traza también el límite del dogma cristológico: el carácter de acontecimiento, de cosa realmente sucedida, de esta unión insuperable de Dios y el hombre, su dinámica, se expresa de manera a lo sumo implícita en esta afir­mación más bien estática de las dos naturalezas unidas en la persona de Jesús.

La denominación de Jesús como sacramento se apoya en la teología neotestamentaria del mysterion5. En las cartas a los Efesios y a los Colosenses la palabra mysterion no se refiere a un misterio, sino a los propósi­tos salvíficos de Dios, tal como los reveló y los llevó a cabo en el curso de su oikonomia. Su revelación plena y su realización total aconteció en Jesucristo (Ef l,9s; 2,11-3, 13; Col 1,20. 26s; 2,2; cf. también Rom 16,25s). De ahí que muchos padres de la Iglesia, entre ellos el influyente Agustín, le llamen mysterium Dei. Y dado que en las antiguas versiones latinas de la Biblia la pala­bra mysterion se traducía por sacramentum (cf. infra, 4.1) resultaba obvio llamar a Jesucristo sacramentum Dei.

5. Sigue siendo fundamental todavía hoy día G. Bornkamm, Mysterion, en ThWNT IV, 1942, 809-834.

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Para Tomás de Aquino, Jesucristo es el «sacramento fundamental, en cuanto que su naturaleza humana cau­sa, como instrumento de la divinidad, la salvación» (Wolfgang Beinert)6. Partiendo de Agustín7, pudo muy bien afirmar Martín Lutero: «La Sagrada Escritura sólo conoce un sacramento, Cristo, el Señor»8. Cuando, al hilo de las grandes renovaciones de la teología eclesial del siglo XIX (cf. infra 3.3), se prestó una mayor aten­ción a la sacramentalidad de la Iglesia y a su relación con la sacramentalidad de Jesucristo, se aplicó, en un primer momento, a Jesús la denominación de «el gran sacra­mento»9. Al reanudarse en el siglo XX esta línea de pen­samiento, fue, al parecer, Cari Feckes (t 1958) el pri­mero que, en 1934, designó a Jesucristo como Ursa-krament (protosacramento o sacramento originario) so­bre el que se apoyarían y del que se derivarían «el mun­do sacramental» de la Iglesia y cada uno de los sacra­mentos concretos10.

Dentro del espíritu de renovación del tomismo y ba­jo la influencia de la filosofía existencialista del encuen­tro (experiencia del otro), describió Edward Schille-beeckx (nació en 1914) a Jesucristo como el sacramento del encuentro con Dios11. Más en concreto, consideraba que el protosacramento era el ser humano de Jesús, por­que precisamente en él había acontecido el doble mo­vimiento: irrupción de la gracia «desde arriba», culto del amor a Dios «desde abajo». En la cristología de Karl Rahner se entendía a Jesucristo -ya antes del concilio-

6. Summa contra gen. IV, a. 41. W. Beinert, Die Sakramentalitat der Kirche im theologi-schen Gesprach, en Theologische Berichte 9, Zurich 1980, 13-66, aquí 17s.

7. «Non est enim aliud Dei mysterium nisi Christus» (Ep. 187, 9,34; CSEL 57/4, 113). 8. Disp. de Fide infusa et adquisita (WA 6,86, 5ss). 9. W. Beinert, o . c , 22. 10. Ibídem 23. En ibídem, 17, ofrece el dato de que el canonista evangélico Rudolf Sohm

(t 1917), en una colaboración publicada por vez primera en 1918, había afirmado; «Para la Iglesia viejo-católica el protosacramento es Cristo mismo.»

11. E. Schillebeeckx, Christus, Sakrament der Gottbegegnung, Maguncia 1959. Se trata de una redacción resumida del tomo u de una teología de los sacramentos siguiendo las ideas de Tomás de Aquino y con la mirada puesta en la actual problemática de los sacramentos. Del primer volumen, publicado en Amberes, en 1952, bajo el título de De sacraméntele heilseco-nomie sólo existe edición holandesa; este primer volumen ofrece preciosos materiales de la tradición eclesial relacionados con los temas de todo este capítulo 3.

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como «la presencia real histórica de la misericordia es-catológicamente victoriosa de Dios en el mundo», o también como «la primordial palabra sacramental de Dios en la historia de la humanidad una»12.

El concilio Vaticano II ha expresado la sacramentali-dad de Jesucristo de la mano de la cristología de Calce­donia y en la línea de pensamiento de Tomás de Aqui-no, pero sin recurrir a los conceptos de «sacramento» o de «sacramento originario». En la reciente teología ca­tólica se acepta generalmente, a cuanto yo sé, la concep­ción de Jesucristo como el sacramento originario.

3.3. La Iglesia como sacramento fundamental

La idea de que Jesucristo vive y lleva adelante, en el Espíritu Santo, su misión de transformar la humanidad hasta que la creación alcance su plenitud para gloria de Dios Padre presupone la intervención del Resucitado en la humanidad. La eclesiología del Nuevo Testamento entendió desde el principio a la Iglesia como la comuni­dad de seguimiento que, henchida y guiada por el Pneu-ma divino, continúa la misión de Jesucristo. Esta perma­nencia continuada de la acción salvífica de Jesús no es entendida en ningún pasaje del Nuevo Testamento co­mo si la Iglesia hiciera suya la tarea de Jesús de modo que representara a un ausente e intentara sustituirlo. Más bien, la conciencia de sí de la Iglesia ha declarado ya desde el primer instante que se sabe plenamente de­pendiente de Jesucristo, formada y configurada por el Espíritu Santo para ser instrumento útil de la presencia permanente de Jesucristo. La descripción de la Iglesia local como cuerpo de Cristo formado por muchos miem­bros que, según Rom y ICor, es congregada por el Espí­ritu divino para formar una unidad, de la que Jesucristo

12. K. Rahner, La Iglesia y los sacramentos, Herder, Barcelona 21967, 14 y 17 (ed. orig. alemana: 1960).

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es la cabeza según Ef y Flp, es algo más que una simple imagen. A ello se añaden las restantes imágenes de la Iglesia en el Nuevo testamento, todas las cuales afirman la plena dependencia de la Iglesia respecto de su verda­dero y no humano pastor, esposo, viticultor, arquitecto, etc.13 Precisamente en virtud de esta subordinación y dependencia, la primitiva Iglesia tuvo plena conciencia de que podía y debía desempeñar, en calidad de instru­mento de Dios, un servicio real para la salvación de los hombres, un servicio mediante la palabra y el sacramen­to (como se dijo más tarde), en el que en la autorreali-zación o en la actualización de la Iglesia (como también aquí se diría más tarde) quien verdaderamente habla y actúa es el mismo Jesucristo.

El Nuevo Testamento testifica asimismo que ya en la primitiva Iglesia este servicio fue desempeñado de ma­nera muy imperfecta. Los cristianos se hicieron culpa­bles de muchas cosas, sus faltas y pecados mancillaron a la Iglesia (que intentó, mediante sus actos penitenciales, restablecer la figura que Dios quería de ella). Desde sus orígenes, estuvo la Iglesia expuesta a la tentación de querer convertirse en una magnitud independiente, en hacerse a sí misma objeto de la proclamación, de com­portarse no según la voluntad de Dios, revelada por Je­sús, sino al modo de «este mundo», de negarse a inser­tarse en el movimiento desencadenado por el Pneuma divino y aferrarse a sus propias tradiciones.

El lugar de la Iglesia en la historia de Dios con la humanidad en la oikonomia estuvo caracterizado desde el principio por la relativización y la provisionalidad (y precisamente en esto consistía y consiste su radical di­ferencia respecto de Jesucristo): su servicio se ordena, en último término, a la gloria de Dios, pero empezando por los hombres y por su vinculación con Dios; lo único que tenía y que tiene que transmitir es lo que ella misma

13. Sintetizado en LG 6s del Vaticano n. En este contexto se hace preciso prestar atención a la eclesiología de Miguel M. Garijo Guembe. Para la concepción evangélica cf. U. Kiihn, Kirche, Gütersloh 1980.

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ha recibido como don; Dios no la pensó ni la piensa hoy día como la figura final de la humanidad, ya que será superada/suprimida en el reino de Dios.

A través de estos componentes teológicos -bre­vemente enunciados- de la Iglesia se advierte claramen­te que se conserva y se prolonga en ella aquella estructu­ra sacramental que hemos venido destacando hasta ahora: en cuanto comunidad de los hombres que creen en Jesús y que desean seguirle, la Iglesia posee una di­mensión externa visible, que alude y remite a una reali­dad más profunda. Su dimensión interior consiste en que Jesucristo la convierte, en el Espíritu Santo, en se­ñal e instrumento de los que se sirve para llevar a su término final su obra de renovación y de transformación de la humanidad, para gloria de su Padre. De este mo­do, la dimensión exterior es como un signo, dotado de estructura historicosocial, que remite no a una magnitud extraña y distante sino a un ser presente, que es el que realmente actúa. La sociedad o comunidad humana que constituye la dimensión exterior no puede por sí sola ni esperar ni implorar ser capaz de prestar este servicio; es el Espíritu divino quien le concede esta esperanza y esta oración. La dimensión exterior está siempre expuesta a cometer abusos y en peligro, por tanto, de oscurecer y menoscabar la realidad interior de la gracia.

En razón de esta estructura sacramental de la Iglesia parece natural que también a ella se la califique de sa­cramento. Al hacerlo así, se le aplicaba un concepto de sacramento amplio, en una época en la que aún no exis­tía el concepto restringido, en cierto modo especiali­zado, de lo que es, estrictamente, un sacramento.

Debemos contentarnos aquí con unas breves indica­ciones respecto de la historia de esta designación14. Los

14. Más detalles en W. Beinert, o.c. (en nota 20); J.M.R. Tillard, en Initiation a lapratique de la théologie II, París 1983, 387-391 (la sacramentalidad de la Iglesia); W. Kasper, Die Kirche ais universales Sakrament des Heils, en Glaube im Prozess, ed. por E. Klinger-K. Wittstadt, Friburgo 1984, 221-239 (bibliografía); Th. Schneider, Die dogmatische Begründung der Ekklesiologie nach dem Zweiten Vatikanischen Konzil. Dargestellt am Beispiel der Rede

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padres expresaron la sacramentalidad de la Iglesia a tra­vés de imágenes más numerosas y diversas que las utili­zadas en el Nuevo Testamento. Hugo Rahner (t 1968) resumió con gran acierto algunas de ellas en estas pala­bras: «La Iglesia es peregrina y al mismo tiempo está ya en el hogar. Forma parte de su doble e indisoluble figura su, por así decirlo, celeste terrenalidad. Es, como acen­túa de nuevo la reciente teología y como sabían ya bien los padres de los primeros tiempos, el gran sacramento hacia el reino de Dios, la madre que muere al dar la vida, la luna cuya luminosidad decrece a medida que se acerca el sol, Cristo, el arca que deja salir a la familia de Dios que, salvada, desembarca en el reino de la paz»15.

El concepto de sacramento fue trasladado a la Iglesia a través de la idea del mysterion (Ef). El primer testi­monio de ello, en Oriente, es el aportado por la Didakhe (Siria-Palestina, primera mitad del siglo n), que califica a la Iglesia de «misterio cósmico», mientras que el pri­mer testimonio occidental lo ofrece Cipriano (t 258), que habla del sacramentum unitatis16. Algunos desta­cados padres de la Iglesia, Agustín entre ellos, hablaron del sacramento (o misterio) de la Iglesia en el marco de la descripción de la economía global sacramental de la salvación17. Una oración del siglo V, que forma parte hoy día de la liturgia y aparece citada por el Vaticano II (SC 5), suplica a Dios que mire benignamente «el sacra­mento admirable de la Iglesia entera».

Tras la acuñación, a mediados del siglo xil, de un concepto especializado y estricto de sacramento, pasó a un segundo plano esta concepción sacramental de la Iglesia (contrariamente a la cristología, cf. 3.2). Se insis­tió en la dimensión exterior e institucional de la Iglesia como reacción a todos los movimientos de reforma

von der Kirche ais dem Sakrament des Heils für die Welt, en Renovatio et reformatio, ed. por M. Gerwing-G. Ruppert, Münster 1985, 80-116 (bibliografía).

15. H. Rahner, Symbole der Kirche. Die Ekklesiologie der Vater, Salzburgo 1964, 653. 16. Testimonios patrísticos en W. Beinert, o . c , 15-17. 17. Ibídem, 16s.

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«desde la base»18. Con la irrupción, en el siglo XIX, de una renovada mentalidad sobre la Iglesia, se redescu­brió la dimensión profunda de la idea de «sacramento» como designación de la Iglesia, no sólo en la etapa ro­mántica de la primera mitad del siglo, sino también en­tre los neoescolásticos de la segunda mitad. Merecen, en este campo, especial mención los teólogos Johann E. Kuhn (t 1887)19, Johann H. Oswald (t 1903)20 y Mat-thias J. Scheeben (t 1888)21. Tras una interrupción que se prolongó hasta los años 30 del siglo xx, ha vuelto a imponerse una eclesiología que, a través del concilio Vaticano II, ha adquirido un peso determinante en el momento actual.

En la neoescolástica se registraron intentos oca­sionales por explicar en conceptos claros las diferencias entre Jesucristo, la Iglesia y cada uno de los sacramentos concretos de la Iglesia. Si a Jesucristo se le llama «pro-tosacramento» o «sacramento originario», la Iglesia re­cibe la denominación de «supersacramento»22. Erich Przywara la describía como «sacramento total» (Ganz-sakrament)23.

Animados por la intención de renovar la eclesiología a partir del espíritu de los padres de la Iglesia, los teólo­gos franceses Yves Congar (1937) y Henri de Lubac (1938) asumieron la visión sacramental de la historia de la salvación y la concepción de la Iglesia como «sacra­mento»24.

Acabada la segunda guerra mundial, Otto Sem-melroth y Karl Rahner aplicaron a la Iglesia la deno-

18. En ibídem, 18, W. Beinert cita a Louis de Thomassin (f 1695) como el primer teólogo de la edad moderna que insistió sobre el tema de la sacramentalidad de la Iglesia, en el marco de una visión historicosalvífica en la que, para él, el hombre en sí, y luego Adán y Jesucristo, son sacramentales.

19. Para su eclesiología sacramental, cf. J. Finkenzeller II, 139-143. 20. Ibídem, 145-148. 21. Ibídem, 148-153. 22. Así en C. Feckes, hacia 1934, muy influyente en los temas de eclesiología; W. Beinert,

o . c , 23s. 23. En un texto de 1942: E. Przywara, Ignatianisch, Francfort 1956, 98. 24. W. Beinert, o . c , 24s. También H. U. von Balthasar entiende a la Iglesia como sacra­

mento; cf. últimamente Theodramaíik II/2, Einsiedeln 1978.

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niinación de «protosacramento»25. Para evitar el con-lusionismo conceptual que podría provocar el hecho de uplicar también a Jesucristo esta misma designación y para poner bien en claro la permanente diferencia cuali­tativa entre Jesucristo y la Iglesia, Semmelroth se refirió más adelante a esta segunda como «sacramento radical» (Wurzelsakrament)26, en tanto que Rahner prefería lla­marla «sacramento fundamental» (Grundsakrament)21'.

También el concilio Vaticano II utilizó el concepto de «sacramento» para designar a la Iglesia28. Walter Kasper hace una buena síntesis de la intención y del contenido de esta denominación: «Tal como el concilio Vaticano II utilizó el concepto para referirse a la Iglesia, se trata de un medio de expresión conceptual, entre otros varios, para superar el triunfalismo, el clericalismo y el juridicismo eclesiológicos, y para destacar, expresar y explicar el misterio de la Iglesia oculto bajo su forma visible y sólo perceptible a los ojos de la fe, según el cual la Iglesia, por un lado, procede totalmente de Cristo y está permanentemente referida a él, mientras que, por otro lado, en cuanto signo e instrumento, se halla total­mente al servicio de los hombres y del mundo. El con­cepto es adecuado, sobre todo, para establecer una cla­sificación diferenciadora y una subordinación entre la estructura visible y la naturaleza espiritual de la Igle­sia»29.

La eclesiología sacramental del concilio tenía, pues, la intención de contemplar a la Iglesia en su dimensión relativa, es decir, referida al autor único y verdadero de

25. W. Beinert, o . c , 25-29; respecto de K. Rahner, también J. Herberg, Kirchliche Heils-vermittíung. Ein Gesprdch zwischen Karl Barth und Karl Rahner, Francfort 1978.

26. MS IV/1, 1972, 318-348. 27. Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona 31984, 473 (la primera ed. alemana

es de 1976); E. Jüngel-K. Rahner, Was ist ein Sakrament?, Friburgo 1971,75. 28. Los pasajes más importantes: LG 1, 9, 48; GS 42, 45; AG 1, 5; además, en las citas

tomadas de la época patrística SC 5, 26. Para una interpretación más detallada cf. W. Kasper, o.c. (en nota 14). Kasper hace notar que la expresión veluli (= como, a modo de un sacramen­to) fue utilizada para tranquilizar a quienes se mostraban preocupados por el número septe­nario de los sacramentos. Aquí «sacramento» no se entiende en el sentido estricto en que lo interpreta la teología especializada.

29. W. Kasper, o . c , 228s.

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la salvación, a Jesucristo en el Espíritu Santo, de acuer­do con la voluntad del Padre. Pero dado que bajo ningún concepto pretendió el concilio ver a la Iglesia como fundamento de la salvación humana, no quiso aplicarle -actuando con clara conciencia- el concepto de «protosacramento» y se contentó con aludir a los límites de una eclesiología sacramental al mencionar la simple analogía -es decir, la semejanza dentro de una deseme­janza mayor- entre el misterio de Jesucristo y el misterio de la Iglesia, entre la humanidad de Jesús y la estructura visible de la Iglesia (LG 8). Según el Vaticano H, el sacramento Iglesia está al servicio de la salvación de toda la humanidad. En sus documentos de mayor am­bición teológica describió el concilio con mayor exac­titud este servicio como martyria o servicio a la Palabra de Dios (Constitución sobre la divina revelación, Decre­to sobre la actividad misionera de la Iglesia), como leitourgia (Constitución sobre la sagrada liturgia), como diakonia (Constitución pastoral). En insistentes decla­raciones, explicó el concilio que la Iglesia nunca llevará a su plena perfección este servicio, que es más bien pro­visional, y que, a una con sus sacramentos, pasará (LG 48): sólo Dios es el autor y el consumador de la salva­ción.

También reconoció el Concilio, en diversas ocasio­nes, que la Iglesia está expuesta al pecado. Forma parte de la sacramentalidad de la Iglesia el hecho de que no se identifica con la realidad salvífica contenida en ella, que sólo imperfectamente puede cumplir su misión de servi­cio como señal e instrumento y que también ella está en camino. Por consiguiente, el Vaticano II tuvo también que admitir que todos los hombres están orientados a la economía sacramental de la salvación y, por ende, al camino querido por Dios que la Iglesia debe emprender en su misión de servicio, pero que esta posibilidad de salvación está abierta también para quienes no son miembros de la Iglesia (LG 12-16).

La concepción de la Iglesia como sacramento tiene

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una considerable importancia ecuménica. La afirmación de esta sacramentalidad implica una notable aproxima­ción a las Iglesias orientales30. Éstas, en efecto, han con­servado como herencia de los padres de la Iglesia una mentalidad que puede hablar del cosmos como del sa­cramento universal y puede entender toda la eclesio­logía desde la óptica eucarístico-sacramental. La teolo­gía de las Iglesias surgidas de la reforma tuvo diversas reacciones ante la doctrina de la sacramentalidad de la Iglesia31. La gran preocupación de la teología evangélica consiste en dejar bien clara la diferencia entre las pala­bras y los hechos de Dios por un lado y las palabras y las acciones de la Iglesia por otro32.

En la teología de Karl Rahner aparecen claramente las grandes posibilidades, pero también las limitaciones de la concepción sacramental de la economía de la salva­ción33. Si la creación de Dios se orienta no sólo al de­venir de la humanidad (por ejemplo, como socio de Dios), sino, ya de antemano, a la autocomunicación de Dios, entonces esta autocomunicación debe entenderse radicalmente como la venida de Dios mismo en lo no divino y toda la realidad está siempre orientada hacia Jesucristo, en quien debe acontecer y ha acontecido ya la autocomunicación de Dios trino, en la verdad y el amor.

Aquí, pues, en este acontecimiento salvífico cen­tral de la «encarnación», está el sentido de toda la creación y de la historia humana. Este acontecimiento

30. W, Beinert. o.c., 41-44; y, sobre todo, R. Hotz (véase bibliografía la). 31. W. Beinert. por ejemplo, en o . c , 44-49, encuentra simpatía en P. Tillich, K. Barth, W.

Pannenberg, H. Ott; repulsa en R. Bultmann, E. Kasemann, P. Brunner. Cf. también H. Dóring, Grundriss der Ekklesiologie, Darmstadt 1986: Die sakramentale Struktur der Kirche, ibídem, 100-166 (también en perspectiva ecuménica). Bibliografía sobre estos temas, ibídem 324-327.

32. U. Kühn, Sakramente (véase Bibliografía la). En ibídem, 208-211 exposición de la concepción eclesíológica de los sacramentos; en 211ss, la crítica evangélica a dicha concep­ción.

33. Cf. especialmente K. Rahner, Überlegungen zum personalen Vollzug des sakramen-íalen Geschehens, en Schriften X, 405-429, artículo verdaderamente importante después del concilio, en el que Rahner explica por qué los sacramentos pueden producir «también» lo que «ya significan». Cf. la opinión favorable de W. Kasper a este punto de vista en o . c . 236s.

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salvífico central ni fue desencadenado por la culpa de los hombres ni llevado a cabo para su eliminación (repara­ción redentora). Con esta visión, Rahner se sitúa en una gran tradición cristiana, que se inicia con las cartas a los Efesios y a los Colosenses y que lleva, a través de la teología de la pedagogía, la ascensión y la divinización cultivada por los teólogos griegos, y a través de las ideas de Agustín, a la gran teología franciscana de la edad media (escotismo). Una de las raíces (ignorada por Rah­ner) de esta concepción se hunde en la visión optimista de la creación de la sabiduría judía.

En esta perspectiva, no debe considerarse a la Iglesia y cada uno de los sacramentos (sobre los que se hablará a continuación, en 3.4) como intervenciones medicinales de Dios desde el exterior, sino que son manifestaciones de lo que el mundo y la historia humana son ya en su verdadero interior -en virtud de la autocomunicación de Dios- esto es, manifestaciones de la «liturgia del mun­do», símbolos reales del propósito realizado por Dios, acontecimientos salvíficos para el mundo. El movimien­to lleva, según una concepción de los sacramentos que el propio Rahner califica de «copernicana»34, no desde el sacramento al mundo, sino, como «movimiento espi­ritual», desde el mundo al sacramento.

Deben tenerse en cuenta, sin embargo, dos consi­deraciones. Es preciso tomar muy en serio la preocu­pación de los teólogos evangélicos de que no se mezcle ni confunda la diferencia fundamental entre Dios y la Iglesia y de que no se oscurezca, en virtud de un triun-falismo eclesiástico-sacramental, la soberanía absoluta de Dios. En Rahner, Dios y la Iglesia tienen una peli­grosa proximidad, tal como muestran las siguientes afir­maciones: «Dios, Jesús y la Iglesia -los tres considera­dos en cierto modo como un sujeto actuante- ponen un signo, un gesto, que no sólo expresa la relación gratuita de Dios con el hombre que acepta este gesto, sino que,

34. K. Rahner, o . c , 405.

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además, causa esta relación gratuita»35. Y también: «La Iglesia es el grande y excepcional gesto de Dios y el gesto de la humanidad que lo recibe, en el que se expre­san y se dan externamente el amor divino, la recon­ciliación y la autocomunicación de Dios»36.

La segunda consideración tiene su formulación más eficaz en las preguntas que plantea, por ejemplo, J.B. Metz a la visión historicosalvífica optimista de Rahner, preguntas relacionadas con el «acicate apocalíptico». También puede Metz apoyarse en una gran tradición bíblica y cristiana, la de la apocalíptica. Rahner está, por supuesto, en lo cierto en cuanto que según la opinión compartida de judíos y cristianos, al final Dios se alzará con la victoria. No obstante, la amenaza de la historia de la humanidad desde el interior por el mal (lo «negativo existencial» en el lenguaje de Rahner) no es una amena­za eficaz sólo fuera de la Iglesia, sino que lo es también dentro de la Iglesia y de su sacramentalidad.

3.4. Los sacramentos concretos como actualizaciones del sacramento fundamental

Si, según la afirmación del concilio Vaticano II, la Iglesia es el sacramento universal de la salvación de Je­sucristo, queda pendiente la pregunta de cómo se realiza este ser sacramento (ser símbolo, ser signo, ser instru­mento). Y es preciso que se realice, porque la expresión «la Iglesia es sacramento» es, para empezar, una afir­mación abstracta; traducida a términos concretos, po­dría verse también vinculada a falsos contenidos. La existencia de la Iglesia debe ser tan concreta como con­creto es el modo como el sacramento realiza su función de signo y de instrumento. La realización acontece en la martyria, la leitourgia y la diakonia, porque en estas tres

35. K. Rahner, Fragen der Sakramententheologie, en Schriften XVI, 398-405, aquí 398. Cf. también mis objeciones a la visión demasiado triunfalista de la Iglesia en Schriften XIV, 60s.

36. K. Rahner, Schriften XVI, 401.

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formas del servicio eclesial debe hacerse visible y per­ceptible la voluntad salvífica eficaz de Dios. La liturgia de la Iglesia tiene su expresión y realización más desta­cada en la práctica de cada uno de los sacramentos con­cretos en las concretas asambleas litúrgicas (por reduci­das que sean).

Esta idea de entender cada uno de los sacramentos como realizaciones, actualizaciones o despliegues del sa­cramento fundamental, la Iglesia, siempre, por supues­to, en el Espíritu Santo y sobre la base del sacramento originario, Jesucristo, penetró en la teología católica po­co antes del concilio Vaticano II. El camino para esta aceptación había sido allanado gracias a las renovadas reflexiones sobre la economía sacramental de la salva­ción. En un primer momento, los defensores de estas ideas ignoraban que las Iglesias orientales habían consi­derado desde siempre la celebración de la eucaristía co­mo la realización concreta preferente de la Iglesia.

Deben citarse aquí de manera destacada, por la in­fluencia de su pensamiento, los nombres de dos teólo­gos: Edward Schillebeeckx y Karl Rahner. Edward Schil-lebeeckx, en su teología de los sacramentos, una y otra vez revisada y reeditada a partir de 1952, entendía cada uno de los sacramentos concretos como «manifestación eclesial del amor divino de Cristo a los hombres (don de la gracia) y del amor humano a Dios (culto)»37. Les daba así un fundamento que era a la vez cristológico y eclesiológico. Karl Rahner analizó en un estudio38, pu­blicado por primera vez en 1955, los diversos «grados de actualidad» y las diversas «autorrealizaciones» de la Iglesia. Según Rahner, cada uno de los sacramentos es

37. E. Schillebeeckx, Ctiristus, Sakrament der Gottesbegegnung, Maguncia 1959, 74. Tuvo una gran importancia: ídem, Sátiramente ais Organe der Gottbegegnung, en Fragen der Theo-logie heute, edit. por J. Feiner-J. Trütsch-F. Bóckle, Einsiedetn 1957, 379-401. Cf. sobre estas materias C E . O'Neill, en Bilanz der Theologie im 20 Jahrhundert III, 256-259 (excelente síntesis); J. Ambaum, Glaubenszeichen. Schillebeeckx' Auffassung von den Sakramenten, Ra-tisbona 1980; también H. Háring, en «Theol. Revue» 78(1982)221-223.

38. Como libro: K. Rahner, Kirche und Sakramente, Friburgo 1960 (trad. cast., La Iglesia y los sacramentos; véase anteriormente nota 12).

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una autorrealización de la Iglesia en su máximo nivel de actualidad, el nivel del «carácter público concebido co­mo ministerialcomunitario». Pudo así describir cada uno de los sacramentos como «realizaciones básicas esencia­les de la Iglesia misma»39, que tienen su lugar en las situaciones salvíficas decisivas de cada ser humano con­creto.

La pregunta teológica determinante que se plantea­ba en esta concepción de los sacramentos era la relativa a la mediación o transmisión de la gracia de Dios por la Iglesia. La teología católica, que siguió en gran parte las ideas de Rahner, acentuó la total dependencia de la ac­ción eclesial respecto del Espíritu divino, que une a Je­sucristo, como cabeza, con los miembros humanos de su cuerpo40. Ulrich Kühn ha puesto de relieve la gran im­portancia que en este campo tan sensible tienen los ma­tices del lenguaje: mientras que él, en cuanto teólogo evangélico, no tiene la menor dificultad en admitir que «los sacramentos son acciones o respectivamente reali­zaciones vitales de la Iglesia»41, prefiere evitar el con­cepto de autorrealización de la Iglesia, porque implica la posibilidad de oscurecer el sentido de los sacramentos «como acontecimientos de la aplicación salvífica divina que se anticipa a los hombres»42.

La coordinación estudiada por Rahner entre cada uno de los sacramentos y el sacramento universal, la Iglesia, arrojó luz sobre los problemas concretos cuyo análisis acometeremos más adelante. Este punto de vista permitió a la dogmática entender (de nuevo) los sacra­mentos como liturgia y no como actos jurídicos. Los conceptos «realizar», «actualizar» o «celebrar» cierran el paso a la concepción de que Dios, por así decirlo, ha entregado a la Iglesia los sacramentos como magnitudes

39. Ibídem, 21. 40. Cf. R. Schulte, Eínzelsakramente ais Ausgliederung des Wurzelsakraments, en MS

IV/2, 45-155; H. Denis, Les sacrements font VÉglise-sacrement, «La Maison Dieu» 152 (1982)7-35 (el principio pneumatológico de la teología de los sacramentos).

41. U. Kühn, Sakramente, 197. 42. Ibídem, 212.

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fijas y rígidas. En la palabra «realización» se expresa, sin más, la actividad de todos cuantos participan en la asam­blea litúrgica, de la comunidad de los bautizados, y per­mite situar en un segundo plano la poco afortunada di­visión de los participantes en ministros o administra­dores y receptores.

La pregunta de por qué Dios ha querido -según la teología católica- que haya precisamente siete sacra­mentos, ni uno más ni uno menos, pierde importancia si se insertan los sacramentos-institución en el marco más amplio de la economía sacramental de la salvación. El número septenario puede entenderse simbólicamente y no es preciso demostrar que debe ser necesariamente ese número y ningún otro. Se ha podido comprobar que el intento por atribuir cada uno de los sacramentos al Jesús histórico está condenado al fracaso, y que ha sido equivocado el camino por el que ha pretendido avanzar la teología, seducida por la obstinación de Martín Lu­lero, empeñado en atribuir al mismo Jesús la fundación o institución de los signos visibles: la pneumatología neotestamentaria, la teología joánica del nacimiento de la Iglesia y de sus sacramentos de la herida del costado de Cristo crucificado, han señalado el camino que con­duce a una visión positiva de las posibilidades con que cuenta la Iglesia para configurar los sacramentos y para determinar su número, sin por ello entregar a la libre disposición de la Iglesia la gracia de Jesús, que es quien realmente actúa en la liturgia y en los sacramentos, por medio de su Espíritu.

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4. Los sacramentos en general

4.1. El concepto general de sacramento

No existe un concepto general de sacramento total­mente satisfactorio, porque no hay sacramentos en ge­neral, sino sólo sacramentos concretos. Se han registra­do algunos intentos por expresar bajo un solo concepto lo que tienen de común todos los sacramentos. Aunque insuficientes, estos intentos han aportado una cierta contribución a la comprensión de las relaciones de Dios con los hombres. Comenzaremos por exponer algunos de los hitos más importantes de estas tentativas de for­mación del mencionado concepto1.

Por lo que hace a las comunidades de que nos infor­ma el Nuevo Testamento, hay que partir de dos tipos de datos. Por un lado, existen testimonios que demuestran la existencia de una praxis litúrgica y ritual muy diver­sificada y con diferentes grados de importancia: ocupan el lugar más destacado el bautismo y la eucaristía; fi­guran a continuación los actos penitenciales, la imposi­ción de manos y la unción. No hay en el Nuevo Testa­mento una denominación (colectiva) unitaria (ni, por supuesto, una teología común) para estos diversos actos.

1. Para la historia de esta evolución, cf. J. Finkenzeller I y II; además, ídem, Sakrament, en LThK IX, 220-225, con bibliografía.

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Por otro lado, aparece el concepto de mysterion que (como ya se ha señalado en 3.2) indica la realización y la revelación del designio salvífico de Dios. Estaba conce­bido en Dios desde la eternidad y se hizo eficaz y fue revelado en la historia en Jesucristo. Para los autores de Ef (cap. 3) y Col (cap. 1), la Iglesia es la figura en la que sigue realizándose y revelándose este designio divino. La meta de este mysterion es la unidad plena de todos los hombres con Dios y entre sí, la realización de aquello de lo que Jesucristo puso los cimientos, la creación de una humanidad justa y reconciliada en la que queden suprimidas las diferencias que separan, en resumen, aquello que en la predicación de Jesús se denomina «reino de Dios». En este concepto de mysterion se en­cierra ya la economía sacramental de la salvación, en cuanto que dicha economía abarca a Jesucristo y a la Iglesia y sus realizaciones vitales.

Las antiguas traducciones latinas de la Biblia ver­tieron mysterion bien con el préstamo directo de myste-rium (ítala, Vulgata), o bien con la palabra sacramen­tum (Biblias africanas). Este concepto de sacramentum se inserta en el ámbito de vocablos relacionados con sacrum y sacrare. De acuerdo con las concepciones de la religión pagana romana, sacrare significa la trasferencia jurídicamente válida de una persona o de una cosa al ámbito de lo sacrum, de lo santo, y, por consiguiente, su separación respecto del mundo profano, su asignación a una zona especial en la que tienen vigor especiales dere­chos y deberes, establecidos por los dioses. En este con­texto, sacramentum indica el compromiso adquirido por un recluta ( j u r a de la bandera) y aceptado por la auto­ridad estatal, en virtud del cual es recibido en la «milicia sagrada» {sacra militia), en tanto que él se obliga, por su parte, a llevar la adecuada conducta ética. Sacramentum puede significar asimismo -también aquí con el elemen­to de una autoobligación de tipo eticorreligioso- la suma de dinero que los participantes en un pleito debían de­positar en el templo; la parte aportada por los perde-

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dores correspondía al templo y era destinada al culto. A través de los teólogos africanos Tertuliano (t des­

pués del 220), Cipriano (t 258) y Agustín (t 430), la voz sacramentum pasó a enriquecer el vocabulario teológico eclesial. En los comentarios al mysterion de Ef y Col se aplica la denominación de sacramentum a la realización del designio salvífico, a Jesucristo, a la encarnación (sa­cramentum incarnationis), a la Iglesia (en Cipriano: sa­cramentum unitatis), a la fe y a la confesión de fe. Por cuanto sabemos, fue Tertuliano el primero que aplicó al bautismo y a la eucaristía la denominación de «sacra­mento». En el bautismo, señaló la semejanza con la obligación ético-religiosa que asumían los reclutas en virtud de su promesa. En conjunto, en la época patrísti­ca se aplicaba el nombre de sacramentum a ritos muy dispares.

Al interpretar Agustín el Nuevo Testamento a la luz de los conceptos de la filosofía platónica, se convirtió en el primer teólogo que consiguió elaborar una teoría de los sacramentos2. Colocó el sacramentum en el género de los signa, de los signos visibles, que expresan o in­dican una realidad invisible. Un sacramentum es un sa­crum signum, esto es, un signo que remite a Dios, que alude a una realidad divina (res divina) y la contiene en sí (cf. más detalles en 4.2.2).

El influjo de Agustín sobre la teología occidental tu­vo y sigue teniendo también en nuestros días una excep­cional importancia. Cruzando por encima del abismo del hundimiento del mundo antiguo, sus ideas pasaron a las nuevas culturas (visigodos, anglosajones, francos, etc.). Siguiendo sus huellas, importantes teólogos preescolás-ticos3 entendieron por sacramentum la forma visible de la gracia invisible (invisibilis gratiae visibilis forma), cir­cunlocución que encierra muchos aciertos, pero que no es una genuina definición.

2. J. Finkenzeller I, 38-61. 3. Una síntesis en ibíd., 62-64.

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En la escolástica se registraron varias tentativas por definir los sacramentos de la Iglesia mediante un con­cepto de sacramentum que fuera aplicable a todos ellos. Mencionaremos aquí las dos más importantes4.

Hugo de San Víctor (t 1141) definió el sacramento como el elemento corporal o material que se utiliza sen­sible y externamente y que actualiza, con cierta se­mejanza, la única gracia invisible y espiritual, la designa en virtud de la institución (por Jesucristo) y la contiene (para santificación de los hombres). Las diversas partes de esta definición descubren la problemática de aquella época: hace depender, en efecto, al «sacramento» de la presencia de un elemento corpóreo o material y de una institución (institutio) por Jesucristo, no acierta a decir nada concreto sobre la gracia y no ofrece ninguna in­dicación de cómo esta gracia puede estar contenida en el signo. El hecho de que una teología construida por mon­jes y para monjes no contenga ninguna referencia al mundo -que sí se hallaba incluido en el mysterion bíbli­co- contribuyó a que surgiera un mundo sacramental aparte, yuxtapuesto a la vida normal. Se explica, en cambio, menos que el mundo de las escuelas conven­tuales y catedralicias, marcado por la liturgia y la oración, no intentara descubrir una definición sacra­mental que insertara en esta oración y esta liturgia la noción del sacramento.

Pedro Lombardo (t 1160), obispo de París, definió el sacramento como signo de la gracia de Dios y forma de la gracia invisible, de tal forma que es al mismo tiempo imagen y causa (causa) de dicha gracia. Se dejaba aquí de lado el elemento corpóreo (así como la institución por Jesucristo) y, en su lugar, se entendía al sacramen­tum -con explícita referencia a Agustín- como signum (signo o imagen). Aquí se dice, por primera vez, que el sacramento es la causa o el fundamento de la gracia

4. Una exposición de estas tentativas en la primitiva escolástica en ibíd., 84-88; para la alta escolástica, ibíd., 127-137.

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divina. Dado que las Sentencias de Pedro Lombardo fueron el manual de la teología de las universidades des­de el siglo xm al xiv, ejercieron una considerable in­fluencia en la comprensión de los sacramentos5. Ello no obstante, ya durante la época escolástica se dejaron oír voces que ponían en duda la posibilidad misma de dar una definición de los sacramentos, porque para ello se­ría preciso agrupar y unificar muchas y muy diferentes cosas6. De hecho, las posteriores definiciones de los sa­cramentos fueron tan amplias que no puede hablarse de un concepto exacto, por ejemplo, cuando Tomás de Aquino lo definía como «signo de una realidad espiritual que santifica a los hombres»7, o cuando se renunciaba a intentos de definición y, en vez de ello, se ofrecían expli­caciones coherentes.

4.2. Apuntes históricos para una teología general de los sacramentos

En esta breve síntesis se enunciarán los temas teoló­gicos esenciales de una teoría general de los sacramen­tos, pero sin acometer aún su exposición pormenori­zada.

4.2.1. El Nuevo Testamento

La teología del mysterion de los escritos neotesta-mentarios más tardíos no contiene una reflexión sobre la vida eclesial ni, por tanto, sobre los sacramentos, aun­que puede advertirse fácilmente que en el designio salví-fico de Dios se halla incluido todo aquello mediante lo

5. Su fórmula fue aceptada por los más importantes teólogos de la alta escolástica, como Buenaventura, Alberto Magno y Tomás de Aquino. Cf. sobre este punto J. Finkenzeller, ibídem 131s.

6. Ibldem, 127. 7. S. Ih. III, q. 60, a. 2.

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cual se percibe y se anuncia eficazmente el aconteci­miento de la gracia de Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo.

El Nuevo Testamento ofrece fundamentos teoló­gicos para los posteriores siete sacramentos de la Iglesia católica, como se demuestra al entrar en el análisis de cada uno de ellos. En los casos del bautismo y de la eucaristía presenta algo más que simples fundamentos. En la imposición de las manos puede darse una conexión con la comunicación del Espíritu Santo; en la unción de los enfermos se mencionan el perdón de los pecados y la recuperación de la salud; en el matrimonio se destaca su significación religiosa; en los ritos penitenciales se ad­vierte claramente que la relación del pecador con la Iglesia influye en su situación religiosa ante Dios. En la acuñación de los elementos básicos de la teología de los sacramentos del Nuevo Testamento fueron y siguen siendo determinantes las concepciones judías. Men­cionaremos aquí las dos más importantes8.

Es propio de la mentalidad judía traer al presente, en el recuerdo o memoria (en hebreo zkr), un aconteci­miento del pasado y hacer que tenga eficacia en el mo­mento actual, también en el sentido de que impulsa a la acción. Esta «memoria» es auténtica actualización, no recuerdo retrospectivo. Los días de conmemoración ju­díos eran, bajo la invocación del nombre de Yahveh, algo más que simple mirada dirigida al pasado. Quienes asistían, por ejemplo, a la fiesta de Pascua, participa­ban, en el momento presente, del acontecimiento li­berador y salvador del éxodo. Las dos grandes conme­moraciones cristianas básicas teológicamente descritas en el Nuevo Testamento, a saber, la eucaristía (ICor 10,14-22; 11,26-29) y el bautismo (ICor 6,11; Rom 6,2-11) unen ritos y palabras y, de este modo, actualizan la muerte de Cristo como acontecimiento salvífico (la eucaristía: ICor 11,26; el bautismo: Rom 6,3). Por todo

8. Cf. también B. van Iersel, Einige biblische Voraussetzungen des Sakramenís, «Conci-lium» 4(1968)2-9.

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el contexto se deduce claramente que estas dos fiestas conmemorativas celebran los hechos poderosos del Dios que resucitó a Jesucristo de entre los muertos y que ha enviado al Espíritu Santo; pero no por ello debe olvidar­se que los fieles, en el bautismo y la eucaristía, reciben un don que debe tener inmediatas y concretas reper­cusiones ético-religiosas en su género de vida.

Responde también a la mentalidad judía la idea de la personalidad «corporativa» (o «colectiva»): una persona se identifica realmente con la comunidad a que perte­nece; las acciones de cada uno de los individuos tienen repercusiones concretas sobre la colectividad; lo que una persona experimenta de Yahveh es válido también para la comunidad en su conjunto. Estas convicciones reaparecen en los principales sacramentos neotestamen-tarios, el bautismo y la eucaristía. El que se bautiza en­tra -en el sentido de una incorporación real- en la per­sonalidad corporativa de Cristo (Rom 6,3-8) y, a la vez, en aquella personalidad corporativa de la que también Cristo es miembro, esto es, la de Abraham (Gal 3,26-29; cf. Col 2,llss). La teología y pneumatología paulina del cuerpo de Cristo tiene una estrecha conexión con estas ideas (ICor 12,12-31, especialmente los vers. 12-13.27; cf. también ICor 10, donde Pablo analiza simul­táneamente, en perspectiva tipológica indirecta, el bautismo y la eucaristía). Tiene también importancia aquí la afirmación de que la muerte de Jesús puede re­dundar en bien de otros (cf. el trasfondo de la temática judía de los mártires y del Siervo de Yahveh).

Estos pensamientos judíos acuñaron el origen de la vida sacramental de la Iglesia; a través de ellos fue posi­ble entender los sacramentos como acontecimiento sal­vífico del presente en la actualización de Jesucristo en el Espíritu Santo, con acciones de alabanza a los hechos poderosos del Padre. Esta mentalidad permite ver la conexión constitutiva entre la Iglesia y los sacramentos, así como las repercusiones éticas concretas -incluidas las sociales y comunitarias- de los sacramentos.

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Está fuera de toda duda que el Evangelio de Juan habla, a través de un lenguaje propio, en parte sólo mediante insinuaciones y en parte lleno de simbolismos, del bautismo y de la eucaristía entendidos como sacra­mentos, es decir, de tal modo que a través de ellos y después del envío del Espíritu Santo se hace presente y fructifica en la Iglesia la acción salvífica singular de Jesús9. Los textos más significativos se refieren al bautis­mo (Jn 3), la eucaristía (Jn 6, 52-58), el origen de ambos sacramentos y su influjo salvífico a partir de la muerte en cruz de Jesús (Jn 19,34 con Jn 5,6-8), el perdón de los pecados en virtud del Espíritu Santo que la Iglesia ha recibido (Jn 20,22ss). Esta teología sacramental está tan fuertemente interesada -bajo la creciente influencia he­lenista- en la permanente unión de los creyentes con Jesucristo y en la «vida eterna» inherente a esta unión que puede inducir, con mayor facilidad que las concep­ciones antes reseñadas, a una interpretación errónea de los sacramentos, en el sentido de una salvación egoísta y distanciada del mundo.

4.2.2. Los padres de la Iglesia

Los padres de la Iglesia anteriores a Agustín se com­portaron exactamente igual que los autores del Nuevo Testamento. Hablaron de cada una de las acciones ecle-siales, destacando en especial el bautismo y la eucaristía, centraron su atención en la actualización del aconteci­miento salvífico en Jesucristo y en los hechos salvíficos que de él fluían y combatieron las acciones del culto pagano, pero no formularon una «teología general de los sacramentos». Los conceptos mysterion-mysteria en-

9. J. Finkenzeller I, 14-16. con bibliografía y una síntesis de las posiciones contrapuestas, minimizadoras. culturales e «intermedias». Más información sobre la teología neotestamen-taria de los sacramentos (tesis de la escuela de la historia de las religiones y de la teología de los misterios) en el resumen de R. Schnackenburg en LThK IX. 218-220; R. Tragan (dir.). Fede e sacrameníi negli scritti giovannei, Roma 1985.

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cerraban para ellos múltiples contenidos: verdades de fe, acontecimientos salvíficos o instituciones del Anti­guo Testamento con su significación tipológica, pro­mesas y cumplimientos en y por Jesucristo, y también el ámbito litúrgico-sacramental de la Iglesia. Una similar amplitud de contenido tuvo entre los teólogos latinos, a partir de Tertuliano, el concepto de sacramentum10.

La más influyente de todas las teologías sacramen­tarías es la de Agustín, que surge como resultado de la confluencia de varias corrientes de ideas. En realidad, no es una teología general de los sacramentos, sino más bien una exposición, hecha al hilo de los ejemplos del bautismo y de la eucaristía, aunque Agustín también conocía otros ritos con efectos sacramentales, como por ejemplo la penitencia.

El punto de partida de la teología sacramental agus-tiniana lo constituye la inclusión de los sacramentos en el género de los signos o, más exactamente, de aquellos signos visibles que en sí y de por sí-es decir, en virtud de su propia naturaleza y no por acuerdo o convicción (por mutuo convenio)- permiten conocer otras cosas, aparte lo que indica a primera vista su apariencia externa. Son, pues, signos que permiten extraer conclusiones, del mis­mo modo que de la existencia de humo se desprende que hay fuego. Esta «otra cosa» es una realidad invisible (res, concepto importante para la posterior teología de los sacramentos). El más noble y excelso de todos los signos es la palabra, porque por su medio se puede cap­tar la realidad invisible desde y en sí misma.

Agustín aplicó esta filosofía de la mutua pertenencia o correspondencia de diversas magnitudes al ámbito de los bienes. Los bienes materiales son signos de bienes más altos, espirituales; el mundo visible es signo del universo eterno. A los hombres se les ha confiado la tarea de esforzarse por alcanzar un conocimiento más profundo y de adoptar frente a los bienes la actitud

10. Una buena síntesis en J. Finkenzeller I, 16-37.

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adecuada, es decir, la de emplear los bienes materiales como meros instrumentos y disfrutar sólo de los espi­rituales. En su interpretación teológica, afirma Agustín que Adán pervirtió la relación entre los bienes y los signos querida y ordenada por Dios, pero que, en su designio salvífico, Dios comenzó a restablecer el orden correcto. Entra aquí el don de los sacramenta, de los signos sacros que muestran y encierran lo divino. Su aspecto exterior tiene semejanza con su contenido sa­cro, de modo que los sacramentos no son signos por convención o previo y mutuo acuerdo, sino que son «na­turales», puesto que indican o señalan en virtud de su propia esencia. Los signos «sacramentos» constan de un elemento que puede ser percibido por los sentidos y de la palabra que los explica. Pero, como lo más excelso es la palabra, es ella la que convierte al elemento material en sacramento. Por consiguiente, al sacramento se le puede llamar también «palabra visible» (visible ver-bum). Esta palabra que produce el sacramento es la pa­labra creyente de la Iglesia. La realidad invisible señala­da y actualizada en el signo sacramental no es simple­mente la gracia, sino el Christus totus, el Cristo total, cabeza y miembros, en el Espíritu Santo, que es quien realmente actúa y causa, el que, al actuar en los sacra­mentos, produce la gracia, pero de tal modo que se trata también siempre de realizaciones de la Iglesia. Ahora bien, como el que verdaderamente actúa en los sacra­mentos es Jesucristo, la realidad y la eficacia sacra de los sacramentos no puede verse disminuida o perjudicada por ministros indignos11.

11. Cf. nota 2; W. Simonis, Ecclesia visibilis et invisibilis. Untersuchungen zur Ekktesio-logie und Sakramentenlehre in der afrikanischen Tradition von Cyprianus bis Augustinus, Francfort 1970, aquí 103-109. Cristo es, en Agustín, el verdadero ministro del bautismo.

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4.2.3. La edad media

Puede seguirse el rastro de la eficaz influencia de la teología sacramental agustiniana en la Iglesia occidental a lo largo de toda la edad media y, a través de la edad moderna, hasta nuestros días. Sus ideas básicas fueron retransmitidas y repetidas, sin experimentar amplia­ciones en sus puntos esenciales, hasta el siglo xn. La alta edad media fue una época «sin teología»12. No obstante, en este período se registraron ya ciertas tomas de po­sición de decisiva importancia para la posterior teología de los sacramentos. Hubo un afán generalizado por practicar de forma correcta los ritos en la administración de los sacramentos. Dada la gran autoridad del apóstol Pedro, portero celeste, esta tendencia tuvo su expresión más destacada en la liturgia romana, que las jóvenes culturas que habían sustituido al mundo antiguo inten­taron introducir e imitar con todas sus fuerzas. Pero no por ello consiguieron también asimilar el amplio y abier­to espíritu romano. Mientras que en Roma el pensa­miento se concentraba en el simbolismo de los medios de la gracia, en otros lugares (como testifica en Milán, y en el siglo IV, Ambrosio) se concebía el sacramento co­mo materia consagrada. De aquí surgió la concepción de la primitiva escolástica de que la gracia estaba contenida en el sacramento como la medicina está contenida en el frasco13.

Mientras que en la liturgia romana (y oriental) mi­nistros y receptores de los sacramentos estaban dialó-gicamente unidos, ahora era la consagración de los elementos (pan, vino, agua, aceite) la que pasaba a ser el verdadero acto constitutivo en la realización del sa­cramento. Mientras que antes los elementos eran sólo

12. A. Angenendt, Bonifatius und das Sacramentum initíationis. Zugleich ein Beitrag zur GesMchte der Firmung, «Romische Quartalschrift» 72(1977)133-183, especialmente 159-169; ídem, Religiosttat und Theologie. Ein spannungsreiches Verhallnis im Miítelalíer, «Archiv für Liturgiewissenschaft» 20-21(1978-1979)28-55.

13. A. Angenendt, Bonifatius, 159s.

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«simbolizadores» de la comunicación de la gracia, ahora se les veneraba como si fueran ellos, en sí mismos, los portadores de la gracia14. En la alta edad media gozó de amplia difusión la idea de la existencia de objetos san­tos, benditos. La primitiva celebración litúrgica de los sacramentos «se vació de contenido al convertirse en simple distribución de una materia salvífica previamente preparada»15.

Revistieron también excepcional importancia en la teología de la alta edad media las cuestiones relativas a la cualificación de la persona consagrante y a la recta pronunciación de las palabras sacras, que procedían de los labios mismos del Hijo de Dios16. «Sólo una ejecu­ción correcta y al pie de la letra garantiza la validez»17. Y aunque la alta escolástica recuperó en parte puntos de vista más amplios, siguió conservando una excepcional importancia, dentro de la teología sacramental, la con­cepción ritualista y ritualizada.

De entre las restantes cuestiones debatidas, tiene particular interés la considerable oscilación respecto del número de sacramentos. Hubo al principio una tenden­cia a aumentar su número y, a una con ello, las compe­tencias de la Iglesia en esta materia (así, Pedro Damia-no, t 1072, enumeraba doce sacramentos, entre ellos la unción y el matrimonio de los reyes). En el curso de la controversia de las investiduras se trazó una línea de separación más estricta entre la Iglesia y el mundo, cuyo resultado fue una creciente y acentuada clericalización del ámbito eclesial (de suerte que ya no se consideraron sacramentos la unción de los monjes, de las monjas y de los monarcas) y el espacio sacramental se fue convirtien­do cada vez más en un universo aparte y especial.

A mediados del siglo XII, y en virtud de la influencia determinante de Pedro Lombardo, se impuso por do-

14. Ibídem, 160s. 15. Ibídem, 161, apoyándose también en J. Ratzinger. 16. Ibídem, 163. 17. Ibídem, 164.

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quier el número septenario de los sacramentos, entre otras razones (y no la menos importante) debido a que se quiso marcar una estricta frontera entre los sacramen­tos de la Nueva Alianza y el amplio «campo sacramen­tal» de los sacramentos naturales, de los sacramentos viejotestamentarios y de las consagraciones y bendicio­nes cuasisacramentales. Se reconoció definitivamente a los sacramentos neotestamentarios una dignidad más elevada y una eficacia más segura. En este contexto se desarrollaron las enseñanzas sobre el opus operatum y sobre la intención y, respecto del bautismo, la confirma­ción y la ordenación sacerdotal, las cuestiones relativas al «carácter sacramental».

Opus operatum (la obra realizada) y ex opere ope-ranto (en virtud del rito ejecutado) son expresiones que designan, desde el siglo XII, la eficacia objetiva de un sacramento, contemplada, por así decirlo, desde Dios y prescindiendo tanto del que administra como del que recibe los sacramentos. Opus operantis (anteriormente operans), la obra del que actúa, alude a la acción hu­mana subjetiva cuando se realiza el sacramento. La causa de la gracia es única y exclusivamente el opus operatum; el opus operantis es sólo la condición para que pueda venir la gracia. La discusión de esta materia estaba siempre presidida por la preocupación que des­pertaban los ministros indignos. Para preservar la efica­cia del sacramento, se establecieron, además de la doc­trina del opus operatum, otras condiciones mínimas: la existencia de autoridad o potestad en el ministro y la intención de hacer lo mismo que hace la Iglesia en el correspondiente sacramento.

La doctrina del «carácter sacramental» tenía su base en la reflexión agustiniana de que la eficacia de algunos sacramentos (y en particular del bautismo) no puede limitarse al corto espacio de tiempo de la acción sacra­mental, sino que, por el contrario, debe tener una du­ración ilimitada e inextinguible, algo así como un sello impreso en el alma. (Para explicar la persistencia de la

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eficacia del bautismo, incluso en los pecadores y apósta­tas, Agustín había recurrido a la comparación con el «carácter», es decir, la marca o señal a fuego que lle­vaban los legionarios romanos.) Al mismo tiempo, y con este mismo propósito, se desarrolló la doctrina según la cual, y en razón de la eficacia permanente propia de determinados sacramentos, éstos son irrepetibles (cf. más detalles en 4.3).

La teología general de los sacramentos conoció en el siglo XIII una ampliación sustancial gracias al influjo del recién redescubierto pensamiento aristotélico. La teoría hilemórfica, según la cual las cosas se componen de dos principios esenciales, a saber, la materia, indeterminada e informe pero determinable, y la forma, que determina dicha materia, fue aplicada, desde principios de este si­glo xm, a los sacramentos. Esta tentativa por explicar con mayor precisión conceptual lo que es, en realidad, el signum en los sacramentos, forzó una esquematización de todos los sacramentos: en todos ellos se hacía preciso descubrir de alguna manera la materia, es decir, un elemento visible, mutable y determinable18, y la forma, constituida por las palabras interpretativas y determina­tivas del ministro del sacramento.

En esta nueva situación decreció forzosamente el in­terés por el contexto total de la liturgia. La concentra­ción en lo esencial de un sacramento debía desembocar irremediablemente en la búsqueda de las condiciones mínimas para su realización, unas condiciones que de­berían darse también en situaciones de necesidad. Esta mentalidad, preocupada por la seguridad, suscitaba toda una serie de nuevas cuestiones: ¿Qué es lo que causa

18. Ya en la alta escolástica se distinguía cuidadosamente entre el mero elemento material y los gestos que lo acompañaban. Cuando faltaba el elemento material, como por ejemplo en el sacramento de la penitencia, podía bastar la acción ritual acompañada de la palabra (en cuyo caso se hablaba de cuasimateria). Por lo que hace a la evolución de cada una de las afirmaciones doctrinales en la edad media, es suficiente remitir aquí a la detallada exposición de J. Finkenzeller. Para la temática «materia-forma», ibídem, I, 138-142. Si se desean ul­teriores aclaraciones, hay que recurrir a los amplios estudios históricos sobre la piedad y la sociedad, como el acometido por Arnold Angenendt.

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exactamente hablando el sacramento? ¿Cuándo se pro­duce en realidad ese efecto? ¿Quién puede producirlo, en puridad?

La teología de la alta escolástica intentó dar respues­ta a estas preguntas a partir de la cristología. En conse­cuencia, se analizó detenidamente la influencia de Jesu­cristo en los sacramentos. Tenía importancia, en este punto, la «institución» por Jesucristo, así como los po­deres que sobre estas materias puede delegar en los apóstoles, a quienes pudo asimismo haber confiado la misión de dar a conocer la institución de un sacramento, en el caso de que no se hubieran conservado palabras institucionales del mismo Jesús.

Fue entonces cuando se abrió paso una reflexión, a cargo especialmente de Tomás de Aquino, sobre la doc­trina que aparece por vez primera en Pedro Lombardo, según la cual el sacramento es «causa» de la gracia. Los teólogos de la alta escolástica eran plenamente cons­cientes de que establecer una conexión directa entre la acción de poner la causa (el sacramento) por iniciativa de la Iglesia y la aparición del efecto (la gracia de Dios) equivalía a afirmar que los hombres disponen de esta gracia. Pero lo cierto es que al «instituir» o «fundar» los sacramentos por medio de Jesucristo, Dios había pro­metido la eficacia de su gracia, es decir, se había conver­tido en garante de que el sacramento sería eficaz y se­guía siendo, por tanto, la causa principal (causa prin-cipalis) de su gracia, mientras que los sacramentos mis­mos, confiados por Jesucristo a la Iglesia, son, en las manos de Dios, causa instrumental (causa instrumen-talis) de esta gracia19.

Tuvo importancia una triple distinción: el signo ex­terior, compuesto de materia y forma, es sólo signo y no

19. Para más detalles, véase J. Finkenzeller I, 203-207, que analiza también la evolución de la doctrina en la obra de Tomás de Aquino. En ibídem, 199-203, la opinión divergente de los teólogos franciscanos, que rechazaban la idea de que los sacramentos contuvieran la gracia y sólo admitían que estos sacramentos preparaban para la recepción de la gracia, directamente concedida por Dios.

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es todavía su contenido. Recibe el nombre de sacramen-tum o «sacramento exterior». El contenido, el efecto último del sacramento, es decir, la gracia de Dios, no es signo. Se le llama res sacramenti. Hay, finalmente, algo intermedio entre ambos, que es producido por el pri­mero, por el signo, y que causa inmediatamente lo se­gundo, la gracia. Este intermedio se llama res et sacra-mentum o «sacramento interior»20.

Mencionaremos finalmente la tentativa de Tomás de Aquino, que quiso razonar o fundamentar el número septenario de los sacramentos basándose en que respon­den a las siete facetas o actividades en que se expresa la naturaleza individual y social del hombre y en que, en virtud de esta doble capacidad expresiva, aluden a que la vida total humana debe ser asumida dentro de la vida de Dios. Los actos o acontecimientos más importantes en el curso de la vida de un ser humano -a saber, el nacimiento, el crecimiento, la alimentación- serían san­tificados y llevados a su plenitud por el bautismo, la confirmación y la eucaristía; lo que amenaza al hombre y le hunde en la enfermedad se transformaría en salud mediante la penitencia y la unción; la existencia social humana fructificaría ante Dios mediante la ordenación sacerdotal y el matrimonio.

Las aportaciones escolásticas a la teología sacramen­tal siguen ejerciendo una influencia determinante tam­bién en la teología contemporánea. El hecho de que estuvieran marcadas por una filosofía concreta ha unido su destino al de aquella filosofía. Es evidente que tanto los problemas precisos que se planteaban como las res­puestas que se daban respondían a un juridicismo y un clericalismo mayor del que ya de suyo arrastra la historia de la Iglesia. Aquella especie de aislamiento, en virtud del cual se sacaba a los sacramentos del contexto litúr­gico global, se expresó también en el hecho de que las oraciones sacramentales (la invocación del Espíritu San-

20. J. Finkenzeller I, 142-144.

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to) fueran reemplazadas por fórmulas indicativas. De acciones litúrgicas simbólicas y de acontecimientos vi­tales, los sacramentos pasaron a ser gestos puntuales, extremadamente abreviados. En estas fórmulas breves y sintetizadas no tenían ya cabida las manifestaciones se­gún las cuales los individuos asumían la obligación de ser testimonio y servicio para el mundo.

Los ataques de los reformadores a la teología sacra­mental eclesiástica se explican en gran parte sobre el telón de fondo de estas consecuencias prácticas.

4.2.4. La teología sacramental de los reformadores

Ni en Martín Lutero ni en los escritos confesionales luteranos existe la tentativa de elaborar un concepto ge­neral de los sacramentos21. Las ideas de Lutero sobre «el sacramento» se encuentran en el contexto de sus manifestaciones sobre sacramentos concretos (el bautis­mo y la cena). Sus opiniones teológicas sobre el tema tenían un acentuado carácter cristológico, a partir de la idea de Jesucristo como único sacramento testificado por la Escritura y del sacramento de su cruz. Para la concepción que tenía Lutero de las acciones simbólicas sacramentales de la Iglesia revestía excepcional impor­tancia la promesa de Dios -que no puede ni engañar ni ser engañado- de que en la palabra pronunciada en el sacramento se encuentra la acción salvífica de Dios, en Jesucristo, sobre los hombres. Si el hombre es creyente, es decir, si acepta la palabra de Cristo como roca y fun­damento, si se deja agraciar sin confiar en las obras hu­manas, entonces la fe anunciada en el sacramento pro­duce la salvación. Así, pues, tiene decisiva importancia la conexión promesa-palabra-fe (que contiene los ele­mentos esenciales de la teología de la palabra de Agus-

21. Para Lutero y los escritos confesionales luteranos (sobre todo la Confessio Augustana), cf. la síntesis (y bibliografía) de J. Finkenzeller II, 2-25; más detalladamente, U. Kühn, o.c.

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tín). A pesar de esta preeminencia, es indispensable el signo eclesial-sacramental, y ello en virtud de la volun­tad y de la disposición de Dios. Cuando esta voluntad y esta disposición son obedecidas, se realiza válidamente el sacramento, incluso aunque se ejecute sin fe, aunque en este último caso no tiene efectos salvíficos. Lutero entendía el opus operatum como obra meritoria del hombre y rechazaba, por consiguiente, este concepto. En cuanto al número de los sacramentos, el criterio de­cisivo, en su opinión, era la conexión de una promesa de Jesucristo con un signo visible. Y, a su parecer, sólo existía certeza acerca de esta conexión en los casos del bautismo y de la cena, mientras que se mostró vacilante respecto de la absolución. Tan sólo los testimonios bíbli­cos sobre Jesús -y, por tanto, probablemente, sin la tra­dición eclesial humana- garantizan con seguridad esta conexión y, en consecuencia, el sacramento.

Los escritos confesionales luteranos entienden los sacramentos como signos (signa y también ritus o ce­remonia) que, por haber sido instituidos por Dios en Jesucristo, y no introducidos por los hombres, son auténticos signos de la gracia, testimonios visibles de la voluntad salvífica de Dios respecto de los hombres, no simples signos de confesión de la fe. Cuando, en virtud de la institución (institutio) aparecen juntos el mandato y la promesa (mandatum y promissio) de Dios y se cree en esta promesa, entonces el sacramento transmite con certeza la gracia de Dios. Apoyándose en las ideas de Agustín, los escritos luteranos consideran que el signo está constituido por la palabra y el elemento; ambos son esenciales, aunque la preeminencia recae sobre la pala­bra. No es el ministro o dispensador, sino quien recibe el sacramento, el que ha de tener fe y confianza en la pro­mesa. En sentido propio y estricto sólo son sacramentos los ritos introducidos por mandato divino y unidos a una promesa de la gracia; y sólo hay tres ritos en los que concurran estas condiciones; los restantes, admitidos por la Iglesia católica, no son signos seguros de la gracia.

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Calvino, que fundamentó su concepción de los sacra­mentos en las enseñanzas de Agustín, entendió el sacra­mento como un signo o símbolo exterior visible, que señala un don santo que no se confunde con el sacra­mento mismo. En este signo actúa Dios en nosotros for­taleciendo nuestra fe y sellando su promesa. Un elemen­to natural o signum se convierte en sacramento cuando Dios, mediante la institución, vincula a este signo su promesa. El sacramento es la promesa hecha visible y tiene, en virtud de su origen divino, un valor objetivo que no depende de la fe.

Según Calvino -y de acuerdo con lo dicho por Agus­tín invocando la herida del costado de Cristo- son dos los sacramentos (aunque también los sacramentos viejo-testamentarios fueron verdaderos sacramentos, dotados de eficacia, en virtud de la fe en las promesas). Con la fe, los sacramentos se convierten por el Espíritu Santo en medios o instrumentos de la gracia, que causan lo que significan (a diferencia de Zuinglio, para quien los sa­cramentos serían sólo signos de recuerdo y de confe­sión). Su función consiste en insertarnos en Jesucristo y en los misterios de su vida; el poder del Espíritu Santo supera la distancia entre él y nosotros. De acuerdo con su doctrina de la predestinación, Calvino afirmaba que los sacramentos sólo eran eficaces en los positivamente predestinados. Los sacramentos serían necesarios no co­mo transmisores de la gracia, sino debido a la naturaleza sensible de los hombres y a causa de la flaqueza de su fe.

La concepción de los sacramentos que aflora en los escritos confesionales de la reforma está totalmente con­figurada por la teología de la palabra de Dios. Mediante el anuncio de esta palabra se produce la presencia real y viviente de Jesucristo en la comunidad y en cada uno de los fieles; de esta palabra anunciada forma parte el sa­cramento como «palabra visible». Se le puede llamar también «signo externo de la gracia de Dios» o «sello en el espíritu Santo». Hace lo que señala. El verdadero agente y el auténtico ministro del sacramento es su fun-

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dador, Jesucristo. El bien de la salvación es idéntico en la palabra y en el sacramento; sólo se diferencian en lo referente a la percepción y a la eficacia: la palabra quiere despertar la fe en ella, mientras que el sacramen­to quiere fortalecer la fe ya existente en la palabra. De ahí que los sacramentos estén, en parte, destinados a los débiles en la fe: nadie debe menospreciarlos, pero se puede prescindir de ellos.

4.2.5. La doctrina oficial de la Iglesia sobre los sacramentos

Las primeras declaraciones oficiales del magisterio de la Iglesia sobre los problemas de la teología general de los sacramentos defendían la doctrina, sustentada desde los tiempos de Agustín, de que la validez y la eficacia de un sacramento no dependen de la dignidad del que lo administra (papa Inocencio III, 1208: DS 793; Dz 424; concilio de Constanza 1415 y 1418: DS 1154, 1262; Dz 584, 674). El concilio de Florencia hizo una detallada exposición de la teología general de los sacra­mentos. En la reunificación -de corta duración tempo­ral- de las Iglesias armenia y copta con la Iglesia ro­mana, los representantes de aquellas Iglesias orientales tuvieron que suscribir decretos que, entre otras cosas, contenían la concepción católica romana de los sacra­mentos. Las Iglesias orientales no consiguieron, en cam­bio, introducir en los textos conciliares su preciosa he­rencia, la correcta ubicación de los sacramentos en el cuerpo de la liturgia, con la súplica por la venida y por la eficaz actuación del Espíritu Santo. El texto más detalla­do, el del Decreto para los armenios (1439: DS 1310-1313; Dz 695), fue tomado en gran parte del pequeño escrito De articulis fidei et Ecclesiae sacramentis de To­más de Aquino y reproduce, por consiguiente, tanto los puntos de vista de este teólogo como la terminología de la teología sacramental de la escolástica:

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«Para la más fácil doctrina de los mismos armenios... reducimos a esta brevísima fórmula la verdad sobre los sacramentos de la Iglesia. Siete son los sacramentos de la nueva ley, a saber, bautismo, confir­mación, eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y matrimonio, que mucho difieren de los sacramentos de la antigua ley. Éstos, en efecto, no producían la gracia, sino que sólo figuraban la que había de darse por medio de la pasión de Cristo; pero los nuestros no sólo contienen la gracia, sino que la confieren a los que dignamente los reciben. De éstos, los cinco primeros están ordenados a la perfección espiritual de cada hombre en sí mismo, y los dos últimos al régimen y multiplicación de toda la Iglesia. Por el bautismo, en efecto, se renace espiritualmente; por la confirmación aumentamos en gracia y somos fortalecidos en la fe; y, una vez nacidos y fortalecidos, somos alimen­tados por el manjar divino de la eucaristía. Y si por el pecado con­traemos una enfermedad del alma, por la penitencia somos espiritual­mente sanados; y espiritualmente también y corporalmente, según conviene al alma, por medio de la extremaunción. Por el orden, em­pero, la Iglesia se gobierna y multiplica espiritualmente, y por el ma­trimonio se aumenta corporalmente. Todos estos sacramentos se reali­zan por tres elementos: de las cosas, como materia; de las palabras, como forma, y de la persona del ministro que confiere el sacramento con intención de hacer lo que hace la Iglesia. Si uno de ellos falta, no se realiza el sacramento. Entre estos sacramentos hay tres: bautismo, confirmación y orden, que imprimen carácter en el alma, esto es, cierta señal indeleble que la distingue de las demás. De ahí que no se repitan en la misma persona. Mas los cuatro restantes no imprimen carácter y admiten reiteración.»

Para el Decreto de los coptos, o jacobitas, del año 1442, cf. texto latino en DS 1348, y texto castellano en Dz 712.

El concilio de Trento se consideró obligado a reac-. cionar ante las posiciones tomadas por los reformistas en lo concerniente a la práctica y a la teología de los sacra­mentos y a reafirmar, frente a ellos, la doctrina de la Iglesia. De los sacramentos en general se trató en la sesión vil, del año 1547. Se adoptaron como líneas di­rectrices lo decretos de Florencia, pero se acordó evitar la terminología específicamente escolástica, centrarse en los aspectos esenciales y rechazar las doctrinas reformis­tas acerca del número de sacramentos y de su eficacia sólo desde la fe, aunque sin condenar nominalmente a los reformadores. Se convino asimismo en que no se

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tomarían decisiones sobre los puntos en que, salva siem­pre la fe, hubiera opiniones contrapuestas entre las di­versas escuelas teológicas. El Decreto sobre los sacra­mentos, de 1547, aprobado por todos los asistentes al concilio, se limita, respecto de los sacramentos en ge­neral, a una introducción o proemio y 13 declaraciones doctrinales (DS 1600-1613; Dz 843a-856).

«Proemio

»Para completar la saludable doctrina sobre la justificación que fue promulgada en la sesión próxima pasada con unánime consenti­miento de todos los padres, ha parecido oportuno tratar de los sacra­mentos santísimos de la Iglesia, por los que toda verdadera justicia o empieza, o empezada se aumenta, o perdida se repara. Por ello, el sacrosanto, ecuménico y universal concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos Legados de la Sede Apostólica; para eliminar los errores y extirpar las herejías que en nuestro tiempo acerca de los mismos sacramentos santísimos ora se han resucitado de herejías de antaño condenadas por nuestros padres, ora se han inventado de nuevo y en gran manera dañan a la pureza de la Iglesia católica y a la salud de las almas: adhiriéndose a la doctrina de las Santas Escrituras, a las tradiciones apostólicas y al consenti­miento de los otros concilios y padres, creyó que debía establecer y decretar los siguientes cánones, a reserva de publicar más adelante (con la ayuda del divino Espíritu) los restantes que quedan para el perfeccionamiento de la obra comenzada.

»Cánones sobre los sacramentos en general

»Can. 1. Si alguien dijere que los sacramentos de la nueva ley no fueron instituidos todos por Jesucristo Nuestro Señor, o que son más o menos de siete, a saber, bautismo, confirmación, eucaristía, peniten­cia, extremaunción, orden y matrimonio, o también que alguno de éstos no es verdadera y probablemente sacramento, sea anatema.

»Can. 2. Si alguno dijere que estos mismos sacramentos de la nueva ley no se distinguen de los sacramentos de la ley antigua, sino en que las ceremonias son otras y otros los ritos externos, sea anatema.

»Can. 3. Si alguno dijere que estos siete sacramentos de tal modo son entre sí iguales que por ninguna razón es uno más digno que otro, sea anatema.

»Can. 4. Si alguno dijere que los sacramentos de la nueva ley no son necesarios para la salvación, sino superfluos, y que sin ellos o el deseo de ellos, los hombres alcanzan de Dios, por la sola fe, la gracia de la justificación -aun cuando no todos los sacramentos sean necesa­rios a cada uno-, sea anatema.

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»Can. 5. Si alguno dijere que estos sacramentos fueron instituidos por el solo motivo de alimentar la fe, sea anatema.

»Can. 6. Si alguno dijere que los sacramentos de la nueva ley no contienen la gracia que significan, o que no confieren la gracia misma a los que no ponen óbice, como si sólo fueran signos externos de la gracia o justicia recibida por la fe y ciertas señales de la profesión cristiana, por las que se distinguen entre los hombres los fieles de los infieles, sea anatema.

»Can. 7. Si alguno dijere que no siempre y a todos se da la gracia por estos sacramentos, en cuanto depende de la parte de Dios, aun cuando debidamente los reciben, sino alguna vez y a algunos, sea anatema.

»Can. 8. Si alguno dijere que por medio de los mismos sacramen­tos de la nueva ley no se confiere la gracia ex opere operato, sino que la fe sola en la promesa divina basta para conseguir la gracia, sea anatema.

»Can. 9. Si alguno dijere que en los tres sacramentos, a saber, bautismo, confirmación y orden, no se imprime carácter en el alma, esto es, cierto signo espiritual e indeleble, por lo que no pueden re­petirse, sea anatema.

»Can. 10. Si alguno dijere que todos los cristianos tienen poder en la palabra y en la administración de todos los sacramentos, sea anatema.

»Can. 11. Si alguno dijere que en los ministros, al realizar y confe­rir los sacramentos, no se requiere intención por lo menos de hacer lo que hace la Iglesia, sea anatema.

»Can. 12. Si alguno dijere que el ministro que está en pecado mortal, con sólo guardar todo lo esencial que atañe a la realización o colación del sacramento, no realiza o confiere el sacramento, sea anatema.

»Can. 13. Si alguno dijere que los ritos recibidos y aprobados de la Iglesia católica que suelen usarse en la solemne administración de los sacramentos, pueden despreciarse o ser omitidos, por el ministro a su arbitrio sin pecado, o mudados en otros por obra de cualquier pastor de las Iglesias, sea anatema.»

No fueron muchas las cosas dichas en sentido positi­vo. Volvieron a repetirse anteriores decisiones doctri­nales (el número septenario, el hecho de que los sacra­mentos contienen la gracia, la recta intención, la irre-levancia -para la validez de un sacramento- de que el ministro sea indigno, el carácter sacramental). No se da una definición o descripción de la esencia de los sacra­mentos; en la doctrina sobre la eucaristía del año 1551

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tuce el Concilio, acerca de los sacramentos en general, que son «símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible» (DS 1639; Dz 876). Se expone, con términos absolutamente claros, una actitud conciliar opuesta a la de los reformadores respecto del número de los sacramentos22 (canon 1), de la relación con la fe (cánones 4, 5, 8), del opus operatum (canon 8), de la necesaria potestad (canon 10), de la intención de los ministros (canon 11). Se adoptó -contra la reforma- la tesis de que para recibir la gracia bastaba con que el receptor no pusiera impedimentos (obex, canon 6). El concilio no quiso pedir un plus de disposición o prepara­ción personal, para no poner en peligro la práctica del bautismo de los niños, que entonces se había convertido ya en norma para el esquema del sacramento en general. Una de las consecuencias de esta exigencia mínima fue prescindir, ya totalmente, del contexto litúrgico de los sacramentos. En efecto, quien recibe un sacramento sin tener conciencia de ello -como ocurre en el caso del bautismo de los niños- no puede estar capacitado para participar en actos litúrgicos.

El concilio no se propuso valorar los aspectos positi­vos de las ideas reformistas, sobre todo en el tema de la fe. Dejó sin respuesta problemas ya entonces bien pa­tentes, porque no pudo ni quiso arrojar luz sobre ellos. Pueden citarse, a este propósito, la cuestión de cómo debe entenderse exactamente la «institución» por Jesu­cristo (punto sobre el que el concilio tomó postura en algunos sacramentos concretos), cómo debe concebirse el deseo (votum) de los sacramentos (canon 4), cómo interpretar más en concreto el «carácter sacramental» y en qué se fundamenta esta doctrina.

Algunas de las cosas que en Trento se pasaron por alto fueron explicadas, 400 años más tarde, por el conci­lio Vaticano II, en una poderosa síntesis teológica y espi-

22. Respecto del número de sacramentos, M. Seybold, Die Siebenzahl der Sakramente (Con. Trid. sessio VII, can. 1), «MUnchener Theol. Zeitschrift» 27(1976)113-138; para el número septenario en las Iglesias orientales, cf. J. Finkenzeller II, 166-172.

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ritual. Este concilio presentó la vida sacramental de la Iglesia como obra del Espíritu Santo que congrega a los fieles para formar aquel cuerpo de Cristo en el que és­tos, «por medio de los sacramentos y de manera miste­riosa pero real», se hacen uno en Jesucristo (LG 7). El Vaticano II entendió los sacramentos como realizaciones de la Iglesia (LG 11) y como «sacramentos de la fe» (LG 21). Consideró los sacramentos en el contexto global de la liturgia (SC 7, 27). Dedicó un texto importante a la palabra de Dios (Constitución sobre la divina revela­ción), subrayó en diversas ocasiones el predominio de su proclamación y acentuó la acción del Espíritu Santo «por medio de la fiel predicación del evangelio y la ad­ministración de los sacramentos» (UR 2; respecto de la palabra de Dios, ídem 21). Destacó los puntos comunes esenciales que, respecto de los sacramentos, conservan las Iglesias separadas (ibídem 15, 22). Evitó el lenguaje de la escolástica, que adolece de unilateralidad filosó­fica, y mostró una clara preferencia por las expresiones revestidas de símbolos e imágenes. Insinuó repetidas ve­ces la conexión entre la vida sacramental y la praxis de la vida en el mundo.

4.2.6. La teología sacramental después de Trento

La teología sacramental de cuño exclusivamente es­colástico se mantuvo en vigor en la Iglesia católica hasta bien entrado el siglo XX. Era una teología muy dada a teorizar, pero no se le infiere ninguna falsa imputación si se afirma que «la teología postridentina no hizo progre­sos esenciales en la doctrina de los sacramentos»23, o se dice que las teorías sobre la intención y sobre el tipo de eficacia de los sacramentos tienen un interés meramente histórico. Como consecuencia de las enseñanzas acerca de los presupuestos y de las condiciones mínimas, acep-

23. J. Finkenzeller, en LThK IX, 224.

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tadas por el mismo concilio de Trento y luego cada vez más ampliadas y difundidas, la teología sacramental fue cayendo progresivamente bajo el dominio del derecho canónico y se hizo, por consiguiente, cada vez menos teología.

Los movimientos de renovación del siglo XX (litúr­gico, ecuménico, bíblico, retorno a la tradición, espe­cialmente a la patrística) inyectaron nueva vida en la teología sacramental24. Dado que en el capítulo 5 se expondrán las líneas de pensamiento actuales, bastarán aquí algunas pinceladas sobre los temas estudiados.

1. Los progresos más importantes en el ámbito de la teología de los sacramentos en el período entre las dos guerras mundiales fueron aportados por la teología de los misterios y por la renovación de la concepción de la Iglesia como cuerpo de Cristo25. Respecto de la teología de los misterios, merece la pena citar la siguiente síntesis de Colman E. O'Neill: «Odo Casel (1886-1948), refle­xionando sobre las relaciones entre los misterios pa­ganos y los sacramentos cristianos (punto en el que, co­mo se vio claramente en el curso del enfrentamiento con sus adversarios, sólo atribuía a los misterios paganos una analogía formal y no causal), llegó a la conclusión de que el culto constituye un camino de acceso a los miste­rios salvíficos de Cristo. La idea esencial, a la que Casel dio nueva vida, era: para participar en la redención, el hombre debe revestirse de la figura de Cristo mediante la participación en sus misterios salvíficos. Y para que esto sea posible, la liturgia tiene que actualizar realmen­te los actos salvíficos de Cristo. Es evidente que la inten­ción fundamental concuerda con Pablo y con la auténti­ca tradición... Según Casel, en las acciones simbólicas del culto de la Iglesia se actualizan las acciones salvíficas

24. C E . O'Neill. en Bilanz der Theologie im 20. Jahrhunderl III. 1970. 244-294 (con síntesis bibliográfica que sigue siendo muy valiosa): Ch. Schütz. en MS. volumen complemen­tario. 1981. 347-353; A. Schilson. Sakrameni ais Symbol (véase bibliografía. Ib). 122-150: A. Schmied. Perspekriven.

25. C E . O'Neill. o . c . 248.

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del mismo Jesús -el acto salvífico mismo, pero no según sus circunstancias históricas, sino "sacramentalmente". Y como en el acontecimiento salvífico interviene Dios, salvando, en el tiempo, trasciende el tiempo y puede asumir en el sacramento un nuevo modo de ser. Esta presencia mistérica está oculta en los signos, pues es a través de esos signos como se produce una presencia objetiva. Es, en primer lugar, la presencia de la muerte de Cristo y luego también de todo el misterio pascual y, por tanto, a la vez de toda la obra redentora, desde la encarnación a la parusía»26.

Gracias a los impulsos intuitivos de esta teología -que abre, a su vez, múltiples interrogantes y tiene im­portancia especialmente para el bautismo y la eucaristía, aunque no tanto para los sacramentos en general- se suscitó de nuevo el sentido del mysterion en la liturgia, se promovió la mística de Jesús (al igual que en el mo­vimiento bíblico) y se superaron así el reduccionismo canónico y la minimización de la teología sacramental. En la Constitución sobre la liturgia del concilio Vaticano II puede percibirse, como mínimo, la presencia de cier­tos impulsos de la teología mistérica. La insistencia en la presencia de Jesucristo en todos los actos litúrgicos (SC 7) ofrece una buena base para entender los sacramentos, lógicamente, y a partir de su propia peculiaridad, como liturgia.

2. Para la renovación de la eclesiología y el redescu­brimiento de la economía sacramental de la salvación, cf. supra 2.1 y 3.

3. Para el redescubrimiento de los sacramentos como acontecimiento de la palabra, cf. infra 5.2.

4. A partir de la tentativa fundamental de Helmut Peukert por presentar los acontecimientos de la comuni­cación y la interacción como categorías teológicas bá-

26. Ibídem. 250s. Cf. la exposición científica global y la clasificación de la teología de los místenos y su discusión en A. Schilson, Theologie ais Sakramententheologie (véase bibliogra­fía la); también. Th. Maas-Ewerd. Odo Casel OSB und Karl Rahner SJ, «Archiv für Liturgie-wissenschaft» 28(1986)193-234 (con amplia bibliografía).

