C I E N T O CINCUENTA M O N O S
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LITERATURA Romana
Carballar
Romano
Nielsen
Svartman
De Sabato
Mazieres
Kalish
ENTREVISTA Rafael Spregelburd
CRÍTICA Mattoni
Vecino
Dubatti
Vieytes
C I E N T O C I N C U E N T A M O N O S
LA MONADA, CONSEJO EDITORIAL
Santiago Sánchez Santarelli Nació en la Pampa Húmeda allá por los años bravos del novecientos ochenta… y uno. Entre la aparición del primer número y este, se convirtió en dramaturgo al estrenarse una obra de su autoría. Ya que estaba, hizo la asistencia de dirección. En sus ratos ociosos es librero de anticuario
Juan Cruz De Sabato Adorador del helado de melón, recorre infatigable las callecitas de Buenos Aires al calor de la tarde. Lector osado, ostenta una teoría sobre la narrativa de Saer basándose en el uso de una única palabra. Odia la aliteración.
Carolina Berduque Oriunda del barrio Décimo primero, pero afincada hace tiempo en la República de Floresta, vive de escribir obituarios y frases célebres. En sus ratos libres, alimenta gatos ajenos y malcría al propio, Macedonio Fernández.
Año Uno / Número Dos / Diciembre de Dos Mil Siete
Publicación realizada en la República de Floresta (Buenos Aires, Argentina), por el Grupo Editorial Ciento Cincuenta Monos. Queda prohibida su reproducción sin citar las fuentes. El grupo no se responsabiliza por las opiniones vertidas por los correspondientes autores (y menos por los del mismo grupo).
Quejas, opiniones, contribuciones: [email protected]
Visite a los monos en: www.150monos.blogspot.com
ÍNDICE
Editorial
Kimono (Poesía)
Dos poemas de Zoología del conejo, Cecilia Romana
Dos poemas de Laika, Diego Carballar
Seis poemas, Luciana Romano
Kin Kón (Entrevista a un Gran Mono)
Charla con Rafael Spregelburd
Mono con navaja (Disección crítica: Literatura)
Versos sobre uno, Silvio Mattoni
Maten a Borges, Diego Vecino
Monoambiente (Relatos de una sola pieza)
Adentro y afuera, Gustavo Nielsen
La habitación de las arañas, Marcelo Svartman
Ese Gitano, Juan Cruz De Sabato
Monólogo (Teatro para leer, porque otra no queda)
Viviendo a costillas del poeta II, Gastón Mazieres
Mono con navaja (Disección crítica: Teatro)
“El niño argentino”…, Jorge Dubatti
Poemínidos (Contribuciones fósiles…)
Juan Arzadun, Santiago Sánchez Santarelli
La del mono (Columna chancha)
Las chicas de letras se masturban así XIX, Elsa Kalish
La banana mecánica (Crítica de cine)
Metamorfosis crítica II, Marcos Vieytes
Última página (Muchas monerías)
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EL BALLOTAGE
• UNO •
Un número dos no es una trayectoria, claro. Pero ya es una señal de continuidad. Aunque, como reza el conocido apotegma de Fabián Casas, “Las parejas y las revistas literarias duran casi siempre dos números”. Nosotros somos un trío de editores. De una zafamos.
Hay honrosos números dos en la Historia y hay también números dos olvidados. Por ejemplo, ¿quién se acuerda del 2 de la selección de Emiratos Árabes Unidos que jugó el Mundial Italia ‘90? En cambio, el segundo libro de Juan Rulfo fue nada más ni nada menos que Pedro Páramo. Nosotros, lejos del ignoto árabe y del genial mexicano, nos plantamos orgullosos en este número dos que, con la disculpa de Rubén Darío, se parece más a un cisne que el signo de interrogación.
Cambiando un poco de tema, y esperando la disculpa por el tono confesional, nos tiene sorprendidos la buena onda de la gente. Dubatti nos mandó un artículo sobre El Niño Argentino que se completó con las fotos inéditas que nos hizo llegar Mauricio Kartun, estuvimos charlando como dos horas con Rafael Spregelburd y tomamos un té riquísimo, cambiamos setecientos mil correos con la Romana, Nielsen nos prestó un cuento de Playa quemada que ilustró con mano maestra María Laura Sánchez, Luciana Romano nos mandó los poemas casi antes de que se los pidiésemos… Y así con todos. Increíble. Podríamos decir que nos reconciliamos con el mundo.
En este número presentamos con orgullo a una invitada de lujo en La del mono: Elsa Kalish, quien colaboró, además, con variados menesteres editoriales.
Ahora, después del arduo trabajo de diseño de los dos monos con fotochop, salimos de nuevo a la cancha con menos colores, más amables con el ojo, dispuestos a pasar a la tercera ronda. Aunque sea por penales.
Editorial
DOS POEMAS DE ZOOLOGÍA DEL CONEJO Por Cecilia Romana
• DOS •
UNA ALFOMBRA PARA DOS ESCRITORES
«El soñar tendrá que terminar: así lo dice la realidad, afligida».
D. J. Enright
Finalmente, no se trata de rebatir la posibilidad de que el amor eche raíces a la segunda cita, sino de un acto más ruin todavía: quemarle los gajos.
El plan que trazamos aquella tarde -¿te olvidaste, acaso?-, me refiero a la orientación de los cuartos, la grilla de horarios en que cada uno dispondría de la máquina, bastó un llamado telefónico para que se esfumara con la resolución de un conscripto.
En todo caso, algo queda de aquel bosquejo: la alfombra beige cuyos dueños se empeñan en conservar como saldo en una vidriera de la calle Honduras, a la vista de cualquier transeúnte, cualquiera, incluso -por qué no-, alguno de nosotros dos que un día, paseándose por las inmediaciones -solo, acompañado, lo mismo da-, se repitiera: qué buen plan teníamos. Qué bien nos hubiera ido juntos.
UNA BICICLETA PARA DOS ESCRITORES
«Motor cars, handle bars, bicycles for two…». Paul McCartney
Avanzo por Rodríguez Peña con mi bolsa de libros. El vendedor de manteles canturrea: “proteja su mesa”. Hace dos años, hacía lo mismo en la boca del subterráneo de Congreso. Cambió de puesto. Estrategia o como quiera llamársele, hace dos años, tampoco yo era la misma: iba en bicicleta a visitar a mi hermano. Trabajaba cerca de casa. Pero ya no. Es encargado de una librería en el centro. A lo sumo, puede ofrecerme una rebaja sobre el total de la compra.
Camino apurada. Siempre lo hago, aunque nadie me persiga. Tarareo: motor cars, handle bars, bicycles for two. Todavía sostengo que Paul es superior al resto. Incluso cuando mi hermano se empeñe: “parece un mirlo con esos gorjeos”. Es una de las pocas conjeturas que me acompañan en el tiempo. A pesar de las pruebas en su contra: no hay canción más sombría que “Junk”. De la misma forma que no existe otro escritor –no existe otro escritor sobre la tierra-, con quien yo quiera compartir una bicicleta para dos.
Cecilia Romana Nació en Buenos Aires en septiembre de 1975. Publicó: Flota, hangares y otros trabajos mecánicos, Ediciones del Copista, Córdoba, 2004; Duelo –en colaboración-, Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2005; Aviso de obra –en prensa en México-, VIII Premio de Poesía Iberoamericana Sor Juana Inés de la Cruz, 2006; No lo conozcas, CONECULTA, México, 2007, Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2006. Bajo su curadoría, el sello Sigamos Enamoradas, del que es editora, publicó la antología de poesía argentina Hotel Quequén, en 2006. Sus poemas han sido traducidos al francés en Canadá (Exit) y Bélgica (Maison de la poésie). Es secretaria de Epimelia. Revista de Estudios sobre la Tradición, del Departamento de Filosofía de la Universidad Argentina J. F. Kennedy y participa en grupos de investigación pertenecientes al CONICET. Colabora con varias revistas nacionales y extranjeras. Es licenciada en Artes y Ciencias del Teatro.
Kimono
DOS POEMAS DE LAIKA Por Diego Carballar
• TRES •
LAS BAÑISTAS 1 Me obsesiona la superficie, la siesta de aquellas jóvenes profundas y frágiles que practicaron el pellejo de la delincuencia ahora en malla, duerme y velan. 2 No pueden hacer su casa en el amar, o la nevizca, ¿la nieve? a 34º de calor, ¿qué nieve digo? es el perro frío al lado del tacho de basura tibio por la temperatura de los rayos solares en el pelo el campo blanco del balneario, ¡no la nieve! 3 Hay una misa a la luz de los pajaritos, ¡no, otra vez! sino el bello aparato que empuja al insecto (la mariposa, la rayita) al vello, a la piel, ¿y las moscas? 4 Es la música del chapoteo, la superficie del agua, la sincronía de los pies las tres rusitas de madrigal porno una roja, una amarilla y otra de cualquier tonalidad comen, se tragan y mastican abren el tapizado del sillón interpretan la pija-violencia en una no-violencia, ellas tres pieles blanquísimas, níveas las 3 se tienen que desmayar del calor que hace. 5 Están desmayadas con los ojos abiertos rosa rosa rosa un sistema hídrico rosa de venas rosas y florestas rosadas como ríos amazonas deja todo color rosa: los insectarios la lluvia, los delfines y el arco-iris en la selva tropical rosa corona la Nueva Brasilia Rosa.
Kimono
6 Costillas de flaquitas, la flotante y sus dos hermanitas (flower lady and her assistants) la sostienen a besos, falsos de lengua. 7 Resbalan ¡y se luce la superficie! titilante, rutilante en la guerra de guerrillas de amor se desviste de la piel rosa, un traje de baño más rosado todavía. 8 A la noche colapsarán las sombras de la mente y las bañistas, transformadas en bichos de luz dejarán una Imagen de agua, en el silencio de las enormes piletas vacías.
EL BOSKE El bosque es áspero, lejano ya no existe los cazadores me espían cuando venís a traerme tiemblan cuando me ven, me piden "señorita, señorita el lobo no está, por favor" yo recibí en mi pecho el disparo ahora como de mi boca, el fusil es mis dientes.
Diego Carballar Nació en Adrogué en 1971. Publicó las plaquetas Viaje a la pantera (Crudo Ediciones, 2005) y La chica (terrible poesía, 2006). Algunas poesías suyas fueron publicadas en las revistas electrónicas el interpretador.net, revista-atmosfera.com.ar, y no-retornable.com.ar. Tiene blog: punkipelus.blogspot.com
Los cachorros se mueren por dar un besito de buenas noches, no están más muertos en la campiña de los novios. Sonríen cuando sale a alimentarlos, se levanta la pollera porque hay barro y los riega con cuidado ¡es un arco-iris de plantitas y ramos sonrosados! Desde el aire el corazón tiene forma de jardín Frutillitas. A la madre la llama la luna, y los hermanos pobres están perdidos en el bosque vacío visten telitas tan cortas que los yuyos les marcan las rodillas van solos ¡qué flaquitos de fierro y melodramas! pero qué lindas las flores de caramelo donde se mueren tienen que gritar para que los vean unas brujas podridas montadas en lobos locos que van mordiendo, hacen reflejos de susto color acero en el cuchillo que los hiere. Le caen gotas, pedacitos del amor entre las flores campanillas muy herida de rosa tibio. Cuando la pican da frutas dulces para que las jovencitas vayan a dormirse y las llenen de besos prueba los lobos y los novios que hacen rabietas porque les escribe
cosas en el lomo con el nombre de otro pibe. ¡Los cuentos de hadas queman a las pibas enamoradas! Se van solas por la orilla del encantamiento cantan cosas que hacen llorar a todo el mundo maravilloso. "Soy una muchacha con una remera blanca". Hans Cristian asesinado por los ponies de las nenitas en la fiesta de las luciérnagas roqueras lo dejaron ceniciento hecho un bollito de masa vienesa en el lago artificial le escribieron: "mi cristianito, los cuentos que contabas son muy feos" Los besos le quedan en los labios, hechos cerecitas el flequillo, coraza de color negro una telita cuelga de la princesa mayor que lo escupe en la boca muerta. Antes de volver al bosque los animales festejan la violencia de las punkipelus. No será la muerte, sino un sueño "que dure 100 años". Los príncipes-tortolitos se mueren por despertarla, clik clik hacen los huesos de los príncipes muertos cuando pasan los caracoles, los más jóvenes parecen guazunchos entre los espinos del chaco.
• CUATRO •
Kimono
SEIS POEMAS Por Luciana Romano
• CINCO •
un pájaro a cuerda un pez a propulsión
yo con mis pies a cuestas las violetas adornan su muerte con tinte jugoso y perfume de pasto.
sin tinta de mariposa corrida en los labios con una burbuja dormida entre helechos y magnolias
suspende las agujas cabellos enlazados. el jardín percibe un cuerpo de pulpa. paladar ocular recordará con flores de azar como vida mariposa en la nariz. cambió el color de sus palabras alguna catástrofe del alma como noticia de pueblo arrasado víctimas profundas epicentro casi acá con el pasado adelantado las aguas revueltas acalladas por lluvia dentro del mar.
pastar humeando un pensamiento como me tomo un tren que no quita sus ventanillas de las vacas. atraviesa algo más que el aire, esa masa imperfecta y volátil llamada hombre que mira y fuma.
Luciana Romano Nace en la primavera de 1977, en la Ciudad de Buenos Aires. Inicia su tarea literaria dentro del género narrativo. Cursa la carrera de realización cinematográfica en Lomas de Zamora; en el año 1997 gana el primer premio de guión. En 1998 funda, junto a otros artistas, el movimiento de arte y política “etcétera…”, que tuviera como sede la imprenta que dirigía Juan Andralis y en la que publicaba la editorial Argonauta. Allí organiza la biblioteca y crea, además, un taller literario, que con el tiempo se transformaría en tertulia de amigos.
Kimono
Kin kón
LA REVANCHA ENTREVISTA A RAFAEL SPREGELBURD
Por Santiago Sánchez Santarelli
• SEIS •
Almagrísima. Eso podría decirse de la casa de Spregelburd. A la vuelta del tradicional café Las Violetas y cerca de las vías de tren hay una puerta que esconde a uno de los dramaturgos más interesantes de la actual escena argentina. Voy a callar la dirección exacta para evitar que las fans enfebrecidas lo acosen después de su aparición en paños menores en una escena de La Estupidez. Cargo una docena de facturas de la panadería de Medrano, mejores y más baratas que las de Las Violetas según recomendación del propio Spregelburd, y dos grabadores: uno digital y uno analógico. Ya hice una vez la entrevista y la tecnología me jugó una mala pasada. Esta vez voy prevenido: si los astros confabulan en mi contra las vicisitudes de lo digital, el viejo y mal ponderado cassette no va a fallarme. Espero. Me recibe con una variedad de tés exóticos como para volverse loco, con sus dos gatos y con la amabilidad que acostumbra. Como siempre, tiene ganas de charlar. Es el entrevistado ideal para el periodista primerizo que suscribe. Spregelburd tiene una rara cualidad que comparte con Borges: no importa qué zanguangada le pregunte uno, él siempre se las arregla para contestar algo interesante. Le doy un sorbo al té, ataco un vigilante para empezar con una venganza simbólica, charlamos de cosas que no vale la pena reproducir acá y prendo el grabador. Y después prendo el otro. Presten atención…
Hace poco hubo en Parque Chacabuco una reunión autoconvocada de gente de teatro. La idea era compartir sus dudas, sus inquietudes, acerca de en qué estado está la producción y, por otro lado, comenzar a asumirse como los verdaderos productores del fenómeno teatral. Los productores en el campo del teatro independiente no son “los productores”, no son las salas —que están funcionando prácticamente, en la mayoría de los casos, como alquiler de paredes— sino los actores, dramaturgos y directores. Una de las inquietudes más clara que se debatió en la reunión fue justamente ésa que involucra a las salas, ¡las nobles y gloriosas salas independientes! Es claro que las salas están en una situación crítica, una situación postcromañón. Y es claro que pierden plata. O que al menos no la ganan. ¿Quién financia todo esto, entonces? ¿Y tenemos números concretos como para elaborar algunas conclusiones?
Una primera cuestión: las salas independientes deberían tener algo que muchas veces falta: una dirección artística. Me refiero a poder asumir su perfil, y por lo tanto, que uno sepa más o menos a qué tipo de sala puede ir con qué espectáculos y con qué duración en el tiempo, y con qué relación contractual. La cantidad de teatro que se está produciendo hace que naturalmente las obras estén durando muy poco en cartel, y entonces los elencos suelen optar por ensayar menos tiempo, más rápido, para compensar en una suerte de ecuación áurea que la obra dure menos. Esto genera muchísima ansiedad, todos los directores tenemos esta situación de actores que están trabajando en dos o tres obras simultáneamente porque nadie puede naturalmente casarse con un solo proyecto en un territorio tan confuso. Me parece muy bien por un lado que los actores apuesten a varias cosas a la vez (ya que en nuestro medio, los mejores actores son los que logran trabajar más: el trabajo es nuestro entrenamiento). Pero esta situación luego trae muchas dificultades.
La reunión del otro día fue sólo un tibio conato de
asomo a ver cómo se solucionan estos problemas que nos
• SIETE •
afectan más o menos por igual a todos los que hacemos teatro. Pero sobre todo fue útil para ver exactamente qué pensamos sobre todas estas categorías los que estamos produciendo teatro independiente. El teatro independiente, cuando se reúne, discute casi siempre de lo difícil que es conseguir los subsidios, o de la transparencia o corrupción que pueda existir en las instituciones, olvidándose que, por otro lado, se está auto‐denominando “teatro independiente”. Hay que ver cuál es la verdadera definición. A mí me parece genial que, si hay instituciones y hay una Ley de Teatro, se cumpla como se debe (que para algo se discutió y se estableció) y que cumplan con su trabajo y que lo hagan de la mejor manera posible quienes han tenido la vocación y el empuje para velar por ello; pero al mismo tiempo entiendo que hasta que nosotros no definamos qué es lo que se va a ir a pedir, qué es lo que se va a ir a demandar, y cuál es el piso de calidad sobre el cual hay que empezar a construir, la cosa se torna muy difícil. Todo aparece muy enrarecido, las categorías profesionales conviven con los mismos problemas del amateurismo, y ni unos ni otros ganan nada de esta igualación.
Este particularmente ha sido para mí un año muy, muy extraño, muy aciago. Cuando digo que es un año aciago, me refiero a que trabajando el triple que en otros años (porque se me dieron así las cosas y se me superpusieron cinco estrenos, dos películas, un proyecto de televisión y cosas que deberían haber ocurrido secuencialmente y no en simultáneo) en vez de estar recogiendo más frutos, sólo parece que he venido acumulándome problemas. En otras circuns‐tancias el trabajo genera mucho placer: uno se enorgullece de estar solucionando aquellos problemas que el propio trabajo genera. Cuando la naturaleza de estos problemas ya va más allá, mucho más allá, de las cuestiones artísticas y tiene que ver con incomodidades de producción y con cuestiones legales, uno empieza a llamar “trabajo” a cualquier cosa. Por ejemplo, a discusiones con abogados. A ver: este año, entre otras delicias, hubo una sala que nos estafó, con todas las letras. El director artístico del Margarita Xirgu no sólo no cumplió con el contrato que nos firmaron (y que ya era de por sí escandaloso), sino que luego de estafarnos (y a Proteatro y a Actores) nos inicia una querella judicial. El asunto está en manos de nuestros
abogados, pero todo parece inútil sin un juicio, ya que este director no se presentó a ninguna mediación. Allá él. Esta es una situación extrema, claro, y son pocos los elencos que deciden ir a la justicia para reclamar lo que el sentido común más elemental señalaría como una estafa. Pero hay situaciones menos extremas e igualmente anómalas. El director de programación del Centro Cultural de la Cooperación, Juano Villafañe, se comprometió a que estrenáramos allí nuestra nueva obra, La paranoia, que fue coproducida en parte por el Festival Internacional de Buenos Aires, y en parte por nuestro grupo. Nos aventuramos en la tarea porque ya teníamos la sala comprometida para estrenar en febrero, pero luego de las 4 representaciones del FIBA, y sin ningún motivo, Villafañe nos manda un simple mail diciendo que no podremos estar allí porque la obra dura tres horas y ellos van a poner dos obras en la misma noche. Lo curioso es que ellos siempre supieron cuánto duraba la obra, ¡y no lo objetaron cuando nos hicieron endeudarnos para producirla! Ahora no tengo la sala donde estrenar y es un espectáculo hecho ad hoc para un espacio determinado. Ergo, no tenemos forma, mis actores y yo, de recuperar el dinero que invertimos (como decía antes, como verdaderos productores del teatro de esta ciudad) en el espectáculo. ¿Quién vigila por la palabra empeñada de los directores de estas salas? ¿Ante quién los denuncia uno cuando esto se hace como un ejercicio cotidiano? Hay una cantidad de problemas que hacen a la producción de un teatro realmente independiente. En general, yo creo que la solución es siempre producir más, y no “producir menos”. La tendencia parecería ser a reducir: a reducir el teatro, a reducir las dimensiones del teatro independiente, a pensarlo como una cosa chiquita, en vez de decir: “yo creo que la forma de que ganes tu estatuto es generando cada vez más calidad, atacando, ocupando los espacios todo lo que se pueda y persistiendo en ellos a fuerza de calidad”. En este sentido no me puedo quejar: todos mis estrenos de este año (son cinco) han funcionado muy bien, independientemente de cierta hostilidad que hay en el medio, cada vez más generalizada, para con los espectáculos que funcionan. Uno a veces tiene que salir a explicar lo que es evidente para cualquier veedor imparcial, ya sea extranjero o gente que no necesariamente viene del mundillo del teatro, y que descubre que las obras que funcionan a veces funcionan porque están bien, y no porque sean frívolas,
Kin kón
o porque repitan esquemas televisivos —como se pretende en las acusaciones que circulan en el medio—o porque carezcan de contenido, etc. Pero esto del medio y sus modas es otra cuestión; lo que sí es un poco anómalo es que —frente a la imposibilidad de estrenar aquí mis obras más ambiciosas (como La paranoia)— las opciones que se me presentan están fuera del país. (En enero nos han ofrecido presentar la obra en México, y en este momento escribo para el Schauspielfrankfurt, el Teatro Nacional de Frankfurt).
¿Cuál es la solución si uno quiere quedarse aquí?
Bueno, esto creo que va muy en cada uno. Yo por un lado pienso que hay soluciones individuales y soluciones sociales, grupales. En principio, el movimiento del teatro independiente empieza a pensarse como movimiento, que es algo que no se hace aquí desde la época de Teatro Abierto, y acepta sobre todo sus diferentes estéticas —ésta sí es una diferencia fundamental respecto de otras generaciones—.
Va a ser muy difícil lograr cambios en lo social del teatro hasta que esto no se acepte como una especie de colectivo, con intereses distintos, con objetivos distintos, pero con problemas similares, que a lo mejor se pueden solucionar exigiendo o demandando de las
instituciones ciertos comportamientos que son muy erráticos. Eso por un lado.
Pero luego también están las soluciones
individuales. Por un lado, este año tan intenso me ha servido para reforzar los lazos que tengo con mis grupos de trabajo, con mis elencos, tratando de pensar cómo generar los espectáculos que queremos ver, cómo repoblar la cartelera de los espectáculos que nos gustan y que nos parece que deben durar en el tiempo, no aceptando que las salas te impongan contratos basura de dos meses para obras que te llevaron, como en el caso de La Paranoia, tres años de ensayo, o un año y medio como en el caso más estándar de Acassuso, Lúcido o Bloqueo.
