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1 Ana Zavala La historia conceptual como ejercicio de alteridad “El pasado es un país extraño. Las cosas allí se hacen de otra manera” David Lowenthal Resumen El título de esta comunicación articula dos miradas sobre la historia que, salvo en las aulas, es difícil de encontrar explícita o implícitamente vinculadas. De hecho es la cuestión de la alteridad la que convoca aquí a la historia conceptual, y como veremos también a otras miradas sobre el pasado. El eje principal del trabajo gira en torno a la pérdida de la certeza respecto del co- nocimiento del pasado (esa que había caracterizado la historiografía y la filosofía de la historia del siglo XIX) y a los modos en que ha intentado ser asimilada, neutralizada o ignorada por parte de filósofos e historiadores. Sin embargo, lo que da sentido a este artículo tiene que ver con la forma en que todo esto tiene algo que ver con la enseñanza de la historia. Marcada al nacer con el signo de la certeza decimonónica respecto del conocimiento del pasado (en particular el de la nación), y configurada como referente de ‘saber’ frente a los estudiantes, la asimilación de la diversidad de modos de apro- piación del pasado que está en su presente constituye un desafío siempre renovado. Es desde este punto de vista que las herramientas de la historia conceptual, aún las de su vulgata, se convierten en auxiliares preciosos para viajar por el país extraño del pasa- do, ese en el cual la gente hacía las cosas de otra manera. 1. Otros, ajenos, inciertos y subalternos Si algo no parece estar en discusión es el hecho de que en las últimas décadas del si- glo XX gran parte de las certezas que la historiografía había heredado del siglo anterior fue cuestionada. Para algunos autores los distintos modos de ruptura o de reconsidera- ción de la relación existente entre el presente del historiador y su objeto de estudio tiene que ver con las aportaciones del llamado ‘giro lingüístico’ (Palti, 1998, 2005). El Paris la galaxia de los alumnos de Michel Serres como lo llama François Dosse (1997, 21 sq),

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Ana Zavala

La historia conceptual como ejercicio de alteridad

“El pasado es un país extraño.

Las cosas allí se hacen de otra manera”

David Lowenthal

Resumen

El título de esta comunicación articula dos miradas sobre la historia que, salvo en

las aulas, es difícil de encontrar explícita o implícitamente vinculadas. De hecho es la

cuestión de la alteridad la que convoca aquí a la historia conceptual, y como veremos

también a otras miradas sobre el pasado.

El eje principal del trabajo gira en torno a la pérdida de la certeza respecto del co-

nocimiento del pasado (esa que había caracterizado la historiografía y la filosofía de la

historia del siglo XIX) y a los modos en que ha intentado ser asimilada, neutralizada o

ignorada por parte de filósofos e historiadores. Sin embargo, lo que da sentido a este

artículo tiene que ver con la forma en que todo esto tiene algo que ver con la enseñanza

de la historia. Marcada al nacer con el signo de la certeza decimonónica respecto del

conocimiento del pasado (en particular el de la nación), y configurada como referente

de ‘saber’ frente a los estudiantes, la asimilación de la diversidad de modos de apro-

piación del pasado que está en su presente constituye un desafío siempre renovado. Es

desde este punto de vista que las herramientas de la historia conceptual, aún las de su

vulgata, se convierten en auxiliares preciosos para viajar por el país extraño del pasa-

do, ese en el cual la gente hacía las cosas de otra manera.

1. Otros, ajenos, inciertos y subalternos

Si algo no parece estar en discusión es el hecho de que en las últimas décadas del si-

glo XX gran parte de las certezas que la historiografía había heredado del siglo anterior

fue cuestionada. Para algunos autores los distintos modos de ruptura o de reconsidera-

ción de la relación existente entre el presente del historiador y su objeto de estudio tiene

que ver con las aportaciones del llamado ‘giro lingüístico’ (Palti, 1998, 2005). El Paris

la galaxia de los alumnos de Michel Serres como lo llama François Dosse (1997, 21 sq),

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entrelazado con los Foucault, los Barthes, los de Certeau de los años 60 y 70 derribó las

fronteras entre la historia, la sociología, la lingüística, la filosofía y la política y convir-

tió casi de golpe al pasado en una creación del presente. Ya en La possession de Loudun

(1970) y L’absent de l’histoire (1973) Michel de Certeau apuntaba directamente al co-

razón de la certeza diciendo que ‘la historia jamás es segura’ (1970, 11), y que además

es tan solo una cadena entrelazada de lecturas y escrituras respecto de algo que está de-

finitivamente ausente (1973,172). En La escritura de la Historia (1975/1993, 62 sq) el

pasado aparece como el muerto que calla –y es el historiador el que lo hace hablar, o

habla por él– y que en tanto muerto está separado de los vivos (en el presente).1 Es este

límite entre la vida y la muerte, que es a la vez un límite entre lo pensable y lo no pen-

sable, a través del cual el historiador y el pasado se relacionan para de Certeau de una

manera que nadie había postulado anteriormente. Su trabajo es tributario en buena me-

dida de las influencias de Barthes y de Foucault, además de Freud, particularmente en la

idea de que la historia (la historiografía) es antes que nada una escritura del presente que

configura el pasado. Es por esto que el pasado adquiere en de Certeau la figura del otro

del presente, cuya otredad lo hace a veces impensable, a veces inaccesible, y a veces

simple ficción.

Tal vez no sea casualidad que El queso y los gusanos de Ginzburg (1976/1994) sea

prácticamente contemporáneo de estos trabajos de De Certeau, de Barthes y de Fou-

cault. De hecho, Ginzburg transforma la otredad en subalternidad (de inspiración

gramsciana), y configura los testimonios relativos a los subalternos en clave bakhtiniana

permitiendo leer varias voces al mismo tiempo en un texto. Desde mi punto de vista –y

comparado con otras posturas– el paradigma indiciario de Ginzburg es optimista, meto-

dológicamente optimista, en relación a las posibilidades de ir al encuentro del otro del

pasado y entenderlo lo menos contaminadamente posible, al menos tratándose de los

subalternos. Como sea, Menocchio, Sor Juana de los Ángeles y Rabelais revistan para

siempre en el oscuro bando de los subalternos, junto con muchos otros...