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sicas27, se multiplicaron las descripciones que presen­taban a los sacramentos como «acciones comunicati­vas», ya sea, de una manera general, como ámbitos de comunicación de la realidad de Dios y realidad de los hombres28, o preferentemente a través de planteamien­tos teóricos sobre la comunicación29. Tiene razón Chris-tian Schütz cuando insinúa que estas interpretaciones producen la impresión de construcción artificial, que no se plantean la pregunta de «si, y en qué medida, puede trasladarse el modelo de la comunicación interhumana y las consecuencias que de él se derivan para la teoría de la comunicación a la relación entre Dios y el hombre»30. Da la impresión de que se describe demasiado técni­camente esta relación cuando Alexandre Ganoczy, por ejemplo, entiende a la Iglesia como «el colectivo de la comunicación de Dios entre los hombres»31 y define a los sacramentos como «sistemas de comunicación verbal y no verbal mediante los cuales los hombres llamados a la fe en Cristo entran en el movimiento de intercambio de cada comunidad concreta, toman parte en ella y, de esa manera, llevados por la autocomunicación de Dios en Cristo y en su Espíritu, avanzan por el camino de la autorrealización»32.

27. H. Peukert, Wissenschaftstheorie, Handlungstheorie, Fundaméntale Theologie, Dussel­dorf 1976; para la repercusión y evolución de las ideas de Peukert. cf. H.U. von Brachel-N. Mette (dirs.). Kommunikation und Solidaritat, Friburgo-Münster 1985.

28. L. Lies, Sátiramente ais Kommunikationsmittel, en G. Koch y otros. Gegenwártig in Wort und Sakrament, Friburgo 1976, 110-148.

29. P. Hünermann, Sakrament, Figur des Lebens, en R. Schaeffler-P. Hünermann, An-kunft Gottes und Handeln des Menschen, Friburgo 1977; 51-87; A. Ganoczy, Einführung in die katholische Sakramentenlehre, Darmstadt 1979, 106-135. Para una valoración crítica: Ch. Schütz, en MS, vol. complementario, 349ss; U. Kühn, o . c , 220s. (con bibliografía); A, Schilson, Sakrament, 137.

30. Ch. Schütz, en MS, vol. complementario, 351. 31. O . c , 114. 32. Ibídem, 116; rechazo expreso de la concepción de los sacramentos como «autorreali-

zaciones de la Iglesia», porque a esta Iglesia apenas es posible percibirla empíricamente. Cf. también afirmaciones como: «el cristiano avanza de una a otra etapa de comunicación»; la práctica de los sacramentos debe «progresar al modo de una "estrategia de futuro" de tipo procesal» (ibídem, 127); por lo que hace el acontecimiento sacramental, no debe aplicarse la idea escolástica de causalidad, sino «las categorías mentales de la cibernética» (ibídem); ha­bría que entender al ministro de los sacramentos como «el que sirve de catalizador de re­laciones interactivas» y al signo sacramental como «información esencialmente referida a unos destinatarios e impregnada de realidad» (ibídem, 134).

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En estos ensayos, la descripción de la comunicación de la gracia de Dios discurre de una manera ambigua e incorrecta, ya sea que se hable de que «los actores hu­manos» «imitan las palabras creadoras que se les han enseñado» y «repiten las palabras de Dios»33, o bien, en fin, que se considere posible «una repetición del co­mienzo», cuando se constituyó la Iglesia en la vida, muerte y resurrección de Jesús34.

5. Existen dos tentativas contrapuestas para explicar los sacramentos desde el ámbito cultural. Los puntos débiles se encuentran en que el «culto» se refiere a una acción solamente humana, a diferencia del concepto de liturgia, henchido de contenido teológico. Puede emer­ger aquí un aspecto importante de los sacramentos cuan­do se los presenta como interpretaciones humanas del ser35 o cuando se les entiende -con toda razón- como imperativos de la configuración social y como antici­paciones de una vida equilibrada (también en el campo de lo «material»)36. Pero todas estas interpretaciones ignoran los rasgos de la teología cristológica y trinitaria que son esenciales en los sacramentos.

6. Deben mencionarse, finalmente, las vías de acceso que intentan explicar los sacramentos a partir de consi­deraciones antropológicas. Cuando Karl Rahner inter­pretó cada uno de los sacramentos concretos como pro­mesa de la salvación de Dios otorgada por la Iglesia, con compromiso total, a cada uno de los hombres y, además, en cada una de las situaciones decisivas de la historia de la salvación de cada uno de estos hombres concretos, estaba ofreciendo una nueva formulación de la interpre­tación -ya anticipada por Tomás de Aquino- de los siete sacramentos a partir de la historia personal y social de los individuos37. Este enfoque fue asumido y prolija-

33. Ibídem, 121. 34. P. Hünermann, o . c , 76. 35. R. Schaeffler, Kultisches Handeln (cf. nota 29), 9-50. 36. F. Schupp, Glaube, Kultus, Symbol. Versuch einer kritischen Theorie sakramentaler

Praxis, Dusseldorf 1974. Cf. también Ch. Schütz, o . c , 353ss; H. Kühn, o . c , 227. 37. K. Rahner, La Iglesia y los sacramentos, 44-80.

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mente repetido, a veces bajo fórmulas simplificadas, en publicaciones de teología pastoral. El sínodo conjunto de los obispos alemanes de Würzburgo dijo, por ejem­plo: «En cada sacramento en particular se despliega la esencia sacramental de la Iglesia en las situaciones con­cretas de la vida humana»38. A partir de aquí, hay auto­res que afirman que los «puntos de conexión» o «empal­mes» de la existencia humana pasarían a ser símbolos de su referencia a la trascendencia39. En estos ensayos pa­rece más fácil redescubrir la sacramentalidad -acorde con su creación- del hombre, su carácter de imagen y símbolo real de Dios que cuando se la quiere hallar en cada uno de los sacramentos de la Iglesia. En efecto, incluso interpretando religiosamente las situaciones bio­lógicas originarias de la vida humana, y aun admitiendo una expresa alusión cristológica, según la cual una vida humana se convirtió en Jesucristo en la máxima expre­sión de Dios, no se alcanza aún el contenido teológico-trinitario de la teología sacramental.

4.3. Estructura y límites de la teología general de los sacramentos y de la doctrina sobre cada uno de ellos

La teología de los sacramentos, como tratado teoló­gico40, es una parte de la dogmática (de la doctrina de la fe) y, por tanto, de la teología sistemática, aunque con una acentuada orientación hacia la teología práctica. Cuando se entiende la ciencia de la liturgia como ciencia teológica y, por tanto, no como ciencia puramente histó-

38. Para los centros neurálgicos de la actual pastoral de los sacramentos, cf. Getneinsame Synode der Bülümer in des Bundesrepublik DeuíscMand. Offizieíle Gesamtausgabe, vol. I, Friburgo 1976, 245-257.

39. Cf., por ejemplo, las referencias bibliográficas (sobre W. Kasper, J. Ratzinger) en A. Schilson, Sakrament, 134. No es posible abordar aquí la voluminosa bibliografía catequd-tica, religioso-pedagógica y litúrgico-pastoral sobre los sacramentos.

40. Sigue conservando vigencia en estas cuestiones K. Rahner, Sakramententheologie, en LThK IX, 240-243.

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rica o puramente práctica, puede tomar también na­turalmente bajo su tutela a la teología sacramental. Esta teología ejerce una función crítica frente a la predica­ción y la praxis eclesial oficial. Entre sus cometidos fi­gura también la «advertencia a no convertir los sacra­mentos en el exponente principal y adecuado de la to­talidad de la vida cristiana. Ni la Iglesia es solamente Iglesia de los sacramentos ni la vida sacramental del cris­tiano abarca la totalidad de su vida, ni Dios, en fin, ha vinculado toda su gracia a los sacramentos (Tomás de Aquino, S. th. III, q. 64, a. 7, c.)»41. La teología sacra­mental ejerce su función crítica principalmente frente al derecho canónico y sus pretensiones normativas.

A partir de la visión de la estructura sacramental de toda la realidad creada y sobre la base del creciente esclarecimiento de la sacramentalidad a lo largo de la historia de la salvación, ha lanzado Karl Rahner la pro­puesta de no estudiar los sacramentos por separado y uno tras otro, sino de explicarlos en su lugar correspon­diente, en el marco de una antropología del hombre creyente que vive en el seno de la Iglesia42. La propues­ta ha sido aceptada y seguida en Mysterium Salutis y en la Initiation á la pratique de la théologie. No obstante, sigue conservando su sentido práctico una visión de con­junto de los sacramentos según el método tradicional.

Dentro de ese mismo contexto, fijó Rahner como lugar de la teología general de los sacramentos la ecle-siología, la doctrina teológica sobre la Iglesia43.

Está, pues, justificado, hablar globalmente de los sa­cramentos en general a partir de la consideración teoló­gica de la estructura sacramental de la Iglesia y de su liturgia y exponer así todos los contenidos esenciales de la teología sacramental tradicional, a condición, por su­puesto, de que se evite luego encajar a la fuerza a todos

41. Ibídem, 242. 42. Escritos I, 30, 43-49. 43. Ibídem, 43; LThK IX, 241ss.

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y cada uno de los sacramentos en el mismo y único es­quema.

Si se quieren analizar los sacramentos uno por uno y según su orden, la tradición católica proporciona ya una lista (evidentemente desde el punto de vista metodológi­co se puede seguir otro orden): bautismo, confirmación, eucaristía, penitencia, unción de los enfermos (o extre­maunción), orden y matrimonio (cf. el concilio de Flo­rencia: DS 1310; Dz 695; el concilio de Trento: DS 1601; Dz 844; y el concilio Vaticano II: LG 11). Los cinco primeros responden a situaciones de la vida individual y los dos últimos a situaciones de la vida colectiva o social, según una clasificación habitual en Tomás de Aquino. Al abrir la serie con los sacramentos del bautis­mo, la confirmación y la eucaristía, se reproduce la se­cuencia de la iniciación solemne de la primitiva Iglesia romana44, lo que le confiere un alto valor tradicional. La íntima unidad y correspondencia entre el bautismo y la eucaristía no queda rota por la intercalación de la confir­mación, ya que ésta forma parte del bautismo. Así, pues, en este libro hablaremos de cada uno de los sacra­mentos según el orden tradicional.

44. A. Angenendt, Bonifatius (cf. nota 12).

5. Elementos básicos de una teología general de los sacramentos

5.1. Las acciones litúrgicas simbólicas como mediación de la presencia de Dios

5.1.1. La eficacia del acontecimiento simbólico

Ya desde los inicios mismos de la reflexión teológica sacramental se entendieron los sacramentos como «sig­nos» (cf. supra 4.1. y 4.2.2). Pero esta concepción es todavía imprecisa y está necesitada de ulteriores expli­caciones. Hay signos que se limitan a indicar algo distan­te, algo o alguien ausente. Hay también signos de co­municación convencionales, señales, etc. Como denomi­nación más precisa de los sacramentos aparece el con­cepto de «símbolo». En cuanto a su etimología, esta palabra procede del griego symballein (literalmente: echar a la vez, amontonar), que expresa la idea de apro­ximar dos partes que habían estado originariamente unidas, con la finalidad de llegar a conocer algo. El sím­bolo es, pues, un «signo de conocimiento» o de «recono­cimiento» (y así se comprende por qué al credo o confe­sión de fe cristiana se le diera, ya desde fechas muy tempranas, el nombre de symbolon). Así, pues, el sím­bolo está esencialmente vinculado al conocimiento, la comprensión y la intelección. No existe, sin embargo, un concepto unitario de símbolo bajo el que puedan agru-

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parse las diversas ciencias y los diversos grupos que hoy se ocupan de los símbolos1. A la teología le asiste el indiscutible derecho de atenerse a su propia concepción del símbolo. Por lo demás, para la intelección de las cuestiones de la fe es importante analizar los aspectos que tienen en común la concepción cristiana y la concep­ción no religiosa del símbolo. Existen, de hecho, estos aspectos comunes, que consisten en lo siguiente.

Los símbolos no son simples imágenes, señales mu­das y estáticas, representación de algo ausente. Se les considera, más bien, «acontecer relacional», crean re­laciones, pertenecen a un «campo intencional», es decir, llevan a una comprensión de la realidad que está orien­tada relacional y dinámicamente a procesos2. Tienen, pues, la peculiaridad propia de un acontecimiento o de una acción consciente, tienden puentes por encima de las distancias temporales, también en el sentido de que hacen presente el pasado y no se agotan, por tanto, en un mero actualismo. Conocer, entender, comprender las cosas que ocurren en el acontecimiento simbólico es algo impensable sin el lenguaje y su función crítica. Los símbolos y el lenguaje pueden coincidir aquí en dos aspectos esenciales: 1) Una realidad «se manifiesta» en una «representación» dramática, esto es, en la represen­tación de algo acontecido; la «representación» se com­pone de materiales de nuestro mundo experimental, es decir, no surge inmediatamente de su realidad interna, aunque en su esencia más profunda pertenece a ella; 2) la aludida realidad interna está «ahí», en la represen­tación dramática misma, y se «desprende» dramática­mente de ella.

1. Como más importantes, entre estas ciencias, pueden citarse la psicología profunda (símbolos, manifestaciones del inconsciente psíquico), la filosofía lingüística, la antropología cultural y la etnología (rituales), la psicología y la sociología social (formación o promoción de la personalidad mediante interacción simbólica). Obras principales: E. Ortigues, Le discours et le symbok, París 1962; T. Todorov, Théories du symbole, París 1977; L.-M. Chauvet, Du symbolique au symbole, París 1979 (en diálogo con los estructuralistas, Heidegger, Rahner); véase también; «Neue Zeitschrift für systematische Theologie und Religionsphilosophie» 27(1985), n.° 2 (número especial sobre las modernas teorías del símbolo).

2. D. Zadra, Symbol und Sakrament, en Christíicher Glaube in moderner Gesellschaft 28, Friburgo 1982, 88-121, aquí 94s.

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Cuando una realidad se manifiesta en el umhitn ,/, los símbolos como también presente dentro del m-nn tecimiento, se la denomina «símbolo real». Si una reiili-dad se manifiesta en el ámbito del lenguaje como repre­sentación de algo acontecido, a este proceso se le dn el nombre de «mito»3. Bajo el aspecto de que la realidad aludida está verdaderamente presente en el aconteci­miento del lenguaje (y, por tanto, el lenguaje no es sim­ple información), a dicho acontecimiento se le llama «discurso preformativo»4.

Son precisamente estas peculiaridades las que mues­tran los puntos comunes más relevantes de la concep­ción religiosa y no religiosa del símbolo. Menciona­remos a este propósito, en primer lugar, los estudios llevados a cabo por la ciencia de la religión sobre los símbolos. Aunque es cierto que estos símbolos se refie­ren sobre todo a actualizaciones de una trascendencia todavía indeterminada, el cristianismo puede reconocer en ellos valores genuinos, de los que no debe separarse abruptamente. Merece la pena citar las observaciones de Gerardus van der Leeuw: «Hay protosímbolos que reaparecen una y otra vez, que lanzan los puentes que se dan en la esencia de la existencia humana entre los dos mundos de que participa el hombre. Los símbolos son la frontera en la que coinciden ambas realidades. No son una proyección, una invención de la mente humana, si­no que se le dan al hombre por anticipado.» Y también: «Todo acontecimiento puede ser un "tener lugar", un realizarse lo santo. Cuando es así, hablamos del "símbo-

3. Esto equivale a decir que en la amplia discusión en torno a los mitos (cf. la bibliografía de la nota 6) se parte del supuesto de que en las narraciones míticas puede manifestarse una realidad, del mismo modo que en el símbolo. Que esto ocurra o no es algo que no depende ya sólo del mito, ni sólo del símbolo: se requieren otras experiencias de esta realidad para adquirir la certeza de que no se trata de meras proyecciones. En todo caso, las actuales discusiones demuestran que ha llegado a su fin la descalificación racionalista del mito. Cf. H. Blumenberg, Arbeit am Mythos, Francfort 21981; K. Hübner, Die Wahrheit des Mythos, Munich 1985.

4. El concepto se remonta a J.L. Austin y J.R. Searle y se ha ido aclimatando poco a poco también en la teología; cf. D. Zadra, o . c , lOlss.; J.-M.R. Tillard, Les sacrements de VÉglise, en Iniíiation II (véase bibliografía Ib), 392ss.

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lo"»5. También aquí es válida, por supuesto, la corre­lación entre simbolismo, poesía y, sobre todo, mito6. En la perspectiva filosófica de la religión, la presencia de lo santo acontece cuando se lo «representa» simbólicamen­te, cuando se habla de ello. ¿Qué es, pues, lo que distin­gue a un sacramento tal como lo entiende la fe cristiana de esta perspectiva filosófica-religiosa?

El sacramento es una acción simbólica en la que par­ticipan los hombres en cuanto creyentes, en cuanto que celebran una liturgia, en cuanto que actúan simbólica­mente; el Espíritu divino se sirve de esta actividad hu­mana como de medio y camino para que Jesucristo se haga real y actualmente presente, en el recuerdo, con su obra salvífica, históricamente única y singular.

Así, pues, esta actualización no acontece sin los hombres, pero tampoco ocurre simplemente por medio de ellos (como es el caso en la perspectiva de la ciencia de la religión), sino más bien por medio del espíritu de Dios, que es quien toma la iniciativa, quien sostiene todo el acontecer, quien introduce los resultados en el interior de los hombres, aunque sin anular -sino más bien fortaleciendo- la actividad humana.

Puede describirse con mayor precisión aún el modo como los sacramentos, en cuanto acciones simbólicas, transmiten la presencia de Dios. En las objeciones teóri­cas contra la práctica cristiana de los sacramentos aflo­ran siempre las mismas dudas: ¿Cómo pueden los sím­bolos o los gestos humanos «obligar» a Dios a hacerse presente, precisamente aquí? ¿Cómo pueden los hom­bres que realizan estas acciones simbólicas abrigar la

5. H.G. Hubbeling, Der Symbolbegriff bei Gerardus van der Leeuw, «Neue Zeitschrift für systematische Theologie» (cf. nota 1), 100-110, aquí 106 y 104.

6. Cf. las penetrantes reflexiones sobre la función del mito de H.-P. Müller, Mythos, Anpassung, Wahrheit. Vom Recht mystischer Rede und aeren Aufhebung, «Zeitschrift für Theologie und Kirche» 80(1983)1-25; ídem. Das Motiv für die Sintflut. Die hermeneutische Funktion des Mythos und seiner Analyse, «Zeitschrift für die alttestamentliche Wissenschaft» 97(1985)295-316 (importantes aclaraciones sobre la «representación» de Dios en la estructura intuitiva mística); ídem, Mythos und Kerygma. Anthropologische und theologische Aspekte, «Zeitschrift für Theologie und Kirche» 83(1986)405-435 (también sobre la percepción de Dios en el mito). Tiene razón H.-P. Müller cuando pide, para un adecuado análisis y una correcta interpretación del mito, la recuperación de la metafísica.

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pretensión de disponer de la gracia de Dios? En el fondo de estas preguntas subyace un erróneo planteamiento teológico. La teología sacramental no afirma que los sa­cramentos causen o produzcan la cercanía de Dios que, de no ser por ellos, estaría ausente. El falso supuesto consiste en atribuir a Dios una distancia espacial respec­to del mundo y de los hombres, una distancia que sería salvada gracias a los sacramentos. A veces se le atribuye también a Dios una distancia intencional, como si se comportara de una forma neutra y se mantuviera a la espera frente a los hombres, antes de que el sacramento le mueva a otorgar su gracia. Respecto del aconteci­miento salvífico en Jesucristo, esta falsa línea argumen-tal asume con frecuencia una distancia temporal, algo así como si el sacramento pudiera arrancar al pasado un acontecimiento hundido en la noche de tiempos re­motos. Se descubren en ocasiones, dentro del ámbito eclesial, ciertas declaraciones que favorecen esta menta­lidad. Así, por ejemplo, cuando se habla de la ausencia o lejanía de Dios, que se produciría cuando no es posi­ble administrar los sacramentos. Se olvidan aquí los pre­supuestos teológicos básicos: que Dios, en su santo Es­píritu, está realmente en su creación y en la humanidad y no bajo la forma de un horizonte estático, sino con su dinámica voluntad amorosa, en permanente autocomu-nicación. Su venida insuperable a la creación y a la hu­manidad en Jesucristo no es para Dios, que está por encima del tiempo, pasado sino puro presente. En esta «actitud» no necesita una nueva motivación para cada caso, ningún aumento de intensidad ni ningún otro cam­bio. El cambio es necesario por parte de los hombres para quienes, dada su naturaleza, la cercanía de Dios, la voluntad de autocomuniación de Dios, el acontecimien­to salvífico en Jesucristo no se dan siempre con la misma cercanía y la misma intensidad. En las acciones sacra­mentales simbólicas -pero no sólo en ellas- el Espíritu de Dios realiza la «apertura» de las limitaciones que alzan los hombres contra la presencia actual de Dios.

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Este Espíritu actualiza e intensifica lo que es y está «des­de siempre». Forma parte de este proceso la ya varias veces mencionada capacidad de la acción simbólica de anunciar hacia el exterior y hacer claro y perceptible lo que, desde su interior, empuja hacia la actualización.

Han existido ciertamente falsas concepciones y re­presentaciones de los sacramentos, que los imaginaban a modo de «canales» o «vasos» materiales de una indefi­nida gracia divina; pero la teología ha sabido siempre que el concepto más adecuado de los sacramentos es el que los entiende como acciones simbólicas que median la presencia de Dios7. Mencionaremos los nombres de dos teólogos que han contribuido señaladamente al de­sarrollo de estas ideas. Por el lado evangélico, Paul Til-lich (1886-1965) ha analizado de excelente manera los símbolos religiosos y lo sacramental8. Tillich no sólo destacó la capacidad causal de los símbolos y su función de apertura o alumbramiento; habló también expre­samente de la acción de Dios por medio de los símbolos: «Al revelarse, Dios crea símbolos y mitos a través de los cuales puede ser reconocido y puede acercarse a los hombres»9. Y esto no por iniciativa del hombre, sino porque estos símbolos y mitos «quedan incluidos en la unidad sacramental con el Espíritu divino»10. Símbolo y sacramento son para Tillich conceptos sinónimos. En­tendía el mundo finito como henchido de símbolos; esta­ba convencido de que los hombres podían descubrir lo sacramental por doquier. Concebía los sacramentos de la Iglesia como lugares en los que, por así decirlo, se concentra lo sacramental en su sentido general. Aflora aquí también la idea de que no todos los símbolos re­ligiosos eficaces son conocidos y reconocidos de igual

7. Cf. las síntesis de A. Schilson, Sakrament ais Symbol; A. Schmied, Perspektiven; U. Kühn, Sakramente.

8. Cf. P. Lengsfeld, Symbol und Wirklichkeit. Die Machí der Symbole nach Paul Tillich, en W. Heinen (dir.), Bild, Wort, Symbol, Würzburgo 1969, 207-224; U. Reetz, Das Sakramen-lale in der Theologie Paul Tillichs, Stuttgart 1974.

9. P. Tillich, Gesammelte Werke VIH, Stuttgart 1970, 79. 10. ídem, Systematische Theologie III, Stuttgart 1966, 146.

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manera por los hombres. El sacramento se caracteriza también por el hecho de que es aceptado por un grupo, la comunidad de los creyentes.

Por el lado católico, Karl Rahner (1904-1984) no se limitó a desarrollar el concepto de símbolo real (cf. su-pra 1.2.), que señala la «manifestación» de una concreta y determinada realidad inserta en el símbolo, a diferen­cia de los signos arbitrariamente elegidos11; Rahner en­tendió el símbolo también como acontecimiento. Así lo demuestran los siguientes ejemplos de acontecimientos simbólicos que él mismo enumera: «En la Trinidad, el Padre es él mismo en cuanto que se expresa a sí mismo en el Hijo, distinguiéndole de él. El alma es, o realiza, su propia esencia, al expresarse y tomar cuerpo, infor­mando al cuerpo distinto de ella. El hombre consigue una determinada actitud al realizarla con unos gestos determinados. Al "exteriorizarse", la actitud se hace ella misma o aumenta en profundidad existencial»12. Si los reformadores pretendían afirmar que el sacramento no es otra cosa sino la señal o signo de la promesa de la fe, que es la única que salva, esta concepción del sacra­mento de Rahner como autoconocimiento simbólico complejo y eficaz entraría, naturalmente, en colisión con las ideas de la reforma.

La teología sacramental aquí expuesta desde su di­mensión simbólica real entraña una apertura ecuménica, en cuanto que la acción simbólica debe apoyarse necesa­riamente en la fe que sólo Dios concede y halla en esta fe su garantía última y definitiva.

5.1.2. Jesucristo, origen de los sacramentos

El concepto moderno de «fundación» o «institución» de los sacramentos por Dios en Jesucristo induce a

11. K. Rahner, Para una teología del símbolo, en Escritos IV, 283-321. 12. K. Rahner-H. Vorgrimler, Symbol, en Kleines theol. Wórterbuch, Friburgo 151985, 398

(trad. cast., Diccionario teológico, Herder, Barcelona 1966, 698).

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error, porque sugiere la idea de un acto jurídico pun­tual. Es indudable, por un lado, que, de acuerdo con el judaismo de su tiempo, Jesús adoptó una actitud positi­va respecto de las acciones simbólicas, ya que él mismo las practicó y manifestó sus preferencias por algunas de ellas. Pero es imposible, por otro lado, aducir pruebas históricas que demuestren que llevó a cabo actos jurídi­cos. La escolástica, de la que el concilio de Trento (cf. supra 4.2.5.) tomó la idea de la institutio, no poseía un concepto estricto y puntual de la misma. Insertó, más bien, los sacramentos en un marco que abarcaba espa­cios temporales muy anteriores a Cristo, pues llegaban hasta el inicio mismo de la creación. Los teólogos es­colásticos pusieron el máximo empeño en descubrir en la vida de Jesús palabras o sentencias «institucionaliza-doras». Y cuando no pudieron hallarlas, recurrieron a la tradición apostólica. La escolástica pudo también consi­derar como «institución» el hecho mismo de que Dios comunicara a los sacramentos la capacidad de ser efica­ces, aunque tampoco aquí pudiera determinarse el mo­mento temporal en que lo hizo y, a veces, se atribuía a la acción del Resucitado por medio del espíritu13.

La teología sacramental consiguió evadirse de esta estrecha concepción juridicista a la búsqueda de mo­mentos o elementos fundacionales cuando emprendió el camino trazado por Karl Rahner: se parte aquí del su­puesto de una interconexión interna y externa entre Je­sucristo y la Iglesia, que esencialmente consiste en que la encarnación de Dios en Jesús constituye el protosím-bolo o protosacramento de su gracia; en que Jesús es la promesa eficaz de la palabra gratuita de Dios; en que el Espíritu de Dios quiere una permanencia y una manifes­tación perceptible de esta promesa salvífica de Dios en Jesús, esto es, quiere la Iglesia. «La Iglesia es, en virtud de su fe, creyentemente oída y proclamada, en la gracia

13. J. Finkenzeller 1,173-184; A. Schmied, Was isl ein Sakrament? (véase bibliografía Ib), aquí 151s.

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de Dios, escatológicamente victoriosa en Jesucristo, el sacramento de la salvación del mundo, porque muestra y hace presente en el mundo como escatológicamente victoriosa aquella gracia que ya nunca se apartará de este mundo y que mueve incontrastablemente a este mundo hacia la plenitud del reino de Dios»14.

A partir de este presupuesto puede entenderse cada uno de los sacramentos como ulteriores despliegues o explanaciones y como actos actualizadores de esta hon­da esencia sacramental de la Iglesia (cf. supra 3.4). Su origen, pues, es Dios en Jesucristo por el Espíritu Santo, en cuanto que es Dios el origen de la Iglesia. Fácilmente se comprende aquí que la Iglesia sólo llegó a descubrir sus primigenias acciones simbólicas a lo largo de un len­to proceso, durante el cual fue aprendiendo a distinguir los elementos de importancia esencial de los que no eran tan importantes. Este proceso tuvo un curso paralelo al del reconocimiento del canon de los libros bíblicos: la meditación y reflexión sobre cuáles son los escritos que contienen bajo la forma sacramental de palabras hu­manas la palabra de Dios se prolongaron, con múltiples oscilaciones, hasta finales del siglo vil. En el caso de los sacramentos concretos, este proceso no llegó a su fin hasta el siglo XII. Si a esto se añaden las diferencias ecuménicas respecto de ambos valores -es decir, respec­to del canon de la Escritura y del número de los sacra­mentos-, debe admitirse que aún no ha llegado a su final este proceso de clarificación.

En el transcurso del mencionado proceso se han ido perfilando las estructuras que ya nos han salido al paso varias veces en el contexto sacramental: las acciones simbólicas no han sido «inventadas» ni han sido «pres­critas de antemano», sino que han ido surgiendo poco a

14. K. Rahner-H. Vorgrimler, Sakrament, en o.c., 366s. Por «escatológico» se entiende aquí lo que tiene validez permanente y nunca será superado, tampoco en el futuro. Cf. también el resumen de la teología sacramental de Rahner: K. Rahner, Das Grundwesen der Kirche, en Handbuch der Paslorallheologie I, Friburgo 1964, 118ss; ídem, Die SakramenK ais Grundfunktionen der Kirche, en ibídem, 323-332.

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poco, vinculadas a palabras narrativas e interpretativas. Encierran, pues, ciertos rasgos que tienen algo de condi­cionado y casual; pero lo que hay en ellas de esencial y de absolutamente importante está presente precisamen­te en esa figura. En esta perspectiva, resulta ya posible plantearse la pregunta de los poderes o facultades que puede tener la Iglesia para modificar la forma que ahora tienen las acciones simbólicas sacramentales. La pre­gunta admite muchas y matizadas respuestas, según el sacramento concreto de que se trate; en todo caso, son respuestas que exigen, como condición previa, conocer la historia y respetar la tradición15.

5.1.3. El número septenario y la desigualdad de los sacramentos

El número septenario de los sacramentos de la Igle­sia católica, definitivamente fijado en Trento (cf. supra 4.2.5.), es el resultado de un largo proceso de reflexión. No existen argumentos intrínsecos convincentes que fuercen a admitir este número. Ha surgido con el correr de la historia y el valor simbólico que se le atribuye (por ejemplo: 3 personas intratrinitarias + 4 elementos del mundo = 7, como número que indica la plenitud de la acción salvífica de Dios) no tiene peso como prue­ba argumental16. Tampoco es un número tan fijo y estable que no se le pueda ampliar de hecho median­te varios desdoblamientos de un mismo sacramento. Las vías de acceso hacia ámbitos en los que no hay sa­cramentos en el sentido estricto en que los entiende la Iglesia católica romana, pero sí estructuras sacramen-

15. La Iglesia procedió con suma cautela respecto de la eucaristía, debido a la venerable tradición de los relatos de la cena; la máxima flexibilidad aparece en el sacramento del orden. Cf. también el principio de la reforma litúrgica según el cual los ritos han de expresar con la máxima claridad y deben ser fácilmente comprensibles (SC 21; también en este texto se habla de «una parte que es inmutable, por ser de institución divina»).

16. Ha iniciado una nueva tentativa en esta dirección especulativa J. Dournes, Die Sieben-zahl der Sátiramente. Versuch einer Entschlüsselung, «Concilium» 4(1968)32-40.

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tales, han sido cerradas, propiamente hablando, no por la naturaleza misma de las cosas, sino por la insistencia de la tradición en fundamentar en actos «instituciona-lizadores» (esto es, como ya se ha indicado, en buscar un origen directamente divino) como garantía de una efica­cia segura. Dejando aparte la problemática evolución de la confirmación, está en lo cierto Karl Rahner cuando indica que cada uno de los sacramentos tiene su lugar en las concretas situaciones salvíficas de cada persona que pone cada una de sus (nuevas) decisiones bajo el am­paro de la acción simbólica litúrgica de la Iglesia y que está dispuesta a aceptar, precisamente desde aquí, la promesa de salvación.

A una con este mayor número de los sacramentos admitidos por los católicos, se da también una diferencia en su rango (cf. supra 4.2.5). Según la tradición, los sacramentos «mayores» o «principales» son el bautismo y la eucaristía17. Esta insistencia en la preeminencia de rango, importante respecto de las Iglesias de la reforma, puede justificarse por la naturaleza misma de ambos sa­cramentos. Partiendo justamente de los notables testi­monios bíblicos en favor del bautismo y de la eucaristía, puede afirmarse que en ellos se hace presente simbólica y realmente, como en ningún otro lugar, toda la eficacia salvífica de Jesucristo, y en especial el misterio pascual, y que en su celebración litúrgica adquiere una especial intensidad la invitación a participar en la realización del destino vital de Jesucristo, en el sentido de una mística de Jesús. También respecto de su rango eclesial desta­can el bautismo y la eucaristía, el primero como acción simbólica de la incorporación a la Iglesia y el segundo como actualización litúrgica de la comunión de fe.

17. Cf. Y. Congar, Die Idee der sacramenta maiora, «Concilium» 4(1968)9-15, con gran acopio de material.

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5.2. El sacramento como acontecimiento de la palabra de Dios

La palabra de Dios tiene una participación intensiva en la estructura sacramental: causa lo que el sacramento «indica» de forma sensible, a saber, la gracia de Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. La reflexión acerca de la capacidad salvífica de la palabra de Dios arranca, obviamente, de la misma Sagrada Escritura. Esta refle­xión presta particular atención al origen trinitario: ya antes de todo tiempo se dio, en la capacidad de expre­sarse y decirse a sí mismo Dios, aquel Logos eterno que se hizo hombre en cuanto Palabra del Padre y que es, en una misma persona, la promesa de Dios a la humanidad y la aceptación por la humanidad de aquella promesa. A partir de aquí, están ya para siempre unidas entre sí en todo acontecer salvífico, también en el sacramental, pa­labra y materialidad. La palabra de Dios (siempre reves­tida de palabra humana) tiene -con independencia del modo como sea expuesta- carácter no sólo indicativo e informativo, sino también causativo, en cuanto que pro­duce o causa lo que significa18.

Desde que y dondequiera que hay sacramentos, la acción simbólica sacramental está siempre acompañada de la palabra, no sólo de la palabra que suplica en la liturgia y explica (en la homilía, etc.), sino también de la palabra (narrativa, recitativa) proclamada de Dios. Esto ha dado pie, ya a partir de la primitiva teología sacra­mental (Agustín) y hasta nuestros días, a reflexiones so­bre la relación exacta entre esta palabra sacramental y el signo externo. Ya en una época en que se concebía está­

i s . Cf. las síntesis de la reciente teología de la palabra de Dios: F. Sobona, Die Heilswirk-samkeií der Predigt in der theologischen Diskussion der Gegenwart, Tréveris 1968 (con biblio­grafía); H. Jacob, Theologie der Predigt. Zur Deutung der Wortverkündigung durch die neuere katholische Theologie, Essen 1969; F. Eisenbach (véase bibliografía la), 502-533 (con biblio­grafía); U. Kühn, Sakramente, 218, nota 61 (con mención de la bibliografía de L. Scheffczyk, O. Semmelroth, H.J. Weber); J. Thomassen, Überlegungen zur Heilswirksamkeit der Verkün-digurtg, en L. Lies (dir), Praesentia Christi, Dusseldorf 1984, 311-320 (con bibliografía); ídem, Heilswirksamkeit der Verkündígung, Kritik und Neubegründung, Dusseldorf 1986.

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ticamente (como elemento o materia) el componente no verbal del signo externo, se consideraban las palabras sacramentales concomitantes (la «forma») como la mag­nitud decisiva para la realización del sacramento. Cuan­do el discurso teológico comenzó a prestar mayor aten­ción a la dimensión sacramental de toda la economía salvífica, se destacó más nítidamente aún la supremacía de la palabra de Dios19. Se entendió, en clave cristológi-ca, que la proclamación de la palabra es la función esen­cial de la Iglesia y se admitió que el sacramento es la forma más excelsa y condensada de la palabra procla­mada por la Iglesia. Karl Rahner llegó incluso a escribir: «La esencia fundamental del sacramento es la pala­bra»20, la promesa salvífica absoluta. Cuando, en estas nuevas reflexiones, se comparan entre sí la procla­mación sacramental y la extrasacramental de la palabra de Dios y se sitúa en el sacramento el punto culminante, interesa no olvidar que la diferencia no está en lo causa­do o producido, en el don otorgado. La palabra eficaz de Dios, tal como es anunciada y oída en la Iglesia, causa o produce en cuanto que es palabra de Dios (y no comunicación, enseñanza, instrucción, etc. humana), en todas las formas de proclamación, la verdadera presen­cia de la gracia de Dios, del acontecimiento salvífico en Jesucristo, en virtud del Espíritu Santo. Es también dis­tinto -precisamente respecto de la intensidad, de la «densidad» de la realización- el modo de comunicarse el don21. Pero, una vez más, la diferencia no está en el don, sino en el modo como llega.

Para la teología y la praxis sacramental es de funda­mental importancia no reducir el acontecimiento de la

19. R. Schulte, Die Wort-Sakrament-Problematik in der evangelischen und katholischen Theologie, en Theologische Berichte 6, Zurich 1977, 81-122; F. Eisenbach, o . c , 542-555 (con bibliografía, especialmente sobre K. Rahner y O. Semmelroth).

20. K. Rahner-H. Vorgrimler (véase nota 12), 366. En Schriften XVI, 389, dice Rahner que el sacramento «es el caso más intensivo de revelación de la palabra de Dios». Parecidas reflexiones presenta, en el campo evangélico y a propósito de G. Ebeling, M. Raske, Sakra-ment, Glaube, Liebe. Gerhard Ebelings Sakramentsverstandnis, eine Herausfordemng an die katholische Theologie, Essen 1973; U. Kühn, o . c , 215-218.

21. Cf. U. Kühn, o . c , 218s.

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palabra en el sacramento a la recitación de una breve «fórmula» que puede estar justificada, a lo sumo, sólo en casos de urgente necesidad y bajo determinadas cir­cunstancias y condiciones. El sacramento debe ser en­tendido siempre como liturgia, inserto, por consiguien­te, en un contexto total verbal. Es parte constitutiva de él, además de la súplica por la venida del Espíritu Santo y de la proclamación de la palabra eficaz de Dios, la respuesta humana22. Los sacramentos son también, esencialmente, «acciones de respuesta desde la fe, causadas por el Espíritu»23.

Estas consideraciones sobre el sacramento como acontecimiento de la palabra se aplican, por supuesto, de diversas maneras a cada uno de los diferentes sacra­mentos concretos: este acontecimiento verbal en un sa­cramento afecta a una determinada situación de una co­munidad y/o de una determinada persona concreta, es una promesa salvífica en el seno de esta situación, actua­liza la correspondiente situación de Jesús, inserta en di­cha situación a los creyentes, cambia así la situación de estos creyentes y, a través de este cambio, modifica tam­bién la situación del mundo.

5.3. Sacramento, oración y seguimiento

En el decurso de su evolución histórica, la Iglesia latina ha creado fórmulas de administración de los sa­cramentos a las que ha dado (con excepciones que se analizarán al hablar de cada sacramento concreto) for­ma indicativa24. Y a la pregunta de cuándo se producía exactamente el sacramento, la respuesta era: cuando el ministro pronuncia esta fórmula, acompañándola de la

22. Cf. E. Lessing, Kirchengetneinschaft und Abendmahlsgemeinschaft, «Wissenschaft und Praxis in Kirche und Gesellschaft.» 69(1980)450-462, aquí 458s; A. Schmied, Perspektiven, 32.

23. U. Kühn, o . c , 219. 24. Aquí la antigua liturgia romana se mostró durante mucho tiempo indecisa. Los pri­

meros testimonios de fórmula indicativa se remontan a finales del siglo vn: A. Angenendt, Bonifaüus, 135.

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acción física correspondiente25. Esta reducción al mí­nimo no hace entera justicia al acontecimiento sacra­mental en su conjunto. Debe recordarse aquí, una vez más, que con la única excepción de los casos de grave necesidad, es la acción litúrgica simbólica total la que configura la realización del sacramento y que no es lícito prescindir caprichosamente de alguno de sus elementos constitutivos. Sería, además, deseable que las «palabras esenciales» de la «administración de los sacramentos» recuperaran la forma optativa de súplica. No se trata de un deseo espiritual adicional y, en el fondo, superfluo. Está aquí en juego la forma fundamental de los sacra­mentos: son oraciones y, para decirlo con mayor pre­cisión, oraciones «en nombre de Jesús», pronunciadas por la comunidad de los creyentes, por el «ministro» y por los «receptores», con un contenido que se deriva de la situación de cada sacramento concreto. Esta oración invoca a Dios, que ha revelado el nombre en el que nos podemos salvar (Act 4,12). A esta oración26 se le ha garantizado una eficacia segura, la certeza de ser oída (Jn 14,13s; 16,23s; cf. Me 11,24; Mt 7,7-11; 21,22 etpas-sim). Se trata de la forma originaria de la liturgia. En orden a la recuperación de la forma orante de los sacra­mentos es mucho lo que puede aprenderse, en el campo religioso y teológico, de la epiclesis de las liturgias orien­tales, de la petición de la venida del Espíritu divino que santifica la materia terrena. Se recuperaría así la con­ciencia de que es el Espíritu Santo el que actúa en los sacramentos para salvar a los hombres. Y se evitaría la errónea interpretación de que la persona -hombre o mujer- a la que, según el ordenamiento litúrgico, le compete pronunciar las «palabras esenciales», dispone a su voluntad de los sacramentos y de su eficacia sobre la gracia, o que posee una especie de poder mágico que la

25. Cf. el Decreto para los armenios del año 1439'. (DS 1312; Dz 695). 26. R. Schwager, Wassertaufe, ein Gebeí um die Geisttaufe?, «Zeitschrift für kath. Theo-

logie» 100 (1978), aquí 56-59 sobre la oración «en el nombre de Jesús», también y precisamen­te en el contexto sacramental.

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distingue radicalmente del resto de los asistentes. La renovación de los sacramentos como liturgia de la oración tendría importantes consecuencias ecuménicas, tanto respecto de las Iglesias orientales como de las sur­gidas de la reforma e incluso respecto del judaismo (del que ha recibido la Iglesia la estructura de su sacramento supremo, la forma del canon eucarístico)27.

Mientras no se modifique la praxis hasta ahora ha­bitual, que trasluce una mentalidad como mínimo auto­ritaria28, debe dirigirse al menos la atención a las oraciones que acompañan al sacramento. No son aspec­tos superfluos o marginales. Ofrecen una posibilidad es­pecial de poner en diálogo con Dios, como sujetos, a quienes celebran el sacramento y esperan algo de él. Sería una concepción demasiado estrecha pretender re­ducir la participación subjetiva de quienes realizan el sacramento, y en especial de quienes lo reciben, sólo a la fe. La teología sacramental afirma, con entera razón, que los sacramentos son lugares de encuentro con Jesu­cristo. «Encuentro» significa aquí algo más que simple y puntual coincidir juntos. Tiene un contenido místico, es decir, significa que los hombres se unen de una manera especialmente intensa con la persona y el destino de Jesucristo. Así lo sabía ya la antigua teología cuando entendía los sacramentos como imitación de los hechos, y de los misterios de la vida de Jesús29, una dimensión que hoy ha desaparecido ya enteramente de nuestro campo de visión. Los sacramentos son los lugares en los que los acontecimientos de la vida y la muerte del hom­bre se expresan y se introproyectan en los acontecimien-

27. Karl Rahner ha expuesto en La Iglesia y los sacramentos, 23-35. 62-74, importantes ideas acerca del sacramento como oración de la Iglesia, primero a propósito de los sacramen­tos en general y luego de la unción de los enfermos en particular. Cf. también, especialmente para una comprensión epiclético-pneumatológica de los sacramentos desde el punto de vista de las Iglesias orientales, R. Hotz (véase bibliografía la), 173-300. Cf. también B. McDer-mott. Das Sakrament ais Gebetsgeschehen, «Concilium» 18(1982)626-630.

28. A. Angenendt, o . c , 161, apoyándose también en J. Ratzinger. 29. Sobre este punto G. Lohaus, Die Geheimnisse des Lebens Jesu in der Sutnma theo-

logiae des heilígen Thomas von Aquin, Friburgo 1985. Sugerencias de tipo más inclusivo sobre esta materia también en L. Lies, Trinitatsvergessenheit gegenwártiger Sakramententheologie?, «Zeitschrift für kath. Theologie» 105(1983)290-314.

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tos de la vida y muerte de Jesús, en los que se exponen en su plenitud las esperanzas de la resurrección. Tam­bién aquí aparece una conexión con el punto de vista de Karl Rahner, para quien sólo se entiende la gracia en sentido cristiano cuando se la contempla no como una divinización metafísica sino como una asimilación a Je­sucristo cuya traducción existencial es el seguimiento30.

Esta mística arranca del acontecimiento verbal de los sacramentos, y en la actualización de los acontecimien­tos de la vida y muerte de Jesús es (también) adoración verbal del Padre y, al mismo tiempo, (también) un po­nerse a disposición de los impulsos del divino Espíritu. Pero no es una mística limitada a los ámbitos del lengua­je y de la reflexión conceptual. Tiene razón Johann Bap-tist Metz cuando describe los sacramentos como «praxis sensible de la gracia, sin la que no hay ninguna mística de la gracia»31. En su forma corporalmente sensible y perceptible, los sacramentos promueven la actualización mística del Dios amable y afectuoso, de la praxis amisto­sa hacia lo corpóreo de que dio ejemplo, son «llamadas de la gracia en los sentidos»32. Se advierte aquí cla­ramente que esta visión no quiere ser una mera in­teriorización y alejamiento del mundo exterior, sino que a esta dimensión mística une -tal como hizo Jesús- una dimensión concreta y práctica, una dimensión también política.

Puede contribuir a esta línea de pensamiento la si­guiente reflexión. Normalmente, la conciencia de los nombres que rezan se representa la dimensión de Dios en un lejano «cielo», en una liturgia celeste liberada de las angustias de este valle de lágrimas. Pero al hacerlo así no se toma suficientemente en serio la verdadera cercanía de Dios respecto de su creación, de su humani­dad, también en sus concretas situaciones de angustia y necesidad. Para Jesús, esta cercanía significaba -como

30. K. Rahner, Escritos I, 220s. 31. J.B. Metz, Jenseits bürgerlicher Religión, Munich-Maguncia 1980, 78. 32. Ibídem, 73; cf. toda la sección 73-79.

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afirmó Pascal- la prolongación de la permanencia de los sufrimientos de su pasión y muerte hasta el fin de los tiempos. Está presente en la liturgia, en virtud del Espí­ritu, no sólo el Resucitado glorioso, sino también el Je­sús doliente, el maltratado en las criaturas.

5.4. Sacramentos de la fe

Ya hemos hablado de la fe como uno de los pre­supuestos de la teología sacramental (cf. supra 1.5). Analizaremos ahora con mayor detalle las interconexio­nes entre la fe y los sacramentos.

En un sentido muy general, fe es aceptar libremente las afirmaciones de una persona como verdaderas por­que se tiene confianza en ella33. Así, pues, hay una parte constitutiva esencial de la fe que se inscribe en el ámbito de las relaciones personales, tiene carácter de respuesta y se basa en la credibilidad de la persona que se ma­nifiesta. Si el que se manifiesta es Dios, esta manifesta­ción ocurre siempre por medio de o a través de algo o de alguien (supra 1.1), de modo que vista, desde el lado humano, la comunicación de Dios es siempre más os­cura que la de un hombre. Dada la infinita distancia entre Dios y los hombres, la tradición judeocristiana afirmó siempre que los hombres sólo pueden aceptar libremente esta comunicación de Dios cuando es Dios mismo quien la hace posible. Así lo testifican experien­cias transmitidas de distintos modos y por distintos ca­minos. La expresión frecuentemente empleada en el Antiguo Testamento para referirse a la fe significa «co­nocer (o saber) con seguridad».

A la llamada de Dios y a la experiencia de seguridad corresponde inmediatamente la exigencia de Dios a los hombres en todas sus dimensiones, exigencia que, en definitiva, fomenta el amor del hombre a Dios (lo que

33. K. Rahner-H. Vorgrimler (véase nota 12), 149-155 (Clauben).

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significa que no es mero asentimiento y obediencia) y que halla su plenitud en la unidad del amor a Dios y el amor a los hombres.

En la concepción de la fe neotestamentaria nunca se trata de fundamentar esta fe -además de en Dios, o incluso en lugar de Dios- también, adicionalmente, en la Iglesia, ni de confiarse total y plenamente a ella. La fe se dirige a y se fundamenta siempre exclusivamente en Dios. Pero se extiende también siempre, ya desde las primeras comunicaciones de Dios, a lo que Dios anuncia como su voluntad. La fe no es sólo la actitud de una roqueña confianza. Tiene también contenidos. Para las convicciones cristianas, la Iglesia es uno de esos conte­nidos34, pero no como magnitud autónoma ni como fin de sí misma, sino como quien vive enteramente en vir­tud de su cabeza, Jesucristo, y en el Espíritu Santo. De esta concepción se desprende una conexión -ya testifica­da en el Nuevo Testamento-entre fe y sacramento, en virtud de la cual el sacramento puede ser entendido co­mo plenitud sensible y visible o como confesión de la fe (Rom 6,1-11, Gal 3,26s; Act 8,35ss; Me 16,16; Jn 6,47-51).

Así, pues, la tradición eclesial ha visto siempre, en la aceptación de los sacramentos y en su realización, ante todo y sobre todo, la confesión de la fe y, en este senti­do, ha hablado de los «sacramentos de la fe»35. Por con­siguiente, si esta misma tradición eclesial, prolongada hasta nuestros días (concilio Vaticano II, SC 59), dice también que los sacramentos, por su parte, alimentan y fortalecen la fe, no se produce aquí una extrapolación ilegítima. ¿Por qué el testimonio sensible y perceptible de la fe no habría de fortalecer la actitud interna, que

34. H. de Lubac, Credo Ecclesiam, en J. Daniélou-H. Vorgrimler (dirs.). Sentiré Eccle-siam, Friburgo 1961, 13-16.

35. La obra clásica: L. Villette, Foi el sacrement I, París 1959 (desde el Nuevo Testamento hasta Agustín), II, París 1964 (desde Tomás de Aquino hasta K. Barth). Cf. también: Fides sacramenti sacrameníum fidei. Studies in honour of Pieter Smulders, ed. por H. J. Auf der Maur y otros, Assen 1981 (que incluye 10 colaboraciones sobre historia de los dogmas y 4 sobre dogmática, referidas a la interconexión entre fe y sacramento).

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nunca es meramente espiritual, sobre todo si se repara en que es el mismo Espíritu Santo de Dios quien actúa en ambos? La primigenia correlación entre fe y sacra­mento es tan estrecha que la pregunta acerca de si la fe es necesaria para la realización del sacramento debe so­nar por fuerza como algo absolutamente insólito. Ello no obstante, esta pregunta se fundamenta en una doctri­na generalmente admitida por los católicos, aunque de­be ser entendida e interpretada en su contexto histórico. Se trata de la doctrina de las condiciones mínimas para la celebración de un sacramento, en la que aparecen algunos distingos y divisiones de carácter problemático.

El primer distingo que debe mencionarse en nuestro análisis es el que se da entre el ministro o administrador de un sacramento y la persona que lo recibe. La contra­posición de este par conceptual técnico tiene en alemán una cierta inaceptable rudeza (Spender como quien dis­tribuye algo y Empfánger como quien lo recibe) que no se da en las lenguas románicas. En latín, minister lleva ya en sí la idea de ayuda o de servicio. Fuera como fuere, el hecho es que la evolución de la teología de los sacramentos tomó tal rumbo que resultó imposible re­nunciar a este binomio conceptual. Si bien en los inicios de la praxis sacramental prevalecía la liturgia realizada en común, la común celebración de la acción sacramen­tal simbólica, con la aparición del ministerio episcopal y sacerdotal, y en el contexto de la necesidad de salva­guardar la unidad y el orden en las comunidades, surgió pronto la cuestión de las competencias en los sacramen­tos, punto testificado con absoluta certeza por Hipólito de Roma (t hacia el 236). En consonancia con la menta­lidad jurídica latina, se exigió, como una de las condicio­nes que debe necesariamente cumplir el administrador o dispensador de los sacramentos, que tuviera potestad36. A consecuencia de las escisiones que se produjeron en el seno de la Iglesia y de la aparición de ministros herejes,

36. J. Finkenzeller I, 103ss.

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pero dotados de potestad previamente recibida, se plan­teaba la pregunta de si no serían inválidos los sacramen­tos administrados por ellos. Agustín, que tuvo que en­frentarse con este problema en el curso de sus contro­versias con los donatistas, formuló la tesis de que estos sacramentos son válidos, a condición de que sean ad­ministrados bajo la forma reconocida por la Iglesia.

Entra así en escena una nueva distinción entre la administración «válida» e «inválida» de un sacramento. La Iglesia se atribuyó la facultad de poder sentenciar cuándo se produce -o no- un sacramento. A partir de la posición agustiniana sobre esta materia, se desarrolló en el siglo Xlii la teoría de la recta intención como segunda condición que debe cumplir el ministro del sacramen­to37. En esta época los problemas no eran ya tan acuciantes como en tiempos de Agustín: se preguntaba -en un plano teórico- qué ocurriría si una madre, cuan­do baña a su hijo, lo bautiza, jugueteando, en el nombre de la Trinidad o cuando un sacerdote imparte, sólo por broma, la absolución. Había consenso teológico en ad­mitir que, en el supuesto de que el ministro puede real­mente dispensar un sacramento (es decir, tiene la ne­cesaria potestad), dispensa o administra válidamente si tiene la intención de «hacer lo que hace la Iglesia». El concilio de Trento hizo suyo este parecer (supra 4.2.5).

La Iglesia católica fijó, pues, unas condiciones mí­nimas que, en realidad, no están a la altura del hecho sacramental considerado en su conjunto: no se interroga acerca de la fe del ministro del sacramento, no considera necesaria la fe de uno de los actores principales de la liturgia sacramental. En casos críticos, la Iglesia católica está dispuesta incluso a suplir la falta de potestad del ministro, en el sentido de que reconoce que un sacra­mento «inválidamente» administrado pero recibido de buena fe confiere la gracia con la misma eficacia que los

37. Ibídem. 108-111, 190-195; J.-M. Tillard, Zur lnlention des Spenders und des Empfán-gers der Sakramente, «Concilium» 4 (1968) 54-61 (con bibliografía).

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sacramentos válidos, porque en este caso ella misma -la Iglesia- acude en ayuda del que actúa de buena fe y suple la falta38. Por extraña que esta postura pueda pa­recer, emerge en ella con fuerza la convicción de que quien actúa en el sacramento no es el hombre, sino Jesu­cristo, por medio del Pneuma divino, cuya eficacia no puede ser obstaculizada ni por la más grave indignidad, ni tan siquiera por la incredulidad de los ministros. Y ésta es -digámoslo una vez más- la convicción de la fe, de la Iglesia en su conjunto.

Hay una problemática paralela respecto de los «re­ceptores» de los sacramentos. Su origen se remonta a las comunidades neotestamentarias que, en aquellos años, podían remitirse a los principios judíos. El deseo de per­tenecer a la comunidad de Dios implica la voluntad de orientar la vida según la fe de dicha comunidad. A la inversa, la comunidad no puede tolerar cualquier tipo de conducta de sus miembros. Sobre este telón de fondo debe entenderse la argumentación paulina (ICor 11, 27ss) acerca de la recepción «digna» de la eucaristía. De la frecuente meditación de estas sentencias, que halla­ron su expresión sensible en la institución paleoeclesial de la penitencia, se derivó la distinción entre recepción «digna» de un sacramento y recepción «indigna», que lleva a la condenación. La Iglesia antigua tenía ideas muy claras y concretas sobre la «dignidad» del receptor de los sacramentos. Para ser «digno» hay que confesar públicamente la fe y dar muestras palpables de un gé­nero de vida cristiano.

La teología no se planteó, en un primer momento, el problema de si debe atribuirse mucha importancia a los merecimientos humanos, porque, a partir de una inequí­voca teología de la gracia, se tenía la inquebrantable convicción de que el hombre no puede hacer nada bueno si Dios no le da el poder, el querer y el obrar mismo. En el plano teológico las discusiones giraban

38. H. Herrmann, Ecclesia supplel, Amsterdam 1968.

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más bien en torno a la cuestión de si pueden recibir «dignamente» los sacramentos las personas incapacita­das para manifestar expresamente su voluntad de re­cibirlos. La costumbre de bautizar a los niños lactantes o de administrar la extremaunción a enfermos que ya han perdido la conciencia, planteó el problema de la dispo­sición mínima necesaria para la recepción. La Iglesia católica hizo suya una teoría cuyos rasgos esenciales ha­bían sido elaborados por Alberto Magno y Tomás de Aquino. Según ella, basta una disposición negativa para la recepción válida y digna de un sacramento. Más con­cretamente, la disposición negativa consiste en que el hombre no ponga impedimento (obex) a la voluntad sal-vífica de Dios. Serían óbices o impedimentos inequí­vocos la voluntad expresa de no recibir el sacramento y el estado o situación de culpa o pecado grave y sin arre­pentimiento. La Iglesia aceptó oficialmente, en el conci­lio de Trento, esta doctrina de la disposición mínima (supra 4.2.5).

Tampoco esta concepción, unilateralmente orien­tada a los casos extremos, hace entera justicia al proceso global de la liturgia de los sacramentos. Es cierto que expresa, a su modo, que es la fe -concedida por el Pneu­ma divino- la que soporta la totalidad de los procesos sacramentales, que la acción graciosa de Dios se anticipa siempre al hombre y que abarca también a los peque-ñuelos y a las personas que ya han perdido el conoci­miento. Pero la fe, tal como ha sido detalladamente pre­sentada por la palabra revelada de Dios, debe ser acep­tada por los sujetos concretos y debe ser traducida a las formas de la confesión, la liturgia y la conducta perso­nal. De esta concepción surgió la doctrina, generalmen­te aceptada, de la recepción «fructuosa» de un sacra­mento, que sólo se da cuando un hombre, bajo el impul­so de la gracia de Dios, convierte el sacramento en signo de su aceptación creyente de la promesa salvífica divina. Esto mismo puede suceder también cuando hace cons­cientemente suyo el sacramento que una vez se realizó

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En esta correlación de sacramentos y venida concre­ta de la gracia de Dios surge obviamente la pregunta de si esto significa que los sacramentos son necesarios para la salvación de los hombres. A esta pregunta sobre la necesidad de los sacramentos para la salvación debe dár­sele una cauta y matizada respuesta. Por un lado, si Dios hubiera establecido algo así como mediante una dispo­sición legal la necesidad de uno o de varios sacramentos para poder salvarse, esto habría equivalido a predesti­nar de antemano a la condenacióna un número inconta­ble de personas, pues Dios no ignora cuántos y cuan diversos son los obstáculos que impiden a muchísimos hombres llevar una vida sacramental. Y esta predesti­nación negativa estaría en contradicción con la revela­ción de la voluntad salvífica divina, que quiere que todos los hombres se salven (Rom 11,32; ITim 2,1-6). Por otro lado, los impulsos del Espíritu divino muestran, a través de la revelación, la elección y la vocación, que Dios ha llevado a cabo su promesa de salvación y su venida salví­fica por el camino de la formación del pueblo de Dios y de la Iglesia, un camino que ,unos deben recorrer por otros y al que, en cuanto testigos de Dios, deben invitar a los demás. Según esto, no es posible imaginar otros caminos de salvación que corran tan descaminados que simplemente nunca lleguen a encontrarse ni tengan un punto de conexión. Se abre así paso, finalmente, una vía de acceso a la concepción de fe católica según la cual, considerado todo atenta y cuidadosamente, no puede afirmarse que los sacramentos, en su conjunto, sean in­necesarios o superfluos (concilio de Trento: DS 1604; Dz 847).

El tema de la necesidad de los sacramentos para la salvación fue discutido por los teólogos de la alta es­colástica del siglo Xiil y hubo consenso en la respuesta40. Citaron a menudo la sentencia de que Dios no ha vincu­lado su gracia exclusivamente a los sacramentos, de

40. J. Finkenzdler 1, 144-147.

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donde concluían que éstos no eran un camino de salva­ción absolutamente necesario, aunque sí un camino más conveniente. Y se buscaban razones antropológicas en favor de esta conveniencia: responde a la naturaleza hu­mana llegar hasta las realidades espirituales a través de las cosas sensibles. Cuando una persona no conoce la obligatoriedad del camino eclesial para salvarse, no puede hablarse de que los sacramentos sean necesarios para la salvación. Pero cuando un hombre conoce la capacidad de signo y la importancia de un sacramento, ya no le está permitido ignorarlo. Puede ocurrir también que un determinado sacramento pueda ser necesario pa­ra un hombre concreto (concilio de Trento: DS 1604; Dz 847). Consagrarse a y enfrentarse con la existencia de los sacramentos puede proporcionarle la ocasión de aceptar ante Dios su condición humana, con su naturaleza sensi­ble, su referencia a los demás, su necesidad de salva­ción. El hecho de que este tipo de enfrentamiento se desarrolle como un proceso, que está expuesto a oscila­ciones según las experiencias de cada uno con la Iglesia concreta y las diversas etapas de su vida, en una palabra, el hecho de que en el curso de una vida individual puedan registrarse a menudo distancias respecto de los sacramentos, es algo tan natural y comprensible como lo es la conveniencia de los sacramentos para la Iglesia que, en cuanto comunidad de fe, necesita, como cual­quier otra comunidad, acciones simbólicas.

En la doctrina eclesial del deseo (votum) de los sa­cramentos se expresa bien la interconexión de los diver­sos caminos de la salvación: también sin pertenecer a la Iglesia visible y sin recibir los sacramentos se le puede otorgar a un hombre la gracia sacramental, cuando -mo­vido por el impulso de Dios- tiene un deseo serio y positivo de la Iglesia y de los sacramentos. Respecto del bautismo y de la penitencia, el concilio de Trento decla­ró expresamente que estos sacramentos pueden ser sus­tituidos por el deseo de los mismos. Pero este deseo de los sacramentos y de la Iglesia puede darse también de

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forma implícita, esto es, cuando una persona está dis­puesta a cumplir la voluntad de Dios tal como se la dicta su conciencia. Así, pues, la posibilidad de vivir en gracia de Dios, de ser justificado y de alcanzar la vida eterna no presupone necesariamente un conocimiento explícito de la Iglesia y de los sacramentos (DS 3870ss). Con esta doctrina no se renuncia a la concepción unitaria de la gracia divina: la gracia que suscita este deseo es la gracia única de Dios Padre en Jesucristo por el Espíritu Santo, la gracia que ya ha llegado y ha sido aceptada en el Hijo y, por su medio, en la humanidad, y que sigue buscando su expresión sensible, su «corporeidad» concreta, en la Iglesia y en cada uno de los sacramentos, y ha producido ya anticipadamente en algunas personas esta corporei-zación como su fundamento permanente41.

5.6. Los sacramentos y el tiempo

En las acciones sacramentales simbólicas se ponen ante Dios las situaciones concretas de una vida indivi­dual o de una comunidad, ante un Dios que no está lejano, sino presente en su amor preveniente. La pre­sencia de Dios no es como la presencia actual, aquí y ahora, de los hombres: en el presente de Dios están también presentes el pasado y el futuro. Si los sacramen­tos son signos que causan lo que significan -a saber, transmiten la presencia salvífica de Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo- entonces actualizan pasado, pre­sente y futuro, y, además, no un suceso histórico cual­quiera, sino la totalidad de la historia, cualificada por Dios.

La teología escolástica tuvo clara conciencia de ello42

cuando se refería a la triple función de signo de los sa­cramentos. No es ciertamente falso ampliar la visión

41. K. Rahner-H. Vorgrimler (véase nota 12), 439 (Volum). 42. J. Finkenzeller I, 128s.

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medieval en un sentido teológico trinitario, de modo que se perciba claramente la estructura fe-amor-espe­ranza. Un sacramento es siempre, en primer término, un signo conmemorativo (en Tomás de Aquino: signum commemorativum). Es decir, es recuerdo, narración conmemorativa43 de un pasado que, mediante el signo eficaz, se hace presente. Se trata de aquel pasado en el que debe buscarse la fuente y el origen de toda gracia que santifica y perdona. La teología mística medieval vio en la pasión de Cristo la fuente generadora de este presente. Pero, más allá de esta pasión, el recuerdo se aplica a la vida entera de Jesús, a su pertenencia al pue­blo judío, a su origen en la eternidad como Hijo y Pala­bra del Padre, en quien se hallaba siempre inscrita la salvación de la creación y de la humanidad.

Un sacramento es, en segundo lugar, signo de la gra­cia que actúa en el momento presente (signum demons-trativum). Designa al espíritu de Dios que causa, aquí y ahora, en el hombre, el amor divino, el amor humano y el perdón.

El sacramento es, en tercer lugar, pronóstico eficaz (signum prognosticum) del futuro. Alude a la plenitud del propósito de Dios, a la creación que alcanza a su fin, al reino de Dios implantado a escala universal y tam­bién, incluida en este reino, a la plenitud de la vida individual en la muerte y en la eterna bienaventuranza. Y así, esta actualización del futuro desemboca en la glo­rificación y la adoración de Dios Padre.

La práctica sacramental olvida con harta facilidad esta actualización, este hacer presente la historia total como historia de salvación en cada uno de los sacramen­tos. Sobre todo cuando se realiza el sacramento median­te un rito reducido, toda la atención se centra exclusiva­mente en el acontecimiento actual de la gracia. Pero cuando se lo celebra como auténtica liturgia -cosa que

43. J.B. Metz, Glaube in Geschichte una Gesellschafl, Maguncia 1977, 185, habla de una concepción básicamente narrativa del acontecimiento sacramental.

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de ordinario sólo ocurre en la eucaristía- es cuando al­canza su forma plena en cuanto que atrae hasta el pre­sente el pasado imperecedero y se extiende hasta el fu­turo ya comenzado.

5.7. Sacramentos de la Iglesia

Por lo dicho hasta ahora se advierte claramente que los sacramentos pueden entenderse como actos de la vida o como formas de la actualización de la Iglesia, sin que se vea afectada lo más mínimo la soberanía de Dios en la comunicación de su gracia. Bajo el supuesto, siem­pre vigente, de que es únicamente Dios quien garantiza, como a él le plazca, la venida de su gracia, sea por ca­minos sacramentales o extrasacramentales, es preciso reconocer un multiforme entrelazamiento de la Iglesia con el ámbito de los sacramentos.

Para empezar, debe mencionarse aquí, una vez más, que según la fe católica corresponde a la Iglesia señalar y marcar con fuerza normativa las condiciones para la va­lidez y la licitud de la administración de los sacramentos. Dado que los sacramentos son liturgia de la Iglesia, compete indudablemente a ésta la misión de tutelar la forma, el orden y la reforma de la liturgia sacramental. Esto no excluye que en la aplicación concreta de este principio haya muchas cosas mejorables respecto, por ejemplo, de la concepción minimalista y legalista antes mencionada (4.2.3), o la exclusión de la mayoría de los cristianos de la configuración de una liturgia que sigue siendo todavía acentuadamente la liturgia de la jerar­quía clerical. Es preciso reconocer que la reforma litúr­gica puesta en marcha por el Vaticano II ha creado los supuestos necesarios para la modificación de esta estre­cha visión. A la hora de reformar un rito sacramental (tema al que se aludirá más adelante, al estudiar cada uno de los sacramentos), se admitieron en el rito esen­cial las bendiciones que, de acuerdo con su estructura,

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responden al canon eucarístico, considerado como la «suma y síntesis» de toda la liturgia, es decir, que se componen de la idea de la acción salvífica de Dios, de la anamnesis, de alabanzas y acciones de gracias y de súpli­cas por la venida y la actuación del divino Espíritu (epi-clesis). Cuando el acto fundamental consiste en la oración en común, se relativiza, en principio, el proble­ma del «ministro» o «dispensador». Se perfilan, al me­nos, posibilidades futuras de ver en la oración de bendi­ción sacramental el elemento constitutivo del sacramen­to y de no imponer limitaciones injustificadas respecto de quiénes están, o no, capacitados para orar. No por ello, sin embargo, debe pasarse por alto que los centros de gravedad del interés eclesiástico han sido, desde la edad media hasta nuestros días, la existencia de potes­tad, la recta intención del ministro o dispensador, y la disposición del que recibe los sacramentos, temas ya tra­tados en páginas anteriores (5.4). También la insistencia en los aspectos jurídicos es expresión de la veneración que se tributa a los sacramentos.

Aparte esta función ordenadora de la Iglesia respec­to de los sacramentos, la teología sacramental admite que los sacramentos tienen acuñación eclesial interna. Consiste ésta en que toda persona que participa en un acto sacramental (que pide «recibir« un sacramento) ex­presa la voluntad de ser miembro vivo de la Iglesia; quien quiere encontrar a Jesucristo en los sacramentos desea también, positivamente, encontrar a la Iglesia, a la que ni puede ni quiere excluir de este encuentro. De­be buscarse el fundamento teológico de esta intercone­xión entre dos magnitudes tan sumamente desiguales como Cristo y la Iglesia en las sentencias neotestamen-tarias relativas al cuerpo de Cristo {supra 4.2.1). La teología ha expresado esta conexión en el acto sacra­mental mediante el concepto escolástico de res et sacra­mentum {supra 4.2.3). Res et sacramentum, especie de efecto intermedio entre el signo sacramental {sacramen­tum tantum) y el efecto último de la gracia (res sacra-

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menti) debe participar tanto del efecto último como de la visibilidad del signo, pero de tal manera («inter­media») que dicho res et sacramentum no se identifique con ninguna de las otras dos magnitudes. Para algunos teólogos44, este «intermedio» tiene una especial referen­cia eclesial, de la que participaría también el primer efecto del sacramento; por ejemplo, en el bautismo sería la aceptación en la Iglesia como cuerpo de Cristo y, con ello, el perdón de todos los pecados; en la eucaristía sería la comunión con la Iglesia como comunión de amor y, con ello, la comunión con Jesús mismo; en la peniten­cia se trataría de la reconciliación con la Iglesia ultrajada por el pecado y, con ello, la anulación de la culpa por Dios. En cualquier caso, cada sacramento actualiza siempre el sacramento fundamental que es la Iglesia e introduce en él a cuantos celebran los sacramentos con­cretos -en cada uno de ellos a su propia manera-. De aceptarse esta línea de pensamiento, que no tiene por qué expresarse necesariamente en el lenguaje de la es­colástica, la realización de los sacramentos podría li­berarse de concepciones que giran en torno a la salva­ción individual. Podría, además, comprenderse mejor, desde un punto de vista teológico, por qué la Iglesia puede negar los sacramentos a quienes no tienen la vo­luntad de comprometerse vitalmente con la comunidad eclesial. Con ello no niega a los afectados la gracia de Dios, sobre la que la Iglesia no tiene ningún poder de disposición.

Otra de las derivaciones de esta creencia en una in­terconexión interna entre la Iglesia y los sacramentos es la doctrina católica según la cual hay tres sacramentos, a saber, el bautismo, la confirmación y el orden, que con­fieren «carácter sacramental»45. Con la palabra griega

44. Con la lógica anticipación de K. Rahner. La Iglesia y los sacramentos, seguido en este punto por algunos autores. Cf. L. Bertsch-G, Gade, Res et Sacramentum. Zur Wiederentdek-kung der kirchlichen Dimensión in der Sakramentenkatechese, en W. Loser y otros (dirs.), Dogmengeschichle und katholische Theologie, Würzburgo 1985, 451-478.

45. E. Ruffini, Der Charakter ais konkrete Sichtbarkeit des Sakraments in Beziehung zur Kirche, «Concilium» 4(1968)47-53 (con bibliografía).

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kharakter, cuyo significado directo es el de «signo distin­tivo» o «signo espiritual», se denomina aquel «signo es­piritual e indeleble» que, según los concilios de Floren­cia (DS 1313; Dz 695) y de Trento (DS 1609; Dz 852) imprimen en el alma humana los tres sacramentos an­tes mencionados. Esta doctrina surgió como fruto de la creencia de la antigua Iglesia de los siglos m y IV de que no era preciso repetir el bautismo y la ordenación ni siquiera en el caso de que hubieran sido administrados por ministros heréticos o indignos. Esta doctrina testi­fica, a su modo, que la iniciativa de Dios se anticipa siempre a las decisiones humanas, pero manifiesta, so­bre todo, que la promesa salvífica divina en el sacramen­to es también, a la vez, llamada a cada hombre concreto para que, superando todo lo individual, pueda aceptar «ser conforme a Cristo» (Gal 3,27) como existencia ecle­sial y asumir las tareas que le competen dentro de la Iglesia. A partir de los tres citados sacramentos, la pri­mera de estas tareas es el compromiso con la liturgia, pero no sólo con ella (según Tomás de Aquino el «carác­ter» confiere, en los tres sacramentos, participación en el sacerdocio de Cristo, pero este sacerdocio encierra en sí el testimonio mediante la palabra y el género de vi­da)46. La llamada a este sacerdocio y a este testimonio es permanente, es decir, no desaparecerá en el futuro, de modo que no puede perderse ni será superada por algo mayor o mejor.

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6. El bautismo

6.1. Fundamentos bíblicos

El bautismo es la acción simbólica cristiana más fre­cuentemente testificada en el Nuevo Testamento. Hay dos pasajes que contienen una clara alusión de Jesús al bautismo, pero en ambos casos se trata de formu­laciones que no salieron de los labios mismos de Jesús, sino que reflejan un estadio evolutivo posterior: Mt 28,19 está claramente marcado por la liturgia; Me 16,16 pertenece a la conclusión inauténtica de Marcos, cuyo origen se remonta al siglo n. Así, pues, no existen pruebas evidentes de que el bautismo haya sido institui­do personalmente por Jesús. Pero no es menos induda­ble que ya las más antiguas comunidades cristianas co­nocían la práctica de bautizar. Hasta donde alcanza el nivel actual de nuestro conocimiento1, la aparición del bautismo cristiano no puede atribuirse ni a influencias helenistas ni a ritos de purificación ni al bautismo de los prosélitos del judaismo. El bautismo cristiano enlaza más bien con el bautismo de Juan Bautista «de conver­sión para el perdón de los pecados» (Me 1,4)2. Se con-

1. Cf. Lohfink. Der Ursprung der christlichen Taufe, «Theologische Quartalschrift» 156(1976)35-54; R. Schwager. Wassertaufe, ein Gebeí um die Geisttaufe?, «Zeitschrift für kath. Theologie» 100(1978)36-61, aquí 36, nota 3 (con bibliografía); G. Barth. Die Taufe in früh-christlicher Zeií, Neukirchen 1981 (análisis exegético).

2. Cf. G. Barth, o . c , 38ss.

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servaron como elementos constitutivos del bautismo cristiano las acciones simbólicas del bautismo de Juan -inmersión en agua corriente que tiene un cierto aspecto amenazador, en este caso de hundimiento y desapa­rición de una antigua y errónea orientación de la vida- y el contenido interno, una seria voluntad de arrepen­timiento y conversión, una nueva orientación a la volun­tad divina y al cercano reino de Dios. En este punto tuvo sin duda una importancia determinante para la primera comunidad cristiana el hecho de que Jesús mismo hubie­ra recibido el bautismo de Juan, dando a entender, con este gesto de solidaridad con «toda la región de Judea y todos los habitantes de Jerusalén» (Me 1,5), que consi­deraba correcto e importante manifestar externamente, mediante acciones simbólicas, los sentimientos internos. Con ello no se pretende afirmar, por supuesto, que los Sinópticos hayan narrado el bautismo de Jesús con el propósito de poner los cimientos y de presentar con an­telación el posterior sacramento del bautismo. Es de la máxima importancia para la teología sacramental en ge­neral y para la teología del bautismo en particular la circunstancia de que, al configurar la perícopa bautis­mal3, los Sinópticos hayan añadido a la escena del bautismo la de la revelación, según la cual inmediata­mente después de haber sido bautizado Jesús descendió sobre él el divino Espíritu y se proclamó su misión. Tiene interés teológico no sólo la (posibilidad de la) se­cuencia temporal entre el bautismo de agua y el bautis­mo del espíritu, sino también la idea de que con ello los Sinópticos no pretendían negar, por supuesto, que ya antes del bautismo Jesús estuviera totalmente henchido del Espíritu y tuviera plena conciencia de su misión. También en otros pasajes del Nuevo Testamento se tes­tifica que no puede entenderse la comunicación del Es-

3. Analiza esta perícopa, con sumo tacto y con su habitual penetración, A. Vogtle, Her-kunfl und ursprünslicher Sinn der Taufeperikop Mk 1,9-11, en ídem, Offenbarungsgeschehen und Wirkungsgeschichte, Friburgo 1985, 70-108. Incluye minuciosos análisis de la literatura sobre el tema y en especial de los recientes comentarios al Evangelio de Marcos.

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píritu como un episodio puntual y aislado. En este senti­do, es preciso distinguir entre la comunicación del Espí­ritu y su manifestación exterior (bajo diversas formas, entre las que, a veces, se encuentra la forma sacramen­tal).

Aunque el Nuevo Testamento no ofrece en ningún lugar una teología del sacramento (protocristiano) del bautismo, contiene numerosas indicaciones y aseve­raciones que más tarde pudieron contribuir a su forma­ción4. Mencionaremos a continuación las más importan­tes.

1. Los Hechos de los apóstoles distinguen claramen­te entre el bautismo de agua y el bautismo de espíritu; puede ocurrir a veces que el bautismo en el espíritu an­teceda al bautismo de agua (10,47; 11,16). La separa­ción temporal entre ambos en 8,12-17 proporcionó más tarde el fundamento bíblico para fijar un distanciamien-to entre la confirmación y el bautismo. El bautismo se lleva a cabo «en el nombre de Jesús» (2,38; 8,16; 10,48; 19,5; cf. 22,16). Según la teología del nombre del Nuevo Testamento, y especialmente de los Hechos, lo decisivo de este proceso es que acontece en nombre de Jesús, pues en este nombre se dan el perdón de los pecados y la redención5, y en Jesús está resumido y concentrado, con suprema concisión, el acontecimiento de la salvación.

2. En Rom 6,1-11 se trata de dar a la nueva ética de la vida cristiana un fundamento total, pero no se preten­de ofrecer una exposición teológica sacramental del bautismo6. De este pasaje, y de la teología paulina en su conjunto, se desprende que el acontecimiento salvífico en Jesucristo afecta de forma inmediata no sólo a los hombres que han abrazado la fe y recibido el bautismo, sino a la humanidad entera. Pablo pudo afirmar que

4. En las páginas que siguen me guío por la fundamental exposición de R. Schwager (véase nota 1).

5. Ibídem, 39s. 6. En R. Schwager, o . c , 41, notas 14 y 15, con bibliografía exegética sobre este pasaje.

Para lo que sigue, ibídem, 41-47. Para Rom 6,1-11 cf. también A. Schilson, Theologie (véase bibliografía la), 234-245 (con bibliografía).

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«nosotros» hemos muerto en la cruz con Jesucristo antes del bautismo (cf. Rom 5,6-10; 7,4; 2Cor 5,14). El Após­tol conoce incluso un ser-con de los creyentes con Jesu­cristo, una vinculación con su destino total -vida, muer­te y resurrección- un verdadero estar inserto en él que supera el tiempo y el espacio y tiene importancia decisi­va para la vida cristiana. Esta meditación, enraizada en un amor personal fuerte y profundo a Jesús, recibió al principio la denominación de «mística de Cristo», con­cepto que más tarde ha padecido una injustificada de­valuación. En Rom 6,4-8 describe Pablo un aconteci­miento en el que «nosotros»7 estamos vinculados, de una forma totalmente concreta, a la muerte en cruz, la sepultura y la resurrección de Jesús. Uno de los elemen­tos de este acontecimiento lo constituye el bautismo en la muerte de Jesús, esto es, la vinculación a la sepultura de Jesús, que es un verdadero estar sepultado con (así también la afirmación bautismal procedente de la escue­la de Pablo en Col 2,l is) . La sepultura, que no es en sí un acontecimiento salvífico, alude al estar muerto real, de modo que surge como contenido de la acción simbó­lica del bautismo. En ella reconoce el bautizado que ya mucho antes de esta acción actual ha muerto en la cruz con Jesucristo. En esta vinculación -ya perceptible- con Jesús se da la salvación del hombre, de tal modo que el bautismo es verdaderamente acontecimiento salvífico (y no simple recuerdo). Una vez más, no debe entenderse lo dicho en un sentido puntual, pues el conocimiento de estar unido con Cristo en la cruz parte de una fe ya salvadora. En la fe, el bautizado está también unido a la resurrección de Jesús, de modo que en esta fe acontece también la corresurrección y el inicio de la nueva vida. Pablo hace aquí una importante alusión a la correspon­dencia (pero manteniendo también las diferencias) entre el acontecimiento salvífico en Jesucristo, la acción sim-

7. Rom 6,5 no habla de parecido, de semejanza o de copia, sino de una figura absoluta y totalmente concreta («una misma cosa»: R. Schwager, o . c , 46).

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bólica y la vida práctica de los cristianos, que están muertos para el pecado.

Otros pasajes paulinos permiten asimismo conocer que la fe salvadora precede al bautismo: así, cuando se dice que todos hemos sido bautizados en un espíritu pa­ra no formar más que un solo cuerpo (ICor 12,13), se está afirmando que la transmisión del Espíritu no se inicia con el bautismo8. Según Gal 3,26s es la fe la que convierte a los hombres en «hijos de Dios»; el bautismo anuncia (públicamente) que se está sepultado con Cristo y la voluntad de permanecer con él en una vida nueva9. Basta esta sencilla ojeada para comprobar que Pablo concede mayor peso a la fe que al bautismo10. Es tam­bién importante, en este contexto, la distinción que hace el apóstol entre reconciliación y redención: la recon­ciliación ocurre en la cruz, mientras que la redención acontecerá en el futuro, mediante la fe. El bautismo, cuando se lo entiende como distinto de la confesión de fe y se lo considera en sí mismo como acción simbólica, es la expresión sensible de que en la cruz ha sido aniqui­lado el poder de la muerte y ha sido reconciliado el mundo con Dios ya antes de la conversión individual en la fe. Para Pablo es de todo punto evidente que esta acción simbólica es propia de la Iglesia (cf. el contexto de ICor 12).

3. En IPe 3,19-21 al bautismo se le califica de antiti­po de la salvación a través del agua sobre la que navegó el arca en los días del diluvio, con la aclaración de que «no consiste en quitar una impureza corporal, sino en pedir a Dios una conciencia buena; y todo, por la resu­rrección de Jesucristo» (vers. 21). Se expresa aquí la importante idea de la llamada de Dios, que en la fórmu­la «en nombre de Jesús» sólo aparecía de una manera

8. Cf. además ibfdem, 50s. 9. Ibfdem. 52 s.

10. Habría que añadir aquí sus explicaciones sobre la proclamación salvífica y su pneu-matología, además de sus observaciones acerca del «poder de Dios», un poder atribuido al anuncio del evangelio, de la cruz, pero no al bautismo (ibídem. 53).

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implícita. La fórmula posterior «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19) es una evolu­ción trinitaria de la confesión cristológica. En el bautis­mo en el nombre de Dios Trino y en la proclamación de la palabra acontece, tal como muestra el contexto de Mt 28,18 y 20, la actualización de Jesús, de su resurrección y de su poder sobre los cielos y la tierra, una actualización que abarca todos los tiempos y lugares y es, por tanto, pneumática.

4. Al acontecimiento total, esto es, a la acción simbó­lica del bautismo de agua y el bautismo en espíritu en la fe para una nueva vida cristiana, puede denominársele, en síntesis, «renacimiento» o «baño de regeneración» (Jn 3,5; Tit 3,5).

A partir de estos datos neotestamentarios, es claro11

que el proceso del bautismo de agua no puede ser enten­dido exclusivamente como la comunicación decisiva de la gracia de Dios, del Espíritu Santo, de la justificación, etc. La acción simbólica del bautismo de agua, que hace referencia a la muerte en cruz de Jesús por nosotros, se inserta dialógicamente en la fe en aquella acción de Dios que precede a toda conversión y a toda fe y en aquella oración suplicante al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo que se afana especialmente por la ayuda del di­vino Espíritu en la nueva vida y a la que puede designar­se, con fórmula resumida, como «oración en el nombre de Jesús»12. Se trata de la confesión de fe común, de la común oración de la comunidad, de la Iglesia, pero no de un acto bautismal común. En este símbolo del ser sepultado el bautizando hace que acontezca algo en él, se comporta como «quien recibe», como el que, con esta renuncia a lo viejo, adquiere el poder para una vida

11. Ibídem, 58s. 12. R. Schwager estudia detalladamente, en ibídem, 56-59. la oración «en nombre de

Jesús» eficaz y segura de ser oída (Jn 14,13s; 16,23s; cf. Me 11,24; Mt 7,7-11; 21,22; Sant 1,6; Un 3,22). Cf también F. Courth, Die Taufe «auf den Ñamen Jesu Christi» in den Zeugnissen der Dogrnengeschkhte bis zur Hochscholastik, «Theologie und Glaube» 69(1979)121-147. Tiene razón Courth (aquí 147) cuando expone el deseo de que las fórmulas bautismales sean expresión sintetizadora de la súplica oficial (epiclesis) y de la aceptación eclesial de la fe.

