Biografias De
Grandes
Cristianos
Semblanza de D. L. Moody, tal vez el mayor evangelista
de Estados Unidos.
Corazón de evangelista
«Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino
amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con
mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios
les conceda que se arrepientan para conocer la verdad...» (2ª
Timoteo 2:24-25).
Las palabras de los anteriores versos describen bien el
ministerio de D. L. Moody (como comúnmente se escribe su
nombre). Moody fue un evangelista usado por Dios para
ganar almas para su reino. Su mansa y suave disposición le
permitió convencer a decenas de miles de personas que «se
arrepientan para conocer la verdad» (2ª Ti. 2:25).
Dwight Moody, escogido por Dios para estar en medio del
avivamiento de 1859-60 en los EE.UU., fue una vasija
preparada para el uso del Maestro. Se dice que ganó a un
millón de almas en los llamados evangelísticos de sus
campañas por todas partes del mundo. Estableció tres
instituciones de entrenamiento de ministros y para otros
obreros cristianos. Hoy en día miles de libros ingleses llevan
el sello de ‗Moody Press‘, otro recuerdo de su influencia. El
apellido Moody es muy conocido por la mayoría de los
cristianos de habla inglesa. ¿Por qué? La respuesta está llena
de desafío e inspiración para todos nosotros los que
anhelamos ser siervos del Rey.
R. A. Torrey, sucesor de Moody como presidente del Moody
Bible Institute, dio la respuesta a esta pregunta en un
servicio memorial en 1923, veintitrés años después de la
muerte del Sr. Moody. El título del discurso fue «Las
razones por las que usó Dios a Dwight Moody». Destacó 7
puntos sobresalientes de las características más importantes
de la vida de Moody. Pocos conocían a Moody tan
íntimamente como Torrey le conoció.
A continuación transcribimos el sermón de Torrey,
levemente editado:
1. Un hombre plenamente rendido
La primera cosa que explica porqué Dios usó a D. L. Moody
tan poderosamente es que fue un hombre plenamente
rendido. Cada gramo de sus ciento veintisiete kilos
pertenecía a Dios. Cuanto era y cuanto poseía pertenecía
totalmente a Dios. No pretendo insinuar que el señor Moody
fuera perfecto; no lo era. Si lo intentara, supongo que podría
señalar algunos defectos en su carácter. Por mi cercanía con
él, pienso que conocí cuantos defectos había en su carácter
mejor que nadie. Sin embargo, sé que pertenecía
enteramente a Dios.
El primer mes que estuve en Chicago, tuvimos una charla
acerca de algunas cosas acerca de las cuales diferíamos
bastante, y el señor Moody me habló con suma bondad y
franqueza diciendo en defensa de su punto de vista: «Torrey,
si creyera que Dios quiere que salte fuera de esa ventana, lo
haría». Y lo hubiera hecho. Si él pensaba que Dios le
demandaba hacer cualquier cosa, la hacía. Pertenecía
totalmente, sin reservas, sin condiciones, enteramente a
Dios.
Enrique Varley, un amigo muy íntimo del señor Moody en
los primeros años de su ministerio, solía relatar cómo una
vez le había dicho al señor Moody: «Hay que ver lo que
Dios hará con un hombre que se rinde plenamente a él».
Cuando Varley dijo eso, el señor Moody le dijo: «Bueno yo
seré ese hombre». Y por lo que a mí toca, no pienso que
«hay que ver» lo que Dios hará con un hombre entregado
por completo a él, pues ya ha sido visto en D. L. Moody. Si
usted y yo habremos de ser usados en nuestra esfera como
D. L. Moody lo fue en la suya, debemos poner cuanto
tenemos y cuanto somos en las manos de Dios para que nos
use como él quiere, nos envíe donde él quiere, y haga con
nosotros lo que él quiere, cumpliendo por nuestra parte con
todo aquello que Dios nos ordena. Hay miles y decenas de
miles de hombres y mujeres en el trabajo cristiano, hombres
y mujeres brillantes, altamente dotados, quienes hacen
grandes sacrificios, quienes han puesto todo pecado
consciente fuera de sus vidas. Sin embargo, se han detenido
frente a las demandas de una rendición total a Dios, no
alcanzando, por ende, la plenitud del poder. Pero el señor
Moody no se detuvo frente a la entrega absoluta a Dios; fue
un hombre plenamente rendido, y si usted y yo habremos de
ser usados, usted y yo debemos ser hombres y mujeres
plenamente rendidos.
2. Un hombre de oración
El segundo secreto del gran poder demostrado en la vida del
señor Moody era que fue en el sentido más profundo y cabal
un hombre de oración. A veces me dicen: «¿Sabe? Viajé
muchos kilómetros para ver y oír a D. L. Moody y
ciertamente era un predicador maravilloso». Sí, D. L.
Moody ciertamente era un predicador maravilloso; el más
maravilloso que yo haya oído, y era un gran privilegio oírle
predicar como solamente él podía hacerlo; pero a causa de
mi conocimiento íntimo de él, deseo testificar que fue
mucho más un orante que un predicador. Vez tras vez se
enfrentó con obstáculos aparentemente insuperables, pero
siempre halló el camino para resolver cualquier problema.
Él sabía y creía en lo más profundo de su alma que «nada es
difícil para el Señor», y que la oración puede hacer cualquier
cosa que Dios quiere hacer.
El señor Moody solía escribirme cuando estaba por
emprender un trabajo nuevo, diciéndome: «Empezaré a
trabajar en tal y tal lugar en tal y tal fecha; desearía que
reúnas a los estudiantes para un día de ayuno y oración»; y a
menudo he tomado esas cartas y las he leído a los
estudiantes en el salón de conferencias diciendo: «El señor
Moody quiere que tengamos un día de ayuno y oración,
primeramente por la bendición de Dios sobre nuestras
propias almas y trabajo, y luego por la bendición de Dios
sobre él y su trabajo». Con frecuencia nos reuníamos en el
mencionado salón hasta altas horas de la noche; a veces
hasta la una, las dos, las tres, las cuatro o aún las cinco de la
madrugada, clamando a Dios, sólo porque el señor Moody
nos instaba a esperar en Dios hasta recibir Su bendición.
¡Cuántos hombres y mujeres he conocido cuyas vidas y
caracteres han sido transformados por esas noches de
oración, y quienes han realizado cosas poderosas en muchos
países gracias a esas noches de oración!
Una vez el señor Moody vino a mi casa en Northfield y me
dijo: «Torrey, quiero que demos una vuelta juntos». Me metí
en su carruaje y nos dirigimos hacia Lover‘s Lane (El Paseo
de los Enamorados), conversando acerca de algunas graves e
inesperadas dificultades que habían aparecido referentes al
trabajo en Northfield y Chicago y conectadas con otro
trabajo muy apreciado por él. Cuando viajábamos, unos
nubarrones precursores de tormenta cubrieron el cielo y
repentinamente, mientras estábamos hablando, comenzó a
llover. Él condujo el vehículo hacia un cobertizo cerca de la
entrada a Lover‘s Lane para proteger el caballo. Luego, puso
las riendas sobre el guardabarros y dijo: «Torrey, ore»;
enseguida oré lo mejor que pude mientras que en su corazón
se unía a mí en oración. Y cuando quedé callado, él
comenzó a orar. ¡Cómo quisiera que ustedes hubieran
escuchado esa oración! Nunca la olvidaré, tan simple, tan
llena de fe, tan precisa, tan directa y tan poderosa. Cuando la
tormenta cesó, volvimos a la ciudad, y los obstáculos habían
sido allanados; el trabajo en las escuelas y otro trabajo que
corrían peligro siguieron mejor que nunca y han continuado
hasta el presente. Mientras volvíamos, el señor Moody me
dijo: «Torrey, dejemos que los demás hablen y critiquen;
nosotros perseveraremos en el trabajo que Dios nos ha
encomendado, dejando que él se encargue de las dificultades
y conteste las críticas».
Sí, D. L. Moody creía en el Dios que contesta la oración, y
no solamente creía en él en manera teórica sino también en
manera práctica. Enfrentó cada dificultad en su camino con
la oración. Todo lo que emprendió fue respaldado por la
oración, y en todo dependía de Dios.
3. Un estudiante profundo y práctico de la Biblia
La tercera razón de porqué Dios usó a D. L. Moody, es que
fue un estudiante profundo y práctico de la Palabra de Dios.
Hoy en día se dice a menudo que D. L. Moody no era
estudiante. Deseo decir que era estudiante; en gran manera
era un estudiante. No era un estudiante de psicología;
tampoco de antropología, estoy bien seguro de que él no
sabría ni el significado de esa palabra; no era un estudiante
de biología ni de filosofía, ni aún era estudiante de teología
en el sentido técnico; pero era un estudiante: un estudiante
profundo y práctico del único Libro que merece ser
estudiado más que todos los otros libros en el mundo: la
Biblia. Cada día de su vida, y tengo razones para afirmarlo,
se levantaba bien temprano para estudiar la Palabra de Dios,
hasta el ocaso de su vida. El señor Moody acostumbraba a
levantarse a eso de las cuatro de la madrugada para estudiar
la Biblia. Él me decía: «Para lograr estudiar siquiera algo,
tengo que levantarme antes que los demás»; y se encerraba
en una habitación apartada de su casa a solas con su Dios y
su Biblia.
Nunca olvidaré la primera noche que pasé en su hogar. Me
había ofrecido tomar la superintendencia del Instituto
Bíblico y ya había comenzado mi trabajo; yo estaba en
camino hacia una ciudad del este para presidir en la
Convención Internacional de los Obreros Cristianos. Me
escribió diciendo: «Tan pronto como termine la Convención,
venga a Northfield». Se enteró aproximadamente cuándo yo
llegaba, y condujo su carruaje a South Vernon para
esperarme. Esa noche reunió a todos los maestros de la
Escuela de Monte Hermón y del Seminario de Northfield en
su casa para verme y para intercambiar ideas respecto a los
problemas de ambas escuelas. Hablamos hasta altas horas de
la noche y luego, idos ya los directores y los maestros de las
escuelas, el señor Moody y yo conversamos un rato más
acerca de los problemas. Era muy tarde cuando me acosté
esa noche, pero cerca de las cinco de la mañana oí un
golpecito en mi puerta. Después oí decir al señor Moody en
voz baja: «Torrey, ¿estás levantado?». Casualmente ya
estaba en pie; no es mi costumbre levantarme a esa hora,
pero ya estaba levantado en esa mañana particular. Me dijo:
«Quiero que vengas a un lugar conmigo», y fui con él.
Luego me di cuenta de que él ya había estado una o dos
horas en su cuarto estudiando la Palabra de Dios.
Oh, usted puede hablar y hablar sobre el poder; pero si deja
de lado el único Libro que Dios le ha dado como
instrumento a través del cual él imparte y ejercita Su poder,
no lo tendrá. Puede leer muchos libros, asistir a muchas
convenciones e ir a reuniones de oración para orar toda la
noche por el poder del Espíritu Santo; pero a menos que
persevere en una conexión constante y estrecha con el único
Libro, la Biblia, usted no tendrá poder. Y si alguna vez lo
consiguiera, no lo mantendrá sin un estudio diario, serio e
intensivo de ese Libro. Noventa y nueve cristianos de cada
cien están meramente jugando al estudio Bíblico y por lo
tanto, noventa y nueve cristianos de cada cien son
meramente debiluchos cuando debieran ser gigantes tanto en
su vida cristiana como en su ministerio.
El señor Moody atrajo inmensas multitudes debido en gran
parte a su conocimiento completo de la Biblia y su
conocimiento práctico de la Biblia. Y ¿por qué ansiaban
tanto oírle? Porque sabían que si bien no era perito en
muchas de las corrientes filosóficas, creencias y novedades
en boga, conocía muy bien el único Libro que este viejo
mundo anhela conocer: la Biblia.
Oh, hermanos, si desean lograr un auditorio y hacerle algo
de bien a ese auditorio una vez logrado, estudien, estudien,
ESTUDIEN el único Libro, y prediquen, prediquen,
PREDIQUEN el único Libro, y enseñen, enseñen,
ENSEÑEN el único Libro, la Biblia, el único Libro que
contiene la Palabra de Dios, el único Libro que tiene poder
para reunir, mantener la atención y bendecir a las multitudes
durante cualquier período de tiempo, por largo que sea.
4. Un hombre humilde
La cuarta razón de porqué Dios usó a D. L. Moody
constantemente, a través de tantos años, es porque era un
hombre humilde. Pienso que D. L. Moody fue el hombre
más humilde que conocí en toda mi vida. Al señor Moody le
gustaba citar las palabras de alguien: «La fe consigue más;
el amor trabaja más; pero la humildad conserva más». El
mismo poseía la humildad que conservaba cuanto conseguía.
Como ya he dicho, fue el hombre más humilde que conocí, o
sea, el hombre más humilde considerando las cosas grandes
realizadas por él y los elogios que se le tributaron. ¡Cómo le
gustaba ponerse en el último término y ubicar a otros en el
primer plano! ¡Cuán a menudo se ponía de pie sobre la
plataforma con algunos de nosotros, insignificantes
compañeros, sentados detrás de él y cuando hablaba nos
mencionaba así: «¡Hay hombres mejores que vienen detrás
de mí!». Al decirlo señalaba hacia atrás de su hombro con su
dedo pulgar a los «insignificantes compañeros». No
entiendo cómo podía creerlo, pero realmente creía que los
otros eran de veras mejores que él. No simulaba ser humilde.
En lo íntimo de su corazón constantemente se subestimaba a
sí mismo y sobrestimaba a los demás. Sinceramente creía
que Dios iba a usar a otros con mayor intensidad que a él.
Al señor Moody le agradaba quedarse en el último plano. En
las convenciones de Northfield, o en cualquier otro lugar,
empujaba a otros hacia el frente y, si podía, les hacía
predicar todo el tiempo: McGregor, Campbell Morgan,
Andrew Murray, y los demás. La única manera de hacerle
tomar parte en el programa era ponerse en pie en la
convención y hacer moción que escucháramos a D. L.
Moody en la siguiente reunión. Siempre quería pasar
inadvertido.
¡Oh, cuántos hombres han prometido mucho y Dios los ha
usado, y luego han pensado que eran una gran cosa y Dios
se vio obligado a echarlos a un lado! Creo que los obreros
más prometedores se han estrellado contra las rocas más por
su propia estima y autosuficiencia que por cualquier otra
causa. En estos últimos cuarenta años o más puedo recordar
de muchos hombres que hoy están en la ruina y la miseria,
hombres que en un tiempo se pensaba que iban a llegar a ser
algo grande. Pero han desaparecido por completo de la
escena pública. ¿Por qué? Porque se sobrestimaban.
¡Cuántos hombres y mujeres han sido dejados a un lado
porque comenzaron a pensar que eran importantes y Dios
tuvo que ponerlos aparte!
Dios usó a D. L. Moody, a mi entender, en mayor grado que
a cualquier otro en su día; pero eso no le hacía mella, nunca
se envaneció. En una oportunidad, hablándome de un gran
predicador de Nueva York, ya muerto, el señor Moody dijo:
«Una vez cometió un error muy grave, el más grave que yo
hubiera esperado de un hombre tan sensato como él. Se me
acercó al final de un breve mensaje que había dado y me
dijo: ‗Joven, has presentado una gran conferencia esta
noche‘». Luego el señor Moody continuó: «¡Qué necedad lo
que ha dicho! Casi me envaneció». Pero, gracias a Dios no
se envaneció y cuando casi todos los pastores de Inglaterra,
Escocia, e Irlanda y muchos de los obispos ingleses estaban
listos para seguir a D. L. Moody donde quiera él los guiase,
aún entonces nunca lo envaneció ni un poquito. Se postraba
sobre su rostro delante de Dios, pues sabía que era humano y
le pedía que lo vaciara de toda autosuficiencia. Y Dios lo
hacía.
¡Oh hombres y mujeres, especialmente hombres y mujeres
jóvenes! Quizá Dios está comenzando a usarles;
probablemente la gente ya dice de usted: ‗¡Qué hermoso don
que tiene como maestro bíblico! ¡Qué poder tiene como
predicador para ser tan joven!‘. Escuche: póstrese delante de
Dios. Creo que ésta es una de las tretas más peligrosas del
diablo.
Cuando el diablo no puede desanimar a una persona, se le
acerca con otra táctica, la cual él sabe es mil veces peor en
su resultado; él lo ensalza susurrando en su oído: ‗Tú eres en
la actualidad el primer evangelista. Tú eres el hombre que
barrerá con todo lo que se te ponga por delante. Tú eres el
que va hacia adelante. Tú eres el D. L. Moody del día‘; y si
usted le hace caso, él le arruinará. En toda la costa de la
historia de los obreros cristianos yacen los restos de los
naufragios de nobles embarcaciones, portadoras de grandes
promesas pocos años ha. Zozobraron porque sus tripulantes
se inflaron y fueron llevados por los vientos huracanados de
su propia estima hacia las rocas donde se estrellaron.
5. Un hombre libre del amor al dinero
El quinto secreto del poder y actuación sin altibajos de D. L.
Moody es que fue un hombre libre por completo del amor al
dinero. El señor Moody podría haber sido rico, pero el
dinero no tenía encanto alguno para él. Le gustaba juntarlo
para la obra del Señor, pero rehusaba acumularlo para sí
mismo. Me dijo durante la Feria Mundial que si hubiera
aceptado los derechos de producción de los himnarios
publicados por él, hubiera ganado hasta ese momento un
millón de dólares. El señor Moody se negó a tocar el dinero.
Le pertenecía por ser el responsable de la publicación de los
libros, y, además, el dinero empleado en la primera edición
vino de su bolsillo. El señor Sankey tenía unos himnos que
había llevado a Inglaterra y deseaba se los publicaran. Fue a
una editorial (creo que fue Morgan and Scott) y ellos
rehusaron publicarlos, pues como decían, Philip Philips
había pasado recientemente y publicado un himnario y no
había tenido éxito. De todos modos, el señor Moody tenía
algún dinero y dijo que lo invertiría en la publicación de
esos himnos en edición económica, y así lo hizo. Los
himnos tuvieron una venta extraordinaria e inesperada;
luego fueron publicados en forma de libros y aumentaron en
gran manera las ganancias. Estas fueron ofrecidas al señor
Moody, quien se negó a tomarlas. «Pero», le suplicaron, «el
dinero es suyo»; más él no lo tocó.
El señor Fleming H. Revell era en ese tiempo el tesorero de
la Iglesia de la Avenida Chicago, conocido comúnmente
como el Tabernáculo Moody. Solamente el subsuelo de este
nuevo templo se había construido, pues se habían acabado
los fondos monetarios. Enterado de la situación de los
himnarios el señor Revell sugirió, en una carta dirigida a
amigos en Londres, que el dinero fuera destinado para
terminar el edificio. Y así fue. Después llegó tanto dinero,
que debió ser destinado a varias actividades cristianas por
una junta en cuyas manos el señor Moody puso el asunto.
En una ciudad a la cual fue el señor Moody en los últimos
años de su vida, y adonde yo lo acompañé, se anunció
públicamente que el señor Moody no aceptaría ofrenda
alguna por sus servicios. En rigor de verdad, el señor Moody
dependía hasta cierto punto de lo que recibía en sus
reuniones, pero cuando fue hecho este anuncio, no dijo nada
y partió de esa ciudad sin recibir un centavo por el duro
trabajo hecho allí y, según creo, hasta pagó su propia cuenta
en el hotel. Sin embargo, un pastor de esa misma ciudad
hizo publicar un artículo en un diario, yo mismo lo leí, en el
cual narraba un cuento fantástico sobre las demandas
financieras con que el señor Moody los había recargado,
informe absolutamente falso como me constaba
personalmente.
Millones de dólares pasaron por las manos del señor Moody,
pero pasaron de largo; no se pegaron en sus dedos. El dinero
es el motivo por el cual muchos evangelistas han hecho
desastres, terminando con sus ministerios prematuramente.
El amor al dinero por parte de algunos evangelistas ha
contribuido más que cualquier otra causa a desacreditar el
trabajo evangelístico en nuestros días y a dejar más de uno
en el olvido. Guardemos la lección en nuestros corazones y
cuidémonos a tiempo.
6. Un hombre apasionado por la salvación de los
perdidos
La sexta razón de porqué Dios usó a D. L. Moody es porque
era un hombre apasionado por la salvación de los perdidos.
El señor Moody resolvió, poco después de ser salvo, que
nunca dejaría pasar veinticuatro horas sin hablar por lo
menos a una persona sobre su alma. Su vida era muy agitada
y a veces olvidaba su resolución hasta última hora. Muchas
fueron las noches en que se levantó de la cama, se vistió y
salió a la calle para hablar a alguno acerca de su alma, a fin
de no dejar pasar un solo día sin haber hablado a siquiera
uno de sus prójimos sobre su necesidad y el Salvador que
podía satisfacerlo.
Una noche el señor Moody iba hacia su casa desde su
trabajo. Era muy tarde y de repente recordó que no había
hablado a ninguna persona ese día acerca de Cristo. Se dijo:
«He aquí un día perdido. Hoy no he hablado a ninguno y no
encontraré a nadie a esta hora». Pero mientras caminaba, vio
a un hombre parado bajo un poste de alumbrado. El hombre
era completamente desconocido para él aunque como
veremos luego, el hombre sabía quien era el señor Moody.
Éste caminó hacia el desconocido y preguntó: «¿Es usted
cristiano?». El hombre contestó: «A usted no le importa si
soy cristiano o no. Mire si no fuera porque es usted alguna
clase de predicador, lo tiraría al zanjón por impertinente».
El señor Moody dijo algunas pocas palabras de todo corazón
y se fue. Al día siguiente ese hombre visitó a uno de los más
importantes entre los hombres de negocios, amigo del señor
Moody, y le dijo: «Ese tal Moody de los suyos, está
haciendo más mal que bien en el lado norte (de Chicago).
Tiene entusiasmo sin sabiduría. Vino a mí anoche, un
perfecto desconocido, y me insultó. Me preguntó si era
cristiano y le dije que eso no le importaba y que si no fuera
porque era una clase de predicador, lo hubiera tirado al
zanjón por impertinente. Está haciendo más mal que bien;
tiene entusiasmo sin sabiduría. El amigo de Moody le
mandó a buscar y le dijo: «Moody, usted está haciendo más
mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría; anoche insultó
a un amigo mío en la calle. Usted fue a él, un perfecto
desconocido, y le preguntó si era cristiano, y me cuenta que
si no fuera porque usted es una clase de predicador lo
hubiera tirado al zanjón por impertinente. Usted está
haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría».
El señor Moody salió de la oficina de ese hombre un tanto
cabizbajo. Se preguntaba si no estaría haciendo más mal que
bien, si realmente tenía entusiasmo sin sabiduría.
(Permítame decir, de paso, que es preferible tener
entusiasmo sin sabiduría que tener sabiduría sin
entusiasmo). Pasaron las semanas. Una noche el señor
Moody estaba durmiendo cuando fue despertado por unos
golpes violentos en la puerta de la calle. Saltó de la cama y
se precipitó hacia la puerta. Pensó que su casa estaría en
llamas. Pensó que el hombre iba a romper la puerta. Abrió la
puerta y allí estaba este hombre. Dijo: «Señor Moody, no
pude dormir tranquilo desde que usted me habló debajo del
poste de la luz y he venido a esta hora porque no aguanto
más; dígame, ¿qué debo hacer para ser salvo?». El señor
Moody lo hizo entrar y le dijo qué debía hacer para ser salvo
y el hombre aceptó a Cristo.
Otra noche, el señor Moody había llegado a su casa y ya se
había acostado cuando se acordó que no había hablado a
ninguno ese día acerca de aceptar a Cristo. «Bueno», se dijo,
«no me conviene levantarme ahora: no habrá nadie en la
calle a esta hora de la noche». Pero se levantó, se vistió, y
fue a la puerta de la calle. Estaba lloviendo a cántaros.
«¡Bah!», se dijo, «nadie andará fuera con semejante lluvia».
Justo en ese momento oyó las pisadas de un hombre que
andaba por la calle con un paraguas. El señor Moody lo
alcanzó corriendo y le preguntó: «¿Me permite compartir su
paraguas?». «¡Por supuesto!», respondió el hombre.
Entonces el señor Moody inquirió: «¿Tiene usted con qué
refugiarse en los tiempos de adversidad?». Y le predicó a
Jesús. ¡Queridos hermanos! Si nosotros estuviéramos tan
llenos de entusiasmo por la salvación de las almas como el
señor Moody, ¿cuánto tiempo tardaría Dios en enviar un
poderoso despertamiento que sacudiera todo el país?
El señor Moody era un hombre que ardía por Dios. No sólo
estaba siempre ocupado él mismo, sino que estaba haciendo
trabajar a otros también. Una vez me invitó a Northfield
para pasar un mes con las escuelas, hablando primero en una
y luego cruzando el río para hablar en la otra. Tuve que
cruzar repetidamente de una a otra orilla en una barca, pues
todavía no había sido construido el puente que hoy se
levanta en ese sitio. Un día me dijo: «Torrey, ¿sabía usted
que el barquero que lo cruza diariamente es inconverso?».
No me pidió que le hablara, pero entendí la indirecta.
Cuando poco después se enteró de que el barquero era salvo,
se puso muy contento.
Otra vez, cuando andábamos por cierta calle de Chicago, el
señor Moody se acercó a un hombre completamente
desconocido para él, y le dijo: «Caballero, ¿es usted
cristiano?». «Métase en lo suyo», fue la respuesta. El Señor
Moody insistió: «Esto es lo mío». El hombre dijo: «Bueno,
entonces usted debe ser Moody».
En Chicago era conocido como «el loco Moody», porque
hablaba día y noche a todos los que podía, acerca de lo que
es ser salvo. En cierta oportunidad se dirigía a Milwaukee, y
el asiento que había elegido era compartido con otro viajero.
El señor Moody se sentó al lado e inmediatamente comenzó
a conversar. «¿A dónde va usted?», preguntó el señor
Moody. Cuando supo el nombre del pueblo dijo: «Pronto
llegaremos allí; vayamos al grano: ¿es usted salvo?». El
hombre dijo que no, y el señor Moody sacó su Biblia y allí
en el tren le mostró el camino de salvación. Luego dijo:
«Usted debe aceptar a Cristo», y el hombre lo hizo; se
convirtió allí mismo en el tren.
La pasión por las almas de D. L. Moody no se limitaba a las
almas que podían serle útiles en llevar su trabajo adelante;
su amor por las almas no conocía limitaciones de clases
sociales. El no hacía acepción de personas. Podía hablar con
un conde o un duque o con un niño despreciado de la calle;
le daba lo mismo; era un alma perdida y él hacía lo que
podía para salvarla.
Un amigo me contó que comenzó a oír hablar del señor
Moody cuando el señor Reynolds de Peoria le dijo que una
vez él encontró al señor Moody sentado en una choza de las
‗villas de emergencia‘ que había en esa parte de la ciudad
alrededor del lago, la cual era conocida en ese entonces por
‗las Arenas‘, con un negrito sobre sus rodillas, una vela de
sebo en una mano y una Biblia en la otra. El señor Moody
estaba deletreando las palabras (pues el niño no sabía leer de
corrido) de ciertos versículos de las Escrituras, en un intento
por conducir a ese ignorante niño de color a Cristo.
Hombres y mujeres jóvenes y obreros cristianos, si ustedes y
yo experimentásemos semejante pasión por las almas
¿cuánto se tardaría antes que tuviéramos un despertar?
¡Supongamos que esta noche el fuego de Dios cayera y
llenara nuestros corazones; un fuego consumidor que nos
envíe por todo el país, y cruzando el océano a China, Japón,
India, África, a contar a las almas perdidas el camino de la
salvación!
7. Un hombre investido con poder de lo Alto
La séptima cosa que fue el secreto de por qué Dios usó a D.
L. Moody es porque estaba investido concretamente con
poder de lo alto, tenía un bautismo con el Espíritu Santo
muy claro y definido. El señor Moody sabía que tenía «el
bautismo con el Espíritu Santo»; no dudaba de ello. En su
juventud fue muy apresurado, tenía un deseo tremendo de
hacer algo, pero en realidad carecía de poder real. Trabajaba
duramente en la energía de la carne. Pero había dos mujeres
humildes de los Metodistas Libres quienes acostumbraban a
asistir a sus reuniones en la YMCA (Asociación Cristiana de
Jóvenes). Una era la ‗tía Cook‘ y otra la señora Snow (me
parece que no se llamaba Snow en aquel entonces). Estas
dos mujeres solían acercarse al señor Moody al finalizar los
cultos y le decían: «Estamos orando por usted». Al fin, el
señor Moody empezó a irritarse un poco, y una noche les
preguntó: «¿Para qué están orando por mí? ¿Por qué no oran
por los que no son salvos?». Ellas contestaron: «Estamos
orando para que usted reciba el poder». El señor Moody no
sabía qué significaba eso, pero se puso a pensar y después se
acercó a las mujeres y les dijo: «Desearía que me digan qué
es lo que quieren decir»; y ellas le explicaron que es el
bautismo concreto con el Espíritu Santo. Entonces él quiso
orar junto con ellas para que Dios le diera poder.
La ‗tía Cook‘ me contó una vez con qué intenso fervor oró
el señor Moody en esa ocasión. Ella me lo dijo con palabras
que apenas me atrevo a repetir, aún cuando nunca las he
olvidado. Y no sólo oraba con ellas, sino que también oraba
solo. No mucho después, poco antes de salir para Inglaterra,
estaba caminando por la calle Wall Street de Nueva York (el
señor Moody muy rara vez relató esto y yo casi vacilo en
contarlo), y en medio del bullicio y del trajín de esa ciudad
su oración fue contestada. El poder de Dios cayó sobre él
mientras caminaba por la calle y tuvo que apresurarse hacia
la casa de un amigo y pedirle que lo dejara solo en una
habitación. En esa habitación se quedó durante horas, y el
Espíritu Santo vino sobre él llenando su alma con tanto gozo
que debió rogar a Dios que detuviera su mano, pues temía
morirse allí de puro gozo. Salió de ese lugar con el poder del
Espíritu Santo sobre él, y cuando llegó a Londres (en parte
por las oraciones de un santo postrado en cama de la iglesia
del señor Lessey), el poder de Dios fluyó poderosamente a
través suyo en el norte londinense, y cientos fueron
agregados a las iglesias. Ese fue el punto de partida para que
fuera invitado a predicar en las maravillosas campañas
realizadas en años posteriores.
Vez tras vez el señor Moody me decía: «Torrey, quiero que
prediques sobre el bautismo con el Espíritu Santo». No sé
cuantas veces me pidió que hablara sobre ese tema. Una vez,
cuando yo había sido invitado a predicar en la Iglesia
Presbiteriana de la Quinta Avenida, Nueva York (invitado
por recomendación del señor Moody; de no ser por él, tal
invitación nunca se me hubiera extendido), justo antes de
partir para Nueva York, el señor Moody vino hasta mi casa
y me dijo: «Torrey, ellos desean que usted predique en la
Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida de Nueva York.
Es una iglesia grande, enorme, costó un millón de dólares
para construirla». Luego prosiguió: «Torrey, quiero pedirle
una sola cosa, quiero decirle sobre qué debe predicar, quiero
que predique ese sermón suyo ‗Diez razones por las cuales
Creo que la Biblia es la Palabra de Dios‘ y su sermón sobre
‗el Bautismo con el Espíritu Santo‘». Vez tras vez cuando
me llamaban para ir a alguna iglesia, él me instaba: «Ahora,
Torrey, predique sin falta sobre el bautismo con el Espíritu
Santo». No sé cuantas veces me repitió esto. Un día le
pregunté: «Señor Moody ¿piensa que yo no tengo más
sermones que esos dos: ‗Diez Razones por las Cuales Creo
que la Biblia es la Palabra de Dios‘ y ‗el Bautismo con el
Espíritu Santo‘?». «No importa», respondió, «dales esos dos
sermones».
Una vez él tenía unos maestros en Northfield: todos ellos
excelentes, pero no creían en un bautismo definido con el
Espíritu Santo para el individuo. Creían que cada hijo de
Dios estaba bautizado con el Espíritu Santo, y no creían en
ningún bautismo especial con el Espíritu para cada uno.
El señor Moody me dijo: «Torrey, ¿puedes venir a mi casa
después del culto de esta noche? Yo haré que vengan esos
hombres, y quiero que trates acerca de este asunto con
ellos». Por supuesto acepté. El señor Moody y yo hablamos
un buen rato, pero ellos no concordaron del todo con
nosotros. Y cuando se fueron, el señor Moody me hizo seña
para que me quedara unos momentos más. Se sentó con su
barba apoyada en su pecho, como lo hacía a menudo cuando
estaba meditando profundamente; luego me miró y dijo:
«¿Por qué se detendrán en pequeñeces? ¿Cómo no ven que
ésta justamente es la cosa que ellos necesitan? Son buenos
maestros, excelentes maestros, y estoy muy contento de
tenerlos aquí; pero ¿cómo no ven que el bautismo con el
Espíritu Santo es el único toque que les hace falta?».
Semblanza de David Martyn Lloyd-Jones, el último gran
maestro de Westminster.
El maestro de Westminster
Gales es un lugar único en el mundo. Aun siendo parte de
Gran Bretaña, los galeses se apresuran a dejar en claro que
ellos no son ingleses, y lo enfatizan hablando en su propio
idioma en lugar de decirlo en inglés.
Gales tiene una muy especial historia espiritual, pues ha
experimentado grandes avivamientos, seguidos muchas
veces de profundas depresiones espirituales.
La historia registra algunos galeses notables, como
Christmas Evans, Daniel Rowland, William Williams,
Howell Harris, Evan Roberts… y David Martyn Lloyd-
Jones, nuestro biografiado.
Primeros pasos
David Martyn Lloyd-Jones nació el 20 de diciembre de
1899, cuando concluía el siglo XIX. Dios tenía un plan para
este hijo de Henry y Magdalene Lloyd-Jones, para traer de
nuevo los fuegos del avivamiento que Evans, Roberts y
otros habían experimentado antes. Algunos han dicho que
Charles Spurgeon fue el último puritano, pero el tiempo
demostraría que deberían haber esperado oír al «Doctor»
antes de hacer tal afirmación.
La vida del joven Martyn fue bastante tranquila hasta enero
de 1910, cuando tenía 11 años. Hasta entonces su padre
había sido un hombre de negocios bastante exitoso en su
ciudad natal de Llangeitho. Pero aquel año ocurrió algo que
cambiaría muchas cosas.
En la oscuridad de la noche estalló un fuego que casi costó
las vidas de Martyn y sus hermanos, que dormían en la
planta superior. Aunque la familia fue salvada, la mayor
parte de los bienes familiares se perdieron. Henry nunca se
recuperó totalmente del revés financiero. Casi por accidente,
Martyn averiguó poco después cuán desesperada se había
vuelto verdaderamente su situación.
Durante sus primeros años de escuela, él llevó esta carga en
su corazón. Como resultado, se volvió muy serio para su
edad, y muy decidido en tener éxito en su educación y en su
vida. «Fue como si él se apartaba mucho de lo que es común
a la juventud, y esto le hizo decir alguna vez: ‗Yo nunca
tuve una adolescencia‘», afirma Ian Murray. Aunque cálido
de corazón, Lloyd-Jones siempre llevaría con él una
reputación de austeridad y severidad.
Lloyd-Jones fue criado en el metodismo calvinista galés. El
término «metodismo calvinista» puede parecer
contradictorio, porque los metodistas son arminianos – que
enfatizan el libre albedrío del hombre – y los calvinistas dan
énfasis en la soberanía de Dios respecto a la salvación. De
alguna manera, el metodismo calvinista de Gales buscó lo
mejor de ambas posturas.
Entre 1914 y 1916, Lloyd-Jones fue a una escuela primaria
de Londres, y luego estudió medicina. Hizo su práctica en el
prestigioso Hospital de St. Bartholomew, y fue
brillantemente exitoso. Aprobó sus exámenes tan
tempranamente que tuvo que esperar para graduarse.
En 1921 comenzó a trabajar como asistente principal de Sir
Thomas Horder, uno de los mejores médicos de esos días.
A la edad de 26 años, Martyn obtuvo su diploma de
miembro del Colegio Médico y tenía una carrera brillante y
lucrativa delante de él. Sin embargo, Dios tenía planes para
que fuese médico de almas en lugar de cuerpos.
Conversión y llamamiento al ministerio
Poco a poco, a través de la lectura, su mente fue atraída por
el evangelio de Cristo. No tuvo ninguna crisis dramática de
conversión, pero llegó a un punto en que se comprometió
completamente con el evangelio.
Después de eso, cuando se sentaba en el consultorio,
escuchando los síntomas de sus pacientes, comprendió que
aquello que muchos de ellos necesitaban no era la medicina
ordinaria, sino el evangelio que él había descubierto para sí
mismo. Él podría ocuparse de los síntomas, pero la
preocupación, la tensión, las obsesiones, sólo podrían ser
tratadas por el poder de la conversión. Él sentía cada vez
más que la mejor forma de usar su vida y talentos era
predicando ese evangelio.
Martyn se involucró rápidamente en la iglesia de la Capilla
de Charing Cross. Entre otras cosas, allí conoció a Bethan
Philips. Bethan asistía allí con sus padres y dos hermanos.
Su padre era un oftalmólogo muy conocido y Bethan estaba
a punto de recibirse como médico en el University College
Hospital.
Tras varios años de noviazgo, Martyn y Bethan se casaron,
en 1927. Después de su luna de miel en Torquay, se
instalaron en su primer hogar, una pequeña casa parroquial
de la iglesia de Sansfield, en Aberavon, Gales, decididos a
servir en aquello a que se sentían llamados.
El sorprendente movimiento del joven especialista y su
esposa no podía dejar de atraer la atención, y la prensa vino
hasta ellos. La señora Lloyd-Jones respondió a un periodista
en la puerta de su casa con la frase: ‗Sin comentarios‘ y al
día siguiente quedó horrorizada al leer el titular: ‗«Mi
marido es un hombre maravilloso», dice la señora Lloyd-
Jones‘. De este matrimonio nacieron dos hijas, Elizabeth y
Ana.
Los médicos locales no estaban muy contentos con el recién
llegado. Pensaban que él había venido para mostrar su
superioridad y arrebatarles a sus pacientes.
Contra lo esperado, Martyn no pudo abandonar
completamente su carrera médica. En la Gales del sur, su
brillante habilidad de diagnóstico escaseaba. Después de
unos años durante los cuales fue deliberadamente ignorado
por los médicos locales, fue llamado para un caso difícil. Él
supo exactamente la naturaleza de la oscura enfermedad de
la que el paciente aparentemente se recuperaría, y luego
moriría. Su pronóstico se confirmó exactamente, y el médico
general dijo: ‗Debo arrodillarme para pedir su perdón por lo
que yo he dicho sobre usted‘. Después de eso fue difícil
controlar las llamadas médicas.
Un escritor describió así el barrio de Sansfield: «Contiene
por lo menos a 5.000 hombres, mujeres y niños que viven en
la mayor parte en la sordidez y el hacinamiento». O como
alguien dijo, era un lugar para «el jugador, la prostituta y el
publicano».
Lloyd-Jones no era un ministro recién salido de una
universidad teológica liberal, que acomodara su mensaje a la
opinión contemporánea y a los prejuicios de su
congregación. Las palabras de su primer sermón inspiradas a
partir de 2ª Timoteo 1:7 ilustran cuáles eran sus
convicciones: «Nuestras ... iglesias están atestadas con
personas casi todas las cuales toman la Cena de Señor sin
dudar un momento, pero... ¿imagina usted por un instante
que todas esas personas creen que Cristo murió por ellos?
Bien, entonces, dirá usted, ¿por qué son miembros de la
iglesia, por qué ellos fingen creer? La respuesta es que ellos
tienen miedo de ser honestos consigo mismos... Yo me
sentiré mucho más avergonzado por toda la eternidad por las
ocasiones en las que dije que yo creía en Cristo cuando en
realidad no era así...».
Eso fue demasiado para algunos, que abandonaron la
congregación. Pero en su lugar –lentamente al principio– fue
creciendo el número de los que eran cautivados por la
verdad, la clase obrera de Gales del Sur. El mensaje los
trajo, y el poder del Espíritu Santo los convirtió. No había
súplicas dramáticas, sólo un ministro joven con el mensaje
claro de la justicia de Dios y su amor, que trajeron a un caso
duro tras otro al arrepentimiento y la conversión.
La iglesia creció con la constante corriente de conversiones.
Notorios bebedores se hicieron cristianos gloriosos, y
obreros y mujeres vinieron a las clases de Biblia que él y su
esposa dirigían.
Para aquellos que están habituados a la predicación bíblica
puede ser difícil entender la conmoción que causaba este
joven predicador. Primero, él no estaba entrenado
teológicamente (al menos no de las formas reconocidas). En
lugar de predicar de un leccionario o alguna otra forma pre-
elaborada, Lloyd-Jones era ante todo un predicador de la
Biblia. Desde el principio, él buscó dar una comprensión
verso por verso de la Palabra de Dios. Quizás esto reflejaba
su propia vida personal que incluía leer la Biblia completa
cada año. Basta leer los mensajes suyos sobre Romanos o
sobre Efesios para entender cuán profundo era su afecto por
la Palabra y su obediencia a la misma.
Tampoco cabe duda de que su lectura de los Puritanos tuvo
también una profunda influencia sobre él. Los Puritanos a
menudo han sido caricaturizados, pero Lloyd-Jones los leyó
realmente. Leyó todo el Directorio Cristiano de Richard
Baxter y los muchos volúmenes de John Owen. Desde su
punto de vista, los Puritanos diferían de otras corrientes
organizadas en varias puntos importantes.
Primero, acentuaban la naturaleza espiritual del culto por
sobre las formas y rituales externos. Segundo, enfatizaban el
cuerpo reunido de Cristo por sobre el individuo, haciendo
así la disciplina de la iglesia necesaria y saludable para la
causa de Cristo. Finalmente, creían en la aplicación directa
de la Palabra para el alma de cada persona. El espíritu del
Puritanismo, creía Lloyd-Jones, podía ser trazado de
William Tyndale a John Owen y a Charles Spurgeon. Era
este espíritu de la centralidad de la Palabra de Dios el que
conducía al nuevo predicador en el país de Gales.
A medida que sus predicaciones eran conocidas, la presencia
de Lloyd-Jones fue más y más solicitada. Muchos otros
predicadores comenzaron a encontrar en él un modelo de lo
que debía ser el ministerio del púlpito. Fue a predicar a
Canadá y América y a menudo era invitado para hablar ante
varias asambleas en Gran Bretaña.
Fue en la noche fría y brumosa del 28 de noviembre de 1935
que Lloyd-Jones predicó a una asamblea en el Albert Hall,
en Londres. Durante su mensaje, «el Doctor» explicó los
problemas bíblicos que él veía en muchas de las más usadas
formas de evangelización y crecimiento de la iglesia. Dijo:
«¿Pueden muchos de los métodos de evangelismo que se
introdujeron hace unos cuarenta o cincuenta años realmente
justificarse por la Palabra de Dios? Cuando leo sobre la obra
de los grandes evangelistas en la Biblia, veo que ellos no
estaban primeramente preocupados por los resultados; ellos
se ocupaban en proclamar la palabra de verdad. Ellos
dejaron el crecimiento a Él. Ellos estaban interesados sobre
todo en que las personas fuesen puestas cara a cara con la
propia verdad».
Llegada a Westminster
Uno de los oyentes aquella noche era un anciano de 72 años,
G. Campbell Morgan, pastor de la Capilla de Westminster,
quizá el predicador con más renombre de la época. Se dice
que el anciano pastor le dijo a Lloyd-Jones: «¡Nadie sino
usted podría haberme sacado en semejante noche!». Después
de oír a Lloyd-Jones, Campbell Morgan quiso tenerlo como
su colega y sucesor en 1938. Pero no era tan fácil, porque él
manejaba otras opciones tan atractivas como aquella. Al
final, prevaleció el llamado de la Capilla de Westminster, y
la familia Lloyd-Jones con sus hijas, Elizabeth y Ana, se
estableció definitivamente en Londres en abril de 1939.
La asociación de Morgan y Lloyd-Jones fue un digno
ejemplo de cómo los cristianos pueden trabajar juntos, aun
cuando difieran en aspectos secundarios. G. Campbell
Morgan era un arminiano, y su exposición de la Biblia,
aunque famosa, no se ocupó de las grandes doctrinas de la
Reforma. Martyn Lloyd-Jones, en cambio, estaba en la
tradición de Spurgeon, Whitefield, los Puritanos y los
Reformadores. Pero ambos hombres respetaron cada uno las
posiciones y talentos del otro, y su asociación, hasta que
Campbell Morgan murió, fue pacífica y fomentó mucho la
obra de Cristo en Londres.
Cuando las nubes de tormenta de la Segunda Guerra
Mundial ya amenazaban, Lloyd-Jones asumió el pastorado
pleno de la Capilla de Westminster.
Durante los años de guerra, los habitantes de Londres
soportaron por meses las interminables incursiones
nocturnas de los bombarderos alemanes. A causa de que la
Capilla de Westminster estaba situada muy próxima al
Palacio de Buckingham y otros edificios importantes del
gobierno, estaba en peligro constante de ser destruida. La
congregación estuvo en un estado constante de crisis
financiera y emocional. Sin embargo, los servicios siguieron
casi con normalidad. En 1944, una bomba voladora explotó
en la Capilla de los Guardias, a unos pocos metros de allí,
cubriendo al predicador y la congregación de polvillo
blanco. Un miembro de la congregación abrió sus ojos
después del estampido, vio a todos cubiertos en blanco ¡y
creyó que debía estar en el cielo!
Westminster también estaba acercándose rápidamente a su
propia crisis interior. Algunos de la «vieja guardia» no
querían mucho al joven calvinista que había compartido el
púlpito con su venerado Dr. Morgan. Es un testimonio del
poder de la Palabra de Dios y del espíritu humilde de Lloyd-
Jones que la iglesia no sólo sobrevivió, sino que finalmente
prosperó. Después de la guerra, la congregación creció
rápidamente. En 1947 los balcones fueron abiertos y de
1948 hasta 1968 cuando él se retiró, había un promedio de
unos 1.500 asistentes los domingos en la mañana y 2.000 en
la noche.
A principios de 1953, el estudio de la Biblia de los viernes
por la noche empezó en la Capilla principal. Fue allí cuando
Lloyd-Jones inició su monumental discurso sobre el libro de
Romanos. Así como la obra de Martín Lutero sobre
Romanos y Gálatas influyó en los Puritanos posteriormente,
este gran trabajo sobre Romanos ha influido en la actual
generación de creyentes. Así como él empezó, él
continuaría, ministrando a su gente con la Palabra de Dios
en lugar de su propia personalidad.
En su enfoque al trabajo del púlpito, Lloyd-Jones trabajaba
firmemente a través de un libro de la Biblia, tomando un
versículo o parte de un versículo a la vez, mostrando lo que
enseñaba, cómo eso se ajustaba a la enseñanza sobre el
asunto en otra parte de la Biblia, cómo la enseñanza entera
era pertinente a los problemas de nuestro propio día y cómo
la posición cristiana contrastaba con las ideas actualmente
en boga.
Él se ponía a sí mismo en un segundo plano, e intentaba
mostrar a su congregación la mente y la Palabra de Dios,
permitiendo que el mensaje de la Biblia hablara por sí
mismo. Sus predicaciones explicativas apuntaron a permitir
a Dios hablar tan directamente como era posible al hombre
en el banco con el pleno peso de la autoridad divina.
Otras actividades
A pesar de las dificultades de la guerra, Lloyd-Jones estuvo
comprometido en la fundación de tres instituciones
importantes. La primera fue la creación de una Biblioteca
Evangélica de grandes obras cristianas, que pronto superó
los 20.000 volúmenes. Así una nueva generación de
creyentes se acercó a los escritos de Bunyan, Baxter, Owens
y otros.
La segunda institución que Lloyd-Jones ayudó a crear fue la
Confraternidad de Westminster. El libro Los Puritanos, es
una recopilación de los mensajes anuales de Lloyd-Jones a
dicha agrupación.
Y lo tercero, fue el apoyo a la Confraternidad Inter-
universitaria (IVF), bajo cuyo alero se realizó cada mes de
diciembre la Conferencia Puritana. Había un fuerte
sentimiento por la necesidad de regresar a los fundamentos
teológicos de la tradición protestante, al período cuando cien
años después de la Reforma, sus implicaciones teológicas
habían funcionado. Se leyeron y se discutieron documentos
y Lloyd-Jones dirigió las reuniones con habilidad y
autoridad.
La casa editorial Banner of Truth y la revista Evangelical
Magazine nacieron, con la ayuda y estímulo de Martyn
Lloyd-Jones, que también apoyó poderosamente el trabajo
de la Biblioteca Evangélica. A nivel pastoral, él condujo
reuniones fraternales mensuales de ministros desde
principios de los 40‘s, donde los pastores discutían todos los
problemas que enfrentaban dentro de la iglesia y en su
entorno. Aquí su siempre vasta experiencia, su profunda
sabiduría y su sentido común ayudaron a muchos ministros
jóvenes con dificultades aparentemente únicas e insolubles.
En el verano de 1947 el doctor hizo otra visita a los Estados
Unidos y fue recibido calurosamente. A pedido de Carl F. H.
Henry, él habló en la Universidad de Wheaton. Se
publicaron los cinco mensajes que él dio. En ellos Lloyd-
Jones compartió su idea acerca del tipo de predicación que
el mundo realmente necesita.
Controversias
Un carácter fuerte y un liderazgo fuerte no pueden evitar la
controversia. Creyendo, como él hizo, en el poder del
Espíritu Santo para convencer y convertir, él se opuso
profundamente a la tradición con la que había crecido desde
Moody de reuniones multitudinarias con música suave y
apelaciones emocionales para la conversión. También se
opuso a las uniones arbitrarias entre denominaciones
basadas en el pragmatismo en lugar de la doctrina. Nada
causaría más problemas a Lloyd-Jones que su firme creencia
en la necesidad de una adhesión a ciertas doctrinas
fundamentales.
A finales de la Guerra, mientras muchos se reunían para oír
al doctor, otros líderes religiosos estaban empezando a
ignorarlo. Cuando en 1946 una publicación reunió los
nombres de los «Gigantes del Púlpito», incluyendo hombres
como Weatherhead, el nombre de Martyn Lloyd-Jones fue
ignorado.
A principios de los años 1950‘s, mucho había cambiado en
el paisaje espiritual de Inglaterra. En 1952, Arturo W. Pink
murió en relativa oscuridad en una isla de Escocia. En ese
momento pocos habrían adivinado que sus escritos serían un
día publicados y leídos por creyentes en todo mundo.
Alrededor de 1959, Lloyd-Jones observó que había un
resurgimiento del interés en las doctrinas de la gracia y las
enseñanzas de los puritanos en la iglesia. Sin embargo,
aquéllos en los cuales se producía este regreso no eran de su
propia generación. El interés real estaba entre los ministros y
creyentes más jóvenes. Esta nueva generación de líderes del
púlpito vio las inmutables verdades de la palabra de Dios en
una forma que no lo hizo su generación anterior. Algunos
acusaron a Lloyd-Jones de ignorancia teológica en el mejor
de los casos, y en el peor, de arrogancia espiritual. La verdad
es que él reprendía a menudo a sus jóvenes aprendices por
transformar la discusión sobre Calvinismo y Arminianismo
en un punto de controversia. De hecho, él expresaba
públicamente su creencia de que A. W. Pink debió haber
tenido un espíritu más a largo plazo y conciliatorio en su
esfuerzo para volver a las personas a la verdad.
La controversia más seria vino en sus relaciones con la
Iglesia de Inglaterra. Martyn Lloyd-Jones era un firme
creyente en la unidad evangélica. Él no creía que las
barreras sectarias debían separar a aquéllos que tenían una
verdadera fe en común. Pero cuando el movimiento
ecuménico liberal hizo más y más concesiones a las
corrientes de opinión mundana, él apoyó el éxodo desde
aquellas denominaciones.
Una de las grandes pasiones de Martyn Lloyd-Jones era el
retorno a la combinación de la doctrina de los Calvinistas y
el entusiasmo de los Metodistas. En los años 60‘s, él estaba
ansioso porque el énfasis en la sana doctrina recientemente
recuperado no se convirtiese en una árida dureza del
doctrinal. Para neutralizar este peligro, él empezó a dar
énfasis a la importancia de la experiencia. Él habló mucho
de la necesidad del conocimiento experimental del Espíritu
Santo, de la convicción plena por el Espíritu, y de la verdad
que Dios trata inmediatamente y directamente con sus hijos
– a menudo ilustrando estas cosas con la historia de la
iglesia.
Al contrario de gran parte de la enseñanza que se levantaría
durante la Renovación Carismática de los 60‘s, Lloyd-Jones
enfatizó varios rasgos del verdadero avivamiento. Primero,
él proclamó que Dios es soberano y no hay, por tanto,
ninguna fórmula para el avivamiento. Dios se mueve de
formas diferentes en tiempos diferentes. En segundo lugar,
insistió en que la iglesia necesitaba el avivamiento, no para
que más personas entraran en la iglesia, sino para que Dios
fuese devuelto a Su lugar justo en las vidas y pensamientos
de la gente.
Tal como en el problema de unidad de la iglesia, sus ideas
sobre lo que ahora se conoce como ‗psicología cristiana‘
probaron ser profundas y proféticas. Él no estaba en
absoluto impresionado con el matrimonio entre la
predicación bíblica y la psicología secular.
Hay una colección de sermones sobre el asunto en
«Depresión Espiritual: Causas y Curas», publicada por
primera vez en 1965. La obra apunta a la suficiencia de
Cristo en la vida del creyente y concluye con estas palabras:
«Yo hago lo máximo que puedo, pero Él controla el
suministro y el poder, Él lo infunde. Él es el médico celestial
y Él conoce cada variación en mi condición. Él ve mi
complexión. Él siente mi pulso. Él conoce... todo. ‗Así es‘,
dice Pablo, ‗y por consiguiente todo lo puedo a través de
Aquel que constantemente me está infundiendo fuerza‘… Él
nos conoce mejor de lo que nosotros mismos nos
conocemos, y según nuestra necesidad, así será nuestro
suministro».
A principios de los 60‘s, el doctor inició una serie de
mensajes sobre el evangelio de Juan. Su intención en ellos
no fue una exposición verso por verso como era habitual,
sino una búsqueda del significado esencial de la certeza y la
llenura del Espíritu Santo.
A principios de 1968, en su 68° año, Lloyd-Jones tuvo una
operación importante y, aunque se recuperó por completo,
decidió que después de 30 años en Westminster había
llegado el tiempo de retirarse como ministro.
Su ministerio había sido muy bendecido por Dios. Había
habido un arroyo constante de conversiones, muchas
notables y, sobre todo, a una amplia variedad de personas de
toda condición social se le había enseñado la anchura y la
profundidad de la doctrina cristiana. En la Capilla había
soldados de los cercanos cuarteles de Wellington Barracks,
trabajadores de los hoteles y restaurantes del oeste,
enfermeras de los grandes hospitales, actores y actrices de
teatros del oeste-extremo, sirvientes civiles menores y
mayores de Whitehall, y desempleados crónicos
provenientes del hostal del Ejército de Salvación.
La Capilla siempre estaba llena de estudiantes,
especialmente extranjeros, entre los que estaba el ahora
Presidente Moi de Kenya. La Iglesia china asistía en la
mañana y muchos Hermanos de Plymouth por la tarde.
Cuando los Hermanos Exclusivos se dividieron, muchos de
los que vivían en Londres vinieron a la Capilla de
Westminster. Y había, por supuesto, muchos profesionales,
maestros, abogados, contadores y quizás más de algunos de
aquéllos que tenían alguna deficiencia mental.
Gente de todo tipo y condición venía a verlo después en la
sacristía, donde él pasaría horas pacientemente escuchando y
sabiamente aconsejando. Uno de ellos ha escrito: ‗Yo tengo
un recuerdo encantador de ir a él en una necesidad personal
profunda, todavía muy asustado de su manera pública
formidable. Su apacibilidad y atractiva bondad, unidas a un
consejo simple y recto, ganaron mi corazón. Su cerebro y
brillantez como predicador le hacen digno de respeto y
admiración; ese otro lado más manso, que conocí en
privado, hace a uno amarle‘.
En 1977 él habló sobre la diferencia en el método de Pablo
de ayudar a los cristianos y aquello que se estaba
popularizando con el nombre de consejería. Su convicción
era de que mucho de lo que pasa como psicológico era
realmente espiritual. Lloyd-Jones vio el púlpito como el
enfoque de verdadero ‗Cristian counselling‘. Eso no
significa que él estuviera desinteresado de su gente y de sus
problemas. Nada podía estar más lejos de aquello. Él
ocupaba muchas horas en el consejo personal y la dirección
bíblica.
Actividades finales
En los 12 años posteriores a su jubilación él continuó con la
Conferencia de Westminster y dedicó mucho tiempo a dar
consejo a otros ministros, contestar cartas y hablar
eternamente por teléfono. Libre de la rígida rutina de los
domingos en Westminster, él pudo entonces dedicarse a los
compromisos externos que él había tomado como ministro,
sobre todo ocupando los fines de semana en causas
pequeñas y remotas que él amaba animar. Él viajó de nuevo
a Europa y los Estados Unidos, pero rehusó nuevas y
reiteradas invitaciones a otros países.
Lloyd-Jones tenía un hogar muy feliz que estaba abierto
cada Navidad a los miembros de la iglesia que no tenían otro
sitio adonde ir. En su jubilación él solía incitar a sus nietos
mayores con algún argumento. Ellos eran como cachorros
jóvenes yendo por un león viejo, atreviéndose donde nadie
más se atrevería, vueltos atrás por un gruñido, pero
volviendo a saltar en seguida.
En 1979, la enfermedad regresó, y tuvo que cancelar todos
sus compromisos. Él aún anhelaba predicar de nuevo. Él
había visto a muchos hombres seguir después de que ellos
debían haber parado. En la primavera de 1980 pudo empezar
de nuevo, pero una visita al Hospital en mayo reveló que su
enfermedad exigía un tratamiento más severo que le
impediría predicar. Entre las agotadoras sesiones en el
hospital, que él enfrentó con valor y dignidad, continuó
trabajando en sus manuscritos y dando consejo a ministros,
pero en Navidad él estaba demasiado débil para esto. Al
final, sin embargo, pudo pasarse tiempo con su biógrafo (su
ayudante anterior, Ian Murray).
Hacia fines de febrero de 1981, con gran paz y confiada
esperanza, él creyó que su obra terrenal estaba hecha. Dijo a
su familia inmediata: ‗No oren por sanidad, no traten de
retenerme de la gloria‘.
El 1 de marzo, el Día del Señor, él pasó a la gloria de la cual
tan a menudo había predicado, para encontrarse con el
Salvador al cual había proclamado tan fielmente.
F. B. Meyer, pastor, predicador, autor de numerosos
libros, maestro notable de las Escrituras. Un don dado a
la iglesia de Cristo.
Un místico práctico
Semblanza de F. B. Meyer
Frederic Brotherton Meyer fue uno de los predicadores más
amados en su tiempo, uno de los principales exponentes del
movimiento Higher Life (Vida Superior), y por más de 20
años expositor de la Conferencia de Keswick. Spurgeon
decía de él: «Meyer predica como un hombre que ha visto a
Dios cara a cara».
Influencia familiar
F. B. Meyer nació en Londres en abril de 1847, en el seno de
una devota familia cristiana adinerada de origen alemán.
Especial influencia ejerció sobre él una abuela cuáquera.
Asistió al Brighton College y se graduó de la Universidad de
Londres en 1869. Estudió teología en el Regent‘s Park
College, Oxford. Meyer empezó a pastorear iglesias en
1870. Su primer pastorado estuvo en la Capilla Bautista de
Pembroke en Liverpool.
Contacto con D. L. Moody
Siendo pastor en la Capilla Bautista de Priory Street, acudió
a escuchar a D. L. Moody, el evangelista norteamericano. Su
primera impresión fue confirmada por uno de sus maestros
de Escuela Dominical, quien vino a él y le dijo: «Hermano
Meyer, la ilustración que ese predicador dio el otro día
impactó tanto a mis muchachas que ha habido mucho llanto,
confesión y testimonio. ¡Estamos seguros que el Espíritu
Santo ha venido sobre nosotros; y hemos tenido una
experiencia en nuestra clase que usted no creerá!».
F. B. Meyer fue tan afectado por el testimonio de ese
maestro y esas muchachas que quiso comprobarlo por sí
mismo, y pronto llegó a ser su propia realidad. Desde ese
momento, Meyer se acercó a Moody, y sellaron una amistad
que duró de por vida.
Dos áreas de interés
Desde el comienzo de su ministerio, Meyer mostró un gran
interés por los nuevos movimientos dentro de la Iglesia.
Entre éstos estaban los movimientos por la reforma social y
por la espiritualidad más profunda. Meyer incursionó con
distinta suerte en ambas áreas. Su carácter práctico
rechazaba una forma de espiritualidad mística y
desconectada de la realidad.
El comienzo de su incursión tras los pasos de una
espiritualidad más profunda lo tuvo en 1874 y 1875. Meyer
asistió a dos conferencias sobre el tema de la vida espiritual
que iba a mostrarse decisivo para la vida evangélica
británica. La primera fue una reunión bastante selecta
sostenida en Broadlands, la propiedad del futuro Lord y
Lady Mount Temple. Con aproximadamente cien personas
invitadas– incluyendo, por ejemplo, al escritor George
MacDonald– se desarrolló durante seis días en julio de 1874.
El segundo evento, del 29 de agosto al 6 de septiembre, fue
una conferencia en Oxford «para la promoción de la
santidad Escritural», que atrajo a 1.500 personas. Dos de los
oradores principales eran una pareja americana con raíces
cuáqueras, Robert y Hannah Pearsall Smith.
La esencia del mensaje en Oxford fue que la santificación,
como la justificación, era una bendición asequible a través
de la fe simple. Este enfoque, que contrastaba con la visión
evangélica de que la santidad era lograda por el esfuerzo
activo, fue recibido ávidamente por los cristianos que
luchaban con un sentimiento de fracaso.
Meyer recordaba vivamente su reacción en Broadlands y en
Oxford. Él fue impactado sobre todo por los mensajes de
Pearsall Smith.
Con este trasfondo, Meyer acudió con entusiasmo a la
Convención de Brighton, al año siguiente. Sin embargo, la
controversia estuvo a punto de quebrar el ambiente. ¿Era la
«impecabilidad» enseñada por los líderes de la santidad?
Meyer fue incapaz de aceptar algunas de las declaraciones
hechas en Brighton, y se sumió en un estado de decepción.
Fue renuente a asistir a la Convención inicial de Keswick
que, en el verano de 1875 sólo reunió a 300-400 personas.
(A principios del s. XX acudían más de 5.000).
Después de este traspié, Meyer se dedicó de lleno al
ministerio pastoral en Leicester, con un fuerte énfasis en el
evangelismo, probablemente debido a la influencia de su
reciente amistad con D. L. Moody. Cuando él miraba hacia
atrás esa época decía que había «malgastado la vida
interior», viviendo para dedicarse a «obtener influencia
social, ganar dinero, atraer audiencias y hacer obra
filantrópica».
Por ese tiempo, la posición de Meyer era tensa. La
enseñanza de la vida espiritual más profunda lo llamaba
fuertemente, pero él no podía integrarla en su compromiso
de evangelización y acción social. Sólo cuando reconcilió
estos elementos dentro de sí mismo, pudo llevar a cabo su
ministerio como maestro de santidad.
Un encuentro revitalizador
El momento decisivo vino el 26 de noviembre de 1884,
cuando C. T. Studd y Stanley Smith visitaron la floreciente
iglesia de la cual Meyer era pastor (Melbourne Hall,
Leicester). Un gran revuelo se había levantado cuando Studd
y Smith, que eran deportistas conocidos en toda Inglaterra,
junto con otros cinco estudiantes universitarios de
Cambridge –conocidos como los «Cambridge Seven»– se
ofrecieron a ir como misioneros a China.
Meyer invitó a las dos famosas personalidades a hablar en el
Melbourne Hall poco antes de que dejaran Bretaña. Lo que
Meyer no sospechaba era el efecto que esta decisión
causaría en él mismo.
Él observó en Studd y Smith una «fuente constante de
reposo, fuerza y alegría» que él no tenía y que estaba
decidido a poseer. Era esencial para Meyer que la
espiritualidad fuese práctica si es que debía ser aceptada
como auténtica, y esto fue exactamente lo que él vio en
aquellos dos jóvenes. Meyer fue a Studd y Smith por
consejo a las 7:00 a.m. el día después de reunirse en el
Melbourne Hall, y ellos le instaron a que rindiera todo a
Cristo. Meyer entonces, «por primera vez» –así lo afirmó–
tomó la voluntad de Dios como el objetivo de su vida entera.
Esta declaración, «rendirse a Dios», expresaba un elemento
crucial de la espiritualidad del movimiento de la vida más
profunda.
Cuando la experiencia de rendición de Meyer se hizo
pública, los organizadores de la Convención de Keswick lo
reconocieron como equipado para tomar un lugar en la
tribuna de Keswick. Le pidieron que fuera uno de los
oradores durante la semana de la Convención de 1887.
Meyer estaba padeciendo depresión nerviosa como resultado
de un largo tiempo de exceso de trabajo, y la atmósfera
entusiasta de las grandes muchedumbres que asistían a la
convención aumentaron su nerviosismo. Durante una
reunión nocturna de oración en que las personas buscaban el
poder del Espíritu Santo, la tensión en Meyer alcanzó
niveles intolerables. Apresuradamente salió de la tienda de
la convención y huyó al monte. Éste fue el escenario en el
cual él experimentó la llenura del Espíritu. Él dijo: «Como
respiro el aire, así mi espíritu respira en la llenura del
Espíritu Santo».
Cuando volvió de este encuentro, él oyó una voz «que
sugería de modo siniestro en la oscuridad», diciéndole:
«Eres un necio, tú no tienes nada». Meyer admitió que él no
sentía nada, lo cual confundió a sus amigos cuando se reunió
con ellos, porque ellos esperaban una experiencia extática.
La manera particular en que Meyer experimentó a Dios
determinaría su subsecuente enseñanza de santidad. Aunque
no se oponía a las experiencias de crisis, para él la emoción
no era importante. Al contrario, la decisión de recibir el
Espíritu podría ser tranquila, quieta y deliberada, incluso
sanadora. De hecho, él vio a Keswick como una «clínica
espiritual».
Hacia un misticismo práctico
Entre los años 1887 y 1928, él dirigió veintiséis
convenciones de Keswick y habló en numerosos mini-
Keswicks en Bretaña y en otras partes del mundo.
La enseñanza de la santidad de Meyer, que durante las
próximas cuatro décadas él ofreció a los públicos por el
mundo, siguió las líneas trazadas por los fundadores de
Keswick, a la cual Meyer hizo una contribución distintiva.
En el cristiano que se rindió a Dios, decían los oradores de
Keswick, mora el pecado «perpetuamente neutralizado». La
preocupación de Meyer era deletrear esto en forma menos
teológica pero más sencilla, para que todos pudieran llevar
el concepto a la práctica.
Para Meyer, había tres fases en la jornada espiritual. La
conversión era seguida por «la consagración», que era
seguida por la «unción del Espíritu». Se reconoció
rápidamente en los círculos de Keswick que Meyer tenía un
poder excepcional para llevar a las personas a la experiencia
de la rendición. Él constantemente volvía a su tema básico:
los pasos hacia la «vida bendecida».
Meyer supervisaba su impacto en las Convenciones,
observando en 1895 que le gustaba permanecer en la puerta
después de hablar, y había personas que venían hacia él
diciendo, con respecto a la bendición impartida: «No, señor,
yo no puedo decir que la siento, pero la he recibido».
En 1889, Meyer les dijo a sus oyentes de Keswick que las
personas habían intentado usar la «fórmula» para «la
liberación del poder del pecado conocido» dada desde el
púlpito, pero que en la práctica esto había fallado, porque la
consagración tenía que ocurrir antes de la llenura del
Espíritu.
La comprensión de Meyer sobre este asunto se diseminó
ampliamente a través de sus muchos escritos. Un énfasis
central era que la recepción del Espíritu era «gobernada por
ley» y que la obra del Espíritu dependía de la complacencia
obediente del cristiano que tenía que recibir el poder del
Espíritu. La experiencia de santidad era recibida a través de
la fe, y era accesible para todos.
Los críticos de la espiritualidad de Keswick alegaban que a
través de su énfasis en la vida interior, enseñaba un
quietismo que desalentaba las expresiones prácticas de la
vida cristiana y un misticismo que era extraño a la teología
evangélica. Aunque él reconoció que él y otros enseñaban
«el quietismo de un corazón calmado por Dios», Meyer
negó que esto significara una búsqueda de la experiencia
religiosa en y por sí misma. Él declaró en 1903 que tenía
que decirse cien veces por día que su experiencia de
bendición espiritual era verdad, porque él no la sentía y no
tenía «ningún gozo en ello».
Aunque, sin duda, al hablar así Meyer exageraba, él
evidentemente conocía el conflicto que sentían los cristianos
comunes que habían «exigido» la llenura del Espíritu pero
les faltaba el «sentimiento» de haberla recibido. Aquí la
experiencia de algunos místicos fue relevante. Había
escritores influyentes, como Juan de la Cruz, que habló de la
oscuridad en la que no se sentía la presencia de Dios. Meyer
habló en 1922 de tener confianza «sin sentimiento, una
confianza ciega... Entonces lograrás tanto sentimiento como
quieras».
En 1925, Meyer, en consonancia con su actitud hacia la
experiencia mística entre los cristianos, alineó a Keswick
con una línea de enseñanza que él denominó –aunque
admitió que era controversial– como «misticismo práctico».
Era una fórmula que él construyó con el objetivo de conectar
la espiritualidad de Keswick con una tradición más antigua
de la vida religiosa.
El acercamiento de Meyer a la vida espiritual también era
marcado por su detallado énfasis en lo práctico, en contraste
con las generalidades devocionales que caracterizaron
mucha enseñanza de la santidad.
