Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
Antonio de Ulloa, las Matemáticas y otros asuntos relacionados.
Antonio Durán Guardeño.
Catedrático de Análisis Matemático,
Universidad de Sevilla.
1. Para empezar, un libro.
Recién cumplidos los ochenta años en 1722, Newton decidió que había que
hacer una nueva edición de sus, ya por entonces, míticos Principia; sería la tercera,
después de las de 1687 y 1713. Eligió para tal propósito a Henry Pemberton, que
acababa de regresar a Inglaterra después de estudiar medicina en Leiden. Pemberton vio
recompensada su tarea con unas palabras de reconocimiento de Newton en el prefacio:
«Henry Pemberton, M.D., un hombre de la mayor pericia en estos asuntos..», y 200
guineas. Pemberton reconocería después que valoró más el reconocimiento que el
dinero. Y no era para menos porque para Roger Cotes, que estuvo a cargo de la segunda
edición de los Principia, parece que no hubo dinero ni tampoco reconocimiento... o
mejor dicho, sí que lo iba a haber habido pero fue finalmente eliminado. Cotes, mucho
más sólido que Pemberton desde el punto de vista matemático, dedicó más tiempo y
energías a la revisión de la segunda edición que Pemberton a la tercera, pero cometió el
terrible error de escribir a Newton en abril de 1712 reportando una «imperfección» en la
clasificación newtoniana de las curvas de tercer orden –que había visto la luz en 1704
como apéndice de la Opticks–. La soberbia del picajoso Newton no encajó bien la sutil
crítica de Cotes, y cortó de raíz la intensa comunicación que hasta entonces mantenían
sobre los Principia. Más todavía, eliminó el prefacio de la segunda edición que
contenía un comentario elogioso, absolutamente merecido por otra parte, sobre la labor
de Cotes como colaborador, y también suprimió del texto una referencia a Cotes; hasta
su muerte con treinta y tres años en 1716, el pobre Cotes estuvo lamiéndose las heridas
causadas por el revolcón que recibió de Newton.
La tercera edición de los Principia vio la luz a finales de marzo de 1726. Se
imprimieron 1250 ejemplares, y uno de ellos, ricamente encuadernada en piel de
Marruecos, fue presentada por Martin Folkes a la Royal Society en nombre de Newton.
Folkes había sido nombrado vicepresidente de la Sociedad por Newton en 1723 –
decisión extraña si se tiene en cuenta el manifiesto ateísmo de Folkes–. Andando el
tiempo, Martin Folkes se convirtió en Presidente de la Royal Society; lo había intentado
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tras la muerte de Newton en 1727, sin éxito, pero finalmente se hizo con el cargo en
1741. Pocos años después y a través del conde de Harrington, que había sido embajador
en Madrid, Folkes conoció en Londres a un joven marino sevillano, Antonio de Ulloa
de nombre, que había sido apresado por corsarios británicos cuando volvía en un barco
francés de una expedición científica al Perú. Hicieron buenas migas, hasta el punto de
que Ulloa fue nombrado miembro de la Royal Society en diciembre de 1746, a cuenta de
sus observaciones en Perú, un amplio extracto del cual fue hecho público por el propio
Folkes. Y no acabaron ahí los agasajos, pues Folkes le regaló al sevillano un ejemplar
de la tercera edición de los Principia de Newton, enriquecida con una amistosa
dedicatoria en latín. Ese libro iría a parar a los estantes de la Biblioteca de la
Universidad de Sevilla y es al que se refiere el titulillo de esta sección.
El regalo de Folkes a Ulloa no podía ser más apropiado, pues con la publicación
de los Principia en 1687 se había dado el primer paso, por así decir, que acabaría
llevando al sevillano al Perú. La historia es tan interesante como bien conocida, aunque
vista a la luz de los libros conservados en el fondo antiguo de la Universidad de Sevilla
presenta algunos reflejos propios, insólitos e interesantes, y dado que esta es a fin de
cuentas una contribución al catálogo de una exposición sobre el fondo bibliográfico de
Antonio de Ulloa en la biblioteca universitaria no está de más contar la historia bajo ese
enfoque.
2. De cómo la astronomía cambió el mundo.
Los Principia de Isaac Newton (1642-1727) vinieron a culminar el terremoto
cultural que sacudió los cimientos de la ciencia europea durante los siglos XVI y XVII.
Simbólicamente podemos tomar como fecha de inicio la del año 1543, cuando se
publicó en Nuremberg un libro cuyo título De revolutionibus orbium coelestium (Las
revoluciones de los orbes celestes), anticipaba la revolución que desencadenaría. No en
vano, al periodo que va de mediados del siglo XVI –justo cuando aparece el libro– hasta
finales del siglo XVII –cuando se publican los Principia de Newton–, se le conoce
como revolución científica. Una revolución que afectó, desde luego, a la astronomía y la
cosmología, pero también a otras áreas del saber, tan alejadas entre sí como la medicina
o las matemáticas. La revolución científica cuestionó lo que hasta entonces se había
entendido por ciencia, potenciando la importancia de la experimentación y supeditando
la validez de los desarrollos teóricos a su concordancia con los datos experimentales. Al
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final del proceso, y con Newton como uno de sus grandes artífices –junto a Copérnico,
Kepler, Galileo, Descartes; la lista no pretende ser exhaustiva– surgió la ciencia
moderna en forma muy parecida a como hoy la entendemos.
El autor de ese libro revolucionario fue Nicolás Copérnico (1473-1543), del que
cuenta la leyenda que recibió un ejemplar del De revolutionibus en su lecho de muerte
poco antes de abandonar este mundo el 24 de mayo de 1543.
Hasta ese momento, la astronomía heredada de la antigüedad clásica establecía que
la Tierra es una esfera firmemente asentada en el centro del Universo. A su alrededor
giran siete cuerpos, la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno, y las
estrellas fijas, situadas todas en una superficie esférica, que constituía también el confín
último del universo.
Las estrellas fijas completan una rotación diaria alrededor de la Tierra sin
diferencias aparentes entre un día y otro. No así los cuerpos intermedios, con
movimientos más irregulares, especialmente los planetas.
El gran compendio astronómico que daba cuenta de los detalles del movimiento de
los planetas era el Almagesto del griego Ptolometo (c. 100-170 d.C.). La cosmología
aristotélica era, a su vez, la explicación física admitida para este movimiento planetario.
Esa visión cosmogónica fue fagocitada por los escolásticos medievales. En ese
universo cada cosa tenía su lugar y cada lugar su cosa –no se admitía el vacío–; así, el
infierno se ubicaba en el centro de la Tierra y el Empíreo, donde físicamente reside
Dios, justo detrás de la esfera de las estrellas fijas. Todo lo cual fue líricamente recreado
en esa guinda poética que para la concepción aristotélico-escolástica del cosmos fue la
Divina Comedia de Dante Alighieri (1265-1321).
Esa propuesta cosmológica establecía una clara y férrea frontera entre un inmutable
y perfecto mundo celestial –el universo que se extiende más allá de la atmósfera
terrestre– y el mutable e imperfecto mundo terrenal –de la atmósfera para abajo–.
Naturalmente con leyes físicas distintas en ambos mundos.
El libro de Copérnico proponía una nueva astronomía basada en un Sol inmóvil en
el centro del universo, mientras que la Tierra gira sobre su eje cada día y, una vez al
año, alrededor del Sol como uno más de los otros planetas: Mercurio, Venus, Marte,
Júpiter y Saturno; la única que queda dando vueltas alrededor de la Tierra es la Luna. Se
mantenía la esfera de las estrellas pero ahora inmóvil.
