Una mesa alargada de madera rústica donde están dispuestos diversos objetos (recuerdos
que acompañan el relato). Detrás, un cajón peruano, a manera de banco. En un extremo,
un cuadro donde se encuentra Pedro, pintado al óleo, junto con una gaviota.
1. PIRIAPOLIS.
Celebrar la infancia.
Hebe se encuentra sentada en un extremo con un instrumento que produce el sonido del
mar. Después, se dirige a la mesa. Se escucha la versión de la pieza de Scarlatti interpreda
por Pedro.
Ese que toca es Pedro, mi padre ciego. Era la pieza que más me gustaba de pequeña. Hacía
mucho tiempo que él no la tocaba… la grabé en una casetera la primera vez que pude regresar
a Argentina, hace veintisiete años.
Pedro siempre me decía: “Los ciegos son el único grupo que se atreve a mirar el sol de frente.
Aceptan el sacrificio a fin de que otro sol se levante. Ser ciego significa encontrar detrás
nuestro, ese momento hacia el presente vivo, una mirada inédita, aquella de lo posible.”
Y yo me pregunto, les pregunto: ¿Los que queremos cambiar al mundo, miramos al sol de
frente y nos quedamos ciegos? ¿Por qué hemos perdimos tanto? ¿Nos equivocamos? ¿Ha
valido la pena?
Vamos, Pedro, no te me adelantes. Dame la mano, papá. Te me escapas... Sí, te sigo, ahí voy
sobre tus huellas, dentro de tus huellas. Ahí viene nuestra gaviota. Se acerca, nos está
llamando. (Canto de gaviota). ¿La oyes? ¿Por qué suena tan triste? ¿Es algo del pasado? ¿O
del futuro? Es algo del futuro, yo lo sé… Ya vámonos, papá, toma mi mano, vamos al agua
profunda que abraza; mar adentro; más allá de las grandes olas ¿las oyes? ¡Arriba papá!
¡Arriba!
Así viví mi infancia. Yo tenía siete años y Pedro, mi padre ciego, me guiaba, me seguía y se
fugaba… Todos los veranos, hasta que cumplí los quince años, mi familia se refugiaba en las
costas de Uruguay, en un lugar de nombre mágico: Piriápolis. Una playa larga, larga, entre
dos extremos de promontorios y de rocas. Uno de ellos, Cabo Naufrago, donde nos esperaba
nuestra gaviota; el otro, Playa Brava, donde había un viejo restaurante en el que yo bailaba
valses hasta marearme, abrazada a una columna. (Canta como niña el vals y gira, gira, gira.)
Mientras mi padre se tomaba un coñac francés y leía poesía a cambio de su trago. Eran días
soleados y hermosos.
Vencer el miedo.
Pero más hermosos nos parecían si amenazaba tormenta. Cuando rugía el cielo al amanecer,
tronando como queriendo desorbitar al mar, Pedro y yo nos escapábamos muy encapotados a
caminar por la costanera para desafiar las olas que se levantaban un par de metros por encima
de la barda. Ciérrate la capa ¿qué? Que te cierres bien la capa, me decía. Mano en mano,
esperábamos el embate. En posición de alerta, Pedro, con el cuerpo en guardia y la cabeza
erguida, revoloteaba los ojos aguardando el estallido de frente como si fuera una lección de
rebeldía y libertad. Y así, ebrios por el estruendo, la sal, la espuma en la boca y en la cara,
seguíamos avanzando por la costanera durante dos o tres horas, de ida y de regreso, una y
otra vez. Éramos los únicos. No había nadie más. Nadie que se atreviera como nosotros a
llegar al extremo del muelle para sentarnos muy juntos y en silencio, a esperar que todo se
calmara. Ahí, pasada la tormenta, hablábamos del peligro, del terror, de lo desconocido; de
todo aquello que ya conocería yo mucho después. Así fue como aprendimos a enfrentar el
miedo y a confiar en el mar. Mar tranquilidad, mar tormenta, mar misterio... Mar refugio...
Refugio.
Canturrea a Scarlatti tocando el pianito de juguete.
Cuando papá volvía del trabajo y se sentaba a tocar el piano, yo me acurrucaba debajo del
teclado con la oreja sobre el arpa y le pedía mi pieza preferida. (Tararea.) Entonces él,
mientras la tocaba, dejaba caer los trinos sobre mi mollera… (Juguetea con las manos
mientras canturrea y trina sobre la mollera de algunos.)
Estoy aquí gracias a Pedro, a mi padre ciego, radar amoroso con quien celebré la infancia
como nadie. Estoy aquí porque, mirando a través de sus ojos y él a través de los míos,
aprendimos a ver el mundo de una manera abierta y gozosa. Porque escuchándolo, su
universo imaginario se hizo habitable y mío. Estoy aquí porque sus manos, que fueron sede
de intimidad, de confianza, de percepción solidaria y de consuelo; aún me impulsan a lo que
vendrá.
Historia.
Pero vamos al principio: nací el tres de marzo de 1943, el mismo día en que mandaron el
primer contingente de judíos de Salónica a Auschwitz. Por eso, y por todo lo que sucedió
durante el genocidio judío de la Shoa, en casa nunca se mencionó a Dios.
Mis abuelos maternos, judíos de Moscú, amasaban fortuna en Buenos Aires. Su hija Esther,
mi madre, hermosa y rebelde, se negó a ingresar a la prepa judía en la que la inscribió el
abuelo Jeramel. Entonces, él contrató a varios maestros para hacerla cumplir con algunas
materias. Así fue como Pedro Ignacio Rosell Vera, un muy recomendado profesor de
Literatura, poeta, ciego y para colmo católico, entró en la mansión de la familia Maazel
Schereschevsky. Su tarea era enseñarle a Esther literatura; por supuesto; pero terminó
impartiéndole poesía, contándole historias y de paso, practicando un poquito de anatomía. Mi
madre, apasionada como era, decidió cambiar la pedagogía por el matrimonio y así fue como
Pedro y Esther se escaparon a Santiago de Chile a casarse por poder. Ella tenía 17 años y él
19.
El abuelo Jeramel siempre llamó a mi mamá “la renegada” y a mi padre “el
Goi” (despectivamente) el católico. Y a mí, me rechazó hasta el día de su muerte.
En cambio mi abuelo paterno, Víctor Rosell, un limeño culto y jacarandoso, aventurero y
contrabandista en su juventud, me heredó el grito de guerra que escuchó de las ballenas
cabeza de yunque en las Islas Azores (grito de la ballena). El grito que me mantiene viva.
Por eso estoy aquí… Y porque mis padres me engendraron luego de una visita a Pablo
Neruda en su casa de Isla Negra, encendidos por sus versos y después de una tormenta que
hizo tintinear escandalosamente la colección de botellas antiguas del poeta… Los poetas.
Los exiliados.
Piriápolis, esa playa larga en Uruguay, era guarida de las fieras del exilio; poetas y escritores
que bramaban sus palabras mientras caminaban por la orilla. Por las noches se oían las
canciones de la Guerra Civil Española, las esperanzas republicanas, la melancolía arrasadora.
Había que vociferar la resistencia a Franco, el gran tirano. Y sostener la llamada poderosa del
regreso.
Decía papá que Pablo Neruda se movía despacio, como “respirando el aire por las heridas”, y
decía: “He tratado de fundar mi piedra a plena mano, / con razón y sin razón, con furia y
equilibrio, a toda hora. / Por eso, cuando vi lo que ya había visto, / y toqué tierra, lodo, piedra
y espuma mía, / dije: “Aquí estoy”/ Me desnudé a plena luz. / Dejé caer las manos en el mar /
y cuando todo se puso transparente / me quedé tranquilo”.
Mi madre, entre el bullicio, las chispas, astillas y cenizas de esas incansables fogatas
nocturnas, les cantaba a los poetas. Hermosísima, los hombros al aire, los pies desnudos,
faldas largas de gitana y flores en el cabello suelto: (canción sefardí) “A la una nací y, a las
dos me engrandecí, a las tres tomí amante a las cuatro me casí, alma y vida y corazón… /
Yéndome para la guerra, al aire dos besos di, el uno es para mi mama, y el otro para ti, alma y
vida y corazón/ Disme niña onde vienes, que te quiero conocer, y si no tienes amante yo te
haré defender, alma y vida y corazón… Alma y vida y corazón.” Ese era el canto sefardí que
corría por su sangre, el canto de su vida, de su historia.
Yo no sabía que la furia del mar embravecido por el hombre, me arrancaría años después de
esta playa, me expulsaría de mi patria, como lo había hecho con los poetas arrojados de sus
tierras. Piriápolis, Piriápolis, podría invocar ahora… Pi-ria-po-lis…
Confieso que he elegido nombrar, testimoniar, denunciar y seguir soñando. Dice María
Zambrano que la confesión se hace necesaria cuando el hombre se siente solo y desamparado.
Y que al compartir la palabra a viva voz, de la entraña surge la esperanza de que algo que aún
no se tiene, aparezca. Algo más allá de la vida individual.