Por ejemplo, en 1903, Meyer instó a los oyentes de Keswick
de la tarde del martes a poner su atención en las cosas que
estaban erradas en sus vidas. Si ellos necesitaban hacer
restitución financiera, debían inmediatamente escribir un
cheque, con los intereses respectivos. Igualmente, él insistió
en que cualquiera que necesitaba escribir cartas de disculpa,
debía hacerlo en forma inmediata. Al hacer esto, «el fuego
de Dios» vendría.
El miércoles por la tarde, Meyer informó que las personas
habían respondido. Relaciones matrimoniales, por ejemplo,
se habían puesto en orden. Sin embargo Meyer estaba
preocupado, porque algunos mostraron complacencia, y les
instó a que examinaran sus motivos.
Compromiso con la acción social
En 1883 se publicó en Inglaterra «The Bitter Cry of Outcast
London» (El Amargo Lamento del Londres Proscrito), que
detallaba la pobreza, miseria y degradación sexual de
Londres. Como consecuencia, el mundo cristiano se levantó
con diversas iniciativas de ayuda a los necesitados.
F. B. Meyer hizo suya esta causa, y se abocó a combinar la
predicación con ambiciosos programas sociales, que
incluían la rehabilitación de ex-convictos, prostitutas y
alcohólicos. Uno de los aportes que Meyer intentó hacer fue
crear fuentes de trabajo. Una de ellas fue ‗F. B. Meyer -
Firewood Merchant‘ (F. B. Meyer, Comerciante de Leña) y
el otro era un negocio de limpieza de ventanas, para dar
dignidad a los expresos a través del trabajo.
Lamentablemente, los resultados no fueron siempre
alentadores. En su fábrica de leña él recibía a ex-convictos,
y les ofrecía buenos sueldos, un lugar para vivir y, cuando
era posible, estímulo espiritual. A cambio, él esperaba que
ellos tuvieran un buen rendimiento. Pero ellos no lo hicieron
así, y él perdió dinero. Finalmente, tuvo que despedirlos, y
compró una sierra circular impulsada por un artefacto de
gas. En una hora, el trabajo rindió más que los esfuerzos
combinados de todos los hombres en el curso de un día
entero.
Un día, Meyer tuvo una pequeña charla con su sierra:
«Cómo puedes tú hacer tanto trabajo?», preguntó. «¿Eres tú
más afilada que las sierras que mis hombres estaban usando?
¿No? ¿Es tu hoja más brillante? ¿No? ¿Qué entonces?
¿Mejor aceite o lubricación contra la madera?».
La respuesta de la sierra, si pudiese hablar, habría sido: «Yo
pienso que hay una energía más fuerte detrás de mí. Algo
está trabajando a través de mí con una nueva fuerza. No soy
yo, es el poder detrás de mí».
A partir de esta experiencia, Meyer observó que muchos
cristianos están trabajando en el poder de la carne, en el
poder de su intelecto, su energía, su celo entusiasta, pero con
efecto pobre. Ellos necesitan unirse al poder de Dios a través
del Espíritu Santo.
Meyer también emprendió un ataque masivo contra los
prostíbulos. Decía: «No hay otro pecado como la falta de
castidad, que provoque la caída de una nación más pronto.
Si la historia enseña algo, enseña que esa indulgencia
sensual es la vía más segura a la ruina nacional. La sociedad,
al no condenar este pecado, se condena a sí misma». A
través de los esfuerzos de un equipo especializado de la
iglesia, 700-800 locales fueron cerrados entre 1895 y 1907 y
se hicieron esfuerzos para ofrecerles empleo alternativo y
alojamiento a las ex-prostitutas.
Sin embargo, su pasión por las actividades socio-políticas le
metió en más de algún problema. En 1906 se vio obligado a
disculparse ante un muy anglicano público de Keswick por
todo aquello en que él hubiese «involuntariamente» herido a
algún clérigo anglicano por las cosas fuertes que se había
visto forzado a decir sobre los «grandes problemas
políticos». Él tenía que ser fiel a sus principios, pero quería
«defenderlos en un espíritu de perfecto amor y ternura». La
asamblea fue tranquilizada, y Meyer recibió un «Amén».
Las preocupaciones socio-políticas raramente figuraron en
Keswick, y Meyer hizo una contribución crucial
manteniendo el movimiento de santidad en contacto con la
acción cristiana práctica.
Tendiendo puentes entre las divisiones
A través de las conexiones que él hizo con diferentes
realidades de vida y pensamiento cristianos, Meyer intentó
construir puentes entre grupos que eran a menudo recelosos
entre sí. A través de su ministerio en Keswick, él fue muy
hábil para crear un vínculo entre las dos más grandes
corrientes cristianas de Inglaterra: el Anglicanismo y el No
Conformismo.
Para ser creíble, la espiritualidad de Keswick tenía que
trascender los límites denominacionales. Dado que Meyer
era el representante inglés más excelente del «No
conformismo» en la plataforma de Keswick –él fue dos
veces presidente del Concilio Nacional de las Iglesias Libres
Evangélicas, fue el secretario honorario de ese cuerpo
durante diez años, y fue presidente de la Unión Bautista,
sirviendo con distinción entre 1906-07–, él fue idealmente
puesto para insistir en que los líderes de la Iglesia Libre
debían estar abiertos a los énfasis de Keswick.
El lema de Keswick «Todos Uno en Cristo Jesús» (escogido
por el cuáquero Robert Wilson) fue sostenido con
entusiasmo por Meyer. Su visión, que él derivó en parte de
D. L. Moody, era de unidad espiritual por sobre los límites
sectarios. Meyer se aprovechó de Keswick para dirigirse a
grupos eclesiásticos específicos. Los clérigos, incluyendo a
los Clérigos Altos, fueron instados por Meyer en 1910 para
orar por sus vecinos locales bautistas y del Ejército de
Salvación. Él vio la enseñanza de la vida interior como un
camino natural a «una visión más amplia de la constitución
divina de la Iglesia de Cristo». La visión de Meyer fue que
esa verdadera espiritualidad era una parte de la vida de la
iglesia uniendo y reconciliando.
Dado este punto de vista, Meyer siempre estaba abierto a los
nuevos movimientos de renovación espiritual, aun cuando
ellos vinieran de fuentes inesperadas. Él vio una evidencia
de profunda realidad espiritual y poder en el Avivamiento
galés de 1904-05, que tenía como su líder principal al
minero galés Evan Roberts.
Este avivamiento tenía varias conexiones con Keswick. En
1903, algunos jóvenes ministros galeses vinieron a Keswick
«con un tono cercano a la desesperación» ansiosos de recibir
avivamiento personal. Uno de ellos, Owen Owen, escribió a
Meyer, en nombre de los demás. Meyer les aconsejó asistir a
una convención que era organizada por una líder de santidad
galesa, Jessie Penn-Lewis. El impacto que causó Meyer en
esa convención fue considerable. Cuando él dio la
oportunidad para la expresión de rendición y dedicación,
parecía como si todos quisieran recibir «la llenura de
bendición».
Meyer fue inicialmente cauto sobre el emocionalismo galés.
Sin embargo, algo significativo estaba pasando. Meyer se
mantuvo en estrecho contacto con los líderes más jóvenes
del avivamiento, algunos de los cuales habían sido
profundamente afectados por su ministerio.
En enero de 1905, Meyer visitó Gales para oír a Evan
Roberts. El poder que vio en las reuniones conducidas por
Roberts hizo a Meyer sentirse como «un niñito en la escuela
del Espíritu Santo», y volvió a Londres decidido a extender
el mensaje del avivamiento. Veinte años después, Meyer
hablaba de su experiencia en Gales en 1905 como «días de
fluir pentecostal».
Fue de ese trasfondo de avivamiento que un nuevo
movimiento del siglo XX, el Pentecostalismo, tomó forma.
Meyer hizo su propia contribución a su aparición.
En abril de 1905, él habló durante ocho días a grandes
concentraciones en Los Angeles, enfatizando lo que él había
experimentado de Evan Roberts y el avivamiento galés. Uno
de los presentes el 8 de abril de 1905 era Frank Bartleman,
que iba a ser una figura central en la explosión pentecostal
en Azusa Street, Los Angeles, en el año siguiente.
Bartleman se «conmovió» al oír cómo «Meyer ... describió
el gran avivamiento en Gales que él había visitado».
En Keswick había temores de los excesos del
Pentecostalismo. Meyer por su parte, era más cercano que la
mayoría de los maestros de Keswick a la doctrina
pentecostal del bautismo del Espíritu, y por su enseñanza
acerca del Espíritu Santo, creó lazos con la nueva
espiritualidad. En 1930, una revista líder pentecostal
británica, refiriéndose al desarrollo del Pentecostalismo,
sugirió que la enseñanza de Meyer había contribuido
significativamente al despertar pentecostal.
Otro movimiento que tuvo un impacto considerable en los
cristianos en los años veinte, sobre todo en América del
Norte, fue el Fundamentalismo. Con su deseo de una
espiritualidad inclusiva, Meyer encontró la estridencia del
Fundamentalismo poco atractiva. Para Meyer, y para la
mayoría de los líderes de Keswick, el espíritu violento del
Fundamentalismo desentonaba con la apacibilidad que debe
caracterizar a la persona espiritual. Meyer estuvo en Estados
Unidos en 1926, y cuando se le pidió hacer un comentario
sobre el Fundamentalismo contestó que la fe cristiana era
«no una materia de argumento, sino una fuerza espiritual».
Él no creía en una espiritualidad que, en lugar de crear,
divide.
Una red espiritual mundial
En 1891, Meyer hizo su primer viaje a América del Norte,
invitado por Moody a hablar a la conferencia anual que éste
convocó en Northfield, Massachusetts. Antes de ir a los
Estados Unidos, a Meyer se le avisó que él debía evitar la
palabra «santidad,» debido a sus asociaciones con las ideas
de «impecabilidad». Meyer, sin embargo, decidió subrayar
la espiritualidad de santidad de Keswick. Hubo algunas
protestas en Northfield por lo que Meyer estaba enseñando,
pero él fue considerado un gran éxito.
T. L. Cuyler informó en el «New York Evangelist» sobre las
muchedumbres espiritualmente hambrientas que quisieron
oír a Meyer tres veces al día. Cuyler atribuyó la efectividad
de Meyer al hecho de que él era efectivamente un místico
profundo y completamente práctico.
Meyer era consciente de que su enseñanza sobre
espiritualidad estaba siendo evaluada, y él creyó que podría
resistir el escrutinio. Reclamó ser él el primero en ofrecer a
Norteamérica la sistematización de Keswick del «lado
subjetivo de la experiencia cristiana» en «pasos sucesivos»,
aunque también reconoció que su pensamiento estaba en
línea con el del predicador norteamericano, A. J. Gordon.
De hecho, juntos condujeron reuniones orientadas a motivar
la recepción de la «llenura» del Espíritu.
El sueño de Meyer probablemente era que Northfield fuese
un Keswick americano. Su hermoso entorno estaba,
comentó Meyer, en «estrecha armonía con el carácter
devocional de las reuniones». Con algún descuido por los
sentimientos americanos, Meyer se regocijó en 1894 en la
recepción de «la vida interior como es enseñada en
Inglaterra», y cuando Meyer llegó a América en 1896,
Northfeld estaba, en palabras de Moody, «esperando ser
llevado a la tierra prometida». Meyer estaba amoldándose a
la espiritualidad interdenominacional internacional.
De Northfield, Meyer, con apoyo de Moody, pudo penetrar
más allá en el ambiente evangélico americano. En 1897, él
se sentía capaz de anunciar desde Boston que él creía que las
«posiciones principales» de Keswick habían sido aceptadas,
y la misma visita a Boston vio, según el informe de Meyer,
400 ministros que se arrodillaron para recibir «un bautismo
aplastante del Espíritu Santo». Muchos líderes eclesiásticos
a lo largo de los Estados Unidos estaban fascinados de oír
que Meyer, como maestro de santidad, denunciaba «los
errores y extravagancias» del perfeccionismo. Meyer fue
«estrechamente interrogado» por muchos pastores durante
su visita en 1897. Él dio la bienvenida a este interrogatorio
como una oportunidad de denunciar «visiones exageradas y
enfermizas».
Aunque Meyer estaba preparado para defender la posición
doctrinal de Keswick en puntos polémicos, él no era un
polemizador. Más bien su preocupación era por los
resultados prácticos. Así, en Richmond, Virginia, en 1901,
estaba encantado que una asamblea entera estuviera de pie
«clamando por la llenura de la promesa de Pentecostés».
Para Meyer era crucial forjar un carácter de santidad que
atravesara el Atlántico.
A la edad de 80 años, él emprendió su duodécima campaña
de predicación en Estados Unidos, viajando más de 15.000
millas y dirigiendo más de 300 reuniones.
Durante los 1890s, el mensaje de Keswick llegó a ser no
sólo familiar a los cristianos en Bretaña y América del
Norte, sino en muchas partes del mundo. Muchos
misioneros fueron a ultramar como resultado de la influencia
de Keswick. Meyer estaba orgulloso de lo que él llamaba la
«energía irresistible» que derivaba de la espiritualidad de
Keswick y que produjo lo que él vio como un movimiento
misionero notable.
El propio Meyer fue reconocido como el que más hizo por
extender el mensaje de Keswick a lo largo del mundo. Con
su linaje alemán, él estaba encantado de ser el primer orador
inglés, en 1897, en la Convención de Blankenburg, en las
colinas cubiertas de pinos del sur de Alemania.
El ministerio de Keswick de Meyer lo llevó en una jornada
de 25.000 millas al Oriente Medio y Lejano en 1909.
Dondequiera que él fue, intentó ser pertinente con la
realidad local, relacionando a grupos que iban de los
armenios en la Iglesia Gregoriana en Constantinopla a los
residentes de Penang, China, que vinieron a oírlo en el salón
del pueblo.
Cuando Meyer encontró culturas diferentes, su acercamiento
relativamente desprovisto de lo dogmático en teología le
permitió adaptar su mensaje a cada situación. En India, por
ejemplo, Meyer aprovechó el interés de los hindúes en los
«aspectos subjetivos» de la fe. El interés de Meyer era
adaptar su enseñanza sobre la experiencia espiritual más
profunda para que las personas en culturas diferentes
pudieran entenderlo y pudieran hacerla suya propia.
Teología y espiritualidad
Aunque Meyer puso fuerte énfasis en vivir la vida de
santidad práctica, él no era de ningún modo indiferente a la
teología. Él hablaba de su deuda a los pensadores de la
tradición Reformada, como el teólogo americano Jonathan
Edwards. Pero la Cristiandad, para Meyer, era finalmente
(como él lo dijo en 1894) «no un credo, sino una vida; no
una teología o un ritual, sino la posesión del espíritu del
hombre por el Espíritu Eterno del Cristo Viviente». Él
estaba consciente, dijo en 1901, de que la Cristiandad había
sido «vergonzosamente maltratada» por los evangélicos y
otras clases de cristianos que habían pensado que la
Cristiandad era totalmente una cuestión de doctrina objetiva.
Él argüía que era «grandemente e igualmente» subjetiva.
Como un guía espiritual, y también evangelista práctico y
activista social, Meyer sostuvo que la consideración más
urgente para la iglesia no era la ortodoxia del credo sino la
fe viviente.
Significativamente, Meyer, en un mensaje en 1901 en una
Conferencia de la Alianza Evangélica, reconoció su deuda
hacia «los santos místicos»; y aquellos a quienes él parecía
haber admirado más eran los que, como Francisco de Asís,
combinaron la espiritualidad con la misión en el mundo.
Para Meyer, el misticismo no significaba sólo una vida de
contemplación sino una correspondiente acción dirigida al
exterior. Dios mismo, como Meyer lo veía, era un Dios de
acción. Meyer era atraído hacia una teología que imaginaba
a Dios como «un peregrino» con su pueblo. Este
acercamiento teológico le permitió ver la experiencia de
Dios como un continuo ir, en que el cristiano nunca asía del
todo a Dios, sino siempre estaba siendo más profundamente
atraído a la realidad de Dios a través de la jornada de seguir
a Cristo.
Las reflexiones de Meyer sobre la teología en relación a la
espiritualidad continuaron hasta el fin de su vida y parecían
haber ahondado como él lo reflejó en su larga jornada
espiritual. Escribiendo en 1928 sobre la naturaleza trinitaria
de Dios, Meyer observó que en sus años tempranos la cruz
de Cristo era presentada como si el enojo de Dios necesitara
ser propiciado antes de que él pudiera «abrir las puertas de
la esclusa de su amor». Esto creó una visión de Dios que no
alentaba la confianza en sus amorosos propósitos. De hecho,
declaraba Meyer, la auto-entrega de Jesús en su muerte fue
un acto de Dios, y sin esta perspectiva cristológica, la
expiación estaba «oscurecida y empañada».
Para Meyer, el verdadero conocimiento de Dios podría ser
descubierto sólo en Dios revelado en Cristo. Éste era un
conocimiento del perdón del pecado, pero también de unión
con Cristo.
En «The Call and Challenge of the Unseen» (La Llamada y
el Desafío del Invisible), también publicado en 1928, el
énfasis de Meyer estaba en la experiencia cristiana
contemporánea de la muerte con Cristo, no sólo en la
experiencia que fluyó de la muerte de Cristo en el pasado.
Meyer usó el ejemplo de John Tauler, el místico alemán del
siglo XIV, a quien Nicolás de Basilea dijo: «Doctor Tauler,
usted debe morir». Como resultado de poner en la práctica
en su vida interior este mensaje, Tauler predicó sermones
que Meyer consideró «altos modelos de un devoto...
ministerio».
En una serie de artículos en «The Christian», en 1929,
Meyer se valió de grupos como los valdenses del siglo XII,
con su ministerio radical en Italia, para ilustrar su ideal de
verdadera espiritualidad. Él creyó haber encontrado una
expresión similarmente auténtica de fe, en una forma
contemporánea, en la posición de Keswick.
Durante su vida larga y fructífera, predicó más de 16.000
sermones. Fue autor de más de 40 libros, incluyendo
biografías de personajes bíblicos (estudio de caracteres),
comentarios devocionales, volúmenes de sermones y
trabajos explicativos. También fue autor de varios folletos y
editó varias revistas.
En español, las editoriales CLIE y Vida han publicado
varios de sus libros. Entre ellos: «La vida y la luz de los
hombres», «Ciudadanos del cielo», «Cristo en Isaías», y la
serie «Grandes Personajes de la Biblia».
Sus escritos son simples y atrayentes, y están conectados
con experiencias de su propia vida. En unos de sus muchos
viajes en barco, Meyer estaba de pie en la cubierta de una
nave que se acercaba a tierra. Mientras la tripulación guiaba
la embarcación, él se preguntó cómo ellos podían navegar
con seguridad hacia el muelle. Era una noche tormentosa, y
la visibilidad era baja. Meyer se asomó a través de la
ventana y preguntó: «Capitán, ¿cómo sabe usted guiar esta
nave en este estrecho puerto?».
«Este es un arte», contestó el capitán. «¿Ve usted esas tres
luces rojas en la orilla? Cuando todas ellas están en línea
recta, yo puedo entrar perfectamente».
Después, Meyer escribió: «Cuando nosotros queremos
conocer la voluntad de Dios, hay tres cosas que siempre
necesitan estar en línea: el impulso interior, la Palabra de
Dios, y la disposición de las circunstancias. Nunca actúes
hasta que estas tres cosas estén en concordancia».
Dice un autor: «La redacción de sus sermones era simple y
directa; él pulía sus escritos como un artista pule una piedra
perfecta. Había siempre una imaginación resplandeciente en
sus palabras; su discurso era pastoral, encantador como un
valle inglés bañado en luz del sol... En su día, grandes
guerras se pelearon. Aquéllos que fueron a oírlo se olvidaron
de las batallas».
F. B. Meyer pasó a la presencia del Señor el 28 de marzo de
1929.
Erasmo, precursor y pacificador
Semblanza de Erasmo de Rotterdam
Entre la abigarrada multitud de personajes destacados del
siglo XVI –entre los cuales destacan, sin duda, los
reformistas y contrarreformistas–, Erasmo de Rotterdam
ocupa, para nosotros, desde una perspectiva exclusivamente
religiosa, un lugar muy secundario. Sin embargo, en su siglo
no fue así. Al contrario, de todos los hombres que influyeron
en la génesis de la Reforma Protestante, Erasmo ocupa un
lugar principal. Aunque siempre se mantuvo como tras
bastidores, como un intelectual recluido entre cuatro
paredes, sus cartas con las principales figuras políticas y
culturales de la época, y sus libros, ayudaron a crear las
condiciones para que la revolución religiosa que habría de
venir fuera posible.
Erasmo de Rotterdam nació en Gonda, cerca de Rotterdam,
en 1466. Fue hijo ilegítimo de un seminarista próximo a
ordenarse y de su ama de llaves. Sus padres fallecieron
cuando Erasmo contaba 14 años aproximadamente (en
1483) en una grave epidemia de peste.
Su educación temprana la recibió entre los «hermanos de la
vida común», con quienes aprendió la Devotio Moderna,
que se enfocaba en los aspectos prácticos de la espiritualidad
cristiana, como la oración, el estudio de la Escritura, el
ejemplo de Cristo y la meditación. De esta manera, estuvo
vinculado desde el principio, con una larga tradición de
creyentes y místicos medievales, que buscaron acercarse
directamente a Dios, sin mediadores e intermediarios, de una
manera simple y sencilla.
Los hermanos de la vida común estaban, además,
estrechamente emparentados con los «Unitas Fratum» de
Bohemia. De hecho, Erasmo estudió en una de las escuelas
que estos últimos fundaron en Deventer. Así, su carrera se
entronca con una larga corriente de hermanos que
mantuvieron en alto la antorcha de la fe en los días de mayor
oscuridad y persecución, para los cuales los evangelios eran
más preponderantes que las epístolas y la práctica cristiana
más que la teología; énfasis que habría de plasmarse hasta
cierto punto en el movimiento anabaptista y, después de
ellos, en los moravos.
Más tarde, Erasmo ingresó sin vocación en el convento de
los agustinos de Steyn, siendo ordenado sacerdote el mismo
año que Colón llegaba a América. En el convento se
encontraba la mayor biblioteca clásica del país, así que las
mejores horas las dedicaba el joven Erasmo a la lectura y a
la pintura.
Erasmo nunca encontró agrado en el oficio sacerdotal; de
hecho, jamás lo ejerció. Con gran habilidad, se las arregló
para no llevar traje sacerdotal, y evitar los rígidos ejercicios
piadosos y la disciplina de los conventos. Más tarde obtuvo
una dispensa papal para vivir y vestir como un erudito laico.
Formación del humanista
A los 26 años de edad se escabulle del claustro, pero no
renunciando a los hábitos, sino obteniendo un puesto como
secretario del obispo de Cambray, que viajaba a Italia. Así
tuvo ocasión de conocer personalidades de la cultura y de la
iglesia, y sobre todo, pudo dedicarse con pasión a sus
estudios clásicos. Al cabo de un tiempo, obtuvo beca y
pensión para viajar a Paris a continuar sus estudios de
teología.
En un viaje a Inglaterra a fines de 1499 conoce a John Colet,
que a la sazón daba una conferencia sobre los escritos de
Pablo. Esto despertó en Erasmo el deseo de conocer más
profundamente las Escrituras.
En 1500, Erasmo publicó sus «Adagios», que consisten en
más de 800 frases, máximas o refranes derivados de la
tradición grecolatina, junto con notas acerca de su origen y
su significado. La hábil selección de Erasmo ahorraba a los
señoritos de la sociedad el trabajo de leer a los clásicos. La
mayoría de esos refranes se siguen utilizando el día de hoy.1
Erasmo trabajó en los «Adagios» durante el resto de su vida,
a tal punto que la colección creció en 1521 hasta contener
3.400 de ellos, siendo 4.500 al momento de su muerte. El
libro mereció más de 60 ediciones, una cifra sin precedentes
para el año 1500.
Fue en Inglaterra que descubrió Erasmo su paraíso y su
verdadera vocación. Allí era admirado sin reparos ni
menosprecios de clase. Era reconocido como intelectual, por
su elegante latín, por su arte de conversador. Se hizo amigo
de las más connotadas figuras de la intelectualidad: Tomás
Moro, John Fisher, John Colet; en tanto que los arzobispos
Warham y Cranmer fueron sus protectores. En Inglaterra
adquiere el roce social y el sentido de universalidad que el
mundo admirará más tarde.
Sin embargo, Erasmo no se hace inglés. Se le ofreció un
puesto vitalicio en el Colegio de la Reina de la Universidad
de Cambridge y, de desearlo, hubiese podido pasar el resto
de su vida enseñando Ciencias Sagradas a lo mejor de la
realeza y la nobleza inglesas. Sin embargo, su naturaleza
inquieta y trashumante y su aversión a la rutina, lo hicieron
declinar ese cargo y todos los que se le ofrecerían en el
futuro. Era un cosmopolita, y como tal, sus afectos estaban
en todas partes y con todas las gentes que amaban el saber.
En 1503 Erasmo publica el primero de sus libros más
prominentes: el «Manual del Soldado Cristiano». En este
pequeño volumen Erasmo delinea los principales aspectos
de la vida cristiana. La clave de todo, dice en el libro, es la
sinceridad. El Mal se oculta dentro del formalismo, del
respeto por la tradición, y del consumo, pero nunca en la
enseñanza de Cristo.
Durante toda su vida, Erasmo fue un enemigo de toda
institucionalidad, especialmente religiosa. Identificaba el
ceremonial de la Iglesia con el ámbito de la apariencia y la
irrealidad. En sus investigaciones, sus fuentes no fueron las
que comúnmente se aceptaban, lo que sentó las bases para
un pensamiento libre y sin las ataduras académicas en boga.
Aborrecía los métodos disciplinarios severos en las escuelas,
porque eran aplicados por personas –monjes en su mayoría–
que vivían en una evidente «relajación moral».
Entre 1506 y 1509 Erasmo vivió en Italia. Mientras obtenía
su doctorado en la Universidad de Turín, comprobó que el
espíritu medieval dominaba las estructuras de pensamiento y
la praxis del mundo académico. El pensamiento, según la
visión de Erasmo, había retrocedido a los primeros siglos.
Desde entonces fue un incansable luchador contra el
anquilosamiento ideológico que imperaba en todas las
instituciones intelectuales, políticas y sociales de su época.
Con las ideas de los agustinos y algunos conceptos de John
Colet comenzó a analizar el núcleo esencial de los textos
clásicos, modernizando sus contenidos para que cualquiera
pudiese penetrar su significado.
Entre 1506 y 1509 Erasmo vivió en Italia, la mayor parte del
tiempo trabajando en la editorial de Aldus Manutius en
Venecia. Nuevamente le ofrecieron cargos serios y
ventajosos, especialmente como educador, a lo cual él
respondía que prefería no aceptarlos, porque lo que ganaba
en la casa editora, si bien no era mucho, le resultaba
suficiente.
A partir de estas conexiones con universidades y literatos,
Erasmo comenzó a rodearse de quienes pensaban igual que
él en cuanto a rechazo por los procedimientos y sistemas
establecidos (en especial la Iglesia misma). Sin embargo, no
todos simpatizaban con él: había quienes eran hostiles a los
principios de elevación literaria, espiritual y religiosa que
postulaba. Estos opositores comenzaron a criticarlo tanto en
público como en privado, y puede que hayan sido la causa
por la cual el Erasmo abandonó Italia y se refugió en
Basilea, Suiza.
Su obra maestra
Cuando viajaba desde Italia escribió su obra más conocida:
«El elogio de la locura», en 1509. En ella Erasmo se vale de
un artificio para poder criticar las instituciones, desde el
papado hacia abajo, sin pagar el precio por ello. En su libro,
Erasmo no habla por sí mismo, sino que, en lugar suyo, hace
que la Stultitiae, la Locura, las diga. De ello se deriva una
divertida situación, pues no se sabe nunca quién es, en
realidad, el que tiene la palabra. ¿Habla Erasmo seriamente,
o habla la Locura en persona, y a la cual hay que perdonarle
hasta lo más descarado – porque al fin de cuentas, ¿quién
puede tomar en serio a un loco?
En tiempos en que imperaba la intolerancia –no olvidemos a
la todopoderosa Inquisición– era esa la única forma de decir
lo que todo el mundo veía pero que nadie se atrevía a
denunciar. La Locura pronunciaba lo que les quemaba
secretamente a cientos de miles de hombres. El libro encantó
a todos – incluso a los que acusaron el golpe. «Burla
burlando», sus precisas caricaturas no dejaron títere con
cabeza.
Para Erasmo, todos los hombres y las instituciones religiosas
estaban bajo el gobierno de la Locura, porque se habían
apartado del verdadero cristianismo. Por eso, se debía huir
de las apariencias, de ese teatro de la inautenticidad, y
recobrar la espiritualidad primigenia a través de una sincera
vivencia individual.
La Locura decía en parte de su discurso: «Si los sumos
sacerdotes, los papas, los representantes de Cristo, se
esforzaran por ser semejantes a él en su vida, si sufrieran la
pobreza, soportaran sus sufrimientos, participaran de su
doctrina, tomaran consigo su cruz y su desprecio del mundo,
¿quién sobre la tierra sería más digno de lástima que ellos?
¡Cuántos tesoros perderían los padres santos si la sabiduría,
si un solo grano de la sal de que habla Cristo, se apoderase
una sola vez de su espíritu! En lugar de aquellas inmensas
riquezas, aquellos divinos honores, la distribución de tantos
empleos y dignidades, de tan numerosas dispensas, de tan
diversos impuestos y de goces y placeres tan diversos, se
presentarían noches sin sueño, días de ayuno, oraciones y
lágrimas, ejercicios de devoción y mil otras molestias».
A veces el tono pasa de liviano a grave, y asestaba un golpe
más profundo: «Como toda la doctrina de Cristo predica la
dulzura, la paciencia y el desprecio de todo lo terreno,
aparece claramente ante los ojos lo que esto significa. Cristo
desarma de tal modo a sus embajadores, que les recomienda
que se despojen no sólo de su calzado y de su blusa, sino
también de su túnica, a fin de que entren desnudos y libres
de todos los bienes en la carrera evangélica. No les deja
llevar sino su espada, pero esta espada no es aquella llena de
mal de que se arman los bandidos y los parricidas, sino la
espada del espíritu, que penetra hasta el fondo más íntimo
del alma y que de un solo golpe corta en ella todas las
pasiones, para que en adelante sólo la piedad florezca en el
corazón».
Este libro, en apariencia una farsa, es –como escribe un
comentarista– uno de los libros más peligrosos de su tiempo,
y fue en realidad la explosión que dejó libre el camino a la
Reforma.
Pero el espíritu refinado de Erasmo no abogaba por una
reforma abierta y violenta. Él propugnaba un renacimiento
de la piedad y la pureza en el seno de la Iglesia Organizada,
lejos de las exterioridades y frivolidades. Vale decir, una
«reforma desde adentro». Erasmo nunca renunció a la
Iglesia de Roma, y siempre mantuvo un declarado respeto
hacia los prelados.
Erasmo no reñía por detalles de doctrina, sino que enfatizaba
lo grueso y medular. Se limitaba a acentuar que la
observancia de las formas externas, en sí mismas, no son la
verdadera esencia de la piedad cristiana, que únicamente en
lo interior se decide la verdadera medida de la fe del ser
humano. Más decisivo que la nimia observancia de todos los
ritos y plegarias, que todos los ayunos y que oír todas las
misas, es la dirección personal de la vida en el espíritu de
Cristo.
Un retorno a las fuentes
Como hombre culto y profundamente cristiano, Erasmo
buscó conciliar las bonae litterae con las sacrae litterae. Y
para poder hacerlo, se propuso explorar las fuentes
originales del cristianismo, porque allí fluía limpio y puro el
evangelio sin la mezcla de ningún dogma ni tradición.
Erasmo mostró cuánto se había devaluado el sentido original
de las Escrituras y de qué modo las autoridades exegéticas
se habían valido de su poder y autoridad para hacerlo.
En 1504, trece años antes de Lutero, Erasmo escribió: «No
soy capaz de expresar cómo me dirijo hacia los libros
sagrados con alas desplegadas, y cómo me repugna todo lo
que me aparta de ellos, o por lo menos, me estorba». Erasmo
pensaba que la vida de Cristo, tal como es referida en los
Evangelios, no debía seguir siendo por más tiempo
privilegio de los religiosos y de la gente que sabía latín.
Todo el pueblo podía y debía participar de ella, «el aldeano
debe leerla detrás de su arado, el tejedor en su telar»; la
mujer en su enseñanza a los hijos.
Para poder llevar a cabo esta magna obra de traducción de la
Biblia a las lenguas nacionales, Erasmo percibe que también
la Vulgata, la única versión latina de la Biblia existente,
consentida y aprobada por la Iglesia, había experimentado
desfiguraciones y contenía demasiadas inexactitudes. La
versión que él visualiza no debía tener ninguna mancha
terrena, ningún sesgo particular. Así, actualiza
cuidadosamente una versión griega del Nuevo Testamento, y
lo traduce al latín, acompañando sus innovaciones con un
minucioso comentario crítico.
Esta nueva traducción de la Biblia que apareció
simultáneamente en griego y en latín, en 1516, en Basilea,
es un nuevo paso hacia la revolución que ya se incubaba. En
un gesto de profunda ironía, y de sutil diplomacia, Erasmo
dedicó su versión de la Biblia al papa León X, quien
representaba todo lo que el escritor rechazaba en la Iglesia.
El Papa la acepta, halagado, y responde afectuosamente con
un: «Nos ha causado alegría». Incluso llega a alabar el celo
con que Erasmo se dedicaba a las Sagradas Escrituras.
En esta nueva traducción se basó después Martín Lutero
para llevar a cabo su estudio de la Biblia, en el cual
cimentaría toda su teología posterior. Es por ello que el
trabajo de Erasmo tuvo resonancias históricas que persisten
hasta el día de hoy y se lo encuentra en la misma génesis del
protestantismo. El texto griego publicado por Erasmo –
conocido como «textus receptus»– es la base de todas las
traducciones protestantes posteriores hasta principios del
siglo XX.
Es también la base de la versión inglesa de la Biblia
conocida como «Biblia King James», y de otras muchas
versiones, como la Reina-Valera, en español. Tiene la
particularidad de representar la primera aproximación de un
sacerdote y académico libre, para comprender y traducir con
certeza lo que los escritores bíblicos habían intentado
expresar. Esta tarea no se había emprendido nunca en el
pasado.
Apenas publicado el texto, Erasmo acometió de inmediato la
redacción de su «Paráfrasis del Nuevo Testamento», la cual,
en varios tomos y en un lenguaje popular, ponía al alcance
de cualquiera los contenidos completos de los Evangelios,
profundizando con precisión incluso en sus aspectos más
complejos. Como toda la obra de Erasmo, el original estaba
escrito en latín, pero su impacto en la sociedad renacentista
fue tan grande que de inmediato se lo tradujo a todas las
lenguas comunes de los países europeos. Erasmo aprobó y
agradeció estas traducciones, porque comprendía que
pondrían su obra al alcance de muchísima gente, algo que
nunca podría lograr el original en lengua culta.
Trabajador incansable
Erasmo era un amante de los libros. Los amigos que él
visitaba tenían siempre nutridas bibliotecas, y para él ese era
el lugar de la casa más atractivo siempre. Solía decir:
«Cuando tengo un poco de dinero, me compro libros. Si
sobra algo, me compro ropa y comida». Los libros eran sus
amigos silenciosos y no violentos, y su trato con ello fue
más que frecuente.
Erasmo desarrolló una rara habilidad para escribir, y para
hablar sobre temas controversiales con galanura y elegancia.
Un biógrafo explica: «Por la décima parte de las audacias
que Erasmo expuso en su época, otros fueron llevados a la
hoguera; pues las exponían torpemente y sin miramientos,
pero los libros de Erasmo eran acogidos con grandes
honores por los papas y príncipes de la iglesia, por reyes y
por duques, gracias a su arte literario y huma-nístico de
envolver las cosas, Erasmo deslizó de contrabando en los
conventos y las cortes de los príncipes toda la materia
explosiva de la Reforma».
De salud y gustos delicados, era no obstante, un trabajador
incansable. Simultáneamente escribía varios libros, y los
publicaba con igual profusión. Dormía poco y trabajaba
mucho. «Escribía en sus viajes, en el traqueteante carruaje;
en toda posada la mesa se convertía al instante en pupitre de
trabajo». Estaba al día de todo lo que ocurría en el mundo
cultural y político de su tiempo. Su palabra, aunque aguda,
era siempre mesurada y sabia; su opinión era valorada por
todos los hombres cultos de su época, no importa de qué
partido o bando fuesen. Su claro entendimiento siempre
arrojaba luz sobre las cosas, ordenándolas y
simplificándolas.
Pero Erasmo fue hombre de reflexión y estudio, no un
hombre de acción. Él alumbró el camino a muchos, pero no
siempre lo recorrió él mismo.
El mundo se rinde a sus pies
En el período comprendido entre sus cuarenta y cincuenta
años de edad, Erasmo alcanza el cenit de su gloria.
Todo el mundo le alaba y se rinde a sus pies. Si en el pasado
él buscaba el favor de los grandes, ahora son los grandes
quienes buscan su favor. Emperadores y reyes, príncipes y
duques, ministros y hombres de letras, papas y prelados,
compiten por alcanzar el favor de Erasmo. Carlos V le
ofrece un asiento en su consejo; Enrique VIII quiere ganarlo
para Inglaterra; Fernando de Austria para Viena; Francisco I
para París; De Holanda, Brabante, Hungría, Polonia y
Portugal vienen las propuestas más seductoras; cinco
universidades se disputan el honor de ofrecerle una cátedra;
tres papas le escriben epístolas respetuosas. Jamás un
hombre particular poseyó en Europa un poder universal tan
grande, en virtud sólo de sus valores intelectuales y morales.
En su cuarto se amontonan ricos presentes. Erasmo, a un
tiempo prudente y escéptico, acepta cortésmente estos
honores, pero no se vende. Se mantiene independiente y
libre. No quiere ser amo ni siervo de nadie.
Es difícil de explicar un fenómeno como éste en nuestro
siglo. Erasmo era más que un fenómeno literario; llegó a ser
la expresión simbólica de los más secretos anhelos
espirituales colectivos. Era la figura del humanista cristiano,
universal, no adscrito a partido alguno, piadoso, sabio,
ponderado, y a la vez audaz, capaz de decir lo que nadie se
atreve a decir, y decirlo con galanura, elegancia – ese fino
estilo clásico tan admirado en su tiempo.
Este firme anhelo de ser libre, de no querer atarse a nadie,
hizo de Erasmo un nómada durante toda su vida.
Infatigablemente, viajó por toda Europa. Nunca fue rico,
pero nunca pobre, nunca estuvo atado ni a esposa ni a hijos.
No ansiaba ser soberano de nadie, ni tampoco súbdito de
nadie.
Erasmo, precursor y pacificador
Semblanza de Erasmo de Rotterdam (2a Parte)
Erasmo de Rotterdam nació en 1466, hijo ilegítimo de un
seminarista y su ama de llaves. Su primera educación la
recibió de los «hermanos de la vida común», con un énfasis
en la vida interior. Sacerdote sin vocación, a los 26 años se
comienza a relacionar con altas personalidades de la Iglesia
y la cultura, dedicándose con pasión a los estudios clásicos.
Tempranamente se hace famoso gracias a su obra
«Adagios», y se hace célebre con la publicación de «Elogio
de la Locura», a los 43 años de edad. En esta obra, Erasmo
logra realizar ácidas críticas a la Iglesia establecida,
mediante un artificio literario, que le exime de recibir
condena por ellas. Sin embargo, lo que más influyó para el
surgimiento de la Reforma fue la publicación, en 1516, de su
Nuevo Testamento en griego y latín, conocido como
«Textus Receptus», el cual es la base de todas las
traducciones del mismo a las lenguas modernas. Gracias a
sus altas dotes intelectuales, a su refinamiento y diplomacia,
Erasmo se gana el favor de intelectuales, reyes y prelados.
Se hace amigo de todos, pero no se compromete con nadie.
Como se ha dicho, la publicación bilingüe del Nuevo
Testamento en griego y latín, sirvió a Lutero y a los
reformistas para un estudio más objetivo de las Escrituras.
Lutero admiraba a Erasmo, y cuando Lutero publicó sus 95
tesis, Erasmo pudo percibir claramente la valentía y
temeridad del joven agustino. «Todos los buenos aman la
sinceridad de Lutero», dijo. «Lutero ha censurado muchas
cosas de modo excelente, pero es una lástima que no lo haya
hecho con mayor mesura. Me parece que se alcanza más con
la modestia que con la violencia. Así sometió Cristo al
mundo».
Lo que preocupaba a Erasmo no eran las tesis de Lutero,
sino el tono de la elocuencia, el acento ampuloso y
exagerado que aparece en todo lo que escribía y hacía
Lutero. Dado su carácter pacífico y prudente, Erasmo
hubiera preferido una discusión académica, circunscrita al
círculo de las gentes instruidas. En cambio Lutero, que era
puro corazón y vehemencia, hacía las cosas de manera muy
diferente. Erasmo pensaba que el hombre espiritual sólo
debía formular claramente las verdades, para que éstas sean
las que hagan el trabajo, y no tener que sacar la espada para
defenderlas.
Desde el principio, Lutero se esforzó por ganarse el apoyo
de Erasmo. Por sugerencia de Melanchthon, le escribió el 28
de marzo de 1519, una carta muy encomiástica; pero la
respuesta de Erasmo no fue la que aquél esperaba. En su
parte final, Erasmo contestó: «En cuanto cabe, me mantengo
neutral para mejor poder fomentar las ciencias que de nuevo
comienzan a florecer, y creo que se alcanzará más con una
reserva hábil que con una intervención violenta». Y acto
seguido aconseja a Lutero que guarde moderación.
Lutero transformó los planteamientos de Erasmo en un
ataque contra el papado. Como dicen los teólogos católicos:
«Erasmo puso los huevos que empolló Lutero». (A lo que
Erasmo habría de responder con la no menos conocida
ironía: «Sí, pero yo esperaba un pollo de otra clase»). Donde
uno abrió prudentemente la puerta, el otro se precipitó con
toda impetuosidad; y el mismo Erasmo tuvo que confesar,
dirigiéndose a Zuinglio: «Todo lo que exige Lutero, también
lo había enseñado yo, sólo que no con tanta violencia, ni con
aquel lenguaje que está siempre buscando los extremos».
Lo que los separaba, a juicio de Erasmo, era el método.
Ambos formularon el mismo diagnóstico: que la Iglesia se
encontraba en peligro de muerte, que perecía internamente a
causa de sus venalidades. Pero mientras Erasmo prescribe
un lento y progresivo tratamiento, Lutero se lanza a realizar
un corte sangriento. Erasmo afirmaba: «Mi firme decisión es
de dejar más bien que me despedacen miembro a miembro
que favorecer la discordia, especialmente en cosas de fe».
Existía, con todo, una diferencia más profunda. El gran
abismo que los separó definitivamente fue su visión de lo
que realmente necesitaba ser reformado: Para Erasmo eran
la moral y la conducta depravada y escandalosa del clero;
para Lutero, era la teología misma, que hacía depender la
salvación de los méritos humanos y no de la «sola» gracia.
Al parecer, en este punto, la razón estaba del lado de Lutero.
La Cristiandad no solo había trastocado la moral del
cristianismo, sino también su misma esencia. Por supuesto,
el monergismo1 extremo de Lutero en este aspecto, como se
explica más adelante, terminó por alejar al ‗humanista‘
Erasmo de sus planteamientos, quien, como todo buen
renacentista, no podía tolerar una visión tan negativa de la
condición humana.
Erasmo, el pacifista
Erasmo prevé que la pelea que está librando Lutero puede
traer consecuencias religiosas y sociales impredecibles, y
trata vanamente de evitarlo.
En medio de todo un ambiente enfervorizado, Erasmo
representa la razón y la prudencia. Armado solamente de su
pluma, defiende la unidad de Europa y la unidad de la
Iglesia contra lo que él considera es la ruina y el
aniquilamiento.
Erasmo inicia, entonces, su misión de mediador con el
intento de apaciguar a Lutero. «No siempre debe ser dicha
toda la verdad. Depende mucho del modo como se la diga».
Intenta hacerle ver que él está enseñando el evangelio de
manera poco evangélica. «Desearía que Lutero, durante
algún tiempo, se abstuviera de toda discusión, y se dedicara
a las cuestiones evangélicas de un modo puro y sin mezcla
de otra cosa alguna. Tendría mayor éxito». Erasmo temía
que las cuestiones teológicas, discutidas a gritos delante de
las muchedumbres inquietas y acostumbradas a las
pendencias, podría producir una rebelión social sangrienta.
Pero tal como Erasmo aconseja a Lutero la prudencia y la
moderación, escribe al papa y los obispos para aconsejar
también. Les dice que tal vez se haya procedido con
excesiva dureza al enviar a Lutero la bula de excomunión;
que en Lutero hay que reconocer siempre un hombre
totalmente honrado, cuya conducta en general es loable. «No
todo error es por ello una herejía. Ha escrito muchas cosas
más bien precipitadamente que con mala intención».
Erasmo era un convencido pacifista. No menos de cinco
escritos compuso contra la guerra en un tiempo de continuas
luchas. Uno de sus adagios dice: «Sólo es dulce la guerra
para quienes no la han experimentado». Sus denuncias eran
categóricas: «Se ha llegado a tal punto, que pasa por bestial,
necio y anticristiano el que se hable contra la guerra».
Erasmo reprocha fuertemente a la Iglesia por haber
renunciado a la paz: «¿No se avergüenzan los teólogos y
maestros de la vida cristiana de ser los principales
incitadores, promotores y fomentadores de aquello que
nuestro Señor Jesucristo odió tanto y de modo tan grande?»
– exclama con ira. «¿Cómo pueden reunirse el báculo
episcopal y la espada, la mitra y el casco, el evangelio y el
escudo? ¿Cómo es posible predicar a Cristo y la guerra, con
la misma trompeta proclamar a Dios y al demonio?». Para
Erasmo, el ‗eclesiástico belicoso‘ no es otra cosa que una
contradicción a la Palabra de Dios.
Pero ni Lutero ni Roma escuchan la voz del pacificador. Los
ánimos estaban encendidos, y nada los podría apagar.
Mucha sangre habría de derramarse, puesto que cada uno de
los bandos olvidó completamente las más profundas
enseñanzas del evangelio. Cuando los argumentos no
bastaron, la espada comenzó a hablar.
Erasmo vive días difíciles. No puede defender con sincero
corazón a la iglesia del papa, ya que él, en esta lucha, fue el
primero en censurar sus abusos y exigió su renovación; pero
tampoco puede alinearse con los protestantes, porque no
llevan al mundo la idea de su Cristo de paz, sino que se han
convertido en rudos fanáticos. «Ellos se alzan como los
únicos interpretes de la verdad. En otro tiempo, el evangelio
volvía dulces a los bárbaros, bienhechores a los bandidos,
pacíficos a los pendencieros, bendecidores a los
maldicientes. Pero éstos ahora, exaltados y sin control,
cometen toda clase de atropellos y hablan mal de la
autoridad. Veo nuevos hipócritas, nuevos tiranos, pero ni
una chispa de espíritu evangélico».
Todos pretenden ganar a Erasmo para su causa, pero él no se
casa con ninguno. Tampoco los desecha; antes bien, escribe
cartas pacifistas a uno y otro lado. Justifica así su postura:
«No puedo hacer otra cosa sino odiar la discordia y amar la
paz y la comprensión entre las gentes, pues he reconocido
cuán oscuro son los asuntos humanos. Sé cuánto más fácil es
provocar el desorden que apaciguarlo. Y como no confío,
para todas las cosas, en mi propia razón, prefiero abstenerme
de enjuiciar, con plena convicción, el modo de ser espiritual
de otra persona. Mi deseo sería el de que todos reunidos
combatieran por la victoria de la causa cristiana y del
evangelio de la paz, sin violencias, y sólo en el sentido de la
verdad y de la razón, en forma que nos pusiéramos de
acuerdo ... Pero si alguien desea enredarme en la confusión,
no me tendrá consigo como guía ni como compañero».
En una carta dirigida a un fanático amigo, que es rechazado
por ambos partidos, y que busca su apoyo, le dice: «En
muchos libros, en muchas cartas y en muchas discusiones he
declarado inflexiblemente que no quiero verme mezclado en
ningún asunto partidista ... amo la libertad; no quiero ni
puedo servir jamás a un partido».
Pero, el no tomar partido fue una jugada peligrosa, porque se
sabe que los indecisos son atacados por igual por cualquiera
de los bandos en pugna, o por ambos a la vez.
Una discusión teológica
Las presiones eran tan grandes sobre Erasmo, que en 1524
se decide a escribir una obra que trata un tema meramente
académico pero en el que muestra su controversia con el
luteranismo: De libero arbitrio (Sobre el libre albedrío).
Lutero era un recalcitrante agustiniano en lo referente a la
predestinación. Para Lutero, la voluntad del hombre
permanece siempre cautiva de la voluntad de Dios. No le
atribuye ningún gramo de libertad, pues todo lo que realiza
ha sido previsto por Dios; por medio de ninguna obra, de
ningún arrepentimiento, puede el hombre alzar su voluntad y
libertarse de esa trabazón: únicamente la gracia de Dios es
capaz de dirigir al hombre al buen camino.
Erasmo no pensaba exactamente así. En uno de sus libros
publicado en 1524, él declara no tener «gusto alguno por
establecer afirmaciones inconmovibles», que siempre se
inclina personalmente hacia la duda, aunque gustoso, acepta
someterse a las Sagradas Escrituras y a la Iglesia. Por otra
parte –continúa– en las Sagradas Escrituras estos conceptos
están expresados de un modo misterioso y que no puede ser
profundizado por completo; por ello, encuentra también
peligroso negar, tan en absoluto como lo hace Lutero, la
libertad de la voluntad humana.
Esto no significa, según Erasmo, que la afirmación de
Lutero sea totalmente falsa, pero tiene reparos hacia la
afirmación de que todas las buenas obras que haga el
hombre no produzcan fruto alguno ante Dios y sean
superfluas. Si, como quiere Lutero, todo se somete
únicamente a la misericordia de Dios, ¿qué sentido tendría
aún para los hombres el realizar el bien? Se debería dejar
siquiera al hombre la ilusión de su libre voluntad, a fin de
que no se desespere y no se le aparezca Dios como cruel e
injusto. Y agregaba: «Me adhiero a la opinión de aquellos
que entregan algunas cosas a la voluntad libre, pero la
mayor parte a la divina misericordia, pues no debemos tratar
de desviarnos del Escila del orgullo para ser arrojados contra
el Caribdis del fatalismo». Erasmo pensaba que la
responsabilidad personal es necesaria para que el hombre no
se convierta en un ser negligente e impío.
La verdad es que Lutero llegó a una postura casi
antinomianista2 con su afirmación, «simultáneamente justo
y pecador» al explicar la doctrina de la justificación. El
planteamiento de Lutero, sin ser errado, era incompleto, y
derivó fácilmente en una especie de nominalismo exterior y
sin realidad entre algunos de sus seguidores. La solución que
propuso Erasmo era una especie de compromiso intermedio
entre el catolicismo y el protestantismo de sus días. La
voluntad está corrompida, pero no completamente, de
manera que aún quedan rastros de libre arbitrio en el
hombre. La gracia de Dios libera al libre arbitrio, para que
este coopere con ella. Decía Erasmo a los luteranos:
«Concordemos en que somos justificados por la fe, esto es,
que los corazones de los fieles son justificados por la fe, con
tal de que reconozcamos que las obras de caridad son
esenciales para la salvación».
Ahora bien, se debe reconocer que Lutero había captado
algo de la esencia del evangelio que tal vez Erasmo nunca
llegó a captar. Su grito «sola fe, sola gracia y sola
Escritura», no era un simple desacuerdo sobre ‗pormenores‘,
sino un asunto que tocaba la médula misma de la fe. Quizás
no se pueda simpatizar con la vehemencia extrema con que
Lutero defendió sus puntos de vista, pero sí con su ardor por
defender la esencia del evangelio, que para él había sido la
luz misma de la revelación divina después de la oscuridad.
Pero, Lutero no habría de perdonar tal desacuerdo de
Erasmo, y desde ahí en adelante lanza fuertes diatribas
contra él. Lo califica de «hombre astuto y pérfido que se ha
mofado juntamente de Dios y de la religión», y que «día y
noche está inventando palabras ambiguas, y cuando se
piensa que ha dicho mucho, no ha dicho nada». Con furia,
les dice a sus amigos a la mesa: «Dejo consignado en mi
testamento, y os tomo a todos como testigos, que tengo a
Erasmo por el mayor enemigo de Cristo, tal como en mil
años jamás hubo otro alguno».
Huyendo del furor de las pasiones
Erasmo, entre tanto, busca la tranquilidad para dedicarse a
sus labores académicas. Sin embargo, aún Basilea es
alcanzada por la furiosa ola. La muchedumbre asalta las
capillas y quita las imágenes. Erasmo se ve obligado a
emigrar otra vez.
Su próximo destino será Friburgo, en Austria. «Por lo que
veo mi destino es ser lapidado por las dos partes en disputa,
mientras yo pongo todo mi empeño en aconsejar a ambas
partes», decía. En Friburgo, los amigos le reciben con un
palacio dispuesto, pero elige vivir en una casita pequeña
junto a un convento de frailes, para trabajar allí en silencio y
morir en paz.
La historia no podía crear un símbolo más grandioso para
este hombre de consensos, que en ninguna parte es aceptado
porque no acepta inscribirse en ningún bando: de Lovaina
tuvo que huir porque la ciudad era demasiado católica; de
Basilea, porque llegó a ser demasiado protestante.
Desde su casa en Friburgo, Erasmo contempla a la distancia
cómo la violencia aumenta cada día. Entre Roma, Zurich y
Wittenberg se guerrea bárbaramente; entre Alemania,
Francia y Francia e Italia y España se suceden
infatigablemente las campañas militares, como errantes
tempestades; el nombre de Cristo ha llegado a ser grito de
guerra y pendón para acciones militares.
Ya no tiene sentido seguir siendo un mediador y
reconciliador en una época así. La humanidad culta,
hermanada por la fe y la cultura, es un sueño que se rompe
definitivamente para Erasmo. Nadie aspira a comprender a
otro, las doctrinas se lanzan a la cara del enemigo como si
fueran estiletes.
Su propia figura ha caído en el descrédito. En París queman
a su amigo y traductor; en Inglaterra sus amigos Tomás
Moro y John Fisher caen bajo la guillotina. Cuando Erasmo
recibe la noticia, balbucea débilmente: «Es como si yo
hubiese muerto con ellos». Zuinglio, con quien ha
intercambiado cartas y palabras amables, había sido muerto
a mazazos en Kappel; Tomas Münzer fue martirizado
horriblemente. A los anabaptistas se les arranca la lengua, a
los predicadores se les despedaza con tenazas al rojo, y los
queman amarrados al poste de los herejes; queman los
libros, queman las ciudades.
Decepcionado y triste, Erasmo está cansado de la vida. «Mis
enemigos aumentan, mis amigos desaparecen». Entonces
surge de sus labios la súplica «que Dios me llame por fin
hacía sí fuera de este mundo lleno de furor».
No obstante, Erasmo continuó en Friburgo con su incansable
actividad literaria, llegando a concluir su obra más
importante de este período: el «Eclesiastés» (o ‗Qohelet‘,
llamado ‗El Predicador‘), paráfrasis del libro bíblico del
mismo nombre, en la cual el autor afirma que la labor de
predicar es el único oficio verdaderamente importante de la
fe católica. Este concepto, curiosamente, es típicamente
protestante.
Por motivos que los historiadores no han logrado
desentrañar, Erasmo se desplazó poco después de la
publicación de este libro a la ciudad de Basilea una vez más.
Hacía seis años que había partido, y de inmediato se
amalgamó a la perfección con un grupo de teólogos
(anteriormente católicos) que ahora analizaban
pormenorizadamente la doctrina luterana.
Esto marcó aún más distancia con el catolicismo, que
Erasmo mantendría hasta su muerte. De hecho, todas las
obras de Erasmo fueron censuradas e incluidas en el «Índice
de Obras Prohibidas» por el Concilio de Trento.
Erasmo murió en Basilea en 1536. Al morir, el humanista
que toda la vida ha hablado y escrito en latín, olvida
súbitamente esta lengua habitual, y balbucea en su lengua
materna: ‗Lieve God‘, aprendido de niño en su patria. La
primera y la última palabra de su vida tienen idéntico acento
holandés.
Su legado
La venerable figura de Erasmo como cristiano y como
intelectual, que debió haber tenido una amplia aceptación y
reconocimiento de todos, fue vilipendiada por los
principales actores de su tiempo, a causa de la turbulencia de
las pasiones desatadas en aquellos días. Recibió un pago
injusto por parte de aquellos mismos a quienes intentó
ayudar. Sin embargo, nosotros, ubicados bastantes siglos
después, podemos ver en Erasmo lo que ellos no vieron. Ver
en él a un precursor, no sólo de la Reforma, sino de la
unidad de la Iglesia. Un hombre que tuvo una actitud de
integración, más que de división; de comunión más que de
separación; de enfatizar lo esencial por sobre lo secundario;
de valorar al otro antes que juzgarlo.
Por eso, casi involuntariamente, jugó un papel muy
importante en la Reforma Protestante y más aún, en la
llamada Reforma Radical de los Anabaptistas, quienes
recogieron algunas de sus principales enseñanzas. Baltasar
Hubmaier, unos de sus líderes, rechazó la persecución de
‗herejes‘ y las guerras religiosas, como también la doctrina
de la justificación casi nominalista de Lutero, pues para él,
como para todos los anabaptistas, la verdadera justificación
conduce a una vida visiblemente transformada.
Esta visión, que mantiene las ideas de Erasmo con respecto
al libre albedrío, pero rechaza los resabios del catolicismo y
sus obras meritorias, habría de influir profundamente en el
desarrollo posterior, especialmente de las llamadas iglesias
no conformistas, el pietismo, y los metodistas wesleyanos,
anticipando casi en cien años el pensamiento de Jacobo
Arminio. Aquí yace en parte la importancia de Erasmo en el
camino de restauración de la iglesia, pues ayudó a equilibrar
la visión extrema del protestantismo, para el cual Agustín de
Hipona era el epítome del pensamiento cristiano.
Evidentemente, los actores de los hechos que llenaron el
siglo XVI y siguientes, en aquellas terribles guerras
religiosas, no interpretaron el espíritu del Evangelio. La
historia ha ofrecido el púlpito a unos y otros para
avergonzarse y pedir perdón por los excesos cometidos. Al
mirar hacia atrás sin apasionamientos, Erasmo se nos
aparece como un hombre que interpretó mejor que nadie el
espíritu pacifista del verdadero evangelio. FIN.
El joven rico que se hizo pobre
Semblanza de Charles T. Studd
Charles T. Studd nació en el seno de una aristocrática
familia inglesa en el año 1860. Su padre, Edward, era un
entusiasta deportista, hasta que se convirtió a Cristo en una
campaña del predicador norteamericano D. L. Moody.
Desde entonces sus intereses cambiaron completamente, y
se hizo un fervoroso testigo de Cristo entre sus amigos y
conocidos. Intentó por todos los medios de que sus tres
hijos, conocidos jugadores de críquet, se entregaran a Cristo
también, pero ellos le rehuían.
Conversión y primeros pasos
Sin embargo, no pudieron escapar de la mano de Dios, que
utilizó a un amigo de su padre para conducirlos al Señor.
Fue así como recibieron a Cristo el mismo día, aunque
separadamente, sin que ninguno supiese de la conversión del
otro.
Charles lo relata así: «Cuando estaba por salir a jugar
críquet, el Sr. W. me tomó desprevenido y preguntó: «¿Eres
cristiano?», yo contesté: «No soy lo que usted llama
cristiano, pero he creído en Jesucristo desde que era
pequeño, y por supuesto, creo en la Iglesia también». Pensé
que al contestar tan de cerca lo que pedía me libraría de él,
pero se me pegó como un lacre, y dijo: «Mira, de tal manera
amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que
todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida
eterna. ¿Crees que Jesucristo murió?». «Sí». «¿Crees que
murió por ti?», «Sí». «¿Crees la otra mitad del versículo:
‗mas tenga vida eterna‘?». «No», dije, «no creo eso». Pero él
agregó: «¿No ves que tu afirmación contradice a Dios? O tú
o Dios no están diciendo la verdad, pues se contradicen
mutuamente. ¿Cuál es la verdad? ¿Crees que Dios miente?».
«No», dije. «Pues bien, ¿no te contradices creyendo sólo la
mitad del versículo y no la otra?». «Supongo que sí».
«Bueno», agregó, «¿vas a ser siempre contradictorio?».
«No, supongo que no siempre». Entonces preguntó:
«¿Quieres ser consistente ahora?». Vi que me había
arrinconado y empecé a pensar: Si salgo de esta pieza
acusado de voluble, no conservaré mucho de mi dignidad,
de manera que dije: «Sí, seré consecuente». «Bueno, ¿no ves
que la vida eterna es una dádiva? Cuando alguien te da un
regalo para Navidad, ¿qué haces?». «Lo tomo y le doy
gracias». Dijo: «¿Quieres dar gracias a Dios por este
regalo?». Entonces me arrodillé, di gracias a Dios, y en ese
mismo instante Su gozo y paz llenaron mi alma. Supe
entonces lo que significaba «nacer de nuevo», y la Biblia,
que me había resultado tan árida antes, vino a ser todo para
mí».
Los hermanos Studd obtenían muchos logros deportivos, y
al mismo tiempo testificaban con firmeza de su fe en el
Señor Jesucristo. La única excepción era Charles. «En lugar
de ir a contar a otros del amor de Cristo, fui egoísta y
mantuve ese conocimiento para mí mismo. La consecuencia
fue que mi amor empezó a enfriarse y el amor del mundo
empezó a entrar. Pasé seis años en ese triste estado».
Mientras él cobraba fama en el mundo del críquet, dos
cristianas ancianas empezaron a orar para que fuera traído
de vuelta a Dios. La respuesta vino repentinamente. Uno de
sus hermanos, George, enfermó gravemente. Charles estuvo
continuamente a su cabecera, y mientras estaba allí, estos
pensamientos vinieron a su mente: «¿De qué valen la fama y
los halagos? ¿De qué vale poseer todas las riquezas del
mundo cuando uno está frente a la eternidad?». Una voz
parecía contestarle: «Vanidad de vanidades, todo es
vanidad».
Apenas tuvo oportunidad, fue a oír a D. L. Moody, que
visitaba Inglaterra otra vez, y allí se reencontró con el Señor,
volviéndole el gozo de su salvación. Comenzó a leer la
Biblia, y a evangelizar a sus amigos, llevándolos a escuchar
al famoso evangelista. Conoció también el gozo mayor, de
conducir a otros a los pies del Señor.
Pronto debió enfrentar el dilema de qué haría con su vida.
Intentó dedicarse a estudiar Derecho, pero sus inquietudes
espirituales se lo impidieron. Leyó la Biblia, y buscó con
ahínco toda bendición espiritual. Así, recibió la promesa del
Espíritu Santo, y de la paz que excede todo entendimiento.
Cayó a sus manos el libro «El secreto de una vida cristiana
feliz», y se entregó enteramente al Señor, inspirado en los
versos del conocido himno de Francis R. Havergal: «Que mi
vida entera esté/ consagrada a ti, Señor». Comprendió que
su vida había de ser una vida de fe, sencilla, infantil, y que
su parte era la de confiar en Dios, no la de hacer. Dios
obraría en él para hacer Su buena voluntad.
Misionero a China
Por este tiempo, Charles se sintió guiado por el Señor para ir
como misionero a China. Al escuchar a Mr. McCarthy, de la
Misión al Interior de la China, en su despedida para viajar a
ese país, su corazón ardió de entusiasmo. Mientras buscaba
la voluntad de Dios, percibió que la única cosa que lo podría
detener era el amor por su madre. Pero leyó el pasaje: «El
que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí», el
cual disipó sus dudas.
Sin embargo, surgió una tenaz oposición de toda la familia.
Incluso les pidieron a obreros cristianos que intentaran
disuadirle.
Una noche de grandes conflictos, recibió esta palabra del
Señor: «Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y por
posesión tuya los términos de la tierra» (Salmo 2:8). Supo
que era la voz de Dios. Muchos dijeron que estaba
cometiendo un error muy grande al ir a «enterrarse» en el
interior de la China. Pero nada pudo torcer el curso que Dios
había trazado para su vida.
Otra noche de gran agonía espiritual, estaba de pie en el
andén de una estación, debajo de la luz titilante de una
lámpara, y, desesperado, pidió a Dios que le diera un
mensaje. Sacó su Nuevo Testamento, lo abrió y leyó: «Los
enemigos del hombre serán los de su casa». Desde ese
instante jamás miró hacia atrás.
Habiendo hecho la decisión, Charles tuvo una entrevista con
Hudson Taylor, Director de la Misión al Interior de China, y
fue aceptado como miembro.
Las consecuencias fueron imprevisibles. Su decisión causó
un gran revuelo en la sociedad inglesa de la época, debido a
que era muy conocido. Otros seis conocidos jóvenes
deportistas y militares, entre ellos Stanley Smith, se unieron
a él en esta misión. Llegaron a ser conocidos como «los siete
de Cambridge». Tanta notoriedad alcanzó este asunto, que
incluso la reina Victoria pidió ser informada sobre ellos.
Charles Studd y Stanley Smith fueron invitados a dar su
testimonio a los estudiantes de la Universidad de
Edimburgo. A la hora señalada, el salón estaba abarrotado.
Fueron recibidos con grandes aplausos. A los jóvenes les
impresionaba que la ‗religión‘ no sólo fuera asunto de viejos
poco viriles, sino que hubiese alcanzado a deportistas
exitosos. Durante las charlas, una y otra vez los candidatos a
misioneros fueron aplaudidos. Al final de la reunión,
muchos se acercaron para oír más de Cristo. Así comenzó
un gran movimiento de fe entre los jóvenes universitarios.
Posteriormente tuvieron que volver otra vez a Cambridge,
donde se reunieron con más de dos mil estudiantes para
escucharles. Algo similar ocurrió en otras de las grandes
ciudades. Los jóvenes conferencistas estaban tan ansiosos
por la responsabilidad que recaía sobre ellos, que a veces
pasaban toda la noche orando. Cierta vez, su huésped les
dijo a la mañana: «¡Oh, no debían incomodarse en hacer las
camas!», sin imaginar que esas camas nunca habían sido
deshechas.
En Leicester se encontraron con el famoso predicador y
escritor F. B. Meyer, el cual fue grandemente impactado por
el testimonio de los jóvenes. Una mañana muy temprano,
Meyer descubrió que había luz en el dormitorio de ellos, por
lo cual le dijo a Studd: «Ha madrugado usted». «Sí»,
respondió él, «me levanté a las cuatro de la mañana. Cristo
siempre sabe cuando he dormido bastante y me despierta
para disfrutar de un buen tiempo con él». Meyer le preguntó:
«¿Qué ha estado haciendo todo este rato?». «Usted sabe, el
Señor dice: ‗Si me amáis, guardad mis mandamientos‘, así
que estaba leyendo todos los mandamientos del Señor que
pude hallar y marcando los que he guardado, porque en
verdad le amo». «Bien», dijo, y volvió a preguntar: «¿Cómo
puedo ser semejante a usted?». Studd contestó: «¿Se ha
entregado a Cristo, para que Cristo lo colme?». «Sí», dijo él,
«lo he hecho de un modo general, pero no sé que lo haya
hecho de manera particular». Studd respondió: «debe
hacerlo de una manera particular también». Esa misma
noche F. B. Meyer hizo una entrega específica y total a
Cristo.
Las tres grandes reuniones de despedida para los siete
jóvenes misioneros fueron arregladas por la Misión en
Cambridge, Oxford y Londres. Ninguna descripción puede
dar una idea adecuada del carácter extraordinario de estas
reuniones. Por primera vez la sociedad londinense
contemplaba un grupo de jóvenes selectos ofrendarse
incondicionalmente al Maestro para su obra muy lejos de
allí.
Partieron para China en febrero de 1885, cuando Charles
tenía 25 años. Tres meses más tarde, sus propias madres no
les hubieran reconocido. De oficiales y universitarios se
transformaron en chinos, con trenzas, vestidos largos y
túnicas de mangas largas, todo completo, pues de acuerdo
con los principios de la Misión, creían que la única manera
de alcanzar a los chinos del interior era haciéndose uno de
ellos.
Con no poco humor, Charles cuenta la dificultad que tuvo
cuando quiso conseguir zapatos para su medida, pues sus
pies eran excesivamente grandes. «El primer zapatero que se
hizo venir dijo que nunca había hecho un par como yo
quería y huyó de la casa, rehusando terminantemente a
emprender una obra tan grande. Se consiguió otro; y cuando
los trajo, dijo que había hechos muchos pares de zapatos
durante su vida, pero que jamás había hecho un par como
éstos. Mis pies causan mucha gracia a la gente; en las calles,
a menudo, los chinos los señalan y se ríen de buena gana».
Contrariamente a lo que podía esperarse de un joven
acostumbrado a la comodidad, Charles se adaptó muy bien a
las sencillas costumbres del pueblo chino. «¿Dónde están las
penalidades chinas?» –decía– «No las podemos hallar; son
un mito. Esta es realmente la mejor vida, sana y buena:
bastante para comer y beber, saludables camas duras, y
hermoso aire fresco. ¿Qué más puede desear un hombre?».
Sobre sus ejercicios espirituales decía: «El Señor es muy
bueno y todas las mañanas me da una gran dosis de
champaña espiritual que me tonifica para el día y la noche.
Últimamente he tenido unos tiempos realmente gloriosos –
escribía en febrero de 1886 –. Generalmente me despierto a
eso de las 3.30 y me siento bien despejado; así, tengo un
buen rato de lectura, etc., luego, antes de comenzar las tareas
del día, vuelvo a dormir por una hora. Hallo que lo que leo
entonces queda estampado indeleblemente en mi mente
durante todo el día; es la hora más quieta; ningún
movimiento ni ruido se oye, sólo Dios. Si pierdo esta hora
me siento como Sansón rapado y perdiendo así su fuerza.