El giro copernicano venía a destrozar toda la concepción científica del universo
heredada del mundo griego, adecuadamente cristianizada durante la Edad Media; todo
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quedaba cuestionado: no sólo la astronomía, sino también la cosmología y la física
terrestre. De ahí el carácter revolucionario de la propuesta de Copérnico.
Surgieron además un sinfín de nuevos problemas y retos cosmológicos y físicos a
los que había que dar explicación: ¿por qué no se nota el movimiento vertiginoso de la
Tierra alrededor de sí misma; no tendrían que salir los objetos despedidos ante la
violencia de la rotación terrestre? Y si la Tierra se traslada hacía el este circunvalando al
Sol, ¿no tendrían que caer los objetos lanzados perpendicularmente hacía arriba
ligeramente al oeste de donde fueron lanzados? ¿Qué hace moverse a los planetas
alrededor del Sol? ¿Por qué, en cambio, la Luna se mueve alrededor de la Tierra?
Copérnico dio el primer impulso planteando una alternativa al modelo astronómico
ptolemaico. Las soluciones a los problemas generados por sus consecuencias
cosmológicas y físicas habrían de darlas los que vinieran después. También a estos les
tocó sufrir el enfrentamiento con la Iglesia católica que pronto desencadenaría el
movimiento de la Tierra.
La propuesta astronómica de Copérnico tardó en abrirse paso. Por un lado tenía que
batallar con los prejuicios religiosos. Y era esta una batalla peligrosa donde uno se
podía dejar la vida. Los protestantes fueron inicialmente los más beligerantes, dado que
un Sol inmóvil y una Tierra vagabunda contraviene algún que otro pasaje de la Biblia.
Pronto, sin embargo, adoptaron una postura marcada por el pragmatismo; en cierta
manera se aferraron a que la propuesta de Copérnico era una hipótesis de trabajo y no
necesariamente correspondía con la realidad física. Pero, al apaciguamiento de los
protestantes siguió el terrible estallido de ira de la Iglesia católica, y de su brazo
armado: la Inquisición. El libro de Copérnico acabó en el Índice de libros prohibidos,
Giordano Bruno (1548-1600) en la hoguera –su condena tuvo lateralmente que ver con
las nuevas posibilidades que para el Universo abría el modelo copernicano–, y Galileo
se salvó por los pelos.
Casi tres décadas después de la muerte de Copérnico nació Johannes Kepler (1571-
1630), el matemático y astrónomo que iba a encauzar la revolución iniciada por
Copérnico añadiendo al sistema otra ración más de elementos revolucionarios.
Asistido por las precisas tablas astronómicas que elaboró el astrónomo danés Tycho
Brahe (1546-1601) en la segunda mitad del siglo XVI, por una inquebrantable fe en un
diseño sencillo y elegante del universo –herencia de Pitágoras y Platón–, y tras muchos
años de arduos cálculos, Kepler dio con el secreto del movimiento planetario. Ese
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secreto lo sintetizó en forma de tres leyes; las dos primeras, establecidas en su libro
Astronomia nova (1609) para la órbita de Marte.
La teoría copernicana con el añadido de las leyes de Kepler era por fin más simple,
elegante y precisa que la vieja teoría geocéntrica de Ptolomeo. Sin embargo, las leyes de
Kepler no suponían el fin de esta historia sino más bien el principio: había ahora que
explicar qué hace moverse a los planetas alrededor del Sol de acuerdo a esas leyes.
Conforme la revolución copernicana se afianzaba, dinamitaba también toda la física
aristotélica para explicar el movimiento de los cuerpos en la Tierra. A la ciencia de
cualidades y simpatías aristotélico-escolástica la vino a sustituir una dinámica de corte
cuantitativo, cuyo gran abanderado fue Galileo (1564-1642). Galileo propugnaba un
nuevo concepto de ciencia basado en una combinación de experimentación y
racionalismo matemático, sintetizada magistralmente en su célebre frase: «La filosofía
está escrita en ese grandioso libro que está continuamente abierto antes nuestros ojos, al
que llamo universo. Pero no se puede descifrar si antes no se comprende el lenguaje y se
conocen los caracteres en que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático, siendo
sus caracteres triángulos, círculos y figuras geométricas. Sin estos medios es
humanamente imposible comprender una palabra: sin ellos, deambulamos vanamente
por un oscuro laberinto». Y nada más fiel a ese planteamiento que la obra cumbre
newtoniana: los Principia.
Galileo no fue el inventor del telescopio, pero sí fue el primero que lo apuntó al
cielo e interpretó adecuadamente lo que veía –además de descubrir nuevos objetos
celestes como los satélites de Júpiter–. Una interpretación que supuso un espaldarazo a
la teoría copernicana. La Iglesia católica lo apercibió de que se adentraba en terreno
peligroso. Su amistad con el Papa le hizo minusvalorar el aviso, y así, cuando publicó
en 1632 su Dialogo, sufrió un infame proceso inquisitorial del que salvó la vida por los
pelos. A pesar de tener por entonces casi setenta años, se le obligó, arrodillado, a
abjurar, maldecir y detestar sus opiniones sobre el movimiento de la Tierra, se le decretó
prisión de por vida –que su amigo el Papa conmutó por reclusión en su casa–, se le
prohibió escribir o recibir a nadie sin permiso. La condena también incluía la obligación
semanal, durante tres años, de recitar los siete salmos de penitencia.
Naturalmente, su libro ingresó en las páginas del Índice de libros prohibidos. En
ese libro se introducía el principio de inercia, esencial para la comprensión de la
mecánica del sistema solar y que Newton eligió como su primera ley de la física.
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Se suele reseñar como casualidad simbólica el que Newton naciera precisamente el
año de la muerte de Galileo: 1642 –aunque, esa casualidad, como casi todas, tiene su
trampa–. En cualquier caso valga la simbología para ligar a estos dos genios, el segundo
de los cuales mostraría que, a fin de cuentas, son las mismas causas las que mantienen a
los planetas en órbitas elípticas y hacen caer una manzana.
Newton culminó el edificio de la revolución copernicana con sus Principia. Con él
nacía la física moderna, con sus tres leyes fundamentales. Newton propuso también la
ley de gravitación universal: los cuerpos se atraen unos a otros de forma inversamente
proporcional al cuadrado de la distancia que separa sus centros. Y usando el puro
razonamiento matemático, dedujo tanto las leyes del movimiento planetario de Kepler,
como las trayectorias parabólicas que rigen el movimiento de una bala de cañón.
Newton estableció así una única física para todo el universo.
3. La revolución científica en la Biblioteca de la Universidad de Sevilla.
Si buscamos en el fondo científico antiguo de la Biblioteca de la Universidad de
Sevilla, veremos que la revolución científica tiene un reflejo esplendoroso, pues este
fondo es riquísimo en libros de astronomía, tanto en incunables como de todo el siglo
XVI y la primera mitad del XVII. Empezando por la por entonces milenaria astronomía
geocéntrica griega, que está magníficamente representada con varias ediciones del
Almagesto de Ptolomeo, entra ellas la primera impresión, realizada en Venecia en 1515
usando la traducción latina que finalizara Gerardo de Cremona (c. 1114-1187) en la
Escuela de Traductores de Toledo en 1175 –aparte de varias ediciones de tablas
astronómicas y efemérides, una notable colección de ediciones de la Sphera mundi de
Sacrobosco (c. 1195-c. 1256) , así como innumerables obras de los siglos XV y XVI,
incluyendo varias de Nunes (1502-1578), Peurbach (1423-1461) y Regiomontano
(1436-1476)–. Y, naturalmente, de los libros que protagonizaron la revolución
científica. Hay dos ejemplares del libro que inició dicha revolución: De Revolutionibus
orbium coelestium de Nicolás Copérnico, uno de la primera edición (Nuremberg, 1543).
