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Panel [5]: Políticas sanitarias: Retos, transformaciones y actores. Coordinadores: [Ana M. Guillén - Universidad de Oviedo; Amparo Almarcha Barbado
- Universidad de La Coruña; Emmanuele Pavolini - Universidad de Macerata] ______________________________________________________________________
A quién y a qué se dirigen las Políticas de Drogas: el lío de las
drogas legales, ilegales y fármacos, un reto para el futuro.
Joan Pallarés Gómez Universidad de Lleida
1. RESUMEN
A lo largo de los últimos 40 años, nuestro país ha generado todo un conjunto de
Políticas de Drogas, que se manifiestan en la gran variedad de programas de prevención,
y de servicios asistenciales de tipo socio-sanitario.
A finales de la década de 1970, emerge el consumo de heroína entre ciertos grupos, y
con su extensión a lo largo de los 80 genera lo que algunos han denominado como la
“epidemia de heroína” o la “crisis de heroína”, que llevará a crear un marco de visión y
representación de la heroína como “problema social y sanitario” de enorme importancia
y a extender la idea de problema al resto de las drogas ilegales, con el calificativo del
“problema de la droga” que tantas lealtades y unanimidades construyó.
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Las políticas sanitarias para hacer frente al problema fracasaron estrepitosamente en su
gestión y control, por lo que la mortalidad y morbilidad generada por el consumo
problemático de heroína, se cebó especialmente entre quienes compartían jeringuillas, y
alcanzó unos niveles, junto a la difusión del VIH entre este colectivo, impensables en
otros lugares de Europa, que desencadenaron otras políticas bajo la filosofía de la
reducción de riesgos. En el año 1985, en plena crisis, se creó el Plan Nacional sobre
Drogas (PNSD) con la finalidad de coordinar y potenciar las Políticas de Drogas, con el
objetivo de dar respuesta a los daños ocasionados por el consumo de heroína.
En la actualidad los consumos de drogas ilegales tienen una escasa incidencia en la
mortalidad y morbilidad de los jóvenes, como han puesto de manifiesto los datos del
último estudio sobre la salud de los jóvenes del INJUVE o de la Generalitat de
Cataluña. Contra lo que difunde el discurso dominante en los medios de comunicación,
y centrado en las drogas ilegales, se aprecia un mayor impacto negativo en el colectivo
juvenil por el consumo de alcohol y tabaco que de drogas ilegales, especialmente de
este último, y se certifica que un alto porcentaje de jóvenes consume fármacos. Estos
hechos, no obstante son ignorados por los discursos de las Políticas de Drogas, y por el
desarrollo de los programas de prevención y los modelos asistenciales, que se dirigen
principalmente a consumidores de drogas ilegales. Por tanto, nos enfrentamos al reto y a
la necesidad de redimensionar y redirigir las Políticas de Drogas del futuro, más en el
actual contexto de crisis y de redefinición de las políticas de bienestar y los servicios
asistenciales dirigidos a las personas en el ámbito social y sanitario.
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2. UNA BREVE HISTORIA
En los años sesenta y setenta se había intentado desarrollar un discurso basado en la
peligrosidad de las drogas ilegales, que como una amenaza que venía de fuera se nos
estaba introduciendo en una España exenta de problemas y contradicciones, este tipo de
razonamiento no triunfó hasta principios de los ochenta coincidiendo con la difusión de
la heroína.
Gamella (2003) reconoce que el uso de drogas es una constante humana que se
convierte en cuestión moral o penal y pasa a ser un problema social en ciertos casos
pues no todas las deficiencias o daños que sufren los individuos o los grupos se
convierten automáticamente en problemas sociales, ya que tiene que ver con pánicos
morales, ficciones sobre las que se montan determinadas cruzadas, y que legitiman la
“intervención específica del poder político para reducirlo o erradicarlo” (2003: 77).
Para Romaní (2003) el prohibicionismo era el paradigma básico sobre el cual se
construyó el <<problema drogas>>. Esta manera de entender las drogas implica la
constante presencia en los medios de comunicación de noticias relacionadas con el
consumo de heroína, muchas de ellas enfocadas para generar y aumentar la alarma
social en torno la sustancia y sus consumidores jóvenes. Quinta (1979), como uno
cualquiera de los cientos de ejemplos, escribe en el País del 1-12-1979 que en 1977
hubo en Madrid 718 atracos a farmacias con la finalidad de obtener drogas, en un
artículo que titula de tal sugerente forma, “El 1% de la población de Barcelona, adicta
a la heroína”.