Cada día veo mejor cuánto más tengo que aprender del
Señor».
Entregando todo
Cuando Charles cumplió los 25 años de edad recibió en
herencia de su padre más de 29.000 libras esterlinas. A la
sazón él se encontraba en China. Decidió ser fiel a la
Palabra, y dar ese dinero al Señor. Cuando acudió al Cónsul
inglés para validar el poder que le permitiría hacerlo, éste se
negó, por considerar disparatada la decisión. Le pidió que se
tomara 15 días para pensarlo. Al cabo de ese tiempo,
Charles volvió para firmar los documentos respectivos.
Despachó 4 cheques de 5.000 libras cada uno, y cinco de
1.000, dejando una reserva de 4.000 para cubrir posibles
errores. Los beneficiados con las 5.000 libras fueron D. L.
Moody y su Instituto Bíblico en Chicago, George Müller,
con sus Hogares para Huérfanos, de Bristol, Jorge Holland,
que tenía un ministerio entre los pobres en Londres, y Booth
Tucker, del Ejército de Salvación en la India. Otras cinco
personas recibieron los cheques por 1.000 libras cada uno,
entre ellos el general William Booth, del Ejército de
Salvación. Poco después, cuando fue informado de que la
herencia era aún mayor, agregó donaciones a la Misión al
Interior de China.
Poco antes de su matrimonio, entregó el dinero restante a su
novia. Pero ella, para no ser menos, le dijo: «Charles, ¿qué
dijo el Señor al joven rico?». «Vende todo». «Bueno,
entonces empezaremos bien con el Señor en nuestro
matrimonio». Y luego escribieron al general Booth para
donarle las últimas 3.400 libras esterlinas que les quedaban.
Tan sólo la eternidad revelará cuántos fueron despertados a
seguir el verdadero camino del discipulado por el ejemplo
de este «joven rico» del siglo XIX que dejó todo y le siguió.
En la biografía de Studd, publicada por su yerno Norman P.
Grubb, hay un testimonio muy elocuente: una foto de la
«Tedworth House», el hogar de Studd en su juventud, que
era una fastuosa mansión en medio de la campiña inglesa, y
en un recuadro de la misma, aparece un boceto de la
miserable cabaña de Studd en África al final de su vida.
Bien podría titularse: «Del palacio a la choza». ¡Un enorme
testimonio sin palabras!
Una ayuda idónea
Priscilla Livingstone Stewart llegó a China en 1887, como
parte de un equipo de obreros nuevos del Ejército de
Salvación. Era irlandesa, de hermosos ojos azules y cabello
rubio. Hacía sólo un año y medio que se había convertido,
en forma milagrosa.
Una noche en que había estado en una fiesta hasta la
madrugada, tuvo un sueño que la habría de intranquilizar
durante tres meses. Soñó que estaba jugando tenis, cuando
súbitamente se vio rodeada de una multitud de personas. De
pronto, se levantó entre esa multitud una Persona. Ella
exclamó: «¡Pero si es el Hijo de Dios!». Entonces él,
señalándola a ella, dijo: «Apártate de mí, pues nunca te
conocí». La muchedumbre se disolvió, y quedó ella sola con
sus amigos, que la miraban horrorizados. Después de resistir
al Señor por tres meses, se rindió, cuando vio al Señor
decirle: «Por mi llaga fuiste curada».
Desde ese día decidió que Jesús sería su Señor y su Dios.
Poco después, mientras buscaba dirección para su vida,
abrió la Biblia y vio, al margen del libro, escrito en letras de
luz: «China, India, África». Estas palabras proféticas habrían
de cumplirse literalmente.
Priscilla y Charles se conocieron en Shangai, mientras éste
desarrollaba reuniones para los marineros ingleses. Junto a
otros misioneros, Priscilla colaboraba allí con mucho fervor.
Las reuniones eran bastante informales, pero llenas de gozo.
Un episodio de esas reuniones refleja muy bien el carácter
de Charles. Habían recibido algunos testimonios, y querían
expresar su gozo a través del canto. Charles pidió a la
concurrencia que cantasen de pie el himno «Estad por Cristo
firmes», pero al darse cuenta que ya estaban de pie, dijo:
«¡Vamos, esto no es suficiente, debemos hacer algo más
para Jesús: Paraos sobre vuestras sillas para Jesús!». Los
marineros saltaron con agilidad sobre sus sillas y, con una
amplia sonrisa dibujada en sus rostros, cantaron como nadie
había cantado jamás ese himno.
A pesar de que debieron separarse por algún tiempo a causa
de la obra, Charles y Priscilla se escribieron, y él le propuso
matrimonio después de buscar al Señor intensamente. «No
te ofrezco una vida fácil y cómoda –le escribía–, sino una
vida de trabajo y dureza; realmente, si no te conociera como
una mujer de Dios, ni soñaría en pedirte en matrimonio. Lo
hago para que seas camarada en Su ejército, para vivir una
vida de fe en Dios, recordando que aquí no tenemos ciudad
permanente, sólo un hogar eterno en la casa del Padre. Tal
será la vida que te ofrezco. El Señor te dirija».
En otra carta le abre su corazón de manera muy hermosa:
«Te amo por amor a Jesús, te amo por tu celo hacia él, te
amo por tu fe en él, te amo por tu amor a las almas, te amo
por tu amor a mí, te amo por ti misma, te amo por siempre
jamás. Te amo porque Jesús te ha usado para bendecirme y
encender mi alma. Te amo porque siempre serás un atizador
calentado al rojo que me haga correr más ligero. Señor
Jesús, ¿cómo puedo jamás agradecerte por una dádiva
semejante?».
Hubo un doble matrimonio: el religioso fue oficiado por el
conocido evangelista chino Shi, y el civil, ante el cónsul
británico. Al final de la ceremonia, ambos se arrodillaron e
hicieron una solemne promesa ante Dios: «Jamás nos
estorbaremos uno al otro de servirte a Ti». Fue una «boda de
peregrinos», sin traje de bodas, con ropa china común, de
algodón.
Comprobando la fidelidad de Dios
La joven pareja fue directamente de su boda a iniciar una
obra hacia el interior de China, en la ciudad de Lungang-Fu.
Cierta vez Studd predicó sobre el versículo «Puede salvar
hasta lo sumo» (Heb. 7:25, Versión Moderna). Después de
que la reunión hubo terminado, un chino quedó solo al
fondo del salón. Cuando Studd se acercó a él, el chino le
dijo que el sermón había sido una serie de disparates, y
agregó: «Soy un asesino, un adúltero, he quebrantado todas
las leyes de Dios y del hombre una y muchas veces.
También soy un perdido fumador de opio. No puede
salvarme a mí». Studd le expuso las maravillas de Jesús, su
evangelio y su poder. El hombre era sincero y fue
convertido.
Entonces el hombre dijo: «Debo ir a la ciudad donde he
cometido toda esta iniquidad y pecado, y en ese mismo lugar
contar las buenas nuevas». Lo hizo. Reunió a multitudes.
Fue llevado ante el mandarín y le sentenciaron a dos mil
golpes con el bambú, hasta que su espalda fue una masa de
carne roja y se le creyó muerto. Fue traído de vuelta por
algunos amigos, llevado al hospital y cuidado por manos
cristianas, hasta que, al fin, pudo sentarse.
Entonces dijo: «Debo volver otra vez a mi ciudad y predicar
el evangelio». Sus amigos cristianos trataron de disuadirle,
pero se escapó y empezó a predicar en el mismo lugar. Fue
llevado de nuevo ante el tribunal. Tuvieron vergüenza de
aplicarle el bambú otra vez, así que le enviaron a la cárcel.
Pero la cárcel tenía pequeñas ventanas y agujeros en la
pared. Se reunió el gentío y predicó a través de las ventanas
y aberturas, hasta que, hallando las autoridades que
predicaba más desde la cárcel que afuera, lo pusieron en
libertad, desesperados de no poder doblegar a alguien tan
porfiado y fiel.
Gran parte del tiempo, Studd estuvo ocupado en el Refugio
para Fumadores de Opio, que abrió para atender a las
víctimas de esta droga. Durante los siete años siguientes,
unos ochocientos hombres y mujeres pasaron por allí, y
algunos de ellos fueron, además de curados, salvados.
La llegada de los hijos significó para el matrimonio una dura
prueba: no era posible contar con la asistencia de ningún
médico. Buscar uno habría significado estar cinco meses
lejos de su casa y abandonar su obra. «¿Por qué no llamar al
Dr. Jesús?», se preguntó Priscilla, y así lo hizo. Nacieron
cinco hijos, y no hubo problemas.
En China en ese tiempo acostumbraban sacrificar a las niñas
recién nacidas, debido a que –pensaban– dan mucho trabajo
al criarlas, y su dote cuando se casan no alcanza a cubrir los
gastos. Dios dio al matrimonio cuatro hijas, para que diesen
ejemplo de cuidado y amor hacia ellas, como si fuesen
varones. El nombre chino que ellos dieron a sus hijas daba
testimonio de esto: Gracia, Alabanza, Oración y Gozo.
Dios proveyó milagrosamente a las necesidades financieras
de la familia. Cierta vez –sus cuatro hijas estaban
pequeñitas– se quedaron sin provisiones ni dinero. No había
esperanza aparente de que llegaran suministros de ninguna
fuente humana. El correo llegaba una vez cada quince días.
El cartero había salido recién esa tarde y en quince días
traería el correo de vuelta.
Las cinco pequeñas hijas ya se habían acostado esa noche,
así que decidieron tener una noche de oración. Se pusieron
de rodillas con ese propósito. Pero después de unos veinte
minutos, se levantaron de nuevo. En esos veinte minutos
habían dicho a Dios todo lo que tenían que decir. Sus
corazones estaban aliviados; no les parecía ni reverente ni de
sentido común continuar clamando.
El correo volvió el tiempo establecido. No tardaron en abrir
la valija. Dieron una ojeada a las cartas; no había nada. Se
miraron el uno al otro. Studd fue a la valija otra vez, la tomó
de los ángulos inferiores y la sacudió boca abajo. Salió otra
carta, pero la letra les era completamente desconocida. Otro
desengaño. La abrió y empezó a leer.
Studd y Priscilla fueron totalmente diferentes después de la
lectura de esa carta, y aún toda su vida fue diferente desde
entonces. La firma les era totalmente desconocida. He aquí
el contenido de la carta: «He recibido, por alguna razón u
otra, el mandamiento de Dios de enviarle un cheque de 100
libras esterlinas. Nunca lo he visto, solamente he oído hablar
de usted, y eso no hace mucho, pero Dios me ha privado del
sueño esta noche con este mandamiento. Por qué me ha
ordenado que le envíe esto, no lo sé. Usted sabrá mejor que
yo. De cualquier modo, aquí va y espero que le sea de
provecho».
El nombre de ese hombre era Francisco Crossley. Nunca se
habían visto ni escrito.
De regreso en Inglaterra
Tras 10 años en China, la familia regresó a Inglaterra, en
1894. Aunque Studd había estado aquejado de varias
enfermedades que lo tuvieron al borde de la muerte, no se
atrevió a moverse de China sino por clara dirección de Dios.
La despedida de sus hermanos y sirvientes fue muy
dolorosa. La larga travesía a través de la China con su
esposa y sus cuatro pequeñas fue difícil, por cuanto había
una gran hostilidad hacia los extranjeros. El pueblo chino,
poco instruido, pensaba que todos los extranjeros eran
aliados de Japón, que en esa época estaba en guerra con
China.
Parte de la travesía la hicieron por el río, en una barcaza.
Dondequiera que la embarcación tocaba la ribera, un gentío
se reunía para ver a los «diablos extranjeros».
Cierta vez el ambiente se mostraba especialmente
amenazante para ellos, pero Dios dispuso su liberación de
una manera extraña. La mayor de las niñas hablaba el chino.
Así que cuando la gente comenzó a hacerle preguntas:
«¿Cuál es tu nombre? ¿Qué edad tienes? ¿Tienes algo que
comer?», etc., para sorpresa de ellos, la niña les contestó en
su propio idioma. El resultado fue que la turba amenazante
se volvió en admiradora. Entonces hicieron arreglos para
que grupos sucesivos de chinos se acercaran a comprobar la
maravilla: ¡una niña extranjera hablaba su mismo idioma!
Cada vez que lo hacían, los chinos se explicaban el asunto
de la siguiente manera: «¿Lo ven? Esta niña habla nuestro
idioma, porque come nuestra comida».
En Shangai, se embarcaron en un vapor del Lloyd Alemán.
Los camareros eran todos músicos, y formaban una banda
que todas las tardes tocaba en el salón. Las cuatro niñas se
sentaban entonces embelesadas a escuchar música. El tercer
día, luego de la sesión diaria, las niñas entraron en el
camarote de sus padres, muy excitadas, diciendo: «No
podemos comprender a estos misioneros de ninguna manera,
pues no hacen más que tocar música y nunca cantan himnos
ni oran». ¡En su vida en el interior de la China nunca habían
visto un hombre o una mujer blancos que no fueran
misioneros!
Llegados a Inglaterra, con dificultad se estuvieron quietos
algún tiempo, para recuperarse de su deteriorada salud, pues
pronto llegaron las invitaciones a compartir sus
experiencias. Cierta vez, Studd fue invitado a dar una charla
en un colegio teológico de Gales. En parte de la disertación
él dijo: «La verdadera religión es como la viruela: si uno se
contagia, le da a otros y se extiende». Su prima y huésped en
esa ocasión, Dorotea de Thomas, se escandalizó por la
comparación, y de regreso a casa se lo representó. Eso
condujo a una larga conversación, pero Dorotea permanecía
cerrada a la fe.
De acuerdo a la promesa que Dorotea le había hecho a su
primo, asistió de nuevo a la charla la noche siguiente.
Cuando llegaron de vuelta a casa, ella le preparó una taza de
cacao, y se la alcanzó. Studd estaba sentado en el sofá y
continuó hablando mientras ella tenía la mano estirada. Ella
le habló, pero él no le hizo caso. Entonces, como es lógico,
ella se impacientó. Sólo entonces él le dijo: «Bueno, así es
exactamente como tú estás tratando a Dios, que te está
ofreciendo la vida eterna». La saeta dio en el blanco.
Dos días después, cuando él estuvo de regreso en Londres,
recibió el siguiente telegrama: «Tengo un fuerte ataque de
viruela. Dorotea».
Dos años después, Studd fue invitado a Estados Unidos,
donde se quedó 18 meses. Su horario estaba completamente
colmado de reuniones, a veces hasta seis en el día. Su poco
tiempo libre fue una sucesión de entrevistas con estudiantes.
A veces echaba mano a recursos poco ortodoxos para
enseñar verdades espirituales. Cierta vez que condujo a un
joven a recibir el Espíritu Santo por fe. Le dijo que tenía que
dejar que el Espíritu Santo obrara en él y a través de él. El
joven parecía comprender, pero su rostro todavía estaba
sombrío. Entonces le dijo: «Si un hombre tiene un perro, ¿lo
guarda todo el tiempo y ladra él mismo?». Entonces el joven
se rió, su rostro cambió en un instante, y prorrumpió en
alabanzas a Dios. «Oh, lo veo todo ahora, lo veo todo
ahora». Y se reía y alababa y oraba, todo al mismo tiempo».
Entre sus cartas enviadas a Inglaterra, envió un recorte de
diario en que se le elogiaba. Al margen del artículo él
escribió: «Esta es la clase de disparates que publican los
diarios».
En cierta oportunidad en que fue invitado a una charla, poco
antes de pasar Charles T. Studd al estrado, uno de los
anfitriones dio algunos detalles elogiosos de su vida.
Entonces Studd comenzó diciendo: «Si yo hubiera sabido
que se diría esto, hubiera venido un cuarto de hora más
tarde». Y en seguida agregó: «Vamos a borrarlo con algo de
oración». Y se puso a orar.
Seis años en la India
Desde su conversión, Studd había sentido la responsabilidad
que tenía la familia de llevar el evangelio a la India. Había
sido el último deseo de su padre. Su hermano le había
contado cómo la gente conocía el apellido Studd, pues su
padre había hecho allí su fortuna. Él se propuso que el
apellido Studd fuera también conocido como «embajador de
Jesucristo». Viajó a Tirhhot, donde estuvo seis meses
celebrando reuniones, y le fue ofrecido el cargo de pastor de
la iglesia independiente de Octacamund.
Como siempre, Studd se dedicó a ganar almas, y pronto se
decía de esa iglesia: «Esa iglesia es un lugar que se debe
eludir si uno no quiere convertirse». Su esposa decía de él en
este tiempo: «Creo que no pasa una semana sin que Charles
tenga de una a tres conversiones». No perdía ocasión de usar
métodos heterodoxos para compartir el evangelio. ¡Cierta
vez tomó parte en una gira de críquet a fin de tener
oportunidad de compartir a los soldados que jugaban!
Pero toda esta obra se realizó penosamente, pues desde años
antes había sido una víctima del asma. Por tiempo, sólo
dormía dos horas en la noche, sentado en una silla luchando
por respirar. Sin embargo, luego venían temporadas mejores.
Sus hijas crecían, y disfrutaban la vida en la India. Las
cuatro se entregaron a Cristo durante su estada allí. Él
mismo las bautizó en una piscina que mandó construir en su
propio jardín.
En 1906 regresó a Inglaterra. Su llegada a casa dio
oportunidad a pastores y obreros, los que le comenzaron a
invitar con mucha frecuencia. En los próximos dos años
debe haber hablado a decenas de millares de hombres,
muchos de los cuales nunca asistían a un culto, pero fueron
atraídos por su fama deportiva. Su manera de hablar franca,
sin ambages, empleando el lenguaje común del pueblo, junto
con su humor, gustaba mucho a los hombres.
El desafío mayor
Cierto día del año 1908, mientras se hallaba en Liverpool,
vio un aviso muy curioso que llamó en seguida su atención:
«Caníbales quieren misioneros». Studd entró al lugar para
ver de qué se trataba.
Así comenzaría el mayor desafío de su vida.
El joven rico que se hizo pobre
Semblanza de Charles T. Studd (2a Parte)
Nacido en el seno de una familia inglesa acomodada, en
1860, Charles T. Studd, llegó a ser en su juventud un famoso
jugador de críquet. Pero su carrera deportiva se vio
interrumpida cuando conoció al Señor y se consagró, a los
25 años de edad, como misionero a China, en la Misión
fundada por Hudson Taylor algunos años antes. En China
contrajo matrimonio con Priscilla Livingstone, una
misionera irlandesa, con quien tuvo cinco hijas.
Tras 10 años de ministerio muy fecundo, regresó a
Inglaterra, desde donde partió para India seis años más
tarde. En la India sirvió al Señor otros seis años, y regresó a
Inglaterra en 1906.
El desafío mayor
Cierto día del año 1908, mientras se hallaba en Liverpool,
Studd vio un aviso muy curioso que llamó en seguida su
atención: «Caníbales quieren misioneros». Studd entró al
lugar para ver de qué se trataba.
Era un extranjero, Kart Kumm, quien disertaba sobre África.
Decía que al centro del continente habían ido exploradores,
cazadores, árabes y mercaderes, pero que ningún cristiano
jamás había entrado a hablar de Jesús. «La vergüenza
penetró profundamente en mi alma», diría Studd más tarde.
Oyó una voz que le dijo: «¿Por qué no vas tú?». «Los
médicos no lo permitirán», contestó. Vino la respuesta:
«¿No soy yo el Buen Médico? ¿No puedo llevarte allí? ¿No
puedo mantenerte allí?».
Como no había excusas, Studd sintió que tenía que ir.
Preparativos para la gran misión
De alguna manera, Studd sintió que hasta ese momento la
vida había sido una preparación para los próximos años.
Studd realizó un viaje exploratorio de varios meses, a lomo
de mula y a pie, por regiones infestadas de paludismo y otras
enfermedades, donde pudo comprobar la extrema necesidad
de los pueblos paganos de África. Supo que más allá de las
fronteras de Sudán, en el Congo Belga, existían gentes tan
depravadas y desamparadas que nunca habían oído de
Cristo.
Regresó inflamado de amor por África, y lanzó un desafío a
todo el pueblo de Dios de Inglaterra. Escribió una serie de
folletos, con los cuales incendió de fuego santo muchos
corazones. Él sentía que era una nueva Cruzada. «Debemos
ir en Cruzada por Cristo. Tenemos los hombres, los medios
y las comunicaciones, el vapor, la electricidad y el hierro
han nivelado las tierras y atravesado los mares. Las puertas
del mundo nos han sido abiertas por nuestro Dios ... En
junio pasado mil cateadores, negociantes, comerciantes y
buscadores de oro esperaban en la desembocadura del
Congo para arrojarse en esas regiones, pues según rumores
existía allí abundancia de oro. Si tales hombres oyen tan
fuertemente el llamado del oro y lo obedecen, ¿puede ser
que los oídos de los soldados de Cristo estén sordos al
llamado de Dios y al clamor de las almas moribundas? ¿Son
tantos los jugadores por el oro y tan pocos los jugadores por
Dios?».
Sin embargo, su partida no fue fácil, pues hasta última hora
no había recursos, y Priscilla, su esposa, no lograba obtener
fuerzas para apoyar la empresa – además que estaba
delicada de salud. Al dejar Liverpool, sintió que Dios le
habló de una manera muy extraña: «Este viaje no es
solamente para el Sudán, es para todo el mundo no
evangelizado». En ese momento parecía verdaderamente
muy extraño, pero el tiempo demostraría que era verdadero.
La víspera de la separación, un joven le preguntó a Charles:
«¿Es cierto que usted a la edad de cincuenta y dos años, se
propone dejar su país, su hogar, su esposa, y sus hijas?».
«¿Qué?», dijo Studd. «¿No ha estado hablando usted esta
noche del sacrificio del Señor Jesucristo? Si Jesucristo es
Dios y murió por mí, entonces ningún sacrificio podrá ser
demasiado grande para que yo lo haga por él». Cuando
estaba sobre el andén, para tomar el tren, escribió en un
papel dos líneas de poesía improvisada, que dio a un amigo:
«Que mi vida entera sea / una cruz oculta que a Ti revela».
Poco antes de la partida de Studd, Priscilla tuvo una
experiencia que trajo alivio a su corazón. El Señor le habló
una noche a través del Salmo 34, y de Daniel 3:29. «Sentí
que todo temor se había desvanecido, todas mis
preocupaciones, todo lo que «dejada sola» iba a significar,
todo el temor de paludismo y flechas envenenadas de los
salvajes, y fui a la cama regocijándome. Esa noche me reí
con la «risa de fe». Esa misma noche le escribió su
experiencia a su esposo.
El viaje y los movimientos estratégicos
El único acompañante que tuvo Studd en esta empresa fue el
joven Alfred B. Buxton, hijo de un viejo amigo de los días
de Cambridge. Se acababa de graduar en la Universidad,
pero renunció a completar su curso de medicina para ir con
él. «Muchas fueron las dificultades y los obstáculos en
nuestro camino: no habíamos pasado por allí antes, no
conocíamos el idioma de los indígenas, mientras que el
francés –el idioma de los funcionarios belgas– yo no sabía
sino un poco de francés «de perro», y Buxton un poco de
francés «de gato» – lo poco que recordábamos del colegio.
Pero siempre entrevistamos a los funcionarios juntos, y era
notable cuán a menudo si el perro no atinaba a ladrar, el gato
pudo emitir un maullido».
En el viaje, Buxton se enfermó de gravedad, sufrieron el
incendio de una tienda de campaña, y los familiares del
joven intentaron disuadirle por carta de seguir avanzando.
Una vez se perdieron en la selva, estuvieron detenidos de
avanzar por meses. Cayeron en manos de caníbales, pero
«como los dos éramos delgados y duros, no fueron tentados
más de lo que pudieron soportar».
Un día Studd se enfermó gravemente. De pronto vino a su
mente la palabra: «¿Está alguno enfermo entre vosotros?
Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole
con aceite en el nombre del Señor» (Stgo. 5:14). El
problema es que no había ningún anciano –el que había no
pasaba los veinte– ni tampoco había aceite, lo único que
había era kerosene. Pues, no se podía ser estrecho de mente
en tal severa ocasión. Así que Buxton mojó el dedo en
kerosene, ungió la frente y luego se arrodilló y oró. «Cómo
lo hizo Dios, no sé, ni me importa, pero esto sé, que a la
mañana siguiente, habiendo estado enfermo a la muerte, me
desperté sano. Podemos confiar en él de menos, pero no
podemos confiar en Dios demasiado».
Tras nueve meses, llegaron a Niangara, el corazón de África,
en octubre de 1913. Después de un par de intentos fallidos,
el Señor los guió hasta Nala, donde establecieron su centro
de operaciones. Las tribus de las inmediaciones, hace poco
hostiles, ahora eran amables y colaboraban con los
misioneros. Desde Nala se extendieron hasta Poko y
Bambioi, con lo cual tuvieron cuatro centros estratégicos
cubriendo cientos de kilómetros y alcanzando unas ocho
tribus. Ahora había llegado el momento de ocupar los
centros y evangelizar.
Los primeros frutos. Regreso a Inglaterra
Unos dos años después, tuvieron los primeros bautismos en
Niangara y en Nala. Alfred Buxton escribía: «Cada uno de
los bautismos de Nala haría un título atrayente para el «Grito
de Guerra»1: «Ex caníbales, borrachos, ladrones, asesinos,
adúlteros y blasfemos entran al Reino de Dios». En las
reuniones para confesión de pecado, hubo algunos
testimonios notables: «No hay lugar en mi pecho para todos
los pecados que he cometido», «Mi padre mató a un hombre,
y yo ayudé a comerlo», «Cuando yo tenía tres años,
recuerdo que mi padre mató a un hombre porque él había
muerto a mi hermano, yo también comí del guiso». Cierta
vez, un recién convertido amedrentó a unos aborígenes
hostiles con estas palabras: «¡Recuerden que en mi tiempo
he comido hombres mejores que ustedes!».
A fines de 1914, Studd viajó a Inglaterra a reclutar nuevos
obreros. Para ese tiempo, su esposa, que había estado muy
mal de salud, estaba dedicada de lleno a apoyar la obra de su
marido en el África. Aún muy delicada de salud, formó
círculos de oración, editó folletos mensuales por millares,
escribió veinte o treinta cartas por día, y editó los primeros
números de la «Revista de la H.A.M.» («Misión del corazón
de África», por su nombre en inglés). Así la encontró Studd
cuando llegó a Inglaterra. Así, en dos años el corazón de
África había sido explorado por un viejo físicamente
arruinado, mientras que la sede de Inglaterra había sido
establecida por una inválida desde su diván.
Por última vez en su vida, Studd recorrió Inglaterra,
instando y rogando al pueblo de Dios para que se levantara y
se sacrificara por África. Pocas veces ha abogado alguno en
la causa de los paganos como él abogó. En la revista publicó
mensajes electrizantes: «Hay más del doble de oficiales
cristianos uniformados acá, entre los cuarenta millones de
habitantes pacíficos y evangelizados de Gran Bretaña, que el
total de las fuerzas de Cristo luchando al frente entre mil
doscientos millones de paganos. ¡Y sin embargo, los tales se
llaman soldados de Cristo! ... El llamado de Cristo es dar de
comer al hambriento, no al que está satisfecho; a salvar a los
perdidos, no a los de dura cerviz; no a edificar cómodas
capillas, templos y catedrales en Inglaterra, en los cuales
adormecer a los cristianos profesantes con hábiles ensayos,
oraciones formales y programas artísticos, sino a levantar
iglesias vivientes entre los desamparados ... Pero esto tan
sólo puede realizarse por una religión del Espíritu Santo
candente, no convencional y sin trabas, donde no se rinde
culto ni a la Iglesia, ni al estado, ni al hombre, ni a las
tradiciones, sino solamente a Cristo y a él crucificado».
En julio de 1916 todo estaba listo para su regreso al África.
Un grupo de ocho fue equipado. Incluían a su hija Edith, que
iba a casarse con Alfred Buxton. Ni él ni Priscilla tuvieron la
más remota idea de que ésta sería su despedida de Inglaterra
para siempre, y casi su despedida de ella sobre la tierra, pues
en los trece años siguientes se verían solamente por una
escasa quincena.
Los primeros misioneros nativos
En Nala, la recepción fue maravillosa. Lo que Studd dejó a
su partida para Inglaterra era una concesión no ocupada,
pero ahora había allí decenas de nativos cristianos, atentos
en las reuniones, y agradecidos de Dios. Studd distribuyó su
equipo de obreros en cada uno de los puntos estratégicos,
ocupando de esa manera un territorio de más o menos la
mitad de Inglaterra. En abril de 1917 había alrededor de cien
convertidos bautizados. Muchos caciques levantaron
escuelas y casas para centros de instrucción y
evangelización. Uno de ellos dio testimonio de que una vez
había perdido por completo el conocimiento y había muerto.
Sus amigos cavaron una tumba y lo estaban colocando allí,
cuando se levantó y dijo que había visto a Dios mismo,
quien le dijo que no pasaría mucho tiempo antes que
vinieran los ingleses y les enseñarían acerca del Dios
verdadero. El cacique contó esa historia a muchos, y por esa
razón solían referirse a Dios con el nombre de ‗inglés‘.
En el mes de enero, unos quince o veinte convertidos
salieron voluntariamente a predicar por tres meses en las
regiones «de alrededor y más allá». A su regreso, más de
cincuenta querían ir. Studd explicaba así la ventaja de usar
misioneros autóctonos para evangelizar a los aborígenes, en
vez que misioneros foráneos: «Nosotros, los evangelistas
blancos, tenemos cinco porteadores cada uno para llevar
nuestros efectos. Ellos se llevaron cada cual los suyos. Cada
hombre o mujer llevaba una cama, pero ésta consiste
solamente en una estera de paja; por toda ropa de cama lleva
una frazada delgada, si es que lleva una. El único canasto
con alimentos que posee está siempre fuera de vista y detrás
del cinturón, del cual cuelga un cuchillo de monte y una taza
enlozada; un sombrero de paja, fabricado por él mismo y un
taparrabo, y ahí tenéis al misionero del corazón de África
completo».
Cuando despidió a su nuevo contingente de misioneros, los
arengó con estas palabras, muy a la «manera Studd»:
«Si no quieren encontrarse con el diablo durante el día,
encuéntrense con Jesús antes del amanecer.
«Si no quieren que el diablo les dé un golpe, golpéenlo
primero, y golpéenlo con todas sus fuerzas, de manera que
esté demasiado estropeado para responder. «Predicad la
Palabra» es la vara que el diablo teme y odia.
«Si no quieren caer, caminen: ¡y caminen derecho y ligero!
«Tres de los perros con los cuales el diablo nos da caza, son:
orgullo, pereza y codicia». Después de la oración de
despedida, se fueron cantando. A su vuelta, uno de ellos
dijo: «No hubo nada afuera que haya podido quitar el gozo
adentro».
Como consecuencia de la evangelización, muchos
convertidos se agregaban y tenían bautismos casi
semanalmente. Con gozo alababan a Dios, con himnos muy
sencillos, pero directos. Un día, después de una reunión, un
cacique se paró y dijo: «Yo y mi gente y mi cacique
hermano y su gente queremos decirle que creemos estas
cosas acerca de Dios y Jesús, y todos queremos seguir el
mismo camino que usted, el camino al cielo».
Otros de los convertidos fue el gran cacique de Abiengama,
que fue un caníbal que recientemente había capturado y
comido a catorce indígenas. Pero cuando su esposa principal
oyó por primera vez del Dios grande y amante, exclamó:
«Siempre pensé que debía haber un Dios así».
Studd llegó a ser un hombre muy humilde. Cuando debió
separarse de su yerno Baxter, por causa de la obra, éste le
pidió públicamente que le impusiera las manos. Sin
embargo, Studd le pidió que se subiera a una silla ¡y ungió
sus pies!. Al bajarse, Baxter le dijo: «Bwana («Cacique
Blanco», como le decían los indígenas), me ha hecho una
treta hoy, pero fue una treta de amor». Studd tuvo palabras
muy elogiosas para él: «Nadie sino Dios podrá jamás saber
la profunda fraternidad, gozo y afecto de nuestra cotidiana
comunión social y espiritual, pues no hay palabras que la
puedan describir».
Reveses y satisfacciones
En los años siguientes, la obra habría de experimentar duros
reveses, a causa de que muchos de los cristianos más
destacados cayeron en pecado. Ello sumió a Studd en una
gran enfermedad. Pero eso no era todo: «Me parece que las
desilusiones constituyen el mayor sufrimiento», decía. Ante
esto, sólo cabía redoblar las oraciones. Todas las mañanas,
antes de que saliera el sol, se agrupaba una multitud de
convertidos para cantar y orar. «¡Oh, las plegarias que oran!
Nada baladí, sino tiros ardientes de sus mismos corazones».
Muchas veces intercedían por él de manera muy graciosa:
«Y ahí está Bwana, Señor. Es un hombre muy anciano (tenía
sesenta años), su fuerza no vale nada. Dale la tuya, Señor, y
el Espíritu Santo también». Otro oró una vez: «Oh, Señor,
en verdad has sido bueno al hacer que Bwana viva diez años
sobre la tierra, ahora haz que viva dos años más».
La ayuda llegó en la primavera de 1920. Primero fue un
grupo, luego dos y tres, de hombres desmovilizados de la
guerra, y desde entonces hubo una corriente continua de
reclutas, de modo que en tres años los obreros aumentaron
de seis hasta casi cuarenta.
Mientras tanto, las regiones de más allá estaban llamando
urgentemente. En 1921, cuando Alfred Buxton volvió para
hacerse cargo de la obra en Nala, Studd pudo llegar hasta
Ituri, cuatro días al sur. Al año siguiente movió su cuartel
general a Ibambi.
Para entonces, era famoso en muchos kilómetros alrededor:
la figura delgada con la barba espesa, nariz aguileña,
palabras ardientes, pero risa alegre. Lo llamaban
sencillamente «Bwana Mukubwa» (Gran Cacique Blanco).
Muchos eran llamados Bwana (Cacique Blanco), pero nadie
sino él era Bwana Mukubwa.
A Ibambi llegaron por centenares para ser enseñados y
bautizados. Venían de distancias lejanas, de ocho y diez
horas, para oír la Palabra de Dios. «Hallé unos mil
quinientos negros, todo apiñados como sardinas, de cuclillas
en el suelo a los rayos abrasadores del sol africano del
mediodía. No tenían ningún templo, ni siquiera un estrado.
Están cantando himnos a Dios con corazón y lengua y voz;
es un gran coro sin adiestramiento y sin paga, produciendo
mejores melodías para Dios y para nosotros que un coro de
mil Carusos. Uno observa sus rostros anhelantes mientras
están allí absorbiendo cada palabra del predicador. Están
ávidos del Evangelio».
Cierta vez uno de los colaboradores de Studd mostró una
moneda para explicar el don de la salvación, y dijo: «El
primero que venga, la recibirá». La respuesta que recibió, le
dio la mayor sorpresa de su vida: «Pero señor, no hemos
venido por dinero, sino para oír las palabras de Dios». Otro
predicador había hablado ya bastante, así que dijo que iba a
terminar. Vino la voz de un viejo en medio de la
muchedumbre negra: «¡No se calle, señor, no se calle!
Algunos de nosotros somos muy viejos y nunca hemos oído
estas palabras antes, y tenemos poco tiempo para oír en el
futuro».
En muchos otros lugares era lo mismo. Muchas veces se le
dijo a Studd que volviese a Inglaterra, pero había empezado
a segar una mies madura y no quiso ser persuadido, ni
entonces ni después. Siempre dio la misma respuesta: Dios
le había dicho que viniera cuando todos se le opusieron, y
tan sólo Dios podía decirle cuando debía regresar. «Si
hubiese hecho caso a los comentarios de la gente, nunca
hubiera sido misionero y nunca habría habido una H.A.M.».
La obra se extiende
Entre tanto, en Inglaterra, Priscilla, la esposa de Studd se
convertía en un ciclón, sirviendo a la causa de su esposo en
África. Dios la llevó a Estados Unidos, Canadá, Australia,
Nueva Zelandia, Tasmania y Sudáfrica, alentando a los
cristianos a comprometerse con la causa. No había mejor
conferenciante misionero en el país. Hablaba como si ella
misma hubiera vivido todas las experiencias de su esposo en
África. Nadie conoció la cruz cotidiana que llevaba, la
distancia que los separaba, la imposibilidad de estar con él y
cuidarle. Studd y su esposa habían colocado desde temprano
su carrera y su fortuna en el altar; ahora, la salud, el hogar y
la vida familiar siguieron también. Studd dijo cierta vez:
«He buscado en mi vida y no sé de algo más que me queda
que pueda sacrificar para el Señor Jesús».
La llegada de Gilbert Barclay, el esposo de una de las hijas,
en 1919, para ocuparse de la obra en Inglaterra, dio inicio a
una nueva era en la Cruzada, pues se le dio a ésta un alcance
mundial, con el propósito de que se avanzara a otras tierras a
medida que Dios guiara y capacitara. Se adoptó el título de
«Cruzada de Evangelización Mundial» (W.E.C. por su
nombre en inglés), teniendo cada diferente campo su propio
subtítulo.
Por medio de publicaciones en revistas y reuniones de
propaganda se llamó la atención a las necesidades de otras
tierras, con el resultado de que en 1922 tres jóvenes
emprendieron el segundo avance de la Cruzada, la Misión al
Interior del Amazonas. Un tercer avance fue al Asia Central,
un cuarto a Arabia, un quinto, a África occidental, y
posteriormente, se entró en Uruguay y Venezuela.
En cuanto a los recursos, Dios había sido fiel. La Cruzada
no había contraído deudas. Hasta la fecha del fallecimiento
de Studd, Dios había enviado nada menos que la suma de
146.746 libras esterlinas. Tan sólo en veinte años Dios
devolvió a Studd casi cinco veces la cantidad que él le dio
desde China. Con todo, ni Studd ni su esposa tocaron un
céntimo del dinero de la misión para uso personal. Dios tocó
el corazón de amigos anónimos para enviarle una y otra vez
donaciones para su uso personal en el campo misionero.
La rutina de un misionero en África
Studd vivía en una choza circular, con paredes hechas de
cañas partidas, techo de paja y piso de barro agrietado y
remendado. En un rincón había una cama indígena, regalada
por un cacique. A un lado había una sencilla mesa de noche
y al otro, un estante con Biblias muy usadas. Le gustaba
tener una Biblia nueva cada año para no emplear nunca
notas y comentarios viejos, sino ir directamente a las
Escrituras. Tal era el hogar de Studd, dormitorio, comedor y
sala de estar, todo en uno.
Cerca del pie de la cama había un fogón abierto sobre el piso
de barro. Allí se acostaba sobre una cama nativa, su
‗muchacho‘, que le servía como criado. Su día comenzaba
hacia las cuatro de la mañana, cuando el muchacho le servía
una taza de té, y comenzaba su hora devocional. Allí él
recibía la palabra que luego compartiría en las reuniones
públicas. No necesitaba más preparación. Cierta vez dijo:
«No vayas al estudio para preparar un sermón. Eso es pura
tontería. Entra a tu estudio para ir a Dios y volverte tan
ardiente que tu lengua sea como un carbón encendido que te
obliga a hablar».
Durante el día realizaba muchas tareas, desde atender las
construcciones hasta escribir su mucha correspondencia
cada sábado por medio. Empezaba por la mañana y
terminaba al anochecer. Luego, empacaba sus cosas y salía,
acompañado de sus fieles colaboradores indígenas, rumbo a
alguna de las estaciones de avanzada para compartir el día
domingo. Viajaba casi toda la noche, y al amanecer ya
estaba en su destino. La gente, convocados por los tambores
a través de la selva, acudía desde todos los alrededores,
preparados con algo de comida y esteras, para estar varios
días, si era necesario.
Por la mañana, se reunía con los misioneros, y por la tarde
con todos los fieles. Casi siempre se reunían entre mil y dos
mil personas. La reunión comenzaba con una hora entera de
canto, que ellos aman, siendo acompañados por Bwana al
banjo. Casi todos los himnos habían sido escritos por él
mismo. Cuando el canto llegaba a su clímax, Studd se ponía
en pie para dirigir un coro vigoroso con voces de aleluya
final.
Seguía un tiempo de oración, quizá por cuarenta minutos.
Uno tras otro se paraba para orar, levantando la mano hacia
el cielo al hacerlo. Mientras uno ora, otro se pone de pie,
listo para empezar cuando el otro acabe (si no existiera esta
regla, cuatro o cinco estarían orando a la vez). Al final de
cada oración dicen: «Ku jina ya Yesu» (en el nombre de
Jesús), que es repetido por toda la congregación. Luego de
otros cantos, Bwana comparte la palabra. Primero hace una
lectura de las Escrituras, y luego habla. Apaciblemente al
principio, adaptando el lenguaje de las Escrituras al hablar
de ellos. Luego pone todo su corazón al exponerles sus
propias y las consecuencias del pecado; habla del amor de
Jesús, y les insta a arrepentirse y creer, seguirle y pelear por
él. Hablaría quizá una hora o más. Un himno para terminar,
un tiempo de oración cuando se hace el llamado a nuevos
convertidos para que se adelanten a tomar su decisión.
Finalmente se saludan para despedirse, diciendo: «Dios es.
Jesús viene pronto. ¡Aleluya!».
Por la noche, se pasará unas dos horas meditando la palabra
y en oración con los blancos, o una segunda reunión con los
indígenas alrededor de un fogón. A veces el ‗fin de semana‘
se extiende hasta el lunes y el martes con algunas reuniones
con cristianos consagrados.
Una mayor necesidad del Espíritu
Una necesidad muy profunda se hizo notoria a medida que
avanzaba la obra en África: la consolidación de una vida
recta y santa por parte de los nuevos convertidos. Años
atrás, estando en China, Booth Tucker había escrito a Studd:
«Recuerde que la mera salvación de almas es trabajo
relativamente fácil y ni cerca de lo importante que es hacer
de los salvados Santos, Soldados y Salvadores». Con este
desafío se enfrentaba Studd ahora en el corazón de África. A
su juicio, esta carencia era debida a que no había habido un
derramamiento del Espíritu Santo. Así que se propuso no dar
tregua a Dios ni al pueblo hasta que el Espíritu Santo fuera
derramado sobre ellos. «Cristo vino a salvarnos por su
Sangre y por su Espíritu: Sangre para lavar nuestros pecados
pasados, Espíritu para cambiar nuestros corazones y
capacitarnos para vivir rectamente».
Con este criterio Studd midió a los miles de cristianos en las
misiones en África: «Todos estamos gloriosamente
descontentos con la condición de la iglesia nativa. Está bien
cantar himnos y concurrir a los cultos, pero lo que tenemos
que ver son los frutos del Espíritu y una vida y un corazón
realmente cambiados, un odio al pecado y una pasión por la
justicia». Diversos pecados se habían manifestado con toda
su fuerza entre los creyentes: la murmuración, la pereza, el
desamor.
A esto se sumó el descontento en las propias filas
misioneras. Muchos rechazaban el supremo sacrificio que
imponía el régimen de Studd: vivir en casas sencillas, con
comidas frugales, nada de vacaciones y completa dedicación
a la obra. Tal fue la oposición, que Studd tuvo que despedir
a dos obreros, por lo cual otros varios renunciaron. Studd
juzgaba que el problema de fondo era el desconocimiento de
la obra de la cruz y el deseo de agradarse a sí mismos.
Aún de Inglaterra surgieron voces contrarias. Atribuían esta
postura de Studd como consecuencia de la fiebre y el
cansancio. En verdad, estos fueron los años de crisis de la
misión. «A veces siento que mi cruz es pesada, más de lo
que puedo soportar, y temo que a menudo siento como si
fuera a desmayar bajo ella, pero espero seguir. Mi corazón
parece gastado y molido sin remedio, y en mi profunda
soledad a menudo deseo irme, pero Dios sabe qué es lo
mejor, y quiero hacer hasta el último poquito de trabajo que
él desea que haga».
El cambio vino en 1925. Una noche Bwana vino al culto
familiar en Ibambi. Su corazón estaba muy cargado y tenso.
Se habían reunido unos ocho misioneros con él. Leyeron
juntos su capítulo favorito de Hebreos capítulo 11, sobre los
héroes de la fe. «¿Será posible que personas como nosotros
marchemos por la Calle de Oro con los tales? ¡Será para los
que son hallados dignos! ¿Cuál fue el Espíritu que causó que
estos mortales triunfaran y murieran de esta manera? El
Espíritu Santo de Dios, una de cuyas características
principales es una osadía, un valor, un ansia de sacrificio
para Dios y un gozo en ello que crucifica toda debilidad
humana y los deseos naturales de la carne. ¡Esta es nuestra
necesidad esta noche! ¿Nos dará Dios a nosotros como les
dio a ellos? ¡Sí! ¿Cuáles son las condiciones? ¡Son siempre
las mismas: ‗Vende todo‘! El precio de Dios es uno. No
tiene descuento. El da todo a los que dan todo. ¡Todo!
¡Todo! Muerte a todo el mundo, toda la carne, al diablo y al
que quizá es el peor enemigo de todos: tú mismo.
Algunos misioneros, ex combatientes de la Guerra,
compararon el servicio al Señor con la entrega de los
soldados a su causa. «Al ‗Tommy‘ británico no le importa
un bledo lo que le pueda suceder, con tal que cumpla su
deber para con su rey, su patria, su regimiento y para
consigo mismo». Estas palabras fueron justamente la chispa
que se necesitaba para encender la mecha. Studd se pudo en
pie, levantó el brazo y dijo: «¡Esto es lo que necesitamos y
esto es lo que quiero! Oh Señor, desde ahora no me importa
lo que me pueda suceder, vida o muerte, sí, o el infierno, con
tal que mi Señor Jesucristo sea glorificado». Uno tras otro
los presentes se pudieron de pie e hicieron el mismo voto.
Esa noche fue una nueva compañía de obreros la que salió
de la choza. Había risa en sus caras y brillo en sus ojos, gozo
y amor inefables. Una resolución nueva. La bendición se
extendió hasta la estación más remota. Desde entonces, el
amor, el gozo en el sacrificio, el celo por las almas de la
gente, ha sido la tónica de la obra. Increíbles páginas de
heroísmo y victoria se han escrito desde entonces en la
misión.
El temor de Dios se posesionó de la gente. Se evidenció un
nuevo resplandor en sus rostros, nueva vida en las oraciones,
un odio al pecado, al engaño y la impureza. «La obra está
alcanzando un fundamento sólido por fin», escribía Studd.
Se comenzó a ver, como él deseaba, una iglesia santa y llena
del Espíritu.
Priscilla en África
Una sola vez Priscilla, su esposa, fue a África a estar con su
esposo, y esto, sólo por quince días. Fue en el año 1929, dos
años antes de la muerte de Studd. Unos mil cristianos
indígenas se reunieron para verla. Siempre se les había dicho
que la esposa de su Bwana no podía venir, porque estaba en
Inglaterra, ocupada en conseguir hombres y mujeres blancos
que viniesen a decirles de Jesús. Cuando la vieron, se dieron
cuenta que realmente existía tal persona como «Mama
Bwana», y cuán grande era el precio que ellos habían
pagado para traerles la salvación. Ella parecía muy joven al
lado de él, que algunos pensaban que era una hija. Les habló
varias veces a través de un intérprete, y así cumplió la visión
profética que había tenido después de su conversión:
«China, India y África».
La separación fue terriblemente dura. Priscilla no quería
irse, pero la estación del calor estaba por empezar y la obra
la necesitaba urgentemente en Inglaterra. Se despidieron en
su casa de bambú, sabiendo que era la última vez que se
verían en la tierra. Salieron juntos de la casa y bajaron la
senda hasta el auto que les esperaba. No se dijeron una
palabra más. Ella parecía ignorar completamente el grupo de
misioneros parados alrededor del auto para despedirse. Entró
con el rostro rígido y la vista fija directamente ante ella, y se
fue.
Declinación y partida
Los últimos dos años de Studd fueron muy difíciles a causa
de su estado de salud, su extrema debilidad, las náuseas, los
ataques del corazón, pero sobre todo, por los terribles
ataques de ahogo y violentos escalofríos, cuando se ponía de
un color oscuro y su corazón casi dejaba de latir. La causa
de esto no fue descubierta hasta que estuvo en el lecho de
muerte, cuando un médico le diagnosticó cálculos a la
vesícula. Con todo, el gozo sobrepujó en mucho los
sufrimientos, pues Dios le permitió ver cumplidos los dos
grandes deseos de su corazón: unidad entre los misioneros y
evidencias manifiestas del Espíritu Santo obrando entre los
indígenas.
Una compañía de unos cuarenta misioneros le rodeaban y le
eran como hijos e hijas. Ellos le atendían con tanta devoción
como si fuera su propia sangre y carne. Es imposible
describir el lazo de afecto entre Bwana y los misioneros, la
bienvenida que le daban cuando visitaba una estación, la
afluencia constante de cartas, la lealtad en tiempos de crisis,
el espíritu fraternal cuando se reunían todos en los días de
Conferencia en Ibambi.
Uno de los misioneros presentes en estas conferencias para
obreros, Norman P. Grubb, yerno de Studd, escribe: «La
más grande de todas las lecciones que aprendimos allí fue
que si obreros cristianos quieren continuo poder y
bendición, tienen que tomar tiempo para reunirse juntos
diariamente, no para una reunión corta y formal, sino lo
bastante para que Dios pueda hablar a través de su Palabra,
para afrontar juntos los desafíos de la obra, para tratar
cualquier cosa que estorbe la unidad, y luego ir a Dios en
oración y fe. Tan solo este es el secreto de lucha victoriosa y
espiritual. Ninguna cantidad de trabajo tenaz o predicación
ferviente puede tomar su lugar».
De todos los indígenas cristianos, no había ninguno a quien
Studd amara más que al caníbal convertido, Adzangwe, y su
amor era retribuido plenamente. Una de las últimas visitas
de Studd fue a la iglesia de Adzangwe. Éste se estaba
muriendo, pero cuando supo que su amado Bwana había
venido, nada pudo retenerle. Pidió ayuda y fue trasladado a
la casa de los misioneros, donde Bwana estaba sentado.
Bwana salió para recibirlo, y lo invitó a sentarse frente con
él. Pero antes de sentarse él mismo, tomó los almohadones
de su silla y los arregló alrededor del cuerpo del caníbal
convertido. Era un cuadro en miniatura de Aquél que,
aunque fue rico, por nosotros se hizo pobre, y que no vino
para ser servido, sino para servir. Esta fue la última vez que
se vieron.
En 1930 Charles T. Studd fue hecho «Caballero de la Real
Orden del León» por el rey de los belgas, por sus servicios
en el Congo.
El jueves 16 de julio de 1931, C. T. Studd fue llamado por el
Señor. Su última palabra, tanto escrita como dicha en su
lecho de muerte, fue: «¡Aleluya!». En su sepultación
estuvieron presentes indígenas y blancos. Aquéllos lo
llevaron a la sepultura, y éstos lo bajaron a la fosa.
Ese día viernes los indígenas no quisieron marcharse. Hubo
una espléndida reunión, con oraciones que nunca antes se
habían oído. Todos parecían tener el mismo pensamiento en
sus mentes, el de consagrarse de nuevo a Dios, y de decir
que, aunque Bwana había sido llevado de ellos, seguirían
más ardientes que nunca para Jesús.
El apóstol de la India
Bakht Singh nació el 6 de junio de 1903, de padres
acomodados, Jawahar Mal Chabra y Lakshmi Bai, en el
sector norteño de Punjab, que hoy es parte de Pakistán. Era
el mayor entre seis hermanos. Sus padres eran seguidores de
la religión Sikh, dominante en la región.
Aunque de niño fue educado en una escuela de la Misión
Presbiteriana, Bakht creció odiando a los cristianos, debido a
la idea, muy predominante en ese tiempo, de que la religión
cristiana era una herramienta al servicio de la colonización
occidental, y que perturbaba las tradiciones y culturas
locales. Junto a otros adolescentes hindúes, él solía burlarse
de los pastores y maestros de la Biblia.
Por cinco años él estudió en un internado. Los hindúes y los
musulmanes vivían en un lado, y los cristianos en el otro.
Durante todos esos años él nunca visitó el lado cristiano.
Cierta vez, después de aprobar un examen, le fue regalada
una Biblia. Bakht la tomó y la rasgó. Conservó sólo la tapa
porque tenía una hermosa encuadernación de cuero. Él solía
pasar muchas horas en los templos Sikh observando todos
los ritos religiosos.
De joven, Bakht tenía muchas ambiciones, como estudiar en
Inglaterra, viajar alrededor del mundo, disfrutar de la
amistad de todo tipo de personas, y permanecer fiel a su
religión. También aspiraba poder vestir ropas elegantes y
comer comida de clase alta. La ambición de estudiar en
Inglaterra era para demostrar a los británicos que él no era
inferior a ellos.
Sin embargo, su padre se oponía a su ida a Inglaterra. Él le
ofreció mucho dinero intentando convencerlo de que se
quedara con él para que le ayudara en su negocio. Había
establecido una nueva fábrica de algodón y quería contar
con su hijo mayor. Pero Bakht quería ir a Inglaterra. Al
concluir su examen final en el colegio, Bakht se sintió muy
triste porque no podría cumplir su deseo.
Siendo el hijo más amado por su madre, ella le dijo: «Te
ayudaré a ir a Inglaterra, pero prométeme que no cambiarás
de religión». Él le respondió: «¿Realmente crees que
cambiaría mi religión?», asegurándole firmemente su lealtad
y fidelidad. Ella, entonces, persuadió a su marido para que
dejara ir a su hijo. «Mi padre, como un hombre de negocios,
pensaba en términos de dinero, mi madre, siendo una
persona religiosa, pensaba en términos de religión» – diría
después Bakht Singh.
Así fue cómo en 1926, después de graduarse en la
universidad estatal en Lahore, se fue como estudiante
extranjero a Inglaterra y se matriculó en el King‘s College
(Universidad del Rey), en Londres, para estudiar ingeniería
mecánica.
Los primeros meses en Inglaterra, Bakht permaneció fiel a
su religión. Mantuvo su pelo largo y su barba, como
correspondía a un ‗sikh‘. Pero pronto perdió la fe, se rasuró,
y se volvió ateo y liberal. En los próximos dos años adquirió
todas las peores costumbres del mundo occidental: beber,
fumar, vestir a la moda, visitar teatros, cine y salas de baile.
También viajó por Europa, visitó museos, galerías de arte, se
hizo amigo de la buena mesa, y trabó amistad con personas
de todas las clases sociales. Todo lo que alguna vez había
deseado, lo tuvo.
Pero de pronto comenzó a preguntarse: «¿Soy más feliz que
antes?». El estado de su corazón le decía que estaba mucho
peor, porque se había vuelto egoísta, orgulloso y codicioso.
Había aprendido a mentir cortésmente a sus padres.
Desencantado, comprobó que el mundo entero, sea en
oriente o en occidente, es «vanidad de vanidades».
Entonces vino el gran día de la fe, el 11 de agosto de 1928,
cuando tuvo su primer encuentro con el Señor Jesucristo.
Viajaba de vacaciones con un grupo de estudiantes a Canadá
en un transatlántico, cuando tuvo ocasión de tomar parte en
un servicio cristiano a bordo. Indiferente al principio, su
orgullo nacional y religioso le hizo casi abandonar el
servicio mientras los demás oraban; pero luego, por cortesía,
desistió, y se arrodilló como los demás. En ese momento
sintió que un poder divino lo envolvía, trayéndole un gran
gozo. Todo lo que pudo hacer fue pronunciar reiteradamente
estas palabras: «Señor Jesús, yo sé y yo creo que tú eres el
Cristo Viviente». Ese día desaparecieron sus prejuicios
raciales y de clase.
«Hasta allí, yo había sido un ateo, y en mi necedad había
dicho a menudo que no había Dios. Desde ese día, las
palabras ‗Cristo Viviente‘ de algún modo llegaron a ser muy
reales para mí. Esta experiencia me dejó con un deseo fuerte
de saber más del Señor Jesús viviente. Hasta entonces no
tenía absolutamente idea alguna de la vida o de la enseñanza
del Señor Jesucristo», confesaría él años después.
Luego de una estadía de tres meses en Canadá, regresó a
Inglaterra. Una vez allí, intentó asistir a los servicios en la
iglesia, pero fue desalentado por el ambiente glacial e
indiferente que imperaba en las reuniones. Prefería ir a los
templos cuando estaban vacíos, porque allí sentía paz.
Durante un año no contó a nadie su experiencia cristiana. El
deseo de fumar y beber que había tenido, se había ido sin
que nadie se lo prohibiera.
En 1929 regresó a Canadá, para terminar su curso de
Ingeniería en Agricultura, en la Universidad de Manitoba,
Winnipeg. John y Edith Hayward, cristianos devotos, lo
favorecieron y lo invitaron a vivir con ellos. Ellos solían
terminar cada cena leyendo la Biblia. Cuando un amigo le
regaló un Nuevo Testamento, él se encerró en su cuarto y se
quedó leyendo hasta las 3 de la mañana. El día siguiente
amaneció totalmente nevado, así que permaneció todo el día
en cama, sólo para leer.
El segundo día, mientras leía el Evangelio de San Juan,
capítulo tres, llegó al versículo 3, y se detuvo en la primera
parte del verso. Las palabras «De cierto, de cierto te digo» le
hicieron sentir culpable. «Justo cuando leí estas palabras –
cuenta él – mi corazón comenzó a latir más fuerte. Yo sentí
que alguien estaba de pie a mi lado diciendo una vez y otra
vez, «De cierto, de cierto te digo». Yo solía decir, «la Biblia
pertenece al occidente», pero la voz decía, «De cierto, de
cierto te digo». Yo nunca me había sentido tan avergonzado
como me sentí entonces, porque todas las palabras
blasfemas yo había proferido contra Cristo venían ante mí.
Todos mis pecados de los días del liceo y de la universidad
vinieron ante mí. Por primera vez aprendí que yo era el más
grande pecador, y descubrí que mi corazón era malo y sucio.
Mis pequeños celos contra mis amigos, mis enemigos, mi
maldad, estaban todos claros frente a mí. Mis padres
pensaban que yo era un buen joven, mis amigos me
consideraban un buen amigo, y el mundo me consideraba un
miembro decente de la sociedad, pero sólo yo conocía mi
real estado. Lágrimas rodaron por mis mejillas y yo estaba
diciendo, « Oh! Señor perdóname. Verdaderamente yo soy
un gran pecador». Por un tiempo sentí que no había
esperanza para mí, un gran pecador. Mientras yo lloraba
nuevamente, la Voz dijo, «Este es mi cuerpo molido por ti,
esta es mi sangre derramada para la remisión de tus
pecados». Entonces supe que sólo la sangre de Jesús podía
lavarme de mis pecados. No sabía cómo pero sólo sabía que
la sangre de Jesús podía salvarme. No podía explicar el
hecho, pero gozo y paz vinieron a mi alma; yo tuve la
seguridad de que todos mis pecados fueron borrados».
Poco después, Bakht consiguió su propia Biblia y comenzó a
leerla, desde Génesis a Apocalipsis, con gran fruición. Solía
leer hasta 14 horas seguidas. En poco más de dos meses
terminó la Biblia completa, y varias veces el Nuevo
Testamento. Luego comenzó a leerla de nuevo, por segunda
y tercera vez. En los próximos dos años dejó de leer toda
clase de revistas, periódicos y novelas, para dedicarse sólo a
la lectura de la Biblia. Su conocimiento y su fe fueron
creciendo rápidamente.
Un día, al llegar a Hebreos 13:8, leyó: «Jesucristo es el
mismo ayer, y hoy, y por los siglos». Por muchos años, él
había padecido catarro nasal, sin que los muchos médicos
consultados pudieran ayudarle de verdad. A ello se habían
agregado problemas con la vista. Entonces oró: «¿Sanarás
mi nariz y me darás buena vista?». Por la mañana, cuando se
despertó, descubrió con mucha alegría que había sido
sanado. Desde entonces, no sólo él fue sanado, sino muchos
más fueron sanados por la oración.
El 4 de febrero de 1932, Bakht Singh se bautizó en
Vancouver, Canadá. Después del bautismo, iba de un lugar a
otro dando su testimonio. Dos meses después, él fue
confrontado por el Señor acerca de su futuro, y decidió dejar
de lado sus ambiciones terrenales, para consagrarse por
entero al Señor.
Sin embargo, él sintió que el Señor le estrechaba el camino.
«Tendrás que vivir por fe. Tú no debes pedir nada a nadie, ni
siquiera a tus amigos o relaciones. No debes pedir ni
siquiera una taza de café. Tú no estás para hacer ningún
plan». A esto, el incipiente siervo de Dios replicó: «Señor,
por un lado tú quieres que yo renuncie a todos mis derechos
de propiedad y de tener un hogar, y me dices que viva
simplemente por fe. ¿Quién va a proveer para mis
necesidades?». Entonces, sintió que el Señor le decía: «Ese
no es tu problema».
Posteriormente, él sintetizó así las condiciones de su
llamamiento: 1. No te insertes en ninguna organización –
sirve a todos por igual. 2. No hagas tu propio plan.
Permíteme guiarte y llevarte en cada paso del camino. 3. No
hagas saber tus necesidades a ningún ser humano. Sólo
pídeme y yo te proveeré para tus necesidades.
Durante un año, Bakht Singh permaneció en América como
predicador, porque ya había dejado de lado su carrera de
Ingeniero. El 19 de octubre de 1932 escribió a sus padres
relatándoles su conversión. Cinco meses después –el 6 de
abril de 1933– él regresó a Bombay, tras siete años de
ausencia. Tenía 30 años de edad.
El regreso
En Bombay se reunió con sus padres. «Nosotros somos los
únicos que sabemos que eres un cristiano», le dijeron. «Por
favor guárdalo en secreto y puedes leer tu Biblia e ir a la
iglesia cuando quieras». «¿Puedo vivir sin respirar?»,
contestó Singh. «Yo le he dado mi vida entera a Cristo que
murió por mí. No puedo seguirlo en secreto». «Si no puedes
guardar el secreto, entonces no puedes venir a casa»,
contestaron sus padres, y lo dejaron allí.
Sin embargo, sus padres quedaron tristes. Su padre acudió a
connotados maestros hindúes a preguntarles cómo podía
conseguir paz. Ellos le dijeron que era una cosa difícil de
lograr. Entonces un domingo pasó frente a un templo. El
servicio estaba a punto de comenzar. Entró sin ninguna
intención particular, y ocupó un asiento en la parte de atrás.
Justo cuando comenzó el servicio, él vio una gran luz que le
hizo exclamar: «Oh Señor, tú eres mi Salvador también».
Entonces se entregó al Señor y una gran paz inundó su alma.
Desde entonces su padre le apoyó decididamente en su
ministerio entre los hindúes. El resto de la familia llegó
también paulatinamente a la fe.
Singh empezó como un ardiente predicador itinerante a lo
largo de la India, y alcanzó a muchos con el evangelio.
Después de servir por algunos años, Dios trajo un
avivamiento poderoso a través de él a Martinpur (ahora
parte de Pakistán) y otros lugares en Punjab. «El papel de
Singh en el avivamiento de 1937 que envolvió a la iglesia en
Martinpur inauguró uno de los movimientos más notables en
la historia de la iglesia en el subcontinente indio», declaró el
Jonathan Bonk en el Diccionario Biográfico de Misiones
Cristianas, publicado por Simon & Schuster Macmillan, en
1998. «Los años tempranos de su ministerio fueron
marcados por poderosos milagros y maravillas, incluyendo
curaciones físicas y grandes avivamientos».
En 1937, Singh fue uno de los oradores en la Convención de
Sialkot, que era organizado por la Iglesia presbiteriana y
otras denominaciones. Habló de Lucas 24:5 «¿Porque
buscáis entre los muertos al que vive?». Su predicación
electrizó a los participantes y organizadores por igual. En las
palabras de J. Edwin Orr, Historiador británico de la Iglesia,
«Bakht Singh es un evangelista indio equivalente a los
mayores evangelistas occidentales, tan hábil como Finney y
tan directo como Moody. Él fue un maestro de Biblia de
primera clase del orden de Campbell Morgan o Graham
Scroggie».
Pronto Bakht Singh se volvió un nombre familiar entre los
cristianos protestantes a lo largo de la India. Las noticias de
su vida extraordinaria y ministerio se encendieron por el
mundo a través de las revistas misioneras y boletines. Él fue
uno de los más buscados entre los evangelistas jóvenes en
India en ese momento. Sólo en un mes recibió más de 400
invitaciones de toda India. En 1938, él fue a Madras y
después a Kerala y otras partes de India Sur. Miles de
personas se volvieron a Cristo. Según Dave Hunt, autor y
escritor, «La llegada de Bakht Singh volvió las iglesias de
Madras al revés... Las muchedumbres se reunieron al aire
libre, tantos como 12.000 en una ocasión para oír a este
hombre de Dios. Muchos tremendamente enfermos se
sanaron cuando Bakht Singh oró por ellos, incluso sordos y
mudos empezaron a oír y hablar».
Inicio de la obra
Siempre que la iglesia –el Cuerpo de Cristo– pasa a través
de un declive espiritual, el Señor, que es la Cabeza de la
iglesia, levanta a sus vasos escogidos para traer vitalidad al
Cuerpo. Sin embargo, el ministerio de Singh no fluyó por
los cauces habituales. Singh comprendió que el nuevo vino
requería nuevos odres.
Tras una noche de oración, junto a algunos de sus co-
obreros, en la cima de un monte en 1941, tuvo la visión de
empezar a contextualizar el patrón de las asambleas locales
en los principios del Nuevo Testamento.
El Señor lo llevó a él y sus co-obreros para establecer una
iglesia local para cumplir los cuatro propósitos de la Iglesia
sobre la base de Hechos 2:42. Estos principios pueden ser
aplicados en cualquier país, en cualquier cultura sin
comprometer la Palabra de Dios revelada. Los cuatro
propósitos de la Iglesia son:
1) Mostrar la llenura de Cristo (Efesios 1:22–23).
2) Perseverar en la unidad de Cristo - la unidad de todos los
creyentes (Efesios 2:14-19).
3) Perseverar en Su sabiduría (Efesios 3:9-11)
4) Mostrar Su gloria (Efesios 3:21 y Hechos 2:42). «Y
perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión
unos con otros, en el partimiento del pan y en las
oraciones».
La primera iglesia se estableció en Madras, Tamil Nadu, el
12 de julio de 1941, y fue llamada «Jehovah Shammah». En
la década de los ‗50 surgieron otras en Madras e Hyderabad
en el Sur, y en Ahmadabad y Kalimpong en el Norte. Singh
sostuvo su primera ‗Santa Convocación‘, basada en Levítico
23, en Madras en 1941. Pero la asamblea en Hyderabad
siempre fue la más grande, atrayendo a unos 25.000
participantes. Comían y dormían en tiendas, y se reunían
bajo un gran toldo de paja para largas horas de oración,
alabanza y reuniones de instrucción que empezaban al alba y
acababan tarde por la noche. No se reclutaban trabajadores
para las reuniones. El cuidado y alimentación de los
invitados era manejado por voluntarios. Los gastos para las
reuniones eran solventados por ofrendas voluntarias. No se
pedía dinero desde fuera.
Desde Madras a Hyderabad
Bakht Singh creía firmemente en la eficacia de los obreros
nativos para hacer la obra de Dios en la India. Por años, el
país había dependido de las misiones extranjeras, por eso,
parte de la visión de Singh incluía la preparación de obreros.
A mediados de los ‗50 el Señor proporcionó los medios para
albergar el ministerio de la iglesia extra local. Él llamó el
nuevo lugar ‗Hebrón‘, en Hyderabad. Allí eran enseñados
los nuevos obreros en las Escrituras diariamente,
participaban en los quehaceres domésticos y predicaban y
daban testimonio en la calle. Ellos se quedaban hasta que
habían aprendido lo que necesitaban saber, y entonces salían
para hacer la obra de Dios, volviendo cuando quisieran.
El trabajo del Señor creció y se multiplicó. De los 1950‘s a
los 1970‘s las iglesias locales establecidas por Bakht Singh
y sus co-obreros eran las iglesias locales con más rápido
crecimiento en India. Estas dos iglesias crecieron cualitativa
y cuantitativamente intentando mostrar cómo se cumplían
los cuatro propósitos de la iglesia.
Cierta vez que Singh estaba ministrando en Filadelfia, USA,
le preguntaron sobre el papel de los misioneros americanos
en la evangelización de su país, él dijo escuetamente: «Ellos
ya no son necesarios en la India». Bob Finley, Presidente de
Christian Aid Mission, dice haber sido testigo de cómo en
Hebrón se preparaban más de cien misioneros para el
servicio, mientras que otros cien comenzaban a hacer sus
primeras armas en el campo.
Con su habitual franqueza, Bakht Singh solía decir a los
occidentales: «Ustedes sienten compasión por nosotros en
India debido a nuestra pobreza material. Los que conocemos
al Señor en India sentimos aflicción por ustedes en América
a causa de su pobreza espiritual, y oramos para que Dios les
dé el oro refinado en fuego que Él prometió a aquéllos que
conocen el poder de Su resurrección...
«En nuestras iglesias nosotros nos pasamos cuatro o cinco o
seis horas en oración y alabanza, y frecuentemente nuestra
gente sirve al Señor en oración toda la noche; pero en
América después que ustedes han estado una hora en la
iglesia, empiezan a mirar sus relojes. Oramos para que Dios
pueda abrir sus ojos al verdadero significado de la
adoración. Para atraer a las personas a las reuniones, ustedes
tienen una gran dependencia de los carteles, de la
publicidad, la promoción y los recursos humanos; en India
no tenemos nada más que al Señor mismo y probamos que
Él es suficiente. Antes de una reunión cristiana en India
nosotros nunca anunciamos quién predicará.
«Cuando la gente viene, vienen a buscar al Señor y no a un
ser humano o a oír a alguien especial favorito que les habla.
Nosotros hemos tenido unas 12.000 personas reunidas sólo
para adorar al Señor y tener comunión juntos. Estamos
orando para que las personas en América también puedan
venir a la iglesia con hambre de Dios y no meramente
hambre para ver alguna forma de entretenimiento o oír coros
o la voz de algún hombre».