Pero éstas son salidas o respuestas individuales. No me parece tan importante cómo cada uno individualmente asume el problema sino qué porción de la experiencia de cada uno se puede volcar a una experiencia más socializable, para tomar conciencia de algo que está pasando, y poder así modificarlo.
Estamos muy acostumbrados a la inacción, a la supuesta ineficacia de la presión del trabajo sobre la modificación del entorno. Es una sensación gene‐ralizada, creo yo, y tiene motivos que parecen
• OCHO •
Kin kón
Lázaro, el detective venezolano de La
Paranoia muestra su perfil de latin lover recio. Fotografía: Pigu Gómez
personales, pero son más genéricos. Yo estoy un poco agotado, ahora, y pesimista. Termina este año y en relación al esfuerzo y al trabajo que se necesitó para hacer teatro y los problemas que generó en particular, naturalmente veo con mejores ojos otras ofertas más tentadoras y más razonables.
Una es —como te comentaba antes— trabajar en el exterior. Ahora estoy terminando de escribir La terquedad, un espectáculo que se va a estrenar en Frankfurt. Dudo que acá se haga… En principio, tengo que conseguir sala para las obras que ya tengo, antes que pensar en las que podría tener en el futuro. Y la sola idea me agota. Esta posibilidad de trabajar en el extranjero, en condiciones mucho más razonables de tiempo, espacio, dinero y respeto, es para mí siempre muy tentadora, lo mismo que mi trabajo en España. Allí suelo hacer talleres de formación de actores, de los que luego surgen más proyectos.
Pero además de la emigración encubierta, hay
otros motivos. Este año he empezado a trabajar —bastante casualmente— en cine. En abril dirigí mi primera película, Floresta, junto a Javier Olivera, para Canal 7 y estamos muy contentos con este resultado en codirección. También estoy trabajando como actor en La Ronda, de Inés Braun, y me han llamado al menos para dos proyectos más en cine para el año que viene. Proyectos que me interesan mucho. Son roles protagónicos y complejos. A mí me gusta mucho que me llamen para proyectos de otros, porque en general tengo el peso de esta historia de autogeneración de proyectos y trabajo tan exclusivamente en mis propias cosas que es muy difícil involucrarme en procesos a largo plazo, de años de duración, de otros directores. Pero cuando se trata del cine, donde las cosas están por su propia naturaleza, muy acotadas, es para mí un enorme placer y me permite una enorme flexibilidad, que a veces no tengo para con mis propias obras. Además sigue en pie la idea de filmar Acassuso con Gael García Bernal, ¿o se diluyó un poco eso?
Por mí sigue en pie, pero tengo la sensación de que va a ser muy difícil encontrar las condiciones ideales para Gael de tiempo, espacio y lugar. Es una estrella internacional, ¿por qué habría de suspender sus
proyectos en Hollywood o donde fuere, para venir acá e instalarse dos meses en una escuelita semi‐rural con una obra tan rara? Yo lo veía muy entusiasmado y todo, pero naturalmente no voy a presionar para que esto ocurra más allá del curso natural de las cosas; yo también tengo otros proyectos que me involucran tanto o más que ése. Me parecía que era un copado en proponerme esto de la codirección de Acassuso, pero si realmente aparece el proyecto de cine y no lo incluye a él y cierra el tiempo y demás, también lo haremos. Tengo muchos proyectos abiertos y no tengo ninguna ansiedad por presionar. Está también el proyecto de filmar el año que viene La escala humana. Lo veníamos postergando desde hace mucho. Y también está el ofrecimiento de hacer Bizarra como una telenovela de verdad, hecha y derecha, en Canal 7. Un delirio. Hablando de Bizarra, ¿se puede decir que la exuberancia es una marca de tu poética? Efectivamente. Estoy fascinado por la idea de lo complejo. Ante lo simple yo suelo aburrirme mucho, así que es bastante lógico que mis obras sean exuberantes en su complejidad. Esto implica un tipo de procedimiento de construcción de diálogo, de escenas, de situaciones… en fin, nunca sé cuánto va a durar una obra pero, en general, ¡termino creyendo que escribir es cortar! Suelo acumular tanto material que para mí escribir es sacar. Sacar para que las obras sean posibles.
Yo siento que una obra tiene que ser como un buen puñetazo. Hay que poner toda la carne al asador cada vez. Y tiene que tener un montón de elementos que construyan complejidad. Cuando se habla de lo sintético como algo a ser valorado, me parece que se equivocan varios conceptos. ¿Cuánto tiene que durar una obra? Una obra tiene que durar lo que sea necesario para producir un efecto duradero, importante, un efecto que justifique —incluso, si se quiere— el pago de una entrada de precio equis. Hay determinados directores que trabajan estéticamente sobre una idea de condensación, de brutalidad en esa condensación, como suelen ser Bartís, o Federico León, donde no abonan tanto a la idea de complejidad sino a la de condensación. Uno allí sí tiene la sensación milagrosa de haberse tragado una píldora de
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• NUEVE •
teatralidad que se disuelve luego en uno y se despliega. Pero esto lo logran los grandes modelos y los grandes cultores de esta estética. No toda obra corta es una píldora condensada de teatralidad. Por otra parte, la noble condensación no es —creo yo— el único mecanismo poético posible. Siempre he sentido algo de pudor con respecto a este tema; es lo que aprendí de mis maestros (Bartís, Kartun) y siempre sufrí la esquizofrenia de saber que eso estaba bien y al mismo tiempo tener que decidir un camino propio que no tuviera que ver con imitar sus mecanismos de construcción. Me parecía que yo tenía que hacer otra cosa, que es la sensación natural de cualquiera que empieza a realizar una disciplina artística y en un momento decide dejar de sentirse sólo un alumno y empezar a ser un practicante: en qué punto uno puede aportar algo diferente a lo que ya hay.
Tengo obras más largas, obras más cortas; lo que es cierto es que no creo en la duración de la obra como un principio previo al mundo que vas a construir. Cuando empiezo a construir mundos, muchas veces me propongo construir mundos más simples, más factibles, más fáciles de ensayar —sobre todo— y más posibles. Y al tiempo me doy cuenta de que casi siempre es inútil: la última es todavía más complicada que la anterior, porque estos mundos florecen con mucha tozudez…
son mundos muy barrocos, muy abigarrados. Y hasta que no son lo suficientemente complejos, no creo estar en presencia de una obra. Por lo demás, todos somos muy capaces de elaborar teorías que justifiquen el propio capricho. En mi caso, que no puedo evitar lo que hago y lo repito sistemáticamente como si se tratase de una técnica, ya puedo hablar —con razón o sin ella— de una suerte de teoría “antisintética”. Yo creo que el proceso sintético, tal como viene presentado por la dialéctica, es una forma de conocimiento del mundo en la cual una tesis es seguida por su antítesis para llegar a una instancia superadora de los elementos previos, a la que llamamos síntesis. Es decir, que toda síntesis (al menos en esta acepción) es un conocimiento al que se arriba por el enfrentamiento entre elementos opuestos. Muchas veces llamamos síntesis a algo que s implemente es corto y que no t iene proceso de ningún tipo. Yo creo que vivimos en un momento en el que es muy difícil aplicar procedimientos dialécticos a la percepción de nuestro entorno. Quiero decir, nos hemos ido acostumbrando a la persistencia de opuestos que, por no poder arribar a ninguna instancia superadora de sus propios términos, terminan por alternarse en el uso del tiempo y el espacio infinitamente. Vivimos, sobre todo en este país, muy atrapados de ciertas esquizofrenias que tienden a rotular y a ponerles nombres extremos a
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Gwyn no entiende nada en Floresta. A su
izquierda, un globo con helio que forma parte de
la explicación del plan para engañar a la NASA. Foto: Adrián Salgueiro.
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determinadas posiciones que se repiten eternamente sin arribar a ninguna síntesis: palabras, términos como “peronismo”, o “menemismo”, o “gorilismo” que no son síntesis de nada, sino acumulación de opuestos irreconciliables, y que sin embargo están allí como entidades, se las puede nombrar y uno cree que “son”.
Yo no creo que la realidad en la que vivimos sea sintética y es por esto que los mundos que pinto en mis obras coquetean con esa idea de eterno movimiento que no arriba a una acción superadora, lo que es decir, moralizante. La idea de acción es, incluso en términos técnicos muy estrictos, moral: “Acción es todo lo que arrastra a la pieza hacia su final”. Lo cual supone que las piezas terminan, que entonces el final será la conclusión de una serie de eventos, que se organizan de acuerdo al principio causa‐efecto… Yo creo que ahora ‐es una verdad de Perogrullo decirlo‐ hay tantos modelos narrativos (empezando por Joyce, siguiendo por Beckett, y llegando a nuestro milenio), pero sobre todo tomando modelos narrativos apropiados al cine. Vos ves la última película de David Lynch y decís “¿Qué es lo que la hace tan fascinante? No puedo dejar de mirar y al mismo tiempo no entiendo hacia dónde va”. No va en una única dirección. Y está sustentada en un principio fundamental de la creación: su fuerza ausente, vacante. Es una perogrullada decir que el mundo es más lyncheano que aristotélico, pero si es así y uno cree realmente en esto, me parece que es hora de tratar de esbozar una técnica que se aleje (pero no por ser sólo provocativa o modernosa) de ciertos paradigmas que son frases hechas. “El público sólo aguanta una hora porque más no se puede concentrar”. Bueno, a lo mejor no tenés que estar concentrado para ver una obra de teatro. ¿Quién dijo que hay que estar concentrado? Además, ese mismo público ve El señor de los anillos, que dura tres horas y pico, y nunca mira el reloj, no se le hace larga. Claro, me dirás, una es una cosa más frívola, con imágenes que cambian todo el tiempo. Bueno, pero ¿cómo podemos aprender de eso el procedimiento y no su liviandad de fuerza, su frivolidad fácil? Yo creo que son momentos donde —si el teatro independiente no se constituye como ese espacio de cuestionamiento de todos estos paradigmas que vienen dados— va a desaparecer como fenómeno importante, se va a transformar en un teatro amateur, como pasa en otros países, de gente que se está formando hasta entrar en
un circuito comercial donde ya no necesite investigar absolutamente nada, justamente porque ya es un circuito comercial, ¡ya sabe agradar, ya sabe vender lo que hay que vender!
Yo creo que la gran riqueza técnica del teatro de
este país es que ha sido hecho por gente que deviene en filósofos del teatro y que termina cuestionándose no solamente sobre el teatro, que en sí mismo es una cosa pequeña y sin gran importancia, sino en su relación con la vida política. La relación con su tiempo en este mundo. Por eso además me irrita tanto cuando se supone que este tipo de trabajo es apolítico o frívolo o menemista ‐que es un adjetivo que está muy de moda y que no quiere decir nada, pero que se aplica entre bandos opuestos para acusarse siempre entre sí‐; cuando yo creo que todo trabajo sistemático sobre los procedimientos es necesariamente político. Uno va a ver una obra mía y no sabe realmente por dónde lo voy a atacar esta vez. ¿Es un problema? A mí me encantaría que a eso se le diera el mérito que tiene, que no es para nada desdeñable. Yo este año he podido estrenar cinco obras y las cinco obras parecen escritas por cinco personas diferentes (o por un solo psicópata). Pero, ¿por qué? Porque yo creo en muchas cosas a la vez. No quiero poner todo en una sola obra coherente. Estaría pareciéndome mucho a mí mismo y esto para mí es muy sospechoso. Hay que dar rienda suelta a las incertidumbres. A mí me interesa crecer técnicamente y esto necesita expandir los límites y forzar la flexibilidad del propio campo asociativo. Y de las propias afirmaciones categóricas. Si para esto uno necesita cinco obras diferentes y cada una de ellas con su propia complejidad, bueno, hagámoslo. Es una forma de tomarme en serio mi trabajo. Acá puedo traer a colación una frase tuya que cita Luis Cano: “Como no puedo hacer una obra, hago siete”, por la Heptalogía. Esto es, a veces, hasta una estrategia de factibilidad. Si yo quiero hacer una obra chiquita, con unos actores muy buenitos, y consigo una salita, y me piden una carpetita… “Mirá”, me van a decir, “tenemos cosas más interesantes”. En cambio, si les llevo siete obras, una cada día de la semana, que tienen intertextualidad y donde en realidad todo es un quilombo muy poco
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Kin kón
práctico, que nadie sabe en qué va a terminar, lo más probable es que la sala —si es una buena sala y tiene un perfil de dirección artística— también se fascine más con esa posibilidad, que crea que también va a extender la singularidad del fenómeno. Y si el fenómeno no empieza a ser singular no puede competir con otros objetos de consumo cultural que existen en la ciudad. Hablando justamente del tema del consumo, me parece interesante que el movimiento de teatro independiente se asuma como tal, porque hay un público que se asume como del teatro independiente o, al menos, como de ciertos directores. La Estupidez, por ejemplo, estuvo mucho tiempo en cartel y siempre llenó… Sí, hay una cantidad de público. Yo nunca termino de entender cuál es su perfil. Mis obras gustan e irritan por igual, con lo cual, cada vez que veo una función donde presiento que puede haber problemas, siento que no va a venir nadie al día siguiente. Y es al revés. Claro, será que aquéllos que sí entienden parte de esta provocación y la disfrutan, suponen que eso es justamente lo que hay que ir a ver, y no otras cosas.
Mi experiencia es que efectivamente hay un público para esta diversidad enorme de teatro que hay ahora, no creo que me esté pasando solamente a mí. Me parece que hay muchas obras de calidad que duran como si fueran comerciales sin serlo. ¿Por qué? Porque la entrada es muy barata o porque el espectáculo funciona por el boca a boca.
En este tipo de reuniones, donde se habló de la ley de mecenazgo y demás, hay mucha gente que no conozco y que se acerca a charlar de cuestiones de producción y que supone que mis proyectos son redituables. Incluso puede haber habido mucho encono porque el festival este año decidió producir sólo dos cosas (lo de Bartís y lo mío). Imagino que hay gente supone que nosotros no necesitamos el dinero, o que nos dieron una cifra parecida a una fortuna. No es así: lo que el Festival me dio es el 40% de lo que nos costó hacer esa obra. Yo todavía no recuperé la plata, tengo deudas, y los actores y yo dedicamos tres años de nuestra vida —que nadie nos pagó—, esperando que, al estrenar, podamos ganar algo de dinero de las entradas y de las giras en el exterior. Redituable no es… Andrea Garrote vive también de dar sus clases, nuestro actor Alberto Suárez es contador, yo me financio estos proyectos con mis talleres en el exterior. Por suerte
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Spregelburd con Emilia Balcarce, durante la sesión de fotos de La Ronda. Fotografía: Carlos Furman.
tengo esta otra faceta de mi trabajo, y cuando hago teatro, es teatro independiente. No sabría ni a quién empezar a pedirle que me dieran lo que necesito para hacer mi teatro. Pero ¡ojo!, porque el hecho de que el Festival en un momento diga: “Ah, pero esta obra es buena, la voy a financiar” no implica ni una alianza de sangre ni una cuestión ideológica. Me parece que en todo caso es que el Festival prevé que ésa es la obra que —por motivos que desconozco— mejor lo va a representar en un marco determinado, un marco que es cuestionable, como cualquier otro. ¿Qué quieren ver de lo que uno puede producir? Vaya uno a saberlo. Lo deseable sería que las instituciones que tienen a su
cargo el fomento del teatro independiente pudieran financiar exactamente en las condiciones que se debe, y no asociándose a las deudas que se generan las compañías, pero si no es posible, ¿qué hacer? ¿Un paro de teatros? ¿A alguien le importaría mucho? ¿Alguien necesita de nosotros? ¿Estamos realmente en un mercado, o somos lo contrario de éste aunque usemos también billetes para comprar escenografías y pagar actores? ¿Hay que dejar de producir sólo porque la financiación escasea, aunque el público abunde? ¿Hay que irse a otro país? ¿Se está mejor allá? Yo no lo sé. Pero todos los días me doy una respuesta distinta
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Kin kón
Spregelburd (Buenos Aires, 1970) es director, actor, dramaturgo y traductor. Formado con Ricardo Bartís y Mauricio Kartun, ha recibido numerosísimos premios, entre ellos, el Tirso de Molina por La Estupidez, el María Guerrero, el Florencio Sánchez, y el Casa de las Américas. Ha traducido a Sarah Kane y a Steven Berkoff del inglés, y a Reto Finger y Marius von Mayenburg del alemán, entre otros. Fundó e integra el grupo teatral El Patrón Vázquez. Tiene una treintena de obras escritas. Dentro de esa treintena figura un conjunto fundamental para el teatro, su Heptalogía de Hyeronimus Bosch, cuya última parte ha sido comisionada por la Fundación BHF de Frankfurt.
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VERSOS DE UNO Por Silvio Mattoni
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Silvio Mattoni (Córdoba, Argentina, 1969). Publicó los libros de poemas El bizantino (1994), Tres poemas dramáticos (1995), Sagitario (1998), Canéforas (2000), El país de las larvas (2001), Hilos (2002), El paseo (2003), Poemas sentimentales (2005), Excursiones (2006) y El descuido (2007), y los ensayos Koré (2000) y El cuenco de plata (2003). Ganó el Concurso de Poesía “Enrique Pezzoni” (1992), y la beca Guggenheim (2004). Da clases de Estética en la Universidad Nacional de Córdoba y es investigador del Conicet.
Desde que Mallarmé pronunciara su sentencia acerca de que el poema, cediendo la iniciativa a las palabras, debía provocar la supresión elocutoria del poeta, puesto que aquel que realiza el acto de la escritura desaparece en lo escrito, hasta que Eliot, ayudado por Pound, emprendió la búsqueda de correlatos objetivos que le permitieran hilvanar sus citas y collages, la poesía moderna instauró la impersonalidad, la objetividad, el aspecto constructivo como cualidades deseables en el poema. Era un largo viaje hacia lo desconocido que intentaba alejarse del puerto romántico donde un yo lírico demasiado expresivo –que agitaba su pañuelo de encaje– había pensado ingenuamente que se encarnaba en la vida singular de cada poeta. Pero resulta que si las expresiones del yo eran universales no podían ser al mismo tiempo singulares, algo que el romanticismo resolvía con la idea de un yo trascen‐dental, matriz de los particulares, inscripto como un homúnculo sin tiempo en los ideales del sujeto. En suma, el romanticismo todavía podía ser religioso. Mallarmé no, tampoco Pound, y la conversión final de Eliot tiene todo el perfu‐me rancio de las traiciones a las propias premisas.
Sin embargo, la construcción, el pensamiento no bastan para que la poesía tenga lugar y sea explicable, puesto que la cosa construida, contemplada objeti‐vamente, observada impersonalmente, es decir, sin autocompasión, no es más que la voz de un hablante que se señala, sin alcanzarla, desde lo escrito. “El arte moderno, decía el decadente Barbey d’Aurevilly, consiste en elevar al artista al rango de la cosa.” Pero antes que como una sucesión histórica, difícilmente demostrable, entre un yo romántico y un distanciamiento del objeto del poe‐ma, preferiría pensar que se trata de una dialéctica, un combate con intervalos de paz, una paz entre rupturas, como diría Henri Michaux. Así en gran parte de la poesía argentina podríamos ver momentos de objetividad constructiva y de retorno a la expresión de un sujeto e incluso, en muchos autores, las dos cosas a la vez. Pero de lo que quería hablar ahora, en algunos libros bastante recién‐tes, es de la aparición de anécdotas biográficas, donde alguien mira su propia vida sin que la descripción aspire a la universalidad de una idea del yo. Más que de un sujeto fantaseado, incluso demonizado de otros siglos, se trata de una descomposición en mínimas partículas de una memoria que sólo la escritura puede reunir, en el simulacro de unidad que es un libro. Incluso a veces no se trataría de recuerdos, sino de ese tren fantasma que parece la experiencia desde el punto de vista de las sensaciones, su precipitación incesante, sus fogonazos aislados.
En 1990, Fabián Casas publica Tuca, que el autor considera su primer libro, donde los poemas breves intentan al mismo tiempo mirar desde afuera, desde un punto de vista extraño, los avatares de un personaje, un yo melancólico, y componer una tonalidad que refleje los movimientos más íntimos, inaccesibles de ese cuerpo puesto en escena. Incluso el nombre propio sirve para mostrar
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ese exterior impenetrable, la identidad de un rostro, que sin embargo también define lo único de cada cual. Cito: “Recién salido de la ducha,/ me paro a ver mi cuerpo en el espejo./ Nada especial, me digo, es un objeto más en el mundo./ Fabián Casas, sin anteojos,/ cargando una estructura que comprende.” No obs‐tante, el tratamiento de cosa que este poema le da a una figura nominalmente identificada como el autor tiene algo de ingenuo, casi sería la forma más fácil, primaria, de poner distancia con respecto al lirismo antiguo del yo: la imagen especular. Tanto la voz como la escena están petrificadas, son pura imagen, sin ningún posible acto para señalar una presencia, dentro de un tipo de verso deliberadamente arrítmico. Algo muy distinto ocurre en el poema que se titula “Hoy mi madre tendría que cumplir 48 años”, donde la conmoción de un luto prolongado, que amenaza con hacerse infinito, socava las pretensiones de objetividad y hace que aparezca el tono de esas mínimas unidades de una vida que Barthes llamaba biografemas, y donde se resume un sentido en la experiencia de alguien, donde la desconfianza ante las palabras le cede un paso, una pequeña grieta, a la intensidad. “El sol arroja sus arpones amarillos”, escribe Casas, y esa imagen nos hace ver el padecimiento de un cuerpo, abajo, en el cementerio suburbano, frente a la tumba de la madre muerta hace tres años, donde sin embargo todo, el mundo mismo –sol, nubes, chicos que juegan–
continúa su curso. Pero no para el yo, detenido en ese instante absoluto, absorto diríamos. Los dos últimos versos del poema llegan incluso al ritmo en un sentido tradicional, con un alejandrino final perfectamente modernista si elimináramos la conjunción reiterada. Leo: “y yo me paro algunos días frente a su tumba/ y me doblo con las flores en la boca del viento.” ¿Qué ha pasado para que Casas llegara hasta allí, a ese estado sentimental, por así decir, que un registro objetivo entonces no buscaba suprimir sino más bien reprimir? ¿Cómo retornó esa experiencia vital junto con la imagen y el ritmo? Quizás otra escena ayude a entender el pasaje de la figura especular, hierática, al cuerpo que cae de rodillas y se sustrae del mundo. Me gustaría llamarla la escena de la mirada al otro, escena de compasión o salida de sí mismo. Ahí el yo no se mira ya como una estructura, pero tampoco ha percibido su propia presencia fugaz, su dolor. El poema se llama “Conduciendo durante la noche”, y hasta la palabra “conduciendo”, que parece de un doblaje extranjero, frente a un verbo que nos sonaría más familiar como “manejando”, impone esa resistencia a lo imprevisto, la lucha entre el registro objetivo y la catástrofe íntima que anima todos los poemas de Tuca. El poeta, por decirle de algún modo, maneja entonces llevando a su padre dormido. Y entonces puede verlo, ve una juven‐tud terminada que retorna, puede finalmente entre‐garse a solas a un gesto de afecto o de gratitud. La
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historia se completa en el poema siguiente, titulado “A los pies de la cama de mi viejo”, donde el que habla se describe mirando el cuerpo desnudo del padre que duerme. Toda la tradición de Occidente, desde Eneas llevando a Anquises, podría invocarse en ese trans‐porte del padre y en la contemplación de su reposo, como anticipo del fin y promesa de un nuevo comien‐zo. Pero Casas mantiene su eficaz escepticismo contra todo anhelo de fundar algo. El resultado de su afec‐tuosa rememoración del sueño paterno no es más que un anonadamiento del mundo, donde la poesía no tiene lugar y donde la bondad se paga con trabajos miserables. La vida doblegada del otro, sin grandes obras, sin registro, trae una reflexión nihilista en apa‐riencia: “No todos podemos zafar de la agonía de la época”, pero en el fondo es un carpe diem y una forma de agradecimiento. Si el poeta “zafó” de lo miserable, fue gracias a la fuerza consumida del cuerpo que ahora contempla, y entonces la escena del arrodillado, dobla‐do como una flor, del poema a la madre muerta, se entiende de dos maneras: como reflejo del cuerpo del padre doblegado por el trabajo, pero libre, auténtico, menos oprimido, con la necesidad de una floración y con su innecesaria belleza para soportar la opresión que no cesa; pero también como la palabra “gracias” que el poeta calla pero que dirige a las dos personas que lo engendraron, tácitamente, en la piedad que lo rapta, por instantes.
