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297 X Entrada del Ejército Libertador a la capital La ciudad sobrecogida de pavor.—La sombría fama del zapatis- mo.—Rumores alarmantes.—Los pasquines.—El zapatismo, según sus partidarios.—Excepticismo.—Entrada del Ejército Libertador.— Descripción y aspecto general de las tropas.—El estoicismo de la raza.—Su alimentación y fanatismo religioso.—Nombramiento de autoridades.—Nulificación del papel moneda carrancista. l abandonar la capital, a las últimas horas de la tarde del 24 de noviembre, las fuerzas del general Blanco, que en su totalidad eran de caballería y que se habían cortado de la extrema retaguardia del Cuerpo de Ejército del Noroeste tomando el rumbo de Toluca, creíase que los zapatistas que, como dije, estaban posesionados desde hacía varios días de las municipalidades situadas al sur del Distrito Federal y cuyas avanzadas ince- santemente habían estado hostilizando a las fuerzas enemi- gas llegando muchas veces hasta los suburbios de la ciudad, entrarían inmediatamente, mas no fue así. Esa noche al igual que las anteriores, la capital encontrábase escasamente alum- brada y los pocos gendarmes que, como ya he dicho, habían seguido abnegadamente haciendo el servicio de vigilancia, ese día, lo abandonaron completamente. Al obscurecer el grueso de las fuerzas zapatistas no ha- bía hecho su entrada y las avanzadas que por el rumbo de Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx https://biblio.juridicas.unam.mx/bjv DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México Libro completo en: https://goo.gl/2Meze9

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Entrada del Ejército Libertador a la capital

La ciudad sobrecogida de pavor.—La sombría fama del zapatis-mo.—Rumores alarmantes.—Los pasquines.—El zapatismo, según sus partidarios.—Excepticismo.—Entrada del Ejército Libertador.— Descripción y aspecto general de las tropas.—El estoicismo de la raza.—Su alimentación y fanatismo religioso.—nombramiento de autoridades.—nulificación del papel moneda carrancista.

l abandonar la capital, a las últimas horas de la tarde del 24 de noviembre, las fuerzas del general blanco, que en su totalidad eran de

caballería y que se habían cortado de la extrema retaguardia del Cuerpo de Ejército del noroeste tomando el rumbo de Toluca, creíase que los zapatistas que, como dije, estaban posesionados desde hacía varios días de las municipalidades situadas al sur del Distrito Federal y cuyas avanzadas ince-santemente habían estado hostilizando a las fuerzas enemi-gas llegando muchas veces hasta los suburbios de la ciudad, entrarían inmediatamente, mas no fue así. Esa noche al igual que las anteriores, la capital encontrábase escasamente alum-brada y los pocos gendarmes que, como ya he dicho, habían seguido abnegadamente haciendo el servicio de vigilancia, ese día, lo abandonaron completamente.

Al obscurecer el grueso de las fuerzas zapatistas no ha-bía hecho su entrada y las avanzadas que por el rumbo de

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la Tlaxpana al mando del general Rafael Castillo la habían efectuado, por sus escasos elementos e insignificancia, no prestaban ninguna garantía y por lo mismo no inspiraban confianza. Teniendo en cuenta todo esto, tanto los comer-ciantes como los propietarios de hoteles, restaurantes, cafés, boticas; en una palabra, todo lo que constituye la vida de la ciudad, viéndose expuestos a sufrir los excesos del popu-lacho, que ya había saqueado algunos empeños y armerías aprovechando el desorden reinante, ya que hasta las comisa-rías se encontraban abandonadas, cerraron apresuradamente sus puertas, de manera que a las primeras horas de la noche, el aspecto que presentaban las calles era de lo más pavoroso y siniestro que pueda concebirse.

Las pocas personas que por alguna circunstancia se aven-turaban a transitar por las lóbregas calles y plazas, lo hacían apresuradamente, apartándose de los transeúntes que encon-traban a su paso, como si temieran inopinadamente ser vícti-mas de algún percance.

