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Ana Ana era una niña de 7 años, vivía con su madre en el centro de Santiago. Como todas las niñas de su edad le gustaba ver dibujos animados por televisión; con frecuencia también jugaba en las cercanías de su hogar. Junto a otros niños andaban en bicicleta, patines y cuando disponían de tiza armaban el luche. Ahí podían estar toda una tarde saltando y gritando: – ¡no, hiciste trampa! ¡Soy la mejor saltando! ¡El piso estaba resbaloso!-. Es cierto que la vida de Ana podía ser vista como una buena niñez, pero dentro de su felicidad se escondía la pena de no tener un padre. Pedro murió en un accidente de tránsito cuando Ana todavía no cumplía los dos años. Ocurrió en un paso de cebra, él iba a cruzar la calle; pero no se percató que venía un bus a exceso de velocidad. En la autopsia que le practicaron constataron que su muerte fue casi inmediata, sólo alcanzó a estar con vida unos minutos después del accidente. Uno de los testigos – un cuidador de autos- que presenció el hecho dijo que nunca había visto un atropello de esa magnitud. Efectivamente, el cuerpo quedó irreconocible en medio de la calle, el mismo cuidador señaló que salto 20 metros y cayó bruscamente. Su madre nunca le contó a su hija que Pedro había muerto de esa forma. Ella le comentó que su muerte se produjo en su cama, que había muerto por un ataque cardiaco. Ana no sabía lo que significaba, pero ante las palabras de ella dijo – ¡qué bueno estar acostadito y morir, me gustaría morir de esa forma mamá!- . Era cierto que le había mentido, pero no podía contarle la verdad; esperaba decírselo cuando estuviera entrando a la adolescencia. Sin embargo Ana era una niña madura e inteligente, cuando le contaba la historia su madre. Ella quedaba con ciertas dudas, el tono de voz que empleaba le parecía casi de fábula, las preguntas nunca las respondía

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Ana

Ana era una niña de 7 años, vivía con su madre en el centro de Santiago. Como todas las niñas de su edad le gustaba ver dibujos animados por televisión; con frecuencia también jugaba en las cercanías de su hogar. Junto a otros niños andaban en bicicleta, patines y cuando disponían de tiza armaban el luche. Ahí podían estar toda una tarde saltando y gritando: – ¡no, hiciste trampa! ¡Soy la mejor saltando! ¡El piso estaba resbaloso!-. Es cierto que la vida de Ana podía ser vista como una buena niñez, pero dentro de su felicidad se escondía la pena de no tener un padre.

Pedro murió en un accidente de tránsito cuando Ana todavía no cumplía los dos años. Ocurrió en un paso de cebra, él iba a cruzar la calle; pero no se percató que venía un bus a exceso de velocidad. En la autopsia que le practicaron constataron que su muerte fue casi inmediata, sólo alcanzó a estar con vida unos minutos después del accidente. Uno de los testigos – un cuidador de autos- que presenció el hecho dijo que nunca había visto un atropello de esa magnitud. Efectivamente, el cuerpo quedó irreconocible en medio de la calle, el mismo cuidador señaló que salto 20 metros y cayó bruscamente.

Su madre nunca le contó a su hija que Pedro había muerto de esa forma. Ella le comentó que su muerte se produjo en su cama, que había muerto por un ataque cardiaco. Ana no sabía lo que significaba, pero ante las palabras de ella dijo – ¡qué bueno estar acostadito y morir, me gustaría morir de esa forma mamá!- . Era cierto que le había mentido, pero no podía contarle la verdad; esperaba decírselo cuando estuviera entrando a la adolescencia. Sin embargo Ana era una niña madura e inteligente, cuando le contaba la historia su madre. Ella quedaba con ciertas dudas, el tono de voz que empleaba le parecía casi de fábula, las preguntas nunca las respondía completamente; en el fondo siempre sentía que se evadían cosas, hechos.

Una tarde en compañía de Andrés su mejor amigo, Ana cruzó la calle prohibida – su madre le decía que nunca debía ir hasta allá- . Con una mezcla de felicidad y angustia caminó por el lugar. Andrés le quería mostrar una casita pequeña que estaba entre el límite de la berma. Estaba bien decorada y había velas encendidas, tenía un par de placas que agradecían favores concedidos – gracias Pedrito por favor concedido. Familia Guzmán Carrasco, ¡Gracias Peirito por sanar a mi mamita! Eternamente agradecido FR-. Ana nunca había visto una animita. Pero al verla sintió un escalofrío, también quiso dejarle un par de velas. Entonces le dijo a Andrés que fueran a buscar unas a su casa, siempre habían pues su madre era precavida. Y si cortaban la luz no quedarían completamente a oscuras.

Con el paquete en su mano fueron otra vez donde Pedrito. Había espacio para poner 3 velas en el candelabro, justo la cantidad del envase. Ocuparon la misma llama de las velas

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encendidas. Andrés puso una y las dos restantes Ana. Cuando se acercó a depositar las velas, se dio cuenta que el nombre de la animita era Pedro. No pudo dejar de sentir asombro, era el nombre de su padre. Y tan cerca que estaba de su hogar ¿por qué nunca había ido hasta allá? Se preguntaba. Era Sonia quien se lo había prohibido, -no camines nunca por esa cuadra-. Esa misma tarde debía hablar con su madre.

¡Mamá! Hoy con Andrés cruce la calle, y vi una animita. Andrés me explicó que son milagrosas y cumplen deseos, peticiones. Lo que más me llamó la atención fue el nombre, se llamaba igual que papá: Pedro.

Sonia que estaba en la cocina quedó paralizada, no sabía qué responder ante los dichos de la niña. Por lo tanto la reprendió

- Ana, te he dicho que nunca debías ir allá, me has desobedecido. Tendré que castigarte.

- Pero mamá yo no entiendo, por qué me prohíbes caminar por ahí. ¿es por la animita?

- No, no es por la animita- Entonces, ¿por qué?- Porque es peligroso, hay gente mala.- Pero si está en la otra cuadra, no es peligroso. Yo creo que es por la animita, se

llama Pedro como mi papá.

Sonia estupefacta, no aguantó las lágrimas y se tendió en el sofá amarillo de la sala. Entre sollozos le dijo a su hija:

- Anita, esa animita que viste en la esquina es de tu padre. Él no murió de un ataque, lo atropelló un bus. No quería lastimarte con la verdad, lo siento.

- Mamita, no llores. Entiendo que no querías que sufriera; pero al ver la animita sentí felicidad. Hay gente que está agradecida del papá, lo leí en las placas. Y también le dejan velas. Está muy linda.

- Anita, me sorprende tu madurez ¡ya no eres la chiquita! Estás creciendo tanto. Yo también le prendo velas a tu padre. Podremos ir juntas. No más mentiras.

- ¡Sí, mamá! Es lo que más me gustaría.

Y ahora todos los domingos Ana y Sonia van a la casita de la otra esquina, juntas cruzan la calle y prenden las velas. Después Ana se despide de su padre – chao papito- y se transforma en la niña que todavía es. En este momento lo que importa es jugar a la tiña.