Por eso, si me acompañan, podré llegar al fondo de la fiesta y del naufragio, tratar de rehacer
la esperanza, y deshacer la tragedia desde esta nueva intimidad. Por eso estoy aquí, para
compartir lo que me ha sido dado (haciendo referencia a la mesa y sus objetos) este pan que
es nuestro. Celebremos.
2. PULMOTORES.
Saca lentamente el cajón peruano y se sienta. Respira haciendo referencia a un pulmotor y
golpea en su cajón, cual latido de corazón.
“Cada inhalación es como renacer. Nacer otra vez. Como salir del mar después de una gran
ola.” (Respira.) Dice Elena; veintiún años; paciente del Hospital Ferrer.
Creo que yo tenía veintidós o veintitrés años cuando estudiando la carrera de Musicoterapia
fui invitada a trabajar en el hospital Ferrer, una institución donde vivía una comunidad de
unos veinticinco niños y adolescentes, y algunos adultos, que habían sido afectados por la
epidemia de poliomielitis del año 54, en Argentina. Lo particular de todos estos niños es que
no solo habían sufrido parálisis en todo el cuerpo, sino también en su sistema respiratorio.
Se escucha el ruido ensordecedor de los pulmotores.
Cada paciente estaba conectado a un pulmotor, una máquina de buen tamaño que les ayudaba
a respirar mecánicamente… El pulmotor: un disparo de aire que lo inunda todo, y luego se
fuga, vaciando todo. (Inhala profundamente y exhala con fuerza). Algunos lo llamaban “mi
ataúd” “mi cofre”… A todos les había practicado una traqueotomía, la incisión donde se
instalaba una cánula, un pequeño tubito rígido donde se conectaban los respiradores. Si por
alguna razón tenían que desconectarlos, ellos podían con sus propios dedos o con ayuda de
alguien, tapar la cánula durante no más de un minuto para permitir que el aire llegara por la
boca directamente hasta los pulmones. A este gesto tan ansioso y efímero, yo lo llamaba el
terrible súper popote. (Se toca su propia cicatriz. Respira “a través de su popote”).
Cuando llegué la primera vez, todos estaban esperándome en el salón de fiesta de la casa
donde vivían, un palacete aristocrático y antiguo que llamaban el Hogar. Nada me había
preparado para escuchar el sonido simultáneo de esa veintena de aparatos, tan disparejo y
atronador; fuelles, disparos, golpes. Pensé por un momento que no iba a ser capaz de trabajar
con estos niños los cuatro años previstos. Y entonces me pregunté, cómo podía ser que en
medio del infierno de fuelles estos niños tuviesen esa expresión, esa mirada, esa sonrisa y
esa disposición corporal para auscultarme, para escucharme... Luego de hacerme una ráfaga
de preguntas personales, me las arreglé para contarles que tenía un papá ciego y que sabía lo
que era vivir con alguien que necesita confiar en los otros sentidos y que tal vez, lo más
importante, era que me había enseñado a mirar, escuchar y confiar en el corazón de los
demás. (Chasquea.) Así ríen… Y aplauden, llaman y gozan; porque su diafragma no sostiene
el esfuerzo muscular para poder reír. Y yo me pregunto ¿por qué nosotros, “los normales”,
qué sí podemos respirar, no nos reímos más?
Digamos que hoy es un día de clase normal en el Hospital Ferrer y voy a presentarles a
cuatro de estos pacientes. La entrada de cada uno al salón de baile es muy aparatosa porque
siempre vienen acompañados de dos o tres asistentes que empujan su silla o camilla rodante y
el pulmotor a corta distancia, para conectarlo nuevamente.
El primero en llegar es Norberto, un chiquitín de nueve años; ciego, albino, curioso, sensible
y frágil. Totalmente inmóvil, salvo por sus manitas que agita como alas de mariposa. Con su
vocecita aguda me grita: “Hebe, ya llegué.” Y yo lo recibo dibujando las notas en su carita:
do, sol, do, sol, do, re, mi, do… Norberto siempre espera que le regale una piedrita, un
pedacito de corteza de árbol, un caracol para explorar y que lo lleve navegando lejos de aquí.
A un lado se ubica Diana, de doce años, una hermosa pequeña con el rostro alargado y fino;
la admiración de todo el mundo. Está totalmente inmovilizada en una camilla; triste y
ensimismada; pero es muy dulce y posee una voz extraordinaria… A ella le gusta que la
salude ¿cómo está hoy esa súper voz, Diana? ¿Practicaste ese agudo que quedamos? A ver,
dame la nota. (Tararea, en agudo, “Arroz con leche”). “Hermosa”, le digo. Beso en la
frente. Sonrisa luminosa.
Ahí llega Cristina… Cristina tiene quince años y es el escándalo del hospital. Una joven muy
realista, objetiva y alegre; con el cabello largo, rubio y rizado; que casi siempre lleva suelto y
alborotado. Cuando entra me saluda con su voz aguda de comadre que se mete en todo y con
la que regularmente hace comentarios mordaces. Nada se le escapa. Y tiene novio, un
muchachito que la ve a menudo, y con quien seguramente comparte besos clandestinos
porque después de cada visita se la ve muy feliz y sonrojada. A Cristina le gusta que me
apoye en sus antebrazos y le pregunte: ¿qué chisme nos tienes hoy, Cristina?
Para terminar, una de los pocos adultos; Teresa. Una mujer de treinta y dos años que llevó
por más tiempo una vida normal antes la epidemia. A veces, deja pasar a cuentagotas un
poquito de información, sobre todo acerca de su vida sentimental. Que su novio se llamaba
Diego y era estudiante de arquitectura. Que leían mucho juntos y les gustaba caminar sobre
las hojas secas en el otoño. Que hacían el amor apasionados, cómplices y que pensaban
casarse en unos meses, antes de sufrir la enfermedad; por supuesto; después esos planes
cambiaron… Teresa es una espiga; alargada como cuadro de Modigliani; con un rostro
ovalado y unas manos finas siempre puestas en el regazo. Nunca participa pero es muy
observadora, la primera en detectar, en medio del barullo de los fuelles y la música, si alguien
se pone triste o se encuentra mal. A ella también la beso en la frente y sonríe con dulzura
como un pequeño felino.
Un día, cuatro años después del inicio del taller, les hice una entrevista. ¿Para ti, qué significa
respirar? Les pregunté. Y esto fue lo que me respondieron.
Norberto, el pequeño ciego: “Respirar es vivir con hambre de todo. Hambre de saber, de
sentir, de decir. Me da la sensación de que puedo olfatear lo que pasa a mí alrededor, es como
ver. Respiro a mis amigos y sus humores, sé perfectamente lo que le pasa a cada uno”.
Diana, la cantante triste: “Cada vez que inhalo, siento como una guerra por el aire, pero
cuando respirar me permite cantar, es como si nadara en el agua. Se siente muy bien.
Entonces soy muy feliz”.
Cristina, la mordaz: “Estoy segura que allá afuera, los normales se dejan vencer por el enorme
cansancio de respirar cuando las cosas no van bien. Los veo, llegan atravesados como por un
rayo, ahogándose, aunque quieran disimular con nosotros. Yo por lo menos cuento con este
ataúd respirador que no se altera ni se descompone. Casi. Tiene su chiste ¿verdad? ¿No será
que respiro mejor que los de afuera?” (Chasquea).
Teresa, la invitada silenciosa: “Respiro hasta llegar a mi centro; como decía mi maestra de
Yoga; pero lo que siento es trágico. Para mí no hay regreso a la vida compartida. Mi cuerpo
no puede amar, sobrevivo.” Ella no aguantó, se suicidó. Bastó con que separara su dedo de
la cánula por más de un minuto para dejar de respirar. (Separa el dedo de su cicatriz).
Canta el tango Los pájaros perdidos, de Piazzola: “Amo los pájaros perdidos, / que vienen
desde el más allá. / A confundirse con un cielo / que nunca más podré, recuperar. / Vuelven
de nuevo los recuerdos, / las horas jóvenes que di. / Y desde el mar surge un fantasma, /
hecho de cosas que amé y perdí. / Todo fue un sueño, un sueño que perdimos, / como
perdimos los pájaros y el mar. / Un sueño antiguo y breve como el tiempo, / que los espejos
no pueden reflejar. / Después busqué perderme en tantos otros, / y en esos otros todo era
soledad. / Por fin logré reconocer cuando un adiós es un adiós / y ahora vuelvo a nacer y
respirar.”
La pequeña sociedad del Ferrer me enseñó que la realidad es más habitable desde el
“nosotros”. Que vivir en comunidad enseña a superar lo doloroso. Que se puede hablar la
verdad desde el cuerpo desdichado y roto. Que se puede mirar abiertamente y de frente a lo
distinto, lo opuesto y lejano. Y sobre todo; aceptar que lo trágico conlleva siempre la pelea
por cambiar el destino.