Tal parecía que toda señal de vida se había paralizado. ni un sólo tranvía o coche interrumpía con su ruido trepidante, el silencio sepulcral, ni la luz de los fanales (todavía entonces era escaso el número de automóviles y aún no existían los ca-miones) lograba romper la penumbra en que estaba sumergida la ciudad. Las vecindades y residencias particulares cerraron igualmente sus zaguanes escuchándose solamente, de tiempo en tiempo, el débil eco de pasos de alguno que otro tran-seúnte que se alejaba lleno de zozobra. Sólo las campanas de los relojes públicos al marcar el tiempo diluían la vibración de su bronce en el trágico y helado ambiente de esa noche. Con el ánimo en suspenso, todo mundo velaba. Las emociones de esos días habían conmovido tan intensamente el espíritu pú-blico; que no era concebible, ni mucho menos admisible, que alguien permaneciera tranquilo.

Los carrancistas, no obstante la alegría con que se les aco-giera y los agasajos que con tanta sinceridad y entusiasmo se les

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tributaran, al fin de cuentas dejaron tan honda huella de des-contento que, principalmente esa noche, se tenían muy presen-tes sus abusos y continuos escándalos; su gala de impunidad y, sobre todo, el irritante desprecio con que veían al elemento civil, así como su despótica y grosera actitud, y no sin razón se pensaba: ¿qué irá a suceder ahora que sean dueños y señores —casi por derecho de conquista— de la ciudad, los autores de los abominables y espeluznantes asaltos de Covadonga, Atlan-ta, la Cima y Ticumán?

Muchos eran los relatos de feroz salvajismo que la prensa gobiernista había publicado acerca de cómo los zapatistas lle-vaban a cabo sus traicioneros y sangrientos asaltos, así como los perversos instintos (funesta herencia de nuestros ances-tros) que tenían y los reprobables medios que empleaban para martirizar a los prisioneros. La voz popular contaba acerca de ellos (los zapatistas), numerosos actos (semejantes a los que verificaban los antiguos mexicas en aras de sus dioses), todos ellos muy repugnantes, llevados a cabo con tal refinamiento de crueldad, que solamente al escucharlos sentíase intensa tensión nerviosa. Atribuíaseles también mucha cobardía, así como falta de espíritu combativo, calificándolos de “corralones” y, lo que es peor, de ignorantes del objeto porque luchaban; decíase que sólo eran chusmas afectas al robo, prontas a cometer todo género de depredaciones e infamias.

Para contrarrestar este pesimismo, desde que empezaron a evacuar la plaza los constitucionalistas, los partidarios de la Convención, rectificando asimismo sus antiguas opiniones res-pecto de los zapatistas, se entregaron a la tarea de desvirtuar tan desfavorables conjeturas, procurando inspirar confianza y optimismo, asegurando que ya al llegar las fuerzas surianas a la capital demostrarían con su conducta, respetando vidas e intereses e impartiendo garantías, lo calumniados que habían sido sus hombres y el falso concepto en que desgraciadamente se les había tenido desde que se lanzaran a la lucha en las pos-trimerías del gobierno porfirista.

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El día anterior, poco después de salir de la ciudad, la ca-ballería del general blanco, cuya retaguardia fue atacada cerca de Tacubaya por tropas del general zapatista Francisco V. Pa-checo y obligada a batirse en retirada, había corrido el alar-mante rumor que cada vez más insistente había ido tomando cuerpo hasta darle proporciones catastróficas, referente a que el papel-moneda declarado de curso forzoso y que era también lo único que ya por entonces circulara, puesto que la mo-neda metálica casi totalmente había desaparecido, no tendría valor alguno cuando entrara el Ejército Libertador, que indu-dablemente como no había emitido ninguno se concretaría a obligar se aceptara el de la Convención, que no era otro sino el emitido por la División del norte, esto es “dos caritas” y “sábanas”. Además, suponíase que, al día siguiente, es decir, dentro de algunas horas, cuando los zapatistas se posesionaran de la ciudad y desde luego desconocieran todos los actos del señor Carranza, estallaría el conflicto ¡y qué conflicto!, y ante todas estas amargas consideraciones, lo crítico de la situación y el principio de una nueva serie de calamidades y sufrimientos más penosos que los pasados, nadie conciliaba el sueño, encon-trándonos todos poseídos de infinita congoja e incertidumbre.

v

Al amanecer vióse que el cielo era de un color opalino y mucha la neblina que había en las calles. El frío azotaba in-tenso y cortante. Las sirenas de las fábricas no llamaban a sus trabajadores, ni el estrepitoso rodar de los carros lecheros con el estridente silbido de sus conductores se dejaba escuchar; tampoco el ruido de los trenes eléctricos y los coches, pues desde el día anterior, a temprana hora, dejaron de circular; sólo las campanas de algunos templos llamando a los creyen-tes a sus cotidianos rezos, rompían la solemnidad del silencio.