El ministerio en ultramar
En el año 1946, Bakht Singh dejó la India para desarrollar su
ministerio en Europa, el Reino Unido, EE.UU. y Canadá. El
Señor lo usó poderosamente en cada lugar, particularmente
en la Conferencia Misionera de Estudiantes del Inter Varsity
(ahora conocido como Convención Urbana) en Toronto,
Canadá, donde él era uno de los principales oradores. Entre
los que asistieron a la conferencia estaba Jim Elliott, quien
fue martirizado en Ecuador en el año 1956 junto con otros
cuatro misioneros americanos. En los años 50, Bakht Singh
ministró en Australia, varias partes de Asia, África y los
Estados Unidos de América. Dondequiera que él fue, el
Señor lo usó para extender Su fragancia. Él era de hecho una
brisa de aire fresco en medio de las iglesias tibias, y de los
cristianos que tenían una forma de piedad pero que negaban
la eficacia de ella.
En Australia, a través de su ministerio, el Señor inquietó a
algunos creyentes para reunirse basándose en Hechos 2:42.
Hay varias asambleas, particularmente en el área de Sydney
que todavía se reúnen allí ahora como resultado del
ministerio de Bakht Singh en los 1950‘s y 60‘s.
En 1969-70, Bob Finley invitó a Bakht Singh para hablar en
el Instituto de las Misiones Indígenas en Washington, DC.
El propósito principal del Instituto era darle a los estudiantes
internacionales y escolares cristianos que retornaban, la
visión de la iglesia del Nuevo Testamento basada en los
principios del Nuevo Testamento ya practicados por Bakht
Singh. Durante esos años él viajó también extensamente por
varias partes de los Estados Unidos y Canadá ministrando en
iglesias de diferentes denominaciones.
En 1974, después de su visita al Congreso de
Evangelización Mundial en Lausanne, Suiza, Bakht Singh
visitó varias partes de Europa, el Reino Unido, y los Estados
Unidos. Durante esa visita él alentó la realización de
Asambleas Santas en Nueva York, y en Sarcelles, Francia.
El Señor usó estas Asambleas Santas para edificar a los
creyentes de varias partes de Europa, el Este Medio y otros
lugares.
Días finales
Singh contrajo el mal de Parkinson y estuvo totalmente
postrado durante sus últimos diez años. Una pareja india se
dedicó a cuidar de él todo el tiempo. Según el testimonio de
sus biógrafos, cuando se acercaba el tiempo de su partida,
ocurrieron una serie de hechos naturales significativos, «que
hicieron recordar que él era un hombre enviado de Dios para
la edificación de Su cuerpo y para Su gloria eterna». Por
ejemplo, sólo unas horas antes de que él durmiera en Cristo,
el domingo 17 de septiembre a las 6:05 de la mañana, hubo
un terremoto en y alrededor de Hyderabad, junto con
continuos e inusuales truenos y relámpagos. El día 22, justo
antes de su sepultación, el sol brillaba esplendorosamente, y
un arco iris rodeó el sol durante un breve tiempo. Cuando el
arco iris desapareció, un anillo brillante que se parecía a una
«corona» aparecía alrededor del sol. Entonces, de repente,
bandadas de palomas volaron encima de Hebrón en el
momento en que la procesión fúnebre accedió al cementerio.
Las personas vinieron de toda la India y de otros países a
pagar su último homenaje y tributo a su padre espiritual.
Una multitud de cristianos de todas las denominaciones,
idiomas, tribus y colores se reunieron, alabando a Dios por
cada recuerdo dejado por este hombre de Dios. Las noticias
de su partida se extendieron como el fuego y más de
600.000 vinieron a homenajearlo entre el 17 y el 22 de
septiembre. Según David Burder, miembro de Christian Aid
en Delhi, unas 250.000 personas asistieron a sus funerales,
las cuales, sosteniendo sus Biblias en alto, siguieron el carro
que llevaba los restos mortales al cementerio general. Un
policía comentó: «Esta es la primera vez que he visto tan
grande y pacífica procesión hasta ahora en todos mis años de
servicio».
El secreto de su vida espiritual
El Señor usó a Bakht Singh como Su vaso escogido para
enriquecer y reforzar la vida espiritual de muchos cristianos
alrededor del mundo. Él ministró a Cristo y la visión de la
Iglesia. Pocos quedaron al margen del impacto de su vida y
ministerio: individuos, denominaciones, sociedades
misioneras, clérigos, laicos y no cristianos. De Cachemira a
Kerala, muchos fueron desafiados y transformados por sus
mensajes basados en la Biblia y ungidos por el Espíritu; y
dondequiera que él fue, centenares iban a oírle hablar y
compartir la Palabra de salvación.
La vida y ministerio de Bakht Singh ha sido comparado a
menudo con Hudson Taylor y otros grandes cristianos;
compartió jornadas espirituales con Billy Graham, Francis
Schaeffer y Martin Lloyd-Jones, por nombrar algunos.
Muchos le preguntaron sobre el secreto de su vida espiritual.
He aquí algunas de las claves:
1) Su total dependencia del Dios viviente.
2) Él aceptaba la Biblia como la Palabra de Dios y animaba
que cada creyente tuviera su propia Biblia y viviese en
obediencia total a la Palabra revelada de Dios. Su visión de
la Palabra de Dios y su memoria fotográfica de las
Escrituras eran legendarias. Bob Finley decía: «Yo nunca he
visto a un hombre con un conocimiento y entendimiento
mayor de la Biblia que Bakht Singh. Todos nuestros
predicadores occidentales y maestros parecen ser niños ante
este gran hombre de Dios».
Durante la visita de Bakht Singh a Inglaterra en 1965,
Martin Lloyd-Jones, el afamado expositor y maestro de la
Biblia y Keith Samuel, uno de los oradores de Convención
de Keswick se reunieron con Bakht Singh. Ellos pasaron
varias horas haciéndole preguntas de la Palabra de Dios. Las
respuestas de Bakht Singh desafiaron y sorprendieron a
estos hombres. Entonces Martin Lloyd-Jones le preguntó
cómo él había entrado en tal visión y conocimiento de la
Palabra de Dios. Bakht Singh respondió que simplemente
leyendo y meditando en la Palabra de Dios sobre sus
rodillas. La mayor parte de su vida, hasta que se puso
enfermo, él leyó la Biblia de rodillas y meditó en ella
durante horas. El Espíritu Santo de Dios le reveló cosas
maravillosas de Su Palabra.
3) Buscó e hizo la voluntad de Dios costase lo que costase.
4) Tenía una pasión por Dios y compasión por las almas.
5) Descubrió y practicó la adoración bíblica y animó a todos
los santos varones y mujeres a adorar al Señor en espíritu y
en verdad.
6) Alentó la comunión entre los santos introduciendo la
‗fiesta de amor‘.
7) Una de sus más grandes contribuciones fueron las Santas
Convocaciones anuales. La primera asamblea se realizó en
Jehovah Shammah, Madras, en diciembre de 1941, que duró
19 días. Norman Grubb, que era el Director Internacional de
la Cruzada de Evangelización Mundial, decía esto sobre su
visita a la Santa Convocación en Hyderabad: «A nosotros
los occidentales, la parte más llamativa de toda la obra con
Bakht Singh son las Asambleas Santas sostenidas
anualmente en Hyderabad... El hermano Bakht Singh
convoca estas asambleas anualmente donde se amasan
juntas varios miles de personas en cuartos cerrados y todos
alimentados por el Señor durante una semana sin solicitar
nada a los hombres ... He aquí un indio probando a Dios».
8) La indigenización de los principios del Nuevo
Testamento en las iglesias locales. Después de visitar
Hyderabad en los 1950‘s, Norman Grubb anotó en su libro
Una vez Cogido, no hay Escape: «En estas iglesias con
fundamentos neotestamentarios he visto la mejor réplica de
la iglesia primitiva y un modelo para el nacimiento y
crecimiento de iglesias jóvenes en todos los países de la
misión».
9) La vida de fe. Bakht Singh era un hombre de fe. Él confió
en el Señor para todas sus necesidades a lo largo de su vida.
El Señor honró su fe y no sólo proveyó para sus necesidades
y para el ministerio, sino también lo usó poderosamente para
desafiar al pueblo de Dios sobre la importancia de confiar en
Dios para sus necesidades.
10) Las procesiones evangelísticas testificando de Cristo.
Durante sus campañas de evangelismo, dondequiera que él
fue, hizo procesiones evangelísticas por las ciudades
llamando a las gentes para Cristo. La más grande de todas
fue la que siguió su urna al cementerio donde cientos de
miles marcharon cantando y alabando Dios. Aunque él
murió, su trabajo y ministerio lo siguen.
11) La vida de oración. Bakht Singh era un hombre de
oración. Él ocupó horas sobre sus rodillas en comunión con
el Señor buscando la mente de Señor con respecto a Su
voluntad acerca del trabajo y ministerio. Por consiguiente, el
Señor también lo honró y lo bendijo más allá de cualquier
comprensión humana. Ésta es una de las razones de por qué
el Señor lo usó tan poderosamente para la edificación de Su
Cuerpo y para la extensión de Su reino glorioso en India y
en el extranjero. Aunque él ya está muerto, todavía habla.
La obra que el Señor empezó a través de Su siervo y sus
primeros colaboradores, como el hermano Fred Flack,
Raymond Golsworthy, John Carter, el hermano Dorairaj, el
hermano Rajamani y algunos otros, no sólo puede continuar,
sino que se multiplicará hasta el día de nuestro Señor
Jesucristo. Que esta visión y enseñanza acerca de iglesias
locales basadas en el modelo del Nuevo Testamento puedan
levantarse por todo el mundo para la edificación de Su
Cuerpo y para Su gloria.
El príncipe de los predicadores (1ª Parte)
Alguien ha dicho que la vida de Charles Haddon Spurgeon
puede dividirse, igual que sus sermones, con una
introducción y tres secciones. La introducción sería el
Spurgeon de la infancia y la adolescencia. El primer período
(o división), Spurgeon en el New Park Street, época del
despertar y la oposición. El segundo período, Spurgeon
después que se hubo instalado en el Tabernáculo
Metropolitano y que la tormenta se convirtió en casi
admiración. El último punto sería el período de los últimos
cinco años, en que la paz terminó súbitamente, y volvió la
oposición.
Seguiremos, pues, este mismo bosquejo para desarrollar esta
semblanza de la vida del hombre que ha sido llamado «El
Príncipe de los Predicadores».
Infancia y adolescencia
Charles H. Spurgeon nació el 19 de junio de 1834, en
Kelvedon, una población campesina en el Condado de
Essex, Inglaterra. Fue el primogénito de 16 hijos.
Pertenecía a una familia cristiana de origen hugonote de
reconocida probidad. Doscientos años atrás, su bisabuelo
había sido encarcelado por razones de conciencia. A causa
de la hostilidad, la familia Spurgeon debió huir a Inglaterra,
donde su abuelo, James, llegó a ser pastor de la Iglesia de
Stanbourne por más de medio siglo.
Cuando el pequeño Charles tenía sólo 18 meses de edad, su
padre se fue a vivir a Colchester donde se encargaba de la
contabilidad de un comercio de carbón. Entretanto, ejercía el
pastorado de una iglesia independiente en Tollesbury. Más
tarde, el niño habría de ser enviado a vivir con su abuelo en
la localidad de Stanbourne.
Desde muy temprana edad, leyó los libros de su padre y de
su abuelo. Pero más que eso, se impregnó de la atmósfera de
verdadera piedad de ambos hogares: el respeto por la
Palabra, que era tan característica de los puritanos, la
rectitud de conciencia que siempre caracterizó a los no
conformistas ingleses, el decidido rechazo de las prácticas
de la iglesia imperante, y la absoluta dedicación a la obra del
evangelio.
Mientras estaba con su abuelo ocurrió un hecho muy
significativo. Llegó al hogar Richard Knill, un predicador
amigo de la familia. Después de varios días de compartir
con ellos, quedó muy impresionado por el pequeño Charles.
Antes de irse, reunió a todos, y sentando al niño en sus
rodillas, dijo: «No sé cómo, pero siento un solemne
presentimiento de que este niño predicará el Evangelio a
millares, y de que Dios le bendecirá en muchas almas. Tan
seguro estoy de esto, que cuando mi pequeño hombre
predique en la capilla de Rowland Hill, quisiera que cantara
el himno que comienza: «Dios se mueve de manera
misteriosa, para sus maravillas efectuar».
Spurgeon diría más tarde: «¿Contribuyeron las palabras de
Mr. Knill a efectuar su propio cumplimiento? Yo lo pienso
así. Yo las creí y miraba al futuro, a la época en que
predicaría la Palabra». De hecho, la profecía tuvo
cumplimiento, y la predicación en Rowland Hill también,
con himno incluido.
Cuando tenía 11 años de edad asistió a una escuela en
Colchester y más tarde pasó dos años en una escuela de
Maidstone. Durante su estancia allí, ganó premios y
medallas en torneos literarios y concursos. Poseía una viva
inteligencia, y era persistente en el estudio, y de muy buena
memoria. Sus condiscípulos admiraban su habilidad de
observación.
J. D. Everett, quien fuera condiscípulo suyo, lo recuerda así:
«Era más bien pequeño y delicado, con rostro pálido, pero
lleno, ojos y pelo oscuros, de maneras vívidas y brillantes,
con un incesante manantial de conversación. Era más bien
de músculos débiles, no se ocupaba de los juegos atléticos.
Era experto y hábil en todo género de libros de
conocimientos; y hábil en los negocios. Tenía una
asombrosa memoria para pasajes de la oratoria, y
acostumbraba a recitarme trozos de conferencias, de vívida
descripción. Le oí también recitar grandes trozos del libro
«Gracia Abundante» de Juan Bunyan».
Conversión y primeros pasos
Spurgeon tenía la costumbre de ir a la iglesia de su padre;
pero el domingo 15 de enero de 1850 no pudo hacerlo a
causa de la gran nevada que caía. En vista de ello, buscó un
lugar donde oír la Palabra. «Encontré una pequeña capilla de
los Metodistas Primitivos. A muchas personas había oído
hablar de esta gente, y sabía que cantaban tan alto que su
canto daba dolor de cabeza; pero no me importaba. Quería
saber cómo podía salvarme, y no me importaba que me diera
dolor de cabeza. Así que me senté y el servicio continuó,
pero no vino el predicador. Al fin, un hombre de apariencia
muy delgada, Roberto Eaglen, subió al púlpito, abrió la
Biblia, y leyó las palabras: «Mirad a mí, y sed salvos, todos
los términos de la tierra» (Isaías 45:22). Entonces, fijando
sus ojos en mí, como si me conociera, dijo: «Joven, tú estás
en dificultad». Sí, yo estaba en gran dificultad. Continuó:
«Nunca saldrás de ella mientras no mires a Cristo». Y
entonces, levantando sus manos, gritó como creo que sólo
pueden gritar los Metodistas Primitivos: «Mira, mira, mira».
«Sólo hay que mirar» dijo. Y en ese momento vi el camino
de la salvación. ¡Oh, cómo saltó de gozo mi corazón en
aquel momento! No sé si dijo otra cosa. No presté mucha
atención a eso, tan poseído estaba por aquella sola idea.
Spurgeon tenía en estos momentos quince años y seis meses.
Poco después se trasladó a vivir a Newmarkel, donde trabajó
como ayudante de profesor. Allí, con el consentimiento
paterno, se bautizó y unió a los bautistas. Posteriormente
trabajó en una escuela de Cambridge. Estando allí, sintió el
llamado para el ministerio.
Spurgeon comenzó su servicio al Señor como maestro de
Escuela Dominical y predicador laico. Por su carácter
afable, y por la amena instrucción que daba a los niños,
llegó a ser muy querido.
Su primer sermón fue dado de manera inesperada. Se le
encomendó acompañar a un joven predicador a la aldea de
Terversham, pero, para su sorpresa, el predicador se negó a
predicar y le encomendó la tarea a Spurgeon. El tema de su
predicación fue: «Para vosotros, pues, los que creéis, él es
precioso» (1ª Pedro 2:7). Los sencillos campesinos quedaron
muy impresionados por el ardor del corazón del joven, y
desde entonces, su fama comenzó a crecer en los
alrededores.
Y cuando no querían oírle, se las arreglaba de alguna
manera para que lo hicieran. Una vez, en una noche lluviosa,
después de haber caminado bastante para llegar a un
poblado, se encontró con que nadie se había reunido.
Entonces, envuelto en su impermeable, llevando su linterna
en la mano, fue de casa en casa, invitando a la gente. Así
pudo reunir una pequeña congregación».
Primer pastorado
A fines de 1850, cuando sólo contaba con unos pocos meses
como predicador, fue llamado al pastorado de la Iglesia
Bautista de Waterbeach, lugar cercano a Cambridge.
Spurgeon tenía entonces 17 años de edad. Desde entonces, y
aún cuando estuviera en los días de gloria, nunca desdeñaría
las congregaciones pequeñas o rurales, donde siempre
predicaba con el mayor placer.
Cuando se inició como pastor en Waterbeach, la aldea tenía
poco más de 1.000 habitantes, diseminados en una amplia
zona. El elemento masculino de ella tenía mala fama. En su
mayor parte eran toscos campesinos, muy dados a la
embriaguez y al libertinaje. La pequeña congregación se
reunía en un granero, transformado en capilla de blancas
paredes y techo de paja. Contaba con unos cincuenta
miembros, de los cuales sólo había una docena cuando
Spurgeon predicó su primer sermón.
Durante el tiempo que permaneció en Waterbeach padeció
estrecheces y penurias, pero la Iglesia creció y el pueblo
sufrió una completa metamorfosis. El joven que Dios había
usado para esto recibió el aprecio y el respeto de todos.
Al poco tiempo, los padres de Spurgeon quisieron que su
hijo ingresara en el famoso Regent‘s Park College. Aunque
Spurgeon se sentía reacio a hacerlo, convinieron en una
entrevista entre él y el Director, a fin de tratar el asunto. La
entrevista había de celebrarse en el hogar de un tal
Macmillan, un editor cristiano. Ambos concurrieron a la
cita, pero por un error de una de las empleadas, fueron
introducidos a distintas habitaciones, donde esperaron por
mucho tiempo, ignorantes de que se encontraban tan cerca el
uno del otro.
La entrevista fracasó y Spurgeon estimó que esto era una
indicación de que Dios no quería que él cursara estudios
sistemáticos de teología. Esa misma tarde le pareció oír una
voz que le decía: «¿Buscas grandes cosas para ti? No las
busques». Esto lo recibió como un expreso mandamiento de
Dios de no ingresar a universidad alguna. Ni entonces ni
después, Spurgeon habría de hacerlo. Sin embargo, llegó a
ser uno de los hombres más ilustrados de la época. Se dice
que leía por lo menos seis libros cada semana y llegó a
contar con una biblioteca personal con más de 10.000
volúmenes.
A fines de octubre o principios de noviembre de 1853,
cuando Spurgeon no había cumplido aun los 20 años, se
celebró en Cambridge una Convención de Escuelas
Dominicales, a la que fue invitado junto con otros dos
predicadores. En el auditorio se encontraba un señor de
apellido Gould. Por esta época, la antigua y célebre Iglesia
de la calle New Park Street de Londres, se encontraba sin
pastor, y en estado de gran decadencia. Un día, hablando
Gould con un diácono de aquella iglesia, se lamentaba éste
de las tristes condiciones en que se encontraba la
congregación. Entonces Gould le habló de Spurgeon.
Un domingo por la mañana le entregaron a Spurgeon una
carta procedente de Londres. Luego de leerla, se la pasó a un
diácono y le dijo: «Seguramente esta carta no es para mí,
sino para alguna otra persona de mi nombre». Al día
siguiente, escribió a Londres diciendo que suponía que había
algún error, pues él tenía sólo 19 años de edad y era el
predicador de una pequeña iglesia rural. Con esta carta dio
por terminado el asunto. Pero en tiempo oportuno recibió
otra misiva de Londres en la que se le ratificaba la invitación
a predicar en New Park Street.
Llegada a New Park Street
La visita a Londres estuvo llena de temores, de sentimientos
de ridículo (en la casa de huéspedes le hicieron ver lo tosco
de su atuendo) y de la pequeñez de su persona, en medio de
las grandezas de la capital. Sin embargo, su predicación el
domingo por la mañana agradó a los poco más de cien
asistentes. Su texto fue Santiago 1:17: «Toda buena dádiva y
todo don perfecto desciende de lo Alto». En la noche
predicó sobre Apocalipsis 14:5: «Y en sus bocas no fue
hallada mentira, pues son sin mancha». Después del
servicio, la congregación no se disolvió inmediatamente,
comentando lo que habían oído, y expresando su deseo de
que el joven predicador regresara otra vez.
La congregación de la calle New Park tenía una historia muy
venerable, que databa del siglo XVII. En distintas épocas
había disfrutado de gran prosperidad y florecimiento, pero
en aquel momento se hallaba en gran decadencia; al punto
que, como dice un autor, «todo su futuro parecía encerrarse
en su pasado». El local de la capilla, capaz de contener
1.200 personas sentadas, apenas recibía la visita de 60 ó 70,
en un ambiente glacial.
Los diáconos comprometieron a Spurgeon a predicar
durante seis semanas, alternando las predicaciones en
Londres y en Waterbeach. No obstante la intermitencia, la
iglesia se veía cada día más animada y concurrida. Al
expirar el plazo, le pidieron que supliera el púlpito por
espacio de seis meses, como paso previo al pastorado.
Spurgeon les contestó que bastaba con un plazo de tres
meses, en cuya fecha podía ser prorrogado por otros tres, o
despedido sin necesidad de explicaciones. Cuando aún no
concluían los primeros tres meses, la congregación le invitó
a aceptar el pastorado con carácter oficial y permanente. Era
el 28 de abril de 1855.
Al poco tiempo, invadió a Londres la epidemia del cólera,
causando estragos en la población. El diligente y valeroso
comportamiento del joven predicador aumentó aun más su
popularidad y le granjeó muchos leales amigos. Las
multitudes literalmente invadían la capilla de New Park
Street para oírle.
En uno de aquellos domingos, al terminar su sermón,
Spurgeon dijo: «Por la fe cayeron los muros de Jericó; y por
fe caerá también esta pared del fondo». Al concluir el
servicio, uno de los diáconos de la iglesia le dijo que no
debía volver a mencionar tal asunto, a lo que éste contestó
con su característica prontitud: «¿Qué quiere usted decir?
No me oirán hablar más de esto cuando esté hecho, y por
tanto, mientras más pronto se haga, mejor». A los pocos días
comenzaron los trabajos.
Matrimonio y familia
Entretanto, Spurgeon se casó con Susana Thompson, una
joven de la iglesia. Pese que ella tuvo durante gran parte de
su vida problemas de salud, fue una ayuda idónea y amiga
fiel. Pertenecía a una familia acomodada de comerciantes de
la ciudad, y había recibido una sólida educación. Brillaba en
su ambiente por sus gustos refinados y por la gran bondad
de su carácter, más que por la belleza física. Era una mujer a
quien Dios había adornado con las mejores virtudes para la
misión que le correspondería cumplir.
Ella tuvo la energía para emprender dos obras que le
valieron mucho reconocimiento y estima: el «Fondo de
Libros», y el «Fondo de Auxilio para Ministros Pobres».
El primero surgió cuando Spurgeon publicó sus «Discursos
a mis estudiantes», en 1869. Ella se sintió tan enamorada del
libro, que cuando su marido le preguntó: ‗¿Te gusta?‘, ella
contestó: ‗Quisiera poderlo poner en manos de cada ministro
de Inglaterra‘. ‗¿Cuánto darás para ese fin?‘, le preguntó él.
Entonces ella recordó que en una pequeña gaveta tenía algún
dinero muy bien guardado por años. Al contarlo, vio que
sumaba la cantidad precisa para comprar cien ejemplares del
libro. Así nació el «Fondo de Libros».
La obra efectuada por esta noble mujer adquirió una gran
importancia a medida que pasaba el tiempo. En el año 1884,
ella informaba que, en los quince años de existencia del
«Fondo de Libros», se habían distribuido 122.129 libros,
aparte de un gran número de sermones; y que estos libros
habían sido donados a más de 12.000 ministros de todas las
denominaciones.
Este trabajo le permitió a la Sra. Spurgeon enterarse de los
graves problemas económicos que aquejaban a muchos
ministros pobres. Así surgió la idea de crear el Fondo de
Auxilio Ministerial.
Respecto a los hijos, los Spurgeon tuvieron solamente dos
hijos mellizos, y ambos, andando el tiempo, ingresaron en el
ministerio. Uno de ellos se destacó por su elocuencia y
capacidad, y sucedió a su tío homónimo, que había quedado
al frente del Tabernáculo a la muerte de Spurgeon. Su otro
hijo también desempeñó puestos de importancia en su
denominación.
Publicaciones
Una de las mayores fases del trabajo de Spurgeon, y que le
dio rápida popularidad, fue la publicación de sus sermones.
De esta manera estuvo enviando muy lejos su mensaje, por
espacio de un tercio de siglo.
Siendo aun muy joven, Spurgeon había leído un sermón que
causó tan profunda impresión en él, que de ahí surgió la idea
de publicar algunos de sus sermones ‗de valor de un
penique‘. Al término de su primer año en Londres, ya había
publicado doce. Entonces se puso de acuerdo con el editor
Passmore, que era miembro de la iglesia, para realizar la
publicación semanal de sus sermones. Así, desde el año
1855 y hasta el año 1892, año de su muerte, por un espacio
de 35 años, esta publicación continuó ininterrumpidamente.
Los sermones eran registrados taquigráficamente, y a la
mañana siguiente él los revisaba; entonces se entregaban al
impresor, y un día después se dedicaba a hacer la primera y
la segunda corrección de pruebas. Desde el principio,
tuvieron una amplia circulación: 25,000 ejemplares
semanales. En los 35 años se publicaron aproximadamente
unos 32 millones de sermones. Ellos se publicaban en gran
número de periódicos y revistas, en diversas partes del
mundo. «El auditorio de Spurgeon», dijo alguien, «fue todo
el mundo cristiano».
Un día Spurgeon dio una emocionada noticia a su auditorio:
«Tengo en mi mano un sermón al cual doy un gran valor.
Lleva estampadas las iniciales D. L., es decir, David
Livingstone, y es un sermón mío encontrado dentro de una
de las cajas del doctor Livingstone. Se titula ‗Accidentes y
Castigos‘, y en él se encuentran escritas estas palabras:
‗¡Muy bueno! D. L.‘ Me ha sido enviado por su viuda, y está
sucio y roto, pero lo guardo como una reliquia, porque aquel
siervo de Dios lo llevó con él».
En su extenso ministerio, hubo muchos otros testimonios
similares. Uno de ellos hizo un gran recorrido antes de llegar
a manos de una mujer de mala vida. Así le escribía a
Spurgeon un testigo: «Pensad en aquel sermón predicado en
Londres, enviado a América, un extracto de él publicado en
un periódico de aquel país, ese periódico enviado a
Australia, parte de él roto (como si dijéramos
accidentalmente), envolviendo un paquete que fue enviado a
Inglaterra, y después de tanto viajar, lleva el mensaje de
salvación al alma de aquella mujer».
Un inglés que ascendía los Alpes, cerca del lago Ginebra,
llegó a una casa, perdida en aquellas soledades, donde
encontró, sentadas sobre la hierba, a dos mujeres
concentradas en la lectura de un libro: se trataba de un tomo
de sermones de Spurgeon, traducido al francés.
En los Estados Unidos, los sermones eran publicados
incluso por periódicos seculares. Muchas iglesias que
carecían de pastores los pedían para leerlos en sus reuniones.
En la Rusia de los Romanoff, en que muchos cristianos eran
perseguidos, los sermones de Spurgeon tuvieron una gran
recepción y efectuaron su obra de salvación. En 1881, un
ministro escribió a Spurgeon desde San Petersburgo: «Por
medio de sus sermones Ud. está tomando una gran parte en
el adelantamiento del Reino de Cristo, tanto en San
Petersburgo como en el interior. Ud. es bien conocido entre
los sacerdotes, los que parecen asirse de sus sermones
traducidos; y, lo que resulta extraño, yo conozco casos en
que el Censor, de buena voluntad ha dado permiso para que
sus obras fueran traducidas, y esto cuando se mostraba
irreductible con respecto a otras publicaciones».
Otro ministro escribía a Spurgeon en 1882, desde Varsovia:
«En las últimas semanas he estado visitando las Iglesias de
Silesia y la Polonia Rusa. En casi todas las poblaciones y
villas, una de las primeras preguntas que se me hacía era:
‗¿Y cómo está el hermano Spurgeon?‘. Los soldados
ingleses apostados en la India recibían los sermones
semanalmente por correo, y el domingo por la noche los
leían, caso extraño porque no leen nada que tenga sabor
religioso. Cuando un sermón había pasado por las manos de
50 ó 60 hombres, ya estaba completamente negro, usado y
roto.
En Australia, un hombre encontró un sermón impreso tirado
en el suelo en una cabaña, y por medio de su lectura llegó al
conocimiento de la verdad. Lo guardó cuidadosamente
durante el resto de su vida, y en su lecho de muerte se lo dio
a un misionero como el único tesoro que podía dejar tras de
sí. Otro australiano hizo que algunos de estos sermones
fuesen insertos en los periódicos, pagando personalmente un
enorme costo por ello.
Desde Tasmania escribía la esposa de un misionero, en
1885: «Si el Sr. Spurgeon supiera lo apreciado que son sus
sermones en nuestros bosques sureños, donde no hubo
predicadores por espacio de años, y cuántos casos de
conversiones ha habido debido a ellos, se sentiría
maravillado y se regocijaría con gozo indecible».
Se cuenta el caso de un armador de barcos de pesca, en el
Mar del Norte, que, convertido por uno de los sermones de
Spurgeon , puso a uno de sus barcos el nombre «Charles H.
Spurgeon», el cual había intervenido en el salvamento de un
barco que estaba a punto de naufragar.
A. G. Brown relata el siguiente incidente: «Una vez vino a
mí un hombre de magnífica presencia. Le pregunté: ‗¿Dónde
aceptó usted al Salvador.?‘, e inmediatamente me contestó:
‗Latitud 25, longitud 54‘. Confieso que tal respuesta me
extrañó y me intrigó. ‗¿Qué quiere usted decir?‘, le dije. Y
contestó: ‗Yo estaba sentado en la cubierta de mi barco, y de
un paquete de periódicos que tenía delante de mí, extraje
uno de los sermones de Spurgeon. Comencé a leer, y
mientras avanzaba en la lectura, vi la verdad y recibí al
Señor Jesús en mi corazón. Inmediatamente busqué la
latitud y la longitud en que me encontraba, y ésta es la que le
he dado a usted‘.
La casa editora Passmore & Alabaster tuvo que abandonar
todo otro género de publicaciones, para ocuparse
exclusivamente de la edición de los libros y folletos de
Spurgeon, y no daba abasto.
De la gran cantidad de obras publicadas por Spurgeon, tanto
de mensajes, expositivos, de ilustraciones, devocionales,
históricos, de pedagogía y moral cristiana, podemos
destacar, de los traducidos al español: «El Tesoro de David»
(comentario de los Salmos, en 2 tomos), «Pescador de
almas», «Devocionales Matutinos», «Discursos a mis
estudiantes», «Notas de sermones», «Todo por gracia».
Comienzan las hostilidades
Corría 1856. Mientras se efectuaban las modificaciones de
la capilla en New Park Street, la congregación alquiló el
Exeter Hall, un enorme edificio con capacidad para 5 a 6 mil
personas, que se encontraba en una de las avenidas más
importantes de Londres. Pero muy pronto también quedó
chico.
La prensa no podía dejar pasar la verdadera revolución que
estaba realizando el joven Spurgeon. Algunos –los menos–
trataban el asunto con seriedad y respeto, pero los más le
trataron despiadadamente, lanzándole al rostro las
acusaciones más absurdas, groseras e injuriosas. Su nombre
comenzó a ser «pateado por la calle como una pelota de
fútbol». Le representaban como un mono, un cerdo, un
payaso, o como la personificación del mismo diablo.
En el dormitorio de su hogar, la señora Spurgeon había
colgado un texto: «Bienaventurados sois cuando por mi
causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal
contra vosotros, mintiendo. Gozaos y, alegraos, porque
vuestro galardón es grande en los cielos; porque así
persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros»
(Mateo 5:11-12).
En muchos otros lugares del país, la prensa se unía a esta
corriente. Un periódico de Sheffield publicaba: «En los
momentos actuales, el gran león, la estrella, el meteoro, o
llámeselo como se quiera, de los bautistas, es el reverendo
Spurgeon. Ha hecho verdadero furor en el mundo religioso.
Cada domingo, las multitudes asaltan Exeter Hall como si
fueran a un gran espectáculo dramático. El enorme local se
llena hasta rebosar de un público emocionado, cuya buena
fortuna en conseguir entrada suele ser envidiada por los
centenares que se quedan fuera asediando las puertas
cerradas... Spurgeon se predica a sí mismo. No es otra cosa
que un actor, y no hace otra cosa sino exhibir aquella
incomparable desfachatez que le caracteriza en grado sumo,
entregándose a burdas familiaridades con las cosas santas,
declamando en estilo delirante y coloquial, contoneándose
arriba y abajo en la plataforma como si estuviera en el
Teatro de Surrey, y jactándose de su propia intimidad con
los cielos con una frecuencia que da náuseas. Se diría que el
cerebro de este pobre joven ha sido trastornado por la
notoriedad que ha adquirido, y por el incienso que se ofrece
en su santuario. Reconozcamos en favor de ellos, que las
grandes luminarias de su denominación no apoyan ni
alientan a Spurgeon. Es un fenómeno espectacular, pero de
corta duración, un cometa que ha aparecido súbitamente en
el firmamento religioso. Ascendió como un cohete, y antes
de poco descenderá como la caña». Spurgeon tenía sólo 22
años.
Días de controversia
Sin embargo, la controversia mayor se planteó en el plano
teológico. Spurgeon chocó con la corriente doctrinal que
imperaba en la cristiandad londinense. El punto de vista
doctrinal predominante en los años 1850 a 1860 era
arminiano, y Spurgeon profesaba valientemente el
calvinismo. Él pensaba que el arminianismo era un error que
estaba influenciando todo el sector no conformista, así como
la propia Iglesia de Inglaterra, y lo decía con el ímpetu de su
arrolladora juventud y de su celo por lo que él consideraba
la pureza del evangelio.
«The Bucks Chronicle» le acusaba de hacer del
hipercalvinismo requisito esencial para entrar en el cielo;
«The Freeman» deploraba que denunciase a los arminianos
«en casi todos los sermones»; «The Christian News»
asimismo condenaba sus «doctrinas de tan fiero
exclusivismo» y su oposición al arminianismo; y «The
Saturday Review» se dolía que Spurgeon predicase la
redención «en salas saturadas de olor a tabaco».
En vez de declararse inocente de estas acusaciones,
Spurgeon las aceptó prontamente. Afirmaba que la
necesidad primordial de la Iglesia no era simplemente más
evangelismo, ni siquiera más santidad (en primer lugar),
sino el retorno a la plena verdad de las doctrinas de la
gracia, a las que, para abreviar, estaba dispuesto a llamar
calvinismo. Spurgeon afirmaba: «La antigua verdad que
Calvino predicó, que Agustín predicó, que Pablo predicó, es
la verdad que debo predicar hoy, o de lo contrario sería
infiel a mi conciencia y a mi Dios. No puedo ser yo el que
dé forma a la verdad; ignoro lo que es suavizar las aristas y
salientes de una doctrina. El evangelio de Juan Knox es el
mío. El que tronó en Escocia ha de tronar de nuevo en
Inglaterra».
Spurgeon se defendía de los ataques con sutileza y
elegancia: «Se nos culpa de ser ‗ultras‘; se nos considera la
chusma de la creación; apenas hay ministros que nos miren
o hablen favorablemente de nosotros, porque defendemos
puntos de vista enérgicos en cuanto a la soberanía de Dios,
sus divinas elecciones, y su especial amor hacia su pueblo
propio». Predicando a su propia congregación diría en 1860:
«No ha habido una iglesia de Dios en Inglaterra en los
últimos cincuenta años que haya tenido que pasar por más
pruebas que nosotros... Apenas pasa día en que no caiga
sobre mi cabeza el más infame de los insultos, tanto en
privado como en la prensa pública; se emplean todos los
medios para derrocar al ministro de Dios...».
Spurgeon pensaba que la oposición no era sólo hacia su
persona, sino que los ataques obedecían a causas más
profundas. «Hermanos, en todos los corazones hay esta
natural enemistad hacia Dios y hacia la soberanía de su
gracia». «He sabido que hay hombres que se muerden los
labios y rechinan los dientes rabiosos cuando he estado
predicando la soberanía de Dios... Los doctrinarios de hoy
aceptan un Dios, pero no ha de ser Rey, es decir, escogieron
un dios que no es dios, y antes siervo que soberano de los
hombres» . «El hecho de que la conversión y la salvación
son de Dios, es una verdad humillante. Debido a su carácter
humillante, no gusta a los hombres».
Spurgeon consideraba el arminianismo como popular debido
a que servía para aproximar más el Evangelio al
pensamiento del hombre natural; acercaba la enseñanza de la
Escritura a la mente mundana. «Si la religión de Cristo nos
hubiera enseñado que el hombre era un ser noble, sólo que
un poco caído – si la religión de Cristo hubiese enseñado
que por su sangre había quitado el pecado de todo hombre, y
que todo hombre, por su propio y libre albedrío, sin la gracia
divina, podía ser salvo – ciertamente sería una religión muy
aceptable para la masa de los hombres». Las enseñanzas de
la gracia fueron el cimiento del ministerio de Spurgeon
durante todo su ministerio.
En todo caso, esta postura calvinista tan decidida por parte
de Spurgeon fue más bien teológica que práctica, y fue
suavizándose con los años. Su calvinismo nunca le impidió
–al contrario– predicar con diligencia el evangelio a todos,
como si fuera el más convencido de los predicadores
metodistas y arminianos del avivamiento wesleyano.
Estas controversias no tuvieron más efecto que hacer aún
más popular el nombre de Spurgeon, y que sus servicios
tuvieran más asistencia. Y los que venían para ver al payaso
hacer sus contorsiones, o para ver la figura que tenía el
diablo hereje, se quedaban para oír la predicación. Muchos
de ellos fueron llevados a los pies de Cristo. Spurgeon, que
tenía sentido del humor, conservaba cuidadosamente las
caricaturas, como asimismo los folletos y artículos que de su
persona y obra se publicaban.
Tragedia
En junio de 1855, la congregación regresó del Exeter Hall a
la capilla de New Park Street, que tenía capacidad para 400
personas más que antes. Sin embargo, el local resultaba muy
pequeño. Muchos tenían que devolverse a sus casas,
frustrados.
Pero Spurgeon no sólo predicaba allí. También lo hacía en
otros lugares a mediados de semana. Y también fuera de
Inglaterra. En 1855 predicó en distintas ciudades de Escocia.
A su regreso a Inglaterra viajó por Essex, Cambridgeshire, y
Suffolk, predicando en muchas poblaciones, comenzando
por Waterbeach, de donde había ido a Londres dos años
antes.
La estrechez de la capilla de New Park Street comenzó a
hacer ver la necesidad de edificar un templo que reuniera las
condiciones apropiadas. Pero la tarea se veía muy difícil.
Entretanto, se pensó regresar a Exeter Hall, pero los dueños
se negaron a arrendarlo por mucho tiempo a un solo
predicador. Poco antes de esta fecha se había inaugurado el
Music Hall (Teatro de la Música), probablemente el de
mayor capacidad en Londres. Alquilar este edificio parecía
una empresa gigantesca. Sin embargo, no había otra opción.
Así que, mientras se creaba un fondo para la construcción de
un nuevo templo, se alquiló el Music Hall. Pero las
reuniones allí tuvieron un triste comienzo. La primera noche
en que Spurgeon predicó, el 19 de octubre de 1856, ocurrió
un accidente que tuvo un tremendo efecto sobre el público,
sobre el predicador, y sobre el futuro de la obra en Londres.
Lo que no pudieron lograr las diatribas de los periódicos y
de los teólogos –acallar a Spurgeon–, casi lo logra este
funesto accidente.
El lugar estaba abarrotado con más de 7000 mil personas. A
la mitad del sermón, algunos mal intencionados, gritaron
«¡Fuego! ¡Fuego!». La multitud se excitó de una manera
terrible y se lanzó a las puertas, pisoteándose unos a otros, y
ocasionando la más espantosa escena de desolación y
muerte. Spurgeon desde la plataforma suplicaba a la
multitud que permaneciera tranquila, pero le fue imposible
dominar la asamblea. 7 personas murieron y 28 quedaron
heridas. Nunca su supo quiénes habían provocado esta
tragedia.
Spurgeon cayó enfermo. Según algunos de sus biógrafos,
fue esta la enfermedad que le llevaría a la muerte años
después. Además, fue terriblemente fustigado por una parte
de la prensa. «The Saturday Review» escribía el 25 de
octubre: «Creemos que las actividades del señor Spurgeon
no merecen en lo más mínimo la aprobación de sus
correligionarios. Apenas hay un ministro no conformista de
cierta categoría que esté asociado con él. No observamos, en
ninguno de sus proyectos u operaciones de edificación, que
los nombres de ninguno de los líderes del llamado mundo
religioso figuren como fiadores... Existe la opinión general
de que sus anormales procedimientos no benefician a la
religión.. El alquilar lugares de esparcimiento público para
la predicación del domingo es una lamentable novedad. Da
la impresión de que la religión se encuentre falta de
recursos. Después de todo, el señor Spurgeon no hace otra
cosa sino representar el papel de Jullien dominical. Se nos
habla del espíritu profano que debe haber habido en el fondo
de la mente clerical cuando la Iglesia representaba Autos
Sacramentales y toleraba la Fiesta de los Asnos; pero estas
cosas antiguas reaparecen cuando los predicadores populares
alquilan salas de conciertos, y predican la redención en salas
saturadas de olor a tabaco, y donde resuenan las castas
melodías del ‗Bobbing Around‘ y los valses de La
Traviata».
Aun muchos religiosos le combatieron; pero muchos amigos
estuvieron a su lado.
La terrible tragedia obligó a los hermanos a edificar con
prontitud un edificio que ofreciera seguridad. Para el efecto,
la iglesia adquirió un extenso terreno, el mismo donde en
siglos anteriores un gran número de cristianos habían sido
quemados por su fidelidad a la Palabra de Dios.
Este mismo año se suscitó una nueva controversia en torno a
Spurgeon, conocida como la «Controversia del Riachuelo»,
y fue motivada por un volumen de himnos que había sido
publicado: Himnos para el Corazón y para la Voz, El
Riachuelo. Para Spurgeon, muchos de los himnos eran
simplemente «poemas de la naturaleza» y carecían de una
clara verdad evangélica. Pese a que era muy joven,
Spurgeon tenía ideas muy claras; y por ser joven, las
expresaba con mucha franqueza.
El príncipe de los predicadores (2ª Parte)
Procedente de una antigua familia cristiana inglesa, Charles
H. Spurgeon mostró tempranamente inclinación por la las
cosas espirituales. Convertido a los 15 años, a los 17 ya era
pastor. A los 20 años se hizo cargo de una de las iglesias
más antiguas y prestigiosas de Londres. Muy pronto
comenzó a atraer multitudes por su predicación. Fuera de
Inglaterra su nombre también se hizo conocido gracias a la
publicación de sus sermones, que se leían con devoción en
todo el mundo. Su popularidad creció hasta el punto de
convertirse en un verdadero fenómeno religioso. Sin
embargo, también hubo una fuerte hostilidad hacia su
persona, a causa de su juventud, su denuedo, y sus firmes
convicciones doctrinales. Las dificultades alcanzaron su
punto más álgido cuando ocurrió un accidente en una de sus
reuniones, que causó la muerte a 7 personas, y dejó a otras
28 heridas. Esta terrible tragedia dejó una huella muy
profunda en el joven predicador. No obstante se repuso, y
continuó su ministerio.
Colegio de Pastores
A fin de ayudar a los jóvenes que tenían el llamado a la
predicación, Spurgeon creó en 1856, con recursos propios,
el Colegio de Pastores, que comenzó con un solo alumno y
un solo maestro. En poco tiempo, se construyó un edificio
para el Colegio. A fines de 1872, dada la alta demanda de
los estudiantes, se construyó un hogar para el Colegio. En su
discurso anual de 1890, Spurgeon informaba que en los 34
años del Colegio, habían sido recibidos en él 828
postulantes, de los cuales 673 ejercían en la obra.
El Colegio de Pastores fue la obra favorita de Spurgeon. «El
que convierte un alma saca agua de una fuente; pero el que
prepara un ganador de almas, está cavando un pozo del cual
millares pueden beber el agua de la vida eterna. Por eso
creemos que nuestra obra entre 1os estudiantes es la mayor
responsabilidad de todas aquellas en las cuales hemos puesto
las manos...».
Desde el año 1865 se organizó la «Conferencia Anual» del
Colegio de Pastores. A estos encuentros venían todos los
que habían pasado por sus aulas, para tener una semana de
refrigerio espiritual, en el abrazo de los compañeros, en la
comunión, en el estudio a los pies del Maestro. Spurgeon
siempre tenía para ellos palabras de cariño y aliento, de
exhortación y consejo.
Hacia fines de 1857 se publicó su primer libro, el primero de
muchos que habría de publicar: El Santo y Su Salvador,
escrito principalmente «para la familia del Señor,» aunque
contiene muchos pasajes destinados al lector inconverso.
Al modo de Wesley y de Whitefield, Spurgeon solía
predicar al aire libre. Cierta vez predicó debajo de un gran
árbol donde hacía poco había muerto un hombre partido por
un rayo. De esa manera, él enfatizaba lo inesperado de la
muerte. En otra ocasión, 10.000 personas le escucharon
predicar junto a una gran roca y cantar con todo fervor
«Roca de la Eternidad». Predicó también en establos,
cobertizos, y una vez, incluso, predicó sobre una carreta.
A fines de 1858, los sentimientos de Spurgeon en contra de
la esclavitud se hicieron ampliamente conocidos, pues en
una reunión nocturna, Spurgeon invitó a John A. Jackson, un
esclavo fugitivo originario de Carolina del Sur, USA, a que
subiera al púlpito con él. Esto hizo que perdiera mucho del
apoyo que recibía de los Estados Unidos, y afectó la venta
de sus sermones en aquel país. Tal vez por eso, pese a las
múltiples invitaciones que habría de recibir posteriormente,
Spurgeon nunca accedió a visitar Estados Unidos. Más tarde
recibiría también invitaciones para visitar Australia y
Canadá, pero él contestaba que no tenía permiso de su Señor
para abandonar su puesto.
Mientras se levantaba el Tabernáculo Metropolitano,
Spurgeon, los diáconos y algunos miembros de la iglesia,
acostumbraban reunirse a orar en medio de los trabajos de la
construcción. Por fin, el 1° de marzo de 1861, fue terminado
el Tabernáculo Metropolitano. Tenía capacidad para 6.000
personas; además había un salón para la Escuela Dominical,
con capacidad para 1.000 personas; y otras dependencias.
Días de éxito y reconocimiento
El primer servicio que se celebró en el Tabernáculo
Metropolitano fue de oración, dirigido por Spurgeon, el 18
del mismo mes, con una asistencia de más de mil personas.
Las celebraciones de apertura tuvieron una duración de 5
semanas. Varias predicaciones sobre la gracia fueron
expuestas por el propio Spurgeon y por otros predicadores
invitados.
En estos momentos tenía Spurgeon 26 años de edad, y sólo
hacía 6 que se encontraba en Londres. No obstante su
juventud, y el tiempo relativamente corto en que se hallaba
al frente de este trabajo, había efectuado una labor
verdaderamente brillante. La fama de Spurgeon no cesó, ni
mermó con la edificación del Tabernáculo Metropolitano. Al
contrario, su renombre iba creciendo a medida que pasaban
los años.
Durante el año 1861 se distribuyeron 200,000 sermones
impresos en las Universidades de Oxford y Cambridge, y
salió a luz una edición alemana que se expuso en la Feria del
Libro de Leipzig. Muchos periódicos de Estados Unidos
seguían publicando sus sermones cada semana.
El volumen de sermones del «Púlpito del Tabernáculo
Metropolitano» correspondiente al año de 1864 es uno de
los más importantes de toda la colección que contiene 56
volúmenes. La razón es que incluye sermones sobre «La
Regeneración Bautismal», «Niños Traídos a Cristo y no a la
Pila Bautismal», «El Libro de la Oración Común» (utilizado
por la Iglesia de Inglaterra, anglicana), y «Pesado en las
Balanzas». Spurgeon sabía que había «atizado un nido de
cascabeles» y estaba plenamente convencido que la venta de
sus sermones bajaría dramáticamente, pero a partir de ese
momento se vendieron más.
En 1865 se inició la publicación de una revista mensual a la
que puso por nombre La Espada y La Paleta de albañil. La
revista incluía la publicación de sermones, de artículos y de
reseñas de libros. También mantenía informados a sus
lectores acerca de las demás obras del ministerio de
Spurgeon.
En 1865 predicó un mensaje titulado «La Verdadera Unidad
Promovida,» que tiene mucha vigencia en nuestros días. En
1866 volvió a predicar sobre este tema. Spurgeon demostró
sus simpatías a favor de una verdadera unidad cristiana al
visitar Escocia en la primavera de ese año, asistiendo a la
Iglesia Libre de la Asamblea de Escocia y predicando en
otra iglesia de San Jorge y para las Iglesias Presbiterianas
Unidas de Edimburgo.
La Sociedad de Colportores y el Orfanato
En 1866 fue creada la Asociación de Colportores. Su
propósito era hacer circular la mayor cantidad posible de
libros sanos, de carácter cristiano. Para Spurgeon, los
colportores no eran sólo vendedores de libros, sino eran
verdaderos «misioneros predicadores, y pastores». Algunas
cifras dan elocuente muestra de ello.
Durante los primeros dos años, hubo sólo 6 hombres en este
trabajo. En 1872, había 13; en 1874 había 35; en 1875, había
45. En 1880, que era el 14o. año de su existencia, la
Asociación contaba con 79 colportores y se habían vendido
396.291 libros y revistas, se habían efectuado 631.000
visitas misioneras, y celebrado 6.000 servicios de
predicación. En promedio, cada año cada colportor había
vendido 5.016 libros y revistas; efectuado 7.987 visitas; y
celebrado 75 servicios de predicación. Siguiendo el ejemplo
de los colportores, un grupo de miembros del Tabernáculo
partió a la India en labor misionera.
El año siguiente comenzó a concretarse otro sueño de
Spurgeon: un Orfanatorio. Como alguien dijo: «El
Orfanatorio representa de la manera más hermosa uno de los
rasgos más tiernos de Spurgeon. Su amor a los niños sólo
fue excedido por el amor que los niños le tenían a él».
Muchas ocasiones, extenuado por el exceso de trabajo, y
preocupado por los muchos problemas, Spurgeon iba al
Orfanatorio para encontrar descanso físico y mental. Allí,
Spurgeon era como «un niño grande entre otros muchos
niños pequeños».
No obstante, Spurgeon nunca tuvo el propósito deliberado
de fundar un asilo de niños. Su creación fue providencial, y
es preciso que nos refiramos a ella para conocer un poco
más a este hombre. En el año 1866, hablando Spurgeon de
una manera incidental, de algunas cosas que constituían una
necesidad imperiosa, mencionó un Orfanatorio, haciendo
énfasis en los millares de niños que en la misma Londres
carecían de pan y de abrigo. Esta nota fue leída por una
asidua lectora de Spurgeon, la Sra. J. Hillyar, que era viuda
de un clérigo anglicano y que poseía muchos bienes.
Después de meditarlo mucho, puso a disposición de
Spurgeon una fuerte suma de dinero para la construcción de
un Orfanatorio. Spurgeon declinó aceptar el ofrecimiento,
aconsejándole que hiciera esa donación al Orfanatorio de G.
Müller, de Bristol.
Con esa carta Spurgeon creyó que quedaría terminado este
asunto. Pero casi inmediatamente recibió una segunda carta,
en la que ella le decía que Dios había puesto en su corazón
entregarle esa cantidad, y que de no ser él quien la
administrara, el dinero no sería donado. De esa manera
Spurgeon se vio obligado a emprender la fundación del
Orfanatorio.
A la donación de Mrs. Hillyar se agregaron muchas otras.
Los edificios del Orfanatorio de Stockwell estuvieron
terminados a fines de 1869. En él ingresaron niños a
centenares, de todas las clases sociales y denominaciones
cristianas, convirtiéndose en uno de los asilos de huérfanos
más grandes de Inglaterra. En 1880 se comenzó la
construcción del Orfanatorio de niñas.
De acuerdo con la manera de pensar de Spurgeon, la única
disciplina que se empleaba en el Orfanatorio de Stockwell
era la del amor, la palabra cariñosa, y la afectuosa
persuasión. Muchos de los niños criados allí fueron
predicadores del Evangelio.
La obra se extiende
En 1867, en vista de las frecuentes enfermedades y el
enorme trabajo de Spurgeon, la iglesia le nombró a su
hermano James como auxiliar. Desde esta fecha, y por
espacio de 24 años, estos dos hermanos estuvieron al frente
de aquella gigantesca obra. Hacia finales de este mismo año
se terminó un Asilo de Ancianos con doce habitaciones para
ancianitas.
Si bien Spurgeon nunca visitó Estados Unidos, tuvo estrecha
comunión con cristianos norteamericanos. En 1875, los
evangelistas norteamericanos D. L. Moody y Sankey
predicaron en el Tabernáculo Metropolitano. El 6 de Junio
Spurgeon predicó en una campaña de Moody y Sankey en la
ciudad de Londres.
El 15 de agosto de ese mismo año, Spurgeon predicó un
sermón titulado «Prescindiendo del Sacerdote», que causó
una gran controversia promovida por los periódicos
controlados por la Iglesia de Inglaterra.
Durante una reunión de oración que tuvo lugar la última
noche de enero de este año, Spurgeon habló en contra del
uso del título «Reverendo» (aunque él todavía lo usaba para
no dificultarle su tarea al cartero). Él afirmaba que nadie lo
había ordenado, y nadie lo haría nunca. Su única ordenación
provino de «la mano traspasada».
Su preocupación por la formación de los predicadores llevó
a Spurgeon a consultar unos 4.000 libros para analizarlos y
recomendar los mejores.
La noche del primer domingo de Julio de 1875, se comenzó
a usar una estrategia de evangelización nueva en el
Tabernáculo Metropolitano: se solicitó a toda la
congregación que cediera sus asientos, para que las personas
que nunca habían venido pudieran escuchar el Evangelio.
Debido al buen resultado que tuvo esta experiencia, se
repitió muchas veces en el futuro.
En Diciembre de 1876 Spurgeon predicó una serie de cinco
sermones sobre Cristo: «Cristo el Fin de la Ley», «Cristo el
Conquistador de Satanás», «Cristo el Vencedor del Mundo»,
«Cristo el Hacedor de Todas las Cosas Nuevas» y «Cristo el
Destructor de la Muerte». Al año siguiente, publicó un libro,
El Glorioso Logro de Cristo, una colección de siete
sermones acerca de Cristo como vencedor de Satanás, del
mundo, de la muerte, etc.
En 1878, en el mes de Julio, se publicó un excelente libro
titulado: «La Biblia y el Periódico.» Spurgeon estaba
convencido que debía leerse el periódico «para ver cómo mi
Padre celestial gobierna el mundo.» El libro contiene una
colección de reportes de periódicos sobre diversos
incidentes, vistos desde una perspectiva espiritual, para
beneficio de predicadores y maestros de la escuela
dominical. Algunas veces Spurgeon seleccionaba algunos de
esos incidentes y predicaba sermones completos acerca de
ellos. Por ejemplo, durante dos domingos del mes de
Septiembre, predicó dos sermones acerca del hundimiento
del barco Princesa Alicia.
Las ancianas y las enfermedades
Con el paso de los años, la enfermedad del reumatismo y la
gota comenzaron a atacar fuertemente a Spurgeon.
Continuamente debió ausentarse del púlpito, y tomarse
períodos de descanso en la ciudad de Menton, Francia, a
veces por semanas o meses. Por este tiempo un periódico de
los Estados Unidos acusaba a un popular predicador
londinense de falta de templanza, expresando que su
enfermedad de la gota requería frecuentes visitas a Francia,
siendo la gota el resultado de excesivo consumo de cervezas,
coñac y vino de Jerez.
Pero Spurgeon continuaba su obra. Continuamente recibía
fuertes sumas de dinero, sea como regalos (en sus
cumpleaños especialmente), donativos o ingresos por la
venta de sus libros. Gran parte de esos dineros los
canalizaba hacia las obras de ayuda. En 1879 Spurgeon donó
5.000 libras esterlinas para los asilos y el resto para otras
causas que lo ameritaban, tales como el Fondo de Auxilio
para los Ministros Pobres.
Spurgeon también tuvo preocupación por las ancianas
pobres. El «Hogar de las Ancianas» había nacido 50 años
antes de que Spurgeon viniera al pastorado de la Iglesia New
Park Street; y se originó en el corazón de Juan Rippon. Sin
embargo, debió su mayor incremento a Spurgeon. En 1880
encontraban abrigo en este asilo 17 ancianas, la mayor parte
de las cuales eran antiguos miembros de la Iglesia del
Tabernáculo.
Este asilo era un verdadero hogar para las ancianas.
Spurgeon nunca creyó en la conveniencia de que las
personas recluidas en una institución benéfica vivieran
hacinadas en grandes salones, y menos aun siendo ancianas,
las que como tal, tienen sus hábitos de vida ya formados, y
sus costumbres hechas. Proveyó un gran número de
habitaciones para que en ellas pudieran vivir
individualmente las asiladas, y en estas habitaciones reunió
todas las comodidades posibles dentro de un bien entendido
espíritu de economía, a fin de que los últimos años de vida
de estas ancianas fueran tranquilos y agradables. Allí vivían
aquellas viejecitas independientemente, sin embargo, en
familia, con el aprecio y la consideración de todos. Eran
consideradas no como objeto de caridad, sino como buenas
hermanas a quienes se estaba en el deber sagrado de
sostener, haciéndoles llevaderos los últimos instantes de la
existencia.
La popularidad de Spurgeon llegó a alturas insospechadas,
tanto, que hacía severa competencia a los políticos más
connotados de la época. Se cuenta que un estudiante de una
escuela en los Estados Unidos, cuando se le preguntó quién
era el Primer Ministro de Inglaterra, respondió: ¡El señor
Spurgeon!
Precisamente el Primer Ministro de Inglaterra, Mr.
Gladstone, visitó en 1882 el Tabernáculo Metropolitano. La
visita del señor Gladstone fue inesperada de tal forma que
no se preparó un sermón especial para la ocasión. El Primer
Ministro se reunió previamente en privado con Spurgeon
durante quince minutos, y posteriormente se volvió a reunir
con él para felicitarlo por la excelente labor que se
desarrollaba.
En 1884 fue la celebración del cumpleaños número
cincuenta del predicador, celebración que tuvo lugar los días
18 y 19 de Junio. Los periódicos comentaron el evento y
congratularon al predicador por ser uno de los hombres
mejor conocidos de su tiempo, habiendo sido primero «una
curiosidad y posteriormente una notoriedad.» El
Tabernáculo estaba completamente lleno en las reuniones
que tuvieron lugar esas dos noches. 7.000 personas
estuvieron presentes la noche del 19 de Junio. En una
respuesta característica a los buenos deseos que le
expresaban, Spurgeon dijo que «él no atravesaría la calle
para ir a escucharse él mismo.» En el evento predicaron
hombres eminentes tales como D. L. Moody y O. P. Gifford,
de los Estados Unidos y Canon Wilberforce, y los doctores
Newman Hall y Joseph Parker.
Spurgeon era un firme calvinista, pero reveló su condición
universal al predicar en el mes de Abril a favor de la
Sociedad Misionera Wesleyana.
Se rompe la paz: La Controversia del declive
Las cosas siguieron muy bien hasta el año 1887. Este fue el
año en la vida de Charles Haddon Spurgeon de acuerdo a
sus biógrafos y a los historiadores de la iglesia. Debido al
curso de los eventos de ese año y a la decisión tomada por
Spurgeon, fue criticado, alabado y evaluado desde entonces.
Fue el año de la «Controversia del declive».
Spurgeon veía desde hacía tiempo con preocupación las
tendencias modernistas entre ciertos predicadores bautistas
de su día. Entre los errores estaba el negar el sacrificio
expiatorio de Cristo, la inspiración bíblica y la justificación
por la fe. Los bautistas, en vez de poner orden en sus filas, y
aclarar los puntos en disputa, tenían comunión con tales
modernistas.
Según Spurgeon, ellos razonaban así: «Sí, nosotros creemos
en la Divinidad de Jesús; pero no dejaríamos a un hombre
afuera de nuestro compañerismo por pensar que nuestro
Señor es un mero hombre. Nosotros creemos en la
expiación: pero si otro hombre la rechaza, él no debe, debido
a esto, ser excluido de nuestro número». Por tanto, Spurgeon
consideró un deber separarse de ellos: «El separarnos a
nosotros mismos de aquellos que se separan a sí mismos de
la verdad de Dios no es sólo nuestra libertad, sino nuestro
deber».
Spurgeon no quería entrar en disputa, tampoco ejercer
presiones para que ellos cambiaran su proceder, sino
simplemente quiso salir de en medio de ellos, conforme a la
Palabra. «El deber obligatorio de un verdadero creyente
hacia hombres que profesan ser cristianos, y sin embargo
niegan la Palabra del Señor, y rechazan los fundamentos del
Evangelio, es salir de entre ellos». Spurgeon presentó su
renuncia a la Unión Bautista, la que fue aceptada el día 18
de Enero.
La Controversia del Declive se convirtió en tema de
conversación en los Estados Unidos y Canadá durante este
año. «El Bautista Nacional» de Filadelfia censuró a
Spurgeon; en cambio, la Convención Bautista de la
Provincia Marítima de Canadá, le apoyó.
El predicador confesó que la «tensión de la controversia casi
ha quebrantado mi corazón». La controversia se reflejó en la
predicación de ese año: «Aferrándose a la Fe», «La
Infalibilidad de la Escritura», «Ningún Compromiso», son
algunos títulos de sus predicaciones.
Últimos días
Durante los últimos días de Spurgeon recrudeció la
enfermedad de la gota, a la cual se agregaron el reumatismo
y, al final, la enfermedad de Bright (que ataca severamente
los riñones).
A fines de 1891, los médicos y amigos le aconsejaron otro
viaje a Mentone. Durante los tres meses que mediaron entre
su llegada a Mentone y su muerte, semanalmente escribió a
su congregación epístolas cariñosas que eran leídas
públicamente. Estas cartas muestran al hombre de Dios
expresando la hermosura de Cristo. El 21 de diciembre de
1891 escribió una cariñosa carta a los niños del Orfanatorio,
haciéndoles presente su cariño, y dándoles saludables
consejos.
Parece que la última carta que Spurgeon escribió a su Iglesia
es la que aparece fechada el 15 de enero de 1892. El 17
participó en un culto familiar; y el 18 la gota le afectó la
cabeza. El martes 26 era el día señalado para traer al
Tabernáculo las ofrendas de acción de gracias. Ese día
Spurgeon dictó a su secretario, el Sr. Harrald, el siguiente
telegrama: «Yo y esposa, cien libras, sincera acción de
gracias, para gastos generales del Tabernáculo. Cariños a
todos los amigos». Y entonces cayó en la inconsciencia, la
que continuó casi todo el tiempo restante. Antes había dicho
a su secretario: «Mi obra ha terminado‘. Y a su esposa: «¡Oh
querida, he gozado un tiempo glorioso con mi Señor!».
Charles H. Spurgeon durmió en el Señor el 31 de enero de
1892, rodeado de su esposa, uno de sus hijos, su hermano y
co-pastor, su secretario particular, y tres o cuatro amigos. Su
cuerpo fue colocado, días después, en su lugar de descanso
terrenal, junto al sepulcro del misionero Robert Moffatt.
A la muerte de Spurgeon, toda la prensa se ocupó de él
llenando sus columnas con sus datos biográficos, con la
enumeración y apreciación de su obra, y estimación de su
carácter.
Durante su pastorado, un total de 14.692 personas fueron
bautizadas y se unieron al Tabernáculo Metropolitano. Sus
sermones continuaron publicándose durante 27 años
posteriores a su muerte, de tal forma que «aun estando
muerto, habla.» Actualmente, los libros y sermones de
Spurgeon, así como su vida y ministerio, siguen inspirando a
miles de cristianos en todo el mundo.
Perfil del hombre de Dios
Spurgeon vivió y brilló con claridad extraordinaria, en una
época en que, en su propio país, descollaban magníficos
predicadores. Muchos se preguntaban dónde estaba el
secreto de su poder y la clave de su éxito. De hecho, no
poseía las características que pueden hacer a un hombre
atractivo para las masas. Su estatura era mediana; su cuerpo
era fuerte, pero común, con tendencia a la obesidad; su
rostro, sombreado en los últimos años por una barba poco
poblada, no era ciertamente la representación de la belleza; y
su personalidad toda, contemplada en el púlpito, no tenía
aquella simpatía atrayente que tanto se admira en los
grandes de la tribuna.
Una parte de la prensa comenzó a decir que Spurgeon debía
su éxito a que era un excéntrico del púlpito. Pero nunca fue
tal. Por el contrario, era más bien pausado y severo, y sus
movimientos eran los de esperarse en todo orador, aun de la
escuela más conservadora.
En lo que Spurgeon poseía un verdadero tesoro, rico e
inagotable, era en su voz, en tiempos en que no se conocía el
micrófono. Alguien ha dicho que mientras se llenaba el
Tabernáculo parecía una enorme colmena. Pero tan pronto
Spurgeon subía al púlpito, todos estos rumores se acallaban,
y en medio de un gran silencio, vibraba con una gran
intensidad su voz clara y cristalina de timbre metálico; voz
halagadora pero viril; voz que se prestaba, de manera
maravillosa, para los matices de sentimientos más delicados
y diversos.
La voz de Spurgeon era robusta, y extensa, y siempre llegó
claramente hasta el último de los oyentes. En varias
ocasiones en Inglaterra, y Escocia habló al aire libre a
multitudes de 14 y 15.000 personas. En cierta ocasión,
mientras probaba su voz en el solitario Palacio de Cristal, un
trabajador que se encontraba en un andamio muy alto,
poniendo cristales a una de las ventanas, le oyó decir:
«Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo
Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores‘. Estas
palabras fueron repetidas con una voz baja, suave, distinta.
El hombre se sorprendió grandemente, porque no veía a
nadie en el edificio; pero estas palabras llegaron a su
corazón, y aceptó a Cristo.»
Una de las características espirituales que Spurgeon poseía
era su fe firme e invariable; una fe que se sobreponía a las
dificultades y contratiempos. Aquellas cosas fundamentales
de que hablaba, acerca de Dios, de Cristo, de la vida eterna,
no eran para él meras teorías, sino tremendas realidades.
Dios llenaba todo su horizonte. Jesús era tan absolutamente
el Señor de su corazón, que las lágrimas corrían de sus ojos
a raudales cuando hablaba del Salvador. Jesucristo había
fascinado su corazón.
Esta fe profunda se manifestaba en su fidelidad a la verdad.
En su vida toda era guiado exclusivamente por esa lealtad a
la Palabra de Dios. W. C. Wilkinson dice: «La cosa más
admirable acerca de Spurgeon, era ésta: la absoluta, sencilla
y completa fidelidad que mantuvo siempre, sin
intermitencias, desde el juvenil comienzo hasta la madura
terminación de su obra la serena e imperturbable fidelidad
de mente y de corazón, de conciencia,.. de voluntad, de todo
lo que había en él, y de todo lo que había de él, al mero y
puro, incambiable, no acomodaticio novotestamentario
Evangelio de Cristo, que es el mismo ayer y hoy, y para
siempre... ¡Sea Dios bendecido por ello!».
Otra característica inapreciable en Spurgeon era su espíritu
de oración. Creía absolutamente en la necesidad de la
oración, y la práctica de su vida nunca estuvo en desacuerdo
con ello. Cierta vez, unos visitantes procedentes de los
Estados Unidos le preguntaron cuál era el secreto de su
éxito. Él les respondió: «Mi gente ora por mí». Cuando
alguien entraba de visita al Tabernáculo Metropolitano, él lo
llevaba a la sala de oración en el sótano, donde siempre
había gente intercediendo de rodillas. Entonces Spurgeon
declaraba: «Aquí está la central eléctrica de esta iglesia».
Orar era tan natural para él como respirar. Wayland Hoyt, un
amigo, cuenta el siguiente testimonio: «Yo estaba
caminando con él (con Spurgeon) en el bosque, y cuando
llegamos a cierto lugar simplemente dijo, venga
arrodillémonos junto a esta cabaña y oremos, y así elevó su
alma a Dios en la más reverente y amorosa oración que he
oído».
También, según Theodore Cuyler, mientras caminando por
el bosque tuvieron un tiempo de humorismo, Spurgeon paró
de repente y dijo: «Venga Theodore, agradezcamos a Dios
por la risa», y allí mismo oró.
Algunas de las admoniciones más solemnes que Spurgeon
jamás dirigiera a su congregación fueron acerca del peligro
de que cesaran de depender de Dios en oración. «¡Que Dios
me ayude si dejáis de orar por mí! Avisadme en aquel día, y
tendré que cesar de predicar. Avisadme cuando os
propongáis cesar en vuestras oraciones, y clamaré: «Dios
mío, dame la tumba en este día, y que yo duerma en el
polvo».». Estas palabras no eran elocuencia de predicador,
sino que expresaban los sentimientos más profundos de su
corazón. Creía que sin el Espíritu de Dios nada podía
hacerse. Cuando su congregación cesara de sentir su
«dependencia entera y absoluta en la presencia de Dios»,
estaba seguro de que «antes de poco tiempo vendrían a ser
objeto de desprecio y comentario velado, o quizás un mero
leño sobre el agua».