En 2004, Francisco Garamona publica Una escuela de la mente, su séptimo libro. Lo autobiográfico en su caso aparece de una manera mucho más velada, como rememoración de la infancia antes que como registro de lo inmediato. Abundan en sus poemas ciertas imágenes que hacen señas desde un pasado en trance de ser recobrado, por fragmentos, por súbitas ilumina‐ciones debidas quizás al ritmo, al fraseo que llama a las cosas, las cita en la página. Así aparece, aquí y allá, en distintos escritos, un colegio, sus paredes, el recuerdo imposible de las horas de ocio que lo ocuparon, pero es como si fuera un objeto hecho de pura memoria, los ladrillos se han vuelto papel; en todo caso, ahora es un adjetivo para muchos motivos de recuerdo: “lupa escolar”, “cigarrillo escolar”, los libros compartidos en el colegio pero no de lectura obligatoria. El título del libro de Garamona adquiere entonces el peso de una figura para representar el mecanismo de la memoria: la mente aprende a conocerse a sí misma en forma de palabras reconstructivas o restos de algo perdido, allí
cada frase es signo de lo que no puede apresarse en su interior demasiado gramatical. Lo que explicaría cierta proliferación de deícticos en Garamona, como cuando se charla con viejos conocidos y se repite “eso”, “esto”, “aquel”, un “nosotros” de tiempo atrás. Precisamente, en el poema que se titula “La escuela de la mente”, el yo habla con alguien, acaso una nena, amiga de infancia, una chica, o una novia, para recordar no episodios ni anécdotas sino sus detalles, una sensación, alguna percepción particular. Leo: “Dejamos algo en un lugar para olvidar otras cosas,/ ¿dónde están tus abuelos que te llevaban/ a la cama cuando eras una nena dormida?/ Palabras quedan, como brillos de pulir en la ventana.” Esos leves fulgores casi inaprensibles, en verdad imposibles de retener en la memoria salvo por la intervención de las palabras, señalan también el tiempo en fuga de los que hablan, conversan, recuerdan.
Garamona, al contrario que Casas, no desdeña el tono íntimo, ni los encabalgamientos del sentido a merced del oleaje de cierta regularidad de los versos, ni las figuras menos orales, como la metáfora y hasta la hipálage, pero cuando llega al registro de lo vivido amplifica con esos medios el volumen de su materia y logra una resonancia, una realidad verbal que no se deja reducir fácilmente a lo que se comunica en el poema, a un relato. En el poema llamado “Módulos blancos de felicidad”, por ejemplo, el poeta se encuentra con su hija para dar un paseo cerca de un lago. No hay nada más, pero un archipiélago de impresiones y sensaciones se esparcen sobre la liquidez súbita de la página. El viento espolvorea, según el poema, como una capa de azúcar sobre el agua, donde otra vez los reflejos fugaces, el brillo del instante apunta a dar con su forma verbal, su posibilidad de perduración. “Es un sueño.” –dice la voz que habla justo antes de que el “nosotros” de padre e hija vuelvan a separarse: “Yo leía un tomo de la historia de Roma./ Tanto tiempo transcurrido en el mundo./ Y acá estamos los dos.” Entre ese lector y su hija jugando, hay de pronto una fina película interpuesta, como el sueño de la historia, como lo que se olvida del juego en la aplicada alfabetización escolar. Pero el diálogo, felizmente, se reanuda, y no podría dejar de hacerlo. Cito: “Mi hija me dice: auchi! Yo la miro y le sonrío./ De la mano vamos hacia el lago./ Las sombras nuestras parecen divididas,/ flotando en el agua que se las lleva lejos,/ a otros tiempos de los que guardamos el color.”
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Por último, más que un diálogo, que sería demasiado abstracto, se trata de un gesto de confianza, que niega aquello que el lenguaje sin embargo afirma y reafirma en cada ser hablante, con su mente distinta, es decir, la división, porque ningún “nosotros” es más que esa ilusión del instante en que se habla soñando ser dos. Pero está el otro tiempo, el color que se guarda en común, ¿un futuro quizás, donde la hija acaso recordará la voz de ese padre‐poeta ausente, absorto? La felicidad entonces no puede ser más que una promesa, que la poesía sigue haciendo para mantener una vida en condiciones de volverse su objeto.
La tomadora de café, publicado en 2005, es el quinto libro de Laura Wittner. Y en su caso, el registro de lo vivido llega a asumir por momentos la forma de un diario, breves entradas donde se anotan sucesos domésticos, o más bien lo que suscitan en ese personaje que asiste a sus epifanías con cierta suspi‐cacia, como si ese yo femenino descreyera de su propia verdad. Al escribir, parece preguntarse qué significa ese mismo hábito de registrarse escribiendo, esa vida doméstica atravesada por una posibilidad de palabras. Wittner pone así en cuestión la postura de poeta, y escribe: “Sin o con público la actuación es igual/ –es decir, es casi una actitud.” O en el mismo poema, hecho de diversos fragmentos y titulado “Dentro de casa”, dice: “Dormir, comer, jugar./ Todas cosas importantes.” La importancia de un bebé que debe cuidarse, su ritmo, su alimentación, pueblan la casa entonces y le dan otro sentido, con el cual lo escrito no aspira a competir. La poesía se revela entonces como una felicidad, puesto que en lugar de mostrar el sacrificio del tiempo propio, un supuesto tiempo para escribir que faltaría por las obligaciones que trae criar a un hijo, celebra en cambio la ganancia del tiempo colmado, ritmado, por así decir, por las actividades del día, el sueño, la comida y el juego. Frente a ese mundo en estado naciente, las palabras se aligeran, pierden peso, y pueden dejar traslucir lo que existe de verdad, lo que importa para alguien. “Yo me pierdo en las connotaciones, escribe Wittner, dudo de la existencia/ de las palabras”. Y agrega: “Del otro lado de la puerta/ mi hijo aprende todo/ y se me hierve el agua del café.”
En esa misma línea, como si fueran haikus que revelan la liviandad, la fragilidad, pero también el secreto de cada objeto, otro fragmento dice: “La coca chisporrotea/ en un vaso/ en la oscuridad.” Pero las cosas domésticas, aparentemente cerradas sobre sí mismas, son en su chispeante presencia objetos de intercambio, signos menos dudosos que las palabras para hablar con el niño que no aprendió a hacerlo. Así aparece en el poema la segunda persona, y se diría que adviene con la figura del aliento, la respiración, un soplo que impone su dirección al tiempo, como una flecha que no es reversible, porque quien nació no puede no haber nacido. Leo completo el fragmento número 29: “Te dormiste, hijito, sin comer./ La casa detuvo el movimiento./ Yo me puse a leer./ Respirás con un sonido suave/ que es música de amor./ Mi éxtasis se mezcla con la duda:/ ¿querrás cenar a medianoche?/ Y si es así: ¿pollo, polenta o espinaca?” Una particularidad de los poemas de Wittner, entre otras, sería que lo biográfico rara vez asume la forma del recuerdo, sino que más bien intenta registrar los instantes en que algo se percibe y se torna súbitamente significativo. El matiz de una hoja que reverdece, lo más ínfimo, puede significar, abrir la posibilidad de un descubrimiento. Para lo cual se diría que hace falta cierta retracción del yo, una discreción en la joven mujer que observa el mundo en general y su mundo privado, cuidadosamente ordenado. Vale decir: no atiborrar de significaciones personales demasiado rápidas eso que pasa afuera, o en otros; que las cosas sean metonimias del poema y no metáforas de quien escribe. Leo el último fragmento del que le da título al libro, “La tomadora de café”: “Se despertó el mundo. Se despertó la percepción./ Hicieron facturas en la panadería/ antes del amanecer, y al kinoto le salieron cosas blancas./ Todo emana un perfume repleto y activo:/ no se le puede dar más tratamiento/ (un tratamiento mejor) que percibirlo.” El mundo no muestra entonces su nada, aquello que la sospecha y las dudas señalaban como sinsentido, como vacío, sino que exhibe su ritmo, se infla y se desinfla como un organismo, alternando lo vacío y lo lleno. El hijo duerme, el mundo respira con él, la poesía sirve para algo
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MATEN A BORGES Por Diego Vecino
• DIECIOCHO •
Diego Vecino Nació en la República de Almagro en 1984. Estudia Sociología y dirige la revista virtual La Contrarreforma www.contrarreforma.com.ar y el blog: www. la-contrarreforma.blogspot.com Ha colaborado con Nación Apache y -contemporáneamente a estas líneas- con El Interpretador. Su biografía intelectual: corta, pero segura.
Se cuenta en un bar de Talcahuano y Cangallo una historia. La escucho atento o intentando atender. Digamos que entre intentando atender y tratando de recordar cuándo fue que pedí el primer fernet. Son las diez de la mañana y en los años sesenta Gombrowicz está a punto de tomarse un barco con destino a Europa.
Al parecer hay mucha gente despidiéndolo. Quien narra la historia lo hace confusamente. Alguien ‐¿una cronista?‐ le pregunta qué tienen que hacer los argentinos para alcanzar la madurez literaria. Quizás quiere responder: “dejen de escribir pensando en Borges”. Pero los argentinos necesitamos grandes historias, caudillos cuyos sobrenombres se escriban con mayúsculas. Entonces, un Gombrowicz al que ya no le quedan grandes hitos intelectuales produce el último; quizás porque no está al tanto o disimula no estar al tanto de esta circunstancia. Contesta: “Maten a Borges”.
Quien me cuenta la historia precisa algunas coordenadas: Gombrowicz no está al lado del grabador, sino que sobre el deck del barco. Gombrowicz no responde, grita. ¡MATEN A BORGES!
Amplificada por la época, la frase fue rápido tema de discusión en unos pasillos de Filosofía y Letras que me estoy imaginando. Y cuando digo “amplificada por la época” en realidad quiero decir: amplificada por los debates intensos que en ese entonces se daban por la construcción del canon literario.
Porque son esas las tensiones que cristaliza la frase o el grito de Gombrowicz, naturalmente. Y no debiera sorprender al lector de estas humildes líneas que cosas tan triviales como el reconocimiento de una tal o cual tradición literaria alcancen este tipo de expresiones que, nominalmente al menos, comprometen la integridad física de una persona (de Borges).
Dardo Cabo, peronista, fundador de Tacuara y posteriormente temprano militante montonero, famoso por haber secuestrado un avión de Aerolíneas Argentinas y conducido hacia las islas Malvinas a fin de recuperarlas, nos ayuda a pensar con otra anécdota esta de Gombrowicz. En los primeros años de la década del ’70 conversa en una esquina de Santa Fe. En eso, lo advierte a Borges parado en una esquina, esperando cruzar. Apuesta con sus amigos llevarlo hasta mitad de calle y dejarlo ahí.
Quizás por dejarnos a nosotros una historia no tan espectacular aunque sí bastante buena, a mitad de calle no lo abandona, sino que le susurra: “¿Sabe Borges? Soy peronista”. Borges le responde: “No se preocupe, yo también soy ciego”. Nunca lo sabremos, pero yo creo que esa respuesta lo salvó. Dardo Cabo, me dicen, siempre fue un caballero.
No se puede negar que ser Borges en esos años debió constituir una tarea ardua y peligrosa. Por lo demás, no es del todo ocioso hacer un
• DIECINUEVE •
llamado de atención sobre esta complicada circunstancia: a diferencia de ahora, cuando en la movilizada década del ’60 se discutían cánones intelectuales en realidad se confrontaban cosmovi‐siones, formas de militancia o, en fin, estilos de vida. Y a veces esas tensiones entre formas dramáticas de entender el mundo se resolvían únicamente con la muerte. La simbólica en el caso de Gombrowicz, la física en el de Cabo.
Estas tensiones eran la actualización, podemos decir, de la disputa genética entre la civilización y la barbarie. No la actualización automática, natural‐mente. En cambio, sí, la actualización novedosa, divergente y creativa.
El grupo armado Montoneros, por ejemplo, utilizaba esta consigna: “con la lanza del Chacho en una mano y El Capital en la otra”. Viñas dedicó buena parte de su labor crítica a cambiar el signo de esa ecuación de génesis homologando en su calidad de burgueses a Borges y a Perón con el fin de plantear su propio mito fundante, como única alternativa posible: la Revolución Social. Una de las consignas más célebres de Contorno fue, miren sino: “ni peronismo acrítico ni antiperonismo colonialista”.
Borges, por su parte —y naturalmente—, también produjo algunas líneas sobre esta cuestión en un texto que no casualmente lleva el mismo nombre de un poema de Echeverría. Decía:
Vestía dos mantas coloradas e iba descalza, sus crenchas eran rubias. Un soldado le dijo que otra inglesa quería hablar con ella. La mujer asintió; entró
en la comandancia sin temor pero no sin recelo. En la cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos de ese azul desganado que los ingleses llaman gris. El cuerpo era ligero, como de cierva; las manos fuertes y huesudas. Venía del desierto, de tierra adentro, y todo parecía quedarle chico: las paredes, los muebles.
“Maten a Borges” es así la apoteosis simbólica de estas discusiones y funciona doblemente como consig‐na: primero, como leyenda en sentido estricto, como escritura, como grafitti de baño público. Luego, como leyenda en sentido mítico, como grito y como gesto. Si recordamos que Gombrowicz lo grita en lugar de decirlo; la barbarie es ese lugar de desmesura, de oralidad atropellada. La civilización, en cambio, la instancia de la letra escrita, de los gestos moderados y de la Ópera.
Alguien, sin embargo, hizo propia la consigna y la ejecutó. Alguien mató a Borges. Casi al mismo momento en que se moría de muerte natural. Un interesante problema de prolija novela policial: ¿Quién mató a Georgie?
Actualicemos a Baudelaire y seamos posmodernos.
Con la apertura democrática vuelven los grandes intelectuales argentinos del exilio. Vuelven con un canon armado y diferente a los modelos que tradicionalmente se habían disputado, sin conseguirla, la hegemonía. Veamos en qué consiste:
Por un lado la inserción en la gauchesca, la gran tradición oral y épica del siglo XIX y sobre esto hay mucho que hablar. Y por otro lado, el manejo de la cultura, el cosmopolitismo, la circulación de citas, referencias, traducciones, alusiones. Tradición bien argentina, diría yo. Todo ese trabajo un poco delirante con los materiales culturales que está en Sarmiento, por supuesto, pero también en Cané, en Mansilla, en Lugones, en Martínez Estrada, en Mallea, en Arlt. Me parece que Borges exaspera y lleva al límite, casi a la irrisión, ese uso de la cultura: lo vacía de contenido, lo convierte en puro procedimiento. En Borges la erudición funciona como sintaxis, es un modo de darle forma a los textos (R. Piglia, Sobre Borges en Cuadernos de Literatura, 10, 1997)
Hay un libro de la Coca Sarlo que se llama, sugestivamente, Borges, un escritor en las orillas. La
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Witold Gombrowicz en pose sugestivamente borgeana.
• VEINTE •
nueva crítica literaria se encargará, en la década de los ’80, de reconciliar los escritores que en los años que antecedieron a la dictadura definieron las posiciones antagónicas de ciertas tradiciones incapaces de reconciliarse por ellas mismas. Lo hicieron, no está de más decirlo, porque efectivamente creían en la improductividad de esas tensiones irreductibles. Lo hicieron también porque de esa forma lograban construir una tradición literaria unívoca que recorriese en su totalidad a los autores y los textos ya consagrados por la historia. En el eslabón final de ese continuo estaban ellos y los escritores que a ellos les gustaban.
Gombrowicz, entre revolcándose en la tumba y ruborizándose, empezaba a empatar con Borges. ¿En dónde? En las orillas. El polaco escribía sobre
compadritos y sobre arrabales. Lo hacía en su doble condición periférica: polaco y argentino. Colmo de males.
Este gesto de exégesis que funda en buena parte las explicaciones que sobre la literatura argentina hoy tenemos es, en definitiva, la muerte verdadera de Borges, que coincide puntillosamente con el fin del “corto siglo XX”. Piglia dice: Borges, último escritor del siglo XIX; y en esa sentencia está finalmente la superación de todas las antinomias que durante los cien años anteriores configuraron tan particularmente el campo de adscripciones político‐culturales en la Argentina moderna. En ese gesto, en esa definición, esta finalmente la clausura total de un Borges ya condenado a la improductividad, a la pétrea noción de clásico.
Es irónico que de una historia cultural laboriosamente dedicada en las infinitas variaciones del asesinato de Borges pueda hacerse, sin mediación de buen gusto, una reconciliada trama más o menos lineal cuyos gestos más polémicos sean tímidos “nudos de tensión”. Es este intento de fundar una historia de la literatura argentina desprovista de belicosidad el intento de legitimar un proyecto político‐institucional, de construir un discurso hegemónico asentado en el pacífico consenso. Es, en realidad, la muerte irremediable de un Borges que deja de alimentar o referenciar formas radicales y dramáticas de significar la realidad para transformarse en un lindo, grande y diseñado farolito.
En 1965, el divertido Arturo Jauretche llama “cipayo” a Droctulft, el héroe converso de la Historia del guerrero y la cautiva (Revista Marcha, No. 1259). Muerto Borges, la anécdota no tiene explicación: es más una humorada o un error estúpido que un gesto provocado por fuertes pugnas –más guerras que tensiones‐ entre irredimibles y antagónicos proyectos de país que se disputaban, entre muchos otros planos, también en el de la literatura
Mono con navaja
Borges sugestivamente muerto.
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ADENTRO Y AFUERA Por Gustavo Nielsen
Tuve el primer sueño el día que empecé a trabajar en lo de Gómez. Yo subía al entrepiso por una escalera de madera. Encendía la luz: era un desván con porquerías, cajas atadas, ventiladores y baúles. Iba a buscar una jaula de las que había en el piso, apiladas contra la pared derecha del cuarto. Las jaulas estaban cubiertas por una sábana sucia. La arranqué de un tirón. Detrás de los barrotes, sorpresivamente, vi pájaros muertos. Secos, mar-chitos. Fue algo muy desagradable para mí, porque entendí que las jaulas se guardaron con los pájaros piando y que ellos, después, murieron de hambre y oscuridad y se descompusieron sobre la bandeja de hojalata. Adentro. Pensé en la locura de esos pá-jaros. Se lo dije a Gómez, pero no me escuchó. Bañar el primero de los bobis también fue una experiencia desagradable. Yo me había presentado a ese trabajo sin saber, pero al borde del hambre y sin un centavo. El sueldo era excelente y el trabajo parecía sencillo. Qué iba a sospechar lo de los sueños. Cuando terminé de bañar al primero, creí que nunca más iba a poder hacerlo. Y así fue cada vez. "No hay que pensar", decía Gómez. Él era el dueño de la Empresa, y venía siempre de saco y corbata negra, con la pelada brillante, brillante. Como si se la untara con aceite. -No hay que pensar. Antes fueron seres humanos, pero ahora son sólo objetos. Yo empecé como usted, y aquí me ve. Alguien lo tiene que hacer. Pasó una camilla con un cuerpo desnudo cubierto por un sobre de plástico. Era una anciana. Alcancé a ver que tenía sangre seca debajo de la nariz. El hombre que empujaba la camilla era un negro. Me miró y se rió (quizás la impresión reflejada en mi cara le causara risa). Gómez pegó unas palmaditas en el vientre fláccido de la vieja. El cuerpo tembló. -Aníbal -le dijo al muchacho-, dejamelá como a una novia. Y palmeó también el hombro de Aníbal.
Descubrí que Aníbal siempre se reía. A primera vista parecía ser un muchacho grosero y descui-
dado, pero resultó un buen compañero. Me indicó unas cuantas cosas. Es curioso, pero yo suelo ser muy reservado y desconfío de la gente como del propio diablo; sin embargo entablé una relación inmediata con él. Su risa me parecía horrible, en-ferma, pero quizás fuera lo menos malo entre todos aquellos males. El sueño comenzó a repetirse (ya era la tercera vez que lo veía) y se lo conté a Aníbal. Él se rió y me dijo que no le prestara atención. -A veces se ven cosas -aclaró-, pero no hay que creer en eso. Siempre todo parece ser mucho peor de lo que en realidad es. Entramos al baño que me había tocado y las piernas comenzaron a temblarme de la excitación.
Me quedé solo. En esa habitación había varias cosas: una mesa chica revestida en fórmica imitando madera, un lavatorio, una bañera grande de hierro fundido, cinco frascos, una botella con desinfectante y un cadáver de hombre desnudo. Los frascos esta-ban apilados sobre el borde de la bañera; el bobi, adentro. Abrí las canillas. El agua le golpeó en el estómago y me pareció que había sufrido una ligera contracción en la piel. El chorro, duro y perforador, cavó un pozo a centímetros de su ombligo, lo que hacía parecer que tenía dos. Éste era un detalle extraño. La piel se le arrugaba en pliegues, como las ondas que se forman en la superficie del agua al tirar una piedra. Era un muer-to petiso y gordo, del tipo de Gómez. Tenía una cicatriz en el bajo vientre, de alguna operación, y muy poco pelo. Estuve largo rato mirándolo, sentado al borde de la bañera. Me lo imaginaba contador, pero en la planilla sólo figuraba el motivo de su muerte, en manuscrito. No me esforcé en leerlo. No me interesaba la muerte en lo más mínimo; sencillamente estaba allí porque no podía encontrar trabajo de otra cosa. Era imposible conseguir algo digno. Y ahora te limpio los sobacos, gordito. Aníbal me había contado de cuando le tocó lavar al portero de su edificio. Hacía nada más que una semana se habían trenzado por
• VEINTIUNO •
no sé qué pavada de los ascensores; el portero gritó hasta que se le cansó la garganta. -Y ahora ya ves -dijo. Sonreía mientras hablaba.- Tarde o temprano, siempre pasan por el cepillo de Aníbal. Como si él fuera eterno, un poco Dios. Apreté mi propio cepillo con furia, para no morir nunca. -Un bobi es piel, huesos y tiempo. Un bobi es poco tiempo. Es descascaramiento, pudrición. Gómez frotaba el tenedor con el cuchillo al decírmelo. Ese momento era como ir a misa, y era necesario que todos los que limpiaban pasaran por él. Había trozado el bife en pedazos pequeños y se llevaba esos pedazos a la boca, acompañados con alguna papa o una rodaja de tomate que pescaba directamente de la fuente. -Un bobi es como una bolsa plástica de basura. La piel es la bolsa. Lo que hacemos nosotros es mostrarles al resto que la bolsa es blanca como la nieve. Que el contenido no afecta las apariencias. Todos saben que adentro hay basura. Pero eso es asunto de gusanos. Los gusanos devorarán esa basura. Yo sentía su masticación, y Gómez parecía el rey de los gusanos, devorando la carne podrida.