Hacía ya días, desde que los zapatistas cortaran el caudal de agua potable y el ayuntamiento abandonara el servicio de

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limpia, que las porteras y vecinos volcaban a media calle sus botes de basura, formando grandes montículos que cuando no se les incineraba, lo que producía molesta humareda, eran desparramadas por los ociosos o por los chicos traviesos, pre-sentando calles y plazuelas un desolador aspecto de incuria e inmundicia.

Los primeros rayos del sol encontraron a la ciudad escasa-mente patrullada por pequeños destacamentos que, como ya antes dije, durante la noche entraran, así como en los semblan-tes de los habitantes las huellas del insomnio, reflejándose en su mirada la duda y el desaliento.

Los vecinos menos desconfiados empezaron a salir de sus casas e invadiendo calles y plazuelas entregábanse a comentar los sucesos acaecidos, cambiando impresiones de la siguiente manera: ¿a qué horas entrará el grueso de las tropas zapatistas? ¿Qué pasará con los billetes, circularán? ¿Ahora sí ya irá a ha-ber agua? ¿Cuándo llegarán Villa y el presidente Gutiérrez? ¿Y los “carranclanes”, no contramarcharán a combatir? Preguntas todas éstas como se comprenderá de vital importancia, pero que desgraciadamente eran de difícil contestación, ya que ésta la daría el curso de los acontecimientos.

El comercio en general permanecía cerrado, sólo en unos cuantos puestos del interior de los mercados hacíanse peque-ñas transacciones, pero en moneda metálica, pues los billetes eran rechazados. El Zócalo como de costumbre convirtióse en punto de reunión dirigiéndose a él muchas personas en busca de noticias. En los portales de las Flores y del Ayuntamiento, así como en los patios de ambos Palacios encontrábanse ya acampadas haciendo gran algazara muchas mujeres zapatistas. Grupos de personas comentaban entre estrepitosas carcajadas los pasquines escritos en máquina que la noche anterior fueran fijados en los muros del Palacio nacional por los partidarios del villismo y que copiados circulaban de mano en mano, decían así:

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De las barbas de Carranza Voy a hacer una toquilla, Pa ponérsela al sombrero Del General Pancho Villa.

v

no te firmes Venustiano Fírmate Venus no más; Porque si pones el ano En tu salud lo hallarás.

v

Adivinanza:un astro muy luminoso, un pariente muy cercano Y un adverbio de negación, Han fregado a la nación.

Solución: Venustiano.

v

Mi primera con segunda es un planeta, Mi tercera, es la hermana de mi madre, Mi cuarta una negación, Y el todo, un hijo de la… trompada.

Solución de la anterior charada: Venus-tia-no.

v

De las barbas de Carranza Voy a hacer un buen chirrión, Para pegarle en… la panza, A don bárbaro Ladrón. (Álvaro obregón)25

25 Solamente estos se pueden dar a la estampa, pues los demás son demasiado crudos.

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Anagrama hecho con las letras del nombre y apellido del Primer Jefe: “Vi un Satanás en Carroza”.

Todos deseaban vivamente conocer al general Emiliano Zapata, caudillo del Ejército Libertador, enérgico rebelde de los campos, el más decidido campeón del agrarismo; al general Genovevo de la o que tanto renombre había adquirido, y a los no menos famosos Francisco Mendoza, otilio Montaño, Jesús Capistrán, Eufemio Zapata, Fortino Ayaquica y Francisco V. Pa-checo. Sus partidarios, que ya eran bastantes, propagaban sus virtudes, atribuyéndoles las de no ser altaneros, ni camorristas como los “caranclanes”, sino que además de ser tratables, eran sinceros paladines de las reivindicaciones del peonaje rural, así como los verdaderos guerrilleros mexicanos, hasta en su indu-mentaria, que nada tenía de exótica, pues —decían— además de que jamás han entrado en tratos con los “gringos” en el inmoral “cambalache” de pieles y productos mineros robados, por armas y parque introducidos de contrabando, tampoco han renegado de las costumbres nacionales, vistiéndose de ma-marrachos carnavalescos como los “carranclanes” imitando a los vendidos por el general Santa Anna en el 47 (tejanos).