A los predicadores enseñaba: «Si tiene que haber algún
hombre debajo del cielo obligado a cumplir con el precepto
«orad sin cesar», lo es sin duda alguna el ministro cristiano.
Este tiene tentaciones especiales, pruebas particulares,
dificultades singulares ... necesita por consiguiente mucha
más gracia que los otros hombres, y como él lo sabe así, se
ve obligado a clamar incesantemente, pidiendo fuerza al
Fuerte, y a decir: «Levantaré mis ojos a los montes, de
donde viene mi socorro ... Las oraciones que hagáis serán
vuestros ayudantes más eficaces mientras vuestros sermones
estén sobre el yunque todavía ... si podéis mojar vuestra
pluma en vuestro corazón, recurriendo a Dios con toda
sinceridad, escribiréis bien; y si arrodillados en la puerta del
cielo podéis reunir vuestros materiales, no dejaréis de hablar
bien ... Nada puede poneros tan gloriosamente en aptitud de
predicar, como el que acabéis de bajar del monte de
comunión con Dios, para hablar con los hombres. Nadie es
tan a propósito para exhortar a los hombres, como el que ha
estado luchando con Dios a favor de ellos».
Pero, sin duda, lo que caracteriza de manera más clara y
significativa el ministerio de Spurgeon es su predicación
absolutamente Cristocéntrica. Cristo era el fondo y el centro
de su predicación, ya se refiriese a su divina persona, o a su
bendita obra. Para él el único propósito y finalidad de la
predicación era presentar a Cristo al mundo; pero no a un
Cristo ético e imperfecto, sino al Cristo de los Evangelios,
perfecto en su humanidad y en su divinidad; un Cristo
Salvador, crucificado y muerto para nuestra redención; un
Cristo que es el único remedio a nuestras enfermedades, y la
sola solución a todos nuestros problemas, cualesquiera que
éstos sean.
Spurgeon solía decir al respecto: »Muchos, son los aspectos
bajo los cuales hemos de considerar a nuestro divino Señor,
pero yo he de darle siempre la mayor prominencia a su
carácter salvador, de Cristo, nuestro sacrificio, el que lleva
nuestros pecados. Si hubo una época en la cual hubiera
necesidad de ser claros, decididos y vehementes en este
punto, es ahora... Tratar de predicar a Cristo sin la cruz, es
negarlo con un beso ... Los que echan a un lado la expiación
como satisfacción por el pecado, también dan golpe de
muerte a la doctrina de la justificaci6n por la fe... El
pensamiento moderno no es otra cosa que la tentativa de
retrotraer el sistema legal de la salvación por las obras...
Algunos predicadores evidentemente no creen que el Señor
está con su Evangelio, porque a fin de traer y salvar a los
pecadores, su evangelio es insuficiente y tienen que
agregarle las invenciones de los hombres. La predicación del
sencillo Evangelio ha de ser complementada, creen ellos. .
.Si vuestro Evangelio no tiene el poder del Espíritu Santo en
él, no lo podéis predicar con confianza».
Spurgeon amaba proclamar «la gloria de Dios en la faz de
Jesucristo». Cristo era el «tema glorioso, intensamente
absorbente» de su ministerio, y ese Nombre convertía sus
fatigas en el púlpito en un «baño en la aguas del Paraíso».
Esta fue su característica aun desde los primeros años de su
ministerio. Por eso, no es de sorprender que repasando los
títulos de sus sermones en 1856 y 1857 encontremos este
nombre constantemente repetido: «Cristo en los Negocios de
Su Padre»; «Cristo, Poder y Sabiduría de Dios»; «Cristo
Levantado»; «La Condescendencia de Cristo»; «Cristo
Nuestra Pascua»; «Cristo Ensalzado»; «El Ensalzamiento de
Cristo»; «Cristo en el Pacto».
En uno de tales sermones, titulado «El Nombre Eterno»,
predicado a principios de 1855 cuando tenía veinte años,
describe lo que sería del mundo si el nombre de Jesús
pudiera ser eliminado del mismo. Incapaz de refrenar sus
propios sentimientos, exclamó: «Sin mi Señor, no tendría el
menor deseo de estar aquí; y si el Evangelio no fuera cierto,
bendeciría a Dios por aniquilarme en este mismo instante,
pues no desearía vivir si vosotros pudierais destruir el
nombre de Jesús».
Muchos años después, la señora Spurgeon recordaba este
mismo sermón, y describía del modo siguiente su final,
cuando la voz de Spurgeon casi se estaba extinguiendo a
causa del agotamiento físico: «Recuerdo, con extraña
claridad después de tanto tiempo, la noche del domingo en
que predicó aquel sermón. Era un tema en el que se gozaba
extremadamente; su principal deleite era ensalzar a su
glorioso Salvador, y en aquel discurso parecía estar
vertiendo su mismísima alma y vida en homenaje y
adoración ante su misericordioso Rey. ¡Y yo creí de veras
que habría muerto allí, frente a todas aquellas gentes! Al
final del sermón, hizo un poderoso esfuerzo para recuperar
la voz; pero la pronunciación casi le fallaba, y sólo pudo
oírse con acento entrecortado la patética peroración:
«¡Perezca mi nombre, pero sea para siempre el Nombre de
Cristo! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Coronadle Señor de todos!
No me oiréis decir nada más. Éstas son mis últimas palabras
en Exeter Hall por esta vez. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!
¡Coronadle Señor de todos!» y entonces se desplomó, casi
desmayado, en la silla que había tras él».
El vigía que vino de China
Watchman Nee, cuyo nombre chino es Nee To-sheng, nació
en la ciudad de Fu-chou, el 4 de noviembre de 1903. Era
hijo de Nee Weng-hsiu, un hombre de carácter apacible y
Lin Huo-ping, una mujer de voluntad firme. Debido a que
anteriormente no habían tenido varón, su madre le prometió
a Dios que, si era varón, se lo ofrecería.
Al principio, según las tradiciones familiares, fue llamado
Nee Shu-tsu, que significa: «Aquel que proclama los méritos
de sus antepasados». Más tarde, consciente de su nueva
misión en la vida, decidió llamarse Nee Ching-fu («Uno que
advierte o exhorta»), pero le pareció muy tajante.
Finalmente, su madre le propuso To-Sheng, que significa
«nota de batintín (o matraca) escuchada de lejos», que era
usada por los centinelas. Él se sentía llamado por el Señor
como un centinela, para hacer sonar su batintín a las
personas en la noche oscura. Entre los creyentes de habla
inglesa se le llamó Watchman Nee, que significa ‗vigía‘ o
‗atalaya‘.
Nee To-Sheng pertenecía a una familia de rica historia
cristiana, pues su abuelo, Nee U-cheng fue el primer pastor
chino en esa gran región, y un gran expositor de la Biblia.
Su padre, Nee Weng-hsiu fue el cuarto de nueve hijos
varones. Debido a que era un estudiante aventajado, obtuvo
el puesto de oficial menor de aduanas.
Primeros años
La infancia de To-Sheng transcurrió en un hogar de severos
principios. Huo-Ping llevaba las riendas de la casa con mano
firme. Inculcaba en sus hijos el orden, la limpieza, y sobre
todo, les instruía en la fe. La música era un gran pasatiempo
para los niños, quienes aprendieron muchos himnos y
cánticos cristianos.
A la edad de trece años, To-Sheng ingresó a la Enseñanza
Media, en la Escuela Trinidad de Fuchou, de orientación
occidental. Este colegio era la puerta para obtener empleo en
la Misión o del Estado, y de allí los jóvenes ascendían a
posiciones de influencia.
Nee era muy buen alumno, y bastante engreído. Incluso su
estatura sobrepasaba a la de la mayoría. Por ese tiempo, el
‗mandarín‘ comenzó a desplazar al chino literario clásico en
los textos escolares, lo que hizo más fácil el acceso a la
literatura. Nee se convirtió en un ávido lector. Comenzó a
escribir artículos para los periódicos, y con el dinero
obtenido compraba boletos de lotería. También le gustaba
mucho el cine.
Cuando los vientos de revolución envolvieron al país, el
hogar de los Nee se vio involucrado. Huo-Ping participó
activamente en política y en los eventos sociales, alejándose
poco a poco del Señor. Su casa pasó a ser un centro político-
social, donde se reunían las mujeres a jugar a los naipes.
Llega el día de la fe
Por este tiempo ocurrió un hecho muy significativo en la
casa de los Nee. Un día de enero de 1920, Huo-Ping
encontró roto un costoso adorno de la casa. Después de
investigar rápidamente, halló que To-Sheng era el culpable.
Como éste no lo admitió, fue castigado severamente. Más
tarde ella supo que él era inocente, pero no se lo hizo saber.
To Sheng se llenó de dolor y resentimiento hacia su madre.
Las relaciones quedaron rotas por algún tiempo.
Ese mismo mes llegó a la ciudad Yu Tsi-tu (Dora Yu), una
misionera muy conocida, para dirigir dos semanas de
reuniones evangelísticas en una congregación metodista. En
esas reuniones Hou-Ping se reencontró con el Señor, y su
hogar recibió inmediatamente el impacto de esta
experiencia.
Un día, mientras ella tocaba y cantaba himnos en una
reunión familiar, fue impulsada por el Señor a pedir perdón
a su hijo por la injusticia cometida. Este hecho, insólito en
una cultura como la china que enseña que los padres nunca
se equivocan, tocó el corazón de To-Sheng, y lo sensibilizó
para la fe. Antes que finalizaran las reuniones, éste también
se había entregado al Señor. Tenía 17 años de edad.
Preparación para el ministerio
Recibir al Señor y consagrarse por completo, fueron para él
una sola cosa. Anteriormente había considerado algo
indigno ser predicador – debido al triste ejemplo de los
predicadores chinos empleados de los extranjeros. Pero
ahora no concebía dedicar su vida a otra cosa que no fuera
servir a Dios. De modo que comenzó de inmediato a hacer
los arreglos necesarios.
De todas las asignaturas del colegio, la más descuidada
había sido la de Biblia, tanto que solía usar «torpedos» en
los exámenes. Ahora abandonó esa práctica y confesó su
falta al director del colegio – con riesgo de ser expulsado y
perder el derecho a una beca –. La falta le fue perdonada.
En los meses siguientes, aprovechando los disturbios
sociales que hacía muy irregular el año escolar, se fue, con
el permiso de sus padres, a Shangai para estudiar en la
Escuela Bíblica de la señorita Yu. Por un año se dedicó a sus
estudios, donde aprendió a recibir en su corazón el mensaje
de la palabra de Dios (y no sólo en el intelecto), y el secreto
de confiar solamente en Dios para sus necesidades
materiales. Sin embargo, él mismo, reconoce que aquello
fue un fracaso: «No pasó mucho tiempo para que ella (Dora
Yu), cortésmente, me desvinculase del Instituto, con la
excusa de que me era inconveniente permanecer allí más
tiempo. Por causa de mi «buen apetito», de mis ropas
inadecuadas y de mi costumbre de levantarme tarde, la
hermana Yu pensó que sería mejor mandarme a casa. Mi
deseo de servir al Señor sufrió un fuerte revés. Aunque
pensase que mi vida había sido transformada, en verdad aún
restaban muchas otras cosas que debían ser cambiadas».
De regreso en Fuchou, retomó sus estudios regulares, pero
con una nueva visión. Por sugerencia de una misionera,
elaboró una lista con los nombres de 70 muchachos del
Colegio y comenzó a orar sistemáticamente por cada uno de
ellos, testificándoles en cada oportunidad que se le
presentaba. Al principio se reían de él, pues siempre llevaba
la Biblia consigo, y la leía en todo momento. Pero poco a
poco se comenzaron a convertir aquellos compañeros, con
excepción de uno solo. Se formó así un grupo de entusiastas
evangelistas que testificaban en la escuela y por las calles,
repartiendo tratados, portando carteles y acompañándose de
un sonoro gong.
Por este tiempo, Nee conoció a M. S. Barber, una ex
misionera anglicana que ahora trabajaba en forma
independiente, y que vivía en los suburbios de Fuchou. La
srta. Barber, acompañada de su compatriota, M. L. S.
Ballord, compartían el evangelio entre las mujeres de la
localidad, y oraban intensamente por un mover de Dios en
China. M. S. Barber solía ayudar a los jóvenes que buscaban
la guía del Señor; por algún tiempo hubo hasta sesenta
jóvenes recibiendo ayuda de ella. Ella llegó a ser un
verdadero mentor en la vida de To-Sheng, la influencia viva
más grande para él, comparable sólo a la de T. Austin-
Sparks, algunos años más tarde.
Un adelanto de esa influencia se verificó poco tiempo
después, el día que To-Sheng y su madre bajaron a las aguas
del bautismo para ser bautizados por ella. Nee solía decir
que fue por medio de una hermana que él fue salvo y
también fue por medio de una hermana que él fue edificado.
Más aún, él recibió mucha ayuda de otras dos hermanas
mayores: Ruth Lee y Peace Wang.
Avivamiento entre los jóvenes
A comienzos de 1921 llegó a Fuchou un joven de nombre
Wang Tsai (conocido también como Leland Wang), que a
los 23 años de edad había renunciado a su puesto en la
Marina para servir de lleno al Señor. Muy pronto entró en
contacto con To-Sheng y sus amigos. Como era un poco
mayor que ellos, y de mayor experiencia, se convirtió en su
líder. La amistad entre Wang Tsai y To Sheng llegó a ser
muy estrecha, pues compartían el mismo celo evangelístico.
En el año 1922, en el hogar de Wang Tsai celebraron por
primera vez la Cena del Señor, sin sacerdote ni pastor, con
la asistencia de sólo tres personas: Wang Tsai, su esposa y
To Sheng. Sintieron tal gozo y libertad, que comenzaron a
hacerlo con frecuencia. Semanas después se unió a ellos la
madre de Nee y otros hermanos.
A fines de ese mismo año comenzó un verdadero
avivamiento entre los jóvenes, luego de la visita a la ciudad
de la evangelista Li Yuen-ju. Cuando ella se fue, los jóvenes
ministros se hicieron cargo de las predicaciones. Unos salían
a invitar por las calles, y el Espíritu Santo atraía a un
número cada vez mayor de personas. La ciudad de Fuchou,
de 100.000 habitantes, fue grandemente conmovida por este
movimiento espiritual.
A causa de la necesidad, tuvieron que arrendar una casa más
grande. To-Sheng y otro hermano se fueron a vivir allí, para
estar disponibles para los jóvenes a toda hora. Luego
comenzaron a salir unos 60 a 80 jóvenes a otros pueblos, a
predicar, aprovechando los feriados y vacaciones. Su
mensaje era escuchado y respetado por los rústicos
campesinos, pues ellos eran jóvenes cultos.
Las primeras lecciones espirituales
Los días sábado, Nee acudía a ver a la Srta. Barber para
estudiar la Biblia y ser reprendido. Cuando no había nada en
él que ameritara una reprensión, ella hacía preguntas hasta
encontrar alguna falla, y entonces lo reprendía. Así, él
recibió sus más importantes lecciones espirituales.
Nee era muy celoso acerca de hacer siempre lo correcto y lo
justo. Él formaba parte de un grupo de siete obreros, que se
reunían todos los viernes. Muchas de esas reuniones se
vieron empañadas por discusiones entre Nee y Wang Tsai,
quien, según Nee, insistía en imponer su voluntad sólo por
ser el mayor. Los demás obreros, generalmente tomaban
partido por Wang Tsai. Nee se sintió muchas veces ofendido
y buscó luz en la hermana Barber. Ella, contrariamente a lo
que él esperaba, le dijo que debía sujetarse al mayor, sin
darle mayores explicaciones. Esta dolorosa experiencia se
repitió durante 18 meses, y concluyó cuando él se rindió y
aceptó ocupar el segundo lugar.
Nee lo explica así: «Yo era siempre el primer alumno tanto
en mi clase como de la escuela. También quería ser el
primero en el servicio al Señor. Por esa razón, cuando me
torné el segundo, yo desobedecí. Dije repetidamente a Dios
que aquello era demasiado para mí. Yo estaba recibiendo
muy poca honra y autoridad, y todos se alineaban con mi
cooperador de más edad. Mas yo adoro a Dios y le
agradezco desde lo profundo de mi corazón por todo eso.
Fue el mejor entrenamiento. Dios deseaba que yo aprendiese
la obediencia, por eso él dispuso que yo encontrase muchas
dificultades. Así, con el tiempo, fui llenado de alegría y paz
en mi camino espiritual».
Otra importante lección espiritual que Nee recibió de la srta.
Barber fue a enfatizar la vida antes que la obra, pues a Dios
le importa más lo que somos que lo que hacemos para él.
También le advirtió acerca del peligro de la popularidad, que
se constituye en un instrumento de seducción para los
jóvenes predicadores.
Un episodio familiar ocurrido en este tiempo dejó una
profunda enseñanza en Nee. Dios le mostró que durante las
vacaciones debería ir a predicar a una isla plagada de
piratas. Aceptó el llamado, e hizo los preparativos. Cuando
todo estaba listo, y muchos hermanos se habían
comprometido, sus padres se le opusieron. ¿Qué hacer?
Consultó a Dios y sintió que debía obedecer a sus padres.
Aunque era el deseo de Dios que fuera a predicar a la isla,
ese propósito quedaba en Sus manos para su cumplimiento.
Como To-Sheng no se sintió con la libertad de dar a conocer
las razones de su deserción, se ganó una generalizada
repulsa de parte de los hermanos.
Más tarde, pudo interpretar esa experiencia objetivamente a
la luz de la crucifixión. La revelación de la voluntad de Dios
puede ser clara, pero el cumplimiento de esa voluntad para
nosotros puede ser en forma indirecta. «Nuestra estima de
nosotros mismos se alimenta y nutre porque decimos: ¡Yo
estoy haciendo la voluntad de Dios! y nos lleva a pensar que
ninguna cosa debe interferir en nuestro camino. Pero cierto
día Dios permite que algo se cruce en nuestro camino para
contrarrestar esa actitud. Al igual que la cruz de Cristo,
atraviesa, no nuestra voluntad egoísta, sino, aunque parezca
extraño, ¡nuestro celo y amor por el Señor! Esto resulta muy
difícil de aceptar». De hecho, en aquel momento, no fue
capaz de hacerlo.
Cuando Nee concluyó sus estudios en el Colegio Trinidad, a
los 21 años de edad, tuvo la satisfacción de ser uno de los
dos mejores alumnos –junto a Wang Tse–, y sobre todo, de
haber ganado un gran número de convertidos, tanto en el
colegio, como en la ciudad y sus alrededores. La creación de
una pequeña revista mimeografiada, El Presente Testimonio,
cuya primera tirada fue de 1400 ejemplares, había
contribuido al crecimiento espiritual de los convertidos y los
obreros jóvenes.
Una desilusión amorosa
En la misma ciudad de Fuchou vivía una familia de apellido
Chang. El padre, Chang Chuenkuan era un querido amigo
cristiano, que llegó a ser pastor de la Alianza Cristiana y
Misionera, y pariente lejano del padre de To-Sheng. Sus
hijos eran de la misma edad y las dos familias se llevaban
muy bien. La pequeña Pin-huei (conocida también como
Charity) andaba siempre correteando detrás de To-Sheng.
En sus travesuras y entretenimientos todos los consideraban
como el «hermano mayor».
Cuando los jóvenes crecieron, To-Sheng comenzó a
interesarse por Pin-huei, su ex-compañera, que era bonita e
inteligente. Sin embargo, sus intereses diferían mucho.
Mientras Nee había hecho la firme decisión de dedicarse de
lleno a la predicación del evangelio, Pin-huei se convirtió en
una joven mundana. Cuando Nee le compartía el evangelio,
ella se burlaba de Dios y de él.
Un día que To-Sheng leía el Salmo 73:25: «Fuera de ti nada
deseo en la tierra», el Espíritu de Dios lo compungió porque
él no podía decir lo mismo. «Sé que tienes un deseo
consumidor en la tierra. Debes renunciar a lo que sientes por
la señorita Chang. ¿Qué cualidades tiene ella para ser la
esposa de un predicador?». Su respuesta fue un intento de
hacer un pacto con el Señor. «Señor, haré cualquier cosa por
ti. Si quieres que lleve tus buenas nuevas a las tribus que aún
no han sido alcanzadas, incluso en el Tíbet, estoy dispuesto
a ir; pero no puedo hacer esto que me pides».
Con este sentimiento atado a su corazón, se lanzó a predicar
el evangelio con mayor ahínco. Por su parte, Pin-huei se
entregó a una vida de estudio y compromisos sociales. Poco
tiempo después, al comprobar que ella no se interesaba en
las cosas del Señor, sino que persistía en seguir el mundo,
decidió olvidarla. Fue a su habitación, se arrodilló y
encomendó el asunto firme y definitivamente a Dios, y
escribió su poesía «Amor sin límites». Era el 13 de febrero
de 1922.
Tu amor, ancho, alto, profundo, eterno,
es en verdad inmensurable,
pues sólo así pudiste bendecir tanto
a un pecador como yo.
Mi Señor pagó un precio cruel
para comprarme y hacerme suyo.
No puedo sino llevar su cruz con gozo
y seguirle firmemente hasta el fin.
A todo yo renuncio
pues Cristo es ahora mi meta.
Vida, muerte, ¿qué pueden importarme?
¿Por qué he de lamentar lo pasado?
Satanás, el mundo, la carne
procuran apartarme.
¡Oh, Señor, fortalece a tu débil criatura,
no sea que traiga deshonra a tu nombre!
(Traducción libre).
Sin embargo, Dios no había dicho la última palabra.
Pasarían todavía diez años antes de que este capítulo se
cerrase.
Otras lecciones espirituales
Muchas lecciones espirituales fueron aprendidas por Nee en
este tiempo. Por ejemplo, recibió un golpe a su ego al
comprobar que muchas mujeres cristianas analfabetas,
conocían más al Señor que él, pese a todo su conocimiento
bíblico. «Yo conocía el libro que ellas apenas podían leer,
mientras que ellas conocían a Aquel de quien habla el
Libro».
En cuanto a su sustento, también recibió una enseñanza
definitiva. Como ya había dejado el Colegio, debería pensar
en cómo confiar en Dios para suplir sus necesidades
materiales. Las misioneras le habían prestado libros sobre
las vidas de fe de Jorge Müller y Hudson Taylor, quienes
habían confiado enteramente en Dios. La misma Margaret
Barber era un vivo ejemplo de ello. Así, To-Sheng decidió
tomar el mismo camino.
Por este tiempo tuvo también una experiencia especialmente
dolorosa: por razones que no están claras, fue excluido de la
comunión con los hermanos. La decisión le fue comunicada
por carta cuando él estaba lejos. Como es natural, su primera
reacción fue de irritación, pero el Señor habló a su corazón.
Al llegar a la ciudad, muchos hermanos le esperaban para
solidarizar con él, pero él les dijo que el Señor no le permitía
defenderse, que abandonaría la ciudad para no provocar una
división, y que ellos deberían quedarse quietos. En esta
situación él aprendió a permanecer de manera práctica a
tomar la cruz y seguir al Señor.
De un testimonio dado por Nee en octubre de 1936, se puede
deducir que el motivo pudo ser el diferente énfasis en hacer
la obra de Dios, el de ellos, era evangelístico, y el de Nee era
la edificación de las nacientes iglesias. Un autor dice que la
causa fue el que Nee se oponía a la ordenación de uno de
ellos por un misionero denominacional.
Sea como fuere, lo cierto es que, al poco tiempo, muchos de
ellos se arrepintieron de haberlo excluido. Uno de ellos dijo:
«Obramos muy neciamente, pero quizá estábamos muy
influenciados por celos, pues el hermano Nee era mucho
más dotado que nosotros».
Cuando Nee era ofendido por alguien, no le guardaba
rencor. Al contrario, solía decir: «Los hermanos que pecan
son como niños que caen en un charco con barro. Sus
vestidos y cabellos se ensucian. Pero déles un baño y estarán
nuevamente limpios. En el futuro, todos los hermanos y
hermanas serán piedras preciosas transparentes en la Nueva
Jerusalén».
Otro fuerte golpe recibió Nee en enero de 1925, cuando le
fue sugerido por su amigo Wang Tsai que no asistiera a la
convención de Fuchou, por cuanto las críticas a la obra se
centraban en él. Este pedido sacudió su paz en Cristo y lo
hundió en una profunda desilusión. Sin embargo, recibió del
Señor las siguientes palabras: «Deja tus problemas conmigo.
¡Ve y predica las buenas nuevas!».
En una de esas salidas a predicar, tuvo una maravillosa
experiencia en el pueblo de Mei-hua, que Nee relata en su
libro «Sentaos, Andad, Estad firmes». Fue a ese pueblo con
un pequeño grupo de seis jóvenes. Los vecinos allí tenían
anualmente una celebración en honor de su dios Ta-wang.
Ellos confiaban tanto en su dios, así que no precisaban creer
en Cristo. Uno de los jóvenes cristianos desafió al dios Ta-
wang, y Dios les dio una maravillosa victoria, humillando al
ídolo y abriendo el camino para la fe.
Un ministro preparado
Watchman Nee no frecuentó nunca una escuela teológica o
Instituto bíblico. Pero estaba consciente de que Dios quería
siervos preparados, por eso se dedicó a estudiar y meditar la
Palabra de Dios, y a leer extensamente tanto comentarios
bíblicos como biografías de destacados siervos de Dios. Su
capacidad era tal, que podía comprender, y memorizar
mucho material de lectura en muy poco tiempo. Él
fácilmente podía captar los temas de un libro con una rápida
ojeada.
Nee encontró mucha ayuda personal en los escritos de
Andrew Murray y F. B. Meyer, sobre la vida práctica de
santidad y liberación del pecado. También leyó sobre
Charles Finney, Evan Roberts y el avivamiento de Gales;
indagó en los libros de Otto Stockmayer y Jessie Penn Lewis
sobre el alma y el espíritu, y la victoria sobre el poder
satánico. Siguiendo el ejemplo de Govett, Panton y Darby,
Nee vio la necesidad de buscar una forma más primitiva de
adoración que la ofrecida por las denominaciones, las que en
ese tiempo ofrecían ya un triste espectáculo de molicie y
religiosidad muerta.
Por medio de M. Barber, Nee se familiarizó con los libros de
Madame Guyon, D. M. Panton, Robert Govett, G. H.
Pember, William Kelly, C. H. Mackintosh, entre otros.
En el comienzo de su ministerio, él invertía un tercio de sus
ingresos en sus necesidades personales, un tercio en ayudar
a los demás, y el tercio restante para comprar libros. Él hizo
un acuerdo con algunos libreros de libros usados de Londres
de que siempre que ellos recibiesen algún libro de los
autores que a él le interesaban, que se los remitiesen
inmediatamente.
Él llegó a tener una colección de más de 3.000 volúmenes de
los mejores libros cristianos. Cuando aún era un joven, el
cuarto de Nee estaba casi lleno de libros. Había libro en el
suelo, y una ruma a cada lado de la cama, dejando apenas
espacio para acostarse. Muchos comentaban que él estaba
enterrado en libros. Sin embargo, su principal lectura
siempre fue la Biblia, que leía sistemáticamente cada día,
hasta completar al menos una lectura del Nuevo Testamento
al mes.
Pese a que su salud era precaria, repartía su tiempo entre sus
estudios, la obra, y la edición de su pequeña Revista
cristiana. La revista se publicaba en forma irregular a
medida que Dios le enviaba dinero por medio de pequeñas
ofrendas, y era distribuida sin cargo. Su nombre comenzó a
conocerse, y ya recibía invitaciones para dar su testimonio y
predicar.
Su mensaje era muy novedoso para su época, pues exponía
de forma sencilla y clara que el único camino a Dios es por
medio de la obra consumada de Cristo. Demasiados
cristianos se esforzaban por lograr la salvación en base a sus
propias obras, lo que, en principio, no se diferenciaba mucho
del budismo. Predicaba también que para los creyentes no
era suficiente con recibir el perdón de los pecados y la
seguridad de la salvación, puesto que sólo representaba el
punto de partida. Era un evangelio para los creyentes.
En los próximos años, el peregrinar espiritual de Nee lo
llevó a ministrar a estudiantes de Colegios y Seminarios, a
colaborar con la revista Luz Espiritual, dirigida por Li Yuen-
ju, a cambiar el nombre de su propia revista Avivamiento,
por el de El Cristiano, y a establecer en Shangai su base de
operaciones.
Enfrentando una prueba grande
Sin embargo, lo que sacudió profundamente su vida por este
tiempo fue un problema de salud. Los problemas habían
comenzado en 1924 con apenas un leve dolor en el pecho. El
médico que lo examinó le dijo que era una tuberculosis, por
lo que sería necesario un prolongado descanso. Pasados
algunos meses de cuidados especiales, la enfermedad no
cedía. Un nuevo examen indicó que la enfermedad había
avanzado. El pronóstico del médico fue muy desalentador:
«Tiene avanzada tuberculosis en sus pulmones. Vuelva a su
casa, descanse y coma alimentos nutritivos. Es todo lo que
puede hacer. Puede ser que mejore.» Todas las tardes tenía
fiebre y por las noches transpiraba y no lograba dormir. Para
predicar debía realizar un inmenso esfuerzo, que lo dejaba
exhausto.
Había tenido tantos planes, tantas esperanzas de grandes
cosas. Ahora Dios le decía que no. Comenzó a examinarse.
Surgió en él un deseo de ser puro ante Dios, confesando
pecados, buscando así una explicación de lo que él pensaba
era el disgusto de Dios.
De regreso en Fuchou por asuntos familiares, Nee tuvo una
experiencia inolvidable. Por esos días andaba muy
debilitado y enfermo; su aspecto era bastante deplorable
para un joven como él. Se encontró en la calle con un
antiguo profesor del Colegio Trinidad. Por tradición, los
estudiantes chinos tienen en alta estima a sus profesores,
volviendo a ellos para agradecerles cada vez que obtienen
algún éxito. El profesor lo invitó a tomar té, y le enrostró su
fracaso: «Teníamos un alto concepto de ti en la escuela y
teníamos esperanzas de que lograrías algo importante. ¿No
has adelantado ni un centímetro? ¿No has progresado? ¿No
tienes carrera, nada? Nee, por un momento, se sintió muy
avergonzado. Pero de pronto, según cuenta, «supe lo que era
tener el Espíritu de gloria sobre mí. Podía levantar la vista y
decir: Señor, te alabo que he escogido el mejor camino. Para
mi profesor era un desperdicio total servir al Señor Jesús;
pero esa es la meta del evangelio: entregar todo a Dios».
Pero su enfermedad no cedía, y su madre, Huo-Ping tuvo la
impresión, al verle, que le quedaba muy poco tiempo. En
esos días recibió nueva luz de 2 Corintios, la carta
autobiográfica de Pablo, acerca del vaso de barro, que le
animó y consoló en su propia debilidad.
Dentro de las fuerzas que escasamente poseía, se abocó a la
tarea de terminar un libro que había comenzado poco tiempo
antes, sobre el hombre de Dios, que describía en forma
concienzuda el espíritu, alma y cuerpo. Luego de escribir
algunos capítulos, lo había abandonado por considerarlo
demasiado teórico; ahora, en vista del escaso tiempo que le
quedaba, decidió intentar terminarlo. Le parecía que sería
una pérdida no compartir sus experiencias espirituales al
respecto antes de morir.
Gracias a la oración persistente y el apoyo de numerosos
hermanos y hermanas, logró concluir en cuatro meses el
primer tomo de El Hombre Espiritual. Para escribir, se
sentaba en una silla de respaldo alto y apretaba su pecho
contra el escritorio para aliviar el dolor. De la hermana Ruth
Lee recibió ayuda para la revisión literaria del libro, y lo
publicó en Shangai. Un par de años después, en junio de
1928, Nee logró terminar el resto.
Fue el primer libro que escribió y el último, pues todos sus
otros libros son recopilaciones de mensajes orales. Más
tarde, Nee no aceptó hacer nuevas reimpresiones de El
Hombre Espiritual, porque le parecía demasiado perfecto y
sistemático. Pensaba que los lectores corrían el peligro de un
entendimiento intelectual de las verdades, sin sentir la
necesidad del Espíritu Santo. Además, la parte sobre la
lucha espiritual enfatizaba sólo el aspecto individual, pero
más tarde tuvo más luz para ver que era un asunto del
Cuerpo de Cristo y no del individuo.
Después de concluido el libro, Nee oró a Dios: «Ahora
permite a tu siervo partir en paz». En esos días, su
enfermedad empeoró a tal punto que por las noches sudaba
copiosamente, y no lograba dormir. Era apenas piel y
huesos. Su voz estaba ronca. Algunas hermanas se turnaban
para atenderlo. Una enfermera que lo visitó dijo: «Nunca vi
un enfermo con una condición tan lamentable». Un hermano
telegrafió a las iglesias de diferentes lugares, avisando que
ya no había esperanza, que no necesitaban orar más por él.
Mientras oraba al Señor en su lecho de enfermo, Nee recibió
tres palabras del Señor: «El justo por la fe vivirá» (Rom.
1:17); «Porque por la fe estáis firmes» (2 Cor. 1:24); y
«Porque por fe andamos» (2 Cor. 5:17). Nee creyó que esas
palabras significaban su sanidad. Así que, luchando contra
su incredulidad, y contra los susurros de Satanás, se levantó
con gran dificultad, se puso su ropa que hacía casi seis
meses que no usaba, y se paró, repitiendo las palabras
recibidas.
Sintió que el Señor le decía que fuera a la casa de la
hermana Ruth Lee. Allí, desde hacía varios días, había un
grupo de hermanos y hermanas orando y ayunando por su
salud. Cuando abrió la puerta y vio la escalera le pareció la
más alta que había visto en su vida (pues estaba en un
segundo piso). «Le dije a Dios: –cuenta Nee– «Puesto que
me dijiste que ande, lo haré, aunque la consecuencia sea la
muerte. Señor, no puedo andar; por favor, sosténme con tu
mano». Apoyándome en el pasamanos descendí escalón por
escalón, nuevamente sudando frío. A medida que descendía
seguía clamando «andar por fe», y a cada escalón oraba:
«¡Oh Señor, tú eres quien me haces caminar». A medida que
descendía los 25 escalones, era como si estuviese, por la fe,
con mis manos en las manos del Señor. Al llegar al final, me
sentí fortalecido y caminé con rapidez hacia la puerta del
fondo. Al llegar a la casa de la hermana Lee, golpeé la
puerta como lo hizo Pedro (Hch. 12:12-17), y al entrar, siete
de los ocho hermanos y hermanas pusieron sus ojos en mí,
sin hacer ni decir nada, y a continuación, todos se sentaron
allí quietos por casi una hora, como si Dios hubiese
aparecido entre los hombres. Al mismo tiempo, yo me sentí
lleno de acciones de gracias y de alabanzas al Señor.
Entonces les relaté todo lo sucedido en el transcurso de mi
sanidad. Llenos de alegría hasta el júbilo en el espíritu,
alabamos en voz alta la maravillosa obra de Dios... Al
domingo siguiente, hablé tres horas desde una plataforma».
Más tarde confesaría que durante aquellos largos días de
postración, él recibió luz para ver las directrices que debería
tener la obra que Dios le había llamado a realizar: obra de
literatura, reuniones para «vencedores», edificación de
iglesias y entrenamiento de jóvenes.
Sin embargo, aun cuando fue sanado milagrosamente de la
tuberculosis, padeció de una angina de pecho por cuarenta y
cinco años, de la que no fue sanado. Frecuentemente, él
sufría de fuertes dolores, aun en medio de las predicaciones,
que le obligaban a apoyarse en el púlpito. Dios permitió que
de esa manera él viviera en continua dependencia de Dios
para desarrollar su ministerio.
Crecimiento e influencias
A principios de 1928 Nee arrendó una casa en la calle Wen
Teh Li, en Shangai, que fue la sede de la obra a partir de
entonces. Allí tuvo lugar ese mismo año la primera
Conferencia de Shangai, en un pequeño salón para 100
personas.
En mayo de 1930 tuvo la tristeza de saber que Margaret
Barber había partido con el Señor. Muchas veces después,
Nee habría de reconocer que de ella aprendió las más
valiosas lecciones espirituales en su vida. En la Biblia que
ella le legó estaba la siguiente inscripción: «Oh Dios, dame
una completa revelación de ti mismo», y en otro lugar: «No
quiero nada para mí misma, quiero todo para mi Señor».
Ella murió tal como siempre vivió: sin un centavo en su
bolsa, pero rica en Dios, «...como pobre, pero enriqueciendo
a muchos».
Otros hombres de Dios, extranjeros, habrían de ser un grato
aliento y edificación para Nee. Lo fue primeramente C. H.
Judd, y después Thornton Stearns. Más tarde también lo
sería Elizabet Fischbacher.
T. Stearns era catedrático de la Universidad de Chefú, que
tenía un grupo de oración y estudio bíblico compuesto por
profesores y alumnos de esa universidad. Nee fue invitado
en 1931 a dirigir una serie de reuniones para ellos, con gran
éxito. Muchos jóvenes se agregaron a la fe.
Comunión con los Hermanos
En noviembre de 1930, Nee y los hermanos conocieron a
Carlos R. Barlow, y a través de él, a los principales
exponentes del grupo de los Hermanos de Londres (de la
facción «exclusivista»). Entre ellos surgió una entusiasta
comunión, que derivó en un viaje de Nee a Londres y
Estados Unidos.
En Inglaterra fue muy bien recibido, y no sin extrañeza, por
tratarse de un joven chino que mostraba gran madurez
espiritual. Nee tuvo gran admiración por su erudición
bíblica, pero se impacientó al ver su arrogancia y su
inclinación por los largos debates teológicos.
La comunión se vio empañada muy luego por el excesivo
celo de los Hermanos, quienes se molestaron porque Nee
participó en Londres de la Mesa del Señor con otros
hermanos. Esto trajo consigo una larga y triste serie de
conversaciones, que derivaron, posteriormente, en la ruptura
de los Hermanos.
El día del gozo
En 1934 concluyó la larga espera de Nee por una esposa.
Para su sorpresa, Chan Pin-huei se volvió al Señor en Wen
Teh Li, después de acabar sus estudios de inglés en la
Universidad de Yenching. Era una joven muy culta,
hermosa, y ahora, muy humilde y temerosa de Dios.
Después de largas consideraciones y mucha oración, decidió
pedirla en matrimonio. La oposición no fue menor, tanto de
algunos familiares de ella – por casarse con un «predicador
despreciado»; como de los hermanos, que casi lo
idolatraban, al juzgar que un hombre de oración como él no
debería preocuparse de cosas tales como sexo y la
procreación.
El 19 de octubre de ese año, tras concluir la cuarta
Conferencia de Vencedores en Hangchou, se casaron, el
mismo día del aniversario matrimonial de los padres de Nee.
Dieron gracias a Dios rodeados de hermanos, y cantando el
himno que él le escribiera a su amada diez años antes.
El vigía que vino de China (2a Parte)
Watchman Nee nació en China, en 1903. Cristiano de
tercera generación, a los 17 años de edad se consagró
enteramente al servicio del Señor. Gracias a la ayuda
recibida especialmente de la misionera Margaret Barber,
Nee progresó rápidamente en el conocimiento del Señor
Jesucristo y del propósito de Dios.
Su fe fue grandemente probada a los 24 años de edad,
cuando estuvo aquejado de una enfermedad mortal, de la
cual fue sanado milagrosamente.
En 1934, luego de una larga espera por Pin-huei, su novia de
juventud, se casó con ella.
Tempranamente, Watchman Nee conoció el sinsabor de la
maledicencia. Recién casado, una tía de su esposa dio rienda
suelta a su enojo por el enlace de su sobrina con tal sujeto,
publicando en un diario de amplia difusión una serie de
diatribas contra Nee, durante una semana antera. Ella lo
acusaba de ser un predicador de baja moral, sostenido por
fondos extranjeros.
El impacto sobre el ánimo de Nee fue muy fuerte,
llevándolo casi a la depresión. Sin embargo, varias
experiencias alentadoras vendrían a sacarle de ese estado.
Por lo demás, la obra que se expandía reclamaba su
atención. Dos fueron los medios que permitieron esta
expansión. Una, la amplia difusión que tuvieron las
publicaciones de Nee entre cristianos de todas las
filiaciones. Su claridad y sencillez para exponer las
doctrinas bíblicas fueron de gran ayuda para los recién
convertidos. Lo segundo, fue el uso espontáneo del hogar de
los creyentes como centros para el desarrollo de nuevas
iglesias. Grupos de oración surgían en cada nueva ciudad a
donde los cristianos se trasladaban. A esto se sumaba la
labor de los obreros, que evangelizaban y establecían nuevas
iglesias. Para 1938, Nee declaró que había 128 ‗apóstoles‘
dedicados a la obra. Algunos de ellos en el extranjero:
Filipinas, Singapur, Malasia e Indonesia. El mismo Nee
visitó Manila en 1937.
En el año 1935 se unió a Nee Chiang Sho Dao, más
conocido como Stephen Kaung. Proveniente de una familia
metodista, conoció a Nee en una conferencia en una
universidad en Shangai, donde Kaung estudiaba. Kaung
habría de ser posteriormente uno de los más fieles
colaboradores, y continuadores de la obra de Nee en
Occidente, y lo es hasta el día de hoy.1
Las nuevas necesidades que surgían condujeron a Nee a
dejar de lado parcialmente las enseñanzas sobre la vida
interior del cristiano, para abocarse a asuntos más técnicos y
prácticos de la obra y las iglesias. Es así como se publicó en
1938 el libro Reviendo la Obra, conocido hoy bajo el título
La Iglesia Normal. Este libro fue objeto de mucha polémica,
si bien realiza aportes incuestionables para una visión más
clara del modelo apostólico de la iglesia.
Un fructífero recorrido por Europa
Este mismo año, Nee hizo un viaje a Europa, donde conoció
personalmente a T. Austin-Sparks, de quien había sido un
ávido lector. Con él asistió a la Conferencia de Keswick, en
Inglaterra. Por ese tiempo, se había desatado en toda su
crueldad la guerra chino-japonesa. Cuando le tocó hablar,
Nee dirigió a la reunión en intercesión por el lejano oriente,
en tales términos que dejó una huella indeleble en los que le
escucharon.
A. I. Kinnear, uno de sus biógrafos, estaba presente en
aquella ocasión: «Fue una oración que los presentes jamás
olvidaron: ‗El Señor reina; lo afirmamos osadamente.
Nuestro Señor Jesucristo está reinando, y él es Señor de
todo. Nada puede tocar su autoridad. Son fuerzas
espirituales que están decididas a destruir sus intereses en
China y en Japón. Por lo tanto, no rogamos por China ni
tampoco por Japón, sino que rogamos por los intereses de tu
Hijo en esos dos países. No culpamos a ningún hombre,
pues son sólo instrumentos en la mano de tu enemigo.
Nosotros deseamos tu voluntad. Quiebra, oh Señor, el reino
de las tinieblas, pues las persecuciones de tu iglesia te están
hiriendo a ti. Amén».
Durante la Conferencia habló sobre las cualidades
necesarias para un misionero, y, basado en la epístola a los
Romanos, habló sobre «La obra del Señor para nuestra
salvación: el Señor mismo como nuestra vida». Fue muy
significativo que el fin de semana haya participado de la
gran reunión de comunión bajo el lema: «Todos uno en
Cristo Jesús».
A. I. Kinnear habla así de su experiencia personal con Nee:
«Cuando hablaba en público, su excelente dominio del
idioma inglés, junto con sus modales agradables, hacía un
deleite el escucharle. Pero era el contenido de sus mensajes
que nos cautivó. No desperdiciaba palabra, sino que iba al
grano y señalaba algún problema de la vida cristiana que nos
preocupaba desde tiempo atrás, o nos confrontaba con
alguna demanda de Dios que habíamos dejado de lado».
En cuanto a mantener la comunión con el Señor, Nee solía
usar el siguiente ejemplo: «Suponga que un tren esté
viajando de Szchuan para Kunmim. Él debe pasar por
muchos túneles. A veces está viajando en la oscuridad, a
veces en la luz. La experiencia de la comunión de un
cristiano con el Señor es igual. Si está en la oscuridad, él
primero debe confesar su pecado. Si no hay ningún
sentimiento de pecado, debe ejercitar su voluntad para
continuar en la comunión».
Mientras estaba en Inglaterra, Nee recibió la triste noticia de
que Pin-huei había perdido al hijo que esperaban. Pin-huei
no volvió a concebir, y el matrimonio no llegó a compartir el
gozo de tener hijos.
En octubre, Nee fue invitado a Dinamarca para celebrar
reuniones. En Copenhague, dio una serie de mensajes sobre
Romanos 5 al 8 titulados La Vida cristiana Normal. Estos,
junto con otros sobre el mismo tema, formaron más tarde los
libros que llevan dicho nombre y el de La Cruz en la Vida
Cristiana Normal. Pasando a Odense, dio una notable charla
sobre las palabras claves de Efesios: Sentaos, Andad, Estad
Firmes, que luego se publicara en forma de libro.
Cuando llegó a París, de regreso de Noruega, Alemania y
Suiza, encontró una carta de sus colaboradores en Shangai
instándole a encarar más a fondo el problema de la
aplicación práctica del Cuerpo de Cristo con su nuevo amigo
y consejero Austin-Sparks. Sin embargo, Austin Sparks
había elegido enfatizar más bien el Cuerpo místico de Cristo
y la libertad del Espíritu para darle hoy una variedad de
expresiones sobre la tierra, cada una un testimonio de la
Cabeza que está en el cielo. De manera que aunque la
comprensión y amistad entre ellos eran profundas, en este
particular les costó ponerse de acuerdo. No tenían
desacuerdo en cuanto al vino nuevo, pero la preocupación de
Nee radicaba en los odres que lo contenían.
Allí en París, con la ayuda de Elizabet Fischbacher, tradujo
al inglés su libro Reviendo la Obra, que se publicó en
Inglaterra en mayo de 1939.
De vuelta en Shangai
De vuelta en Shangai, hubo que atender otros asuntos. Uno
de ellos era la estrechez del local de la calle Wen The Li.
Habían anexado dos casas a la primera, pero el espacio aún
era pequeño. Más tarde se agregarían otras dos, obligando a
una nueva distribución cada vez.
Alguien describió así la escena en esas reuniones: «El
domingo por la mañana muchas personas se reúnen en
silencio a las 9:30 para escuchar la predicación de la
Palabra. Las mujeres de un lado y los hombres de otro,
siendo el salón más ancho que largo. En los bancos sin
respaldo todos deben sentarse lo más juntos posible para
aprovechar al máximo el espacio, pues en tres lados de la
parte exterior del edificio hay personas escuchando por las
ventanas y ante la amplia puerta de dos hojas, o bien por
altoparlantes. Otros están reunidos en el piso superior. Junto
con los pobres están los cultos y los ricos: doctores junto
con obreros, abogados y maestros con culis y cocineros.
Entre las hermanas modestamente vestidas hay no pocas
mujeres y muchachas modernas con peinados de moda y
maquillaje, mangas cortas y vestidos de seda con tajos en los
costados. Los niños corretean de un lado a otro, los perros
entran y salen, los vendedores ambulantes pasan por la calle,
se oyen los bocinazos de los coches y los altavoces suenan
distorsionados. Pero cada domingo se predica fielmente la
palabra de la cruz. Se les da el alimento más sólido y un
desafío claro».
En sus predicaciones, Nee mantenía la atención con sus
modales suaves, su razonamiento sencillo, pero exhaustivo y
con sus analogías muy adecuadas. Jamás se le vio utilizar
notas, pero recordaba y podía reproducir cualquier cosa que
había leído. Para ilustrar algo visualmente dibujaba en el
aire un cuadro imaginario, y si para ilustrar algún punto
contaba una anécdota personal, casi siempre iba en contra
suya. Su agudo sentido del humor producía a menudo risa en
el auditorio y nadie se dormía en sus reuniones. Pero de
principio a fin jamás se desviaba de su tema.
En cuanto a la orientación del Señor para la obra, Nee era
muy agudo en su discernimiento y rápido en tomar
decisiones. Explicando por qué era así, decía: «Si me
equivoco, el Señor usará el muro y el asna para frenarme, así
como lo hizo con Balaam».
Su esposa, siempre presente, callada y reservada, prefería
mantenerse un tanto alejada del grupo, pero lo apoyaba en
todo lo que él hacía.
En la primavera de 1940, Nee dio una serie de estudios muy
prácticos sobre Abraham, Isaac y Jacob, bajo el título Los
tratos de Dios en su Pueblo, que fue publicado más tarde
bajo el título Transformados en su semejanza. Como efecto
de su viaje a Europa, su predicación sobre la iglesia llegó a
ser más espiritual o mística. «La Iglesia, Los Vencedores y
el Eterno Propósito de Dios» fue el tema de sus mensajes en
la Primera Conferencia, a los que siguió un curso muy
completo sobre «la Iglesia, el Cuerpo y el Misterio».
Otra vez bajo la disciplina del Señor
Por este tiempo, el ministerio de Nee experimentó un vuelco
importante. Las condiciones económicas en China se
volvieron muy difíciles a causa de las continuas guerras.
Muchos obreros que servían a tiempo completo empezaron a
tener necesidad. Nee se había hecho cargo del sostenimiento
de muchos de ellos, pero ahora se veía limitado para
ayudarlos. Desalentado por este problema que se agudizaba
con el paso de los meses, Nee tomó una decisión que fue
muy resistida por algunos.
Su hermano Huai-tsu, doctor en Química, había formado un
centro de investigación en su propio laboratorio. También
había establecido en Shangai una droguería para la
manufactura y distribución de medicamentos. Siendo Huai-
tsu un buen profesor y científico pero mal hombre de
negocios, la empresa no prosperaba. Ellos esperaban que
Nee socorriese a su hermano, puesto que él ayudaba a tantos
hermanos. Pero como no lo hacía, los padres llegaron a
criticarlo por eso.
Nee vio que allí había un potencial. La empresa, por no estar
directamente ligada con la guerra, podría prosperar, pues
suplía una necesidad para el país. Así, tuvo la idea de formar
una compañía asociada para la manufactura de drogas de
primera calidad, empleando la experiencia de su hermano
como químico y donando las ganancias a la obra del Señor.
Así nació «Laboratorios Biológicos y Químicos de la
China», con domicilio en Shangai.
Al principio Nee, como presidente del directorio, dejó las
cosas en manos del gerente C. L. Yin, y sólo vigilaba las
operaciones ocasionalmente, vistiendo un traje moderno de
hombre de negocios para las entrevistas, y poniéndose luego
su humilde vestimenta habitual para visitar a los creyentes.
Muchos pensaban que Nee había abandonado la obra.
Cuando un grupo de hermanos le visitó y le interrogó al
respecto, él dijo: «Sólo estoy haciendo lo que Pablo hizo en
Corinto y en Éfeso. Es algo excepcional y sólo dedico una
hora diaria a capacitar a los representantes de la compañía;
luego hago la obra del Señor». Cuando insistían, él
replicaba: «Soy como una mujer que ha quedado viuda y
tiene que salir a trabajar por necesidad». Sin embargo, más
tarde, él reconoció que había otras razones: una de ellas era
la pesada monotonía de su diaria rutina.
Este nuevo modo de vida fue cuestionado por los cuatro
ancianos de la iglesia en Shangai. Habían cambiado su
concepto de él y llegaron a considerarlo un desertor. Así
que, a fines de 1942 le pidieron que se abstuviera de
predicar en Wen Teh Li. El impacto que esta decisión
produjo en los hermanos fue severo y, como es lógico, dio
lugar a muchas especulaciones. Algunos criticaban incluso
los almuerzos de Nee con gente del mundo.
Dado el silencio que mantuvieron los ancianos, él sentía que
todo su testimonio estaba en juego. Sin embargo, a causa del
gran número de obreros que dependía de él, no sintió
libertad para revocar su decisión. No procuró vindicarse a sí
mismo, sino que aceptó la decisión de los ancianos como
una disciplina de Dios, quien a su tiempo justificaría tal
acción.
Su esposa, quien le ayudaba en el laboratorio, no podía
entenderlo. Cierto día oyó a Nee respondiendo un llamado
telefónico en el cual la otra persona hablaba con voz fuerte
durante largo tiempo. Él se limitó a escuchar, contestando de
vez en cuando: «Sí... sí... gracias... gracias». «¿Quién era el
que te hablaba de esa forma?», le preguntó cuando colgó el
teléfono. «Era un hermano que me decía todo el mal que yo
estaba haciendo». «¿Y eres culpable de todo eso?», le
preguntó ella. «No», replicó. «Entonces, ¿por qué no le diste
una explicación en vez de decir ‗gracias‘?», exclamó
impacientemente. «Si alguien exalta a Nee To Sheng hasta
el cielo», le respondió, «sigue siendo Nee To Sheng. Y si
alguien lo pisotea hasta el infierno, sigue siendo Nee To
Sheng».
En otra oportunidad le preguntaron por qué no trataba de dar
explicaciones, evitando así ser mal interpretado. Él
respondió: «Si las personas confían en nosotros, no es
necesario explicar; si ellas no confían en nosotros, no sirve
de nada explicar». Él no sólo no se justificaba cuando era
calumniado, sino que tampoco argumentaba ni discutía
cuando era reprendido cara a cara por alguien. Nee decía:
«Cuanto más bajo colocamos algo, más seguro estará. Es
más seguro poner una copa en el piso».
Típico de su manera de ser, se sabe que incluso envió ayuda
económica secretamente a algunos de los hermanos que se
oponían a su conducta. Las ganancias de su empresa se
dedicaban enteramente al sostenimiento de obreros.
También invirtió dinero en la adquisición de un centro de
entrenamiento, con unas doce cabañas, en el Monte Kuling,
cerca de Fuchou, y para la construcción de un nuevo local de
reuniones en Shangai.
Cierta vez, Nee fue reprendido por un empleado durante un
largo tiempo. Nee estaba sentado calmadamente en una silla,
con un diario en la mano, sin mostrar ningún cambio en su
expresión. Cuando los vecinos se dieron cuenta de que el
empleado estaba actuando mal, intervinieron.
Nee creía que el Espíritu de Dios nos disciplina por medio
de todas las cosas que nos suceden. Dios prepara cada
detalle del ambiente que nos rodea, a fin de quitar de
nosotros lo que somos naturalmente, y conformarnos a la
imagen de Cristo. Todas las cosas de nuestra vida natural
deben ser quitadas, para que nuestro ser pueda ser
constituido por el Espíritu Santo con la vida divina. Nee
aprendió a aceptar todo tipo de circunstancias sin murmurar,
acusar, o criticar. Consideraba todo una disciplina del
Espíritu Santo; creía que todas las cosas colaboraban para su
bien espiritual. Quienes le conocieron le vieron siempre
calmado, en paz, y dispuesto a aceptar todo tipo de
situación.
En el Laboratorio pronto surgieron problemas que no había
previsto, y las demandas del negocio pronto comenzaron a
ocupar cada vez más de su tiempo. Había luchas comerciales
y una competencia exagerada con las otras compañías. Hubo
quejas de los accionistas, e incluso hubo accidentes. Sus
dones para organizar y conciliar fueron utilizados al máximo
en una situación delicada de por sí y agravada por la guerra.
Acuciado por las necesidades, Nee aceptó un empleo en el
gobierno. A causa de su rica experiencia en el Señor, era un
funcionario muy eficiente. Todos sus superiores lo
admiraban. Él nunca intentó demostrar que era superior; al
contrario, vivía y trabajaba en una actitud de sumisión y
acataba las órdenes de sus jefes. Cuando la guerra terminó,
le ofrecieron un alto cargo, sin embargo, él lo rechazó a
causa de su llamamiento para hacer la obra de Dios.
Su gran habilidad llevó a la empresa a ocupar el primer
lugar entre los productores e importadores de drogas en
China. En los dos años y medio siguientes viajó mucho, y
eventualmente también ministraba la Palabra en otros
lugares. En 1945 dio una serie de charlas sobre las Siete
Iglesias de Asia, identificándola con fases de la historia de la
Iglesia. Sin embargo, no se sentía con libertad para partir el
pan con los hermanos.
En Chunkin, le pidieron que participara de la mesa del
Señor. Sin embargo, él no lo hizo; simplemente se sentó y
oró en silencio. Cuando le preguntaron el motivo, él dijo:
«El problema con la iglesia en Shangai aún no ha sido
resuelto; por lo tanto no puedo partir el pan aquí». Alguien
le preguntó cuándo reasumiría su ministerio, y él respondió:
«No hay ninguna posibilidad».
En su doble rol de hombre de negocios y ministro de Dios se
agilizó intelectualmente como nunca antes y gozaba de ello,
pero su físico frágil comenzó a resentirse. Las demandas de
su negocio eran tales que le quedaba poca fuerza para
ocuparse directamente en la obra del Señor.
Cuando terminó la invasión japonesa, Nee comenzó a hacer
planes para desligarse del laboratorio. En Shangai aún las
puertas estaban cerradas para él. Pero no sólo él tenía
problemas; la iglesia también. A causa de la guerra, tenían
dificultades para reunirse en Wen Teh Li, y sólo podían
hacerlo por las casas. Ahora, poco a poco, comenzaban las
actividades de nuevo.
A mediados de 1946, Nee pidió a Lee Shang-chou (Witness
Lee), que se trasladara de Chefú hasta Shangai para ayudar
en la obra. Lee se trasladó y fue de mucha ayuda. Su
carácter autoritario y sus dotes de organizador, devolvieron
el orden a la iglesia dispersa. Se estableció un estricto
programa de reuniones y orden por distritos. Sin embargo, a
poco andar, la libertad del Espíritu se comenzó a perder.
Incluso se llegó a instalar un sistema de relojes para registrar
la hora de llegada de cada creyente, y «se cerró»
celosamente la mesa del Señor. La disciplina y la sujeción
fueron la consigna de ese tiempo. Nee estaba ausente.
En el corazón de los que tenían la responsabilidad en las
iglesias, había gran preocupación por la prolongada ausencia
de Nee. Ya en 1946, Lee habían preguntado a los ancianos
en Shangai: «¿Actuaron en el Espíritu cuando tomaron la
decisión de excluirlo? ¿Cuál fue el efecto? ¿Pueden decir
que tal decisión produjo vida?». Con tristeza tuvieron que
responder negativamente.
Redimiendo el tiempo
En el verano de 1947, Nee compartió una serie de mensajes
que se reunieron bajo el título La Liberación del Espíritu,
que tratan del quebrantamiento necesario como condición
para la liberación del poder divino en el creyente. También
dirigió reuniones para estudiantes universitarios, tanto en
Shangai como en Fuchou, su ciudad natal.
Los últimos énfasis en las últimas enseñanzas de Nee tienen
que ver con tres tópicos principales: la disciplina del
Espíritu Santo, el quebrantamiento del hombre exterior (el
alma), y la liberación del espíritu. Aunque el Espíritu Santo
habita en nosotros, si nuestro hombre exterior no es
quebrantado, nuestro espíritu jamás podrá ser liberado, sino
que quedará aprisionado en nuestro interior. Por eso, el
hombre exterior debe ser quebrantado a fin de que el hombre
interior (el espíritu humano con el Espíritu Santo) pueda ser
liberado. Este quebrantamiento se produce a través de las
circunstancias de nuestra vida, ordenadas por el Espíritu
Santo. Cuando se produce la liberación del espíritu, aquellos
que nos escuchan son vivificados. Y en esto consiste, en
definitiva, la obra de Dios.
A comienzos de 1948, en reunión con varios obreros, entre
ellos Lee, Nee delineó un plan de acción para la obra que
establecía a Fuchou como centro. Este plan surgió a partir de
una nueva luz del libro de los Hechos, donde se vio que el
énfasis de la obra es regional. Desde Fochou (y otros centros
regionales) se esperaba abarcar toda la región adyacente,
mediante el envío de obreros y el traslado de familias.
A través de Lee, los ancianos de Shangai invitaron a Nee a
dirigir una Conferencia en Wen Teh Li, en el mes de abril.
Cuando Nee llegó, encontró unos sesenta obreros y más de
treinta ancianos de todas partes de China, junto a los de
Shangai mismo. Nee se reunió primero con los ancianos de
Wen Teh Li, y, en presencia de Dios, hizo una amplia
confesión de sus propias fallas durante los últimos años. Con
este acto de reconciliación fue restaurada finalmente la
comunión entre ellos. Habían pasado seis años.
Sin embargo, en Shangai había muchas innovaciones. Se
había establecido una forma de jerarquía entre los de mayor
responsabilidad que les hacía ocupar sillas más elevadas.
Por unanimidad, a Nee le reservaron la más alta.
Los hermanos habían esperado con mucha expectación su
retorno. Aquellos días, ellos colmaron el recinto. Uno de sus
primeros mensajes se basó en las palabras de Jesús: «Dad a
Dios lo que es de Dios» (Mr. 12:17). El efecto fue tremendo.
Muchos se volvieron al Señor. Antes del mes, alrededor de
doscientos nuevos creyentes habían sido bautizados. El lugar
de reunión, que tenía capacidad para 400 personas, reunía a
más de 1500, algunos sentados en las escaleras, en los
salones contiguos, o en la calle.
Ya se había difundido la noticia de que Nee había donado el
laboratorio a la iglesia. Como consecuencia, en medio de
una gran algarabía, muchos se consagraban a Dios trayendo
ofrendas en dinero para la extensión de la obra. Otros traían
donaciones en mercadería. Algunos entregaban sus
empresas para el uso de la iglesia. Tal cosa no se había visto
en China en el pasado. Era un retorno a Hechos 4 con sus
bendiciones.
El problema que se planteó entonces fue que las iglesias
tuvieron una prosperidad material sin precedentes.
Controlaban gran cantidad de fondos y dirigían empresas
justo en el momento cuando la palabra ‗capitalista‘
comenzaba a ser un término de oprobio, y cuando la mera
posesión de riquezas causaría sospechas.
El programa de capacitación para obreros se reanudó en
Fuchou. A mediados de junio de 1948 más de cien jóvenes
de varias ciudades se reunieron en el apartado y tranquilo
monte Kuling, donde Nee entregó variadas enseñanzas por
varios meses. Esos mensajes se han reunido y publicado
bajo los siguientes títulos: «El obrero cristiano», «El
ministerio de la Palabra de Dios», «Lecciones para nuevos
creyentes» (52 lecciones), «La Autoridad Espiritual», «Los
Asuntos de la Iglesia», «Escudriñad las Escrituras»,
«Pláticas adicionales sobre la Vida de la Iglesia».
Cuando Nee se dirigía a los obreros, era como si se abrieran
las compuertas que habían estado bajo presión durante
mucho tiempo. Caminaba de un lado a otro con las manos a
la espalda, hablando con todo el corazón. Luego de sus
charlas, daba tiempo para preguntas. Sus respuestas fueron
de mucho valor, jamás evasivas, y siempre francas y
directas. Su sensibilidad espiritual había alcanzado tal
desarrollo, que era capaz de discernir la condición de los
demás de manera cabal, y ayudarlos. Su carácter era muy
dulce y suave, expresión clara de su madurez espiritual.
Cada mañana había una sesión dedicada a testimonios
individuales, donde un obrero podía hablar por una media
hora, después de lo cual los demás expresaban sus críticas, y
finalmente Nee resumía todo para beneficio del que había
testificado.
Todo el programa de capacitación era conducido bajo un
sentido de urgencia –Nee hablaba entre siete y ocho horas
diarias– pues el futuro político de la nación era desconocido.
La revolución de Mao tomaba cada vez más fuerza.
Preparándose para el invierno
A su regreso en Shangai, Nee encontró un clima de gran
agitación política y social. De la lectura de Marx y Engels,
Nee previó que de establecerse el marxismo en China, las
condiciones para la iglesia serían sumamente difíciles. A los
jóvenes presentes, les dijo: «Cuando los mayores caigan,
ustedes deben seguir adelante». Nee pensaba que, a lo más,
tendrían unos cinco años para hacer la obra de Dios con
libertad.
Sin embargo, a comienzos de 1949 la situación ya mostraba
signos preocupantes. Nee instruyó a Lee que hiciera los
arreglos para trasladarse con su familia hasta Taiwán. Otros
obreros fueron enviados a Singapur y Filipinas. La esposa de
Nee y otras mujeres fueron enviadas a Hong Kong. El
Entrenamiento de Kuling fue cancelado abruptamente, y en
Shangai se inauguró el nuevo local en la calle Nanyang, con
capacidad para 4000 personas.
Cuando el Ejército de Liberación entró en Shangai en mayo
de 1949, Nee estaba allí. En un primer momento no hubo
restricciones para la iglesia, de modo que Nee pudo dar
estudios bíblicos todas las semanas. En octubre del mismo
año, fue proclamada la República Popular China con Mao
Tse-tung como Presidente.
Mientras le fue posible, Nee viajó por las principales
ciudades, y también Taiwán, donde alentaba a la iglesia
naciente. La última vez que Nee visitó Taiwán, los
hermanos, entre ellos Witness Lee y Stephen Kaung,
procuraron retenerlo, pues la situación en Shangai era muy
riesgosa. Nee les contestó: ―Ha tomado tanto tiempo
levantar la iglesia allí, ¿puedo abandonarla ahora? ¿Los
apóstoles, acaso, no se quedaron en Jerusalén bajo
condiciones similares?‖. La última noche, le volvieron a
rogar a Nee que no regresara. ―Si vuelves, puede significar
el fin‖, le dijeron. Pero Nee había recibido un telegrama de
los ancianos de Shangai informándole de sus muchos
problemas y rogándole que volviera lo antes posible. Aun
así, los hermanos le instaron por última vez a que no
regresara. Nee exclamó: ―¡No tengo cuidado de mi vida! Si
la casa se está derrumbando y mis hijos están adentro, debo
sostenerla aun con mi cabeza si fuera necesario‖.
De regreso en Shangai, mandó llamar a Pin-huei para que se
reuniera con él, y poco después habló a los obreros sobre
cómo «aprovechar el tiempo porque los días son malos».
Nee pensaba que era posible y necesaria cierta cooperación
con el nuevo gobierno, según Romanos 12, y así exhortaba a
los hermanos. Les instaba a no emigrar, a estar preparados,
como buenos cristianos y chinos, para el sacrificio.
Durante 1949 la mayoría de los misioneros con visión
evangélica habían procurado mantenerse en sus puestos con
la esperanza de continuar con su testimonio bajo el nuevo
régimen. Pero a mediados de 1950 el gobierno comenzó una
serie de reuniones tendientes a establecer una iglesia oficial
en China, la de la Triple Auto-reforma.
La presión política comenzó desde las zonas rurales. Las
iglesias fueron cerradas, y sus dirigentes perseguidos y
encarcelados.
Pero aun en este período de turbulencias, los hermanos
todavía podían reunirse en Nanyang. Allí los que iban y
venían fueron bendecidos por la cálida personalidad de Nee
y sus valiosas exposiciones bíblicas. Un pastor chino
escuchó a Nee hablar una semana entera sobre Romanos 1:1,
y comentó: «Cada noche dio un sermón diferente de notable
calidad; pero cuando uno los juntaba tenía una larga y bien
compuesta tesis. Era sencillamente maravilloso».
En el año 1951, el gobierno comunista echó a andar una
estrategia de reuniones públicas de acusación contra los
misioneros y líderes cristianos. El 30 de noviembre, en el
periódico oficial de la Triple Auto-Reforma, se publicó una
carta de un creyente de Nankin, en que acusaba a Nee de
servir al imperialismo y controlar 470 iglesias del país desde
su sede central en Shangai.
Cuando un grupo de obreros le consultó a Nee qué haría
para defenderse de la acusación, éste les recordó sus
experiencias pasadas cuando fue disciplinado por la mano de
Dios. Toda vez que eso había ocurrido, el resultado había
sido muy instructivo y de mucho fruto espiritual.
Los agentes comunistas realizaron en Nanyang una reunión
de acusación contra Nee. Sin embargo, ningún hermano se
levantó para sustanciar la acusación. Los agentes se fueron
derrotados, pero con la demanda de que Nee convenciera a
los hermanos a hacerlo más adelante.
A partir de entonces, y previendo que le quedaban pocos
días de libertad, Nee se abocó a la tarea de preparar material
bíblico. Varios colaboradores tomaban nota de todo lo que él
les enseñaba. A un grupo de jóvenes, por ejemplo, habló
exclusivamente sobre las pruebas de la existencia de Dios.
Hubo también una serie de estudios, de carácter práctico,
sobre Cristo como la justicia, la sabiduría y la gloria de Dios
para el creyente, y sobre el poder de la resurrección.
Sin embargo, no era eso lo que había ordenado el
Movimiento Triple Auto-reforma. Por tanto, hubo nuevas
demandas del gobierno, esta vez de que saliera de Shangai.
La excusa era que habían quedado pendientes algunos
asuntos del laboratorio, y que debía presentarse en
Manchuria. De modo que el sentido de urgencia en
aprovechar al máximo el tiempo que le quedaba se
intensificó al punto de la desesperación. Juntos trabajaban
todo el día y hasta altas horas de la noche, exponiendo y
grabando la Palabra de Dios, hasta que para el mes de
marzo, apenas dormían dos horas por noche.
Finalmente, fue imposible eludir el ultimátum del gobierno.
Con suma tristeza se despidió de los hermanos y de su
esposa y partió para Harbin. Los creyentes no tuvieron más
noticias de él hasta que fue acusado formalmente en enero
de 1956.
Detención y procesamiento
A los cincuenta años de edad fue arrestado en Manchuria
por el Departamento de Seguridad Pública el 10 de enero de
1952, y en la primera investigación fue acusado de «tigre
capitalista», al margen de la ley, que había cometido los
cinco crímenes especificados contra la corrupción en el
comercio. Le advirtieron que el laboratorio debería pagar
una multa de 17.000 millones de yuan en moneda antigua
(casi medio millón de dólares). Nee no aceptó esta
acusación, y tampoco tenía los fondos para pagar tal multa;
de modo que permaneció encarcelado, y el laboratorio fue
finalmente confiscado por el Estado.
En la cárcel le fue quitada su Biblia y no se le permitió
comunicación alguna con los de afuera.