A pesar de ello, quienes han analizado el uso de drogas ilegales en España suelen
coincidir en que no se manifiestan consecuencias negativas producidas por ello hasta
que aparece el uso inyectado de heroína. De la Fuente et al., (2006) señalan que hasta
entonces “sus repercusiones sociosanitarias fueron aparentemente irrelevantes” y no
había problemas importantes del uso de otras ilegales, sino más bien del de alcohol y
tabaco que “por separado, causan más muertes y sufrimiento que todas las drogas
ilegales juntas” (de la Fuente et al., 2006:506).
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Comas (1994) plantea que en España las drogas ilegales aparecen como “marcador
social” del cambio, pues durante la etapa de la autarquía, nos habíamos mantenido al
margen del complejo cultural de las drogas ilegales implantado en los países
desarrollados desde finales del XIX. En la época de desarrollismo, el turismo trae a
millones de europeos en vacaciones, emergiendo una cultura de fiesta, la tolerancia al
consumo de drogas y la eclosión de comportamientos narcisistas.
Para hacernos una idea más o menos coherente del número de consumidores en 1985,
Navarro (2002:18), a partir de los datos que considera el Plan Nacional Sobre Drogas
(PNSD) en su documento de presentación, ofrece la estimación de consumidores de
diferentes drogas de la tabla 1.
En los años ochenta y a principios de los noventa, se produce un aumento de la
mortalidad juvenil debido a la “epidemia"i del consumo de heroína inyectada. Crisis o
epidemia, por la rapidez en que se manifiesta, con importantes consecuencias negativas
a nivel social y sanitario, no tan solo por los consumos de heroína, sino por la forma en
que se consume y la respuesta o tipo de gestión sanitaria de la situación que se
desencadena. La expansión de la infección por el virus de la inmunodeficiencia humana
(VIH) será un problema añadido, y contribuirá a situar a las drogas como uno de los
problemas más importantes de los españoles, junto al paro y al terrorismo (Navarro,
2002), puesto que en el imaginario social se generó una importante alarma al ser
magnificado el fenómeno. De manera resumida de la Fuente et al., (2006) han hecho un
balance de las consecuencias:
“Al hacer un balance provisional de la epidemia de heroína las cifras resultan
escalofriantes. Con los datos publicados se estima que unas 212.000 personas han sido
tratadas por dependencia de esta droga en centros que notifican al indicador
tratamiento del PND, por lo que los usuarios problemáticos deben haber sido más de
300.000. Unos 100.000 inyectores de drogas (prácticamente todos inyectores de
heroína) se han infectado por VIH, y bastantes más por VHC o VHB. Finalmente, se
han producido entre 20.000 y 25.000 muertes por sobredosis o reacción aguda a
drogas en más del 90% de los casos con implicación de heroína” (de la Fuente et al.,
2006: 509).
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Visto este balance debemos otorgarle el lugar que ocupa entre los problemas sociales de
la época, y atribuirlos no sólo a la sustancia en sí, sino también a la forma en que se
intento dar respuesta al problema, de manera que las adulteraciones de la heroína por su
estatus ilegal, y el paso de una parte importante del colectivo de consumidores a la
administración de la sustancia por vía endovenosa para optimizar los efectos, son
elementos importantes del problema, más cuando conseguir jeringuillas era difícil, lo
que originó la práctica de compartirlas, contribuyendo enormemente a los contagios de
VIH y VHC o VHB.
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3. LA CREACIÓN DE LOS SERVICIOS ASISTENCIALES
Romaní (2004) plantea que puesto que en la visión del mundo de los españoles la droga
ocupaba un lugar central, en aquella época surge otro elemento indispensable para poder
hablar de un problema social: la institucionalización de la intervención sobre drogas.
La crisis de heroína, entre otras cosas, desencadenó una respuesta social y sanitaria que
no evitó los problemas del consumo problemático de heroína y que no eliminó las
consecuencias sociales y sanitarias muy negativas para los consumidores, especialmente
de los que compartían jeringuillas. En cierta forma todo contribuyó a fortalecer la visión
del “problema de la droga”.
Borràs y Sardà (2003:122) analizando como surgieron las redes de atención hacen una
declaración explícita según la cual “lo que atendemos no son principalmente problemas
de drogas, en el sentido de que los efectos de tal o cual sustancia sean, por sí solos o
principalmente, la causa de tanta patología”. En realidad dicen que atendían:
problemas de salud mental o conflictos de orden psicológico (principalmente patología
dual); problemas relacionales, conflictos familiares (de pareja o entre padres e hijos), y
emergencias sociales (pobreza, marginalidad) así como procesos migratorios difíciles.