Las armas y parque que poseen —continuaban diciendo— los han adquirido quitándoselos al enemigo; además, ellos re-ponen sus municiones, fabricándolas, lo mismo que las bombas explosivas; de calidad inferior y corto alcance, es verdad, pero ellos las hacen. Además, son los representantes genuinos del combatiente mexicano, que se mantiene llegado el caso, sola-mente con raíces, pero jamás se “achicopala”. Son parlanchines y decidores y buenas “reatas”, no acostumbran valerse de la borrachera, como los “carranclanes”, para abusar “payasear” y disparar balazos “no más a ojo” contando para ello con la más descarada impunidad.

Los díceres, opiniones y comentarios eran cada vez más animados, no ya en los grupos aislados, sino generalizándose de tal manera, que hasta los recelosos que no habían querido salir de sus casas a hora temprana, ya muy confiados, llegaban

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a última hora atraídos por la irresistible curiosidad de ver e inquirir y saberlo todo, tomaban acaloradamente participación en ellos.

¿Con qué ahora resulta, que los zapatistas son abnegados y desinteresados patriotas que bravamente luchan por el mejora-miento y redención del campesino y que todo lo malo que de ellos se ha dicho y publicado, no ha sido sino una vil calumnia?

Muchas personas hacían a sotto voce estas irónicas reflexio-nes, pero como la opinión general les era a los zapatistas alta-mente favorable, y como por otra parte era peligroso opinar de modo diferente, y teniendo prudentemente en cuenta aquello de que “al buen callar llaman Sancho”, y este otro, “no es el león tan fiero como lo pintan”, pero sobre todo, por lo que pudiera ocurrir, la mayor parte, para abstenerse de seguir en tan atrevidas apreciaciones, optaba cuerdamente por aquello de que “más vale creerlo que averiguarlo”.

El día avanzaba. La aglomeración en la vetusta y pringosa plaza de San Lucas y antiguas calles del Rastro era grandísima, la impaciencia crecía, repitiéndose a todos la misma pregunta: ¿a qué horas llegarán? Dado el punto por donde se encon-traban los más fuertes contingentes del Ejército Libertador, suponíase que indudablemente efectuarían su entrada por la calzada de Tlalpan hacia el Palacio nacional. El bullicio en las calles convergentes hacia ese rumbo era crecido así como el número de los que querían —aun cuando en mucho menor proporción de cuando entraron los carrancistas— aclamar y aplaudir al general Zapata, que imaginaban se presentaría a la cabeza de las bravas huestes surianas.

A pesar de que todavía no circulaban trenes ni coches y la agitación por adquirir comestibles era intensa, la aglomeración en la calzada de San Antonio Abad, calles del Rastro, Jesús y Flamencos (hoy todas ellas Pino Suárez) y el Zócalo era bas-tante. Los balcones, ventanas y azoteas de las casas, así como las aceras de las mencionadas calles encontrábanse llenas de curiosos.

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Repentinamente, entre aquella multitud una grata noticia empezó a correr de boca en boca, reflejándose en los semblan-tes íntima satisfacción y contento: “¡Ya hay agua!”, exclamaban gustosos por tal acontecimiento.

Por lo demás, hay que hacer notar, que la inmensa mayoría de la población, desconfiada porque se retardaba el restableci-miento del orden, cansada de las calamidades pasadas, intran-quila por lo que estaba pasando y aún más por las penalidades que se presentían con la lucha que empezaba, pero sobre todo grandemente preocupada por la escasez de víveres, maldito el caso que hacía de la entrada de los zapatistas a quienes califica-ba de antemano, a pesar del optimismo de sus partidarios, de ser peores que los carrancistas.