También se conservan varias obras de Tycho Brahe y de Johannes Kepler –algunos de
ellos con censura inquisitorial, rayana en lo feroz en algún caso–. Es especialmente
valioso el ejemplar conservado de la primera edición de la Astronomia Nova (Praga,
1609) de Kepler. Y los Principia Mathematica de Newton, la obra que venía a poner fin
a la revolución iniciada por Copérnico siglo y medio antes, está presente en la
Biblioteca Universitaria con dos ediciones. Según Dreyer, el De revolutionibus de
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Copérnico, la Astronomia Nova de Kepler y los Principia Mathematica de Newton
forman el podio de honor de los libros de astronomía.
Esta profusión de obras cumbre de la astronomía y las matemáticas en la Biblioteca
Universitaria es, sin embargo, sorprendente, toda vez que la Universidad de Sevilla fue
de inmaculada concepción en lo que a ciencia se refiere. La Universidad de Sevilla fue
en sus orígenes una institución de la Iglesia católica que tuvo vocación de impartir
estudios teológicos, de cánones y de artes, donde se debían ubicar los estudios de
matemáticas y otras ciencias; estos fueron, sin embargo, inexistentes y la Universidad
de Sevilla quedó, en sus orígenes y durante tres siglos y medio después, ajena por
completo a las enseñanzas científicas. Lo que se enseñaba, ligado al sistema de cátedras,
quedó en los primeros tiempos sojuzgado por la estrechez de miras de los colegiales,
amén de otras dificultades a las que no fue ajena la ínfima dotación económica de las
cátedras.
¿Cómo explicar pues esa riqueza de libros de astronomía en la Biblioteca de una
Universidad que durante esos siglos se había mantenido ajena a la ciencia? La razón hay
que buscarla fuera de la Universidad: en Sevilla, la ciudad que la acogía. El siglo XVI
nació con las Indias Occidentales recién descubiertas y con Sevilla constituida en su
puerta. Inmediatamente (1503) se creó la Casa de Contratación, una institución que
aparte de las funciones administrativas relacionadas con la navegación, tenía a su cargo
otras tareas de índole más científica, como el diseño de instrumentos y mapas y la
instrucción en materia de náutica y cosmografía. No es que la náutica y la cosmografía
fueran disciplinas estrictamente matemáticas, pero sí que estuvieron muy relacionadas
con ellas; teniendo en cuenta esta relación y la importancia que estas disciplinas
tuvieron en Sevilla, es fácil calibrar la parte correspondiente de importancia que
alcanzaron en la ciudad las matemáticas; todo lo cual hace algo más incomprensible
todavía la falta de estudios científicos en los comienzos de la Universidad de Sevilla:
una Universidad que no sólo compartió ciudad, sino también calle, con una institución
científica del rango alcanzado por la Casa de Contratación.
La actividad científica en la Sevilla de finales del siglo XV y durante el XVI queda
también reflejada en las cifras de publicaciones científicas de la época. Entre 1475 y
1600, Sevilla es la ciudad donde mayor número de primeras ediciones de obras
científicas se publican: hasta 104, un 16,83% del total publicado en España –siguen
Madrid (82), Alcalá (70), Salamanca (63) y Valencia (58)–. Sobre el total de obras
publicadas en España durante ese periodo de tiempo, el porcentaje de obras matemáticas
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ronda el 10%; mientras que de todo lo publicado en Sevilla, un 20% fueron obras
científicas: a juicio de López Piñero, proporción notable incluso en un contexto
europeo. En cambio, durante el siglo XVII Madrid casi quintuplica –según fuentes– a
Sevilla como lugar de publicación de impresos científicos.
Así, la riqueza del fondo de astronomía de los siglos XV, XVI y XVII se debe a tres
fuentes fundamentales ajenas a la Universidad, cuyos libros acabaron, por diversas
razones, en la Biblioteca Universitaria:
Los libros de Jerónimo de Chaves (1523-1574).
Los fondos de los jesuitas.
El legado de Antonio de Ulloa (1716-1795).
Aquí, el que nos interesa es el de Antonio de Ulloa, por cuya mediación ingresaron
en la Biblioteca Universitaria los Principia y otros libros de Newton, cuyo impacto
científico en la Europa del siglo XVIII, a su vez, cambió la vida de Ulloa –para más
detalle sobre la conformación del fondo antiguo de matemáticas de la Universidad de
Sevilla véase Durán, 2010.
4. La forma de la Tierra.
Newton también dedujo en sus Principia, proposiciones XIX y XX del libro III,
que la Tierra debía estar achatada por los polos en una proporción de 229 a 230 –al ser
considerada como una masa uniformemente densa de fluido en rotación–.
Y aquí se produjo un choque de trenes intelectual, porque sobre la forma de la
Tierra, las teorías de Newton se enfrentaban a las de Descartes. Tal y como concluyó el
holandés Christiaan Huygens (1629-1695) siguiendo a Descartes, el éter que llenaba el
cosmos empujaría a los cuerpos en rotación a alargarse en el sentido del eje de rotación.
Y aunque este no era el único punto de fricción entre Descartes y Newton, ni, acaso, el
más fundamental, acabó orientando buena parte de la actividad científica continental
durante la cuarta y quinta décadas del siglo XVIII.
La gravitación newtoniana es una teoría científica mucho más elaborada y sólida
que los vórtices cartesianos pero, para buena parte de los filósofos naturales del
momento –Huygens, Leibniz, etc.– presentaba un terrible defecto; se basaba en la
gravedad, una fuerza ejercida a distancia entre los cuerpos que se parecía demasiado a
las simpatías animistas de Aristóteles e iba contra los principios mecanicistas tan
queridos de Descartes y sus seguidores. Se da la circunstancia de que a pesar de todo lo
que Newton había aprendido de Descartes, o quizá precisamente por eso, el inglés llegó
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a sentir repugnancia y un profundo odio intelectual por el científico y filósofo francés.
Así en una relectura que Newton hizo hacia 1680 de la Géométrie de Descartes, fue
llenando los márgenes del libro con comentarios tales como «Lo desapruebo», «error» y
«no es geometría»; acabó, de hecho, aludiendo a la geometría analítica como «el
lenguaje de los chapuceros en matemáticas». Incluso cuando en 1684 Newton redactaba
una de sus obras matemáticas, llegó a dejar en su manuscrito un hueco en blanco donde
debía de ir el nombre de Descartes, como si quisiera obligarse a olvidar lo mucho que
de él había aprendido: «Sobre estos asuntos reflexioné hace diecinueve años,
comparando entre sí los descubrimientos de y Hudde».
El enfrentamiento científico entre Newton y Descartes no fue ajeno a las cuestiones
nacionalistas. «Se creyó –escribió D'Alembert al respecto en la Enciclopédie– que
estaba en juego el honor de la nación dejando tomar a la Tierra una figura extraña
imaginada por un inglés y un holandés». Ni tampoco a la influencia que la
determinación de una u otra forma de la Tierra tendría sobre cuestiones prácticas de
navegación –en unas décadas en que tanto Francia como Gran Bretaña competían por la
supremacía naval–.