Añaden que los tres grupos que citan no son mutuamente excluyentes, puesto que a
menudo se mezclan en un mismo individuo o situación y el consumo de drogas puede
ser un recurso (automedicación) para paliar sus problemas. Puesto que la sociedad
reclama una solución urgente al problema de la droga, dicen que no se produce un
debate sobre su esencia, y lo que resulta más fácil es culpar a las personas consumidoras
y centrarlo todo en “la droga”, encubriendo las negligencias en políticas sociales de las
administraciones.
Borràs y Sardà (2003) en su análisis sobre la creación en los años ochenta de las redes
de atención a las drogodependencias, se refieren a ello como una respuesta urgente a
una creciente presión social, y hacen referencia a las iniciativas locales de profesionales
interesados en el tema y con “suficiente influencia institucional como para canalizar los
recursos generados por el creciente clamor social” (2003:119) y al hecho de que la
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urgencia de las respuestas influyó en que éstas fueran “simples, rígidas y, en ocasiones,
inadecuadas” (2003:134).
Coinciden en la valoración que hace la Unión de Asociaciones de Drogodependientes
(UNAD) sobre la respuesta asistencial a los problemas de heroína, indicando que ésta se
produjo principalmente por la reivindicación de familiares, y se desarrolló más por
impulsos individuales que de una manera organizada y coordinada, surgiendo no sólo
múltiples carencias, sino errores e importantes desigualdades de unas localidades a
otras. Para la UNAD en los 80 se crean buena parte de las entidades sin ánimo de lucro
que trabajan con el colectivo de drogodependientes (en buena medida formadas por
familiares) y no es hasta mitades de la década de los 80 -con la creación del PNSD- que
se ordena la expansión asistencial de las diferentes iniciativas sociales (locales,
autonómicas, privadas y públicas) que se había ido creando en la década anterior gracias
a la labor de entidades sin ánimo de lucro, siendo las comunidades terapéuticas ubicadas
en zonas rurales el único recurso asistencial, que implicó un elevadísimo volumen de
fracasos (abandonos, recaídas, etc.) debido a sus exigencias terapéuticas y al
alejamiento del entorno social del drogodependiente. Según UNAD estos fracasos
implicaron la búsqueda de nuevos recursos asistenciales para los drogodependientes que
no encajaban en el perfil de las comunidades terapéuticas.
Sepúlveda (2011) reflexiona sobre el modelo de tratamiento que emerge en los ochenta,
fundamentado en la creencia de que los usuarios de drogas cesarán en su deseo por el
simple hecho de entrar en un tratamiento, y en percepciones no basadas en evidencias
sobre las personas con problemas de dependencia. Para defender su hipótesis se refiere
al libro de Freixa y col. (1981) como el manual que sirvió de base formativa a la
mayoría de profesionales encargados de desarrollar los programas y políticas de
tratamiento de drogodependencias de las redes públicas de nuestro país, y critica el
enfoque del mismo por estar poco fundamentado en la práctica clínica. Lo ve falto de
verosimilitud, especialmente el capítulo 14 “Clínica de los opiáceos” elaborado por
Soler y Solé en el que se llega a afirmar que “El heroinómano suele ser descrito como
falto de escrúpulos morales, fabulador (…) La sensación de irresponsabilidad hacia sí
mismo y hacia los demás que estos pacientes provocan es grande”.
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Megías (1987:10) refiriéndose a aquellos primeros momentos de creación de una red
asistencial, planteó algo parecido:
“Además, es forzoso reconocer que en la asistencia a toxicómanos, hasta estos
momentos, hemos carecido en gran medida de unos planteamientos analíticos y
metodológicos que nos permitieran establecer unas correlaciones lógicas de indicación
y, mucho menos, evaluar las mismas. No está totalmente claro por qué mandábamos lo
que mandábamos y, aún menos claro, que eso sirviera o sirviera más que otra cosa”.
Megías reconoce las incongruencias, aunque respecto al modelo asistencial y los
consumidores existían toda una serie de ideas y nociones, que deberían haberse tenido
en cuenta, algunas de las cuales pasamos a analizar.
Se sabía que aunque las personas que solicitaban atención «parecían» todos iguales,
presentándose como dicen Funes y Mayol (1989:29) “ante los profesionales de los
servicios de atención como padecedores del mismo problema”, tenían muchas
diferencias sociales y sanitarias, aspectos estos que eran claves para que su proceso
terapéutico fuera distinto. Funes y Romaní (1985) fueron de los primeros en enfatizar
tal diversidad que había de comportar según ellos ”recuperaciones diferentes“.
