Zoóngoro bailongo

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79 Zenén Zeferino Huervo Julio Torres Lara ilustración

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Mientras Leovigilda, la soñadora leona, y sus amigos se preparan para reunirse, algo terrible está sucediendo en la Ciénega Grande, que provoca que los animales abandon en la selva. Por suerte, Cidronio, el sabio cedro, encontrará la manera de enfrentar a esos inmóviles monstruos de aliento desagradable que han robado la tranquilidad del lugar. La magia que vive en el interior de Cidronio logrará que de los cuerpos de Leovigilda, Zancudiermo, Chalío, Jabalda, Armandillo y Burregundo brote música. Así, convertidos en instrumentos musicales, compartirán un mensaje de respeto a la naturaleza, que resonará al son del fandango.

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Zenén Zeferino Huervo Julio Torres Lara ilustración

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Dirección editorial: Ana Laura DelgadoCuidado de la edición: Sonia ZentenoCorrección de estilo: Ana María CarbonellConcepto de diseño: Julio Torres LaraDiseño: Ana Laura Delgado y Julio Torres Lara

© 2009. Zenén Zeferino, por el texto© 2009. Julio Torres Lara, por las ilustraciones

Primera edición, agosto 2009D.R. © Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Cda. Nicolás Bravo núm. 21-1, Col. San Jerónimo Lídice Del. Magdalena Contreras, C. P. 10200, México, D. F. Tels. +52 (55) 5652 1974 y (55) 5652 6769 [email protected] www.edicioneselnaranjo.com.mx

ISBN: 978-607-7661-01-6

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin el permiso por escrito del titular de los derechos.

Impreso en México • Printed in Mexico

A mi hijo Zenén, con todo mi amor.

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Zenén Zeferino

Julio Torres Lara Ilustraciones

e d i c i o n e s e l n a r a n j o

c u e n t o s d e r a í z j a r o c h a

Zoóngoro, bai longo

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Los cuentos son una forma divertida de conocer nuestro entorno. A través de ellos, nuestros pueblos transmiten, de generación en generación, sus sentires, sus alegrías o tristezas, sus enseñanzas, sus tradiciones y hasta los acontecimientos de la vida cotidiana.

En muchas culturas el cuento está inmerso en un contexto festivo. La música, el baile y la poesía crean el ambiente propicio para que la fabulación f luya y se entreteja con las fiestas.

Cuando yo era niño, en el sur de Veracruz, los cuentos del tío coyote y el tío conejo y las historias de los chaneques y demás seres fantásticos que recorren, has-ta nuestros días, los montes de mi región, alegraban mi mundo.

Al transitar con mi padre a lomo de caballo estas tierras, disfrutaba de la al-garabía de los changos en las copas altas de los árboles, del vuelo de los tucanes y otras aves que con sus cantos presagiaban lluvia, del revoloteo de multicolores mariposas que, espantadas por el paso del ganado, invadían los caminos húme-dos. En fin, de toda esa riqueza de imágenes que constituyen nuestra historia oral veracruzana. Esa exuberancia me nutrió y, de manera natural, me hice poeta y músico.

Por más de trescientos años venimos cantando nuestra particular forma de entender la realidad, nuestros versos siguen hablando de las f lores, de los anima-les, del mar y de tantas cosas que tienen que ver con nuestro entorno natural que, a pesar de los cambios que el mundo ha experimentado, sigue inmutable.

Las historias de este libro tienen mucho que ver con este mundo mágico, pródigo en colores, olores y música. En ellas desfilan y se confunden animales e instrumentos musicales de la región que, como el clima, varían de un lugar a otro. Algunos son poco conocidos aun por sus mismos habitantes, como es el caso de la jarana con concha de armadillo. Ellos, que con su música son espejo del pai-saje, nos llevan a través de la montaña, con el fandango resonando en nuestros oídos, y nos transmiten su mensaje de inmenso respeto por este bello entorno.

Introducción

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se elevan hasta la copa de los árboles, como si fueran mensajeras del feliz agradecimiento de la tierra, por mantenerla siempre fértil bajo su sombra.