Más allá de la historiografía y la filosofía de la historia europeas, y ampliamente en

rebelión contra ellas, los distintos enfoques de los Estudios Subalternos y Poscoloniales

1 Porque es pertinente, pero además porque lo dice de una manera extraordinaria, trascribo el siguiente fragmento: “Así es la historia. Un juego de la vida y de la muerte se desarrolla en el tranquilo fluir de un relato, resurrección y negación del origen, revelación de un pasado muerto y resultado de una práctica presente Reitera, en un régimen diferente, los mitos que se edifican sobre un asesinato o una muerte ori-ginal, y hacen del lenguaje la huella siempre permanente de un comienzo tan imposible de encontrar como de olvidar.” (de Certeau, 1993, 63)

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representan un avance muy especial respecto de los aportes de los autores mencionados

en esta parte del artículo. Me interesa destacar en especial la idea de que la conciencia

del subalterno es irreductible, y que por lo tanto los intentos (de los europeos) por cono-

cerla son, al decir de Spivak (2008, 36 sq) fracasos cognoscitivos exitosos, en el fraca-

so.2 La idea de que los subalternos no tienen voz, es decir, que no pueden hablar direc-

tamente en la historiografía europea (Guha, 2002; Prakash, 1997; Spivak, 1998; entre

otros), sino que lo hacen a través de la voz de los historiadores, no es en sí misma inno-

vadora, y tiene varias aristas comunes con los trabajos de Michel de Certeau, de Carlo

Ginzburg, y de muchos otros, entre los que se suelen mencionar historiadores ingleses y

franceses de filiación marxista (G. Rudé, E.P. Thompson, etc.).

Muchos autores latinoamericanos interesados tanto en la subalternidad como en la

poscolonialidad han producido una serie de trabajos portadores de algunas conceptuali-

zaciones que de hecho pondrían de cabeza cualquier programa de historia ‘americana’

(y posiblemente también ‘nacional’). Me refiero a las epistemologías fronterizas de

Walter Mignolo (2005), a las huellas herrantes de Mario Rufer (2009), o al patriarcado

democrático de Florencia Mallon (2003), entre muchos otros. De hecho es el interés que

han despertado los estudios subalternos y poscoloniales en América hispana3 el que nos

ha permitido tener traducciones al español de muchas obras de Spivak, Guha, Prakash,

Chakarabarty, Duara, Chatterjee, etc.

A partir de aquí, la sospecha que recae sobre las aseveraciones respecto del pasado

se vuelve exponencial: no solo es cómo leer/interpretar lo que ha quedado del pasado

teniendo en cuenta su otredad, sino además tener en cuenta quién lo hace, para qué lo

hace y definitivamente, ‘con qué cabeza’ se ocupa del asunto. Eso hace de Menocchio

un caso sin duda diferente al de Atahualpa, y sin ir a los nombres propios, los campesi-

nos europeos quedan de un lado y los de la India o los de América, de otro, porque lo

primero que hay que mirar es al historiador que hace/escribe la historia y donde está

parado (a veces literalmente).

A este primer recuento de posturas, prácticamente en los titulares, podríamos agregar

los embates de los narrativistas que sostienen que no se puede trazar una frontera firme,

2 La influencia de Derrida, explícita en la obra de Spivak (su traductora al inglés) es particularmente inte-resante el uso del concepto de tout-autre, otro definitivamente incognoscible. 3 Aunque también en los Estados Unidos, porque de hecho los representantes más notorios tanto de los Estudios Subalternos (Spivak, sin ir más lejos) como de los latinoamericanistas (Mallon, por ejemplo) viven y producen en los Estados Unidos.

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segura, definitiva entre la historiografía y los relatos de ficción,4 cuyo representante más

notorio es seguramente Hayden White.

Si de forma similar se comprueba el contenido de la historiografía narrativa para determinar

su adecuación como medio de representar y explicar otro orden de realidad que el que presu-

ponen los historiadores tradicionales, esto se consideraría menos una oposición de la ciencia

a la ideología […] que como una continuación del proceso de proyección del límite entre lo

real y la imaginario que empieza con la invención de la propia ficción. […] Por lo tanto, en

vez de considerar toda narrativa histórica como un discurso de naturaleza mítica o ideológi-

ca, deberíamos considerarla como alegórica, es decir como un discurso que dice una cosa y

significa otra. (1992, 62-63)

Para muchos autores (Dosse, 1997; Ricœur, 1996) no está lejos del Michel de Certe-

au de Historia, ciencia y ficción. El propio Barthes ha definido esta situación como ‘ilu-

sión referencial’ (1985, 168) marcando con toda claridad la diferencia entre el relato

historiográfico y los asuntos consignados en él. Ricœur va un paso más adelante, y

habla de ‘pulsión referencial’ (2003, 315). La idea de que lo que está escrito nos dice lo

que pasó, configurando el pasado, y no a la inversa (es decir que el pasado sería lo que

está escrito en los libros de historia) obliga necesariamente a hacer algunos cambios

para los que leen historia, ya sea que piensen enseñarla o escribirla. David Lowenthal,

que no es exactamente un historiador,5 nos ha dejado una obra cuyo emblemático título

tiene la capacidad de plantear la cuestión en pocas palabras: “El pasado es un país ex-

traño.” (y como dice en la introducción: Las cosas se hacen allí de otra manera).

2. Nada es tan obvio: no alcanza con saber/poder leer los documentos

La idea barthesiana de que la historia –tal como él la veía en 1967– parece contarse

sola y que por lo tanto refuerza el efecto de realidad que el texto narrado produce en el

lector sigue siendo, casi medio siglo después, un fantasma que aparece persistentemente

tanto en el escenario de los historiadores como en el de los profesores de historia. En

efecto, el uso del modo indicativo para narraciones que de hecho merecerían el condi-

cional en muchos aspectos tiene al menos desde el punto de vista retórico la posibilidad

de ‘fijar’ el tema del discurso entre quien habla y quien escucha, entre quien escribe y

4 El año pasado cuando estábamos trabajando sobre el Bill of Rights, un alumno exclamó: ‘¡esto parece literatura!’, a lo que respondí: ‘y lo es, pero de otros libros’. 5 Geographer David Lowenthal is professor emeritus of the Department of Geography, University College London.

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quien lee. De todas formas, el posicionamiento de Barthes no apuntaba simplemente a

dar cuenta de esta circunstancia sino más bien a ver a través de ella. De hecho, la ausen-

cia de signos propios del emisor, sea historiador que escribe o profesor que habla, con-

tribuye para Barthes a diluir los límites entre lo que se dice en una narración y aquello

que es dicho en ella (por ejemplo, el desarrollo de una batalla).