"Me acerco a las jaulas tapadas. La luz del desván pestañea, indecisa por enseñarme lo que va a pasar, lo que voy a ver. Yo no presiento nada. Las jaulas que se guardan, siempre se cubren con una manta. A su vez, con el tiempo, el polvo cubrirá a la manta. A ésta, por ejemplo (¿era blanca, gris, marrón?). Los dedos se me crispan al contacto del género. Descorro el telón. Los pájaros, en el suelo de chapa de la jaula, duermen su sueño eterno, con los picos abiertos." Abro los ojos. Tengo las manos sumergidas adentro de la bañera llena de agua sucia. Saco el tapón. Nadie me está mirando. Si sé que me miran no puedo soñar una sola imagen.
¿Cómo flotan los muertos? Qué pregunta. Empujando con mis manos en el medio de la cabeza de este fraile (le digo fraile porque tiene un círculo sin pelo y bastante crecido a los costados), lo sumerjo hasta que desaparece. Los pelos que cubren sus orejas y la nuca expresan tímidamente el movimiento. Flotan con más tranquilidad que el resto del cuerpo, como diciendo "si nosotros
todavía tenemos cuerda para rato". Cuando aflojo, el cuerpo vuelve a la posición inicial. Aunque me prohibieron esto de sumergir las cabezas, lo sigo haciendo. En la soledad, uno hace todo lo posible para zafar de lo permitido.
Lo más difícil es darlos vuelta. Aníbal me dijo: llamame que te ayudo. Me habían dado un viejo choto con una metástasis múltiple. Me daba repulsión, y eso que ya había lavado. Creo que lo que más asco me daba era saber que tenía cáncer adentro. Como si el cáncer fuera un bicho que en cualquier momento pudiera salir por la boca y morderme un brazo, y contagiarme su rabia. Cuando lo fui a buscar a Aníbal a su baño, él estaba lavando a una pendeja. Me enojé, porque ahí me di cuenta que me habían soltado los peores. Le dije si no le daba vergüenza. El agua jabonosa dejaba ver parte de los pechos erguidos de la mocosa. Tendría veinticinco años. -¿Ah, sí? -dijo él- Andá a ver qué lindas piernas tiene. Sumergí mis manos en el agua hasta tocar el fondo de la bañera. -Accidente de tren -completó Aníbal-. Se desangró sobre las vías. Le habían trabado los muñones con un tirante cruzado sobre el vientre, para que la cabeza le quedara afuera. Yo estaba temblando cuando entramos a mi cuarto. Aníbal me ayudó a dar vuelta al viejo. Seguía cagándose encima. Él dijo: - Mande bala, nomás, compañero -y me pasó el cepillo. Se refería a que le limpiara la mierda raspándole la piel. No pude.
"Es una viejita muy dulce y aparece reclinada como una buena abuela, adentro de la bañera. El agua está tibia. La expresión me trae recuerdos de mi propia abuela, o tal vez de una vecina de mi abuela. Sus labios están pegados. El mentón roza la superficie quieta del agua. Le echo colonia de uno de los frascos; una lavanda. Así parece que estuviera más alegre, pero no. Está muerta. La muy con-chuda. ¿Espero palabras de su boca de mujer? ¿Que me cuente de su vida, de sus hijos y sus amores? Todo eso está quieto, balanceándose sobre el agua como el cepillo; casi quieto. Que me diga de aquel macho que le chupó por primera vez estas tetas colgantes, estos dos nidos deshabitados. Pero su
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• VEINTIDOS •
boca enmudeció y sus oídos no responden al pedido mío muy cerca de su rostro; yo mojándome la pera en su agua final. En el agua que su tacto no alcanza. En el agua que fue."
Lo vi a Aníbal hablando con el marido de la chica, que parecía desconsolado. Se agarraba la cabeza con las manos y Aníbal intentaba tranquilizarlo. Fue justo al irme; marcaba mi tarjeta y oí que le decía palabras de aliento a la vida. El hombre tendría unos treinta años y nervios de alterado mental. En un momento se dio vuelta y salió corriendo. Yo aproveché para saludar a mi compañero, que sonreía. -Siempre sonriente -le dije. -Sí -dijo él. -¿Y ése? ¿Lo asustaste? -¿Qué? -El que se fue corriendo. -Era el marido de la del tren. -Me di cuenta. Guardé mis manos en los bolsillos y él alzó los hombros, sacando pecho. Con un orgullo inex-plicable, dijo: -No sabe que yo también la vi en bolas.
Había uno en el grupo que afirmaba haberse cogido dos o tres bobis, sin ningún tipo de reparos. A mí me parecía un tema siniestro. A Gómez no le importaba. Él miraba pasar la vida desde su corbatita y, mientras entrara plata, la sexualidad de su personal lo tenía sin cuidado. Aunque para mí no era un problema estrictamente moral, sino más que eso. Era la náusea en toda su amplitud. -Inclusive -agregó otro de nuestros compañeros, uno tan delgado que parecía no tener carne sobre los huesos-, una vez se cogió a un pibe de catorce. El pibe tenía leucemia. Lo miré espantado. El tipo afirmaba cada disparate que decían el flaco o Aníbal. Hacía que sí con la cabeza. Dije: -Debe ser feo. El tipo puso cara de no importarle, para agregar: -Si te ven. Aníbal, al principio, me había dicho que rezara para que no llegara uno con enfermedades en la piel, porque me lo iban a dejar "sí o sí". Lo dijo con la seguridad de aquel al que le ha tocado ya, a su pesar, lavar un leproso.
-Me acuerdo de ése que vino lleno de estrías y granos. Yo era recién llegado, así que me lo soltaron adentro de la bañera. Los granos se reventaban al paso del cepillo. Y vos sabés: el pus es como el óxido; jamás descansa. Seguí soñando con aquellos pájaros. Todas las tardes cerraba la puerta con llave y me tiraba al costado de la bañera, en paralelo con el bobi, pero con la cabeza para el otro lado. Me acostumbré así; Aníbal me dijo que todos lo hacían. Era la siesta. Hasta Gómez se acostaba a dormir. -Nadie jode a nadie. Hay una hora, en este lugar, en la que todos somos como muertos. Cruzaba las manos sobre el tórax, aparentando la postura de un bobi en el cajón. -¿Por qué creés que los ponen de esa manera? -No sé. Para que duerman más en paz. Aunque crucé los dedos sobre el pecho, los sueños se me hicieron más reales y desesperados. "¡No puedo aguantarlo!", le grité a Aníbal, con la cara desencajada por la tensión. Él sonreía con tran-quilidad. - A esta hora de la tarde -dijo-, tus pájaros te salvan de ser igual a ellos.
Gómez contó que a la mañana habían llevado uno con tres tiros: dos en el pecho y en el hombro derecho y el tercero en la cara, debajo del pómulo también derecho. Y que las instrucciones eran "velarlo a cajón abierto". - ¿Y? - Le dije a Aníbal, que se da maña para todo, que le arreglara la cara. Aníbal levantó los hombros. - ¿Y qué hiciste? - Un relleno con pastina marrón. El tipo era un groncho de la mafia del Once. Medio chino. Después le agregamos maquillaje y lo dejamos secar. Antes lo habíamos lavado, se entiende. Cuando secó el maquillaje, lo unté con parafina. La cara le brillaba como un bronce. Era otra persona; la madre lo vio y se puso a llorar de la emoción. Te juro; un maniquí. Lindo como un maniquí en una vidriera.
En la mañana del martes entró una contracturada. Los demás no me avisaron. Aníbal, en un momento, parecía que iba a decirme algo, pero se arrepintió y me dejó sólo con la dura
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adentro de la bañera. Los otros le habían prohibido que me avisara. Abrí las canillas. La señora tendría unos setenta años. Yo estaba distraído porque trataba de pensar en otras cosas. Funda-mentalmente en mis sueños. Entonces apoyé mis
manos sobre su abdomen de piedra y las piernas se le encogieron de un tirón. El susto me arrancó del agua, martillándome la cabeza contra el lavatorio. Quedé tendido en el piso, sangrando. Ellos, que se habían escondido detrás de la puerta, entraron al
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Ilustración: María Laura Sánchez
baño dando carcajadas. Yo los veía como a seres extraños, salvajes. Me pregunté qué estaba haciendo ahí. -No hay que distraerse con los tiesos -sentenció Gómez. Aníbal me ayudó a ponerme de pie, para agregar: -Así se mueven los muertos. Cuando pude tranquilizarme, me di cuenta que había pagado el derecho de piso otra vez. El baño estaba empapado y la bobita seguía ahí, lo más sentada, con la cabeza erguida como la de un tótem.
(En el instante en que me quedé solo, le metí un dedo entre las piernas. Sus labios también estaban duros. El acto me excitó. El agua tibia nos ponía la piel de gallina, a la vieja y a mí. Me dio un poco de miedo y saqué la mano. Su pequeño monte de venus cabía en el centro de mi palma. Tomé el cepillo. Se lo pasé, pero el ruido que hizo me retiró las manos del agua. Su piel era de pergamino; ¡pedía caricias y no el desgaste bruto de mi cepillo! Cerré los ojos sin alcanzar a ver las jaulas.)
Cuando me lo trajeron a Rubén Fernández, yo supe que iba a pasar algo. Tenía la frente descubierta y, fue una premonición, me pareció que iba a complicarse. No quise lavarlo, y Gómez me gritó que desde cuándo elegía cuerpos. Había algo en él que no estaba bien. Entré al baño enceguecido por la impotencia. Leí sus datos buscando una respuesta: CINCUENTA Y SEIS AÑOS; ATAQUE CARDIACO PROVOCADO POR ASFIXIA. Tenía los ojos sin cerrar, con los pár-pados bloqueados como dos cables adheridos a los arcos superiores. La expresión me alteró más. Parecía no comprender el tema de la muerte. Como yo, o como tampoco lo comprendía Gómez. Lo to-qué con desconfianza. Con desconfianza volqué el desinfectante de la botella, hasta vaciarla. Su miembro estaba de pie, duro como un mástil. Se lo bajaba y le volvía a subir. Ahí fue cuando escuché la queja. Como si fuera un ronquido venido desde otro baño. Volví la cabeza y el agua se agitó, hura-canada, y una trompada enérgica e instantánea brotó de la bañera, pegándome debajo del mentón; mi cara dio un cuarto de vuelta hacia el frentazo del bobi que partió mis labios y me hundió medio cuerpo adentro del agua. Creo que perdí el cono-cimiento y lo recuperé, todo en un segundo. Fue tan
vertiginoso que salí de ahí de un salto, sin comprender. El tipo se movía en una compulsión continua de brazos y torso, de cabeza y manos. ¿El grito fue mío, o de él? Apreté la botella. Los otros me encontraron con los ojos abiertos, diciendo cualquier cosa y pegándole más y más botellazos en la cara hasta verlo quieto y sangrante, quieto y mudo, quieto y muerto otra vez. Aníbal me agarró de los brazos. No sé cómo salí de allí.
Amanecí en una cama de hospital. Aníbal estaba sentado a mi derecha, y los tubos de plástico salían y entraban por los agujeros de mi cara. Había soñado. -¿Dónde estoy? -pregunté, y él hizo un gesto para que me callara. El cuerpo me dolía como si me hubieran pegado una paliza. Aníbal dijo algo así como que me quedara tranquilo. Traté de recordar qué había sucedido. Vi a los muchachos a mi alre-dedor, en ronda, sosteniéndome; vuelto un loco. Vi pájaros pegados contra el fondo de una gran jaula. "¿Qué tengo que ver?", me esforcé en preguntarle; él vovió a llevar su índice a los labios para que mantuviera la calma. Una enfermera entró y me inyectó algo en el brazo. Aníbal se borroneó junto a las líneas del cuarto.
Le pregunté por los muchachos. Ya me habían sacado los tubos de la cara y podía reconocer a las enfermeras. Aníbal era el único que venía a verme. Eso me parecía mal. Él dijo: -No te vienen a ver porque les das miedo. -¿Y el tipo? -Qué tipo. Un nombre y un apellido que tenía grabados en la memoria, pero del que no sabía nada más. -Rubén -dije. -¿Qué Rubén? -Rubén Fernández. Decime qué le pasó a ese tipo. Aníbal me sostuvo por los hombros como si fuera a caerme. -¿No te acordás? -No. Justo entraba el médico y le pidió que se retirara de la sala. Dio un par de recomendaciones y me dejó solo otra vez. Aníbal abrió la puerta y se acercó a mi cama. -Dormí. Fue un caso único de catalepsia, que viene a ser algo así como una hipnosis de los sentidos.
• VEINTICINCO •
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Nos dijo el tordo. Nunca había ocurrido, y Gómez prometió que nunca volverá a ocurrir. Es casi impo-sible. Dice que te tomes vacaciones. Que lo que pasó no existe. Que te olvides. -¿Por qué? -Dormí, no te digo. -¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? -Tres días.
Esa noche soñé con un tipo con la cabeza vendada. Estábamos en un cruce de dos calles de tierra. Yo me había detenido justo debajo de la luz, porque sentí que me seguía alguien desde la oscuridad. Me di vuelta. El cielo estaba negrísimo de espanto; de la nada salió el vendado. Llevaba una jaula vacía en una mano y enseguida se presentó. -Fernández -dijo, ofreciéndome su derecha. La apreté sin dudar. Algo explotó adentro de su mano; un algo blando, como una fruta podrida. Me enseñó la palma abierta. Sangre y plumas.
Al otro día volvió a visitarme Aníbal. Yo ya había hilado casi toda la historia mediante preguntas a las enfermeras y retazos de recuerdos que iban apareciendo. Me trajo flores y la novedad de que me darían el alta en cualquier momento. No me sentía del todo bien. Se lo dije y él explicó que necesitaban esa cama. Agregó también que con los muchachos me estaban preparando unas "vacaciones" por la obra social, que iban a ser totalmente necesarias. Gómez y todos opinaban igual. Le dije que no quería irme de vacaciones. Él subió los hombros y siguió hablando de cualquier otra cosa. Le conté que había tenido un sueño con el tipo aquel, y le pregunté cómo estaba. Me contestó que bien, que no sabía mucho, pero creía que bien. -Resucitado por segunda vez -agregó. -No entiendo. -Casi lo matás. La botella chorreaba sangre. Le partiste la cabeza con saña. En dos partes. Todavía está jodido. -¿Quién lo vio? -Nosotros. Gómez. El tipo podría haberle hecho un quilombo de puta madre, y sin embargo prefirió bancarselá. -¿Y? -Y nada, que se salvó por segunda vez. Yo te entiendo. ¿Quién soporta que alguien quiera vol-ver? Nadie. Yo también lo hubiera reventado a
botellazos. Había que matarlo. -Los nervios, che. Del miedo. Él dudó. -No sé -dijo-, había más que eso. Te pasaste de la raya; le dabas y le dabas masa. Vos tenías los ojos llenos de furia, no de miedo.
Me habían avisado que me darían el alta a la mañana siguiente. Aníbal estaba ahí conmigo. Se ofreció a ayudarme a juntar las cosas. Yo había reflexionado mucho sobre la conversación man-tenida el día anterior, y quise sacarle el tema de nuevo. Él estaba preocupado por la valija y por si me darían o no el último desayuno. Se lo dijo al médico, que le prometió que sí. -¡Quiero saber más del bobi!- le grité. -Caramba -dijo- qué energía. Tiene razón el doctor en darte el alta. Me senté sobre el colchón, esperando oír. -¿Y qué querés saber? -preguntó. -Algo. Cómo está, dónde vive, de qué trabaja. -¿Para qué? -Me interesa. -Es casado. Tiene una tienda de pájaros en Flores. La piel se me erizó. -¿Qué te pasa? -Nada -dije-. ¿Una tienda? -Sí.
Esa noche volví a soñar con Fernández, parado en el centro del cruce de tierra. La luz de la lámpara le hacía brillar la pelada. El círculo de luz del piso estaba rodeado de jaulas, lo que formaba un cilindro de una altura que oscilaba entre los treinta y los setenta centímetros. Todas ellas tapadas con trapos blancos (yo igual me daba cuenta de qué se trataba). Entré al círculo saltando sobre una cualquiera. El tipo dijo: -Llevesé la que le guste, pero no pegue. Me hizo gracia. Entre los dos quitamos los trapos. Era un tipo simpático, bonachón. Las puertas de las jaulas estaban abiertas. Adentro, todos pájaros muertos. Lo miré como diciéndole "qué pasó". Puso cara de no saber. -Esta jaula, por ejemplo, con este petirrojo... -Qué -dijo. -Que está muerto. -¿Y? Todos estamos un poco muertos.- Pero este está muerto del todo.
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• VEINTISEIS •
• VEINTISIETE •
-No sé. Toqueló, a ver. Metí la mano adentro de la jaula. El pájaro se despertó, abriendo las alas como si naciera, como un gran batifondo, como un susto con alas.
A las once de la mañana dejé el hospital. Gómez me había suspendido del trabajo, por boca de Aníbal, hasta quién sabe cuándo. Estaba encubiertamente expulsado de un lugar al que no pensaba volver. El sobre lleno de dinero me hizo bien. Gómez, al fin y al cabo, era una buena persona. Aníbal asintió. Me dio también un pasaje a la costa y un papelito anotado. Pensé que sería la dirección de Fernández. Él me miró sin entender. -Es la reserva en un hotel de la obra social que tiene ventanas a la playa. Un regalo mío y de los muchachos, para que descanses de lo que te pasó. Le agradecí. Me vestí tan ansioso como si tuviera quince años y fuera al primer baile. Estaba total-mente repuesto. Aníbal dijo: -Ahora andá a tu casa. Él sabía lo que yo estaba por hacer. -Andate a tu casa, y después te me vas de vacaciones. Ni se te ocurra pisar Flores. Yo ya lo había decidido. Nos dimos la mano en el momento en que pensé: "hasta nunca, Aníbal". Daba la mano con tanta flaccidez que parecía un pescado.
Averigüé la dirección telefoneando a Gómez. Lo hice caer con una mentira infantil. La pajarería quedaba en la calle Rioja; el colectivo 41 me dejó a dos cuadras. Observé la vidriera desde la vereda de enfrente. Crucé la calle. Las jaulas se amontonaban por decenas, formando columnas de alambre. Esqueletos. Entré.
Se acercó una señora. "Buenas tardes, qué va a llevar". Tenía la cara redonda y los cachetes inflados. -Quiero dos mirlos en una jaulita. La señora metió la mano adentro de una jaula y los pájaros se alborotaron. Sacó uno pequeño, negro. -No, no quiero dos iguales. Ponga ese mirlo y aquel amarillo. -Es un canario. -Está bien. La señora se quedó mirándome, como si algo no funcionara.
-Necesitará jaulas separadas -dijo. -No. Póngalos adentro de aquella -le ordené. -Es muy chica. -No importa. -No podrán convivir. Los pájaros precisan espacio. -Yo soy el que compro y los quiero en la jaula chica. La mujer no entendía. -Espere un segundito -dijo, y se fue hacia la trastienda. Los pájaros hacían un ruido ensordecedor. Volvió a aparecer, seguida por el marido. Nos quedamos tiesos, unidos por los ojos. -Mejor andate -le dijo. Ella juntó las manos nerviosas sobre su boca. El ruido se detuvo por completo. Él volteó la cabeza para mirarla gravemente y el cuerpo de la señora pasó el umbral de la puerta, como si la hubiera empujado con las ganas.
Fernández volvió a mirarme. La cicatriz era un surco ancho que le dividía la frente en dos, desde el puente de la nariz hasta la entrada de pelo en la sien derecha. Dijo: -Yo estaba encerrado en mi cuerpo como en una celda. Vi cómo me cepillabas. El jabón me entró en los ojos y en la boca, y mis agujeros absorbían esos jugos de desinfectantes y alcanfores. Toda esa limpieza tuya. Me pregunté qué pasaría cuando moviera el primer dedo, cuando soltara nuevamente la voz. Yo jugaba con una moneda sobre el mostrador de madera. No sabía qué decir. -Que nunca te toque eso de querer moverte y que el cuerpo no te responda. -Comprendamé -lo interrumpí. Mi voz era una súplica-. Los nervios. El asunto de los nervios. No es joda. Él se tocó la herida. -¿Y por qué el odio? -No sé. -¿A qué viniste? - A comprar unos pájaros. -No van a poder vivir juntos. Se van a querer matar. -En casa tengo otra jaula más grande -mentí-. Ni bien llegue, paso el mirlo. Dudó más que la mujer. Ella apareció por detrás y se escudó en sus espaldas. Él le dijo: -Marisa, hacé lo que te diga el señor. Y, dirigiéndose a mí: "buenas tardes".
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• VEINTIOCHO •
Salí de allí con la jaula en la mano. Llegué a mi casa. Un olor a desierto llenaba todos los lugares. Era una colección de humedades olvidadas; un musgo. Apoyé la jaula sobre la mesa. Los pájaros piaban alborotados. Pensé: "debería mostrarles el mar, antes, para que sepan". Para que vean y después sueñen. Y no se olviden nunca. Y se lleven ese recuerdo infinito, extendido hasta límites a los que jamás llegarán entre barrotes. Levanté las
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puntas del mantel hasta cubrir la jaula. Parecía un paquete de regalo, porque el mantel tenía estampadas unas guardas con flores muy alegres, como un papel para envolver objetos felices. El pasaje estaba en mi bolsillo; el sobre adentro de la valija. Desde la puerta, al verlos por última vez, supuse que pedirían clemencia, adentro de su caja forrada en tela. Que pedirían luz, agua, comida. Que pedirían que me quedara. Cerré la puerta܀
Gustavo Nielsen Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962. Es arquitecto, y tiene un pequeño estudio en el barrio de Palermo Viejo. Como escritor ha ganado el “Premio Municipal de Literatura” y la “Primera Bienal de Arte Joven”, entre otros galardones. Sus cuentos figuran en antologías de Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Venezuela, Alemania, México y España, y en varias revistas y periódicos del país y del exterior. Ha publicado las novelas La flor azteca (Editorial Planeta, 1997), El amor enfermo (Alfaguara, 2000), Los monstruos del Riachuelo (junto a Ana María Shua, Alfaguara Juvenil, 2001) y Auschwitz (Alfaguara, 2004). Y los libros de cuentos Playa quemada (Alfaguara, 1994), Marvin (Alfaguara, 2003) y Adiós, Bob (Klizkowski Publisher, 2006). Este cuento corresponde al libro Playa quemada.
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LA HABITACIÓN DE LAS ARAÑAS Por Marcelo Svartman
Llegaron a la inmobiliaria con un solo deseo: conseguir una nueva casa. Allí los esperaba un hombre de poco más de cuarenta años, que estaba sentado detrás de un escritorio de cedro. En cuanto los vio, se levantó e hizo un ademán para que se sentaran. –¿El matrimonio Olsen? Mucho gusto. Hablé hace un ratito con la persona encargada de mostrarles la casa. Está llegando. El matrimonio tomó asiento. –¿La casa está deshabitada? –preguntó el señor Olsen. –Desde el último jueves. Los dueños se mudaron a una pequeña estancia que tenían en Pilar. Ya no soportaban el movimiento que hay por esta zona. Gente mayor que ha trabajado toda su vida y merece un descanso. –Bien. Esperamos atrás, si no le molesta. –Como prefieran. ¿Quieren un café? –Le agradezco.