3. MILITANCIA.
Astarsa.
Con esa preciosa herencia, me sumergí en la oleada de enorme efervescencia política y social
en la Argentina. Luego de largas y muy ásperas negociaciones entre el último dictador
castrense, el General Lanusse, y Juan Domingo Perón, desde el exilio en España, el gobierno
militar llamó finalmente a elecciones. El 11 de marzo de 1973 es elegido presidente interino
de la Argentina Héctor Cámpora, un viejo aliado de Perón. El primer gobierno democrático
después de siete años de dictadura (ni la primera, ni la última).
Unos meses antes de terminar mis clases en el Ferrer, fui a un recital político donde conocí a
Juan Sosa, un respetado líder de la agrupación más combativa del sindicato de los Navales;
Juan; el Chango. Un gitano de pelo azabache, lúcido, valiente, inflexible en lo político y tierno
en lo personal. Tenía una hermosa voz de timbre ronquito y una manera apasionada de cantar.
Fue inevitable; lo admiré, lo seguí, lo amé.
Se escucha el fuerte golpeteo del astillero.
Juan y su carnal, el Tano Mastinú, también delegado sindical, trabajaban como oxigenistas y
soldadores en los Astilleros Astarsa, una empresa privada constructora de barcos de gran
calado. Cada nave se llevaba dos o tres muertos y una gran cantidad de lesionados y heridos.
Las condiciones de trabajo eran letales; más de cincuenta grados de temperatura en los
compartimentos estancos. Gases tóxicos de las pinturas y soldaduras. Ruidos atronadores y
penetrantes a pesar de las protecciones. Esterilidad, sordera, amputaciones, quemaduras,
caídas desde grandes alturas, eran los padecimientos habituales En toda la instalación había
apenas escasos primeros auxilios y un solo extinguidor para tres mil trabajadores.
Una mañana Juan me llama a eso de las diez: “El Cara Antigua, Hebe, el “Cara antigua” salió
hecho una antorcha del doble fondo del Ceibo…” Uno de los barcos en construcción, se
cobró lo suyo para variar. El Cara Antigua tenía 24 años. (Prende una veladora cuya flama
la acompañará hasta el final.)
Canta el Blues Pájaro de Fuego: “Caí como un pájaro de fuego, / volé con la fe de un
suicida. / Quién soy y dónde y cuándo / caer, morir volando. / Caer, morir, volando.”
Seis días después el “Cara antigua” esta muerto y, liderados por Juan y el Tano Mastinú, los
trabajadores toman el astillero. En la entrada una manta gigantesca: “Queremos que esto sea
un astillero y no un matadero”. Los once directivos de la empresa; rehenes. Los empleados
conversan por grupos en las instalaciones que ahora son suyas. Las mujeres muy juntas en la
entrada, animando a los huelguistas. La policía y la prefectura detrás de nosotras. Idas y
venidas de Juan y el Tano al renovado Ministerio de Trabajo. Días después, el ministro llega
hasta el astillero y anuncia que por órdenes de Cámpora, nuestro presidente interino, la
empresa debe cumplir con las exigencias de los trabajadores. Gritos de júbilo. Salen primero
los rehenes, cabizbajos, en cuatro automóviles de lujo. Luego avanzan a pie los compañeros
entre una multitud de vecinos, trabajadores de otros gremios, periodistas, funcionarios,
políticos y los Montoneros. ¡Perón, Evita, la patria socialista! Corean todos. Es un triunfo
total.
Yo alcanzo a escuchar una profética advertencia por parte del ministro: “No, no, muchachos,
entiéndanlo de una vez por todas. Nada de socialismo. La patria es peronista.”
Canta nuevamente: “Caí como un pájaro perdido / volé con la fe de un suicida. / Quién soy, y
dónde y cuándo, / caer, morir volando. / Caer, morir volando.
Encendidos por el triunfo y por el enamoramiento; unos días después, en la primavera
bonaerense; el Chango y yo engendramos a Juancito; el Oso. Durante esos meses con mi
grupo musical “Huerque Mapu” nos abocamos a grabar el disco: “La cantata de los
Montoneros”, la gesta armada de la organización. Música, poesía y compromiso; para
nosotros; la mejor forma de militar. En la presentación del disco los bombos peronistas
atronaban junto con el entusiasmo del público y Juancito saltaba como demonio en mi panza,
tanto, que nuestro amigo Alfredo Zitarrosa; el cantor más comprometido y prestigioso del
Uruguay; vaticinó: “El personaje que traes ahí adentro es machito, se llama Juan y yo seré su
padrino de vino.” Era noviembre del 73.
Para presentar el disco, ese verano hicimos giras por todo el país. A tumbos, por las
terracerías del sur, yo embarazada de seis meses, en Santa Cruz, tuve como responsable
político a un chavo alto, flaco, de ojitos cruzados, que luego llegó a ser presidente de la
Argentina; Néstor Kirchner. Él me cuidaba mucho y decía: “¿Cómo puede ser que esta mujer
embarazada; luego de seis horas de terracería; pueda subir al escenario y cantar de esa
manera?” Hace unos cuatro años me invitó a la Casa Rosada, el edificio presidencial, para
darle un abrazo. Le regalé un palo de lluvia, y le dije (le mentí): “Este es un bastón de mando
mexicano, te conmino a que con él, hagas realidad lo que soñamos. Y si no lo haces, vengo a
darte el bastón por la cabeza”. Se rió tanto.
Kirchner en verdad admiraba la herencia política de Perón y Evita. En el periodo que
gobernaron juntos, habían sentado las bases que planteaban la necesidad de la justicia social y
las reivindicaciones esenciales para los trabajadores. Hospitales, escuelas, centros de
enseñanza y discusión política, tiendas de distribución gratuita de alimentos y enseres,
asociaciones civiles para defender las demandas. Ambos le habían regresado a la gente la
esperanza de asumir su propia capacidad de cambiar la realidad.
Expulsión.
Juancito tiene ya veinticuatro días de nacido; cachetes espectaculares, ojitos oscuros y
rasgados. Me mira con una confianza entregada mientras lo arropo y le explico que es
primero de mayo y vamos al encuentro del viejo líder, el gran Perón, que ha regresado de su
exilio. Aprieto emocionada a mi bultito cachetón y camino despacio hacia la Plaza de Mayo;
donde está el palacio presidencial; a unas quince cuadras. Es un día hermoso de otoño, el sol
está radiante, hace un filito de frío y las hojas caen de los árboles. Un día peronista, como
solemos llamarles, un día histórico de reencuentro. A mí alrededor, miles y miles avanzan en
columnas festivas hacia la histórica plaza. Juan llegaría más tarde al frente de los tres mil
trabajadores que aún saboreaban el triunfo de la toma de Astarsa.
Desde mi lugar apartado y seguro, alcanzo a ver cómo llegan por la derecha los sindicalistas y
burócratas conservadores. ¡Se va acabar, se va acabar, los montoneros y las FAR! Por la
izquierda llegan los sectores populares y organizaciones de trabajadores, de jóvenes y los
Montoneros. ¡Se va acabar, se va acabar, la burocracia sindical!
Por fin, a las cinco de la tarde, Perón sale al balcón. Todos los gritos se unen en uno: (canta
el himno peronista) “Perón, Perón que grande sos, mi general, cuanto valés, Perón, Perón,
gran conductor, sos el primer trabajador…”
Perón: “Hoy, hace veintiún años que en este mismo balcón, y en un día luminoso como
este… les advertí a los trabajadores que se venían tiempos difíciles…”
¡Se va acabar, se va acabar, la burocracia sindical! Insistimos nosotros, los de la izquierda…
Todos sabíamos que desde su exilio en España, Perón había reclutado a gente de derecha e
izquierda sin escrúpulos. Su llamada “política incluyente”. Esa bomba va explotar; decía Juan.
Nos estaba dando atole con el dedo por igual.
Perón: “Decía… que a través de estos veintiún años, las organizaciones sindicales se han
mantenido inconmovibles… Y ahora resulta que unos imberbes pretenden tener más mérito
que los que lucharon veinte años...”
Al principio nadie entiende lo que está pasando. Ha llamado imberbes a los que nos jugamos
la vida para que volviera: Vámonos ché, dicen algunos. ¿Qué le pasa al viejo hijo de Puta?
Gritan otros. ¡Este discurso empieza a oler a podrido! Yo le susurro a Juancito: “el viejo está
chocheando, está chocheando”.
Perón: “Resulta que… Hay algunos que todavía no están conformes con todo lo que hemos
hecho”.
La multitud comienzan a darse vuelta. Los Montoneros caminan hacia la salida de la plaza
bajo una lluvia de piedras, palos, gritos y puteadas de los burócratas conservadores. Por los
walkie talkies de los dirigentes van y vienen órdenes contradictorias: ¡No abandonen la plaza,
no la abandonen! ¡Pero se están yendo, la gente se va! ¡Párenlos, párenlos! ¡Nos vamos a
arrepentir! Pero no hay forma de detener a la masa. Perón; desbocado e incrédulo; ve cómo;
por primera vez en su vida; miles y miles le dan la espalda y lo dejan desairado en medio de
un discurso. Los hijos rompiendo con el padre.