Este nuevo sentido –extensivo a todo discurso histórico y que define, finalmente, su perti-

nencia– es la propia realidad, transformada subrepticiamente en significado vergonzante: el

discurso histórico no concuerda con la realidad, lo único que hace es significarla, no dejando

de repetir esto sucedió sin que esta aserción llegue a ser jamás nada más que la cara del signi-

ficado de toda la narración histórica. (Barthes, 1985, 175-6)

De alguna manera esta ausencia de signos del emisor termina poniendo el acento en

el contenido del discurso, llevando a un segundo plano el hecho de que se trata de un

discurso acerca del pasado —hecho por alguien– de alguna manera que refleja el víncu-

lo que el autor tiene con ese pasado, incluyendo los modos en que ha tenido conoci-

miento de él. Durante mucho tiempo, tal vez como tributo al reconocimiento de un cier-

to carácter ‘científico’ para la producción historiográfica, el lugar del autor/historiador

trató de asociarse más al descubrimiento de acontecimientos hasta el momento descono-

cidos (como en otras ciencias) que a la producción de un texto dando cuenta de su exis-

tencia. De hecho la historiografía siempre ha sido mucho más que eso, como también lo

son –en todos los tiempos y en todas las modalidades– las clases de historia.

Por otra parte, la cuestión de ausencia de signos del emisor, es decir del autor del li-

bro de historia o de la clase de historia merece algunas aclaraciones. Naturalmente no se

trata de que el autor logre no haber aportado nada personal, ateniéndose única y estric-

tamente a lo que (realmente) pasó o a lo que (realmente) dice el texto del documento

que analiza. Tal vez la herencia de la hermenéutica clásica (Schleiermacher, Dilthey)

combinada con el ‘objetivismo’ positivista ha inducido históricamente a pensar que la

falta de signos evidentes del emisor (como el uso de la primera persona o la explicita-

ción de las opciones o las decisiones tomadas) implica que se trata de un texto (o de una

clase) auténticamente ‘neutral’. La semiótica y la hermenéutica del siglo XX nos han

quitado toda ilusión de que así sea, y como hemos visto, también la historiografía y la

filosofía de la historia.

Sin embargo, el uso del modo indicativo puro y duro en largos tramos del discurso

historiográfico actual, así como en el discurso ofrecido en las aulas y manuales, sigue

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homenajeando una tradición ‘veritativa’ y como dirían los ingleses, authorless. En el

caso del discurso de las aulas es bien interesante cómo, al admitir que la voz de los his-

toriadores se introduzca en el discurso de la enseñanza, la cuestión se confirma por dos

lados: el profesor no parece ser autor de ninguna configuración en torno al discurso de

la historiografía –y por lo tanto es ‘neutral’ en el sentido de ‘transparente’–, y la histo-

riografía termina siendo el canal que conduce a ‘lo que pasó’. La expresión ‘fuentes

secundarias’ con la que se designa en el ámbito de la didáctica de la historia a los textos

historiográficos6 confirma a mi manera de ver esta postura.

Posiblemente en las antípodas de la idea de que la historia se cuenta sola –y también

en los de la otredad y la subalternidad– están los aportes de los creadores, seguidores y

defensores de la historia intelectual y de la historia conceptual, que es definitivamente

europea y europeizante. En torno a las figuras emblemáticas de Quentin Skinner y Re-

inhart Koselleck, el debate en relación a la cuestión de los modos interpretativos de la

historiografía se enriqueció notablemente durante las últimas décadas del siglo XX. En

cualquiera de los dos casos, su producción historiográfica –que no es la única– da cuen-

ta permanentemente de la manera en que entienden que los documentos antiguos no son

algo que se pueda leer ‘gramaticalmente’ y luego sacar conclusiones.

Vinculado con la lingüística pragmática de Austin y Searle, Quentin Skinner propon-

ía entender los textos antiguos como actos de habla, y prestar especial atención a la di-

mensión ilocutoria de los mismos. La idea de que todos los documentos que utilizan los

historiadores estuvieron originariamente destinados a ser leídos por otros –que eran co-

nocidos o imaginados por el autor– esperando producir en ellos algún efecto es también

parte del gesto común de hacer del pasado un otro no necesariamente comprensible a

partir de la lectura ‘gramatical’ de los textos que han llegado hasta nosotros.

En consecuencia, la cuestión esencial que enfrentamos al estudiar cualquier texto es qué

podría haber pretendido comunicar su autor en la práctica –al escribir en el momento en que

lo hizo para la audiencia a la que tenía previsto dirigirse– por medio de la enunciación de ese

enunciado en particular. De lo cual se deduce que el objetivo esencial, en cualquier intento

de comprender los enunciados mismos, debe consistir en recuperar esa intención compleja

del autor. (Skinner, 2000, 188)

6 Que lo serían solamente en un curso de historia de la historiografía, pero que en el ámbito de una clase liceal, por ejemplo de primer año, no tienen cómo serlo. La Odisea es una fuente, y el fragmento de ‘Los Griegos’ de Kitto que está en la ficha es historiografía, no una fuente salvo que ‘fuente’ se expanda semánticamente para designar los libros donde el profesor leyó. En ese caso, los libros serían fuentes primarias, y los documentos, secundarias porque los conoce a través de las primeras.

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Sin embargo, en su combate contra los ‘textualistas’, que centraban todo el análisis

en la letra del texto, Skinner abrió la puerta al contexto (histórico, social, ideológico,

religioso, económico, cultural…) lo que le creó enormes problemas.7 Finalmente, en el

esfuerzo por debatir con sus críticos, trató de enfocarse hacia el contexto discursivo más

que al social e histórico, aunque para muchos de sus seguidores el contexto sigue siendo

la clave de la interpretación de los textos. Hay por supuesto, una vulgata skinneriana a

nivel de la didáctica, que ha sacralizado el recurso a ‘en aquella época’ como clave in-

terpretativa –más bien informativa– de la ‘realidad’ del pasado.

Del lado de la historia conceptual, Reinhart Koselleck resulta una figura intelectual-

mente mucho más compleja que la de Skinner. Su camino hacia la historia conceptual se

construyó a lo largo de las dos décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial –entre

Inglaterra y Alemania– y entretejiendo intereses diferentes como la historia, la filosofía,

la lingüística, la sociología, el derecho y el arte. Finalmente, se inclinó –junto con otros

colaboradores– por los ‘conceptos’ en lugar de las ‘ideas’. De todas formas es necesario

aclarar que todos, del lado de la historia de las ideas o de los conceptos, estaban cómo-

damente instalados en el terreno de lo político y lo ideológico, europeo y en realidad

alemán, inglés o francés, así como convenientemente alejados de las influencias del

marxismo. Lo interesante a mí manera de ver es que a veces, desde lugares diferentes

llegan a conclusiones relativamente consistentes entre ellas, incluso ampliamente simi-

lares.