Existían distintas formas de plantear el modelo asistencial, pero el modelo se escoró en
entender la relación curador-paciente e institución-paciente como proceso no sólo de
curación, sino de control y de normatización social (ver Freidson, 1978; Szasz 1990 y
1993) ya que muchos de los comportamientos que se habían definido como
«enfermedad» al ser, de hecho, situaciones sociales que se medicalizaron, no tenían una
solución médica (Rodríguez y De Miguel 1990:9).
El comportamiento de muchos de los consumidores de heroína que entraron en las redes
asistenciales era un comportamiento que en muchos casos no evidenciaba dependencia
farmacológica, sino carencias o conflictos individuales y sociales como anteriormente
señalaban Borràs y Sardà (2003), pero históricamente el pensamiento en materia de
tratamiento y prevención había estado dominado por consideraciones de orden
farmacológico, ignorándose en la mayoría de programas otros aspectos (ver Jaffe
1981:116). Así se priorizó la sustancia, el dependiente, y los recursos se movilizaron
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para esta condición de dependiente, no para otras situaciones carenciales del individuo
como por ejemplo: salud, trabajo, vivienda, entre otros. Hasta la llegada de los
programas de reducción de daños se da un predominio de la visión eminentemente
farmacológica y médica (Pallarés, 1994).
En el desarrollo de los servicios asistenciales, hasta la aparición de los de reducción de
daños, se pueden diferenciar tres etapas. Una primera, definida por la inexistencia de
una red pública de tratamiento, y una oferta centrada en comunidades terapéuticas para
drogodependientes (CTD) no profesionales y en los servicios privados médicos y
psiquiátricos. Una segunda, en que se replantea la atención, dada la creciente demanda,
y que origina respuestas desconectadas (a nivel municipal, autonómico y nacional)
sobretodo públicas, aunque también privadas. Esta segunda etapa coincide con un
momento de implantación y crecimiento de los servicios sociales; con el surgimiento
del PNSD como intento de racionalizar la oferta asistencial pública (así como de definir
qué tipos de servicios es necesario crear), y con el esfuerzo por poner cierto orden y
control en el ámbito del tratamiento. Y una tercera etapa, que tiende a la consolidación
de las redes públicas de tratamiento; control de los servicios privados; regulación de los
tratamientos de mantenimiento con metadona y otros opiáceos y con una creciente
preocupación por la integración social de los asistidos mediante la implantación de
programas de reducción de daños.
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4. PLAN NACIONAL SOBRE DROGAS. UN INTENTO DE NORMALIZACIÓN
Como hemos dicho, hasta la creación del PNSD, las ofertas de tratamiento estaban muy
ligadas a las CTD -que tendrán un gran protagonismo en los medios de comunicación
las más de las veces por noticias negativas (Comas, 2006)-, y a las ofertas de servicios
médicos y psiquiátricos de tipo privado.
Desde principios de los años ochenta crece la demanda de tratamiento, y en los medios
de comunicación social hay un constante goteo de noticias alarmantes respecto los
problemas de drogas (ver Usó, 1996), y empieza a existir una fuerte demanda social de
centros de tratamiento.
En 1985 se crea el PNSD, en un intento de “oponer la racionalidad al alarmismo” y se
apuesta por otro tipo de búsqueda de soluciones que permitan una coordinación de los
esfuerzos de las distintas administraciones, como aparece en el mismo documento de
presentación del PNSD:
“El consumo de drogas se ha convertido en uno de los problemas que suscita mayor
preocupación en la sociedad española. Los análisis que surgen de esta preocupación
están constituidos, en muchas ocasiones, por un conjunto de tópicos, mitos, lugares
comunes, etc., que en nada contribuyen a un enfoque sereno.” (PNSD, 1985: 17).
Cuando surge el PNSD se plantea el debate respecto a si los recursos y respuestas
sociales a las drogodependencias deben abordarse desde lo específico o desde lo
general, puesto que existen recursos asistenciales públicos con carácter general que
podrían ser de utilidad, tanto desde los servicios sociales como desde los sanitarios.
Dado que la intervención en el ámbito drogodependencias ponía en relación servicios
sociales y sanitarios, el PNSD, (ver PNSD 1987) se planteó desde sus inicios:
“Como criterio general, el Plan estableció que la asistencia al toxicómano requiere de
un enfoque integral que evite modelos de tratamiento parciales o aislados, o con un
sesgo profesional excesivo. (....) El modelo de asistencia plantea tres premisas básicas:
-Complementariedad entre servicios de salud y servicios sociales.
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-Potenciación de las redes generales de servicios asistenciales frente a la creación de
servicios paralelos especializados.