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nueva (ambas cosas causadas por el Espíritu), como aquel a quien se le garantiza ser aceptado en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. La conclusión a que llega Raymund Schwager tiene base neotestamentaria: la ac­ción simbólica del bautismo de agua es una «proto-oración» eclesial, segura de ser oída, que pide el bautis­mo del Espíritu, pero Dios puede conceder este bau­tismo del Espíritu también sin esta oración13.

6.2. El rito de iniciación

El acontecimiento salvífico que afecta a cada indivi­duo concreto y le permite iniciar un género de vida cris­tiano se denomina también, con una expresión tomada de la ciencia de la religión, iniciación (consagración). En cuanto acontecimiento verdaderamente fundamental, no se reduce a un acto puntual, sino que se prolonga a lo largo de toda la vida. A partir del Nuevo Testamento, y de acuerdo también con las actuales concepciones, puede abordarse este acontecimiento desde varias pers­pectivas: como unión mística con Jesucristo, descrita, con expresiones que van más allá de simples imágenes, como un entrar en él, ser con él, revestirse de él, como introducción en la realización de su destino, como acon­tecimiento verbal-dialógico en la llamada de la procla­mación de la palabra y en la respuesta de la fe, como aceptación en la Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo, co­mo un ser aprehendido por el Espíritu que envía Cristo resucitado.

El concepto de «iniciación» puede contribuir a que la atención deje de centrarse exclusivamente en la acción simbólica del bautismo y tenga también en cuenta el acontecimiento en su totalidad.

El antiguo rito de iniciación expresaba acertadamen­te esta interrelación.

13. R. Schwager. o . c , 60.

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Los testimonios postbíblicos más antiguos14 sobre la celebración del bautismo muestran una conexión entre el baño bautismal y la triple invocación (trinitaria) sobre el bautizando (epiclesis). Según la Tradición apostólica de Hipólito (hacia el 215), la solemne iniciación tenía lugar al cabo de un catecumenado de tres años de du­ración15. Comprendía el bautismo -con sus ritos antece­dentes y consiguientes- y concluía con la celebración de la eucaristía. Entre los ritos preparatorios antecedentes se contaban -con la intención de hacer perceptible, tam­bién externamente, el «cambio de dominio»- las expul­siones del demonio y la renuncia a él16, así como una unción prebautismal. El bautismo tenía lugar mediante la inmersión en el agua, a una con la confesión de fe en tres pasos (trinitarios) y en forma dialogante («adminis­tración interrogativa del bautismo»). Del testimonio de Hipólito se deduce claramente que lo importante no era el bautizante, ni la intención que le guiaba o su calidad moral, sino el bautizando, con su asentimiento a la fe17. Tras el bautismo, el sacerdote daba una unción (post-bautismal) al bautizado y a continuación el obispo le imponía las manos, lo signaba en la frente y lo ungía con el crisma. Entre los elementos esenciales de la iniciación figuraban la celebración eucarística y las oraciones de la comunidad por el bautizado.

No puede hablarse en absoluto de una fórmula bautismal en la que estuviera concentrado todo el acon­tecimiento. La fórmula indicativa «yo te bautizo», que se explica fácilmente en el marco del bautismo de los niños, está testificada por vez primera en la liturgia ro­mana a finales del siglo vil18. Ya en los siglos ni y IV

14. En primer término Justino (t 165). A mi parecer, la Didakhe es de fecha posterior. Habla de ayunos precedentes, de la instrucción y sólo consiste una alusión a Mt 28,19.

15. A. Angenendt, Kaiserherrschaft und Kónigstaufe, Berlín 1984, parte I: Das Sakrament der lnitiation im frühen Mittelalter, 21-164 (con bibliografía).

16. ídem, Der Taufexorzismus und seine Kriíik in der Theologie des 12. und 13. Jahrhun-derts, en Miscellanea Mediaevalia II, edit. por A. Zimmermann, Berlín 1977, 388-409.

17. ídem, Kaiserherrschaft, 27. 18. ídem, Bonifatius und das Sacramentum iniíiationis. Zugleich ein Beiírag zur Geschíchíe

der Firmung, «Romische Quartalschrift» 72(1977)133-183, aquí 135.

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aparece la práctica de bendecir o consagrar el agua bautismal (testigos principales: Tertuliano en Occidente y Basilio en Oriente), que se llevaba a cabo en virtud de la expulsión del Maligno y la santificación del agua me­diante una epiclesis. De este modo, las fijaciones ma­teriales comenzaron a entorpecer y enturbiar la concep­ción dinámica del acontecimiento total. En el contexto de la controversia sobre el bautismo administrado por los herejes y de las discusiones con los donatistas (cf. infra, 6.3), surgieron problemas respecto de los minis­tros bautizantes (que, en la campiña, podían ser diáco­nos o incluso laicos). La imposición de las manos siguió siendo derecho reservado a los obispos19. En la liturgia romana, esta imposición iba unida a una segunda unción postbautismal, también reservada al obispo. Esta prác­tica era desconocida en el resto de la Iglesia occidental, pero estaba en cambio generalizada por doquier la cos­tumbre de utilizar para las unciones sólo óleo consagra­do por el obispo. Al igual que en el caso del agua bautis­mal, también aquí la atención se cifraba y se concentra­ba, perdiendo de vista la totalidad del acontecimiento litúrgico, en este óleo, al que se consideraba auténtico portador de la gracia20. Surgieron algunas cuestiones prácticas a propósito, por ejemplo, de si en todos los bautismos debía estar presente el obispo de cada cir­cunscripción episcopal (a menudo de gran extensión) o, en caso contrario, cómo o por quién debía estar repre­sentado. En la Iglesia occidental, a toda esta proble­mática vino a sumarse la ampliación de los plazos para recibir el bautismo, ya que la nueva doctrina sobre el pecado original creó tal ansiedad por la salvación que ya no parecía prudente ni aconsejable administrar el bau­tismo sólo por Pascua. El primer testimonio de la se­paración entre el bautismo y la imposición de las manos, junto con la signación en la frente, reservadas al obispo,

19. Ibídem. 143. 20. Ibídem. 145s.

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aparece ya en Novaciano, a mediados del siglo III21. Es­ta separación se vio, por supuesto, impulsada por la práctica, ya ampliamente difundida en el siglo III, de bautizar a los niños. Tuvo gran importancia una carta del papa Inocencio I, en el año 416, al obispo de Gubbio (DS 215; Dz 98). En ella se permite a los presbíteros ungir a los bautizados con el crisma, a condición de que éste haya sido consagrado por el obispo, pero se les prohibe, en cambio, signar la frente con el mismo óleo: «lo cual corresponde exclusivamente a los obispos, cuando comunican el Espíritu paráclito.» Se rompía así claramente la unidad del acontecimiento bautismal y na­cía el sacramento de la confirmación. Este proceso que­dó definitivamente sellado cuando la reforma carolingia aceptó la liturgia romana22.

6.3. Datos históricos

Las primeras cuestiones sobre las que se emitieron decisiones magisteriales eclesiásticas vinculantes giraban en torno a la validez del bautismo administrado -tras la aparición de las escisiones- fuera de la Iglesia católica. El papa Esteban i defendió, el año 256, esta validez frente al obispo Cipriano de Cartago, en la llamada con­troversia del bautismo de los herejes (DS llOs; Dz 46). En este mismo sentido, Silvestre i prohibió, en el 314, rebautizar a los donatistas que volvían a la madre Igle­sia, siempre que hubieran sido bautizados en el nombre de la Trinidad (DS 123; Dz 53). Este tema fue ampliado más tarde: ya no se planteaba tan sólo la validez del bautismo administrado por ministros indignos, sino que se preguntaba también por la validez del bautismo con­ferido por judíos o paganos. Nicolás I, en una respuesta del año 886 a Bulgaria, donde habían ocurrido algunos

21. Ibídem, 157. 22. Ibídem, 157s.

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casos, afirmó que no se debía proceder a rebautizar, siempre que el bautismo hubiera sido administrado en el nombre de la Santa Trinidad o en el nombre de Cristo23

(DS 644-646; Dz334a-335). En la teología, esta doctrina se daba la mano con la concepción del «carácter» sacra­mental, es decir, de la señal impresa para diempre por el bautismo, desarrollada por Agustín (cf. supra 5.7).

Ya desde los tiempos de Tertuliano, en el siglo III, se han registrado siempre duras críticas a la costumbre de bautizar a niños pequeños, incapaces de culpa. Pero esta praxis fue también siempre defendida por las autorida­des eclesiásticas, por ejemplo por Inocencio m, en 1201 (DS 780; Dz 410) y 1208 (DS 794; Dz 424), que se apoyaban para ello en la doctrina del pecado original: del mismo modo que una persona incurre en el pecado original sin su personal consentimiento, puede verse li­bre de él, también sin su consentimiento, en virtud de este sacramento del bautismo. Se enseñaba asimismo, en este contexto, que era contrario a la religión cristiana obligar a nadie a abrazar el cristianismo24; si alguien es bautizado contra su voluntad y nunca lo acepta, no re­cibe los efectos ni el carácter del sacramento (Inocencio m, en 1201: DS 781; Dz 411).

La primera declaración doctrinal global sobre el sa­cramento del bautismo se encuentra en el Decreto para los armenios del concilio de Florencia de 1439 (DS 1314-1316; Dz 696). El texto, que se inspira en Tomás de Aquino, dice así:

«El primer lugar entre los sacramentos lo ocupa el santo bautismo, que es la puerta de la vida espiritual, pues por él nos hacemos miem­bros de Cristo y del cuerpo de la Iglesia. Y habiendo por el primer hombre entrado la muerte de todos, si no renacemos por el agua y el Espíritu, como dice la Verdad, no podemos entrar en el reino de los

23. Para la actitud reservada y precavida de los teólogos de la alta escolástica respecto del bautismo administrado en el nombre de Jesucristo, cf. F. Courth. o.c.

24. Agustín interpretó erróneamente el pasaje de Le 14.23 en el sentido de que es lícito recurrir al empleo de la violencia en el ámbito religioso. Cf. O. Karrer, Compelle íntrare, en LThK III. 27s.

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cielos (cf. Jn 8,5). La materia de este sacramento es el agua verdadera y natural, y lo mismo da que sea caliente o fría. Y la forma es: Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. No negamos, sin embargo, que también se realice verdadero bautismo por las palabras: Es bautizado este siervo de Cristo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; o. Es bautizado por mis manos fulano en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Porque siendo la santa Trinidad la causa principal por la que tiene virtud el bautismo, y la instrumental el ministro que da externamente el sacramento, si se expresa el acto que se ejerce por el mismo ministro con la invocación de la santa Trinidad, se realiza el sacramento. El ministro de este sacramento es el sacerdote, a quien de oficio compete bautizar. Pero, en caso de necesidad, no sólo puede bautizar el sacerdote o el diácono, sino también un laico y una mujer y hasta un pagano y hereje, con tal de que guarde la forma de la Iglesia y tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia. El efecto de este sacramento es la remisión de toda culpa original y actual, y también de toda la pena que por la culpa misma se debe. Por eso no ha de imponerse a los bautizados satisfac­ción alguna por pecados pasados, sino que, si mueren antes de co­meter alguna culpa, llegan inmediatamente al reino de los cielos y a la visión de Dios.»

Este texto habla como si el bautismo de adultos fuera todavía el caso normal. No se analiza la relación entre la fe y el bautismo. La alusión a Jn 3,5 muestra que ya se había perdido la conciencia de que el proceso del «re­nacimiento» incluye la venida del divino Espíritu y la aceptación de la fe y que el bautismo del Espíritu no se identifica con el bautismo de agua.

El concilio de Trento, en su sesión vil, del año 1547, enunció 14 cánones o decisiones doctrinales sobre el bautismo. No se desarrolla en ellos una doctrina global sobre el bautismo, sino que se toma posición respecto de ciertas cuestiones en las que se consideraba particular­mente amenazada la doctrina católica (DS 1614-1627; Dz 857-870). Algunas de estas declaraciones se refieren a temas que ya han sido estudiados en páginas an­teriores, por ejemplo la relación entre fe, ley y pérdida de la gracia (can. 6-10). El concilio hizo suya la doctrina de que también los «herejes» administran válidamente el bautismo (can. 4), declaró que el bautismo es necesa­rio para la salvación (can. 5) e irrepetible (can. 11).

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Defendió la licitud de la práctica del bautismo de los niños -también en contra del movimiento baptista del siglo x v i - (can. 12-14), con la indicación de que estos niños no reciben el sacramento en virtud de un acto de fe personal, sino por la fe de la Iglesia (can. 13).

Las afirmaciones doctrinales del concilio de Trento acerca de la fe no podían conciliarse con la teología de la fe de los reformadores. Para valorar adecuadamente los esfuerzos de los padres conciliares sobre esta materia debe tenerse también en cuenta su importante decreto sobre la justificación. Pero también aquí es de lamentar que el interés se centrara en los temas de la justicia y de la validez del bautismo y de su necesidad para la salva­ción, sin aducir razones o interconexiones teológicas. No se mencionan ni la inserción del bautizado en el des­tino de Jesucristo ni su incorporación a la Iglesia. Una parte de lo que aquí se echa en falta había sido ya abor­dado por el concilio el año 1546, en su Decreto sobre el pecado original (DS 1514s; Dz 787s). En su primera par­te, que citamos a continuación, se limita a repetir literal­mente la doctrina del sínodo norteafricano de Cartago del año 418.

«4. Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del seno de su madre, aún cuando procedan de padres bauti­zados, o dice que son bautizados para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado original que haya necesidad de ser expiado en el lavatorio de la regeneración para conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la forma del bautismo "para la remisión de los pecados" se entiende en ellos no como verdadera, sino como falsa: sea anatema: Porque lo que dice el Apóstol: "Por un solo hom­bre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado" (Rom 5,12), no de otro modo ha de entenderse, sino como lo entendió siempre la Iglesia católica, difundida por doquier. Pues por esta regla de fe procedente de la tradición de los Apóstoles, hasta los párvulos que ningún pecado pudieron aún cometer en sí mismos, son bauti­zados verdaderamente para la remisión de los pecados, para que en ellos por la regeneración se limpie lo que por la generación contra­jeron. Porque "si uno no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3,5).

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»5. Si alguno dice que por la gracia de nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también si afirma que no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa: sea anatema. Porque en los renacidos nada odia Dios, porque "nada hay de condenación en aquellos que" verdaderamente "por el bautismo están sepultados con Cristo para la muerte" (Rom 6,4), "los que no andan según la carne" (Rom 8,1), sino que, desnudándose del hombre viejo y vistiéndose del nuevo, que fue creado según Dios (Ef 4, 22ss; Col 3,9s), han sido hechos inocentes, inmaculados, puros, sin culpa e hijos amados de Dios, herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8,17), de tal suerte que nada en absoluto hay que les pueda retardar la entrada en el cielo» (Dz 791-792).

La contribución esencial del concilio Vaticano II al tema del bautismo se inscribe en el ámbito ecuménico (infra 6,5). Merece, con todo, citarse aquí también la reforma litúrgica, que desembocó en un rito del bautis­mo de los niños que ya no está orientado según el esque­ma del bautismo de los adultos. Esta nueva liturgia ha creado, además, una forma de iniciación específica para adultos25.

6.4. El bautismo de los niños

La praxis y la teología del bautismo de los niños han tenido una gran importancia para la teología de los sa­cramentos: dado que al bautizar a los niños recién na­cidos se rompe el proceso en el que un hombre llega a la fe e inicia un género de vida cristiano, y no se tiene en cuenta la secuencia -testificada en el Nuevo Testamen­to - de escucha de la palabra, conversión, aceptación de la fe y acción simbólica, se produjo una disyunción entre la fe, el acto personal y el sacramento. Se confirmaba así la impresión de que el acontecimiento «propiamente di-

25. R. Kaczynski, Enchiridion tlocumentorum instauraúonis liíurgicae I (1963-1973). Turín 1976:556-572, bautismo de los niños; 830-859. iniciación de los adultos. Cf. también A.E. Hierold. Taufe und Firmung, en HKR. 659-675; aquí 660s. sobre el bautismo de adultos (con catecumenado) desde 1972, según la antigua secuencia bautismo-confirmación-eucaristía; ibídem 665s, sobre las condiciones previas para el bautismo, especialmente el de adultos.

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cho» era el rito. De este modo, el bautismo de los niños pasó a ser el modelo sacramental clásico, en cuanto que en él se ve claramente que la eficacia del sacramento es independiente de la dignidad de quien lo administra y de la conciencia de quien lo recibe, con la sola condición de que éste no ponga impedimentos (óbices) contra su re­cepción y sea clara y visible la relación entre la materia válida y la forma correcta. Las deficiencias y los peligros de esta evolución provocaron incesantes discusiones so­bre la legitimidad del bautismo de los niños, sobre las causas que pueden justificar la demora de estos bautizos y sobre otras cuestiones parecidas26.

En este punto, no ha llegado a conclusiones claras una amplia controversia desencadenada a mediados del siglo xx sobre los datos aportados por el Nuevo Testa­mento. De hecho, en los escritos bíblicos neotestamen-tarios no existe ningún testimonio seguro e incontestable a favor de la probabilidad del bautismo de los niños. Ni la mención del bautismo de «toda la casa», ni la invita­ción hecha por Jesús a los niños (Me 10,13-16), ni la sentencia de Pablo según la cual los hijos nacidos de matrimonios creyentes son «santos» (ICor 7,14) son pruebas concluyentes27.

Los testimonios inequívocos a favor de este bautismo se remontan a finales del siglo II y principios del III, y dan por supuesto que se trata de una costumbre ya fir­memente establecida. En las menciones más destacadas a partir de estas fechas (Tertuliano, Hipólito, Agustín), aparecen ya los padrinos, y en primer lugar los padres28. Basándose en esta práctica, desarrolló Agustín, en su enfrentamiento con Pelagio y sus seguidores, a propósi­to de la teología de la gracia, la doctrina de la necesidad

26. De la bibliografía IV. cf. especialmente F. Reckinger. W. Molinski. H. Hubert. E. Nagel.

27. En A. Angenendt. Kaiserherrschaft, 67. se encuentra la indicación de que la familia cristiana era al principio -y a diferencia de lo que ocurría en la temprana edad media- de tipo nuclear o familia nuclear reducida, en la que no era probable que fuera el padre quien tomara las decisiones sobre el bautismo.

28. Ibídem. 92.

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del bautismo para la salvación de los niños, incluso de los recién nacidos. ¿Por qué -se preguntaba- se bautiza a los niños, si no están encadenados por la culpa ni ne­cesitados de perdón para salvarse? La idea de que las personas allegadas a estos niños debían acudir en su ayuda era más importante que la relativa a la necesidad de una decisión personal. Surgió así la convicción de que la fe de la Iglesia podía y debía suplir la fe de los infan­tes. La teología escolástica aportó en esta materia la distinción entre la fe como capacidad (habitus) dada, infundida por la gracia de Dios, y la fe como realización personal y responsable de esta capacidad (actus): los ni­ños reciben en el bautismo la fe como habitus, pero no por ello están dispensados de despertar y actualizar más adelante, al llegar a la edad adulta, este hábito de la fe, para convertirlo en acto.

La grave inquietud que despertaba en la teología y en la Iglesia el problema de la salvación de los niños que, por las circunstancias que fueren, morían antes de recibir el bautismo, ha sido superada en nuestro siglo gracias a una profunda reflexión. No se trata de abolir la doctrina del pecado original ni las enseñanzas que de este pecado original se desprenden. Se trata, sencilla­mente, de reducirlo a su verdadero núcleo29.

La doctrina del pecado original basada en la teología paulina (sobre todo en Rom 5) y en el concilio de Trento dice que, ya desde el principio, la humanidad rechazó la voluntad claramente conocida de Dios y que, en conse­cuencia, ya también desde el principio, se implantó un contexto de condenación, en el que todos los hombres se hallan inmersos. Todo ser humano nace, sin que se re-

29. Cf. H.M. Kóster. Urstand, Fall und Erbsünde in der kath. Theologie unseres Jahrhun-derís, Ratisbona 1983 (obra fundamental, con bibliografía); ídem. Urstand, Fall und Erbsün­de. Von der Reformaíion bis zur Gegenwarí (Handbuch der Dogmengeschichte II/3c). Fribur-go 1982; ídem. Paradles, Ur-imd Erbsünde im Denken reprdsenlaíiver Theologen der Auf-klárungszeit, «Triere theologische Zeitscbrift.» 91(1982)116-132. 195-205. 281-290; ídem, Ur­iana, Fall und Erbsünde in der evangelischen Theologie des 19. Jahrhundem, Francfort-Berna 1983; también A. de Villalmonte. El pecado original, Salamanca 1978 (comentario de cerca de 800 publicaciones aparecidas desde 1950); N. Lohfink y otros. Zum Problem der Erbsünde. Essen 1981; A.M. Dubarle. Le peché originel. París 1983.

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cabe su opinión, dentro de una situación que está mar­cada por la negativa frente a Dios, por la ausencia ge­neral de paz, por la injusticia y la seducción. No es una situación que haya surgido por generación espontánea, sino que ha sido creada en virtud de decisiones humanas conscientemente erróneas y cada vez más generalizadas. En este sentido, se la puede calificar de situación «pe­caminosa». Las palabras «heredar» y «hereditario» sig­nifican, en este caso, que toda persona entra, al nacer, en esta situación ya de antemano marcada con un signo o sello negativo. Así, pues, según esta interpretación no se trataría de un pecado del que los recién nacidos fueran personalmente responsables. Esta situación ge­nera una culpa que sólo es imputable cuando alguien la admite, la hace suya y actúa de acuerdo con ella.

Ahora bien, la situación en que se encuentran los seres humanos al nacer no consta única y exclusivamen­te de elementos nefastos, que lleven irremediablemente a la condenación. Al contrario, hay también en ella, ya desde el primer momento, la llamada de la gracia y de la misericordia de Dios Padre, que acoge a todos los hom­bres sin excepción bajo el amparo de su voluntad salví-fica universal. Nacen, pues, los hombres en el seno de una humanidad que ha sido santificada por la encar­nación del Hijo eterno de Dios, ya antes incluso del momento cronológico de aquella encarnación. Perte­necen a una humanidad en la que actúa incansablemente el Espíritu de Dios. Pero no deben concebirse estas dos preacuñaciones («existenciales», en terminología de Rahner) de la humanidad, la una negativa y positiva la otra, a modo de dos fuerzas opuestas de igual rango y poder. Al contrario, la fe dice que Dios es incompara­blemente más poderoso que el Maligno, y que la victoria se decanta, ya desde ahora, del lado de la gracia divina.

En esta perspectiva, el bautismo es la acción simbó­lica eficaz por medio de la cual la Iglesia anuncia que la gracia de Dios alcanza la victoria también en beneficio de los recién nacidos y que éstos se hallan insertos en un

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entramado de relaciones interhumanas en las que se co­noce y se reconoce la voluntad de Dios, en las que se opone resistencia a los poderes maléficos de conde­nación. Si, por las razones que fuere, no se le administra el bautismo a un recién nacido, esto no significa que se le prive de la gracia divina ni que haya sido rechazado por Dios.

No debe sobrevalorarse, pues, en un plano teoló­gico, el bautismo de los niños. No obstante, hay impor­tantes argumentos a favor de este bautismo. Ningún ser humano nace en una situación familiar, social, humana, enteramente neutra. Ninguna vida humana se inicia en un absoluto punto cero. Todos nos hallamos sometidos a las influencias y a las decisiones de otras personas. Si aquellos sobre quienes recae la responsabilidad del niño están convencidos de la cualidad positiva de las re­laciones cristianas, desearán insertar en ellas a sus hijos. En tal caso, el bautismo significa su reconocimiento tan­to del amenazador espacio maléfico al que no quieren entregar a sus hijos, como de la cobijadora comunidad de fe en la que quieren instalarlos: que este niño tenga que vivir en un lugar y en unas circunstancias concretas, es cosa que los padres o responsables deciden porque les parece bien, y no puede afirmarse que se incurra aquí en una violación de la libertad. El bautismo significa tam­bién, por tanto, el reconocimiento, por parte de los afectados, de la gracia preveniente de Dios, de la elec­ción y la vocación de Dios. Si, a tenor de lo antes dicho (6.1) se entiende el sacramento del bautismo como sú­plica, entonces, en el caso del bautismo de los niños la Iglesia suplica por ellos, para que cuando alcancen la edad adulta y tengan capacidad de decisión puedan elegir el camino de Jesús. Que luego sus educadores proporcionen al niño una compañía y un entorno positi­vamente marcados por la fe no excluye para nada una educación para la libertad, ni significa necesariamente violencia espiritual ni menoscabo de la autodetermi­nación.

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6.5. Perspectivas ecuménicas

Las controversias de los siglos m y iv dieron paso a la idea de que el bautismo era el último residuo de lo que aún tenían en común los cristianos separados. Como el principal agente del bautismo es Jesucristo mismo, debe reconocerse la validez de este sacramento tanto dentro como fuera de la Iglesia y, por ende, no se le debe repetir, una vez recibido. Esta convicción se man­tuvo incólume también a través de las grandes escisiones y agitaciones del siglo XVI. El movimiento ecuménico, cada vez más claro y perceptible a partir del año 1910, ha permitido comprender que el bautismo no es sólo ni principalmente aquel mísero residuo sino que constituye más bien la expresión de una comunidad de fe realmente existente y de un comienzo esperanzador30. Bajo esta perspectiva entendió también el Vaticano n este sacra­mento: «Por el sacramento del bautismo, debidamente administrado según la institución del Señor, y recibido con la requerida disposición del alma, el hombre se in­corpora realmente a Cristo crucificado y glorioso, y se regenera para el consorcio de la vida divina, según las palabras del Apóstol: Con él fuisteis sepultados en el bautismo, y en él, asimismo, fuisteis resucitados por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos (Col 2,12; cf. Rom 6,4). El bautismo, por tan­to, constituye un poderoso vínculo sacramental de uni­dad entre todos los que con él se han regenerado. Sin embargo, el bautismo por sí mismo es tan sólo un prin­cipio y un comienzo, porque todo él se dirige a la conse­cución de la plenitud de la vida en Cristo. Así, pues, el bautismo se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la plena incorporación a los medios de salvación, deter­minados por Cristo, y, finalmente, a la íntegra incor­poración en la comunión eucarística» (UR 22; cf. 3).

30. Cf. J. Trütsch, Taufe, Sakrament der Einheit, Eucharistie, Sakrament der Trennung?, en Theologische Berichle 9, Zurich 1980, 67-95.

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En los trabajos llevados a cabo para esclarecer los puntos de convergencia ecuménicos, y que culminaron en 1982, en los llamados Textos de Lima, el bautismo fue la materia que provocó menores dificultades31.

6.6. Resumen

El bautismo, en cuanto primera acción simbólica de la Iglesia en la vida del cristiano, es parte sustancial de un proceso global que, en sentido estricto, señala el inicio del género de vida cristiana y, en sentido amplio, abarca esa vida en su totalidad. Dentro de ese proceso, la acción simbólica significa, en primer término, la re­nuncia a un estilo de vida marcado por la situación ne­fasta y corrompida de la humanidad. Este proceso, con­templado en su conjunto -en el que se incluye, por en­de, también el bautismo- es, ante todo, obra de Dios, no iniciativa humana. Y esto quiere decir, en concreto, lo siguiente: 1) El bautismo significa -y causa en cuanto que significa- la incorporación del hombre al cuerpo de Cristo, esto es, a la humanidad renovada de los creyen­tes en Jesús. Este proceso se desarrolla, con unidad in­disoluble, en el nivel espiritual interno y en el externo y social y abarca tanto la pertenencia como la solidaridad de la muchedumbre innumerable de los fieles desconoci­dos del pasado, del presente y del futuro. Incluye asi­mismo la incorporación jurídica a la Iglesia y la perte­nencia a una comunidad determinada. 2) Justamente así pone en claro el bautismo que la salvación de Dios en Jesucristo por el Espíritu Santo ha llegado hasta esta persona, de modo que en virtud de la gracia preveniente de Dios le son borrados los pecados (en el caso de que

31. Edición de los textos: Taufe, Eucharistie und Amt. Konvergenzerklarungen der Kom-mission für Glauben und Kirchenverfassung des Ókumenischen Rales der Kirchen, Francfort-Paderborn 1982 (sobre el bautismo: 9-17); cf. también el comentario Wachsende Übereinstim-mung in Taufe, Eucharistie und Amt, edit. por G. Voss. Freising-Paderborn 1984 (sobre e! bautismo: 22-36). y la bibliografía II.

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sea pecador) y se le concede la justificación. 3) El bautismo coloca la vida total de esta persona al amparo de la oración suplicante de la Iglesia. Esta oración ex­presa el deseo de la Iglesia de que el bautizado acepte, por libre decisión, la fe que el Espíritu de Dios ha susci­tado en ella, y de que la fortalezca y profundice a lo largo del curso de su vida. El bautismo expresa la per­manente llamada del bautizado a ser testigo («carácter sacramental») de esta fe, no sólo de palabra sino tam­bién de obra: en la unidad del amor a Dios y el amor a los hombres, en el seguimiento de Jesús, en el servicio a la justicia. Cuando se dan juntos estos tres efectos del bautismo, puede calificarse con razón a este sacramento de inicio de una vida nueva desde el Espíritu Santo y se le puede aplicar el concepto bíblico de «renacimiento» o «baño de regeneración».

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7. La confirmación

7.1. Fundamentos bíblicos

Según la fe católica, el sacramento de la confirma­ción es la acción litúrgica simbólica que transmite sensi­blemente el Espíritu divino. De donde se deduce que para la recta comprensión de este sacramento y de su problemática deben tenerse en cuenta y analizarse pre­viamente las sentencias bíblicas sobre el Espíritu Santo. Reviste especial importancia para la conexión entre la pneumatología neotestamentaria y la confirmación la doble obra lucana1. Fue el Espíritu de Dios el que actuó en el hombre llamado Jesús (Le 1,35), descendió visible­mente sobre él (Le 3,22) y lo «llenó» (Le 4,1), por su­puesto ya también desde antes de este «descenso». Con el poder de este Espíritu desarrolló Jesús las actividades de su vida pública (Le 4,14), en él fundamentó su mi­sión, tanto religiosa como terrena, de acuerdo con la profesía de Isaías (Le 4,18s). De este Espíritu divino aprendió que Dios Padre le concedería cuanto le pidiera (Le 11,13). Aparece aquí la doble perspectiva del Espí­ritu divino: viene sobre individuos concretos, los llena y

1. Cf. sobre este punto los comentarios a Le y Act; M. Resé. Das Lukas-Evangelium. Ein r'orschungsbericht: Aufsíieg und Niedergang der rdmischen Welt, parte II, vol. 25. Berlín 1985, 2258-2328 (con bibliografía); F. Hahn. Der gegenwártige Stand der Erforschung der Apostel-geschichte, «Theologische Revue» 82(1986)177-190 (con bibliografía).

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los impulsa animosamente a una determinada misión, pero, al mismo tiempo, también necesitan este Espíritu todos cuantos sencillamente quieren vivir en la humani­dad renovada de Dios, porque él es el don salvífico me-siánico prometido por los profetas2.

Los Hechos se remiten expresamente a la promesa del Espíritu divino del profeta Joel (2,28-32) y Pedro ofrece la siguiente interpretación de la experiencia del Espíritu del primer Pentecostés: «A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado a la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vos­otros veis y oís» (Act 2, 32s; cf. ibídem, vers. 17-36: todo el discurso de Pedro). Es necesario recibir el Espíritu para ser salvados para Dios de las angustias de la muer­te; pero es Dios, y sólo él, quien determina en quiénes se cumple esta promesa de salvación. No obstante, Pe­dro asegura que los que se convierten y «se bautizan en nombre de Jesucristo para el perdón de los pecados» recibirán el don del Espíritu divino (ibídem, 38ss). Se perfila aquí claramente la doble manera de la venida de este Espíritu: viene espontáneamente, en virtud de la soberanía sin límites del Padre celeste que lo envía por medio de Jesucristo, y se da en conexión con la puesta en práctica de la reorientación de la vida y con el sacra­mento. No debe entenderse ninguna de estas dos ma­neras como si la una excluyera a la otra. En ambos casos es Dios quien da y quien conserva su total soberanía, también en el acto sacramental, porque es él quien de­cide su venida a los hombres y los efectos de esta venida. Los textos neotestamentarios sobre el Espíritu no ofre­cen el más mínimo apoyo a la opinión de que la Iglesia se haya arrogado la facultad de disponer del Espíritu divino o de «canalizarlo».

Deben tenerse en cuenta estos datos también a pro-

2. Es fácil hallar pruebas a favor de esta idea en las pneumatologías, por ejemplo, las de Y. Congar y Ch. Schütz (v. supra 1, nota 20) o en los artículos de diccionarios en la entrada Pneuma.

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pósito del pasaje de Act 8,14-17, que la teología católica considera como el testimonio clásico en favor del sacra­mento de la confirmación. Había fieles en Samaría3 que habían recibido la palabra de Dios y habían sido bauti­zados, pero sobre los que no había «descendido» el Es­píritu. Los apóstoles de Jerusalén les enviaron a Pedro y Juan; éstos bajaron a Samaría, oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo, les impusieron las manos y también ellos recibieron el Espíritu. A continuación se dice que se les daba el Espíritu divino «mediante la im­posición de las manos de los apóstoles» (ibídem, 18s). Esta afirmación no debe entenderse en sentido exclu­sivista, ni el rito de la imposición de las manos debe contraponerse a la súplica por la venida del Espíritu. El antiquísimo gesto de bendición de la imposición de las manos (Gen 48,15) estaba acompañado de la oración4. En los Hechos se le cita sin añadir ningún tipo de refle­xión teológica, pues se le tenía por algo evidente (cf. 6,6: imposición de las manos después de orar; 9,12-18; 19,6), pero en ninguna parte aparece como sustitutivo de la capacidad de salvar y de conferir la gracia que es propia de la fe en el evangelio (cf. 15,7s).

Estos testimonios neotestamentarios sobre el Espí­ritu justifican, por tanto, la conclusión final de que, por un lado, el Espíritu de Dios, como don del Padre por el Hijo, ha sido prometido y también concedido a hombres que representan la nueva humanidad y en los que, por el poder de este Espíritu, ha comenzado ya la vida eterna y, por otro lado, la Iglesia puede suplicar eficazmente la

3. No podemos abordar aquí el estudio de la intención que tuvo el autor de los Hechos al insertar este episodio. La idea de que el Espíritu Santo proféticamente prometido para el fin de los tiempos había sido derramado de hecho sobre la primitiva comunidad cristiana y la reclamación de que sólo los comisionados o facultados por la comunidad podían imponer las manos debe situarse indudablemente en el contexto de una separación o distanciamiento de la Iglesia respecto de Israel.

4. La obra clásica sobre el tema de la imposición de las manos es K. Gross, Menschenhand und Gotteshand in Anlike und Chrislentum, Stuttgart 1985. También a propósito del sacra­mento del orden se plantea la pregunta, hasta hoy sin respuesta, de si las imposiciones de manos mencionadas en el Nuevo Testamento fueron en su totalidad, o en muy buena parte, no gestos de bendición, sino señales de elección (alzar la mano). Cf. también A.T. Hanson y otros, Handauflegung, en TRE XIV, 1985, 415-418.

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venida del divino Espíritu con un objetivo determinado. Los hechos aluden, de modo asistemático, a unas tareas concretas para cuyo desempeño se necesita el divino Es­píritu: dar testimonio de la fe (2,22-36; 4,8-12 etpassim), ganar mediante la actividad misionera a otros hombres para la fe (8, 29,39; 13,2ss etpassim), tomar decisiones importantes beneficiosas para la vida de la Iglesia (10,19; 11,12; 15,28; 20,28).

Los restantes testimonios neotestamentarios sobre el Espíritu -en primer lugar los de Pablo y Juan- no con­tradicen este punto de vista de la doble obra lucana. No obstante, se centran más en el divino Espíritu que da creadoramente nueva vida, transforma a los hombres, los lleva a la fe y a visiones y concepciones cada vez más profundas, quiere producir en ellos incansablemente «frutos del espíritu» con repercusiones en la vida prác­tica de las relaciones humanas, los impulsa a utilizar la libertad que se les ha concedido, otorga diversos dones para la edificación de la comunidad cristiana y garantiza así la unidad de los creyentes. En resumen: describen al Espíritu como la esencia de Dios (Jn 4,24), como el modo de estar Dios presente en la humanidad después de la exaltación de Jesús. En este modo de venir Dios y de permanecer, el Espíritu es absolutamente libre, in­disponible e incalculable. Entraría en contradicción con el Nuevo Testamento quien quisiera hacer depender de la administración de un sacramento la presencia del Es­píritu divino en el corazón del hombre. Pero no lo con­tradiría quien viera en un sacramento la súplica por una venida y una eficacia especial del Espíritu.

7.2. Documentación histórica

En la Iglesia latina la confirmación se configuró co­mo sacramento distinto del bautismo a consecuencia de la disyunción o separación temporal que se produjo en­tre el acto mismo de bautizar y la unción (postbautismal)

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-como símbolo de que el hombre queda fortalecido y consagrado para Dios (consagración)- y la imposición de las manos por el obispo (cf. supra 6.2). Esta escisión alcanzó su estadio definitivo en la reforma carolingia5. Las escasas reflexiones teológicas que acompañaron a este proceso de escisión y separación se centraron en el hecho mismo de la unción (que también fue interpretada pneumatológicamente) y en la imposición de las manos, de modo que se conservó una referencia al bautismo: el rito ahora separado fue entendido como una plenitud del bautismo, reservada al obispo. Así en un sínodo de Elvira (Granada) de hacia el año 300 (DS 120s; Dz 52dc).

Fue Cipriano de Cartago (t hacia 258) el primer es­critor que defendió que la imposición de las manos esta­ba reservada exclusivamente al obispo, aduciendo como razón el pasaje de Act 8,14-17. También se reserva en exclusiva a los obispos la consagración del crisma (com­puesto de aceite de oliva y bálsamo).

Hay testimonios de la época patrística que entienden el rito subsiguiente al bautismo no sólo como comple­mento o plenitud exterior, sino también como fortaleci­miento del acontecimiento del bautismo. La reflexión teológica se centraba en dos conceptos simbólicos, khrismas y sphragis. Se concebía la unción como trans­misión sensible de la fuerza interior que proporcionaba aquella fortaleza desde la que es posible afrontar el mar-, tirio, el testimonio por la fe, incluso al precio de la pro­pia vida. Se entendía el bautismo, que alcanza su forma plena mediante la imposición de las manos del obispo, como transferencia de un hombre a la propiedad y al servicio de Jesucristo, como sello (sphragis) de una de­cisión tomada de una vez por siempre. A partir de aquí se advierte ya claramente que tenía que concederse tam­bién a la confirmación el carácter indeleble que se atri­buye al bautismo. Estas consideraciones permiten com-

5. Cf. A. Angenendt, Kaiserherrschafl und Kónigstaufe, Berlín 1984, 75-91,

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prender por qué la teología latina aplicó a este sacra­mento el nombre de confirmatio.

La teología escolástica centró su atención en el con­tenido interno de la confirmación: señaló que, mediante la recepción de este sacramento, el cristiano llega a la edad adulta en el terreno religioso espiritual, se le trans­mite la capacidad de dar testimonio de su fe en un senti­do universal y se le impone la irrenunciable tarea (de ahí, junto con el «carácter», la irrepetibilidad de la con­firmación) de tomar parte en la vida y en la misión de la Iglesia. Se conservó siempre la referencia al bautismo y nunca se pretendió que la confirmación fuera el camino exclusivo, ni siquiera el preferido, por el Espíritu Santo para llegar a los hombres.

Las declaraciones doctrinales de la Iglesia respecto de la confirmación fueron el resultado de los esfuerzos llevados a cabo en los siglos xiv y xv en pro de la unidad con las Iglesias separadas de Oriente. En la teología de las Iglesias orientales se defendía la estricta distinción entre la «unción del bálsamo» y el bautismo, si bien la primera ha estado siempre vinculada, hasta el día de hoy, al segundo, de modo que fue y sigue siendo ad­ministrada a los infantes por los simples sacerdotes. El año 1351 expresaba el papa la esperanza de que los ar­menios admitieran que el crisma sólo puede ser consa­grado por el obispo (DS 1068; Dz 571), que el sacramen­to de la confirmación no puede ser administrado «de oficio» y «ordinariamente» (es decir, según el orden es­tablecido) por otro que no sea el obispo (DS 1069; Dz 572), que sólo el papa posee la potestad de delegar la administración de este sacramento en presbíteros que no tengan la ordenación episcopal (DS 1070; Dz 573), y que quienes no hayan recibido la confirmación de acuerdo con estas normas deben ser nuevamente confirmados por el obispo (DS 1071; Dz 574).

También el concilio de Florencia intentó, en 1439, en su decisión doctrinal para los armenios, imponer el pun­to de vista latino sobre la confirmación (DS 1317; Dz

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697). En este texto, tomado de Tomás de Aquino, se habla de los frutos específicos del sacramento de la con­firmación. Se dice que en virtud de este sacramento «aumentamos en gracia y somos fortalecidos en la fe» (DS 1311; Dz 695) y se añade: «El efecto de este sacra­mento es que en él se da el Espíritu Santo para forta­lecer, como les fue dado a los Apóstoles el día de Pente­costés, para que el cristiano confiese valerosamente el nombre de Cristo. Por eso, el confirmado es ungido en la frente, donde está el asiento de la vergüenza, para que no se avergüence de confesar el nombre de Cristo y señaladamente su cruz, que es escándalo para los judíos y necedad para los gentiles... por eso es señalado con la señal de la cruz» (DS 1319; Dz 697). Con su doctrina sobre el carácter sacramental de la confirmación, este concilio consolidaba la idea de su irrepetibilidad (DS 1313; Dz 695).

El magisterio eclesiástico tuvo ocasión de pronun­ciarse de nuevo sobre la confirmación cuando los refor­madores rechazaron este sacramento. Según ellos, en efecto, la confirmación es una devaluación del bautismo y, por tanto, y de acuerdo con su idea básica de que todo sacramento ha debido ser expresamente instituido por Cristo y debe estar acompañado de una promesa de gra­cia, no reconocieron la existencia del sacramento especí­fico de la confirmación. En su sesión VII, del año 1547, el concilio de Trento, en sus sentencias doctrinales sobre los sacramentos en general, mencionó expresamente la confirmación como uno de los siete sacramentos institui­dos por Jesucristo (DS 1601; Dz 844) y reafirmó la doc­trina de que imprime carácter (DS 1609; Dz 852). En la mencionada sesión VII se enunciaron tres cánones sobre este sacramento (DS 1628-1630):

«Canon 1. Si alguno dijere que la confirmación de los bautizados es ceremonia ociosa y no más bien verdadero y propio sacramento, o que antiguamente no fue otra cosa que una especie de catequesis, por la que los que estaban próximos a la adolescencia exponían ante la Igle­sia la razón de su fe, sea anatema.

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»Canon 2. Si alguno dijere que hacen injuria al Espíritu Santo los que atribuyen alguna virtud al sagrado crisma de la confirmación, sea anatema.

»Canon 3. Si alguno dijere que el ministro ordinario de la santa confirmación no es sólo el obispo, sino cualquier simple sacerdote, sea anatema» (Dz 871-873).

Con esta tercera sentencia no se quería condenar la praxis de las Iglesias orientales, según la cual también los simples sacerdotes pueden administrar la confirma­ción, pero se entendía que dicha práctica era un procedi­miento «fuera de lo ordinario».

Las Iglesias evangélicas consideraron la confirma­ción, ya desde el siglo XVI, como una acción litúrgica extrasacramental, en la que los adultos (a partir apro­ximadamente de los 14 años de edad) eran admitidos por la comunidad como miembros de pleno derecho de la Iglesia; todo ello iba unido con un recuerdo del bautismo y con la obligación, expresamente reconocida por el confirmando, de caminar por la senda de Jesucris­to. Esta costumbre, ampliamente difundida desde el si­glo XVIII, denuncia una necesidad, que también se de­jaba sentir en la Iglesia católica, a saber, la de solicitar de los adultos una toma de posición propia, personal y responsable respecto del bautismo que recibieron cuan­do eran niños y, en el caso de que esta actitud fuera positiva, obligar a los jóvenes cristianos a llevar un gé­nero de vida conscientemente testimonial. La idea de que el bautismo, así entendido, requiere una comple-mentación y una última perfección, provocó en el campo católico amplias discusiones de tipo teológico-práctico, acerca de la edad adecuada para recibir la confirmación. Cuanto más se quería y se quiere ver en este sacramento un acto público de aceptación interior consciente de la conversión y de la fe, una actualización del aconteci­miento del bautismo, el ingreso libre, voluntario y con­vencido en una existencia eclesial misionera, más se aproxima la fecha propuesta para recibir la confirmación a la mayoría de edad de la persona.

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El concilio Vaticano II expresó sus puntos de vista sobre varios aspectos concretos de la confirmación. En la Constitución sobre la liturgia se dice: «Revísese tam­bién el rito de la confirmación, para que aparezca más claramente la íntima relación de este sacramento con toda la iniciación cristiana; por tanto, conviene que la renovación de las promesas del bautismo preceda a la celebración del sacramento» (SC 71). En la Constitución dogmática sobre la Iglesia las expresiones relativas a los efectos de la confirmación se basan evidentemente en una comparación con el bautismo. De los fieles se dice que «por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia y se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo» (LG 11). Se alude también a una misión específicamente eclesial cuando se fundamenta en el Señor resucitado, a través del bautis­mo y de la confirmación, la llamada al apostolado de los laicos (LG 33). Las exigencias derivadas de las situacio­nes prácticas han hecho que en la Iglesia católica puedan administrar el sacramento de la confirmación no sólo los obispos sino también los simples presbíteros a quienes los obispos hayan concedido esta facultad (y, en caso de necesidad, cualquier sacerdote, aun sin esta concesión). El concilio Vaticano II aclaró el problema del «ministro» cuando dijo de los obispos que «son los ministros origi­narios (originarii) de la confirmación» (LG 26), es decir, no son ministros exclusivos, y reconoció expresamente la costumbre de las Iglesias orientales de que sean los simples sacerdotes quienes administren también la con­firmación con crisma consagrado por los obispos o los patriarcas (OE 13s).

Según la reforma del rito de la confirmación6, este sacramento se administra, tras una súplica por la venida

6. Nueva ordenación de la confirmación mediante la constitución Divinae consortium naturae (15 de agosto de 1971): AAS 63(1971)657-664, y las correspondientes normas litúr­gicas en R. Kaczynski, Enchiridon documentorum instauraíionis liíurgicae I (1963-1973), Tu­rto 1976, 814-820; cf. sobre esto A.E. Hierold, Taufe und Firmung, en HKR, 659-675, aquí 671-675 sobre la confirmación; para las nuevas disposiciones sobre el «ministro de la confirma­ción», véase p. 672s.

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del Espíritu Santo, ungiendo la frente del confirmando con el crisma, a una con la imposición de las manos, mientras se pronuncian las palabras: «Sé signado por el don de Dios, el Espíritu Santo.» Cuando los bautizandos y confirmandos son adultos, se restablece la antigua se­cuencia de la iniciación: bautismo - confirmación - euca­ristía.

7.3. Resumen

Tomando como punto de partida el origen del sacra­mento de la confirmación, es posible concebir este sa­cramento como aquella acción simbólica, en virtud de la cual la Iglesia suplica, a favor de una persona bautizada, una eficacia especial del Espíritu Santo. Básicamente, la Iglesia dispone de libertad para fijar en términos concre­tos el objetivo de esta súplica. La tradición parece incli­narse a ver en este sacramento la plenitud del bautismo, en el sentido de que en la confirmación el bautizado recuerda su bautismo, actualiza su íntima unión con Je­sús y confirma la orientación de toda su vida a Cristo («conversión») y la aceptación de la fe de la Iglesia. A todo ello puede añadirse una nueva y personal obli­gación de ser testigo de esta fe ante el mundo, es decir, la aceptación de un mandato eclesial («misión», «apos­tolado»). Ninguno de estos contenidos internos es obra o fruto de la actividad humana. Es Dios quien los otorga gratuitamente por medio de su Hijo resucitado, en cuanto que éste desea que su misión sea continuada en la tierra por la comunidad de los fieles con el poder del Espíritu Santo presente en ella. Cuando la Iglesia de­fiende firmemente que el verdadero actor o ministro de este sacramento es Jesucristo, en cuanto que es él quien envía el Espíritu que le concedió el Padre a los suplican­tes, para el cumplimiento de determinadas tareas, está declarando que no pretende apoderarse del Espíritu di­vino ni dispone de él.

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Es preciso evitar dos interpretaciones erróneas: 1) No debe entenderse la confirmación como la comuni­cación primera y fundamental del Espíritu divino a una persona. Dado que, en primera línea, la gracia de Dios no es otra cosa sino Dios mismo, y dado que la venida de Dios a una persona, su morar en el centro más íntimo del hombre, depende única y exclusivamente de la libre iniciativa de Dios, el punto temporal de la comunicación del Espíritu divino al hombre se identifica con esta lle­gada gratuita de Dios; el hombre está radicalmente in­capacitado para determinar este momento. En la confir­mación, como acontecimiento de la gracia, el Espíritu divino presente en el hombre mueve al creyente en una determinada dirección para cumplir la voluntad de Dios.

2) Tampoco debe entenderse la confirmación como el sacramento específico del apostolado de los laicos. Designa el inicio del ser cristiano ante la opinión pública del mundo y de la Iglesia como don y como tarea, la fortaleza de la fe y la capacidad o disposición de dar testimonio de ella. Por consiguiente es, junto con el bautismo, un sacramento fundamental para todos los «estados» y todos los servicios de la Iglesia.

La confirmación forma parte del grupo de los sacra­mentos «menores». Nunca se le ha considerado como necesario para la salvación. Tiene, no obstante, una gran importancia como expresión sensible de la depen­dencia en que el hombre se encuentra respecto del Espí­ritu Santo de Dios. En cuanto reconocimiento de la pro­mesa profética del Espíritu y de su cumplimiento según la voluntad misteriosa de Dios, como acción simbólica con los venerables ritos de la unción y de la imposición de las manos, expresa la unión y vinculación permanen­te de la Iglesia cristiana con Israel. La necesidad de la confirmación sentida por las Iglesias reformadas indica que este sacramento no supone ningún obstáculo en el camino de las iniciativas ecuménicas.

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Bibliografía V

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8. La eucaristía

8.1. Introducción

Entre los siete sacramentos de la Iglesia, el rango supremo lo ocupa la eucaristía. Para los católicos y los ortodoxos, ella es la liturgia por antonomasia. En ella se atinan, como en ningún otro sacramento, el rito objetivo y la profunda piedad subjetiva, también emocional y mística; a su servicio se han puesto todos los talentos y todas las capacidades humanas (música, arquitectura, escultura, pintura, poesía); en torno a ella han desarro­llado y siguen desarrollando sus mejores esfuerzos todas las disciplinas teológicas para comprenderla mejor y realizarla del modo más digno que sea posible, a ella hacen referencia todas las enseñanzas básicas, desde la teología de la creación hasta la escatología. Esta dedica­ción tan intensiva y extensiva hace que sea prácticamen­te imposible la tarea de exponer de forma adecuada, en una breve síntesis, todos los aspectos relativos a este sacramento y a su historia.

En las páginas que siguen sólo se podrá aludir de pasada, y esto en el mejor de los casos, a las crisis a que se ha visto sometida la eucaristía con el correr de los tiempos. Cuando se habla de las inhibiciones y del des­interés que suscitan hoy día la liturgia y los símbolos, debe advertirse que las repercusiones cultuales de esta

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situación afectan en primera línea a la eucaristía. Y otro tanto cabe decir respecto del nuevo interés que ahora se despierta: «La cena como garantía de la pertenencia, como experiencia del seguro refugio; la cena como nuevo comienzo frente a las marañas de la culpa y la violencia; la cena como el acontecimiento de la vida compartida, porque es pan mutuamente compartido; la cena como banquete de la esperanza, como sueño»1. La eucaristía debería, pues, comprometer política y social-mente bajo formas nuevas a la Iglesia —siempre dinámi­ca y siempre joven—, debe presentarla como invitadora y misionera; debe ser, yendo mucho más allá del círculo de iniciados, «banquete comunitario público y abierto para la paz y la justicia de Dios en el mundo»2, un ban­quete en el que puedan participar, comer y beber, inclu­so los no bautizados. En los esfuerzos desplegados por preservar al máximo posible a la eucaristía de la impre­sión de lo cultual, que por lo demás da buena prueba de su enorme vitalidad en las grandes aglomeraciones de las festividades solemnes, se insiste especialmente en la significación antropológica y sociológica de la comida y la bebida en común3.

Esta praxis tan abierta (de la que también forman parte, en forma más modesta, las «iniciativas arbitra­rias» de las celebraciones litúrgicas) y las reflexiones que la acompañan no sólo han dado pie a advertencias y amonestaciones de parte de las autoridades eclesiásticas y de los teólogos, sino que ahondan aún más los fosos existentes dentro de la misma Iglesia y provocan incluso escisiones sectarias4: la herencia de Jesús como fuente de discusión, de fricciones y divisiones. Estas y otras observaciones hacen que la atención se centre en los

1. U. Kühn, Sakramente, 264. 2 J. Moltmann, Kirche in der Kraft des Geistes, Munich 1975, 270. 3. M. Josuttis - G.M. Martin (dirs.). Das heilíge Essen. Kulturwissenschafdiche Beitrdge

zum Verstandnis des Abendmahís, Stuttgart-Berlín 1980. 4. Puede citarse, a título de ejemplo, la gravísima actividad del grupo Lefebvre; cf. la tesis

doctoral, hecha bajo mi dirección, de A. Schifferle, Marcel Lefebvre. Árgernis und Besin-nung, Kevelaer 1983, espec. 131-166.

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supuestos que deben darse para que pueda hablarse de verdad de eucaristía. Con independencia del valor que los recuerdos de Jesús —entendidos en sentido amplio— puedan tener para las nuevas vías de acceso a la praxis y a la fe de la cristiandad, lo cierto es que la celebración cristiana sólo bajo ciertos supuestos puede reclamar el derecho al nombre que tanto los católicos como los evangélicos prefieren dar a este sacramento: eucaristía o, respectivamente, cena del Señor.

Un primer supuesto es la voluntad real y activa en pro de la unidad de la Iglesia. Esta unidad está amena­zada, en primer lugar, por las actitudes intransigentes, por la agresividad y el espíritu de contradicción (¡en to­dos los bandos!). Hay una sentencia de Jesús transmi­tida por la tradición según la cual la liturgia presupone la reconciliación (Mt 5,23s). En una época en la que to­davía vivían numerosos testigos de vista y oído de Jesús, hablaba Pablo de la imposibilidad de celebrar la eucaris­tía en el clima de escisión y divisiones de la comunidad (ICor 11, espec. 17-20; cf. también 10,17). En una frase todavía hoy muy citada de Agustín, se definía a la euca­ristía como «signo de la unidad, vínculo de la caridad» (CS 47). Tiene razón Walter Kasper cuando afirma: «Va ciertamente contra la esencia de la eucaristía y contra las pertinentes decisiones de la primera Iglesia hacer de la eucaristía una eucaristía de raza, o de clase, porque se la convierte bien en celebración eucarística reservada a privilegados, bien en celebración revolucionaria de los explotados. Y no va menos contra la esencia de la euca­ristía desconocer los presupuestos y las consecuencias éticas de la común celebración de la eucaristía: el ágape concretamente realizado (cf. Mt 5,23s), cuyo mínimo (la cursiva es mía) es el cumplimiento de las exigencias de la justicia social»5.

5. W. Kasper, Einheií und Vielfalt der Aspekíe der Eucharístie, «Internationale kath. Zeit-schrift 14(1985)196-215, aquí 212s (trad. cast. en ídem. Teología e Iglesia, Herder. Barcelona 1989).

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La eucaristía como suma y síntesis de la confesión de fe plantea casi inevitablemente el problema de la fe de los celebrantes. En ciertos recuerdos sobre Jesús es pa­tente que no se tiene clara conciencia de que Jesús era el «judío piadoso» por excelencia, un hombre que vivía total y enteramente desde Dios y hacia Dios, henchido de su misión y dispuesto con toda su voluntad a ser obediente hasta el final al Padre que le había enviado. ¿Cómo es posible conmemorar a Jesús sin descubrir a Dios? Sólo tiene sentido hablar de la celebración euca-rística cuando hay fe en Dios y en su presencia que todo lo llena. Todo esto puede parecer mucho más evidente de lo que lo es para algunos. En ciertas celebraciones eucarísticas, ¿no subyace la idea de que gracias a este sacramento se hace presente Jesús —y con Jesús Dios—, que de no ser por esto se hallaría ausente, lejano, retira­do en el «cielo», de que Jesús es «hecho» presente me­diante un hombre? Entre los presupuestos de la celebra­ción de la eucaristía —y de cualquier otro sacramentó­se encuentra la firme convicción de fe de que Dios es la realidad que todo lo determina, que está siempre y en todas partes presente.

La presencia de Dios trino es una presencia real. La contraposición a una presencia auténtica y sumamente real sería una presencia imaginada, tal vez ilusoria y, en todo caso, insegura. Y, ¿cómo imaginar a un Dios en la gran lejanía espacial, al otro lado del gran abismo que tal vez nuestro pensamiento pueda salvar? Dios está real y verdaderamente presente en todo y en todos, e incluso en el caso de que Jesús no fuera sino un hombre resca­tado para Dios estaría allí donde están los muertos res­catados para Dios, es decir, estaría junto a Dios. Y así, en todo caso estaría realmente presente para quienes creen en la presencia real de Dios. Ahora bien, Jesús es incomparablemente más que un simple hombre resca­tado para Dios, porque él es aquel hombre con el que se ha unido indisolublemente, aunque sin mezcla ni confu­sión, lo que hay de decible y de expresable en Dios, el

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Logos eterno. Allí donde está Dios realmente presente, allí se da también la presencia real de Jesús.

Esta presencia de Dios no puede describirse con ca­tegorías o conceptos espaciales y temporales. No tiene sentido preguntarse cuándo comienza y cuándo acaba la presencia de Dios, como no lo tiene la pregunta de «dónde» está Dios. A partir de los testimonios bíblicos sobre Dios, la fe cristiana designa a Dios como Espíritu o Pneuma (Jn 4,24), y por tanto su presencia es para nosotros una presencia pneumática (cf. supra 2.3 y 5.1.1). Cuando decimos de un hombre que fue resuci­tado por Dios de la muerte para la vida eterna y que fue salvado y rescatado en su totalidad — esto es, que re­sucitó de entre los muertos—, queremos referirnos tam­bién, obviamente, a su cuerpo. Ahora bien, como ICor 15,35-55 argumenta con penetrante razonamiento, el cuerpo que entra definitivamente en la gloria de Dios tiene una calidad enteramente distinta de la de nuestro cuerpo sujeto al tiempo y al espacio. El cuerpo oculto en Dios es un cuerpo «causado por el Espíritu» (pneumati-kos: no un cuerpo espiritual, como dicen muchas traduc­ciones). Así, pues, la presencia de Dios y la presencia de Jesús —como Hijo de Dios y como hombre glorifi­cado— sólo pueden ser, siempre, una presencia pneu­mática.

Uno de los principios fundamentales de la fe cris­tiana y, por tanto, también de los presupuestos de la fe en la eucaristía, es que la presencia de Dios sólo es posi­ble por medio de su santo Pneuma, el Espíritu divino. Este Espíritu no debe buscarse acá o acullá, sino dentro de nosotros mismos, en nuestros «corazones» (Rom 5,5). Aquí acontece, por medio de él, y no en virtud de nuestros esfuerzos y merecimientos, aquella apertura que llamamos «fe» y aquella manifestación de Dios en una unión o communio que no puede describirse con palabras. Esta apertura es la meta de la fe cristiana y de su praxis, el fin de toda piedad y también, por tanto, de todos los sacramentos y, en primer lugar y sobre todo,

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de la eucaristía. Si una celebración cristiana no está orientada a la presencia real pneumática de Dios en Je­sús por su Espíritu, si no tiene como finalidad suprema y última esta unión con Dios, no se la puede llamar «euca­ristía».

Falta por mencionar otro presupuesto pneumato-lógico de la eucaristía. Es el espíritu de Dios el que suscita la fe en el corazón del hombre, el que le induce al testimonio y la confesión de esta fe y forma así la Iglesia. Los actos y las realizaciones fundamentales de la Iglesia están inspirados y causados por el Espíritu de Dios. Este Espíritu no sólo los lleva al encuentro individual con Dios sino que, además, configura una y otra vez a la Iglesia como comunidad. Uno de los elementos consti­tutivos de toda celebración sacramental es la firme con­fianza en esta acción del Espíritu, la convicción de que los celebrantes no están en un error, no son víctimas de ilusiones. Entre los aspectos de esta confianza en el Es­píritu Santo figura la certidumbre de que la investi­gación histórica no podrá socavar ni desmoronar nin­guno de los actos fundamentales realizados en el curso del tiempo por la Iglesia. Los datos históricos relaciona­dos con la fe nunca serán tan evidentes y seguros que fuercen a una persona a abrazar formalmente una deter­minada convicción: en caso contrario no podría hablarse de la libertad de la fe. En el tema de la eucaristía, la exégesis histórico-crítica ha expuesto dudas fundadas sobre si podemos hablar de una «fundación» o «insti­tución» inmediata y directa del Jesús histórico, de si en­cargó él mismo celebrar «esto» en su memoria, de si las palabras explicativas sobre el pan y el cáliz pudieron ser pronunciadas por él tal como han llegado hasta nos­otros, y otras cosas parecidas. Los testimonios que se nos han transmitido llevan, respecto de las afirmaciones esenciales de la eucaristía, a una tal cercanía de Jesús, tanto respecto del tiempo como del contenido, que la fe tiene suficientes puntos de apoyo históricos para poder proceder con honradez intelectual. Los historiadores no

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pueden explicar cómo la primigenia comunidad cristiana pudo inventarse, en el escaso espacio temporal transcu­rrido desde la partida de Jesús, la tradición sobre la eucaristía. Pero que exista una «relación fundacional» precisamente entre Jesús y la eucaristía, esto es algo que no puede garantizar el historiador, sino que lo causa el Espíritu de Dios.

De lo dicho hasta ahora se desprende que la Iglesia puede, en principio, reservarse ciertos «derechos de ad­misión» a la celebración de la eucaristía, sin que ello signifique una injusticia objetiva. Al negar la admisión, no se pronuncia para nada sobre la posibilidad de que Dios, con su gracia y amor, habite en la más íntima cercanía de una persona. La exclusión no debe enten­derse forzosamente en el sentido de que los cristianos que permanecen en el seno de la Iglesia deban alejarse, también en el área de las relaciones humanas y de la diaconía eclesial, de quienes sustentan otras opiniones. Respecto de los ateos o de los seguidores de otras re­ligiones no cristianas, la Iglesia cuenta con múltiples po­sibilidades para dar muestras de su voluntad acogedora y de sus sentimientos humanitarios. Pero para ello no puede ni debe desvirtuar la eucaristía, transformándola en una cena a la que está invitado todo el mundo.

Distinta es la situación respecto de la comunidad de la cena entre los cristianos de las Iglesias separadas6. ¿Debe exigírseles una confesión de fe común? La fe en la Trinidad y la confesión de la presencia real de Dios por su Hijo en el Espíritu Santo que todos ellos compar­ten es, obviamente, presupuesto irrenunciable de la ce­lebración y de la comunión eucarística. Esto aparte, al­gunas Iglesias, como las ortodoxas y la católica romana, exigen el restablecimiento de la unidad eclesial plena y total como condición previa para una plena comunión

6. Hay algunas excelentes síntesis de la situación actual, por ejemplo U. Kühn en TRE I, 1977, 145-212; G. Wainwright en EKL I, 1986, 29-32, los dos con bibliografía. Cf. también Th. Schneider, Zeichen (véase la bibliografía la), 173-183.

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eucarística7. Aunque en los últimos 25 años el diálogo ecuménico ha experimentado notables progresos, hay en la herencia histórica determinadas aseveraciones dogmáticas que, en opinión de algunos dirigentes ecle­siásticos, no pueden abandonarse sin que la Iglesia pier­da su identidad. Así, por ejemplo, respecto de la euca­ristía la Iglesia católica pide el reconocimiento de una presencia real especial de Jesucristo (cf. infra 8.4.2 y 8.4.3) y exige que toda celebración de una fiesta eucarís­tica «válida» esté presidida por un sacerdote «válida­mente» ordenado8. Con todo, la ausencia de esta validez no debe interpretarse en el sentido de que falte también la presencia graciosa de Dios, ni que las ceremonias en las que no hay un sacerdote no tengan ningún valor. Frente a estas exigencias, nada cuentan pequeños gru­pos y algunos teólogos particulares. Hay, no obstante, en la tradición cristiana testimonios que no consideran que la unidad plena de Iglesia y confesión sea condición previa irrenunciable de la comunión eucarística y que no sólo ven en la eucaristía un signo de la unidad plena, sino que la entienden también como medio y camino para profundizar cada vez más en una unidad que ya existe gracias a la fe y el bautismo: la eucaristía señala y causa la unidad de la Iglesia (Inocencio ni, fl216: PL 217, 879).

8.2. Fundamentos bíblicos

8.2.1. Los relatos de la cena

Todas las Iglesias cristianas consideran los relatos de la cena neotestamentarios como los fundamentos histó-

7. La Iglesia católica se muestra más dispuesta que la ortodoxa a ofrecer la hospitalidad eucarística sin reciprocidad, tal como puede verse en la bibliografía. Cf. también A. Mayer, Die Eucharistie, en HKR 676-691.

8. U. Kühn, Sátiramente, 302, observa complacido que el concilio Vaticano II no utiliza el concepto de «validez» y que, respecto de la cena evangélica, habla de un defecto, no de una ausencia o falta total. El Catecismo católico para adultos de la Conferencia Episcopal Alema­na de 1985 dice, sin embargo, remitiéndose a DS 802 (Dz 430) y 1771 (961), que la única celebración «válida» es la realizada por un sacerdote «válidamente ordenado» (359).

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ricos y teológicos de la eucaristía o cena del Señor9. No son, por supuesto, relatos históricos en el sentido en que lo entiende la moderna historiografía. Presuponen la primitiva liturgia cristiana, la reunión «en el nombre del Señor», en la fe en su presencia real, en el recuerdo de lo que Dios hizo en él, en la experiencia de una co­munión real con él, en la esperanza en un permanente estar junto a él. Son relatos que evidentemente preten­den ponerse al servicio de la forma concreta de esta liturgia y de su comprensión teológico-religiosa10.

Bajo un punto de vista histórico la eucaristía se re­monta a la última cena que celebró Jesús, con sus discí­pulos más íntimos, la noche anterior al día de su muerte. Puede darse también por históricamente seguro que Je­sús tuvo como mínimo el firme presentimiento de que moriría de muerte violenta, cuando, en cumplimiento de su misión, lanzó una provocación extrema a la jerarquía del templo. Apenas puede dudarse que esta última cena se distingue de todas las anteriores comidas de Jesús justamente en virtud de la interpretación que él mismo daba a su muerte ya prevista. «La última cena de Jesús mantiene, sin duda, una estrecha conexión con las co­midas que tuvo con sus discípulos y con los publicanos y pecadores (Me 2,16; Le 15,2), en las que, a modo de anticipación de una época de salvación mesiánica, ga­rantizaba la comunión salvífica con Dios; pero presenta también un punto de inflexión respecto de ellas: si hasta entonces la comunión había sido posibilitada por la pre­sencia de Jesús, la cena de despedida contempla ya si-

9. Para lo que sigue, y como primera información, cf. G. Delling, Abendmahl III, en TRE I, 1977,47-58; H. Frankemólle - B.I. Hilberath-Th. Schneider, Eucaristía, en DCT I, esp. el apartado A sobre la teología bíblica; J. Roloff, Abendmahl, 2, en EKL I, 1986, 10-13, los dos con bibliografía. Para un análisis más profundo; Th. Schneider, Zeichen, 128-173; X. Léon-Dufour, Das letzte Mahl Jesu und die testamentarische Tradition nach Lk 22, «Zeitschrift für kath. Theologie» 103(1981)33-55; ídem. Le partage du pain eucharistique selon le Nouveau Testament, París 1982; H.-J. Klauck, Herrenmahl und hellenistischer Kult. Eine religions-geschichtliche Untersuchung zum ersten Korintherbrief, Münster 1982; U. Kühn, Sakramente, 266-278.

10. Desde el punto de vista de la historia de las formas pertenecen, empleando un concep­to poco atrayente, al género de las etiologías cultuales; cf., sin embargo, lo que ha destacado X. Léon-Dufour a propósito de Le 22.

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tuaciones nuevas, determinadas por la inminencia de su muerte»11. No existen tampoco dudas razonables acerca del hecho de que Jesús inscribía esta cena en el marco de la liturgia judía de la mesa. Según los relatos sobre la misma, al partir y distribuir el pan y al entregar la copa de la bendición, añadió algunas palabras que explicaban su sentido. Hoy día ya no es posible, por supuesto, re­construirlas en todo su exacto tenor literal, pero no puede razonablemente cuestionarse que fueron dichas por el mismo Jesús y que se referían a él mismo y a su destino12. Así, pues, cuanto a su núcleo esencial se las puede considerar como históricamente ciertas. Tal vez las palabras que acompañaron la distribución del pan fueron: «Éste es mi cuerpo» y, al entregar la copa: «Esta copa es mi sangre por muchos»13. La sentencia sobre el pan se refiere, de acuerdo con el arameo gufa, a la to­talidad de la persona históricamente existente. La sen­tencia sobre la copa «prolonga» el movimiento vital de Jesús por los demás y lo lleva, precisamente en favor de los alejados de Dios, hasta la misma muerte: también esta muerte redundó en provecho de muchos, de los distanciados de Dios. Al entregar los dones así interpre­tados, precisamente en el marco de una comida, se pro­mete que, por encima y más allá de la muerte, será posi­ble la comunión con él, con toda su persona, y no sólo con su «causa». Será también posible la comunión de los comensales entre sí, con la mirada puesta en todo aque­llo por lo que Jesús vivió y murió, es decir, por el reino de Dios.

«La comunidad postpascual, guiada por el Señor re­sucitado presente en el Espíritu, siguió celebrando las comidas prepascuales, y en especial la última cena de

11. J. Roloff, o . c , 11. 12. Cf., por ejemplo, J. Roloff, o . c , lOs, contra los intentos emprendidos por H. Lietz-

mannn y W. Marxsen. H.-J. Klauck analiza detalladamente y rechaza la tesis de un origen en el helenismo. Según sus investigaciones, Jesús transfirió a los discípulos, mediante las acciones del pan y del vino, su entrega a la muerte como un signo del cumplimiento profético que luego ellos interpretaron a la luz de la experiencia pentecostal: o . c , 365-374.

13. J. Roloff, o . c , 10, por lo que hace una posible «redacción primitiva».

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Jesús con los discípulos, de una forma nueva (es decir, dando gracias, «en memoria» e invocando al Espíritu), pero reclamando al mismo tiempo y con razón que aquellas celebraciones prepascuales (y en especial la úl­tima de ellas) eran un don que el Señor había dado a su Iglesia»14.

En las narraciones de la última cena, tal como hoy se encuentran, se han introducido tanto la praxis litúrgica de las primitivas comunidades cristianas como interpre­taciones de tipo teológico-religioso. El relato de Marcos (Me 14,22-25) y el de Pablo (ICor 11,23-26) son, según el estadio actual de las investigaciones, redacciones anti­guas, independientes entre sí, de una formulación pri­mitiva que no ha llegado hasta nosotros15. Hoy día ya no es posible saber si la última cena de Jesús fue la cena del pesaj o cena pascual judía, como dicen los Sinópticos, a diferencia de Juan (Jn 18,28; 19,14). La tradición no ha conservado ninguna interpretación de Jesús especial­mente referida al pesaj. Sólo una teología posterior afir­mó que habría que desvalorizar la Pascua judía, en cuanto que era simplemente imagen del «misterio pas­cual» de Jesús. Las palabras sobre la copa en Me 14,24: «ésta es mi sangre, la de la alianza, que va a ser derra­mada por todos», interpretan la muerte violenta de Je­sús, en conexión con Éx 24,5-8, como conclusión de un nuevo pacto y conciben a Jesús como el nuevo Siervo de Yahveh que contemplaba Isaías que, en cuanto media­dor de la alianza (cf. Is 42,6; 49,8), cargó con los pe­cados de «los muchos», es decir, de todos, y se presentó ante Dios en favor de los pecadores (Is 53,12). Apare­cen también aspectos escatológicos (Me 14,25; Mt 26,29; Le 22,18) que, aunque no se remontan directamente al mismo Jesús, sí están totalmente informados y confor­mados según su espíritu. Son rasgos o aspectos que re­producen aquella seguridad que albergaba Jesús de que

14. U. Kühn, Sakramente, 269. 15. Cf. J. Roloff, o . c , 10.

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se realizaría el reino de Dios y muestran aquella con­fianza con que Jesús afrontaba la muerte como judío justo, con la firme fe de que Dios no abandonaría a quienes confiaban en él16.

El relato de Mateo (Mt 26,26-29) depende entera­mente de Marcos, aunque tiene una mayor impronta litúrgica17. Amplía la idea del derramamiento de sangre «por muchos» con el inciso clarificador de que es «para el perdón de los pecados».

En el antiguo relato de la cena de Pablo (ICor 11,23-26) se ha conservado, como tradición primitiva, el hecho de que las palabras interpretativas se aplicaban directamente a la copa, no a la sangre18. Se trata, por lo demás, de un texto estilizado, henchido de teología, que ha sido colocado aquí al servicio de la intención de Pablo de censurar los abusos cometidos en la celebración de la eucaristía en Corinto. Precisamente así es como permite advertir la temprana evolución de la concepción de la eucaristía. En este texto se establece ya una clara distin­ción entre la cena del Señor y las comidas ordinarias. Es indudable que Pablo y los destinatarios de la carta com­partían la fe en una actualización real, «sacramental», de Jesús (cf. 11,27). Pero los destinatarios habían ol­vidado, debido evidentemente a una roma intelección del sacramento, que en el banquete eucarístico se trata de un encuentro personal con el Crucificado, que pre­supone —y debe producir, como efecto resultante— un comportamiento humano solidario. En su apremiante exhortación utiliza Pablo el concepto de «memoria» o «recuerdo» (anamnesis) para expresar así que en esta comida se hace presente el acontecimiento de la cruz, en el que deben participar cuantos comen y beben. A tenor de las palabras interpretativas sobre la copa, el efecto inmediato del acontecimiento de la cruz debe ser la

16. Cf. H. Vorgrimler, Hoffnung auf Vollendung, Friburgo 21984, 41s (bibliografía sobre la escatología de Jesús).

17. J. Roloff, o.c. 18. Ibídem.

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«nueva alianza», en cumplimiento de la profecía de Jer 31,31-34. Los participantes actualizan una y otra vez li­túrgicamente este pacto de alianza y ponen así ante la mirada el hecho de que Dios espera de los socios del pacto un determinado comportamiento ético. En esta concepción actualizadora, los participantes, si celebran «dignamente» la eucaristía, anuncian «la muerte del Se­ñor hasta que venga» (11,26): ésta es la forma bajo la que se conserva aquí la visión escatológica de Jesús.

La investigación reciente19 ha aludido al hecho de que en este relato aflora una aproximación de la eucaris­tía a las comidas helenistas en memoria de los difuntos. Tendrían indudablemente suma importancia el apoyo en una institución o fundación histórica de Jesús y la in­fluencia de la mentalidad histórica judía, pero podría percibirse, en tal caso, una helenización en múltiples áreas. Habrían contribuido a ello, de forma destacada, la evolución de la eucaristía hasta convertirse en un acto cultual estilizado y, por lo que hace a la anamnesis, la aproximación a las comidas helenistas en memoria de los seres fallecidos. Respecto de estas conclusiones de­be, por lo menos, indicarse que ya el banquete judío tenía impronta litúrgica (los conceptos «culto» y «cul­tual» deberían reservarse para los actos paganos) y que la concepción actualizadora de los hechos poderosos de Dios fueron y siguen siendo parte constitutiva esencial de la liturgia judía. Que la eucaristía sea una celebración conmemorativa no es cosa que dependa del concepto de «anamnesis». Aunque Jesús no dijo «haced esto en mi memoria» en sentido helenista, su acción simbólica, lle­vada a cabo en el marco de un banquete judío, pudo servir de fundamento para la estructura conmemorativa de la eucaristía. Parece, por lo demás, que la investi­gación se ha adentrado por una senda equivocada cuan­do pretende conferir credibilidad histórica a la «funda­ción» de la eucaristía por el judío Jesús aduciendo que

19. Cf. H.-J. Klauck, o . c , 285-364.

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en el judaismo de su tiempo se conocían rituales ya só­lidamente establecidos, muy posiblemente con pan y vi­no, a los que luego Jesús se habría limitado a atribuir un nuevo significado, ya fuera la bendición de la mesa (be-rakah)20 o la ofrenda de alabanza (todah)21 histórica­mente dudosa.

Las palabras interpretativas del relato lucano (Le 22,15-20) utilizan conceptos tomados de la teología sa­crificial («entregado», vers. 19; «derramada», vers. 20) y, como Pablo, la sentencia sobre la «nueva alianza», concluida en la sangre de Jesús (ver. 20). La demanda «haced esto en mi memoria», que figura dos veces en Pablo, se encuentra una sola vez en Lucas. En un estu­dio sobre el relato lucano ha aportado Xavier Léon-Dufour una importante observación22. Dice, en efecto, que las primeras comunidades cristianas dieron una do­ble respuesta a las preguntas de cómo puede mantenerse el recuerdo real y eficaz de Jesús entregado a la muerte y cómo es posible una unión personal con él, vivo, pero ausente. La primera respuesta tuvo su eco en una tra­dición cultual, la segunda en una tradición testamen­taria. No son respuestas mutuamente excluyentes.

La tradición cultual —aunque mejor sería decir «tra­dición litúrgica»— se concentra en el nuevo modo de la presencia de Jesús y del acontecimiento de la cruz; el grupo de los discípulos se convierte en una comunidad reunida en torno a Jesús en una comida litúrgica. Esta concentración litúrgica aparece reflejada en los relatos de la cena de Me y Mt. La tradición testamentaria pone, en cambio, el acento en el «testamento» que deja tras de sí aquel que parte de este mundo. Léon-Dufour ha lla­mado la atención sobre varios ejemplos de tradición tes-

20. Por parte católica, intentó derivar la eucaristía de la berakah el influyente L. Bouyer, Eucaristía, Herder, Barcelona 1969 (ed. orig. francesa: 1966).

21. H. Gese, Die Herkunft des Herrenmahls, en ídem, Zur biblischen Theologie, Munich 1977, 107-127 afirmó que el origen estaba en la todah; lo acepta J. Ratzinger, Das Fest des Glaubens, Einsiedeln 1981, 47-54; lo rechaza H.-J. Klauck, o.c.

22. X. Léon-Dufour, Das letzte Mahl Jesu (sobre Le 22); también ídem. Le partage, 211-317 (véase nota 9).

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tamentaria en los escritos judíos. En su opinión, esta tradición cristaliza en el Nuevo Testamento en el género literario de los «discursos de despedida» de Jesús. El Evangelio de Juan habría sustituido, a ciencia y concien­cia, la tradición litúrgica por la testamentaria. Lucas, en cambio, habría insertado la tradición litúrgica (actua­lización de Jesús, 22,19, y —en una acción actualizadora simbólica— de su muerte, 22,20) en un discurso de des­pedida, dando así al conjunto forma testamentaria (que abarca desde 22,15 a 22,38). Al evangelista le interesa, por tanto, insistir en que la institución de la acción sa­cramental no configura por sí sola el testamento de Je­sús, sino que forman también parte de ella las apremian­tes exhortaciones a servir de corazón y con obras (22,24-30), a vigilar en las tribulaciones (22, 31-48) y a esperar la plenitud del banquete en el reino de Dios (22,15s). De este modo, recordaba el evangelista a los cristianos de su tiempo qué era lo que esencialmente le interesaba a Jesús, a saber, que la relación con Dios no puede agotarse en la piedad litúrgica.

8.2.2. Otros textos neotestamentarios

Los relatos de comensalidad con el Resucitado por Dios (Le 24,13-35; Jn 21,1-14) reflejan la experiencia de que Jesús, condenado a muerte por los hombres, vive y puede hacerse presente también bajo formas sensibles. Estos ejemplos de comensalidad cumplen una función explicativa: del mismo modo que las comidas de Jesús con los marginados y los pecadores públicos ponían en claro la misericordia y la voluntad de perdón de Dios, así las experiencias postpascuales hicieron posible una comprensión cada vez más profunda de los hechos poderosos de Dios en y sobre Jesús; impulsaron, como dice el relato de Emaús, al testimonio (cf. también Act 10,41).

Los textos neotestamentarios, que son ya una refle-

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xión teológica sobre la eucaristía, presuponen claramen­te una transformación respecto de los dones, pero no hablan de lo ocurrido en los dones. Su interés se centra más bien en aquella comunión con Jesús que es posible justamente mediante la participación en estos dones. Para Pablo esta comunión tiene un claro carácter so-teriológico y cristológico: es comunión salvadora con la sangre de Cristo (ICor 10,16) y pertenencia al ámbito de dominio del Señor divino (ICor 10,21). Pero tiene tam­bién una cualificación eclesiológica: la comunión en un solo pan causa (no: «corona») la unidad del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (ICor 10,17).

El Evangelio de Juan indica, en un plano teológico, que los dos sacramentos principales, y con ellos la Igle­sia, tienen su origen en el Crucificado (Jn 19,33-37). Este Evangelio se refiere a la eucaristía en el gran dis­curso del pan (Jn 6,22-65),que ha sido situado en el con­texto de la fiesta de Pascua (6,4) y de la comida de cinco mil personas (6,5-15). Al «pan verdadero de Dios» se le compara con el maná del desierto, que era un verdadero alimento, aunque no preservó de la muerte, y en todo caso constituyó un «tipo» del pan verdadero. En el dis­curso hay que distinguir un aspecto cristológico y otro sacramental. Es común a los dos la afirmación: quien tiene una relación viva («personal») con Jesús tiene ya la vida eterna y será resucitado de la muerte corporal. En la sección cristológica (31-516) se presenta al pan verda­dero de la vida como don del Padre celestial. La comida que da la vida eterna es la fe en el Hijo (una fe que, a su vez, es dada por el Padre: 6,44). En la sección sacra­mental, es Jesús mismo el que se da en los dos dones de la eucaristía, que son su carne y su sangre (51c-59). Co­mer y beber estos dones causa una mutua permanencia íntima (56). Ello no obstante, la mirada ofrece, ya desde el comienzo, una ampliación soteriológica: «El pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo» (51c). Al realismo del pensamiento encarnacionista responde en este Evangelio el realismo del pensamiento sacra-

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mentalista. La acusada insistencia puesta en ambos debe atribuirse a la redacción final, antidocetista, del Evan­gelio. Pero el discurso no se contenta con contemplar el contenido salvífico de los dones sacramentales; tiene un carácter acusadamente dinámico, que pone ante los ojos la misión de Jesús, su venida y su retorno al Padre y garantiza a los creyentes y a los participantes en el sacra­mento su inclusión en este movimiento, que lleva a la vida y es impulsado por el Espíritu divino, porque «es el Espíritu el que da la vida, la carne no sirve de nada» (63).