Se incorporaron, corrieron sus asientos hacia los costados y se dirigieron hacia unos banquitos que estaban junto al vidrio que daba al frente de la oficina. –No me gusta este hombre: habla de los ancianos pero no de la casa. Tengamos cuidado. –No pasa nada, amor. Vemos la casa y decidimos. No tenemos ninguna obligación.
Julio era cerrajero. Su padre le había enseñado el oficio. Hasta su muerte, que se había producido dos años atrás, esa ocupación le había parecido vulgar. Después, paulatinamente, esa visión se fue modificando. Ahora se pasaba horas observando los diferentes dibujos de las llaves, midiendo curvas, cotejando picaportes. La cerrajería se había transformado en un laboratorio: podía establecer tipologías, identificar elementos, calcular los resultados de una combinación. De un momento al otro Julio había encontrado en su actividad cotidiana un lugar para participar de una obra que lo tenía como único espectador.
Lidia giró la cabeza hacia la izquierda. Detectó una diminuta mancha de humedad en la pared.
–Mirá eso –murmuró–. Espero que la casa esté un poco mejor.
Antes de que Julio ubicara la mancha, tocaron timbre. –Es él –dijo el vendedor y apretó un botón para abrir.
Ingresó un hombre viejo. Tenía cejas gruesas, oscuras, bigotes negros y, cubriendo el cráneo, peinados hacia atrás, escasos cabellos rubios. Parecían filas de maíz perdidas en una inmensa llanura. –Les pido disculpas. –Recién llegamos, no se preocupe. ¿Vamos?
La casa estaba a dos cuadras de la inmobiliaria. Era una construcción antigua. Bastaba con mirarla una vez para advertir detalles de deterioro en las medianeras, los pisos y los techos. Eso, sin embargo, no impedía que pudiera ser un buen lugar para vivir. Tenía tres amplias habitaciones y un baño y cocina enormes. En el centro había un patio. De allí salía una escalera hacia la azotea. –Es linda. No es la casa que uno sueña, pero protege de la lluvia y de los bichos que caminan por las calles.
El día siguiente cerraron la operación. Festejaron cenando afuera. Comieron sorrentinos con salsa de albahaca y, de postre, nueces cubiertas con crema chantilly.
Al mes ya vivían en la nueva casa. Cambiaron los sanitarios, los muebles de la cocina y renovaron la pintura blanca de todos los ambientes. La vivienda era ahora una mansión en miniatura, sobria en su decoración y libre de todo residuo de impureza que pudiera quedar de los antiguos moradores.
Se sentían felices. Imaginaban que sus hijos podrían correr por la casa sin peligro de golpearse, ya que los objetos que obstruían el paso eran mínimos: una cama, un armario, una mesa, seis sillas y una heladera. Tenían también algunos cuadros, pero estaban colgados encima del metro ochenta. Decidieron hacer una reunión para celebrar la inauguración de la casa. Ese domingo,
• VEINTINUEVE •
con algunos amigos y familiares. Sólo necesitaban conseguir unos bancos para que nadie se quedara sin asiento.
A las diez de la noche la casa estaba llena. El clima era alegre. Los niños juga-ban en la terraza y los mayores, en grupos de tres o cuatro personas, conversa-ban en el patio o en alguna de las habitaciones. Cuando podía, Julio se acercaba a los invitados y les preguntaba si habían recorrido los ambien-tes. Si alguien le respondía que no, se ponía el traje de vendedor y lo llevaba a co-nocer cada rincón de la pro-piedad.
Cerca de la medianoche el hermano de Lidia propuso un brindis. Antes de que las copas llegaran a golpearse la casa quedó a oscuras. Varios chicos se asustaron y se pusieron a llorar. Sus madres, desesperadas, su-mergidas en la sombra, los buscaban con la voz. Dos adolescentes que estaban en el patio aprovecharon el mo-mento para entonar el estri-billo de una canción de can-cha. Julio pidió silencio y se fue adelante con una linter-na que portaba en su llavero a verificar si había saltado algún tapón. No hizo falta que realizara el control: ya había vuelto la luz. “Maradoooo, Maradoooo”, lo recibieron cuando se rein-corporó a la reunión, que continuó sin que se repitiera el inconveniente.
El lunes llegó temprano a la cerrajería. Lo esperaba
en la puerta un hombre con barba rojiza. Estaba apoyado sobre la persiana. Llevaba un cigarrillo entre sus dedos. –¿Usted es el cerrajero? Julio asintió. –Apúrese. Mi mujer está encerrada en la habitación de las arañas. –¿Qué? –Es urgente. Después le explico.
El hombre seguía hablando. Julio no lo atendía: todos los meses venía alguien con una situación que se presentaba como de vida o muerte y después terminaba siendo una tontería. –Subamos a mi auto, que tengo una caja de herramientas ahí. –Yo voy en el mío –dijo el hombre–. Mi coche es el Taunus rojo de allá adelante. Son siete cuadras.
• TREINTA •
Monoambiente
Ilustración: María Laura Sánchez
En el viaje Julio pensaba en un vestido negro que había visto para su mujer. Le gustaba mucho. No se atrevía a comprarlo porque tenía el escote muy abierto y temía que ella, si él la incentivaba a salir a la calle así, pudiera sentir que a su marido no le importaba que paseara desnuda a la vista de todos.
Frenaron frente a una casa. Era una de esas construcciones que parecen haber sido lujosas en alguna época que resulta imposible de ubicar. Entraron. Cruzaron tres piezas y luego un extenso jardín. Tenía pocas flores; el césped estaba cuidado. Después pasaron una parrilla y se detuvieron frente a una pequeña puerta de madera que estaba detrás de un árbol. La puerta no medía más de un metro y medio de alto y era angosta. Julio comenzó a impacientarse: el hombre estaba parado frente a la puerta, en silencio, y temblaba. Julio lo agarró de los hombros e intentó echarlo hacia atrás. El hombre se resistió. Mientras forcejeaban, se escuchó un grito. –¡Es ella! Déjeme entrar. –Es inútil: no se puede hacer nada.
Se pusieron uno contra el otro y comenzaron a lanzar puñetazos. Luchaban como dos niños que nunca antes hubieran protagonizado una pelea. Por lo general, los golpes terminaban en la espalda o la cintura de los contendientes y apenas dolían. Julio y el hombre podrían haber seguido varias horas participando de esa demostración de ineptitud para el combate, si no fuera porque uno de ellos cayó al piso exhausto, agotado, con la necesidad imperiosa de recuperar aire para seguir con vida. Venció el cerrajero. Se dirigió a la puerta y la abrió girando el picaporte hacia la izquierda. Adentro estaba oscuro y apenas se veía algo con la luz que entraba de afuera. –Señora, ¿dónde está? –gritó, con la cabeza introducida en el nuevo territorio. Luego se volvió unos pasos y sacó de su caja de herramientas un martillo. Comenzó a golpear en el pecho y en el
estómago al hombre que yacía semi inconsciente en el piso. Tuvo ganas de darle en los parietales y en los pómulos, moldear sus facciones hasta que estuvieran mejor acordadas entre sí, pero no se atrevió. Agarró una linterna e ingresó a la habitación. Persiguió con la luz cada rincón del cuarto y encontró en el fondo otra puerta, todavía más pequeña que la anterior. Le bastó con empujarla para pasar al próximo ambiente. –¡Dios! –gritó la mujer.
Cruzó cuatro habitaciones más. En las últimas dos las puertas estaban abiertas y el piso, en vez de cemento, era de arena. Volvió a pensar en el vestido negro. Se le ocurrió que, si diseñaba en su casa un sistema de cuartos parecido, podría adquirir la prenda y utilizarla cuando se le antojara. Es más, bajo siete llaves, hasta él mismo podría lucir el vestido.
Buscó con la luz una nueva habitación. Descubrió, a la altura del suelo, una cavidad cuyas medidas no alcanzaban los diez centímetros por lado. Apoyó el pecho sobre la arena. Con la mirada se ubicó en el espacio contiguo y, sin sobresaltos, se acomodó en su interior. Había una mujer tendida en el piso. Estaba desnuda y lloraba. Tenía decenas de arañas en los brazos y en las piernas y unos bichos como escarabajos en su rostro, su cuello y gran parte de su torso. Julio la observaba de arriba a abajo, una y otra vez, sin lograr identificar el elemento por el cual aquella escena que estaba contemplando le parecía perfecta. Buscaba la respuesta en las formas: ¿era la redondez de su vientre, sus pestañas, sus mejillas? Mientras reflexionaba, apareció un hombre que introdujo su lengua entre los labios de la mujer. Julio apagó la linterna y giró el cuerpo para quedar con la espalda sobre la arena. Se imaginó con el vestido negro, entre gusanos, parásitos y arañas, excitado por primera vez en su vida ante la posibilidad de nacer܀
• TREINTA Y UNO •
Marcelo Svartman Nació en Buenos Aires en 1979. Cursa el último año de carrera de Letras (UBA). Ha codirigido la revista literaria Andrógina. Este cuento corresponde a su primer libro Una selva en el campo (Editorial Tersites, 2007).
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ESE GITANO Por Juan Cruz De Sabato
Los, con frecuencia imparables, flujos de los dos ríos más caudalosos de la ciudad, confluyen en una esquina y se opera la maravilla. Lo que hace medio segundo era un avance presuroso, de choques y puteadas, que sólo se modificaba transitoriamente por una cabeza girando levemente para contemplar el culo de una dama, es ahora un remolino. Como si de un punto preciso en esa esquina surgiera la mayor fuerza de gravedad, conocida o por conocer, los cuerpos orbitan en torno a ese punto, irguiéndose sobre las puntas de sus pies para mejor ver, hasta que deciden parar, llegar tarde, observar.
En el centro del remolino un cajón negro, sobre
el cajón negro un hombre, sobre el hombre un disfraz de gitano. El Gitano es uno de aquellos elementos de la naturaleza, sublime, atrae y repele, pero sobre todo, asusta. Al oficinista en su pequeñez, que se pregunta por qué viste un traje gris con corbata roja de nueve a seis, cuando podría llevar un disfraz de gitano subido a un cajón negro en el horario que se le cantara.
El Gitano grita, el remolino retrocede. Ríe
nerviosamente y pasito tras pasito recupera el territorio perdido. Hasta el próximo grito. Ahí, millones de manos entran en los bolsillos, algunas en los ajenos, cuentan monedas para pagar el espectáculo. Para que el Gitano deje de gritar.
El Gitano cuenta cómo a los quince años, un
marcador central de defensores de Belgrano le aplicó furibunda patada en la tibia, una tarde de enero en Palermo. Cuenta que en el hospital le pidió una moneda al camillero y como se la negara, la pierna colgando de la fractura expuesta, saltó de la camilla y le arruinó la cara a escupitajos. El remolino retrocede. Cuenta que tres horas más tarde salió del quirófano en muletas, con cinco clavos más en la pierna. El remolino ríe nerviosamente. El Gitano se levanta el pantalón hasta la rodilla y muestra la cicatriz para los
incrédulos. Algunas mujeres se desmayan. El Gitano hace montoncito con los dedos de su mano derecha y lo apoya sobre la herida, acompañándolos de un grito introduce los dedos hasta los nudillos en la carne que se desgarra. Y sangra. Los niños aplauden. Durante cinco segundos, el Gitano cierra los ojos. Inclinado, los dedos enterrados en la pierna hasta los nudillos. El silencio total se quiebra con un grito de aquellos. La mano sale, salpica de rojo a los atrevidos de la primera fila. Triunfal, entre sus dedos en alto, un clavo de quince centímetros.
El oficinista ve la sangre en su traje, frenético
aplaude, grita, se saca la corbata y se la pone a guisa de vincha.
El charco rojo a los pies del Gitano ya es
preocupante. Lo advierten. Advierte que lo advierten. Se lame el índice y pasándolo por la herida abierta la limpia y la cierra en el mismo movimiento.
El público enardecido grita al cielo. Queremos
más. El Gitano promete más, les grita, los insulta, los azuza. Pide monedas. Monedas llueven. Cuatro corren al banco a buscar más.
El Gitano cuenta que cuando era niño e iba a la
escuela era muy alérgico a la tiza. En cierta ocasión la maestra lo obligó a pasar al frente para un análisis sintáctico. Sintió el estornudo llegando y comenzó esas fuertes aspiraciones previas. Martín, sentado al primer banco, fue aspirado por el agujero negro de su fosa nasal. Nunca salió. La familia de Martín recibió una condecoración. El Gitano respira profundo. El remolino retrocede, aferrándose entre sí y, así formada la cadena, se ata a un poste. El Gitano ríe, los insulta. El remolino ríe nerviosamente. El Gitano saca un martillo azul del bolsillo. Federico entusiasmado está en primera fila. Todavía no se limpió la sangre y el Gitano lo
• TREINTA Y DOS •
llama. Federico se siente tocado por Dios y acude al llamado. El Gitano le da el martillo y poniendo la punta del clavo en el agujero negro y peludo le pide que martille. Federico da un golpe. Dos. Al tercero el clavo desaparece en las profundidades del abismo, seguido del martillo y este seguido de la mano de Federico, la mano de Federico de Federico íntegro. Detrás de Federico, dos perros y una patrulla. El Gitano, satisfecha su voracidad nasal, levanta los brazos, grita, putea. El remolino retrocede y avanza tirándole monedas como si intentara lapidarlo. El
oficinista pierde los pantalones, frenético, aúlla colgado de un poste de luz.
El Gitano pide silencio. El silencio se hace. El
remolino expecta. El Gitano cuenta que a los veinte años pasó tres días seguidos cagando sin parar. El remolino ríe nerviosamente. El Gitano se afloja el cinturón, la cuerda que oficia de cinturón. El público empieza a ulular. El Gitano se baja los pantalones. Al cielo vuelan papeles, boletas y cheques en llamas. El remolino pide más. El
• TREINTA Y TRES •
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Ilustración: María Laura Sánchez
• TREINTA Y CUATRO •
Monoambiente
oficinista, corriendo en cuatro patas y en cueros, grita, ladra y larga espuma por la boca. El Gitano, en cuclillas, los pantalones en los tobillos, detiene la operación. El remolino clama por la conclusión del acto. El Gitano se para, los insulta y con un látigo que saca de su nariz, golpea manteniendo a raya a los que se acercan demasiado. El Gitano, erguido sin pantalones sobre el cajón negro, grita pidiendo monedas. Las manos revisan los bolsillos, en vano,
ya no hay. La respuesta es inaceptable. El Gitano los insulta por penúltima vez, se sube los pantalones y con el cajón negro al hombro se sube a un colectivo que se aleja hacia el sur. Desde el estribo los insulta por última vez.
El remolino se disuelve, tan rápido como se
formó, los ríos recuperan su flujo, los relojes vuelven a funcionar܀
Don Justo.
Poeta de a ratos, este otro calvo con fama de buen hombre pudo costearse una digna publicación de sus “Versos de la cocina”, colección en la que se destacan la “Oda a la cebolla”, “Al tomate”, y otros elementos culinarios de similar lirismo. Comentaristas repararon en la influencia que esta poesía sencilla ejercería sobre Don Pablo.
Las tertulias que Neruda solía ofrecer en su casa se hicieron famosas muy pronto por “... ese mayordomo que recitaba a pedido mientras ordenaba las copas”. Alentado por todos los presentes el buen Justo se achispaba y versificaba temas del momento, aunque sabía ser discreto y callar la borrachera de una dama o un adulterio casual entre los huéspedes. Como todo buen solista tocaba el violín dominando el arte de retirarse a tiempo.
Fue triste cuando supimos que era él quien robaba las hojas blancas del escritorio y hubo que despedirlo. Desolado verlo con su ropa normal y esa peinada tensa, su pequeña valija yéndose a ningún sitio para siempre. Eran pocas sus cosas porque todas nos las dejó.
En los momentos de añoranza, como este, en que repaso aquéllos tiempos felices, releo el librito de Don Justo. Lo observo sobre el escritorio. “Versos de la cocina”. Tengo a la vista la composición “Cántico de las cacerolas”, la leo en alta voz saboreando sus giros eficaces, su emotivo estribillo sobre la fruta, y lágrimas quieren rodar hasta mi pera. Pero me contengo y compongo a mi vez este soneto: “Dónde estará Don Justo respirando qué vientos. Por quién desgranará sus tostadas, en qué manteca derrochará su empeño, a qué salones acudirá con la escoba, qué timbres responderá; qué abrigos, saludos, sombreros, amigos, chismes recibirá contento. Qué traje afortunado auxiliará con qué botones de último momento.”
No puedo saberlo ahora, pero su figura descansa en mi recuerdo junto a la de Don Pablo. También su poesía. Sigo hojeando: “Catarro del tacho de basura”, en sextillas, la elegía “Mi cuchillo es de acero”. Me detengo en la serie “Coplas del sodero” y despierta en mí un vago sentimiento de alegría, una vez más me refugio en el pasado tanto más feliz que el presente. El plácido madrigal “Tubérculo amoroso”, que da cierre al libro, me ayuda a reconciliarme con la vida amén de sus adversidades, con lo bueno y lo malo, el todo y nada que encierra.
Medito que es concreta la poesía, pero tan lejana y caprichosa la posteridad. Sabemos todo sobre Don Pablo pero nada o casi nada sobre el pobre Don Justo, que padeció un castigo quizá exagerado para el no tan grave delito de robar papel.
VIVIENDO A COSTILLAS DEL POETA Segunda entrega
EL MAYORDOMO DE NERUDA
Gastón Mazieres Es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA), especialista en Literatura Argentina. Como autor teatral, ha estrenado gran parte de su repertorio en diversas salas de la ciudad de Buenos Aires. Posee una sólida formación como actor. Egresado de la Escuela Municipal de Arte Dramático (EMAD), y de la Escuela de Danza del Abasto (EDA). Como intérprete ha participado en eventos y festivales de Argentina, Chile, Uruguay, Dinamarca, España. Como pedagogo, coordina actualmente en Buenos Aires su taller “Escritura Teatral”, destinado a actores y gente de letras interesados en investigar y profundizar las relaciones entre la escritura y la puesta en escena.
• TREINTA Y CINCO •
Mono con navaja
EL NIÑO ARGENTINO LA EVOLUCIÓN DE MUCHACHO Y SU SENTIDO POLÍTICO
Por Jorge Dubatti
• TREINTA Y SEIS •
Jorge Dubatti Buenos Aires, 1963. Doctor por la UBA (Área de Historia y Teoría de las Artes). Premio de la Academia Argentina de Letras de la UBA (1989). Docente especializado en historia y teoría teatral en la UBA, Universidad Nacional de Rosario, Universidad Nacional de San Martín, Universidad del Salvador (Argentina) y Universidad Veracruzana (Xalapa, México). Dirige desde 1998 el Centro de Investigación de Historia y Teoría Teatral (CIHTT) y el Área de de Historia y Teoría Teatral del Centro Cultural Rojas de la UBA. Coordina el Área de Artes Escénicas del Centro Cultural de la Cooperación. Ha publicado más de cincuenta volúmenes de/sobre teatro.
La estructura de El Niño Argentino1 es polifónica, porque los tres personajes —Niño, Muchacho y Aurora— portan concepciones de mundo (de clase, en los dos primeros) con diferencias, que explicitan en sus parlamentos o evidencian en sus acciones físico‐verbales. Deben advertirse además estatutos poéticos de personaje diversos: por un lado, Aurora (la vaca), por el otro, Muchacho y Niño (los humanos), y en esa diferencia la polifonía se profundiza y multiplica. La vaca posee una entidad simbólica específica, y por lo tanto su pensamiento no corresponde a una visión de clase sino a un corte analítico‐arquetípico. Como explica Kartun en la entrevista realizada en la Escuela de Espectadores2, la vaca expone deliberadamente el pensamiento del autor, es su personaje‐delegado. En el caso del Niño, la visión de mundo y de clase no evoluciona: se muestra configurada y estable de comienzo a fin de la pieza. Niño asume el punto de vista del patrón (joven) o del hijo del patrón, que puede cuestionar aspectos de la ideología de su padre pero acaba confirmando su pertenencia a la clase. En cambio, en Muchacho se advierten cambios en el devenir de la pieza, cambios que modifican sus predicaciones sobre el mundo. Muta en su ser y en la visión que ese ser porta.
El viaje en barco, que estructura la pieza diacrónica y simbólicamente ‐del puerto de Buenos Aires al puerto de Le Havre, de Argentina a Francia, durante treinta días‐, marca los hitos de la evolución del Muchacho3. Al viaje geográfico le corresponde un viaje interno, de aprendizaje. Inicialmente el Muchacho porta la visión de mundo del patrón y asume el lugar que dentro de esa visión le corresponde al sirviente. Muchacho tiene muy clara la diferencia de clases, con roles marcados a fuego: qué hace patrón al patrón, qué hace peón al peón. Sin embargo, las ideas del Muchacho mutan. Por el contrario, el Niño genera y padece acontecimientos, finalmente muere, pero no evoluciona, permanece idéntico a sí mismo, inmutable en el núcleo fundante de su visión inicial, más allá de su progresiva degradación externa a través de las jornadas (suciedad, desaliño, borrachera, endeudamiento, robo): no cambia porque encarna la entelequia de su visión de mundo, tan potente como cristalizada en ideología. La muerte del Niño es producto de la evolución de otro, de su asesino: el Muchacho. El lector, orientado por el título, y por el rol dominante del patrón, centra la atención en el Niño, pero pronto advertirá que, si bien es el Niño el que domina la escena por su predicamento y superioridad sobre el Muchacho, el protagonista de la obra es éste último: atraviesa pruebas, evoluciona. Nos detendremos brevemente en algunos detalles de la evolución de Muchacho, de su viaje interno de conocimiento y aprendizaje, de los cambios en su ser.
En la Jornada Primera Muchacho se identifica con el punto de vista del patrón hacia el sirviente: concibe su lugar en el mundo a partir de la mirada y el rol que le otorga el patrón a través del beneficio del trabajo. Se asume
• TREINTA Y SIETE •
plenamente en la interiorización de cómo concibe el patrón al sirviente. Ha incorporado la diferencia de clase, la división de roles y atributos. Se define a sí mismo como “peón de cría”, “gaucho institutriz”, “el muchacho”, y no dice su nombre, no porque no lo tenga, sino porque para el patrón es “el muchacho de Aurora”4. La didascalia de Kartun lo describe, de acuerdo con esa interiorización característica de esta primera instancia del personaje, como “el pequeño gran gaucho de figuritas”, el estereotipo gráfico popularizado por la visión dominante. Las palabras del Niño ratifican la imagen de Muchacho en la misma dirección: “Milico de pito y casaca”, “Un tambor de Tacuarí...”5, “pupilo”, “pueblo morocho”, “proletario”. De entrada Niño expone la diferencia de clase a través de un sistema binario de oposición y complemento: dominador‐dominado, superior‐inferior, capitalista‐mano de obra, padre‐hijo, amo‐esclavo. “Los dependientes preguntan/cuando la gallina mea”; “Desensillá el sombrerito/en presencia del patrón”; “Hablá si se te pregunta,/estando yo hacé silencio”. Se llama a sí mismo, para diferenciarse, “el ganadero”6. Su actitud es de superioridad, paternalismo, y además cinismo, desprecio, subestimación e insulto. Muchacho acepta las reglas del patrón, que conoce y celebra: “De chiquito aprende el peón/la prosapia del patrón”; “A lo que guste mandar”; “Sumiso pido permiso”; “Bajo el cogote y me humillo:/soy el muchacho sencillo”. Sus hábitos están hechos a la medida del trabajo y se opo‐nen a los del Niño: no bebe, se acuesta temprano y se levanta con el alba. Sin embargo Muchacho ya anuncia, en el anteúltimo verso de la Jornada, que el viaje será fuente de enseñanzas: lo define como “Trascendiente periplo, y docto”. Relevante prospección (proyección hacia el futuro del relato) que ilumina la función edu‐cativa y modificadora que tendrá la travesía. Inicialmente la Jornada Segunda (madrugada del día siguiente a la partida) confirma, asienta y amplifica la estructura ideológica configurada en la anterior. “Mi patroncito descuide”, “Lo que usté quiera me pide”: humildad, reverencia, servicialidad. El carácter pasivo y receptivo de su clase se explicita en el mito de inicia‐ción laboral en la infancia donde se advierte la voluntad y autoridad performativa del patrón: “Yo era un gurí todavía,/y me hicieron peoncito de cría/de la pequeña ternera”. Se acentúa la visión abuenada del Muchacho respecto de la estructura de clases, así como su identi‐ficación y familiaridad con los símbolos del naciona‐lismo: cita el Martín Fierro y un difundido epigrama de
San Martín. Reconoce en el mundo del patrón una solemne potestad, fuente de la ley a seguir y respetar. Por su parte, el Niño se encarga de ironizar y desmentir esa autoridad una y otra vez: demitifica la clase –espe‐cialmente cuando habla de sí mismo y de las hermanas—7, pero sin desprenderse de sus jerarquías, atributos y privilegios.