-Promoción de fórmulas alternativas de internamiento.”. PNSD (1987:10).
A pesar de los propósitos expuestos la realidad que se creó rápidamente fue otra:
desconexión entre los servicios de salud y los sociales, creación de servicios
asistenciales específicos y paralelos a los existentes y dificultades para las opciones
asistenciales pensadas desde el interés de la salud pública o de reducción de riesgos.
Funes (1991:196-197) reflejó algunos elementos de aquella situación diciendo que:
escasamente el 20% de las personas con problemas de importancia en relación con las
drogas acuden a los servicios de atención a las drogodependencias, quedando muchos
de los más degradados lejos de los recursos; la mayoría de personas con dificultades, en
cambio estuvieron en contacto con servicios asistenciales de atención primaria pero
fueron derivados a otros ámbitos; la exigencia de los programas libres de drogas hace
que vayan pocos a los servicios de atención a las drogodependencias y que de los que
van se queden pocos; los objetivos de los servicios son demasiado rígidos y sólo desde
otra visión de las drogas serían pensables actuaciones que tendieran a reducir el peso y
la importancia que las drogas llegan a tener para ciertas personas.
Romanï et al. (1989) refiriéndose a un estudio con los dependientes de heroína de “alto
riesgo”, señalan las circunstancias en las que se encontraban respecto a la respuesta
asistencial en términos parecidos a Funes: distancias mutuas entre los dependientes de
alto riesgo y los servicios asistenciales; exigencias terapeúticas que son consideradas
como excesivas; tratamientos más elásticos cuando se producen ingresos por otras
enfermedades; su mal pronóstico los excluye de algunos servicios por criterios de
rentabilidad; largas listas de espera que los alejan aún más de los recursos de drogas y
excesiva burocratización.
A pesar de todo a finales de los 80 y principios de los 90 empiezan a surgir voces
críticas y nuevas propuestas. Así, Megías (1987) plantea cuatro grandes posibles
objetivos en la intervención terapéutica, los cuales pueden tomarse en un sentido
progresivo, a valorar según las circunstancias de cada individuo que solicitase
asistencia: mejora de la calidad de vida del drogodependiente sin modificar la
dependencia; mejoras parciales en relación con el consumo, para abordar otros aspectos
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terapéuticos; sustitución controlada de la droga por otra con menos consecuencias
personales y sociales, y por último eliminación de la dependencia y consecución de la
abstinencia como definitoria de la forma de vida. Megías ya planteaba que el abordaje
de esos objetivos alternativos, requería programas complejos y pluridimensionales, que
se sirvieran de dispositivos asistenciales diversos, funcionalmente integrados para
posibilitar una acción global, coherente ordenada y ajustada a las necesidades
individuales (Megías, 1987:18). Y precisaba de la coordinación de la asistencia médica
y social, para utilizar una gran gama de recursos.
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5. LA APARICIÓN DE LOS PROGRAMAS DE REDUCCIÓN DE
DAÑOS.
Desde finales de los 80 se manifiesta entre muchos profesionales la necesidad de nuevos
programas, capaces de acercar los servicios a aquellas personas susceptibles de
necesitarlos, sin excluirles por motivos que eufemísticamente se decían terapéuticos:
recaídas, no adaptación al programa, no aceptar lista de espera, etc.; pero que en el
fondo eran criterios morales e ideológicos, y respondían a una visión de las drogas
altamente moralizada y en absoluto “técnica” o integradora. Lo que se dirimía era cómo
flexibilizar y normalizar los servicios asistenciales, abriéndolos a toda la población que
necesitaba de ellos, y a la par, rentabilizar las intervenciones y recursos existentes. El
objetivo más inmediato era reducir la incidencia del VIH y de otras enfermedades
contagio-infecciosas, y disminuir los delitos relacionados con los consumidores
problemáticos.
Trujols et al., (2010) se han referido a la incidencia que tuvo el conocimiento de los
efectos del VIH y de su rápida expansión entre los usuarios de drogas por vía parenteral,
para favorecer los programas de reducción de daños y riesgos, junto la evidencia del
fracaso de la oferta terapéutica basada en la abstinencia, y la tendencia a modificar la
visión jerarquizada del profesional y del usuario, que consideraba al drogodependiente
como persona no competente.