Es claro que el sentido exacto sólo se puede desprender del contexto de todo el Memorán-

dum, pero también hay que deducirlo de la situación del autor y de los destinatarios, además

de que habrán de considerarse la situación política y las circunstancias generales de la Prusia

de entonces, así como, finalmente, habrá de comprenderse el uso lingüístico del autor, de sus

contemporáneos y de la generación que le precedió, con los que participaba en una comuni-

dad lingüística. (Koselleck, 1993, 107)

La fórmula apropiada y famosa –famosa para los filósofos, al menos– es, más bien, que no

debemos estudiar los significados de las palabras, sino su uso. Puesto que en este sentido no

puede decirse, en última instancia, que la idea dada tenga ningún significado que pueda

asumir la forma de un conjunto de palabras que, a continuación, sea posible deducir cuidado-

samente y rastrear a lo largo del tiempo. Antes bien, el significado de la idea debe ser sus

7 Cf. Tully, J. (ed) Meaning and context. Quentin Skinner and his critics, Princeton University Press, 1989

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usos para referir de diversas maneras. (Skinner, 2000, 178)8

Kari Palonen (1997) en un artículo en el que analiza a la historia conceptual (de Ko-

selleck) desde el punto de vista de la propia historia conceptual sostiene que con los

años sus enfoques y preferencias han ido variando. En efecto para Palonen en los prime-

ros tiempos la preferencia estaba en torno a la cuestión historiográfica o metodológica,

mientras que con el tiempo se fue convirtiendo en una teoría del cambio conceptual para

terminar siendo una revolución en la comprensión de los conceptos. Palonen usa, noté-

moslo, el término revolución en su modo ‘cambio radical y profundo’: “Contra la ideo-

logía académica, la historia conceptual à la Koselleck hace del carácter histórico, ambi-

guo y controvertido la precondición para el estudio de la política, la cultura y la histo-

ria” (1997, 42). De todas formas es necesario tener en cuenta que los conceptos a los

que ha dedicado su atención la historia conceptual, como las ideas a las que se ha dedi-

cado la historia intelectual son mayormente los políticos, y en algunos casos los socia-

les. Parece difícil que Koselleck hubiera puesto los ojos en las poseídas de Loudun, en

el carnaval o en el pobre Menocchio y su idea de que el mundo era un queso lleno de

gusanos, y de hecho no lo hizo. Sin embargo, de alguna manera Michel de Certeau, Car-

lo Ginzburg y en alguna medida también el Lucien Febvre de esa incredulidad que gira

en torno a la figura y la obra de Rabelais, no hacen algo tan distinto, al menos en el ges-

to de buscar un camino hacia el pasado que no lo contamine con la forma de entender

las cosas en el presente.

3. La pista heideggeriana de la Historia Conceptual

Cuando uno trata de rastrear –no en el sentido que Skinner reprocha a Lovejoy

(2000, 155)– los lazos, las deudas, las fidelidades que están detrás de todo este movi-

miento renovador, empieza a ver una red tejida entre autores que remiten a otros auto-

res, aunque no sean los mismos para todos, no siempre haya la misma empatía entre

ellos, la misma búsqueda en su obra. Es en este sentido que me parece ampliamente

posible que la primera piedra en este asunto provenga de la mano de Heidegger, lo cual

para muchos resulta por lo menos extraño.9 En ocasión de un análisis sobre la obra de

8 En este texto hay una referencia a las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein (43): “el significado de una palabra es su uso en el lenguaje”, que bien podría haber estado también en el de Koselleck trans-cripto más arriba. 9 Puede ser también difícil de aceptar, más que nada en función de las opciones políticas de Heidegger durante el nazismo. Es cierto que aunque en algunos autores da la idea de que toman algo de su pensa-miento, no en todos los casos aparece la referencia…

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Aristóteles,10 que fue tema de un curso en 1922, Heidegger planteó la idea de ‘situación

hermenéutica’ que separa claramente el presente del lector del pasado lejano, lejanísimo

del autor: “La situación de la interpretación, en cuanto apropiación comprensiva del

pasado, es siempre la situación de un presente viviente” y continúa: “El pasado solo se

manifiesta con arreglo a la resolución y a la capacidad de apertura de la que dispone el

presente” (p. 30) para concluir que es precisamente la explicitación de las herramientas

de análisis lo que hace valiosa una interpretación, en tanto tal porque es “la condición

fundamental que permite dar expresión al pasado en general”. De hecho, Heidegger

articula –siguiendo a Nietzsche– el presente con el pasado y el futuro, tanto en la situa-

ción hermenéutica, como en el acontecer de la vida misma.11

Es en esta misma línea que Gadamer habla de un círculo hermenéutico12 (1977, 367)

que da cuenta de la temporalidad e inestabilidad de la comprensión (“Comprender es

siempre hacerlo de otra manera”) así como de la participación activa del lector en la

comprensión/interpretación de un texto en dos registros: el de la fusión de horizontes (el

del autor y el del lector) y el de la aplicación (lo que la lectura significa para el lector y

lo que luego hace a partir de allí). Al igual que la huella de Heidegger se percibe en su

antiguo alumno Gadamer, la de este último es también visible en Koselleck,13 su alum-

no ‘de toda la vida’. Es así que vemos la manera en que Koselleck articula a través de la

experiencia del lenguaje un juego entre un espacio de experiencia y un horizonte de

expectativa que cuentan tanto para los actores del pasado que produjeron los textos que

llegan hasta el presente, como para el historiador que los está leyendo.

Tal como lo hacen Heidegger y Gadamer, Koselleck no hace de los textos antiguos

un objeto muerto a la espera de una interpretación conveniente y relativamente obvia o

‘definitiva’. Para él el texto se entrelaza con la vida de sus autores y es eso precisamente

lo que hace posible pensar y contar la historia: “Así pues, la hermenéutica, antes de to-

10 Publicado muy tardíamente en el siglo XX, luego de la muerte de Heidegger con el título original del curso: ‘Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles’ y que se conoce como el Informe Natorp. Recoge el contenido de distintas versiones mecanografiadas, para la interpretación de las cuales se recu-rrió, cuando fue posible, al testimonio de los que habían sido sus alumnos en el curso. La edición alemana (que es la que está traducida al francés) está por ejemplo, prologada por Gadamer, en su calidad de alum-no del curso. No es el caso de la edición en español. 11 En realidad su ‘hermenéutica’ deja de limitarse al texto para concentrarse en la existencia. Cf. Ontolog-ía. Hermenéutica de la Facticidad (1923/2000) 12 Cuyo nombre toma de Heidegger en Ser y Tiempo, pero que no tiene para ambos autores exactamente la misma connotación. Me excuso de explicitar más en detalle la cuestión en la medida en que no la en-cuentro relevante para el planteo de este trabajo. 13 Que también fue alumno de Heidegger en Bristol, universidad a la que asistía al mismo tiempo que a Heidelberg (1947-1953)

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das las diferenciaciones científicas y aplicaciones metódicas, es primordialmente la doc-

trina de la inserción existencial en lo que se puede denominar historia (Geschichte),

posibilitada y transmitida lingüísticamente.” (1997a, 86)

La idea de que en materia de interpretación –y esto vale especialmente para los tex-

tos de los que los historiadores se sirven– nada está dicho, y si está dicho lo primero que

hay que hacer es sospechar de eso, y poner los ojos en la forma en que esa interpreta-

ción heredada ha sido concebida, es definitivamente heideggeriana (1922/2002, 51-52).