Casi a la vez que Newton decidía preparar la tercera edición de los Principia, las
hostilidades por la forma de la Tierra se volvieron a abrir cuando el astrónomo Jacques
Cassini (1677-1756) publicó su libro De la grandeur et figure de la Terre, donde incluía
sus medidas de un arco de meridiano entre Dunkerque y Perpiñán, y defendía la
elongación polar de la Tierra. Y Jacques Cassini no era un cualquiera. De entrada era
hijo del gran astrónomo Gian Domenico Cassini, nacido en Italia, pero francés de
adopción tras ficharlo Luis XIV para la Académie des Sciences en 1669 y ponerlo al
frente del Observatorio de París cuando este se concluyó dos años después. Jacques
Cassini había nacido, de hecho, en el Observatorio de París, entró en la Académie con
tan sólo 17 años, y con 19 en la Royal Society de Londres, y sucedió a su padre en la
dirección del Observatorio tras su muerte en 1712.
Hacia el comienzo de la cuarta década del siglo XVIII, la Académie de Sciences de
París se propuso aclarar el asunto, para lo cual decidieron enviar dos expediciones
científicas para medir sendos arcos de meridiano. Uno en Laponia, en las proximidades
del polo norte, y otra cerca de Quito, en las proximidades del ecuador terrestre. En
realidad, la expresión «medir sendos arcos de meridiano», es algo imprecisa, pues se
trataba de hacer mediciones geodésicas y observaciones astronómicas que permitieran
después estimar la longitud del correspondiente arco de meridiano, uno cercano al
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centro de la esfera terrestre y otro al polo norte; el objetivo final era determinar por
extrapolación la longitud de un arco de meridiano asociado a un grado a nivel del mar
tanto en las proximidades del ecuador terrestre como en el polo norte.
La expedición a Laponia se inició en 1736; la dirigió Pierre de Maupertuis (1698-
1759), y contó entre sus expedicionarios con los jóvenes Pierre Charles Lemonnier
(1715-1799) y Alexis Clairaut (1713-1765), y el físico sueco Anders Celsius (1701-
1744). Maupertuis había completado su formación matemática en Basilea bajo la
dirección de Johann Bernoulli (1667-1748). Bernoulli era discípulo científico de
Leibniz y había tenido un papel muy activo durante la disputa entre Leibniz y Newton
por la prioridad en el descubrimiento del cálculo; un papel activo pero algo repugnante,
porque mientras azuzaba a Leibniz contra Newton o lo zahería él mismo directa aunque
anónimamente, enviaba empalagosos halagos a Newton ensalzando su grandeza
científica. Lo interesante del asunto es que Maupertuis acabó convenciéndose de que era
la gravitación de Newton la teoría correcta.
Así que la elección de Maupertuis por parte de la Académie fue una muestra de
juego limpio o de soberbia, pues eran mayoría los académicos que estaban convencidos
de que la solución final vendría a apoyar las tesis francesas.
A pesar de luchar contra plagas de molestos mosquitos en verano y contra un algo
más que molesto frío en invierno, Maupertuis culminó su misión en apenas un año, y
volvió de Laponia trayendo consigo la prueba que daba la razón a Newton frente a
Descartes en cuanto a la forma de la Tierra. Maupertuis también trajo consigo a un par
de exóticas jóvenes finlandesas, las hermanas Planström, con una de las cuales
Maupertuis tuvo un affaire antes de que ella se convirtiera al catolicismo e ingresara en
un convento –de todo lo cual hizo mofa Voltaire en su día, y Jaakko Nousiainen y Miika
Hyytiäinen una ópera contemporánea en los nuestros–.
5. La expedición al Virreinato del Perú.
Pero la expedición que aquí nos interesa más fue la que la Académie envió al actual
Ecuador, entonces parte del virreinato del Perú. La dirigía Louis Godin (1704-1760) y
contó entre sus expedicionarios con Pierre Bouguer (1698-1758) y Charles Marie La
Condamine (1701-1774).
Como entonces esa parte de Sudamérica pertenecía a la corona española, el rey
Felipe V tuvo que dar su permiso, y lo hizo bajo la condición de que la expedición
incluyera entre sus miembros a dos expedicionarios españoles: los jóvenes Jorge Juan y
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Santacilla (1713-1773) y Antonio de Ulloa y de la Torre-Guiralt (1716-1795),
pertenecientes a la Academia de Guardias Marinas de Cádiz que fueron ascendidos a
tenientes de navío para acercar, al menos en lo militar, sus currícula a los de los
distinguidos académicos franceses futuros compañeros de expedición –se da la
circunstancia de que inicialmente se eligió al sevillano de Écija Juan García del Postigo
y Prado, hijo del segundo marqués de Casa García del Postigo, para acompañar a Jorge
Juan, pero un retraso en el arribo a puerto de Juan García, que se hallaba navegando,
hizo que la elección recayera finalmente en Antonio de Ulloa–.
Los expedicionarios franceses iniciaron su andadura a mediados de 1735, más o
menos un año antes que la expedición de Laponia, pero demoraron su cometido en casi
una década. Claro que tardaron casi un año en llegar a Quito. Tras encontrarse con los
españoles en Cartagena de Indias, navegaron hasta Portobelo y cruzaron hasta Panamá
por la intrincadas selvas del istmo y navegando por el río Chagres. No mucho después
empezaron las discusiones entre los expedicionarios franceses sobre si se había de medir
un arco de meridiano, un arco ecuatorial o ambos –en vez de un arco de meridiano
como propuso la Académie–. Una vez decididos por lo primero, la discusión se trasladó
a si el arco de meridiano debían medirlo en la llanura litoral o en la cordillera. A pesar
de que lo segundo parecía más difícil, se optó por la cordillera, opción preferida de
Godin. Las desavenencias eran ya manifiestas, y al llegar a las costas ecuatorianas, la
expedición se dividió en dos grupos, la Condamine de un lado y Bouguer y Godin de
otro, que optaron por rutas distintas hasta Quito –ascensión harto difícil por la orografía,
las selvas y los altiplanos pedregosos que tuvieron que atravesar–.
Esas desavenencias se mantendrían durante toda la expedición y aún después. Junto
con la escasez de dinero –poco después de llegar La Condamine se tuvo que desplazar a
Lima para obtener fondos adicionales–, las dificultades técnicas provocadas por la
altitud, las condiciones naturales, o los conflictos con la Administración colonial, fueron
las causas que hicieron demorar tanto la expedición; esta pasó de ser tarea académica a
pura y dura aventura humana –o dicho de manera más cruda, tanto o más que la
precisión de las mediciones o la corrección de las observaciones llegaron a preocupar a
los expedicionarios las fiebres, las diarreas, los parásitos, las comidas exóticas, por así
decir, las serpientes y otros animales ponzoñosos, la violencia de las tormentas, la
pestilencia de las ciénagas, los precipicios, el calor tropical y el frío del páramo o el
hambre y la sed en los desiertos–.