Mino (2000) señala que hacia finales de los 80 el VIH se constituye en el catalizador de
los nuevos modelos preventivos y terapéuticos, organizados en el marco de la política
de reducción de riesgos o daños, para minimizar los efectos negativos asociados al
consumo de drogas. Hasta entonces, “la guerra contra las drogas”, era el objetivo casi
exclusivo de gobiernos y especialistas, basada en la reducción de la oferta y la demanda,
y privilegiando en lo terapéutico la prevención del uso y la abstinencia rápida entre los
consumidores. El modelo de reducción de daños que en aquellos momentos se llevaba a
cabo en Holanda y Reino Unido consiguió que, a diferencia de España, tener un bajo
impacto de sida y de hepatitis B entre los consumidores de heroína.
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Trujols et al., (2010) plantean que en España se produjo un desarrollo tardío de una
aceptable red de programas de mantenimiento con metadona y de intercambio de
jeringuillas, lo cual viene a explicar las altas tasas de mortalidad de sida en el colectivo
que comparten jeringuillas y de muertes por sobredosis, muchas de las cuales
probablemente se hubieran podido evitarii, pero la obsesión por hacer frente al
“problema de la droga” y de ganarle la “batalla” llevó a realizar medidas que fueron
desastrosas para la salud pública, aunque se publicitasen como defensoras de la misma:
“Por su parte, los tratamientos de mantenimiento con metadona (TMM), una de las
intervenciones más efectivas para disminuir las repercusiones del uso de heroína
(mortalidad, infecciones, problemas sociales), fueron fuertemente restringidos por una
norma legal en 1985 y sólo se desarrollaron ampliamente, aunque de forma desigual
según las Comunidades Autónomas (que desde 1990 tenían plenas competencias para
hacerlo) después de 1992, cuando lo peor ya había pasado, y tras una intensa batalla
frente a sus múltiples detractores de la sociedad civil y de los servicios de prevención y
atención a las drogodependencias (algunos convertidos luego felizmente en gestores de
los mismos)”. (de la Fuente et al., 2006:506-7)
Siguiendo a estos autores vemos como al extenderse los TMM y los programas de
intercambio de jeringas a partir de mediados de los noventa, se atenuaron las
repercusiones del uso de heroína a las que refieren en la cita, aunque apuestan que el
principal determinante fue la disminución de la práctica de consumir heroína inyectada,
que se fue sustituyendo por la práctica de fumarla, con lo cual abogan por la eficacia
producida por cambios culturales más que por las políticas públicas llevadas a cabo, por
lo que no se debe sobrevalorar el efecto de las mismas.
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6. LA SITUACIÓN ACTUAL
A medida que transcurren los años noventa se va consolidando una nueva visión sobre
los consumos de drogas, y sobre sus consumidores, que dejan de verse como marginales
y problemáticos y pasan a percibirse como integrados, y sus formas de consumo
insertadas y enclavadas en los tiempos y espacios de ocio.
Durante los noventa se produce la difusión de las drogas de síntesis y de las
estimulantes, especialmente cocaína, en contextos de fiesta, junto al alcohol y cánnabis.
Este modelo se desarrolla sin grandes cambios hasta que a partir de 2007 empieza a
vislumbrarse un estancamiento o reducción en los consumos, aunque parece que vuelve
a remontar con el cambio de década.
Vistos los problemas acontecidos con el consumo de heroína triunfa la idea de que las
drogas deben abordarse fundamentalmente desde la vertiente preventiva, para evitar
luego males mayores. En la Tabla 2, que recoge los últimos datos respecto a los
programas de prevención podemos ver el alcance en cuanto a participantes de estos
programas.
Por otra parte, las demandas de tratamiento por heroína dejaron de ser por primera vez
en 2005 las que motivaban las mayoría de admisiones a tratamientos (excluyendo
alcohol y tabaco) cediendo el lugar a la cocaína, aunque venían descendiendo desde
1992.
En 2007, según los últimos datos elaborados del Observatorio Español sobre Drogas
(OESD), el total de demandantes fue de 50.555 personas, de las cuales el 45,6% fueron
por cocaína, frente a un 37,4% de heroína, el cannabis tuvo el 11,7%, y apenas en torno
al 5%, el resto; su edad media fue de 33 años (ver OESD, 2009). Asimismo informa,
que en 2007 se registraron 19.224 admisiones de tratamiento por alcohol. Cabe decir
que el policonsumo entre los admitidos está muy extendido.
En la Memoria del PNSD de 2008 podemos ver que la distribución de los atendidos
(admitidos nuevos y los que ya estaban en tratamiento) es bastante regular por todas las
CCAA y que los centros ambulatorios (80.397) y los programas de metadona (81.390)
concentran a la mayoría de los atendidos. También podemos ver que los atendidos por
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alcohol en 2008 (49.036 personas) son casi el 61% respecto las personas tratadas en
Centros ambulatorios ese mismo año (80.397), de lo cual podemos inferir que en un
futuro, excepto personas que estén en mantenimiento por metadona, los tratamientos
estarán centrados en alcohol y cocaína principalmente.