Encontramos naturalmente sus huellas en Derrida (quien pasa de la Destruktion a la

déconstruction conservando en grandes líneas el sentido original), en Spivak, en Gada-

mer y en Koselleck, además de en muchos otros (como Ricœur, por ejemplo).

4. Los conceptos también tienen historia

Tal vez sea esta la forma más sencilla de representar a la historia conceptual. Es, sin

embargo mucho más que eso. En efecto para poder decir que los conceptos tienen histo-

ria, es decir, que no siempre una misma palabra ha significado lo mismo para quienes la

emplean es necesario movilizar algún tipo de teoría del cambio.14 Es a la vez una teoría

del cambio histórico y del cambio conceptual. De alguna manera el subtítulo de El futu-

ro pasado, ‘por una semántica de los tiempos históricos’ da cuenta del entrelazamiento

entre el cambio histórico y la forma en que algunos conceptos mudan sus significacio-

nes. Sin embargo para Koselleck no es que los tiempos cambien los significados de los

conceptos, sino que ambos cambios se producen concomitantemente.

Sin las formaciones sociales y los conceptos por los cuales –de manera reflexiva o autorre-

flexiva– ellas determinan y tratan de dar cuenta de los desafíos que se les presentan, la histo-

ria no existe, no puede ser ni vivida ni interpretada, representada o contada. En esta medida,

lenguaje y sociedad son presupuestos metahistóricos sin los cuales ninguna historia o ningu-

na historiografía son pensables (Koselleck 1997b: 104).

El primer trabajo en el que movilizó esta postura fue su tesis de doctorado, publicada

luego en forma de libro bajo el título ‘Crítica y Crisis’ en 1959, entrelaza el movimiento

de las ideas durante el absolutismo francés y la forma en que su cambio está precisa-

mente detrás de las ideas que llevaron al Antiguo Régimen a la crisis y a la revolución.

Luego siguieron otros trabajos orientados a la explicitación de la naturaleza de la histo-

14 Para Spivak el cambio es un desplazamiento discursivo, que en definitiva apunta también al hecho de conservar la palabra pero dotarla de una significación nueva (2008, 33).

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ria conceptual, como El futuro pasado (1979/1993), que culminaron en varios proyectos

colectivos, destinados de forma específica a conceptos en singular como: revolución,

pueblo-nación, civilización, nobleza, etc. entre los que se destaca el Diccionario de los

conceptos históricos fundamentales publicado fundamentalmente entre los años 1970 y

1980.15

A los efectos de este trabajo tomaré solo algunos aspectos puntuales, el primero de

los cuales tiene que ver con la ambigüedad del sentido de los conceptos históricos.

Ahora bien, la traducción de una palabra en concepto podría ser variable según el uso del

lenguaje que haga la fuente. Esto está ya dispuesto en primer lugar en la polivocidad16 de to-

das las palabras, de la que también participan —en tanto que palabras— los conceptos. Ahí

es donde está su cualidad histórica común. Pero la polivocidad puede leerse de formas dife-

rentes, dependiendo de si una palabra puede, o no puede, ser entendida como concepto. Cier-

tamente, los significados, ya ideales o de cosas, se adhieren a la palabra, pero se nutren

igualmente del contenido pretendido, del contexto hablado o escrito, de la situación social.

Por lo pronto, esto es válido para ambos, para las palabras y para los conceptos. Ahora bien,

una palabra puede hacerse unívoca —al ser usada—. Por el contrario, un concepto tiene que

seguir siendo polívoco para poder ser concepto. También él esta adherido a una palabra, pero

es algo más que una palabra: una palabra se convierte en concepto si la totalidad de un con-

texto de experiencia y significado sociopolítico, en el que se usa y para el que se usa una pa-

labra, pasa a formar parte globalmente de esa única palabra. (1993, 117)

Si algo habla a favor de la pérdida de las certezas es esta cita. Podemos recuperar el

texto, traducirlo, leerlo con claridad, pero hay mucho más que eso para hacer en térmi-

nos de hacer de cuenta que uno está en el pasado como si fuera ‘de la familia’. De algu-

na manera nos dice que hay dos niveles de ‘tener historia’ para un concepto: la historia

que lo une al nuestro, al que ahora usamos de manera diferente, y la historia que lo une

a los que lo usaban en aquel momento, que Koselleck desagrega en un ‘contexto de ex-

periencia’ y un ‘significado sociopolítico’. Es precisamente esa articulación temporal,

ese entrecruzamiento entre lo que aporta el presente para entender el pasado, y lo que

hay que saber del presente para entender el pasado lo que hace de la historia conceptual

(y en buena medida de la obra de Michel de Certeau) una empresa antes que nada fi-

losófica. Para de Certeau no hay historia sin filosofía de la historia, para Koselleck la

15 Es común verlo referenciado como GG, iniciales de: Geschichtliche Grundbegriffe, o como Lexicon, en relación al subtítulo de la colección: Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland. 16 Las traducciones inglesas y francesas usan el término ambigüedad, que en efecto no es lo mismo que polivocidad, aunque no sea lo contrario. (e.g.:This is due primarily to the ambiguity of all words)

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historia es filosofía porque puede pensarse a sí misma, no solo describirse.

La segunda idea que tomaré es la de que los conceptos, como tienen historia, nacen y

a veces también mueren.17 En el fondo están, heideggerianamente hablando, tensiona-

dos entre lo que son, lo que han sido, y lo que tienen la posibilidad de ser. Dice Kose-

lleck:

Cuando hoy día hablamos de 'historia', utilizamos una expresión cuyo contenido y extensión

semánticos no se alcanzaron antes del último tercio del siglo XVIII. ‘La historia’ es un con-

cepto moderno que, a pesar de que prolonga antiguos significados del vocablo, viene a ser

casi como un neologismo. En lo que se refiere a la historia del término, el concepto surge

después de dos dilatados procesos que terminan convergiendo para revelar un campo de ex-

periencias que no se podía haber formulado anteriormente. El primero de los procesos con-

siste en la formación del colectivo singular que aglutina en un concepto común la suma de

las historias individuales. El segundo, en la fusión de ‘historia’ como conexión de aconteci-

mientos y de “Historia” en el sentido de indagación histórica, ciencia o relato de la historia.