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
La expedición ha pasado a la literatura científica popular como modelo de desastre,
tanto en lo científico como en lo humano; un poco injustamente, así la retrata Bill
Bryson usando su fina aunque demoledora ironía británica: «Si tuviésemos que elegir el
viaje científico menos cordial de todos los tiempos, no podríamos dar con uno peor que
la expedición a Perú de 1735 de la Real Academia de Ciencias Francesa» –no hay, por
cierto, mención alguna en el libro de Bryson a la participación española–. Quizá quepa
una valoración más positiva de la expedición si al asunto de esclarecer la forma de la
Tierra se unen otros aspectos científicos y políticos: «Desde el punto de vista del
conjunto de saberes relacionados con las ciencias del espacio y de la vida –escribió al
respecto Manuel Sellés–, se retomó el contacto con la naturaleza y los habitantes de un
mundo nuevo que, pese a haberse encontrado hacia más de dos siglos, todavía escondía
muchos de sus secretos. Y, desde el punto de vista político, los gobiernos rentabilizaban
su inversión con noticias sobre la disposición geográfica, económica y administrativa de
los territorios visitados». No hay que olvidar, por ejemplo, las noticias sobre el platino
que Antonio de Ulloa incluyó en su libro sobre la expedición, ni el impacto que las
noticias y relatos que escribieron varios de los expedicionarios tuvieron sobre
expediciones mejor tratadas por la historiografía, como las que realizó Alexander von
Humboldt (1769-1859) algunas décadas después. Tampoco que la expedición permitió
el reconocimiento de la penosa situación militar y administrativa que tanto Jorge Juan
como Ulloa describieron en sus informes secretos sobre las colonias que visitaron
durante la expedición, y que finalmente fueron en buena parte publicados por el inglés
David Barry en 1826 –coincidiendo con la independencia de las colonias
sudamericanas– bajo el título de Noticias secretas de América.
Nada más reencontrarse en Quito, las desavenencias volvieron a separar la
expedición en dos grupos para iniciar la triangulación de los aproximadamente 350
quilómetros del corredor andino que se proponían medir. En esta fase geodésica
emplearon tres años –de 1737 a 1739, más o menos– en unos trabajos que los tres mil
metros de altitud y la orografía convirtieron en muy arduos; fueron de un lado Godin, en
cuyo grupo se integró Jorge Juan, y de otro La Condamine y Bouguer, en cuyo grupo se
integró Antonio de Ulloa. Para entonces ya sabían que los expedicionarios a Laponia
hacía más de un año que habían concluido su labor, estableciendo la forma achatada por
los polos que las teorías de Newton habían anticipado.
Pero para 1740, una vez concluida la fase geodésica, ambos grupos de
expedicionarios empezaron a dudar de la precisión de sus observaciones. Así, Godin
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
decidió en abril de 1740 volver a rehacer sus mediciones. En el otro grupo, Bouguer
descubrió en 1741 también un error en las mediciones que había hecho con La
Condamine, lo que generó disputas y desacuerdos entre ambos sobre la manera de
solventar el error. Otra disputa más prosaica estalló cuando Jorge Juan y Antonio de
Ulloa volvieron a finales de 1743 después de una ausencia intermitente de casi tres
años, en que habían sido reclamados por el Virrey del Perú para atender diversos
asuntos relacionados con la defensa de la costa ante ataques de corsarios ingleses, y se
encontraron con que no había mención alguna a ellos ni al rey de España en unas
pirámides conmemorativas que La Condamine había mandado erigir.
Cabe explicar parte de los errores cometidos teniendo en cuenta las condiciones en
que se hicieron las observaciones y mediciones. Medidas relativamente simples –para el
cálculo preciso de la latitud de un lugar, por ejemplo– podían complicarse sobremanera
si se hacían con instrumentos poco apropiados, afectados además por la altura –nunca
antes se habían hecho mediciones de este tipo a más de 3000 metros de altitud– y las
condiciones atmosféricas y naturales del entorno, y careciendo de medios y datos
astronómicos necesarios. Y este fue el caso de la expedición al Perú.
Hacia 1743, la expedición se dio por concluida –después de tres años empleados en
las observaciones astronómicas para determinar el ángulo entre los extremos elegidos
del arco de meridiano–. Los datos de observación recopilados fueron muy abundantes y
correspondían a los dos arcos de meridiano de distinta extensión medidos. Sin embargo
esos datos no se pusieron en común y, por lo tanto, no se colaboró en su interpretación
ni explotación. En cierta forma eso, como veremos, acabó beneficiando a Jorge Juan y
Antonio de Ulloa.
El retorno a Europa de los expedicionarios fue un fiel reflejo de las desavenencias y
desacuerdos en que transcurrió la expedición. Godin aceptó una cátedra de matemáticas
en Lima y permaneció en Sudamérica hasta 1751; a su regreso se instaló en Cádiz
donde fue director de la Academia de Guardias Marinas. Bouguer regresó directamente
a Europa siguiendo una ruta similar a la de la ida, pero La Condamine lo hizo
descendiendo el río Amazonas. Después permaneció en la Guyana hasta embarcarse en
un barco holandés hasta Amsterdam; evitó los barcos franceses pues Francia estaba
implicada en la guerra de sucesión austriaca y consideró peligrosa la travesía dado que
la guerra también se había extendido a las colonias americanas. Algo que, como
veremos, acabaría afectando, aunque quizá para bien, a Antonio de Ulloa. La
Condamine llegó a Europa a finales de 1744.
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
En Europa, los desacuerdos entre Bouguer y La Condamine continuaron, porque
este último se encontró con que Bouguer ya había enviado a la Académie un relato de la
expedición firmado sólo por él. La Condamine se quejó a la Académie: «El señor
Bouguer se ha adueñado de todo el trabajo conjunto presentándolo en su nombre, por lo
que me es imposible a mí decir nada nuevo». Fue urgido a escribir su propia versión,
pero entonces el que se quejó fue Bouguer, alegando que La Condamine escribiría
conociendo su trabajo, mientras que él había escrito el suyo sin conocer el del otro. La
situación llegó a un clímax algo esperpéntico cuando La Condamine, a invitación de la
Académie leyó su trabajo en una sesión bajo la promesa de que aparecería en el mismo
volumen que el de Bouguer, mientras este no dejaba de interrumpirlo para retrasar la
publicación de La Condamine. Versiones reducidas de sus trabajos aparecieron en el
mismo volumen de la Académie. Ambos publicaron versiones ampliadas
posteriormente, Bouger en 1749 bajo el título La figure de la Terre, y La Condamine en
1751, bajo el título Journal du voyage fait par ordre du Roi a l’Equateur.
Pero para entonces Jorge Juan y Antonio de Ulloa se les habían adelantado. Con un
espíritu de colaboración más cordial, los españoles trabajaron juntos durante dos años y
dieron a la luz en 1748 una narración de la expedición en dos obras: Observaciones
astronómicas y phisicas hechas de orden de S. Mag. en los reynos del Perú (Juan) junto
con la Relación histórica del viage (Ulloa); ambas obras tuvieron una buena acogida en
la Europa del XVIII con traducciones al alemán, francés, inglés y holandés, la primera,
y al francés e inglés, la segunda.
La publicación de las obras fue, sin embargo, complicada y necesitaron de todo el
apoyo del marqués de la Ensenada (1707-1781). La Observaciones astronómicas
generaron, además, no pocos problemas con la Inquisición por la defensa que se hacía
de la teoría copernicana. De hecho, el inquisidor general Francisco Pérez de Prado
exigió que tras mencionar cualquier teoría que hiciese referencia al movimiento de la
Tierra se añadiese: «sistema dignamente condenado por la Iglesia», como por otra parte
había estipulado el Santo Oficio a principios del siglo XVII. El inquisidor contó con el
apoyo de Diego de Torres Villarroel (1694-1770), un fantoche que se hacía pasar por
científico y que, quizá por ello, llegó a ser catedrático de matemáticas en Salamanca.