8.2.3. Resumen y problemas

El Nuevo Testamento presenta ante nuestros ojos la eucaristía como una configuración litúrgica, distinta de las comidas comunitarias normales23, aunque tiene en común con éstas los ritos de la bendición y de la alaban­za. Lo que diferencia a la eucaristía de las restantes li­turgias es el don, que se remonta a las acciones de Jesús durante su última cena24. En el tiempo que transcurre desde la muerte de Jesús hasta la unión perfecta y de­finitiva con él, la eucaristía garantiza la comunión (sa­cramental) con el Señor, explica el significado de su muerte y resurrección y promueve la comunión con los creyentes.

En el marco de las acciones sobre los dones hay tres sentencias que revisten singular importancia: la de la repetición conmemorativa, la del pan y la de la copa. La sentencia sobre la repetición conmemorativa dice que es Dios, en Jesús, el verdadero realizador de este aconteci­miento; es sólo su poder el que hace posible actualizar el pasado; en virtud de esta sentencia, la Iglesia se halla

23. Cf. W.-D. Hauschild, Agapen I. ln der Alten Kirche, en TRE I, 1977, 748-753. 24. Para lo que sigue me apoyo en las ideas de X. Léon-Dufour, Le parlage, y en la reseña

de M. Resé, «Theologische Zeitschrift» (Basilea) 40(1984)423-425, que acepta las tesis del milor francés.

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siempre referida a Jesús. La sentencia sobre el pan de­clara que es el mismo Jesús —en su realidad total, per­sonal e histórica— quien se da en la distribución de este pan; al tomar y comer este pan invita, además, a unirse con él de la manera más profunda e íntima. Se dirige a una multitud de personas y declara de este modo que entre quienes comen conscientemente este pan surge una auténtica comunión. La sentencia sobre la copa quiere descubrir el sentido profundo de la acción de Je­sús: con su sangre ha fundado una relación nueva y de­finitiva de la comunidad humana con Dios, una relación en la que quedarán asumidos quienes beban conscien­temente de esta copa.

Estas afirmaciones están, por supuesto, íntimamente relacionadas con otros temas bíblicos centrales, en los que se habla de la conducta afectuosa de Dios con los hombres, de su presencia, de su común historia con el género humano. A la eucaristía le afecta directamente todo cuanto la revelación ha manifestado acerca de la acción vivificante del Espíritu divino, todo cuanto se ha dicho sobre el poder creador de la divina Palabra. Así, según los datos bíblicos, la proclamación de la palabra y la súplica por la acción del Espíritu forman parte, ya desde el principio, de la celebración eclesial de la euca­ristía. Pero lo que la tradición testamentaria —expre­samente estudiada por Léon-Dufour— muestra sobre todo es que no puede celebrarse la eucaristía sin una referencia a la vida concreta de los hombres. No sólo presupone un sentimiento y una praxis ética solidaria, sino que incita también a consecuencias prácticas: «El amor al prójimo traducido en obras es la "realidad" única que vive auténticamente en la Iglesia desde Cris­to»25.

Para el Nuevo Testamento, las explicaciones teoló­gicas son menos importantes que los accesos vitales ha­cia la eucaristía. Léon-Dufour enumera las condiciones

25. X. Léon-Dufour, o . c , 114.

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y los caminos hacia una mejor y más profunda compren­sión de la eucaristía basada en los datos bíblicos: «Las condiciones: la eucaristía significa esencialmente co­munión y no la relación de cada individuo particular con el "santo sacramento"; las palabras de la institución no son válidas respecto de la cosa aislada en sí, sino que están insertas en un relato que se orienta fundamental­mente a las relaciones de todos los participantes entre sí. Respecto de los caminos, Léon-Dufour menciona en primer término el ritmo de culto y cotidianidad en la vida de los cristianos, a lo que podría añadirse la tra­dición cultual y testamentaria de los relatos sobre la úl­tima cena de Jesús, porque en ellos el don, que es el mismo Jesús mediante su sacrificio personal en la cruz y su resurrección, se une a la tarea —impuesta desde en­tonces a los cristianos— de amarse los unos a los otros. En segundo lugar menciona Léon-Dufour la interpre­tación simbólica de eucaristía: el pan y el vino designan las dos dimensiones —vida diaria y días de fiesta— de la vida humana y el alimento se endereza a la nueva vida concedida a la comunidad. En tercer lugar, para este autor, las realidades de la alianza, de la sangre derra­mada y de la participación podrían aludir al misterio de las relaciones de Dios con los hombres. Pero las tres son, ante todo y sobre todo, un don»26.

Si se desea obtener una mejor comprensión de estos datos neotestamentarios básicos mediante categorías de la tradición teológica, puede decirse lo siguiente: un cierto pluralismo en las interpretaciones teológicas de la eucaristía en el Nuevo Testamento y, sobre todo, las dos veces en que aparecen las palabras interpretativas del pan y de la copa, han «facilitado» una exposición teoló­gica de la eucaristía que, durante mucho tiempo, se ha hecho de forma fragmentaria, como por bloques separa­dos. En la doctrina oficial de la Iglesia católica estos bloques han sido, como se verá más tarde, la presencia

26. M. Resé, o . c , 425, citando a X. Léon-Dufour, o . c , 321-340.

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real, el sacrificio de la misa y la comunión sacramental. Por lo que se ha dicho hasta ahora es claro que, desde el punto de vista neotestamentario, es la comunión la que menos dificultades presenta. Aunque los textos del Nuevo Testamento no están interesados en ofrecer una exposición detallada y cuidadosa del modo de estar pre­sente Jesús en los dones, testifican en todo caso un realismo sacramental, es decir, se atienen firme e incon­moviblemente a la idea de la presencia real de Jesús en la plena totalidad de una persona viviente. Dan, además, por supuesto, que los dones se disfrutan con la finalidad de entrar en íntima comunión con él y no para saciarse con ellos, es decir, que en esta fiesta o celebra­ción se transforman en algo distinto de lo que eran an­tes. Para los cristianos procedentes del judaismo que participaban en la celebración de la eucaristía era de todo punto evidente que no eran los participantes hu­manos quienes llevaban a cabo esta transformación. Quien lo hace todo es Dios, el omnipresente, a quien pertenecen todas las cosas sin excepción. También el pan y el vino son dones suyos, de los que dispone según su voluntad. En la bendición que se hace sobre ellos se le invoca a él y la fe confía en su acción sobre los bienes.

La mayoría de las dificultades gira en torno al con­junto de materias que, resumiendo, podríamos denomi­nar «temática sacrificial» (bien entendido que, en el contexto bíblico, se trata únicamente del sacrificio de Jesús). Las dificultades surgen ya a propósito de los pro­pios datos neotestamentarios y de las diversas interpre­taciones que esos mismos textos ofrecen. Ciertamente la eucaristía actualiza la resurrección de Jesús, porque se cree que él es el Resucitado vuelto a la vida, y se dan gracias al Padre por haberlo exaltado. Pero, como in­dican las palabras sobre la copa, lo que la eucaristía actualiza en primer término es la muerte de Jesús y su significación salvífica para nosotros y para todos los hombres. Surge aquí inevitablemente la pregunta de có­mo entendió Jesús su propia muerte. La respuesta más

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obvia —si fuera suficiente— sería ver su voluntaria aceptación de la muerte sencillamente como la obedien­te consecuencia de su envío por el Padre y de su amor a los hombres y la hora de su muerte como el punto culmi­nante de su «pro-existencia»27. Resultarían así super-fluas las múltiples objeciones que han levantado Antón Vogtle y otros contra la opinión de que Jesús habría entendido su muerte como sacrificio vicario expiatorio y que esto sería una condición más para la salvación, añadida al primitivo anuncio de Dios hecho por Jesús28. Todavía dentro del marco de lo que sabemos acerca del Jesús histórico, las denominaciones «sacrificio» y «auto-entrega» sirvieron para significar su aceptación conse­cuente de la muerte: estos términos incluyen —aunque bajo una forma expuesta a erróneas interpretaciones, porque tienen un sesgo pasivo— la obediencia radical de Jesús respecto de su misión, su identificación con todos los hombres que son víctimas del mal y su intercesión suplicante en favor de todos29. ¿Es que al final de la vida de Jesús le exigió Dios una expiación vicaria como con­dición previa para la reconciliación? Contra esta con­cepción se aduce que la entrega de la vida humana en la muerte como expiación es un pensamiento absoluta­mente ajeno al Dios de la revelación bíblica30. Por otra parte, según algunos testimonios del Nuevo Testamen­to, existe una estrecha relación entre la muerte de Jesús y la idea de representación vicaria y expiación31. Helmut Merklein reasume algunos conceptos inicialmente ex­puestos por Rudolf Pesch según los cuales en la muerte

27. Cf., resumiendo sus estudios anteriores, H. Schürmann, Pro-Existenz ais chrisíologi-scher Crundbegriff, «Analecta Cracoviensia» 17(1985)345-371. Cf. también H. Merklein, Der Tod Jesu ais steltvertretender Sühnetod, «Bibel und Kirche» 41(1986)68-75, aquí 68.

28. A. Vogtle, Offenbarungsgeschehen und Wirkungsgeschichte, Friburgo 1985, 141-168 (los temas fundamentales en torno a la discusión sobre la interpretación de la muerte de Jesús como mediador de la salvación. Argumentos de los respectivos autores).

29. R. Schwager, Der Tod Christi und die Opferkritík, «Theologie der Gegenwart» 29(1986)11-20 (con bibliografía).

30. H. Frankemólle, en DCT I, 373ss. Para la interconexión de los problemas, cf F.-L. Hossfeld, Versóhnung und Sühne, «Bibel und Kirche» 41(1986)54-60 (con bibliografía).

31. A. Weiser, Der Tod Jesu und das Heil der Menschen, ibídem. 60-67 (con bibliografía).

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de Jesús fue Dios mismo quien hizo expiación por un Israel siempre recalcitrante32. Según esto, no habría que corregir el anuncio de Dios que hace Jesús: Dios es el ya por siempre reconciliado, de quien procede toda recon­ciliación. Toda conversión humana está lógica y cro­nológicamente precedida por el perdón de Dios33. Es Dios quien abroga la ley según la cual los pecados deben descargar sobre los pecadores. Así, pues, la «recon­ciliación» no es la reparación exigida por una ofensa hecha a Dios, sino la posibilidad abierta, concedida por el mismo Dios, de que aquellos que en Israel rechazaron a Jesús puedan escapar al juicio anunciado. Por consi­guiente, los elementos que entraron en la tradición de la cena, la referencia al siervo de Yahveh de Is 53, la vícti­ma escatológica de la alianza mencionada en Ex 24,8, o considerada como cumplimiento de Jer 31,31-34 testi­fican la inquebrantable fidelidad de Dios con Israel. Pe­ro no se pretendería afirmar con ello que la muerte de Jesús sea una condición adicional de la salvación para todos34.

8.3. Forma fundamental y concepto de la eucaristía

8.3.1. La forma litúrgica fundamental

El mejor y más profundo testimonio sobre el modo como la Iglesia entiende la eucaristía es el que propor­ciona la liturgia misma35. De ahí la gran importancia del

32. H. Merklein. o . c , espec. 69s (con bibliografía). 33. ídem, Die Gottescherrschaft ais Handlungsprinzip, Würzburgo 1978, 204. Cf. 2/Cor

5,19. 34. Se restaría así esperanza a la discusión que se plantea sobre si puede decirse que Jesús

murió «por todos» —como se hace en las traducciones litúrgicas de algunas Conferencias Episcopales— o si debe imponerse la traducción literal «por muchos». A partir de la eficaz voluntad amorosa de Dios, nadie queda excluido de antemano y nunca ha sido rescindida la alianza entre Dios y Noé, la cual incluía a todo el género humano.

35. J. Betz, en Sacramentum Mundi II, Herder, Barcelona 31982, 961s. Cf. H.-J. Schulz, Okumenische Glaubenseinheit aus eucharistischer Überlieferung. Paderborn 1976. 24-32 (el

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hecho de que las recientes investigaciones hayan dedica­do especial atención a la estructura teológica de la litur­gia eucarística36.

Como antes se ha dicho, hoy día resulta ya imposible reconstruir la última cena de Jesús. Tampoco pueden reconstruirse los detalles concretos de la forma en que los cristianos de los primeros siglos celebraban la euca­ristía; fueron demasiadas las cosas confiadas a la tra­dición oral y, más allá del siglo IV, a la libre formu­lación. En todo caso, de los testimonios del Nuevo Tes­tamento llegados hasta nosotros puede concluirse con certeza que la forma de la celebración se orientaba siem­pre según un esquema estructural. En la investigación teológica e histórico-litúrgica se acepta unánimemente desde hace ya largo tiempo que este esquema estructural tiene un origen judío viejotestamentario. Cesare Girau-do ha logrado seguir paso a paso la estructura lógico-teológica de este esquema y de su aceptación en el cris­tianismo37. Se trata de una oración dirigida a Dios (en la tradición cristiana fundamentalmente al Padre), y cons­ta de dos partes principales. Una parte es de orientación histórica: en ella se recuerdan los hechos poderosos de Dios y, según la mentalidad hebrea, hay ya una actua­lización causada por Dios mismo (parte anamnética). La otra parte es una súplica, que invoca a Dios para que se digne seguir acordándose de su pueblo orante (parte epiclética)38.

canon eucarístico como testimonio normativo de la fe); K. Richter (dir.). Liíurgie, ein verges-senes Thema der Theologie?. Friburgo 1986 (espec. las aportaciones dogmáticas de M.M. Garijo Guembe y H. Vorgrimler).

36. C. Giraudo, Lastrutíura letterarla dellapreghiera eucarística, Roma 1981; H.B. Meyer. Das Werden der Uterarischen Struktur des Hochgebets, «Zeitschríft für kath. Theologie» 105(1983)184-202 (con bibliografía); E. Mazza, Le odíeme preghiere eucharisliche, 2 vols., Bolonia 1984; H.B. Meyer, en «Zeitschrift für kath. Theologie» 108(1986)170-174; J.-M. R. Tillard, Segen, Sakramenlalitát und Epiklese, «Concilium» 21(1985)140-149.

37. C. Giraudo, o.c. 11-177, 179-269; las estructuras de la oración en el Antiguo Testamen­to y en el judaismo; 271-355; estas mismas estructuras en los cánones eucarísticos (de las Iglesias de Oriente y de Occidente). Los datos aportados por Giraudo conservan su validez, aunque parece demasiado optimista cuando admite la existencia de una todah. aduciendo como argumento el pasaje de Neh 9, 6-37.

38. El recuerdo está unido a menudo con la súplica mediante un «y ahora» que fundamenta la petición. A veces, en el Antiguo Testamento esta estructura se amplía con una «eulogía de apertura» y una «doxología final». Cf. los 45 textos que presenta C. Giraudo, o . c . 155-159.

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A veces se introduce en una u otra de estas dos par­tes o secciones una ampliación (llamada embolismo, es decir, «intercalación»), bajo la forma de cita de la Escri­tura relativa a alguna acción salvífica específica. Girau-do ha podido demostrar que la oración litúrgica de la Iglesia tiene exactamente esta estructura bipartita y que en la sección anamnética se introdujo, en forma de re­lato directo, y como cita escriturística, la narración de la institución. Esta cita del relato de la institución es «la cumbre central de la dinámica de la oración» sobre la que se apoya y fundamenta toda la celebración (punto en el que hay que distinguir entre este fundamento in­terior de la celebración y su ocasión exterior)39. El acon­tecimiento singular que, merced a la cita, se recuerda como hecho central, es la acción salvífica de Dios en Jesucristo, el misterio pascual de Jesús, todo lo que Dios ha llevado a cabo en su muerte y resurrección. El punto de conexión común y primario entre la cena de Jesús y la celebración eucarística de la Iglesia es esta actuación de Dios en y por Jesús. La celebración eucarística no es, pues primariamente la memoria o conmemoración de la última cena de Jesús40. El sentido de la actualización laudatoria anamnética de la acción salvífica de Dios en Jesucristo no radica primariamente en la transformación de los dones; este sentido consiste más bien, en primera línea, en llevar a los participantes (los participantes ple­nos: los comulgantes) a una singular comunión con Je­sús, a una comunión que para los hombres es una parti­cipación —mediada por los dones eucarísticos— en su misterio pascual y en su gloria actual.

Contempladas desde la liturgia de la Iglesia, se ad­vierte claramente que las preguntas acerca del «momen­to justo» en que se produce la transformación/consagra-

39. H.B. Meyer, Das Werden (véase nota 36), 198. 40. Cf. E. Dekkers, L'eucharistie, imitation ou anamnése de la derniére cene?, «Recherches

de science religieuse» 58(1984)15-23. H.B. Meyer (1986) (véase nota 36),172. llama a la última cena anticipación (proléptico-sacramental) y a la eucaristía repetición (anamnético-sacramental) del misterio pascual de Jesús.

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ción y de las palabras exactas que la producen (es decir, acerca de cuál es la «forma» de este sacramento) consti­tuyen un planteamiento histórico-litúrgico y teológico erróneo del problema. La oración eucarística en su con­junto, con sus tres secciones esenciales (anamnesis con la acción de gracias a partir del gradas agamus, el relato de la institución, y la epiclesis), no se refiere a los dones. Es una oración dirigida a Dios Padre41. «Aquí coincide la celebración eucarística con lo que Jesús hizo en la última cena, cuando oró al Padre sobre los dones de los alimentos. Porque y en cuanto que la Iglesia hace esto mismo siguiendo el mandato de Jesús, su celebración eucarística "participa" de la eficacia "sacramental" de la acción de Jesús que, en virtud de su palabra en la última cena, eficaz por siempre, ha realizado ya anticipada­mente su Pascua. Y esto quiere decir que es el canon en su conjunto y en cuanto tal el que "eucaristiza" el pan y el vino»42. Estas reflexiones arrojan también nueva luz sobre el sacerdote, que es necesario para la «validez» del acontecimiento sacramental: actúa in persona Ecclesiae, esto es, como portavoz autorizado de la comunidad, cuando obra en su nombre y, mediante su «amén», anuncia los hechos poderosos de Dios (sección anam­nética) y ora porque sean eficaces en la celebración ac­tual (sección epiclética)43.

La liturgia eucarística contiene además otros ele­mentos teológicamente importantes. La sección anam­nética no recuerda sólo, ni ya al instante, los hechos salvíficos de Dios en Jesucristo. Es recuerdo del nombre de Dios, de la creación, de todos los hechos poderosos del pasado y de aquella actuación —inserta en ellos— en y sobre Jesús que llega a su punto culminante en la glo-

41. E. Mazza, o . c , 1,283-317; C. Giraudo, o . c , 361-365. H.-J. Schulz, o . c , 78-87, explica cómo puede compaginarse este punto de vista con las declaraciones de los concilios de Floren­cia y Trento. Cf. también A. Angenendt, Bonifatius (véase bibliografía III), 163; originiaria-mente todo el canon (incluido el prefacio) tenía eficacia consacratoria; Ambrosio mantiene la concepción más estricta.

42. H.B. Meyer (1986) (véase nota 36), 173. 43. C. Giraudo, o . c ; H.B. Meyer, Das Werden (véase nota 36), 200, nota 58.

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rificación de Jesucristo. Ésta es, a su vez, anuncio pro-fético de la plenitud futura y definitiva de la creación total. En el relato de la institución y en la anamnesis que le sigue (en realidad ya una «intercalación» en la anam­nesis) se «actualiza litúrgicamente» este preanuncio, prolongado en la oración por los difuntos44, esperando que Dios lleve, también en ellos, a su creación a la ple­nitud.

La celebración eclesial de la eucaristía consta de dos centros o puntos de cristalización, aparte el precedente servicio de la palabra de Dios. Ambos están acompaña­dos de una epiclesis, una oración a Dios Padre suplican­do la intervención del Espíritu Santo45. El relato de la institución es el centro de la anamnesis actualizadora. Se le añade la primera epiclesis, que pide la aceptación de los dones, la intervención del Espíritu para transformar­los y, en la «prolongación» de esta epiclesis, las oraciones contenidas en el canon, que suplican que el Espíritu actúe eficazmente en todos aquellos cuyo re­cuerdo se evoca para implorar que lleguen a la ple­nitud46. Al segundo centro se le añade la epiclesis de la comunión, para que la eucaristía, esta oración, alcance su meta, la comunión con Jesucristo bajo la forma de un estar unidos el uno en y con el otro (y no sólo una simple presencia) y luego la unidad de la Iglesia y el «degustar anticipado del banquete de la inmortalidad»47. Estas dos oraciones al Espíritu muestran una vez más que tanto el cuerpo de Jesucristo y su presencia en la eucaristía como la comunión con él son causados por el Espíritu, es de­cir, son pneumáticos48.

44. H.B. Meyer, ibídem. 199, nota 53. Para la eucaristía como signo escatológico: G. Wainwrigbt, Eucharist and eschatology, Nueva York 1981.

45. Es teológicamente erróneo calificar de «desafortunado» el desdoblamiento de la epi­clesis en dos partes, como hace K.-H. Bieritz en EKL I, 1986, 9.

46. H.B. Meyer, Das Werden, 200. 47. Ibídem, ídem (1986) (véase nota 36), 174. Cf. también C. Giraudo, o.c., 366-370,

donde hay interesantes reflexiones sobre la eucaristía como sacramento del perdón de los pecados.

48. Cf. J.-H. Nicolás, en H. Luthe (véase bibliografía I), 316; F.X. Durrwell, Der Geist des Herrn, Salzburgo 1986, 140-145 (la eucaristía sería el sacramento por antonomasia del Espí­ritu Santo).

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8.3.2. El concepto de la eucaristía

No existe una palabra capaz de expresar por sí mis­ma y ella sola todos los contenidos y significados de la eucaristía49. Todas las que se le aplican se limitan a se­ñalar un aspecto parcial, que se toma por el todo (pars pro toto). El nombre de «eucaristía», que es el más ge­neralmente utilizado en nuestros días por los católicos, se deriva del griego eukharistein, que significa estar o ser agradecido, dar las gracias. Se trata, en realidad, de la traducción al griego del vocablo hebreo berakah, que designa la acción de gracias de la oración de la mesa (Le 22,19 par.). A finales del siglo i y comienzos del II esta palabra adquirió carta de naturaleza como concepto ya establecido para referirse a la liturgia eucarística en ge­neral y a la sección del canon más en particular (impor­tantes testimonios en Ignacio de Antioquía y, en el si­glo II, en Justino). En Pablo aparece la expresión «cena del Señor» (ICor 11,20), que en el lenguaje ecuménico de nuestros días se considera libre de cargas, acentos o alusiones confesionales. Pero la «cena» sólo señala uno de los aspectos del acontecimiento y está, además, acompañada de la palabra «Señor», que puede suscitar la idea de discutibles títulos honoríficos. La denomi­nación preferida por los evangélicos desde que fue em­pleada por Lutero en 1522, es «cena», que recuerda su origen en la última cena de Jesús, de modo que no se insiste ya tanto en el acontecimiento actual. Pero aparte el hecho de que con la palabra cena sólo se enuncia un aspecto parcial, se ha observado que ya desde el siglo I la Iglesia antigua celebraba la fiesta eucarística pre­ferentemente los domingos por la mañana. Los primiti­vos conceptos cristianos de «fracción del pan» (que

49. Cf. J.A. Jungmann, «Abendmahl» ais Ñame der Eucharistie, «Zeitschrift für kath. Theologie» 93(1971)91-94; J. Talley. Von der Berakha zur Eucharistie. «Liturgisches Jahr-buch» 26(1976)93-115; L. Lies, Eulogio. Überlegungen zur formulen Sinngestalt der Eucharis­tie. «Zeitschrift für kath. Theologie» 100(1978)69-97; C. Giraudo, o . c , 260-269; J. Roloff en EKL I, 1986, l i s .

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puede emplearse también para referirse a una comida ordinaria) y «asamblea» o «reunión» no han conseguido imponerse. Algunos importantes teólogos griegos de los siglos ni y iv aplicaron a la eucaristía el nombre de eulo-gia, palabra que significa concesión de una bendición, glorificación y autoglorificación de Dios, recuerdo agra­decido de los dones de Dios. Los conceptos —antes re­feridos por los católicos— de «santísimo sacramento del altar» y «sacrificio de la misa» —imbuidos de una in­negable tendencia contra las concepciones reformistas, aunque su origen es más antiguo— sólo expresan aspec­tos parciales de un todo. El también antes usual término de «misa» (ya incluido en el de «sacrificio de la misa») aparece desde el siglo vi, bien como missa o bien, con expresión más reforzada, como missarum sollemnia. Con él se significaba al principio el acto final de una celebración litúrgica, que concluía con la bendición. Ahora bien, en el latín profano esta palabra también puede significar «renuncia» y recordaría, por tanto, el sacrificio. El vocablo se aplicó más tarde a la totalidad de la celebración eucarística.

8.4. Etapas y documentación histórica

8.4.1. La evolución de la teología eucarística

La historia de la reflexión y de la proclamación teológica sobre la eucaristía ha generado un caudal tan abundante de literatura y ha sido descrita con tanto lujo de detalles que todo intento de resumirla debe parecer forzosamente superficial50. Los teólogos de la Iglesia an­tigua, que eran a la vez casi siempre liturgos, hablaron

50. La mejor exposición, fácilmente accesible, es la de A. Gerken, Theologie der Eucharis-íie. Munich 1973, 61-156. Para profundizar en aspectos concretos, cf. los trabajos de J. Betz en LThK 111,1142-1157; la eucaristía como misterio central en MS IV/2, 1973, 185-319 (con toda la historia de los dogmas); la eucaristía en la Escritura y la patrística: Handbuch der Dogmen-geschichte IV/4a, Friburgo 1979.

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de la eucaristía sobre todo en sus sermones y catequesis. La contribución esencial de la teología eucarística de los primeros siglos brotó de la conjunción de las afir­maciones bíblicas sobre la eucaristía y el pensamiento platónico. No es que el cristianismo «aceptara como su­yo» un sistema filosófico cerrado; lo que se pretendía era aclarar o explicar los contenidos de la fe mediante formas conceptuales y recursos lingüísticos que po­dríamos tal vez definir como propios de la «filosofía po­pular». Entran dentro de este campo de visión la creen­cia en la existencia de un mundo espiritual trascendente, que es el hogar y la patria de lo divino, de lo auténtico, de lo verdadero, de lo bueno y de lo bello; una visión poco optimista de nuestro mundo sensible, perecedero, de apariencia a menudo engañosa y falsa; la aceptación de que se ha producido una comunicación entre ambos mundos. Mientras que a los hombres les es posible as­cender al mundo superior mediante duras renuncias y la superación de pesadas pruebas, por un camino que con­siste esencialmente en liberarse de las cadenas de nues­tro mundo, la venida de lo divino a nuestro universo se entendía en el sentido de que convertía a las realidades terrenas en copia, imagen o reflejo de aquel otro mundo divino y, al mismo tiempo, en su lugar o morada de residencia. Esta imagen, accesible a los sentidos, haría que el protomodelo divino estuviera verdaderamente presente y garantizaría la comunión con él e incluso la participación en él, aunque se tratara tan sólo de una presencia provisional y velada de lo divino. Es evidente que el pensamiento cristiano descubrió en estas ideas muchos rasgos comunes con sus creencias, algunos de los cuales se han conservado en el cristianismo hasta el día de hoy como elementos irrenunciables. De esta mentalidad de modelo y copia o imagen surgió la teoría del símbolo real, de tanta importancia para la teología de la eucaristía. La posibilidad de la presencia de Dios y de su mundo, oculta pero sumamente real, se debe, se­gún la fe cristiana, a la acción del Espíritu divino.

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Se da la mano, de feliz manera, con esta concepción la idea judía de la presencia real de acontecimientos pertenecientes al pasado cuando se los recuerda en pre­sencia de Dios. Esta mentalidad se acopló bien con el concepto griego de la anamnesis y lo amplió hasta adecuarlo a la visión de la historia habitual para los ju­díos: ahora podía ya creerse que estaban realmente pre­sentes en la copia o imagen no sólo Dios por su Santo Espíritu y las personas divinizadas, sino también acon­tecimientos, hechos poderosos de Dios ocurridos en la historia. Esta presencia en la imagen o el símbolo era, como ya se ha dicho, provisional y oculta, pero sería erróneo afirmar que está sólo en imagen, o que es sólo simbólica, porque en esta línea de pensamiento puede decirse que cuanto más espiritual es algo, más real es. Cuando los teólogos de la edad antigua hablaron de la presencia de Jesucristo en imagen, en alegoría, en sím­bolo, etc., no pretendían en modo alguno insinuar una disminución de la realidad, sino más bien expresar la esperanza de que sería posible alguna vez el encuentro cara a cara, sin velos, en la eternidad de Dios.

Al referirse los teólogos griegos, desde Justino a Cri-sóstomo, desde los alejandrinos a los antioquenos, a la presencia verdadera de Jesucristo y a su acción salva­dora, ponían el acento —cada uno según sus peculiares intereses— en la persona de Jesús o en su obra reden­tora. Las afirmaciones sobre la presencia real de Jesús en la eucaristía muestran que ya desde fechas muy tem­pranas (Justino, Ireneo, Tertuliano, Ambrosio) se creyó en una transformación de los dones. El texto bíblico básico en que se fundamentaba esta creencia era Jn 6. La reflexión teológica sobre este aspecto de la eucaristía avanzó, como es natural, al mismo paso que el desarro­llo de la cristología. Cuando los teólogos alejandrinos (Clemente, Orígenes, Cirilo de Alejandría) entienden la eucaristía como la venida del Logos divino al pan y la comunicación con el Logos como el aspecto esencial, sitúan en un muy segundo plano la memoria de la muer-

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te y conceden, en cambio, importancia primordial al pensamiento de la encarnación. Los teólogos antioque­nos se concentraron, por su parte, en la identidad del cuerpo eucarístico de Jesús con su cuerpo histórico y veían en la anamnesis (sobre todo Juan Crisóstomo) la actualización del acto redentor de la cruz. Consideraban que se daba aquí cumplimiento a la promesa de Mal 1,11 (un pasaje bíblico de gran importancia para los padres de la Iglesia). Designaban a la eucaristía, a partir de Did.14,1, como sacrificio (prosphora, sacrificium, obla­do). Llamaban a la presentación de los dones offerre, aunque con ello no pretendían instituir un sacrificio nuevo y propio junto a la cruz de Jesús. Declararon expresamente que los dones se toman de algo que ya de antemano pertenece en su totalidad a Dios; en realidad, los ponían ante la mirada de Dios en actitud de recuer­do: memores offerimus. En esta atención preferente a los dones materiales subyace, indudablemente, una ten­dencia antignóstica. Pero la eucaristía realiza ante todo el sacrificio espiritual, en el sentido de IPe, 2,5 o de Heb 13,15, como sacrificio de alabanza de todos los concele­brantes por los hechos poderosos de Dios, comenzando por la creación y llegando a su punto culminante en el acontecimiento de Cristo.

Para los teólogos latinos, como Tertuliano y Ci­priano, en la ofrenda por separado de los dos dones hay una alusión a la pasión y muerte de Jesús. El interés por los «elementos» es mucho más acentuado en ellos que en los griegos. Ambrosio (t 397) bosqueja una teoría expresa de la tranformación (metabolismo). Aparece también entre los latinos, hacia el año 400, y en menos­cabo de la epiclesis, la idea de que el relato mismo de la institución tiene efectos consacratorios. Pero en todas partes y todos los teólogos afirman que el hecho actua-lizador debe atribuirse a la acción del Espíritu Santo y que en él es Jesucristo, según la carta a los Hebreos, el auténtico liturgo, que incluye a los hombres en la glorifi­cación del Padre.

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Agustín merece, desde dos puntos de vista, una mención especial. Por un lado, analizó con singular pe­netración la presencia de la realidad divina y original en su copia o imagen sacramental (cf. supra 4.1 y 4.2.2) y lo hizo, además, pensando expresamente en la eucaristía. Por otro lado, ofreció una visión sintetizadora de la teología sacramental y de la eclesiología centrada en el cuerpo de Cristo. En la eucaristía se contiene y está siempre presente Cristo entero, el cuerpo individual de Jesús y el cuerpo místico universal que es la Iglesia. Es el sacramento del totus Christus, caput et corpus; la euca­ristía existe precisamente para que se forme la Iglesia una y santa; esta Iglesia es, pues, la realidad interna de la gracia de la eucaristía querida por Dios, la res de este sacramento. No hay aquí una supravaloración de la Igle­sia en el sentido de una autoglorificación autónoma, porque el principal agente sigue siendo siempre su ca­beza y, sin Jesucristo, la Iglesia nada puede. Era inevita­ble que estas dos concepciones tuvieran consecuencias negativas, sobre todo porque no se entendió bien el pen­samiento original de Agustín. El hecho de que su teolo­gía del símbolo y de la imagen tuviera mayor éxito que otras teologías se debe simplemente a que en la edad media Agustín fue la máxima autoridad teológica des­pués de la Biblia. Su concepción eclesial de la eucaristía impulsó la opinión de que, además de la actualización del sacrificio de la cruz, la Iglesia se ofrece a sí misma en sacrificio y actúa, sacrificándose, a una con Jesucristo.

8.4.2. Concentración en la presencia real

La teología de la eucaristía no supo conservar ni siempre ni en todas partes aquel alto rango espiritual y el carácter relativamente unitario que había tenido en los teólogos griegos y en Agustín. Cuanto más acusada fue la evolución de un pensamiento sacramental realísti­co —basado en los dogmas cristológicos—, interesado

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ante todo y sobre todo por la presencia real y por la perceptibilidad de Dios en el sacramento, tanto más se agravaba la crisis del pensamiento simbólico. Pueden seguirse los primeros pasos de este proceso ya desde el siglo v. Cuanto más retrocedía —en virtud de un senti­miento de radical temor y veneración— la práctica de la comunión frecuente en el pueblo cristiano, más se en­cumbraba la posición del celebrante. En las regiones donde no se entendía la lengua utilizada en la liturgia, como por ejemplo en los pueblos que suelen englobarse bajo el concepto colectivo de «germanos», crecía el de­seo de ver cosas sensibles, de una especie de escenifica­ción dramática de la liturgia. Se puso así en marcha un proceso en el curso del cual ya no se contemplaba la eucaristía como inserta en la dinámica trinitaria de alabanza, recuerdo y súplica, sino que se la consideraba como el medio preferido de la transmisión de la gracia, que se da «desde arriba» (primeros planteamientos en Isidoro de Sevilla, t 636).

Tuvo graves consecuencias la aceptación de la refor­ma de la liturgia romana en Francia, país en el que sólo muy toscamente podían entenderse los contenidos teológicos de aquella reforma51. «Del mismo modo que junto al sacrificio único y definitivamente válido de Je­sucristo se configuró la idea de la misa como sacrificio nuevo y hasta independiente, otro tanto ocurrió con el sacerdocio: junto al sacerdote y mediador único Jesu­cristo aparecen ahora otros sacerdotes, que se llaman también mediadores»52.

En los siglos VIII-IX, y en el marco de las penitencias según tarifa (cf. infra 9.4), se implantó la celebración de la eucaristía como medio expiatorio53. El antiguo sacri-

51. J.A. Jungmann, Von der «Eucharistie» zur «Messe», «Zeitschrift für kath. Theologie» 89(1967)29-40; H.B. Meyer, en TRE I, 1977. 278-282; A. Angenendt, Theologie und Liturgie der mittelalterlichen Toten-Memoria, en Memoria, dir. por K. Schmid-J. Wollasch, Mu­nich 1984, 79-199, aquí, sobre la eucaristía, 143-148.

52. A. Angenendt, Missa specialis. Zugleich ein Beitrag zur Entstehung der Privatmessen, en Frühmittelalterliche Studien, dir. por K. Hauck, vol. 17, Berlín 1983, 153-221, aquí 217, con documentación.

53. Ibídem, 213.

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ficio cristiano, que había sido entendido en sentido espi­ritual como expresión de unos sentimientos enteramente volcados en Dios, y que en virtud del sacerdocio común había sido realizado ante todo como sacrificio de alabanza54, se convirtió en la época carolingia en un sa­crificio expiatorio presentado única y exclusivamente por el sacerdote. Este cambio en la perspectiva teológica fue una de las razones fundamentales de la implantación de la práctica de la misa privada diaria de los sacer­dotes55.

En conexión con esta evolución crítica y con la in­capacidad de entender la acción litúrgica simbólica y los símbolos de los dones como símbolos reales, surgió la pregunta de una explicación más exacta de la presencia real de Jesucristo en el sacramento; es decir, el tema de la «presencia real» pasó a convertirse en el problema capital de la teología eucarística de la edad media. Esta preocupación estuvo en el origen de dos controversias en torno a la cena y más tarde de dos decisiones eclesia-les a las que pudo remitirse después el magisterio oficial de la Iglesia. La primera de estas controversias fue de­sencadenada por Pascasio Radberto (t hacia el 859), abad del monasterio benedictino de Corbie, venerado como santo por la Iglesia. En su primera monografía sobre la eucaristía llegada hasta nosotros, De corpore et sanguine Domini, defendía la plena identidad del cuerpo del Jesucristo histórico, nacido de María, y el cuerpo eucarístico, y entendía la repetición diaria de la pasión y muerte de Cristo en la misa como una verdadera in­molación (mactatio). En sentido contrario, el monje Ra-tramno, del mismo monasterio (t después del 867) re­dactó, a instancias del rey, un escrito, igualmente titula­do De corpore et sanguine Domini, en el que se dice que el pan y el vino no son modificados por la transforma­ción y son, por tanto, sólo «figuras» (figurae) del cuerpo

54. Así todavía Beda ( t 735); cf. A. Angenendt, ibídem, 176 y 219. 55. A. Angenendt, o . c , analiza en este contexto el problema de los estipendios de las

misas en su perspectiva histórica.

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y de la sangre de Jesucristo. Por consiguiente, su cuerpo y su sangre están ocultos, a una con su poder divino, bajo los velos de estas figuras. Según esto, no se puede decir que se ha recibido verdaderamente (in veritate) el cuerpo de Jesucristo, sino que se le recibe más bien en figura, en imagen, en misterio y en poder. Con estas ideas no pretendía Ratramno negar una presencia ver­dadera del cuerpo de Jesucristo, sino que intentaba tan sólo rechazar la plena identificación del cuerpo histórico con el eucarístico. Siguiendo esta línea de pensamiento, rechazaba también la afirmación de una nueva y diaria pasión: prefería hablar de una repraesentatio en misterio de la pasión y muerte sufrida una vez por siempre. Es, pues, falso calificar de «simbolista» la concepción de Ratramno56.

La segunda controversia sobre la cena fue provocada por el canónigo Berengario de Tours (t 1088), cuando, amparándose en la autoridad de Agustín y de Ratram­no, negó la presencia real del cuerpo de Jesucristo en la eucaristía, porque este cuerpo glorificado no puede «descender» del cielo antes del fin del mundo. A partir de la figura aparente del pan y del vino intentó aducir la prueba filosófica de que la eucaristía no modificaba en nada este pan y este vino y recurrió para ello a los con­ceptos de «substantia», la esencia espiritual, la realidad espiritual de una cosa, y «accidentes», la apariencia ex­terior cuyos diversos componentes (tamaño, peso, co­lor, gusto, etc.) están como soportados y cohesionados por la esencia espiritual. Berengario consideraba el pan y el vino de la eucaristía como figuras del cuerpo de Jesucristo y su recepción como medio de unirse espi-ritualmente con el Resucitado en el cielo. Estas ideas fueron condenadas en cuatro sínodos entre 1047 y 1054. El año 1059 Berengario tuvo que suscribir, en un sínodo celebrado en el Laterano de Roma, una confesión en la

56. K. Vielhaber, Rathramnus, en LThK VIII,1001s, también en cuanto a las condenas injustificadas.

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que se decía que después de la consagración el pan y el vino no eran ya un sacramento, sino el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Jesucristo y que este cuerpo y esta sangre son movidos por las manos del sacerdote y desgarrados por los dientes de los fieles «no sólo en el sacramento, sino en realidad» (non solum in sacramen­to, sed in veritate!) (DS 690). De regreso en su patria, Berengario se detractó de aquella confesión, lo que mo­tivó que en un sínodo romano del 1079 tuviera que sus­cribir nuevamente la siguiente fórmula: «Yo Beren­gario, creo de corazón y confieso de boca que el pan y el vino que se ponen en el altar, por el misterio de la sagra­da oración y por las palabras de nuestro redentor, se convierten sustancialmente en la verdadera, propia y vi­vificante carne y sangre de Jesucristo Nuestro Señor, y que después de la consagración son el verdadero cuerpo de Cristo que nació de la Virgen y que, ofrecido por la salvación del mundo, estuvo pendiente en la cruz y está sentado a la diestra del Padre; y la verdadera sangre de Cristo, que se derramó de su costado, no sólo por el signo y virtud del sacramento, sino en la propiedad de la naturaleza y la verdad de la sustancia, como en este breve se contiene, y yo he leído y vosotros entendéis. Así lo creo y en adelante no enseñaré contra esta fe. Así Dios me ayude y estos santos Evangelios de Dios» (DS 700; Dz 355).

En este juramento se utilizan conceptos que ya ha­bían empleado los adversarios de Berengario, Lanfran-co de Bec (t 1089) y Guitmundo de Aversa (t 1085): las sustancias terrenas se transforman (mientras que perma­necen las figuras o especies exteriores). Según esto, y en cuanto al contenido mismo, aparecen aquí ya la doc­trina de la transubstanciación (aunque este sustantivo fue utilizado por vez primera hacia 1140-1142 por Orlan­do Bandinelli, más tarde Alejandro m).

La contraposición entre signum y virtus sacramenti, por un lado, y proprietas naturae y ventas substantiae, por el otro, muestra hasta qué punto se había perdido ya

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la teología del símbolo real. No puede negarse, por otra parte, que al recurrir a la idea de la filosofía popular de una realidad espiritual definitiva, que se halla en el fon­do de todas las cosas, se había superado el crudo realis­mo, expuesto a las peores interpretaciones, de la fórmu­la del año 1059. Si la presencia de Jesucristo, también de su cuerpo, era contemplada en una dimensión espiritual —y el concepto de substancia sólo expresa, en efecto, una dimensión de este género— quedan excluidos los conceptos corporales y espaciales, también el de un «descenso» del cuerpo glorioso desde un cielo situado más allá del universo. Al menos no se bloqueaba la po­sibilidad de distanciarse del medio de la gracia y de re­conquistar la inmanencia y la acción del Espíritu divino en el símbolo real. El concepto de substancia, estático y atemporal, no era ni es el adecuado para expresar la idea de que se hacen realmente presentes acontecimien­tos históricos y una persona humana con sus circunstan­cias, relaciones, su biografía, etc.

8.4.3. La teología escolástica acerca de la eucaristía

La «cosificación» de las doctrinas sobre la eucaristía dio nuevos pasos cuando en el siglo XII la teología es­colástica introdujo en la sacramentología el binomio conceptual de «materia» y «forma» (cí.supra 4.2.3.). Se consideró como materia del sacramento de la eucaristía el pan y el vino; el principio formal esencial estaba cons­tituido por las palabras de la institución, es decir, las palabras pronunciadas por Jesús en primera persona: «Esto es ...» Se creía que ellas, y sólo ellas, producen la transformación substancial y, con ello, la presencia del cuerpo y de la sangre de Jesucristo. En esta perspec­tiva, es perfectamente comprensible que la atención se concentrara aún más en el sacerdote oficiante, en su potestad y en su rectitud de intención. El tema de la fe en la eucaristía fue estudiado en el contexto de la recep-

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ción de la comunión. Las celebraciones eucarísticas co­munitarias se redujeron en la teología escolástica (que era una teología de y para monjes y sacerdotes) «a cier­tas acciones sacramentales del clero y la "devoción de la misa" de los laicos»57.

Hubo dos factores, en este contexto, que desem­bocaron en la formación de la «doctrina de la conco­mitancia», en virtud de la cual la comunión con el cáliz quedaba en la edad media reservada exclusivamente a los sacerdotes celebrantes, y en el deseo de poder ver y recibir al Cristo entero, con su divinidad y su humani­dad. En el siglo XII se confeccionó la lista de las «partes» de que se componía el Christus totus: cuerpo, sangre, alma y divinidad. La doctrina de la concomitancia o de la coactualización quería decir que, en virtud de las pa­labras de la consagración, y en el nivel de la esencia espiritual, de la substancia, el pan se convierte en el cuerpo de Jesucristo y el vino en su sangre. Pero dado que el cuerpo y la sangre están indisolublemente unidos con las otras realidades (la sangre forma parte del cuer­po, la humanidad de la divinidad, sin mezcla ni confu­sión, pero también sin separación, como reza el dogma cristológico) también éstas se hacen presentes cuando se pronuncian las palabras de la consagración, de modo que en cada «parte» está presente Cristo entero y, al privar a los laicos de la comunión del cáliz, se creía que, en realidad, no se les privaba de nada.

Las concepciones escolásticas han tenido eco en al­gunas declaraciones del magisterio oficial de la Iglesia. El papa Inocencio III insistía en 1208, en una confesión de fe expresamente redactada contra los valdenses, en las condiciones para una celebración válida de la euca­ristía: el sacerdote ordenado (con independencia de sus prendas morales), las palabras de la consagración y la recta intención del celebrante (DS 794; Dz 424). Frente a los errores de su tiempo, el concilio IV de Letrán re-

57. H.B. Meyer, en TRE I, 1977, 281.

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dactó en 1215 una confesión de fe, en la que respecto de la eucaristía se dice:

«Y una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie absolutamente se salva y en ella el mismo sacerdote es sacrificio, Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre se contiene verdaderamente en el sacramento del altar bajo las especies de pan y vino, después de tran-sustanciados, por virtud divina, el pan en el cuerpo y el vino en la sangre, a fin de que, para acabar el misterio de la unidad, recibamos nosotros de lo suyo lo que él recibió de lo nuestro. Y este sacramento nadie ciertamente puede realizarlo sino el sacerdote que hubiere sido debidamente ordenado, según las llaves de la Iglesia, que el mismo Jesucristo concedió a los apóstoles y a sus sucesores...» (DS 802; Dz 430).

En contra de las ideas de Juan Wyclif y Juan Hus, el concilio de Constanza defendió en 1415 (DS 1198; Dz 581ss) y en 1418 (DS 1257; Dz 666ss) la doctrina de la concomitancia y, además, en 1418, contra Wyclif, la presencia real (DS 1256; Dz 666).

El concilio de Florencia, en su Decreto para los ar­menios de 1439, destinado a servir de base y fundamento para la unión de las respectivas Iglesias, hizo suya la doctrina de Tomás de Aquino (t 1274) sobre la eucaris­tía. Aparecen aquí claramente los elementos escolásti­cos: materia, forma, transubstanciación, concomitancia. Figura aquí, por vez primera en un documento del ma­gisterio oficial, la formulación de que en la consagración el sacerdote actúa in persona Christi. El texto se apoyaba en la errónea traducción latina de 2Cor 2,10, donde Pablo dice haber perdonado in persona Christi (= en presencia de Cristo). También aquí habló por vez primera un concilio del efecto de la gracia de la eucaris­tía. El texto, ligeramente abreviado, dice así:

«El tercer sacramento es el de la eucaristía, cuya materia es el pan de trigo y el vino de vid, al que antes de la consagración debe añadirse una cantidad muy módica de agua. Ahora bien, el agua se mezcla porque ... se cree que el Señor mismo instituyó este sacramento en vino mezclado de agua; luego, porque así conviene para la represen-

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tación de la pasión del Señor... Ya también, porque conviene para significar el efecto de este sacramento, que es la unión del pueblo cristiano con Cristo. ... La forma de este sacramento son las palabras con que el Salvador consagró este sacramento, pues el sacerdote con­sagra este sacramento hablando en persona de Cristo. Porque en vir­tud de las mismas palabras, se convierten la sustancia del pan en el cuerpo y la sustancia del vino en la sangre de Cristo; de modo, sin embargo, que todo Cristo se contiene bajo la especie de pan y todo bajo la especie de vino. También bajo cualquier parte de la hostia consagrada y del vino consagrado, hecha la separación, está Cristo entero. El efecto que este sacramento obra en el alma del que digna­mente lo recibe, es la unión del hombre con Cristo. Y como por la gracia se incorpora el hombre a Cristo y se une a sus miembros, es consiguiente que por este sacramento se aumente la gracia en los que dignamente lo reciben; y todo el efecto que la comida y la bebida material obran en cuanto a la vida corporal, sustentando, aumentan­do, reparando y deleitando, este sacramento lo obra en cuanto a la vida espiritual. En él, como dice el papa Urbano, recordamos agra­decidos la memoria de nuestro Salvador, somos retraídos de lo malo, confortados en lo bueno, y aprovechamos en el crecimiento de las virtudes y de las gracias» (DS 1320-1322; Dz 698)58.

En este texto se advierte claramente el gran distan-ciamiento que se había producido ya entre la doctrina sacramental y la doctrina del sacrificio de la misa. No es que esta última estuviera ausente en la teología escolás­tica, pero en el decreto de Florencia figura sólo en el contexto de la mezcla de vino con agua (véase el texto latino en DS 1320).

En la doctrina del sacrificio de la misa la escolástica introdujo conceptos que fueron muy fecundos en épocas posteriores. Mantuvo firmemente la idea de la memoria (recuerdo, conmemoración, memorial) y habló, ade­más, de repraesentatio (representación, actualización) del sacrificio de la cruz (así Pedro Lombardo, obispo de París, t 1160)59 y de applicatio passionis Christi ad nos (aplicación a nosotros de la pasión de Cristo), según

58. Tomás de Aquino expone el efecto de la gracia de la eucaristía de una manera aún más radical que el concilio de Florencia en el texto citado: «Efectus proprius eucharistiae est transformatio hominis in Deum» (ln IVSenl., d. 12, q. 2, a. 1). El concilio pasó también por alto el perdón de los pecados, que Tomás enumeraba, de forma destacada, entre los efectos de este sacramento (Exp. super ls 4 in fine; Opuse. 57, c. 24).

59. IV Senl., d. 12, c. 5.

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Tomás de Aquino60. Como en aquel entonces se ignora­ba el significado de los conceptos de «cuerpo» y «san­gre» en el contexto hebreo-arameo de Jesús, se veía en la actualización o representación por separado del cuer­po y de la sangre la actualización de su muerte violenta en cruz y, justamente en ello y por ello, el carácter sacri­ficial de la eucaristía61. Se sentaban así las bases para las posteriores teorías sobre el sacrificio de la misa.

En su teología sacramental, esquemática y a menudo con apariencias de artificiosa, la escolástica conservó perspectivas de la tradición que pudieron desempeñar un importante papel en los posteriores movimientos de renovación. Así ocurrió, en concreto, con la doctrina sobre la eucaristía. Entran en este apartado los concep­tos de sacramentum y de res (véase supra, 4.2.3). El pan y el vino son sólo signo sacramental (sacramentum tan-tum). Es res et sacramentum o efecto sacramental inter­medio, el corpus Christi verum, la verdadera presencia del cuerpo de Cristo. La realidad última y definitiva, la res, tiene dos aspectos, uno señalado por el sacramento y contenido en él, a saber, el mismo Jesucristo, y otro también señalado pero no contenido, es decir, el corpus Christi mysticum o comunidad-comunión de los san­tos62. Se conservaba así, pues, la interconexión entre la eucaristía y la Iglesia, tan importante en la antigüedad63. En la doctrina sobre el signum se mantenía, de forma condensada, la dimensión histórica, pues la eucaristía en cuanto signum rememorativum es el signo de la acción salvífica de Dios en Jesucristo, llevada a cabo de una vez por siempre, en cuanto signum demonstrativum señala la acción salvífica actual de Dios en los hombres y en cuan­to signum prognosticum anticipa la plenitud de la salva­ción en el banquete del reino de Dios64. Existe unani-

60. Post. super Jo 61,6. 61. Tomás de Aquino, S. th. III, q. 79, a. 7; q. 83, a. 1. 62. Ibídem, q. 73, a. 6; q. 80, a. 4. 63. Cf. H. de Lubac, Corpus mysticum. Kirche und Eucharistie im Mittelalter, Einsiedeln

1969. 64. Tomás de Aquino, S. th. III, q. 60, a. 3.

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midad de pareceres entre los investigadores de la histo­ria de la teología acerca de la decadencia de la posterior doctrina escolástica sobre la eucaristía, de la «desorgani­zación de la práctica de la misa» y de la necesidad de una reforma. No debe, sin embargo, achacarse la responsa­bilidad de esta evolución negativa exclusivamente a la teología escolástica, pues en conjunto fue «más abierta» de lo que la escolástica tardía y la neoescolástica parecen querer admitir.

8.4.4. La doctrina reformista sobre la cena

Las teologías de los reformadores sobre la cena se caracterizan por una orientación básica a la palabra de Dios, a la fe y al perdón de los pecados, de modo que pasan a un segundo plano los sacramentos como garan­tía de las promesas divinas (cf. supra 4.2.4)65. Pero en el curso de los ataques a la teología eucarística de la Iglesia católica, los reformadores señalaron algunas enseñanzas concretas, estrechamente vinculadas a la praxis, que, en su opinión, constituían peligrosas desviaciones respecto de la verdadera fe cristiana. Figuraban en este apartado la doctrina de la transustanciación, la teología del sacri­ficio de la misa —que era la que más escándalo les causaba, porque desvalorizaba el acontecimiento sin­gular y único de la cruz y la que más fuerte impulso proporcionaba a la mentalidad religiosa del mérito— y la teoría de la concomitancia.

No existía, en cambio, opinión unánime entre los reformadores respecto del concepto de la cena, de suer­te que surgieron nuevos enfrentamientos en el seno de las Iglesias evangélicas, perpetuados hasta nuestros días, en torno a la comunidad de la cena66.

65. Cf. la síntesis de J. Betz en MS IV/2. 243-247. 66. Para la situación actual de los problemas, cf. bibliografía II; para una primera infor­

mación, por ejemplo, G. Wainwright en EKLI , 1986, 29-82, que incluye también los textos de Lima. Para la exposición, forzosamente muy resumida, de las concepciones de los reformado-

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Para Martín Lutero, los relatos neotestamentarios sobre la cena y el discurso del pan de Jn 6 eran un funda­mento seguro para hacer de la presencia real del cuerpo y de la sangre el centro de sus afirmaciones sobre este sacramento. Entendió siempre las palabras «Esto es...» de los relatos de institución como identificación real. Respecto de la doctrina de la transustanciación, vio en ella una simple opinión privada, que él personalmente rechazaba. Su propia y precavida concepción partía de una permanencia del pan y del vino junto con el cuerpo y la sangre de Jesús (consustanciación). La presencia del cuerpo y la sangre de Cristo glorificado significaba para él también la presencia de la divinidad, de cuya omnipresencia participa también el cuerpo glorioso de Jesús (doctrina de la ubicuidad), que a su vez, y desde Cristo, está unido en el sacramento del altar con el pan y el vino. Del texto literal «tomad y comed» extraía Lu­tero la conclusión de que el sacramento es un suceso limitado: la promesa de la presencia de Jesús sería válida sólo para el usus, esto es, para el tiempo que va desde la pronunciación de las palabras de la institución hasta la consumición. Lutero rechazó la piedad eucarística surgi­da de la costumbre de guardar las hostias consagradas para los enfermos, que originó formas de piedad tales como la devoción al Santísimo Sacramento y las pro­cesiones eucarísticas, porque en la institución no se dice nada acerca de ellas. Respecto del carácter sacrificial de la misa, lo único que admitía era que se trata de un sacrificio de acción de gracias por lo que en ella se con­memoraba.

Huldrych Zuinglio admitió una presencia del Dios Trino en los hombres, pero localizó el cuerpo glorioso de Cristo en el cielo, de donde no puede descender real y esencialmente al pan. Según Jn 6,63 tampoco el alma humana puede nutrirse con la carne de Cristo. Por con-

res sobre la última cena me he basado en la precisa síntesis de J. Betz en MS IV/2,247-251 (con datos sobre las fuentes). Más detallado U. Kühn, Sakramente.

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siguiente, el pan de la cena no es el cuerpo de Cristo sino, al igual que el vino, un signo de recuerdo que sirve de apoyo a la fe («esto es» equivaldría a «esto signi­fica»). Sólo la fe puede producir una presencia in­mediata de Cristo entero en el alma humana. Debe re­chazarse, según Zuinglio, el carácter sacrificial de la mi­sa, porque el sacrificio de Jesús fue singular y único y los hombres sólo pueden darle la respuesta de su recuerdo y su agradecimiento.

Juan Calvino se propuso lanzar un puente de unión entre Lutero y Zuinglio. El sacramento está vinculado a una acción de Dios por el Espíritu Santo y señala, garan­tizándola, esta acción de Dios, de modo que no es mera señal o simple referencia, aunque tampoco un «medio de la gracia». Es cierto que, en virtud de este sacramen­to, se recibe realmente el cuerpo y la sangre de Jesús, pero no bajo la forma de un gustar con la boca. Esta concepción de la presencia real sustancial, en la que Je­sucristo estaría como encerrado bajo elementos perece­deros, era para él algo perverso y suponía una humilla­ción de Cristo. También Calvino sitúa el cuerpo glorioso de Cristo en el cielo; es el Espíritu Santo quien produce la participación con él en la comunión y quien eleva hasta Cristo a quienes le reciben con fe, de suerte que reciben no la carne de Cristo, pero sí la posibilidad de vivir de la sustancia de su carne.

El concilio de Trento (1545-1563) quiso responder a los ataques y los interrogantes de los reformadores e incluyó desde el primer momento a la eucaristía entre las cuestiones más importantes. Pero sobre la base de la teología medieval y tardomedieval no le resultaba posi­ble hablar de la eucaristía con visión unitaria,, de modo que la analizó por partes. El concilio adoptó para sus declaraciones doctrinales una forma literaria invariable y constante. Las doctrinas que son obligatorias para los católicos se condensaban en breves sentencias (cá­nones). Aquí los investigadores deben analizar, caso por caso, si estos cánones formulan un dogma irrefutable o

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expresan sólo una venerable tradición, de suyo reforma­ble, que se quería defender frente a las innovaciones. Los capítulos o exposiciones doctrinales pretendían ex­poner de la forma más exacta y detallada los fundamen­tos en que se apoyan los cánones.

8.4.5. La presencia real

En su sesión xm, del año 1551, el concilio de Trento aprobó un Decreto sobre la eucaristía61. La tarea más dificultosa fue la formulación de los 11 cánones sobre esta materia. Estaban precedidos de 8 capítulos doctri­nales, elaborados en un corto período de tiempo y, aun­que no tienen la misma autoridad doctrinal que los cá­nones, revisten importancia para su correcta interpre­tación. Citamos a continuación, en su tenor literal, estos textos, todavía hoy relevantes para una teología de la eucaristía.

«Capítulo 1. De la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el santísimo sacramento de la eucaristía. Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto sacra­mento de la eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente (canon 1) nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles. Porque no son cosas que repugnen entre sí que el mismo Salvador nuestro esté siempre sentado a la diestra de Dios Padre, según su modo natural de existir, y que en muchos otros lu­gares está para nosotros sacramentalmente presente en su sustancia, por aquel modo de existencia, que si bien apenas podemos expresarla con palabras, por el pensamiento, ilustrado por la fe, podemos alcan­zar ser posible a Dios y debemos constantísimamente creerlo» (pri­mera parte del capítulo: DS 1636; Dz 874).

67. Para la historia: H. Jedin, Geschichte des Konzils von Trient, 3 vois., Friburgo 1951-1970; A. Duval (véase bibliografía I); para la interpretación de la doctrina sobre la eucaristía: K. Rahner, La presencia de Cristo en el sacramento de la cena del Señor, en Escritos IV, 367-396; J. Wohlmuth, Realprdseni und Transsubstantialion im Konzil von Trient, 2 vols., Berna-Francfort 1975.

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Se rechazan aquí las ideas de Zuinglio y de Calvino sobre la presencia de Jesucristo.

El capítulo segundo se refiere a la institución de la eucaristía. Y sigue el capítulo 3:

«Capítulo 3. De la excelencia de la santísima eucaristía sobre los demás sacramentos. Tiene, cierto, la santísima eucaristía de común con los demás sacramentos "ser símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible"; mas se halla en ella algo de excelente y singular, a saber: que los demás sacramentos entonces tienen por vez primera virtud de santificar, cuando se hace uso de ellos; pero en la eucaristía, antes de todo uso, está el autor mismo de la santidad (ca­non 4). Todavía, en efecto, no habían los apóstoles recibido la eucaris­tía de mano del Señor, cuando él, sin embargo, afirmó ser verdadera­mente su cuerpo lo que les ofrecía; y ésta fue siempre la fe de la Iglesia de Dios: que inmediatamente después de la consagración está el ver­dadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera sangre juntamente con su alma y divinidad bajo la apariencia del pan y del vino; cier­tamente el cuerpo bajo la apariencia de pan y la sangre bajo la apariencia de vino en virtud de las palabras; pero el cuerpo mismo bajo la apariencia del vino y la sangre bajo la apariencia del pan y el alma bajo ambas, en virtud de aquella natural conexión y concomitan­cia por la que se unen entre sí las partes de Cristo Señor que resucitó de entre los muertos para no morir más; la divinidad, en fin, a causa de aquella su maravillosa unión hipostática con el alma y con el cuerpo (cánones 1 y 3). Por lo cual es de toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las dos especies que bajo ambas especies. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo la especie del pan y bajo cualquier parte de la misma especie, y todo igualmente está bajo la especie de vino y bajo las partes de ella (canon 3)» (Ds 1639-1641; Dz 876).

Se trata, pues, de un capítulo en el que se expone la doctrina de la concomitancia. El siguiente está dedicado a la transustanciación:

«Capítulo 4. De la transustanciación. Cristo, Redentor nuestro, dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan; de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuación y ahora nuevamente lo declara en este santo concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo, Señor nuestro, y de toda la sus­tancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia católica (canon 2)» (DS 1642; Dz 877).

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En el capítulo 5, dedicado al culto y veneración de este sacramento, se encuentra la notable frase A Do­mino, ut sumatur, institutum, es decir, que fue «institui­do por el Señor para ser recibido» (DS 1643; Dz 878). El capítulo 6 habla del modo de reservar el sacramento; el capítulo 7 trata de la preparación para recibir dignamen­te al Señor y el capítulo 8 del «uso» o «disfrute», en el que se expresa la importante interconexión entre la co­munión sacramental y la espiritual (DS 1648; Dz 881; cf. infra 8.4.9).

Los cánones de mayor trascendencia teológica son los siguientes:

«Canon 1. Si alguien negare que en el santísimo sacramento de la eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesu­cristo y, por ende, Cristo entero; sino que dijere que sólo está en él como en señal y figura o por su eficacia, sea anatema» (DS 1651; Dz 883).

«Canon 2. Si alguien dijere que en el sacrosanto sacramento de la eucaristía permanece la sustancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y negare aquella ma­ravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuer­po y de toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia católica aptísimamen-te llama transustanciación, sea anatema» (DS 1652; Dz 884).

»Canon 3. Si alguno negare que en el venerable sacramento de la eucaristía se contiene Cristo bajo cada una de las especies y bajo cada una de las partes de cualquiera de las especies hecha la separación, sea anatema» (DS 1653; Dz 885).

Hay también declaraciones sobre el tema de la con­comitancia en la doctrina sobre la comunión bajo ambas especies, ultimada por el concilio en su sesión XXI del año 1562 (DS 1731-1734; Dz 934-936).

«Canon 4. Si alguno dijere que, acabada la consagración, no está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacra­mento de la eucaristía, sino sólo en el uso, al ser recibido, pero no antes o después, y que en las hostias o partículas consagradas que sobran o se reservan después de la comunión, no permanece el verda­dero cuerpo del Señor, sea anatema» (DS 1654; Dz 886).

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Con esta sentencia doctrinal se pretendía rechazar la opinión luterana de que, con la comunión recibida en la celebración litúrgica, llegaba a su fin la presencia real.

El canon 5 declara que la eucaristía produce varios efectos y que no es el principal la remisión de los pe­cados.

Los cánones 6 y 7 se refieren a las formas de la piedad eucarística.

«Canon 8. Si alguno dijere que Cristo, ofrecido en la eucaristía, sólo espiritualmente es comido, y no también sacramental y realmen­te, sea anatema» (DS 1658; Dz 890).

El canon 9 establece la exigencia mínima de comul­gar una vez al año, por Pascua; el canon 10 habla de la comunión del sacerdote.

«Canon 11. Si alguno dijere que la sola fe es preparación suficiente para recibir el sacramento de la santísima eucaristía, sea anatema. Y para que tan gran sacramento no sea recibido indignamente y, por ende, para muerte y condenación, el mismo santo concilio establece y declara que aquellos a quienes grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben necesariamente hacer pre­via confesión sacramental, habida facilidad de confesar. Mas si alguno pretendiere enseñar, predicar o pertinazmente afirmar, o también pú­blicamente disputando defender lo contrario, por el mismo hecho que­de excomulgado» (DS 1661; Dz 893).

Este canon debe ser contemplado en el contexto de la doctrina sobre el sacramento de la penitencia (cf. in­fla 9.2).

Basta una atenta lectura para descubrir los numero­sos puntos hermosos y positivos de las declaraciones de los obispos y teólogos del siglo XVI. Por lo demás, tam­bién es cierto que estas afirmaciones conciliares tienen sus limitaciones teológicas y lingüísticas, sobre las que ha llamado la atención la nueva sensibilidad de nuestro siglo68. Estas limitaciones se dejan sentir, en primer lu-

68. Cf. la condensada síntesis de J. Betz en MS IV/2,256-262 (con bibliografía); A. Ger-i, o . c , 173499; J.A. Sayes, Presencia real de Cristo y transubstanciación, Burgos 1974;

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gar, a propósito del tratamiento otorgado a la tradición bíblica y viejotestamentaria, a la que ciertamente se acercaron con el máximo conocimiento y rectitud de que fueron capaces pero que, en comparación con las an­teriores perspectivas, mostraba una gran unilateralidad y estrechez de conceptos (al igual, por lo demás, que las concepciones de los reformistas). Por otro lado, el con­cilio utilizó categorías interpretativas y recursos lingüís­ticos que 400 años más tarde ya no son los adecuados para una comprensión íntima de las verdades de fe ni para el mutuo entendimiento en el trato y relaciones con los demás. También aquí, lo mismo que en otras muchas afirmaciones de fe, urge la tarea de descubrir lo que «propiamente» se quiso decir entonces y de expresarlo de tal modo —incluyendo en las nuevas fórmulas los contenidos de las antiguas tradiciones— que la Iglesia no pierda su identidad.

El núcleo de la declaración de fe sobre la presencia real confiesa la presencia real y verdadera de Jesucristo en la celebración y en el sacramento de la eucaristía. Se incluye aquí también la afirmación cristológica de que el Crucificado vive y de que aquel hombre unido a Dios de tan singular manera permanece en la eternidad. Esta afirmación rechaza toda concepción «meramente» sim­bólica, pero precisamente así insinúa ya el inicio de un proceso histórico de progresivo empobrecimiento: una concepción simbólica puede ser también simbólico-real y expresar, por tanto, una verdadera presencia en el símbolo.

Las declaraciones conciliares sobre la presencia real no se inscriben en el marco de las reflexiones fundamen­tales sobre la presencia de Dios trino en el hombre ni hablan del modo como puede introducirse a los hombres

B.J. Hilberath-Th. Schneider. en DCT I, 380ss. También informa muy bien sobre los moder­nos esquemas mentales a partir de los años 30 de este siglo J. Wohlmuth, Nochmah: Trans-substantiation oder Transsignifikation?, «Zeitschrift für kath. Theologie» 97(1975)430-440; G. Hintzen, Die neuere Diskussion über die eucharistische Wandlung, Berna-Francfort 1976; H.-J. Schulz, «Wandlung" (véase bibliografía VI).

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en el presente de la Trinidad. Entraba aquí también la meditación sobre la actualización de Jesucristo, hombre e Hijo de Dios, mediante el Espíritu Santo. La presencia de su humanidad «sólo» puede ser, también aquí, una presencia pneumática, entendiendo aquí por «pneu­mático» la forma suprema de la plenitud de la corporei­dad humana. Dada la ausencia de reflexiones funda­mentales, el concilio dejaba abierta la puerta a las con­cepciones según las cuales habría que imaginarse al Dios trino en la lejanía de un cielo situado más allá del universo, de modo que era forzoso localizar también a la humanidad de Jesús más allá del mundo; en este senti­do, la función del sacramento sería abrir la posibilidad de convertir en cercanía la lejanía espacial. Pero incluso cuando se evitan las concepciones espaciales, están los teólogos sujetos a la tentación de contraponer el modo de la presencia de Dios en Jesús a otros modos, por ejemplo, cuando, utilizando expresiones comparativas, se afirma que la presencia eucarística significa un au­mento de intensidad y de amplitud respecto de otros modos de presencia69.

También los recientes intentos de interpretación to­pan con fronteras lingüísticas: cuando se dice de la pre­sencia de Jesús en la eucaristía que es una presencia real «somática», es decir, corpórea, todavía no se expresa lo que propiamente debería decirse, a saber, que el soma de Jesús tiene ahora y por toda la eternidad una existen­cia pneumática. La doctrina de la transformación sus­tancial (transustanciación) insinúa, a pesar y por encima de la limitación de los medios de expresión, y dice, in­cluso, que una realidad espiritual se ha cambiado en otra, también espiritual. Por consiguiente, todas las ideas acerca de una presencia real corporal o somática deben entenderse como insertas en el marco de una pre­sencia real pneumática o espiritual-sustancial.

Ni la tradición escolástica ni el concilio de Trento

69. Así, sintetizando, F. Eisenbach, o.c, 446.

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conocían la total plenitud de contenidos de los concep­tos judíos de «carne» y «sangre». Los padres conciliares se limitaron a considerarlos como «partes» del ser hu­mano. Sólo el capítulo 1 (DS 1636; Dz 874) alude a una presencia del hombre Jesucristo, en vez de mencionar la presencia de sus partes constitutivas. Además, la es­cisión entre la doctrina del sacrificio de la misa y esta otra de la presencia real indica que se estaba pensando tan sólo en la presencia de una persona determinada en su estado de plenitud perdurable y para siempre, y no en la presencia de toda su vida, en la totalidad de su histo­ria individual. Todo esto tuvo lamentables consecuen­cias para la concepción de la eucaristía como celebración litúrgica. Al centrarse la atención en la presencia de la persona de Jesús con su divinidad y su humanidad, se fomentó la idea de que el sentido de la eucaristía consis­tía en hacer presente esta divinidad y humanidad, con el propósito de poder adorarla y recibirla en comunión. La plenitud de los contenidos del «recuerdo» se veía, así, disminuida. Por consiguiente, a la veneración tradicio­nal de la eucaristía le faltaba el elemento esencial de toda liturgia: la glorificación de Dios por sus grandes obras.

Forma parte del núcleo de las afirmaciones de fe del concilio de Trento la idea de que el acontecimiento de la eucaristía es causado por Dios y no por los liturgos. Sólo Dios puede dar cumplimiento a la promesa de este sa­cramento, contenida en el «esto es». Los hombres tan sólo alcanzarían a poner signos indicativos, que no se­rían sino meras señales, en las que no estaría presente ninguna realidad. La Iglesia antigua expresó su firme fe en la acción de Dios bajo la forma de epiclesis, de súpli­ca por la intervención transformadora del divino Espí­ritu. El concilio de Trento intentó conservar esta idea cuando habló de un suceso ocurrido a nivel ontológico: sólo Dios puede cambiar una realidad en el nivel del ser. Los hombres sólo pueden modificar su significación me­diante el recurso de acentuar, según sus deseos, uno u

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otro aspecto, pero no pueden llegar al fondo de la reali­dad última y definitiva.

Resulta ciertamente difícil de transmitir este con­tenido en una época en la que se afirma que no es posible una reflexión sobre el ser o sobre la esencia. El lenguaje de la filosofía natural, que recurre a concep­tos tales como «sustancia» y «accidentes» es, hoy día, ininteligible. Hay que apresurarse a decir, por supues­to, que los católicos no están obligados a admitir como dogma ni este lenguaje de la filosofía natural ni el concepto de «transustanciación». Lo único que el con­cilio de Trento afirmaba es que este concepto es muy adecuado para expresar la transformación interna, es­piritual, de los dones. Queda, así, abierta la puerta para la búsqueda de conceptos mejores.

Los intentos por una nueva formulación del dogma de la presencia real introdujeron en la discusión las categorías del encuentro personal y de una ontología relacional70. Se inserta en este contexto la observación de que la «esencia» de un producto cultual —y el pan y el vino son productos cultuales— puede cambiar real­mente según el destino que se le dé. O, con palabras de Bernhard Welte: es la referencia de las cosas al hombre la que determina esencialmente el ser del en­te71. La modificación del ser o de la esencia a que alude el concilio de Trento sería, por consiguiente, modificación del objetivo o de la significación72. En la encíclica Mysterium fidei, de 1965, se creyó Pablo vi en la obligación de insistir en que «después de la trans­formación esencial las especies del pan y del vino tienen evidentemente una nueva significación y una finalidad nueva, porque han dejado de ser comida y bebida ordinarias para pasar a ser signos de una reali­dad nueva, de un alimento espiritual; reciben una

70. Cf., para la primera de ellas, las indicaciones de J. Betz, o . c , 260, a propósito de Piet Schoonenberg, y, para la segunda, A. Gerken, o . c , 199-210.

71. Cf. J. Betz, o . c , 259. 72. En las nuevas formulaciones: transfinalización o respectivamente transignificación.

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nueva significación y un nuevo objetivo precisamente porque contienen una nueva "realidad" que podemos, con razón, llamar ontológica». Por el contexto se ad­vierte que Pablo vi intentaba prevenir frente a la idea de querer contentarse con una reinterpretación subje­tiva o con un simple cambio de función. Debe tenerse muy en cuenta esta amonestación cuando se piensa que no ha de atribuirse el nuevo significado a la subje­tividad humana, sino a la intervención de Dios: «Los dones del pan y del vino son colocados, por el mismo Jesucristo, crucificado y exaltado, y en virtud de su santo Espíritu, en una relación completamente nueva para con nosotros, reciben una nueva significación, alcanzan una nueva función de signo que no es funda­mentada ni causada (!) por nosotros, sino por él y que nosotros conocemos y aceptamos en la fe. Al entrar así al servicio divino pierden los dones su anterior autorreferencia y experimentan un cambio de signi­ficación definitivo, que entraña, ya en sí mismo, un cambio de la "cosa" misma»73.

8.4.6. El sacrificio de la misa

En la sesión XXII, del año 1562, puso el concilio de Trento punto final a su «doctrina acerca del santísimo sacrificio de la misa». Consta de 8 capítulos y 9 cá­nones. Citamos a continuación, en su tenor literal, los que revisten mayor importancia teológica.

«Capítulo 1. De la institución del sacrosanto sacrificio de la mi­sa. Como quiera que en el primer Testamento, según testimonio del apóstol Pablo, a causa de la impotencia del sacerdocio levítico no se daba la consumación, fue necesario, por disponerlo así Dios, Padre de las misericordias, que surgiera otro sacerdote según el orden de Melquisedec (Gen 14,18; Sal 109,4; Heb 7,11), nuestro Señor Jesu-

73. B.J. Hilberath-Th. Schneider, en DCF I, 1989, 380ss (véase nota 9). Respecto de una nueva formulación de la presencia real en la reciente visión evangélica: U. Kühn. Soleramente, 278-286.

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cristo, que pudiera consumar y llevar a perfección a todos los que habían de ser santificados (Heb 10,14). Así, pues, el Señor y Dios nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz, con la interposición de la muerte, a fin de realizar para ellos la eterna redención; como, sin embargo, no había de extinguirse su sacerdocio por la muerte (Heb 7,24 y 27), en la última cena, la noche que era entregado, para dejar a su esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres (canon 1), por el que se representara aquel suyo san­griento que había una sola vez de consumarse en la cruz, y su me­moria permaneciera hasta el fin de los siglos (ICor ll,23ss), y su eficacia saludable se aplicara para la remisión de los pecados que diariamente cometemos, declarándose a sí mismo constituido para siempre sacerdote según el orden de Melquisedec (Sal 109,4), ofre­ció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino y bajo los símbolos de esas mismas cosas, los entregó, para que los tomaran, a sus apóstoles, a quienes entonces constituía sacer­dotes del Nuevo Testamento, y a ellos y a sus sucesores en el sacer­docio, les mandó con estas palabras: Haced esto en memoria mía, etc. (Le 22,19; ICor 11,24) que los ofrecieran. Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia (canon 2). Porque celebrada la antigua Pascua, que la muchedumbre de los hijos de Israel inmolaba en memoria de la salida de Egipto (Ex 12,lss), instituyó una Pascua nueva, que era él mismo, que había de ser inmolado por la Iglesia por ministerio de los sacerdotes bajo signos visibles, en memoria de su tránsito de este mundo al Padre, cuando nos redimió por el derra­mamiento de su sangre, y nos arrancó del poder de las tinieblas y nos trasladó a su reino (Col 1,13).

»Y ésta es ciertamente aquella oblación pura, que no puede mancharse por indignidad o malicia alguna de los oferentes, que el Señor predijo por Malaquías (Mal 1,11) había de ofrecerse en todo lugar, pura, a su nombre, que había de ser grande entre las nacio­nes, y a la que no oscuramente alude el apóstol Pablo escribiendo a los corintios, cuando dice que no es posible que aquellos que están manchados por la participación de la mesa de los demonios entren a la parte en la mesa del Señor (ICor 10,21), entendiendo en ambos pasos por mesa el altar. Ésta es, en fin, aquella que estaba figurada por las varias semejanzas de los sacrificios, en el tiempo de la na­turaleza y de la Ley (Gen 4,4; 8,20; 12,8; 22; Éx passim), pues abraza los bienes todos por aquellos significados, como la consu­mación y perfección de todos.

«Capítulo 2. El sacrificio visible es propiciatorio por los vivos y por los difuntos. Y porque en este divino sacrificio, que en la misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció él mismo cruentamente en el altar de la cruz (Heb 9,27); enseña el santo concilio que este sacrificio es

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verdaderamente propiciatorio (canon 3), y que por él se cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia, contritos y penitentes nos acercamos a Dios, conseguimos miseri­cordia y hallamos gracia en el auxilio oportuno (Heb 4,16). Pues aplacado el Señor por la oblación de este sacrificio, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados, por grandes que sean. Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse. Los frutos de esta oblación suya (de la cruenta, decimos) ubérrimamente se perciben por medio de esta incruenta: tan lejos está que a aquélla se menoscabe por ésta en manera alguna (canon 4). Por eso, no sólo se ofrece legítimamente, conforme a la tradición de los apóstoles, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente (canon 3)» (DS 1739-1743; Dz 938-940).

Los capítulos siguientes se refieren a cuestiones li­túrgicas y prácticas: las misas en honor de los santos (cap. 3), el canon de la misa (cap. 4), las ceremonias solemnes del sacrificio de la misa (cap. 5), las misas en que sólo comulga el sacerdote (cap. 6), la mezcla del vino con agua (cap. 7) y, finalmente, la celebración de la misa en lengua vulgar y la explicación de sus miste­rios al pueblo.

Los primeros cuatro cánones se oponen a las afir­maciones doctrinales de los reformadores:

«Canon 1. Si alguno dijere que en el sacrificio de la misa no se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio, o que el ofrecerlo no es otra cosa que dársenos a comer Cristo, sea anatema.

»Canon 2. Si alguno dijere que con las palabras: Haced esto en memoria mía (Le 22,19; ICor 11,24), Cristo no instituyó sacerdotes a sus apóstoles, o que no les ordenó que ellos y los otros sacerdotes ofrecieran su cuerpo y su sangre, sea anatema.

»Canon 3. Si alguno dijere que el sacrificio de la misa sólo es de alabanza y de acción de gracias, o mera conmemoración del sacri­ficio cumplido en la cruz, pero no propiciatorio; o que sólo aprove­cha al que lo recibe; y que no debe ser ofrecido por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades, sea anatema.

»Canon 4. Si alguno dijere que por el sacrificio de la misa se

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infiere una blasfemia al santísimo sacrificio de Cristo cumplido en la cruz, o que éste sufre menoscabo por aquél, sea anatema» (DS 1751-1754; Dz 948-951).

Los cinco cánones restantes defienden las ceremo­nias y las prácticas litúrgicas antes mencionadas.

Con su doctrina sobre el sacrificio de la misa, el concilio arrojaba la deseada luz sobre algunas cues­tiones y eliminaba ciertos aspectos escandalosos de las concepciones tardomedievales. Acentuó la unidad del sacrificio de la cruz y el de la misa, una unidad que quedaba garantizada en virtud de la identidad del sa­cerdote sacrificante y del don del sacrificio y ponía en claro que el sacrificio de la misa es, a la vez, conme­moración, actualización y aplicación del sacrificio de la cruz, esto es, que no se trata de una repetición de la acción única y singular realizada en un momento del pasado por Jesús, ni tampoco de un nuevo sacrificio llevado a cabo por Jesús, tal como se había venido enseñando repetidas veces en el curso de la historia. La afirmación de que la misa es en sí misma un sacri­ficio verdadero y propio tuvo forzosamente que pa-recerles escandalosa a los reformadores, sobre todo en su formulación posterior, según la cual es sacrificio propiciatorio por los vivos y los difuntos. La obvia utilización del término «sacrificio» para designar la muerte en cruz de Jesús y la comparación con la piedad sacrificial judía —una comparación que consi­dera, con excesiva precipitación, abolido el Antiguo Testamento— no les parecieron a los reformadores cuestiones tan problemáticas como de suyo son. En cambio, la concepción bíblica historizante de la refor­ma no podía aceptar la idea de que con el encargo de repetirlo en su memoria dado por Jesús en la sala de la última cena se ponían los cimientos del sacerdocio mi­nisterial eclesial de los apóstoles y «de sus sucesores en el sacerdocio». Al prescindir, en aras de la reque­rida brevedad, del desarrollo de las ideas desde el con-

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cilio de Trento hasta nuestros días74 y pasar direc­tamente al análisis de la situación actual de la refle­xión teológica se advierten ya importantes puntos de partida para nuevas formulaciones y se detecta una gran aproximación ecuménica, aunque también la persisten­cia de graves problemas.

Expresiones tales como el «sacrificio de la cruz» o «acto sacrificial» de Jesús en el Gólgota y otras pareci­das fueron consideradas demasiado técnicas, demasiado restringidas a sólo la pasión y muerte, demasiado inade­cuadas respecto del modo de hablar empleado por el mismo Jesús. Algunos teólogos, como Theodor Schnei-der, prefieren expresiones más dinámicas, que engloben todo el curso y movimiento de la vida de Jesús, como por ejemplo «ofrenda de la vida», «autoentrega» o «autorrenuncia» de Jesús75. En cualquier caso, se tiene más clara conciencia de que la terminología utilizada en este tema ejerce una influencia determinante sobre la imagen o concepto de Dios, o, respectivamente, que tiene su origen en una determinada concepción de la divinidad. Allí donde predomina una fuerte conciencia cristológica, que no quiere ver entre Dios Padre y Jesús una disensión dramática76, puede entenderse el destino de la vida, pasión y muerte de Jesús en primer término como expresión del amor de Dios y la muerte de Jesús como autoentrega a Dios77. Puede considerarse como cuestión secundaria el hecho de que ya en el Nuevo Testamento se recurra a conceptos como sacrificio y ex-

74. Para esta evolución, y en especial para las llamadas teorías del sacrificio de la misa, cf. J. Betz en MS IV/2, 254-256 (con bibliografía); para las nuevas orientaciones del siglo XX, ibídem, 256-262 (con bibliografía). Ofrecen un claro ejemplo de las grandes dificultades que tuvo que vencer la nueva concepción —también en las materias relacionadas con la distri­bución de los «frutos del sacrificio de la misa», los estipendios de las misas, la concelebración, etc. y las limitaciones con que tropezaba— K. Rahner-A. Haussling, Die vielen Messen und das eine Opfer, Friburgo 1966.

75. Cf. B.J. Hilberath-Th. Schneider en DCT II, 1989 (art. Sacrificio), apoyándose en la teología de los sacramentos de Th. Schneider.

76. Como ocurre en la teodramática de J. Moltmann y H.U. von Balthasar; cf. una síntesis, con bibliografía, en H. Vorgrimler, Doctrina teológica de Dios, Herder, Barcelona 1987. 188-199.

77. B.J. Hilberath-Th. Schneider, art.c. Cf. también 2Cor 5,19: «¡es Dios quien recon­cilia!»

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piación para expresar la disposición de Jesús a tomar sobre sí las consecuencias que de la maldad humana se le derivaban a su misión y de entregarse voluntariamente a una muerte violenta. Fuera como fuere, está en pleno apogeo la discusión en torno a los conceptos de expia­ción y de representación78.