(1997a 27)

A veces tenemos tendencia a pensar que –como la nación– la historia siempre existió

y siempre se enseñó. En efecto, lo que enseñamos cotidianamente es, con toda seguri-

dad, ‘eso’ que apareció en el último tercio del siglo XVIII, en Europa, o en algunas par-

tes de Europa. Todo lo que antes se llamaba ‘historia’ era diferente, estaba pensado y

valorado de una manera que no es la nuestra, y que leyendo este texto nos damos cuenta

que muchas veces nos cuesta enormemente ‘pensar’ esa otra historia, la historia ‘de an-

tes’ o un mundo sin (nuestra) historia, la que conocemos, estudiamos, enseñamos y

muchos investigan. De hecho este artículo pone en serias dificultades la racionalidad de

algunas estructuraciones curriculares, o al menos la propiedad del uso de una expresión

como ‘historia de la historiografía’ comenzando en Herodoto.

El artículo que sigue a esta afirmación18 es en sí mismo un ejemplo acabadísimo de

la práctica de la historia conceptual. Como se puede apreciar allí, el primer contexto de

trabajo, antes que el histórico o el social, es el de los propios textos. Es así que vemos

17 Llama la atención, por ejemplo cómo Hobsbawm, en La nación como novedad (1992, 27) sigue los

pasos de Koselleck para rastrear las peripecias históricas del término ‘nación’, al punto de que el propio Hobsbawm, queriéndose desmarcar de la Begriffsgeschichte (que como buen inglés, no traduce del alemán), no puede sino nombrarla. “Esta digresión hacia la Begriffsgeschichte no es fácil, en parte, como veremos, porque las gentes de la época empleaban las palabras de esta clase con demasiada despreocupa-ción, y en parte porque la misma palabra significaba o podía significar simultáneamente cosas muy dife-rentes.” Para el uso de ese texto en clase, esa sola oración demanda su tiempo (como más adelante ‘Paris bien vale una misa’), pero tiene la virtud de poder poner en palabras una manera de hacer historia (aunque sea y no sea la de Hobsbawm). 18 Coordinado por Koselleck, y habitualmente editado como de su autoría, en el Lexicon está firmado por 4 autores: Odilo Engels, Horst Günther, Christian Meier & Reinhart Koselleck

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cómo el concepto historia va mutando lentamente, de un texto a otro, de un autor a otro,

de una circunstancia a otra… mayormente dentro del contexto de la lengua alemana

(posiblemente sea Voltaire el único autor no-alemán considerado en el texto). El texto

es exhaustivo, pero por alguna razón, uno supone que hubo una selección de ejemplos a

trabajar, y que las conclusiones responden a un volumen mucho mayor de información.

De alguna manera la idea de que los conceptos tengan vida y estén ligados a la expe-

riencia humana da cuenta a mi manera de ver de las raíces heideggerianas del pensa-

miento de Koselleck. La propia práctica de la historia conceptual, un trabajo historiográ-

fico con las herramientas a la vista, es seguramente hijo de la ‘situación hermenéutica’,

que marca la articulación del pasado, del presente y del futuro, tanto en los que son es-

tudiados como en los que los estudian, de la misma manera que lo que legitima el pro-

ducto, no es una metodología de resguardo, sino su propia explicitación constante. Por

otra parte, y en lo que tiene que ver con la temática de este artículo, aunque en la obra

de Koselleck la otredad del pasado no está explicitada bajo esa denominación, es preci-

samente la conciencia de la distancia entre el presente y el pasado la que convoca preci-

samente a ver el pasado de los conceptos en tanto pasado, formando parte de la historia.

Como sea es necesario tener en cuenta que los conceptos a los que ha dedicado su

atención la historia conceptual, como las ideas a las que se ha dedicado la historia inte-

lectual son mayormente los políticos, y en algunos casos los sociales (en sentido políti-

co o ideológico). Parece difícil que Koselleck hubiera puesto los ojos en las poseídas de

Loudun o en el pobre Menocchio y su idea de que el mundo era un queso lleno de gusa-

nos, y de hecho no lo hizo. Tampoco la historia intelectual se ha ocupado de ese tipo de

ideas. Sin embargo, de alguna manera Michel de Certeau, Carlo Ginzburg y en alguna

medida también el Lucien Febvre de esa incredulidad que gira en torno a la figura y la

obra de Rabelais, no hacen algo tan distinto, al menos en el gesto de buscar un camino

hacia el pasado que no lo contamine con la forma de entender las cosas en el presente.

5. El pasado en el pasado y el presente en el presente: la tarea de volver pensable

al otro

El gran salto del que dan cuenta la historia conceptual, la historia intelectual, la mi-

crohistoria, la historia poscolonial y subalterna y otras que no tienen ningún nombre

específico, es el que los separa de un estatuto del saber como descubrimiento de los

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hechos o de las interpretaciones de los hechos, que en fin de cuentas no se pueden sepa-

rar, de una naturalización de la cuestión de la interpretación como componente esencial

del conocimiento histórico. Eso no sería posible si el pasado no se hubiera separado del

presente en la forma de conocerlo, porque no es lo mismo descubrir (en el sentido de

saber quién fue) al asesino o al ladrón –en el presente– que saber lo que opinaban los

atenienses de la democracia o qué pensaban los aztecas de los españoles.

Decir ‘yo sé lo que pensaban’ o ‘este libro dice que ellos pensaban que...’, se ha

vuelto un terreno resbaladizo por el que nadie quiere transitar, y menos los profesores

de historia frente a sus alumnos. La idea de que la historia se cuente a sí misma, sin nin-

guna implicación del narrador más allá de ser la mano que escribe o la boca que habla

es a la vez una tentación facilitadora, políticamente correcta hacia un lado, pero inde-

fendible hacia el otro. La otredad ha dejado de ser turística, exótica, misteriosa, para ser

simplemente diferente de nosotros y por lo tanto no tan fácil de encontrarse con ella,

con la pretensión de hacerlo ‘tal como era’. El pasado sigue sin embargo siendo fasci-

nante, si no, no habría ni historiadores ni profesores de historia. Desde mi punto de vis-

ta, la tarea de volver pensable al otro duplica su fascinación.

Es Michel de Certeau el que habla de lo pensable y de la otredad, pero en definitiva

la microhistoria, la historia intelectual, la historia conceptual, los estudios subalternos y

poscoloniales es eso en lo que hacen foco, nombrándolo de otras maneras, o dándolo a

entender. El temor al anacronismo que preocupa tanto a Koselleck como a Skinner, la

conciencia del otro, inaccesible, para Spivak, los otros tiempos (en el sentido de tempo-

ralidades) de Rufer o las otras epistemologías de Mignolo, son las formas en que la his-

toria se convierte para ellos en la tarea de volver pensable al otro. Esto implica, inespe-

radamente, una mirada sobe uno mismo, sobre el presente, sobre la naturaleza de la ta-

rea de investigar y producir historia o de enseñarla, porque el presente necesita ser visi-

ble para tratar de hacerse invisible y despojarse de él para poder entenderlo, escribirlo,

enseñarlo.