Jorge Juan se mantuvo firme y amenazó con llevar el asunto fuera de nuestras fronteras:
«No obstante –escribió al marqués de la Ensenada–, si la España carece de jueces, la
Francia y la Inglaterra los tienen muy justificados e inteligentes en el particular; y así, si
VE me lo permite, yo despacharé con dos fines a las Academias de París y Londres: el
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
primero, para que se me dé la sentencia en pro o en contra, y se sepa si se me debe
tachar de impostor; y el segundo, para que teniendo razón, como me persuado, la tendrá
el autor [por Torres de Villarroel], se extienda la fama de su inteligencia por todo el
Orbe». Jorge Juan contó en su defensa con la colaboración del jesuita Andrés Marcos
Burriel (1719-1762), quien no se mordía la lengua a la hora de calificar al incalificable
Torres Villarroel: «Aunque he reído muchas veces con las chufleterías de este buen
astrólogo, creo que nunca he reído tanto como ahora –escribía sobre el informe de
Torres–, y a no acibarme el gusto algunas reflexiones amargas, aun hubiera reído mucho
más». Y añadía: «Porque, ¿quién no reirá de ver a Torres hacer el serio, quejarse de la
ignorancia de la Nación en materia de geometría y demás tratados matemáticos y, por
otro lado, ver que él mismo, siendo Maestro en Salamanca, y autor de tantos librejos, ni
entiende aún el abecé de la cuestión, ni sabe poco ni mucho lo que ha pasado sobre la
figura de la tierra, y que del libro de las Observaciones, de los instrumentos y, en una
palabra, de todo habla como el más idiota?».
Finalmente se obligó a Jorge Juan a incluir una frase todavía más repugnante al
referirse a los movimientos de la Tierra, y que recuerda el prefacio que Andreas
Osiander antepuso al De revolutionibus de Copérnico para hacer la obra más tragable a
los fanáticos de la Biblia, ya fueran protestantes o católicos: «pero aunque esta hipótesis
sea falsa». Tan ridículo compromiso no dejó de llamar la atención en Europa cuando el
libro fue traducido, y así, en la traducción francesa se insertaba la siguiente nota referida
a la susodicha frase: «El autor de esta obra no habla como matemático cuando supone
falsa la opinión de quienes afirman que la tierra gira sobre sí misma, sino como hombre
que escribe en España, es decir, en un país donde existe la Inquisición».
Que esto sucediera a mitad del siglo XVIII es cosa que tiene de suyo una indudable
vis cómica, si no fuera por el retraso científico que estas estúpidas intransigencias
religiosas acabarían instalando en España. Jorge Juan tomó venganza de la imposición
inquisitorial incluyendo en la segunda edición de las Observaciones una desesperada
llamada a la nación y su rey para que se modificara esta postura, que tituló "Estadio de
la astronomía en Europa y juicio de los fundamentos sobre que se erigieron los sistemas
del Mundo, para que sirva de guía al método en que debe recibirlos la Nación sin riesgo
de su opinión y de su religiosidad" –y que apareció publicada muerto ya Jorge Juan–; en
ella se puede leer: «¿Será decente con esto obligar a nuestra Nación a que, después de
explicar los Sistemas y la Filosofía Newtoniana, haya de añadir a cada fenómeno que
dependa del movimiento de la Tierra: pero no se crea éste, que es contra las Sagradas
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
Letras? ¿No será ultrajar éstas el pretender que se opongan a las más delicadas
demostraciones de Geometría y de Mecánica? ¿Podrá ningún Católico sabio entender
esto sin escandalizarse? Y cuando no hubiera en el Reyno luces suficientes para
comprehenderlo ¿dejaría de hacerse risible una Nación que tanta ceguedad mantiene?
No es posible que su Soberano, lleno de amor y de sabiduría, tal consienta: es preciso
que vuelva por el honor de sus Vasallos; y absolutamente necesario, que se puedan
explicar los Sistemas, sin la precisión de haberlos de refutar: pues no habiendo duda en
lo expuesto, tampoco debe haberla en permitir que la Ciencia se escriba sin semejantes
sujeciones». Y en el escrito con que presentaba dicho prólogo, dirigido al conde de
Campomanes, le decía: «El sistema copernicano que espanta a los ignorantes hoy en día
está ya probado, y para habernos de sujetar a negar groseramente lo que se demuestra,
más valiera no escribir».
En el tomo segundo de su Relación histórica, Ulloa hizo una descripción sucinta de
un nuevo metal al que llamó platina por su parecido con la plata, metal que hoy
conocemos como platino. Desafortunadamente Ulloa no siguió con sus investigaciones
y así perdió la paternidad del descubrimiento que quedó más ligado a los nombres de los
ingleses William Watson o William Brownrigg –que publicaron una descripción
completa del metal, al que llamaron platina del Pinto, unos años después de Ulloa en la
revista de la Royal Society–, o del sueco Theophil Scheffer –que publicó en 1752 una
memoria sobre el metal que él llamo oro blanco–.
6. Jorge Juan, Antonio de Ulloa y las matemáticas.
Tanto Jorge Juan como Antonio de Ulloa provenían de la Academia de Guardias
Marinas de Cádiz, y, en cierta forma, representan la inexorable decadencia científica
que vivió Sevilla a lo largo del siglo XVII que culminó con el traslado de la Casa de
Contratación a Cádiz a finales de ese siglo. Coincidiendo con este traslado del
monopolio del tráfico con las Indias a Cádiz, la bahía vino a sustituir a Sevilla como
principal aglutinante de la actividad científica en el sur de España. El papel que en su
día jugó la Casa de Contratación pasó entonces a la Academia de Guardias Marinas de
Cádiz, creada en 1717, y al Observatorio Astronómico en la Isla de León (actual San
Fernando), organizado precisamente por Jorge Juan a mediados del siglo XVIII –de
hecho, el primer responsable de la Academia fue Francisco Antonio de Orbe, antes
piloto mayor de la Casa de Contratación, y, a partir de 1722, el puesto de profesor de
matemáticas recayó en Pedro Cedillo, proveniente del colegio De San Telmo de
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
Sevilla–. Los tesoros bibliográficos que generó el esplendor científico sevillano, y que
acabaron en los estantes de la Biblioteca Universitaria, empezaron entonces a generarse
en Cádiz y acabaron atesorándose en la Biblioteca del Observatorio –especialmente
enriquecida con los fondos que el sevillano José de Mendoza y Ríos compró por toda
Europa a finales del siglo XVIII–. La creación de la Academia de Guardias Marinas
alivió la situación de los segundones de las familias acomodadas; en opinión de Aguilar
Piñal: «Al tenerse noticia en Sevilla de la creación de la Academia de Cádiz, los padres
acomodados de familia numerosa vieron el cielo abierto. Los hijos segundones,
privados del mayorazgo, ya no necesitarían seguir la carrera eclesiástica para asegurarse
el sustento». Ese fue el caso de Antonio de Ulloa.
En varios momentos de este escrito hemos tocado, casi sin querer, lo que se ha dado
en llamar la polémica sobre la ciencia española, esto es, las causas del retraso científico
español frente a los países de nuestro entorno europeo, iniciado en el siglo XVII y que
alcanza hasta nuestros días –aunque con notables progresos en los últimos 40 años–.