En el desbande, veo rostros desencajados llenos de sangre, chicos llorando, ancianos
horrorizados. Caras llenas de rabia, caras amargadas, violentadas. Ojos hundidos, puños que
se levantan amenazando. El lado izquierdo de la plaza se vacía. Esa fue la muerte de la unidad
que provocaría todo lo que sucedió después. Fue irreparable, la bomba había estallado. Yo
abrazo a mi Juancito desconsolada y me alejo corriendo en dirección a nuestro palomar en
espera de que Juan papá haya librado la enorme violencia y la terrible decepción. Mientras
camino estrujo a mi cachorro y sé que nuestro exilio ha comenzado.
Canta el Blues Sometimes: “Sometimes I feel, like a mother less child. / Sometimes I feel,
like a mother less child. / A long, long way from home. / A long, long way from home."
Clandestinidad.
Perón muere dos meses después. Los Montoneros anuncian intempestivamente que pasan a
la clandestinidad, a resistir y enfrentar al ejército y al gobierno con grandes acciones armadas.
Es un acto suicida. Todo el movimiento trabajador y las grandes organizaciones sociales
quedan desprotegidas. El nuevo gobierno, con la ayuda de las fuerzas armadas, amparados
por la nueva Ley de Seguridad Nacional, comienza a perseguir, torturar y desaparecer a miles
de militantes.
A veces no sabes de quien va a surgir el gesto solidario… Estoy en el palomar del piso
diecinueve a mitad de un ensayo con el Huerque Mapu. Tocan fuertemente a la puerta. Es el
señor Han, el portero del edificio, un japonés siempre distante. “Policía milital pleguntando
pol usted… Dije que no sabía piso, que iba a buscal”. Ha fingido no saber cuál es mi
apartamento para ganar tiempo. El grupo sale corriendo por las escaleras. Pongo en una bolsa
documentos, pañales, mamilas y cargo a Juancito. Subo un par de pisos para refugiarme con
unos amigos mientras la policía militar fuerza la puerta del palomar, desbaratan todo y se
llevan unos ejemplares de nuestro disco “La Cantata de los Montoneros...” Días después, a
quemar documentos incriminatorios en casa de mi padre. Ahí va Mao, dice Pedro. Ahí va el
Ché... Mi mamá, la valiente, la siempre presente, logra vender el palomar y en octubre Juan,
Juancito y yo, logramos instalarnos en una casita fuera de la capital.
En ese lugar anodino pasamos momentos relativamente dichosos, tomando mate en el patio
soleado. Juancito se entusiasma con cualquier cosa redonda con agujerito en el medio que
gire sostenida por un palito. “Dico, dico” exclama. Su tercera palabra, la más importante.
Para celebrar oficialmente su nueva vocación de disk jockey, músico e ingeniero de sonido, le
conseguimos un viejo tocadiscos y una pila de acetatos que suenan horrible pero que son su
mayor felicidad. Los pone, canta, revolotea, salta y gorgojea como pajarito, mientras su papá
y yo bailamos bien apretados unos tangos y giramos embriagados por tan sencilla felicidad.
Tararea el vals “Sous le ciel de Paris” de Edith Piaf y se abraza a su columna. Esta se
convierte en el camión en el que recarga las manos, con los brazos y las piernas abiertas.
Una noche decido dejar a los Juanes y escaparme de nuestra guarida para ir a una función de
teatro-cabaret al otro extremo de la ciudad. Necesitaba levantar el ánimo. De regreso, ya muy
tarde, el camión en el que viajo es detenido para una revisión militar. Luego de esculcar a cada
pasajero minuciosamente, los regresan a bordo del vehículo. A mí me retienen, permanezco
recargada como delincuente. Miro la lámina deslavada del camión preguntándome qué
impulso suicida me hizo poner todo en peligro. Mientras, los militares inspeccionan una y
otra vez mi bolso, mis documentos, mis reacciones, yo me arrepiento y me culpo por haber
despreciado todas las reglas de seguridad aprendidas en tantos años. Los militares pasan una
a una las páginas de mi agenda y el sonido que produce el papel se magnifica en mi cabeza en
medio de tanto silencio. La idea de no ver más a mi escuincle me atraviesa toda, pero no debo
llorar, no debo mostrar debilidad. El camión no se mueve. Diez minutos después me dejan
subir. Mis piernas quieren quebrarse pero me sostengo. Sería mortal dejar ver mi terror. Por
fin el colectivo avanza, entonces me desmorono y alguien me sostiene. A las cuatro cuadras,
fuera de la zona de peligro, los pasajeros aplauden frenéticamente y se ríen conmigo.
Comienzan a palmearme cariñosamente en todo el cuerpo. Aúllo, lloro, me ahogo
agradecida… No me abandonaron…
Del palmeo gozoso comienza el golpeteo cada vez más violento. Escena de tortura.
“Empezaron con cachetadas fuertes, luego siguieron con los puños, por todos lados. Había
un fuerte componente moral y religioso en los torturadores. Participaban todos: uno aplicaba
la picana, otro clamaba a gritos a Dios, otro perpetraba la tortura sexual, otro hacía el
interrogatorio. A veces me metían un revólver en la boca y jugaban a la ruleta rusa. Intenté
fugarme tirándome por la ventana del baño en el primer piso del jardín. Terminé aislada y con
fracturas múltiples…” Esto no me pasó a mí. Es el testimonio de Pilar Calveiro, que ahora
vive en México. Yo la libré gracias a un chofer que decidió no arrancar su camión y a veinte
pasajeros que aguardaron en silencio. Por eso estoy aquí. Por eso pude llegar a casa y abrazar
fuerte a mis dos Juanes. Que este abrazo durara siempre… Se acerca el momento de partir.
A fines del 75 Juan papá ya era buscado tanto por el ejército como por los Montoneros; en el
primer caso por terrorista, en el segundo, por supuesta traición. Sin darme mayores informes
arregló su salida a Madrid en un itinerario cuyos detalles nunca supe. En enero del siguiente
año, el turno es de Juancito y mío. Alrededor de treinta amigos y conocidos nos escoltan al
aeropuerto por si me detienen al momento de la salida. Todos tratan de poner sus mejores
caras pero en el rostro de mi madre no cabe el disimulo, qué expresión tan triste. “Voy a
buscarte donde sea necesario” me dice; yo sé que es cierto y la abrazo fuerte. Pedro no viene
a despedirme, nunca supo cómo enfrentar las despedidas y las ausencias… Entonces paso
migración, me sellan el pasaporte y me embarco con mi escuincle en brazos sabiendo que no
regresaré en mucho tiempo. Ha llegado el momento. Soy arrancada de mi playa, me siento
vencida, pero estoy con vida…
Canta nuevamente: “Sometimes I feel, like a mother less child. / Sometimes I feel, like a
mother less child. / A long, long way from home. / A long, long way from home."
4. EXILIO.
España.
Juan, Juancito y yo, nos instalamos en el popular barrio de Vallecas. Hasta nuestro
departamentito en el quinto piso llegan los cantos hondos, las guitarras desgarradas y las
frenéticas castañuelas del flamenco vespertino. Frente a nuestro balcón lleno de flores, al
estilo español, se despliega una veintena de vías de entrada y salida de trenes de la estación
Vallecas. Juancito se sienta por horas a verlos, admirado por tanto movimiento: “Tenes
¿onde?” pregunta. Y Juan papá, que cada día se hunde más en su tristeza, inventa llegadas a
lugares mágicos fuera de nuestro alcance.
Casi un año después, son asesinados varios abogados de izquierda, en los titulares de los
periódicos se lee a primera plana: “El asesinato de la calle Atocha.” El gobierno español acusa
a los Montoneros de contaminar de violencia el proceso político.
Una madrugada una llamada nos conmociona; es la esposa de uno de los compañeros de
Huerque Mapu: “A dos de ellos los acaban de detener y los llevan a Carabanchel, van por
ustedes.” Otra vez recogemos documentos, pañales, mamila, leche y medicinas porque
Juancito tiene una diarrea hemorrágica que lo tiene mal desde hace días. Al bajar a la calle
vemos los carros de la policía militar aproximarse, corremos en sentido contrario por las
callejuelas del barrio popular. Le pedimos a un señor que está cargando su camioneta que nos
lleve al Hospital Infantil. Al llegar a Urgencias me parece ver dos camionetas de la policía
militar, no nos atrevemos a entrar. Tomamos un taxi. ¿A dónde? Juan papá sugiere que al
edificio donde vive el padrino Alfredo Zitarroza. Frente a la entrada nos quedamos inmóviles,
tampoco nos atrevemos a tocar el timbre por el riesgo de involucrarlo. El Chango está
totalmente abatido, apenas puedo distinguir al hombre aguerrido del cual me enamoré.