Desde el lugar de los lectores, seguramente no desde el de los historiadores, mucho

de esto es evidente sin el menor esfuerzo. No es la antigua y a veces divertida historia

narrativa, explicitadora de cada detalle, de cada nombre, de cada acontecimiento en un

devenir minuciosamente cronológico la que tenemos entre manos al leer historiografía

reciente. Tampoco es la historia abstracta y descarnada de las causas y consecuencias

que se quiso despojar del relato para poner los ojos en las estructuras y las coyunturas,

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en la larga, mediana y corta duración. De alguna manera ha habido un giro hacia tratar

de mostrar la manera en que este historiador que escribe esta historia (y que difícilmente

hablará en primera persona del singular, como mucho usará un discreto ‘nosotros’) ha

entendido –en singular y siendo él mismo– lo que ha pasado, y nos da herramientas en

el texto para mostrar no lo que descubrió (no necesariamente nueva información), sino

cómo ha llegado a esas conclusiones.

Desde el lugar de los planificadores, de los diseñadores de programas, y aún desde el

de los autores de manuales, esta circunstancia es esencialmente desorientadora. La en-

señanza de la historia empezó a existir, y fijó sus fines, en la época en que la historia

decía la verdad acerca del pasado, y si esta verdad cambiaba, cambiaba la historia, cam-

biaba el programa y cambiaba el manual. Definitivamente, aún no ha sido posible en-

contrar un punto que armonice –programáticamente hablando– la incertidumbre con ‘lo

que hay que aprender’.

6. Si ‘la historia nunca es segura’, ¿entonces qué enseñamos?

Pero como las aulas no son ni el programa ni el manual, aunque tengan aristas comu-

nes con ellos, forman parte de ese país extraño en el cual las cosas –a menudo– se hacen

de otra manera.

Está claro que otra historiografía implica necesariamente otra manera de enseñar la

historia. Parece una obviedad que no necesitaría mayor esclarecimiento, pero podría ser

al contrario. Cualquier rol de enseñanza, en la escuela, en la universidad o en el taller de

carpintería descansa en la idea de que el que enseña sabe lo que sus alumnos tendrían

que aprender, y puede mostrarlo (es decir enseñarlo) a los efectos correspondientes.

Existen, es cierto, pedagogías que descansan en el ‘pensemos juntos’ –más centradas en

la idea de acompañamiento que en la de enseñanza– cuya posibilidad de no ser una ma-

nipulación velada, políticamente correcta en lo discursivo, es directamente proporcional

al nivel educativo en que tiene lugar.

En el fondo es como si la incertidumbre respecto del pasado no se pudiera enseñar,

porque enseñables son las certezas, las verdades. Podría ser un buen camino, empezar

por poner a la incertidumbre en su lugar: muchas veces parece como si la incertidumbre

fuera un virus que ha atacado todo lo del pasado y no se pudiera saber con exactitud si

Colón llegó a América, que no se llamaba América, si viajó o no en tres Carabelas, que

no se sabe si se llamaban la Niña, la Pinta y la Santa María… Cuando Michel de Certe-

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au dice ‘la historia nunca es segura’, no se refiere a si Sor Juana de los Ángeles existió,

sino a si lo que él piensa de ella y de todo el fenómeno de la posesión no podrá ser lue-

go repensado (o pensado por otro) y arribar tal vez a conclusiones diferentes.

Todos tenemos claro que hay asuntos, digamos los que son más bien informativos,

que pasan de una historiografía a otra como inmaculados: fechas, batallas, localizacio-

nes, leyes, constituciones, nombres de reyes, presidentes, autores de libros o de obras de

arte. Batlle y Ordóñez siempre fue dos veces presidente, y siempre en los mismos años.

Las leyes que se aprobaron durante sus gobiernos son siempre las mismas… Los edito-

riales del diario El Día, etc. y eso es así para los historiadores blancos, colorados, bat-

llistas, marxistas, estructuralistas, revisionistas… y también para los profesores y los

alumnos. Si Batlle y Ordóñez fue presidente solo una vez, debería ser un error.

Es que esto no es la interpretación, sino lo interpretado siempre formando un conjun-

to con otros asuntos. Naturalmente la descripción de cada acontecimiento o de cada pro-

ceso no puede no ser interpretativa, aún en su más auténtica pretensión de neutralidad y

de objetividad.

Lo que no siempre pasa ‘tal cual’ de una historiografía a otra es lo que los historiado-

res hacen con la información disponible del pasado: organizaciones conceptuales, esta-

blecimiento de vínculos causales entre diversos acontecimientos… Entonces sí hay un

debate entre historiadores en torno a la transición del feudalismo al capitalismo, donde

todo es incierto, desde qué se entiende por feudalismo o por capitalismo hasta cómo se

leen y qué significan en ese proceso cada pequeño documento, cada acontecimiento, que

ha de ser tenido en cuenta o dejado de lado. Este es posiblemente el punto más neurálgi-

co de la cuestión y no solo respecto de la cuestión de la transición del feudalismo al

capitalismo. La cuestión es que las dimensiones interpretativas están siempre a mitad de

camino, y a veces, antes de la mitad. Lo que quiero decir es que no alcanza con que yo

esté consciente de que Hobsbawm interpreta la expansión imperialista del siglo XIX de

una determinada manera, y aún de que pueda darme cuenta de que no es la misma en

que lo hace Miège, por ejemplo. El problema es que cualquier lector lo que hace con el

texto que lee es ‘interpretarlo’. No se trata aquí, como a veces se piensa, de que como

lector pueda leer ‘Francia’ donde dice ‘Inglaterra’. Se trata de que el mensaje que

Hobsbawm quiso dar respecto del imperialismo, como el que Locke quiso dar sobre la

libertad, quedaron escritos… y no eran para mí personalmente, ni para la mayoría de las

personas que leen esos textos. Cada lector entonces, entiende lo que entiende de lo que

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leyó, a veces es más defendible y a veces es más discutible. Luego, si es el caso, daré

cuenta de lo que entendí, en un examen, en este artículo, o en una clase frente a mis

alumnos… que entenderá cada uno lo que entenderá del mensaje que quise hacer llegar

dando cuenta de lo que había entendido de lo que había leído.

Con esta pequeña digresión sobre la lectura, anclada tanto en Ricœur como en Ga-

damer, y en muchos otros más (Jauss, Iser) quiero evitar la trampa de que la historio-

grafía llega tal cual a las clases y los alumnos la entienden necesariamente tal cual. Po-

siblemente, los detalles informativos como los que he mencionado anteriormente pue-

dan tenerse por menos interpretativos, pero el conjunto del sentido de la unificación de

Italia por Roma o de las Reformas Borbónicas… de hecho triplica la dimensión inter-

pretativa: lo que dice el historiador, lo que entendió el lector, y la forma en que eso se

convierte en una clase.