Sin embargo, al Muchacho ya algo le pasa: un sueño pone en evidencia que la situación ya no es la misma para él. En el comienzo de la Jornada Segunda lo agita una pesadilla apocalíptica (en la que se entrama el gran desafío histórico y político a la clase de su patrón: la inmigración), cuya dimensión de “augurio” y “vaticinio” no logra desentrañar. Los sueños ya sugieren lo que el Muchacho todavía no sabe. Promediando la Jornada, la noticia de que la vaca no regresará a Buenos Aires produce un primer giro consciente en el Muchacho: desconfía de la que cree broma pesada del Niño (“Usté es un fresco”), e incluso interpreta como “maldá”, “alevosía”, “atitú fratricida” la posibilidad de que la vaca sufra un destino injusto. La toma de conciencia lo lleva a contar su historia. Todo lo que es se lo debe al patrón: “Yo fui de chico un granuja,/señor, el demonio mismo,/sin credo, sin catecismo.../Yo fui el malo, el infiel, resaca.../Su padre, Dios y esta vaca/me sacaron del abismo./Esa fue mi trinidad,/mi luminoso milagro”. Dios y el patrón hermanados. Simbiosis del Muchacho con la vaca, por lo que ya en germen se registra —al
Muchacho y sus boleadoras. Fotografía: Sandra Zea.
Mono con navaja
• TREINTA Y OCHO •
defenderla de la muerte— un primer gesto de auto‐nomía y afirmación. Rebelión frente al patrón pero que sólo es abnegación, identificación y amor en la defensa de los intereses patronales.
La posibilidad de que Aurora no regrese instala en Muchacho otro tipo de rebelión, una actitud —por primera vez— de condicionalidad: “Si ella no vuelve, me quedo”. Nueva prospección, oblicuo adelanto del final. El Niño promete ayudar, pero Muchacho ya no esta muy seguro de poder creerle. Comienza a resque‐brajarse la confianza que depositaba en el lugar que el patrón le asigna como sirviente. Desconfianza hacia el patrón y hacia el hijo del patrón. Kartun instaura en la Jornada Segunda el inicio del conflicto. Proceso de erosión de la visión de mundo/clase inicial y transición hacia otra. El dramaturgo comienza a otorgar relevan‐cia a la acción interna del Muchacho, quien encerrado en la bodega del paquebote, no da descanso ahora a su pensamiento. Descendió a la “pampa ciega”8 para una
catábasis gradualmente iluminadora. La ceguera en la bodega como condición de posibilidad de una nueva mirada.
La Jornada Tercera transforma la bodega (a una semana y media de la salida; tercio del viaje) en la República lechera de Achalay: tinglado de telón pintado dispuesto por Argentino para “consolar al criado” y para convertir a Aurora en fuente multiplicadora de leche que vender. Muchacho está angustiado por el encierro y por la suerte incierta de Aurora: se siente “entre aguas... como feto...”, metáfora indirecta de la nueva conciencia que se está gestando. Sabe que el Niño no habló con su padre, lo encara, le reprocha. En sus reacciones ya no es tan servicial ni humilde: “Delator nunca jamás: /no son valores de un criollo”, o “No me rete patrón pues...”. Resquemor e incipiente distancia. Mayor cautela. Primera actitud de acreedor. Le objeta a Argentino no haberlo llevado en su visita a Recife. Y comienza a compararse con él: “Nunca he vivido algo así”. Primer indicio del nuevo deseo: estar en el lugar del patrón, vivir lo que vive el patrón.
Niño comenta las modalidades del teatro local y cuestiona la puerilidad de la “comedia pastoril”: “Siempre la misma receta:/ Peón bueno, patrón cajeta”. El lector piensa en Muchacho y Niño e intuye una diferencia: comienza a oírse el rumor de una amenaza latente de Muchacho, indignado por el futuro que se quiere dar a Aurora. La tensión se relaja en el pericón, pero a la vez el baile evidencia un cambio: es la inversión del shimmy de la Jornada Segunda. Ahora el que da las indicaciones de baile, el que sabe, es Muchacho, seguro en su territorio nativista. Frente a la nueva tensión, que intuye o calcula con sabiduría de superior, Niño expresa la voluntad de acercamiento: “Aquí es cuando el patrón, el farmer/ recibe a la peonada,/ afable y endomingada:/ deme súbdito un abrazo/ y vaya enseñando los pasos...”. El peón deja de ser ingenuidad y transparencia.
La Jornada Cuarta es la más compleja y encierra el episodio crítico de la violación de Aurora. Se inicia con un acontecimiento no menos relevante: en el baile de disfraces durante el Cruce del Ecuador, ocultos tras caretas de cartapesta, Niño y Muchacho se han intercambiado las ropas y han subido a la cubierta. Muchacho es por un tiempo Niño. “¡Qué píldora se tragaron,/ que yo era usté y usté yo!”. Muchacho se deslumbra con el mundo del patrón: “¡Qué alcurnia, Niño, qué ambiente...!/ Y yo allí vestido de gente”. Ha visto cómo lo miraban las mujeres, ha bailado y ha
Mono con navaja
Aurora, la vaca, y el Niño. Fotografía: Sandra Zea.
bebido, ha cometido desmanes, se ha reído a costa de otros (el oso carolina incendiado), ha sido otro y ha gozado de los placeres de primera clase. Muchacho sintió que sólo pudo delatarlo el pelo “pirincho”, en el que Argentino ve “ese defecto incurable,/ la herencia indisimulable/ de ser sangre americana/ (...) En el Río de la Plata/ negro mota o indio mata”. Muchacho le pregunta cómo se alisa el pelo, y Niño no le revela el secreto, lo posterga como una forma de complicidad, de reaseguro de futura colaboración.
El nuevo deseo se acrecienta: Muchacho quiere saber si, en el lugar del Niño, estuvo a la altura, y más aun, si podrá ser patrón alguna vez. Se va a dormir “soñando ser propietario,/ industrial, terrateniente.../ Usté que nunca me miente, diga la pura verdá:/ ¿en Achalay se podrá?/ Digo: ¿llegaré a patrón?”. Argentino retorna al gesto de distancia diferenciadora: “No hay que perder la ilusión,/ no hay logro que no se intente./ Y todo roce da clase./ Y la clase te hace gente/ Pero no hay patrón suplente:/ muchacho, patrón se nace”. Que pierda las ilusiones: para la ideología de la clase dominante, el peón nunca llegará a patrón. Sin embargo Muchacho se afianza en su deseo, se tiene una inédita confianza: “Voy a poder.../ Ya va a ver./ Voy a poder./ Ya va a ver...”. Nueva prospección potente. La violación y los ruidos de la tormenta lo despiertan. Insulta a Argentino, primero lo amenaza con el facón, luego lo enlaza por el cuello para ahorcarlo. A punto de ser asfixiado, Niño le reclama a Muchacho todo lo que le debe, lo que ha hecho por él, y éste va aflojando el lazo. Es el momento central de la revelación de las reglas de sociabilidad, la epifanía, el relámpago máximo de conocimiento hasta ahora experimentado por Muchacho. Hace preguntas: “Si no hay una ley al fin, un orden un supongamos que le diga cuántos gramos tiene el kilo al balancín...”; “¿No hay Dios acaso?”. ¿No hay ley, no hay moral, no hay Dios? Niño contesta sin dudar: “No”. Muchacho negocia: no lo matará si consigue de verdad el regreso de la vaca. El Niño se planta: no hay negociación. Aunque a punto de morir, sigue dominando la situación. El Muchacho no puede sacar ventaja, afloja el lazo y “sumiso” deja entrar nuevamente a Argentino al brete. Acción interna. Aceptación de la nueva violación, pero también puesta en ejercicio de nuevos saberes. La sumisión es sólo física: en Muchacho ya se ha instalado la necesidad de ser otro, de entender el mundo de otra manera. Recordemos su confesión en la Jornada Segunda: “Su padre, Dios y esta vaca/ me sacaron del abismo./Esa
fue mi trinidad,/mi luminoso milagro”. Muchacho ya sabe que la vaca no volverá, terminará en asado. Y si no hay Dios..., tampoco hay autoridad de patrón que respetar.
En la Jornada Quinta, mientras hace caminar a la Vaca por la bodega, Muchacho reflexiona: “He engordado de seso./ Tengo ahíta la mollera”. A continuación formula su teoría de la traición. “Está cambiado. Taciturno”, explicita la didascalia. Frente a la degradación del Niño, se produce la mayor autoafirmación de Muchacho. ¿Cómo será su traición? El contenido de la “traición” será develado catafóricamente en la Jornada siguiente.
La Jornada Sexta se abre con la transformación ya consumada de peón de cría y ordeñe en faenador, carneador, asador, “parrillero snob chic”: Muchacho ha matado y descuartizado con sus propias manos a Aurora y la ha cocinado para la primera clase. Él, que la salvó de la muerte en la Rural, ahora se ha encargado de despedazarla. Se lava la sangre: el agua purga y marca el bautismo de una nueva etapa. Muchacho es conciente: “Vi que se acababa el viaje”, esto es, que se
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Mono con navaja
Muchacho enlaza al Niño. Fotografía: Sandra Zea.
completaba el proceso de aprendizaje y gestación del nuevo Muchacho. “Viajando se cambia, se crece./Viajando se aprenden cosas:/feas, útiles, hermosas...”, dirá más adelante. El Niño también advierte cambios en el peón: “Mucho mejor el modal [...] Te estás convirtiendo en gente”. Hasta practica el francés: “Garcon, un Pastís de Marseille”. Niño le ofrece su propio ajuar, su talco, le revela el secreto del tragacanto. La acción interna que agita el alma del Muchacho de pronto se configura físicamente: sus gestiones serviciales culminan en el asesinato, degüella al Niño, toma su ropa, se empasta el pelo con tragacanto, y se va con paso firme y visión de “apolo”. Recién ahora queda claro cómo entendió el ejercicio de la traición. No se trataba de generar una visión opuesta y alternativa a la del patrón. Muchacho asume la visión de mundo del patrón pero desde el lugar del patrón, no el lugar que le corresponde al criado. Contradice al patrón, se diferencia de él porque demuestra que no sólo “se nace”, también se llega a patrón traicionando. Muchacho no acepta ser “Sganarelle,
Leporello, Arlequino,/el perfecto criado argentino” sino un nuevo modelo de patrón, que porta su ideología pero no la pertenencia originaria a la clase. Toda una ética de movilidad social dentro del capitalismo. Muchacho no es el “peón bueno” de la comedia pastoril, sino el asesino que asume la visión de mundo del poderoso para tomar su lugar a toda costa y porque no hay otra salida visible. El traidor Menem9. Todo político traidor. El dominado que asume la ideología del dominador y la reproduce. El mayor dolor de El Niño Argentino es que, si bien Niño y Muchacho poseen diferencias en sus visiones de mundo –de allí nuestra tesis de polifonía‐, ambos de una manera u otra ratifican la estructura de subjetividad del poder. El “proletario” no parece capaz de generar una subjetividad alternativa. Sólo desea ser patrón. Muchacho se define como personaje negativo. Escepticismo y amargura constituyen el tono político de El Niño Argentino
• CUARENTA •
Mono con navaja
Notas 1. Analizamos el texto incluido en la edición de Atuel (Biblioteca del Espectador, 2007), es decir que consideramos El Niño Argentino en la instancia genética intermedia entre texto pre‐escénico y post‐escénico, tal como se detalla en la “Nota introductoria”. No consideraremos, en consecuencia, los cambios introducidos al texto por Kartun para el espectáculo. 2. Incluida en la edición de Atuel citada. 3. Paralelamente, se da el pasaje de Aurora de vaca viva a “alma en pena”, “desechos de faena”, restos “de hueso y sebo” habitados por la bacteria. 4. “Que ni nombre todavía:/en adelante, muchacho”. 5. Expresión que enlaza El Niño Argentino con Pericones, donde Muchacho ya aparece prefigurado. Pericones ubica su mundo en la cubierta de un barco. Hay un delibrado vínculo intratextual entre ambas obras. 6. “Y ya que en social reclamo/solicita el proletario/se le respete el horario,/el ganadero lo acata”. 7. “Por suerte no soy mi padre”, afirma el Niño. 8. Así define el Muchacho la bodega en los primeros versos de la Jornada Primera. La didascalia la llama “caja de resonancia enorme”, esto es, de enorme resonancia simbólica. 9. Véase al respecto la entrevista incluida en la edición de Atuel, ya citada.
POEMÍNIDOS (CONTRIBUCIONES FÓSILES PARA UNA ARQUEOLOGÍA DEL VERSO)
• CUARENTA Y UNO •
Juan Arzadun nació en Bermeo en 1862, y murió en el mismo pueblo, en 1950. Poeta y político, fue además un militar de carrera, que alcanzó el grado de General y ocupó la dirección de la Academia de Artillería (de la que fue depuesto por Primo Rivera a causa de su actitud rebelde frente a la dictadura). También, ocupó el cargo de Gobernador Civil y Militar de Guipúzcoa.
Escribió dramas, poemas, narraciones y cuadros literarios. En 1924, le fue conferido el título de Sir por el rey George V de Inglaterra.
El volumen de 1897 que recoge sus poesías, tomo onceno de la Biblioteca Fermín Herrán publicada por la imprenta de la Biblioteca Bascongada, se inicia con un extenso prólogo en el que un joven Miguel de Unamuno dice:
“[Su] nombre suena poco, porque con efectiva modestia no ha buscado para darse á conocer, fuera de la prensa periódica de provincias, otro camino que el más sencillo y más independiente, á la vez que el desdeñado por los literatos: los certámenes públicos. Sí, Arzadun ha sido un poeta de certámenes. El haber ido en Zaragoza á recibir la flor natural, atravesando por entre una multitud sencilla, y si se quiere, cursi, es un acto de modestia y de sencillez que le pone en muy otra región que aquella en que vagan solos y solitarios los poetas incomprendidos que odian al vulgo profano y trabajan para la posteridad”
Debemos admitir que la estrategia de Arzadun fue más bien ineficaz, pues su nombre apenas llega hasta estos tiempos y, cuando aparece, es ligado al de Unamuno que, con el prólogo escrito a los 33 años, le daría una suerte de posteridad lateral.
Aquí ponemos algunos versos de su autoría para que el implacable juicio de los lectores afirme o revoque la sentencia del tiempo. Como se ha visto en el fragmento antecitado y como se verá en los poemas, respetamos la ortografía de la época.
Á UNA CORTESANA ¡Ay de tí, cuando al pié de tu lecho Con su pálida faz pensativa El arcangel fatal del recuerdo Melancólicamente sonría…! ¡Ay de tí, cuando bese tu frente, Y su suave caricia, Pueble al punto tu insomnio de alegres E inocentes recuerdos de niña! Y ¡ay de tí, cuando tienda sus alas, Y en la noche callada y sombría, Al pensar en tu infancia solloces, Y en tu madre al pensar, te maldigas!
En esta sección recuperamos algunos poemas de autores más o menos ignotos y los ponemos a consideración de nuestros lectores, para que juzguen por sí mismos si el tiempo
ha sido justo olvidándolos o si les debemos una disculpa.
PESIMISMO Y OPTIMISMO Ante un rosal (Pensamiento de Alfonso Karr) - Dices que Dios nos ama… ¡desatinas!- -¡Mira las prendas de su amor hermosas!- -¡Halló la rosa y la cubrió de espinas!- -¡Halló la espina y la escondió entre rosas!-
܀
A LA SOCIEDAD LAURAK-BAT DE BUENOS AIRES
Por el torcido sendero
que en las verdes heredades, con lindes de zarzamoras serpentea entre maizales, y al que plácida frescura presta el tupido follaje verde-oscuro en los castaños, verde-claro en los nogales, alegre trepa el cartero sudoroso y jadeante. Con qué impaciencia le aguardan En los caseríos, sabe. ¡Pechos ansioso le esperan! ¡le acechan ojos amantes! ¡labios ufanos le nombran! ¡manos trémulas le atraen! ¡Que hermoso el día en que llegas á visitar nuestros valles! ¡recuerdo de los ausentes! ¡correo de Buenos Aires!
¿Qué hechizo tiene esa carta en sus líneas desiguales que hace llorar á la novia y sonreir á la madre? ¿Cómo tan alegre escribe el que llorábais distante, y en la América remota como en los campos natales,
nombra alegres romerías, recuerda vascos cantares, y al son del chistu se alegra, y en los frontones se esparce? ¡Laurak-Bat! Tú que evocando Nuestros escondidos valles Contra el egoísta olvido Riñes fecundo combate! ¡por tí la Euskaria revive más hermosa en Buenos Aires, y están las madres vasconas menos tristes, porque saben que Sociedad bendecida existe, piadosa y grande, que al desvalido defienda, que al abandonado ampare, que dé alientos al que sube, y compasión al que cae! Sabe que en tí, desprendidas de la cantábrica margen, en la tierra americana has conseguido que arraiguen nuestras honradas costumbres, nuestras fiestas populares, nuestros varoniles juegos, nuestras santas libertades: que en tí, la patria perdida, más bella por más distante, labios amigos celebran, manos honradas aplauden: que cuando el hijo adorado de sus fatigas descanse en el Laurak-Bat le esperan compueblanos que le amen, ¡que le hablarán en vascuence de su pueblo y de su madre!
¡Qué hermoso el día en que llegas á visitar nuestros valles! ¡recuerdo de los ausentes! ¡correo de Buenos Aires!
• CUARENTA Y DOS •
܀܀܀
La del mono
LAS CHICAS DE LETRAS SE MASTURBAN ASÍ (XIX*)
Por Elsa Kalish
• CUARENTA Y TRES •
A Inés de Mendonça y Marina Kogan, mis amigas de Letras.
“...porque Françoise veía por todas partes ‘envidias’ y ‘chismes’, que en su imaginación cumplían ese funesto y permanente oficio que cumplen en la de otras personas los jesuitas y los judíos...”.
“No es que ella fuera mala. No hay ninguna mujer que nazca mala, porque todas nacen malas, nacen con la maldad dentro. La cosa es casarlas antes que la maldad llegue a su consecuencia natural. Pero tratamos de hacer que se sujeten a un sistema
que dice que una mujer no se puede casar hasta que alcanza cierta edad. Y la naturaleza no presta atención a los sistemas, y las mujeres les prestan menos atención a ellos, ni a nada. Simplemente es que ella creció demasiado de prisa. Alcanzó el punto en que la maldad llega a su consecuencia antes que el sistema dijera que era hora para ella.
Creo que no lo pueden remediar. Yo tengo una hija también, y lo digo”.
“Activate ya. Activate con Activia.”
Acto I
(Josefina —la china— Ludmer, Marina Mariasch y Elsa Kalish)
Decorado: El comedor de un coqueto departamento de la calle Las Heras. Situación: Tres Chicas de Letras toman el té y charlan.
Josefina Ludmer: ¿Está rico el té, chicas? Elsa Kalish: Sí, exquisito China. Marina Mariasch: Eh... yo... eh, podría tomar otra cosita porque... Josefina Ludmer: ¡Por qué! ¡A ver, por qué querés tomar otra cosa, ¿me querés decir?! ¡Te invito a mi casa a tomar el té y me lo despreciás! ¡A ver, tarada, explicame por qué mierda si te concedo el honor de venir a tomar el té a mi casa, a mi casa donde sólo viene a tomar el té un reducido y selecto grupo de elegidos, me haces este desplante! A ver, dame una explicación válida, porque de lo contrario llamo ya mismo a mi siervo Daniel y le ordeno que te eche a patadas en el culo ya mismo de mi casa. Marina Mariasch: Es que... me da vergüenza, no se cómo decirlo sin ponerme colorada y empezar a balbucear. Josefina Ludmer: ¡Vergüenza, vergüenza! Vergüenza es ese programa de televisión boludo donde entrevistás a escritores de cabotaje que con tal de figurar son capaces... mirá lo que te digo, con tal de figurar y aparecer en tu programa de cable boludo para que vos los histeriquiés, son capaces hasta de escribir algo interesante. . ¡Que pajeros que son los tipos, Dios santo¡ Me angustiaste. Lograste hacerme angustiar! ¿Es lo que querías, verdad? ¡Claro, que boluda que soy, cómo no me di cuenta antes! ¡Claro, cómo no supe darme cuenta que debajo de ese disfraz de retardada mental se ocultaba un monstruo, un ser inmensamente perverso que goza haciéndole mal a los demás! ¡Mirá como me haces poner! Yo que te invité a mi casa a tomar el té con la mejor, de corazón, mierda, y mirá cómo me lo retribuís. Elsa Kalish: Bueno, China, no te exaltes, no te pongas mal.