Pero para los que aguardaban la entrada, el entusiasmo lle-gaba al frenesí, excitándose aún más cuando observaron que del fondo de la calzada, avanzaba entre una tolvanera la extre-ma vanguardia del Ejército Libertador.

no venía a la descubierta una banda de tambores y clarines precedida de su respectiva música, como cuando entró el Cuer-po de Ejército del noroeste, no, era una descubierta de charros montados en caballos de regular estampa, vestidos conforme a la legendaria costumbre de los guerrilleros, esto es: tocados con sombrero de pelo o palma de anchas alas, chaqueta con alamares o blusa guayabera, pantalón ajustado con botonadura de plata o “tarugos” de hueso, calzado de cuero recio, pistola al cinto pendiente de su respectiva canana, carrilleras de par-que mausser que transversalmente les bajaban de los hombros. Las monturas estaban muy maltratadas, no eran bordadas, ni los fustes lucían chapetones, puentes y tejas cinceladas, ni las cantinas estaban sujetas a las mantillas con largos y flexibles tientos y cubiertas además con baquerillos de chivo, ni mucho menos las cabezadas, frenos, estribos, espuelas y adornos de los correones eran amozoqueños. Todos ellos llevaban sendos machetes costeños en vaina de cuero crudo o de baqueta, atra-vesados en la montura, así como flamantes máuseres a la ban-

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dolera. Este grupo era el Estado Mayor del general Everardo González, quien confundido entre él, apenas se le distinguía. Seguíanle tropas de infantería, éstas no desfilaban por colum-nas cerradas de diez o 15 en fondo, marcando el paso y con aire marcial, sino en una confusión abigarrada, en pelotera, levantando al andar grandes nubes de polvo, amontonándose en derredor de guías que situados escalonadamente a distancia tocaban tan fuertemente un enorme cuerno, que semejaba una especie de bramido de toro o rugido de fiera en celo, lo cual producía un ingrato efecto.

En seguida venía la caballería desfilando en el mismo aspec-to de chusma que la infantería; muchos eran los que cabalgaban en esqueléticos jamelgos llevando nada más a manera de silla, el fuste sobre un costal que hacía veces de mantilla y en lugar de arzones, una lazada donde metían los pies a guisa de estribos; otros cabalgaban en machos o acémilas y algunos en burros. no traían artillería. El armamento era disímbolo; los más porta-ban máuser, otros 30-30 y muy pocos tercerolas y rémingtons. También eran pocos los que traían el parque en carrilleras, pues casi todos traíanlo en tanicos de ixtle. Muchos cubríanse con sombreros confeccionados con trencilla de palma, de copa pun-tiaguda y anchas alas, aunque el de la mayoría era de soyate. El pantalón usábanlo únicamente unos cuantos, lo mismo que el vestuario que ya he descrito anteriormente, pues lo más genera-lizado eran el calzón y la camisa de manta y huaraches.

En sus fisonomías no se reflejaba la satisfacción y el orgullo propio del vencedor: de aquél, que por fin, después de cruen-tos sacrificios y de sufrir hambres, inclemencias del tiempo, grandes caminatas, zozobras infinitas, abandono de afectos y comodidades, así como de poner constantemente en peligro su propia vida, llega victorioso a la ciudad objeto de sus ansias y que ha creído conquistar poniendo a contribución su valor, fe, abnegación y enérgico espíritu combativo; lejos de eso, ma-nifestaban en sus terrosos, tristes y fatigados semblantes de parias, de eternos oprimidos y explotados, humildad y resigna-

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ción. Tal parecía que no eran ellos los incansables batalladores que habían puesto muchas veces en jaque a los “pelones” y a los “carranclanes”, disputándoles palmo a palmo, denodada y heroicamente el territorio suriano, haciéndoles que tanto a unos como a otros les “temblaran las corvas” y les “castañe-tearan los dientes” de pavor, sólo al escuchar el terrible eco del cuerno rebotando entre las abruptuosidades de las montañas.

Entrada del Ejército Libertador a la Ciudad de México (tropas de infantería), 6 de diciembre de 1914. Casasola. Sinafo-InaH. Secretaría de Cultura. número de inventario: 5283.

Grande era el número de jóvenes, casi niños, que venían ar-mados entre ellos como combatientes y lo que es más, también venían mujeres muy jóvenes y algunas de ellas muy hermosas (te-niendo en cuenta las características de la raza), vestidas de hom-bre, igualmente armadas como combatientes. Todos ellos eran de mediana estatura (como casi todos los habitantes de la mesa central y parte sur del territorio nacional), con sus caras tostadas por el sol y curtidas por las inclemencias del tiempo, con los ras-gos propios de las razas aborígenes; contados eran los barbados, aunque casi todos estaban greñudos y mugrientos, con churretes de sudor en las mejillas, dándoles su escasa y nada limpia vesti-

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menta, el miserable aspecto de andrajosos. Muchos hablaban en idioma mexicano u otros dialectos, pero ya muy impuros y la mayoría en un pésimo castellano salpicado de modismos y picar-días regionales, incomprensibles para los capitalinos.