Si atendemos a la evolución del gasto en drogas por áreas de intervención del PNSD,
vemos que si tomamos como base el año 1986, el incremento del gasto ha sido hasta el
año 2008 del 1.456% y que pese al incremento constante en prevención se ha venido
produciendo un importante incremento del gasto en asistencia y reinserción.
Con todo, en los últimos años, se produce una situación de máxima difusión e
implementación de programas de información y prevención en el territorio español, muy
especialmente dirigidos a aquellos que están en edad escolar, y centrados en evitar o
postergar el inicio al consumo de las distintas drogas, legales e ilegales. Todo este gasto
en prevención contrasta con la imagen normalizada que los jóvenes tienen respecto sus
consumos de drogas en contextos de fiesta y la preocupación que, no obstante, genera
en otros colectivos, muy especialmente entre los de los familiares, educadores y, sobre
todo, entre los profesionales socio-sanitarios (Pallarés et al., 2009:64). La necesidad de
intervenir preventivamente, proviene de sus demandas, no de las de los jóvenes, y la
mayoría de las veces responden a una representación social conformada en términos de
alarma sobre los riesgos que los jóvenes asumen con sus consumos, y no sobre los
problemas reales en términos de salud de los mismos.
Rodríguez et al. (2008) han planteado acertadamente que el concepto de riesgo es
polisémico y complejo, y que puede confundirse con la probabilidad del daño o con su
origen o fuente. Esta contradicción evidencia algo a lo que se vienen refiriendo distintos
autores, entre ellos Romaní (2010) cuando critica el intento de confundir el concepto de
riesgo con una situación de peligro o amenaza identificándolo con el daño, para así
naturalizar el concepto, negándole sus raíces históricas y políticas. Se olvida que ciertas
actividades de riesgo son imprescindibles para el crecimiento de adolescentes y jóvenes,
para familiarizarse con los riesgos y favorecer su gestión. Los jóvenes experimentan con
las drogas porque ven ciertos beneficios, no sólo riesgos (ver Rodríguez et al., 2008;
Rodríguez, 2010). Y aunque es evidente que el alcohol “causa muchas más muertes al
año que las sustancias ilícitas”, (Rodríguea et al., 2008:13) genera menos alarma. Por
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eso concluyen que los riesgos, más que basarse en problemas reales, lo hacen en las
preocupaciones que pueblan el imaginario colectivo.
Visto de esta forma los riesgos formarían parte de los procesos de maduración hacia la
vida adulta, por eso hay muchos más jóvenes que consumen drogas ilegales
ocasionalmente, que los que lo hacen con cierta frecuencia. De hecho, como plantea
Romaní (2010:28) “…no sabemos exactamente qué consumos de drogas, realizados en
determinados momentos y circunstancias, pueden constituir un factor de riesgo”
Si nos atenemos a los datos y reflexiones aparecidos en recientes y distintos informes
sobre la salud de los jóvenes (Comas, 2008; Espluga, 2010), se desprende que éstos
gozan de una salud “envidiable” que no parece estar distorsionada por sus consumos de
drogas ilegales, aunque respecto a éstas desarrollen unos relativos niveles de
experimentación, que en los últimos años parecen estar a la baja. A pesar de su buena
salud existe preocupación en los padres y educadores, puesto que en su percepción ven
una amenaza en los riesgos de las drogas.
Por tanto, esta alarma que generan las drogas ilegales es desproporcionada y no está
contrastada en datos reales. Comas (2008:25) corrobora nuestras afirmaciones, puesto
que plantea que al disminuir los riesgos reales se recurre a los inventados y se
amplifican por los medios de comunicación, cuando la realidad de los jóvenes según su
estudio y a grandes trazos es:
A pesar de su buena salud hacen un uso alto de los servicios sanitarios. Además,
consumen tasas notables de tranquilizantes, relajantes, antidepresivos y psico-
estimulantes, de manera que el uso de tales fármacos es muy superior al uso de
sustancias psicoactivas ilegales. Acceden a ellos, casi en su totalidad, a partir de la
prescripción médica. En cambio cuando compran estas sustancias sin receta, su
consumo, por una minoría, genera alta alarma.
El tabaquismo es una conducta que se inicia de forma exclusiva en las edades juveniles,
y acumula más riesgo para la salud futura de los jóvenes que todo el resto de problemas
y riesgos que analizan en el Informe. (Comas, 2008:136)
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El consumo de alcohol se ha reducido en las últimas décadas y también entre los
jóvenes, además ha disminuido la mortalidad por accidentes de tráfico, asociados a la
ingesta de alcohol, y parece generarse una nueva cultura de consumo de alcohol que
intenta minimizar los riesgos.