*Las 18 columnas anteriores de Las chicas de Letras… pueden leerse en www.elinterpretador.com.ar
• CUARENTA Y CUATRO •
Josefina Ludmer: Pero la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer. La culpa es mía que soy una boluda que todavía cree en las personas. ¡Cómo no me voy a poner mal, Elsa! ¡Qué, vos también estás del lado de ella! Están todos contra mí, nadie me quiere... Aaaah, ahora me doy cuenta de todo, a ustedes dos las mandó el culastrón de Panesi para cagarme la vida, ¿no es así? Claro, pobrecito, ese fracasado, el muy mierda, como él se tuvo que quedar acá en Argentina fracasando porque el muy turro de Pezzoni al morirse lo clavó heredándole su bolichongo de morondanga de Puán, me odia, me envidia, quiere que yo también me vuelva una vieja chota que se la pasa todo el día tomando el té y hablando boludeces con retardadas igual que él. ¡Pero yo que culpa tengo! ¡Qué culpa tengo yo de haberme ido al extranjero y romperme bien el orto y convertirme en una reina de la teoría mientras él se quedaba acá tomando té y atendiendo detrás del mostrador del bolichongo de Pezzoni a esa alta casa de estudios de mierda que produce retardadas mentales como ustedes dos! Elsa Kalish: Calmate, Chinita. Tomá una Carilina y secate las lágrimas. Josefina Ludmer: ¡No! No quiero tus Carilinas, metételas en el orto a tus Carilinas. ¡Ya mismo se van las dos de mi casa! ¡Ya, se van! ¡Daniel! ¡Daniel! ¡Daniel! Elsa Kalish: China, escuchame. Yo entiendo tu angustia e indignación y comparto con vos que Marina se desubicó y que vos no te merecés lo que te acaba de hacer. Pero bueno, nada, según ella, todo este momento desagradable que nos está haciendo pasar tiene una explicación, una razón de ser, ¿verdad? ¿Por qué no la dejás hablar y si no te convencen sus palabras yo misma me comprometo a echarla a patadas de tu casa? Josefina Ludmer: ¡Daniel! ¿Dónde se metió ese pelotudo? ¡Cómo te hace renegar la servidumbre en este país! ¡Siempre que una los necesita nunca están! ¡Daniel, vení ya para acá y sacáme a estas dos judías putas de mi vista! Elsa Kalish: Dale, China, dejala hablar, dale, toma la Carilina y secate esas lágrimas, ¿dale? Josefina Ludmer: Bueno, está bien. Gracias, nena. Pero yo te digo algo Marinita, si vos seguís por ese camino, conduciendo programas de TV para retardados y escribiendo boludeces en Blogs... así... así...así, jamás, pero jamás de los jamases vas a lograr llegar a dar clases en Yale como yo y convertirte en una reina de la teoría a la cual no haya pajero que no se le arrodille a sus pies. ¡Que te quede claro, eh, porque no te lo voy a volver a repetir! Marina Mariasch: Ay, no sé cómo empezar, no sé cómo decirlo, me da vergüenza. Elsa Kalish: Dale tarada, habla, o nos hecha a la calle a las dos esta vieja chota. Dale, pensá en los sacrificios que tuvimos que hacer para lograr llegar a esta tarde, a estar sentadas acá tomando el té con esta vieja chota y ahora vos querés tirar todo por la borda por una boludez, porque seguro que es una boludez, Marina. Josefina Ludmer: Te escucho Marina querida de mi corazón. Marina Mariasch: Sufro... tengo tránsito lento, por eso no quiero tomar té. ¿Me entendés, China, ahora? No es nada contra vos, lo que sucede es que el té te reseca las tripas y te constipa y yo sufro de tránsito lento. Josefina Ludmer: ¡JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA... No podés cagar... JAJAJAJAJAJA... ¿Era eso? La mina no puede cagar, por eso me desprecia el té que le convido. Elsa Kalish: ¿Y hace mucho que sufrís de este problemita? Marina Mariasch: ¡De toda la vida! Desde que tengo uso de razón que vivo taponada. Mirá, cuando era chica tres veces me tuvieron que internar de urgencia por bolo fecal. Y de grande... ni te cuento. Las mil y unas tuve que pasar y paso con mi tránsito lento. Es horrible, porque vivo siempre en una espera permanente en la que todo el tiempo estoy por ir de cuerpo y cuando llego al baño, que no puedo más, que me hago encima, me siento, hago fuerza y fuerza y más fuerza como si estuviera por parir y nada, no puedo, no puedo, no sale. Pero bueno, con el tiempo me fui acostumbrando y aprendí a vivir y llevar mi tránsito lento a todas partes. ¿Qué se le va a hacer, no? Josefina Ludmer: ¿Y no probaste con que te rompan bien el culo? Quizá con eso se solucionan todos tus problemas
La del mono
de tránsito lento. Quizá solo sea un problema de desfasaje entre el tamaño de tus soretes y el orificio de tu ojete. Digo, no, si producís soretes grandes y duros y tenés un ojete chiquito, quizá, quién te dice, todo el problema se pueda resolver haciéndote romper bien el culo. Marina Mariasch: Ya probé de todo, China, pero no hay caso, padezco de tránsito lento crónico. Elsa Kalish: ¿Probaste con un Activia? Marina Mariasch: No, ¿qué es eso? Elsa Kalish: Un yogur nuevo de La Serenisima que te ayuda a cagar. Tenés que tomar uno por día y al cabo de dos semanas, cagás de lo lindo. Josefina Ludmer: ¡Daniel¡ ¡Daniel! ¡Daniel! Elsa Kalish: Qué sucede, ahora, China. Calmate, que te vas a enfermar. Josefina Ludmer: No ves que lo llamo a Daniel y no viene. Esta servidumbre de mierda y la puta que los parió. ¡Daniel! Elsa Kalish: Bueno, ya va a venir. Quizás esté ocupado en alguna tarea y no te escucha. ¿Querés que lo vaya a buscar? ¿Qué es lo que necesitás tan urgente que haga? Decime, yo lo hago. Josefina Ludmer: ¡No, no, no... Para eso tengo siervos, para que me atiendan. Ustedes son mis invitadas y tienen que ser servidas a cuerpo de rey. Aparte, yo conozco bien el paño choto de la cultura argentina... y si yo ahora te dejo a vos hacer una tarea que le corresponde a mi siervo, vos mañana, seguro, vas a ir por ahí cotorreando y tirando mierda de que yo soy una vieja puta que te invité a mi casa para humillarte obligándote a hacer las tareas de mis esclavos. ¡Daniel, Daniel... ! Elsa Kalish: Pero nooo, China, nada que ver, faltaba más, todo bien, si vos sabés que está todo bien entre nosotras, ¿o no sabés que yo te quiero como si fueras una segunda madre? Josefina Ludmer: Vos sos una hija de puta. ¿O acaso no te acordás que la última vez que te invité a tomar el té a mi casa, en esta misma mesa, me contaste que tu vieja era una reventada, una pobre mina y que la odiabas, eh, eh, eh? Elsa Kalish: Aaah, es verdad, me había olvidado. Pero vos sos la madre que yo siempre hubiera deseado tener. Josefina Ludmer: Vos sos una hija de puta. Pero te falta tomar mucha lechita para ser la hija de esta puta. ¡Mucha leche, tarada! Marina Mariasch: A mí me gusta la leche, yo siempre tome mucha leche. Josefina Ludmer: Sí, ya sé que a vos te gusta la leche igual que a esta otra puta. Ustedes las judías son todas iguales, putas y calentonas. Marina Mariasch: Si te pone tan mal que no tome el té que me serviste, lo tomo, lo voy a tomar, después de todo, un té más o un té menos, igual cuando llegue a casa no voy a poder ir de cuerpo. Josefina Ludmer: ¡Daniel! ¡De ninguna manera! Ahora mismo lo llamo a Daniel y que te vaya a comprar Activia. ¡Daniel, vení para acá que tenés que ir a hacerme un mandado a los chinos de la esquina! ¡Daniel! De ninguna manera te voy a permitir tomar mi té si te hace mal, porque yo te dejo tomar mi té y vos después vas a escribir en tu Blog pelotudo que no podés cagar porque yo te obligué a tomar té... y además, vas a ir corriendo a contarle a la vieja chota de Panesi que yo te obligué a tomar té porque sabía que vos sufrías de tránsito lento y de pura jodida que soy quería verte reventar de mierda, de un coma de bolo fecal. No, nenita, ahora mismo viene Daniel y va al super de los chinos de la esquina y te compra un Activia. ¡Daniel!
• CUARENTA Y CINCO •
La del mono
Elsa Kalish: Che, veo que tenés problemas con la servidumbre. Josefina Ludmer: No me hablés, no me hablés. Desde que volví a este país de mierda no hago más que hacerme malasangre. Esto en Estados Unidos no pasa, ¿sabés? Cuando daba clases en Yale tenía una docena de espaldas mojadas, de chicanos feos y analfabetos a mi servicio. ¿Y sabés cuánto me salía tener a una docena de siervos allá? Nada, una ganga. Trabajaban para mí las 24 horas por la comida y la cama. Y no saben cómo me atendían, chicas. ¡Lo dóciles que eran, lo servicial que eran para con su ama! Se desvivían por mí. Yo no tenía que decirles ni mú que ellos ya sabían lo que yo todavía no sabía que iba a necesitar pedirles. Eran divinos, divinos, mis espaldas mojadas. Así sí daba gusto tener siervos. No como acá, que te dan un trabajo, ¡un trabajo! ¿Dónde se vió que una tenga que estar pendiente todo el día de sus siervos y no ellos de una, ¿eh? ¿Dónde? Sólo acá, en un país de cuarta como la Argentina llena de negros cabeza peronistas que se creen con derecho, con derechos... ¡Derechos de la poronga de Perón y la cajeta frígida de la rubia oxigenada de su mujer que les metieron esas ideas putas a estos negros putos que no sirven ni para ir a la esquina a ver si llueve y encima se creen con derecho a estropearle a una que es una académica respetada internacionalmente una hermosa velada de té! Desde ya les pido perdón, chicas, por el comportamiento de mi servidumbre y les prometo que no va a volver a suceder la próxima vez que las invite a tomar el té. Estoy evaluando la posibilidad de conseguirme unos bolitas, esos son buenos bichitos, sumisos y laburadores, no como estos negros del interior que en cuanto te descuidaste, te cagaron. Y les digo más, esto en Estados Unidos no pasa. Por eso chicas, si ustedes algún día quieren levantar cabeza y aspirar a vivir una vida menos grasa y tilinga que esta basura que les ofrece el ámbito cultural provinciano y decadente de Buenos Aires, prepárense a conciencia, lean mucho, rómpanse el culo laburando, como lo hice yo, y cuando puedan, rájense al carajo, a Estados Unidos, que son más boludos que los pajaritos los yanquis, y peor aún les diría... Pero si tenés guita allá no hay lola ni ocho cuartos de la pindonga, allá los siervos son siervos y las reinas somos reinas, como debe ser y a otra cosa... Les voy a confesar algo, chicas, desde que volví del extranjero no puedo evitar la desagradable sensación de sentirme Mansilla viviendo en los ranchos de los indios Ranqueles. ¡Daniel! ¡Daniel, vení para acá! ¡Daniel! Marina Mariasch: Elsa tiene razón, China, calmate, porque te va a hacer mal. Josefina Ludmer: “Elsa tiene razón, China...”, estúpida. Si fuiste vos la que me generó toda esta angustia y malasangre, estúpida. ¡Vos me vas a matar! ¡Daniel, vení ya, que tenés que ir a los chinos de la esquina a comprar Activia para la boluda de Mariasch que no puede cagar! Marina Mariasch: China, no importa, en serio, me tomo el tecito y ya. Josefina Ludmer: ¿Harías eso por mí? ¿En serio? Marina Mariasch: Sí. Josefina Ludmer: ¿De veras? Marina Mariasch: Sí. Josefina Ludmer: Cómo me gusta la gente sumisa y alcahueta que se deja humillar por mí. Me enternece. Despierta lo mejor de mí, mi parte maternal. Marina Mariasch: Te entiendo, yo también soy mamá. Josefina Ludmer: Vos no entendés nada, vos sos una estúpida, igual que esta otra retardada, que se creen que porque vienen a tomar el té a mi casa, con eso solo, con eso solo y escribiendo después columnas pelotudas para infradotados y poemitas forros, van a llegar a Yale y tener una docena de espaldas mojadas a su servicio que les abaniquen la argolla todo el día. Marina Mariasch: Ay, que rico este té. ¿De qué es? Josefina Ludmer: En serio te gusto mi té. Ay, sos divina, en tu boludez atómica por momentos tenés raptos de inocencia que me conmueven. Es de bergamota el té, Marina.
• CUARENTA Y SEIS •
La del mono
Marina Mariasch: ¡JAJAJAJAJAJAJAJAJA... ! Josefina Ludmer: ¿De qué te reís? Marina Mariasch: Verga-mota, verga... JAJAJAJAJAJA... Josefina Ludmer: Sos una idiota... JAJAJAJAJ... Marina Mariasch: Sí... JAJAJAJA... Josefina Ludmer: La verdad, chicas, que hoy me desperté rayada mal, pero que ustedes vinieran hoy a tomar el té me cambió los humores y me alegró la tarde. Elsa Kaslish: China, a nosotras también nos alegra y gratifica poder estar en tu casa compartiendo este té con vos. Josefina Ludmer: Sí, sí, seguro. No sigas hablando mejor que la vas a embarrar. Mira que yo a vos te conozco, vos sos la típica putita del conurbano que por llegar a ser iluminada por las luces del centro es capaz de cualquier cosa. Una negrita reventada y resentida del conurbano con hambre de salir de pobre y llegar a ser una reina como yo. ¿Pero sabes cuánto te falta a vos para ser una diosa como yo? ¡Sabes! Elsa Kalish: Mucho. Josefina Ludmer: Sí, mucho. Y la verdad, no te veo pasta, ni que te de el cuero ni para empezar, sencillamente, porque sos una pobre boluda con una educación deficiente. Marina Mariasch: ¿Y yo? Josefina Ludmer: Y vos en la escala zoológica sos aún inferior que ésta. Marina Mariasch: Ay, acabás de decirme que soy un animalito, ¡qué lindo! ¿Qué animalito sería yo para vos? ¿Una bambi? ¿Un oso panda? ¿Una calandria? Josefina Ludmer: Dejalo ahí, Marina, mejor dejalo ahí. No quiero volverme a calentar. Mejor les voy a contar... Elsa Kalish: ¡No me digas que nos vas a contar de cuando Osvaldo Lamborghini te tiró toda tu biblioteca por la ventana un día que estaba pasado de merca o cuando también te tiró el gato por la ventana de puro jodido y puto que era! Ay, sí, contá, contá... ¿es verdad que te cagaba a piñas y le gustaba que lo vieras como él se lo garchaba a Cesar Aira mientras te decía: ves, así se hace crítica literaria? Josefina Ludmer: No, no se de lo que me hablás, no quiero hablar de eso. Les voy a contar lo que me sucedió anoche, que no se puede creer. Marina Mariasch: Ay, dale, dale. Elsa Kalish: Sí, sí, contá Chinita. Josefina Ludmer: Anoche le pido a mi “shofer” que saque el auto y me lleve a jugar a los fichines del casino flotante. Yo soy loca por los fichines, me vuelven loca. Me vuelven loca las maquinitas. Desde que me agarró la menopausia, de esto hace ya años, se me pegó el raye de los fichines. La cosa es que mi “shofer” me lleva y le digo que me espere en la puerta mientras entro a jugar. Entro y en menos de una hora me limpiaron las maquinitas toda la guita que había llevado para jugar. Obviamente que salí puteando a los cuatro vientos. Recaliente. Siempre que salgo de jugar a los fichines vuelvo recaliente como una perra, gane o pierda, quedo con una calentura de los mil demonios. Así que le dije a mi “shofer” que me llevara a un cajero a sacar guita y después le indiqué que fuera por avenida Santa Fe para levantar un chongo que me bajara la calentura de la cachufleta que se me incendiaba. Levanto a uno y me lo traigo
• CUARENTA Y SIETE •
La del mono
para casa. Me pongo en pelotas y le pido, le suplico, porque ya no podía ni hablar de la calentura padre que tenía, cogeme, puto. ¿Y a que no saben qué paso en ese momento? El muy puto se me quedo parado en bolas frente a mí, que hervía como una pava caliente olvidada en el fuego, mirándome con cara de cordero degollado y me dice: disculpe, señora, no se me para, no sé qué me pasa, pero no puedo, no se me para. ¡Para qué! Cuando oí eso me volví loca de desesperación. Empecé a saltar en bolas en la cama, histérica, y me arroje sobre él y le empecé a pegar desesperada en todo el cuerpo. Lo quería matar. Nene, yo ya te pagué por un servicio, le dije, así que ahora me garchás o te mato. La cosa que el pibe, que no tendría más de 18 años, se asustó tanto de verme hecha una fiera dispuesta a cualquier cosa si no me cogía bien cogida, que me propuso llamar a un compañero que laburaba con él y que viniera a cumplir el servicio por el cual yo ya había pagado sus buenos morlacos. Marina Mariasch: ¿Y? Josefina Ludmer: “¿Y?”, “¿y?”, “¿y?”, estúpida, ¡y qué! Y nada, vino el compañero, al que sí se le paró y me regarchó. Marina Mariasch: Qué lindo. Josefina Ludmer: ¿Qué cosa es lindo, Marina? Marina Mariasch: Hacer el amor, que dos personas se unan en un acto de entrega mutua... Josefina Ludmer: Yo no sé. Yo no sé si vos Marina sos o te haces. A veces pienso que vos sos una terrible yegua turra y yo la reina de las boludas. La verdad que me desconcertás. Marina Mariasch: ¿En serio? Está bueno eso que me decís, ¿lo puedo postear en mi Blog? Josefina Ludmer: Hacé lo que quieras, Marina, la verdad, que me agotaste. Lográs agotarme como pocas personas lo logran. Elsa Kalish: Chicas, les quiero contar algo a ustedes dos, ya que estamos acá tomando el té. Josefina Ludmer: A ver, dale. Marina Mariasch: Sí, qué. Elsa Kalish: El otro día vino a tomar mate a casa mi primo. Quizá escucharon hablar de él, es el licenciado Cariola. Marina Mariasch: Ay, sí que lo conozco, ¿cómo no lo voy a conocer? ¡Es mi psicoanalista! ¿En serio es tu primo, no lo sabía? ¡Es un genio! Y tiene unos ojos verdes que me vuelven loca. ¡La de pajas que me abre hecho con tu primo haciéndome la croqueta que me hacía el amor en el diván! Josefina Ludmer: Sí, claro que escuché hablar de él. Según la trola de Rabinovich, tu primo es una eminencia en materia de histéricas. Elsa Kalish: Bueno, resulta que la otra tarde cae en casa a tomar mate y me cuanta que está escribiendo un trabajo para exponer en un coloquio, ¿no? ¿Y saben sobre qué era el trabajo sobre el que está escribiendo: la mujer y las bombachas? Según él, ahí hay algo fundamental de lo femenino que se pone en juego en la relación que entablamos nosotras con las bombachas. Josefina Ludmer: No entiendo. Elsa Kalish: Yo le respondí lo mismo cuando me lo contó. Entonces me hizo la siguiente pregunta: vos Elsa cuando te metés en el baño a bañarte, ¿qué haces con la bombacha que te sacás? ¿Lavás la bombacha sucia mientras te duchás? ¿Juntás bombachas sucias y las lavás todas juntas? ¿O metés tus bombachas sucias con el resto de la ropa para lavar y metés después todo junto en el lavarropas?
• CUARENTA Y OCHO •
La del mono
Marina Mariasch: ¡¡¡Yo la lavo mientras me baño y la dejo colgada de la canilla!!! Josefina Ludmer: ¡¡¡Yo pongo las bombachas sucias en un canasto que es sólo para bombachas y Daniel me las lava una por una con Camellito para ropa delicada!!! Elsa Kalish: Pero ninguna de las dos mezcla las bombachas que se saca con el resto de la ropa y lava todo junto en el lavarropas o en una palangana. Josefina Ludmer: ¡No! ¿Cómo vas a mezclar las bombachas con el resto de la ropa sucia para lavar? ¡Es un asco! Marina Mariasch: No es higiénico, eso. Aparte, si metés las bombachas con el resto de la ropa en el lavarropas, las bombachas se te estropean. Josefina Ludmer: Lo ideal es lavarlas a mano porque se te estropean si las metés en el lavarropas. Marina Mariasch: Y, es lo ideal. Pero nunca mezclarlas con el resto de la ropa sucia. Es un asquito. Josefina Ludmer: Cómo vas a hacer eso, mezclar la ropa sucia con las bombachas, no, jamás. Elsa Kalish: Yo le dije lo mismo a mi primo. Que las bombachas que te sacás no las podes mezclar con otra ropa, que eso no lo hice nunca. Josefina Ludmer: Y sí, las bombachas... Marina Mariasch: ... Josefina Ludmer: Pará retardada, que no terminé, dejame hablar. Me quedé porque me acordé que no me compro una puta bombacha desde que volví de Estados Unidos y las que tengo están todas con el elástico roto, hechas un trapito, porque el puto de Daniel me las mete en el lavarropas. ¡Y me las estropeó todas, no me dejó una sanita! Elsa Kalish: Pero Josefina, vos no podés ir por la vida con las bombachas hechas concha. Marina Mariasch: Sos Josefina Ludmer, una teórica de renombre internacional, no una boludita que dá prácticos en una cátedra chota del bolichongo de Panesi. Josefina Ludmer: Aprendés rápido, mosquita muerta. Igual no te queda, se te nota demasiado que estás impostando mi discurso, que te estás poniendo un vestido que a mí me queda fatal y a vos, sencillamente, para el reverendo culo. Elsa Kalish: Claro, imaginate China, que se corra la voz de que Josefina Ludmer anda por ahí con las chabombas rotas, eh. O peor, mirá lo que te digo, que se entere la Sarlo, eh, que te tiene entre ceja y ceja y que te odia desde que le robaste a Piglia y a Pauls. Marina Mariasch: ¿En serio te comiste al bombón de Alan Pauls? Ay me meo, me meo de la envidia. Josefina Ludmer: Paren un toque pelotudas. Primero que nadie se tiene que enterar si ustedes no abren la boca. Segundo, yo a Piglia no lo toco ni con un puntero láser. ¿De dónde sacaron que yo me cepillé a ese boludo, la puta que las parió? Elsa Kalish: Es lo que se dice en los pasillos de Puán, China. Josefina Ludmer: Ese es el culastrón de Panesi, que como esta al pedo todo el día tomando sus tecitos con escones, como una vieja chota, claro, se aburre y no encuentra mejor manera de pasar el tiempo y divertirse un rato, el pobre mierda, que hablando boludeces de la gente que labura... A ver, esperen. Basta, no quiero escucharlas más con su sartas de estupideces.
• CUARENTA Y NUEVE •
La del mono
Marina Mariasch: ¿Querés que nos vayamos y te dejemos pensar tranquila? Josefina Ludmer: ¿Por qué no te callás, estúpida? Callate y limitate a escucharme, no me interpretes, ¿ok?, que no te da la cabecita para tanto. Marina Mariasch: Sí. Josefina Ludmer: ¡Que te calles, te dije, la puta que te parió! Miren, lograron hacerme angustiar con este tema de las bombachas. Así que ahora me van a tener que acompañar a ir a comprar bombachas. Marina Mariasch: ¡Ay, sí, me encanta salir de compras! Josefina Ludmer: Te ordené que cerraras el pico. ¡¿Cómo te lo tengo que decir, en qué idioma tengo que hablar para que me entiendas?! Marina Mariasch: ... Josefina Ludmer: ¿Bueno, me acompañan o no, de shopping, a comprar una bombachulis, eh? Elsa Kalish: Claro, ¿a dónde vamos? Marina Mariasch: ¿Al Paseo Alcorta, al Alto Palermo, por avenida Santa Fe... ? Josefina Ludmer: ¡No, no y no! Acá, a la esquina. Al super de los chinos. La bolita que atiende la verdulería de los chinos putos también vende bombachas. El otro día que pasé, la boli me mostró unos bombachitas que recién le habían traído de La Salada que me parecieron divinas. Pero nada, no sé, como yo hace tiempo que no estoy en tema, me gustaría que ustedes me aconsejen. Que las vean y me digan qué les parecen las bombachulis de la boliviana de los chinos.
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Acto II
(El mismo decorado, la misma situación, las mismas tres chicas, otra tarde, unas semanas después)
“En el caso de un discurso o un individuo, calificaré de grotesco el hecho de poseer por su status efectos de poder de los que su calidad intrínseca debería privarlo. (...) El poder político (...) puede darse y se dio, efectivamente, la posibilidad de hacer transmitir sus efectos, mucho más, de encontrar el origen de sus efectos, en un
lugar que es manifiesta, explícita, voluntariamente descalificado por lo odioso, lo infame o lo ridículo. (...) El grotesco es uno de los procedimientos esenciales de la soberanía arbitraria. Pero como sabrán, también es un procedimiento inherente a la burocracia aplicada. (...) Para decir las cosas de una manera solemne, señalemos esto: Occidente, que —sin duda desde la sociedad, la ciudad griega— no dejó de pensar en dar poder al discurso de verdad en una ciudad justa,
finalmente ha conferido un poder incontrolado (...) a la parodia del discurso científico reconocida como tal.”