Juancito dormita en mis brazos, se queja y respira con dificultad. Siento que esta vez no hay
salida, solo desolación, una aterradora impotencia… Así, los tres, sentados en el umbral de
nuestro amigo, esperamos hasta el amanecer.
No es la primera vez que me siento en un umbral con la sensación de que el futuro es algo de
lo que se habla pero no se puede acceder. Tengo veinticinco años y estoy sentada en el
umbral del consultorio de una dermatóloga. Hace unos minutos acaba de diagnosticarme un
melanoma maligno en la base del cuello (se toca su cicatriz), un cáncer de piel galopante que
habrá que extirparse de urgencia temprano en la mañana. Le llamo a mi marido de entonces,
el primero, uno de les Luthiers (gesto de no importa quién) y me dice: “No puedo creerlo,
ché”. Se esfuma. Llego sola a la cirugía. Anestesia local. Oigo los comentarios de los
cirujanos: “Hay que reacomodar los músculos esternocleidomastoideos. Es imposible darle
un diagnóstico antes de cinco días. Y qué tal si nos vamos después por unas cervezas al
boliche de la calle Corrientes”. ¿Voy a volver a cantar? Les pregunto… No responden. Se me
olvida que en ese momento no puedo ni siquiera hablar… Tres meses después siento todo mi
cuerpo, no solo mi cuello, como el tronco de un árbol; rígido, hinchado, rugoso y como
tallado por un cuchillo. Estoy viva ¿pero quién va a querer abrazarme así? Hebecita; me dice
Pedro ¿pero que no te acordás que abrazar un árbol es maravilloso? ¿Quién no querría
abrazar a un árbol?
Y si que tenía razón… Un día en la fiesta de cumpleaños de Mercedes Sosa, amiga de mi
madre, un hermoso poeta y compositor de la edad de Cristo me tiró los perros. Y ahí, delante
de mi mamá y su segundo marido, papá Calamaro; bajo la mirada cómplice de Mercedes que
me hacía carita de “ándale, anímate”; dije que sí. Y bien que el poeta me apachurró y todo lo
demás durante los siete días que pasamos juntos, cuando yo creí que era imposible volver a
hacer el amor. Poni Micharvegas. Hace poco me lo encontré en Facebook. Nos escribimos.
Tiene 76 años. Vive en Madrid.
Madrid, 1977. Un coronel Español a quien le gustaba ir a escucharnos cantar a menudo, fue
quien gestionó la liberación de mis compañeros del grupo y consiguió la expulsión de todos
nosotros hacia Francia. Partimos hacia París en avión con dos de mis compañeros esposados
y custodiados. El Osito, sonriendo en mis brazos.
Francia.
Nos recibió Amnesty Internaciónal y nos ubicó en una casa de franceses solidarios. Juancito,
que en las escuelas españolas no decía palabra, en París normalmente estaba nervioso y
excitado provocando algunas reacciones de rechazo entre la gente que nos albergaba. “Arréte,
Arréte, petit démon”. Ya párale, pequeño demonio. Una noche, después de un recital que
ofrecimos Juan y yo en una peña para sacar algún dinerito, un grupo de jóvenes
revolucionarios chilenos de izquierda, el MIR, al ver que Juancito dormía en el suelo detrás
del escenario, nos proponen irnos a vivir con ellos en una comunidad a las afueras de París, y
por supuesto, les tomamos la palabra. Nuestros hermanos Chilenos tampoco la habían tenido
fácil, pero nunca se quejaban, eran discretos y nos enseñaban cosas prácticas y cotidianas:
“Las camisas se empiezan a planchar por las mangas”. Me decía Rosalía, quien como si nada
me compartió que lo único que le dolía era no poder hacer el amor. Le acababan de
reconstruir la vagina, después de meses de cárcel y tortura en su país. A esos doce hermanos
chilenos les agradezco haber hecho feliz a Juancito cuando jugaban con él a las
escondidillas o la pelota y lo apapachaban. Era la primera vez que el Osito podía reír y
desplazarse.
Un campanazo cimbró en lo más profundo del desasosiego. El llamado a formar parte de
Sanampay, un grupo de música latinoamericana en México que integraban algunos de mis
viejos camaradas del Huerque Mapu. ¡No podía creerlo! ¡Construir un nuevo proyecto de
vida, un proyecto musical, político y poético! En ese mismo instante tomé la decisión. ¡Nos
vamos! Juan, el Chango, decide quedarse en París a probar suerte como cantante. Un mes
después nos embarcamos el Osito y yo con casi lo puesto y una sola palabra de compañía
“Arrête.”
Catorce de septiembre de 1977, una tarde cálida, un cielo despejado, muy azul, al fondo unos
volcanes nevados, mis dos guardianes mexicas. Guadalupe Pineda y Caíto nos esperan con
unas sonrisas grandototas. Le dije a Juancito, de apenas dos añitos y medio, con la certeza de
haber regresado a casa: “Aquí me quedo.” Por eso estoy aquí…
Canta: “Aquí me quedo / aquí nací otra vez y aquí me muero, / aquí nació mi sueño aquí
nacieron / los hilos de esta historia y tú. / Aquí no puedo decir que te quedes, te tengo /Aquí
no puedo decir que me ames, te tengo. / Aquí me quedo. / Mejor así, aquí te espero / por si
andas solitario entre tus sueños, / al fin uno se halla su lugar”.
5. MÉXICO.
En estado de Memoria. (Fragmento, Tununa Mercado).
El exilio siempre me ha parecido como un enorme mural de Diego Rivera, con protagonistas
y comparsas, líderes y bufones, héroes y payasos, corroídos y corrompidos, vivos y
muertos, enfermos y desposeídos.
La verdad; con ingenuidad o sin ella; a muchos argentinos exiliados en México se nos dio por
pensar que seguíamos siendo, pese a todo, el ombligo del mundo. Podía suceder, por
ejemplo, que algunos gesticuláramos y habláramos de manera estridente en una oficina de
migración, provocando en el mexicano o mexicana que se ocupaba del trámite, un súbito
bloqueo defensivo, una cara de haber bajado la cortina, un hacerse el muerto. Años pudo
llevarle al argentino aprender este distanciamiento del mexicano, que en realidad, es un
método para preservar su salud mental o su dignidad.
Hubo que aprenderlo todo: saludar, ceder el paso, decir “por favor”, “permiso”, “propio”,
“salud”, “provecho” y el lastimoso “mande”. Aprender a ofrecer hospitalidad: “Lo esperamos
en su casa de usted…” “En su casa… de usted”. Que por supuesto era malinterpretado al
principio por todos nosotros. También hubo que aprender a disminuir la catarata verbal, dejar
hablar y reprimir los naturales impulsos por invadir el espacio con la propia voz y los
correspondientes tonos sesudos. Tuvimos también que obligarnos a la humildad de eliminar
los “che” y los “vos”, y reemplazar la “ye” del “yo” rugosa y canyengue de Buenos Aires,
por una suerte de “io”. Se podían entonces oír unos “poios” y “gaínas” famélicas, con
hambre de pertenencia.
A pesar de todo, a muchos de nosotros se nos quedó inscrito en el alma y para siempre, el
orgullo de ser argenmex. Por eso estoy aquí.
Briseño y los viajes de la SEP.
A Guillermo Briseño lo conocí un año después de aterrizar en México, 1978, en un concierto
colectivo a beneficio de los vecinos de Tepito. Lo escuché improvisar; con sus poderosas
manos al piano; una pieza entre huapango, rock, Debussy y Stravinsky. Saltaban chispas,
estilos, libertad, una enorme fuerza y convicción en su música. Sentí la tensión de estar fuera
del tiempo real. Lo vi como una mezcla de príncipe valiente, Chick Corea, B.B. King, Muddy
Waters… y Chicoché… Una versión bien “mexican curious”; bigotón, pelilargo y cejudo.
Cuando nos tocó el turno a Sanampay, Briseño pensó que no había conocido una güera tan
chistosa y completita: “canta bien, toca varios instrumentos, tiene ideales”. Creo que también
se dio cuenta que tenía unas buenas nalgas y una mirada convocante… Nos acercamos uno al
otro al mismo tiempo. Nos gustó enseguida el desparpajo y el coqueteo directo al corazón.
A los tres meses me invitó a participar en su grupo de rock; los integrantes: Briseño, Hebe,
Carrasco y Flores.
En 1980 la SEP nos contrató; junto con un enorme contingente de teatreros, músicos de todo
género, bailarines, pintores y escritores; para visitar a los jóvenes de las normales por todo el
país.
En estos conciertos podía pasar de todo: que cuando llegáramos se encontrara el total del
alumnado en el patio central, o que no les hubieran avisado a las autoridades del evento y
apenas hubiera dos o tres escuincles al principio, para acabar con unos cuatrocientos. Que se
desataran tormentas eléctricas y se nos fuera el sonido. Que hiciera un frío espantoso y se nos
agarrotaran las manos y los acordes. O que sudáramos tanto que era imposible ver qué
demonios estábamos tocando. Que se retirara ostensiblemente ofendido el presidente
municipal de Morelia a mitad del rolón “Presagio Charro”: (canta) “Un charro de nacimiento,
con presagio nacional, / arriaba lluvia a caballo con lazos de temporal / y el presagio le decía
que otros campos andaría con ganado de metal”.