Entrada a la capital de las tropas de caballería del Ejército Libertado del Sur, 6 de diciembre de 1914. Casasola. Sinafo-InaH. Secretaría de Cultura. número de in-ventario: 6134.

Cuando las tropas llegaron a la altura de la plaza de San Lucas y avanzaron por las antiguas calles del Rastro para seguir por las de Flamencos, los espectadores empezaron a aclamar-los entusiásticamente arrojándoles flores y confeti, así como numerosas serpentinas; de los balcones, ventanas y azoteas los saludaban agitando los pañuelos.

Los grupos caminaban desordenadamente, unos aprisa, despacio otros, produciéndose lamentable confusión entre in-fantes y montados. Los infantes llevaban el arma a la bandolera, pendiente del portafusil que era de jarcia y por mochila un ayate enrollado del cual pendía una cobija, un guajito que ha-cía veces de cantimplora y un morral en el cual traían, además del parque, su “itacate”, consistiendo éste bien en gorditas,

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totopo o maíz tostado. no se oía ni un redoble de tambor ni un toque de clarín, sólo los guías continuaban produciendo con el cuerno un sonido parecido al escalofriante mugido del jaguar, que tanto pánico había causado en sus contrarios y tan ingratamente retumbaba en sus oídos.

no traían más que dos o tres banderas tricolores de tela de algodón, con sus colores muy desteñidos en astas de carrizo y un estandarte grande, tomado seguramente de algún templo pueblerino, con la imagen guadalupana, formando un conjunto como de cuatro mil hombres los que entraron por ahí, aunque en esa misma hora y por diferentes rumbos, lo hicieron parti-das de doscientos o trescientos hombres.

Casi todos traían colgando del cuello escapularios, medi-das, rosarios, cordones con medallitas, relicarios y amuletos, consistiendo estos últimos en ojos de venado para evitar el “mal de ojo” y piedra imán para provocar el amor. También traían prendidos en la copa del sombrero, efigies de santos, muy especialmente los de la Virgen de Guadalupe, del Señor de Chalma y nuestra Señora de los Remedios.

billete de los llamados “dos caritas”. un peso, banco de Chihuahua. Fotomecánico. Acervo IneHrM.

Todo el mundo se preguntaba cuál era el general Zapata, al que querían reconocer por los grandes bigotes con que siempre salía en los retratos que la prensa había publicado, lamentando no haberlo distinguido. El general Everardo González, que como ya dije pasaba desapercibido entre los miembros de su

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Page 14: X Entrada del Ejército Libertador a la capital · bía hecho su entrada y las avanzadas que por el rumbo de ... De las barbas de Carranza Voy a hacer un buen chirrión, Para pegarle

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Estado Mayor, agradecía los agasajos que se le tributaban, des-cubriéndose ligeramente, saludando al público que los aclama-ba y aplaudía.

Cuando las tropas llegaron al Zócalo y la mayoría de ellas entraron al Palacio nacional, muchos de sus partidarios que se hallaban en las torres de Catedral repicaron campanas en señal de regocijo.

El comercio, excepto el de los mercados, continuaba cerra-do, pero en las primeras horas de la tarde y cuando ya de una manera cierta se supo que habían sido nombrados en una junta de jefes surianos las nuevas autoridades de la ciudad, quedando el general Vicente navarro, de gobernador del Distrito; ins-pector general de policía, el coronel Gabriel Saldaña; jefe de las Comisiones de Seguridad, Gustavo Pérez Figueroa, y jefe de la Gendarmería de a pie, el coronel Abel Serratos, así como el general Antonio barona, comandante militar de la plaza, quien dio a conocer de una manera categórica la disposición de que por acuerdo emanado de la Convención, quedaba pro-hibida estrictamente la circulación del papel-moneda emitido en México por la ex Primera Jefatura del Ejército Constitucio-nalista, quedando únicamente para su aceptación los llamados “coloraditos”, “dos caritas” y “sábanas” e igualmente los que en lo sucesivo emitiera el gobierno de la Convención, hasta entonces abrió, exigiendo de los compradores en pago de sus mercancías, monedas metálicas, o bien, de las emisiones últi-mamente citadas.

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