Stephen Kaung cree que repetidas veces le ofrecieron la
oportunidad de ser reivindicado como máximo líder
cristiano si guiaba a sus muchos adeptos a identificarse con
la Iglesia de la Triple Auto-Reforma 2. Al no aceptar, sus
captores le sometieron a largos interrogatorios, vigilancia
intensiva, e hicieron que escribiera una y otra vez su
biografía hasta embotar su mente, buscando elementos para
acusarlo criminalmente.
En su ausencia, muchas iglesias asociadas a él se unieron
ingenuamente a la política estatal, pero muchas de ellas se
apartaron en los años siguientes, al comprobar el engaño de
la estrategia marxista.
El 18 de enero de 1956 comenzó en el salón de la calle
Nanyang una serie de reuniones organizadas por la Cámara
de Asuntos Religiosos, con el objeto de dar a conocer a los
creyentes la lista de acusaciones criminales que se
levantarían contra Nee y sus colaboradores, y se instaba a
los creyentes a expresar sus puntos de vista. Las acusaciones
eran de intriga y espionaje imperialista, de actividades
contrarrevolucionarias hostiles a la política del gobierno, e
irregularidades financieras y libertinaje. Todo eso estaba
contenido en nada menos que 2.296 hojas. Este ejercicio
pretendía incitar a los hermanos a la indignación contra Nee,
para una reunión masiva de acusación que se llevaría a cabo
a fin de mes.
En efecto, el 29 de enero se presentó al «Caso Nee» ante la
Corte de Seguridad Pública de Shangai, y al día siguiente se
llevó a cabo la reunión de acusación en el salón de Nanyang.
Había presentes unas 2.500 personas. Las acusaciones
fueron proclamadas públicamente en detalle y apoyadas por
una exhibición de fotografías y otras ‗pruebas‘
documentadas. El proceso duró un mes. En el mismo lugar
donde Nee había guiado a la iglesia en oración y les había
expuesto la Palabra que exalta a Jesucristo, se efectuó la
larga recitación de cargos contra él.
Como observó un colega y amigo, las acusaciones contra
Nee no eran religiosas, sino políticas y morales. Por todo
Shangai se obligaba a pastores y evangelistas a organizar
pequeños grupos de estudio para poner en conocimiento de
todos los cristianos los ‗crímenes‘ de Nee. El 6 de febrero,
Tien Feng, el diario oficial del movimiento religioso estatal,
dedicó 11 páginas a revisar el caso Nee. En números
sucesivos se siguió con abundancia de injurias.
A mediados de abril se anunció que la reorientación de la
iglesia en calle Nanyang ya estaba concluida. El 15 de abril
entró formalmente a formar parte del Movimiento Triple
Auto-Reforma.
El 21 de junio de 1956, Nee apareció ante la Suprema Corte
de Shangai. La reunión duró cinco horas. Durante la
audiencia se anunció que había sido ex-comunicado por su
propia iglesia, fue declarado culpable de todos los cargos y
sentenciado a 15 años de prisión, con reforma mediante
trabajos forzados, a partir del 12 de abril de 1952.
En prisión hasta el final
Todo prisionero que cumplía una sentencia podía designar
un pariente para visitarlo. Así fue cómo después de un
intervalo de cinco años, se le permitió a Pin-huei ir a verle.
Las entrevistas, que eran supervisadas, se efectuaban en un
salón, separados por una barrera de alambre tejido, y
duraban media hora. Se podía renovar el permiso cada mes.
Nee también podía enviar y recibir una carta por mes, la que
era estrictamente censurada.
La celda de Nee medía 2,70 x 1,35 m. El único mueble era
una plataforma de madera sobre el piso que servía de cama.
La puerta daba a una galería de 0,70 m., con ventanas en la
pared opuesta. Debido a los insectos se hacía difícil conciliar
el sueño.
El día se dividía en ocho horas de trabajo, ocho de
educación y ocho de descanso. La ropa era pobre, la comida
escasa, la calefacción no existía. Nee recibió la misma
reforma educativa que los prisioneros políticos. Escuchaban
conferencias sobre política, actualidades y técnicas de
producción. Más adelante, le mantuvieron ocupado
traduciendo del inglés al chino libros científicos y artículos
periodísticos de interés oficial.
En noviembre de 1952 se publicó su primer libro en inglés:
La Vida Cristiana Normal, impreso en Bombay, India. Es
poco probable que él se haya enterado de la amplia difusión
que tuvieron sus mensajes fuera de China y de la bendición
que produjeron.
Un prisionero extranjero de otro pabellón cuenta que Nee
procuraba cantar todas las mañanas, antes de que
comenzaran los altavoces, cuatro o cinco canciones que él
había compuesto a partir de las Escrituras. Otros prisioneros
que recobraron la libertad en 1958 decían que oían con
frecuencia a Nee cantar himnos en su celda.
El hambre que arreció sobre el país a comienzos de los ‘60
también llegó a las cárceles. En 1962, cuando dos débiles
ancianos fueron puestos en libertad luego de cumplir
sentencias de diez años, dijeron que Nee pesaba menos de
50 kilos. Un año y medio después estaba enfermo en el
hospital de la cárcel padeciendo isquemia coronaria, y lo
eximieron por un tiempo del trabajo manual.
En abril de 1967 se cumplieron los 15 años de la sentencia
de Nee. Pero eso no significaba necesariamente su libertad.
A menudo solían extender la condena a quienes no
mostraban cambios en su manera de pensar. Por eso, quienes
oraban por su liberación no estaban tan optimistas. En todo
este tiempo, saquearon muchas veces el hogar de Pin-huei,
revisando sus pertenencias, ridiculizando y destruyendo todo
lo que era cristiano. Para ella fueron años muy difíciles.
En septiembre, los ancianos de la iglesia en Hong Kong
recibieron una nota, al parecer de las autoridades de China,
de que tanto Nee como su esposa podían ser rescatados y
salir del país si se depositaba una suma considerable de
dinero en la sucursal del Banco de China. Los creyentes
reunieron muy pronto la cantidad y fue depositada. Sin
embargo, a principios del año siguiente, recibieron la
información de que la transacción no se haría. El dinero fue
devuelto a sus donantes.
¿Qué sucedió? Muchos piensan que fue el mismo Nee quien
no aceptó el rescate (Heb. 11:35). Tal vez haya pensado que
al mantenerse en su actitud de cooperar con el gobierno
ayudaría a formar una imagen de cristianos fieles, para
disminuir la animosidad contra ellos. Tal vez haya preferido
seguir en las manos de Dios, para experimentar más tarde el
poder de su resurrección.
En mayo de 1968 un chino, que visitaba una capital
occidental, pidió asilo. Allí contó a las autoridades que había
sido un guardia de la cárcel de Shangai y que, mediante el
testimonio de Nee, había encontrado a Jesucristo como su
Salvador.
En enero de 1970, a la edad de 66 años, y después de 18
años en la cárcel, Nee fue transferido a una «cárcel abierta»
o un campo de trabajos forzados en la campiña. Allí, o bien
el clima no le vino bien o el trabajo que le dieron fue
demasiado para él. La enfermedad cardíaca que le aquejaba
se agravó, causándole muchas molestias. No obstante, ya
vislumbraba el fin de la sentencia de 20 años, y las
esperanzas de Pin-huei brotaron nuevamente.
Una tarde de 1971, ella estaba arreglando algo en su hogar, a
donde quizá muy pronto llegaría su marido. Su subió sobre
un banquito, perdió el equilibrio y cayó, fracturándose varias
costillas. Es posible que haya sufrido un leve infarto. Pocos
días después murió en el hospital.
Cuando Pin-cheng, la hermana de Pin-huei visitó a Nee en el
campo de trabajo, lo encontró aparentemente bien, pese a la
mala noticia. Pero en una de sus misivas a su sobrino, revela
su verdadero estado: estaba deshecho. ¡Habían ansiado tanto
su reunión en el próximo abril! No se sabe lo que haya
ocurrido en el verano de 1972. El 12 de abril, Nee cumplió
20 años de prisión, cinco más de los que se publicaran en su
sentencia.
Las autoridades habían aceptado dar libertad a Nee, con la
condición de que debería vivir en un poblado pequeño –en
ningún caso Shangai ni Fuchou– y siempre que la
comunidad firmase un documento en que lo aceptase. Un
sobrino de Nee alcanzó a hacer algunos trámites al respecto.
Seis semanas después estuvo en Anhwei. ¿Le habrá
resultado demasiado penoso el viaje, o sufrió más
privaciones? No tenemos más detalles. No sabemos si tuvo
alguna compañía cristiana en sus últimos momentos. Todo
lo que sabemos es que el 1° de junio de 1972, a los 68 años
de edad, pasó a la presencia del Señor.
Sólo Pin-cheng fue informada de su muerte. Cuando acudió
al lugar acompañada de una sobrina, ya el cuerpo de Nee
había sido cremado. Ella tomó sus cenizas, y las dio a un
sobrino, el cual las enterró, junto a las de su esposa. Un
funcionario del campo, les mostró un papel que había
descubierto debajo de la cabecera. Tenía escritas varias
líneas con palabras de letras grandes, escritas con mano
temblorosa. El papel decía: «Cristo es el Hijo de Dios, que
murió para la redención de los pecadores y resucitó al tercer
día. Esa es la mayor verdad del universo. Muero por causa
de mi fe en Cristo. Watchman Nee».
Precursor de la vida interior
Para entender a los hombres de la historia, hay que entender
los tiempos en que ellos vivieron. Miguel de Molinos vivió
en el siglo XVII, y como hombre de su tiempo, vivió los
conflictos espirituales que abrasaron su época.
Ya apagados los ecos más entusiastas de la Reforma
Protestante, en que se reivindica una verdad de las Escrituras
que por mucho tiempo había estado en penumbras –la
justificación por la sola fe, sin las obras–, las almas más
delicadas todavía echaban de menos una vivencia espiritual
más íntima.
Aunque el luteranismo se basaba nominalmente en las
Escrituras, en la práctica era dogmático, rígido, y exigía
conformidad intelectual. Se daba énfasis a la recta doctrina y
a los sacramentos como elementos suficientes de la vida
cristiana. La relación vital entre el creyente y Dios, que
Lutero había enseñado, había sido sustituida en gran parte
por una fe que consistía simplemente en la aceptación de un
conjunto dogmático. La vida cristiana seguía siendo una
cosa seca, lejana, extraña al corazón. Sin duda, existieron
algunas evidencias de piedad más profunda, pero la
tendencia general era la de una religiosidad externa y
dogmática.
La reacción frente a esto surgió, en gran parte, en el seno de
la iglesia católica. Entonces aparecen nombres de personajes
y de movimientos en España, Francia e Italia,
fundamentalmente, que traen un despertar. El siglo XVII
está plagado de movimientos soterrados, reuniones a
escondidas por las casas, sacerdotes que buscan más luz,
monjas que enseñan cómo vivir la práctica de la presencia
de Dios. Todo esto, al interior y en el seno de una Iglesia
Católica muy severa y celadora de la fe, con muchos bandos
que pugnan entre sí, y que pretende inútilmente resguardar
los límites de su ortodoxia
Así surgen nombres como Madame Guyon, el obispo
Fénelon, y Miguel de Molinos, considerado el mentor del
movimiento llamado ‗quietismo‘ 1 que tuvo muchos
seguidores en Europa, tal vez más entre los evangélicos y
protestantes que entre los mismos católicos. La suerte de
Molinos fue diversa. Primero disfruta del reconocimiento
apoteósico entre sus propios hermanos, pero luego se le
cierran las puertas allí y aun se le condena, mientras se le
abren en otros sitios.
La figura de Miguel de Molinos es, pues, representativa de
su época, y su influjo traspasó muchas fronteras. Watchman
Nee resumió así este polémico siglo: «Un grupo de personas
espirituales fue levantada por el Señor en el siglo XVII
dentro de la Iglesia Católica. El más espiritual entre ellos fue
Miguel de Molinos».
Primeras experiencias
Miguel de Molinos nació en Muniesa, España, el 29 de junio
de 1628. De familia rica y noble, completó sus estudios en la
ciudad de Valencia. A partir del año 1649 desarrolla su
carrera religiosa dentro de la Iglesia Católica como
subdiácono, diácono y presbítero, sin aceptar nunca renta
alguna de la Iglesia. En el año 1665 le corresponde asumir
dos tareas que implican para él un reconocimiento: viaja a
Roma para postular la causa de beatificación de Jerónimo
Simón de Rojos, y para sustituir al Arzobispo de Valencia
en la visita Ad Limina.2
Al parecer, Miguel de Molinos no volvió más a España, sino
que se quedó en Italia. Los años siguientes, que van desde
1663 hasta 1675, en que publica su obra más famosa, son
años más bien sombríos, ya que no hay noticias de su vida.
Hay un solo dato que puede mencionarse: en 1671 ingresa a
la congregación llamada «Escuela de Cristo», en San
Lorenzo in Lucina, de la cual llegó a ser el superior. 3 Según
se piensa, esta congregación fue el primer foco del
‗quietismo‘.
Muy pronto su fama como representante de un cierto modo
–nuevo y novedoso– de enfocar la experiencia espiritual, le
abrió las puertas de las principales casas de Roma. Llegó a
ser considerado un consejero espiritual muy maduro, y de
trato muy afable. Era (según le describen) «hombre de
mediana estatura, bien formado de cuerpo, de buena
presencia, de color vivo, barba negra y aspecto serio».
A juzgar por las obras que llegó a escribir, Miguel de
Molinos debió de ser un aprovechado lector de los grandes
escritores y místicos del pasado, como, entre otros, San Juan
de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Johannes Tauler, Jan Van
Ruysbroeck, San Buenaventura y Dionisio el Areopagita.
Algún detractor hace descender su enseñanza de «los
bigardos, los fratri-cellos y los místicos alemanes del siglo
XIV».
Éxitos momentáneos
El hecho que marca el inicio del período más azaroso en la
vida de Miguel de Molinos es la publicación de su obra
«Guía Espiritual». A causa de esta publicación habría de
pasar los últimos 11 años de su vida encarcelado. El título
completo de esta obra es bastante largo, como solía usarse
en la época: «Guía Espiritual que desembaraza el alma y la
conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta
contemplación y el rico tesoro de la paz interior». En
estricto rigor, este libro no fue publicado por Molinos, sino
por Juan de Santa María, uno de sus fieles colaboradores.
Apareció primeramente en español, luego en italiano,
precedido de una carta de un amigo, con un sinfín de
aprobaciones por parte de teólogos, clérigos e incluso
clasificadores del Tribunal de la Inquisición.
La Guía tuvo una calurosa acogida en toda Europa. En los
seis años siguientes a su primera edición se publicaron 20
ediciones en diversas lenguas. En Italia se reeditó muy
pronto, en Roma, Venecia y Palermo. Más tarde fue
traducida al latín, y en 1874, al ruso.
Desde el punto de vista estilístico, aun sus más encarnizados
críticos reconocen que ella es un «modelo de tersura y
pureza de lengua». Como escritor es considerado «de primer
orden, sobrio, concentrado, cualidades que brillan aun a
través de las versiones». 4
Cinco años más tarde, en 1680, sale a la luz otra obra de
Molinos, titulada Defensa de la Contemplación, donde
existen frecuentes referencias a San Juan de la Cruz.
También publicó un pequeño Tratado de la comunión
cotidiana, muy recomendado entre los cristianos de la época.
Cuando recién apareció la Guía Espiritual, como se ha
dicho, fue unánimemente aceptada y divulgada. Los más
connotados obispos italianos la recomendaban. Entre los
devotos de Roma y de Nápoles, Molinos llegó a ser
considerado como un oráculo. Continuamente recibía cartas
de adhesión a sus principios. Uno de los cardenales, Pietro
Mateo Petruzzi, Obispo de Jesi, fue apodado el ‗Timoteo‘ de
Molinos. Otros importantes prelados se sentían honrados
con su amistad. Muchos eclesiásticos vinieron a Roma a
aprender de él su «método», y casi todas las monjas se
dieron a la oración ‗de quietud‘, tal como Molinos enseña en
su Guía. Petruzzi publicó muchos tratados y cartas en apoyo
a Molinos. La reina Cristina de Suecia, que residía en Roma,
le testimonió gran simpatía. Incluso, si se ha de dar crédito a
algunas referencias de la época, el mismo Papa sentía una
gran admiración por Molinos, por lo que dispuso para él
habitaciones en el Vaticano y pensó hacerlo cardenal.
Los protestantes, por su parte, recibieron casi con alborozo
esta publicación. Gilberto Burneo comparó la obra de
Molinos con la de Descartes, considerando al uno como
restaurador de la filosofía, y al otro como purificador del
cristianismo. Para él, el misticismo de la Guía era el mejor
aliado de la Reforma, porque condenaba las mortificaciones
voluntarias y las tradiciones humanas, las obras exteriores
«et tout ce fatras de cérémonies». 5 La doctrina de la
justificación por la sola fe, sin buenas obras, encajaba muy
bien con la enseñanza de Molinos, como asimismo el énfasis
que éste hacía en la comunión personal del creyente con
Dios, sin la necesidad de una jerarquía eclesiástica
mediadora.
Vientos de persecución
Sin embargo, finalmente los celadores de la doctrina
católica, comenzaron a alarmarse de la popularidad de
Molinos, y se conjuraron contra él y los quietistas. Alguien
propuso que eran peligrosos porque se asemejaban a los
budistas de la China. Otro afirmó que no era conveniente
poner los ejercicios espirituales aconsejados por Molinos al
alcance de todos. Varios acusaban a Molinos de descuidar
toda la parte dogmática de la religión oficial.
La Inquisición romana tomó cartas en el asunto y mandó
examinar los libros de Molinos, Petruzzi y otros. Pero ellos
se defendieron bien, y su defensa alcanzó mucho eco, tanto,
que con ello creció su fama. Por un tiempo pareció que el
ataque sólo había servido para darles más notoriedad.
Entonces se intentó con otros argumentos. Se le atribuyó a
Molinos ascendencia de moros o judíos, y se le acusó de
que, influido por aquellas religiones, estaba tratando de
sembrar la semilla del error. Comenzó a susurrarse que los
quietistas formaban una secta pitagórica, con iniciaciones
esotéricas, y que enseñaban errores de moral peligrosísimos.
Según se propalaba, se les veía evitando cuidadosamente
muchas devociones consagradas por la tradición y
limitándose a lo interno del culto. Pero nada de esto surtía
efecto contra él.
Entonces se armó una celada política desde Francia. El
confesor de Luis XIV, persuadió al rey de que era preciso
acabar con los quietistas, pues se decía que eran en Roma un
elemento político en pro de los intereses de la casa de
Austria y contra Francia. El Arzobispo de París aprobó este
parecer, y el rey ordenó a su embajador en Roma, un cierto
cardenal, que se les persiguiese. Este cardenal pasaba por
amigo de Molinos, pero se decidió a obedecer a su rey, así
que le denunció, presentando varias cartas suyas y refiriendo
conversaciones que con él había tenido «mientras fue su
amigo, aunque fingido y con el único propósito de descubrir
sus marañas», según él mismo dijo.
Finalmente, el Papa de la época, por petición directa de Luis
XIV, le hizo detener. En mayo de 1685, a los diez años de
haberse publicado la Guía Espiritual, Miguel de Molinos fue
apresado por esbirros del Tribunal de la Inquisición. La
noticia conmocionó a la sociedad italiana, y en gran medida
a la europea, especialmente en el seno del ‗pietismo‘
alemán, donde Molinos era grandemente apreciado. Junto
con él fueron apresados algunos nobles y otros seguidores,
en total, unos setenta. Más tarde ese número subió a
doscientos. Así fue cómo, después de haber gozado Molinos
de la mayor reputación, ahora era considerado el peor de los
herejes.
Los inquisidores visitaron varios conventos, y muchas
religiosas confesaron haber dejado las prácticas
devocionales habituales para dedicarse sólo a la vida
interior, lo cual confirmaba las acusaciones. Se ordenó que
todos los libros de Molinos y Petruzzi les fueran quitados, y
que se les obligara volver a las antiguas formas de devoción.
Después de haber pasado un tiempo considerable en la
cárcel, Molinos fue hecho comparecer ante al Tribunal. El
juicio se realizó en la famosa capilla Santa María Sopra
Minerva, el 2 de septiembre de 1687. Con una cadena
alrededor de su cuerpo, y un cirio en la mano, fue sometido
al escrutinio de sus acusadores.
Catorce testigos fueron alineados contra Molinos para
acusarle de haber contribuido al ‗aniquilamiento interior‘, de
haber alentado pecados carnales, de haber enseñado el
desprecio por las santas imágenes, crucifijos y ceremonias
exteriores; de haber disuadido a quienes querían entrar en la
‗religión‘, y de haber preparado a sus discípulos para dar
respuestas mañosas a sus acusadores.
Molinos se defendió de todo ello con gran firmeza y
resolución, pero a pesar de que sus argumentos deshacían
totalmente las acusaciones, fue hallado culpable de herejía.
La sentencia le declaraba ‗hereje dogmático‘ y le condenaba
a la cárcel perpetua, a llevar siempre el hábito de la
penitencia, a rezar todos los días el Credo y una parte del
Rosario, con meditaciones sobre los misterios, y a confesar
y comulgar cuatro veces al año con el confesor que el Santo
Oficio le señalase. Molinos escuchó la sentencia, inmutable,
sin señal alguna de temor ni confusión. Fue recluido en el
convento de los dominicos de San Pedro en Montorio,
Roma.
Al entrar en su celda, se despidió serenamente del sacerdote
que le conducía, diciéndole: «Adiós, Padre. Ya nos
volveremos a ver en el día del Juicio, y entonces se verá de
qué lado está la verdad, si del mío, o del vuestro». Durante
su encierro fue varias veces torturado.
Su libro Guía Espiritual fue prohibido, junto a los de otros
autores ‗quietistas‘. Más tarde fueron procesados y
sentenciados también el cardenal Petruzzi, y otros nobles. Se
hizo una verdadera ‗limpieza‘ por toda Italia, y se halló que
muchas congregaciones –algunas de hasta seiscientas
personas– se habían formado al alero de esta enseñanza, y
otras, de la misma línea, que habían surgido antes de
Molinos. En todas ellas se advertía un «descuido por el culto
externo y por las ceremonias religiosas».
Poco después de la condena de Molinos, el Papa publicó la
bula ‗Caelestis Pastor‘, en la que se condenan 68
proposiciones, no sólo de Molinos sino también de otros
quietistas. Molinos muere sin llegar a salir de su celda en
Roma, el 28 de diciembre de 1696.
Valoración posterior
En los doscientos años siguientes a la primera edición de la
Guía Espiritual, ésta se ha vuelto a editar muchas veces,
sobre todo en ambientes no católicos. La mayor parte de las
ediciones españolas durante los últimos años han buscado
vindicar al perseguido y olvidado, especialmente después
del Concilio Vaticano II. Desde entonces, ha habido un
cambio de actitud de la ortodoxia de Roma hacia Molinos, y
se le ha pretendido ‗reinterpretar‘, minimizando sus
supuestos errores.
Hacia fines del siglo XX, luego de intensos análisis, la
crítica especializada llegó a la conclusión de que en días de
Molinos los censores de la Guía nada hallaron censurable en
ella, que su doctrina era aceptable y hasta recomendable. Sin
embargo, a pesar de considerarla como ‗doctrina corriente‘,
la condenaron por contener ‗doctrinas peligrosas‘, y por lo
general, por estar en lengua vulgar para las personas
ignorantes. Se reconoce que el elemento ‗política‘ y
‗rivalidad entre órdenes religiosas‘ fue también determinante
en la suerte de Molinos.
Sin embargo, más allá de eso, podemos ver a la luz de la
historia posterior, que la soberanía de Dios permitió ese fin
para Molinos. Dios concedió a uno de sus siervos, al cual
honró otorgándole tanta luz, que siguiese las pisadas de su
Maestro. Los hombres le condenaron, pero la verdad de
Dios ha salido incólume.
Hoy, extrañamente, la ciudad de Muniesa, que fue la cuna
de Molinos, se honra de tenerlo como su hijo más ilustre.
Aporte de Molinos
El gran aporte de Molinos a la restauración del testimonio de
Dios fue el de ver la necesidad de negarse a sí mismo y de
morir juntamente con Cristo a los apetitos del alma.
«Muramos sin cesar para nosotros mismos; conozcamos
nuestra miseria», decía. Molinos sostenía que el alma debe
negarse a sí misma y abandonarse completamente en Dios,
para así encontrar la paz interior. «El deber del alma
consiste en no hacer nada motu proprio, sino someterse a
cuanto Dios quiera imponerle». Lo que surge del alma no
sólo no colabora con Dios, sino que es un estorbo que debe
ser quitado de en medio. La voluntad del hombre debe
abandonarse completamente a la voluntad de Dios.
Molinos sostenía que la verdadera y perfecta aniquilación
del yo se funda en dos principios: el desprecio de nosotros
mismos y la alta estimación de Dios. Esta aniquilación ha de
alcanzar a toda la sustancia del alma, pensando como si no
pensase, sintiendo como si no sintiera, etc., hasta renacer de
sus cenizas, transformada, espiritualizada.
Su enseñanza apuntaba al ejercicio de la contemplación de
Dios en la ‗oración de quietud‘, pero aclaraba que esto no
significaba necesariamente apartarse del mundo. «Los
trabajos ordinarios (estudiar, predicar, comer, beber,
negociar, etc.) no apartan del camino de la contemplación,
que virtualmente se sigue, dada la primera resolución de
entregarse a la voluntad divina».
Molinos enseñaba que las obras exteriores no son necesarias
para la santificación, y que las obras penitenciales como, por
ejemplo, la mortificación voluntaria, debían arrojarse lejos
como una carga pesada e inútil. «No es preciso entregarse a
penitencias austeras e indiscretas, que pueden fomentar el
amor propio e inspirar acritud hacia el prójimo». La ‗vía
interior‘ no tiene nada que ver, decía él, con confesiones,
confesores, teología ni filosofía; la paz plena se alcanza
deseando solamente lo que Dios desea.
El alma no debe afligirse ni dejar la oración, aunque se
sienta oscura, seca, solitaria y llena de tentaciones y
tinieblas. La oración tierna y amorosa es sólo para los
principiantes que aún no pueden salir de la devoción
sensible. Al contrario, la sequedad es indicio de que la parte
sensible se va extinguiendo, lo cual es una buena señal. Este
estado produce, entre otras cosas: perseverancia en la
oración, disgusto por las cosas mundanas, consideración de
los propios defectos, remordimiento ante las faltas más
ligeras, deseos ardientes de hacer la voluntad de Dios,
inclinación hacia la virtud, conocerse el alma a sí misma,
etc.
Molinos fustigaba a los sabios escolásticos y a los
predicadores retóricos que se predicaban a sí mismos. «La
mezcla de un poco de ciencia –afirmaba– es obstáculo
invencible para la eterna, profunda, pura, sencilla y
verdadera sabiduría». Y agregaba: «Si los sabios mundanos
quieren hacerse místicos tendrán que olvidarse totalmente de
la ciencia que poseen, y que, si no lleva a Dios por guía, es
el camino derecho del infierno».
Su enseñanza fue muchos años adelante del resto, y por lo
tanto, fue incomprendida. Probablemente algunos conceptos
vertidos por él no hayan tenido la claridad y el equilibrio
para ser más ampliamente aceptados –por ejemplo, el
desconocimiento de la separación entre alma y espíritu, el
uso del término ‗aniquilación‘ del alma, cuando
probablemente quería decir con eso el ‗quebrantamiento‘ del
alma–, pero la primera semilla fue sembrada. La vida
interior propuesta por él tuvo seguidores no sólo en su
tiempo, sino especialmente en las futuras generaciones.
En la historia posterior se encuentran trazas de quietismo en
los primeros pasos del metodismo y del cuaquerismo, entre
otros.
Cada nueva verdad bíblica redescubierta ha traído sobre sus
portaes-tandartes la incomprensión y persecución. Muchas
de ellas debieron pagarse con cárcel, torturas y muerte. Pero
la luz de Dios ha ido en aumento, y hoy podemos disfrutar
libremente las riquezas de lo que aquellos fieles alcanzaron.
1 El nombre «quietismo» le fue dado por uno de sus
detractores, el cardenal Caraccioli, arzobispo de Nápoles, en
1682).
2 Visita que de tiempo en tiempo hacen los prelados al Papa
y los lugares considerados sagrados en Roma).
3 Hermandad fundada en 1653, en Madrid, que se multiplicó
rápidamente por España y América).
4 Marcelino Meléndez y Pelayo, en Historia de los
heterodoxos españoles.
5 «Y todo ese fárrago de ceremonias». Citado por Marcelino
Menéndez y Pelayo, op. cit.
John Hyde, apóstol de la oración
John Hyde nació en 1865, en Illinois, Estados Unidos. Era
hijo de un ministro presbiteriano. Sobre su hogar paterno
alguien ha dicho: «Era una casa donde Jesús era un invitado
permanente, y donde los moradores en ella respiraban una
atmósfera de oración».
Su padre era un cristiano fiel, sobrio, con modales amables.
Muchas veces oró con fervor pidiendo obreros a la mies; y
el Señor contestó su oración con creces, pues aun dos de sus
hijos fueron llamados al ministerio. Su madre poseía una
dulce espiritualidad, y se dedicaba con esmero a sus seis
hijos.
La habilidad escolar de John era tan notable que le pidieron
que fuera maestro en su ‗alma mater‘ después de la
graduación. Pero esa profesión no tenía ningún atractivo
para el joven y, en obediencia a lo que él sentía era el
llamado de Dios, decidió asistir a un seminario en Chicago.
Tomando una gran decisión
Estando allí tuvo una experiencia dolorosa que marcó su
corazón: la muerte de su hermano Edmund, quien había
decidido ser misionero. Este hecho le llevó a una búsqueda
interior, pues él había considerado a su hermano como un
modelo para su vida.
J. F. Young, un compañero en aquel seminario, cuenta así lo
que fue esta experiencia para John: «Fue durante el año
siguiente a la muerte de su hermano Edmund que sus
compañeros comprendieron que John no era un joven
ordinario. Fue impresionado grandemente por la muerte de
su hermano, y un gran conflicto tuvo lugar acerca de lo que
haría de su vida. Por fin él se rindió, y en definitiva dijo:
«Iré donde tú quieras que yo vaya, amado Señor. «El
resultado fue un cambio en su propia vida, y nosotros
empezamos a disfrutar de esta experiencia con él».
Su amigo Konkle lo describe así: «Durante el último año,
cuando había un interés creciente por las misiones
extranjeras en nuestra clase, Hyde vino a mi cuarto
aproximadamente a las once una noche y dijo que él
necesitaba todos los `argumentos‘ que yo tenía para ir al
campo extranjero. Nos sentamos entonces algunos
momentos en silencio, y entonces yo le dije que él conocía
tanto como yo el campo extranjero; que yo no creía que eran
argumentos lo que él necesitaba, y que la manera de saberlo
era ponerlo ante nuestro Padre y esperar hasta que Él
decidiera por él. Nos sentamos en silencio un rato más largo,
y, diciendo él creer que yo tenía razón, salió dándome las
buenas noches. La próxima mañana cuando yo iba a la
capilla, sentí una mano en mi brazo, y volviéndome vi la
cara de John radiante con una nueva visión. ‗Es seguro,
Konkle‘, dijo él, y yo no necesité saber cómo».
Desde ese momento, el servicio extranjero fue su tema
principal de conversación. Sus oraciones eran que el Señor
enviase obreros a tierras donde Cristo no era conocido. Sus
peticiones fervientes fueron contestadas con creces, pues, de
su clase de 46 graduados, 26 se ofrecieron para el trabajo
misionero extranjero.
Primeros pasos en la India
John se embarcó para India en octubre de 1892. Él deseaba
rescatar a los millones que estaban pereciendo sin Cristo,
pero también esperaba hacerse de un nombre, dominar los
idiomas y ser un misionero de fama. Cuando fue a su
camarote, encontró una carta de un amigo de su padre, a
quien admiraba por la profundidad de su vida espiritual.
Cuando la leyó, se sobresaltó. «No dejaré de orar por ti hasta
que seas lleno del Espíritu Santo». La implicación era que él
no lo estaba.
«Mi orgullo fue tocado» confesó después, «y me sentí muy
enfadado. Tiré la carta a un rincón y subí a cubierta. Yo
amaba al remitente, conocía la vida santa que él llevaba. Y
en mi corazón hubo la convicción de que él tenía razón: yo
no estaba capacitado para ser un misionero».
Regresó a su cabina. «Con desesperación, le pedí al Señor
que me llenara de su Espíritu, y al momento todo se aclaró.
Empecé a verme a mí mismo y mi ambición egoísta. Antes
de llegar al puerto ya estaba decidido a alcanzar aquello,
cualquiera fuese el costo».
Al llegar a India, John se encontró con que sólo había tres
mujeres y otro misionero para un millón de no cristianos.
Era tiempo para empezar a cumplir su vocación y empezar a
abrir camino en una nueva tierra. Hyde se encontró con el
misionero Ullman, quien servía en la India desde hacía
cincuenta y cinco años. Él le enseñó sobre el poder de la
sangre de Jesús, lo cual habría de ser un fundamento muy
importante para Hyde.
Poco después, asistió a una reunión donde se predicó que
Jesucristo puede salvar de todo pecado. Cuando uno de los
oyentes, al cierre del servicio, se acercó al orador con la
aguda pregunta: «¿Es esa su experiencia personal?», John se
sintió muy agradecido de que no fuese él el interrogado.
Reconoció que él mismo, aunque había estado predicando
tal evangelio, aún desconocía ese poder.
Confrontado con la realidad espiritual, sin el bautismo del
Espíritu Santo, él era un fracaso completo. Se retiró a su
cuarto, orando: «Señor, o tú me das victoria sobre todos mis
pecados, o me volveré a América para buscar allí algún otro
trabajo. Soy incapaz de predicar el Evangelio hasta que
pueda testificar de su poder en mi propia vida».
Con una fe simple, miró a Cristo para la liberación del
pecado. Después dijo: «Él me liberó, y no he tenido una
duda de esto desde entonces. Puedo ponerme de pie ahora
sin vacilación para testificar que él me ha dado la victoria».
Dificultades y fracasos
Sin embargo, el terreno para la evangelización era muy
hostil, y los resultados muy pobres. En una carta a su
seminario después de su primer año, Hyde escribió: «Ayer
se bautizaron ocho personas de la casta inferior en uno de
los pueblos. Parece una obra de Dios en la que el hombre,
como instrumento, es usado en un grado muy pequeño. Oren
por nosotros. Yo aprendo a hablar el idioma muy, muy
despacio: sólo puedo hablar un poco en público o en
conversación».
En efecto, el idioma fue para él una gran dificultad.
Llegando a la India, le fue asignado el estudio del idioma
vernáculo. Al principio trabajó duro, pero después lo
descuidó por el estudio de la Biblia. Fue amonestado por el
comité, pero él contestó: «Lo primero es lo primero». Él
arguyó que había venido a India para enseñar la Biblia, y
necesitaba conocerla antes de enseñarla. Dios, por Su
Espíritu maravilloso, le abrió las Escrituras sin abandonar el
estudio del idioma. «Se volvió un orador correcto y fácil en
Urdu, Punjabi, e inglés; pero lejos y principalmente, él
aprendió el idioma del Cielo, y de tal manera lo aprendió a
hablar que tuvo a los públicos de centenares de indios
fascinados mientras él abría para ellos las verdades de la
palabra de Dios.»
En el comienzo John Hyde no era un misionero notable. Era
lento para hablar. Cuando se le hacía una pregunta o un
comentario, parecía no oír, o si oía, permanecía un largo
tiempo pensando en la respuesta. Su oído era ligeramente
defectuoso, y temía que esto le impidiera aprender el
idioma. Su disposición era mansa y callada; él parecía
carecer del entusiasmo y celo que un misionero joven debía
tener. Sin embargo, a través de sus hermosos ojos azules
brillaba el alma de un profeta.
En 1895, trabajó con otro misionero y surgió un pequeño
avivamiento. Esto causó una gran persecución en el pueblo,
hasta el punto que los nuevos convertidos fueron golpeados
y repudiados. Esto condujo a John a la oración y la
intercesión.
En 1896 no hubo ni una sola conversión. Esto le dejó
grandemente perturbado, así que fue a la oración para
«buscar la razón». El Espíritu de Dios empezó a revelarle
que «la vida de la iglesia estaba muy por debajo de las
normas de la Biblia».
Dios equipa sabiamente al instrumento que piensa usar,
trayendo las más inesperadas y aun indeseables providencias
sobre su vida. En 1898, Hyde quedó inmovilizado durante
siete meses. Contrajo la fiebre tifoidea, seguida por dos
abscesos en su espalda. Esto le produjo tal depresión
nerviosa que hizo necesario el reposo absoluto. Durante este
tiempo, fue conducido a una profunda vida de oración. Con
el mundo excluido fuera de la puerta, luchó a menudo con
Dios hasta la medianoche. O antes del amanecer, estaba de
rodillas suplicando por un derramamiento de gracia divina
en los pueblos de la India. En una carta a su universidad,
escribió: «He sido llevado a orar por otros este invierno
como nunca antes. En la universidad o en las fiestas en casa,
yo guardaba tales horas para mí, ¿y no puedo hacer yo tanto
para Dios y por las almas?».
Se apropió de la oración de Jabes, en 1 Crónicas 4:10. «¡Oh,
si me dieras bendición, y ensancharas mi territorio, y si tu
mano estuviera conmigo, y me libraras de mal, para que no
me dañe! Y le otorgó Dios lo que pidió», hasta sentir que
Dios también le había oído a él y le había otorgado lo que
pedía.
Sin embargo, mientras más tiempo pasaba en oración, sus
compañeros misioneros menos lo entendían. Incluso
pensaban que él era un fanático y extremista, y aun le
consideraban loco. De estos tiempos de intercesión, surgió el
apodo que hoy la historia registra: «el Orante John Hyde».
En 1900-1901 escribe a casa proféticamente sobre lo que el
Señor le había mostrado en oración acerca del nuevo siglo.
Que el nuevo siglo sería un tiempo de poder pentecostal y
una porción doble del Espíritu Santo sería derramada. Que
una gran convicción vendría y muchos nacerían de nuevo. Él
vio una cristiandad apostólica plena restaurada a la iglesia.
Hyde creyó que un gran avivamiento ocurriría después de
una comprensión del bautismo del Espíritu Santo. Él predicó
a menudo un mensaje: «Recibirás poder después».
Las Convenciones de Oración
Después de diez años de servicio en el campo misionero, por
razones de salud, volvió a América. Allí recalcó en los
corazones una y otra vez la necesidad de ser llenos del
Espíritu, para que la causa de las misiones avanzara. Citando
Pentecostés como prueba, él declaraba que la oración unida
por parte de los cristianos produciría un tremendo
crecimiento de la Iglesia en casa y en el extranjero.
En su retorno a la India, el avivamiento vino a la escuela de
niñas de Sialkot, en el Punjab, la oficina principal de la
Misión presbiteriana donde laboraba John. El Espíritu de
Dios también se movió en el seminario cercano. Algunos de
los estudiantes, encendidos con amor divino, visitaron la
escuela para niños, donde, curiosamente, no les permitieron
dar testimonio de lo que Dios había hecho por ellos. Los
jóvenes volvieron al seminario, donde se unieron en oración
por una visitación del Espíritu Santo en esa rama de la obra.
«Oh, Señor», oraron, «concédenos que el lugar donde nos
prohibieron que habláramos esta noche se vuelva el centro
de grandes bendiciones que fluirán a todas las partes de
India».
La dirección de la escuela de niños pronto fue puesta en
otras manos, y se anunció una convención en Sialkot para
abril de 1904. El propósito era unirse en oración para un
movimiento del Espíritu de Dios a lo largo de la India.
Dios puso una gran carga de oración en los corazones de
John N. Hyde, R. McCheyne Paterson y George Turner por
esta convención. Vieron la necesidad de que la vida
espiritual de los obreros, pastores, maestros, y evangelistas,
tanto extranjeros como nativos, fuera profundizada. El
Espíritu Santo era poco conocido en estos ministerios y muy
pocos estaban siendo salvados de entre los millones de
inconversos.
Un gran aliento para ellos fue saber del avivamiento que
había empezado en Gales. Esto acrecentó su oración y fe.
Este evento «abrió senda» para el avivamiento y para llevar
adelante la convención.
Hyde y Paterson esperaron y se retiraron un mes entero
antes de la fecha de la apertura. Durante treinta días y treinta
noches estos hombres piadosos esperaron ante Dios en
oración. Turner se les unió después de nueve días, para que
durante veintiún días y veintiuna noches estos tres hombres
alabaran y oraran a Dios por un poderoso derramamiento de
su poder.
Canon Haslam, en una conferencia ocurrida veintiocho años
después, dio su impresión personal de aquellos servicios y
del cambio notable que se generó allí. «Poco después del
comienzo de la convención, el Sr. Hyde pasó por una
experiencia que le transformó en un hombre con poder de
Dios y un gran misionero. La vida de la Iglesia, en conjunto,
estaba espiritualmente en un nivel muy bajo. Algo drástico
se necesitaba. A Hyde se le reveló que la Iglesia no tenía
poder debido al pecado; y que ese pecado es quitado sólo
cuando hay real arrepentimiento y confesión».
La noche que comenzó todo quedó marcado en la memoria
de uno de los participantes: «Cuando la hora de la reunión
llegó, se sentaron los hombres en las esteras en la tienda,
pero el Sr. Hyde, el conductor, no había llegado.
Empezamos a cantar, y cantamos varios himnos antes de que
él entrara, bastante tarde.
«Recuerdo cómo él se sentó en la estera frente a nosotros, y
silencioso durante un tiempo considerable después que el
cantar se detuvo. Entonces se levantó, y nos dijo muy
quieta-mente: ‗Hermanos, yo no dormí nada anoche, y no he
comido nada hoy. He estado teniendo una gran controversia
con Dios. Siento que él me ha hecho venir aquí para
testificarles involucrando algunas cosas que él ha hecho por
mí, y he estado arguyendo con él que yo no debo hacer esto.
Sólo hace un poco rato he tenido paz acerca de la materia y
he estado de acuerdo en obedecerle, y ahora he venido a
decirles sólo algunas cosas que él ha hecho por mí‘.
«Después de hacer esta breve declaración, nos contó en
forma muy quieta y sencilla algunos de los conflictos
desesperados que él había tenido con el pecado, y cómo
Dios le había dado victoria. Yo pienso que no habló más de
quince o veinte minutos; luego se sentó e inclinó su cabeza
durante unos minutos, y entonces dijo: ‗Tengamos un
tiempo de oración‘. Recuerdo cómo la pequeña compañía se
postró en las esteras sobre sus rostros a la manera oriental, y
entonces por un largo tiempo, no sé cuánto, uno tras otro, los
hombres se fueron poniendo en pie para orar, y hubo tal
confesión de pecados como muchos de nosotros nunca
habíamos oído antes, y un clamor a Dios por misericordia y
ayuda.
«Era muy tarde esa noche cuando la pequeña asamblea se
disgregó, y algunos de nosotros supimos después de varias
vidas que fueron transformadas totalmente a través de la
influencia de esa reunión».
Evidentemente ese singular mensaje abrió las puertas de los
corazones de las personas para el inicio del gran
avivamiento en las iglesias de la India.
De ahí en adelante, año tras año, la Unión de Oración ayunó
y oró, y en cada convención una urgencia creciente por la
evangelización e intercesión llenó a cada asistente. John
Hyde surgió como el líder de la oración, y todos estaban
asombrados por la profundidad de su visión espiritual, y el
ímpetu de su carga por India.
Al año siguiente, la Convención de Sialkot fue precedida
otra vez por mucha oración. John Hyde era el predicador
principal, y pasaba casi todo el tiempo en su cuarto en
constante oración.
Una vez le pidieron a Hyde que hiciera cierta cosa, y él fue
para hacerlo, pero volvió al cuarto de oración llorando y
confesando que había obedecido con reticencia: «Oren por
mí, hermanos, para que yo haga esto con alegría». Después
de eso, salió y obedeció triunfalmente. Entró nuevamente en
el salón con gran alegría, repitiendo tres palabras en urdu:
«Ai Asmani Bak»: «Oh, Padre celestial». Lo que siguió es
difícil de describir. Fue como si un inmenso océano hubiese
inundado aquella asamblea. Los corazones se postraban
delante de la presencia divina como los árboles de la floresta
delante de un gran temporal. Era el océano del amor de Dios
que se derramaba a causa de la obediencia. Hubo corazones
quebrantados; confesiones de pecados con lágrimas que
luego se transformaban en alegría.
Desde ese tiempo, aquella misión en Sialkot se mantuvo en
un nivel espiritual más alto del que había tenido alguna vez.
«Buenos» misioneros llegaron a ser conocidos como
«poderosos» misioneros. El efecto se sintió a lo largo de
toda la India.
También por esa época, John Hyde tuvo dos revelaciones
muy preciosas: una de Cristo glorificado como Cordero en
su trono – sufriendo infinito dolor por su Cuerpo en la tierra.
Como la Cabeza divina, él es el centro nervioso de todo el
cuerpo. Él de hecho está viviendo hoy una vida de
intercesión por nosotros. La oración a favor de otros es
como si fuese la propia respiración de la vida de nuestro
Señor en el cielo. Esto se estaba haciendo más y más real en
la vida de John Hyde.
La otra fue acerca del atalaya en Isaías 62:6-7. Les
preguntaba a menudo a los ministros: «¿Está el Espíritu
primero en sus púlpitos?». Él estaba refiriéndose a Juan 15:
«Pero cuando el Consolador, a quien yo enviaré del Padre, el
Espíritu de verdad que procede del Padre, él testificará de
mí: Y ustedes también serán testigos, porque han estado
conmigo desde el principio». Había en él tal espíritu de
intercesión que otros también empezaron a gemir en agonía
por los perdidos.
Un ejemplo de oración intercesora
En uno de los veranos siguientes, Hyde fue a casa de un
amigo en las montañas. El propósito era entrar en una
verdadera intercesión con su Maestro. Su amigo escribió al
respecto: «Era evidente para todos que él estaba quebrantado
por el peso de la profunda angustia de su alma. Faltó a
muchas comidas, y cuando yo iba a su cuarto, lo encontraba
postrado con una gran agonía, o caminando de arriba abajo
como si un fuego interior estuviese ardiendo en sus huesos...
John no ayunaba en el sentido normal de la palabra, pero
frecuentemente, cuando yo le rogaba que viniese a comer, él
me miraba, sonreía y decía: «No tengo hambre». Había un
hambre mayor consumiendo su propia alma, y solamente la
oración podía saciarla. Delante del hambre espiritual, el
hambre natural desaparecía».
Paso a paso él estaba siendo llevado hacia una vida de
oración, vigilancia y agonía a favor de otros. Un
pensamiento predominaba siempre en su mente: que nuestro
Señor todavía agoniza a favor de las almas. Con toda la
profundidad del amor por su Señor, había vislumbres de sus
alturas – momentos del cielo en la tierra– cuando su alma
quedaba inundada con cánticos de alabanza y él entraba en
el gozo de su Señor.
En 1908, John Hyde se atrevió a orar por lo que, para
muchos, era una demanda imposible: que durante el
próximo año en la India él salvara un alma cada día.
Trescientas sesenta y cinco personas se convirtieron,
bautizaron, y públicamente confesaron a Jesús como su
Salvador. Lo imposible sucedió.
Antes de la próxima convención por la cual John Hyde había
orado, más de 400 personas habían entrado en el reino de
Dios, y cuando la Unión de Oración se volvió a reunir, él
duplicó su meta a dos almas por día. Ese año se registraron
ochocientas conversiones, y todavía Hyde mostraba una
pasión inextinguible por las almas perdidas.
Alguien comentó sobre los resultados de aquella obra: «No
había nada superficial en la vida de esos convertidos. Casi
todos se volvieron cristianos activos».
John Hyde fue conducido por Dios a confesar los pecados de
otros y ponerse en el lugar de ellos, tal como hacían los
profetas de la antigüedad (Ver Esdras 9; Daniel 9).
«Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así
la ley de Cristo» (Gál. 6:2), dice el apóstol. Según esa ley,
debemos entregar nuestra vida por los hermanos. Era lo que
Hyde hacía.
Al respecto, él aprendió una lección muy solemne – el
pecado de señalar los defectos en los demás, aunque sea al
orar por ellos. Él estaba cargado cierta vez con un peso de
oración a favor de un siervo de Dios hindú. Se retiró a su
cuarto de oración, y meditando en la frialdad de aquel siervo
y de la muerte consecuente que había en su congregación,
comenzó a orar: «Oh Padre, tú sabes cuán frío...». Pero fue
como si un dedo fuese puesto en sus labios, de modo que no
podía hablar lo que pretendía, y una voz le dijo al oído:
«Quien lo toca, toca la niña de mi ojo». Hyde clamó con
angustia: «Perdóname, Padre, pues he sido un acusador de
mis hermanos delante de ti». Él reconoció que a la vista de
Dios debería contemplar todo lo que es amable. Sin
embargo, él quería contemplar también todo lo que es
verdadero. Le fue revelado que lo «verdadero» de este
versículo se limita a aquello que es, al mismo tiempo,
amable y verdadero, que el pecado de los hijos de Dios es
efímero; el pecado no es la verdadera naturaleza de los hijos
de Dios, pues debemos ver que están en Cristo –
perfeccionados, así como estarán cuando él haya completado
la buena obra que comenzó en ellos.
Entonces John pidió al Padre que le mostrase todo lo que era
digno de alabanza en la vida de aquel hermano. Él recordó
entonces muchas cosas por las cuales podía agradecer a Dios
de corazón, ¡y así cambió su tiempo en alabanza! Este fue el
camino para la victoria.¿El resultado? Luego después supo
que aquel siervo de Dios recibió en la misma época un gran
avivamiento y estaba predicando con fuego.
Una vida de oración
En la convención de 1910, la última a la que Hyde asistió,
los presentes fueron testigos de la dramáticas súplicas de
Hyde en oración: «¡Oh, Dios, dame almas, o me muero!».
Antes de que la reunión acabara, John Hyde reveló que
estaba duplicando su meta de nuevo para el próximo año:
Cuatro almas cada día, y nada menos. Durante los próximos
doce meses el ministerio de John Hyde lo llevó a lo largo de
India. Ahora él era conocido como «el Orante Hyde,» y su
intercesión inició los avivamientos en Calcuta, Bombay, y
otras ciudades grandes. Si en un día cualquiera no se
convertían cuatro personas, Hyde decía que por la noche
habría tal peso en su corazón que él no podía comer o
dormir hasta haber obtenido la victoria. Oraba por las
personas «hasta que...». Le gustaba orar postrado en el
suelo. Después que había orado, aplaudía con sus manos,
danzaba, gritaba y estaba lleno de gozo. El número de
nuevos convertidos crecía continuamente.
Un amigo escribe respecto de él en una de esas reuniones:
«Él permaneció con nosotros casi quince días, y durante
todo ese tiempo estaba con fiebre. Aun así, ministró en las
reuniones normalmente, ¡y cómo Dios nos habló a través de
él, a pesar de que físicamente no estaba en condiciones de
hacer nada!
«En aquella época yo estuve enfermo por varios días. El
dolor en el pecho me mantuvo despierto varias noches. Fue
entonces que noté lo que el Sr. Hyde estaba haciendo en su
cuarto, frente al mío. Yo podía ver la claridad de la luz
eléctrica cuando él salía de la cama y la encendía. Lo
observé hacer eso a las doce horas, a las dos, a las cuatro y
después a las cinco. Desde aquella hora la luz permanecía
encendida hasta el amanecer.
«Nunca me olvidaré de las lecciones que aprendí en aquella
época. ¿Yo había orado alguna vez por el privilegio de
esperar en Dios en las horas de la noche? ¡No! Esto me llevó
a pedir este privilegio para mí mismo. El dolor que me
impedía dormir noche tras noche fue transformado en
alegría y alabanza por causa de este nuevo ministerio que de
repente había descubierto, de mantener la vigilia de la noche
junto con los otros que tienen la función de despertar al
Señor.
El mismo amigo relata cómo John Hyde empeoró
físicamente, y finalmente fue persuadido a ver un médico. El
diagnóstico del médico fue que el corazón de Hyde estaba
en pésima condición. «Nunca encontré un caso tan terrible
como este. Fue movido desde su posición normal en el lado
izquierdo hacia el derecho». Cuando el médico le preguntó:
«¿Qué ha hecho usted consigo mismo?», John Hyde no dijo
nada. Solamente sonrió. Pero aquellos que le conocían
sabían cuál era la causa: su vida de incesante oración, noche
y día, orando excesivamente con muchas lágrimas por sus
convertidos, por los colegas en la obra, por los amigos, y por
las iglesias en India. Su oración para que él fuese
enteramente quemado en vez de oxidarse, estaba siendo
respondida.
Una amplia visión final
A principios de 1911, volvió a América muy enfermo,
donde supo que, además, también tenía un tumor cerebral.
Una operación trajo alivio sólo temporal y, poco después de
dejar su India querida, «Orante» Hyde dijo adiós a este
mundo, con la siguiente expresión en sus labios: «Grito la
victoria de Jesucristo». Tenía sólo 47 años. Nunca se casó.
Antes de morir, él compartió lo que Dios le había mostrado:
«En el día de oración, Dios me dio una nueva experiencia.
Me parecía estar lejos de nuestro conflicto aquí en el Punjab
y vi la gran batalla de Dios en toda la India, y luego más
allá, en China, Japón, y África. Vi cómo habíamos estado
pensando en el círculo estrecho de nuestros propios países y
en nuestras propias denominaciones, y cómo Dios estaba
ahora rápidamente reuniendo fuerza y fuerza, línea y línea, y
todo estaba empezando a ser un gran forcejeo. Aquello, para
mí, significaba el gran triunfo de Cristo. Nosotros debemos
ser extremadamente cuidadosos en ser absolutamente
obedientes a Él, quien ve todo el campo de batalla todo el
tiempo. Sólo él puede poner a cada hombre en el lugar
donde su vida puede rendir al máximo».
Su secreto espiritual
«Orante» Hyde había aprendido el más valioso secreto para
mantener la vida espiritual. Algunos de sus compañeros más
íntimos revelan, para nuestro beneficio, la razón de su
piedad profunda.
Pengwern Jones recordó un sermón de Hyde que dejó una
fuerte impresión en su vida. «El Espíritu lo usó para darnos
una visión completamente nueva de la Cruz. Ése fue uno de
los mensajes más inspiradores que alguna vez oí. Él empezó
diciendo que desde cualquier punto de vista que miremos a
Cristo en la cruz, vemos heridas, vemos señales de
sufrimiento. Desde arriba, vemos las marcas de la corona de
espinas; desde atrás de la cruz, vemos los surcos causados
por los azotes, etc. Nos habló de la Cruz con tal iluminación
que nos olvidamos de Hyde y de todo lo demás. El
‗muriendo, mas viviendo en Cristo‘ estaba delante de
nosotros. Entonces, paso a paso, nos guió para ver a Cristo
crucificado en la provisión para cada necesidad nuestra y,
cuando él señalaba la aptitud de Cristo para cada
emergencia, sentí que tenía suficiente para la eternidad.
«Pero la cima de todo fue la forma en que enfatizó la verdad
de que Cristo en la cruz gritó triunfalmente ‗Consumado es‘,
cuando todo a su alrededor indicaba que su vida había
acabado. Para sus discípulos, él no había cumplido sus
propósitos; a sus enemigos les parecía que por fin lo habían
vencido. Aparentemente, el conflicto había terminado, y su
vida se había acabado. Entonces resonó el grito de victoria:
‗Consumado es‘. ¡Un grito de triunfo en la hora más oscura!
«Entonces Hyde nos mostró que, unidos a Cristo, también
podemos gritar triunfalmente, aun cuando todo parezca
perdido. Pensamos que nuestra obra parece haber fracasado
y el enemigo haber ganado la delantera; somos culpados por
todos nuestros amigos y somos compadecidos por nuestros
compañeros, pero aun entonces podemos tomar nuestra
posición con Cristo en la cruz y gritar: ‗¡Victoria, victoria,
victoria!‘.
«Desde ese día, nunca he tenido desesperación por mi
trabajo. Siempre que me siento desalentado, oigo la voz de
Hyde gritando: ¡Victoria!, e inmediatamente llevo mis
pensamientos al Calvario, y oigo a mi Salvador en su hora
agonizante clamando con gozo: ‗Consumado es‘. Hyde dijo:
‗Ésta es una victoria real, para gritar en triunfo aunque
alrededor todo sea oscuridad‘».
«Esta dependencia de Cristo y su Espíritu era el secreto del
éxito de John Hyde en todo», agregó R. McCheyne. «¡Éste
es el secreto de cada santo de Dios! ‗Mi poder se
perfecciona en la debilidad‘, es Su Palabra. Así cuando yo
soy débil, soy fuerte, fuerte con poder divino. ¡Cuanto más
crecemos en gracia, más dependientes nos volvemos! Nunca
olvidemos este hecho glorioso, y entonces seremos capaces
de agradecer a Dios por nuestros recuerdos malos, por
nuestros cuerpos débiles, por todo; y en ese sacrificio de
alabanza estará Su deleite y también el nuestro».
A través de John Hyde, Dios reveló vislumbres del divino
corazón de Cristo, partido por nuestros pecados. No
necesitamos tener nosotros nuestro corazón partido, sino
tener el corazón partido de Dios. No somos participantes de
nuestros sufrimientos, sino de los sufrimientos de Cristo. No
es con nuestras lágrimas que debemos clamar noche y día,
sino que todo viene de Cristo. La comunión con sus
sufrimientos es un don gratuito para ser recibido
simplemente por fe.
McCheyne agrega al respecto: «¿Cuál fue el secreto de la
vida de oración de John Hyde? ¿Quién es la fuente de toda
vida? Jesús glorificado. ¿Cómo recibo esta vida de él? Así
como recibí su justicia en el comienzo. Reconozco que no
tengo ninguna justicia en mí mismo –solamente trapos de
inmundicia– y en fe me apropio de su justicia.
«Ahora sigue un doble resultado. En cuanto a nuestro Padre
en los cielos, él ve la justicia de Cristo y no mi injusticia. Un
segundo resultado viene en cuanto a nosotros mismos: la
justicia de Cristo no sólo nos reviste exteriormente, sino que
entra en nuestro propio ser por su Espíritu, recibido por fe, y
desarrolla la santificación en nosotros.
«¿Por qué no puede ser lo mismo con nuestra vida de
oración? Acordémonos de la palabra «por». «Cristo murió
por nosotros», y «viviendo siempre para interceder por
nosotros», esto es, en nuestro lugar. Así declaro que mis
oraciones son siempre insuficientes (ni me atrevo a llamarla
una vida de oración), y suplico basado en su intercesión
incesante. Eso afecta a nuestro Padre, pues él ve la vida de
oración de Cristo en nosotros y responde de acuerdo con
ella. De manera que la respuesta es «mucho más
abundantemente de lo que pedimos o entendemos».
«Otro gran resultado se sigue: nosotros somos afectados. La
vida de oración de Cristo entra en nosotros y él ora en
nosotros. Esto es la oración en el Espíritu Santo. Esta es la
vida más abundante que nuestro Señor nos da. ¡Oh, qué paz,
que alivio! No hay más necesidad de esforzarnos para
producir una vida de oración, fallando constantemente. Jesús
entra en la barca y la labor termina, y luego estamos en el
lugar que era nuestro destino. Ahora, necesitamos quedar
quietos delante de él para oír su voz y permitir que él ore en
nosotros – sí, más que esto, permitir que él derrame en
nuestra alma su vida transbordante de intercesión, que
significa literalmente «encontrarse cara a cara con Dios –
verdadera unión y comunión».
John acostumbraba a decir: «Cuando nos mantenemos cerca
de Jesús, es él quien atrae las almas a sí mismo a través de
nosotros, pero es necesario que él sea levantado en nuestra
vida: esto es, tenemos que ser crucificados con él. De alguna
forma, es el yo que se levanta entre nosotros y él, y por eso
el yo precisa ser tratado como él fue. El yo necesita ser
crucificado. Solamente entonces Cristo será levantado en
nuestra vida, y él no puede dejar de atraer las almas a sí
mismo. Todo eso es resultado de la unión y comunión
íntimas, o sea, comunión con él en sus sufrimientos».
Por la senda del dolor
Adoniram Judson nació en un hogar cristiano, en 1778, en
Massachussets, Estados Unidos. Su padre era pastor
congregacional. De niño fue muy precoz; cuando tenía
apenas 3 años se plantó frente a su padre y le leyó un
capítulo entero de la Biblia. A los diez años, ya sabía griego
y latín. Su padre lo mandó a los mejores colegios de Nueva
Inglaterra, y finalmente a la Universidad de Brown, de
donde egresó como el mejor alumno de su promoción.
Días de incredulidad y fe
Allí en la universidad trabó amistad con Jacob Eames, un
ateo. Influido por él Adoniram llegó a negar la existencia de
Dios. La fe llegó a ser para él un asunto del pasado. Sin
embargo, ocultó esto a sus padres hasta su cumpleaños 20,
cuando rompió sus corazones con el anuncio de que no tenía
fe y que pensaba irse a Nueva York y aprender a escribir
para el teatro.
Pero aquella no resultó ser la vida de sus sueños. Se asoció
con algunos jugadores vagabundos y, como él dijo después,
vivió «una vida temeraria, errabunda, encontrando
alojamiento donde podía, y burlando al propietario si hallaba
la ocasión». Ese disgusto con lo que él encontró allí fue el
principio de varias notables providencias.
Él fue a visitar a su tío Efraín en Sheffield, pero encontró
allí, en cambio a «un joven piadoso» que lo desconcertó con
la firmeza de sus convicciones cristianas sin ser «austero y
dictatorial». Fue extraño que él encontrara allí a este joven
en lugar de su tío.
Una noche se hospedó en la posada de un pueblito donde
nunca había estado antes. La única habitación disponible
estaba al lado de la de un joven que estaba muy enfermo, a
punto de morir. Esa noche Adoniram no pudo dormir,
escuchando los lamentos y quejas del enfermo. A la mañana
siguiente, al preguntar por la salud del joven, le informaron
que había muerto al amanecer. Su nombre era Jacob Eames.
El corazón de Adoniram dio un vuelco. La primera cosa que
se le vino a la mente fue: «Él no creía en Dios; él no era
salvo; él está en el infierno». Sin darse cuenta cómo, se
encontró viajando de regreso a su casa. Desde entonces
todas sus dudas acerca de Dios y de la Biblia se
desvanecieron. No pasó mucho tiempo después que él
mismo se volvió a Dios, dedicándole su vida entera.
Consagración a la obra misionera
Por esa época cayeron a sus manos libros de misioneros que
sirvieron a Dios en la India. Sintió una voz interior que le
inquietaba respecto de ese país. Él se mantuvo durante un
tiempo esperando la confirmación, hasta que un día ésta
vino mientras caminaba en un bosque: «Id por todo el
mundo y predicad el evangelio». Fue tan claro como si
alguien le hubiera hablado. Ese día de febrero de 1810,
Adoniram consagró su vida a la salvación del Oriente.
Judson y otros cuatro amigos se reunieron bajo un montón
de heno para orar, y allí solemnemente dedicaron su vida a
Dios para llevar el evangelio «hasta lo último de la tierra».
No había ninguna junta de misiones que los enviara. Sin
embargo, Dios bendijo la dedicación de los jóvenes, tocando
el corazón de los creyentes para que proveyeran el dinero
para tal empresa.
A Judson se le ofreció en ese mismo tiempo un puesto en el
cuerpo docente de la Universidad de Brown, invitación que
él rechazó. Luego, sus padres le instaron a que aceptase
hacerse pastor asociado con el Dr. Griffin en la iglesia de la
calle Park, que era en ese entonces «la iglesia más grande de
Boston». Pero él también lo rechazó.
Y cuando su madre y hermana, con muchas lágrimas, le
recordaban los peligros de una tierra pagana,
contrastándolos con las comodidades del campo doméstico,
volvió a verificarse la antigua escena del libro de los
Hechos. «¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón?,
porque yo no sólo estoy presto a ser atado; más aún: a morir
en la India por el nombre del Señor Jesús» (Hechos 21:12-
13).
«Ataría a mi hija a una casilla postal antes que dejar que se
case con ese misionero», decía toda la ciudad acerca de
Adoniram cuando él estaba buscando una esposa. Nunca
antes una mujer norteamericana había ido a la India como
misionera. Adoniram puso sus ojos en una joven llamada
Ann Hasseltine, hija de un diácono.
De muy joven, Ann era sumamente vanidosa, tanto, que las
personas que la conocían, temían que un castigo repentino
de Dios cayese sobre ella. A la edad de dieciséis años tuvo
su primera experiencia con Cristo. Cierto domingo, mientras
se preparaba para el culto, quedó profundamente
impresionada por estas palabras: «Pero la que se entrega a
los placeres, viviendo está muerta». Su vida fue
repentinamente transformada. Desde entonces, todo el ardor
que había demostrado en la vida mundana, ahora lo sentía en
la obra de Cristo. Por algunos años antes de aceptar el
llamado para ser misionera, trabajó como profesora y se
esforzaba por ganar a sus alumnos para Cristo.
Seis meses antes de salir para India, Judson escribió una
carta al padre de ella, pidiéndole su hija. En parte de la carta
decía: «Deseo preguntarle si usted puede consentirme partir
con su hija la próxima primavera, para no verla nunca más
en este mundo; si usted aprueba su ida y su sometimiento a
las penalidades y sufrimientos de la vida misionera; si usted
puede consentir en su exposición a los peligros del océano, a
la influencia fatal del clima del sur de India; a todo tipo de
necesidad y dolor; a la degradación, a los insultos, a la
persecución, y quizás a una muerte violenta. ¿Puede
consentir usted en todo esto, por causa de Aquel que
abandonó su morada celestial, y murió por ella y por usted;
por causa de las perdidas almas inmortales; por causa de
Sion, y la gloria de Dios? ¿Puede usted consentir en todo
esto, en la esperanza de encontrarse pronto a su hija en la
gloria, con la corona de justicia, gozosa con las
aclamaciones de alabanza que tributarán a su Salvador los
paganos salvados –por su intermedio– del infortunio y la
eterna desesperación?».
Increíblemente, el padre dijo que ella debía decidir por sí
misma. Ella escribió a su amiga Lydia Kimball: «Me siento
deseosa y expectante, si nada en la Providencia lo impide,
pasar mis días en este mundo en las tierras de los paganos.
Sí, Lydia, tengo la determinación de dejar todas mis
comodidades y goces aquí, sacrificar mi afecto a los
parientes y amigos, e ir donde Dios, en su Providencia,
tenga un lugar para establecerme». Ado-niram y Ann se
casaron.
Se embarcaron con rumbo a la India en 1812. Su travesía
duró cuatro meses. Llegaron a Calcuta en el verano de 1812,
llenos de entusiasmo, para predicar el evangelio. Pero
recibieron órdenes perentorias del gobierno británico de que
dejaran el país inmediatamente y volvieran a América.
Triste de corazón, la pequeña compañía volvió a la Isla de
Francia, admirada de que le fuese tan violentamente cerrada
la puerta que le había parecido tan grande y eficaz. Pero con
una determinación invencible, volvieron a la India, llegando
a Madras en junio del año siguiente. De nuevo fracasó su
propósito y de nuevo les fue ordenado que se fuesen del
país. Ellos decidieron irse a Rangún, Birmania. William
Carey, el gran misionero que a la sazón vivía en la India, les
advirtió que no fuesen allí, pues era un país cerrado, con un
despotismo anárquico, rebelión constante e intolerancia
religiosa. Además, estaba el triste récord de que todos los
misioneros anteriores habían muerto. Sin embargo, nada de
eso hizo cambiar de opinión a Adoniram Judson.
Mientras Adoniram y Ann finalmente se establecían en su
hogar en el campo misionero de Birmania, ellos se dieron
cuenta que debían de aprender el idioma. En todo lugar en el
cual estuvieran, en mercados, en la calle, ellos podían
escuchar una lengua extraña. Con sólo escuchar uno podía
desanimarse, pero los Judson determinaron que iban a
aprender el idioma. Su misión era ganarles a ellos para
Cristo – ¿cómo podrían hacerlo si ellos no podrían ni
siquiera llevarles el mensaje de salvación? No había
diccionarios, ni libros que pudiesen ayudar.
Adoniram se propuso entonces aprender el idioma y la única
forma que conoció era balbuceando y señalando, como
cuando un niño recién empieza a hablar. Adoniram encontró
a un hombre a quien le pagaba para que les enseñase el
idioma – es decir, sentarse y hablar con ellos todo el día.
Finalmente decidieron preparar su propio diccionario y
gramática.
Sufrimientos en la cárcel
Mientras el país comenzaba a alborotarse a causa del
gobierno, los Judson comenzaron a temer por sus vidas y su
misión, la cual estaba empezando a crecer. La armada
británica le había declarado la guerra a Birmania y una
guerra iba a empezar. Un día, mientras Judson trabajaba en
la traducción de la Biblia al birmano, dos policías llegaron a
la casa. Ellos habían visto a Adoniram entrar a un banco
británico por la mañana y asumieron que él era un espía
inglés. Mientras el abría la puerta, uno de los hombres dijo:
«Moung Judson, usted es llamado por el Rey». Esto
significaba sólo una cosa – Arresto.
En la compañía de soldados había un hombre con la cara
llena de manchas, lo cual significaba que él era un verdugo.
El verdugo cogió el brazo de Adoniram y a la fuerza lo puso
en el suelo. Ann gritó, agarrando el brazo del hombre.
«¡Pare! Le daré dinero». Pero ellos se llevaron a Adoniram y
lo pusieron en la cárcel. El 8 de junio de 1824, Adoniram
fue puesto en la cárcel en Ava, acusado por un crimen que
nunca cometió.
El piso estaba lleno de animales podridos, suciedad humana,
y saliva de mil o más prisioneros. No habían ventanas – ¡la
temperatura estaba sobre los 37º Celsius todos los días! Al
ver a los otros prisioneros que eran arrastrados afuera para
morir a manos del verdugo, Judson solía decir: «Cada día
muero». Las cinco cadenas de hierro pesaban tanto, que
llevó las marcas de los grilletes en su cuerpo hasta la muerte.