Entonces, ¿de qué manera estas miradas sobre el pasado, lejano y otro están o podr-

ían estar en la clase? A primera vista, la idea es que son poco funcionales a un esquema

de autoridad. Sin embargo, podemos darnos un espacio para pensar, por ejemplo, su

forma expandida (en el sentido en que Koselleck habla de una expansión semántica del

término historia).

Posiblemente para los profesores, a diferencia de los historiadores, la idea de que los

alumnos entiendan el pasado pasa de alguna manera por la necesidad de que se lo repre-

senten precisamente distinto del presente. La otredad material del pasado, aún el relati-

vamente reciente, es un recurso siempre inagotable sin importar la edad de los alumnos.

Imaginar un mundo sin remedios (calmantes, vacunas, antibióticos), ni médicos, ni den-

tistas, ni agua corriente, ni juguetes, ni ‘tele-’ lo que sea, sin papel… una Europa sin

papas, ni chocolate, ni tomates, ni maníes, ni fideos, ni fósforos, ni relojes, ni pañales

desechables, ni nada de goma (ni chupetes, ni mamaderas, ni guantes, ni impermeables,

ni botas) es siempre un ejercicio fascinante porque no es solo acerca del pasado, es

acerca del presente. Además como nunca falta alguien que haga un juicio ‘desubicado’

la oportunidad viene sola para prevenirnos contra el anacronismo, y destacar la otredad

esencial del pasado, lo que se ha perdido y nunca sabremos, y todo aquello que si ellos

nos escucharan hablar acerca de su tiempo, los sorprendería o los haría reír. Lo mejor

sobre la otredad del pasado, desde mi punto de vista siempre está en el diálogo:

- ¿Y si en esa época (siglo XIII) querían tomar leche como hacían? ¿Tenían cocoa?

- No, no había.

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- ¿Cómo, y entonces cómo tomaban la leche?

- No había cocoa, y tampoco café. Tú y yo la hubiéramos pasado mal en esa época, pero a

ellos no les importaba porque no sabían que se podía tomar con cocoa o con café.

En clase, de aquí a la subalternidad no hay más que un paso. Es cierto que los alum-

nos demandan certezas, que el sistema lo demanda, pero también es cierto que hay un

cierto derecho a estar al día con la asignatura que se enseña. De todas formas, la clase

siempre es la expresión de los que tienen la posibilidad de convertir a los otros en sub-

alternos. La fórmula ‘los historiadores piensan que… o sostienen que…’ no desubalter-

niza a los campesinos egipcios, ni a las mujeres, ni a los niños ni a los pobres, pero da

por lo menos la ocasión de decir que los que tienen voz para nombrar a los otros, son los

historiadores, y que ellos, tal vez, vieran las cosas de otra manera (o nos sorprenderían

con todo lo que a los historiadores no les interesó y dejaron pasar).

El trabajo con documentos es siempre una oportunidad para dejar entrar a la historia

intelectual y a la historia conceptual. Nada está escrito ‘en nuestro idioma’ por más que

esté traducido al español, y palabra por palabra, más o menos se pueda entender. De

hecho, no es tan así, porque muchas palabras ya no se usan, son desconocidas, o defini-

tivamente han cambiado su sentido. Explicar qué quiere decir ‘El espíritu de las leyes’

toma 20 minutos, aún en segundo ciclo, porque ni ‘espíritu’ es espíritu, ni ‘las leyes’

son leyes… Ni hablar de las ‘suertes’ de estancia y otras cosas por el estilo, que de tanto

en tanto dan lugar a devoluciones impactantes.

No me cansaré de señalar las ventajas de apropiarse de una mirada sobre lo ilocutorio

de un texto y todo lo que puede contribuir a la comprensión del texto. “Que no se im-

pongan penas excesivamente graves o multas excesivas” tiene sentido en un mundo de

gente que sabe cuáles son los castigos y cuáles son las multas. Convertir los textos en

ilocutorios es como hacer magia. Empiezan a hablar, y hablar… Claro, también los es-

critos de los alumnos son ilocutorios, y como tales hay que leerlos. Siempre forman

parte de un contexto discursivo del que ambos formamos parte, y además, el escrito no

es un testamento ni un diario íntimo, es algo que un alumno hace para que su profesor le

ponga una nota. Nada más dotado de fuerza ilocucionaria.

Es entonces claro que de alguna manera las novedades de la historiografía y la filo-

sofía de la historia pueden entrar en la clase sin demasiada violencia. Me interesa sin

embargo destacar la manera en que esas herramientas aportan también al campo de la

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didáctica de la historia, entendida como la teoría de la práctica de la enseñanza (por ca-

da uno) y no como un conjunto de recetas o de conceptualizaciones, precisamente, sobre

lo que otros hacen. Desde este punto de vista, la interpretación es un componente trans-

versal a toda la práctica: interpretación de la lectura (que contiene ya una interpretación)

e interpretación del saber para ofrecerlo a los estudiantes; interpretación de sus produc-

ciones orales y escritas, que son una interpretación de lo que leyeron y escucharon en

clase… Esto quiere decir que los profesores hablamos de lo que sabemos porque lo leí-

mos, y no estrictamente de lo que pasó. Los alumnos saben lo que el profesor dijo, o lo

que le mandó leer, etc. Si miramos estas afirmaciones desde el lugar de la historiografía,

reproducen en espejo y hacia adelante la incertidumbre que la acompaña respecto del

conocimiento del pasado. La idea de ‘fusión de horizontes’ de Gadamer, se expande con

cada nuevo lector que ha fabricado un texto en base a su comprensión de la lectura, y

esto cuenta para los profesores, y para los alumnos.

Puedo, en base a la experiencia, agregar un detalle más: en un nivel análogo al que

señala Koselleck en referencia a la temporalización de los conceptos, es ampliamente

posible que muchos de nuestros alumnos nos escuchen o lean lo que les mandamos,

como los historiadores se enfrentan a los documentos del siglo XVIII. Ellos tienen que

hacer un esfuerzo por saber lo que muchas palabras que les son conocidas quieren decir

para sus profesores, de la misma manera que dialogar con ellos a veces da la sensación

de que es más o menos como hablar con gente de otros tiempos. Tal vez los profesores

más jóvenes lo sientan menos… En todo caso tenemos herramientas para enfrentarnos a

todas las situaciones: leer documentos, leer libros, leer escritos, hablar con los alum-

nos… con sus padres… La cuestión es siempre la misma: volver pensable al otro, sin

que deje de serlo, porque todo el mundo es el otro de alguien en algún lugar y en algún

tiempo.

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