Puede entenderse el destino total de la vida y muerte de Jesús como un doble movimiento y, por ello —y sin concepciones rituales— como liturgia, esto es, como un movimiento que va desde Dios a los hombres y desde el hombre Jesús a su Padre. Cuando para describir este segundo movimiento se recurre a una terminología sa­crificial, como en la carta de los Hebreos, se abandona la concepción cultual técnica del sacrificio habitual en la historia general de las religiones. El don del sacrificio, que se identifica con el sacerdote sacrificante Jesús, tiene aquí carácter personal.

El concilio de Trento aplica a la celebración eucarís-tica de la Iglesia la denominación de «sacrificio» y ello bajo una doble perspectiva: en primer lugar, bajo el punto de vista de su conexión intimísima con el «sacri­ficio de la cruz» de Jesucristo y, en segundo lugar, en relación a la actividad de la Iglesia misma.

1. La aclaración intentada en el concilio de Trento, en la que se prescindió, a ciencia y conciencia, de los conceptos de «renovación» o «repetición» del sacrificio de la cruz y otros similares y se entendió la eucaristía como actualización, conmemoración o recuerdo y apli­cación del sacrificio de la cruz, en nada menoscababa la singularidad del acontecimiento de la cruz (Heb 8 y 9). La nueva orientación teológica del siglo xx ha ayudado a comprender mejor cómo un hecho singular del pasado puede hacerse realmente actual y presente, sin que se

78. Cf. supra 8.2.1 para los relatos neotestamentarios de la cena. Respecto de una teología de la expiación en el círculo de H.U. von Balthasar. cf. N. Hoffmann, Sühne. Zur Theologie der Stellvertreíung, Einsiedeln 1981; ídem, Kreuz und Trinitaí. Zur Theologie der Sühne, Einsiedeln 1982. donde aparece una espantosa descripción de Dios. Cf. la reseña de R. Schwater en «Zeitschrift für kath. Theologie» 105(1983)341s.

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repita. Actualización79 y recuerdo o conmemoración (memoria, anamnesis)80 coinciden aquí en lo referente a su contenido esencial, hasta el punto de que basta uno de los dos conceptos para expresar lo que se quiere de­cir. En consecuencia, el carácter sacrificial de la eucaris­tía puede describirse, en este primer punto de vista, co­mo «anamnesis que produce la realidad de la entrega de la vida de Jesucristo»81. La afirmación de que puede otorgarse o aplicarse a los hombres el acontecimiento de la cruz sucedido una sola vez en el pasado y que de hecho esto es lo que ocurre en la eucaristía —una afir­mación que no debe entenderse, por supuesto, en el sentido de «sólo en la eucaristía» —, es aceptada donde­quiera se admita que los sacramentos llevan a los hom­bres a la presencia de Dios y les abren a su gracia. El sujeto de esta actualización y aplicación es, naturalmen­te, Jesucristo mismo, por el Espíritu Santo.

2. ¿Hasta qué punto es la celebración eucarística también sacrificio propio y verdadero de la Iglesia? Esta pregunta conduce al centro mismo de la teología de la gracia y de las discusiones ecuménicas que se han pro­ducido sobre este tema. Los reformadores extremaron su preocupación para que la idea de un sacrificio de la Iglesia, y más en especial de un sacrificio expiatorio por los vivos y los difuntos ofrecido por el sacerdote, no menoscabara lo más mínimo la singular y excepcional significación del sacrificio de la cruz de Jesús para la justificación de los pecadores, ya que es éste el único y verdadero sacrificio de expiación, cuyo «fruto» se otorga en el sacramento82. De ahí que en la celebración de la misa sólo quisieran ver, en el mejor de los casos, un sacrificio de alabanza y de acción de gracias, pero caren­te de todo poder de justificación. Por parte católica na-

79. Cf. H. Hofmann, Reprasentation. Studien zur Wort- und Begriffsgeschichte von der Antike bis ins 19. Jahrhundert, Berlín 1974.

80. Cf. supra 4.2.6: los resultados de la fructífera discusión sobre la teología de los miste­rios de O. Casel y la coincidencia del recuerdo o memorial hebreo con el símbolo real.

81. B.J. Hilberath-Th. Schneider, en DCT II, art.c. 82. U. Kühn, Sakrameme, 286-289.

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die puede discutir hoy que la justificación viene sólo y exclusivamente de Dios y que ningún acto eclesial puede tener la pretensión de justificar a los pecadores. De igual modo, nadie, en el lado católico, puede afirmar que los hombres tengan la facultad o la capacidad de presentar ante Dios, antes de ser justificados, méritos autónomos ni ofrendas propias, con la esperanza de conseguir así la gracia y la reconciliación. La pregunta básica que en esta discusión83 plantean los católicos es más bien la siguiente: la gracia justificante de Dios, ¿causa en el hombre tan sólo la actitud de un mero re­cibir pasivo y agradecido, o le capacita para una activi­dad personal, si bien total y enteramente posibilitada y sostenida por el mismo Dios? La respuesta católica ad­mite esta capacidad de actuar. Así, del mismo modo que toda oración es posibilitada y sostenida por el Espíritu de Dios, así también la súplica de la Iglesia por los vivos y los difuntos es posibilitada y sostenida por Dios y jus­tamente así es oración que la Iglesia presenta como suya ante Dios. Cuando hablamos de «correalización» nos estamos refiriendo a una correalización posterior, no si­multánea. Respecto de la temática del sacrificio, esta posibilidad de acción se describe como un ser admitido a participar en el acto existencial de Jesucristo (en su «autoentrega por amor»)84. La «ofrenda» de este sacri­ficio de la Iglesia, posibilitada y sostenida por Dios, no sería una acción o un mérito «añadido» al de Jesús, ni desde luego una ofrenda cosificada. Tampoco se trataría tan sólo de una acción de gracias, sino de la «aceptación e inclusión, posibilitadas por él y a él suplicadas, de la persona de cada individuo y de toda la comunidad cele-

83. Cf. Das Opfer Jesu Chrisli und seine Gegenwarí in der Kirche, ed. por K. Lehmann-E. Schlink.Friburgo-Gotinga 1983; Okumenische Perspektiven von Taufe, Eucharistieund Amí, ed. por M. Thurian, Paderborn-Francfort 1983 (para la eucaristía, cf. especialmente las apor­taciones de M. Thurian. 110-123, y de J.-M.R. Tillard. 124-137); Dokumente wachsender Überinstimmung. Samtliche Berichte und KonsenstexK interkonfessioneller Gesprache auf Wellebene 1931-1982, ed. por H. Meyer-H.J. Urban-L. Vischer, Paderborn-Francfort 1983; St. N. Bosshard, Zur Bedeutung der Anamneselehre für ein ókumenisches Eucharistieverstand-nis, «Zeitschrift für kath. Theologie« 108(1986)155-163 (con bibliografía).

84. B.H. Hilberath-Th. Schneider, art.c.

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brante en la entrega — glorificadora de Dios y salvadora del mundo— de Jesús al Padre, la participación en su Pascua, en la que se fundamenta la nueva alianza»85.

Ulrich Kühn opina que también los evangélicos po­drían admitir esta teología del sacrificio: «Parece, pues, adecuada la sustitución del conecpto "cultual técnico" del sacrificio por el de la entrega personal a Dios y a los hombres, tal como ha sido llevada a cabo por la actual teología católica. Esta entrega (en el doble sentido) que abarca, además de la muerte, la vida toda entera, es la suma y síntesis del reino de Dios manifestado en Jesús. En la cena, nos concede Jesús una participación eficaz en su entrega y en la totalidad de su vida. Así, pues, los que celebran la cena quedan incluidos en la entrega total a Dios (factor cultual) y en su entrega a los hombres (desbordamiento de lo cultual). Aquí es donde debe verse el legítimo sentido de la doctrina católica del "sa­crificio conjunto de la Iglesia con Cristo"»86.

Esta posibilidad, abierta por el Espíritu de Dios, de que los hombres caminen a una con Jesús y en la direc­ción de su vida y muerte, no acontece por supuesto sólo en la liturgia. Pero es que, además, tampoco la liturgia gira en primer término en torno a la Iglesia. Hans Urs von Balthasar ha acuñado una aguda fórmula para lla­mar la atención sobre su exacto significado: Jesús no ha muerto por la Iglesia sino por el mundo, de ahí que en las celebraciones eucarísticas la Iglesia no suplique en primer término por sí misma, sino por los distantes y

85. H.B. Meyer. en «Zeitschrift für kath. Theologie» 108(1986)172. H.U. von Balthasar se ha pronunciado en varios artículos sobre el sacrificio de la Iglesia en contra de esta idea de una inclusión de la Iglesia en la autoentrega de Jesucristo como elemento característico del sacri­ficio de la Iglesia. Según él. este elemento característico consistiría más bien en aceptar el abandono de Cristo en el suceso de la cruz. Aquí es donde el sí de María alcanzaría una significación vicaria; este sí buscaría no la justificación personal ni, por tanto, un sacrificio redentor autónomo, sino que sería un sí a que el «amado» sobre todas las cosas (Jesús) tomara sobre sí, y en lugar de la humanidad, el sacrificio que es a un mismo tiempo expresión del amor y de la cólera de Dios, Lo esencial, en el sacrificio de la Iglesia, consistiría por consi­guiente en poner en práctica esta actitud mariana de renuncia suprema. Cf. la exposición de esta teoría, que no cuenta con puntos de apoyo en la revelación bíblica, en G. Bátzing, Die Eucharistie ais Opfer der Kirche nach Hans Urs von Balthasar, Einsiedeln 1986.

86. U. Kühn, en TRE I, 1977, 201.

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por los difuntos87. Si a esta solidaridad se la puede lla­mar «expiación», porque se trata de la intención de la reconciliación y el perdón, entonces el «sacrificio de ex­piación» radicaría en la correalización —en un momento posterior— de la intercesión de Jesús en favor del mun­do y de los alejados de Dios.

8.4.7. Eucaristía y sacerdocio ministerial

De lo dicho hasta ahora acerca de la teología de los sacramentos en general y sobre la eucaristía en parti­cular se desprende que quien actúa primariamente en un sacramento es Jesucristo, mediante el Espíritu Santo de Dios. Respecto del carácter sacrificial de la eucaristía, este aspecto fue destacado por el concilio de Trento cuando afirmó que en toda celebración eucarística es él el auténtico sacerdote del sacrificio. A la Iglesia se la puede llamar sujeto absolutamente secundario de la ce­lebración eucarística en el sentido antes indicado, de­rivado e instrumentado. Así lo expresa el concilio de Trento, cuando al referirse al sacrificio dijo que Cristo «instituyó una Pascua nueva, que era él mismo, que ha­bía de ser inmolado por la Iglesia por ministerio de los sacerdotes bajo signos visibles» (Dz 938).

De todas formas, esta descripción de la participación humana se mantiene todavía en niveles muy abstractos: ¿dónde y cómo se da «la Iglesia»? A juzgar por los dos componentes básicos del canon eucarístico —a saber, el recuerdo de alabanza y glorificación de Dios y la súplica por la intervención del Espíritu—, son unos concretos sujetos humanos quienes realizan estos actos de recuer­do y oración. Por consiguiente, el sujeto secundario de esta celebración sería la comunidad concreta reunida para la celebración eucarística. Ésta es también la con-

87. H.U. von Balthasar, Das eucharistische Opfer, «Internationale kath. Zeitschrift» 14(1985)193-195, aquí 195.

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cepción de la Iglesia católica, pero hay que añadir algo: debe garantizarse que cada comunidad concreta se sepa inserta en la tradición de fe que se remonta a los apósto­les como testigos de vista y oído de Jesús y que se halle en comunión con todas las restantes comunidades que viven en esta misma tradición. Según el modo de ver católico, esta tarea de una doble vinculación en la unidad de la fe sólo se cumple cuando no se limita a la buena voluntad en la interioridad de cada uno de los miembros de la comunidad, sino que cuenta, además, con la seguridad de una garantía institucional. Según la fe católica, la institución que garantiza esta conexión y, con ella, la identidad de la Iglesia a lo largo de su histo­ria, es el colegio de los obispos, en cuanto sucesores del «colegio» de los apóstoles.

Por lo que hace a la eucaristía, esta concepción de la fe puede detectarse lo más tarde ya a finales del siglo i o principios del II, en un primer momento sin los concep­tos de «sacrificio» y «sacerdocio». El primer testimonio se remonta a Ignacio de Antioquía (t no después del 117): «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de ancianos como a los apóstoles; en cuanto a los diáconos, reverenciadlos como al mandamiento de Dios. Que nadie, sin contar con el obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. Sólo aquella eucaristía ha de tenerse por válida que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización. Dondequiera apareciere el obispo, allí esté la muchedumbre, al modo que don­dequiera estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia univer­sal. Sin contar con el obispo, no es lícito ni bautizar ni celebrar la eucaristía; sino más bien, aquello que él aprobare, esto es también lo agradable a Dios, a fin de que cuanto hagáis sea seguro y válido»88.

Este concepto que Ignacio tiene del obispo no impli­ca en modo alguno una minusvaloración de los cristianos

88. Smyrn. 8. Más datos en esta dirección en J. Martin. Der priesterliche Dienst III. Die Genese des Amípriestertums, Friburgo 1972. 89.

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«ordinarios» ni de su dignidad litúrgica. De hecho, Ig­nacio los llama «compañeros de camino, portadores de Dios, portadores de un templo y portadores de Cristo, portadores de santidad»89. Las afirmaciones relativas al obispo se hallan totalmente al servicio de la unidad de la Iglesia90. Se trazaba así de antemano la línea de una determinada evolución. Pero respecto al obispo así en­tendido, eran todavía muchas las cosas que dependían de sus cualidades subjetivas, debido a que aún no estaba «objetivamente» asegurado el ministerio episcopal.

La evolución de los siglos n y ni tenía la finalidad de conseguir esta seguridad, en primer lugar mediante la exigencia de que el obispo se hallara inscrito en la su­cesión apostólica —es decir, mediante la garantía de su inserción en una línea tradicional que se suponía remon­tarse históricamente hasta los apóstoles— y, en segundo lugar, mediante la confianza depositada en la gracia del ministerio, otorgada mediante la ordenación. Ambas concepciones se encuentran expresamente testificadas por vez primera en Ireneo de Lyón (t hacia el 202)91.

Según la normativa eclesiástica testificada por Hi­pólito de Roma, que refleja las opiniones romanas de comienzos del siglo III, la ordenación del obispo confiere tanto el «espíritu de dirección» (pneuma hegemonikon) como la plenitud de la potestad sacerdotal; con estas ideas se vuelve expresamente al Antiguo Testamento92. Como consecuencia de la clara y profunda división de los fieles en las categorías de clero y laicos, surgió la concepción de que los ordenados estaban capacitados para realizar acciones que no podían ejecutar quienes no habían recibido la ordenación. Cuando se hablaba de ordenados/consagrados, se pensaba siempre, en primera

89. Eph. 9,2. Cf. J. Martin, o . c , 93. 90. J. Martin, o . c , 94. 91. Ibídem, 95-98, con documentación. Prescindimos aquí de las cartas pastorales, dadas

las dificultades que presenta su fijación cronológica. Cf. 11.2.1. 92. Ibídem, 98-103; para Hipólito, la jefatura y el sacerdocio, pertenecientes respecti­

vamente a las tribus de Judá y de Leví, confluyen en Jesucristo y, de él, pasan a los apóstoles y a los obispos.

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línea, en los obispos, considerados como «sumos sacer­dotes», tal como puede verse en los teólogos norteafri-canos del siglo n Tertuliano y Cipriano de Cartago. En Ignacio se advierte ya que el obispo está rodeado de un colegio de titulares de segundo rango, en cuyos miem­bros puede delegar determinadas tareas y facultades, según lo pidan las necesidades prácticas. En fechas tem­pranas (como testifica Ignacio) recibieron el nombre de «presbíteros», pero según el ordenamiento eclesiástico de Hipólito tanto ellos como el obispo son consagrados para el sacerdotium y rigen el pueblo de Dios. A media­dos del siglo III se les llamaba ya claramente sacerdotes. A ellos, obispos y sacerdotes, les está inequívocamente reservada la presentación y ofrecimiento del «sacri­ficio»93. Su acción no fue en modo alguno entendida como una especie de competencia o de complemento del sacrificio de la cruz, sino que se trata más bien de una actividad referida siempre a la cena de Jesús, que pre­tendía, a ciencia y conciencia, «imitar» a Jesucristo94. Pero esta imitación dependía de la potestad transmitida por la ordenación. En este sentido, el primer concilio ecuménico, el de Nicea, del año 325 habla (canon 18) de la potestad de ofrecer el sacrificio (en griego: exousia y prospherein; en latín: potes tas offerendi). Las controver­sias bautismales con los herejes y los donatistas hicieron recordar muy pronto —frente a quienes concebían la potestad como un poder autónomo— que se trata de facultades de segundo rango, ordenadas a un servicio, y que quien verdadera y propiamente actúa en los sacra­mentos es, siempre, Jesucristo.

En la teología escolástica se produjo un notable des­lizamiento: el centro de todas las reflexiones respecto de las «facultades» o «potestades» acerca de la eucaristía no

93. Con absoluta claridad en Cipriano. La «ofrenda de los dones» a cargo de los presbíte­ros-obispos en los años noventa del siglo I, según la primera carta de Clemente (44,4), no es un testimonio tan claro. Cf. también la recopilación de textos de A. Cunningham, The bishop irt íhe Church, Wilmington 1985.

94. J.D. Laurance, The eucharist as íhe imitation of Chrisí, «Theological Studies» 47(1986)286-296 (con citas patrísticas sobre el tema sacerdote/obispo y sacrificio).

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estaba ocupado ya por el obispo, sino por el sacerdote. De hecho, hacía ya varios siglos que eran los sacerdotes, y no los obispos, quienes celebraban ante los fieles la ceremonia de la eucaristía. La ocasión concreta que mo­vió a los teólogos, y más tarde también a los concilios, a insistir en la potestad de los sacerdotes fue el ataque desencadenado por los cataros y los valdenses contra el clero de aquella época. La crítica a la miserable situa­ción de los sacerdotes reavivó la polémica de si un minis­tro indigno puede administrar válidamente un sacra­mento. La respuesta negativa implicaba el rechazo del sacerdocio en sí y, entre los cataros del siglo xn, el re­chazo de la transformación eucarística95. La réplica teológica no consistió tan sólo en acentuar una potestad que garantiza, con independencia de la dignidad del mi­nistro, la realización válida del sacramento y en fijar las condiciones —como, por ejemplo, la exacta pronuncia­ción de las palabras consagratorias— para la seguridad del acontecimiento. Incluso bajo esta concepción estre­cha se supo y se defendió siempre que es Jesucristo quien realiza la transformación de la eucaristía. Se citó a menudo una sentencia atribuida a Agustín, según la cual la transformación no ocurre en virtud de los méritos del consagrante, sino mediante la palabra del Creador y el poder del Espíritu Santo96.

Cuando, en este contexto, la teología escolástica (basándose en la errónea traducción latina de 2Cor 2,10), afirmaba que el sacerdote actúa en la liturgia in persona Christi, y cuando entendía el carácter indele­ble (character indelebilis) de la ordenación sacerdotal como asimilación a Jesucristo y capacitación para el cul­to, perseguía la misma intención: la calificación otor­gada al sacerdote por la ordenación lo une a Cristo de tal modo que es éste, y no el sacerdote, el sujeto primario

95. K.J. Becker, Der priesterliche Dienst II. Wesen und Vollmachten des Priestertums nach dem Lehramt, Friburgo 1970, 18-43.

96. Ibídem, 23 (con documentación).

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de la liturgia eucarística97. El sacerdote no tiene la facul­tad de inducir a Cristo resucitado a realizar siempre nuevos actos: lleva a cabo, nuevamente, in persona Christi, la actualización de lo que la teología del sacri­ficio llama el único acto sacrificial de Cristo.

En la concepción de la teología escolástica el sacer­dote tiene, en virtud de esta «cuasiidentidad»98 con Je­sucristo, un puesto en la celebración eucarística que le diferencia radicalmente de los restantes asistentes. Además, y en virtud de la ordenación y del grupo de personas que le ha sido encomendadas, es representante de la comunidad. Fue Tomás de Aquino el primero que afirmó que el sacerdote actúa in persona Ecclesiae, puesto que el culto, en cuanto confesión de fe y oración, es un acto humano99.

Aunque propiamente hablando esta concepción ca­tólica no sitúa al sacerdote en una especie de posición intermedia entre Dios y los hombres —cosa imposible según el Nuevo Testamento— sí lo ve como el represen­tante del mediador y sacerdote único, Jesucristo, v de su comunidad, esto es, como representante del totus Chris-tus. De aquí se deriva, respecto de cada una de las con­cretas celebraciones litúrgicas, un cambio de papel o función muy difícilmente imaginable y no exenta de ciertos involuntarios rasgos propios de una represen­tación escénica: «Aquí el sacerdote es representante del cuerpo, en cuanto que representa a la cabeza y expresa, en su acción litúrgica, la compleja relación entre Cristo y su Iglesia, pues, bien actúa en la persona del Señor de la comunidad, bien se dirige al Señor en nombre de la comunidad y luego, de nuevo en el papel del Señor que une a su cuerpo consigo, presenta la oración y el sacri­ficio de todo el cuerpo místico»100.

97. Sobre este punto, cf. P.J. Cordes, Sendung zum Dienst, Francfort 1972; F. Eisenbach (véase bibliografía I), 405-441.

98. P.J. Cordes, o . c , 185. 99. F. Eisenbach, o . c , 421, nota 286 (con bibliografía). Sería, por tanto, igual que «en

nombre de la Iglesia». 100. Ibídem, 440.

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Toda prolongación o profundización teológica del estado actual de nuestros conocimientos sobre las re­laciones entre la eucaristía y el sacerdocio ministerial debe tener en cuenta y respetar esta constatación histó­rica: que el sujeto primero y principal de la celebración eucarística es Jesucristo en el Espíritu Santo; que existe legítimamente un servicio que le «representa» (no que le sustituye); que este servicio es parte de aquel ministerio de la Iglesia que, a su vez, está, en su totalidad, al servi­cio de la unidad de la fe; que tal servicio no está expues­to ni depende de las cualidades subjetivas y morales del servidor que lo desempeña. Esta profundización teoló­gica debe esforzarse, también y no en último término en el diálogo ecuménico, por no reducir ni disminuir la po­sición de Jesucristo como cabeza única de la Iglesia y, por tanto, también de las celebraciones eucarísticas, de modo que quien «representa» a Jesucristo en la liturgia (pero no en el sentido de representar a un ausente) está teológicamente en y no sobre la comunidad, tal como le corresponde en cuanto oyente y creyente y en cuanto receptor agradecido que alaba y recuerda.

8.4.8. El concilio Vaticano II

El concilio Vaticano II se ha referido al tema de la eucaristía en varios contextos y con distintos estilos lin­güísticos, movido por el deseo de recoger adecuadamen­te, por un lado, las manifestaciones doctrinales del pa­sado y de dar, por otro, impulso a nuevos progresos del pensamiento teológico101.

Las afirmaciones acerca del sacrificio enlazan con la

101. Aquí tenemos que limitarnos a mencionar las declaraciones más importantes. Las restantes pueden encontrarse fácilmente en los índices de materias o analíticos que acom­pañan a las traducciones de los textos conciliares. En 1967, la Congregación para el culto divino intentó resumir, en una instrucción sobre la celebración y la veneración del misterio de la eucaristía, las declaraciones esenciales del magisterio eclesiástico. Remitimos aquí expre­samente a los comentarios a los textos del concilio del LThK, merced a los cuales se ve claramente el contexto y el alcance de las afirmaciones conciliares.

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tradición teológica, bajo la cita expresa y literal del con­cilio de Trento: «Está presente (Cristo) en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro "ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que en­tonces se ofreció en la cruz", sea sobre todo bajo las especies eucarísticas» (SC 7). En la exposición de la per­manencia del sacrificio de la cruz se insiste en la idea del memorial recuerdo: «Nuestro Salvador, en la última ce­na, la noche que lo traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a per­petuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» (SC 47). La teolo­gía del sacrificio de la misa se aclara mediante la inclu­sión de los cristianos: «... no asistan como extraños, sino que ... participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada ... den gracias a Dios, aprendan a ofre­cerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él...» (SC 48); véase PO 2; una síntesis también en LG 28.

Hay un texto, imbuido de una sugestiva mística de Jesús, que sitúa a la eucaristía en el marco de la teología del cuerpo místico (LG 7). La diferencia esencial que, según este concilio, se da entre el sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio jerárquico implica tam­bién una actuación por un lado común y por otro diversa en la eucaristía: «Porque el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad de que goza, modela y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarís­tico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio real, asisten a la oblación de la eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la ab­negación y caridad operante» (LG 10; también n.° 11).

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El concilio intentó ofrecer un nuevo enfoque en su teología del ministerio episcopal, que debería permitir superar la concentración escolástica sobre el sacerdote en beneficio de la perspectiva patrística. Aquí el concilio atribuye principalmente al obispo la representación y la administración de los sacramentos: «Así, pues, en los obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo nuestro Señor está presente en medio de los fieles como pontífice supremo. Porque, sentado a la diestra de Dios Padre, no está lejos de la consagración de sus pontífices, sino que principalmente, a través de su servicio eximio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y adminis­tra sin cesar los sacramentos de la fe a los creyentes» (LG 21, comienzo). Con estas afirmaciones sobre los obispos, la eucaristía y la comunidad oferente, se consi­gue delinear una eclesiología eucarística102:

«El obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del orden, es "el administrador de la gracia del supremo sacerdocio" sobre todo en la eucaristía que él mismo distribuye, ya sea por sí, ya sea por otros, y que hace vivir y crecer a la Iglesia. Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento. Ellas son el pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y plenitud (cf. ITes 1,5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la cena del Señor "a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad". En todo altar,

102. Han aportado una contribución esencial a estos textos los trabajos ecuménicos, en especial los relacionados con las Iglesias ortodoxas (cf. también UR 15). Mediante estas ideas sobre la comunión y la colegialidad, el concilio intentaba superar los inconvenientes de la eclesiología oriental que, al acentuar la autocefalia, ponía en peligro la unidad de la Iglesia universal. La unión de todas las Iglesias autocéfalas no se identificaría con la Iglesia universal como communio de las Iglesias locales en el sentido en que lo entiende la Iglesia católica. Para las consecuencias que se derivan de la eclesiología oriental, cf., además de R. Hotz (véase bibliografía I), P. Plank. Die Eucharistieversamlung ais Kirche. Würzburgo 1980. espec. 145. Para esta doctrina conciliar, K. Rahner, Uber die Gegenwart Christí in der Diasporagemeinde nach der Lehre des Zweitens Vaükaníschen Konzils, en Schriflen VIII,409-425; O. Saier, Communio in der Lehre des Zweitens Vatikanischen Konzils, Munich 1973. No podemos abordar aquí las reformas prácticas que tienen también relevancia teológica, como por ejem­plo la concesión del «cáliz de los laicos» y la aclaración que recibe la idea de la colegialidad del presbiterio en virtud de la concelebración. Respecto de esta última, cf-, además de la obra pionera de K. Rahner-A-, Háussling (véase bibliografía VI), recientemente E. Mazza, o . c , I 46-54 (véase nota 36).

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reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del obispo, se ma­nifiesta el símbolo de aquella caridad y "unidad del cuerpo místico de Cristo sin la cual no puede haber salvación". En estas comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a la Iglesia, una, católica y apostólica. Porque "la participación del cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa sino que pasemos a ser aquello que recibimos."

»Ahora bien, toda legítima celebración de la eucaristía la dirige el obispo, al cual ha sido confiado el oficio de ofrecer a la divina majes­tad el culto de la religión cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su diócesis» (LG 26).

8.4.9. La comunión

La communio (koinonia) con Jesús constituye, junto con el memorial actualizador, el segundo punto culmi­nante, la meta y la plenitud de la celebración eucarística. La forma externa de esta communio es la comida y la bebida de los dones sacramentales. Ahora bien, esta co­mida y bebida no deben entenderse como las comidas ordinarias, pues ya en el Nuevo Testamento tiene una estilización litúrgica y se la distingue nítidamente de las comidas habituales. Dado que también en la comunión es Jesús el agente primero y principal, puede describirse este acontecimiento, en una primera aproximación, del siguiente modo: Jesús da aquí una participación en él, como persona concreta y viviente, una participación en la totalidad de su destino vital, y produce, por el poder del Espíritu Santo, aquella unión (él en nosotros y noso­tros en él) que constituye la forma más íntima que cabe imaginar de un «estar juntos y unidos», la máxima cer­canía. Esta participación personal acontece, según el testimonio del Nuevo Testamento, primariamente al co­mer su cuerpo. Aquí debe reflexionarse con sumo cuida­do sobre el modo de su presencia y sobre el de su cuerpo glorificado, instalado en la dimensión de Dios (cf. supra 8.4.5): se trata de una presencia real, pneumática, en la

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que Jesús, «por lo demás» siempre junto a los suyos, se transmite en la communio de forma sacramental. La concepción cristiana de la fe excluye, de antemano, una representación corpórea cosificada, pero ha admitido y defendido los aspectos sensiblemente perceptibles de la transmisión sacramental, en contra de las interpre­taciones hostiles a lo corpóreo y a las realidades sensi­bles.

La communio como «proceso interno» de la unión acontece en aquel ámbito de las relaciones entre Dios y el hombre en el que los hombres no tienen ya ninguna función de mediación ni ningún poder de disposición. Fácilmente se comprende que la comunión sólo puede acontecer donde los hombres están dispuestos por la fe, la esperanza y el amor, pero esta disposición, en defini­tiva y una vez más, sólo puede ser posibilitada y soste­nida por la gracia de Dios. Y así, también se le sustrae al hombre la capacidad de juzgar si está presente o no aquella fe que, por parte humana, debe aportar la unión del hombre con Jesús en la comunión. Desde el punto de vista de la teología, sólo puede decirse lo siguiente: donde por la gracia de Dios se dan las condiciones para esta communio, donde el Espíritu de Dios hace que es­tos supuestos alcancen su objetivo, pueden percibirse, según la revelación y la tradición de fe, los efectos gra­tuitos de esta comunión. El efecto de la comunión sacra­mental, ya testificado en ICor 10,17 y, a partir de aquí, enérgica y repetidamente acentuado por la tradición, consiste en que la unión con Cristo crea a su vez la unidad entre sí de cuantos comulgan con fe y amor y alimenta de este modo continuamente el cuerpo de Cris­to que es la Iglesia.

El fruto más inmediato del sacramento de la eucaris­tía en quien lo recibe es, según la tradición doctrinal de la Iglesia, el aumento de la gracia. Bajo esta afirmación pueden fácilmente deslizarse falsas ideas cuantitativas. Una teología de la gracia purificada de tales conceptos, que por «gracia» entienda la autocomunicación de Dios

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en Cristo por el Espíritu Santo, concebirá este «aumen­to» en el sentido de la posibilidad, otorgada por Dios, de experimentar cada vez más intensamente la real intimi­dad e interioridad de Dios en el hombre. Forman parte de este aumento de la intensidad las dimensiones emocionales —el concilio de Florencia utilizó la palabra «deleite» — , las repercusiones éticas —el concilio de Trento habla de «triaca» o remedio contra los pecados—, y también indudablemente la superación de miras pu­ramente individualistas. «Aumento» de la gracia implica una configuración o conformación cada vez más acen­tuada con Jesús: conformación en la tarea de hacer la voluntad de Dios en este mundo, en la práctica de la unidad del amor a Dios y a los hombres, en el segui­miento de Jesús para la realización, ya iniciada, del reino de Dios, en el servicio de la paz y de la recon­ciliación, en la oposición y resistencia a la injusticia, en la dedicación a la causa de los débiles, de los proscritos, de los extraños.

Enlazando con la promesa de vida de Jn 6, se men­ciona también finalmente como efecto de la comunión el ser prenda de nuestra gloria futura y de la felicidad eter­na. Quien recibe a Jesús es introducido en aquella di­mensión divina en la que los hechos realizados por Dios y cuantos alcanzaron por él la plenitud son un puro pre­sente permanente en el que el creyente espera ser recibi­do un día para siempre. Dado que los hombres se ven oprimidos y combatidos por todas partes y de diversas maneras a lo largo de una vida llena de desgarramientos y contradicciones, estos efectos místicos y gratuitos de la eucaristía no pueden ser duraderos. De ahí que este sa­cramento, en su doble dimensión de celebración conme­morativa actualizadora y de communio, deba ser recibi­do repetidas veces.

Analizando esta doctrina eclesial sobre los efectos gratuitos de la comunión eucarística en el horizonte de la teología de la gracia y de la pneumatología, se advier­te que dichos efectos pueden ser concedidos por Dios

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también fuera de los sacramentos (lo que, en los seres humanos, nunca equivale a decir de manera puramente espiritual), a excepción del efecto «eclesial», la edifi­cación y cohesión visible del cuerpo de Cristo que es la Iglesia en virtud de la comunidad en común del único pan. Podemos, pues, remitirnos a uno de los principios básicos de la teología sacramental general, a saber, que los sacramentos no pueden entenderse como caminos exclusivos (o «monopolísticos») de la gracia de Dios. Esta idea nos lleva a la concepción de la eucaristía de Agustín, según la cual este sacramento se da precisa­mente a causa del cuerpo eclesial de Cristo y no, por tanto, porque no sea posible de otra forma una presen­cia de Jesucristo en su cuerpo glorioso.

La concepción aquí expuesta está confirmada por la doctrina eclesiástica sobre la «comunión espiritual». Po­dría entenderse bajo este concepto el tipo de piedad eucarística surgido en el siglo XIV, que tuvo más tarde una considerable difusión gracias sobre todo a la mística francesa y española103. Pero no nos referimos aquí a ella, sino a una doctrina eclesiástica, desarrollada espe­cialmente por Tomás de Aquino104, y posteriormente aceptada por el concilio de Trento (DS 1648; Dz 881). Gracias a esta comunión espiritual es posible recibir los «frutos» o la «cosa» (res), esto es, los efectos de la gracia de la eucaristía, también sin la recepción del sacramen­to. Esta comunión se llama «espiritual» sólo para di­ferenciarla de la comunión que es a la vez «espiritual y sacramental»105. Se trata de aquella unión en fe y en amor con Jesús que, en el «caso normal» del hombre que vive en el seno de la Iglesia, antecede (como dispo­sición causada por la gracia) a la comunión sacramental y es, al mismo tiempo, su fruto supremo. Esta unión de

103. Cf. H.R. Schlette, Kommunikation und Sakrament. Theologische Deutung der geistli-chen Kommunion, Friburgo 1959 (¡insuperable!).

104. Cf. Tomás de Aquino, S. ífi. III, q. 73, a. 3; q. 80, a. 1, ad 3. 105. Aquí la palabra «espiritual» debe entenderse como algo sumamente real, y no en el

sentido del «sólo espiritualmente» en que lo empleó el concilio de Trento, como contrapuesto a lo real y sacramental (DS 1658; Dz 890).

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tipo espiritual es, al igual que el Pneuma divino que la causa, algo absolutamente real y no se la puede inter­ceptar, con intención meramente humana, con una unión o conexión de tipo mental abstracto. Para que se produzca se requiere, según la doctrina de la Iglesia, el ardiente deseo de la comunión sacramental —siempre que sea posible. Por parte católica, esta doctrina es la respuesta oficial hoy posible, frente a situaciones en las que no puede realizarse el sacramento:

— En los actos de culto sin la presencia de sacerdotes (en los que, a tenor de las enseñanzas de la Iglesia, la comunidad no puede otorgar potestad a quien «no esté ordenado»).

—En las personas que se hallen impedidas de asistir a las celebraciones litúrgicas.

—En los casados por la Iglesia y que, divorciados por lo civil, han contraído nuevo matrimonio, también civil (personas no ciertamente excomulgadas, pero sí ex­cluidas de la recepción de los sacramentos).

—En la cena evangélica (debido sobre todo, según la doctrina católica, a la falta del sacramento del orden, que hace que no exista la originaria y plena realidad del sacramento de la eucaristía, aunque, por otro lado, no se trata de un signo ineficaz).

Respecto de las personas que se encuentran en estas y otras parecidas circunstancias, la Iglesia católica en­seña: «Si, profundamente guiados por el deseo del sa­cramento y unidos en la oración con toda la Iglesia, claman al Señor y elevan a él sus corazones, tienen, en virtud del Espíritu Santo, comunión con la Iglesia, que es el cuerpo vivo de Cristo, y con el Señor mismo. Unidos a la Iglesia mediante el deseo del sacramento están, aunque externamente separados de ella, íntima y realmente vinculados a ella y reciben, por consiguiente, los frutos del sacramento»106. Así, pues, según esta doc-

106. Escrito de la Congregación para la doctrina de la fe Sobre algunas cuestiones concer­nientes al ministro de la eucaristía, del 6 de agosto de 1983 (texto castellano en «Ecclesia», n,° 2141 (17 de septiembre de 1983)13-15 y 18.

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trina es posible alcanzar los efectos todos del sacramen­to, incluido el efecto específicamente eclesial, también «extrasacramentalmente».

8.5. La renovación de la teología eucarística

La teología de la eucaristía debería consagrar sus mejores esfuerzos a la tarea de conseguir una visión unitaria con la que poner remedio a la fragmentación de la doctrina sobre este sacramento. Esta tentativa aviva­ría la esperanza de que las Iglesias separadas puedan tal vez hallar un punto de encuentro en esta concepción básica. Merece la pena destacar aquí las opiniones de dos teólogos que se han consagrado al estudio de esta materia.

Por parte evangélica, Max Thurian ha destacado la categoría central del recuerdo o memoria, situando en ella las ideas del sacrificio y de la presencia actual. Ha aludido a su conexión con la liturgia judía, que Jesús habría llevado a su plenitud con la eucaristía, sin des­truir el ritual. Así, pues, la eucaristía debe entenderse como sacrificio de gratitud y de alabanza en memoria de los hechos poderosos de Dios; en el seno de este acon­tecimiento sucede, por la acción del Espíritu Santo, la presencia sacramental del sacrificio singular y único de Jesucristo y, con ello, de la persona misma de Jesucristo. En esta perspectiva, a la Iglesia le compete presentar litúrgicamente este sacrificio del Hijo ante el Padre, pa­ra que se acuerde de su pueblo y derrame sobre él la bendición conseguida por el Hijo mediante su sacrificio. La Iglesia se une así, bajo la forma de una participación, a la súplica del Hijo en favor de todos los hombres, para que el Padre les conceda la salvación y para que llegue su reino. Se tienen aquí en cuenta los tres elementos que aparecían en la antigua forma básica de la eucaristía: la anamnesis y la epiclesis y, engarzada en ellas, la presen­cia real «somática»; el movimiento «catábico» de la ben-

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dición impetrada a Dios y el «anabático» del sacrificio de alabanza.

Las ideas de Max Thurian han ejercido gran influen­cia en los recientes diálogos ecuménicos sobre la cena del Señor, incluido el «documento de Lima». Por parte católica siguen en pie las cuestiones relativas al carácter expiatorio de este sacrificio (¿no se podría acaso inter­pretar este carácter como la acción reconciliadora de Dios, o no se podría pensar que está incluido en la súpli­ca por la salvación y la bendición de Dios?) y a la con­cepción del sacramento del orden y la consagración sa­cerdotal107.

Entre los católicos, Johannes Betz se ha esforzado por situar bajo el común denominador del pensamiento unitario de nuestro tiempo las múltiples aportaciones de los trabajos bíblicos, teológico-litúrgicos, patrísticos y ecuménicos desarrollados en este siglo. Los impulsos más importantes procedieron por un lado de la renova­ción de la teología de la palabra de Dios, cuya procla­mación lleva a la presencia de lo proclamado, y, por el otro, de las intuiciones de Odo Casel. Aunque es cierto que la discusión desencadenada en torno a sus afir­maciones históricas y sus argumentos teológicos ha re­velado algunos de los puntos débiles del pensamiento de Casel108, son muchos, entre ellos Betz, los que consi­deran acertado entender la eucaristía como actualiza­ción simbólica real de la acción salvífica de Dios acon-

107. Para M. Thurian, cf., por ejemplo, J.B. Lies, en «Zeitschrift für kath. Theologie» 100(1978)79-82; St. N. Bosshard, ibíd., 108(1986)159-161; M. Thurian, Das eucharistische Gedáchínis: Lob- und Bittopfer, en Ókumenische Perspektiven von Taufe, Eucharislie und Ami, dir. por M. Thurian, Paderborn-Francfort 1983, 110-123. Cf. los «textos de Lima», especialmente sobre la eucaristía: 3s (sacrificio de alabanza), 5-7 (memorial anamnesis), 8 (acción de gracias y súplica), 13 (presencia real). 14 (epiclesis del Espíritu Santo); sobre el ministerio; 14 (el ministerio consagrado y la eucaristía). Para la crítica católica a estos textos; M. Seybold-A. Glasser (véase bibliografía II); L. Lies. Ókumenische Erwdgungen zu Abend-mahl, Priesterweihe und Messopfer «Zeitschrift für kath. Theologie», 104(1982)385-410. Para la crítica evangélica a las nuevas concepciones de la cena del Señor: E. Volk, Mahl des Herrn oder Mahl der Kirche?. «Kerygma und Dogma» 31(1985)33-64 (reservas luteranas contra las influencias calvinistas y ortodoxas). Para la discusión ecuménica, también G. Hintzen, Das reformaíorische Abendmahl aus katholischer Sicht, «Catholica», 40(1986)203-288 (con biblio­grafía).

108. Cf. la obra clásica de A. Schilson (véase bibliografía I).

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tecida de una vez por siempre en Jesucristo. Betz inten­tó formular con precisión teológica esta idea básica de Casel, para mostrar cómo están «contenidos» en el acontecimiento único total tanto el sacrificio como la presencia personal real de Jesús. Para lograr este objeti­vo, distinguió tres modos de presencia, enlazados entre sí, y todos ellos referidos a una presencia real y pneu­mática: 1) La presencia eficaz, personal y pneumática de Jesucristo resucitado: éste actúa en la realización del sacramento eucarístico como el agente principal (prin-cipalis agens) por su Espíritu, al servirse del sacerdote. A esta presencia del Resucitado que actúa aquí y ahora, y sin la cual no serían posibles ni la oración ni el recuer­do ni la liturgia misma, le da Betz el nombre de «presen­cia actual principal». 2) La comunidad celebrante feste­ja, gracias a los actores antes mencionados, la memoria o recuerdo de la obra redentora, que por medio de Jesu­cristo está presente no como un recuerdo subjetivo, sino real y verdaderamente. La comunidad ratifica este sacri­ficio de Jesús, llevado a cabo sin su intervención, lo reconoce como sacrificio hecho por su bien y en su lu­gar, y se lo apropia y lo hace fructificar en el símbolo de la cena. Ésta sería, según Betz, la «presencia actual anamnética, conmemorativa». 3) En esta presencia ac­tual del acto sacrificial de Jesús hace Dios —porque es él quien actualiza el acontecimiento sacrificial total— que esté presente también la persona corporal de Jesús en el cambio que experimentan los dones para convertirse en aquel deleite en el que puede tener lugar el más íntimo encuentro personal. A esto llama Betz «presencia real somática personal»109.

Así, pues, en la celebración eucarística la presencia del Resucitado en su Espíritu causa la presencia de su santa acción salvífica y, a una con ésta, la presencia cor-

109. Cf. la breve síntesis de Sacramentum Mundi II, Herder. Barcelona 31982, 964-970. Las ideas de Betz han merecido amplia acogida, desde A. Gerken, Theologie der Eucharistie (1973) hasta W. Kasper, Einheit und Vielfalí der Aspekte der Eucharistie (véase nota 5), 202s (1985).

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poral de su persona, entregada en la muerte y glorifi­cada, con el objetivo de conseguir la máxima comunión posible: actualización de la persona en la actualización del acontecimiento. En la renovación de la teología de la eucaristía posterior a Betz se insiste en la pneumatología con más fuerza que lo hace el propio Betz. Se expresa así, de forma inconfundible, lo que Betz había desta­cado siempre: que la celebración eucarística no brota de la iniciativa humana, no es mérito humano, no es pro­ducto autónomo, no añade ningún valor a la acción sal­vífica de Jesús. Pero fundamentar la eucaristía en la pneumatología puede también provocar erróneas inter­pretaciones, como si fuera el hombre quien en este sa­cramento, y disponiendo de Dios, induce la venida de Jesús. A partir de esta pneumatología alcanza la fe aquella seguridad en la presencia real de Jesús en el Espíritu Santo. Esta presencia no es causada por la con­ciencia y el recuerdo subjetivo, ni por la súplica por la venida del Espíritu Santo, porque allí donde se ora, allí donde se alaban los hechos poderosos de Dios, está ya Dios presente.

En el sacramento de la eucaristía está sacramental-mente presente y sintetizado todo cuanto según la fe cristiana se encierra bajo la palabra «salvación»110. En él, la comunidad reunida presenta su alabanza y su ac­ción de gracias ante Dios Padre por todo cuanto en él tiene su origen, la creación y la historia de la salvación. En él, la comunidad se transforma en el cuerpo de Jesu­cristo, crucificado, resucitado y exaltado y se convierte así en lugar de reconciliación, de confesión y de gozo festivo, y también en lugar de lamentación por la reden­ción incompleta, de compasión por los que padecen. En él se obsequia a cada uno de los creyentes con la más íntima cercanía con Jesús, de suerte que el hombre ad-

110. «In hoc sacramento comprehenditur totum mysterium nostrae salutis»: Tomás de Aquino, S. th. III, q. 83, a. 4,c. Para lo que sigue: U. Kühn, Sakramente, 293-297: el sentido de la cena.

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quiere, de manera siempre nueva, la certeza de la auto-comunicación de Dios en él. En los hombres reunidos y en los dones preparados están presentes las esperanzas, las alegrías y los problemas de la creación del mundo, suplicando la bendición de Dios, esperando ansio­samente la plenitud de la redención y así acontecen la acción de gracias, el recuerdo y la súplica: posibilitados, sostenidos y hechos fructíferos por la presencia del Espí­ritu Santo de Dios.

Bibliografía VI

Eucaristía

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9. El sacramento de la penitencia

9.1. Cuestiones teológicas preliminares

En las páginas que siguen se dan por supuestos, a partir de la revelación de Dios en la Biblia y de la tra­dición de fe de la Iglesia, algunos datos básicos, a saber: que Dios ha revelado cuál es su voluntad concreta por lo que respecta a una conducta humana acorde con los pre­ceptos divinos; que los hombres, en general, con algunas excepciones de diverso tipo, son capaces de conocer la voluntad de Dios (Rom 1,18-3,20); que Dios no ha pre­destinado o predeterminado a nadie al mal, es decir, que ofrece a todos la posibilidad de cumplir la divina volun­tad, pero que los hombres, en general, y también aquí con algunas excepciones, tienen libertad suficiente para rechazar la voluntad de Dios. A este rechazo o negativa se le llama en el lenguaje bíblico y eclesial «pecado». Cuando esta negativa a cumplir la voluntad de Dios im­plica una decisión libre, esciente y consciente y radical, se le llama «pecado mortal» y si se mantiene esta actitud irrevocablemente hasta la muerte, llevaría al distan-ciamiento eterno frente a Dios.

Cuando la voluntad de Dios es conocida de modo imperfecto, o cuando la libertad humana se halla dismi­nuida o restringida, o cuando la negativa no afecta a ninguno de los valores esenciales queridos por Dios, la

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tradición cristiana habla de «pecado leve» o «pecado venial». En la vida real, estos dos géneros de pecados pueden revestir formas de realización muy diversas, des­de el rechazo frontal y definitivo de Dios hasta la lenta acumulación de pequeñas negativas, casi impercepti­bles. En los dos géneros debe introducirse, además, la distinción de si se producen justo en el «centro» o más bien en la «periferia» de la persona humana. No es pre­ciso, por otra parte, que se dirijan siempre y expre­samente contra Dios, ya que existe una relación tan es­trecha entre cada ser humano con Dios y con los demás hombres que las negativas fundamentales frente a Dios se desarrollan siempre en áreas sociales o comunitarias compartidas por muchas personas y es precisamente en el seno de estas áreas donde ha manifestado Dios su voluntad clara y concreta, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento1.

Una de las convicciones de la tradición de fe judeo-cristiana es que nadie puede perdonar pecados sino sólo Dios. Los escritos de ambos Testamentos testifican las constantes exhortaciones de Dios a la conversión, es de­cir, a que se aparte el hombre de su errónea conducta y se vuelva a Dios mediante una reorientación de la vida. Pero ya esta misma conversión es un don de Dios al hombre, pues sólo de la iniciativa de Dios proceden el querer, el poder y la realización de una vida nueva.

Es parte constitutiva de la estructura sacramental de la relación con Dios (cf. supra 1.2) el que los hombres dependan, también en este aspecto, de una mediación sensible, es decir, que se les deba abrir un lugar o un espacio para el perdón de Dios. Para los creyentes cris­tianos este lugar experimentable del perdón y de la re­conciliación divinos tiene un nombre concreto: Jesucris-

1. Existe una literatura especializada sobre los conocimientos teológicos, psicológicos, sociopsicológicos, etc. en torno al pecado. Cf. también H. Vorgrimler. Der Kampf des Chri-sten mil der Sünde, en MS V, 1976, 349-448. aquí espec. 365, nota 34 (con bibliografía) y 375, nota 60 (con bibliografía); P. Hoffman-V. Eid, Jesús von Nazareth und eine christliche Moral, Friburgo 31979; J. Werbick, Schulderfahrung und Bussakrament, Maguncia 1985; J. Blank-J. Werbick (dirs.), Sühne und Versbhnung (Theologie zur Zeit 1), Dusseldorf 1986.

258

to. En su solidaridad con los pecadores, testificada a lo largo de toda su vida, en su aceptación del bautismo de penitencia de Juan, en sus comidas con los pecadores, en sus acciones para salvar y perdonar, en su dedicación hasta la muerte a los alejados de Dios se percibe, de manera insuperable, el amor incondicional y prevenien­te de Dios. Quien, con conciencia de su culpa, busca confiadamente refugio en Jesús, ha sido ya captado y asumido en una dinámica impulsada por el Espíritu San­to, una dinámica que le asegura el perdón cabe el «Pa­dre de misericordia y Dios de toda consolación» (2Cor 1,3).

Esta fe es comúnmente compartida por todos los cristianos. Las divergencias se inician con la pregunta de qué es, propiamente hablando, lo que se perdona. ¿Es el pecado una corrupción común a toda la humanidad, que no es realmente eliminada por el perdón divino, sino que simplemente, en consideración a la cruz de Jesús, ya no es imputada, de modo que después del perdón el hombre sería a la vez pecador y justo?2 ¿O es el pecado una conducta concreta que nace de una decisión básica errónea y que es perdonado por Dios al mismo tiempo que aquella decisión, en el sentido de que, después del perdón, desaparecen realmente tanto el pecado como la decisión errónea, de tal suerte que en el hombre, des­pués de perdonado, ya no habría sino la mala inclinación y ciertas consecuencias o secuelas del pecado, pero ya no la corrupción misma?

Todos los cristianos concuerdan en creer que si al­guien advierte lo errado de su conducta y se orienta de nuevo a Dios, ello sólo es posible en virtud de la gracia proveniente de Dios que alcanza a esta persona. Esta conversión concedida a los hombres tiene su manifesta­ción concreta en su vida espiritual a través del arrepen­timiento, que es, a la vez, voluntad activa de una nueva

2. Para una concepción más matizada, H. Wulf, Simul iustus et peccator, en LThK IX. 778-780 (con bigliografía).

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conducta y desviación total y decidida del camino an­terior. También en la perspectiva católica, el arrepen­timiento es siempre confianza en el Dios perdonador; no se le puede entender, pues, como autojustificación. A tenor de la experiencia que se refleja en la doctrina ca­tólica, el hombre que reflexiona con clara conciencia sobre su conversión descubre varios motivos de arrepen­timiento, es decir, de condena de sus pecados. En el arrepentimiento perfecto, o «contrición», este motivo consiste en el amor a Dios, otorgado por el mismo Dios, un amor que el hombre hace conscientemente suyo. En el arrepentimiento imperfecto o «atrición» el motivo es inferior al amor, pero también está revestido de valor ético. En cambio, el simple temor al castigo divino no constituiría un motivo éticamente válido.

En la perspectiva católica, la conversión se manifies­ta en todas las capas y dimensiones del hombre afec­tadas por la errónea orientación y puede también, por tanto, tener carácter emocional («lágrimas de arrepen­timiento»). De igual modo, el perdón de Dios tiene, de acuerdo con la estructura sacramental de la relación con Dios, tendencia a procesos sensibles, perceptibles, que acontecen en el ámbito de la comunidad y de la comuni­cación humanas. También debe tenerse en cuenta, una vez más, que las negativas relevantes a la voluntad de Dios acontecen en ámbitos que los hombres comparten con sus semejantes y que es ahí donde ha de tener su expresión práctica la reconciliación con Dios. En esta dimensión de lo perceptible y comunitario tiene también su lugar la súplica de los unos por los otros. Cuando el perdón se entiende como fe en el evangelio gracio­samente concedida —es decir, como algo que pertenece exclusivamente al ámbito interno del encuentro de Dios con cada hombre concreto— desaparece del campo de visión la dimensión perceptible y comunitaria de la re­lación con Dios.

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9.2. Formas del perdón

El perdón de la culpa otorgado por Dios debe consi­derarse, en perspectiva teológica, como un don singular del poder creador de Dios, mediado por Jesús en el Espíritu Santo. Es posible que a lo largo del curso de una vida humana este don se vea reprimido, se esterili­ce, pero también que —en las múltiples y variadas di­mensiones de la vida del hombre— se vivifique. De acuerdo con ello, la tradición de fe cristiana conoce múl­tiples formas en las que puede concretarse el único per­dón de Dios3. En cuanto acciones humanas, están sus­tentadas por la oración constante de toda la Iglesia que suplica el perdón de la culpa. Citaremos a continuación algunas de entre la pluralidad de estas formas.

1. Reconciliación mediante la escucha de la palabra de Dios. Partiendo siempre de la base de la iniciativa exlusiva de Dios, su palabra llega como palabra recon­ciliadora bajo la forma de oferta a todo oyente y de verdadero perdón a todo el que, con arrepentimiento otorgado por la gracia, tiene conciencia de estar necesi­tado de perdón. El encuentro con la palabra perdonado-ra de Dios (en la predicación, la lectura, la conversación o en la forma dialogante de la oración) no tiene, en modo alguno, menor eficacia y seguridad que la que se da en otras formas, por ejemplo en el acto sacramental.

2. Reconciliación mediante reparación (desagravio). La reconciliación con personas que han sido injustamen­te tratadas, que han sido ofendidas o cuyos derechos han sido conculcados es condición previa para la eficacia del perdón de Dios (Mt 3,23s;6,12).

3. Reconciliación mediante un amor eficaz y produc­tivo. Cuando una persona se desvía de la fijación en sí misma y en sus personales y exclusivos intereses y se aleja de la esterilidad inherente a esta fijación, cuando se compromete, individual o colectivamente, en favor

3. Cf. H. Vorgrimler. en MS V (véase nota 1); ídem, en DCT II, 1989.

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de otros, en virtud de un amor efectivo y practicado concedido por el mismo Dios, se le perdonan los pe­cados, aunque no invoque expresamente a Dios y su palabra perdonadora.

4. Reconciliación mediante el diálogo. Las exhor­taciones neotestamentarias a hablarse y escucharse mu­tuamente ponen en claro que el diálogo, la crítica y la autocrítica pueden tener una importancia determinante para la venida de la palabra eficaz del perdón.

5. Reconciliación mediante el conmorir con Jesús. Ciertas prácticas penitenciales concretas pueden tener su origen en ideas falsas o deficientes. Si se evita la men­talidad del mérito y las concepciones masoquistas de la expiación, resulta posible entender las formas de vida ascética, la aceptación de situaciones sin salida (soledad, vejez) o la paciencia para soportar dolores incomprensi­bles que no pueden eliminarse como una muerte del yo y de su culpa, como un conmorir con Jesús y como situa­ciones del perdón otorgado por Dios a través de Jesús.

6. Reconciliación por medio de la Iglesia. Ésta se entendió a sí misma, ya desde el principio, como la co­munidad de los llamados por Dios, cuya misión consistía en proporcionar, en medio de un mundo impío, un espa­cio de paz y de reconciliación. Pero como ya desde muy temprano se hizo patente la disparidad entre el encargo de ser propiedad sin pecado («santa») de Dios y la reali­dad marcada por multitud de erróneos comportamien­tos, la Iglesia buscó lo «objetivamente» santo, lo que no podía ser empañado por la culpa humana, y lo encontró primariamente en el ámbito de los sacramentos. Recien­temente se ha añadido a ello, de una forma espontánea, la concepción de Jesús como el protosacramento o sa­cramento originario y de la Iglesia como sacramento bá­sico fundamental. Los sacramentos, en cuanto actos vi­tales de la Iglesia, son acciones simbólicas accesibles a los sentidos, en las que también actúa eficazmente el don del perdón divino. En la primitiva Iglesia estas ideas se aplicaron a algunos sacramentos de forma especial:

262

a) El sacramento más importante para el perdón de los pecados es, según la doctrina cristiana universal, el bautismo. Su singularidad se corresponde con la singula­ridad de la conversión radical, concedida por la gracia de Dios, que se «encarna» en este sacramento, se incar-dina en el marco de referencia eclesial y llega a una conclusión «socialmente» perceptible y de ricas conse­cuencias. La tradición eclesial considera el bautismo co­mo la penitencia «más ligera», comparada con las arduas penitencias que había que practicar por las faltas poste­riores, o por la apostasía de un bautizado arrepentido.

b) Entre los sacramentos de reconciliación de los bautizados se encuentra, en primer lugar, la eucaristía. Sus ideas básicas —conmemoración de la vida y muerte de Jesús, en conexión con el mensaje de reconciliación contenido en su predicación, la gozosa anticipación de la vida reconciliada en el reino de Dios y la realización del cuerpo de Cristo en una comunidad humana— incluyen la reconciliación de todos los participantes entre sí y con Dios. La celebración eucarística se consideraba, antes incluso de la exhortación de Pablo (ICor 11, 28s) a una recepción «digna» de la eucaristía, más como fiesta de los ya reconciliados que como medio y camino de recon­ciliación. En la disciplina eclesiástica se impuso la con­cepción paulina: antes de recibir la comunión hay que confesar los pecados mortales (DS 1661; Dz 893). Existe una tensión entre este canon y la doctrina eclesiástica según la cual la eucaristía otorga el don de la penitencia y borra también los pecados mortales (DS 1743; Dz 940).

c) En la doctrina y la praxis eclesial sobre los sacra­mentos que perdonan los pecados ocupa el primer plano el sacramento de la penitencia, al que dedicamos este capítulo4. A través de este sacramento, el pecador arre­pentido recobra «la paz con la Iglesia»; en el símbolo real del sacramento se convierte en presencia eficaz el

4. Breve síntesis de las causas de la crisis actual del sacramento de la penitencia, en ibídem.

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principio de que Dios es juez de los pecados y de los pecadores, de que en la muerte de Jesús es aniquilado el pecado y de que en el juicio de gracia el pecador queda libre de toda culpa.

d) En el sacramento de los enfermos (unción de los enfermos) se produce la conexión entre la oración de la comunidad eclesial para obtener fortaleza ante la aflic­ción provocada por una enfermedad grave y perdón de los pecados y la acción simbólica.

9.3. Fundamentos bíblicos

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento testi­fican que la comunidad de fe se halla bajo el signo del amor de Dios que perdona y que este indicativo es, a la vez, un imperativo —a saber, el de conservar lo conce­dido—, pero también que esta comunidad nunca llega a cumplir perfectamente esta exigencia y que está amena­zada de fracaso. Este fracaso adquiere en algunos de sus miembros forma tan crasa que llega a amenazar incluso la identidad cristiana de la comunidad concreta. En tales casos se abre un proceso con el objetivo de mantener la comunidad libre de mal, es decir, de distanciarse del pecador declarando que éste se ha alejado por su propia voluntad y debido a su insensato comportamiento. Para una comprensión auténticamente teológica de la Iglesia, las repercusiones de este proceso son más profundas que las derivadas de un simple castigo disciplinar. En las cartas paulinas se describe un proceso gradual: hay pri­mero exhortaciones y reprensiones; en los casos ordi­narios no se considera que la exclusión tenga carácter definitivo; existen testimonios de que se elimina el dis-tanciamiento cuando el pecador se arrepiente. El pro­cedimiento de expulsión enlazaba conscientemente con la praxis judía (ICor 5,9ss se fundamenta en Dt 19,5). Para los casos extraordinarios, el vocabulario utilizado (exclusión acompañada de maldición) permite concluir

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que la comunidad, o respectivamente sus dirigentes, no esperaban ya una conversión del pecador5. Con todo, esta resignación se refiere sólo a la opinión humana, ya que según el Nuevo Testamento no hay pecadores inco­rregibles. Incluso para los autores de pecados «graves», Dios sigue siendo aquel Padre que no niega su amor a ningún hombre y perdona gozosamente a quienes vuel­ven a la casa paterna (Le 15,1-32).

A partir de estos datos, se ha desarrollado el poste­rior sacramento de la penitencia. Desde comienzos del siglo III (controversias norteafricanas sobre la peniten­cia) se citan como textos clásicos a favor de la «insti­tución» del sacramento de la penitencia por Jesús el «atar y desatar» de Mt 16,19 y 18,18 y el «perdonar y retener los pecados» de Jn 20,23. Una investigación más detallada sobre el significado de «atar y desatar» en el contexto de aquella época ha dado los siguientes resul­tados: los lugares paralelos de «atar y desatar» de la literatura rabínica entienden bajo esta expresión la po­testad de los rabinos de declarar prohibido o permitido algo y de excluir (y respectivamente volver a admitir) a los pecadores. Aplicado a la Iglesia, significa el distan-ciamiento de la comunidad cristiana respecto del pe­cador y respectivamente la readmisión del pecador arre­pentido. Según las palabras de Mt, este proceso tiene su repercusión «en el cielo», ante Dios. Este binomio lin­güístico tiene también un telón de fondo «demonológi-co» en el mundo antiguo: «desatar» significa liberar a alguien del influjo del mal; «atar» significa, por el con­trario, entregar a una persona al mal, ya que, en su obstinación, ella misma se ha entregado a él.

Los exegetas dudan sobre si la promesa del poder de «atar y desatar» de Mt 16 y 18 se remonta a palabras auténticas de Jesús6. Mt 18 pone bien en claro lo que el

5. Así ocurre especialmente en el caso de la apostasía de la fe y de los «pecados contra el Espíritu Santo»; cf. H. Vorgrimler, Busse und Krankensalbung, Friburgo 1978. 21ss.

6. Bibliografía exegética hasta 1978 en H. Vorgrimler, ibídem, 12-19; también A. Vogtle (véase bibliografía VII).

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propio Jesús esperaba del círculo de sus discípulos: la regla comunitaria contenida en Mt 18,15-18, que insinúa ya una institucionalización bastante avanzada, se halla inserta en un amplio contexto, en el que se habla de manera muy destacada del perdón de la culpa por Dios, mientras que al círculo de los discípulos se le impone encarecidamente la obligación de perdonar sin limita­ciones (cf. Mt 18,23-34). El «perdonar y retener» de Jn 20,23 es, según la reciente exégesis, una variante tra­dicional del «atar y desatar» de Mateo. También aquí las palabras van dirigidas no a los titulares de ministerios sino a los discípulos del Resucitado. Que los hombres puedan «perdonar» los pecados sólo es posible mediante el Espíritu Santo comunicado por Jesús (Jn 20,22).

9.4. Historia del sacramento de la penitencia

En la compleja historia de este sacramento, que aquí no puede seguirse ni siquiera de manera aproximada7, deben destacarse dos decisiones importantes: la intro­ducción de la confesión privada, individual y repetible, y la doctrina acerca de los efectos de la absolución sacer­dotal.

A finales del siglo i y comienzos del II y a lo largo de este segundo siglo aparecen varios testimonios sobre la práctica eclesial de la penitencia (Clemente de Roma, Pastor de Hermas). En la época primitiva no hay refle­xiones teológicas. En conexión con la tendencia de con­fiar a los titulares ministeriales, además de la doctrina de la fe, también las funciones litúrgicas esenciales, se re­serva al obispo, a comienzos del siglo m (según el testi­monio de Hipólito, t 236) la «potestad» de perdonar los pecados. Pero dondequiera estuvo vigente, en la antigua

7. Cf. también, basándose en los amplios trabajos de B. Poschmann y K. Rahner: H. Vorgrimler, ibídem. Para algunos teólogos, la investigación sobre el proceso penitencial y la evolución del sacramento de la penitencia ha significado una vivencia decisiva en lo relativo a la historia de los dogmas.

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Iglesia, el proceso penitencial, se tuvo siempre clara conciencia de la participación activa y litúrgica de toda la comunidad. La correspondiente eclesiología permite conocer que dicho proceso no fue considerado como una «disciplina» eclesiástica meramente jurídica: la exclu­sión de los actos vitales de la Iglesia tenía una funesta significación para las personas afectadas, ya que la paz con la Iglesia era importante para la salvación ante Dios. Hasta el año 589 (ni concilio de Toledo) los testimonios de la Iglesia afirman que, después del bautismo, sólo podía hacerse penitencia una vez en la vida. En los en-frentamientos con las concepciones rigoristas sobre la penitencia (montañismo, novacianismo) prevaleció, ya desde el siglo m, la opinión intermedia, según la cual pueden ser perdonados todos los pecados mortales, in­cluidos los capitales (apostasía, asesinato y adulterio), pero todos ellos, incluidos los «ocultos», han de ser bo­rrados mediante penitencia eclesial pública. A partir del siglo iv, el proceso penitencial fue adquiriendo crecien­tes rasgos litúrgicos y se reguló mediante prescripciones para casos particulares (razón por la cual esta praxis sacramental de la antigua Iglesia recibe el nombre de «penitencia canónica»). Se comenzaba siempre por cons­tatar el distanciamiento oficial de los pecadores («pe­nitencia de excomunión»). El proceso eclesial no plan­teó problemas teológicos porque estaba bien anclado en la cristología o la pneumatología: es Jesucristo quien perdona los pecados por medio de la Iglesia, con la que forma una unidad, el totus Christus, en el que él, como cabeza, es el único que tiene autoridad y competencia. El Espíritu Santo guía y gobierna de tal modo a la Iglesia que también a ella se le aplica, lo mismo que al Espíritu, la expresión simbólica de columba (paloma). Y así, se tuvo por evidente que en la reconciliación del pecador arrepentido con la Iglesia gravemente ofendida por el pecado se concedía también la paz con Dios. En la Igle­sia latina, tras la reconciliación oficial en la semana san­ta, se establecieron duras condiciones, que se prolon-

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gabán a veces durante el resto de la vida, como demos­tración del auténtico arrepentimiento (prohibición del acto matrimonial de por vida, prohibición de ejercer ciertas profesiones, etc.). La consecuencia fue que, da­do que el proceso penitencial sólo podía realizarse una vez en la vida, se lo fue aplazando —incluso mediante disposiciones sinodales— hasta edad avanzada y a veces hasta el lecho de muerte8. En la Iglesia oriental puede observarse, a partir del año 391, una suavización de la práctica de esta severa penitencia oficial. En su lugar, se hizo cada vez más frecuente la confesión individual con un director de almas (con frecuencia un monje, no ne­cesariamente un sacerdote o un obispo, a condición de que gozara de prestigio espiritual: la «confesión mo­nacal»). Se concedía y se sigue concediendo también hoy en día, en las Iglesias orientales, poder de borrar los pecados a ciertos elementos litúrgicos, además del sa­cramento de la penitencia, por ejemplo al humo pro­ducido por el incienso.

El primer cambio significativo se llevó a cabo en vir­tud de un proceso que aparece testificado ya desde el siglo vi. El espacio eclesiástico irlandés-anglosajón, en el que pueden detectarse ciertas influencias de las Igle­sias orientales, modificó conscientemente la anterior praxis penitencial pública. Ahora ya se permitía recibir varias veces la absolución del sacerdote (y no sólo del obispo), y ello cualquier día del año. Al principio se mantuvieron en vigor las duras imposiciones peniten­ciales como prueba de un verdadero arrepentimiento, pero muy pronto se cambiaron por otras prácticas: li­mosnas, oraciones frecuentes, flagelaciones, etc. De­bido a este sistema de cálculos y compensaciones, se hicieron necesarios libros con detalladas «tarifas pe­nitenciales» (y la penitencia pasó a denominarse «pe­nitencia tarifaria»). Esta práctica penitencial, totalmen-

8- Además de la bibliografía citada en la nota 7, cf, los trabajos de A. Angenendt (véase bibliografías III, IV, VI y VII).

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te nueva, pasó de la mano de los misioneros irlandeses y escoceses al continente, donde, según el testimonio de los libros penitenciales, ya en el siglo vm se había difun­dido por doquier9. En vano intentaron las autoridades eclesiásticas oficiales oponerse a esta nueva práctica, que hacia el año 1000 estaba ya sólidamente implantada. Aun así, y en una visión de conjunto, no parece que este procedimiento contribuyera mucho a fomentar la prác­tica de la penitencia. Ya en la época del iv concilio de Letrán (1215) se consideró necesario promulgar una se­rie de disposiciones oficiales que impusieran un número mínimo de confesiones: «Todo fiel de uno u otro sexo, después que hubiere llegado a los años de discreción (es decir, a la edad en que puede comprender qué es el pecado) confiese fielmente... por lo menos una vez al año, todos sus pecados» (DS 812; Dz 437). El motivo principal de esta rigurosa legislación obedecía, proba­blemente, al deseo de que los cuidados de la pastoral llegaran al mayor número posible de fieles.

En la transmisión de la teología agustiniana de los sacramentos a la Iglesia de la alta edad media, al pro­ceso eclesial de la penitencia se le aplicó el nombre de «sacramento de la reconciliación» o «sacramento de la confesión». A partir de la aparición de la concepción escolástica de los sacramentos y del desarrollo del nú­mero septenario de los mismos, a mediados del siglo xil, al sacramentum paenitentiae se lo incluye siempre entre los siete sacramentos entendidos en sentido estricto. La discusión básica giraba en torno a la pregunta de si la absolución del sacerdote actuaba causalmente en la can­celación déla culpa ante Dios. Hasta mediados del siglo xm prevaleció la respuesta negativa, pero más tarde se registró el segundo importante cambio en la concepción de este sacramento. Guillermo de Auvernia, Hugo de San Cher y Guillermo de Melitona defendieron la teoría

9. También, en este punto, véanse las investigaciones de A. Angenendt sobre la temprana edad media y su piedad.

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de que la absolución impartida por el sacerdote tiene como efecto el perdón de los pecados ante Dios. Buena­ventura (t 1274) y Tomás de Aquino aceptaron esta doctrina que, en la época posterior, acabó por imponer­se en la Iglesia católica.

Tomás de Aquino desarrolló una sutil teoría, dotada de notable rigor lógico, en virtud de la cual el perdón de los pecados estaba reservado exclusivamente a Dios. El sacramento —la absolución— no influye, según dicha teoría, en la «efusión» o producción de la gracia divina; su influencia se circunscribe al proceso interior del hom­bre, mediante el cual éste se abre a la gracia de Dios de tal suerte que esta gracia puede quitarle verdaderamen­te su culpa10. Aquí permanece siempre abierta la posibi­lidad de que el hombre, por falta de fe o de amor, se cierre internamente a este proceso; así, pues, tampoco en la teoría escolástica actúa el sacramento automáti­camente, ni dispone de la gracia de Dios.

Las anteriores concepciones teológicas sobre la ca­pacidad de borrar los pecados atribuida a la contrición se conciliaron con esta doctrina de la absolución de la siguiente manera: la verdadera contrición borra los pe­cados, al igual que el sacramento, porque, si es contri­ción verdadera, lleva en sí el deseo íntimo del sacramen­to. Si el pecador se acerca al sacramento de la penitencia con un arrepentimiento «imperfecto» (atrición), éste se transforma en arrepentimiento «perfecto» en virtud de la gracia del sacramento. El teólogo franciscano Juan Duns Scoto (t 1308) simplificó —de una forma tolerada por la Iglesia— esta concepción: el arrepentimiento «imperfecto» (atrición) es suficiente porque los pecados son borrados no por el arrepentimiento, sino por la co­municación de la gracia en la absolución.

El signo sacramental del sacramento de la penitencia consiste, según Tomás de Aquino, en los «actos del pe­nitente», es decir, en lo que el pecador arrepentido

10. H. Vorgrimler, Busse und Krankensalbung, espec. 131-138.

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aporta, y en la absolución del sacerdote. Se entiende aquí que los actos del penitente —arrepentimiento, con­fesión, satisfacción— son la «materia» del sacramento, mientras que la absolución es la «forma». Para Duns Scoto, los actos del penitente son sólo condición previa imprescindible del signo sacramental; el sacramento consistiría únicamente, según él, en la sentencia que pronuncia el sacerdote en cuanto juez.

Hasta finales del primer milenio predominaron en la forma litúrgica del sacramento de la penitencia las oraciones suplicatorias. Luego se fueron reduciendo, hasta resumirse en una breve frase desiderativa, unida a una fórmula de absolución indicativa del sacerdote: «Yo te absuelvo de tus pecados.» Con el giro experimentado por la teología penitencial en el siglo xill, se entendió la absolución indicativa como la «forma» única del sacra­mento. Se perdía así la conciencia de que este sacramen­to es una liturgia comunitaria, una de cuyas partes cons­titutivas esenciales es la súplica de la comunidad por y con el pecador.

9.5. Documentación eclesial

La problemática del sacramento de la penitencia se inició con la crítica a los ministros indignos. Los justi­ficados deseos de reforma concluyeron a menudo en el intento de negar la justificación de la existencia de un sacramento o de una institución11. En el curso de las tumultuosas controversias con los cataros y los valden-ses, el IV Concilio de Letrán insistió, el año 1215, en la realidad de una posibilidad de penitencia: «Si alguno, después de recibido el bautismo, hubiera caído en pe­cado, siempre puede repararse por una verdadera pe­nitencia» (DS 802; Dz 430; cf. también DS 855; Dz 464).

11. Sobre los conflictos sobre la penitencia y las reacciones de la Iglesia, cf. ibídem IÍ4-159.

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El concilio de Constanza defendió contra Juan Wy-clif (D 1157; Dz 587) la fe en la confesión el año 1415, y el año 1418, contra Wyclif y Jan Hus, el sacramento de la penitencia y la potestad sacerdotal (DS 1260s, 1265; Dz 670s, 675). En el decreto de 1439, que, en el contexto de los esfuerzos llevados a cabo en el concilio de Florencia en pro de la reunificación con Roma, debían admitir los armenios como doctrina católica romana, se dice, si­guiendo a Tomás de Aquino:

«El cuarto sacramento es la penitencia, cuya cuasimateria son los actos del penitente, que se distinguen en tres partes. La primera es la contrición del corazón, a la que toca dolerse del pecado cometido con propósito de no pecar en adelante. La segunda es la confesión oral, a la que pertenece que el pecador confiese a su sacerdote íntegramente todos los pecados de que tuviere memoria. La tercera es la satisfacción por los pecados, según el arbitrio del sacerdote; satisfacción que se hace principalmente por medio de la oración, el ayuno y la limosna. La forma de este sacramento son las palabras de la absolución que profiere el sacerdote cuando dice: Yo te absuelvo, etc.; y el ministro de este sacramento es el sacerdote que tiene autoridad de absolver, ordinaria o por comisión de su superior. El efecto de este sacramento es la absolución de los pecados» (DS 1323; Dz 699).

Tampoco es tarea fácil sintetizar brevemente la doc­trina de los reformadores sobre la penitencia12. La unilateral insistencia de Lutero en la justificación del pecador por la sola fe le llevó a acentuar los sentimien­tos internos de penitencia, que deberían impregnar la vida toda del creyente, porque la gracia de Dios nada consigue cuando el hombre no reconoce su pecado. A esto va unido el perdón mutuo de los fieles. Las en­señanzas y las prácticas de la Iglesia sobre el arrepen­timiento perfecto, la satisfacción, las indulgencias (y el purgatorio) chocaban frontalmente con la convicción de Lutero de que, según el evangelio, sólo Dios puede con­ceder la gracia al pecador y las rechazó, por tanto, desde el primer momento. Veía en Mt 16,19 y 18,18 la insti-

12. Ibídem, 159-166 (con bibliografía); J. Lell, en DCT II, 1989, K.H. zur Mühlen, en EKL I, 1986, 602s.

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tución de una penitencia exterior y de una sentencia absolutoria que daban fundamento suficiente para una confesión privada, que el propio Lutero admitía y de­fendía, pero sin el fatigoso esfuerzo de tener que confe­sar todos los pecados uno por uno. Con todo, tras al­gunas vacilaciones y titubeos, negó a este proceso la dignidad de un sacramento, porque no aparecía en el Nuevo Testamento el testimonio de la institución divina de un signo sacramental. Para Lutero, el sacramento del perdón de los pecados es el bautismo, y entendía como un retorno al bautismo todos los legítimos esfuerzos pe­nitenciales de los cristianos.

Felipe Melanchthon compartió las dudas y vacilacio­nes de Lutero respecto de la sacramentalidad del pro­ceso penitencial, pero en todo caso le concedía —con una confesión sólo general de los pecados— más valor que el que el propio Lutero le otorgaba. Según Me­lanchthon, la absolución individual tiene gran importan­cia en cuanto garantía del perdón divino. La Confessio Augustana enumeró la absolución entre los sacramentos y se pronunció por el mantenimiento de la confesión (aunque sea sólo de derecho humano). Si bien para Me­lanchthon eran de todo punto imprescindibles la pe­nitencia y la «mortificación», no pudo aceptar las con­cepciones y determinaciones eclesiales sobre el arrepen­timiento, porque consideraba que en ellas se insistía mu­cho más en los méritos del hombre que en la acción del Espíritu Santo.

Zuinglio y Calvino promovieron una disciplina pe­nitencial eclesial y pública. Pero no admitieron el sacra­mento de la penitencia. Para Calvino, el verdadero sa­cramento de la penitencia es el bautismo, aunque permi­tió la práctica de la confesión individual como conversa­ción en busca de consejo. Todos los reformadores coincidían, por supuesto, en rechazar un sacerdocio mi­nisterial con poderes judiciales. Concedían a todos los cristianos la potestad de impartir la absolución, es decir, de fortalecer en la fe. No consideraban justo ni confor-

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me a derecho la praxis de la Iglesia católica romana de reservar a instancias superiores (reserva) la absolución de ciertos pecados, ni tampoco la concesión de facul­tades de absolución (jurisdicción).

El año 1520 condenó León X varias tesis de Lutero que afectaban, entre otras materias, a la esencia de la penitencia (DS 1455-1464; Dz 745-754). El concilio de Trento habló por vez primera de este sacramento en su sesión vi (1547), en el contexto de la doctrina de la justificación:

«Capítulo 14. De los caídos (en pecado) y de su reparación. Mas los que por el pecado cayeron de la gracia ya recibida de la justifica­ción, nuevamente podrán ser justificados (canon 29), si, movidos por Dios, procuraren, por medio del sacramento de la penitencia, recupe­rar, por los méritos de Cristo, la gracia perdida. Porque este modo de justificación es la reparación del caído, a la que los santos padres llaman con propiedad "la segunda tabla después del naufragio de la gracia perdida". Y en efecto, para aquellos que después del baustismo caen en pecado, Cristo Jesús instituyó el sacramento de la penitencia cuando dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pe­cados, les son perdonados y a quienes se los retuviereis, les son reteni­dos (Jn 20,22-23). De donde debe enseñarse que la penitencia del cristiano después de la caída es muy diferente de la bautismal y que en ella se contiene no sólo el abstenerse de los pecados y el detestarlos, o sea, el corazón contrito y humillado (Sal 50,19), sino también la confe­sión sacramental de los mismos, por lo menos en el deseo y que a su tiempo deberá realizarse, la absolución sacerdotal e igualmente la sa­tisfacción con el ayuno, limosnas, oraciones y otros piadosos ejer­cicios, no ciertamente por la pena eterna, que por el sacramento o por el deseo del sacramento se perdona a la par de la culpa, sino por la pena temporal (canon 30), que, como enseñan las Sagradas Letras, no siempre se perdona toda, como sucede en el bautismo, a quienes, ingratos a la gracia de Dios, que recibieron, contristaron al Espíritu Santo (cf. Ef 4,30) y no temieron violar el templo de Dios (ICor 3,17). De esta penitencia está escrito: Acuérdate de dónde has caído, haz penitencia y practica tus obras primeras (Ap 2,5), y otra vez: La triste­za que es según Dios, obra penitencia en orden a la salud estable (2Cor 7,10), y de nuevo: Haced penitencia (Mt 3,2; 4,17), y: Haced frutos dignos de penitencia (Mt 3,8)» (DS 1542; Dz 807).

A esta doctrina responden los cánones 29 y 30:

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«Canon 29. Si alguno dijere que aquel que ha caído después del bautismo no puede por la gracia de Dios levantarse; o que sí puede, pero por sola fe, recuperar la justicia perdida, sin el sacramento de la penitencia, tal como la santa, romana y universal Iglesia, enseñada por Cristo Señor y sus apóstoles, hasta el presente ha profesado, guar­dado y enseñado, sea anatema (cf. Dz 807).

«Canon 30. Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal manera se le perdona la culpa y se le borra el reato de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda reato alguno de pena temporal que haya de pagarse o en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos, sea anatema (cf. Dz 807)» (DS 1579; Dz 839).

Es de gran importancia la interconexión de todas las afirmaciones; el concilio acentuó, en efecto, la absoluta iniciativa de la gracia de Dios en la justificación del pe­cador, pero subrayó también la posibilidad de que el hombre actúe positivamente, basado en la justificación que le ha sido concedida, y de que luche activamente contra el pecado.

En la sesión Xiv, del año 1551, el concilio aprobó una «doctrina sobre el sacramento de la penitencia» que consta de nueve capítulos (DS 1667-1693; Dz 893a-906) y 15 cánones. Esta doctrina defiende la existencia del sacramento de la penitencia, que habría sido instituido por Jesús «principalmente» en virtud de las palabras de Jn 20,22s (cap. 1). Recuérdese que en el lenguaje de la teología escolástica la «institución» puede referirse tam­bién perfectamente a la acción que el Señor resucitado lleva a cabo por medio de su Espíritu. El concilio enseña asimismo que el bautismo y la penitencia son dos sacra­mentos distintos (cap. 2). Detalla la «forma» y la «cuasi-materia» de la penitencia (los actos del penitente) e in­dica que el contenido y fruto de este sacramento es la «reconciliación con Dios» (cap. 3). Tras establecer una clara distinción entre la contrición perfecta y la imper­fecta, expone el punto de vista católico sobre la contri­ción o arrepentimiento que, cuando es verdadero, es siempre «un don de Dios e impulso del Espíritu Santo» (cap. 4). La doctrina conciliar reafirma la competencia

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judicial de los sacerdotes y exige la confesión de boca de todos los pecados mortales «de que tienen conciencia después de diligente examen de sí mismos» (cap. 5). Acentúa que sólo los sacerdotes —también los malos sacerdotes— pueden impartir la absolución, y no en el sentido de una declaración de un perdón ya previamente concedido, sino en el sentido de una verdadera senten­cia de remisión; como fundamento de esta enseñanza adujo el «poder de las llaves» de Mt 18,18 y Jn 20,23 concedido no a todos los hombres, sino sólo a los obis­pos y sacerdotes (cap. 6). Se defienden tanto la compe­tencia jurisdiccional como la reserva (por razones pe­dagógicas) de pecados de singular gravedad (cap. 7). Se distinguen las nociones de culpa y castigo y se expone el sentido de las obras de satisfacción como penitencia por los pecados (cap. 8 y 9).

Los cánones relativos a esta doctrina dicen:

«Canon 1. Si alguno dijere que la penitencia en la Iglesia católica no es verdadera y propiamente sacramento, instituido por Cristo Se­ñor nuestro para reconciliar con Dios mismo a los fieles, cuantas veces caen en pecado después del bautismo, sea anatema.