Son en su mayoría personas de más edad o que se iniciaron al consumo de drogas
ilegales en otras épocas los que mayoritariamente están en los dispositivos asistenciales.
Resumiendo, según lo que venimos planteando, parece que nos encontramos en una
nueva fase respecto los problemas de drogas reales, no en cuanto a la alarma o a la
percepción social de los mismos, que sigue distorsionada y tiende a aumentarlos. De
seguir las tendencias observadas, nos encontramos ante el siguiente panorama respecto
la prevención, y la asistencia y reinserción de los que manifiestan problemas de drogas:
En los últimos años han seguido aumentando los programas de prevención aunque no
exista una certeza clara sobre su incidencia real y su supuesta efectividad. Puede ser que
cambios en los patrones de consumo y en la incidencia y prevalencia respondan más a
cambios culturales que a los efectos de la prevención.
Nuestro sistema sanitario de tratamiento ha ido configurándose como un dispositivo
especializado, desconectado incluso de los servicios de salud mental. Desde los años 80
sirvió para tratar mayoritariamente consumidores de heroína, los cuales han ido
descendiendo en los últimos años de manera notable desde mediados de los 90 y desde
2005 han sido superados por los que solicitan tratamiento por cocaína. Los programas
de mantenimiento de metadona previsiblemente también descenderán, puesto que en
estos dispositivos permanecen consumidores de una cierta edad.
A los servicios de tratamiento han llegado jóvenes con consumos problemáticos de
alcohol y cocaína principalmente. Estos centros están adaptándose a las nuevas
demandas y requieren importantes cambios puesto que se diseñaron contando con los
consumidores problemáticos de heroína, y aquel modelo, sobre el que existen serias
dudas sobre su eficacia, en nada responde a las necesidades y problemas de la actual
demanda.
19
Los jóvenes consumidores con problemas a nivel social, suelen recibir atención cuando
manifiestan un comportamiento dependiente a determinadas sustancias, y lo reciben
para paliar sus efectos, no por los problemas o dificultades de tipo social que les
afectaron en su relación con las drogas.
Tenemos unos servicios sanitarios enfocados a unos problemas, que en parte son
imaginarios, puesto que a los consumidores con problemas reales, sus necesidades no
siempre son abordadas en los programas de tratamiento. Además, en un futuro, cada vez
más los prototipos de la demanda serán distintos al modelo de servicios asistenciales
que se ha ido diseñando.
Todo lo anterior nos lleva a pensar que se requiere un serio replanteamiento de los
modelos de tratamiento e integración, sociales y sanitarios, replanteamiento que por el
momento no se vislumbra.
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Alcohol 1.900.000 a 2.300.000
Cocaína 60.000 a 80.000
Heroína 80.000 a 125.000
Anfetaminas 350.000 a 500.000
Inhalables 18.000 a 21.000
Cánnabis 1.200.000 a 1.800.000
Tabla 1. Consumidores de las distintas drogas en 1985. Fuente: Navarro
(2002:18).
Número de participantes en programas de prevención AÑO 2008
Número
Escolares (alumnos) 2.002.110
Escolares (profesores) 13.258
Familiares 152.822
Programas de menores en riesgo 41.489
Programas de ocio alternativo 565.650
Tabla 2: Fuente PNSD. Memoria 2008
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EVOLUCIÓN DEL GASTO DE LAS COMUNIDADES Y CIUDADES
AUTÓNOMAS POR ÁREAS DE INTERVENCIÓN. 1986-2008 (miles de euros)
ÁREAS 1986 1992 1998 2002 2004 2005 2006 2007 2008
Prevención 3.122 13.484 19.954 40.372 52.035 51.925 58.016 57.025 56.662
Asistencia y
reinserción
16.678 73.798 104.774 168.086 172.073 196.275 213.834 232.798 249.550
Investigación,
documentación
y
publicaciones
930 2.912 2.661 3.901 7.326 9.092 9.221 7.878 6.107
Coord..
institucional y
coop. Con
iniciativa
social
1.584 6.401 12.281 12.249 11.511 11.334 11.436 11.272 12.576
TOTAL 22.314 96.595 139.670 224.608 242.945 268.626 292.507 308.973 324.895
Tabla 3. Fuente PNSD. Memoria 2008
22
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sobredosis y el 38% si los afectados hubieran estado en programas de Tratamiento o mantenimiento con metadona.
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