Ese retraso ya era notable en el primer tercio del siglo XVIII, cuando tuvo lugar la
expedición al Perú; así, en 1745, en una de sus cartas eruditas, el benedictino Feijoo –
precursor de la ya mencionada polémica sobre la ciencia española, o continuador, si se
prefiere, del discurso de los novatores– apuntó algunas razones de «los cortos y lentos
progresos que en nuestra España logran la física y la matemática», entre las que
destacaba «el corto alcance de algunos de nuestros profesores [...] que piensan que no
hay más que saber que aquello poco que saben», «la preocupación que reina en España
contra toda novedad, que basta en las doctrinas el título de nuevas para reprobarlas»,
«un celo, pío sí, pero indiscreto y mal fundado; un vano temor de que las doctrinas
nuevas en materia de filosofía traigan algún perjuicio a la religión», y, cómo no, «la
envidia [...] que sería una gran cosa la nueva filosofía si hubiera nacido en España, y es
sólo abominable porque la consideran de origen francés». Nada hay mejor que leer la
autobiografía del doctor don Diego de Torres Villarroel –a quien ya tuvimos ocasión de
mencionar algo más arriba–, catedrático de matemáticas en la Universidad de
Salamanca desde 1726 hasta 1770, para apreciar lo atinado del análisis de Feijoo.
En Sevilla mismo, se era consciente de las consecuencias que para la navegación
tenía este retraso del país en cuanto al conocimiento y enseñanza de las matemáticas se
refiere: «Sería hacer agravio a la penetración del Consejo, persuadir la importancia y
utilidad de la Cátedra de Matemáticas en un pueblo del tamaño de Sevilla, que es uno de
los primeros Puertos del Comercio de las Indias, donde ha habido construcción de Naos
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
desde su descubrimiento, y establecimiento de una Escuela de Pilotos por el Señor
Carlos V en el Alcázar Viejo»; así clamaba don Francisco de Bruna, oidor de la
Audiencia de Sevilla, en una memoria que a solicitud del Real Consejo de Castilla
redactó a principios de 1781 sobre la conveniencia de crear estudios superiores de
matemáticas en Sevilla. Y Bruna se quedaba corto: de escándalo más que de agravio
habría que tildar las repercusiones de toda índole –económicas sobre todo– que el
retraso científico y matemático estaba causando a la potencia naval española. Mientras
el Almirantazgo inglés ayudaba a sus barcos a localizar su posición en el mar mediante
las tablas lunares elaboradas por Tobias Mayer basándose en las leyes planetarias de
Newton y en los cálculos del matemático suizo Leonard Euler (1753), aquí se clamaba
por crear una cátedra de matemáticas donde enseñar aunque sólo fueran los rudimentos
matemáticos mínimos tan necesarios en la Náutica y la Navegación. Todo lo cual no era
sino señal de que los tiempos cambiaban en la navegación, que pasaba de arte a ciencia,
mientras el análisis infinitesimal empezaba a ocupar en los temas relacionados con ella
el papel que antaño tuvo la geometría. Y de dramática cabría de calificar la situación en
España si tenemos en cuenta que durante el siglo XVI «Europa aprendió a navegar en
libros españoles» –por usar el título del estudio de Julio Guillén Tato–.
Sorprende, no obstante, la vehemencia de Bruna defendiendo la enseñanza de las
matemáticas en Sevilla, cuando llevaba años dificultando la puesta en marcha del plan
de reforma que el ilustrado Pablo de Olavide –amigo de Martín de Ulloa, hermano de
Antonio– había redactado para la Universidad de Sevilla –el primero para una
universidad española–. Este Plan de Reforma pareció triunfar cuando el último día de
1771 el Claustro decidía el traslado de la Universidad de Sevilla a la Casa Profesa de los
jesuitas –que acababa de ser expropiada–. Aunque esto fue sólo un espejismo, porque el
Plan de Reforma de Olavide nunca se llevó a la práctica, por los desvelos de antiguos
colegiales como Bruna y, sobre todo, por falta de recursos económicos: fue toda una
premonición que esa misma última noche de 1771 el Plan de Reforma fuera denunciado
a la Inquisición. Olavide fue finalmente juzgado, condenado y encarcelado por la
Inquisición.
El propio Olavide hizo en su Plan de Reforma una mención implícita a la
expedición al Perú: «Por nuestra desgracia no ha entrado todavía a las Universidades de
España ni un rayo de esta luz. Y mientras las naciones cultas ocupadas en las Ciencias
prácticas determinan la figura del mundo o descubren en el Cielo nuevos luminares para
asegurar la navegación, nosotros consumimos nuestro tiempo en vocear las quididades
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
del ente, o el principio quod de la generación del Verbo». Así las cosas, no es extraño
que Domínguez Ortiz se refiriera a la carencia de estudios universitarios de Antonio de
Ulloa afirmando: «Se libró de la enseñanza universitaria». Y no es que en el poco
tiempo que estuvo en la Academia de Guardias Marinas antes de embarcarse para la
expedición recibiera, ni él ni Jorge Juan, una enseñanza matemática mucho más puntera.
En la Academia se usaban textos de Thomas Vicente Tosca (1651-1727) y Jacobo Kresa
(1645-1715). En opinión de Cuesta Dutari, Tosca es uno de los «tres matemáticos
españoles contemporáneos a la invención del análisis infinitesimal que no se enteran –
de su invención–» –siendo los otros Hugo de Omerique y Juan Bautista Corachán–;
Cuesta Dutari estudió en detalle los 9 volúmenes del Compendio Matemético de Tosca –
en su segunda edición, impresa en 1727, año de la muerte del autor y de Newton–, obra
habitual en la formación de marinos, ingenieros militares y arquitectos civiles y
militares. «Es indudable que quien supiera los 9 tomos (y quizá algunos menos) del
Compendio de Tosca –escribe Cuesta–, sabría bastantes matemáticas, y podría estudiar
por su cuenta los libros de texto donde se desarrollaba el cálculo infinitesimal y la
geometría algebraica de Descartes. Pero nada de esta matemática podría aprenderla en
el Compendio del P. Vicente Tosca. Cita muchos autores: pero ni Leibnitz, ni Newton,
ni los Bernoulli, aparecen en el Compendio, y eso que para Newton habría ocasiones,
pues las hay en la astronomía al tratar el movimiento del Sol, de la Luna y de los
Planetas. Descartes aparece 3 veces, pero no como geómetra. A Galileo lo cita con
cierta frecuencia; Torricelli aparece varias veces. También aparecen Kepler, y
Copérnico».
Tanto Jorge Juan como Antonio de Ulloa obtuvieron de los franceses durante los
nueve años que duró la expedición una sólida formación científica imposible de
conseguir en España por esos tiempos. De hecho, Jorge Juan fue uno de los científicos
que introdujo el cálculo infinitesimal en España. Algún reflejo del cálculo hay ya en sus
Observaciones astronomicas y physicas, como cuando explica el método seguido para
calcular la longitud de un cuadrante de meridiano elíptico. Para este cálculo usa dos
series infinitas, junto con la fórmula integral para la rectificación de curvas planas.