»Canon 2. Si alguno, confundiendo los sacramentos, dijere que el mismo bautismo es el sacramento de la penitencia, como si estos dos sacramentos no fueran distintos y que, por ende, no se llama recta­mente la penitencia "segunda tabla después del naufragio", sea ana­tema.

»Canon 3. Si alguno dijere que las palabras del Señor Salvador nuestro: Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados les son perdonados; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos (Jn 20,22s), no han de entenderse del poder de remitir y retener los pe­cados en el sacramento de la penitencia, como la Iglesia católica lo entendió siempre desde el principio, sino que las torciere, contra la institución de este sacramento, a la autoridad de predicar el evangelio, sea anatema.

»Canon 4. Si alguno negare que para la entera y perfecta remisión de los pecados se requieren tres actos en el penitente, a manera de materia del sacramento de la penitencia, a saber: contrición, confesión y satisfacción, que se llaman las tres partes de la penitencia; o dijere que sólo hay dos partes de la penitencia, a saber, los terrores que agitan la conciencia, conocido el pecado, y la fe concebida del evan-

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gelio, o de la absolución, por la que uno cree que sus pecados le son perdonados por causa de Cristo, sea anatema.

»Canon 5. Si alguno dijere que la contrición que se procura por el examen, recuento y detestación de los pecados, por la que se repasan los propios años en amargura del alma (Is 38,15) ponderando la gra­vedad de sus pecados, su muchedumbre y fealdad, la pérdida de la eterna bienaventuranza y el merecimiento de la eterna condenación, junto con el propósito de vida mejor, no es verdadero y provechoso dolor, ni prepara a la gracia, sino que hace al hombre hipócrita y más pecador; en fin, que aquella contrición es dolor violentamente arran­cado y no libre y voluntario, sea anatema.

«Canon 6. Si alguno dijere que la confesión sacramental o no fue instituida o no es necesaria para la salvación por derecho divino; o dijere que el modo de confesarse secretamente con solo el sacerdote, que la Iglesia católica observó siempre desde el principio y sigue ob­servando, es ajeno a la institución y mandato de Cristo, y una inven­ción humana, sea anatema.

«Canon 7. Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario de derecho divino con­fesar todos y cada uno de los pecados mortales de que con debida y diligente premeditación se tenga memoria, aun los ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo, y las circuns­tancias que cambian la especie del pecado; sino que esa confesión sólo es útil para instruir y consolar al penitente y antiguamente sólo se observó para imponer la satisfacción canónica; o dijere que aquellos que se esfuerzan en confesar todos sus pecados nada quieren dejar a la divina misericordia para ser perdonado; o, en fin, que no es lícito confesar los pecados veniales, sea anatema.

«Canon 8. Si alguno dijere que la confesión de todos los pecados, cual la guarda la Iglesia, es imposible y una tradición humana que debe ser abolida por los piadosos; o que no están obligados a ello una vez al año todos los fieles de Cristo de uno y otro sexo, conforme a la institución del gran concilio de Letrán, y que, por ende, hay que per­suadir a los fieles de Cristo que no se confiesen en el tiempo de cuares­ma, sea anatema.

«Canon 9. Si alguno dijere que la absolución sacramental del sacer­dote no es acto judicial, sino mero ministerio de pronunciar y declarar que los pecados están perdonados al que se confiesa, con la sola condi­ción de que crea que está absuelto, aun cuando no esté contrito o el sacerdote no le absuelva en serio, sino por broma; o dijere que no se requiere la confesión del penitente para que el sacerdote le pueda absolver, sea anatema.

«Canon 10. Si alguno dijere que los sacerdotes que están en pecado mortal no tienen potestad de atar y desatar; o que no sólo los sacer­dotes son ministros de la absolución, sino que a todos los fieles de Cristo fue dicho: Cuanto atareis sobre al tierra, será atado también en

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el cielo, y cuanto desatareis sobre al tierra será desatado también en el cielo (Mt 18,18) y: A quienes perdonareis los pecados les son perdo­nados y a quienes se los retuviereis les son retenidos (Jn 20,23), en virtud de cuyas palabras puede cualquiera absolver los pecados, los públicos por la corrección solamente, caso que el corregido diere su aquiescencia, y los secretos por espontánea confesión, sea anatema.

«Canon 11. Si alguno dijere que los obispos no tienen derecho de reservarse casos sino en cuanto a la policía o fuero externo y que, por ende, la reservación de los casos no impide que el sacerdote absuelva verdaderamente de los reservados, sea anatema.

»Canon 12. Si alguno dijere que toda la pena se remite siempre por parte de Dios juntamente con la culpa, y que la satisfacción de los penitentes no es otra que la fe por la que aprehenden que Cristo satisfizo por ellos, sea anatema.

»Canon 13. Si alguno dijere que en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en cuanto a la pena temporal por los merecimien­tos de Cristo con los castigos que Dios nos inflige y nosotros sufrimos pacientemente o con los que el sacerdote nos impone, pero tampoco con los espontáneamente tomados, como ayunos, oraciones, limosnas y también otras obras de piedad, y que por lo tanto la mejor penitencia es solamente la nueva vida, sea anatema.

»Canon 14. Si alguno dijere que las satisfacciones con que los pe­nitentes por medio de Cristo Jesús redimen sus pecados no son culto de Dios, sino tradiciones de los hombres que oscurecen la doctrina de la gracia y el verdadero culto de Dios, y hasta el mismo beneficio de la muerte de Cristo, sea anatema.

»Canon 15. Si alguno dijere que las llaves han sido dadas a la Iglesia solamente para desatar y no también para atar, y que, por ende, cuando los sacerdotes imponen penas a los que confiesan, obran contra el fin de las llaves y contra la institución de Cristo; y que es una ficción que, quitada en virtud de las llaves la pena eterna, queda las más de las veces por pagar la pena temporal, sea anatema» (DS 1701-1715; Dz 911-925).

En el terreno teológico se discute hasta dónde quiso aquí el concilio formular afirmaciones dogmáticas vincu­lantes para los fieles y en qué medida pretendió tan sólo proteger en los cánones —bajo amenaza de excomu­nión— prescripciones y normas jurídicas que juzgaba irrenunciables13, la discusión se plantea sobre todo res­pecto de los cánones 6, 7 y 8 (no es correcta la afir­mación del canon 6 relativa a hechos históricos, materia

13. Con mayor detalle en H. Vorgrimler, Busse und Krankensalbung, 177-182.

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que escapa a las competencias de un concilio). La afir­mación de que la confesión de los pecados es «de dere­cho divino» es una conclusión extraída de la existencia misma del sacramento: el hombre debe reconocer sus pecados ante Dios. La exigencia de que debe hacer este reconocimiento en confesión individual ante el sacer­dote no pertenece tan necesariamente al sacramento de la penitencia. Esta exigencia, firmemente mantenida por la Iglesia, no está en contradicción con lo que Jesu­cristo ha revelado y puesto en marcha. Pero es básica­mente conciliable con otras formas de confesión de los pecados —un punto de vista de indudable importancia ecuménica—. Es lógico interpretar el canon 7 desde esta posición fundamental del canon 6. La Iglesia pide aquí obediencia con especial énfasis. Cuando, siguiendo la teoría escotista, se califica al acto de la absolución como acto judicial (canon 9), no se pretende establecer una semejanza entre el sacramento de la penitencia y los procesos judiciales de los tribunales seculares. No hay contradicción alguna con el concilio de Trento cuando se entiende el sacramento de la penitencia como actualiza­ción del juicio de gracia de Dios.

La doctrina del concilio de Trento sobre la peniten­cia ha determinado las concepciones y la práctica de la Iglesia católica hasta el siglo xx. Los repetidos esfuerzos desplegados en pro de la renovación de la confesión in­dividual en el espacio evangélico permiten concluir que no carece de esperanza la posibilidad de un diálogo ecuménico sobre este sacramento14.

La contribución esencial aportada por una amplia investigación histórica en torno a la penitencia ha sido el redescubrimiento de la dimensión eclesial del proceso penitencial. En el lenguaje de la teología escolástica, se denominaba res et sacramentum o efecto intermedio del sacramento de la penitencia a la reconciliación del pe-

14. Ibídem, 166-168 (con bibliografía); también E. Bezzel. Frei zum Eingestándnis. Ge-schichle und Praxis der evangelisehen Einzelbeichte, Stuttgart 1982.

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cador contrito con la Iglesia, mientras que el efecto úl­timo (de la gracia) era la reconciliación con Dios15. Que­daba así abierta la posibilidad de conocer con mayor exactitud el signo visible también en este sacramento y de renovarlo en el terreno litúrgico. No se menoscaba, pues, lo más mínimo el predominio absoluto de la gracia divina, que es la que mueve al pecador a la conversión y la reconciliación.

El concilio Vaticano II ha pedido la reforma del sa­cramento de la penitencia (SC 72) y ha recordado el papel de la Iglesia en el proceso penitencial (SC 109). Esta visión renovada ha encontrado su expresión teoló­gica en las siguientes palabras: «Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de éste y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y con oraciones les ayuda en su conversión» (LG 11). Se recuerda especialmente la responsabilidad de los obis­pos respecto de la disciplina penitenciaria (LG 26; sobre el servicio de los sacerdotes en el sacramento de la pe­nitencia, cf. LG 28, PO 5).

La crisis del sacramento de la penitencia en la Iglesia católica no data del Vaticano II. La oposición a una mo­ral unilateralmente construida como moral de culpa, que coloca a los cristianos en la permanente situación de acusados, hunde sus raíces en el mensaje liberador de Jesús. Las sentencias del Nuevo Testamento y de la tra­dición sobre los pecados que llevan a la muerte eterna permiten poner en duda que tales pecados sean frecuen­tes en la vida de los cristianos ordinarios. Se han modifi­cado, y con muy buenas razones, el sistema de valores y la conciencia de culpa de los cristianos cuando han am­pliado el campo de visión para pasar de la microestruc-tura individual del rechazo a la macroestructura en la

15. Desarrolla esta tesis, con más detenimiento, K. Rahner, en Schrifren VIII, 469; tam­bién H. Vorgrimler, Busse und Krankensalbung, 195s.

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que acontecen las experiencias verdaderamente graves de la degradación del hombre, la opresión, el engaño y la explotación del ser humano, la destrucción de la con­vivencia y del medio ambiente. No es cierto que la re­velación divina tenga como finalidad única la destruc­ción causada por el pecado (grave) en el corazón del pecador individualmente considerado; se orienta más bien —y así lo atestiguan numerosos ejemplos concre­tos— al mal que se hace a los semejantes y que no se elimina sólo con reconciliaciones simbólicas. No ha dis­minuido la disposición al diálogo como consecuencia de la superación de las angosturas individuales, pero ahora se busca una auténtica situación dialogante y una verda­dera capacidad de diálogo. Muchos de los que andan desorientados, desconcertados y en busca de consejo re­claman la presencia de personas dotadas de verdadera capacidad terapéutica.

No debe olvidarse, por otra parte, que, a pesar de la urgencia de prestar ayuda en casos de necesidad, el sa­cramento de la penitencia es una liturgia de la Iglesia16. Algunos deseos de remodelación en sentido comunitario y terapéutico pudieron verse satisfechos merced a las devociones penitenciales que surgieron a partir del año 1947. Cuando, en respuesta a los deseos expresados por el Vaticano II, se procedió a la remodelación litúrgica del sacramento de la penitencia, las celebraciones co­munitarias de reconciliación alcanzaron una firme po­sición en el ámbito penitencial de la Iglesia. Se intentó aquí reservar la prescripción tridentina de la confesión individual para los casos de pecados graves y de satis­facer al mismo tiempo el deseo de «absoluciones genera­les» tras la confesión común y general de los pecados.

16. ¿Sería realmente mucho pedir que el derecho canónico reconozca que el sacramento es liturgia? En su exposición de las varias formas litúrgicas del sacramento de la penitencia, R. Weigand, Das Bmsakrament, en HKR, 692-707, mantiene una tendencia acusadamente le­galista y restrictiva, aquí 695-698, que llega a su punto culminante cuando reconoce como válida una confesión por teléfono con absolución también telefónica: 698s. Una confesión así puede muy bien tener sentido como ejercicio terapéutico (para tranquilizar a conciencias escrupulosas), pero no tiene nada que ver con la tradición penitencial y con la liturgia de la Iglesia.

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Así se refleja en las normas de pastoral emitidas por la Congregación para la doctrina de la Fe17 el año 1972 y en un nuevo Ordo Paenitentiae de la Congregación para la Liturgia18 de 1973. La cúpula dirigente romana ha insistido en que en caso de pecado mortal debe recurrir-se a la confesión sacramental individual, siempre que haya posibilidad de ello (cf. CIC 1983, canon 960). Cuando hay serias dudas sobre si el pecado es grave o mortal, no existe la obligación de confesarlo. La refor­ma litúrgica amplió el papel de la oración también en la confesión individual: tras el reconocimiento de la recon­ciliación de Dios con el mundo por su Hijo y del envío del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, sigue la oración: «Que por el ministerio de la Iglesia te conce­da (Dios) el perdón y la paz.» Y sólo después se procede a la absolución, que el sacerdote pronuncia con las ma­nos extendidas: «Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.»

9.6. Resumen

El sacramento de la penitencia es aquella liturgia que, bajo la forma de oración, de confesión y de absolu­ción, actualiza el juicio de la gracia de Dios sobre el pecador arrepentido. Es, en el ámbito de la Iglesia, sig­no sensible de la conversión del hombre desde la situa­ción de perdición, un signo que el hombre no se limita a permitir que suceda en él, sino en el que colabora ac­tivamente. Su deseo de penitencia sacramental es una parte de la penitencia de la Iglesia penitente, sustentada por el recuerdo constante de los padecimientos y la muerte de Jesús y de su interrelación con la culpa de los hombres. En el sacramento de la penitencia todavía se conserva algo del proceso de distanciamiento de la anti-

17. Texto en AAS 64(1972)510-514. 18. R. Kaczynski, Enchiridion documentorum instaurationis liturgicae I (1963-1973), Turín

1976. 981-997.

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gua Iglesia, aunque lo cierto es que la Iglesia puede distanciarse del pecado, pero no de los pecadores, por­que se trata de su propia culpa protooriginaria. Cuando acepta la confesión de los pecados y pronuncia la sen­tencia de reconciliación, no sustancia un juicio al modo de los actos jurídicos humanos. El sacramento de la pe­nitencia es el memorial eficaz del juicio de la gracia de Dios, en el que el amor del Padre hacia el Hijo, y, a causa del Hijo, en el Espíritu Santo, hace desaparecer la culpa humana.

9.7. Las indulgencias

El telón de fondo teológico de la concepción católica de las indulgencias19 es la doctrina de la «pena del pe­cado» o, por mejor decir, de las «dolorosas consecuen­cias del pecado». Se enraiza en la praxis penitencial de la primitiva Iglesia, a través de la cual la Iglesia expresaba su convicción de que, cuando se borra una culpa ante Dios, no por eso desaparecen ya también completamen­te sus repercusiones en la vida de las personas (ni las penas, ni las malas inclinaciones, etc.). Estas secuelas deben eliminarse poco a poco, mediante obras peniten­ciales, tarea en la que la Iglesia adopta una actitud so­lidaria con el penitente en virtud de sus oraciones de súplica.

Indulgencia significa, desde el punto de vista histó­rico, la remisión o condonación de obras de penitencia, sustituidas por la promesa de la súplica eclesial y por la imposición de una obra agraciada con una indulgencia. En este sentido, de conmutación sustitutiva de las obras de penitencia, las indulgencias aparecen por vez primera en Francia en el siglo XI, concedidas por los obispos y los confesores. A finales de este siglo XI y durante el si-

19. Para una primera información: G.A. Benrath, en TRE I, 1977. 347-364; H. Vorgrim-ler. Busse und Krankensalbung, 203-214 (con bibliografía); R. Henseler, Der Ablass, en HKR, 707-712.

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glo XII, los papas hicieron suya esta nueva costumbre. Concedieron indulgencias a los que partían para las cru­zadas o a quienes las apoyaban con su dinero. Esta prác­tica fue ásperamente combatida por algunos teólogos ya en el mismo siglo XII. A partir de Hugo de San Cher (t 1263), se fue desarrollando en la teología escolástica la doctrina del «tesoro de la Iglesia», es decir, del tesoro formado por la sobreabundancia de los méritos de Jesu­cristo y de los santos, al que podían recurrir los papas para conceder indulgencias.

Hubo maestros, como Alberto, Buenaventura y To­más, que aceptaron esta doctrina y la ampliaron teoló­gicamente. Clemente VI la asumió en el año 1343 (DS 1025-1027; Dz 550-552). La prescripción de la confesión como condición para lucrar las indulgencias todavía per­mitía entrever su primitiva conexión con el rito peniten­cial. Pero pronto se difundieron enseñanzas según las cuales las indulgencias podían aplicarse también a los difuntos. En la edad media tardía, durante los siglos XIV y XV, papas y obispos transformaron todo lo relacionado con las indulgencias en fuente de ingresos económicos, mientras que entre las capas populares se propagaban múltiples desviaciones supersticiosas. La crítica teoló­gica fue tornándose cada vez más severa.

Los papas defendieron la doctrina de las indulgen­cias contra los ataques de Juan Wyclif y Juan Hus (DS 1266s; Dz 676s), y contra las afirmaciones de Lutero de que las indulgencias son «una mentira piadosa» (DS 1647-1662; Dz 880-884). Con sincera voluntad refor­madora, previno el concilio de Trento frente a los abusos y el gran número de indulgencias, pero mantuvo firmemente la doctrina de las indulgencias en cuanto tal y enseñó que eran sobremanera saludables y que debían conservarse (DS 1835; Dz 989). De todas formas, los padres conciliares no se pronunciaron respecto de la doctrina sobre las indulgencias de León X, el año 1518, según la cual la indulgencia es una dispensa o remisión de la pena temporal debida por los pecados que ya han

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sido borrados ante Dios, concedida por el romano pon­tífice a partir del tesoro de los méritos superabundantes de Cristo y de los santos, a los vivos a modo de absolu­ción y a los difuntos a modo de sufragio (DS 1447-1449; Dz 740a).

A la luz de las investigaciones sobre los orígenes de las indulgencias desarrolladas por la historia de los dog­mas, han intentado Bernhard Poschmann (t 1955) y Karl Rahner (t 1984) corregir la visión jurídico-jurisdic-cional de las indulgencias y entenderlas como súplicas cualificadas de la Iglesia en favor de los pecadores con­tritos que se enfrentan con las funestas consecuencias temporales de sus pecados. En esta tentativa, habría que proceder también a eliminar la idea de que las indulgen­cias son una fácil transacción para sustituir una peniten­cia necesaria.

En la reforma de las indulgencias del año 1967 com­partió Pablo vi este punto de vista. El documento men­ciona la eliminación de las secuelas de los pecados y la ayuda mutua entre los cristianos para vencer los pe­cados. Apoyándose en la doctrina del «tesoro de la Igle­sia», declaraba: «El tesoro de la Iglesia es Cristo Reden­tor, en cuanto que en él encuentran fundamento y va­lidez la satisfacción y los merecimientos de su obra re­dentora.» En este proyecto de reforma se entienden las indulgencias no sólo como oración de súplica sino tam­bién como distribución, hecha con la debida autoridad, del tesoro de la Iglesia. El papa declaraba también, en este documento, que compete a la libertad de los hijos de Dios decidir si quieren, o no, lucrar indulgencias (texto castellano de la constitución apostólica de Pa­blo vi, en «Eclesia», n.° 1326 [1967] 5-14).

El derecho canónico actualmente en vigor entiende las indulgencias como «la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y

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aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos» (CIC 1983, canon 992). Son apli­cables también a los difuntos a manera de sufragio (ibídem, canon 994). La Sede Apostólica se reserva el derecho de conceder a otros la potestad de otorgar in­dulgencias (ibídem, canon 995). Se ha publicado recien­temente (Roma 1986) una edición revisada del Enchi-ridion indulgentiarum.

La crisis generalizada a que se ha visto sujeto todo lo relacionado con el tema de las indulgencias puede signi­ficar una desconfianza respecto de la pretensión de la Iglesia de disponer de los «méritos y satisfacciones» de Jesucristo —radicalmente apartados de nuestra dimen­sión—. Pero no debe significar que cesen también los sufrimientos y padecimientos solidarios ni las súplicas de los unos por los otros en el seno de la Iglesia.

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10. La unción de los enfermos

10.1. Fundamentos bíblicos

Los textos bíblicos que la Iglesia antigua aducía co­mo fundamentos de la institución de la unción de los enfermos, a saber, Me 6,12s y Sant 5,14s, deben enten­derse en el contexto de la dedicación de Jesús y de las primeras comunidades cristianas a los enfermos. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento atribuían la en­fermedad, al menos en gran parte, a las repercusiones destructoras del pecado sobre los hombres y veían am­bas cosas, enfermedad y pecado, también como secuen­cia de la actuación de poderes maléficos sobre el género humano. Una ingenua teología de la desmitologización llegó a creer que podría rechazar definitivamente las afirmaciones bíblicas sobre los poderes y las potestades maléficas, junto con la antigua concepción del mundo. A una con la idea de que existen energías espirituales supraindividuales que pueden influir en los hombres y de que los comportamientos y las decisiones negativas acumuladas en la humanidad pueden «envenenar» y en­fermar a las personas, ha vuelto a ganar terreno el anti­guo punto de vista, aunque purificado, por supuesto, de la concepción de que los demonios son una especie de fantasmas. La actividad de Jesús estuvo orientada en su totalidad a destruir las situaciones e interconexiones ma-

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léficas y a permitir la eclosión de aquellas situaciones nuevas que se denominan «reino de Dios». En el estadio inicial de este reino de Dios esto significa proceder con­tra todos los elementos que alienan y enferman la vida humana, con la promesa de que, en la consumación ple­na de este reino, la enfermedad y la muerte quedarán definitivamente eliminadas. Al situar el reino o dominio de Dios como tema central de la actividad de Jesús, se da ya por supuesto y admitido que lo que en primera línea se proponía Jesús era cumplir la voluntad del Pa­dre. Y esto quiere decir también, indudablemente, de­dicación a los necesitados de ayuda, sanación de las si­tuaciones y circunstancias humanas, pero a }a vez re­quiere, como condición previa irrenunciable, el recono­cimiento de Dios como Creador y Padre, su alabanza y glorificación. Contrariamente a lo que hicieron algunos grandes personajes del mundo antiguo, Jesús no se con­centró en actividades terapéuticas. Cuando curaba en­fermos sus acciones estaban siempre ordenadas a la pro­clamación práctica del reino de Dios, unida a menudo expresamente a la expulsión del Maligno y al perdón de los pecados. Dicho de otro modo: no eran acciones mé­dicas o terapéuticas, sino más bien carismáticas, dotadas de simbolismo real1. A través de ellas transmitía Jesús de forma sensible y perceptible su mensaje de la gran misericordia de Dios ante la angustiosa situación en que se encontraban los enfermos y los pecadores.

Según Me 6,7-13, Jesús dio a los doce, en cuanto compañeros y enviados suyos, una participación en su misión, de tal modo que pudieron predicar, curar y ex­pulsar demonios. Utilizaron para ello la unción con acei­te, remedio medicinal de uso generalizado en tiempos de Jesús. Por supuesto, en la antigüedad se concedía

1. R. Pesch, Das Markusevangelium I, Friburgo 1976, 127. Cf. también H. Vorgrimler, Busse und Krankensalbung, Friburgo 1978, 216-218 (con bibliografía); W. Kirchschláger, Jesu exorzistisches Wirkenaus der Sichtdes Lukas, Klosterneuburg 1981; O. Betz y otros, Heilung/ Heilungen, en TRE XIV, 1985, 763-774; W. Schrage, Heil und Heilung im Neuen Testament, «Evangelische Theologie» 46(1986)197-214.

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importancia al contacto corporal en las curaciones. Jesús mismo lo practicó bajo varias formas (incluido el empleo de la saliva, Jn 9,6). La tradición dedicó una especial atención a las curaciones que llevó a cabo mediante la imposición de las manos (Le 4,40).

Así, pues, la dedicación de las primeras comuni­dades cristianas a los enfermos, no sólo en sentido ca­ritativo y terapéutico, sino también a través de la pala­bra y de las acciones simbólicas, denotaba una gran pro­ximidad temporal con Jesús. En el escrito doctrinal y admonitorio que circulaba a finales del siglo I al amparo del nombre de «Santiago, hermano del Señor», su autor habla, en el contexto del tema de la oración, de los her­manos en la fe sujetos a enfermedad: «¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nom­bre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pe­cados, le serán perdonados. Confesaos, pues, mutua­mente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados. La oración ferviente del justo tiene mucho poder» (5,14-16). Los conceptos aquí utili­zados para referirse a los enfermos inducen a pensar en enfermedades graves, pero no necesaria ni exclusiva­mente en situaciones ya agónicas. De acuerdo con el colorido judeocristiano del escrito, por presbíteros debe entenderse aquí a los jefes o dirigentes de la comunidad. Su acción primaria en favor del enfermo es la oración. A la oración creyente se le promete ser escuchada en la forma de redención, de restablecimiento y (si fuere ne­cesario) de perdón de los pecados. Y como la unción se hace «en el nombre del Señor» —es decir, invocando su nombre salvador—, se trata más de una acción simbólica que de una aplicación medicinal. De ella se espera un resultado que afecta a la salud total y unitaria del hom­bre, de modo que no es lícito contraponer los diversos aspectos. En la concepción de esta carta, los pecados a que se refiere no son las faltas cotidianas, sino acciones

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que engendran la muerte (cf. Sant 1,15; 5,20). Que se produzca, o no, el efecto de la curación y del perdón es cosa que depende sólo de Dios. El texto no ofrece ningún punto de apoyo para entender el acontecimiento recomendado como curación milagrosa.

10.2. La historia de la unción de los enfermos

En los primeros siglos de la historia de la Iglesia no es posible deslindar, de entre los actos litúrgicos, uno específicamente referido a la unción de los enfermos. No se han conservado, en este punto, ni regulaciones jurídicas ni reflexiones teológicas. Los textos más anti­guos en los que aparece testificada se refieren a oraciones para la bendición del aceite con que se ungía a los enfermos. Algunas de ellas se remontan a los pri­meros años del siglo III2: el aceite debe adquirir una nueva eficacia, para que pueda convertirse en auxilio para el cuerpo y el alma. También se le podía tomar como bebida.

El primer texto extralitúrgico sobre la unción de los enfermos procede de una carta del papa Inocencio I, del año 416; en ella se cita, por vez primera, el pasaje de la carta de Santiago en conexión con la unción de los enfer­mos (DS 216; Dz 99). El papa abordaba en este escrito el tema de la utilización correcta del óleo; no pretendía, pues, exponer una doctrina completa sobre la unción de los enfermos. Según este documento, a todos los cris­tianos les está permitido usar el óleo del crisma prepara­do por el obispo «para ungirse en su propia necesidad o en la de los suyos». Pero sólo el obispo puede consagrar el óleo. Los obispos tienen potestad para derramar este óleo; si el pasaje de la carta de Santiago habla de los «presbíteros» es porque los obispos, impedidos por otras

2. H. Vorgrimler, o . c , 218-220: los testimonios más antiguos, con indicación de las fuen­tes.

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ocupaciones, no pueden visitar a todos los enfermos. El óleo bendecido («crisma») es un «género de sacramen­to» (genus sacramenti) y, por tanto, no puede derramar­se sobre los penitentes,, ya que a éstos se les niegan (an­tes de la reconciliación) los sacramentos. Este pasaje del documento pontificio fue citado numerosas veces en la Iglesia occidental e insertado en las principales compi­laciones del derecho eclesiástico. Por lo demás, el su­mamente influyente Decretum Gratiani (primera mitad del siglo Xll) suprimió precisamente los pasajes referen­tes a los enfermos como receptores y a los fieles (es decir, también a los laicos) como administradores.

Según testimonios del siglo vi, en caso de enfer­medad (y no sólo en peligro de muerte) los cristianos podían ungirse a sí mismos y ungir a los suyos con el óleo consagrado; al parecer, hubo por aquella época una cierta competencia con los hechiceros. Este dato apare­ce testificado todavía en el siglo vm por Beda (t 735). Apoyándose en Sant 5,16, Beda consideró que el pro­ceso penitencial constituía el punto culminante de la un­ción de los enfermos.

A partir del siglo vm, y principalmente en el siglo ix, se modificaron tanto la teología como la praxis de la unción de los enfermos, que pasó a ser, junto con la penitencia y la eucaristía, el sacramento de los moribun­dos. Las razones fueron, por un lado, las severas obli­gaciones que se contraían, de por vida, con la unción, comparables a las obligaciones penitenciales; por otro lado, que se entendía que la unción era parte constituti­va de la penitencia. Todavía estaba sujeta a oscilaciones la secuencia de los tres sacramentos. Hasta el siglo XIII, la unción de los enfermos se recibía después de la recon­ciliación penitencial y antes del viático. Pero a partir de este siglo, y hasta el Vaticano II, se generalizó la práctica de administrarlo después de los otros dos. Ya desde el siglo IX se reservó a los sacerdotes su administración. El rito no era uniforme. En algunos lugares, el sacerdote consagraba el óleo inmediatamente antes de la unción

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del enfermo; en otros, el obispo consagraba los óleos específicamente para este sacramento. Era frecuente la práctica de ungir los cinco sentidos del enfermo, pero existen testimonios de más de 20 unciones diferentes, cada una de ellas acompañada de su propia oración. A veces la unción se administraba durante siete días seguidos; en algunas regiones —y todavía, en la actua­lidad, en el rito bizantino— se requería la presencia de varios sacerdotes para la unción. Así aparece en Tomás de Aquino. Por diversas razones, esta praxis tenía efec­tos disuasorios, de modo que el sacramento tuvo que superar varias etapas críticas3.

Hasta bien entrado el siglo Xll, a la unción de los enfermos se la denominaba generalmente oleum infir-morum, debido al óleo empleado en su administración, pero más tarde la teología escolástica acuñó el término de extrema unctio, última o «extrema unción» porque se había convertido de hecho en sacramentum exeuntium, sacramento de los moribundos. Desde que se fijó, en la primera mitad del siglo XII, en siete el número de los sacramentos, la extremaunción se contó entre ellos. Hu­bo importantes teólogos de la alta Escolástica que ads­cribieron su institución a los apóstoles, mientras que otros consideraban que fue fundado por el mismo Jesús, si bien, al igual que en el caso de la confirmación, fueron los apóstoles quienes lo dieron a conocer oficialmente. El mayor problema con que se enfrentaba la teología escolástica en el tema de la unción de los enfermos era el de la determinación de su(s) efecto(s). Se fue perdiendo cada vez más la visión unitaria y, por tanto, pasó a muy segundo plano el efecto de la curación del enfermo. Al fin, acabó por imponerse la idea de que este sacramento eliminaba los últimos impedimentos para la entrada del creyente en la gloria celeste y llevaba a su coronación todos los esfuerzos desplegados por la Iglesia para la salvación del alma. A partir de aquí prevaleció, durante

3. Ibídem, 221s, con ejemplos y pruebas documentales.

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cerca de siete siglos, la concepción escatologizadora y espiritualizadora de este sacramento.

10.3. Documentación eclesiástica

Las declaraciones doctrinales del magisterio de la Iglesia relativas al sacramento de la unción de los enfer­mos anteriores al concilio de Trento son extremadamen­te escasas. En el siglo XIII se le menciona en tres ocasiones: en 1208 bajo el nombre de «unción de los enfermos», y en 1254 como «extremaunción» (DS 794,833; 860; Dz 424,451; 465). El catálogo de pregun­tas de Martín V para los seguidores de Juan Wyclif y de Juan Hus del año 1418 contiene la afirmación de que el cristiano que desprecia la recepción de los sacramentos de la confirmación y de la extremaunción y la solemne celebración del matrimonio comete pecado mortal (DS 1259; Dz 669). En la doctrina sobre los sacramentos del Decreto para los armenios, extraída de Tomás de Aqui­no, se dice:

«El quinto sacramento es la extremaunción, cuya materia es el aceite de oliva, bendecido por el obispo. Este sacramento no debe darse más que al enfermo, de cuya muerte se teme, y ha de ser ungido en estos lugares: en los ojos, a causa de la vista; en las orejas, por el oído; en las narices, por el olfato; en la boca, por el gusto o la lo­cución; en las manos, por el tacto; en los pies, por el paso; en los rí­ñones, por la delectación que allí reside. La forma de este sacramento es ésta: Por la santa unción y por su piadosa misericordia, el Señor te perdone cuanto por la vista, etc. Y de modo semejante en los demás miembros. El ministro de este sacramento es el sacerdote. El efecto es la salud del alma y, en cuanto convenga, también la del mismo cuerpo. De este sacramento dice el bienaventurado Santiago apóstol: ¿Está enfermo alguien entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará y, si estuviere en pecados, se le perdonarán (Sant, 5,14)» (DS 1324s; Dz 700).

Mientras que las Iglesias orientales separadas de Ro­ma admiten, en general, que la unción, unida a la

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oración, es uno de los siete sacramentos instituidos por el Señor (aunque con notables diferencias, en lo re­ferente a la praxis y a las concepciones de unas Iglesias a otras), los reformadores negaron la sacramentalidad de la unción de los enfermos. Para Martín Lutero y Juan Calvino los testimonios bíblicos son simplemente relatos de curaciones milagrosas; no se le habría conferido a la Iglesia posterior el don correspondiente. Combatieron enérgicamente la costumbre de dar la unción a los mo­ribundos. Para negar la sacramentalidad, Lutero aducía el argumento de que la unción de los enfermos ni había sido instituida por Jesús ni ha tenido de él ninguna pro­mesa de gracia. Pero la aceptó como una de las ayudas mediante las cuales un creyente puede conseguir el per­dón de los pecados y la paz, al igual que ocurre, por ejemplo, con el uso del agua bendita.

Al abordar el tema de la unción de los enfermos, el concilio de Trento consideró que una de sus tareas más apremiantes era la de defender su sacramentalidad. En la sesión xiv, del año 1551, aprobó y promulgó una «doctrina sobre el sacramento de la extremaunción» en 3 capítulos y 4 cánones. Éstos dicen así:

«Canon 1. Si alguno dijere que la extremaunción no es verdadera y propiamente sacramento instituido por Cristo nuestro Señor y promul­gado por el bienaventurado Santiago apóstol, sino sólo un rito acep­tado por los padres, o una invención humana, sea anatema.

«Canon 2. Si alguno dijere que la sagrada unción de los enfermos no confiere la gracia, ni perdona los pecados, ni alivia a los enfermos, sino que ha cesado ya, como si antiguamente sólo hubiera sido la gracia de las curaciones, sea anatema.

«Canon 3. Si alguno dijere que el rito y uso de la extremaunción que observa la santa Iglesia romana repugna a la sentencia del biena­venturado Santiago apóstol y que debe por ende cambiarse y que puede sin pecado ser despreciado por los cristianos, sea anatema.

«Canon 4. Si alguno dijere que los presbíteros de la Iglesia que exhorta el bienaventurado Santiago se lleven para ungir al enfermo, no son los sacerdotes ordenados por el obispo, sino los más viejos por su edad en cada comunidad, y que por ello no es sólo el sacerdote el ministro de la extremaunción, sea anatema» (DS 1716-1719; Dz 926-929).

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El canon 1 no enuncia un nuevo dogma, porque la sacramentalidad de la unción de los enfermos había sido ya dogmáticamente establecida en la sesión vil, del año 1547 (DS 1601; Dz 844). El fundamento bíblico aducido no es parte constitutiva del núcleo de la afirmación. El canon 2 rechaza la antes mencionada opinión reformista de que los testimonios bíblicos se refieren a un don de curaciones que sólo existió en el pasado. Para el conte­nido histórico del canon 3 se recurre a una fórmula muy cuidadosa, que insinúa la vía mediante la cual Roma intentó en el pasado y sigue intentando en la actualidad trazar una línea de conexión entre el Nuevo Testamento y los ritos que han ido surgiendo con el paso del tiempo: lo nuevo nunca puede entrar en colisión con los testi­monios bíblicos. El canon 4 defiende el orden jurídico sacramental. Según él, el ministro propio y ordinario de la extremaunción es el sacerdote. Pero con esto no se excluye que pueda haber ministros extraordinarios, por ejemplo los diáconos.

La «doctrina» insiste expresamente en que el mo­mento en que debe recibirse la extremaunción es al final de la vida. Este sacramento estaría «insinuado» en Me 6,13 y habría sido anunciado y recomendado a los fieles por Santiago. Habría sido también Santiago quien se­ñaló la materia, la forma, el ministro y el efecto. Se dice, además: «La oración representa, de la manera más apta, la gracia del Espíritu Santo por la que invisiblemente es ungida el alma del enfermo» (cap. 1: DS 1695; Dz 908). Se explica luego, con mayor detalle, en el cap. 2, la realidad de esta gracia del Espíritu, «cuya unción limpia las culpas, si alguna queda aún por expiar, y las reliquias del pecado y alivia y fortalece el alma del enfermo... (que) soporta con más facilidad las incomodidades y tra­bajos de la enfermedad, resiste mejor a las tentaciones del demonio ... y, a veces, cuando conviniere a la salva­ción del alma, recobra la salud del cuerpo» (DS 1696; Dz 909). En esta «doctrina» se menciona en primer lu­gar a los obispos, antes que a los sacerdotes, como mi-

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nistros ordinarios de la extremaunción. Los receptores son los enfermos, «señaladamente aquellos que yacen en tan peligroso estado que parezca están puestos en el término de la vida» (cap. 3: DS 1698; Dz 910). Este «señaladamente» ha desempeñado un importante papel en la nueva orientación del siglo xx, ya que, según estas palabras, el concilio de Trento no estableció que este sacramento esté exclusivamente reservado a los mo­ribundos. Se dice también que se le puede recibir varias veces, cuando el enfermo, después de recuperada la sa­lud, recae en un nuevo peligro de perder la vida. Res­pecto de las cuestiones históricas, el concilio se expresó en términos exactamente iguales a los empleados en el canon 3. Califica el desprecio de este sacramento de «pecado muy grande e injuria contra el mismo Espíritu Santo» (ibídem).

Con esta doctrina, el concilio de Trento consiguió superar las posturas teológicas unilaterales. Su propósi­to principal fue defender la institucionalización sacra­mental (es decir, más allá del carisma) de la unción de los enfermos, demostrar que la praxis católica no es opuesta al testimonio de las Escrituras y enseñar la sig­nificación salvífica de este sacramento para los enfer­mos. En las enseñanzas de Trento predomina la concep­ción de que esta unción de los enfermos es, en primer término, una ayuda espiritual concedida para el momen­to final de la vida, pero el concilio no quiso enunciar dogmáticamente que sea un «sacramento de los mo­ribundos». En la época siguiente se registraron tenden­cias que propugnaban la «escatologización» de este sa­cramento, convirtiéndolo en una «unción de la muerte» o «unción del cuerpo resucitado». No obstante, desde mediados del siglo xx se registran también tentativas que propugnan una renovación de la «unción de los en­fermos».

Estos esfuerzos reformadores4 han encontrado una

4. Una síntesis de las dos orientaciones, en ibídem, 231s, con pruebas documentales.

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primera plasmación oficial en la Constitución sobre la liturgia del concilio Vaticano n, que admite que la extre­maunción puede llamarse también y mejor, «unción de los enfermos» y fija el momento oportuno para recibirla «cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez» (SC 73). En el número 74 se dice que el ritual se celebra por el orden siguiente: primero la confesión, luego la unción y, al final, la euca­ristía (viático). A continuación (número 75), pide que se adapten, según las circunstancias, el número de las un­ciones y que se revisen las oraciones correspondientes al rito de la unción. Más adelante, y como consecuencia de esta nueva orientación, enseñó el concilio: «La Iglesia entera encomienda al Señor paciente y glorificado a los que sufren, con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, para que los alivie y los salve (cf. Sant 5,14-16); más aún, los exhorta a que, uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (Rom 8,17; Col 1,24; 2Tim 2,11-12; IPe 4,13), contri­buyan al bien del pueblo de Dios» (LG 11).

La deseada reorganización llevó al siguiente resul­tado: El nuevo Orden de 1970 para la consagración del óleo de los catecúmenos y los enfermos y del crisma reserva, en términos generales, al obispo la bendición de los óleos, pero en caso de auténtica necesidad también pueden bendecirlos los sacerdotes. En la oración que acompaña a la bendición se enumeran los efectos de la unción: es signo santo de la misericordia divina, que expulsa la enfermedad, el dolor y las tribulaciones, y protección para la vida, el alma y el espíritu. La nueva ordenación de la unción misma5, de 1972, de la que se dice, en términos expresos, que es válida sólo para el rito latino (para las Iglesias orientales, véase OE 12,27), devuelve al sacramento su forma litúrgica. Tras el inicio y el servicio de la palabra de Dios, se procede, en silen-

5. R. Kaczynski, Enchiridion documentorum instaurationis liturgicae I (1963-1973), Turín 1976, 905-914.

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ció, a la imposición de las manos por el «ministro»; sigue una alabanza al óleo consagrado (en caso de necesidad puede consagrarse el óleo para una situación determina­da). La unción, simplificada, se aplica en la frente y en las manos, y a continuación se recita la oración: «Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Amén. Para que libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén.»

La unción debe administrarse en caso de enfermedad grave (también antes de una intervención quirúrgica, o en los casos de achaques de ancianidad, aunque no se padezca una enfermedad específica). Puede adminis­trarse a varios enfermos comunitariamente, en la Iglesia o en un local adecuado. Puede repetirse ante una nueva enfermedad o un empeoramiento del estado de salud. Y no se ordena sólo a fortalecer la fe del enfermo, sino que es también una expresión de esta fe.

La reforma de este sacramento, con la radical mo­dificación de la fórmula de administración, muestra el alto grado de libertad de configuración que la Iglesia católica se atribuye en los sacramentos6. Se expresa aquí, de feliz manera, que el sacramento es una liturgia y que la «fórmula» de los sacramentos es esencialmente oración de súplica, epiclesis del Espíritu Santo7.

10.4. Resumen

El lugar sacramental de la unción de los enfermos es, indudablemente, la enfermedad, no el final de la vida.

6. Esta idea encontró su primera expresión clara y perceptible en la reforma del sacramen­to del orden de Pío XII en 1947 (cf. infra 11.3.2). Estas reformas, analizadas en el contexto del concilio Vaticano II, muestran que las anteriores afirmaciones distaban mucho de ser intoca­bles. Es, por tanto, posible considerar que el Decreto para los armenios, que tanta influencia ejerció en el pasado en cuanto declaración conciliar del año 1439, fue, simplemente, la des­cripción del estado de la cuestión de aquella época.

7. Cf, sobre esto E.J. Lengeling, "Per islam sanctam unctionem... adiuvet ie Dominus gratia Spiritus Sancti». Der Heilige Geist und die Krankensalbung, en G.J. Békes-G. Farnedi (dirs.), Lex orandi lex credendi, Roma 1980, 235-294.

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Pero si la Iglesia considera que la enfermedad es el lugar de un sacramento, debe tomarse en serio la amenaza que esta enfermedad encierra para los hombres. Cuando es una enfermedad grave, se convierte en señal de la sujeción a la muerte. Enfrenta inevitablemente al enfer­mo con el problema de la fe ante el sufrimiento, de la relación con Dios, en la que debe ejercitarse y mante­nerse firme, «ya ahora», aquella cercanía de Dios que se le ha asignado al hombre de una vez por siempre y sin rupturas; plantea, en fin, también siempre el problema del punto final de la vida. Significa para los hermanos en la fe, para la Iglesia, la tarea de combatir el dolor renun­ciando a falsos consuelos, allí donde sea posible luchar contra él. Y pide, además, dedicación solidaria bajo for­mas humanas —es decir, también sensibles— y re­ligiosas. La acción simbólica de la unción de los enfer­mos puede expresar que se hace frente, con fe y con la esperanza puesta en Dios, a esta situación y puede in­dicar, además, mediante el contacto personal, aquella cercanía humana que, cuando no es sólo simbólica, tiene efectos saludables8. Es la confesión de la comunidad —y de los enfermos que hay en su seno— de que la salvación decisiva y definitiva debe esperarse de Dios Padre, por su Hijo, en aquel Espíritu divino por cuya intervención se suplica en esta acción simbólica. Para aquellos a quienes la unción con el óleo les resulte una cosa extraña y a quienes sólo con grandes dificultades se les puede procurar, es consolador saber que el sacramento propio y verdadero de los moribundos ha sido, desde siempre, la eucaristía9. También este sacramento presupone, co­mo la unción de los enfermos, que no se rechaza la situa­ción, sino que se la actualiza conscientemente y se la

8. Este aspecto ha llevado al redescubrimiento de la unción de los enfermos, por ejemplo en el espacio anglicano. Cf. la bibliografía citada por H. Vorgrimler, o . c , 227, nota 60.

9. Sobre este tema, véase especialmente R. Kaczynski, Die Feier der Krankensakramente, «Internationale kath. Zeitschrift» 12(1983)423-436. Kaczynsky rechaza aquí también el inten­to de G. Greshake de interpretar la unción de los enfermos como «sacramento de la renova­ción del bautismo frente a la muerte». Tiene razón Kaczynski cuando indica que este sacra­mento es justamente la comunión eucarística: ibídem, 435.

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pone, por ende, ante la presencia del Dios amante y misericordioso.

Bibliografía VIII

Álvarez Gutiérrez, C.G., El sentido teológico de la unción de los enfer­mos en la teología contemporánea (1940-1980), Roma 1981.

Jorissen, I.-Meyer, H.B., Pastorale Hilfen in Krankheit und Alter. Über Krankheit, Alter und das Sakrament der Krankensalbung, Innsbruck 1874.

Kaczynski, R., Die Feier der Krankensalbung, «Internat. kath. Zeit-schrift« 12(1983)423-436.

Kirchschláger, W., Jesu exorzistisches Wirken aus der Sicht des Lukas, Klosterneuburg 1081.

Lengeling, E.J., «Per istam sanctam unctionem... adiuvet te Dominus grada Spiritus Sancti». Der Hl. Geist und die Krankensalbung, en G.J. Békes-G. Farnedi (dirs.), Lex orandi lex credendi, Roma 1980, 235-294.

Probst, M.-Richter, K. (dirs.), Heilssorge für die Kranken, Friburgo 1975.

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Vorgrimler, H., Busse und Krankensalbung (Handbuch der Dogmen-geschichte IV/3), Friburgo 1978, 215-234 (con bibliografía).

Ziegenaus, A., Die Krankensalbung, en H. Luthe (véase bibliografía I), 421-480.

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11. El sacramento del orden

11.1. Introducción

El sacramento del orden está estrechísimamente vin­culado con el ministerio o, por mejor decir, con los mi­nisterios y servicios de la Iglesia. De ahí que sea imposi­ble hablar del uno sin tener en cuenta los otros. Pero es justamente en el tema del ministerio en la Iglesia donde se hacinan los problemas que tienen, a su vez, reper­cusiones por así decirlo retroactivas para la comprensión del sacramento del orden.

Es fundamental, en toda esta temática, la eclesio-logía, es decir, la concepción teológica de la Iglesia1, que debe asentarse sobre una sólida base histórica. La teología católica está siempre expuesta al peligro de querer atribuir al Jesús histórico demasiados detalles concretos relacionados con la existencia y la constitución de la Iglesia. Sólo así —parecen pensar algunos— puede garantizarse la legitimación divina; sólo aquello que ha­ya sido concretamente fundado por Jesús mismo puede tenerse como fundación divina, como institución de de­recho divino (iuris divini). Indudablemente debe garan­tizarse un punto de conexión entre Jesús y la existencia

1. Sobre este punto podrá consultarse la eclesiología de M.M. Garijo Guembe, de pró­xima aparición.

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de la Iglesia y sus instituciones esenciales. Pero no ha sido la actual teología la primera que ha intentado esta­blecer esta conexión bajo una forma «más amplia», llena de contenido teológico. En su decisión doctrinal sobre la institución de la confesión sacramental de los pecados por derecho divino, el concilio de Trento señaló que la forma concreta que puede observarse en la Iglesia ya desde el principio responde a la institución y al mandato de Cristo y no es, por tanto, mera invención humana (DS 1706; Dz 913). Pero ya en la teología escolástica no se identificaba necesariamente el concepto de «insti­tución» con el de fundación histórica. Podía verse tam­bién la institución en un impulso procedente de Jesús resucitado.

Se perfilan así las dos líneas o dimensiones que de­ben darse en la Iglesia y en sus instituciones esenciales, a saber: la aproximación o correspondencia histórica (que es cosa distinta de la fundación concreta) y el impulso proporcionado por el Espíritu. Fácilmente se advierte que, en esta concepción, no debe contemplarse a la Igle­sia y sus ministerios en una perspectiva meramente his-toriográfica, sino como fundamentados sobre una base trinitaria e historicosalvífica. Para satisfacer las exigen­cias históricas basta con que una evolución responda (es decir, sea positivamente acorde o conforme con y, en todo caso, no contraria) a lo que encierra la predicación y el género de vida de Jesús.

A la hora de fijar o definir los contextos o las corres­pondencias históricas es importante preguntarse cómo pudo imponerse un proceso o una evolución determina­da en el corto espacio de tiempo que media después de la partida de Jesús, si no podía establecerse una co­nexión positiva con el mismo Jesús. El nacimiento de la primitiva comunidad cristiana (en aquel entonces to­davía dentro del judaismo) y, por tanto, de la Iglesia, presuponía la conciencia de que era lícito llevar adelante la misión de Jesús, dar testimonio a favor de él y de su mensaje, ganarse a los hombres y vivir una nueva forma

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de comunión humana. En la prolongación de la misión y en la identidad del mensaje deben verse los elementos básicos de la continuidad histórica (y deben, por tanto, ser considerados como de «derecho divino»).

Dentro de la recién fundada comunidad de fe sur­gieron obviamente distintas funciones y servicios. Debe contemplarse en una doble perspectiva la conexión con Jesús, que no quiso apartarse ni apartar a su comunidad de Israel. Por un lado, al instruir y enviar a sus discí­pulos establecía evidentemente una diferencia entre la masa general de los que creían en él y aquellos a quienes tomaba a su servicio especial. Corresponde a los exege-tas descubrir los motivos de esta distinción. Por otro lado, no todos los seguidores de Jesús participaron de igual modo en las experiencias pascuales con el Señor resucitado. A través de esta diversidad cristalizó un gru­po nuclear, constituido por testigos de vista y oído, que podía y debía testimoniar la identidad del Jesús histórico con el Resucitado.

A partir de estos datos de la misión y del testimonio, la Iglesia se entendió y se sigue entendiendo como «apostólica», con independencia de que se defina con más exactitud el concepto de apóstol2. Se da, en sentido genérico, la «sucesión apostólica» cuando la Iglesia se mantiene firmemente dentro de la fe de los primeros discípulos y apóstoles, en especial dentro de la fe trinita­ria y cristológica, y lleva adelante, en este sentido, la proclamación y la misión. Es evidente, por lo demás, que todo esto forma parte del seguimiento práctico de Jesús.

A partir de la significación del testimonio, que es el factor constitutivo de la Iglesia, se deriva el concepto de «sucesión apostólica» en sentido estricto y formal: el ministerio está en la Iglesia al servicio de la identidad y de la continuidad del testimonio de fe. Recibe su legiti-

2. Cf-, para una primera aproximación, los artículos de TRE III. 1978. 430-483 y EKL I. 1986, 221-223, los dos con bibliografía.

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mación no sólo en virtud de la identidad entre su fe y su confesión y la fe y la confesión de los primeros testigos, sino también en virtud de su origen histórico a partir de tales testigos. Este punto de vista no es, con todo, com­partido por todas las Iglesias cristianas; justamente aquí se inician los problemas ecuménicos relativos al ministe­rio y al sacramento del orden (cf. infra 11.5). La Iglesia católica no puede renunciar al principio de la sucesión apostólica, en su sentido tanto general como específico, entendido como elemento esencial de la Iglesia y como criterio de la verdadera Iglesia de Jesucristo, porque los mensajeros y testigos deben acreditarse no sólo median­te su fe y su praxis cristiana (que pueden presentar la­gunas) sino también mediante la legitimidad de su su­cesión. Sólo aquellos mensajeros que acrediten su le­gitimidad tienen derecho a una predicación que exige ser creída. Una comunidad humana no puede, en cuanto magnitud histórica, fundamentar su identidad y conti­nuidad sólo en un factor tan necesitado de interpre­tación como es un libro (la Biblia). Necesita, además, la sucesión legítima de sus testigos y mensajeros.

A partir de esta idea surge la concepción peculiar, específicamente católica, de la relación entre los minis­terios y la comunidad. Por un lado, todos ellos juntos configuran la unidad de la Iglesia. Todos ellos son, a la vez, oyentes, creyentes y confesores. Todos ellos for­man, junto con Jesús, un cuerpo, una comunidad y una comunión creyente en el Espíritu Santo. Esta funda­mental igualdad y pertenencia ha recibido su expresión sacramental sensible en el bautismo. Por otro lado, el ministerio del servicio representa una especie de «ante» o «frente a» la comunidad. Los mensajeros o testigos presentan ante y frente a la comunidad la palabra apos­tólica que contiene e interpreta el mensaje de Jesús —palabra de Dios—, para que sea escuchada y aceptada siempre y renovadamente y sea transmitida en la confe­sión. Con esta acción no ocupan los mensajeros el pues­to que corresponde a la cabeza, de tal suerte que en el

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cuerpo de Cristo ellos fueran la cabeza y los simples fieles miembros. Estos testigos y mensajeros son, más bien, señales o indicaciones de aquel «ante» o «frente a» fundamentador y único que es el mismo Jesucristo (no en último término como sujeto propio y auténtico de toda la liturgia).

Con esto, se perfilan ya los rasgos básicos de una teología del sacramento del orden. El ministerio de ser­vicio en la suceción apostólica es uno de los elementos constitutivos de la Iglesia. Por consiguiente, la acep­tación solemne de una persona en este ministerio de servicio es un sacramento. Las funciones del ministerio de servicio, que en el lenguaje bíblico se pueden de­nominar también servicio al crecimiento del cuerpo de Cristo o edificación de este cuerpo, han sido ya bosque­jadas en la sección precedente, y a partir de la situación originaria, como servicio al evangelio. En el curso de la evolución histórica este servicio fue adquiriendo en la praxis eclesial rasgos muy diversos. De él se esperaban —no exclusivamente, pero sí de una manera especial— las tres funciones fundamentales de la Iglesia: martyria, leitourgia, diakonia. Forma parte de la martyria el servi­cio especial a la predicación, de la leitourgia la dirección del culto, incluida la mayor parte de los sacramentos, y de la diakonia el testimonio del género de vida cristiano. Es evidente que, para ser plenamente desarrolladas, es­tas tareas exigen una dedicación total por parte de las personas que las asumen. Es, por tanto, comprensible que a la hora de elegir y formar a estas personas, la Iglesia haya tenido en cuenta dimensiones y puntos de vista muy diferentes de los que se emplean en otras asociaciones, por muy humanitarias que sean, para el nombramiento de sus funcionarios. Es también patente, a través de la experiencia histórica, que, de una u otra forma, los hombres nunca alcanzan totalmente el ideal y que en parte fracasan. Es justamente esta visión realista de la flaqueza y de la incapacidad humanas lo que ayuda a contemplar con más clara mirada los contenidos de

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este servicio: la palabra que debe anunciarse, la presen­cia que debe suplicarse y señalarse sensiblemente, no son la palabra y la presencia de los titulares del ministe­rio; son siempre la palabra y la presencia del Dios único y soberano. El hecho de que los titulares del ministerio no pueden ni deben ser, en razón de su propia perso­nalidad, aquel «ante» y «frente a» mencionado más arri­ba, sino que simplemente lo señalan mediante su activi­dad, se expresa a través de la doctrina que dice que el servicio del orden confiere «carácter sacramental».

De lo dicho debería ya desprenderse claramente que los contenidos esenciales del ministerio de servicio son los que Dios concede para la edificación y vida de la Iglesia. Son comunicados mediante el Espíritu divino, invocado y presente en el sacramento. Esto significa, por un lado, que son dones de Dios, no posesión de la Iglesia, y que, por consiguiente, no pueden ser transmi­tidos por la comunidad (mediante «delegación», «auto­rización» o cosas semejantes). Por otro lado, Dios los concede para edificación y vida de un todo mayor, de modo que los titulares nunca son, por sí solos, «la Igle­sia» y lo que hacen por sí solos es siempre fragmentario (en las tres funciones básicas de la Iglesia), en tanto no sea compartido, sostenido y realizado también por la comunidad3.

Hay ciertas formas o configuraciones concretas del ministerio que oscurecen este sentido más hondo y que impiden sus efectos positivos. Entra aquí la división de hecho de la Iglesia en dos secciones o clases, el clero y los laicos; entra también el ejercicio del poder tal como lo practican muchos titulares. Estos impedimentos del verdadero servicio no pueden eliminarse a base tan sólo de consideraciones teológicas4. Entre los elementos más

3. Por un lado, no cabe pensar, por principio, en una «democratización» de la Iglesia; pero, por otro, es perfectamente posible en la práctica y cuenta con legitimación teológica la idea de una participación mucho más amplia de las comunidades en la designación de los titulares.

4. En el Nuevo Testamento aparecen con toda claridad críticas al poder, por ejemplo. Me 11,42-45; Mt 23. Ciertamente no puede contemplarse a la Iglesia bajo el prisma de la división

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bien perturbadores del orden y del ministerio debe citar­se asimismo el lenguaje jurídico: ¿Es verdaderamente adecuado aplicar a los dones necesarios para la edifi­cación y la vida de la Iglesia el nombre de «potestades»? Cuando se habla de ejercer, administrar, comunicar, compartir o limitar potestades, se están oscureciendo, mediante un lenguaje impropio, las dimensiones de la invocación del Espíritu Santo, de la fe y de los efectos que proceden de la fe y la fortalecen.

El ministerio de servicio se ha ido desarrollando en el curso de la historia de la Iglesia con diversa insistencia respecto de los contenidos del servicio, tema sobre el que volveremos de inmediato con mayor detalle. La Iglesia ha considerado esta evolución como despliegue legítimo de los fundamentos puestos por Jesús y entien­de, por tanto, que esta evolución se ha producido dentro del marco del «derecho divino». Y esto significa que se trata de una evolución irreversible, no sujeta a re­visiones básicas. Dado que se han registrado diversos acentos a lo largo de la historia, pueden desplazarse los centros de gravedad, pueden algunos de ellos caer en el olvido, pero ninguno puede ser totalmente abolido o eliminado. Es, además, cierto que siempre que se crea en la presencia del Espíritu divino, este despliegue sigue abierto hacia el futuro, de suerte que a la forma ya ad­quirida por el ministerio de servicio de la Iglesia podrán añadírsele nuevas configuraciones en los tiempos por venir.

11.2. El origen del ministerio eclesial

11.2.1. Datos bíblicos

En la estrecha correspondencia entre el ministerio y el orden son dos las preguntas que se plantean respecto

de poderes. Pero no sería honesto actuar como si no se ejerciera en la Iglesia un poder oprimente y todo fuera «servicio» desinteresado.

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del Nuevo Testamento: bajo qué formas surgió en la Iglesia el ministerio de servicio y qué es lo que podemos saber acerca de la admisión de una persona en el minis­terio.

La cuestión histórica, que se remonta hasta la vida misma de Jesús, sólo puede tener como punto de partida y referencia el círculo de los doce. Para el tiempo de la vida terrena de Jesús no hablamos de apóstoles, porque este concepto pertenece con toda certeza a una época posterior5. Según la exégesis mejor fundamentada, es prácticamente seguro que el círculo de los doce se re­monta a una etapa prepascual6. Dado que Jesús no qui­so reunir un nuevo pueblo de Dios ni fundar una co­munidad especial dentro de Israel, en un primer mo­mento no fue posible considerar a los doce como pa­triarcas de la cristiandad, instituidos por Jesús. Es muy probable que, en los inicios de su actividad, formara Jesús un círculo abierto y creciente de personas para que le siguieran. Cuando también en este círculo de discí­pulos surgieron dudas sobre la validez de su mensaje, fundó el círculo de los doce. Así, pues, en esta funda­ción debería verse, ante todo, un acto mediante el cual quería asegurar la permanencia de un grupo fiel de se­guidores. El hecho de que el Evangelio de Mateo con­tenga una serie de logia dirigidos a los doce, y que esta misma serie aparezca en otros contextos redaccionales como destinada a todos los creyentes indica que incluso mucho tiempo después de la partida de Jesús no se en­tendía la diferencia entre los doce y los restantes fieles en el sentido de una división o distinción jerárquica (y otro tanto cabe decir respecto de los testigos de la resu­rrección y de los restantes discípulos en el Evangelio de Juan). Con esto no se excluye que en la fundación del círculo de los doce pueda verse también una acción «sig-

5. Cf. la bibliografía citada en la nota 2. 6. A. Vógtle, Das Problem der Herkunfl von Mt 16,17-19, en ídem, Offenbarungsgesche-

hen und Wirkungsgeschichte, Friburgo 1985. 109-140, aquí 139s, nota 109. También para lo que digo a continuación me guío por las reflexiones de A. Vógtle.

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nificativa», en el sentido de que con ella Jesús pretendía señalar o indicar su permanente voluntad de reunir a todo el pueblo de Israel.

Por lo que hace al tema de la transición de estos doce prepascuales a los apóstoles postpascuales, no podemos afirmar nada con absoluta certeza. La autodenomina-ción de «apóstol de Jesucristo» con que se califica Pablo se sitúa seguramente en una época intermedia, pero ni Pablo se entendía como titular de un ministerio, ni, dada su espera de la próxima parusía, pretendía expresar sus cuidados y preocupaciones por el destino de sus comuni­dades después de su muerte 7. Su apostolado fue un caso singular. De todas formas, Pablo se inserta en la poste­rior concepción del apostolado en cuanto que, en virtud de su experiencia de Jesús, pudo también reclamar para sí haber sido testigo de vista y oído de Jesús resucitado. Fue también, por tanto, receptor de aquella revelación de Dios que se encarnó en Jesús. Pero, justamente este centro de gravedad del concepto de apóstol —es decir, el testimonio directo, la recepción directa de la revela­ción— hace imposible entender aquel apostolado como un ministerio en el que pudiera haber «sucesores», fuera cual fuere el sentido de tal sucesión. «En su peculiaridad de receptores de una revelación historicosalvífica excep­cional acerca de la cual pudieron constituir una tradición normativa, los apóstoles no pudieron ni pretender tener sucesores ni nombrarlos directamente; sólo respecto de su responsabilidad por la proclamación y preservación del evangelio y por un género de vida de las comuni­dades acorde con este evangelio cabe pensar en "suceso­res"»8.

Ahora bien, esta responsabilidad no recaía única y exclusivamente sobre los «sucesores de los apóstoles». Es posible demostrar con datos históricos que existió

7. A. Vógtle, Exegetische Reflexionen zur Apostolizitat des Amtes und zur Amtssukzes-sion, ibídem 221-279 (con abundante bibliografía), aquí 235. Respecto del círculo y de las actividades de posibles apóstoles antes de Pablo no sabemos prácticamente nada.

8. Ibídem, 221.

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esta responsabilidad, pero no es posible probar que afectara sólo a los sucesores de los doce o de otros após­toles. Sería también completamente erróneo pretender descubrir dentro del Nuevo Testamento testimonios a favor de una dirección de la Iglesia universal. Lo único que aflora es una estructura ministerial en algunas co­munidades locales. Si es tarea equivocada, por un lado, querer trazar una evolución rectilínea de la sucesión apostólica desde los doce, pasando por los apóstoles, hasta los obispos, no lo es menos, por otro, pretender contraponer los carismas (dones libres de la gracia) que aparecen en los primeros testimonios (los de los escritos paulinos), a los ministerios o intentar distinguir entre servicios carismáticos y no carismáticos.

Pablo atribuye a la acción del Espíritu Santo todas las actividades de la comunidad, todo cuanto se men­ciona en las listas de carismas y todos los servicios intro­ducidos con independencia de estas listas. No ofrece fir­mes y claros puntos de apoyo ni para una comprensión precisa ni para un modelo de comunidad. A partir de las alusiones paulinas puede entenderse la posterior evolu­ción, en virtud de la cual unos determinados dones del Espíritu fueron tenidos por indispensables y configura­dos como instituciones9. En la enumeración de caris-mas, Pablo destaca funciones (existentes ya desde antes) que muestran tendencia a ser permanentes y a vincular­se a unas personas concretas: maestros, profetas, pre­sidentes. Pablo acepta el hecho de que la comunidad nombrara titulares de funciones y les aplicara títulos ins­titucionales: «obispos» y «diáconos» (Flp 1,1). No existe testimonio alguno de que Pablo considerara el ministe­rio episcopal como indispensable o de que le concediera una especial importancia. En los territorios de misión de Pablo se impuso, dos decenios después de la muerte del apóstol, la «institución sinagogal presbiterial» como «es­tructura ministerial ordinaria»10.

9. Ibídem. 232. también para lo que sigue. 10. Ibídem, 230.

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De las diferentes denominaciones de funciones re­lacionadas con ministerios no puede deducirse que Pa­blo conociera una jerarquía. La instancia o autoridad responsable es toda la comunidad (local), inmediata­mente sometida a Cristo. La norma y la medida correc­tora de todos los carismas y servicios son, como es bien sabido, la edificación del cuerpo de Cristo y el amor. Pablo apela a la libertad y la autonomía de las comuni­dades; él mismo sólo interviene a título de ayuda11. To­da la vida de la comunidad y sus relaciones con el após­tol están transidas de la confianza «en el poder unifi-cador y guiador del Espíritu»12.

Entre los restantes testimonios importantes del Nuevo Testamento respecto de la evolución del ministe­rio debe mencionarse aquí la carta a los Efesios, que circulaba bajo el nombre (pseudoepigráfico) de Pablo. Antón Vógtle la fecha hacia los años 80-90. Según este escrito, seguía siendo normativa la predicación de los apóstoles y los profetas y es directamente Jesús resuci­tado quien suscita los servicios actualmente necesa­rios13. El «ministerio» es una consecuencia y función del evangelio que se debe transmitir. Deben tenerse como constitutivas de la Iglesia las funciones de proclamación y derección: Antón Vógtle acepta expresamente esta te­sis de Helmut Merklein14. Aparecen estrechamente unidas entre sí la doctrina y la dirección de la comuni­dad. La comunidad reconoce y admite de hecho a las personas que están dotadas para esta doctrina y esta dirección y así lo han demostrado. Y aunque estos hom­bres no son receptores directos e inmediatos de la re­velación, se les puede considerar como «sucesores» de

11. Ibídem, 238. 12. Ibídem, 239. Hay importantes observaciones sobre los primeros planteamientos relati­

vos al ministerio eclesial en B. Holmberg (véase bibliografía IX). También este autor llega a la conclusión de que Pablo contribuyó a la institucionalización de la autoridad en la Iglesia no tanto en virtud de sus iniciativas personales cuanto más bien en virtud del reconocimiento de lo que acontecía en las comunidades: 195.

13. A. Vógtle, o . c , 244. También me atengo a Vógtle para los datos y las fechas que siguen.

14. Ibídem, 246.

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los apóstoles y de los profetas. También aquí, la kharis sigue siendo la realidad que todo lo abarca.

La primera carta de Pedro, redactada no mucho des­pués de Ef, muestra cómo la concepción carismática de la comunidad se da la mano con la necesidad de una autoridad dirigente clara y estable. Aquí nos sale al en­cuentro expresamente la preocupación por el ulterior destino de la comunidad en la época postapostólica. Al igual que en el libro de los Hechos de los apóstoles, escrito algunos años antes, y que en la posterior carta de Santiago, en la 1 Pe 5,1 ss aparece ya el colegio presbite-rial —conocido a partir de la sinagoga— como instancia dirigente y superior ya admitida15. Pero el auténtico pas­tor y obispo de los creyentes es el mismo Cristo resuci­tado (2,25). Así, pues, a los dirigentes de la comunidad no se les llama pastores porque el Resucitado actuara en allos16: IPe no atribuye su existencia a Dios (como en ICor 12,28), ni al Santo Epíritu (como en Act 20,28), ni al Resucitado (como en Ef 4,11).

En los Hechos de los apóstoles aparece directamente el grupo de los presbíteros (11,30) y en 20,28 se les men­ciona junto al colegio de los obispos («inspectores»). Tal como indica la decisión de Pablo y Bernabé al designar «presbíteros» (14,23), el autor de los Hechos está intere­sado por el «principio de continuidad»17. No es la co­munidad carismática, sino el Espíritu Santo, quien elige a los presbíteros (cf. el discurso de Mileto: 20,17-34); a él deben rendir cuentas los presbíteros por la adminis­tración de su ministerio; tienen la misión no sólo de dirigir al pueblo propiedad de Dios, sino también de

15. Ibídem, 249s. 16. Así A. Vógtle, ibídem, 252, con Helmut Merklein. 17. Ibídem, 257. Sigue habiendo dudas sobre la interpretación exacta de la imposición de

manos. En la bibliografía sobre el tema se alude con frecuencia a la influencia de Núm 27,18-23. Es curioso notar que no se ha recurrido a la «transmisión del Espíritu» a los discí­pulos de los rabinos según Dt 34,9. Los pasajes discutidos son Act 6,6; 13,3; 14,23; lTim4,14 y 2Tim 1,6 (respecto de estos dos lugares, ¿se trata de una transmisión del carisma mediante la imposición de manos?); ITim 5,22 (¿ordenación o reconciliación?). Cf. también O. Knoch, Die Funktion der Handauflegung itn Neuen Testamenta «Liturgisches Jahrbuch» 33 (1983)222-235.

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preservarlo de los peligros, y en especial de defender la tradición apostólica frente a los errores interiores y ex­teriores. Puede así verse, sobre todo en Act 20, cómo aparecen unidos entre sí la tutela de la tradición de fe/ doctrina y el ministerio/dirección. El Espíritu Santo y el ministerio eclesial son, cada uno a su manera, «elemen­tos que forman la Iglesia»18.

Así, pues, en el último tercio del siglo I aparecen testimonios que documentan, sobre una base relati­vamente amplia, la tendencia a insistir sobre la tradición apostólica (ya en parte fijada por escrito) como línea normativa y a protegerla frente a los cambios y modifi­caciones. Las cartas pastorales y la segunda carta de Pedro son testimonios posteriores de la implantación de estas tendencias. La preocupación por el «depósito con­fiado» lleva a una sucesión en la doctrina apostólica, pero no en el sentido de esforzarse por demostrar la existencia de una sucesión apostólica de los ministerios hasta los doce y Pablo, mediante una secuencia ininte­rrumpida de imposiciones de manos. En la segunda y tercera generación cristiana todavía seguía siendo posi­ble una inserción en el ministerio directamente pneu­mática19.

Para concluir, deben añadirse, muy resumidamente, algunas consideraciones sobre la terminología. Estuvo de moda durante algún tiempo —con ciertas reper­cusiones prolongadas hasta nuestros días— establecer una contraposición polémica entre los inicios de una evolución de los ministerios en el Nuevo Testamento, con los ya mencionados centros de gravedad en la doc­trina y la dirección (para preservar la unidad de la co­munidad) y lo cultural. A la evolución ministerial post-bíblica se le reprochaba ser una recaída en el funciona-riado del culto, una «sacerdotalización», etc. Se insistía sobre todo en que las palabras utilizadas: episkopoi («vi-

18. A. Vogtle, o . c , 256, 262s. 19. Ibídem, 267. Cf. también, en bibliografía IX, H. von Lips, Glaube, Gemeinde, Amt;

G. Lohtink, Die Normativitdt; W. Trilhng, Zum «Amt».

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guantes», «inspectores»), presbysteros («anciano») diakonos («servidor») tienen carácter profano y que in­cluso otras denominaciones primitivas del ministerio como «maestro», «presidente», «pastor», no son con­ceptos propios del ámbito cultural sacro. En esta po­lémica se han deslizado numerosas simplificaciones.

También se detectaron, por supuesto, algunos im­portantes y auténticos problemas teológicos, cuyo nú­cleo consiste en lo siguiente: un culto que debe recon­ciliar con Dios mediante actos litúrgicos, un sacrificio bajo el que subyace la idea de que Dios se complace en renuncias y hasta en la aniquilación de la vida, un sacer­docio que se considera imprescindible como mediación entre Dios y los hombres, son cosas absolutamente in­compatibles con el mensaje de Dios traído por Jesús. Es indudable que el Nuevo Testamento se pronuncia, en general, contra las expiaciones en el templo (pero no contra la oración en el templo) y que, también por esta razón, las denominaciones de los ministerios cristianos se mantuvieron alejados de todo cuanto podía traer el recuerdo del personal dedicado al culto.

La crítica al culto en el Nuevo Testamento, también y especialmente en el mismo Jesús, está enraizada en el suelo del judaismo. Debe vérsela en la línea de la dura crítica profética a los sacrificios (cf. por ejemplo, Os 6,6; Is 1,10-17; Miq 6,5-8; Jer 7,21-23; Sal 50,7-15). El Nuevo Testamento hizo suya la alternativa positiva, que aparece también en el judaismo: sacrificio de alabanza y acción de gracias por los hechos poderosos de Dios (Sal 50,23), practicar la justicia para con los pobres (Is 1,17; Miq 6,8), el amor compasivo y misericordioso (Os 6,6 citado por Mt 9,13 y 12,7): éstas son las cosas que deben sustituir al culto sacrificial. Pero esta renovada piedad puesta en práctica no excluye de ninguna manera la alabanza, la adoración y la invocación, también bajo formas culturales. Entre las esperanzas de Israel figura­ban también las de un sacrificio puro (Mal 1,11) y un sacerdocio renovado (Mal 3, 3s; Eclo 45,7.15.24). Las

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afirmaciones neotestamentarias no cortan de raíz el len­guaje litúrgico: aparecen expresiones según las cuales toda la vida de los creyentes debe ser un acto de culto, todos ellos son templo y casa de Dios, los creyentes son el pueblo sacerdotal propiedad de Dios (IPe 2,5.9; Act 1,6; 5,9s; 20,6 en referencia a Éx 19,6; Is 61,6).

Habría que mencionar otros muchos detalles20

—aparte el discutido servicio sacerdotal de Pablo en Rom 15,16—, especialmente en relación con Jesús: se le describe como don y como ofrenda {prosphora y thysiá) no sólo en Heb (5-10), sino también en Ef 5,2; su sangre se entiende como la de la alianza según Éx 25,5-8; con­fiere a la última cena un perfil litúrgico y se despide de sus discípulos con la bendición (Le 24,50s); los fieles participan de su sacerdocio: Heb 10,14-25; 13-16.

Resumiendo, hasta finales del siglo i, y probable­mente hasta la primera mitad del siglo n, el Nuevo Tes­tamento ofrece una notable cantidad de material mol-deable y también ya las primeras institucionalizaciones, a partir de las cuales pudieron surgir después más cla­ramente los ministerios y ordenaciones, con sus corres­pondientes teologías. Deben evitarse en este campo dos errores metodológicos: ni el desarrollo posterior presen­ta tal contraste con el «centro del evangelio» que sea necesario considerarlo como una evolución equivocada, ni este desarrollo se produce en los apóstoles de Jerusa-lén personalmente llamados —con una sola excepción— por el mismo Jesús. Aparte el hecho de que sólo más tarde (Act 8,1) se estilizó a los doce como los patriarcas de la Protoiglesia residentes en Jerusalén21, de este cír­culo no arranca ninguna línea directa con los obispos «monárquicos» de la época postbíblica. Todavía no aparecen indicios de unos primeros pasos hacia la consa­gración sacramental. La época posterior se sirvió de la

20. Cf. A. Vanhoye, Prétres, anciens, prétre nouveau selon le Nouveau Testament, París

1980. 21. Así A. Müller (véase bibliografía IX), 102.

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institución de diáconos mediante la oración y la imposi­ción de las manos (Act 6,6) como modelo para la consa­gración que comunica o respectivamente suplica al Espí­ritu. Pero los investigadores discuten si la imposición de las manos de que da testimonio el Nuevo Testamento puede ser tenida por una «ordenación».

11.2.2. La configuración postbíblica

Los testimonios postbíblicos de los siglos I y II22 in­dican que se siguió registrando una configuración y con­solidación de los ministerios eclesiásticos, pero no ofre­cen todavía reflexiones sobre el hecho mismo de la or­denación. El centro de gravedad teológico se situaba en la preocupación por la vinculación con la tradición apos­tólica, y ello tanto en lo referente a la fe y a la doctrina como también respecto de las instituciones.

La carta de Clemente permite conocer que en la co­munidad de Corinto la dirección y la liturgia («presen­tación del sacrificio») eran competencia del ministerio. Aparte el ministerio estructurado de forma a la vez pres-biterial y episcopal, existían los diáconos. Se atribuía el origen de los ministerios a la voluntad y disposición de Dios y se los comparaba (y éste es el primer testimonio escrito llegado hasta nosotros) con la jerarquía judía.

Se cita con frecuencia a Ignacio de Antioquía como el testigo en el que llega a su punto final la evolución hacia un «episcopado monárquico» o «monoepiscopa-do». En realidad, Ignacio sólo ofrece una visión de ám­bito regional entre otras varias. Su interés teológico es­taba condicionado por la idea de la imagen o tipo. Aflo­ra aquí una curiosa tipología, que no coincide con la

22. Cf. también, de entre la bibliografía IX, especialmente J. Martin, Der priesíerliche Diensl III; G. Kretschmar, Die Ordination im frühen Christeníum; J. Rhode. Urchrisíliche und frühkaíholische Ámíer; A. Jilek, Bischofund Presbyterium; B. Kleinheyer, Ordinationen und Beauftragungen; de la bibliografía más antigua: K. Rahner-H. Vorgrimler (dirs.), Diaco-nia in Chrislo, Friburgo 1961; P. Fransen, Órdenes sagradas, en Sacrameníum Mundi V. Herder. Barcelona 31985, 22-69.

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posterior jerarquía católica: el obispo sería la imagen de Dios Padre, los diáconos deben ser honrados como Je­sucristo, a los presbíteros habría que considerarlos como al colegio de los apóstoles. El ministerio eclesial es, para Ignacio, el lugar predilecto del Espíritu Santo y de su acción y considera que la Iglesia no se realiza si no es allí donde este ministerio existe. El obispo preside la liturgia y es el responsable de la unidad de la comunidad.

A diferencia de estos dos testimonios, en una época posterior hay otros documentos (segunda de Clemente, Pastor de Hermas) que sólo mencionan a los presbíte­ros.

En el curso de las grandes turbulencias provocadas por los partidarios de la gnosis y de los cultos mistéricos y por las escisiones de las sectas, surgió, en el siglo n, una sólida conciencia de los aspectos institucionales e históricos de la Iglesia, cuyo testigo más destacado es Ireneo de Lyón. Ahondó en la visión teológica que ha­bía aflorado en el último tercio del siglo i según la cual lo apostólico tiene significación normativa para la Iglesia. Se esforzó por demostrar que la Iglesia sólo está y per­manece en la verdad si se mantiene unida a la Iglesia de los apóstoles. La sucesión apostólica de la Iglesia católi­ca tiene su manifestación sensible en la sucesión de los ministerios: al enumerar una línea de sucesores en el ministerio, que corre, sin lagunas, desde los apóstoles hasta los obispos, se asegura también al mismo tiempo que se ha conservado la tradición de fe y de doctrina y que no se han introducido errores ni falsas ideas, porque los «sucesores de los apóstoles» han recibido el «carisma seguro de la verdad».

Fue Tertuliano el primer escritor que aplicó a los obispos el título de summus sacerdos (sumo sacerdote), influido indudablemente por la teología del sacerdocio de Melquisedec (Sal 110,4; Heb 5-7). Se abría paso así, en el campo teológico, la idea de que el Antiguo Testa­mento tuvo su pleno cumplimiento en el Nuevo también en lo relativo a sus instituciones. Fue igualmente Tertu-

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liano quien, utilizando un término latino especializado, agrupó a todos los titulares de ministerios eclesiásticos en una clase concreta: ordo. Halló este concepto —que entre los romanos se aplicaba al grupo dirigente, es de­cir, a una capa que se distinguía del pueblo— en la tra­ducción latina del Sal 110,4 y pasó a ser en las lenguas romances, hasta nuestros días, la designación del sacra­mento del orden: sacramentum ordinis. Lo que aparecía ya insinuado en la carta de Clemente adquiere aquí una expresión explícita: han desaparecido ya los obstáculos psicológicos o teológicos que impedían utilizar en el len­guaje cristiano de los ministerios conceptos no cris­tianos, como «sumo sacerdote», «sacerdote» y «orden» o «clase especial».

En el siglo m dio Cipriano un paso más: según él, el sacerdotium está referido al altar eucarístico; hablaba del clericus (del griego kleros: parte o suerte) como de aquel a quien, en virtud de su estado, le corresponde una parte o participación especial en Dios. Parecidas ideas expuso también Orígenes (raíces bíblicas: Dt 4,20; 9,29; Act 1,17). El concepto contrapuesto y comple­mentario de laikos para designar al pueblo sencillo aparece ya en la carta de Clemente. Cipriano llamó «grados» a los diversos ministerios dentro del orden, llevando así adelante el proceso de jerarquización.

Está indudablemente relacionado con la actitud de­fensiva —tanto hacia el interior como hacia el exterior, sobre todo en la lucha contra las doctrinas gnósticas de la salvación— el hecho de que a partir del siglo II se mencionen cada vez más raramente las funciones caris-máticas de la comunidad fuera del «orden», siendo así que en todos los tiempos ha habido en la Iglesia libres impulsos carismáticos. Merece la pena advertir que to­davía Tertuliano conocía a las profetisas, que tenían de­recho a hablar en los actos de culto.

Por aquella época, Hipólito de Roma había recopi­lado, en la Tradición apostólica, elementos de la teolo­gía y de la liturgia del orden. El ministerio episcopal,

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con sus funciones en el servicio de la predicación, la pastoral y el sacerdocio, constituye la forma plena y per­fecta del ministerio eclesial comunicado mediante la oración y la imposición de manos. En esta ordenación o consagración se pide para el candidato y se le otorga «el poder del espíritu de dirección» y así es aceptado dentro de la misión de Jesucristo y de los apóstoles causada por el Espíritu Santo. Destacan, como tareas fundamentales del obispo, la presentación eucarística de los dones ofre­cidos por la comunidad y portados por los diáconos (la acción de gracias y la alabanza son realizadas y presen­tadas por toda la comunidad, pero sólo el obispo pro­nuncia la «eucaristía») y la dirección de la penitencia pública. Frente al obispo, los sacerdotes quedan un poco como en la sombra; el colegio presbiterial ayuda al obis­po en sus tareas de dirección. Los diáconos no están subordinados a los sacerdotes sino al obispo y desem­peñan un servicio de mediación entre el obispo (o res­pectivamente el altar) y la comunidad. La especial co­nexión entre la imposición de manos que confiere el Espíritu y la eucaristía se explica también mediante ob­servaciones que no se refieren a los ministerios antes mencionados: los «confesores» pueden desempeñar ta­reas sacerdotales incluso sin la imposición de manos, porque con su martirio han demostrado que poseen el Espíritu Santo. A las viudas no se les imponen las manos porque su servicio principal (las obras de caridad) no se refiere a la eucaristía.

Aunque el modelo de Hipólito no tenía aún validez para la Iglesia universal, puede afirmarse, si se lo consi­dera a una con los restantes testimonios, que en el si­glo III afloran claramente los componentes del ministe­rio, a saber, permanencia, competencias fijas y deter­minadas y sucesión regulada. Es factor constitutivo del ministerio la apostolicidad, mientras que el ministerio es, a su vez, factor constitutivo de la Iglesia23, Es claro

23. Así A. Müller, o . c , 106.

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que la colación del ministerio se entiende, en los tres ministerios concretos, bajo una óptica sacramental y que en dos de ellos implica competencias respecto de la litur­gia eucarística.

La Tradición apostólica ejerció una influencia deter­minante gracias al hecho de haber sido incluida en las Constituciones apostólicas, ordenamiento eclesial jurídi-co-litúrgico del espacio sirio del siglo IV, que sirvió de base y fundamento a todas las liturgias de consagración de las Iglesias orientales (aunque con algunas modifi­caciones: ampliación de la epiklesis, caracterización del sacerdote como liturgo ordinario en la proclamación de la palabra y en la celebración de la eucaristía).