Los chavos se quedaban callados con los ojotes bien abiertos, sin aplaudir, esperando la rola
que seguía. Al final nos hacían preguntas sorprendentes, sensibles en lo político, atraídos por
el contenido de las canciones y nuestra vida de artistas. Qué orgullo y qué sorpresa descubrir
la lucidez de los futuros maestros rurales, su capacidad de indignación, su rebeldía natural.
Una vez, de gira por Cancún, vimos un mar azul como nunca antes había visto uno.
Temprano en la mañana se levantaban dos arcoíris sólidos de colores brillantes que hacían
restallar reflejos dorando la arena de la playa. Briseño y yo cotorreamos ante la posibilidad de
encontrar, como niños, los calderos de oro y de buena fortuna en algún extremo. Nos reímos
incrédulos porque nos dimos cuenta que nuestro tesoro era, justamente, la extraordinaria
lección de tocar para los chavos normalistas; entre la hermandad, la rabia, la vocación y la
pasión que los dos compartíamos.
Briseño y yo crecimos y nos quisimos en medio de búhos, tucanes, lagartijas, serpientes,
ranas, pelícanos suicidas, cocodrilos, maestros y profesores admirables, jóvenes encendidos,
honores y maltratos. Fueron años de intensa entrega a lo que la realidad nos regalaba, y
también años de presenciar los desmanes anticipatorios de lo que México estaba por
soportar... retenes, cateos, amenazas, autoridades brutales.
Recuerdo todavía la perversión de los militares cuando nos paraban en un retén,
esculcándonos, haciéndonos abrir cada estuche, cada instrumento. El abuso del poder
inquisitorio, incriminador…
Un mediodía, muy cerca de Acapulco. Nos detiene un retén, nos rodean unos diez soldados.
A uno de nuestros sécres, el Memín, porque su bolsa “huele a mota”, se lo llevan entre tres.
Vemos del otro lado de la carretera cómo le sumergen la cabeza varias veces en un tambo de
agua. Nos cuenta el Memín después que querían obligarlo a confesar que toda la banda era un
nido de pachecos viciosos, que llevábamos la droga escondida en los instrumentos y “seguro
la pinche vieja la lleva escondida en los calzones”. Ya venían por mí cuando Briseño le dice al
capitán del operativo; “oiga, aquí la señorita es la sobrina del cónsul argentino en México”.
Zafamos sin mayores daños.
En otro de los tantos viajes regresando de un recital en Catemaco, también en los ochentas,
vimos cruzar en sentido contrario a unos trescientos tanques con soldados enarbolando
fusiles. Tuvimos que parar. Briseño y yo nos preguntamos abrazados qué estaba pasando,
con la sensación de que la represión era una amenaza oculta y latente.
Briseño escribió: (canta) “Mi patria es un sueño, que se sueña despierto / que en cada gota
de lluvia tiene un campesino muerto, / que mataron por las flores que cultivó en el invierno /
sobre la tierra no propia que llevaba entre el cabello… / Las flores echaron raíces adentro en
el pensamiento / y con ideas en el polen fecundaron el terreno. / En mi tierra tú no siembras, /
dijo el emperador del suelo, / destruyendo su parcela, su cabellera de tierra, / flores, ideas y
su cuerpo”.
En San Salvador Atenco, dimos un concierto que fue hermoso porque cantamos exactamente
en el zócalo y la gente se arremolinaba con los ojos bien abiertos y las orejitas bien paradas…
Vimos los kioscos de flores y la plaza soleada que muchos años después se convirtió en un
espacio doloroso. En un campo de batalla.
Saca la carta del testimonio.
Testimonio: “Fuimos a San Salvador Atenco… Un compañero periodista y yo, llegamos el tres
de mayo por la noche para estar cerca del conflicto y testimoniarlo. A las seis de la mañana
del día cuatro, San Salvador Atenco, fue sitiada por los granaderos. Los gases lacrimógenos
nos hacían vomitar a todos; nos refugiamos a un costado de la Casa de Cultura. Eran como
las ocho. Teníamos una grabadora y una cámara de fotos que nos son arrebatadas. Nos
arrestan, nos golpean, nos acuestan y nos piden nombres y dirección a golpes en las costillas,
toletazos en la cabeza. Luego nos arrodillan y nos sacan fotografías y video. Nos llaman
“Pinches chismosos”, “Hijos de puta”, y nos amenazan de muerte a gritos e insultos. Luego
nos suben con mucha otra gente a un camión, me estrellan violentamente contra la parte
posterior del autobús. Me resisto, me patean. Nos enciman unos sobre otros, como animales,
somos un montón. Quedo hasta abajo; veo heridos, sangre, no puedo respirar, nos siguen
golpeando. De pronto me arrastran y me sientan, desabrochan a jalones mi pantalón y el
sostén, jalan mis senos, los lamen, los toquetean y aprietan. Las manos abren mi entrepierna e
introducen sus dedos en la vagina, en el ano. Me ponen de cuclillas sobre un asiento con los
calzones abajo y me pegan en las nalgas con los toletes. Amenazan con matarme a mí, a mi
compañero, a mi familia. Al llegar, unas cuatro horas después, nos bajan en fila india
mientras nos golpean terriblemente. Más tarde nos enteramos de que estábamos en Almoloya.
No han encarcelado a ningún culpable todavía.”
Canta: “Mi patria es un libro que se estudia cerrado / porque si lo abres se escapa / un pájaro que hay guardado”.
Después de unos cuatro años de recorrer el país, la memoria y el horror de retenes y pinzas; mucho más peligrosos en Argentina; terminaron por hacerme (y hacernos) desistir de las giras definitivamente… ¡Ah Briseño! Cuántas veces a escondidas, o a la vista, me asomé a tus embates, a tus juegos poéticos y armónicos, mientras componías las rotundas y entrañables canciones que serán agradecidas y honradas cuando ya no puedas disfrutarlo, como suele pasar con muchos grandes artistas en nuestro generoso y también ingrato país.
Los Zapatistas.
Dicen los zapatistas: “Desde muy lejos, desde el tiempo sin tiempo, / viene la palabra a
nuestras voces. / Para poder caminar hacia el mañana / debemos voltear a nuestro ayer. / Para
caminar, nos quedamos quietos. / Para hablar, callamos. / Para reír, lloramos. / Para vivir,
morimos”.
1994. En el primer Aguascalientes; que eran los espacios para facilitar el encuentro político y
cultural entre la sociedad civil y el EZLN; Briseño y yo compartimos la ternura que nos daba
ver, por la noche, el gran desfile militar de los Fusiles de Madera. Cientos de guerreros de
todas las edades en una larga fila: mujeres, niños, ancianos y jóvenes; cada quien caminando
a su manera. Una arritmia total. Las chanclas sobre la tierra levantando una cantidad de polvo
increíble. Pero eso sí, todos encapuchados, con la misma mirada hacia delante. Traen la
dignidad montada como si fueran a caballo.
El Sub pasa cerca de nosotros de vez en cuando y nos deja impregnados del aroma de su
pipa, un huracán ácido de enorme determinación y seguridad.
El cuatro de marzo del 2001, llegan dos mil combatientes al Distrito Federal para discutir en
el Congreso sus propuestas de ley: “Esta es la marcha de de la dignidad indígena. La del color
de la tierra. Aquí estamos para vernos y para mostrarnos, para que tú nos mires, para que tú
te mires, para que el otro se mire en la mirada de nosotros.”
Días después, en la Casa del Teatro, se discuten los preparativos para recibirlos, alojarlos,
alimentarlos y honrarlos. Al final de la reunión el Subcomandante Marcos, que años atrás me
había escuchado cantar con Briseño en la UNAM, me da un abrazo apretado y me pregunta:
“¿Dónde está tu ferocidad, Hebe? ¿Qué vas a hacer con ella?” No sé qué contestarle… Hoy,
diez años después, me acuerdo:
Me encuentro en Buenos Aires, 1975. La represión de las Fuerzas Armadas se ha desatado
de manera arrasadora. A muchos compañeros del astillero los han desaparecido, a otros
apresado y torturado, los más, viven clandestinos. Las mujeres nos juntamos para encontrar
estrategias de protección y planear cómo responder en caso de que nos presionen para dar
con ellos. Somos alrededor de treinta mujeres, tres de nosotras adiestradas para disparar, y en
esta ocasión portamos armas. Nuestras criaturas están en el cuarto contiguo. De pronto,
oímos fuertes golpes en la puerta de entrada. Las ventanas están tapiadas por dentro. Las que
estamos armadas nos agrupamos delante del resto, apuntando hacia la puerta. Las demás,
agarran lo que tienen a la mano para defenderse. La consigna es resistir mientras otras dos
compañeras sacan a los hijos por una puerta disimulada en el patio trasero. Cuando los golpes
se hacen más violentos, siento que mis entrañas se contraen como si fuera a parir. Me
atraviesa el cuerpo un viejo instinto, una pulsión de vida que es feroz, que no duda, un rayo,
una ola arrasadora y lúcida. Nos oigo, ahora somos unas fieras defendiendo a nuestras
criaturas. (Ruge.) Al prestar atención, nos damos cuenta que en realidad esas voces son los
gritos de los compañeros que nos urgen a abandonar el lugar inmediatamente. Alguien había
“cantado” que estábamos ahí reunidas.