Él estaba muy preocupado por su preciosa esposa. ¿Qué
habían hecho con ella? Él le oró para que de alguna manera
la cuidara de algún tipo de daño. A veces Dios nos pone en
un lugar donde lo único que podemos hacer es confiar en él.
Esto es todo lo que Adoniram podría hacer ahora; su
esperanza tenía que estar ahora en el Señor.
Adoniram no tenían ninguna razón para preocuparse por su
esposa. El Señor la estaba cuidando, pues Ann había sido
puesta bajo vigilancia militar las 24 horas del día.
Un día, Ann le trajo como regalo una almohada. Adoniram
sonrió y tocó la almohada: «Ann, querida, ¿no pudiste haber
encontrado algo más suave?». Ella sonrió pícaramente, y le
hizo un gesto para que guardara silencio. Luego empezaron
a hablar de otras cosas. Cuando Adoniram inspeccionó
después la almohada, encontró muchas hojas con su
traducción de la Biblia al birmano, a la cual había estado
dedicando poco antes de ser arrestado.
No importaba qué hiciera o dónde estuviera en su celda,
Judson no se separaba de su almohada. Pero muchas veces
se le obligaba a salir para trabajar afuera. En una de esas
oportunidades, el guardián que estaba de turno, lanzó afuera
la almohada sucia y andrajosa. En el momento en que la
arrojó fuera de los terrenos de la cárcel, pasó por allí un ex
alumno de Judson, un joven llamado Moung Ing, quien, al
ver la almohada, la reconoció. Rápidamente la recogió y la
llevó a su casa.
Más tarde, cuando Judson regresó a su celda, descubrió que
la almohada había desaparecido. Al cabo de muchos meses,
el 4 de noviembre de 1825, Judson fue puesto en libertad.
Las autoridades del gobierno birmano le permitieron volver
a su hogar y continuar sus labores como misionero. Sin
embargo, la alegría de la noticia era opacada por la tristeza
de haber perdido el trabajo de tanto tiempo.
Entonces alguien vino a visitar a Judson. Era su ex alumno,
Moung Ing, y bajo el brazo traía la almohada por tanto
tiempo perdida. Judson tomó la almohada, abrió una de sus
costuras, y la sacudió. De allí salieron páginas y páginas de
la Biblia que él había traducido al idioma birmano mientras
estaba en la cárcel. «Dios pareció indicarme que la
almohada era el escondite más seguro para guardar mi
trabajo –dijo Judson– . Y lo ha sido. Dios lo ha guardado y
me lo ha devuelto».
Pérdidas irreparables
Poco después, Adoniram tuvo que viajar y dejar a su esposa
por tres meses. En su viaje él recibió un telegrama, que
decía: «Mi querido Señor: Tengo el desagrado de darle estas
malas noticias, pero su esposa, la señora Judson, ¡no está
más!». Regresó inmediatamente a su devastada casa. Esta
vez no fue Ann quien salió a recibirle con un beso, sino una
mujer birmana, muy triste, que sostenía en sus brazos a su
pequeña hija María. La niña lloriqueaba, sin reconocer a su
padre. Más tarde, él visitó la tumba de su esposa, ubicada
bajo un árbol que él llamó «Árbol de la esperanza». Seis
meses después de la muerte de Ann, María también murió,
al igual que los dos hijos anteriores. Por esos mismos días se
enteró de que su padre había muerto ocho meses antes.
Los efectos psicológicos de esas pérdidas fueron
devastadores. La duda acerca de sí mismo llenó a su mente,
y se preguntó si había llegado a hacerse misionero por
ambición y fama, no por humildad y amor abnegado.
Empezó a leer los místicos católicos, Madame Guyon,
Fénelon, Tomás de Kempis, etc., y buscó la soledad. Dejó
de lado su trabajo de traducción del Antiguo Testamento, el
amor de su vida, y se retrajo cada vez más de las personas y
de «todo aquello que pudiera incrementar su orgullo o
pudiese promover su placer».
Se negó a comer fuera de la misión. Destruyó todas sus
cartas de recomendación. Renunció al título honorario de
Doctor en Teología que le había dado la Universidad de
Brown en 1823. Entregó toda su riqueza privada
(aproximadamente $ 6.000) a una organización cristiana.
Solicitó que su sueldo fuese reducido a una cuarta parte y se
comprometió a dar más a las misiones. En octubre de 1828
construyó una choza en la selva a cierta distancia de la casa
de la misión Moulmein y se instaló allí el 24 de octubre de
1828, en el segundo aniversario de la muerte de Ann, para
vivir en total aislamiento.
Él escribió en una carta al hogar de los parientes de Ann:
«Mis lágrimas fluyen al mismo tiempo sobre la desamparada
tumba de mi amada y sobre el aborrecible sepulcro de mi
propio corazón». Tenía una tumba excavada al lado de la
choza y se sentaba junto a ella contemplando las fases de la
disolución del cuerpo. Él pidió que todas sus cartas en
Nueva Inglaterra fueran destruidas. Se retiró durante
cuarenta días solo, en la selva infestada de tigres, y escribió
en una carta que sentía una absoluta desolación espiritual.
«Dios es para mí el Gran Desconocido. Yo creo en él, pero
no lo encuentro».
Su hermano, Elnathan, murió el 8 de mayo de 1829 a la edad
de 35 años. Irónicamente, este fue el punto de retorno a la
recuperación de Judson, porque él tenía razón para creer que
su hermano, a quien había dejado en la incredulidad 17 años
antes, había muerto en la fe. En el transcurso de 1830
Adoniram se fue recuperando de su oscuridad.
Sin duda, lo que sostuvo a Ado-niram Judson en todo este
tiempo de oscuridad fue la sólida confianza en soberanía y
bondad de Dios. Que todas las cosas que vienen de su mano
obran para nuestro bien – aunque sean incomprensiblemente
dolorosas en el momento presente. Esta confianza en la
bondad y providencia de Dios le había sido enseñada por su
padre – que es lo que creyó y vivió. Y también por lo que la
Palabra de Dios –la cual él amaba profundamente– le había
enseñado.
Cierta vez un maestro budista dijo que él no podía creer que
Cristo sufrió la muerte de la cruz porque ningún rey
permitiría tal indignidad a su hijo. Judson respondió: «Es
evidente que usted no es un discípulo de Cristo. Un
verdadero discípulo no inquiere si un hecho está de acuerdo
a su propio razonamiento, sino si está en el Libro; su orgullo
ha dado paso al testimonio divino. Mire, el orgullo suyo
todavía no ha sido quebrantado. Renuncie a él y dé lugar a la
palabra de Dios».
Días de fructificación
Seis años después de su arribo a Birmania, bautizaron a su
primer convertido, Maung Nau. La siembra fue larga y dura.
La siega aún más, durante años. Pero en 1831 había un
nuevo espíritu en la tierra. Judson escribió: «La búsqueda de
Dios se está extendiendo por todas partes, a lo largo y ancho
del territorio. Hemos distribuido casi 10.000 tratados,
dándolos sólo a aquellos que preguntan. Muchos han venido
a pedir consejo. Algunos han viajado dos o tres meses, de
las fronteras de Siam y China, para decirnos: ‗Señor, hemos
oído que hay un infierno eterno, y tenemos miedo de él.
Dénos un escrito que nos diga cómo escapar de él‘. Otros,
de las fronteras de Kathay: ‗Señor, nosotros hemos visto un
tratado que habla sobre un Dios eterno. ¿Es quien regala
tales escritos? En ese caso, le rogamos nos dé uno, porque
queremos saber la verdad antes de que muramos‘. Otros, del
interior del país, donde el nombre de Jesucristo es un poco
conocido: ‗¿Es usted el hombre de Jesucristo? Dénos un
escrito que nos hable sobre Jesucristo‘».
Durante los seis largos años que siguieron a la muerte de
Ann, trabajó solo, hasta que finalmente se casó con Sarah, la
viuda de otro misionero. La nueva esposa, que gozaba los
frutos de los incesantes esfuerzos que había realizado en
Birmania, se mostró tan solícita y cariñosa como Ann.
Judson perseveró durante veinte años para completar la
mayor contribución que se podía hacer a Birmania: la
traducción de la Biblia entera a la propia lengua del pueblo.
En poco tiempo, esa Biblia fue distribuida en toda Birmania.
Hoy, muchos años después, todavía se usa esa misma
traducción. Y los birmanos la llaman con mucha propiedad
la «Biblia Almohada».
De vuelta en su tierra
Después de trabajar con tesón en el campo extranjero
durante treinta y dos años, y para salvar la vida de Sarah, se
embarcó con ella y tres de los hijos de regreso a América, su
tierra natal. No obstante, en vez de mejorar de la enfermedad
que sufría, ella murió durante el viaje. Fue sepultada en
Santa Helena.
Así llegó Judson a su tierra: solo y enlutado. Quien durante
tantos años había estado ausente de su tierra, se sentía ahora
desconcertado por el recibimiento que le daban en las
ciudades de su país. Se sorprendió al comprobar que todas
las casas se abrían para recibirlo. Grandes multitudes venían
para oírlo predicar.
Sin embargo, después de haber pasado treinta y dos años en
Birmania, se sentía como extranjero en su propia tierra, y no
quería levantarse para hablar en público en su lengua
materna. Además, sufría de los pulmones y era necesario
que otro repitiese al auditorio lo que él apenas podía decir
balbuceando.
Judson sólo tenía una pasión: volver y dar su vida por
Birmania. Su estancia en los Estados Unidos fue breve.
Duró el tiempo suficiente para dejar a sus hijos establecidos
y encontrar un barco de retorno. Todo lo que quedaba de la
vida que él había conocido en Nueva Inglaterra era su
hermana. Ella había mantenido su cuarto exactamente como
había sido 33 años antes y haría lo mismo hasta el día en que
ella murió.
Para asombro de todos, Judson se enamoró por tercera vez,
esta vez de Emily Chubbuck, con quien se casó el 2 de junio
de 1846. Ella tenía 29 años; él 57. Ella era una escritora
famosa y había dejado su fama y su carrera para ir con
Judson a Birmania. Llegaron en noviembre de 1846. Y Dios
les dio cuatro de los años más felices que cada uno de ellos
había conocido.
Los últimos destellos del otoño
En su primer aniversario, 2 de junio de 1847, ella escribió:
«Ha sido lejos el año más feliz de mi vida; y, lo que aún es a
mis ojos más importante, mi marido dice que ha sido el más
feliz de su vida. Yo nunca he visto otro hombre que pudiese
hablar tan bien, día tras día, sobre cualquier tema, religioso,
literario, científico, político, y – sobre bebés».
Ellos tenían un hijo, pero entonces los viejos males atacaron
a Adoniram por última vez. La única esperanza era enviar al
enfermo en un viaje. El 3 de abril de 1850 lo llevaron al
Aristide Marie que zarpaba hacia la Isla de Francia, con un
amigo, Thomas Ranney, para cuidarlo. En su miseria él era
despertado de vez en cuando por un dolor tan terrible que
acababa vomitando. Una de sus últimas frases fue: «¡Cuán
pocos hay que mueren tan duramente!».
Pasadas las 4 de la tarde del viernes 12 de abril de 1850,
Adoniram Judson murió en el mar, lejos de toda su familia y
de la iglesia birmana. Fue sepultado en el mar. «La
tripulación se reunió en silencio. No hubo ninguna oración.
El capitán dio la orden. El ataúd resbaló a través de un
tablón hasta las aguas, a sólo unos cientos de millas al oeste
de las montañas de Birmania. El Aristide Marie prosiguió su
ruta hacia la Isla de Francia».
Diez días más tarde, Emily dio a luz a su segundo hijo, que
murió al nacer. Ella supo cuatro meses después que su
marido estaba muerto. Volvió a Nueva Inglaterra y murió de
tuberculosis tres años más tarde, a la edad de 37 años.
La plenitud del hombre en Cristo
Adoniram Judson acostumbraba pasar mucho tiempo orando
de madrugada y de noche. Él disfrutaba mucho de la
comunión con Dios mientras caminaba de un lado a otro.
Sus hijos, al oír sus pasos firmes y resueltos dentro del
cuarto, sabían que su padre estaba elevando sus plegarias al
trono de la gracia. Su consejo era: «Planifica tus asuntos, si
te es posible, de manera que puedas pasar de dos a tres
horas, todos los días, no solamente adorando a Dios, sino
orando en secreto».
Emily cuenta que, durante su última enfermedad, ella le leyó
la noticia de cierto periódico, referente a la conversión de
algunos judíos en Palestina, justamente donde Judson había
querido ir a trabajar antes de ir a Birmania. Esos judíos,
después de leer la historia de los sufrimientos de Judson en
la prisión de Ava, se sintieron inspirados a pedir también un
misionero, y así fue como se inició una gran obra entre ellos.
Al oír esto, los ojos de Judson se llenaron de lágrimas. Con
el semblante solemne y la gloria de los cielos estampada en
su rostro, tomó la mano de su esposa, y le dijo: «Querida,
esto me espanta. No lo comprendo. Me refiero a la noticia
que leíste. Nunca oré sinceramente por algo y que no lo
recibiese, pues aunque tarde, siempre lo recibí, de alguna
manera, tal vez en la forma menos esperada, pero siempre
llegó a mí. Sin embargo, respecto a este asunto ¡yo tenía tan
poca fe! Que Dios me perdone, y si en su gracia me quiere
usar como su instrumento, que limpie toda la incredulidad
de mi corazón».
Durante los últimos días de su vida habló muchas veces del
amor de Cristo. Con los ojos iluminados y las lágrimas
corriéndole por el rostro, exclamaba: «¡Oh, el amor de
Cristo! ¡El maravilloso amor de Cristo, la bendita obra del
amor de Cristo!». En cierta ocasión él dijo: «Tuve tales
visiones del amor condescendiente de Cristo y de las glorias
de los cielos, como pocas veces, creo, son concedidas a los
hombres. ¡Oh, el amor de Cristo! Es el misterio de la
inspiración de la vida y la fuente de la felicidad en los
cielos. ¡Oh, el amor de Jesús! ¡No lo podemos comprender
ahora, pero qué magnífica experiencia será para toda la
eternidad!».
En 1850, el año de su muerte, había sesenta y tres iglesias y
más de siete mil bautizados.
Un biógrafo comenta respecto de Adoniram Judson: «Él
tenía 24 años cuando llegó a Birmania, y trabajó allí durante
38 años hasta su muerte a los 61, con un solo viaje a casa de
Nueva Inglaterra después de 33 años. El precio que él pagó
fue inmenso. Él fue una semilla que cayó a tierra y murió. Él
«aborreció su vida en este mundo» y fue una «semilla que
cayó a tierra y murió». En sus sufrimientos, «llenó lo que
estaba faltando de las aflicciones de Cristo» en la
inalcanzable Birmania. Por consiguiente, su vida llevó
mucho fruto y él vive para disfrutarlo hoy y siempre. Él
podría, sin ninguna duda, decir: «Valió la pena».
En la ciudad de Malden, Massachussets, hay un recordatorio
que dice:
In Memoriam Rev. Adoniram Judson
Nació el 9 de Agosto de 1788.
Murió el 12 de abril de 1850.
Lugar de nacimiento: Malden.
Lugar de sepultura: El océano.
Su obra: Los salvos de Birmania
y la Biblia birmana.
Sus memorias: Están en lo alto.
Viviendo día a día con Dios
El Hermano Lorenzo nació con el nombre de Nicolás
Herman, alrededor de 1610, en Heri-menil, Lorraine
(Francia). La fecha se desconoce, pues el registro de
nacimiento fue destruido en un incendio en su parroquia
durante la Guerra de los Treinta Años.
Desgraciadamente, hay pocos datos de su juventud. Él
aprendió principios cristianos de sus padres Dominic y
Louise, con quienes constituía una familia modesta. Aunque
Nicolás tenía sobrada inteligencia, aparentemente no le
pudieron otorgar oportunidad de estudiar. No se sabe si
Nicolás tuvo hermanos o hermanas, cómo pasó su niñez,
acerca de su instrucción escolar, o su primer trabajo.
Conversión y primeras experiencias de vida
Sin embargo, es claro que a la edad de 18 años tuvo su
primera experiencia espiritual, la conversión. Durante ese
invierno, mientras veía a un árbol perder sus hojas,
consideraba que dentro de poco tiempo las hojas se
renovarían, y más tarde vendrían las flores y finalmente
aparecería el fruto. A través de esta sencilla observación
cotidiana, Nicolás recibió una impactante visión de la
providencia y del poder de Dios que nunca pudo olvidar.
Esta visión despertó en él un profundo amor a Dios y un
deseo cada vez mayor de apartarse del mundo. Desde
entonces se dedicó mucho a la lectura y a la vida espiritual.
Sin embargo, Nicolás no ingresó en este tiempo, como
pudiera pensarse, a la vida religiosa, sino al servicio militar,
durante el agitado período de la terrible Guerra de los
Treinta Años. Allí fue apresado por tropas germanas, y,
sospechoso de ser un espía, fue amenazado de muerte. Sin
embargo, él pudo probar su inocencia. Más tarde se reunió
con las tropas de Lorraine, pero fue herido durante el sitio de
Rambervillers, en 1635, desde donde regresó a la casa de sus
padres. La herida recibida en la guerra le afectó el nervio
ciático, debido a lo cual quedó cojo por el resto de su vida,
sufriendo dolores crónicos.
No es posible saber si fue durante su vida como soldado, o
con posterioridad a ella, que participó de pecados que más
tarde le harían lamentar, y recordar con dolor, como
«desórdenes de su juventud» o «pecados de su vida pasada».
Lo cierto es que, llevado por el deseo de enmendar su vida,
y entregar de una vez a Dios lo que le había ofrecido cuando
tuvo aquella primera experiencia espiritual, decidió hacerse
ermitaño.
Junto a otros que tenían la misma intención, se apartó para
vivir en soledad. Sin embargo, a poco andar pudo darse
cuenta que no estaba preparado para esa clase de vida, y la
abandonó. Se dedicó entonces a servir como criado y lacayo
de algunos aristócratas en París. En ese servicio se describió
a sí mismo como muy torpe, tanto, que quebraba todo a su
alrededor.
Reparador de sandalias
A los 26 años de edad se dio cuenta que no podía vivir lejos
del servicio a Dios, así que tomó una seria decisión: ingresó
a la recién formada comunidad de los Carmelitas en la calle
Vaugirard en París, como un hermano laico. Corría junio de
1640. A mediados de ese mismo año, fue recibido
oficialmente, y adoptó el nombre de Lorenzo,
probablemente inspirado en un religioso de su ciudad a
quien había admirado mucho. Como novicio vivió severas
pruebas y también grandes decepciones. Según confesión
propia, muchas veces quedó en evidencia su torpeza natural,
por lo cual temía ser despedido.
Pasados los dos años de noviciado hizo su profesión de
votos, en agosto de 1642, a los 28 años de edad. Louis de
Sainte-Thérése, su superior, resumió la vocación de este
hermano laico con la expresión «oración y trabajo manual».
El primer trabajo que le asignaron después de su profesión
fue el de cocinero de la Comunidad, que estaba compuesta
por más de cien miembros. Sin embargo, la cocina se hizo
muy difícil para alguien físicamente discapacitado, así que
tras 15 años de labor, le asignaron un trabajo en que pudiera
estar sentado. Fue designado como reparador, y luego
fabricante de sandalias. Pero a menudo regresaba a la cocina
para ayudar. Al hermano Lorenzo le fueron encomendadas
también otras tareas como, por ejemplo, comprar el vino.
Para ello debía desplazarse largas distancias, a veces por río;
labor que le era muy difícil, porque, como él mismo dice,
«cojo de una pierna, sólo podía moverme del bote rodando
sobre los barriles». En esos viajes conoció a mucha gente,
que quedaba impresionada por su piedad. Muchos de ellos
acudían después a él en busca de consejo espiritual.
Poco a poco la influencia del «reparador de sandalias»
creció, y no sólo entre los que solía ayudar y aconsejar, sino
que mucha gente instruida y religiosos venían a él desde
distintos sitios. Uno de sus biógrafos, que le conoció
personalmente, dice que llegó a ser venerado por «todo
París». Aunque esto pueda resultar una exageración, lo
cierto es que todos quienes le conocían apreciaban mucho
conversar con él, pues siempre se respiraba en su compañía
la presencia de Dios. Él les enseñaba en forma sencilla cómo
caminar con Cristo.
Cierta vez, interrogado por alguien de la misma Comunidad
(a quien estaba obligado a responder), acerca de cómo había
logrado ese habitual sentido de Dios, el hermano Lorenzo le
dijo que desde su llegada a ese lugar, él había considerado a
Dios como el objetivo y el fin de todos sus pensamientos y
deseos.
Perfil espiritual
Fénelon le visitó poco antes de su muerte y conversó
largamente con él. El recuerdo de esa conversación era muy
vívida para Fénelon diez años más tarde, cuando escribe:
«Las palabras de los santos son a menudo muy diferentes del
discurso de aquellos que trataron de describirlos. El
hermano Lorenzo era tosco por naturaleza, pero delicado en
gracia. Esta mezcla era atrayente y revelaba a Dios presente
en él. Yo lo vi, y aunque él estaba muy enfermo, permanecía
muy contento».
El hermano Lorenzo siempre tenía algo que decir a los que
querían aprender; no escondía nada a los que consideraba
«pequeños y sencillos». Uno de sus biógrafos nos deja un
retrato de sus virtudes sociales. «La virtud del Hermano
Lorenzo nunca lo hizo ser áspero. Él era abierto, digno de
confianza, te hacía sentir que podías decirle cualquier cosa,
y que habías encontrado un amigo. Por su parte, una vez que
él sabía con quien estaba tratando, hablaba libremente y
mostraba gran bondad. Lo que él decía era simple, siempre
apropiado, lleno de buen sentido. Una vez que pasabas su
dureza exterior tú descubrías una sabiduría inusual, una
libertad más allá del alcance de un hermano laico cualquiera,
un discernimiento que se extendía mucho más allá de lo que
podías haber esperado».
Tenía «el mejor corazón del mundo. Su delicado semblante,
aire humano y afable, su simple y modesta manera de ser le
ganaba la estima y buena voluntad de todos los que lo veían.
Mientras más de cerca lo veías, más descubrías en él una
profundidad de integridad y piedad que difícilmente podía
encontrarse en otra persona. Él no fue uno de aquellos
inflexibles que consideran la santidad incompatible con las
formas comunes. Él se asociaba con cualquiera y nunca se
daba ínfulas, actuando amablemente con sus hermanos y
amigos sin querer llamar la atención».
Lorenzo tenía algún grado de instrucción intelectual. A
veces hablaba de los libros que había leído o examinado. Se
relacionó con sus compañeros y con visitantes letrados.
Lorenzo fue nutrido por el espíritu de Teresa de Ávila cuyo
«Camino de la Perfección» era leído cada año por los
religiosos. La declaración de Teresa de que «el Señor
camina entre ollas y cacerolas» debe haber agradado al
hermano cocinero. Juzgando por sus escritos, también debió
haber encontrado mucho gozo al leer a Juan de la Cruz, el
autor del «Cántico espiritual».
Aunque Lorenzo ciertamente hablaba, permanecía la mayor
parte del tiempo en silencio. Los hermanos laicos vivían en
las sombras, en el profundo silencio de la comunidad
Carmelita. Jurídicamente ocupaban el último lugar de la
casa, ya que incluso los novicios estaban por sobre ellos. En
la mañana servían a las mesas de los mayores, y el resto de
sus días estaban llenos de obligaciones. Por eso, no siempre
tenían tiempo de dedicarse a sus prácticas devotas. Pero
Lorenzo, como podemos leer en sus conversaciones y cartas,
estaba acostumbrado a vivir constantemente en la presencia
de Dios, orando sin cesar, en toda circunstancia.
Por más de 50 años, Lorenzo, quien vivió la profundidad de
una contemplación que era la fuente de la sabiduría para sus
consejos, deleitó e inspiró a los miembros de la comunidad
de la calle Vaugirard.
Sin embargo, con el tiempo sus sufrimientos físicos
aumentaron. La gota ciática que le hacía cojear lo atormentó
por casi 25 años, y degeneró en una úlcera de la pierna,
causándole un inmenso dolor. Estuvo muy enfermo tres
veces durante los últimos años de su vida. Cuando se
recuperó la primera vez, le dijo al médico: «Doctor, sus
medicinas me han hecho muy bien. ¡Pero han retrasado mi
alegría!». Esperaba ansiosamente el glorioso encuentro. Tres
semanas antes de morir escribió «Adiós, espero ver a Dios
pronto». Y seis días antes de partir: «Espero por la
misericordiosa gracia de Dios, verle en pocos días».
Lúcido hasta sus últimos momentos, el Hermano Lorenzo
murió el 12 de Febrero de 1691, a la edad de 77 años. Su
plácida muerte fue muy parecida a su vida en la Comunidad,
donde cada día y cada hora era un nuevo comienzo y un
fresco compromiso de amar a Dios con todo su corazón.
Su legado
En tiempos complicados semejantes a los que vivimos, el
Hermano Lorenzo, descubrió, y más tarde siguió, una forma
pura y simple de caminar continuamente en la presencia de
Dios. Durante casi cuarenta años, vivió y caminó con Dios a
su lado.
El Hermano Lorenzo fue un hombre gentil y de espíritu
alegre, que evitaba llamar la atención y que no era amigo de
los púlpitos. Sólo algunas de sus cartas escritas de su puño y
letra fueron conservadas después de su muerte. Quienes las
leyeron quisieron conocer las otras. Para atender esos
pedidos ellas fueron coleccionadas. Joseph de Beaufort
aconsejó al arzobispo de París a publicar las cartas en un
pequeño panfleto. El año siguiente, en una segunda
publicación titulada «La Práctica de la Presencia de Dios»,
De Beaufort incluyó, como material introductorio, el
contenido de cuatro conversaciones que tuvo con el
Hermano Lorenzo.
En su pequeño libro de Cartas y Conversaciones, el
Hermano Lorenzo explica de una forma simple y hermosa
cómo caminar continuamente con Dios, no con la mente
sino con el corazón. Su legado fue mostrar un camino
directo para vivir en la presencia de Dios, tan práctico hoy
como hace 300 años. El hermano Lorenzo pertenece a un
selecto grupo de hermanos y hermanas cuyo legado
espiritual no puede medirse por su efecto visible. Con
seguridad, él nunca imaginó que su humilde y escondida
trayectoria espiritual sería de ayuda para tantos hermanos y
hermanas en el futuro. Hombres y mujeres de la talla de
Watchman Nee, A. W. Tozer, Jessie Penn-Lewis, y el así
llamado «movimiento de Keswick» han sido ayudados e
inspirados al leer su breve biografía espiritual. Pues en ella
nos muestra cómo caminar con Dios de una manera íntima,
constante y real a través de todas las vicisitudes de una vida
humana común y corriente. En ello está la esencia de su
perdurable riqueza espiritual.
***
Cartas
Las cartas del hermano Lorenzo son el verdadero corazón y
el alma del libro «La práctica de la presencia de Dios».
Todas fueron escritas durante los últimos diez años de su
vida. Los destinatarios fueron diversos, sin embargo, en
todas ellas late el mismo corazón sencillo y amante de
Cristo.
Primera carta
Tú deseas tan diligentemente que te describa el método por
el cual he llegado a este habitual sentido de la presencia de
Dios, el cual nuestro misericordioso Señor ha querido
darme. Voy a hacerlo con la petición que no le muestres la
carta a nadie. Si me entero que muestras la carta, todo el
deseo que tengo que alcances el progreso espiritual no
bastará para que te siga escribiendo.
Lo que puedo contarte es lo siguiente: habiendo encontrado
en muchos libros diferentes métodos de ir a Dios y diversas
prácticas de la vida espiritual, llegué a la conclusión que
éstas servían más para confundirme que para facilitarme lo
que seguí después, que no era otra cosa que llegar a ser
completamente de Dios. Esto hizo que me decidiera a darme
todo por el Todo.
Después de haberme dado a mí mismo completamente a
Dios, para que Él satisficiera lo que yo merecía por mis
pecados, yo renuncié, por amor a Él, a todo lo que no fuera
Dios; y comencé a vivir como si no hubiera nada más en el
mundo que Él y yo.
A veces me consideraba a mí mismo ante Él como un pobre
criminal a los pies de su juez. Otras veces lo veía a Él en mi
corazón como mi Padre, como mi Dios. Lo adoraba lo más
seguido que podía, manteniendo mi mente en su santa
presencia y recordándolo cuando mi mente comenzaba a
alejarse de Él. Este era mi trabajo no sólo en el tiempo
designado para la oración sino en cualquier instante; cada
hora, cada minuto, incluso cuando tenía más trabajo.
Alejaba de mi mente todo lo que interrumpía mis
pensamientos de Dios.
Este ejercicio no estaba libre de dolor. Continuaba a pesar
de las dificultades. Trataba de no aproblemarme o
inquietarme cuando mi mente comenzaba a vagar. Aquella
había sido mi práctica común desde que entré a la vida
religiosa. Aunque los había hecho muy imperfectamente,
encontré grandes ventajas en esta práctica. Yo sabía muy
bien que todo se debía a la misericordia y a la bondad de
Dios, porque nada podemos hacer sin Él, incluso menos que
nada.
Cuando somos fieles en mantenernos en su santa presencia,
y permitirle que siempre esté delante de nosotros, esto nos
impide ofenderlo y hacer algo que pueda desagradarlo.
También produce en nosotros una libertad santa, y si se
puede decir así, una familiaridad con Dios, donde o cuando
la pidamos. Él nos suministra la gracia que necesitamos.
Con el tiempo, al repetir a menudo estos actos, éstos se
tornan habituales, y la presencia de Dios llega a ser muy
natural para nosotros.
Por favor da gracias a Dios conmigo por su gran bondad
hacia mí, la cual nunca podré suficientemente expresar, y
por los muchos favores que Él ha realizado a este tan
miserable pecador como soy. Que todo le alabe. Amén.
Segunda carta
No encuentro mi forma de vivir descrita en libros, aunque
no tengo problemas con ello. Sin embargo, para mayor
tranquilidad, te agradecería que me hicieras saber tus
pensamientos acerca de este tema.
En una conversación algunos días atrás, una persona muy
devota me dijo que la vida espiritual era una vida de gracia,
que se inicia con un miedo servil, crece con la esperanza de
la vida eterna, y se completa con el amor puro; cada uno de
estos estados tiene fases diferentes, por medio de los cuales
uno llega finalmente a aquella bendita consumación.
Yo no seguí estos métodos completamente. Al contrario,
sentí instintiva-mente que me desalentarían. En vez de
seguirlos, cuando entré en la vida religiosa, tomé la
resolución de entregarme (darme a mí mismo) a Dios para
que Él fuera la completa satisfacción de mis pecados, y por
amor a Él, renunciar a todo.
Durante los primeros años, frecuentemente empleaba el
tiempo apartado para la devoción en pensamientos acerca de
la muerte, juicio, infierno, cielo, y mis pecados. Y continué
por algunos años, poniendo mi mente cuidadosamente el
resto del día, e incluso en medio de mi trabajo, en la
presencia de Dios, que siempre la consideraba conmigo,
siempre en mi corazón.
Con el tiempo comencé a hacer lo mismo durante el tiempo
consagrado a la oración, lo que me produjo alegría y
consolación. Esta práctica produjo en mí una estima tan alta
de Dios que sólo la fe era suficiente para sostenerme.
Ese fue mi comienzo. Puedo decirte que durante los
primeros diez años, sufrí mucho. Durante ese tiempo me
caía y me levantaba muchas veces. Me daba la impresión
que todas las criaturas, la razón, y Dios mismo estaban
contra mí, y que sólo la fe estaba a mi favor.
La aprensión de no ser tan devoto de Dios como deseaba,
mis antiguos pecados siempre en mi mente, y los grandes
favores inmerecidos que Dios había hecho por mí, eran la
fuente de mis sufrimientos y sentimientos de indignidad. A
veces me aproblemaba pensando que haber recibido tales
favores era sólo efecto de mi imaginación, ya que llegaban a
mí muy rápidamente, y yo pensaba que de ser verdaderos
debían tardarse más en llegar. Otras veces creía que todo era
un engaño voluntario y que no había esperanza para mí.
Finalmente, consideré la perspectiva de pasar el resto de mi
vida en estas dificultades. Descubrí que esto no había
disminuido la confianza que tenía en Dios. De hecho, sólo
había servido para aumentar mi fe. Parecía que al fin había
encontrado el cambio en mí. Mi alma, que hasta entonces
estaba inquieta, comenzó a sentir una profunda paz interior,
como si hubiera hallado su centro, un lugar de reposo.
A partir de ese instante comencé a caminar ante Dios
simplemente, en fe, con humildad, y con amor. Me propuse
diligentemente a no hacer nada ni pensar en nada que
pudiera desagradar a Dios. Tenía la esperanza que cuando
terminara de hacer lo que podía, Dios hiciera conmigo lo
que Él quisiera.
No encuentro palabras para describir lo que ocurre conmigo
ahora. No siento dolor ni dificultad acerca de mi estado
porque no tengo voluntad propia, sólo la de Dios. Me
esfuerzo en cumplir su voluntad en todas las cosas. Estoy
tan resignado que no levantaría una paja del suelo, si este
acto es contrario a su orden, o por cualquier motivo distinto
al puro amor por Él.
He cesado de todas las formas de devoción y de oraciones
excepto las que mi estado requiere. Mi prioridad es
perseverar en su santa presencia, en la cual mantengo una
atención sencilla y amante de Dios, que puede llamarse una
presencia actual de Dios. Poniéndolo de otra forma, es una
habitual, silenciosa, y privada conversación del alma con
Dios. Que me da mucho gozo y contentamiento. En
resumen, estoy seguro, más allá de toda duda, que mi alma
ha estado en las alturas con Dios estos últimos treinta años.
He pasado por muchas cosas pero no quiero parecer tedioso
refiriéndotelas en detalle.
Pienso que es apropiado contarte como me percibo a mí
mismo delante de Dios, a quien considero como mi Rey. Me
considero a mí mismo como el más miserable de los
hombres. Estoy lleno de faltas, taras, y debilidades. He
cometido toda clase de crímenes contra este Rey. Con un
profundo arrepentimiento le confieso todas mis debilidades.
Pido su perdón. Me abandono completamente en sus manos
para que Él haga conmigo lo que quiera.
Mi Rey es lleno de misericordia y bondad. Lejos de
castigarme, Él me abraza con amor. Me hace comer en su
mesa. Él me sirve con sus propias manos y me da la llave de
sus tesoros. Me conversa y se deleita conmigo
incesantemente, de miles y miles de formas distintas. Y me
trata como su favorito. De esta manera me considero
continuamente en Su santa presencia.
Mi método más usual es esta simple atención, una amorosa
mirada a Dios. Así me encuentro muchas veces, a mí mismo
apegado con la mayor dulzura y deleite a Él, igual que un
niño al pecho de su madre. Para elegir una expresión,
llamaría a este estado el seno de Dios por la inefable dulzura
que gusto y experimento allí. Si en algún momento, mis
pensamientos me apartan de este estado de necesidad y
flaqueza, mis recuerdos me traen nuevamente, por medio de
emociones interiores tan sublimes y deliciosas que no
encuentro palabras para describirlas.
Te ruego que consideres mi gran miseria, como te he
informado extensamente, y los grandes favores que Dios
hace a alguien tan indigno y malagradecido como yo.
De esta forma mis horas consagradas a la oración, son una
simple continuación del mismo ejercicio. A veces me
considero a mí mismo como una piedra delante del escultor,
de la que Él hará una estatua. Cuando me presento así
delante de Dios, deseo que haga su imagen perfecta en mi
alma y que me haga enteramente como Él es.
En otras ocasiones, cuando me consagro a la oración, siento
que todo mi espíritu se eleva sin ningún cuidado ni esfuerzo
de mi parte. Luego mi alma está suspendida, y anclada
firmemente en Dios, teniendo a Dios como el centro o el
lugar de reposo.
Sé que algo carga este estado con inactividad, engaño, y
amor propio. Confieso que es una inactividad santa. Y sería
un dichoso amor propio si el alma, en este estado, fuera
capaz de esto. Pero mientras el alma está en este reposo, no
puede distraerse por las cosas a las cuales antes estaba
acostumbrada. Aquello de lo cual el alma solía depender
ahora es más bien un impedimento.
Así que no puedo ver como esto podría llamarse un engaño,
ya que el alma que disfruta a Dios de esta manera sólo lo
desea a Él. Si esto es un engaño, sólo Dios puede
remediarlo. Le dejo que haga lo quiera conmigo. Sólo lo
deseo a Él. Sólo deseo ser completamente devoto a Él.
Te ruego que me envíes tu opinión porque me es de mucho
valor. Tengo una singular estima por tu reverencia. Estoy a
tu servicio.
........................................
Decimoquinta carta
Dios es quien sabe mejor lo que nosotros necesitamos. Todo
lo que Él hace es para nuestro bien. Si supiéramos lo mucho
que nos ama, estaríamos siempre listos para recibir tanto lo
amargo y lo dulce que proviene de su mano. No habría
diferencia. Todo lo que viene de Él sería placentero.
Las peores aflicciones sólo parecen intolerables si las vemos
bajo la luz incorrecta. Cuando las vemos como viniendo de
la mano de Dios, y sabemos que es nuestro amante Padre
quien nos humilla e incomoda, nuestros sufrimientos pierden
su amargura y se convierten en una fuente de consolación.
Que todos nuestros esfuerzos sean para conocer a Dios.
Quien más le conoce, desea conocerle mucho más. El
conocimiento es comúnmente la medida del amor. Mientras
más profundo y más extenso sea nuestro conocimiento, más
grande será nuestro amor. Si nuestro amor hacia Dios fuera
grande le amaríamos igualmente en el dolor y en el placer.
Nos engañamos a nosotros mismos si buscamos o amamos a
Dios por algún favor que nos haya dado o que pueda darnos.
Tales favores, no importa lo grandes que sean, nunca nos
traerán tan cerca de Dios como simple acto de fe.
Busquemos a Dios sólo mediante la fe. Él está dentro de
nosotros. No lo busquemos en ninguna otra parte.
¿No somos rudos y merecemos la culpa si lo dejamos solo
para ocuparnos en bagatelas que no agradan a Dios y que
quizás le ofenden? Estas bagatelas pueden algún día
costarnos caro. Comencemos diligentemente a consagrarnos
a Él. Apartemos cualquier otra cosa de nuestro corazón. Él
quiere poseer nuestro corazón completamente. Roguemos
por su favor. Si hacemos todo lo que podemos, pronto
veremos ese cambio forjado en nosotros que tanto
deseamos. No puedo agradecer a Dios lo suficiente por
haberte aliviado de tus dolores. Espero ver al Señor dentro
de pocos días. Oremos el uno por el otro.
El arco iris tras la lluvia
George Matheson no fue, lo que se pudiera decir, una gran
lumbrera en el universo cristiano. Su figura no resalta
particularmente entre las muchas que hay en la historia de la
Iglesia. Su vida no tiene esos promontorios heroicos que
tienen otras vidas, y que impresionan a muchos.
Su vida fue más que un trueno, un silbo apacible. Más que
una tempestad, fue una llovizna diáfana. No destacó ni como
un gran predicador (aunque predicó algunos mensajes
notables), ni un gran escritor (aunque escribió algunas cosas
destacables). Su vida estuvo más bien marcada por el
sufrimiento callado, por la cruz llevada en silencio. Es
conocido generalmente como el «predicador ciego», y
también como el autor de dos himnos muy conocidos.
Pero ¿qué hay detrás del hombre que arrastraba una
discapacidad tan cruel? Cuando nos asomamos a su vida
encontramos una fuente verdadera de gozo y paz, de
aquiescencia y conformidad con la voluntad de Dios. Fue un
hombre que aprendió a decirle «Sí» a Dios, con una sonrisa
en los labios.
George Matheson nació en Glasgow (Escocia) en 1842; era
uno de los ocho hijos de un comerciante del mismo nombre.
Primero fue educado en una escuela pequeña en Carlton
Place. Entonces, después de trasladarse a St. Vincent
Crescent, fue a la Academia de Glasgow, y posteriormente a
la Universidad de Glasgow. Se graduó como BA en 1861
con distinción en Filosofía, y MA en 1862.
Días de dolor
El primer nubarrón en el horizonte para Matheson fue una
temprana ceguera, por inflamación en la retina, que
comenzó a manifestarse desde su primer año de vida. Usaba
unos lentes muy gruesos, y se sentaba muy cerca de la
ventana en la escuela. Por largo tiempo, conservó alguna
capacidad de visión, pero muy tenue. En sus estudios,
siempre dependió de otros, especialmente de sus hermanas,
las cuales asumieron la discapacidad de su hermano como
un desafío personal. Ellas mismas se dieron a la tarea de
estudiar las materias para ayudarlo. Más tarde, aprenderían
latín, griego y hebreo a fin de hacerlo mejor.
Una vez graduado en la Universidad de Glasgow decidió
proseguir sus estudios en la Universidad de Edimburgo. Más
tarde, estudió teología. Como estudiante de teología fue muy
aventajado. Llevado por su afán de investigación, escribió
un valioso tratado titulado «El Crecimiento del Espíritu de la
Cristiandad». Su libro era brillante, pero tenía algunos
errores importantes. Cuando algunos críticos señalaron los
errores y lo acusaron de ser un estudiante inexacto, él quedó
acongojado. Uno de sus amigos escribió: «Cuando él vio
que para los propósitos de estudio su ceguera era un
impedimento, se retiró del campo (de la investigación) – no
sin dolor, pero definitivamente».
Este fue un segundo aguijón doloroso en la vida de
Matheson. No sólo estaba la ceguera, como un recordatorio
permanente de su desgracia, sino que ahora, esa ceguera le
impedía avanzar en sus estudios como hubiese querido.
Sin que él pudiera comprenderlo en ese momento, Dios
estaba dirigiendo su vida por otro camino, más allá de la
investigación académica. El mundo cristiano perdió un
teólogo, pero ganó un pastor, predicador y poeta, de gran
inspiración.
Por este tiempo, Matheson tuvo otro gran dolor. Un día su
médico le dijo: «Lo mejor que puede hacer es visitar a sus
amigos lo más rápidamente, porque en breve la oscuridad
vendrá sobre usted, y nunca más podrá verlos». Esa fue la
manera que el médico utilizó para decirle que en breve
quedaría totalmente ciego. En este tiempo, Matheson se
hallaba de novio con una hermosa joven. Él le contó a ella la
calamidad que le sobrevendría, dándole la oportunidad de
deshacer el noviazgo. Ella lo hizo, pues «no estaba dispuesta
a cargar toda la vida con un marido ciego». Pero esta tristeza
llevó a Matheson a profundizar aún más su devoción a Dios.
Días de fructificación
Al principio, fue ayudante en la iglesia de Sandyford, donde
sorprendió a todos porque a pesar de su ceguera podía
cumplir cualquier deber que se le asignara. Su primer cargo
fue en el pueblo de Inmellan, en 1868. Ganó rápidamente
fama como predicador y hacía como si leyera los mensajes,
de manera que muchos no se percataban de su discapacidad.
Muchos venían año a año a Innellan para las fiestas de fin de
año, porque les gustaba oír a «Matheson de Innellan», y su
nombre llegó a ser muy conocido en Escocia. Tanto así, que
en 1879 la Universidad de Edimburgo le confirió el título
honorario de Doctor en Divinidad.
Durante todo este tiempo fue muy ayudado por su hermana
mayor, con quien vivía y quien escribía al dictado sus
ensayos y sus sermones primeros. Él tenía una memoria
maravillosa. Su hermana ordenaba la casa y le ayudaba con
la parroquia. Escribió centenares de artículos y muchos
libros con la ayuda de una secretaria y más tarde por Braille
y máquina de escribir.
En 1882, Matheson vivió una experiencia muy profunda,
que marcaría su vida. Por fin, años de sufrimiento habrían de
dar a luz una bella flor que no se marchitaría. O, en lenguaje
bíblico, el grano de trigo que había caído para morir,
comenzaría a dar fruto. En junio de ese año compuso la letra
del famoso himno «Amor, que no me dejarás».
George mismo cuenta cómo fue aquello: «Fue compuesto en
la casa parroquial de Innellan, Escocia, en la tarde del 6 de
junio, 1882, cuando tenía 40 años de edad. Yo estaba solo en
casa en ese momento. Era la noche de la boda de mi
hermana, y el resto de la familia se quedaría por una noche
en Glasgow. Algo me pasó que sólo fue conocido por mí, y
que me causó el más severo sufrimiento mental. El himno
fue el fruto de ese sufrimiento. Fue la porción de trabajo más
rápido que hice en mi vida. Yo tuve la impresión de oírlo
dictado a mí por alguna voz interior en lugar de salir de mí.
Estoy seguro que la obra entera se completó en cinco
minutos, y también seguro que nunca recibió de mi mano
algún retoque o corrección. Yo no tengo ningún don natural
del ritmo. Todos los otros versos que yo he escrito alguna
vez han sido artículos manufacturados; este vino como un
manantial de lo alto».
No sabemos qué fue lo que causó ese severo sufrimiento
mental en Matheson. Muchos han dicho que fueron los
recuerdos del rechazo de su novia de juventud. Otros lo
atribuyen al matrimonio de su hermana, quien había cuidado
de él los últimos 20 años, y cuya ausencia se le tornaba
insoportable. Aún otros dicen que ese sufrimiento provenía
de su preocupación por las incursiones que el darwinismo
estaba haciendo en la iglesia. Sea lo que fuere, Dios utilizó
ese gran dolor para dar a luz una obra inmortal.
He aquí el himno, en una traducción literal del original en
inglés:
Oh amor que no me dejará ir,
mi alma fatigada descanso en ti;
te devuelvo la vida que a ti debo.
Que en las profundidades de tu océano
más rica, más llena, pueda fluir.
Oh Luz que ha seguido
todos mis caminos,
yo rindo mi antorcha fluctuante a ti;
mi corazón restaura su rayo prestado,
que en tu luz brillante un día
pueda ser más luminoso, más hermoso. Oh
gozo que me busca a través del dolor,
yo no puedo cerrar mi corazón a ti;
rastreo el arco iris a través de la lluvia,
y siento que la promesa no es vana,
que el mañana sin lágrimas será.
Oh Cruz que levantó mi cabeza,
yo no me atrevo pedir huir de ti;
me postro en el polvo,
la gloria de la vida está muerta,
y de la tierra florece roja allí
la vida que jamás tendrá fin.
Las palabras de este poema, como en la mayoría de los
poemas de Matheson, no son fáciles de entender en una
primera lectura, pero se hacen más claras después de
meditarlas. El texto usa metáforas para un Dios que no
dejará a su hijo desamparado: primero el Amor, luego el
Gozo, luego la Cruz.
Examinando su vida pasada, Matheson escribió una vez que
la suya era «una vida obstruida, una vida circunscrita… pero
una vida de encendida esperanza, una vida que ha golpeado
persistentemente contra la marea de las circunstancias, pero
que aun en el momento del trabajo abandonado no ha dicho
«Buenas noches» sino «Buenos días».
¿Cómo podía mantener él la esperanza viva en medio de las
tales circunstancias y pruebas? Este himno nos da una pista.
«Yo rastreo el arco iris a través de la lluvia, y siento que la
promesa no es vana, que el mañana sin lágrimas será». ¡La
imagen del arco iris es un cuadro del compromiso del Señor!
La melodía para el poema de Matheson, fue compuesta
también de manera muy rápida. Su compositor, Alberto
Lister Peace, dijo que «la tinta de la primera nota aún no
estaba seca cuando yo había terminado la melodía». Le
pidieron que proporcionara una melodía para las palabras de
Matheson. Él estaba sentado en la playa en la isla de Arran
leyendo las palabras, cuando la melodía entró en su mente.
Matheson siempre dijo que el himno se debía principalmente
al Dr. Peace.
En 1885, fue convocado para predicar en Crathie, por
sugerencia de la Reina. Ella quedó tan impresionada por el
sermón que solicitó una copia impresa. Era «La Paciencia de
Job». La lección del antiguo patriarca no era un
conocimiento mental, sino de vida.
En 1886, fue llamado a la iglesia de St. Bernard, Edimburgo,
la cual se abarrotaba de gente cada domingo.
En 1890 Matheson escribió el otro de sus famosos himnos:
«Cautívame, Señor».
Cautívame, Señor,
y entonces seré libre.
Oblígame a rendir mi espada,
y seré un vencedor.
Me hundo en los temores de la vida
cuando quedo solo;
aprisióname en tus brazos,
y mi mano será fuerte.
Mi corazón es débil y pobre
hasta que encuentra a su amo;
no tiene fuente de acción segura,
varía con el viento.
No puede moverse libre
hasta que tú forjes sus cadenas;
esclavízalo con tu amor inigualable,
y reinará inmortal. Mi poder es débil y
medroso
hasta que yo aprenda a servir;
carece de fuego necesario para brillar,
y de brisa para atreverse.
No puede empujar el mundo
hasta que él mismo sea empujado;
su bandera sólo puede desplegarse
cuando tú soplas desde el cielo.
Mi voluntad no es mía
hasta que tú la hagas tuya;
si alcanzara el trono de un rey,
debería su corona resignar.
En medio de la lucha,
ella sólo está firme
cuando en tu pecho se ha recostado,
y encuentra en ti su vida.
Las frases iniciales de este himno pueden confundir a
algunos lectores: «Cautívame, Señor, y entonces seré libre;
oblígame a rendir mi espada, y seré un vencedor»
(Traducción literal). Uno puede preguntarse: ¿Cómo es
posible ser esclavo y ser y libre, ganador y perdedor, al
mismo tiempo?
Don Hustad comenta: «Hay muchas paradojas en la Biblia.
«Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:10).
«Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá» (Mat.
16:25). «Él que es más pequeño entre todos vosotros, ése es
el más grande» (Lucas 9:48). Jesús dijo en Juan 12:24: «De
cierto, de cierto, os digo, que si el grano de trigo no cae en la
tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho
fruto».
«He aquí uno de los fenómenos de la naturaleza; un grano
de trigo debe desintegrarse y descomponerse en la tierra
para reproducirse. ¡Debe morir para continuar viviendo! Sin
duda George Matheson, el escritor del himno, aprendió esta
lección a través de su propia experiencia personal».
Vince Gerhardy dice, por su parte: «George Matheson
pensaba en su discapacidad como su aguijón en la carne,
como su cruz personal. Durante varios años, él oró para que
su vista fuese restaurada. Como la mayoría de nosotros,
supongo, creía que la felicidad personal sólo vendría a él
cuando el impedimento hubiese sido quitado. Pero entonces,
un día, Dios le envió una nueva visión: ¡El uso creativo de
su impedimento podía realmente volverse su medio personal
de lograr felicidad!»
«Así que, Matheson llegó a escribir: «Mi Dios, yo nunca te
he agradecido por mi espina. Te he agradecido por mis
rosas, pero ni una vez por mi espina. He estado esperando
por un mundo donde conseguir una compensación para mi
cruz, pero nunca he pensado en la propia cruz como una
gloria presente. Enséñame la gloria de mi cruz. Enséñame el
valor de mi espina».
Días de paz
George Matheson había encontrado el tipo de felicidad de
Dios – el tipo de felicidad que no sólo es una esperanza
futura, sino también una realidad aquí y ahora. Llegó a tener
tal paz de espíritu, que fue conocido por su optimismo, y por
su espíritu grácil e inspirador.
En los últimos años de su vida, Matheson recibió numerosos
homenajes, y realizó muchos trabajos literarios. Sus escritos,
de corte devocional, revelan una profunda sensibilidad, y
una visión muy lúcida de Cristo, su Señor.4 Sin embargo, él
es recordado especialmente por sus dos bellos himnos.
Matheson murió súbitamente de apoplejía el 28 de agosto de
1906, mientras descansaba en North Berwick, y fue
sepultado en el cementerio de Glasgow.
***
Las alas para mañana
George Matheson
Usted y yo no podemos vivir ni un instante en el presente; si
no avanzamos, vamos a retroceder. Nuestras alternativas son
esperanzas o recuerdos. Canaán o Egipto, la tierra de la
promesa, o la tierra en retrospectiva. El lugar intermediario
es siempre un desierto – un desierto estéril. El pensamiento
no puede habitar allí, ni nunca procura habitarlo. Él debe
tener las alas para mañana o las alas para ayer; él debe
«volar» si desea descansar.
¡Sean mías, entonces, las alas para mañana, oh mi Dios! Si
primero yo consiguiere las alas para mañana, entonces podré
también volver. El recuerdo no puede traer esperanza, pero
la esperanza puede adornar el recuerdo – aun los mismos
recuerdos oscuros.
Egipto, visto desde las montañas de Canaán, puede parecer
muy lindo; sus fatigas pueden ser glorificadas, sus dolores
justificados. Si tú me estás preparando para un cielo de amor
sacrificial, estas luchas, estos dolores, ya están justificados.
Si mi Canaán fuese un mero lugar de placer, cada lágrima
derramada en Egipto sería un desperdicio de tiempo. Pero
cuando, como Caleb, veo a través de las barras de cristal de
Tu ciudad y veo que la cruz es la corona de ella, yo entiendo
todo.
Yo comprendo por qué tus rosas han sido rojas, no blancas.
Yo entiendo por qué las gotas de sangre salpicaron el jardín
de la vida. Yo comprendo por qué mi voluntad ha sido tan
frecuentemente frustrada, por qué mis planes fueron
malogrados tantas veces, por qué mi camino ha sido tan
interrumpido.
Es porque Tu tierra de Canaán es una tierra de sacrificio y
yo me estoy preparando para este sacrificio. Es porque la
rosa de Tu cielo es la flor de la pasión del Calvario. Es
porque el centro de Tu trono contiene un Cordero que fue
inmolado. Es porque los mensajeros de Tu voluntad son
espíritus ministradores. Es porque Tu vida de resurrección
mantiene las marcas de los clavos. Es porque los más
humildes son los mayores en el reino de Tu gloria. La
esclavitud de Egipto será un recuerdo de oro cuando yo
acepte la visión de Tu tierra de Canaán.
Cabalgando sobre la tormenta
«...Se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús...
Herodes y Poncio Pilato... para hacer cuanto tu mano y tu
consejo habían antes determinado que sucediera» (Hechos
4:27-28).
La frase termina de manera opuesta a lo que diría el sentido
común. Nosotros esperaríamos leer así: «Contra tu santo
Hijo Jesús se unieron Herodes y Pilato para torcer el curso
de tu divina voluntad». En lugar de eso, leemos: «Contra tu
santo Hijo Jesús se unieron Herodes y Pilatos para hacer
cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que
sucediera». La idea es que el esfuerzo de ellos para oponerse
a la voluntad de Dios demostró ser un golpe de alianza con
ella. Las medidas que tomaron para arruinar la nave se
volvieron la forma de asegurar que ésta se mantuviese a
flote.
Ellos se confabularon en un consejo de guerra contra Cristo;
pero, sin tener conciencia de ello, firmaron un tratado para la
promoción de la gloria de Cristo. Pensaban que estaban
haciendo un testamento en favor de los enemigos de Cristo;
y estaban realmente dejando toda su riqueza al Hombre de
Nazaret. Ellos decretaron que él debía morir; ese decreto fue
su contribución de hojas de palma.
Mi hermano, Dios nunca frustra las circunstancias adversas;
ése no es su método. Me impresionan a menudo estas
palabras: «Él cabalga en las alas del viento». Son muy
sugerentes. Nuestro Dios no abate las tormentas que se
levantan en contra suya; él monta sobre ellas, él obra a
través de ellas.
A menudo nos sorprende que se permita abrir tantos
caminos espinosos para los buenos: cómo José, el muchacho
soñador, es puesto en un calabozo; cómo ese hermoso niño
Moisés es lanzado en el Nilo. Usted habría esperado que la
Providencia detuviera la apertura de esos fosos destinados
para destrucción. Bueno, él podría haber hecho así; él podría
haber dicho a la tormenta: «¡Detente!». Pero había una
forma más excelente: montar sobre ella.
La ley natural
«Jehová trajo un viento oriental... y al venir la mañana, el
viento oriental trajo la langosta» (Éxodo 10:13).
Se inclina uno a preguntar: ¿Por qué traer el viento del este?
Dios estaba a punto de enviar una providencia especial para
la liberación de su pueblo de Egipto. Estaba a punto de
azotar a los egipcios con una plaga de langostas. Las
langostas iban a ser su especial providencia, la evidencia de
su poder supremo. ¿Por qué entonces, no trae las langostas
en seguida? ¿Por qué provoca la intervención de un viento
oriental? ¿No parecería más majestuoso si simplemente
hubiera sido escrito: «Dios mandó una plaga de langostas
creada con el propósito de liberar a su pueblo»? En lugar de
eso, su acción toma la forma de la ley natural: «El Señor
trajo un viento oriental... y al venir la mañana, el viento
oriental trajo la langosta».
¿Por qué envía su mensaje en un carro común cuando podía
volar en alas celestiales? ¿No son algo desilusionantes las
palabras «al venir la mañana»? ¿Por qué debía el acto de
Dios ser tan largo obrando la cura? ¿No es el pasaje entero
un estímulo para que los hombres digan: «Oh, todo eso se
debió a causas naturales»? Sí, y para agregar, «todas las
causas naturales son causas divinas».
Entonces, ¿por qué ha sido escrito este pasaje? Es para
mostrarnos que cuando vemos un beneficio divino que pasa
por un viento oriental, o cualquier otro viento, no debemos
pensar que procede menos directamente de Dios.
Es para enseñarnos que, cuando nosotros pedimos la ayuda
de Dios, hemos de esperar que la respuesta sea enviada a
través de cauces naturales, a través de cauces humanos. Para
decirnos que, cuando los cielos reales están callados, no
hemos de decir que no hay voz de nuestro Padre.
Hemos de buscar la respuesta a nuestras oraciones, no en
una apertura del cielo, no en las alas de un ángel, no en un
trance místico, sino en los accidentes aparentes de cada día,
en el encuentro con un amigo, en el cruce de una calle, en el
oír un sermón, en la lectura de un libro, en escuchar una
canción, en la contemplación de una bella escena.
Debemos vivir en la expectativa solemne que, cualquier día
de nuestras vidas, las cosas que nos rodean pueden ser los
mensajeros de Dios.
El canto desde la cárcel de Bedford
Juan Bunyan nació en Elstow, Inglaterra, el 30 de
noviembre de 1628, sin embargo su vida entera estuvo
asociada a la ciudad de Bedford, ubicada a unos 80
kilómetros al noroeste de Londres. Bunyan aprendió el
oficio de su padre, que era hojalatero. Recibió la educación
común de los pobres: leer y escribir. No tuvo educación
formal más alta de ningún tipo.
El largo camino hacia la fe
De niño, Bunyan fue muy sensible a las cosas espirituales.
Sufría permanentes pesadillas, en que se veía siendo
torturado en el infierno, por lo cual solía pasar días
encerrado en el abatimiento y la melancolía.
Pero las pruebas más notables de su vida empiezan a los 15
años de edad, cuando mueren su madre y su hermana de 13
años, con un mes de diferencia. Para mayor aflicción, su
padre volvió a casarse apenas un mes después. Cuando
Bunyan cumplió 16 años, fue arrancado de su hogar para el
ejército, donde estuvo dos años.
En ese tiempo, Bunyan no era creyente; su vida era bastante
licenciosa. «Pocos me igualaban –dice– sobre todo
considerando mis tiernos años, en maldecir, jurar y
blasfemar el nombre santo de Dios … Era el cabecilla de
mis jóvenes amigos en el camino del vicio y la impiedad».
Pensar en Dios le era un asunto muy desagradable, así como
oír hablar de libros cristianos.
Sin embargo, él habría de reconocer más tarde que Dios le
había buscado todo ese tiempo, y que muchas veces le había
enviado, lo que él denominaba, «juicios templados con
misericordia». Una vez cayó en una zanja y por poco muere
ahogado. Otra vez se hundió en un bote en el río Bedford.
Poco después, yendo por el campo con sus amigos, encontró
una víbora que se arrastraba por el camino, y le dio con un
palo en la cabeza. Cuando la víbora quedó atontada, realizó
un acto temerario: la forzó a abrir el hocico con un palo y le
sacó el aguijón con los dedos. Cuando era soldado, alguien
tomó su puesto en la guardia, para morir al poco rato con
una bala en la cabeza.
Muy pronto ocurrió otro hecho providencial en su vida. A la
edad de 20 años se casó con una mujer muy especial. No se
conoce el nombre de ella, pero sí se sabe que provenía de
una familia pobre y muy piadosa. El matrimonio Bunyan
tuvo cuatro hijos, María, Isabel, Juan y Tomás. María, la
mayor, nació ciega. El único bien material que ella aportó al
matrimonio fueron dos libros que le había dejado su padre al
morir: «El Camino al cielo para el Hombre sencillo» y «La
Práctica de la Piedad».
Bunyan decía: «En estos libros yo leía a veces con ella,
donde encontré algunas cosas que me agradaban; pero aún
yo no tenía fe». Pero la obra de Dios había empezado en su
vida, pues el ejemplo de su esposa y la lectura de esos libros
le produjeron deseos de reformarse.
Se lanzó entonces con todas su fuerzas a un ejercicio
religioso voluntario y perseverante con el fin de reformarse
a sí mismo. Sin embargo, no había nacido de nuevo. La vida
religiosa se transformaría muy pronto en una carga pesada y
asfixiante. Entonces comenzó a buscar respuestas en la
Biblia; pero en vez de hallarlas, le sobrevenían muchas
dudas, grandes conflictos espirituales.
Había períodos de gran duda sobre las Escrituras y sobre su
propia alma. «En mi espíritu, se derramaba un diluvio de
blasfemias contra Dios, Cristo, y las Escrituras, para mi
confusión y asombro. ¿Cómo entender, por ejemplo, que los
turcos tenían tan buenas escrituras para demostrar que
Mahoma era su Salvador, tal como nosotros las tenemos
para demostrar a nuestro Jesús? La dureza de mi corazón era
tan extrema, que aunque me dieran mil libras por una
lágrima, yo no podría verter una sola».
Luego, cuando él pensaba que ya estaba establecido en el
evangelio, vino un tiempo de oscuridad aplastante, seguida
de una tentación terrible: «Yo sentía mi corazón
consintiendo a la tentación de abandonar a Cristo. Oh, la
diligencia de Satanás, la desesperanza del corazón del
hombre. Temí que mi terrible pecado pudiera ser
imperdonable. Nadie conoce mis terrores de esos días. Me
era duro trabajo orar a Dios, porque la desesperación estaba
devorándome».
Entonces vino lo que parecía ser el momento decisivo. «Un
día, mientras paseaba por el campo, esta frase cayó en mi
alma: «Tu justicia está en el cielo». Y entonces, vi con los
ojos de mi alma a Jesucristo a la diestra de Dios; allí estaba
mi justicia. Aun más, también vi que no era la buena
intención de mi corazón lo que haría mejorar mi justicia, ni
aún mi mala intención lo que empeoraría mi justicia, pues
mi justicia era Jesucristo mismo, el mismo ayer, hoy, y para
siempre. Ahora mis cadenas cayeron. Fui libertado de mis
aflicciones; mis tentaciones también huyeron; así que desde
ese tiempo esas Escrituras de Dios sobre el pecado
imperdonable dejaron de atormentarme; ahora fui también a
casa regocijándome por la gracia y el amor de Dios».
Comienzo de su ministerio
Bunyan comienza a reunirse en la iglesia no conformista de
Bedford, donde recibió mucha ayuda del pastor, Mr.
Gifford. Otra influencia importante fue el Comentario sobre
Gálatas de Martín Lutero. «Tuve mucho placer de que este
libro viniera a parar a mis manos, tan antiguo, y cuando lo
leí sólo un poquito, hallé que mi propia condición estaba
tratada con tanto detalle que parecía que el libro había sido
escrito para mí… Con la excepción de la Biblia, prefiero
este libro sobre todos los otros que he visto en mi vida».
En 1655, cuando la situación de su alma estaba consolidada,
le pidieron a Bunyan que exhortara a la iglesia, y
súbitamente se mostró un gran predicador. No fue
autorizado como pastor de la iglesia de Bedford hasta 17
años después, pero creció su popularidad como poderoso
predicador. De todas partes acudían centenares a oír su
palabra. Charles Doe, un fabricante de peines en Londres,
diría años más tarde: «El Sr. Bunyan predicó el Nuevo
Testamento de tal forma que me hizo asombrarme y llorar
de alegría».
A Bunyan le tocó vivir en una época de profundos conflictos
políticos entre el Parlamento y la Monarquía, conflictos que
incidieron en la vida religiosa de Inglaterra. Como
consecuencia de ello, hubo varios períodos de persecución
religiosa para aquellos que no pertenecían a la iglesia oficial
–como era su caso– seguidos de otros de libertad transitoria.
En los días de tolerancia religiosa, se cuenta que un día se
reunieron unas 1.200 personas para oírle, a las 7 de la
mañana en un día laboral. Una vez, en la prisión, una
congregación entera de 60 personas fue arrestada y traída
por la noche. Un testigo nos dice: «Oí al Sr. Bunyan
predicar y orar con un poderoso espíritu de fe en la ayuda
divina que me hizo estar de pie y maravillarme». El mayor
teólogo puritano y contemporáneo de Bunyan, John Owen,
cuando el Rey Carlos le preguntó por qué él, un gran
erudito, fue a oír predicar a un inculto hojalatero, dijo: «Yo
cambiaría de buena gana mi conocimiento por ese poder
para conmover los corazones de los hombres».
En 1658, a diez años de su matrimonio, cuando Bunyan
tenía 30 años, murió su esposa, dejándolo con cuatro niños
menores de diez años. Un año después, se casó con
Elizabeth, una mujer notable. A un año de su boda, Bunyan
fue arrestado y puesto en prisión; tenía 32 años de edad. Ella
estaba embarazada de su primogénito y abortó en la crisis.
Entonces Elizabeth se dedicó a cuidar a los niños
abnegadamente, sola durante 12 años, y dio a Bunyan dos
niños más, Sara y José.
Una esposa valerosa
Ella merece mención aparte por el valor con que enfrentó a
las autoridades en 1661, un año después del encarcelamiento
de su esposo. Ella ya había ido a Londres con una petición.
Esta vez, se encontró con una dura pregunta:
–¿Dejará él de predicar?
–Señor, él no dejará de predicar en tanto pueda hacerlo.
–¿Cuál es la necesidad de hablar?
–Hay necesidad, señor, porque yo tengo cuatro hijos
pequeños que mantener, de los cuales uno es ciego, y no
tenemos de qué vivir sino de la caridad de la gente buena.
Uno de los jueces, compadecido, le preguntó cómo ella tenía
cuatro hijos siendo tan joven.
–Señor, yo soy su madrastra, me he casado sólo hace dos
años. De hecho, yo estaba encinta cuando mi marido fue
aprehendido primero; pero siendo joven y no acostumbrada
a tales cosas, a causa de las noticias, entré en labor de parto
durante ocho días, y entonces él fue libertado; pero mi hijo
murió».
Los otros jueces se endurecieron y dijeron:
–¡No es más que un calderero!
–Sí, y porque él es un calderero y un hombre pobre, es
despreciado y no se le hace justicia.
Un juez se enfureció y dijo que Bunyan predicaría y haría lo
que quisiera.
–¡Él no predica nada más que la Palabra de Dios!– dijo ella.
Otro, en un arrebato, gritó:
–¡Él va por todas partes haciendo daño!
–No, señor, no es así; Dios lo ha tomado y ha hecho mucho
bien a través de él.
El hombre furioso replicó:
–¡Su doctrina es la doctrina del diablo!
–¡Señor, cuando aparezca el Juez justo, sabrá que su
doctrina no es la doctrina del diablo!
Un biógrafo de Bunyan comenta: «Elizabeth Bunyan era
simplemente una campesina inglesa; sin embargo, no
hubiese hablado con más dignidad si hubiese sido una
reina».
Así, durante 12 años Bunyan escogió la prisión. Él pudo
tener su libertad cuando quisiera, pero él y Elizabeth estaban
hechos del mismo material. Cuando se le exigió retractarse y
no predicar, no aceptó violar su fe ni sus principios. No
obstante, a veces se atormentaba pensando que no había
tomado la decisión correcta en resguardo de su familia. «La
separación de mi esposa y mis hijos, especialmente de mi
hija ciega, a menudo fue para mí como arrancarme la carne
de mis huesos». Pero él permaneció allí. Y allí Juan Bunyan
entonó un canto que todavía se escucha, «El Peregrino», su
obra más conocida; y no sólo eso, pues el testimonio de su
estada allí, de su fidelidad en medio del sufrimiento, han
sido una dulce melodía para miles de cristianos en los siglos
posteriores.
Pastorado en Bedford
En 1672 él fue libertado gracias a la Declaración de
Indulgencia Religiosa. Inmediatamente fue designado pastor
de la iglesia en Bedford, donde había estado sirviendo desde
el principio, incluso desde la prisión, a través de escritos y
visitas periódicas. Se compró un granero, que fue habilitado
para las reuniones. Nunca dejó su pequeña parroquia por
otras oportunidades mayores en Londres. Se estima que
había unos 120 no-conformistas en Bedford en 1676, con
otros que no dudaban en venir a oírlo desde los pueblos
circundantes.
Hubo un nuevo encarcelamiento en 1675-76. Se cree que en
este tiempo fue escrito «El Progreso del Peregrino». Pero
aunque él no estuvo de nuevo en prisión durante su
ministerio, la tensión de aquellos días era muy grande.
Diez años después de su último encarcelamiento, en mitad
de los 1680‘s, la persecución se desató de nuevo. Las
reuniones fueron prohibidas; los hermanos, apresados. «Con
frecuencia, los disidentes cambiaban el lugar de reunión y
ponían centinelas; dejaron de cantar himnos en sus servicios,
y para mayor seguridad rendían culto al final de la noche.
Los ministros eran llevados al púlpito a través de trampas en
el suelo o en el techo, o a través de puertas improvisadas en
las paredes». Bunyan esperaba ser apresado de nuevo y
cedió la propiedad de todos sus bienes a su esposa Elizabeth
para que ella no fuera afectada por sus multas o
encarcelamiento.