La evolución postbíblica desembocó, pues, en la configuración del ministerio eclesial y, dentro de él, en la posición dominante del obispo, una posición teoló­gicamente fundamentada en la idea de la apostolicidad. Pero entre los siglos vi y IX se produjo un importante deslizamiento, al que contribuyeron varias y muy di­ferentes causas24. En esta breve síntesis bastará con es­bozar las líneas que jugaron un papel determinante en la teología del sacramento del orden, limitando, además, el campo de visión de la Iglesia occidental. Mientras que en Roma, en el siglo v, en las oraciones que acompaña­ban a la imposición de manos, los presbíteros todavía figuraban en un segundo plano respecto del obispo, a quien debían ayudar en las tareas de la predicación, más tarde, bajo el influjo antiguo-galicano (siglo vi) y, sobre todo, franco (siglo vin), su servicio en la eucaristía pasa a ocupar un puesto central. A partir de aquí, se desarro­lla una imagen sacerdotal propia y peculiar: ahora se los ve como los sacerdotes del sacrificio de la nueva alianza a quienes ha sido comunicada, irrevocablemente, me­diante la ordenación sacramental, la potestad de consa­grar. Frente a estas ideas, fue perdiendo terreno la teología del ministerio episcopal. Teológicamente ya no

24. Una buena síntesis en P. Fransen, o . c , 26-40.

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se lo entiende tanto como servicio pastoral en la co­munidad cuanto más bien como «plenitud» del sacer­docio. De todas formas, lo verdaderamente prevalente en la concepción del obispo es su posición jurídica: sus modelos o prototipos histórico-salvíficos son Moisés y Aarón.

También se modificaron los ritos de la ordenación. Desde el siglo III se había perfilado, como núcleo del rito de este sacramento, tanto para los obispos como para los presbíteros y los diáconos, la oración y la im­posición de las manos. «Imposición de manos» pueden indicar también, en los tres primeros siglos, sólo la elec­ción o el nombramiento; de igual modo, el verbo or-dinare puede tener el sentido de «designar». A partir del siglo IV se aclimatan ya conceptos fijos y bien definidos para el rito de la ordenación, sobre todo la «imposición de manos», la «bendición» (benedictio) y la «consagra­ción» (consecrado).

Además de los tres ministerios mencionados hubo, tanto en Oriente (primeros testimonios en Clemente de Alejandría y Orígenes) como en Occidente (primeros testimonios en Tertuliano y Cipriano) toda una serie de servicios menores, en los que se entraba mediante un sencillo rito y cuyo número oscilaba entre 2 y 8 (algunos de ellos se concedían también a las mujeres).

Según la Tradición apostólica, el obispo (elegido por el pueblo) recibía de otro obispo la imposición de ma­nos; desde el concilio de Nicea del 325, y el sínodo de Arles de 314, la consagración episcopal debía ser reali­zada por 3 obispos; a la imposición de manos se añadió la del libro de los Evangelios. El sacerdote era ordenado por el obispo también mediante la imposición de manos; desde la Tradición apostólica también imponían las ma­nos los sacerdotes presentes. En la consagración del diácono sólo imponía las manos el obispo (respecto de las diaconisas, cf. infra 11.4.4). El concilio de Calce­donia del 451 prohibió en su canon 6 (COD 66) la «or­denación absoluta» de presbíteros, diáconos y otros

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«grados eclesiásticos», es decir, que tanto en Oriente como en Occidente toda persona ordenada debía estar adscrita («ordenación relativa») a una determinada co­munidad (iglesia, monasterio).

Bajo la influencia franca, a partir del siglo vil, al rito de la consagración episcopal se le añadieron la unción de la cabeza con el crisma, la entrega del báculo y el anillo y la entronización: se consideraba la potestad del obispo como «señorial». A la consagración del sacerdote se añadieron la unción de las manos, la entrega de pan y vino, o respectivamente de una patena y un cáliz, y una segunda imposición de manos para comunicar el poder de perdonar los pecados: el servicio del sacerdote se entendía aquí primariamente como un servicio litúrgico. Un sínodo romano del año 1099 permitió la «ordenación absoluta».

En el siglo X está testificada en Francia una nueva liturgia de la ordenación para las «órdenes menores» de la Iglesia latina. En ella se hacía patente la influencia franca, debido a la importancia prevalente concedida a los correspondientes «instrumentos» del servicio. Como órdenes menores se conferían el ostiariado, el lectorado, el exorcistado, el acolitado y el subdiaconado. En reali­dad, ya no iban acompañadas de verdaderas funciones en la comunidad y en los actos litúrgicos: eran simples etapas en el camino hacia el sacerdocio, y su misión consistía en preparar a los candidatos para los diversos aspectos del servicio sacerdotal.

11.3. Evolución de la doctrina sobre el sacramento del orden

11.3.1. Desde la antigüedad hasta la escolástica

La teología del orden se concentró, en la Iglesia anti­gua, principalmente en el obispo: en la liturgia de la ordenación, en la que un hombre es aceptado en el ordo

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episcoporum, pide la Iglesia para él aquella ayuda de la gracia de Dios que le capacite para cumplir sus fun­ciones. Forma parte de la garantía de la unidad de la Iglesia que se le reserven al obispo algunas tareas deter­minadas. No se construye una falsa sistematización cuando se articula el servicio episcopal en tres centros de gravedad de funciones esenciales, esto es, el servicio de la predicación, el de la liturgia y el de la dirección de la comunidad, y ello sin olvidar que respecto de la predica­ción y la liturgia su función es dirigente, ya que sobre él recae la responsabilidad última. La concepción propia­mente teológica veía al obispo inserto en el servicio y la misión de Jesús, por el Padre, en virtud del Espíritu Santo. Esta inserción significaba haber recibido la gra­cia de Dios mediante la cual podía ser imagen (typos) del Padre o, respectivamente (sobre todo a partir del siglo IV), de Jesucristo y podía actualizar sensiblemente al que estaba presente invisiblemente, para fortalecer y conservar fielmente la fe transmitida por los apóstoles. Cuando, ya desde el siglo III, comenzó a concebirse teológicamente este servicio como un servicio sacer­dotal, se consideró que la «gracia del sacerdocio» se realizaba en primera línea en el obispo. (Para poner en claro esta evolución se hace preciso repetir aquí algunas de las cosas ya dichas en 8. 4.7.)

Desde el siglo IV se dejó sentir, tanto en la Iglesia oriental como en la occidental, una tendencia que hacía referencia al «poder» espiritual de los titulares de minis­terios25 y admitió una igualdad teológica entre obispos y sacerdotes. Los testimonios episcopales (de los obispos de Roma, de la liturgia romana del orden, etc.) insistían por el contrario a ciencia y conciencia en considerar el sacerdocio de los presbíteros como subordinado, secun-di meriti munus. Ante la importancia de los testimonios

25. Sus motivos no son claros. En Jerónimo aparecen en conexión con ataques a los diáconos y al obispo de Jerusalén. Esta tendencia aparece muchas veces vinculada a su nom­bre, pero fue también defendida por otros importantes testigos de la antigüedad, como Am­brosio y Juan Crisóstomo. Cf. P. Fransen, o.c, 46-48.

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en favor de la tendencia presbiterial, esta opinión fue aceptada por los teólogos francos y retransmitida, por consiguiente, a la teología escolástica. Cuando el pro­blema sobre el «poder» cristalizó en el problema sobre la «potestad», se abrió paso la idea de que la potestad más importante en el ministerio eclesial es la referente a los sacramentos, y dado que los sacerdotes poseen, en virtud de su ordenación, una potestad respecto de la eucaristía y la penitencia que ya no puede ser superada, se deduce que la ordenación episcopal no añade potesta­des superiores a las otorgadas por la ordenación sacer­dotal. De ahí que el influyente Pedro Lombardo (t 1160) enseñara que la ordenación episcopal no es un sacramento, en tanto que, desde la aclaración producida a mediados del siglo XII en torno al concepto de sacra­mento, se consideró que la ordenación sacerdotal es el sacramento del orden. Lo peculiar del ministerio epis­copal se situó, pues, no en el plano sacramental, sino en el jurisdiccional («potestad pastoral»)26. Así, respecto del sacerdote se hablaba de una potestas in corpus eu-charisticum y respecto del obispo de una potestas in cor-pus mysticum. De esta bipartición surgieron diversas imágenes del obispo y del sacerdote, sujetas, por lo de­más, a oscilaciones en el curso de la historia27.

Los ámbitos de la «potestad de orden» y «potestad de jurisdicción» no estaban, por supuesto, total y ab­solutamente separados28. Para la teología sacramental es importante la reserva de sacramentos. En el sacra­mento de la penitencia los sacerdotes sólo podían (y pueden) impartir la absolución cuando, además de la «potestad» que se les ha conferido por la ordenación, tienen la potestad jurisdiccional. En la Iglesia occidental

26. Los canonistas defienden firmemente la sacramentaiidad de la consagración episcopal. Para el desarrollo de la controversia, cf. P. Fransen, o.c., 47s.

27. Sobre esta materia hay una bibliografía específica que no podemos citar aquí, pero que. en todo caso, está urgentemente necesitada de una ampliación hacia el campo de lo sociohistórico. Para una primera aproximación, cf. P. Fransen, o . c , 38-42.

28. Para adquirir una idea inicial es muy instructivo K. Mórsdorf, Iglesia, Potestades de la, en Sacramemum Mundi III, Herder, Barcelona 31984, 676-693.

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el obispo seguía siendo el «ministro» ordinario de la confirmación. Pero era, y es, ante todo, «ministro de las órdenes sagradas»: sólo los obispos pueden ordenar a los sacerdotes y los diáconos29, y, en los casos normales, se requiere la presencia de varios obispos para llevar a cabo una ordenación episcopal.

11.3.2 Documentación histórica

Las primeras declaraciones del magisterio oficial se refieren a la «validez» de las ordenaciones hechas por herejes, cismáticos o incluso simoníacos: son válidas (DS 487, el año 601; DS 705, el año 1106; en Dz 249 y 358 respectivamente). El concilio II de Lyón de 1274, que habló de los siete sacramentos (DS 860; Dz 465) no exigió ya (como se había hecho en 1254) a las Iglesias separadas de Oriente la aceptación de las órdenes me­nores (cf. Dz 454).

En el texto que el concilio de Florencia presentó, en 1439, en las negociaciones para la unión, a los armenios separados de Roma, se reproduce en breves palabras, tomadas de Tomás de Aquino, la concepción escolástica del sacramento del orden:

«El sexto sacramento es el del orden, cuya materia es aquello por cuya entrega se confiere el orden: así el presbiterado se da por la en­trega del cáliz con vino y de la patena con pan; el diaconado por la entrega del libro de los Evangelios; el subdiaconado por la entrega del cáliz vacío y de la patena vacía sobrepuesta, y semejantemente de las otras órdenes por la asignación de las cosas pertenecientes a su ministe­rio. La forma del sacerdocio es: Recibe la potestad de ofrecer el sacri­ficio en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, en el nombre del Pa­dre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y así de las formas de las otras órdenes, tal como se contiene ampliamente en el Pontifical Romano.

29. Hay también otras consagraciones que normalmente sólo lleva a cabo el obispo (cf. infra 13). Respecto de las excepciones históricas, en las que fueron simples presbíteros quienes realizaron la ordenación sacerdotal, cf. P. Fransen, o . c , 45s (con aportaciones de datos).

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El ministro ordinario de este sacramento es el obispo. El efecto es el aumento de la gracia, para que sea ministro idóneo» (DS 1326; Dz 701).

Se exponía así, bajo una forma que no era dogmá­ticamente vinculante, la doctrina entonces vigente en la Iglesia, pero ya no válida en nuestros días, sobre la ma­teria y la forma. En este texto florentino ni siquiera aparece la referencia a la ordenación de los obispos.

Los reformadores reavivaron decididamente la idea del sacerdocio general (como entonces se decía; aunque es preferible hablar de sacerdocio común)30. A partir de este concepto, combatieron enérgicamente la distinción entre clérigos y laicos; negaron la existencia del sacra­mento del orden y de la potestad de consagrar transmi­tida por su medio. Lutero enseñó expresamente que el bautismo consagra a todos los cristianos para sacerdotes y obispos, de modo que, en adelante, ya no necesitan ninguna mediación sacerdotal. Enfrentados a los testi­monios del Nuevo Testamento, no negaron los reformis­tas la existencia, en el seno de la comunidad de los cre­yentes, de ministerios (officia) legítimos, pero ad­mitieron como de «derecho divino» tan sólo un ministe­rio, el de la predicación, que se confiere a todos los creyentes. De aquí puede deducirse también un «frente a» entre el ministerio y la comunidad. Hay titulares es­peciales de los ministerios basados en una llamada espe­cial del Espíritu Santo y «ordenados» por personas auto­rizadas por la comunidad, es decir, instituidas en su mi­nisterio mediante la oración, en beneficio y al servicio del orden público en la comunidad (más detalles infra 11.5).

Frente a estas ideas, el concilio de Trento defendió la existencia de un sacerdocio exterior, visible, entendido en el sentido de que el ministerio sacerdotal (sacerdotu ministerium) es el concepto general para designar una

30. Para la concepción reformista, cf. W. Lohff, en LThK VII, 1222-1224. Cf. también la obra colectiva H. Vorgrimler (dir.), Amí und Ordinaííon in dkumenischer Sichí, Friburgo 1973.

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institución que existe por «divina disposición» (Dei or-dinatione, o también divina res), en la que se dan diver­sos grados. Confirmó, al mismo tiempo, la doctrina de la existencia del sacramento del orden. Estas declaraciones conciliares se encuentran en los cuatro capítulos doctri­nales y los ocho cánones correspondientes de la sesión XXIII, del año 1563. Los capítulos dicen:

«Capítulo 1. De la institución del sacerdocio de la nueva ley. El sacrificio y el sacerdocio están tan unidos por ordenación de Dios que en toda ley han existido ambos. Habiendo, pues, en el Nuevo Testa­mento, recibido la Iglesia católica por institución del Señor el santo sacrificio visible de la eucaristía, hay también que confesar que hay en ella nuevo sacerdocio, visible y externo, en el que fue trasladado el an­tiguo (Heb 7,12ss). Ahora bien, que fue aquel instituido por el mismo Señor Salvador nuestro, y que a los apóstoles y sucesores suyos en el sacerdocio les fue dado el poder de consagrar, ofrecer y administrar el cuerpo y la sangre del Señor, así como el de perdonar o retener los pecados, cosa es que las Sagradas Letras manifiestan y la tradición de la Iglesia enseñó siempre.

«Capítulo 2. De las siete órdenes. Mas como sea cosa divina el ministerio de tan santo sacerdocio, fue conveniente para que más dig­namente y con mayor veneración pudiera ejercerse, que hubiera en la ordenadísima disposición de la Iglesia, varios y diversos órdenes de ministros (Mt 16,19; Le 22,19; Jn 20,22s), que sirvieran de oficio al sacerdocio, de tal manera distribuidos que, quienes ya están distingui­dos por la tonsura clerical, por las órdenes menores subieran a las mayores. Porque no sólo de los sacerdotes, sino también de los diáco­nos, hacen clara mención las Sagradas Letras (Act 6,5; ITim 3,8ss; Flp 1,1) y con gravísimas palabras enseñan lo que señaladamente debe atenderse en su ordenación; y desde el comienzo de la Iglesia se sabe que estuvieron en uso, aunque no en el mismo grado, los nombres de las siguientes órdenes y los ministerios propios de cada una de ellas, a saber: del subdiácono, acólito, exorcista, lector y ostiario. Porque el subdiaconado es referido a las órdenes mayores por los padres y sagra­dos concilios, en que muy frecuentemente leemos también acerca de las otras órdenes inferiores.

«Capítulo 3. Que el orden es verdadero sacramento. Siendo cosa clara por el testimonio de la Escritura, por la tradición apostólica y el consentimiento unánime de los padres, que por la sagrada ordenación que se realiza por palabras y signos externos, se confiere la gracia; nadie debe dudar que el orden es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la santa Iglesia. Dice, en efecto, el Ajjóstol: Te amonesto a que hagas revivir la gracia de Dios que está en ti por la

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imposición de mis manos. Porque no nos dio Dios espíritu de temor, sino de virtud, amor y sobriedad (2Tim l,6s).

»Capítulo 4. De la jerarquía eclesiástica y de la ordenación. Mas porque en el sacramento del orden, como también en el bautismo y la confirmación, se imprime carácter, que no puede ni borrarse ni quitar­se, con razón el santo concilio condena la sentencia de aquellos que afirman que los sacerdotes del Nuevo Testamento solamente tienen potestad temporal y que, una vez debidamente ordenados, nuevamen­te pueden convertirse en laicos, si no ejercen el ministerio de la pala­bra de Dios. Y si alguno afirma que todos los cristianos indistintamen­te son sacerdotes del Nuevo Testamento o que todos están dotados de potestad espiritual igual entre sí, ninguna otra cosa parece hacer sino confundir la jerarquía eclesiástica que es como un ejército en orden de batalla (cf. Cant 6,3), como si, contra la doctrina del bienaventurado Pablo, todos fueran apóstoles, todos profetas, todos evangelistas, to­dos pastores, todos doctores (cf. ICor 12,29; Ef 4,11). Por ende, de­clara el santo concilio que, sobre los demás grados eclesiásticos, los obispos que han sucedido en el lugar de los apóstoles, pertenecen principalmente a este orden jerárquico y están puestos, como dice el mismo Apóstol, por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios (Act 20,28), son superiores a los presbíteros y confieren el sacramento de la confirmación, ordenan a los ministros de la Iglesia y pueden hacer muchas otras más cosas, en cuyo desempeño ninguna potestad tienen los otros de orden inferior. Enseña además el santo concilio que en la ordenación de los obispos, de los sacerdotes y demás órdenes no se requiere el consentimiento, vocación o autoridad ni del pueblo ni de potestad o magistratura secular alguna, de suerte que sin ella la or­denación sea inválida; antes bien, decreta que aquellos que ascienden a ejercer estos ministerios llamados e instituidos solamente por el pue­blo o por la potestad o magistratura secular y los que por propia temeridad se los arrogan. Todos ellos deben ser tenidos no por minis­tros de la Iglesia, sino por ladrones y salteadores que no han entrado por la puerta (Jn 10,1). Estos son los puntos que, de modo general, ha parecido al sagrado Concilio enseñar a los fieles de Cristo, acerca del sacramento del orden» (DS 1764-1769; Dz 957-960).

El texto literal de los cánones reza:

«Canon 1. Si alguno dijere que en el Nuevo Testamento no existe sacerdocio visible y externo, o que no se da potestad alguna de consa­grar y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor y de pordonar los pecados, sino sólo el deber y mero ministerio de predicar el evan­gelio, y que aquellos que no lo predican no son en manera alguna sacerdotes, sea anatema.

«Canon 2. Si alguno dijere que, fuera del sacerdocio, no hay en la

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Iglesia católica otros órdenes, mayores y menores, pro los que, como por grados, se tiende al sacerdocio, sea anatema.

«Canon 3. Si alguno dijere que el orden, o sea, la sagrada ordena­ción no es verdadera y propiamente sacramento, instituido por Cristo Señor, o que es una invención humana, excogitada por hombres ig­norantes de las cosas eclesiásticas, o que es sólo un rito para elegir a los ministros de la palabra de Dios y de los sacramentos, sea anatema.

«Canon 4. Si alguno dijere que por la sagrada ordenación no se da el Espíritu Santo; y que, por tanto, en vano dicen los obispos: Recibe el Espíritu Santo; o que por ella no se imprime carácter; o que aquel que una vez fue sacerdote puede nuevamente convertirse en laico, sea anatema.

«Canon 5. Si alguno dijere que la sagrada unción de que usa la Iglesia en la ordenación, no sólo no se requiere, sino que es desprecia­ble y perniciosa, e igualmente las demás ceremonias, sea anatema.

«Canon 6. Si alguno dijere que en la Iglesia católica no existe una jerarquía, instituida por ordenación divina, que consta de obispos, presbíteros y ministros, sea anatema.

«Canon 7. Si alguno dijere que los obispos no son superiores a los presbíteros, o que no tienen potestad de confirmar y ordenar, o que la que tienen es común con los presbíteros, o que las órdenes por ellos conferidas sin el consentimiento o vocación del pueblo o de la potestad secular, son inválidas, o que aquellos que no han sido legítimamente ordenados y enviados por la potestad eclesiástica y canónica, sino que proceden de otra parte, son legítimos ministros de la palabra y de los sacramentos, sea anatema.

«Canon 8. Si alguno dijere que los obispos que son designados por autoridad del Romano Pontífice no son legítimos y verdaderos obis­pos, sino una creación humana, sea anatema» (DS 1771-1778; Dz 961-968).

En el Tridentino se entiende el sacerdocio desde la liturgia, y más concretamente desde las «potestades» re­servadas al sacerdote. Presenta dificultades la afir­mación de los dos órdenes salvíficos («en toda ley»). Se halla indisolublemente unida a ella la doctrina de la je­rarquía que, según el canon 6, se debe a una disposición o ordenación divina (no a una institución). Los padres conciliares evitaron, a ciencia y conciencia, pronunciar­se sobre el tema de si la ordenación episcopal es un sacramento en sí. La doctrina del carácter sacramental permanente impreso en la ordenación significa no sólo una profesión de fe en la fidelidad de Dios cuyos dones de gracia —concedidos por el poder del Espíritu Santo—

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son irrevocables. Significa, además, que de este modo se garantiza el derecho de la comunidad a recibir servicios independientemente de la calidad personal de los titula­res. En perspectiva positiva, esto quiere decir que el servicio reclama la existencia total del ordenado y que no puede reducirse a una mera función. Dentro de la jerarquía, los obispos constituyen la autoridad superior (sin que haya una mención explícita del papa). La ar­ticulación y el estilo de este texto indican que sólo se pretendió rechazar las afirmaciones reformistas, sin tra­zar una teología completa del sacramento del orden; por consiguiente, no se quiso entrar en el análisis de los fundamentos bíblicos. Se eliminaron los puntos de vista unilaterales; es evidente, por tanto, que el concilio no quiso negar la importancia de la proclamación de la pa­labra y del sacerdocio común, ni la participación del pueblo en la elección de los obispos31.

Tuvo una importancia excepcional para la teolo­gía sacramental en general, y para el sacramento del orden en particular, la constitución apostólica de Pío XII Sacramentum ordinis, de 30 de noviembre de 1947 (DS 3857-3861; Dz 2301). En ella expone el papa las competencias de la Iglesia respecto de los sacra­mentos. Declara que en la ordenación de los diáconos, sacerdotes y obispos la materia única es la imposición de las manos y que la única forma son las palabras que determinan «el sentido de la aplicación de esta materia» y que expresan con toda claridad los efectos sacramen­tales, a saber, la potestas ordinis y la gracia del Espíritu Santo. Estas declaraciones fueron fundamentales para las manifestaciones del concilio Vaticano n relativas a la teología sacramental y para la subsiguiente reforma li­túrgica. Con ellas, determinaba también el papa que la entrega de los instrumentos litúrgicos no formaba (ya) parte de la ordenación sacramental.

31. Para la doctrina del Tridentíno sobre el orden, cf., en la bibliografía IX, entre otros, L. Ott, Das Weihesakrament: P. de Clerck, Ordination; en la bibliografía I: A. Duval, Des sacraments au concite de Trente. Para la crítica a Trento; B. Snela, en DCT II, 1989.

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11.3-3. El concilio Vaticano II y el nuevo Código de derecho canónico

Los movimientos de renovación del siglo xx han producido, merced especialmente a un gran número de estudios bíblicos, patrísticos e histórico-litúrgicos, un re­ciente desplazamiento del centro de gravedad de la teología del sacramento del orden. Estos trabajos halla­ron acogida en los textos del concilio Vaticano n, sobre todo en la Lumen gentium, tras las pioneras iniciativas de la Constitución sobre la liturgia. No dejaron, en cam­bio, huellas tan profundas en los textos conciliares los diálogos ecuménicos sobre la problemática de los minis­terios; sólo después del concilio se registraron avances decisivos sobre esta materia (cf. infra 11.5).

También en el terreno de la exposición de la ordena­ción eligió el Vaticano II un camino que, aceptando siempre las declaraciones doctrinales del pasado, am­pliaba el campo de visión, desplazaba los centros de gra­vedad y renovaba de este modo tanto la teología como la praxis de este sacramento. Mantuvo, por supuesto, la distinción entre el clero y los laicos, pero relativizándola a base de anteponer y acentuar las características co­munes de todos los miembros de la Iglesia. El primer concepto global, válido para todos, es el de «pueblo de Dios» (LG, cap. II), que, bien aplicado, debe incluir realmente —y no de forma subordinada— al pueblo de Israel.

La segunda característica general es el sacerdocio co­mún: en virtud del bautismo, todos son consagrados sa­cerdotes, capacitados y llamados a ofrecer el santo sacri­ficio, a predicar y a dar testimonio. Y esto se entiende como una participación en el sacerdocio de Cristo (LG 10). A continuación se establece una distinción dentro de este sacerdocio común:

«El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordenan el uno para el otro, aunque cada cual participa

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de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial no sólo gradual. Porque el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad de que goza, modela y dirige al pueblo sacer­dotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio real, asisten a la oblación de la eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante» (ibídem).

Del mismo modo que aquí se establece una relación mutua y complementaria entre ambas actividades sacer­dotales, también se relaciona, según este concilio, el co­mún sentir de la fe de todos los creyentes y el magisterio oficial de la Iglesia; su fundamento común es la parti­cipación en el ministerio profético de Jesucristo (LG 12).

Tras haber expuesto estas líneas básicas, el concilio pasa a hablar de la «constitución jerárquica de la Iglesia y particularmente del episcopado» (LG, cap. III). Ya el mismo título marca una acentuación que enlaza cla­ramente con el siglo ni (con la ordenación eclesiástica de Hipólito y con las liturgias orientales que le siguieron)32. Parte de la afirmación de que los titulares de ministerios tienen una «potestad sacra», que no se describe con ma­yor detalle (LG 18). Habla de los doce, de la unidad de los apóstoles con y bajo Pedro para formar un «colegio» o, en la interpretación del concilio, un círculo de suceso­res en el ministerio. Y así, debe entenderse a los obispos como pastores de la Iglesia que «por institución divina» suceden a los apóstoles (LG 20; cf. 28: los apóstoles «encomendaron legítimamente el oficio de su ministerio en diversos grados a diversos sujetos en la Iglesia»).

Acerca de los obispos enseña el concilio que en ellos está presente y actúa Jesús, en cuanto que son sus servi­dores. Jesucristo actúa «principalmente» —pero no ex­clusivamente— a través de este servicio de modo sacra­mental; dentro de este servicio se menciona, en primer

32. Para lo que sigue, cf. los comentarios al concilio. En el original alemán, utilizo la traducción que publiqué en el Kleines Konzilskompendium, 109-115.

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lugar, el servicio de la predicación de la palabra de Dios. Desde aquí pasa el concilio a la doctrina de que «con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacra­mento del orden» (LG 21).

Se abandona, pues, así la formulación de la teología tradicional sobre este sacramento que hablaba de pelda­ños ascendentes de las ordenaciones y afirmaba que la consagración episcopal es un aditamento no esencial de la consagración sacerdotal. Por ordo se entiende a los sacramentalmente consagrados, una magnitud compleja que responde al antiguo concepto del sacerdotium. Al obispo le compete la «plenitud» del sacerdocio, mientras que los restantes grados del orden confieren una parti­cipación limitada, si bien ésta no depende desde todos los puntos de vista de aquella plenitud.

En las líneas siguientes declara el concilio que la con­sagración episcopal confiere los tres oficios, a saber, el de santificar, el de enseñar y el de regir. Se contempla, pues, la unidad interna —y dentro del sacramento— de las «potestades» de consagración y de jurisdicción. El concilio afirma también que los obispos sólo pueden ejercer el oficio de enseñar y regir en plena unión con el papa y con el episcopado universal (con lo que aborda ya el problema ecuménico de los obispos verdaderos, pero separados de Roma). En las líneas finales de este importante capítulo (LG 21) habla el concilio de la «ple­nitud» del sacramento del orden. Se defiende aquí la sacramentalidad de la consagración episcopal: «En efec­to, según la tradición, que aparece sobre todo en los ritos litúrgicos y en la práctica de la Iglesia, tanto de Oriente como de Occidente, es cosa clara que con la imposición de las manos y las palabras consagratorias se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter de tal manera que los obispos en forma eminente y visible hagan las veces de Cristo, maestro, pastor y pontífice y obren en su nombre. Es propio de los obispos admitir, por medio del sacramento del or­den, nuevos elegidos en el cuerpo episcopal» (ibídem).

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Desde aquí aborda el concilio el tema del colegio episcopal, que existe en la Iglesia por disposición divina y al que compete, junto con y bajo el papa, la potestad plena y suprema. «Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramen­tal y por la comunión jerárquica con la cabeza y miem­bros del colegio» (LG 22).

El obispo de Roma es el principio visible «de la unidad de la multitud de los fieles», principio «visible» porque el principio verdadero y último es el Espíritu de Jesucristo. En paralelo con ello, cada obispo es el prin­cipio visible de la unidad de su Iglesia particular. Es importante la doctrina conciliar según la cual «de todas las Iglesias particulares queda integrada la única Iglesia católica» (LG 23). Tras una serie de declaraciones sobre la misión y el magisterio de los obispos (LG 24 y 25), habla el concilio de las comunidades locales: en ellas está la Iglesia toda entera presente en la palabra, la eucaristía y el amor; también estas comunidades locales, reunidas en torno al altar, están dirigidas por el obispo (LG 26).

Los padres conciliares ofrecen una serie de reflexio­nes sobre el oficio de regir de los obispos (LG 27) y, a continuación, dedican su atención al sacerdocio. No en­tran en problemas históricos concretos, sino que se li­mitan a declarar que los apóstoles «han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio en diverso grado a diversos sujetos en la Iglesia». Mediante una serie de giros lingüísticos —«a imagen de Cristo», «participación en el oficio de mediador único», «actuar en nombre de Cristo» — quiere expresar el concilio una relación espe­cial y directa de los sacerdotes con Jesucristo. De forma paralela a los obispos, también los sacerdotes parti­cipan, en virtud de la ordenación sacramental, de los tres oficios o ministerios y son así verdaderamente sa­cerdotes. También en la insistencia en el oficio de pre­dicar existe un paralelo con la doctrina sobre los obis­pos. Los sacerdotes de las Iglesias locales forman, en

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unión con su obispo, un presbyterium, que constituye un analogado respecto de la colegialidad de los obispos. Hacen «de alguna manera presente» (quodammodo praesentem reddunt) al obispo y asumen parte de sus funciones. «Bajo la autoridad del obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal... y, preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procuren cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la Iglesia» (LG 28). Puede perci­birse claramente en estas manifestaciones la recupe­ración de algunos elementos de la eclesiología de los padres de la Iglesia (desde Ignacio de Antioquía; LG 28, a completar con PO).

A continuación, el Vaticano II quiso presentar una doctrina sobre el diaconado y abrir, además, nuevas oportunidades para introducir en la Iglesia latina este grado como ministerio permanente. Enseñó, así, que los diáconos son ordenados sacramentalmente y perte­necen, por tanto, a la jerarquía. Pero, a diferencia de los obispos y de los sacerdotes, no son consagrados en or­den al sacerdocio, sino en orden al ministerio. Aquí se entiende el sacerdotium desde los «poderes» eucarísti-cos, como se ve por el hecho de que el texto dice que los diáconos «están en el grado inferior de la jerarquía». Se indica a continuación cuál es la función específica que les compete en cuanto diáconos: hacer palpable y visible el servicio de la jerarquía al pueblo de Dios. Los oficios que a renglón seguido se les adscriben concuerdan con los que, con mayor o menor frecuencia, fueron desem­peñados, en el curso de la historia de la Iglesia, por los diáconos (LG 29).

Son nuevos, sobre todo, en la concepción del Vatica­n o II, los aspectos dinámicos. A partir de la misión de Jesucristo en el Espíritu Santo y de la idea de que a los hombres se les ha concedido una participación en esa misión, los padres conciliares entienden el ministerio eclesial como participación en el triple ministerio de Je-

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sucristo al servicio del pueblo33. Se describe el sacra­mento del orden desde la consagración episcopal, consi­derada como el caso primario y universal de la ordena­ción ministerial34; pero no se ofrece una explicación de­tallada de la relación teológica de las tres ordenaciones entre sí. Se afirma, de la mano de las enseñanzas tra­dicionales, que la ordenación (para el sacerdocio y el episcopado), junto con la comunicación del carácter es­pecial, capacita para actuar «en nombre de Cristo» (cf. también PO 2), y si bien los sacerdotes están subordina­dos al obispo, la fuente de su sacerdocio no está en el ministerio episcopal, sino única y exclusivamente en Je­sucristo35.

El nuevo Código de derecho canónico ha intentado mantenerse dentro del campo de visión proporcionado por el Vaticano II. Del sacramento del orden dice que «mediante el sacramento del orden, por institución di­vina (ex divina institutione), algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados (sacri ministri), al ser marcados con un carácter indeleble, y así son con­sagrados y destinados (consecrantur et deputantur) a apacentar el pueblo de Dios según el grado de cada uno (pro suo quisque gradu), desempeñando en la persona de Cristo cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir» (CIC, canon 1008). La expresión consecran indica que se trata de un hecho que afecta a la existencia total, de algo más profundo que lo que sería una simple insta­lación en un cargo o ministerio, ya que en este segundo caso se habría recurrido al verbo ordinari. Se utilizó ex­presamente la frase ex divina institutione, en lugar de ex Christi institutione, porque no se quiso afirmar que el sacerdocio y el diaconado hayan sido instituidos por Je­sucristo. No deben entenderse como necesariamente aplicables al diaconado el carácter y la actuación en

33. Cf. I. Schick, Das dreifache Atnt Christi und der Kirche, Francfort 1982. 34. H. Müller, en HKRJ lós . 35. Ibídem.

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nombre de Cristo36. Los ordiñes en la Iglesia latina son episcopatus, presbyteratus et diaconatus (CIC, canon 1009,1). Sólo ellos constituyen, desde el 1 de enero de 1973, el clero. A partir de estas fechas, quedaron aboli­das en la Iglesia latina las órdenes menores, incluido el subdiaconado. Se mantienen el lectorado (el oficio de leer ante la comunidad) y el acolitado (servicio en los altares), pero no como ordines, sino como ministerio: no se confieren mediante ordinatio (consagración, insta­lación en el cargo) sino mediante una institutio (un en­cargo)37. Ni los así encargados o comisionados, ni los hombres y mujeres que ayudan en la comunión, perte­necen al clero. Desempeñan estos servicios como laicos.

El signo externo de cada uno de estos tres órdenes se compone de la imposición de manos y de la correspon­diente oración consagratoria38. Estas oraciones dicen, para la consagración de los obispos: «Derrama ahora también sobre este siervo tuyo la fuerza que procede de ti: el Espíritu Santo que comunicaste a tu Hijo Jesucristo y que él transmitió a los apóstoles, quienes fundaron en todo lugar la Iglesia como santuario tuyo para alabanza y gloria de tu nombre.» En la ordenación de los sacer­dotes: «Te pedimos, pues, Padre todopoderoso, que concedas a estos tus siervos la dignidad del presbitera­do: infunde en su interior el Espíritu Santo; que reciben de ti, ¡oh Dios!, el ministerio de segundo orden, y que su vida sea ejemplo para los demás.» En la ordenación de los diáconos: «Derrama en ellos, Señor, el Espíritu San­to, para que, robustecidos con la fuerza de su gracia septiforme, cumplan con fidelidad el servicio del diaco­nado»39.

36. Ibídem, 718. 37. Ibídem, 719. Sobre este punto, cf. también B. Kleinheyer, Ordinationen und Beauftra-

gungen (véase bibliografía IX). 38. Pablo VI, Constitución apostólica Pontificalis Romani (del 18 de junio de 1968), en

AAS 60(1968) 369-373, confirmando la decisión de Pío XII del año 1947; Motu proprio Minis-teria quaedam (del 15 de agosto de 1972), en AAS 64(1972)529-534.

39. Según H. Müller, o .a , 719s. La traducción castellana sigue las versiones oficiales de la Iglesia española.

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Al referirse al «ministro» del sacramento del orden, el nuevo CIC concede gran importancia a los conceptos de validez y licitud. Tiene interés teológico la afirmación de que todo obispo consagrado puede administrar vá­lidamente los tres grados (episcopado, presbiterado, diaconado) del sacramento del orden (CIC, canon 1012)40.

Respecto de los ordenados se dice: «Sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación» (canon 1024)41. (Respecto de la consagración de mu­jeres, cf. infra 11.4.4.) La admisión a la ordenación se produce en virtud de una llamada divina para este servi­cio eclesial, que, a tenor de una antigua experiencia de la Iglesia, puede reconocerse a través de la inclinación y la aptitud de los candidatos. Las Iglesias locales estable­cen toda una serie de criterios para discernir las vo­caciones auténticas42.

11.4. El sacramento del orden: Aspectos sistemáticos

11.4.1. El obispo

Contemplado desde la historia, el «sagrado ministe­rio» abarca un amplio campo en la Iglesia e incluye la posibilidad de trasladar los centros de gravedad de un punto a otro según las necesidades de cada época. Con el correr de los tiempos han ido cambiando las «imáge­nes del sacerdote» y no todo cuanto se ha afirmado teológicamente de esta «imagen» resiste el examen de la auténtica tradición. Según nuestros actuales conoci­mientos, el centro de gravedad teológico del sacerdocio sacramental se encuentra indudablemente en el obispo.

40. Ibídem, 720-723, con las normas acerca de la licitud y con menciones de casos proble­máticos.

41. Ibídem. 723. 42. Más detalles, con bibliografía, ibídem, 724-727 (incluidos los impedimentos para la

recepción de las órdenes).

340

A partir de él es como más claramente puede decirse lo que la consagración es y produce.

La ordenación o consagración en sentido católico no es una mera «instalación en el cargo»; es la donación del Espíritu en forma de epiclesis, es decir, en aquella oración de súplica de la Iglesia que, en su fe, tiene la certeza de ser oída. La súplica se refiere, pues, al caris-ma, a la eficacia del don del Espíritu divino al que la fe considera presente aquí y ahora. Esta fe, por su parte, cree que Dios hará posible que el consagrado haga sen­siblemente presente (simbolismo real) la acción de Cris­to en la Iglesia y, por medio de ésta, en el mundo: en el obispo, quien actúa verdaderamente es siempre Jesu­cristo en su Espíritu para gloria del Padre; para este servicio es tomado el consagrado; no es, pues, como persona, el representante de un Jesucristo ausente43.

Naturalmente, el Espíritu santo de Dios viene a la Iglesia como un todo, como cuerpo místico de Cristo: el Jesús histórico prometió este Espíritu a los creyentes irrevocablemente y el Jesús exaltado la guía por medio de su Espíritu. Suscita en ella, con soberana libertad, los dones que quiere conceder. La Iglesia sostiene firme­mente que entre las acciones del Espíritu se encuentra la unificación de la Iglesia en una comunidad articulada y, por ende, la articulación en ordines y que el carisma de dirección que se concede en el ordo es uno más entre otros muchos.

El Espíritu que actúa en la Iglesia es el que le inspira, según el testimonio neotestamentario (Rom 8,36), lo que ella debe pedir. Es también este mismo Espíritu el que la ha movido a unir a la imposición de manos —ya practicada desde antiguo— la oración para formar un signo sacramental, sin que sea necesario que así lo hayan

43. Hay una buena exposición de esta materia, incluida la indicación de que para esta temática la Iglesia antigua no se guió por el principio aristotélico de la causalidad, sino por la idea platónica de la relación, en A. Müller, o . c , 111. También P.J. Cordes (véase bibliografía IX), 191, entiende la actuación ¿n persona Christi como «exclusivamente referida a la acción misma».

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dispuesto expresamente el mismo Jesucristo o los após­toles44. Con esta liturgia, que confiere el Espíritu en el sentido antes indicado, el consagrado queda a la vez incorporado en una comunidad intraeclesial (de los obispos, los presbíteros y los diáconos).

Mediante su consagración, el obispo es aceptado en el colegio que es testigo de la fe apostólica, que man­tiene unidas a las Iglesias locales en la continuidad de la fe, que representa la unidad de la Iglesia, asume la res­ponsabilidad de la liturgia como glorificación de Dios y garantiza así la identidad empírica, la cognoscibilidad de la Iglesia. La dinámica de este ministerio es a la vez histórica y escatológica: no hay contradicción entre la disposición del divino Espíritu y el hecho de que este ministerio se haya ido construyendo, configurando y concretando al compás de la historia y en virtud de de­cisiones históricas. Responde, más bien, a la validez úl­tima y definitiva del mensaje de Dios transmitido y ga­rantizado por este medio el hecho de que una evolución tan importante como éste sea irrevocable, irreversible.

Este ser tomado al servicio de Jesucristo, que es el auténtico y verdadero agente, reclama la existencia total de la persona y participa de aquel carácter irrevocable; y aunque puede, por supuesto, permanecer inactivo en determinadas circunstancias de la vida (por ejemplo, en los obispos, por razón de la edad), no es anulable. Esto es lo que se quiere dar a entender con la doctrina del carácter sacramental, que declara que la ordenación só­lo se puede recibir una vez y es irrepetible45.

Es ya de por sí evidente que la persona así consagra­da y tomada al servicio sigue siendo un oyente entre los oyentes, un creyente entre los creyentes, un pecador entre pecadores, y que no se ha convertido en una espe­cie de «naturaleza superior».

44. A. Mülleí, o . c , 119. 45. Buenas observaciones acerca del carácter sacramental del orden en P. Fransen, o . c ,

62-65. Este autor entiende el carácter sacramental, en primera línea, como el rito visible de la ordenación sagrada, «por la cual el ordenado queda incorporado jurídicamente al colegio de su orden, asumiendo con ello un conjunto de derechos y deberes» (64).

342

La gracia sacramental especial debe ser entendida como la ayuda otorgada por el Dios amoroso y justifica­dor para el cumplimiento de la misión específica (in­cluida en el ministerio) del servicio46.

11.4.2. El presbítero

El sacerdote es colaborador del obispo. Las tareas que en esta calidad le competen dependen hasta cierto punto de las situaciones concretas, de modo que no ha llegado a cristalizar plenamente la «imagen» teológica del sacerdote. Hay, no obstante, ciertas tareas y fun­ciones que se mantienen permanentemente a lo largo de la tradición y han sido reafirmadas por el concilio Va­ticano II (y por la evolución registrada desde entonces). Deben citarse, en este sentido, como firmemente ancla­das tanto en el pasado como en el presente en la «imagen del sacerdote», las tareas relacionadas con la celebración de la eucaristía. En la mayoría de los ám­bitos en que desarrollan hoy sus actividades los presbíte­ros puede distinguirse con razón un «polo sacramental» y otro «polo institucional» de sus tareas47. La capaci­tación de los sacerdotes en el ámbito sacramental no les adviene a través del obispo, ni en virtud del encargo de unas tareas, ni tampoco a través de la comunidad, sino por medio de la ordenación que hace que puedan ser —tal como se ha dicho ya de los obispos— imágenes e instrumentos de Jesucristo invisiblemente presente. Es Cristo quien, por medio del servicio sacerdotal, dirige su palabra de proclamación y quien en la liturgia glorifica a su Padre en el Espíritu para la salvación de los hombres. En el desempeño concreto del servicio en la celebración

46. P. Fransen. o . c , 65. 47. Ibídem, 60s (la bibliografía informa sobre algunas recientes teologías del sacerdocio

que no han encontrado general aceptación, por ejemplo el enfoque de K. Rahner al tema de la proclamación de la palabra, con la tendencia, ligeramente peligrosa, de institucionalizar lo profetice etc.).

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litúrgica de los sacramentos, de la que forma parte el servicio de la palabra, los presbíteros dependen del obis­po al que representan. Ante esta doble dependencia, ante este retroceso del hombre a un segundo plano, «de­trás» de las acciones litúrgicas simbólicas y «detrás» de la palabra del otro, se ha hablado, no sin razón, de una despersonalización» del sacerdote48. Se desprende de aquí que la liturgia alcanza su objetivo con independen­cia de las cualidades del presidente. Pero no por eso se concluye que pueda concebirse el servicio sacerdotal co­mo una mera función; la concepción teológica de los «siervos de Cristo» no puede contentarse con un mínimo de funcionamiento; tiene que exigir una cierta espi­ritualidad que, en su núcleo interno, consiste en una mística de Jesús. En las tareas de la pastoral y de la catequesis y en el ámbito institucional queda siempre un número más que suficiente de posibilidades para des­arrollar plenamente en ellas las cualidades personales. Por lo que al carácter sacramental y a la gracia de la ordenación sacerdotal se refiere, se les puede aplicar proporcionalmente lo que se ha dicho a propósito de los obispos.

No es preciso introducir modificaciones radicales, bajo la presión de situaciones de necesidad, en la teolo­gía del servicio del ministerio sacerdotal. La estructura del ministerio, con el colegio de presbíteros consagrados y servidores reunidos en torno a su obispo, ha surgido bajo el impulso del divino Espíritu y se ha acreditado en la edificación «normal» de la Iglesia y en el cumplimien­to de sus tareas. En las mencionadas situaciones de ne­cesidad, cuando no hay sacerdotes, la significación fun­damental del sacerdocio común de todos los fieles, el recuerdo de su capacitación para la fe, la oración y la liturgia, la esperanza en la acción carismática y nunca incoherente del divino Espíritu (también fuera de los sacramentos) puede y debe ser suficiente para la super-

48. lbídem, 58s.

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vivencia de las comunidades cristianas (cf. también lo dicho supra 8.4.9, sobre la comunión espiritual). Pero no es lícito afirmar que en estas situaciones de necesidad pueda la comunidad, por sí misma, «dar poderes» o «autorizar» a personas delegadas por ella para el servi­cio en el ámbito sacramental.

Sí es cierto, en cambio, que las situaciones de necesi­dad pueden contribuir a corregir torcidas concepciones del sacerdocio y a insertar a los sacerdotes más, y de manera más visible y palpable, en la comunidad. Entra aquí que tanto en el ámbito sacramental (bautismos, presencia en los matrimonios, unción de los enfermos, predicación, bendiciones, entierros) como en el insti­tucional (enseñanza, organizaciones, etc.) los sacerdotes puedan ser reemplazados por personas que no han re­cibido las órdenes. La revitalización de la colegialidad presbiterial puede contribuir a superar la concepción del sacerdote como exponente de un poder espiritual49.

11.4.3. El diácono

La renovación del grado del diaconado permanente en la Iglesia latina50 ha obedecido a dos causas principa­les: 1) La jerarquía de los ordenados, como grupo espe­cial dentro de la Iglesia, tenía que demostrar palpable y visiblemente que también forma parte de ella la diako­nia, el servicio en el ámbito de las obras sociales y carita­tivas, y que este servicio está estrechamente conexiona-

49. Frente a la tentativa de E. Schillebeeckx de hacer de la ordenación relativa el caso ideal, debe destacarse el elemento positivo constituido por el hecho de que al sacerdote se le contempla en primer término como inserto en el colegio presbiterial. Este colegio encierra múltiples posibilidades respecto de la ayuda mutua y la flexibilidad que no se dan cuando el sacerdote depende plena y exclusivamente de una comunidad.

50. Cf.. además de los comentarios a LG 29, K. Rahner-H. Vorgrimler, Díaconia in Christo, Friburgo 1961 (con bibliografía); J.G. Plóger-H.J. Weber, Der Diakon. Wiedereni-deckung und Erneuerung seines Diensíes, Friburgo 1980 (con bibliografía); H. Schwenden-wein. Der standige Diakon, en HKR 229-238; S. Zardoni (véase bibliografía IX). Sobre el redescubrimiento práctico y teológico informa la revista «Diakonia XP», del Centro Inter­nacional del Diaconado de Friburgo de Brisg. (que no debe ser confundida con la revista «Diakonia» de Viena).

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do con la liturgia. 2) Había que acudir, en muchas regio­nes, en ayuda de las situaciones de necesidad derivadas de la falta de sacerdotes, aunque aquí estaban y están excluidas, ya de antemano, por expresa prescripción de la Iglesia, la presidencia de la eucaristía y la administra­ción del sacramento de la penitencia. No se han detalla­do nítidamente —ni pueden en realidad detallarse— las tareas de los diáconos; no se les reserva en exclusiva ninguna de las funciones que el Vaticano II menciona como posibles (LG 29). Pero las desempeñan todas co­mo miembros de la jerarquía, del clero, y pertenecen, sean casados o no, al grupo de los consagrados mediante el sacramento. En sus personas se ve claramente que la liturgia debe tener repercusiones concretas en el mundo y en sus necesidades y que el trabajo en el mundo ba­sado en el amor tiene una dimensión espiritual. La or­denación sacramental suplica y causa en ellas aquella gracia que les permite realizar el servicio que se les ha confiado.

Esto aparte, en la Iglesia latina sigue existiendo el grado sacramental del diaconado como peldaño hacia el presbiterado. Su función consiste en hacer que los can­didatos adquieran conciencia de la dimensión diaconal (es decir, servicial) de su vocación. En términos genera­les, estos diáconos suelen desempeñar su servicio, en prácticas concretas, durante un cierto espacio de tiempo.

11.4.4. La ordenación de mujeres

No hablamos en este apartado de las bendiciones por y para las mujeres (cf. infra 13), sino de la admisión de mujeres al ministerio consagrado. Y lo hacemos con una referencia expresa al sacramento del orden. El siglo XX asiste a la creciente conciencia con que las mujeres están descubriendo y denunciando su situación de opresión y de degradación (a veces bajo formas muy sutiles), del

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distinto trato que padecen en el campo socioeconómico, de la negación de la igualdad de derechos civiles. Un movimiento de emancipación de alcance mundial actúa como factor catalizador y gana terreno también en la Iglesia católica51. Entre las peticiones presentadas al Vaticano n se hallaba la de permitir la ordenación sacer­dotal también a las mujeres. En el contexto ecuménico, varias Iglesias evangélicas discuten (y algunas ya han concedido) la ordenación de «pastoras».

En la teología sacramental católica, y hasta el Va­ticano II, se daba por supuesto, sin que causara proble­mas, que las mujeres estaban excluidas del sacerdocio (CIC de 1917, canon 968). Karl Rahner provocó una discusión dogmática en torno al tema de si esta exclusión estaba fundada en la revelación y era, por consiguiente, de «derecho divino»52. En la declaración ínter insignio-res, de 15 de octubre de 1976, la Congregación para la doctrina de la fe establecía53 que, por fidelidad al ejem­plo del Señor y de los apóstoles, la Iglesia no se siente autorizada a permitir la ordenación sacerdotal de mu­jeres. A esto se añade que el sacerdote representa al varón Jesucristo (entre otras cosas como esposo de la Iglesia). No se analizaban en este documento los ar-

51. Cf. las síntesis históricas en Frauen in der Mánnerkirche?, «Concilium» 16(1980), n.° 4. Es inabarcable la bibliografía feminista-teológica aparecida desde aquellas fechas. Puede ver­se la literatura corriente, agrupada bajo una rúbrica específica, en «Ephemerides Theologicae Lovanienses». Cf. también M. Kaiser, Die Stellung der Frau in der Kirche, en HKR 179-181 (con bibliografía).

52. La tesis doctoral de H. van der Meer, Priestertum der Frau, dirigida en 1962 por K. Rahner y publicada en Friburgo en 1969, no admitía la existencia de razones suficientes para excluir del sacerdocio a las mujeres. La tesis doctoral de M. Hauke, Die Problematik um das Frauenprieslertum vor dem Hintergrund der Schópfungs- und Erlósungsordnung, Paderborn 1982, hecha bajo la dirección de L. Scheffczyk, llegaba a la conclusión opuesta, a saber, a la exclusión del sacerdocio de las mujeres por divina disposición. Tiene razón W. Beinert cuan­do escribe sobre el trabajo de Hauke: «Qui nimis probat, nihil probal (quien prueba de­masiado no prueba nada). En él se ha recopilado, con enorme esfuerzo, material (en realidad no reelaborado) procedente de todos los campos posibles e interpretado en clave ideológica. Se ha desperdiciado en esta obra la oportunidad de entablar una discusión directa y objetiva de un problema que hubiera podido aportar, o iniciar al menos, una respuesta bien fundada. Cabe pensar que ha conseguido el efecto contrario: quien analiza sus argumentos, se siente más bien inclinado a aceptar la tesis opuesta», en «Theologie und Glaube» 73(1983)203.

53. AAS 69(1977)98-116. Edición alemana con comentarios tendenciosos (en el sentido de que rechazan, de entrada, la posibilidad del sacerdocio femenino): Die Sendung der Frau in der Kirche, Kevelaer 1978.

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gumentos en contra, por ejemplo, que la mujer puede administrar un sacramento (el bautismo, el matrimonio) y, en este caso, también ella «representa» —es decir, hace presente— a Jesucristo. La citada declaración con­cede que no puede aportar pruebas definitivas en favor de la praxis de la Iglesia, pero se niega a analizar el problema en el contexto de la controversia sobre la igualdad de derechos de las mujeres, porque el acceso al sacerdocio no puede entenderse como un derecho. La línea argumental de este documento suscitó vivas crí­ticas54. El nuevo Código de derecho canónico ha recogi­do literalmente el texto del antiguo canon sobre este punto, pero omitiendo el pasaje relativo a la exclusión de las mujeres en la ordenación sacerdotal (CIC, canon 1024).

Muy probablemente con esta determinación se ha cerrado la puerta de admisión de mujeres en el sacer­docio durante los próximos años. Las razones son claras. La Iglesia latina no toma decisiones —y mucho menos las que son de gran importancia— cuando se ve sujeta a fuertes presiones. Pero es que, además, de tener que tomar una decisión sería negativa, desde el momento en que la petición ha sido planteada bajo la forma de una exigencia de tipo emancipatorio y de lucha de clases, no pocas veces vinculada a la amenazante extorsión de que, en caso de que se les niegue la demanda, las mujeres abandonarían la Iglesia.

No existen razones teológicas definitivas a favor de la actitud excluyeme de la Iglesia latina. Tampoco el nuevo Código de derecho canónico invoca el «derecho divino» para justificar su posición. Ello no obstante, en el campo de la discusión teológica existen dos razones muy dignas de nota, y hasta plausibles, a favor de la exclusión: 1) En el curso de una evolución de casi 2000 años, ha ido surgiendo y asentándose una estructura mi-

54. H. Pissarek-Hudelist, Die Bedeutung der Sakramententheologie Kart Rahners für die Diskussion um das Prieslertum der Frau, en Wagnis Theologie, ed. por H. Vorgrimler, Fribur-go 1979, 417-434 (con bibliografía); H. Müller (véase nota 34), 724 (con bibliografía).

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nisterial de cuño plenamente masculino. Esta evolución no puede interrumpirse abruptamente, sino sólo revisar­se, con la mirada puesta en el futuro, en el sentido de una remodelación que vaya ampliado las perspectivas. 2) Debe contemplarse esta problemática en un contexto ecuménico, en el que las Iglesias separadas de Oriente se consideran custodias especiales de la auténtica tra­dición apostólica. La admisión de mujeres en el sacer­docio sin un previo acuerdo con estas Iglesias acarrearía dificultades adicionales a las fatigas del ecumenismo.

Totalmente distinta es la cuestión de la posible or­denación de mujeres como diaconisas. Esta ordenación se ha dado de hecho en el pasado55. Existen importantes razones para admitir que hubo ya en la época neotesta-mentaria mujeres que formaban parte del círculo de co­laboradoras del que surgió más tarde el ministerio con­sagrado de las diaconisas. La existencia de diaconisas está testificada en Asia Menor en el siglo II y en Siria en el siglo III. La Iglesia occidental mostró en parte una actitud de rechazo, pero de todas formas hubo diaco­nisas desde el siglo v, cuya presencia se prolongó en Roma hasta el siglo xi y en la Iglesia bizantina hasta el siglo xv56. En Oriente fueron adscritas al clero en virtud de una ley imperial57. Según la Didascalia (ordenación eclesiástica del norte de Siria, en el siglo m), a las diaco­nisas se las debe venerar como tipo del Espíritu Santo. La pregunta de si su consagración era sacramental sólo pudo plantearse desde la perspectiva de la reflexión so­bre la teología sacramental de la alta escolástica. En la

55. Entre la bibliografía reciente, cf. H. Frohnhofen, Weibliche Diakone in der frühen Kirche, «Stimmen der Zeit» 111(1986)269-278 (con bibliografía); Ch. Oeyen, Priesleraml der Frau?, «Ókumenische Rundschau» 35(1986)254-266. También la revista «Diaconia XP» (véase nota 50) aporta bibliografía sobre la consagración diaconal de las mujeres.

56. A.G. Martimort, Les diaconesses, París 1982, interpreta las fuentes con un criterio nítidamente minimalista. En su opinión, ninguno de los textos sobre diaconisas en los que no se citen servicios litúrgicos se refiere a diaconisas en sentido estricto (cf. Ch. Oeyen, o .a , 257). Martimort tampoco valora lo suficiente, por supuesto, el hecho de que con anterioridad al concilio de Nicea del año 325 la palabra diakon podía designar indistintamente al diácono y a la diaconisa.

57. Sobre este punto, cf. H. Frohnhofen, o . c , y, más detalladamente, O. Barlea, Die Weihe der Bischofe, Presbyíer und Diakone in vornicánischer Zeit, Munich 1969.

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liturgia bizantina, esta consagración tiene todas las ca­racterísticas de ser una de las llamadas órdenes ma­yores58.

Ante la común tradición de Oriente y Occidente, no existe ninguna razón de peso para seguir excluyendo a las mujeres de un diaconado permanente flexiblemente entendido59. La consagración de mujeres para el diaco­nado sería, sin lugar a dudas, una ordenación sacramen­tal, y las mujeres así ordenadas formarían parte del clero.

11.5. El diálogo ecuménico

11.5.1. La perspectiva de las Iglesias orientales

Aunque las diferencias fundamentales entre la Igle­sia católica romana y las Iglesias separadas de Oriente en el ámbito de los ministerios se refieren al modo de entender el ministerio de Pedro, existen también al­gunas divergencias respecto de la concepción teológica de otros ministerios. Son, con todo, diferencias poco profundas, que aunque producen divergencias entre las Iglesias, se encuadran dentro de la legítima pluralidad de opiniones, merced a la cual un punto de vista puede desempeñar una función crítica y correctora respecto de otras posiciones.

La liturgia oriental60, que es, junto a la Biblia, la fuente más importante de la teología de las Iglesias de

58. Ch. Oeyen, o.c. (con bibliografía); E. Theodorou. Das Priestertum nach dem Zeugnis der byzantinischen liturgischen Texte, «Ókumenische Rundschau» 35(1986)267-280, aquí 271. Tienen importancia fundamental los datos descubiertos por C. Vagaggini. L'ordinazione delle diaconesse nella tradizione greca e bizantina, «Ortentalia Christiana Periódica» 40-(1974)145-189.

59. H. Müller, o . c , 724. alude a un volum del sínodo de Würzburgo del año 1975 que solicitaba del papa un estudio del problema de la consagración de diaconisas. acompañado de informes positivos de Y. Congar, P. Hünermann, O. Semmelroth y H. Vorgrimler. En 1986 aún no se había recibido una respuesta a dicha petición. Cf. M. Kaiser (véase nota 51), 181.

60. Sobre esto, cf. E. Theodorou (véase nota 58) y —todavía no superado— J.D. Zi-zioulas, acerca de la ordenación en las Iglesias orientales, en Aml und Ordination in ókume-nischer Sicht, dir. por H. Vorgrimler, Friburgo 1973, 72-113.

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Oriente, distingue la consagración (kheirotonia) de los tres grados mayores —obispos, presbíteros, y diáconos y diaconisas— de la bendición (kheirothesia), propia de los grados menores. Las tres consagraciones mayores tienen la misma estructura: solemne aprobación de los presentes para la ordenación de un candidato, epiclesis al Espíritu Santo suplicando la gracia que es necesaria para el desempeño del correspondiente ministerio, im­posición de manos, investidura.

En las concepciones de las Iglesias orientales hay al­go similar a lo que en el ámbito latino se llama «derecho divino». No es forzosamente necesario que lo que, des­de Dios, es constitutivo de la Iglesia, haya de aparecer expresamente testificado en el Nuevo Testamento: a es­tos elementos constitutivos se los entiende como magni­tudes históricas pero también, siempre, como causados por el Espíritu Santo. La triple gradación canónica de los ministerios consagrados es considerada como la for­ma constitutiva dotada de la máxima dignidad histórica y ecuménica. Aquí el mayor peso del ministerio recae sobre los obispos: a la Iglesia de Jesucristo se la concibe como una Iglesia episcopal. El colegio de los obispos es visto como el sucesor del colegio de los apóstoles. La fórmula prevista ya desde el concilio de Nicea del 325, según la cual la ordenación episcopal requiere la presen­cia de tres obispos consagrantes, quiere dar a entender que el consagrado entra a formar parte del colegio epis­copal y —en virtud de la «sucesión apostólica», a través de una serie ininterrumpida de imposiciones de manos— de la edificación de la Iglesia sobre el fundamento de los apóstoles. En las Iglesias locales, que forman el cuerpo de Cristo no por suma o adición sino en virtud de la mutua conexión, el obispo es el representante y enviado de Jesucristo61.

El servicio fundamental lo presta Cristo, enviado por el Padre; el titular del ministerio es sólo su instrumento,

61. E. Theodorou. o . c . 274s,

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que actúa en perspectiva cristológica y pneumatológica. En las Iglesias orientales no se entiende al sacerdote como alguien que actúa in persona Christi; es, más bien, como un symbolon Khristou, un representante, que no ocupa ontológicamente el lugar de Cristo, sino que ac­túa en vitud de la gracia del Espíritu. Expresado con mentalidad latina, el sacerdote actuaría por un lado in nomine Christi y, por otro, in persona Ecclesiae. Las Iglesias orientales no pueden hacerse a la idea de que los sacramentos se realicen mediante fórmulas indicativas ni que (en caso de necesidad) sea posible la transformación eucarística sin epiclesis62.

Mediante la epiclesis, los laicos se convierten en co-liturgos. Pero existe una diferencia cualitativa, esencial, y no sólo gradual o funcional, entre el ministerio espi­ritual y el laicado. Clero y laicos se relacionan entre sí como magnitudes comunicantes: el servicio sacerdotal ministerial es el presupuesto del servicio sacerdotal de todos los fieles63.

El diácono pertenece al estamento de los sacramen-talmente consagrados; se halla en una posición inter­media entre los actos de culto y las obras de caridad, pero ninguna de sus tareas llega al ámbito «estrictamen­te consagra torio» (eucarístico) del sacerdotium64.

Resumiendo, se puede decir que las funciones del ministerio eclesial producen en los creyentes la dispo­sición para la acción de la gracia del Espíritu Santo. Esta acción se materializa sacramentalmente en las funciones del ministerio. El ministerio espiritual es expresión de la realidad carismática, es decir, de la realidad de Jesucris­to, presente en la Iglesia por su Santo Espíritu65. Esta concepción básica de la teología sacramental no se dis­tingue de la mantenida por la teología católica.

62. Ibídem, 276s. 63. Ibídem, 277s. 64. Ibídem, 278s. Es erróneo afirmar que las tareas que LG 29 enumera para los diáconos

les competan a ellos exclusivamente; así ibídem, 278. 65. Ibídem, 280.

352

11.5.2. Un consenso mínimo

La concepción teológica del ministerio sustentada por las Iglesias orientales y la Iglesia católica romana no se compagina con la teología surgida de la reforma. Ello no obstante, se ha puesto en marcha el diálogo con esta teología y se han conseguido ciertos resultados positi­vos, Harald Wagner sintetiza de la siguiente manera el consenso mínimo alcanzado hasta ahora66:

Las Iglesias admiten que los cristianos todos están llamados, por la fe, a proclamar la palabra del evan­gelio, pero esto no excluye que haya ministerios y servi­cios vinculados a personas determinadas. Éstas depen­den de la llamada interna del Espíritu Santo y de la ratificación de su servicio por la totalidad de la Iglesia. Esta ratificación y autorización por la Iglesia acontece en la ordenación, normalmente realizada por otros ti­tulares de ministerios ya ordenados, que mediante la oración y la imposición de manos llaman a los ordenados al ministerio especial. El ordenado se compromete, con la confianza puesta en la gracia de Dios, a desempeñar su servicio en espíritu de obediencia a la palabra de Dios y en unidad con las confesiones (dogmas) de la Iglesia. Todas las Iglesias admiten una sucesión apostólica en el sentido de que la fe de cada Iglesia debe estar en ar­monía con el testimonio de los apóstoles y, por ende, debe conservarse y garantizarse una conexión perma­nente con el servicio fundamental de los apóstoles. El ministerio eclesial sólo posee autoridad en la medida en que está al servicio de la autoridad absoluta de la pala­bra de Dios. Este ministerio sólo «representa» a Jesu­cristo y su «frente a» la comunidad en la medida en que es expresión del evangelio.

Por parte católica se han aducido los siguientes ar-

66. H. Wagner, Das Amí vor dem Hintergrund der Diskussion um eine evangelish-katholi-sche Grunddifferenz, «Catholica» 40(1986)39-58. Sigo a Wagner también en la elección del vocabulario. Cf. también la bibliografía II; para el primitivo estadio del diálogo ecuménico, S. Regli (véase bibliografía II).

353

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gumentos67, que tratan de aproximarse, a ciencia y con­ciencia, a las posiciones evangelistas: el ministerio se entiende como participación en los tres «ministerios de Cristo» (analizados y diseñados en la teología de Calvi-no). Aquí se concede la preeminencia a la proclamación de la palabra de Dios. Se acentúa también el carácter de servicio del ministerio, incluido el de la dirección de la comunidad. Se «suaviza» la doctrina del «carácter sacra­mental» a base de entenderlo en el sentido de que el sacramento del orden es irrepetible. La sucesión apostó­lica se entiende como una sucesión de la fe, de la palabra viva y de las personas. Podría también solucionarse el problema de la sacramentalidad del orden una vez que la teología de todas las Iglesias se libere, merced a la presión de las investigaciones exegéticas, de una fijación en palabras institucionales pronunciadas por el mismo Jesús y se tenga una visión más amplia del concepto de los sacramentos. Allí donde la teología evangélica no niega al ministerio la dimensión del Espíritu Santo, está admitiendo implícitamente su sacramentalidad 68.

11.5.3. Cuestiones pendientes

Prescindiendo del hecho de que en todas las Iglesias hay cristianos concretos que, empujados por el gusto por la separación, demuestran poseer una especial ca­pacidad para descubrir y acentuar los factores diferen-ciadores69, las afirmaciones que todavía separan se re-

67. A. Müller. o . c , 113. 68. Ibídem. 118. Cf. también las propuestas de unificación de H. Fries-K. Rahner,

La unión de las Iglesias. Una posibilidad real, Herder, Barcelona 1987, aquí 117-210; comen­tario y respuestas de Fries a las críticas suscitadas por las primeras ediciones de su obra.

69. Sólo así puede entenderse la afirmación de Eilert Herms cuando, en su discusión del texto de Lima («Kerygma und Dogma» 31[1985]67-96). dice que lo único que tiene que hacer el ministerio es testificar la revelación, mientras que según la concepción católica tiene que transmitirla. Si esta aseveración tiene algún sentido, es bajo el supuesto de que como telón de fondo sustente la idea de que la revelación ha sido fijada de una vez por siempre —incluido también su ropaje lingüístico— y que la fe debe referirse a ella tal como está consignada, renunciando a toda comprensión y reflexión. Una tal construcción idealista-platónica ya no merecería el nombre de revelación de Dios.

354

fieren 1) a la sucesión apostólica en el ministerio epis­copal y 2) al sacramento del orden, en cuanto que ca­pacita a los ordenados para representar a Cristo (y así —se dice— para allanar la diferencia esencial entre Dios y el hombre) y, por tanto, para hacer que en toda cele­bración «válida» de la eucaristía sea indispensable la presencia del presidente. Las diferencias de opinión dentro de la Iglesia católica se centran principalmente en el tema de la representación de Cristo y, a una con ello, en el tema de la potestad que el sacramento del orden confiere a los sacerdotes. Está casi unánimemente compartida la idea de que en la celebración de la euca­ristía es necesario mantener una dirección, para conser­var y garantizar el orden eclesial. Es también convicción compartida que admitir esta autoridad no significa que el sacerdote actúe por su propio poder. En este sentido, ciertas afirmaciones del tipo de que en la ordenación se produce una «equiparación cuasiesencial» con Jesucristo lo único que pueden hacer es sembrar confusión.

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12. El sacramento del matrimonio

12.1. Introducción

El matrimonio es «una relación jurídicamente re­conocida entre dos personas de distinto sexo para una comunidad total de vida»1. Según la fe de la Iglesia ca­tólica, el matrimonio entre dos personas bautizadas es un sacramento. Por tanto, el matrimonio es punto focal en el que confluyen problemas de diversas dimensiones. Dado que aquí sólo se tratará del sacramento, debere­mos prescindir de ciertos aspectos que son, por lo de­más, de gran importancia. Así, por ejemplo, no se abor­darán, en la perspectiva de la teología de los sacramen­tos, los temas de la sexualidad y de su calidad humana, ni la emancipación de la mujer, ni los problemas que surgen de la cohabitación o vida en común de dos perso­nas, ni el celibato y sus valores.

Según la teología escolástica clásica, fue Dios mismo quien instituyó el matrimonio en el paraíso. Así, pues, si se quiere distinguir entre el orden de la creación y el de la redención, hay que decir que el origen del matrimonio se encuentra ya en el orden de la creación. El Génesis habla de forma sumamente expresiva del varón y de la mujer (1,27; 2,21-24) y si ya cada individuo puede ser un

1. A. Stein, en TRE II, 1982, 355.

360

símbolo real de Dios (cf. supra 1.3), este simbolismo se acomoda perfectamente a la relación entre el varón y la mujer. El análisis del matrimonio como sacramento puede iniciarse a partir de la reflexión de que la puber­tad, el matrimonio, la sexualidad, el nacimiento están en prácticamente todas las culturas vinculados a símbolos religiosos.

Por otro lado, desde la perspectiva religiosa del ma­trimonio surgen problemas más penetrantes y matiza­dos. Un análisis profundo de la actuación de Dios en la historia y de su revelación puede plantearse, como mí­nimo, la pregunta de si Dios ha fundado instituciones humanas o si más bien no ha dejado en manos de los hombres los problemas de organización y se ha limitado a proporcionar los impulsos de su voluntad hacia los caminos que deben tomar las instituciones y organi­zaciones. Se puede y se debe preguntar, además, si a la relación de pareja de que habla el Génesis se la puede llamar matrimonio en el sentido en que hoy lo enten­demos.

De hecho, el matrimonio en cuanto institución ha experimentado tales cambios en el curso de la historia, que es preciso indagar si a lo largo de los siglos se ha mantenido un núcleo estable que haya constituido algo así como la «esencia» del matrimonio. En cuanto insti­tución jurídica, el matrimonio ha tenido sus fundamen­tos históricos y sociales primariamente en el ámbito de la garantía de las relaciones de propiedad2. Así, en el terreno de la historia el matrimonio aparece en primer término como una comunidad de producción y una unidad económica. La comunidad de vida está marcada por el esquema patriarcal: a la mujer se la conceptúa como una propiedad adquirida; el fin del matrimonio consiste en engendrar descendientes masculinos; se con­sidera legítima la poligamia, aunque en la práctica es siempre poliginia; los privilegios del varón para mante-

2. H. Ringeling, ibídem, 351.

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ner relaciones sexuales extramatrimoniales estaban orientados al interés por tener hijos de sus concubinas, esclavas, etc. Esta concepción del matrimonio, perfecta­mente atestiguada en el Antiguo Testamento, hunde sus raíces —cuando se considera el matrimonio como una institución fundada por Dios— en el orden mismo de la creación, y fue aceptada y practicada no sólo por hom­bres corrompidos e inmorales, sino por los patriarcas del pueblo de Israel3.

En el cristianismo prevaleció hasta la época de la ilustración (Kant) y de su mentalidad basada en el dere­cho natural una concepción del matrimonio de tipo pu­ramente objetivo-práctico. Se definía la esencia del ma­trimonio como un contrato cuyos fines se describían con exactitud: generación y educación de los hijos, apoyo mutuo de los cónyuges y satisfacción ordenada de los impulsos sexuales. Esta definición expresaba también el punto de vista oficial del matrimonio de la Iglesia católi­ca hasta el concilio Vaticano II. La concepción del matri­monio como una institución meramente jurídica crista­lizó bajo diversas formas, pero en ninguna de ellas se ponía en tela de juicio la afirmación de una posición de poder de tipo patriarcal.

El tema de unas relaciones amorosas caracterizadas por la camaradería, la libertad y la afectuosidad en igualdad de derechos fue de la máxima importancia tan­to en el judaismo como en el cristianismo, pero en el tema del matrimonio esta idea sólo aparece incidental-mente y no se consideraba que formara parte de su esen­cia. Con el advenimiento del romanticismo, en el si­glo XIX (la «revolución de los sentimientos») se abrió paso otra concepción del matrimonio basada en el amor, pero no logró imponerse ni en la Iglesia ni en la socie­dad4. El trabajo previo para una renovación de la concep-

3. No entraremos aquí en el análisis de las evasivas teológicas de épocas pasadas (por ejemplo, que Dios habría concedido dispensa a los patriarcas en los casos de poligamia).

4. Para la historia, cf. I. Weber-Kellermann, Die deutsche Familie. Versuch einer Sozialge-schichte, Francfort 51979; G. Duby. Ritter, Frau und Priester. Die Ehe imfeudalen Frankreich, Francfort 1985; M. Schróter, «Wo zwei zusatnmenkommen in rechter Ehe...» Sozio- undpsy-

362

ción del matrimonio, impulsada desde el exterior por los movimientos de emancipación de la mujer5, fue desarro­llado, en el seno de las Iglesias cristianas, en la primera mitad del siglo XX, por teólogos y antropólogos aislados, entre los que merecen citarse, en el campo evangélico, a Karl Barth y, en el campo católico, y sobre la base del personalismo cristiano, a Herbert Doms y Ernst Michel (al principio con prohibición eclesiástica de publicar sus obras). Los lemas que defendían eran: total unidad de alma y cuerpo, personalidad con igualdad de derechos, responsabilidad mutua. Las recientes teologías del matri­monio, así como las declaraciones del concilio Vatica­no II, bosquejan cuadros ideales del matrimonio.

En contraste con ello, la realidad es que el presente se caracteriza por crisis profundas de la institución ma­trimonial, de las que aquí citaremos solamente dos: la creciente incapacidad de vivir unas relaciones de pareja satisfactorias y la rápida pérdida de autoridad de la Igle­sia católica. La desvalorización de la institución jurídica del matrimonio y la separación entre las actividades se­xuales y el matrimonio han demostrado que la satisfac­ción de los impulsos sexuales no garantiza el éxito del amor6. El magisterio oficial de la Iglesia católica se opuso y se sigue oponiendo (sobre todo bajo Juan Pa­blo n) a estas tendencias7, pero pagando el precio de que su postura frente a los divorciados (Familiaris consortio, 1981) y frente a la regulación de la natalidad (Humánete

chogenetische Studien über Eheschliessungsvorgange vom 12. bis 15. Jahrhundert, Francfort 1985; J. Goody, La evolución de la familia y del matrimonio en Europa, Herder, Barcelona 1986.

5. Este trabajo llevó, en el espacio de aproximadamente 80 años (por ejemplo, en Alema­nia, desde el Código Civil a la reforma del derecho matrimonial de 1977 en la República Federal) a un paulatino pero acusado retroceso de lo jurídico en el ámbito de los juicios morales.

6. Para el análisis de esta crisis, que amenaza no sólo al matrimonio, sino a toda relación amorosa, cf., entre otros, J. Willi, Die Zweierbeziehung, Reinbek 1975; D. Claessens y otros, Familiensoziologie, Konigstein 1980; N. Luhmann, Liebe ais Passion. Zur Codierung von Inlimitat, Francfort 1982; R. Sennen, Verfall und Ende des óffentlichen Lebens. Die Tyrannie der Intimitdt, Francfort 1983; R.A. Johnson, Traumvorstellung Liebe. Der lrrtum des Abend-landes, Olten-Friburgo 1985; J. Willi, Koevolution. Die Kunst gemeinsamen Wachsens, Rein­bek 1985.

7. Para la posición evangélica, divergente, cf. H. Ringeling, en TRE IX, 353.

363

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vitae, 1968) haya sido rechazada o ignorada por muchos católicos y considerada como expresión de una dureza carente de compasión. Donde la capacidad humana fa­lla, se hace tanto más necesario fijar la mirada en el sacramento, sin que ello signifique, por supuesto, que deba crear escisiones en el ámbito ecuménico. «Frente a la definición tradicional de los fines del matrimonio y de la teología biologista del derecho natural de la escolástica tardía, se acentúan ahora los valores personales y el ideal del compañerismo del matrimonio, el amor mutuo de los cónyuges como elemento normativo y como razón de ser; y, a través de la idea cristológica de la alianza, parece también posible un entendimiento ecuménico sobre el concepto del sacramento del matrimonio»8.

12.2. Fundamentos bíblicos

12.2.1. El Antiguo Testamento

Los pasajes del Génesis tienen una sorprendente densidad de contenido y un alto nivel, ya en el Yahvista, que representa el estrato más antiguo de la tradición (2,21-24): la mujer y el varón han sido creados por Dios como compañeros con iguales derechos y destinados el uno al otro como mutuo complemento. Según el Escrito Sacerdotal (l,26s), el varón y mujer fueron creados «a imagen y semejanza de Dios»9. En este pasaje se afirma la semejanza con Dios de todos los hombres (sin distin­ción de sexos), en razón de su naturaleza humana. No puede deducirse de aquí una teología de la sexualidad y el matrimonio, pero sí se dice que a todos los seres hu­manos se les ha asignado la tarea de «asegurar y pro­teger el orden vital de la creación», de «ser modos de manifestación y medio de revelación del poder divino en

8. Ibídem, 353s. 9. Para una explicación del hombre como imagen y semejanza de Dios, cf. E. Zenger,

Corres Bogen in den Wolken. Stuttgart 1983, 84-96. •

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la tierra», de «administrar y configurar amorosamente el mundo como el hogar y casa paterna que les ha sido destinado»10. La sociedad, la camaradería del varón y la mujer no consiste, pues, en girar el uno en torno al otro y buscar la «plenitud», sino en entregarse a sus tareas siguiendo una misma dirección.

Son de gran importancia para una teología del matri­monio los textos viejotestamentarios en los que se des­cribe el matrimonio, o respectivamente los esponsales, como imagen y semejanza de las relaciones de Dios con su pueblo Israel (por ejemplo: Os 1-3; Jer 2,2; 3,1; Ez 16; 23; Mal 2,14-16). No les falta a estos textos aquella tierna delicadeza, intimidad y ardiente emoción que for­man parte de una profunda comprensión del matrimo­nio. Pero no debe extraerse de los textos más de lo que contienen, pretendiendo deducir de ellos que la relación matrimonial, o respectivamente esponsalicia, equivalga a una alianza concluida ante Yahveh y orientada a una fidelidad permanente. Y aunque no han llegado hasta nosotros ritos religiosos especiales para la celebración del matrimonio, es muy importante el testimonio de una bendición de los padres a la esposa o a los cónyuges (Gen 24,60; Tob 11,17).

En tiempos de Jesús, la celebración del matrimonio tenía para el judaismo un aspecto jurídico y otro festi­vo11. El primer paso era una promesa de matrimonio, antes de que el novio (por término medio a los 18 años de edad) «adquiriera» a su esposa (en general de 12 años y medio), lo que simbólicamente representaba la acep­tación del pueblo de Israel por su Dios. La conducción de la novia a la casa del esposo ponía término al pro­ceso, que consistía en una gran fiesta familiar de varios días de duración. Desde el punto de vista estrictamente

10. Ibídem, 90. 11. H.-F. Richter, Geschlechtlichkeit, Ehe und Familie im Alten Testament und seiner

Umwelt, Berna-Francfort 1078; B. Reicke, en TRE IX, 319s; A. Tostato, II trasferimento dei beni net matrimonio israelítico, «Bibbia e Oriente» 27(1985)129-148 (con bibliografía), impor­tante para evitar los clichés negativos; M. Hutter, Das Ehebruch-Verbot, «Bibel und Líturgie» 59(1986)96-104 eucaristía.

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jurídico se trataba, sin duda, de un contrato, fundamen­tado en la voluntad de los padres de los desposados. Por varias razones le estaba permitido al hombre repudiar a su mujer, aunque en este caso tenía que devolver el «precio de compra» que había pagado por ella. Para suavizar la dura situación en que se veía envuelta una mujer repudiada, la Torah ordenó que se le extendiera un «acta de divorcio», merced a la cual quedaba en li­bertad para contraer nuevo matrimonio (Dt 24,1-4).

12.2.2. Jesús v la tradición de Jesús

Jesús nunca puso en duda que la voluntad de Dios se encuentra en la Torah, y así, cuando se planteaban cues­tiones legales, se preguntaba por el sentido último, pro­fundo, radical de lo que la Ley decía12. En la sentencia de Mt 10,9 par, se unen los pasajes de Gen 1,27 y 2,24 y se atribuyen a Dios la existencia y la indisolubilidad del matrimonio. Jesús no pretendió aquí desempeñar el pa­pel de nuevo legislador, sobre todo porque ante la pers­pectiva de una pronta venida del reino de Dios que­daban relativizadas todas las cuestiones sobre el matri­monio (Me 12,25 par.).

En una escena compuesta por la comunidad (Me 10,1-9), en la que se insertó una sentencia auténtica de Jesús (Me 10,9), se le pregunta si está permitido el re­pudio. Pero él se negó a entrar en discusiones sobre interpretaciones de la Ley. Cuando se expone aquí el pasaje de Dt 24,1-4 como una concesión a hombres de duro corazón, tal vez nos hallamos ante el telón de fon­do de la polémica antijudía de la primitiva comunidad cristiana. En todo caso, todo ello concuerda bien con la intención de Jesús: dado que Dios quiere la unión per­manente de los cónyuges, toda separación va en contra

12. Para la interpretación sigue siendo importante V. Eid-P. Hoffmann, Jesús von Naza-reth und eine chrisíliche Moral, Friburgo 31979, 109-146.

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de su voluntad y, por consiguiente, aquella separación no puede estar prevista en una fórmula legal. Es induda­ble que esta sentencia debió de tener repercusiones po­sitivas sobre la posición de la mujer.

También la instrucción a los discípulos de Me 10,10-12 es una formación de la comunidad. En ella se considera el caso de un hombre que repudia a su mujer y se casa con otra, o el de una mujer que repudia a su marido y se casa con otro: en ambas hipótesis se trata de adulterio. Evidentemente, aquí se ha repetido la senten­cia de Jesús de la ilicitud de la separación (Me 10,9), pero ahora en un ambiente etnicocristiano y, además, con una formulación muy severa.

En el sermón de la montaña figura la sentencia de Jesús sobre la ilicitud de la separación (Mt 5,31s), unida a la afirmación de que el hombre que despide a su mujer mediante el acta de divorcio se hace culpable del nuevo matrimonio que ella contrae y, por tanto, de su adul­terio; tenemos, pues, aquí, una toma de posición no a favor de la fidelidad conyugal sino a favor de las mu­jeres, porque se apela a la especial responsabilidad de los varones. Pero en el versículo 32 se añade la «cláusula de fornicación»: evidentemente, la comunidad de Mateo se sabía «autorizada» en determinados casos —«forni­cación» significa a menudo en el Nuevo Testamento idolatría— a conceder excepciones respecto de la indiso­lubilidad; no entendía, pues, la sentencia de Jesús en el sentido de una ley.

En Mt 19,1-2 se repite la controversia de Me 10,1-9, pero ahora de tal modo que Jesús se viera forzado a tomar partido en la discusión rabínica13 entre las escue­las de Hillel (insistencia en las prerrogativas masculinas: el varón puede despedir a su mujer por cualquier mo­tivo) y la de Sammai (limitaciones a los derechos del hombre casado: el divorcio sólo está permitido en los casos de adulterio y de conducta deshonrosa de la mu-

13. Más detalles en Z.W. Falle, en TRE IX, 315-317.

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jer). Jesús rechaza ambas posiciones: interpreta la vo­luntad de Dios a la luz de Gen 1,27 y 2,4, aunque acep­tando, también aquí, la excepción de la «cláusula de fornicación».