Sólo en otra ocasión escuché a un humano rugir ferozmente en una lucha vida-muerte.
Precisamente Pedro, mi padre, el sereno, el que humedeció de ternura mi vida. Cuando le tocó
despedirse estaba maniatado como un animal. Le habían puesto un respirador en la tráquea y
había peleado durante horas para zafarse de los aparatos. Seguramente sabía que estábamos
todos sus hijos ahí, pero no podía hacer nada. Se estaba yendo ciego, silenciado,
inmovilizado. Y entonces rugió.
Se escucha el Scarlatti. Ella ruge.
Cuántas veces será necesario dar zarpazos de furia ennoblecida para que no nos avasallen, ni nos ignoren, ni nos discriminen. Cuántas veces será necesario sacar la ferocidad para defender la identidad, la tierra, los ideales, las criaturas y los amores, para poder estar juntos.
La ferocidad no es necesariamente violencia, esa que se ejerce injustamente y sin sentido… Estoy segura que sin la ferocidad no hay cambio posible. Por eso estoy aquí.
Los Tojolabales.
Durante la etapa de proximidad y colaboración con los zapatistas, tuve la enorme fortuna de
conocer a Carlos Lenkersdorf. Carlos era un lingüista de origen alemán que durante muchos
años vivió y estudió; junto con su compañera Gudrun; la cosmovisión de los Tojolabales. Un
hombre sabio. Un hombre verdadero que me regresó la certeza del don comunitario, de la
escucha, la mirada y el verdadero diálogo. Me cambió la vida.
Dicen los Tojolabales: “El hombre se yergue sobre la tierra para ir hacia el nosotros. / Porque
nos necesitamos los unos a los otros. / Porque es la vida en comunidad la que tiene pleno
sentido. / Porque es la vida en comunidad la que otorga libertad a los que estamos unidos. /
Porque no hay libertad si no hay un lugar donde echar raíces, raíces que nos den vida y
sostén.”
De todos los lugares del país a los que fuimos a tocar con Briseño, de la gente que
conocimos, de las cosas que aprendimos, la comunidad tojolabal es la que sustenta para mí la
esencia de convivencia mexicana. Su manera de relacionarse, respetuosa e incluyente… Y por
cierto (haciendo referencia a objetos de su mesa) corazón para los Tojolabales, hay en todo.
En el papel, la silla, el lápiz con el que se escribe, el agüita caliente para un té… Todo lo que
es bello y hace bien y se vuelve necesario, es verdadero. Entonces todo lo que tiene corazón
es capaz de ofrecerse a sí mismo de verdad y compartir esas cualidades ser hermoso, ser útil,
hacer bien y representarnos a todos…
Voy a compartir con ustedes un poco de todo lo que me enseñaron los “hermanitos”
Tojolabales:
Invita a alguien del público, lo sienta frente a ella.
Ven, no tengas pena… Mírame a los ojos, despacio, despacito… Te miro a los ojos y
aprendo qué me dice tu corazón. ¿Lo sientes? Y si tú lo haces también, si me miras, sabrás
que mi corazón te acompaña. Además, si me miras así, de frente, ya no estaré sola ni triste. Y
aunque tu vida sea diferente a la mía, aunque veamos y nombremos el mundo de distinta
forma, nos hablaremos desde el corazón hasta encontrar las muchas capas de la realidad en
que vivimos, y desde el corazón, las iremos deshojando y diremos: “Nosotros; ahora,
estamos parejos; porque hemos echado raíces sobre esta tierra”. Dime algo y será verdad para
mí. Te escucho, te entiendo, te respeto. Lo que me dices me permite alejar el miedo. Nos
damos seguridad. Nos hace un poco hermanos. Me cambia la vida. Tú eres alguien. Tú eres
alguien para mí. Tenme en cuenta. No me olvides. Yo no te olvidaré. No te olvidaré. No te
olvidaré…
Canta Vidala del nombrador; con cajón peruano: “Vengo del ronco tambor de la luna / de
la memoria del puro animal, / soy una astilla de tierra que vuelve / hacia su antigua raíz
mineral. / Soy la que canta detrás de la copla, / en que la espuma del río hay volver, / paisaje
vivo mi canto es el agua, / que por la selva subió a florecer.”
Para los Tojolabales es muy importante que no nos dejemos solos porque estar solos es estar
desarraigados. Es vivir como abandonados, con el corazón triste y aislado. Si hay alguien que
se fue solo por ahí, mandan a un niño o una niña para averiguar sino está triste y entonces,
poder alegrarlo con la simple presencia…
Abraham Polo Uscanga.
Uno de los grandes solitarios que aparecieron en mi vida fue Abraham Polo Uscanga;
Magistrado de la Suprema Corte de Justicia allá por el 95; en la época en la que Oscar
Espinoza Villarreal era regente del Distrito Federal. Uscanga ¿recuerdan su nombre? Él se
negó a liberar una orden de aprehensión que venía de “arriba” contra los líderes de Ruta 100
por considerarla improcedente e ilegal. Publicó en las páginas centrales de todos los
periódicos una denuncia de presiones y amenazas de muerte por parte de su superior
Saturnino Agüero Aguirre, presidente del Supremo Tribunal de Justicia de la capital. Aludía
en su denuncia al “gran negocio que querían hacer las personas allegadas a Villarreal para
apoderarse de la concesión de Ruta Cien”. En su escrito renunciaba públicamente a su cargo
por verse obligado a dictar la resolución. Terminaba su denuncia afirmando: “Considero que
sólo mediante la construcción de un estado de derecho, este país nuestro; en lamentable
estado; podrá progresar.”
Lo conocí en una de las charlas que organizábamos en la Casa del Teatro con personalidades
sobresalientes en lo político y lo cultural En ese entonces, a un año del levantamiento
zapatista, Chiapas era el tema central de todos nosotros. Polo Uscanga, tras haber publicado
su denuncia, estaba invitado a comentar sobre el conflicto de Ruta 100 después de la quiebra
de su Sindicato.
Lo busco en el salón pero no aparece. Alguien me lo señala al fondo, casi oculto entre los
asistentes. Me acerco y le pregunto por qué no se adelanta y se presenta. Con una expresión
nerviosa y tímida me confiesa que en el camino, a la salida del metro, lo habían cercado y
golpeado, en adelante tendrá que evitar aparecer públicamente. Esa impunidad mortal me era
tan familiar... Ofrezco a ayudarlo. Acordamos que me llame por teléfono tres veces por día
para que; junto con otros allegados; sepamos qué hacer en caso de que no se reporte.
Mantenemos este arreglo durante unas dos semanas con alguno que otro encuentro que me
confiesa, le hacen bien.
El viernes 16 de junio, a medio día, llega sorpresivamente a casa. Me mira por primera vez a
los ojos, todo el tiempo. Como un hermanito Tojolabal. Con su sonrisa dulce y su timidez
habitual me entrega una maceta pequeña con unas flores de nomeolvides y me dice a boca de
jarro: “Hebe: ayer me secuestraron y torturaron un largo rato, sé quien fue, sé de dónde vino
la orden.” Me sostiene las manos con una firmeza inusual. “Le traigo esta plantita para que
sepa que no me voy a suicidar, y que si algo sucediera, estas flores le harán saber que me
ajusticiaron.”
El martes 20 de junio me entero de su muerte. La tesis fue, por supuesto, suicidio… Cayó
desde la torre. Lo empujaron. Ya nada es como antes. Ni la verdad. Ni la batalla.
Tararea apenas el Blues Pájaro de fuego. Toma un rosario. Se escucha la pista del Aria de
Bach en guitarra eléctrica. Dice a manera de letanía:
- Los 29 pequeños de la guardería ABC.
- Los 45 indígenas asesinados en Acteal.
- Digna Ochoa; suicidada.
- Alexis Benhumea, en Atenco.
- Doña Marisela, en Chihuahua.
- Susana Chávez, autora de: “Ni una muerta más”.
- Los 18 jóvenes ejecutados en una fiesta de Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez.
“Pandilleros” según Felipe Calderón. Luz María Dávila; una de las madres; afirma: “Yo no
tengo presidente”.
- Martín y Bryan Almanza, de 9 y 5 años; muertos en un retén por los disparos del Ejército a
la camioneta en la que viajaban con su familia.