Josefina Ludmer: ¿Esta rico el té, chicas? Elsa Kalish: Muy rico, más rico que el que nos serviste la última vez. ¿De qué es este té? Marina Mariasch: ... Josefina Ludmer: Vos no hables, no digas una palabra. A vos no te pregunté nada. No te invité para tener que escuchar tus pelotudeces. Te invité para que me escuches y aprendas. Marina Mariasch: ... Josefina Ludmer: Shhhh, callate, perra, no te me insolentes en mi propia casa, eh. La verdad que me desconozco, no entiendo por qué insisto con ustedes dos que son dos taradas a cuerda que no entienden nada. Son igualitas a los infradotados a los que les doy clases de postgrado en Sociales, igualitas, cortadas por la misma tijera, con la salvedad que a ellos les saco guita y a ustedes ni eso. ¡Qué ingrato es el trabajo de docente!
• CINCUENTA •
La del mono
Marina Mariasch: ¿Sí... mucho? Josefina Ludmer: ¡Callate, por favor, callate! ¡No me tortures más! ¿Cómo te lo tengo que pedir? Y sí, estúpida, claro que es ingrato el trabajo docente. Te la pasás preparando clases como una negra para alumnos pajeros que cuando terminan la cursada y te vienen a rendir el final no se cansan de humillarte obligándote a bocharlos. ¡Qué frustración! Cada vez que entro a un aula y me enfrento a esos retardados mentales de los alumnos, ¿saben quién me siento, qué me recuerda? Elsa Kalish: No. Josefina Ludmer: Me siento el profesor Jirafales teniendo que darle clases al Chavo del 8, a Quico, a la Chilindrina, a Ñoño, a la Pompis, a Godines... Es tan ingrato y desgastante el trabajo docente. Estresante. Digan que yo me supe inventar este currito de teórica crítica gracias al cual conseguí un batgraund que me da cierto aire libre para boludear y distraerme, que si no, que si no, ya hubiera reventado. La verdad que no me puedo quejar. Con este curro de la teoría crítica una además de conseguir guita, obtiene poder. Y el poder siempre es canchero, te vuelve alguien deseable, impune, un sorete como todo el mundo, con la diferencia que todo el mundo no puede ser todo lo sorete que desearía ser porque carece de la capacidad de acumular el poder necesario para ser como soy yo, la reina madre de todos los soretes. Pero para ser un gran sorete hay que romperse bien el culo, no queda otra, subordinación y valor. Pero una vez que llegaste, ¡qué placer! Boludes que se te ocurre, la escribís, la publicás, te pagan por eso y después salís en los suplementos de los diarios en la nota de tapa y ves a los alcahuetes infradotados de tus colegas que repiten lo que dijiste, que discuten lo que vos decís y después te roban para sus papers las boludeces que escibiste para garronear becas y yo me cago de la risa. Marina Mariasch: Bueno, algo de eso te criticaban, creo, si no leí mal, Celsi e Iglesias en un par de ensayos que aparecieron en elinterpretador, ¿no? Josefina Ludmer: Esos dos son dos boluditos que no entienden nada. ¡De qué me hablas! Esos Celsi e Iglesias, que seguramente deben ser dos amiguitos tuyos, son dos idiotas zarpados de boludos, pero zarpados mal, eh. ¿Saben a cuántos giles igual a ellos me cruce en la vida?, ¡a cuántos! Cientos. Son como los conejitos de la propaganda de Duracell, que en vez de usar pilas Duracell usan pilas comunes, marca poronga y al rato de empezar a andar ya se quedaron sin pilas. Dos boludazos tus amiguitos, que seguramente son tus amigos porque te hicieron el favor de garcharte, mal, como hacen todo, una noche. Y se les nota demasiado las costuras, que quisieran ocupar mi lugar. Pero no les da. Y no les da. ¿Y saben por qué no les da? Porque les falta la humildad necesaria de saberse unos chantas que no saben nada de nada. Que los demás se crean las boludeces que vos decís y publicás en libros está bien, porque eso te da poder y el poder te permite hacer cualquiera, pero si te la creés vos, cagaste, sos un cadaver. Y Celsi e Iglesias se creen las boludeces y mentiras que escriben. Amén de que sus textos son teóricamente insustanciales, cancheros, gergosos, pedantes, igualitos a los que yo escribo, pero mal hechos. La teoría no es para cualquiera y mucho menos para dos analfabetos de clase media capitalina salidos del bolichongo de Puán que confunden a Sloterdijk con un espectro inventado por los manolitos de la academia española. ¡Burros, burros, burros! ¡Qué se yo si Sloterdijk alguna vez se la cayó una idea o no! ¡Qué me importa! Pero el loco sabe mentir de lo lindo, es como yo, manda fruta de lo lindo, pero fruta posta-posta, de exportación, no la fruta congelada que se consigue en la verdulería del super de los chinos de la esquina, que es la que consumen estos dos tarados. Elsa Kalish: Totalmente de acuerdo con vos, China. Josefina Ludmer: Alcahueta. Elsa Kalish: Pero no me dijiste todavía de qué es el té que nos serviste hoy. Josefina Ludmer: ¡Qué té! ¡Qué té! ¡Qué teeeeee.....! Elsa Kalish: ¡El té que estamos tomando! Josefina Ludmer: ¡No puedo más! ¡No doy más! ¡Me quiero morir! Elsa Kalish: ¡No, para, Chinita, qué pasa!
• CINCUENTA Y UNO •
La del mono
Josefina Ludmer: Estoy destruida. No aguanto más. Me quiero morir. ¡Vayanse, vayanse! Dejenme sola, ¡vayanse! Me quiero suicidar sola. ¡Daniel, traé la pistola que me quiero suicidar! ¡Daniel, vení ya para acá y traeme la botella de whisky y el revolver que quiero jugar a la ruleta rusa! ¡No doy más, no doy más, me muero, Daniel...! Elsa Kalish: Calmate. Nosotras no te vamos a dejar sola, te bancamos a muerte, podés confiar en nosotras, contanos. ¿Qué te tiene tan angustiada? Nada puede ser tan grave como para desear la muerte, contanos, dale. Josefina Ludmer: ¿En serio, puedo confiar en ustedes? ¿Me van a escuchar sin burlarse ni reírse de lo que les cuente? Elsa Kalish: Más vale, claro, si sos nuestro faro guía teórico, pero por sobre todo y lo que es más importante somos amigas en la vida, ¿no? Nosotras no te vamos a dejar sola, te bancamos a muerte. Josefina Ludmer: Cuántas me han dicho lo mismo y después me han querido clavar el puñal por la espalda. Elsa Kalish: Pero nosotras... Marina Mariasch y Elsa Kalish: ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-te queremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! Josefina Ludmer: Gracias, chicas, no saben lo sola y desauciada que me siento y lo bien que me hace lo que me dicen. Marina Mariasch y Elsa Kalish: ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-te queremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! Josefina Ludmer: Paren, chicas, me están haciendo llorar de la emoción. Marina Mariasch y Elsa Kalish: ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-te queremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! Josefina Ludmer: ¡Basta, estúpidas, la puta que las parió! Marina Mariasch y Elsa Kalish: ¡Te queremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-te queremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! Josefina Ludmer: ¡Bueno, basta, se acabó, se callan o las echo de mi casa! Marina Mariasch y Elsa Kalish: ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-te queremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! Josefina Ludmer: ¡Daniel! ¡Daniel! ¡Daniel, dónde te metiste! ¡Trae el arma que las voy a cagar a tiros a estas dos hijas de puta que me están quemando la cabeza! ¡Daniel! Elsa Kalish: Tranquila, tranquila, China, simplemente te estábamos demostrando nuestro afecto. Josefina Ludmer: Evidentemente me estoy volviendo una vieja boluda para necesitar recurrir al afecto y cariño de dos pelotudas como ustedes. Marina Mariasch: ¡Arriba, Josefina, que la vida es hermosa y vale la pena vivirla!
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• CINCUENTA Y DOS •
Josefina Ludmer: ¡¿Qué me querés insinuar con eso de “arriba, Josefina”, eh?! ¿Me estás insinuando, puta barata, que tengo las tetas caídas, eh, eh? ¿Qué te pasa, “putaqueteparió”? Para tu información, me hice las lolas el mes pasado y me quedaron brutales. Elsa Kalish: ¿En serio? Josefina Ludmer: Obvio, ¿quieren que les muestre? Elsa Kalish: ¡Ay, sí! Marina Mariasch: ¡Sí, a ver! Josefina Ludmer: A ver, esperen. Esperen. Ven. ¿Qué tal? Elsa Kalish: ¡Geniales! Parecen las tetas de una pendeja de 20. Marina Mariasch: Espectaculares. ¿Te salieron muy caras? Josefina Ludmer: Y, sí, me las hizo López, el cirujano que las opera a Moria, Mirtha y Susana. La verdad que yo no sé que haría sin la tecnología. Marina Mariasch: Sí, ¿no?, la tecnología es algo reloco, rebueno. Josefina Ludmer: Bueno, quieren escuchar o no, lo que me tiene tan angustiada. Marina Mariasch y Elsa Kalish: ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-te queremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! Josefina Ludmer: ¡Basta, retardadas mentales, basta! Marina Mariasch y Elsa Kalish: ... Josefina Ludmer: Les cuento. Anoche eran las tres de la mañana y no me podía dormir. Me clavé unas pastillas para dormir y nada. Le pedí a Daniel que me trajera la botella de Jack Daniel´s y empecé a tomar y nada. Estaba enroscada como loca pensando boludeces. Entonces, viendo que la cosa no iba ni para atrás ni para adelante, me cambié, llamé a mi “shofer” y le ordené que me llevara al Bingo. Que el Bingo es lo único que cuando estoy angustiada loquísima me baja. ¡Las maquinitas son geniales, me vuelven loca! Bueno, la cosa que se hizo la madrugada entre los fichines y yo con una cabeza... No saben la cabeza que hacía. Estaba del orto. Entre las pastillas para dormir que no me hicieron un porongo y el litro de whisky que para esa hora de la madrugada me había bajado y el par de mogras que pegué con el dealer del lugar que ya me conoce por ser habitué del bingo me vende gilada de la buena, estaba... Marina Mariasch: Hecha un dibujito animado. Josefina Ludmer: Y encima, las maquinitas, que me vuelven loca y recaliente como una perra puta. Estaba en llamas, hecha un demonio. Y bueno, estaba en una maquinita enchufada jugando como loca y a quién veo que está jugando en la maquinita de al lado a la mía: ¡el chino puto del super de la esquina! El chino de la esquina, el dueño del super de la esquina, al que fuimos el otro día a comprar bombachas, ¿se acuerdan? Bueno, la cosa es que él también me reconoce y nos saludamos y que pun y que pan, de repente estamos los dos sentados en el bar del Bingo charlando. Y resulta que el chino, que siempre me cayó mal como todos los chinos, porque vieron que son sucios y tienen olor a ajo y se visten que es un horror, aunque lo de la vestimenta, bué, vaya y pase, qué sé yo, pero vieron que los chinos siempre dan sucio, son sucios, ¿no? Pero este se ve que se había bañado para ir al Bingo y se me puso a hablar de mis lecturas del genero gauchesco. ¡No saben lo que sabe ese chino puto de teoría y literatura argentina, madre de Dios! El chabón se ve que cuando vino para acá se puso el super chino y empezó a estudiar español para manejar bien el negocio y ahora no me
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• CINCUENTA Y TRES •
acuerdo cómo, estaba tan del orto que le entendía la mitad, pero la cosa es que el chino se terminó leyendo toda la literatura argentina de los viajeros ingleses al patisambo de Cucurto y después siguió con toda la crítica que se ocupa de leer a nuestra literatura. Chino-chino. Cosa de chinos, sólo un chino puede tomarse en serio la literatura argentina y leérsela de cabo a rabo, y lo que es aún más absurdo, después sentarse y leer toda la crítica y teoría argentina. Y nada, yo, que medio lo seguía y medio me perdía porque estaba del culo, pero que por momentos le agarraba el hilo de lo que me estaba hablando y me daba cuenta que el chino, Pedro, Pedro se llama el chino, bueno, nada, el chino me dí cuenta que manejaba la literatura y teoría argentina como nadie. Y bueno, me flasheó mal el chino, de repente sentí que Cupido me volaba el marulo con una escopeta calibre 16. Y como encima por culpa de los fichines que me ponen muy puta mal y sentía que debajo de la bombacha la cachufleta se me prendía fuego como si fuera la caldera del diablo, y como no me importaba nada, me lo traje al chino, a Pedro, a casa y me lo.... y me enamore. Marina Mariasch: ¡Pero eso es hermoso! ¡Buenísimo! Elsa Kalish: ¡Genial! Josefina Ludmer: No. No. No. Sí, me enamore. Pero el chino, Pedro, la tiene chiquita. Elsa Kalish: ¡Noooo! Marina Mariasch: ¡Puta madre! ¡Cuánto! Josefina Ludmer: 13 centímetros y medio. Me la mete y no la siento. ¡Me la mete y no la siento! No sé qué hacer. Estoy desesperada. Me enamoré de un chino con el pito chico. ¿Qué hago? ¡Qué hago! ¡Lo amo pero la tiene tan chiquita! ¡Lo amo, me muero por él, es el amor de mi vida, pero la tiene tan chiquita que no lo puedo tomar en serio! ¿Qué hago, chicas? No sé qué hacer, creo que me voy a volver loca. Elsa Kalish: Por qué no llamas a tu cirujano, el que te hizo las tetas y le consultas tu problema, a lo mejor hace elongaciones penianas. Marina Mariasch: Sí, hoy en día la tecnología esta muy avanzada, es una maravilla. Puede hacer milagros, puede hacer de un pito chico tremendo pijudo. Josefina Ludmer: Ay, no se me había ocurrido. Yo no sé qué haría sin ustedes. ¿Les dije que las quiero? Marina Mariasch: Y nosotras a vos... Marina Mariasch y Elsa Kalish: ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos! ¡Tequeremos-Josefina-te queremos! ¡Tequeremos-Josefina-tequeremos!
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• CINCUENTA Y CUATRO •
Elsa Kalish [email protected]
Mono con navaja
METAMORFOSIS CRÍTICA
Por Marcos Vieytes
• CINCUENTA Y CINCO •
Marcos Vieytes Nació en Capital Federal, en 1973. Es crítico cinematográfico, colaborador permanente de El Amante, Tren de Sombras y Cineismo. Coordina “Kino Glaz”, la sección de cine de la revista digital Zona Moebius. Es programador del cineclub de El Amante. Fue jurado del 2º Festival de Cine de La Plata (2007).
Con el advenimiento de la tecnología digital capaz de alterar el plano sin que lo notemos, el desafío contemporáneo consiste en aprender a ver de nuevo, incluso desligándonos parcialmente de la naturaleza preponderantemente realista que se le adjudica a la imagen cinematográfica, para captar las múltiples y diarias mutaciones audiovisuales que se producen en la materialidad misma de la imagen y las modalidades del relato cinematográfico. Una buena forma de hacerlo sería vinculando dichos cambios a un hecho histórico preciso, el de las dos bombas atómicas que los EE.UU. arrojaron sobre Hiroshima y Nagasaki durante la II Guerra Mundial. Así como el nacimiento de la idea de abyección en el cine estuvo ligado al descubrimiento de los campos de concentración1, las técnicas de exterminio y sus representaciones en el cine de ficción y documental, las explosiones ocurridas en Japón sirven como metáfora de las alteraciones ontológicas de la imagen cuyos signos pueden advertirse en el cine contemporáneo. No sólo eso, ambas tecnologías parecen estar pensadas para (o destinadas a) suprimir la figura humana, sea destruyéndola o suplantándola por un símil digital que ni siquiera precisa del modelo físico para recrearlo numéricamente.
La relación básica que durante más de un siglo ha fundamentado el hecho cinematográfico como registro de la realidad es aquella que se da entre un cuerpo y la máquina que captura la tensión producida entre ambos por el paso del tiempo. Ese acontecimiento no deja de ser, en el fondo, un relato y hasta lo sucedido en los campos de concentración puede encuadrarse dentro de ese contexto. El genocidio llevado a cabo por los nazis fue un proceso que se extendió en el tiempo, ha sido filmado por las cámaras de los propios victimarios y puede ser representado por el cine de ficción de acuerdo a los modelos narrativos más o menos clásicos. Así como se ha dicho que después de Auschwitz no puede haber poesía2 —vale decir que no pueden seguir sosteniéndose ciertas modalidades e inflexiones del discurso— también se ha dicho que el proceso de exterminio llevado a cabo contra judíos, gitanos, testigos de Jehová y otros colectivos es irrepresentable, cuando en realidad es impresentable hacerlo. La diferencia estriba en que ninguna ficción sobre el hecho, por más abyecto que sea su punto de vista, podría ser peor que las imágenes originales del mismo filmadas sin ningún tipo de excusa argumental.
Divagar de quemados a causa de la radiación en Lluvia negra, de
Shohei Imamura.
1. Ver la primera parte de ésta nota en el Nº1 de ciento cincuenta monos. El PDF se puede pedir a: [email protected] 2. Adorno, Theodor W. "La crítica de la cultura y la sociedad", en Prismas, Ariel, Barcelona, 1962. Trad. Manuel Sacristán. Pág. 11
Hiroshima y Nagasaki son, en cambio, hiatos visuales, agujeros negros en la historia de la representación cinematográfica. Es cierto que hay imágenes del hongo provocado por la explosión de la bomba y que, según afirman algunas estadísticas, entre 1945 y 1998 se habían estrenado en los EE.UU. aproximadamente 700 películas sobre el asunto, pero ninguna de ellas puede dar cuenta de lo sucedido, básicamente porque durante la explosión fue imposible que se diera ese vínculo elemental y fundante para el cine entre cuerpo vivo y máquina funcionando. Hiroshima y Nagasaki son, ahora sí literalmente, irrepresentables porque no pueden concebirse como proceso cuya extensión temporal pueda ser captada por la misma en tanto historia. Hiroshima y Nagasaki son puro presente, relato trunco, realidad pulverizada, energía liberada para hacer añicos toda forma reconocible de la materia. La actual irrupción de la tecnología digital destinada a producir y difundir imágenes no analógicas ha sembrado un paisaje de similares características: suspensión del relato tradicional, interrupción serial del mismo, sustitución del actor frente a la cámara, prescindencia del cuerpo, conflictos sobre la identidad expresados mediante la metáfora de la mutación y otros accidentes que obligan a reconsiderar, entre otras cosas, también el lugar del que mira.
Lluvia negra es una película de 1989 filmada por Shohei Imamura (La balada de Narayama, La anguila) que encara la explosión de las bombas y el problema de su representación (también el último plano de la posterior Dr. Akagi refleja la importancia de ese suceso en su cine) desde el punto de vista de los afectados. El mismo está resuelto por la irrupción de una luz
cegadora y el posterior fundido de la imagen, tras el cual se nos presentan los efectos de la devastación. La imposibilidad de reproducir lo acaecido se confirma por la decisión de mostrarnos las explosiones como recuerdos del narrador que surgen mientras escribe su diario. Entre el hecho y su representación, entonces, dos mediaciones: la del recuerdo y la de la escritura, que se suman a las de la cámara y la puesta en escena de cuño realista (las limitaciones de este modelo deben haber sido evidentes para el propio cineasta, pues filma el deambular de los sobrevivientes como si se tratara de una película de zombis, subgénero cuya verosimilitud no depende de referentes reales directos) que se vale del viaje como recurso narrativo para mostrar el instante inmediato posterior al desastre. Durante esa travesía hay una secuencia notable: un chico llama por su nombre a un muchacho más grande, quien lo rechaza aturdido para luego darse cuenta de que es su hermano menor. La radiación ha modificado la apariencia de los cuerpos y debido a ello no había podido identificarlo a simple vista. Los espectadores de cine –y los críticos como espectadores privilegiados‐ estamos viviendo un trance parecido al de esos personajes. No sólo está mutando la fisonomía estilística del cine y la composición física de los soportes que lo hacen posible, sino también nuestros hábitos de percepción y el vínculo que establecemos con las imágenes. Tras el desconcierto inicial, abrirnos al reconocimiento de las transformaciones producidas en el entorno audiovisual es imprescindible para reconocernos a nosotros mismos, evitar la clausura del discurso con un juicio de valor apresurado, y reconstruir (o co‐construir) el sentido del espectáculo cinematográfico
• CINCUENTA Y SEIS •
Mono con navaja
Hongo atómico en Lluvia negra, de Shohei Imamura.
ÚLTIMA PÁGINA (Y HASTA FEBRERO, NADA DE NADA)
GRACIAS HACEN LOS MONOS La monada desea enviar sus más sinceros agradecimientos a: Mauricio Kartun por la buena onda y por mandarnos las excelentes fotos que acompañan el artículo de Dubatti, a Rafael Spregelburd por hacer dos veces la misma entrevista y no enojarse, a Paula Fridman (que va camino a convertirse en un clásico de esta sección), a Hernán Isnardi por prestarnos su biblioteca vía Messenger, a Mario Tobelem por la cortesía y por favores impagables. También a Daniel Paz, por la amabilidad de prestarnos el excelentísimo chiste que incluimos acá arriba. A todos los que vinieron a la FLIA y nos compraron la revistita. A los que nos escribieron mails comentando, alabando y, también, criticando la revista. A los que mandaron textos y a los dibujantes que quieren participar. Y, finalmente, a Elsa Kalish, que se portó como una diosa, y nos pasó un montón de material para éste y otros números.
CRÉDITOS Ilustración de los cuentos: María Laura Sánchez. Con 23 años, se encuentra cursando 4to año de la Licenciatura en Diseño Gráfico en la Universidad Abierta Interamericana. Trabaja como Responsable de Publicidad en Meganodo, Distribuidor Exclusivo de Tarjetas Prepagas Movistar en toda la Patagonia. A pesar de postergar su principal sueño de vivir del arte, planea retomar la carrera de Licenciatura en Artes Visuales que se dicta en el IUNA para el 2008. Sin embargo, continúa realizando ilustraciones en su tiempo libre, con la intención de completar una serie de 10 cuadros basados en conceptos psicológicos para el próximo mes.
www.micapsula.com [email protected]
Diseño y diagramación Berduque/De Sabato Impresión Bien gracias Distribución El amigo Gmail
Informe para una academia (fragmento)
El segundo tiro me atinó más abajo de la cadera. Era grave y por su causa aún hoy rengueo un poco. No hace mucho leí en un artículo escrito por alguno de esos diez mil sabuesos que se desahogan contra mí desde los periódicos "que mi naturaleza simiesca no ha sido aplacada del todo", y como ejemplo de ello alega que cuando recibo visitas me deleito en bajarme los pantalones para mostrar la cicatriz dejada por la bala. A ese canalla deberían arrancarle a tiros, uno por uno, cada dedo de la mano con que escribe. Yo, yo puedo quitarme los pantalones ante quien me venga en ganas: nada se encontrará allí más que un pelaje acicalado y la cicatriz dejada por el -elijamos aquí para un fin preciso, un término preciso y que no se preste a equívocos- ultrajante disparo. Todo está a la luz del día; no hay nada que esconder.
Kafka, Franz. Obras Completas. Teorema-Visión, Barcelona, 1983. Pág. 375. Trad: Jordi Rottner.
Autor: Daniel Paz / Sitio web: www.danielpaz.com