La sentencia de Le 16,18, que tal vez proceda del mismo Jesús, vuelve a insistir en que toda separación, seguida de nuevo matrimonio, es adulterio.

Las tendencias que quieren ver en el matrimonio una compañía de larga duración entre dos camaradas en igualdad de derechos pudieron y pueden seguir invocan­do en su favor la autoridad de Jesús. Ello no obstante, en la aplicación concreta del mensaje de Dios procla­mado por Jesús pueden detectarse dos líneas, una más severa y otra más mitigada.

12.2.3. Pablo y la carta de los Efesios

En ICor 7 Pablo tomó posición respecto del matri­monio como reacción frente a ciertos círculos entusias­tas y ascéticos de los cristianos de Corinto procedentes de la gentilidad que experimentaban ante el matrimonio y la sexualidad un temor de raíces religiosas (cf. ICor 7,1-9 y 36-38). Buscó razones que exculparan al uno y la otra y las descubrió en la debilidad humana (cf. también ICor 7,26-28). En ICor 7,10s cita la sentencia de Jesús que declara la ilicitud de la separación para ambos cón­yuges, añadiendo, además, en el caso de la mujer, la prohibición de contraer nuevo matrimonio.

En respuesta al temor de los casados cristianos de quedar contaminados si mantenían relaciones sexuales con su cónyuge no cristiano, declara Pablo que el cón­yuge cristiano «santifica» al no creyente y también a los hijos (ICor 7,14). A tenor de las enseñanzas de Jesús, el cónyuge cristiano no puede separarse del no creyente; el no creyente sí puede, en cambio, separarse y, si lo hace, el creyente queda en libertad para volver a casarse (ICor 7,12-16 en su conjunto; aquí se encuentra el

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origen del llamado «privilegio paulino»). Así, pues, también Pablo ve la posibilidad de atenerse básicamente a las instrucciones de Jesús, pero admitiendo al mismo tiempo algunas excepciones a la regla.

En ICor 7,25-38 el apóstol habla de los solteros. Pre­senta en este pasaje el matrimonio como un valor pa­sajero (bajo la «reserva escatológica»). En su preferen­cia por el estado del celibato pueden distinguirse dos motivos: en la tensa espera del fin ya próximo no merece la pena iniciar algo de larga duración, como es el matri­monio. Además —dato importante para el caso personal de Pablo— las tareas misionales no dejan tiempo para preocuparse por las cosas de este mundo. Ello no obs­tante, Pablo entiende que también casarse es bueno.

En las llamadas «tablas domésticas» del Nuevo Tes­tamento se encuentran varias parénesis sobre el correcto comportamiento mutuo entre hombre y mujer. De entre ellas, tuvo una gran importancia para la teología matri­monial de la Iglesia el texto de Ef 5,22-33, aunque no procede directamente de la pluma de Pablo. También este pasaje está condicionado por la mentalidad de aquella época, que daba por supuesta una autoridad del varón sobre la mujer; pero se les pide a los hombres que amen a sus mujeres «como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (5,25). Se explica con más detalle este amor (5,28-31) y se lo fundamenta en Gen 2,23s, comparando la unión corporal de hombre y mujer con la unidad de los miembros del cuerpo de Cristo. Dice el autor: «Gran misterio (mysterion: en la traduc­ción latina antigua sacramentum) es éste; lo digo respec­to a Cristo y la Iglesia» (5,32). La interpretación más probable de este difícil pasaje es que la unión de los cónyuges es imagen de la unión de Jesucristo con su Iglesia y (parenéticamente) así debe ser. Dicho con otras palabras: aquella tensa espera próxima de Pablo se ha amortiguado aquí, los matrimonios se han convertido en práctica habitual también entre los cristianos y no sólo como concesión, sino con una función positiva de

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imagen en el plan salvífico de Dios realizado en Jesucris­to. O bien: las nuevas relaciones que, según la predica­ción de Jesús, caracterizan al reino de Dios pueden vi­virse también en el pequeño círculo del matrimonio.

12.2.4. Otras declaraciones

Los puntos de partida que para una teología del ma­trimonio ofrece el Nuevo Testamento muestran que el matrimonio tiene relevancia no sólo en el terreno de la teología de la creación, sino también en la teología cris-tológica, en la de la gracia y en la eclesiología. La com­paración del matrimonio con las relaciones entre Dios y su pueblo Israel encuentra su prolongación en la compa­ración de las relaciones de Jesús con su Iglesia, en las imágenes que describen a Jesús como el esposo y a la salvación como un banquete nupcial. Es posible y desea­ble contraer y vivir el matrimonio «en el Señor» (ICor 7,39), de modo que sea camino de salvación con reper­cusiones positivas sobre los cónyuges y sus hijos (ICor 7,12-16).

Aparecen por doquier afirmaciones condicionadas por la mentalidad de la época, que producen la impre­sión de que el correcto comportamiento del hombre en el matrimonio es la preocupación activa, mientras que de la mujer se espera la adaptación pasiva. Pero en la visión teológico-religiosa esta concepción queda supera­da: aquí pueden descubrirse afirmaciones que hablan también de igualdad (Gal 3,28; IPe 3,7).

En este contexto, el adulterio es el pecado, que no sólo viola notablemente el orden (de propiedad), sino que destruye el carácter religioso de imagen transparen­te que tiene el matrimonio. Jesús radicaliza la situación cuando declara que es adulterio no sólo la comisión del acto delictivo, sino también el simple deseo (Mt 5,28). Pero con las personas concretas que se han hecho culpa­bles, hay que ser dulce y misericordioso (Jn 8,2-11).

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Al principio no se entendió que el celibato de Jesús (de Juan Bautista, de Pablo) fuera un ejemplo que los titulares de ministerios en la Iglesia debieran imitar for­zosamente (cf. ITim 3,2-12; Tit 1,6). Pero sí se planteó, en algunos círculos eclesiales concretos, la pregunta de cuántas veces le está permitido a un cristiano contraer nuevo matrimonio (en el caso de la muerte del cónyuge, cf. ibídem y ITim 5,9). Estaba difundida la opinión de que en la vida eterna con Dios no existía ya el matri­monio (Mt 22,23-29 par; ICor 7,29-31).

12.3. Documentación histórica

12.3.1. La evolución de la teología, de la liturgia y del derecho matrimonial

Del mismo modo que Jesús y Pablo se encontraron con el matrimonio como una institución dada, respecto de la cual tenían que adoptar una postura, también los posteriores misioneros tuvieron que anunciar el evan­gelio en sociedades en las que existía el matrimonio, el derecho matrimonial y (en el mundo grecorromano) la crisis de esta institución. Fueron particularmente impor­tantes en la evolución de la Iglesia latina las concep­ciones romanas. La celebración del matrimonio tenía dos aspectos. El primero se insertaba en el derecho natural, era materia perteneciente al derecho familiar. En esta perspectiva, la conclusión del matrimonio (sponsalia) se concebía como un contrato, como la ma­nifestación pública de una coincidencia de voluntades (pactio coniugalis). El segundo aspecto consistía en el inicio de una vida común (nuptiae). A este segundo aspecto se le daba ya entre los romanos una significación religiosa: el hogar doméstico era contemplado bajo una óptica plenamente religiosa. De ahí que, en el matri­monio entre cristianos, se considerara que las nupcias eran el lugar indicado para una bendición especial. Aun-

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que son escasos los testimonios de la temprana época de los dos primeros siglos llegados hasta nosotros (según Ignacio de Antioquía para casarse los cristianos necesi­tan la aprobación del obispo; en Tertuliano aparece la Iglesia como mediadora —conciliator— del matrimonio y se menciona una benedictio especial en la eucaristía para los desposados), es muy probable que se adoptara la oración de bendición judía, por la sencilla razón de que también en otras importantes ocasiones se impar­tían dichas bendiciones14.

En los siglos IV y V aparecen testimonios más abun­dantes. La concepción del matrimonio de los padres de la Iglesia figura principalmente en sus explicaciones e interpretaciones de los textos bíblicos. Al matrimonio contraído de acuerdo con el derecho civil se lo considera confirmado por Dios; al matrimonio monógamo, ha­bitual en el derecho romano, se lo considera —a di­ferencia de este derecho— indisoluble, porque la «unión» mencionada en el muchas veces citado pasaje de Gen 2,23s fue «instituida» por Dios. Se habla a me­nudo de la dimensión teológica del matrimonio, en cuanto imagen de la unión de Cristo y de su Iglesia. Y así, se entiende el matrimonio positivamente como un valor que lleva a la salvación, si bien se proclama por doquier la superioridad del celibato. Se aceptaban los puntos de vista de la Stoa sobre los fines del matri­monio: está, en primer lugar, la generación de descen­dencia; a continuación se menciona el amor, mediante el cual se supera el egoísmo y, en perspectiva cristiana, hay una imitación del amor de Jesús.

A la hora de enjuiciar la sexualidad practicada en el matrimonio, los padres de la Iglesia tropiezan con al­gunas dificultades. Deben mencionarse aquí especial­mente las aportaciones de Agustín15. Veía en el matri-

14. Sobre este punto cf. K. Stevenson. Nuptial blessing, Londres 1982; D. Dacquino, Storia del matrimonio cristiano alia luce della Bibbia, Turín 1984.

15. Cf. las interpretaciones, más matizadas e imparciales, de E.Schmitt, Le mariage chré-üen dans ioeuvre de saint Augustin, París 1983; P. Langa, San Agustín y el progreso de la teología matrimonial, Toledo 1984.

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monio, al que, de la mano de Ef 5,32, llamaba sacra-mentum, tanto el vínculo (vinculum) jurídico como el símbolo religioso real (signum) que, en todo matri­monio, alude a la unión esponsalicia de Jesús con la Iglesia y se consuma en el bautismo, en el que se realiza la incorporación en el cuerpo de Cristo. Por consiguien­te, los bienes (bona) del matrimonio ofrecen la siguiente secuencia: aparece en primer lugar la descendencia (bo­num prolis: Gen 2,23s, que sólo alcanza su plenitud en el bautismo); figura a continuación la exclusiva fidelidad sexual (bonum fidei: Gen 2,23s, con la interpretación de Jesús) y, en tercer lugar, la consumación del amor na­tural en la santificación (bonum sacramenti: Ef 5,32). Apartándose de una dilatada tradición, que va desde Filón a Jerónimo, Agustín acepta que los primeros pa­dres tuvieron relaciones sexuales en el paraíso antes del pecado original, de suerte que los actos matrimoniales son radicalmente buenos. Cierto que el pecado original introdujo un mal en este bien, a saber, la concupiscencia o deseos desordenados, que entorpecen gravemente a la razón. Sólo bajo estas circunstancias considera Agustín que es necesaria una causa que justifique el acto sexual; para él, esta causa era la orientación a la descendencia.

En esta época el matrimonio seguía inserto en la es­fera del derecho civil, pero los testimonios indican que ya se habían convertido en costumbre el rito de cubrir la cabeza con un velo (velado), las oraciones de súplica y de bendición (benedictio), unidas, según el Liber Praedestinatus III (de mediados del siglo v) a la celebra­ción de la eucaristía. El velo blanco de la esposa (to­mado de la consagración de las vírgenes, sólidamente testificada desde el siglo vi) simbolizaba la unión de Jesucristo con su esposa, la Iglesia. También entraron a veces en la liturgia algunos ritos de origen pagano, como la coronación (coronado) de la esposa y la unión de las dos manos derechas (dextrarum coniunctio). Hacia el 400 aparece también el testimonio de la existencia de una Missa pro sponsis.

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En las colecciones de cánones del derecho eclesiásti­co figuran, ya desde el siglo IV, ciertos impedimentos para el matrimonio, fijados por la Iglesia, en especial los provocados por la diferencia de religión y por el paren­tesco sanguíneo. Respecto de la pregunta de si, a la muerte del cónyuge, el superviviente cristiano puede volver a casarse una segunda y hasta una tercera vez, los padres mantuvieron actitudes más bien restrictivas y hasta negativas. La separación a causa de diferencias de religión (privilegium paulinum) está testificada varias veces, así como la motivada por adulterio. A menudo se toleró e incluso se autorizó en estos casos un nuevo ma­trimonio16, en ocasiones después de cumplir alguna pe­nitencia impuesta por la Iglesia.

En las Iglesias orientales se impuso, ya a comienzos del siglo X, un punto de vista diferente. Aquí, para la validez del matrimonio cristiano se exigía necesariamen­te la bendición sacerdotal. Formaban parte del matri­monio por la Iglesia el rito de las «aras» y el de la «co­ronación». Con expresa referencia a Ef 5,32, en las Igle­sias orientales separadas de Roma se considera, hasta el día de hoy, que el matrimonio contraído con bendición sacerdotal es un sacramento.

En el espacio eclesiástico occidental se impuso, a partir de la época franca, la tendencia a tomar bajo la protección de la Iglesia también el genuino acto consti­tutivo de la celebración del matrimonio. Dado que a los sacerdotes se les tenía, en general, por personas dig­nas de confianza, deseó Carlomagno que fueran ellos quienes se encargaran del «examen de los esposos», es decir, de indagar la existencia de posibles impedimentos matrimoniales, así como de unir o casar a los cónyuges. Ambas cosas exigía, a mediados del siglo xil, el influ­

ía. Testimonios en H. Crouzel, en TRE IX.329. Para ia concepción del matrimonio en las Iglesias orientales, cf. también R. Hotz (véase bibliografía I). 249s. Es falsa la afirmación de que las Iglesias de Oriente permiten el divorcio y el nuevo casamiento. También ellas defien­den con firmeza la indisolubilidad del matrimonio. Pero respecto del trato dispensado a las personas cuyo matrimonio ha fracasado, se atienen al principio de la misericordia, que, a tenor de la economía divina, tiene prevalencia sobre el principio del dogma.

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yente Decretum Gratiani, aunque, según él, también es válido el matrimonio contraído ante las autoridades ci­viles. Hacia el 1200 aparece una celebración de matri­monio religioso llevado a cabo mediante un rito desarro­llado ante la puerta de la Iglesia, en el que la oración del sacerdote ya no es optativa: «Que Dios os una» (Deus coniungat vos), sino que declara indicativamente: «Yo os uno» (ego vos coniungo); a este rito seguía la celebra­ción de una eucaristía nupcial en el recinto de la iglesia. A partir de aproximadamente el 1300 se celebraba tam­bién en el interior la ceremonia nupcial.

En el mundo de cuño germánico se seguía mante­niendo el principio de que el matrimonio adquiere va­lidez tras el primer acto sexual consumado y que sólo este acto le confiere su carácter de indisoluble (teoría de la cópula). En el campo teológico este punto de vista aparece por vez primera en Hincmaro de Reims (t 882). La unión de un hombre y una mujer bautizados se con­vierte, mediante esta consumación matrimonial, en ma­trimonio sacramental indisoluble, incluso en el caso de que tal unión se mantenga en secreto. Más tarde, esta teoría de la cópula fue defendida por la importante es­cuela jurídica de Bolonia.

Frente a ella, también tuvo partidarios la teoría del consenso del derecho romano: la manifestación de la voluntad, la promesa inmediata de matrimonio (spon-salia de praesenti), es la causa eficiente (causa efficiens) del matrimonio y la que le hace indisoluble. La consu­mación matrimonial tendría mero carácter complemen­tario. Para poder ser signo de la unión de Cristo con la Iglesia, el matrimonio debe ser también consumado si los cónyuges son, por la fe, miembros de Jesucristo. Así lo enseñaron, entre otros, Ivon de Chartres (t 1116), Hugo de San Víctor (f 1114) y, con ellos, la importante escuela de París.

El papa Alejandro m (t 1181), especialista en dere­cho canónico, esbozó una solución de compromiso que perdura hasta el día de hoy en el derecho canónico de la

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Iglesia católica: es el consentimiento el que fundamenta un matrimonio verdadero y válido, pero sólo la consu­mación matrimonial le hace absolutamente indisoluble.

Mientras tanto, la reflexión teológica sobre los sacra­mentos había conseguido una cierta clarificación. A me­diados del siglo XII se había llegado ya a un concepto clásico firme y bien determinado del sacramento. En el siglo XI Pedro Damiano (t 1072) enumeraba 12 sacra­mentos, entre los que mencionaba el matrimonio. Tu­vo una gran importancia para fijar en 7 el número de los sacramentos la autoridad de Pedro Lombardo17

(t 1160); también él admitía en este número al matri­monio, al que consideraba signo sacro de una realidad sacra. La controversia entre la teoría de la cópula y la del consenso tuvo reprecusiones sobre la pregunta de cuándo se produce o realiza el sacramento. Según la decisión de Alejandro ni, el matrimonio entre bauti­zados, que se produce mediante consenso, es un verda­dero sacramento ya aunque no se haya consumado (con anterioridad a la consumación se habla de matrimonium ratum et non consummatum).

Surgieron dificultades en la teología escolástica a la hora de trasladar al matrimonio los conceptos de «ma­teria» y «forma»18. Hubo importantes teólogos que ne­garon que el matrimonio, en cuanto sacramento, tuviera un elemento material. También para Tomás de Aquino tienen las palabras una excepcional importancia: el con­sentimiento mediante las palabras de presente (verba de praesenti) son causa eficiente y «forma» del sacramento del matrimonio. De ellas surge el vínculo matrimonial y se crea una disposición que posibilita —en virtud de la institución divina— la recepción de la gracia de Dios. El efecto (res) del sacramento se ve, por un lado, en el nivel de la significación (unión de Jesucristo con la Igle­sia) y, por otro, en el nivel de la obligación (de vida

17. J. Finkenzeller 1.123. 18. Ibídem, 140, 142.

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matrimonial y de indisolubilidad). La bendición que el sacerdote imparte durante la celebración es sólo, para Tomás, un sacramental (cf. infra 13). A partir de aquí es ya posible considerar a los contrayentes como verda­deros «ministros» del sacramento del matrimonio. En virtud de esta concepción, aún más acentuada por la fijación en el matrimonio como acto jurídico, se perdió la conciencia de que la celebración del matrimonio es, en cuanto sacramento, liturgia de la Iglesia. En las Igle­sias de Oriente, en cambio, nunca se ha echado en ol­vido esta perspectiva litúrgica.

12.3.2. Declaraciones doctrinales anteriores al Vaticano II

Entre los seguidores de los movimientos laicos y re­formistas del siglo XII hubo algunos que, por diversas razones, negaron los sacramentos y los ritos de la Igle­sia. Frente a ellos, el II concilio de Letrán, del año 1139, defendió la legitimidad de las nupcias contraídas ante la Iglesia (DS 718; Dz 367). Lo mismo hizo en 1184 el concilio de Verona: aquí, y por vez primera en un do­cumento oficial, se califica al matrimonio de «sacramen­to» (DS 761; Dz 402).

En la confesión de fe que se le propuso en 1267 al emperador bizantino, con el objeto de conseguir la reunificación de las Iglesias de Oriente y Occidente, se decía:

«Respecto del matrimonio, enseña (la Iglesia) que un hombre no puede tener a la vez varias mujeres ni una mujer varios hombres. Pero si un matrimonio contraído conforme a derecho se disuelve por la muerte de uno de los cónyuges, declara que es lícito contraer un se­gundo y un tercer matrimonio, sucesivamente, si no existen impedi­mentos canónicos o el matrimonio no puede celebrarse por alguna otra razón» (DS 860; Dz 465).

En este mismo texto se enumera al matrimonio entre los siete sacramentos de la Iglesia.

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En el decreto destinado a promover la unión con Roma de los armenios separados, el concilio de Floren­cia enseñaba, en 1439, de la mano de Tomás de Aquino:

«El séptimo sacramento es el del matrimonio, que es signo de la unión de Cristo y la Iglesia, según el Apóstol que dice: Este sacramen­to es grande; pero entendido en Cristo y en la Iglesia (Ef 5,32). La causa eficiente del matrimonio regularmente es el mutuo consenti­miento expresado por palabras de presente. Ahora bien, triple bien se asigna al matrimonio. El primero es la prole que ha de recibirse y educarse para el culto de Dios. El segundo es la fidelidad que cada cónyuge ha de guardar al otro. El tercero es la indivisibilidad del matrimonio, porque significa la indivisible unión de Cristo y la Iglesia. Y aunque por motivos de fornicación sea lícito hacer separación de lecho, no lo es, sin embargo, contraer otro matrimonio, como quiera que el vínculo del matrimonio legítimamente contraído es perpetuo» (DS 1327; Dz 702).

Los reformadores19 combatieron la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio a partir de dos elementos desencadenantes; a causa de la supravaloración eclesial del celibato frente al matrimonio y a causa de la posición dominante del derecho canónico. La afirmación de Lu­tero de que el matrimonio es «asunto profano» o «mun­dano» ha sido a menudo mal interpretada por los católi­cos. También para Lutero el matrimonio se fundamenta en el orden de la creación de Dios; los impulsos sexuales y el deseo de una unión matrimonial habrían existido —y serían buenos— también antes del pecado original; tras esta caída, el matrimonio sería una situación del amor, de la cruz y de la fe. Pero no sería un sacramento, porque el Nuevo Testamento no contiene ninguna sen­tencia de promesa de Cristo en favor de un sacramento del matrimonio. No obstante, a partir del orden de la creación, el matrimonio sería un signo (parábola o com­paración) de la acción gratuita de Dios y un signo, tam­bién ahora, de la unión de Cristo con sus miembros. En

19. Para una primera información, cf. M.E. Schild, en TRE IX, 336-346, para Lutero y los restantes reformadores.

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su distinción de un «regimiento» o «régimen» espiritual y otro mundano o profano de Dios situaba Lutero al matrimonio en esta segunda esfera. Alababa el celibato como carisma concedido a unos pocos, que podían de­dicarse íntegramente a la oración y a la predicación del evangelio. A este punto de vista unía Lutero duros ata­ques contra la praxis eclesial de someter el matrimonio al derecho canónico, de reconocer los matrimonios se­cretos, de aceptar el voto del celibato, etc. Pedía que la celebración del matrimonio fuera pública y que la decla­ración del consentimiento, en cuanto causa y fundamen­to del matrimonio, se hiciera ante testigos. En caso de adulterio, o de malicioso abandono por parte de uno de los cónyuges, permitía la disolución de un matrimonio de suyo indisoluble.

Esta misma idea compartía Melanchthon, que habla­ba de acciones que pueden destruir un matrimonio per se indisoluble.

El concilio de Trento, en su sesión vil del año 1547, fijó en siete el número de los sacramentos de la Iglesia católica y citó entre ellos el del matrimonio (DS 1601; Dz 844). Enseñó también que por medio de los sacra­mentos se produce una comunicación de la gracia (DS 1606-1608; Dz 849-851). En la sesión xxiv, del año 1563, promulgó una «doctrina sobre el sacramento del matrimonio», con sus 12 cánones correspondientes. La doctrina, en lo esencial, dice así:

«El perpetuo e indisoluble lazo del matrimonio lo proclamó por inspiración del Espíritu divino el primer padre del género humano cuando dijo: Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Por lo cual abandonará el hombre a su padre y a su madre y se juntará a su mujer y serán dos en una sola carne.

»Que con este vínculo sólo dos se unen y se juntan lo enseñó más abiertamente Cristo Señor, cuando refiriendo, como pronunciadas por Dios, las últimas palabras, dijo: Así, pues, ya no son dos sino una sola carne (Mt 19,6), e inmediatamente la firmeza de este lazo, con tanta anterioridad proclamada por Adán, confirmóla él con estas palabras: Así, pues, lo que Dios unió, el hombre no lo separe (Mt 19,6; Me 10,9). Ahora bien, la gracia que perfeccionara aquel amor natural y

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confirmara la unidad indisoluble y santificara a los cónyuges, nos la mereció por su pasión el mismo Cristo, instituidor y realizador de los venerables sacramentos. Lo cual insinúa el apóstol Pablo cuando dice: Varones, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella (Ef 5,25), añadiendo seguidamente: Este sacramento grande es; pero yo digo, en Cristo y en la Iglesia (Ef 5,32).

«Como quiera, pues, que el matrimonio en la ley del evangelio aventaja por la gracia de Cristo a las antiguas nupcias, con razón nuestros santos padres, los concilios y la tradición de la Iglesia univer­sal enseñaron siempre que debía ser contado entre los sacramentos de la nueva ley. Furiosos contra esta tradición, los hombres impíos de este siglo, no sólo sintieron equivocadamente de este venerable sacra­mento, sino que, introduciendo, según su costumbre, con pretexto del evangelio, la libertad de la carne, han afirmado de palabra y por escri­to muchas cosas ajenas al sentir de la Iglesia católica y a la costumbre aprobada desde los tiempos de los Apóstoles, no sin grande quebranto de los fieles de Cristo» (DS 1979-1800; Dz 969-970).

Respecto de la materia, la forma y el ministerio de este sacramento, que según la concepción escolástica deben ser claramente perceptibles en los sacramentos, no quiso el concilio hacer ninguna declaración.

Los cánones dicen:

«Canon 1. Si alguno dijere que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley del evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inventado por los hombres de la Igle­sia, y que no confiere la gracia, sea anatema.

»Canon 2. Si alguno dijere que es lícito a los cristianos tener a la vez varias mujeres y que esto no está prohibido por ninguna ley divina, sea anatema.

»Canon 3. Si alguno dijere que sólo los grados de consanguinidad o afinidad que están expuestos en el Levítico (18,6ss) pueden impedir contraer matrimonio y dirimir el contraído; y que la Iglesia no puede dispensar de algunos de ellos o estatuir que sean más los que impidan o diriman, sea anatema.

»Canon 4. Si alguno dijere que la Iglesia no pudo establecer im­pedimentos dirimentes del matrimonio, o que erró al establecerlos, sea anatema.

»Canon 5. Si alguno dijere que, a causa de herejía o por cohabi­tación molesta o por culpable ausencia del cónyuge, el vínculo del matrimonio puede disolverse, sea anatema.

»Canon 6. Si alguno dijere que el matrimonio rato, pero no consu­mado, no se dirime por la solemne profesión religiosa de uno de los cónyuges, sea anatema.

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«Canon 7. Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del evangelio y de los apóstoles (Me 10; ICor 7), no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges; y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema.

»Canon 8. Si alguno dijere que yerra la Iglesia cuando decreta que puede darse por muchas causas la separación entre los cónyuges en cuanto al lecho o en cuanto a la cohabitación, por tiempo determinado o indeterminado, sea anatema.

«Canon 9. Si alguno dijere que los clérigos constituidos en órdenes sagradas o los regulares que han profesado solemne castidad, pueden contraer matrimonio y que el contraído es válido, no obstante la ley eclesiástica o el voto, y que lo contrario no es otra cosa que condenar el matrimonio; y que pueden contraer matrimonio todos los que, aun cuando hubieren hecho voto de castidad, no sientan tener el don de ella, sea anatema, como quiera que Dios no lo niega a quienes recta­mente se lo piden y no consiente que seamos tentados más allá de aquello que podemos (ICor 10,13).

»Canon 10. Si alguno dijere que el estado conyugal debe antepo­nerse al estado de virginidad o de celibato, y que no es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matri­monio, sea anatema.

«Canon 11. Si alguno dijere que la prohibición de las solemnidades de las nupcias en ciertos tiempos del año es una superstición tiránica que procede de la superstición de los gentiles; o condenare las bendi­ciones y demás ceremonias que la Iglesia usa en ellas, sea anatema.

«Canon 12. Si alguno dijere que las causas matrimoniales no tocan a los jueces eclesiásticos, sea anatema» (DS 1801-1812; Dz 971-982).

El concilio no sólo defendió la sacramentalidad y la eficacia de la gracia del sacramento, sino también las competencias de la Iglesia para regular, en su derecho canónico, las cuestiones relativas a este sacramento20. Se destaca claramente la indisolubilidad del vínculo ma­trimonial. Dio pie a vivas discusiones, en el terreno de la historia de los dogmas21, el canon 7: el concilio eligió

20. Cf. R. Lettmann, Die Diskussion über die klandestinen Ehen und die Einführung einer zur Gültigkeií verpflichtenden Eheschliessungsform aufdem Konzil von Trient, Münster 1966; G. Baldanza, La grazia sacraméntale matrimonióle al concilio di Tremo, «Ephemerides Litur-gicae» 97 (1983)89-140; A. Duval, Des sacrements (véase bibliografía I).

21. P. Fransen, Das Thema -«Ehescfteidung nach Ehebruch» auf dem Konzil von Trient.

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cuidadosamente fórmulas en virtud de las cuales se de­fendía la praxis católica contra la acusación de yerro; pero no quiso condenar la praxis, más suave, de las Igle­sias orientales ni la doctrina de los padres reconocidos por la Iglesia universal en que aquella praxis se apoyaba.

En la sesión xxiv, de 1563, promulgó el concilio el decreto Tametsi para la reforma de la celebración del matrimonio (extractos en DS 1813-1816; Dz 990-992). Hasta este concilio, la Iglesia nunca había prescrito la celebración religiosa del matrimonio con tal rigor: sin esta forma el matrimonio sería inválido. A la vista de los numerosos matrimonios contraídos en secreto, en los que simplemente se ignoraba si alguno de los contrayen­tes estaba ya válidamente casado, o si existían impedi­mentos matrimoniales, ordenó el concilio, en una dispo­sición disciplinar, que en adelante el matrimonio se cele­brara en presencia del párroco (o de un sacerdote de­bidamente autorizado) y de dos o tres testigos; el católico que no se atuviera a este deber formal, no po­dría contraer matrimonio válido22.

Se fue formando así, a lo largo de quince siglos, una sólida idea católica sobre el matrimonio. En el primer milenio surgieron —aunque sin conexión mutua— la ce­lebración civil del matrimonio y la bendición litúrgica eclesial, aunque para los católicos resultaban obligato­rias ambas cosas, es decir, que la celebración fuera vá­lida y que hubiera bendición nupcial. Y dado que se seguía entendiendo que para contraer matrimonio vá­lido el elemento esencial era el consentimiento y que éste era interpretado como un contrato, tanto la doctri­na de la fe como el derecho eclesiástico siguieron afir­mando que el contrato y el sacramento eran elementos inseparables. En el curso de la evolución contempo­ránea, con sus mezclas de confesiones religiosas y el cre­ciente distanciamiento de muchas personas respecto de

«Concilium» 5(1970)343-348 eucaristía. Fransen sintetiza en este trabajo amplios estudios anteriores.

22. Más detalladamente en R. Lettmann, o.c.

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la Iglesia, la concepción católica del matrimonio entró en conflicto con pretensiones de tipo socioestatal, como las que se perfilan, por ejemplo, desde la injerencia del josefinismo en la totalidad de la jurisdicción matri­monial hasta la introducción, en numerosos países, del matrimonio civil obligatorio23.

Entre las declaraciones que insistieron en la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio merecen destacarse la encíclica Arcanum divinae sapientiae de León XIII, en 1880 (DS 3142-3146; Dz 1853-1854), el CIC de 1917 y la encíclica Casti connubii de Pío xi en 1930 (DS 3700-3714; Dz 2225-2241).

Frente al hecho de que en la discusión teológica, sobre todo en el siglo xx, se ha criticado duramente, bajo la presión de la mentalidad personalista y de la renovación bíblica, la concepción eclesial «cosificada» del matrimonio como un contrato, un juicio sereno y equilibrado no debería pasar por alto la enorme contri­bución de la Iglesia, mediante la idea del contrato, a la emancipación de la mujer y a la liberación de ambos cónyuges respecto de las superpoderosas vinculaciones socioeconómicas de clan y estirpe. Y ello fue posible precisamente porque insistió siempre en el libre acuerdo de la voluntad de ambos cónyuges y en un consentimien­to que, si era otorgado bajo presión o coacción, se consi­deraba nulo.

12.3.3. El concilio Vaticano II y el nuevo Código de derecho canónico

Han sido numerosos los esfuerzos en pro de una vi­sión teológica y religiosa renovada y profundizada del matrimonio que han hallado acogida en los documentos del concilio Vaticano II. Tras una primera petición, ya

23. Para esta evolución, cf. W. Moliniski, Theologie der Ehe in der Geschichte, Aschaffen-burg 1976, 196-213.

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expresada en la constitución sobre la liturgia a favor de una reelaboración y un consiguiente enriquecimiento del rito del matrimonio (SC 77 y 78), la constitución dogmática sobre la Iglesia adoptó la siguiente postura respecto de este sacramento:

«Por fin, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del ma­trimonio, por el que manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos y, por tanto, tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el pueblo de Dios (cf. ICor 7,7). Pues de esta unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciuda­danos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el pueblo de Dios en el correr de los tiempos. En esta como Iglesia doméstica los padres han de ser para con sus hijos los primeros pre­dicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con mimo especial la vocación sagrada» (LG 11).

El concilio expresó sus puntos de vista sobre el ma­trimonio y la familia también en otros pasajes24. Los más importantes son los seis artículos (47-52) de la cons­titución pastoral Gaudium et spes.

El artículo 47 expresa su sincera alegría por los tra­bajos y esfuerzos que, en torno a la dignidad del matri­monio y de la familia, se están llevando a cabo, también fuera de la cristiandad, y menciona los graves peligros a que están expuestas hoy día ambas instituciones. El ar­tículo 48 elige, para designar el matrimonio, la palabra «alianza», intentando tal vez así distanciarse de la con­cepción jurídico-objetiva «cosificada» que se había ins­talado en el primer plano en la Iglesia católica y se trans­parentaba en la expresión especializada «contrato matri­monial». Los partidarios de la palabra «contrato» fueron definitivamente rechazados (la descripción que da el de-

24. Por ejemplo LG 35 y 41, AA 10 y 29. GE 3, 6 y 8 y también GS 12, 61, 67 y 87. La síntesis que sigue se atiene a lo que he escrito en mi introducción al Kleines Konzilskompen-dium 434-436.

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recho canónico del «objeto del contrato» como entrega recíproca «del derecho al propio cuerpo» tenía que ser forzosamente repudiada como cosificación verdadera­mente inaceptable). Es cierto que el artículo dice que el matrimonio se ordena a la generación y educación de los hijos, pero tiene buen cuidado en evitar una jerarqui-zación de los «bienes del matrimonio». Y así, para bus­car un contrapeso a las anteriores concepciones biologis-tas, prefiere acentuar la importancia fundamental del amor (párrafo segundo) y describe, a partir de aquí, la sacramentalidad del matrimonio cristiano. El resto del artículo está destinado sobre todo a los deberes respecto de los hijos (con una breve frase en reconocimiento del honor que merece el estado de viudez) y considera al matrimonio y la familia como testimonio «de la presen­cia viva del Salvador en el mundo».

El artículo 49 habla del «amor auténtico entre ma­rido y mujer en el matrimonio». Describe lo que este amor es y causa, y constata que se expresa y se realiza de singular manera en la auténtica realización del matri­monio. De ahí que el concilio atribuya valor ético a los actos conyugales. La única —y perfectamente lógica— cláusula de reserva dice: «ejecutados de manera verda­deramente humana» (que admite diferencias en cada uno de los participantes). A los cristianos de nuestro tiempo pueden tal vez parecerles evidentes estas decla­raciones conciliares. Pero muchas generaciones de ca­tólicos han sido educadas en una mentalidad que ve en el matrimonio algo así como una incontinencia legali­zada y necesitan tener, para cada acto matrimonial, una razón moralizadora adicional. A esta concepción se en­frentaba el concilio. El artículo alude, en su parte final, al hecho de que el testimonio ofrecido por los cónyuges cristianos puede influir en el concepto de la opinión pú­blica sobre el matrimonio. Llama también la atención sobre la formación que, a su debido tiempo, debe dárse­les a los jóvenes en los temas relacionados con la educa­ción sexual.

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El artículo 50 aborda el tema de la generación y educación de los hijos que dominó, unilateralmente, du­rante siglos, la moral católica. No dice, ni directa ni indirectamente, que todos y cada uno de los actos matri­moniales deban ordenarse, en cuanto tales, a la genera­ción de la prole. Lo único que dice es que el matri­monio, en su conjunto, y en razón de su propia natura­leza, está orientado a la generación y educación de los hijos. Los cónyuges están llamados, como dice la segun­da sección del artículo, a ser «cooperadores del amor creador» y «como sus intérpretes». Estas expresiones muestran que los esposos no están sujetos a ciegas leyes biológicas de la naturaleza ni deben abandonarse al azar en virtud de una confianza falsamante entendida en la divina providencia. El artículo menciona los factores que deben tenerse en cuenta para una paternidad res­ponsable y llega a la conclusión de que son, en defini­tiva, los propios cónyuges quienes pueden (y deben) de­cidir sobre la conveniencia (momento, número) de tener más hijos. La última sección del artículo recuerda, una vez más, que el matrimonio no se orienta tan sólo a la generación de los hijos y fundamenta precisamente aquí —y con una alusión al amor de los cónyuges— el dere­cho de los casados sin hijos a la plena realización del acto matrimonial.

El artículo 51 analiza las dificultades con que muchas veces tropieza una prole numerosa. Alude, con claras e inequívocas expresiones, a los peligros de una plena continencia matrimonial. Traza firmes fronteras contra el aborto o el infanticidio; evoca expresamente la espe­cial dignidad de la sexualidad humana y afirma, una vez más, que los actos realizados de acuerdo con esta digni­dad «merecen un máximo respeto». Dice además que, en una regulación responsable de la natalidad, la calidad ética del modo de actuar viene determinada no sólo por la sincera intención y apreciación de los motivos, sino también por criterios objetivos. Se da así la razón de por qué la Iglesia reclama para sí el derecho a intervenir en

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este campo, si bien el ejercicio de dicho derecho debería adoptar urgentemente formas que no se limitaran al análisis detallado del acto matrimonial, a dictar normas concretas para los cónyuges a través de los confesores, etc. Todo el artículo se inserta en el contexto del proble­ma de la regulación de la natalidad. Es bien sabido que las normas sobre esta materia —y siempre que ello no afecte a la dignidad humana y a una vida ya engendra­da— no constituyen orientaciones dogmáticas sino sólo instrucciones auténticas que los creyentes deben aceptar con aprobación interna, aunque no irrevocable.

El artículo 52 se consagra a la esencia de la familia, a las funciones de los hombres y a los deberes del Estado respecto de ella. Las tres últimas secciones declaran que las ciencias profanas deben preocuparse por las posibi­lidades de la regulación de la natalidad, que los pastores deben apoyar y fortalecer a los esposos (nótese el tacto y la discreción de la fórmula) y, finalmente, que los cón­yuges deben ser fieles testimonios del misterio del amor de Jesucristo.

Los textos conciliares y la carta apostólica de Juan Pablo II Familiaris consortio de 1983, en la que se sinte­tiza la tradición eclesial sobre el matrimonio, han sido los cimientos del nuevo derecho canónico matri­monial25. Merece la pena, en este punto, llamar la aten­ción sobre algunos elementos de especial relevancia teológica. También en el nuevo CIC se sigue entendien­do el matrimonio como un contrato y la vida matri­monial como una relación jurídica nacida de este contra­to. A su vez, el contrato se lleva a cabo mediante el consentimiento o unión de voluntades. Pero para indicar que el matrimonio no es sólo ni exclusivamente una re­lación jurídica, sino también una realidad personal y re­ligiosa, el derecho canónico recurre al concepto de «alianza» ya usado en el concilio26: en virtud de esta

25. Cf., para esta materia, los autores en HKR y también K. Lüdicke (véase bibliografía X).

26. M. Kaiser, en HKR,731ss. Sigo a este autor debido a su notable precisión en los temas

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alianza irrevocable, el varón y la mujer se entregan y se aceptan mutuamente (CIC 1983, canon 1057,2) y, de este modo, forman ambos un destino de vida común (canon 1055). Al describir esta alianza con giros propios del idealismo romántico, tales como «entrega mutua», el derecho canónico quiere dar a entender que todavía no se han entrado en el tema de las legítimas exigencias «personales»: el matrimonio no puede significar que una persona se transfiere o se traspasa a otra; más bien, cada una de ellas debe vivir en tal relación con la otra parte que le permita comportarse y realizarse como persona, pues en caso contrario la institución jurídica del matri­monio conservaría aquel carácter torcidamente humano de privación legalizada de la voluntad.

Los «fines del matrimonio» aparecen en una secuen­cia distinta y se expresan con concepto parcialmente nuevos: el matrimonio se ordena, por su misma índole natural, al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole (canon 1055,1).

El nuevo derecho canónico mantiene, por supuesto, con firmeza, la unidad e indisolubilidad del matrimonio como propiedades esenciales del mismo (canon 1056), así como la idea de que en todo matrimonio válidamente contraído surge un vínculo que es, por su propia natura­leza, perpetuo y exclusivo (canon 1134). Pero, en virtud de una cierta relativización de las propiedades esencia­les27, la autoridad eclesiástica reclama para sí la potes­tad de poder disolver matrimonios no consumados y no contraídos sacramentalmente (cánones 1142-1150).

El derecho canónico considera el matrimonio no sólo como contrato y como alianza, sino también como Igle­sia (canon 1055), como señal de la alianza de Dios con los hombres, señal de la alianza de Jesucristo con la Iglesia, que da a los esposos una especial fortaleza y una especie de consagración, para que puedan desempeñar

jurídico-canónicos, que llega hasta la cuidadosa selección de los vocablos a la hora de traducir las nuevas normas del derecho eclesiástico.

27, Ibídem, 736.

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la dignidad y los deberes de su estado (canon 1134). Por consiguiente, entre bautizados todo matrimonio válido es a la vez Iglesia (canon 1055,2).

Según esta concepción del derecho canónico que cuenta con sólidos fundamentos, el nuevo Código no toma posición respecto del problema del «ministro» del sacramento del matrimonio. De todas formas, para po­ner esta señal de la alianza y para llevar adelante este género de vida se requiere una cierta cooperación minis­terial de la Iglesia28.

El matrimonio religioso —o «matrimonio por la Igle­sia»— es la forma ordinaria y obligatoria de contraer matrimonio entre los católicos (canon 1117). En las Igle­sias de Oriente esta forma consiste, desde épocas muy antiguas, en la bendición litúrgica de los consortes. En la Iglesia de Occidente se concreta en el acto jurídico de las preguntas y de las respuestas mediante las que se declara la mutua voluntad de entrega y aceptación (ca­non 1108,2). Pero no debe entenderse —con visión mi­nimalista— que la participación ministerial oficial de la Iglesia se reduzca al hecho de que la celebración del matrimonio se hace en público29.

El nuevo Código de derecho canónico ha reflexio­nado mucho sobre el concepto de validez que, por la misma naturaleza de las cosas, está más indicado en un acto jurídico y en una institución de derecho que en un sacramento, ya que sólo un acto jurídicamente válido tiene efectos o repercusiones jurídicas, mientras que só­lo Dios sabe si un sacramento produce los efectos de la gracia. Los presupuestos de la validez de un matrimonio son capacidad para contraerlo —es decir, ausencia de impedimentos — , voluntad de contraerlo por ambas par­tes y celebración conforme al derecho del mismo30.

La suprema autoridad eclesiástica sigue reclamando

28. Ibidem, 739. 29. Ibídem. 739s. 30. Debe consultarse el CIC para los detalles concretos.

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para sí el derecho de declarar auténticamente qué im­pedimentos de derecho divino se oponen a la celebra­ción de un matrimonio (canon 1075,1), así como de esta­blecer para los bautizados otros impedimentos (no de derecho divino, canon 1075,2). Respecto de los efectos jurídicos derivados, en el campo profano, de la celebra­ción del matrimonio personal, la autoridad eclesiástica reclama competencias sólo en los casos en que uno de los contrayentes es católico, porque la Iglesia de Jesu­cristo no se compone exclusivamente de la Iglesia católi­ca romana31. En los matrimonios entre no bautizados la Iglesia no reclama ninguna competencia.

Un matrimonio en el que al menos uno de los contra­yentes está obligado a contraerlo en la forma establecida por la Iglesia (un católico) sólo es válido, en principio, si el consentimiento se otorga ante el ordinario del lugar, o el párroco o —por delegación de éstos— ante otro sa­cerdote, o diácono, o incluso ante un laico (sobre esto último, cf. especialmente el canon 1112) y dos testigos (canon 1108,1). Para los casos de necesidad se prevé igualmente la presencia de dos testigos (canon 1116,1). Quienes han abandonado la Iglesia no están obligados a contraer matrimonio en la forma establecida por ella (canon 1117). Es válido el matrimonio contraído entre un católico y un no católico perteneciente a una Iglesia oriental que haya sido bendecido por un sacerdote no católico (canon 1127). Si existen graves dificultades para que un católico observe la forma canónica del matri­monio, puede ser dispensado de esta obligación (ibídem). Si este caso se da entre personas de diferentes cultos cristianos debe instruirse a la parte no católica sobre la significación de esta dispensa; debe, en efecto, saber que también mediante una celebración eclesial no católica o simplemente civil —los novios pueden elegir la forma, si bien sería preferible una celebración ecle­sial— se contrae matrimonio válido y sacramental. Todo

31. M. Kaiser, o . c , 746, que alude a LG 8.

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ello es lógicamente aplicable al matrimonio entre perso­nas de diferente religión (canon 1129)32.

Pueden contraer matrimonio personas de diferente religión, previa licencia expresa de los ordinarios (canon 1124s), cuando ello no suponga amenaza para la fe del consorte católico y éste se comprometa sinceramente a hacer cuanto esté en su mano para bautizar y educar a sus hijos en la religión católica (canon 1125,), se informe en su momento al contrayente no católico sobre las pro­mesas que debe hacer la parte católica (ibídem, 2), am­bas partes hayan sido instruidas sobre los fines y propie­dades esenciales del matrimonio y ninguno de los dos los rechace (ibídem, 3). No se permite una «doble celebra­ción», aunque sí, ciertamente, una «celebración común» ecuménica33.

Según el derecho canónico, el matrimonio es absolu­tamente indisoluble si se ha contraído válidamente se­gún la concepción de la Iglesia católica, ha sido consu­mado y ambos cónyuges son bautizados. En efecto, se­gún la doctrina católica sólo es sacramento el matri­monio entre bautizados. «Sólo de la sacramentalidad le adviene al sacramento aquella firmeza que ya no con­siente ninguna disolución»34. Algunos juristas opinan que el sacramento del matrimonio se produce ya por el simple hecho de que quienes se casan son personas bautizadas, aunque no tengan fe35. Este problema se plantea ante la situación —ciertamente grave para la Iglesia— de que tras el fracaso de muchos matrimonios, algunos de los cuales fueron contraídos sin intención re­ligiosa, y tras el divorcio y un nuevo matrimonio, hay

32. Para este conjunto de temas, de gran importancia práctica, cf. B. Primetshofer, en HKR.788-793, y H. Heinemann, ibídem, 807.

33. En la «doble celebración» se realizan (a la vez o por separado) los ritos de las dos confesiones, a cargo de cada uno de los titulares de cada Iglesia. En la «celebración ecumé­nica» uno de los titulares lleva a cabo los ritos de una confesión, mientras que el titular de la otra Iglesia toma parte activa en el servicio de la palabra. H. Heinemann, ibídem, 803s; M. Kaiser, ibídem, 645.

34. H. Flatten, ibídem, 815. Merece la pena leer todo este trabajo. 35. Ibídem, ibídem, 816s. En sentido contrario, Th. Schneider, Zeichen (véase bibliogra­

fía I), 290s, afirma que para que haya sacramento se requiere la intención mínima de contraer matrimonio como cristianos.

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personas que recuperan sus sentimientos religiosos y de­sean que la Iglesia les permita recibir los sacramentos. Se enfrentan aquí dos puntos de vista eclesiales, uno más suave y otro más riguroso, absolutamente incon­ciliables36.

Lo que a primera vista puede parecer un divorcio eclesial, es en realidad, en la mayoría de los casos, la constatación, por parte de las autoridades eclesiásticas, de la nulidad de un matrimonio37. Pero hay también, de hecho, casos en los que la Iglesia disuelve matrimonios, por ejemplo en los no consumados, mediante decreto papal de disolución38. En los matrimonios entre no bautizados, uno de cuyos cónyuges recibe más tarde el bautismo, puede disolverse el matrimonio, de acuerdo con la interpretación que da la Iglesia al llamado «pri­vilegio paulino» (cf. supra 12.2.3), de modo que el con­sorte bautizado puede contraer válidamente un nuevo matrimonio39; los matrimonios no sacramentales pueden disolverse por decreto papal40. De especial im­portancia para el llamado tercer mundo es la nueva re­gulación canónica de la poligamia (el canon 1148 habla de poliginia, pero, de acuerdo con el sentido, es aplica­ble también a la poliandria): si un hombre abraza el cristianismo, sólo puede seguir llevando vida marital con

36. Según la opinión católica más rigurosa, defendida por ejemplo por H. Flatten. ibídem 817-819, que puede invocar en su apoyo las sentencias de Juan Pablo II, los católicos que se divorcian y vuelven a contraer matrimonio «por lo civil» no están ciertamente excluidos de la Iglesia pero sí de los sacramentos de la penitencia y la eucaristía. Sólo se les puede permitir la recepción de estos sacramentos a condición de que, en señal de arrepentimiento, prometan vivir su nuevo matrimonio «como hermano y hermana». La ra2ón fundamental a favor de esta tesis es el temor al «efecto de ruptura de dique». Si la Iglesia comienza a ceder en su actitud, se difundiría la idea de que acepta el divorcio y la consecuencia sería la multiplicación de matrimonios contraídos «a prueba». La opinión más suave es de que se analice cuidadosamen­te, y caso por caso, si un matrimonio ha fracasado y si existen valores en el nuevo enlace, y declara que la Iglesia debe descubrir caminos que posibiliten a los afectados un nuevo comien­zo ante Dios en el ámbito sacramental eclesial. Defiende esta postura Th. Schneider, o.c. 298-300, que aduce en su favor los puntos de vista de W. Kasper y K. Lehmann, Cf. supra, nota 16: las Iglesias orientales se consideran autorizadas, en virtud de la preeminencia del principio de la misericordia (que es de origen divino) a dar muestras de la adecuada benig­nidad.

37. Para esto y para la vía procesal, cf. H. Flatten, o . c , 819-821. 38. Ibídem, 821s. 39. Ibídem, 822-824 (según los cánones 1143-1150). 40. Ibídem, 824-826.

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una mujer; si le resulta difícil hacerlo con la primera con que se casó, puede elegir como esposa a alguna de las otras41.

Ante estas posibilidades de disolución, y ante el len­guaje canónico, que recurre a expresiones como «dis­pensa papal», resulta difícil explicar por qué el derecho matrimonial y la teología parten de la idea de la existen­cia permanente —incluso en los casos más patentes de ruina y descomposición del matrimonio— del «vínculo conyugal». Es postura compartida con las Iglesias orien­tales separadas de Roma y también con los reformado­res que hay que atenerse a la indisolubilidad del matri­monio y que el divorcio no puede convertirse en una posibilidad legal para los cristianos. Pero, ¿no puede llegar a adquirirse clara conciencia de que se han des­truido los fundamentos de un matrimonio y que, por ende, ha desaparecido también, a una con ellos, el vínculo conyugal?

12.4. Síntesis de la teología del matrimonio

La bibliografía sobre el sacramento del matrimonio indica que, por un lado, predominan las obligaciones legales (unidad e indisolubilidad) y que, por el otro, aparece en primer plano, respecto del sacramento, la pregunta: ¿Qué les aporta a los consortes, qué efectos de gracia causa? Aquí se pasa por alto, en muy buena medida, que el sacramento del matrimonio es liturgia de la Iglesia. Una vez admitido y entendido esto, la pregun­ta sobre los «ministros» de este sacramento se plantea de forma diferente a como se hace de ordinario en la litera­tura sobre el tema. Quien realmente actúa en el sacra­mento es Cristo, que obra en la Iglesia por su Espíritu para gloria de Dios Padre. Visto en su vertiente hu-

41. Para la problemática relacionada con esta materia, cf. N. Bitoto Abeng, en EKL I, 1986, 971-974.

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mana, en la liturgia de la celebración del matrimonio se trata de un asentimiento consciente de ambos cónyuges, y de los asistentes a la ceremonia, a esta glorificación de Dios que, en este caso concreto, acontece mediante el matrimonio como «sacramento permanente», mediante el sacramento de la vida matrimonial, que se inicia con las nupcias. Para poder lograrlo se precisa la bendición de Dios en el Espíritu Santo: el enlace matrimonial tiene que tener forma epiclética.

En el siglo XX, y ante la división de la Iglesia en clero y laicos y de los asistentes a los actos litúrgicos en «dis­pensadores», o «ministros», y receptores, a muchos lai­cos les resultaba interesante oír decir a los teólogos que no es el sacerdote quien les «administraba» el sacramen­to del matrimonio, sino que se lo «administraban» a sí mismos quienes se casaban (en contra de lo cual argüían los canonistas que nadie puede «dispensar» o «adminis­trar» lo que todavía no tiene). Al sacerdote asistente al enlace matrimonial se le definía como «testigo de oficio». Considerar la celebración del matrimonio como liturgia no significa una nueva clericalización de la teo­logía matrimonial, en el sentido de que se deba desta­car más la figura del sacerdote como «ministro» o «dis­pensador» de este sacramento. Lo único que se quiere decir es que los consortes celebran conjuntamente esta liturgia, cuyo verdadero titular y sujeto es Jesucristo, que es una liturgia de la Iglesia, en la que, por consi­guiente (y fuera de los casos de necesidad) deben parti­cipar también otros miembros de la Iglesia y que, por tanto, debería constar, en razón de su misma esencia, no sólo de la declaración pública del consentimiento sino también de una súplica de bendición.

En esta liturgia de la celebración del matrimonio se hace sensiblemente presente el amor de Dios a la hu­manidad que, a su vez, ha encontrado su expresión «sa­cramental» en el amor de Jesucristo a la Iglesia. Precisa­mente así es como se constituye la forma más reducida de la Iglesia, la «Iglesia doméstica». El matrimonio co-

394

mo permanente describe esta perdurable capacidad de signo y el constante «ser Iglesia» y «edificar la Iglesia». Es justamente de aquí de donde se derivan tanto la in­disolubilidad del matrimonio contraído por cristianos creyentes como la unidad (monogamia) de este sacra­mento, características que no pueden demostrarse con­vincentemente sólo con argumentos de tipo racional. De estas consideraciones teológicas se deduce que el matri­monio —al menos el matrimonio conscientemente sa­cramental— no puede construirse sobre un amor enten­dido ante todo como sentimiento, emoción, simpatía, atracción. De acuerdo con la filosofía cristiana clásica, el amor debe concebirse más bien como acto de la volun­tad iluminada por la razón. Así contemplado, el amor se manifiesta, aparte de la decisión voluntaria con que se inicia, sobre todo en la fidelidad.

El efecto de la gracia del sacramento del matrimonio se orienta, pues, 1) a la significación religiosa y cons­ciente y al ser Iglesia de acuerdo con las posibilidades individuales de los cónyuges, aspecto bajo el que se in­cluye la fecundidad, puesta bajo la bendición de Dios, porque la prole deberá seguir construyendo la Iglesia; 2) al acto de la voluntad —prolongado de por vida— de la fidelidad. Allí donde las fuerzas humanas parecen ser demasiado débiles para alcanzar estos objetivos, el re­cuerdo del sacramento declara que la gracia de Dios puede capacitar a la libertad humana para una autotras-cendencia42 en la que el hombre se supera a sí mismo, también cuando se halla vinculado a algo o alguien. Y, ademas, la fe confía en que será escuchada la epiclesis que suplica que la protección de Dios no abandone a los consortes en el curso de su vida.

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42. Así F. Bóckle, en Handbuch der christlkhen Elhik II, 117-135.

395

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398

13. Los sacramentales

El concepto de «sacramentales» se remonta al si­glo XII y surgió en el curso de las reflexiones en torno al concepto de sacramento. Cuando se fijó en 7 el número de los sacramentos, se dio el nombre de «sacramentales» a ciertas acciones litúrgicas que estaban muy próximas a aquéllos (por ejemplo, la bendición o consagración del agua para el bautismo, de varios óleos para las unciones, del altar para la eucaristía), a las que se profesaba gran veneración, pero que no se hallaban en la lista de los sacramentos1. Se quiere indicar así un cierto parecido o parentesco con estos útimos. En la Constitución sobre la liturgia ha explicado el Vaticano II lo que se entiende por sacramentales con las siguientes palabras:

«La santa madre Iglesia instituyó, además, los sacramentales. És­tos son signos sagrados creados según el modelo de los sacramentos, por medio de los cuales se expresan efectos, sobre todo de carácter espiritual, obtenidos por intercesión de la Iglesia. Por ellos, los hom­bres se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida.

»Por tanto, la liturgia de los sacramentos y de los sacramentales hace que, en los fieles bien dispuestos, casi todos los actos de la vida sean santificados por la gracia divina que emana del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, del cual todos los sacra-

1. M. Lohrer, Sacramentales, en Sacramentum Mundi IV, Herder, Barcelona 31986, 157-164; aquí 160s: aspectos históricos.

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mentos y sacramentales reciben su poder, y hace también que el uso honesto de las cosas materiales pueda ordenarse a la santificación del hombre y a la alabanza de Dios» (SC 60-61).

Los sacramentales tienen su origen en el judaismo2, en la alabanza a Dios, que finaliza con la súplica de bendición. El Antiguo Testamento no presenta a Dios como el único que imparte la bendición; habla también de hombres que bendicen, es decir, hombres que, tras la actualización agradecida de las pruebas del poder de Dios, se saben dependientes de la bendición divina y suplican que siga manteniendo su actuación salvífica concreta. Estas bendiciones adoptaron ya en la época viejotestamentaria una forma estilizada. Las fórmulas de bendición no se refieren sólo a las personas, sino también a las cosas, como la comida, la bebida, los cam­pos y las cosechas. En definitiva, todos los deseos de bendición se ordenaban a una vida rica y abundante que, para los hombres creyentes, no es otra cosa sino la participación en la vida misma de Dios.

Como herencia del judaismo, también el Nuevo Tes­tamento conoce, desde los tiempos de Pablo, abundan­tes y estilizados deseos de bendición. Al deseo de bendi­ción judía de la «paz» se añadía el cristiano de la «gra­cia». Como evidente trasfondo teológico figura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la convicción de la eficacia de la palabra. Ha quedado también pro­fundamente impreso en el Nuevo Testamento el deseo de la bendición consistente en la participación de la vida de Dios. No otra cosa quiere decirse con la palabra «gra­cia».

Sobre este fundamento bíblico se desarrolló en la historia del cristianismo una multitud de consagraciones y bendiciones3, en las que siempre amenazaban tres pe-

2. R. Schmid, Segnen und Weihen in derBibel, en J.Baumgartner(dir.), Glaubiger Umgang mitder Weh, Zurich-Friburgo 1976,13-29; P. Scháfer, enTRE V, 1980,560-562; I. Nowell, Der narrative Kontext von «Segen» im Alten Testamenta «Concilium» 21(1985)81-88.

3. R. Kaczynski, en B. Kleinheyer y otros, Sakramentaliche Feiern II, Ratisbona 1984, 233-274. Tiene razón este autor cuando excluye del análisis de los sacramentales los exorcis-

400

ligros: 1) La tentación de dividir dualistamente la creación de Dios en un ámbito sacro y otro profano, y de sacralizar el mayor número posible de cosas. 2) La su­perstición de que los hombres que se entregan volun­tariamente a los poderes malignos pueden desencade­narlos, creando así un poder peligroso independiente, que debería conjurarse por medios rituales. 3) La su­perstición de que la bendición puede introducir en los hombres y en las cosas corpóreas una fuerza mágica po­sitiva.

Aunque los reformadores se pronunciaron enérgica­mente contra las supersticiones y las erróneas interpre­taciones, en la cristiandad reformada se han conservado numerosas bendiciones sobre las personas y las cosas. No se rechaza que la palabra pueda reforzarse mediante gestos4. Aparecen así bendiciones litúrgicas que los hombres expresan recurriendo a las fórmulas predilectas de Núm 6,24-26 y 2Cor 13,13, así como las consagracio­nes de las iglesias5. Las Iglesias separadas de Oriente superan a la Iglesia romana en el uso del signo de la cruz, del óleo bendito, del incienso y del agua bendita.

El nuevo CIC6 marca con una fórmula que apareció por vez primera en el lenguaje oficial en la encíclica Mediator Dei, de 1947 (DS 3844), la diferencia entre los sacramentos y los sacramentales: los sacramentales no actúan ex opere opéralo, es decir, en virtud de la obra salvífica de Jesús actualizada, sino ex opere operantis Ecclesiae (por intercesión de la Iglesia) (CIC 1983, ca­non 1166). Habría que añadir aquí, obviamente, que la intercesión de la Iglesia sólo puede alcanzar su objetivo por la fuerza del Espíritu Santo que la mueve a la oración.

mos que, a pesar de estar siempre formulados en tono imperativo, no son sino una oración de súplica de la Iglesia en favor de un enfermo, ibídem, 275-291. Una breve exposición histórica en D. Power, Die Segnung von Gegenstanden, «Concilium» 21(1985)96-106.

4. J.G. Davies, en TRE V, 1980, 565. 5. Cf. ibídem, 568s, una exposición informativa sobre la consagración de templos e iglesias

desde el siglo VIII. 6. Las líneas que siguen se apoyan en H.J.F. Reinhardt, en HKR, 836-839.

401

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El CIC concede una gran importancia a las compe­tencias de la Sede Apostólica en el ámbito de la correcta utilización de los sacramentales (canon 1167).

El lenguaje eclesial sobre los sacramentales presenta ciertas complicaciones. De acuerdo con la tradición, se distingue entre consagraciones y bendiciones. La consa­gración significa que determinadas personas, cosas o lu­gares son apartadas de una finalidad puramente munda­na y quedan orientadas, como signos, a solo Dios. La bendición se refiere a una súplica de la Iglesia, que pide la bendición salvífica de Dios a favor del bendecido. Explicado con ejemplos: son lugares consagrados las iglesias, los cementerios; son cosas consagradas los al­tares, las campanas; son personas consagradas los abades y abadesas. Pueden ser lugares bendecidos la casa, los campos; personas bendecidas, los enfermos, los ancianos, los desposados; cosas bendecidas, los auto­móviles, las hortalizas, los frutos, etc.

El CIC de 1983 utiliza los siguientes conceptos: la consagración de personas acompañada de una unción, se llama consecrado; la consagración de lugares y cosas, acompañada también de unción, se llama dedicado; la consagración (cambio de una finalidad meramente pro­fana) de personas, lugares y cosas no acompañada de unción se llama benedictio (constitutiva). Estas consa­graciones y dedicaciones sólo pueden ser realizadas vá­lidamente por los obispos, así como por los presbíteros que tengan permiso expreso para ello (canon 1169, 1206s). La razón es, evidentemente, que en estas accio­nes se ejerce la autoridad de la Iglesia. Los obispos pueden suprimir la bendición otorgada, es decir, pueden reducir a usos profanos cosas antes bendecidas o dedica­das (por ejemplo, cuando se procede a la venta de una iglesia).

Las restantes bendiciones son benedictiones (invoca-tivae). Las imparten el obispo o respectivamente el pá­rroco, los sacerdotes y diáconos autorizados para ello cuando van unidas a la predicación o a alguna solem-

402

nidad sacramental. Por lo demás, el nuevo Código no ofrece dudas sobre el hecho de que también los laicos pueden impartir bendiciones.

Evidentemente, la invocación a Dios en las bendicio­nes no añade algo «más» por la circunstancia de que sea un sacerdote quien la hace. Incurriría en concepciones mágicas quien creyera que debe atribuirse mayor efica­cia a la bendición papal que a la que los padres, por ejemplo, pronuncian sobre sus hijos.

La edición romana del Libro de las bendiciones del año 1984 incluye notables afirmaciones teológicas y prácticas7. Ve en las bendiciones el reconocimiento de que todas las cosas están henchidas de la presencia salví­fica de Dios. Se esfuerza por interpretar las bendiciones como liturgia de la Iglesia cuando expresa el deseo de que estén acompañadas al menos de un servicio de la palabra y de una oración en común. En ningún caso es suficiente una simple señal de la cruz. Debe evitarse hasta la más mínima impresión de que se trata de una especie de transferencia de poderes. Sólo deben bende­cirse las cosas que pueden dedicarse a usos lícitos y no aquellas cuya finalidad sea ambigua. Así, se prohibe bendecir las armas (del mismo modo que ya en 1947 se había prohibido la bendición de emblemas políticos). No debe entenderse —como se hacía en el pasado— que las bendiciones de los laicos, a diferencia de las bendi­ciones eclesiásticas, tengan carácter meramente pri­vado.

Así, pues, en una perspectiva teológica los sacra­mentales no son meros signos. Son acciones litúrgicas, cuya estructura fundamental es la epiclesis (o la anam­nesis y la epiclesis)8. Cuando las cosas y los lugares son incluidos en el acontecimiento dialógico entre Dios y los hombres, se expresa con ello el cuidado por los bienes

7. Cf., sobre este punto, el comentario de J. Lligadas en «Concilium» 21(1985)149-156. 8. J.-M.R. Tillard, Segen, Sakramenlalilat una Epiklese, «Concilium» 21(1985)140-149.

Con la bendición, la súplica al Espíritu Santo queda como estampada en un sello.

403

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de la creación, pero también la fe en que todos estos bienes creados glorifican, a una con los hombres, al Dios que está presente en su mismo centro.

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76 80 83ss 86 117 119 122 148 152 175 204 207 238 246 372s

Alberto Magno, san 71 121 284 Alejandro ni 208 375s Álvarez Gutiérrez, C.G. 302 Amato, A. 286 Ambaum, J. 64 131 Ambrosio, san 77 197 202s 325 Amougou-Atangana, J. 172 Angenendt, A. 77 80 98 112 114

145 152 158s 165 197 205s254 268s 286 357

Aubin, P. 159 Auer, J. 132 Auf der Maur, H.J. 117 Austin, J.L. 101 Averbeck, W. 252 Aymans, W. 396

Baciocchi, J. de 136 Baldanza, G. 381 396 Baltensweiler, H. 396 Balthasar, H.U. von 28 58 229s

233s Barlea, O. 349 355 Barral-Baron, N. 172

Barth, G. 138 159 Barth, K. 61 117 363 Basilio, san 146 Bátzing, G. 233 252 Baudler, G. 132 Baumer, I 134 Baumgartner, J. 404 Báumler, C. 286 Becker, J. 29 Becker, K.J. 238 355 Beda, san 206 293 Beeck, F J . van 132 Beinert, W. 53 56ss 59 61 134 254

347 Benrath, GA. 283 Berengario de Tours 207 Bernhart, J. 286 Bertsch, L. 130 Betti, U. 355 Betz, J. 194 200 214 220 224 229

250ss 254 Betz, O. 290 Bezzel, E. 279 Biemer, G. 132 172 Bieritz, K.H. 198 Bitoto Abeng, N. 393 Blank, J. 258 357 Blumenberg, H. 101

405

Page 203: VORGRIMLER, H. - Teología de los sacramentos - Herder, 1989.pdf

Bóckle, F. 395s

Bode, F.J. 252

Boff, L. 26 132

Bommes, K. 404

Bornkamm, G. 52

Borobio, D. 132 134

Bosshard, St.N. 232 249 252

Bourgeois, H. 158

Bouyer, L. 186

Brachel, H.H. 94

Breuning, W. 397

Brinkman, B.R. 134

Brosseder, J. 158

Browing, R.L. 132

Brunner, P . 61

Buber, M. 29

Buenaventura, san 71 270 284

Bultmann, R. 61

Bürki, B. 252

Burnish, R. 159

Cabié, R 133 253

Calvino, J. 85 216 218 273 296

Calvo Espiga, A. 286

Callam, D. 254

Carlomagno 374

Casel, O. 41 42 92s 231 249s

Cipriano de Cartago, san 57 69 147

165 203 237 320 323

Cirilo de Alejandría, san 202

Claessens, D. 363

Clemente vi 284

Clemente de Alejandría 202 323

Clemente de Roma, san 266

Clerck, P . de 286 332 357

Congar, Y. 35s 58 109 162 254 350

357

Connery, J.R. 397

Cordes, P J . 239 341 355

Corecco, E. 396

Cottiaux, J. 396

Courth, F. 143 148 159

Crouzel, H. 359 374

Cunningham, A. 237 355

Chauvet, L.M. 100 132 134

Christen, E. 396

Dacquino, D. 372 396

Dalmais, I .H. 134

Daniélou, J. 37

Dantine, J. 137

Dassman, E. 357

Davies, J .G. 401 404

Deissler, A. 356

Dekkers, E. 196 254

Delhaye, P . 356

Delumeau, J. 287

Delling, G. 159 181 25¿

Denis, H. 65 132

Desserprit, A. 396

Doms, H. 363

Dooley, C. 287

Dóring, H. 61 357

Dournes, J. 108

Dubarle, A.M. 153

Duby, G. 362

Duggan, R.D. 159

Dulles, A. 135

Dupuy, B.D. 358

Durrwell, F.X. 198

Duss-von Werdt, J. 396

Duval, A. 132 217 332 381

Ebeling, G. 111

Eid, V. 258 366 396

Eijik, A .H.C . van 135

Eisenbach, F. 40 42s 1 lOs 132 222

239

Elders, L. 356

Engelhardt, H. 396

Évenou, J. 133

Esteban i 147

Evdokimov, P . 396

406

Fahey, M.A. 137

Faivre, A. 356 358

Falk, Z.W. 367

Farnedi, G. 158 356

Feckes, C. 53 58

Feld, H. 252

Felmy, K.Ch. 252

Feneberg, R. 252

Ferrari, G. 172

Feuillet, A. 255

Fiedler, P. 255

Filón de Alejandría 373

Finkenzeller, J. 32 58 67 69 74s 80ss

83 90s 106 118 124 126 132 376

Fiorenza, F .P . 25

Fischer, B. 358

Flatten, H. 391s 397

Fleming, T.L. 287

Frankemólle, H. 181 193 255

Fransen, P . 135 318 322 325ss 342s

381s 396

Frend, W.H.C. 287

Frenkle, N.J . 132

Fríes, H. 354

Frohnhofen, H. 349 358

Gáde, G. 130

Gamber, K. 135 252

Ganoczy, A. 94 132 135

Gansewinkel, A. van 396

García Manzanedo, V. 356

García Prada, J .M. 135

Garijo Guembe, M.M. 55 135 195

303

Gaudemet, J. 287 356

Geldbach, E. 137

Genn, F. 356

Geringer, K.Th. 397

Gerken, A. 200 220 224 253

Gese, H. 186

Gesteira García, M. 253

Ghiberti, G. 253

Ghirlanda, G. 356

Giraudo, C. 195 197s 253 255

Glade, W. 132

Glásser, A. 137 249

Goody, J. 363

Gregg, R.C. 396

Greshake, G. 255 301 356

Grillmeier, A. 48

Grimm, R. 396

Gross, K. 163

Grótzinger, E. 253

Guillermo de Auvernia 269

Guillermo de Melitona 269

Guilluy, P. 287

Guitmundo de Aversa 208

Guzetti, G.B. 397

Gy, P.M. 133

Hágele, G. 287

Hahn, F. 161

Hainz, J. 356

Halleux, A. de 172

Hallonsten, G. 287

Hanson, A.T. 163

Háring, H. 38 64

Hauke, M. 347

Hauschild, W.D. 189 255

Háussling, A. 229 254

Heidegger, M. 100

Hein, M. 358

Heinemann, H. 391 397

Heinz, Ch. 137

Henseler, R. 283 287

Herberg, J. 59

Herms, E. 354

Heron, A.I .C. 253

Herrmann, H. 120

Heumann, J. 132

Hierold, A.E. 151 159 169

Hilberath, B.J. 181 221 225 229

231s 255 358

Hillel 367

407

Page 204: VORGRIMLER, H. - Teología de los sacramentos - Herder, 1989.pdf

Hincmaro de Reims 375

Hintzen, G. 221 249 253

Hipólito de Roma, san 118 145 152

236 266 320s 334

Hódl, L. 358

Hoffmann, J. 358

Hoffmann, N. 230

Hoffmann, P. 258 366

Hofmann, H. 231

Holeton, D.R. 253

Homberg, B. 313 356

Hopko, Th. 356

Hossfeld, F.L. 193

Hotz, R. 61 114 132 135 242 374

Houssiau, A. 135 159

Hubbeling, H.G. 102

Hubert, H. 152 159

Hübner, K. 101

Hugo de San Cher 269 284

Hugo de San Víctor 70 375

Hünermann, P . 94s 135 350

Hus, J. 211 272 284 295

Hutter, M. 365

lersel, B. van 72

Ignacio de Antioquía, san 199 235

237 318 337 372

Inocencio i 147 292

Inocencio ni 86 148 180 210

Ireneo de Lyón, san 202 236 319

Irwin, K.W. 135

Isidoro de Sevilla, san 205

Ivon de Chartres 375

Jacob, H. 110

Jedin, H. 217 397

Jerónimo, san 325 373

Jetter, W. 132

Jilek, A. 318 356

Johnson, R.A. 363

Jorissen, H. 287

Jorissen, I. 302 404

Josuttis, M. 174

Jounel, P. 133 404

Jourjon, M. 132

Juan Crisóstomo, san 203 325

Juan Duns Scoto 270

Juan Pablo n 363 387 392

Jung, H.G. 358

Jüngel, C. 59 132 135 159

Jungmann, J .A. 199 205

Justino, san 145 199 202

Kaczynski, R. 151169 282 299 301

358 397 400 404

Kaiser, M. 347 350 387 390s 397

Kámpfer, H. 133

Kandler, K.H. 255

Kant, I. 362

Karrer, M. 358

Karrer, O. 148

Kásemann, E. 61

Kasper, W. 56 59 6196175 250 392

397

Kerff, F. 287

Kertelge, K. 356

Kilmartin, E.J. 255

Kirchhoff, H. 132

Kirchschláger, W. 290 302

Klauck, H.J. 181sl85s253 255 358

Kleinheyer, B. 318 339 358 397 404

Kliendienst, E. 397

Klinger, E. 26

Knoch, O. 314 358

Knoch, W. 132

Koch, G. 132 397

Kóning, D. 356

Kóster, H.M. 153

Kramer, H. 397

Kress, B. 133

Kretschmar, G. 172 318 358

Kruse, H. 397

Kühn, H. 14 55 61 65 83 94s 104

HOss 133 137 174 179s 183 215 225

408

231 233 251 255

Kuhn, J.E. 58

Kunz, E. 255

Labourdette, M.M. 159

Lanfranco de Bec 208

Langa, P . 372 397

Lanne, E. 172

Larrabe, J.L. 172

Laurance, J .D. 237 356

Lecuyer, J. 356

Leeuw, G. van der 101

Lefebvre, M. 174

Legrand, H.M. 255 358

Lehmann, K. 137 232 392

Lell, J. 272 288

Lendi, R. 287

Lengeling, E.J. 39s 135 300 302 358

Lengsfeld, P. 104

León x 274 284

León XIII 383

León-Dufour, X. 181 186 189s253

Lessing, E. 112 255

Lettmann, R. 381s 397

Lévinas, E. 29

Lienemann-Perrin, Ch. 159

Lies, L. 94 135 199 249 253 255 357

Lietzmann, H. 182

Ligier, L. 172

Lips, H. von 315 356

Lohaus, G. 114

Lohff, W. 328

Lohfink, G. 138 159 315 358

Lohfink, N. 153

Lóhrer, M. 399

Lorizio, G. 133

Lozano Sebastián, F.J . 287

Lubac, H. de 58 117 213 253

Lüdicke, K. 387 397

Luhmann, N. 363

Lutero, M. 53 66 83s 199 215 272s

284 296 328 378s

Luthe, H. 133

Lligadas Vendrell, J. 133 403

Maas-Ewerd, Th. 93 253

Macquarrie, J. 356

Macy, G. 253

Madeja, S. 255

Máki, P. 159

Malone, R. 397

Margerie, B. de 135 287

Marliangéas, B.M. 287 356

Martel, G. de 287

Martelet, G. 356

Martimort, A.G. 133 253 349 356

Martin, G.M. 174

Martin, J. 235s 318 356

Martín v 295

Martos, J. 133

Marxsen, W. 182

Mayer, A. 180 255

Mazza, E. 195 197 242 253

McDermott, B. 114

Medisch, R. 255

Meer, H. van der 347

Melanchthon, F. 273 379

Mélia, E. 287

Merklein, H. 193 313s

Merle, R. 287

Mette, N. 94

Metz, J .B. 25 63 115 127

Metzger, M. 287

Meyer, H. 232

Meyer, H.B. 172 195ss 205 210 233

253 302 404

Michel, E. 363

Mieth, D. 397

Molinski, W. 152 159 383 397

Moltmann, J. 174 229

Molí, H. 253

Mórsdorf, K. 326

Mühlen, H. 41 172

409

Page 205: VORGRIMLER, H. - Teología de los sacramentos - Herder, 1989.pdf

Mühlen, K.H. zur 272

Mühlsteiger, J. 287

Müller, A. 133 317 321 341s

358

Müller, G. 357

Müller, H. 338s 348 350 359

Müller, H .P . 102

Mumm, R. 357

Munier, C. 288

Nagel, E. 152 159

Nautin, P . 397

Neidhart, W. 286

Nélis, J. 253

Nepper-Christensen, P . 159

Neumann, J. 359

Neuner, P. 137

Neunheuser, B. 159

Nicolás i 147

Nicolás, J .H. 198

Nocke, F.J. 15 133 255 288

Nordhues, P . 172

Novaciano 147

Nowell, I. 400

Oeyen, Ch. 349s 359

O'Neill, C E . 48 64 92 133

Oñatibia, I. 135

Orbanic, Z. 159

Orígenes 202 320 323

Ortigues, E. 100

Oswald, J .H. 58

Ott, D. 397

Ott, H. 61

Ott, L. 332 357

Otto, E. 28

Pablo vi 224s 285 339

Pannenberg, W. 61 137 397

Paproeki, H. 135

Pascasio Radberto 206

Pascher, J. 43

Payer, P.J . 288

Pedro Damiano 78 376

Pedro Lombardo 71 78 81 212 326

376

Pelagio 152

Pesch, O.H. 135

Pesch, R. 193 253 290 397

Peters, A. 288

Petri, H. 172

Peukert, H. 94

Pfnür, V. 137

Pío xi 383

Pío xu 300 332 339

Piolanti, A. 253

Pissarek-Hudelist, H. 348

Plank, P. 242 253

Platelle, H. 288

Plock, H. 397

Plóger, J .G. 345

Poschmann, B. 266 285

Power, D. 401

Pratzner, F. 254

Primetshofer, B. 391 397

Probst, M. 302 397

Pruisken, J. 254

Przywara, E. 58

Quesnel, M. 160

Rahner, H. 57

Rahner, K. 24 26 29 31 43s 53 58s

61ss 64s 95ss 100 105ss 109 111

115s 122 126 130 132s 135 154 217

242 254s 266 280 285 318 343 345

347 354 357 397

Ramis, G. 255

Raske, M. 111

Ratramno 206s

Ratschow, C H . 397

Ratzinger, J. 78 96 114 186

Reckinger, F. 152 160

Reed, R.A. 132

410

Reetz, U. 104 133

Regli, S. 137 353

Reicke, B. 365

Reinhardt, H .J .F . 401 404

Reinhardt, K. 397

Resé, M. 17 161 189 191

Reumann, J. 254

Rhode, J. 318 357

Richter, H.F. 365

Richter, K. 136 195 253 302 357

397

Ries, J. 133

Ringeling, H. 361 363

Ritschl, D. 398

Ritzer, K. 398

Rohls, J. 359

Roloff, J. 181ss 184 199 359

Rordorf, W. 133

Rosenberg, A. 133

Rouillard, Ph. 356

Roux, J .M. 255

Ruffini, E. 130

Ruster, Th. 133

Saier, O. 242

Salado Martínez, D. 255s

Sammai 367

Sánchez Caro, J .M. 254 256

Sancho, J. 288

Sayes, J.A. 221 254

Schaeffler, R. 95

Scháfer, P . 400 404

Scháfer, Ph. 254

Scharfenberg, J. 133

Scheeben, M.J . 58

Scheffczyk, L. 110 347

Schenke, L. 160

Schick, L. 38 338 357

Schifferle, A. 174

Schild, M.E. 378

Schilson, A. 42 92s 96 104 133 136

140 249

SchiUebeeckx, E. 53 64 131 133 136

160 254 345 357 398

Schlette, H.R. 246

Schlink, E. 232

Schmálzle, U.F. 398

Schmid, R. 400

Schmidt, M. 24

Schmidt-Keiser, St. 133

Schmied, A. 26 5192 104 106 112

136

Schmitt, E. 372 398

Schmitz, H. 158

Schnackenburg, R. 74

Schneider, Th. 15 56 133 136 179

181 221 225 229 231s 254s 391s

Schóer, H. 357

Schónborn, Ch. von 51 133

Schoonenberg, P . 224

Schrage, W. 290

Schróter, M. 362

Schulte, R. 65 111 136 160 254

Schultz, F. 136

Schulz, H.J . 160 194 197 221 256

Schupp, F. 95 134

Schürmann, H. 193

Schütz, Ch. 35 94s 136 162

Schützeichel, H. 136 172 288 302

Schwagger, R. 113 138 140 143s

160 193 230 256

Schwendenwein, H. 345 359

Schwerdtfeger, N. 26

Searle, J.R. 101

Semmelroth, O. 32 59 llOs 134 350

Sennen, R. 363

Sequeira, J .B. 398

Severus, E. von 397

Seybold, M. 90 136s 249

Silvestre i 147

Simonis, W. 76

Skowronek, A. 134

Slenczka, R. 137

Snela, B. 134 332 357

411

Page 206: VORGRIMLER, H. - Teología de los sacramentos - Herder, 1989.pdf

Sobotta, F. n o

Sohm, R. 53

Spiegel, Y. 134

Sprinks, B.D. 158

Standart, B. 136

Stefañski, J. 302

Stein, A. 359s

Stenzel, A. 160

Stevenson, K. 372 398

Stock, U. 134

Stockeimer, P. 359

Stóhr, J. 134

Strebel, A. 136

Tafferner, A. 29

Talley, J. 199

Tertuliano 69 75 146 148 152 202 237 319s 323 372

Theodorou, E. 350s 359

Thomassen, J. 110

Thomassin, L. de 58

Thunberg, L. 256

Thurian, M. 137 158 232 248s

Tillard, J.M.R. 56 101 119 136s 195

232 288 357 403

Tillich, P . 61 104

Tilliette, X. 256

Todorov, T. 100

Tomás de Aquino, santo 31 39 53s

71 81s86 95 97s 117 121 127 131

148 167 21 lss 239 246 251 270 272

284 294 327 376 378

Tortras, A.M. 359

Tostato, A. 365

Tragan, R. 74 134

Triacca, A.M. 134

Trilling, W. 315 359

Trütsch, J. 156 160 256

Urban, H.J . 232

Vagaggini, C. 350

Vanhoye, A. 317 357 359

Vaskovics, L. 396

Verheul, A. 254

Verspieren, P. 398

Villalmonte, A. de 153 Villalón, J. 134

Villette, L. 117

Vischer, L. 232

Vodopivec, G. 359

Vogel, C. 357 398

Vogt, H.J . 359

Vogtle, A. 139 193 265 288 310 313s

Voigt, G. 137

Volk, E. 256

Vorgrimier, H. 18 33 37 43 105 107

111 117 126 184 195 229 258 261 1 265s 270 278 280 283 288 290 292

301s 318 328 345 350 357

Voss, G. 157

Wagner, H. 353 359

Wainwright, G. 158 179 198 214 Walter, E. 254

Weber, H.J . 110 345

Weber, L.M. 398

Weber-Kellermann, I. 362

Wehrle, P. 134

Weigand, R. 281 288

Weiser, A. 193

Welte, B. 224

Wenz, G. 256

Werbick, J. 258

Wess, P. 357

Westermann, C. 404

Wiederkehr, D. 254

Wili, J. 363

Wyclif, J. 211 272 284 295

Wohlmuth, J. 217 221 254

Worgul, G.S. 134 Wulf, H. 259

Zadra, D. lOOs 136

412

Zalba, M. 288

Zapp, H. 397

Zardoni, S. 345 357

Zemp, P . 357

Zenger, E. 17 27ss 30 364

Zerndl, J. 172

Ziegenaus, A. 302

Zizioulas, J .D. 254 350 359

Zollitsch, R. 357

Zuinglio, H. 85 215s 218 273

413