- Teresa Bautista de 24 años y Felicitas Martínez de 20, locutoras y reporteras triquis del
programa: “La Voz que Rompe el Silencio”.
- Josefina Reyes Salazar, ejecutada durante su huelga de hambre en Ciudad Juárez, en la que
exigía la aparición de sus hijos muertos y desaparecidos por el Ejército.
- Juan Francisco Sicilia, de 24 años, junto con otras 6 víctimas, en Temixco, Morelos.
- Y tantos, tantos, tantos más…
Deja el rosario. Les recita a los desaparecidos un fragmento de: Oración de Muertos, de
Pedro Miguel.
Cenizas entrañables, queridos huesos, polvo enamorado: vengan con bien al mundo, a ésta su
casa, a la mesa de los vivos. / Ustedes que nos dieron vida, país, calor, ideales, dignidad,
palabra, acéptennos el vaso de agua, el ramo de cempasúchil, y el plato de calabaza. / Tal vez
puedan murmurarnos al oído algo que nos ayude a lidiar con estos muertos en vida con los
que convivimos. / Y es que a los vivos nos cuesta vivir juntos, nos cuesta no expulsar a
nuestros prójimos distintos. / Ustedes, en cambio, conmueren en armonía de la igualdad
absoluta de la tierra. / Por eso nuestra ofrenda, que es una casa abierta, también es la batalla
ganada contra la discriminación. Por favor, vengan a murmurarnos al oído dos o tres palabras
de tolerancia... Vamos, Ya casi están aquí. Nazcan, nazcan, nazcan, nazcan.
6. LA ODISEA DEL NIÑO PÁJARO.
Solo me queda una cosa por contarles: La Odisea del niño pájaro que mandaba faxes a las 5
de la mañana desde Nueva York… Juan, el Oso, mi Juancito; fue mi solitario mayor, al que
los tojolabales le hubiesen puesto un guardián para que su corazón no se quedara triste.
Como todos los niños de esta especie, desde muy pequeñito, Juan sobrevolaba los
amaneceres mientras sus papás no quedábamos dormidos. Ejercía desde entonces su
vocación de vigía. Lo veía todo; a lo lejos y en lo hondo.
Voz de Juan: “Ma: algo llamado mundo está en mis sentidos, una luz, un murmullo
explotando secretamente, sin rendir cuentas. Los hombres brillan como veladoras a través de
una pantalla de papel, buscando signos, como yo. Nueva York, septiembre del 96.”
Nació el 8 de abril; un medio día luminoso de 1974; en Buenos Aires, Argentina. En la sala
de partos, todo mundo se reía porque yo apostaba, entre pujo y pujo, que era varón y se
llamaba Juan, como había vaticinado su padrino Alfredo Zitarrosa. Cabeza abajo, entre los
gritos, batía las alitas con ansiedad, como si quisiera salir volando…
Cuando nos instalamos en México; acostumbrada a coser por el puro gusto; le hice a Juancito
un ET de tela para que lo pusiera en el pesebre de Navidad, en lugar del niño dios que yo no
encontraba cómo justificar. Al nacimiento concurrieron, reclutados por él: Yoda, Darth
Vader, la Princesa Lea, Obi One Kenobi, soldaditos de plomo y superhéroes en turno como
el Hombre Elástico. Pusimos fotos de parientes argentinos y algún santito de carita
compungida que compré, por culpa, a último momento en el mercado de San Ángel. Sobre
esta nada sagrada escena sobrevolaba la enorme nave espacial de Star Wars, que era su
locura.
Voz de Juan: “Mamá: mi salvación para una navidad en solitario. Invocación. Sumérgete
conmigo, siéntelo todo, / mátalos a todos, / perdónales la vida, / te insisto Hombre Araña,
todo estará bien. Nueva York, diciembre del 2002.”
Cuando Briseño y yo nos separamos, y andábamos ya en proyectos independientes; él
pensando en formar una banda nueva y yo contando cuentos por España; Juan salió rumbo a
Nueva York. Tenía18 años. Iba a buscar un poco de independencia, o eso quisimos creer.
Tratando de ayudarlo a despegar las alas, contactamos amistades que le permitirían aprender
el oficio de ingeniero de grabación. Pensamos que eso le vendría bastante bien.
Voz de Juan: “Qué ganas de hacer música contigo aquí en los Niyores. Besos. ¡Viva México!
Nueva York, agosto del 97”.
Fueron años durísimos, de mucha soledad, y el inicio de una correspondencia dolida y muy
verdadera.
Voz de Juan: “Mami: necesito hablarte de este escudo cicatrizado que siento hace tanto
tiempo, un chaleco antibalas, un muro que no sólo me protege, también me tiene en
cuarentena. Si este velo fuera levantado algún día, sería como volver a nacer. Pero no me
hago muchas ilusiones. Sin embargo, sí me da ilusión cambiar de ambiente, de tierra, de
razones para vivir más allá de la supervivencia, por la creatividad. Sentir que puedo arriesgar,
desafiarme. Nueva York, julio del 2000.”
Una tarde; a principios de enero del 99; me quedé sola en su departamentito de Harlem.
Buscando un libro de Walt Whitman que le gustaba mucho; entre las páginas de “Hojas de
hierba”; encontré este texto: (Saca el fax y lo lee).
“Con ojos irremediables veo perplejo las manos de mi madre arrugándose, haciéndose ajenas.
¿O es que tan poco las conozco? Se ríe de la ropa que me cose. En una cirugía repentina sufre
un ataque de carcajadas y de la risa sonrojada se escapan lágrimas. Llora, no dice nada. A mí
me duele mi silencio como una bofetada, la piel fuera del vientre, me duele ser aquel al lado
de ella, estar afuera, ajeno. Y sus manos se hacen las de mi abuela, la ironía del tiempo y sus
palabras. Apenas me hago amigo. Es raro querer, volver a ser niño. Mientras duerme en mi
mismo cuarto yo estoy muy lejos. Mi corazón envejecido quiere abrazarla. 25 de diciembre de
1999”. Seguramente no se animó a mandarme este fax…
La de Juan fue una batalla por la sobrevivencia, la identidad, la vocación, la salud mental y
espiritual. A pesar de los periodos de gran soledad y de mis sugerencias de que regresara a
México, me afirmaba que no quería volver derrotado… Y no lo hizo, no regresó vencido.
Allá en los Niyores aprendió el oficio que hoy lo invita a la creatividad y encontró a su musa;
una joven bailarina y coreógrafa sensible, una artista y hermosa compañera, también
mexicana. Con ella renace la esperanza y la hijita de ambos: Olivia. Los tres llegaron a
México hace un año para reencontrar a su país y reencontrarse a ellos mismos.
He compartido con Juan el gusto por hacer la música que nos acompaña ahora y otra que ya
está lista para la fiesta. La hemos trabajado y amasado con tanta necesidad de inventarnos los
espacios, los arrullos, los juegos y los cuentos sonoros que tanto disfrutamos y tanta falta nos
hicieron… La hemos inventado en su estudio; “La cueva del Oso”; donde me he resistido
duramente a hacerme bolita debajo de la consola para que me pique la mollera en un
scarlattiano apapacho.
Juan: ¿Cuánto faltaron los juegos, los baños diarios y tibios, los parques con resbaladillas,
carruseles y subibajas, mimos y apapachos, aprender juntos a nombrar los amores, a los otros
y al mundo? ¿Cuántos fueron realmente los abrazos por puro deleite y ternura, por la simple
alegría de estar juntos?
Hijo: No hemos vencido a la tragedia del mundo, pero vamos construyendo de a poquito un
camino de interlocución, un espacio de juego, de trueques, de inventos que nos sostienen, que
nos rescatan, que nos dan vuelo. Tal vez hemos encontrado alrededor y dentro de nosotros,
una mirada nueva, abierta, inédita. (Mira el cuadro de Pedro.) La mirada de lo posible.
Saca un último fax y lo lee.
“Hay algo alrededor y dentro mío que no sé cómo aferrar, qué emergencia interminable. Hoy
percibí cosas muy simples: sendero, zapatos, pasos, destino, refugio, llegar, océano,
naufragio. Me hace falta un ritual de renacimiento. Nueva York, abril del 97.”
Se escucha El mar de Olivia – Adagio en mi país.
Olivia y Juan siguen todas las noches la misma ceremonia: primero, el baño de la pequeña, la
fiesta de las olas y la espuma. Después, con la niña en brazos, se dirige a la recámara como
flotando, como un barco sereno que se dirige a buen puerto. Ahí, prende la lámpara de los
sueños, giran la luna y las estrellas, se oye el mar… (Prende la lámpara). Esta canción es de
su padrino Zitarrosa y la grabamos juntos en octubre del año pasado…
Baja a platea e ilumina el cuadro de Pedro y la gaviota. Mientras continúa la canción de
Adagio a mi país; se sienta en el rincón del inicio. Después de un instante, sube nuevamente,
deja la lámpara en la mesa y apaga su vela. Oscuro.
FIN
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