Yo quiero contarles que al interior de ese universo verde y fresco se entrelazan muchas historias, tal como esas enredaderas que lo inundan. Por eso, en las mañanas, cuando las nubes se posan como pañuelos blancos que le secan el rocío a la montaña, se escucha entre los aguajes el canto sonoro de los pichichis, que en parvada repiten:

—¡Percudido, vístete, percudido, vístete!—¡No hay cuidao, no hay cuidao! —las es-

candalosas chachalacas responden.—¡El que puede, puede… el que puede,

puede! —agregan las poposchquelas. ¿Saben por qué con su canto las aves dicen

ésta y otras cosas? Se los diré… mmm… me-jor otro día, porque hoy relataré un cuentito más divertido: en esos parajes existen, entre tantas especies, los pumas. Los habitantes

de esta región los llaman leones de montaña. Pues resulta que una leona de montaña, lla-mada Leovigilda, amaneció cierto día muy desvelada, porque decidió hacer un recorrido nocturno en busca de alimento. Después de mucho caminar, el agotamiento se apoderó de su cuerpo y decidió subir a las ramas de un amate. Ahí, cómodamente acostada, comenzó a roncar: “gr gr gurrr”.

Soñó que los brazos de Cidronio, el viejo cedro, le acariciaban la pelambre abundante y fina, como siempre lo había hecho desde que era pequeña, y que sus ramas le canta-ban, al compás del aire juguetón, el son del Solecito.

En el sueño, Cidronio cantó en un pro- fundo verde melodioso, y de inmediato se acercaron los amigos preferidos de Leovigilda: Zancudiermo, el mosquito; Chalío, el chaquis- te; Jabalda, la jabalina; Aldegunda, la tortu-ga; Armandillo, el armadillo, y Burregundo, el burro que decidió vivir eternamente en la selva.

A la sombra de los altos cedros, robles, amates, chaganes y muchos árboles más que parecen gigantes verdes y cariñosos, y que nos regalan oxígeno. Al interior de los arbustos que se llaman: pata’e vaca, uña’e gato y de grandes helechos arborescentes. Ahí, donde nacen enredaderas como el agraz, el totolo-che y el guatimé, que más que enredaderas parecen venas que salen del suelo y

Leovigilda

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Plácidamente soñaba Leovigilda, cuando, de repente, haciendo un ruido ensordecedor, algo cayó en esa parte del monte, algo que parecía sumamente pesado. Las pequeñas ra-mas de los arbustos crujieron con cada des-carga recibida. El interés de Leovigilda, por saber lo que ocurría, la hizo saltar de las ra-mas del amate. Caminó sigilosa, dibujando a cada paso, con su larga cola café, un signo de interrogación. Llegó lo más cerca que pudo. Entre las ramas asomó su enorme cara. Un olor fuerte y putrefacto la hizo retroceder, mientras sus ojos intentaban descifrar qué era aquella enorme silueta, amon-tonada y maloliente, que hería la pacífica y limpia oscuridad de la noche.

Amaneció. El alba decidió no cantar su acos-tumbrada canción matinal con el gorjeo de los pájaros.

Con los ojos fijos, Leovigilda se mantenía atenta a lo que la había importunado durante la noche. Enormes bultos negros. Inmóviles monstruos de aliento desagradable. Ahí esta-ban marchitando la sonrisa verde de la selva.

Leovigilda, asustada y somnolienta, em-prendió la carrera de regreso hacia donde ella vivía. Necesitaba contarle a Cidronio aquel suceso inesperado. Él sabía todo lo que acon-tecía en la selva y más allá de ella, pues el viento le traía noticias frescas de todo el universo.

Exhausta, Leovigilda llegó al pie de las raí-ces de Cidronio. Éste escuchó todo lo que ella le dijo.

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El viento agitado cruzó tempestuoso por las ramas de Cidronio, dejándolo con un gesto de preocupación.

—Aquello que viste, Leovigilda, ¡es basu-ra!, ¡mucha basura! —exclamó Cidronio.

—¿Qué es la basura? —preguntó Leo-vigilda.