Antes de este cálculo ya había usado razonamientos infinitesimales sobre el radio de
curvatura para deducir la razón entre los semiejes de la elipse que forma el meridiano
terrestre en función de las longitudes de arcos de un minuto; su fórmula es exacta y
mejora la aproximada que había utilizado Maupertuis. Todo esto fue suficiente para que
Juan Vernet, siguiendo a Patricio Peñalver, asegurara que fue el primer español en
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
utilizar seriamente el cálculo infinitesimal. Pero, sobre todo, el cálculo está presente en
su Examen marítimo theórico práctico, publicado en 1771 un par de años antes de
morir. Es un riguroso tratado de mecánica aplicada a la navegación, donde el cálculo
infinitesimal es usado profusamente y con gran conocimiento. El libro de Jorge Juan iba
a la estela de los publicados en 1746 por Bouguer, compañero de expedición al Perú
donde precisamente empezó a escribir su libro Traité du navire, de sa construction et de
ses mouvemens, considerado la pieza fundacional de la moderna arquitectura naval, y en
1749 por el gran matemático suizo Leonhard Euler. Su mayor experiencia marinera, le
permitió a Jorge Juan corregir algunos errores en leyes que se venían usando hasta
entonces. Del libro se hicieron ediciones inglesas –la primera publicada en Londres en
1774–, y sería traducido al francés por Pierre Leveque pocos años después; Leveque
dijo de la obra: «ninguna de las teorías presentadas hasta aquí ha proporcionado
resultados tan conformes con la experiencia». A lo que hay que añadir los elogios del
astrónomo Lalande: «El Examen marítimo contiene la mejor teoría de la resistencia de
los fluidos, de la construcción y de la maniobra de los navíos; es uno de los mejores
libros de mecánica aplicada a la marina; y no sería exagerado recomendar su uso a los
que son amantes de la ciencia».
Jorge Juan seguiría ligado a la Academia de Guardias Marinas, organizando como
ya se dijo antes la creación de un Observatorio Astronómico y ampliando
considerablemente la Biblioteca de la Academia.
Mientras que Ulloa tuvo una vida más nómada, recorriendo medio mundo, ya fuera
comisionado por el marqués de la Ensenada en la búsqueda de adelantos técnicos y
científicos –visitó Francia, Suiza, Holanda, Alemania, Rusia y los países bálticos–, ya
fuera como gobernador –lo fue en Perú y la Luisiana–, o como capitán de navío –
participó en la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos, aunque la aventura
acabó mal, costándole un consejo de guerra del que, aunque salió absuelto, nunca se
recuperó–. No se prodigó, sin embargo, en asuntos científicos relacionados con las
matemáticas, si exceptuamos la observación del eclipse solar de 1778 desde el mar
cuando realizaba la travesía de Islas Terceras a Cádiz a bordo del navío España, noticias
del cual envió a la Royal Society de Londres y la Académie de Sciences de París, y de
las que publicó una memoria más extensa en 1779. Fue una observación de gran éxito
debido a la pericia de Ulloa, a encontrarse este en la zona de totalidad del fenómeno, y a
la gran duración de este.
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
Jorge Juan y Antonio de Ulloa propusieron –y también Louis Godin–, sin éxito, la
creación de una Academia de Ciencias al estilo de las que ya llevaban casi un siglo
funcionando en Francia e Inglaterra, de la cuales fueron miembros y cuyas ventajas para
el desarrollo científico de sus respectivos países tan bien llegaron a conocer.
5. Y para acabar... el mismo libro con el que empezamos.
El fondo antiguo de la Biblioteca Universitaria entonaría, sin embargo, un último
canto de cisne científico con la llegada del legado de Antonio de Ulloa. En ese legado
venían varios ejemplares de los Principia y otras obras de Newton. Y no ejemplares
cualesquiera, pues así acabó llegando a la Universidad de Sevilla el ejemplar de la
tercera edición de los Principia que Martin Folkes había regalado a Antonio de Ulloa, y
con el que comenzábamos este artículo.
Tanto Antonio de Ulloa como Jorge Juan iniciaron en enero de 1745 su regreso a
España de la expedición al Perú en una flotilla de cuatro barcos franceses que partió de
Chile. Pronto, sin embargo, el barco Lis, donde navegaba Juan, sufrió una vía de agua y
tuvo que regresar a puerto. Los demás no iban en mejores condiciones y sufrieron
grandes calamidades en su travesía por el cabo de Hornos. Hicieron reparaciones de
urgencia en las islas de Fernando de Noronha, donde la remozada guarnición portuguesa
estuvo a punto de echarlos a pique al entrar la flotilla con bandera inglesa. Prosiguieron
viaje en junio, pero tuvieron un encuentro con corsarios ingleses y las naves fueron
apresadas, a excepción de la Deliberanza, donde viaja Antonio de Ulloa, que logró huir
y puso rumbo a Terranova. Pero cuando llegaron a la desembocadura del río San
Lorenzo, y tocaban ya la seguridad de entrar en territorio bajo dominación francesa,
fueron asaltados por un navío inglés, el Sunderland. Ulloa se vio obligado entonces a
destruir algunos de los documentos de la expedición al Perú, aunque conservó los que
hacían referencia a las mediciones del arco de meridiano, observaciones astronómicas y
noticias históricas. Estos fueron remitidos al comandante de la escuadra, y puestos a
disposición del gobernador de Louisbourg, puerto americano que los ingleses acababan
de arrebatar a los franceses y al que arribaron después de su apresamiento.
En noviembre de 1745, Ulloa embarcó en el Suderland que, formando parte de una
flota de 60 navíos, lo llevó a Inglaterra donde desembarcó el 29 de diciembre. En
Inglaterra las cosas empezaron a mejorar. La prisión que había sufrido desde que fue
apresado se atenuó, y el Almirantazgo accedió a devolverle sus documentos. Ulloa viajó
a Londres, y su estancia se alargó pues no fue tarea fácil recuperar sus papeles de entre
Antonio Durán Guardeño: Antonio de Ulloa, las matemáticas y otros asuntos relacionados.
todos los que habían sido incautados en Louisbourg. A través del Ministro de Estado, el
conde de Harrington que había sido embajador en Madrid, Ulloa conoció a Martin
Folkes. Folkes era Presidente de la Royal Society –desde 1741– y dio un trato exquisito
a Ulloa, quien describió con su prolija literatura los afectos y favores recibidos: «En
cuyo carácter se notan relucir en sumo grado todas las prendas naturales que hacen
recomendables en el trato las Personas; de una condición generosa, y amable; de una
afabilidad, y franqueza nada artificiosa; y de un genio obsequioso, y penetrante
capacidad, me había cortejado en cuanto podía, desde que llegué a Londres, y fue lo
menos que experimenté de su agrado, y político proceder los ofrecimientos; pues
adelantándose a ellos las obras, ni aun daba lugar a que mediase tiempo de unos favores
a otros».
Folkes le ayudó a recuperar sus documentos, un extracto de los cuales fue
presentado a la Royal Society y le valió a Ulloa ser aceptado como miembro de la
sociedad científica a propuesta del propio Folkes y cinco miembros más, fechada el 15
de mayo de 1746 y hecha efectiva el 11 de diciembre de ese mismo año.
En julio de 1746, tras once años y dos meses, Ulloa regresó a España, trayendo
consigo como prueba de amistad del presidente de la Royal Society un ejemplar de la
tercera edición de los Principia de Newton. Y no se me ocurre mejor manera de cerrar
este texto que con la dedicatoria que Martin Folkes escribió en ese libro para Antonio de
Ulloa: «Viro doctrina simul et moribus spectabili Dº Antonio de Ulloa, Hispalensi,
auspicatum in patriam reditum omniaque dein felicia ex animo precatur. Martinus
Folkes, Regalis Societatis Londini Praeses, et Regia Scientiarum Academiae Parisiensis
Socies. 3º Eid. May Anno salutis reparatae M.DCC.XLVI»
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