—Un monstruo silencioso que está devo-rando el latido transparente de la humanidad —contestó el viejo árbol.

—¿Y… a… nosotros tam… bién nos co-me? —preocupada y temerosa, quiso saber Leovigilda.

—Si no hacemos algo pronto, puede ocu-rrir —sentenció Cidronio.

Cidronio, con toda su sabiduría, se quedó pensativo un instante, sacudió sus ramas, como si en el fondo de su savia eterna buscara las canciones que cada tarde entonaba.

—¡Música! —dijo Cidronio—, ¡sí, música! ¡Lo tengo, Leovigilda!, la música es la llave que abre el corazón de todos los seres vivos: de las f lores, del zacate, de los animales y de los seres humanos. La música nos ayudará a llevar nuestro mensaje.

—¿Y cómo vamos a hacer eso? Yo no soy mú-sica, yo no sé cantar —expresó Leovigilda—.

Lo único que hago es gruñir y gruñir, y con eso sólo consigo espantar a mi alrededor.

—No te preocupes, Leovigilda, muy pronto ese sonido será una me-lodía que se escuchará mucho más allá de esta selva, tu gruñido se convertirá en las notas que convoquen distintos pensamien-tos que puedan ayudarnos a combatir lo que hoy está ocurriendo.

—¿Y cómo va a ser eso? —dijo Leovigilda.—Cierra los ojos —indicó Cidronio.—Hace mucho tiempo, los dueños del

monte me dieron un encantamiento, me dije-ron: “Algún día lo necesitarás”, y ¡hoy es el día!

—Ven, Leovigilda, toma mis brazos, déjame guiarte hacia el encanto… Cuando pases por el agujero de este viejo tronco, tu cuerpo se convertirá en un bello instrumento musical.

Leovigilda, con la esperanza anidada en su corazón, traspasó el enorme agujero del an-ciano Cedro. Éste, con sus ramas, levantó dulcemente del tierno pasto a Leovigilda, convertida en una hermosa y sonora leona.

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Tiene el nombre de fiera

con fuerte y grave sonido,

habita entre la madera

y alegra con su rugido

nuestra fiesta fandanguera.

§

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Leona de cedro gigante, / tu

corazón encantado / alegra con su

sonido / las maderas del fandango.

¶ Con el cuerno de un novillo, / tus

cuerdas suenan bonito, / ronca voz de

tu madera, / tun, tun, tun... al infinito.

¶ Mi abuela tiene cabellos / con giros

de caracol, / se los despeina la leona

/ entre las manos el son. ¶ Es “leonero”

tío Agapito, / y también Delio Morales.

/ Con Tino tico ellos tocan / la leona

en los festivales. ❧

l e o n a

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Mientras Leovigilda, la soñadora leona, y sus amigos se preparan para reunirse, algo terrible está sucediendo en la Ciénega Grande, que provoca que los animales abandonen la selva. Por suerte, Cidronio, el sabio cedro, encontrará la manera de enfrentar a esos inmóviles monstruos de aliento desagradable que han robado la tranquilidad del lugar. La magia que vive en el interior de Cidronio logrará que de los cuerpos de Leovigilda, Zancudiermo, Chalío, Jabalda, Armandillo y Burregundo brote música. Así, convertidos en instrumentos musicales, compartirán un mensaje de respeto a la naturaleza, que resonará al son del fandango.

Zenén Zeferino es músico, promotor cultural, poeta, escritor e improvisador de versos dentro de la tradición musical veracruzana. Ha formado varios talleres infantiles y juveniles del son jarocho en diversos pueblos del sur de Veracruz. Recibió el Premio Nacional de Radio Cultural. Con este libro incursiona en el mundo del cuento infantil.

Julio Torres es diseñador, artista visual y promotor cultural. Mantener la capacidad de asombro de los niños, estimular sus sentidos y desarrollar su capacidad crítica son, entre otras cosas, sus fines cuando se decide a ilustrar un libro. En El Naranjo ilustró también Ariles y más Ariles. Los animales en el son jarocho.

Para Niños Lectores

www.edicioneselnaranjo.com.mx 6610167860779

ISBN 978-607-7661-01-6