Pero Dios lo salvó. Hasta agosto de 1688, viajó los 80
kilómetros hasta Londres para predicar. Pero después de un
viaje a un distrito periférico, volvió a Londres a caballo,
bajo un terrible temporal. Cayó enfermo de una fiebre
violenta, y el 31 de agosto de 1688, a la edad de 60 años,
siguió a su Peregrino desde la ciudad de Destrucción, a
través del río, a la Nueva Jerusalén. Su último sermón lo
predicó el 19 de agosto en Londres sobre Juan 1:13. Sus
palabras finales en el púlpito fueron: «Vivid como hijos de
Dios, de modo que podáis mirar al rostro de vuestro Padre
con reposo cada día».
Su esposa e hijos probablemente no supieron de la crisis
hasta que fue demasiado tarde; así que es posible que él
muriese sin el consuelo de su familia, tal como había
sucedido en gran parte de su vida. El inventario de sus
pertenencias después de su muerte dio un total de 42 libras y
19 chelines. Esto es más de lo que dejaría un hojalatero
común, pero sugiere que la mayoría de las ganancias de «El
Progreso del Peregrino» habrían ido a los impresores de las
ediciones ‗piratas‘. Bunyan nació pobre y nunca anheló
enriquecerse en esta vida. Fue sepultado en Londres.
Su legado
La vida hermosamente rendida de Juan Bunyan nos deja un
precioso legado, que puede desglosarse en tres grandes
áreas: su actitud frente a los padecimientos, su amor a la
Palabra de Dios y sus escritos.
Su actitud frente a los padecimientos
John Piper, al comentar este aspecto de la vida de Bunyan,
dice: «Lo que más me conmueve de Bunyan es su
sufrimiento y cómo respondió a él». Y agrega: «Yo leo a
Juan Bunyan con un creciente sentido de que el sufrimiento
es un elemento normal, útil, esencial y ordenado por Dios en
la vida y el ministerio cristiano … Ha habido siempre,
también en nuestros días, personas que intentan resolver el
problema del sufrimiento negando la soberanía de Dios, la
providencia todo gobernante de Dios sobre Satanás, sobre la
naturaleza y sobre los corazones y los hechos del hombre.
Pero es notable ver cómo aquellos que defienden la
soberanía de Dios en relación al padecimiento han sido los
que más han sufrido y han encontrado en ella el mayor
consuelo y ayuda».
«Bunyan estaba entre ellos. En 1684 él escribió una
exposición para su pueblo sufriente basada en 1 Pedro 4:19:
«Los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden
sus almas al fiel Creador, y hagan el bien». El libro se
llamaba «Consejos Oportunos: Advertencia a los que
sufren». Él toma la frase «según la voluntad de Dios», y
despliega allí la soberanía de Dios para el consuelo de su
pueblo.
«No es lo que los enemigos quieren, ni a lo que ellos están
resueltos, sino lo que Dios quiere, y lo que Dios determina;
eso se hará. Ningún enemigo puede traer aflicción a un
hombre si la voluntad de Dios es diferente; así también,
ningún hombre puede escapar de sus manos cuando Dios lo
entrega para Su gloria; así como Jesús mostró a Pedro con
qué muerte él glorificaría a Dios. Nosotros sufriremos o no
sufriremos, según a él le plazca».
«Dios ha determinado quién sufrirá (Apoc. 6:11, el número
completo de los mártires). Dios ha determinado cuándo ellos
sufrirán (Hechos 18:9-10, el tiempo de aflicción aún no
había llegado para Pablo; así también con Jesús en Juan
7:30). Ha decretado dónde este, aquel u otro hombre bueno
sufrirá («no es posible que un profeta muera fuera de
Jerusalén» Lucas 13:33; 9:30). Dios ha ordenado qué tipo de
padecimientos sufrirá este o aquel santo (Hechos 9:16,
«cuán grandes cosas él deberá sufrir»; Juan 21:19 «con qué
muerte había de glorificar a Dios»). Nuestras aflicciones, así
como la naturaleza de ellas, están todas escritas en el libro
de Dios; y sin embargo, esa escritura aparece con caracteres
desconocidos para nosotros, aunque Dios la entiende muy
bien (Mar. 9:13; Hech. 13:29). Él ha establecido quién de
ellos morirá de hambre, quién por la espada, quién irá a
cautividad, o quién será comido por las bestias (Jeremías
15:2, 3)».
¿Cuál es el objetivo de Bunyan en esta exposición de la
soberanía de Dios acerca del sufrimiento? «En pocas
palabras, he escrito esto para mostraros que los sufrimientos
son ordenados y dispuestos por él, para que, cuando entréis
en dificultades por este nombre, no os desestabilicéis ni os
desorientéis, sino permaneced serenos y firmes, y decid:
‗Sea hecha la voluntad del Señor‘ (Hech. 21:14)».
Él advierte también contra los sentimientos de venganza.
«Aprended a compadeceros y lamentar la condición del
enemigo. Nunca tengáis inquina por sus ventajas presentes.
‗No te entremetas con los malignos, ni tengas envidia de los
impíos» (Prov. 24:19). No os preocupéis, aunque ellos
estropeen vuestro lugar de reposo. Es Dios que les ha
permitido hacerlo, para probar vuestra fe y paciencia. No les
deseéis mal con lo que ellos han obtenido de vosotros.
Bendecid a Dios pues vuestra porción cayó en el otro lado.
Cuán amoroso, por consiguiente, es el trato de Dios con
nosotros, cuando él escoge afligirnos aunque por poco
tiempo, porque con bondad eterna tiene misericordia de
nosotros (Is. 54:7-8)».
La clave para sufrir pacientemente es ver en todas las cosas
la mano de un Dios misericordioso, bueno y soberano. Hay
más de Dios para ser asido en los tiempos de angustia que en
cualquier otro tiempo. Hay algo de Dios que puede ser visto
en un día tal, y no en otras condiciones.
Bunyan pide a su pueblo que se humille bajo la mano
poderosa de Dios y confíen que todo será para su bien. «Os
ruego, no desmayéis, ni os airéis con Dios, o con los
hombres, si la cruz se os hace pesada. No con Dios, porque
él nada hace sin una causa, ni con los hombres, porque ellos
son siervos de Dios para vuestro provecho» (Salmo 17:14;
Jer. 24:5); por tanto, tomad con gratitud lo que os viene de
Dios por medio de ellos».
Su amor a la Palabra de Dios
¿Cuál es la clave para vivir en Dios? La respuesta de
Bunyan es: asirse de Cristo a través de la Palabra de Dios, la
Biblia. La prisión probó ser para él un lugar bendito de
comunión con Dios, porque su dolor le abrió la Palabra y la
más profunda comunión con Cristo que él jamás había
conocido antes.
«Nunca tuve en toda mi vida tan amplia entrada en la
Palabra de Dios como ahora en prisión. Aquellos temas que
yo nunca había visto antes fueron escritos en este lugar y
empezaron a brillar para mí. Jesucristo mismo nunca fue
más real y notorio que ahora. Aquí yo lo he visto y lo he
sentido de hecho. En este lugar, he tenido dulces visiones
del perdón de mis pecados y de mi estar con Jesús en el otro
mundo. Estoy persuadido de que, mientras esté en este
mundo, nunca podría expresar lo que he visto aquí».
Sobre todo, él tomó las promesas de Dios como la llave para
abrir la puerta del cielo. «Os digo, amigos, hay promesas del
Señor que me ayudaron a asirme de Cristo, que yo no
obtendría fuera de la Biblia por mucho oro y plata de que
dispusiese».
Una de las más grandes escenas en «El Progreso del
Peregrino» es cuando Cristiano, en el calabozo del Castillo
de la Duda, recuerda que tiene una llave para la puerta. Es
muy significativo no sólo lo que la llave es, sino donde está:
«¡Qué tonto y necio soy en quedarme en mi calabozo
maloliente, cuando tan bien pudiera estar paseándome en
libertad! Tengo en mi pecho una llave, llamada Promesa,
que estoy persuadido podrá abrir todas y cada una de las
cerraduras del castillo de la Duda». «¿De veras?, le dice
Esperanza, éstas son buenas noticias, hermano; sácala de tu
pecho y probaremos». Cristiano sacó su llave, la aplicó a la
puerta del calabozo, y a la media vuelta la cerradura cedió, y
la puerta se abrió de par en par y con la mayor facilidad, y
Cristiano y Esperanza salieron».
Tres veces Bunyan dice que la llave estaba en el «bolsillo
del pecho» de Cristiano o simplemente «su pecho». Tomo
esto para significar que cristiano la había escondido en su
corazón por la memorización, y que era ahora accesible en
prisión precisamente por esta razón. Es así como las
promesas sostuvieron y fortalecieron a Bunyan. Él estaba
lleno de la Escritura. Todo lo que escribió está saturado de la
Biblia. Escudriñaba su Biblia la mayor parte del tiempo. Por
eso él puede decir de sus escritos: «No tengo cosas pescadas
en las aguas de otros hombres; mi Biblia y la Concordancia
son la única bibliografía en mis escritos».
Spurgeon anota: «Su ser entero estaba saturado con la
Escritura; sus escritos continuamente nos hacen sentir y
decir: ¡Este hombre es una Biblia viviente! Pínchenlo en
cualquier parte y encontrarán que incluso su sangre es
‗biblina‘, la verdadera esencia de la Biblia fluye de él. Él no
puede hablar sin citar un texto, pues su alma está llena de la
Palabra de Dios».
Bunyan reverenciaba la Palabra de Dios y temblaba ante la
posibilidad de deshonrarla. «Permíteme morir con los
filisteos (Jue. 16:30) antes que tratar corruptamente con la
palabra bendita de Dios». Esta, finalmente, es la razón por la
cual Bunyan tiene tanta vigencia hoy, en lugar de
desaparecer en la niebla de la historia. Él continúa
ministrando porque él reverenciaba la Palabra de Dios y se
sumergió en ella.
Sus escritos
Los libros habían estimulado su propia búsqueda espiritual y
lo habían guiado en ella. Los libros serían su principal
legado a la iglesia y al mundo.
Por supuesto, él es famoso por «El Progreso del Peregrino».
Junto a la Biblia, es el libro más difundido en el mundo,
traducido a más de 200 idiomas. Tuvo éxito inmediatamente
con tres ediciones en su primer año de publicación (1678).
Fue despreciado al principio por la élite intelectual, pero
como señaló Lord Macaulay: «Este es quizás el único libro
sobre el cual, después de cien años, la minoría educada ha
sobrepasado a la opinión de la gente vulgar».
Pero la mayoría de las personas no sabe que Bunyan fue un
escritor prolífico antes y después de «El Progreso del
Peregrino». El catálogo de sus escritos registra 58 libros. Es
notable su variedad temática: controversia (como los
«Cuáqueros y la justificación y el bautismo»), poemas,
literatura infantil, y alegoría (como «La Guerra Santa» y «La
Vida y Muerte de Mr. Badman»). Pero la gran mayoría son
exposiciones doctrinales prácticas de la Escritura, basadas
en sermones, para fortalecer, advertir y ayudar a los
cristianos peregrinos en el exitoso camino al cielo.
Fue un escritor de principio a fin. Ya había escrito cuatro
obras antes de ir a prisión, a la edad de 32 años, y el año en
que murió se publicaron cinco libros suyos. Esto es
extraordinario para un hombre sin educación formal. No
sabía griego ni hebreo y no tenía grado teológico alguno.
Por esto le menospreciaban aun en sus propios días, de tal
manera que su pastor, John Burton, salió en su defensa,
escribiendo un prólogo para su primer libro en 1656, cuando
él tenía 28 años: «Este hombre ha sido escogido no de lo
terrenal sino de la universidad celestial, la Iglesia de Cristo.
Él, a través de la gracia, ha tomado estos tres grados
celestiales: la unión con Cristo, la unción del Espíritu, y las
experiencias de las tentaciones de Satanás, que hacen más
diestro a un hombre para esa obra poderosa de predicar el
Evangelio que todos los grados y el aprendizaje universitario
que pueda detentar».
Los sufrimientos de Bunyan dejaron su marca en toda su
obra escrita. George Whitefield dijo de «El Progreso del
Peregrino»: «Huele a prisión. Fue escrito cuando el autor
estaba confinado en la cárcel de Bedford. Y los ministros
nunca escriben o predican tan bien como cuando están bajo
la cruz: el Espíritu y la Gloria de Cristo descansan entonces
en ellos».
El pobrecillo de Asís
Francisco nació a fines del siglo XI, año 1083, con el
nombre de Juan Bernardone, en la pequeña ciudad italiana
de Asís.
En su tiempo, la iglesia institucionalizada había escalado
hasta la cima del poder y riquezas mundanas nunca antes
vista, descuidando gravemente su misión espiritual. Había
mucha corrupción y abusos en casi todos los ambientes
cristianos. Entre tanto, la gran mayoría de la gente vivía en
la ignorancia y la pobreza, soportando los abusos de quienes
detentaban el poder político y el poder religioso.
En este desolador contexto surgieron reacciones en busca de
una vida cristiana más pura y consagrada. Una de ellas fue
encabezada por Pedro de Valdo y los «Pobres de Lyon»,
quienes vendían sus bienes para vivir de una manera
humilde, predicaban el evangelio a los pobres y difundían la
Biblia en lengua vernácula. Muy pronto, sin embargo, la
iglesia secularizada se los prohibió y fueron perseguidos
como herejes. Esto los convirtió en un pueblo separado que,
a pesar de su fiel testimonio por Jesucristo, tenían pocas
posibilidades de llegar a la gran masa de hombres y mujeres
sometidos a ese sistema.
Es en este punto donde cobra importancia la figura de
Francisco de Asís
Pobre para Cristo
Francisco, cuyo nombre es en realidad un apodo que
significa «pequeño francés», fue hijo de un rico comerciante
de la ciudad de Asís. Durante su juventud vivió de manera
mundana y disipada, despilfarrando a manos llenas el dinero
de su padre. Con ansias de conquistar la gloria caballeresca,
se enlistó en el ejército de su ciudad para luchar contra la
ciudad rival de Perusa. Sin embargo, su ejército fue
derrotado y Francisco acabó encarcelado en Perusa por
varios meses. Allí comenzaron a desmoronarse sus sueños
de gloria y grandeza. Aunque, una vez libertado, volvió a su
antigua vida, un cambio imperceptible comenzaba a
operarse en él, pues la gracia de Dios ya lo estaba atrayendo.
Fue así como, dos años más tarde, mientras se dirigía otra
vez al campo de batalla, repentinamente una voz en sueños
le mandó detenerse y volver a su casa. Así lo hizo, y aquella
noche, mientras oraba, Francisco se encontró con el Señor y
éste cambió su vida para siempre.
Como consecuencia de ese encuentro, todos sus antiguos
hábitos y deseos desaparecieron y fueron reemplazados por
un ardiente anhelo de conocer e identificarse más y más con
Cristo. Y fue este el motivo que gobernó su vida hasta el fin.
Todo lo demás, estuvo siempre subordinado a este llamado
supremo. Pues, aunque siempre se mantuvo fiel a la iglesia
establecida, su jerarquía y sus sacramentos, la vida de Cristo
en él logró desbordar y eclipsar todas esas influencias para
llevarlo por un camino totalmente diferente. Todo lo demás
se volverá externo y transitorio. «Solo Dios salva, y no
necesita de la ayuda de ningún hombre para hacerlo; y si
necesitara de alguien, sería de siervos pequeñitos e
ignorantes», podría decir más adelante.
A partir de su conversión, los hechos se suceden
rápidamente. Comienza a visitar a los mendigos y luego a
los leprosos. A estos últimos se les llamaba «raza maldita»,
y les estaba prohibido entrar en las ciudades y beber de los
ríos o fuentes por temor al contagio. A Francisco le
causaban un horror indescriptible y los evitaba por cualquier
medio. No obstante, creía haber escuchado la voz del Señor
en oración, diciéndole: «Si quieres conocer mi voluntad,
deberás amar todo lo que has despreciado y despreciar todo
lo que has amado».
Cierto día, mientras iba en su caballo, divisó un leproso que
venía hacia él por el camino. Instintivamente dio la media
vuelta y escapó. Pero, en ese instante, recordó la voz del
Señor y decidió volver. Bajó del caballo tambaleándose y
acercándose al leproso lo abrazó y luego besó sus dos manos
llagadas y putrefactas por la lepra. Luego se alejó, y al
momento, sintió que el Señor lo envolvía con su presencia
de una manera nueva y superior. Desde ese día consideró
ese incidente como la prueba de fuego de su conversión.
Nunca más temió a los leprosos y a partir de entonces
procuró con ahínco limpiar sus heridas y llagas. Al final de
su vida pudo confesar: «El Señor me llevó entre los
leprosos», recordando que fue gracia del Señor la que lo
capacitó para servirlos.
Poco tiempo después, comenzó a distribuir los bienes de su
padre entre los pobres de la ciudad. Este último, furioso, lo
encerró bajo llave en su casa, decidido a hacer de él un
hombre de negocios. Pero su madre, una mujer sensible, lo
liberó. No obstante, su padre lo arrastró hasta la puerta de la
parroquia de Asís, para que el obispo juzgara su causa. Allí
Francisco, en un acto de singular dramatismo, se despojó de
sus costosas ropas y, entregándoselas a su padre, declaró
ante todo el pueblo: «Amé y fui amado por este hombre a
quien siempre llamé padre. Pero Aquel que me soñó y amó
desde la eternidad, puso un muro a mi carrera de
comerciante y me dijo «ven conmigo». Y yo he decidido
irme con él. Ahora tengo otro Padre. Desnudo vine al mundo
y desnudo retornaré a los brazos de mi Padre».
Este acto marcó su rompimiento definitivo y radical con la
sociedad y sus intereses mundanos. Nunca más volvió a
tener posesión alguna, a excepción de una túnica hecha de
saco y un cordón para atarla. Tampoco volvió a tocar el
dinero. Había abrazado la pobreza, no como un fin en sí
mismo, sino como una manera de despojamiento y
desprendimiento a fin de poseer a Cristo sin limitaciones.
Su pobreza radical era una forma de completo desasimiento,
no sólo del cuerpo sino también del alma, a fin de poseer a
Dios plenamente. Y a partir de allí, surgió en él un extraño y
nuevo amor por la creación de Dios, los árboles, las
montañas, las aves, los insectos y las flores. Pues, descubrió
que quien no tiene nada, en realidad lo tiene todo. Mas no
como su dueño, sino como beneficiario del infinito amor de
Dios, que se revela en toda su creación. «Cuando el corazón
–decía– está vacío de Dios, el hombre atraviesa la creación
como mudo, sordo, ciego y muerto; inclusive la Palabra de
Dios está vacía de Dios. Cuando el corazón se llena de Dios,
el mundo entero se puebla de Dios... El Señor sonríe en las
flores, murmura en la brisa, pregunta en el viento, responde
en la tempestad, canta en los ríos..., todas la criaturas hablan
de Dios cuando el corazón está lleno de Dios».
El hermano pobre y desasido de todo –pensaba Francisco–
puede ser hermano de todo lo creado, como una criatura más
entre todas las criaturas de Dios. Pero además, puede,
henchido por el amor de Dios, amar a todos los hombres, sin
distinción de clase, riqueza ni color, especialmente aquellos
que no son amables, ni atractivos ni deseables. Aquí
hallamos la explicación más profunda de la pobreza asumida
voluntariamente por Francisco.
Los Hermanos Menores
Francisco fue siempre un hombre de acción más que de
palabra. Por ello, su testimonio de Cristo debe buscarse
antes en sus actos que en sus enseñanzas o predicaciones.
Hablando estrictamente, no fue un hijo de la iglesia
organizada. No estudió en un seminario, no fue parte del
clero, ni tampoco formó parte de ninguna de las órdenes
religiosas ya existentes. Su conocimiento religioso, bastante
tosco y popular, no pasaba del de cualquier laico promedio.
A pesar de ello, emprendió al principio un camino solitario
en el que no buscó ni consultó más que al Señor y su
Palabra.
Y fue en ese camino que el Señor le reveló su voluntad por
medio de las palabras del evangelio en Mateo 10:5-14: «Id...
predicad diciendo: El reino de los cielos se ha acercado... no
os proveáis de oro, plata, ni cobre en vuestros cintos...etc».
Fue como si un relámpago estallara ante sus ojos. Era la voz
del Señor hablándole a él directamente. Desde ese momento
en adelante debía dedicar su vida a vivir y predicar el
evangelio hasta el fin de sus días. Y él lo interpretó
literalmente: sin dinero, sin posesiones, sin reglas humanas,
dependiendo exclusivamente de Dios y su misericordia; y
dando primero ejemplo del evangelio con su propia vida.
A partir de entonces, poco a poco, en tanto Francisco
predicaba a las gentes encendido por el amor de Cristo, un
numeroso grupo de compañeros se fue sumando a su
aventura. El primero de ellos fue Bernardo de Quintavalle,
el hombre más rico y poderoso de Asís. Una tarde convidó a
Francisco a cenar a su casa y durante la noche, fingiendo
que dormía, lo espió mientras Francisco pasaba la noche
orando al Señor. Quedó tan conmovido, que al día siguiente
decidió repartir todo lo que tenía entre los pobres y seguir
las huellas de Francisco. Esto causó una gran conmoción en
la ciudad de Asís. Los nobles y poderosos comenzaron a
recelar de la influencia de Francisco, mientras otros tantos
jóvenes y jovencitas dejaban todo para seguir su ejemplo,
repartiendo sus posesiones entre los pobres para ir en pos de
Cristo.
Al principio, la naciente fraternidad tenía por única guía y
regla de acción los principios que Francisco tomaba del
Evangelio. Vivían sin posesiones en pequeñas chozas de
barro, cuidándose mutuamente, trabajando con sus manos
para obtener sustento (aunque nunca dinero) y a veces
pidiendo limosna. Siempre marchaban de dos en dos por los
caminos, predicando y saludando a todos con: «El Señor te
dé la paz». La mayoría los miraba extrañados, no pocos se
burlaban y algunos los golpeaban y trataban como locos o
ladrones. Pero ellos siempre intentaban responder con una
sonrisa mientras daban gracias al Señor por los golpes y las
burlas. Iban de ciudad en ciudad y de plaza en plaza
animando a todos a arrepentirse de sus pecados y volverse al
amor del Señor. Estos fueron los mejores años de Francisco
y la fraternidad, cuando eran libres para seguir al Señor sin
normas ni controles eclesiásticos. Sin embargo, muy pronto
todo habría de cambiar.
A medida que fueron siendo más y más conocidos, la
fraternidad fue creciendo, y Francisco sintió que era tiempo
de solicitar un permiso de la autoridad para continuar con la
fraternidad y su misión. Sus biógrafos atestiguan que, en
verdad, no pensaba que la autoridad debía refrendar el
evangelio que el Señor mismo le había encomendado, sino
que más bien, como todo cristiano medieval, pensaba que
debía hacerlo por respeto y sumisión. Pocos años antes
Pedro de Valdo había expresado el mismo deseo, pero había
sido rechazado.
Contrariamente a lo que había sucedido con Valdo,
Francisco obtuvo el permiso. La autoridad, tras largas
deliberaciones, aceptó la «regla» propuesta, que no era más
que una compilación de versículos del Evangelio. La
experiencia con Valdo había demostrado que oponerse a esta
clase de movimientos era peor. Desde entonces, se buscó
convertir el movimiento ‗franciscano‘ en un disciplinado
ejército sometido a los intereses de la iglesia
institucionalizada. Con el tiempo, este hecho llegaría a ser la
gran tragedia en la vida de Francisco.
El Camino de la Cruz
Francisco nunca fue un teólogo ni un hombre especulativo.
Desconfiaba del conocimiento y la sabiduría puramente
intelectual, pues para él conducía al orgullo y la
superioridad. Por lo mismo, y honestamente, nunca se
preguntó acerca de la validez escritural de la iglesia de su
tiempo. Él simplemente deseaba vivir el Evangelio de la
forma más humilde, pobre y amable posible, sin despreciar
ni herir a nadie. Además, pensaba que había sido llamado a
predicar con el ejemplo y no con la palabra. Aunque leía y
citaba constantemente la Biblia, siempre se consideró
ignorante e incompetente en cuanto a enseñar sobre ella. No
obstante, a pesar de todo lo anterior, en su intento de vivir
radicalmente a Cristo según lo revelan los evangelios, se
halló inevitablemente enfrentado con los intereses y
estratagemas del sistema eclesiástico dominante. En este
punto, desgarrado entre su anhelo de total fidelidad a Cristo
y, por otra parte, su respeto hacia una jerarquía eclesiástica
que impedía su completa realización, comenzó la noche
oscura para él.
A medida que la fraternidad fue creciendo, muchos hombres
preparados en las doctrinas y estatutos de la iglesia
profesante entraron en ella. La mayoría fue atraída por un
interés y simpatía reales hacia Francisco y los primeros
hermanos. Pero su espíritu era muy distinto. Y en ellos, la
jerarquía encontró el medio de tomar las riendas del
movimiento, nombrándolos rápidamente como rectores del
mismo. Estos ‗letrados‘ consideraban a Francisco demasiado
simple, tosco e inculto para dirigir un movimiento tan
grande. Querían atenuar lo que consideraban un ideal
demasiado riguroso y organizar la orden de acuerdo a las
reglas monásticas preexis-tentes. Deseaban fundar
conventos y seguir el camino ya conocido.
La autoridad había nombrado a Hugolino como delegado
protector de la orden. Este, influido por los ministros,
intentó convencer a Francisco tenazmente para que adoptara
alguna regla monástica. Pero Francisco se mantuvo
inconmovible. Los hermanos no necesitaban más regla que
el Evangelio de Cristo. De hecho, los primeros franciscanos
eran cualquier cosa menos monjes. Tenían total libertad para
vivir como el Señor los dirigiera: algunos como jornaleros,
otros como ermitaños, otros como peregrinos y aún otros,
como predicadores itinerantes. No existía ninguna
organización más que la necesaria para salvar las situaciones
según se presentaban. Eran, ante todo, una familia unida por
lazos espirituales.
Así se expresaba entre ellos lo que Francisco había recibido
de parte del Señor. Pero ahora se les exigía otra cosa:
organización y uniformidad. Para aquéllos era una cuestión
de practicidad y realismo; para Francisco, en cambio, estaba
en juego la viabilidad misma del Evangelio de Cristo. Él se
lo había jugado todo por esa forma de vida que los ministros
despreciaban como carente de sentido común. Fue una
batalla terrible en la que el alma de Francisco fue arrastrada
hacia un abismo de agonía, duda y desesperación. Fueron
años largos y oscuros, durante los cuales la fraternidad le fue
arrebatada progresivamente, mediante cientos de argucias y
engaños.
De hecho, ellos tenían miedo de enfrentar a Francisco, así
que le pidieron a Hugolino que interviniera. Un día, éste
tomó a Francisco aparte y comenzó nuevamente a hablarle.
En respuesta, Francisco tomó a Hugolino de la mano y entró
así a la asamblea general de hermanos. Y dijo: «Hermanos
míos. El camino en que me metí es el de la humildad y de la
sencillez. Si les parece nuevo mi programa, sepan que el
Señor mismo me lo reveló y que de ninguna manera seguiré
otro. No vengan a hablarme de reglas... ni de ninguna otra
forma de vida, fuera de aquella que el Señor misericordio-
samente me mostró. Y el Señor me dijo que él quería que yo
fuera un nuevo loco en el mundo... En cuanto a ustedes
(dirigiéndose a ellos), que Dios los confunda con su
sabiduría y su ciencia».
En medio de ese torbellino, Francisco decidió ausentarse e ir
a predicar a los musulmanes. En realidad estaba desalentado
y no deseaba batallar más, ni apropiarse de nada para sí. Los
letrados, aprovecharon el momento, y muy pronto metieron
a todo el movimiento en regla. Los primeros hermanos se
opusieron, pero fueron perseguidos y encarcelados. Sin
embargo, otros partieron a buscar a Francisco. Finalmente lo
encontraron y lo trajeron de vuelta. Cuando éste llegó, y
comprobó todos los cambios introducidos durante su
ausencia, se enfureció: En el lugar mismo donde él había
iniciado la fraternidad, los clérigos habían erigido un
convento.
Molesto, se subió entonces al techo y comenzó a tirar las
tejas. Sin embargo, los letrados no se dieron por vencidos.
Ni tampoco Hugolino. Finalmente, Francisco, enfermo y
agotado, decidió renunciar por completo a la dirección de la
fraternidad, nombrando en su reemplazo a un hermano de su
confianza. Reunió a los hermanos y les habló, en tono
sombrío y triste: «Hermanos, en adelante estoy muerto para
ustedes. He aquí al hermano Pedro Catani a quien todos,
ustedes y yo, obedeceremos». Había perdido la batalla por la
fraternidad.
De este modo, sin embargo, Francisco había optado por el
camino de la cruz y de la completa desapropiación. «Sólo
Dios basta», se repetía a sí mismo. Pero, desde ese momento
en adelante, Francisco y el movimiento que él había
fundado, que hasta hoy lleva su nombre, seguirían caminos
cada vez más divergentes. Entre tanto, se retiró con algunos
de sus compañeros más antiguos y fieles, y procuró
continuar con la misión que el Señor le había mostrado.
Se hallaba cada día más enfermo y una patología contraída
en oriente lo estaba dejando paulatinamente ciego. No
obstante, volvió a recorrer los caminos y aldeas predicando
el evangelio. La gente venía de todas partes a escuchar sus
mensajes. En especial los más pobres y desamparados. Y
Francisco lloraba cada vez que les hablaba del amor de
Cristo y de la Cruz.
En la última etapa de su vida buscó una identificación cada
vez más profunda con Cristo crucificado. Estaba tan
enfermo, que a veces los dolores superaban su capacidad de
resistencia. Los hermanos, desesperados, trataban de
ayudarlo y animarlo, pero él les respondía: «No hace falta,
conozco a Cristo pobre y crucificado y eso me basta».
Fue durante esa época que ocurrió el extraño episodio de los
estigmas. Los cronistas aseguran que recibió las marcas de
Cristo mientras oraba solo en una montaña. Sin embargo,
Francisco nunca habló de ello con nadie, y jamás permitió
que nadie viera aquellas marcas mientras estuvo vivo. Sin
embargo, tras su muerte, el director de la orden aseguró
haber comprobado su existencia. De todos modos, el
episodio de los estigmas, si es que ocurrió, y cualquiera que
sea su significado, pertenece a la esfera subjetiva y privada
de su fe personal en el Señor, y, por lo mismo, no se le
puede conferir ningún significado adicional.
Ahora bien, tras este episodio, sus dolores se incrementaron
paulatinamente. En aquel tiempo la medicina era muy
rudimentaria y los médicos poco podían hacer para ayudarle.
Al final perdió la vista por completo. No obstante, él
permanecía espiritualmente alegre y en paz. Nunca se
quejaba. De este tiempo final data su famoso «Cántico de las
Criaturas», que compuso tras una noche de indescriptible
dolor. Mas, cuando el dolor llegó a su clímax, desapareció
por completo, y Francisco fue invadido por una paz
sobrenatural que lo mantuvo arrobado en Cristo hasta el
amanecer. Entonces pidió que escribieran el cántico que el
Señor le había dado esa noche. Éste dice, en su penúltima
estrofa, agregada un poco después: «Loado seas Señor, por
los que perdonan por tu amor y soportan enfermedad y
tribulación. Bienaventurados los que sufren en paz, pues por
ti, Señor, coronados serán».
Cuando llegó la hora de su muerte, estaban con él todos los
compañeros del principio. Se despidió de todos, uno por
uno, y luego les rogó que lo pusieran desnudo sobre la tierra
para esperar allí a la «hermana muerte corporal, que nos
cierra las puertas de esta vida, y nos abre las puertas de la
Vida». Hizo un recorrido por toda su vida desde su
conversión y dio gracias a Dios por cada episodio. Poco
después comenzó a recitar el Salmo, «Con mi voz clamé al
Señor...» y quedamente se durmió en el Señor. Tenía sólo 45
años.
Legado de Francisco de Asís
En todo tiempo, aun aquellos de mayor apostasía y
oscuridad Dios se ha reservado siempre un testimonio.
Durante la Edad Media, mientras la cristiandad crecía en
organización y poder mundanos, muchos creyentes
reaccionaron contra ese estado de muerte y ruina espiritual,
saliendo de la iglesia organizada, y escogiendo así el
sangriento camino de los mártires. Otros queridos santos, sin
embargo, permanecieron dentro de ella, y desde allí
alumbraron esa oscuridad, no sin pagar también un enorme
precio de sufrimiento y dolor.
Francisco de Asís ocupa un lugar destacado entre todos
ellos. Pocos creyentes, antes y después de él, han alcanzado
un carácter tan transformado y santificado por la vida de
Cristo. Precisamente, por ello, a través de él, y sus
seguidores, esa vida pudo desbordarse para tocar y alumbrar
a cientos de miles que vivían en la pobreza y la desolación,
tanto material como espiritual. La gracia de Dios pasó por
encima de todas las barreras y limitaciones de aquella edad
oscura y brilló a través del pequeño e insignificante «pobre
de Asís», en lo que por sí mismo constituye un juicio hacia
una cristiandad apóstata. De este modo Europa no se perdió
para Cristo. Y allí, donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia.
En una época de violencia y persecución, él y los suyos
eligieron el camino de la paz, la paciencia y el amor de Dios,
y de una vida vivida radicalmente según el Evangelio y sus
enseñanzas. Y aunque hoy con dificultad podríamos
refrendar como escriturales algunas de sus creencias; con
todo, su genuina fe y conducta, arraigadas radicalmente en
el evangelio de Cristo, y, a partir de allí, su voluntaria
elección de la pobreza, son todavía un conmovedor llamado
hacia una vida cristiana de despojamien-to y renuncia por
amor a Cristo. Más aún en nuestros días, de tantas
comodidades y amor desenfrenado al dinero entre muchos
de los creyentes.
En sus últimos años, Francisco recordaba con alegría que
cuando la jerarquía de la iglesia lo había convocado a
enrolarse en su cruzada contra los albigenses, él había
rehusado, porqué a los «herejes» se les debía persuadir
únicamente con el ejemplo y el amor, pues «la verdad se
defiende por sí misma». Demostrando así que el supuesto
«espíritu de los tiempos» no puede justificar aquellas crueles
persecuciones.
Por esta y otras razones, la iglesia se vio obligada a
reescribir la historia de Francisco. Tras su muerte, sus
seguidores más íntimos fueron perseguidos y acallados,
hasta convertirse, con el tiempo, en un pueblo marginado,
conocido como «Los Espirituales» o «Fraticellis», muchos
de los cuales fueron martirizados. Entre tanto, la jerarquía
mandó quemar todas las biografías escritas por sus primeros
seguidores, y encargó al superior de la orden, que escribiera
una biografía oficial, conocida como «La Leyenda Mayor»
(1263). En ella se eliminaron todos los elementos
conflictivos de la vida de Francisco (la primera regla y las
intrigas y manipulaciones en contra de la orden) y se le
presentó, curiosamente, como un monje fundador de
conventos. Esa fue la imagen que persistió de él, hasta que, a
principios del siglo veinte, algunos investigadores dieron
con algunas de las biografías anteriores que no pudieron ser
destruidas. Entonces su verdadera historia y figura
reapareció.
Quizá el mejor comentario sobre su vida la haya hecho él
mismo: «Aquel altísimo Señor, cuya sustancia es amor y
misericordia, tiene mil ojos con los que penetra las
concavidades del alma humana... Pues bien, esos altísimos
ojos han mirado a la redondez de la tierra y no han
encontrado criatura más incapaz, inútil, ignorante y ridícula
que yo. Por eso justamente me escogió a mí, para que se
patentizara ante la faz del mundo que el único magnífico es
el Señor... Para confundir... Para que se sepa, para que quede
evidente y estridente a la vista del mundo entero que no
salvan la sabiduría, la preparación y los carismas personales,
y que el único que salva, redime y resucita es Dios mismo.
Para que se sepa que no hay otro Todopoderoso; no hay otro
Dios sino el Señor».
Sacrificio de olor fragante
David Brainerd nació el 20 de abril de 1718 en Haddam,
Connecticut, Estados Unidos. Murió de tuberculosis a la
edad de 29 años, el 9 de octubre de 1747. Ezequías, el padre
de Brainerd, era un legislador de Connecticut y murió
cuando David tenía nueve años. Él había sido un puritano
riguroso. La madre de Brainerd, una mujer también piadosa,
murió cuando él tenía 14 años.
Había una rara tendencia a la debilidad y a la depresión en la
familia. No sólo los padres murieron tempranamente;
también los hijos. Nehemías murió a los 32, Israel a los 23,
Jerusha a los 34, y él mismo a los 29. Así, al sufrir la
pérdida de ambos padres, como un niño sensible, heredó una
cierta tendencia a la depresión.
En su corta vida padeció a menudo negros abatimientos. Él
mismo dice al principio de su diario: «Yo era en mi juventud
inclinado más bien a la melancolía». Cuando su madre
murió, se fue a vivir con su hermana casada, Jerusha. Él
describió su fe durante estos años como muy celosa y seria,
pero no teniendo verdadera gracia. Cuando cumplió 19,
heredó una granja y trabajó en ella durante un año. Pero su
corazón no estaba allí. Él anhelaba ‗una educación liberal‘.
Intenta prepararse para el ministerio
Así que empezó a prepararse para entrar a la Universidad de
Yale. En el verano de 1738, tenía veinte años, y se había
ofrecido a Dios para entrar en el ministerio. Pero aún no era
convertido. Leyó la Biblia dos veces en ese tiempo, y
empezó a percibir que toda su religión era legalista y
totalmente basada en sus propios esfuerzos. Dentro de su
alma, contendía con Dios; se rebelaba contra el pecado
original, contra la estrictez de la ley divina y contra la
soberanía de Dios. Reñía con el hecho de que no había nada
que él pudiera hacer en sus propias fuerzas para consagrarse
a Dios. «Todas mis buenas apariencias no eran sino justicia
propia, no estaban basadas en un deseo por la gloria de Dios;
en mis oraciones, no había amor o consideración hacia él».
Pero entonces sucedió el milagro de su nuevo nacimiento.
Tenía 21 años de edad. Dos meses después, entró en Yale a
prepararse para el ministerio. En principio fue duro. Había
relajo en las clases superiores, poca espiritualidad, estudios
difíciles, y él contrajo sarampión, así que tuvo que volver a
casa por varias semanas durante su primer año. Al año
siguiente, le enviaron a casa porque estaba tan enfermo que
escupía sangre. Por ese tiempo escribía: «Por la tarde mi
dolor aumentó terriblemente, y tuve que permanecer en
cama. A veces casi perdía la razón por lo extremado del
dolor».
Cuando regresó a Yale en 1740, el clima espiritual había
sufrido un cambio radical. George Whitefield había estado
allí, y ahora muchos estudiantes eran muy serios en su fe.
Pero surgieron tensiones entre los estudiantes entusiastas y
la fría Facultad. En 1741, la visita de unos predicadores de
avivamiento sopló aún más las llamas del descontento.
Jonathan Edwards fue invitado a predicar a comienzos de
1741, con la esperanza de que él aplacaría un poco los
ánimos y apoyaría a la Facultad. Algunas autoridades
incluso habían sido tildadas de ‗inconversas‘. Edwards
defraudó a las autoridades de la Facultad al declarar que el
despertar era genuino. Brainerd estuvo entre la multitud que
oyó a Edwards.
Esa misma mañana, las autoridades habían anunciado que
cualquier estudiante que, directa o indirectamente, tildase al
Rector u otra autoridad, de hipócrita, carnal o inconverso,
debía en primera instancia hacer confesión pública de su
ofensa, y en caso de reincidencia, ser expulsado.
En 1742 Brainerd estaba académicamente en la cima,
cuando alguien le oyó por casualidad decir de uno de los
tutores que tenía «menos gracia que una silla», y que él se
maravillaba cómo el Rector no caía muerto al castigar a los
estudiantes por su celo cristiano. Inmediatamente fue
expulsado. Esto le afectó profundamente. En los años
siguientes, intentó una y otra vez volver; muchos vinieron en
su ayuda, pero todo fue en vano. Dios tenía otro plan para él.
En lugar de unos años reposados en el pastorado o el salón
de lectura, Dios quiso llevarlo al desierto, para que sufriese
por Su causa y produjese un impacto incalculable en la
historia de las misiones.
Antes de esto, Brainerd nunca había pensado ser un
misionero a los indios. Pero ahora tuvo que replantear su
vida entera. Una ley estadual, recientemente promulgada,
señalaba que ningún ministro podía establecerse en
Connecticut si no era graduado de Harvard, Yale o una
Universidad europea. Así que él se sentía despojado de su
llamamiento.
Una palabra ociosa, hablada de prisa, y la vida de Brainerd
pareció caer en pedazos ante sus ojos. Pero Dios sabía lo que
era mejor, y Brainerd llegó a aceptarlo. De hecho, sin la
influencia de Brainerd tal vez el movimiento misionero
moderno no hubiera tenido lugar; y esto no hubiera ocurrido
si él hubiese obtenido en Yale su acreditación de ministro.
En el verano de 1742, un grupo de ministros simpatizantes
del Gran Avivamiento aprobó su examen y autorizó a
Brainerd para ir como misionero a los indios.
Más tarde, cuando ya estaba claro del verdadero
llamamiento de Dios, habría de rechazar varias invitaciones
para hacerse pastor, y seguir una vida mucho más fácil y
estable. La carga y el llamamiento eran superiores: «Yo no
podía tener libertad para pensar en ninguna otra
circunstancia o asunto en la vida: Todo mi deseo era la
conversión de los paganos, y toda mi esperanza estaba en
Dios, y él no me permitía agradarme o confortarme con la
esperanza de ver a mis amigos, de volver a mis queridos
conocidos, o disfrutar los consuelos mundanos».
Su labor como misionero
Como misionero, su primera asignación fueron los indios
Housatonic en Kaunaumeek, en Massachussets. Llegó en
abril de 1743 y predicó durante un año, usando un intérprete
e intentando aprender el idioma.
Brainerd describe así su primera estadía en ese lugar en
1743: «Vivo con muy pocas comodidades: mi dieta consiste
en maíz hervido y comida rápida. Duermo en un colchón de
paja, mi labor es sumamente difícil; y tengo poca
experiencia de éxito para confortarme ... En esta debilidad
corporal, no soy poco afligido por la necesidad de comida
apropiada. No tengo pan, ni puedo conseguirlo. Es forzoso
viajar diez o quince millas para conseguir pan; y a veces se
pone mohoso y se agría antes de que lo coma, si consigo una
cantidad considerable ... Pero por la bondad divina tengo
alguna comida india de la que hago pequeños pasteles. Aún
me siento contento con mis circunstancias, y dulcemente
resignado a Dios».
Frecuentemente se perdía en los bosques. Su cabalgadura le
era robada, o envenenada, o se le accidentaba. El humo del
fogón hacía a menudo el cuarto intolerable a sus pulmones y
tenía que salir al frío para recuperar su respiración, y
entonces no podía dormir en toda la noche. Pero la lucha con
penalidades externas, tan grande como era, no era su peor
forcejeo. Él tenía una resignación asombrosa y aun parece
que descansaba en muchas de estas circunstancias.
Él supo donde ellas encajaban en su acercamiento Bíblico a
la vida: «Tales fatigas y penalidades sirven para
desarraigarme más de la tierra; y, confío, me harán el cielo
mucho más dulce. Al principio, cuando me exponía al frío o
la lluvia, me consolaba con los pensamientos de disfrutar
una casa cómoda, un fuego caluroso, y otros consuelos
exteriores; pero ahora éstos tienen menos lugar en mi
corazón (a través de la gracia de Dios) y miro más al
consuelo de Dios. En este mundo espero tribulación; y ya no
me parece extraño; me consuela pensar que podría ser peor;
cuántas pruebas mayores han soportado otros hijos de Dios,
y cuánto más se reserva todavía quizás para mí. Bendito sea
Dios, él es mi consuelo en mis pruebas más agudas; pues
ellas son asistidas frecuentemente con gran alegría».
Uno de los mayores dolores en ese tiempo era la soledad. Él
cuenta cómo tenía que soportar la charla profana de los
extraños: «¡Cuánto anhelaba que algún amado cristiano
conociera mi dolor! La mayoría de las charlas que oigo son
de escoceses o de indios. No tengo un compañero cristiano
con quien desahogar mi corazón y compartir mis dolores
espirituales, a quien pedir consejo conversando sobre las
cosas celestiales, y con quien orar».
La cruz debía operar todavía fuertemente en el alma de
Brainerd, y la prueba de fuego llegó el 14 de septiembre de
1743. Su Diario lo registra así: «Hoy hubiera obtenido mi
título (hoy es el día de la graduación), pero Dios ha tenido a
bien impedírmelo. Aunque temía que me abrumara de
perplejidad e incertidumbre al ver a mis compañeros
graduarse, Dios me ha ayudado a decir con calma y
resignación: «Sea hecha la voluntad del Señor» Ciertamente,
mediante la gracia de Dios, casi puedo decir que no había
tenido tanta paz espiritual por mucho tiempo».
Poco después inició una escuela para niños indios y tradujo
algunos de los Salmos. Luego fue reasignado a los indios a
lo largo del río Delaware. En mayo de 1744 se estableció al
noreste de Belén, Pennsylvania. Predicó durante un año en
Delaware, y en 1745 hizo su primera gira de predicación a
los indios de Crossweeksung, Nueva Jersey.
En este lugar, Dios manifestó un poder asombroso y trajo un
despertar y bendición a los indios. Allí llegó el dulce
amanecer después de una larga y oscura noche. Las escenas
descritas por Brainerd en su Diario dan cuenta de una
genuina obra del Espíritu Santo entre esos paganos: «Por la
mañana platiqué con los indios en la casa en que estábamos
alojados. Muchos de ellos estaban muy conmovidos y se les
veía en gran manera emocionados, de modo que una pocas
palabras daban lugar a que las lágrimas corrieran libremente,
y producían muchos sollozos».
Al día siguiente escribe: «Prediqué sobre Isaías 53:3-10.
Hubo una notable influencia que siguió a la exposición de la
Palabra, y una gran emoción en la asamblea ... muchos
estaban conmovidos; algunos ni podían estar sentados, sino
que estaban echados en el suelo, como si se les hubiera
atravesado el corazón, clamando incesantemente
misericordia. ¡Era muy emocionante ver a los pobres indios,
que unos días antes estaban vitoreando y gritando en sus
fiestas idólatras y sus embriagueces, clamando ahora a Dios
con una importunidad tal para ser acogidos por su querido
Hijo!».
Al cabo de un año, había 130 personas en esa creciente
asamblea de creyentes. Brainerd escribía el 19 de junio de
1746: «Hoy se completa un año desde la primera vez que
prediqué a estos indios de Nueva Jersey. ¡Qué cosas tan
asombrosas ha hecho Dios en este período de tiempo para
esta pobre gente! ¡Qué cambio tan sorprendente aparece en
su carácter y su conducta!».
¿Cuál era la clave del éxito de Brainerd con los indios? El
amor. Si el amor es conocido por el sacrificio, entonces
Brainerd amó. Pero si también es conocido por la compasión
entonces Brainerd se esforzó en amar aún más. A veces él se
fundió en amor. «Siento compasión por las almas, y lamento
no tener aún más. Siento mucho más bondad, mansedumbre,
ternura y amor hacia toda la humanidad, que nunca ...».
«Sentí mucha dulzura y ternura en la oración, mi alma
entera parecía amar a mis peores enemigos, y me fue
permitido orar por aquéllos que son extraños y enemigos a
Dios con un gran suavidad y fervor ...». «Sentí el calor que
viene de Dios después de mi oración, sobre todo en la
mañana, mientras iba cabalgando. Por la tarde, pude ayudar
llorando a Dios por esos pobres indios; y después que me
acosté, mi corazón continuó yendo a Dios por ellos. ¡Oh,
bendito sea Dios que puedo orar!».
Pero otras veces se sentía vacío de afecto o compasión por
ellos. Él se culpa por predicar a las almas inmortales con tan
poco ardor y con tan poco deseo por su salvación. Él amaba,
pero anhelaba amar aún más.
Enfermedad y sufrimientos
Toda la comunidad cristiana se trasladó de Crossweeksung a
Cran-berry en mayo de 1746, para tener su propia tierra y
pueblo. Brainerd permaneció con ellos hasta que estuvo
demasiado enfermo para ministrar. En agosto de ese año
escribía: «Habiendo tenido sudor frío toda la noche, tosí
mucha materia sangrienta esta mañana, y estuve en gran
desorden de cuerpo, y no poca melancolía». Y en
septiembre: «Ejercitado con una tos violenta y una fiebre
considerable, no tenía apetito de ningún tipo de comida; y
frecuentemente devolvía lo comido, aun sobre mi propia
cama, por causa de los dolores en mi pecho y espalda. Era
capaz, sin embargo, de cabalgar por el pueblo unas dos
millas, todos los días, y cuidar de aquéllos que estaban
construyendo una pequeña vivienda para mí entre los
indios».
A menudo su agonía le hacía odiar su propia maldad
interior. «Siento en mi alma que el infierno de corrupción
todavía permanece en mí». A veces, este sentido de
indignidad era tan intenso que se sentía expulsado de la
presencia de Dios. Él llamaba a menudo su depresión un
tipo de muerte. Hay por lo menos 22 lugares en el Diario
donde él anhelaba la muerte como una libertad de su
miseria.
A los sufrimientos físicos se añadía su propensión natural a
la melancolía y la depresión. Lo que más lo afectaba era que
su dolor mental impedía su ministerio y su devoción. A
veces él quedaba simplemente inmovilizado por los dolores
y ya no podía trabajar. «Pocas veces he estado tan
confundido sintiendo mi propia esterilidad e ineptitud en mi
trabajo, que ahora. ¡Oh, qué muerto, desalentado, yermo,
improductivo me veo ahora! Mi espíritu está abatido, y mi
fuerza corporal tan agotada, que no puedo hacer nada en
absoluto». Es asombroso cómo a menudo Brainerd siguió
adelante con las necesidades prácticas de su trabajo a pesar
de estas olas de desaliento.
En noviembre de 1746 Brainerd dejó Cranberry para pasar
cuatro meses tratando de recuperarse en Elizabethtown. En
marzo de 1747, Brainerd hizo una última visita a sus amigos
indios y entonces viajó a casa de Jonathan Edwards en
Northampton, Massachussets. Estando allí, en el mes de
mayo de 1747, los doctores le dijeron que su mal era
incurable y que no viviría mucho tiempo. En los últimos dos
meses de su vida el sufrimiento era increíble.
«Fue el más grande dolor que haya soportado jamás,
teniendo un tipo raro de hipo que me estrangulaba y me
hacía vomitar». Edwards comenta que en la semana anterior
a su muerte «me decía que era imposible concebir el dolor
que sentía en su pecho. Manifestaba mucha preocupación
para no deshonrar a Dios manifestando impaciencia bajo su
extrema agonía; su dolor era tal que decía que el
pensamiento de soportarlo un minuto más era casi
insoportable. Y la noche antes de que él muriera dijo a
quienes le acompañaban que morirse era cosa muy distinta a
lo que las personas imaginaban».
Lo que impacta al lector de estos diarios no es sólo la
severidad de los sufrimientos de Brainerd, sino sobre todo
cuán implacable y constante era la enfermedad. Casi
siempre estaba allí.
Brainerd estuvo solo gran parte de su ministerio. Sólo las
últimas 19 semanas de su vida parecen haber estado
endulzadas por la compañía de la delicada hija de Edwards,
Jerusha, de 17 años, quien fue su fiel enfermera. Muchos
especulan que hubo un profundo amor entre ellos, e, incluso
un compromiso matrimonial. Pero lo cierto es que durante
su ministerio él estuvo muy solo, y solamente podía
derramar su alma delante de Dios. Pero Dios lo sostuvo y lo
guardó en su camino.
Brainerd murió el 9 de octubre de 1747. Fue una corta vida,
pero cuán fructífera: sólo veintinueve años; ocho de ellos
como creyente, y sólo cuatro como misionero.
Ahora, ¿por qué la vida de Brainerd ha tenido tal impacto?
Una razón obvia es que Jonathan Edwards tomó su Diario y
lo publicó como ‗La vida de Brainerd‘ en 1749. Pero, ¿por
qué este libro nunca ha dejado de imprimirse? ¿Por qué John
Wesley dijo: «Todo predicador debe leer cuidadosamente
‗La vida de Brainerd‘»? ¿Por qué William Carey y Edwards
consideraron ‗La Vida de Brainerd‘ como un texto sagrado?
Gideon Hawley, otro misionero, habló por muchos cuando
escribió sobre sus esfuerzos como misionero en 1753:
«Necesito grandemente algo más que humano para
sostenerme. Leo mi Biblia y ‗La vida de Brainerd‘, los
únicos libros que traje conmigo, y de ellos obtengo mi
apoyo».
¿Por qué ha tenido esta vida semejante impacto? La
respuesta es que la vida de Brainerd es un testimonio real,
poderoso de la verdad de que Dios puede y usa hombres
débiles, enfermos, desalentados, abatidos, solitarios; santos
que se esfuerzan, que claman a él día y noche, para lograr
cosas asombrosas para su gloria.
La clave de su ministerio
Una de las razones por la cual la vida de Brainerd tiene tan
poderosos efectos es que, a pesar de todos sus conflictos y
cruel enfermedad, él nunca dejó su fe o su servicio. Le
consumía la pasión por terminar su carrera y honrar a su
Maestro, extender el reino y avanzar en la santidad personal.
Brainerd llamaba a su pasión por más santidad y más
utilidad una clase de ‗grato dolor‘. «Cuando realmente
disfruto a Dios, siento más insaciable mi anhelo de él, y más
inextinguible mi sed de santidad... ¡Oh, más santidad! ¡Oh,
más de Dios en mi alma! ¡Oh, este grato dolor! Hace mi
alma apurarse en pos de Dios... Oh, que yo no me rezague
en mi carrera celestial!».
Él hizo suya la advertencia apostólica: «...aprovechando
bien el tiempo, porque los días son malos» (Efesios 5:16)
Asumió el consejo: «No nos cansemos, pues, de hacer bien;
porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos» (Gál.
6:9) Él se esforzó por ser, como Pablo dice, «...creciendo en
la obra del Señor» (1 Cor. 15:58). «¡Oh, yo anhelaba llenar
todos los momentos restantes para Dios! Sin embargo, mi
cuerpo estaba tan débil y cansado; y yo quería estar toda la
noche haciendo algo para Dios. A Dios el dador de estos
refrigerios, sea gloria por siempre...». «Mi alma fue
refrescada y confortada, y yo no pude sino bendecir a Dios
que me había habilitado en buena medida para ser fiel en el
día pasado. ¡Oh, cuán dulce es ser gastado y usado por
Dios!».
Entre los medios que Brainerd usó para buscar mayor
santidad y utilidad, la oración y el ayuno fueron
fundamentales. Leemos de él que pasaba días enteros en
oración, u orando frecuentemente, a veces buscando una
familia o un amigo para orar con ellos. Oraba para su propia
santificación, oraba por la conversión y pureza de sus indios;
oraba por el avance del reino de Cristo alrededor del mundo
y sobre todo en América.
Una vez, visitando una casa de amigos, oró largamente con
ellos: «Continué luchando con Dios en oración por mi
querida manada pequeña; y sobre todo por los indios; así
como por mis amados amigos en un lugar y otro; hasta que
fue tiempo de ir a la cama, por no incomodar a la familia,
¡pero qué desagrado encontraba en consumir tiempo en el
sueño!».
Y junto con la oración, Brainerd seguía la santidad y la
utilidad de su servicio con el ayuno. Una y otra vez en su
Diario cuenta de días ocupados ayunando. Ayunaba por guía
cuando estaba perplejo sobre los próximos pasos de su
ministerio. O simplemente ayunaba con la profunda
esperanza de avanzar en su propia profundidad espiritual y
utilidad para llevar vida a los indios. Cuando agonizaba en
la casa de Edwards exhortaba a los ministros jóvenes que le
visitaban a comprometerse en días frecuentes de oración y
ayuno, por lo útil que esto era.
Asimismo, Brainerd ocupaba tiempo en el estudio y
entremezclaba estas tres cosas. «Gasté gran parte del día
escribiendo; pero entrelazaba la oración con mis estudios...».
«He ocupado este día en la oración, la lectura y en escribir;
y disfruté alguna ayuda, sobre todo corrigiendo algunas
ideas en cierto asunto». Siempre estaba escribiendo y
pensando sobre temas espirituales.
La vida de Brainerd es una larga tensión agónica para
redimir el tiempo, no cansarse en hacer el bien y crecer en la
obra del Señor. Y lo que hace su vida tan poderosa es que él
avanzó en esta pasión bajo los inmensos esfuerzos y
penalidades que tuvo.
El legado de Brainerd
El legado de Brainerd lo recibió primera y directamente
Jonathan Edwards, el gran pastor y teólogo de Northampton:
«(Reconozco) con gratitud la graciosa dispensación de la
Providencia para mí y mi familia permitiendo que él viniese
a mi casa en su última enfermedad, y muriese aquí: para que
nosotros tuviéramos oportunidad de conocerle y compartir
con él, para mostrarle ternura en tales circunstancias, y para
ver su conducta, oír sus discursos finales, recibir sus
consejos, y para tener el beneficio de sus oraciones antes de
morir».
Edwards dijo esto aun cuando debe haber sabido que el
hecho de tener a Brainerd en su casa con esa enfermedad
terrible costó la vida a su hija. Jerusha había cuidado a
Brainerd durante las últimas semanas de su vida, y meses
después que él murió, ella murió del mismo mal.
Como resultado del inmenso impacto de la ‗La vida de
Brainerd‘, escrita por Edwards, muchos misioneros famosos
que testifican haber sido sostenidos e inspirados por la vida
de Brainerd. Cuando Guillermo Carey leyó la historia de su
vida consagró su vida al servicio de Cristo en las tinieblas de
la India. Roberto McCheyne leyó su diario de vida y pasó su
vida sirviendo entre los judíos. Enrique Martyn leyó su
biografía y se entregó por completo para consumirse en un
período de seis años y medio en el servicio de su Maestro en
Persia. Andrew Murray solía decir del Diario de Brainerd:
«¡Cómo estos ejemplos reprochan la falta de oración y la
tibieza de la mayoría de las vidas cristianas!». Y
recomendaba su lectura diciendo que sólo tres de sus
páginas bastaban para influenciar positivamente a cualquier
siervo de Dios.
¡Una vida tan joven, y tan hermosamente sacrificada en
honor del Maestro!
Lo que David Brainerd escribió a su hermano, Israel, es para
todos los cristianos de cualquier época un desafío: «Digo,
ahora que estoy muriendo, que ni por todo lo que hay en el
mundo habría yo vivido mi vida de otra manera».
El prisionero de Aberdeen
¿Quién fue Samuel Rutherford? ¿Qué importancia puede
tener conocer a un personaje tan distante en la historia y en
nuestra idiosincrasia? ¿Por qué se dice de él que fue un
prisionero? Responder a estas preguntas significa contar una
historia conmovedora que trasciende el tiempo y el espacio.
Su vida antes del exilio
Rutherford nació hacia el año 1600 cerca de Nisbet, Escocia.
No se sabe mucho de su origen. Uno de sus biógrafos
menciona que provenía de padres respetables, y otro, que
vino de padres humildes pero honestos. Es probable que su
progenitor se dedicara a actividades agrícolas y que tuviese
un rango respetable en la sociedad, pues pudo dar a su hijo
una educación superior.
En 1627 obtuvo un «Master of Arts» de la Universidad de
Edimburgo, donde fue nombrado Profesor de Humanidades.
Poco después fue ordenado pastor de la iglesia en Anwoth,
una parroquia rural. Como tenía un verdadero corazón de
pastor, trabajaba incesantemente por su rebaño. Se dice que
Rutherford estaba «siempre orando, siempre predicando,
siempre visitando enfermos, siempre enseñando, siempre
escribiendo y estudiando». ¡Por supuesto, esto es posible
cuando usted se levanta a las 3:00 cada mañana!
Sin embargo, sus primeros años en Anwoth, estuvieron
llenos de pruebas y tristezas. A los cinco años de
matrimonio, su esposa enfermó y murió un año más tarde.
Dos hijos también murieron en este período. No obstante,
Dios usó este tiempo de sufrimiento, que preparó a
Rutherford para alentar a los afligidos.
La predicación de Rutherford era incomparable. Aunque no
era buen orador, sus mensajes causaban gran impacto. Un
comerciante inglés dijo de él: «Yo vine a Irvine, y oí a un
bien dotado anciano de larga barba (Dickson), que me
mostró el estado de mi corazón. Luego fui a St. Andrews,
donde oí a un hombre dulce de majestuosa mirada (Blair),
que me mostró la majestad de Dios. Después de él oí a un
pequeño hombre justo (Rutherford), y él me mostró el
encanto de Cristo».
En 1636 Rutherford publicó «Exercitationes Apologeticæ
pro Divina Gratia» («Apología de la Gracia Divina»), un
libro en defensa de las doctrinas de la gracia contra el
arminianismo. Esto lo puso en conflicto con las autoridades
de la Iglesia que eran dominadas por el Episcopado inglés.
Fue llamado ante la Alta Corte, privado de su oficio
ministerial y desterrado a la ciudad de Aberdeen.
Este exilio fue una penosa condena para el querido pastor.
Era insufrible para él estar separado de su congregación. Sin
embargo, aunque era severa e injusta la sentencia, no lo
descorazonó. En una de sus cartas, escrita cuando se dirigía
a Aberdeen, dice: «Voy al palacio de mi rey a Aberdeen; ni
lengua, ni pluma, ni ingenio, pueden expresar mi gozo».
Luego, al llegar a su destino, escribió: «No obstante ser esta
ciudad mi prisión, con todo, Cristo hizo de ella mi palacio,
un jardín de deleites, un campo y huerto de delicias».
Su vida después del exilio
En 1638, los forcejeos entre el Parlamento y el Rey en
Inglaterra, y el Presbiterianismo vs. el Episcopado en
Escocia culminaron en eventos importantes para Rutherford.
En la confusión de los tiempos, él se aventuró fuera de
Aberdeen y volvió a su querido Anwoth, tras 17 meses de
confinamiento. Pero no fue por mucho tiempo. La Iglesia de
Escocia tuvo una Asamblea General ese año, restaurando
totalmente el Presbiterianismo al país. Además, designaron a
Rutherford Profesor de Teología de St. Andrews, aunque él
exigió que se le permitiera predicar por lo menos una vez a
la semana.
La Asamblea de Westminster empezó sus famosas reuniones
en 1643, y Rutherford fue uno de los cinco comisionados
escoceses invitados a asistir a los procedimientos. Aunque a
los escoceses no les fue permitido votar, ellos tuvieron una
influencia que excedía lejos su número. Se piensa que
Rutherford tuvo una gran influencia en el Catecismo Breve.
Durante este período en Inglaterra, Rutherford escribió su
obra «Lex Rex» o «La Ley, el Rey». En este libro abogó por
el gobierno limitado, y por las limitaciones sobre la idea
general del derecho divino de los reyes.
Cuando la monarquía fue restaurada en 1660, era claro que
el autor de «Lex Rex» tendría problemas. Cuando vino la
convocatoria en 1661, fue acusado de traición, y se demandó
su comparecencia ante el tribunal, pero Rutherford se negó a
ir. El Señor le dio otra salida, pues lo llamó a su presencia.
Desde su lecho de muerte, contestó a sus acusadores: «Yo
debo atender mi primer citatorio; antes de que vuestro día
llegue, yo estaré donde pocos reyes y grandes gentes van».
Rutherford murió el 20 de marzo de 1661, a los 61 años de
edad. Sus últimas palabras fueron: «Gloria, gloria, mora en
la tierra de Emanuel». En 1842 se levantó a su memoria un
monumento en piedra, llamado «el monumento de
Rutherford», en la granja de Boreland, en la parroquia de
Anwoth, a un par de kilómetros de donde él predicaba.
Las cartas desde Aberdeen
Ahora bien, ¿qué de esta vida es lo que llega con más fuerza
hasta nosotros 350 años después? No son sus logros
académicos, ni su valor en la defensa de la recta doctrina. Lo
que nos atrae es aquella brecha que se abrió en su corazón
durante su encierro en Aberdeen, que dejó escapar tan grato
olor de Cristo. Durante los 17 meses de su encierro,
Rutherford tuvo sus labios sellados; no obstante, su corazón
desbordó de buenas palabras.
En efecto, una caudalosa corriente de vida fluyó
maravillosamente desde su palacio-prisión, a través de cerca
de 219 cartas. Más tarde se agregaron otras 143 que fueron
seleccionadas por su secretaria después de su muerte. En
1664 fueron publicadas bajo el pintoresco título: «Josué
redivivo, o Cartas del Sr. Rutherford, divididas en dos
partes». Sus cartas son consideradas hoy como un clásico
cristiano, comparable a «El Peregrino», de Juan Bunyan.
Desde aquella fecha, durante tres siglos, han sido publicadas
en más de 30 ediciones diferentes, algunas de las cuales
fueron reeditadas muchas veces.
Rutherford escribió otros libros. Uno de sus escritos
teológicos le granjeó el ofrecimiento de la Cátedra de
Teología en la Universidad de Utrecht. Pero tanto ésta como
otras varias de sus obras han sido casi olvidadas; sin
embargo el Señor permitió que Rutherford continuase
viviendo hoy en un libro que él ni siquiera se propuso
escribir: sus Cartas.
Un erudito cristiano ha dicho que la mayor parte de los
libros de Rutherford tienen su recuerdo «solamente en el
cementerio de la historia», y agrega: «Del ruido del mercado
pasamos a la soledad reclusa e iluminada por las estrellas de
aquellas cartas, las cuales la tradición cristiana, desde Baxter
hasta Spurgeon, a una voz han proclamado como seráficas y
divinas». Richard Baxter, «el principal de los eruditos
protestantes ingleses», afirmó respecto de las Cartas de
Rutherford: «Con excepción de la Biblia, el mundo nunca ha
visto un libro como ese».
Para poder sentir realmente el peso de este comentario, es
necesario recordar que Baxter concordaba con la teología
arminiana, que fue precisamente el blanco de las críticas de
Rutherford, y la causa de su confinamiento en Aberdeen.
Richard Cecil, prominente cristiano del siglo XVIII, hizo el
siguiente comentario sobre Rutherford: «Él es uno de mis
clásicos favoritos; es realmente auténtico».
No podemos dejar de preguntar: ¿Cómo la correspondencia
particular de este siervo del Señor fue conservada a través de
los años? ¿Por qué motivo su formidable erudición jamás le
proporcionó lo que sus cartas realizaron? La respuesta es
simple: el Señor quiso preservarlas y no permitió que ellas
desaparecieran.
La razón de fondo tiene algo que ver con el modo como
nuestro Señor acostumbra tratar con sus siervos. Parece que
fue del agrado del Señor usarlas para establecer una gran
ilustración de esta verdad de oro: «Porque nosotros que
vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de
Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en
nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en
nosotros, y en vosotros la vida» (2 Co.4:11-12).
La obra del Señor nunca fue hecha a medias. Si él permite
que la muerte opere en otros, ¡ella va siempre acompañada
por la «vida en nosotros»! Él planeó la prisión de Pablo en
Roma, así como estas hermosas «Epístolas de la Prisión»
para nosotros. Él dio a Juan la isla de Patmos, y, al mismo
tiempo, nos dio la revelación de Jesucristo a través del
último y grandioso libro de la Biblia. Él hizo que George
Matheson, otro gran predicador escocés, quedase ciego; sin
embargo, nosotros somos enriquecidos por sus bellos
himnos. Oigamos las palabras de Matheson: «El calabozo de
José es el camino para el trono de José. Tú no puedes alzar
la carga de hierro de tu hermano si el hierro no ha penetrado
en ti».
De la misma forma, si nuestro Señor no libró a Rutherford
de la «muerte» y lo envió a Aberdeen, ¿puede alguien
imaginar que el Señor rehusaría la «vida», no dándola a
nosotros? A causa de la prisión de Rutherford, es verdad que
su predicación de Cristo a ciertas congregaciones fue
silenciada por algún tiempo, pero fue sólo para dar lugar a
un ministerio de Cristo que viene siendo desde entonces una
bendición y aliento para las generaciones del pueblo de
Dios. El propio Rutherford, en una carta a su compañero de
sufrimiento, Robert Blair, lo expresó certeramente: «El
sufrimiento es el otro lado de nuestro ministerio, claramente
el más difícil».
Extractos de una gran obra
Por razones de espacio, a continuación publicaremos sólo
algunos extractos de sus cartas. Invitamos a nuestros
lectores a aproximarse a tan único y espiritual clásico
cristiano, a través de una lectura lenta, meditativa y con
mucha oración, para ser tocados y atraídos por el mismo
Amado que se reveló a aquel pobre prisionero de Cristo.
Para que, además, lleguen a estar en condiciones de decir
con Rutherford: «¡Oh, si viésemos la belleza de Jesús y
presintiésemos la fragancia de su amor, correríamos a través
del fuego y del agua para estar con él!».
El hombre de la Palabra
El inicio del siglo XIX produjo una gran riqueza de maestros
de la Biblia que significó un nuevo giro en la recuperación
del testimonio del Señor en la tierra. Entre ellos debe
mencionarse a John Nelson Darby, William Kelly, George
Muller, D. L. Moody, Hudson Taylor, Andrew Murray, y A.
B. Simpson.
Luego, en el siglo XX, se agregaron otros tan notables como
aquéllos: D. M. Panton, Jessie Penn Lewis, G. H. Lang,
Evan Roberts, A. W. Tozer, Cyrus Scofield, T. Austin
Sparks y Watchman Nee, que trajeron la obra del Señor a un
nivel más alto. Es en este contexto que George Campbell
Morgan tiene su lugar en la historia de la iglesia.
Semblanza
George Campbell Morgan nació el 9 de diciembre de 1863,
en una granja de Tetbury, Gloucestershire, Inglaterra. Fue
hijo de un piadoso ministro bautista de tradición puritana. Su
casa trasuntaba verdadera piedad.
Morgan fue un niño enfermizo, incapaz de asistir a la
escuela, por lo que tuvo que ser enseñado en casa. El
resultado fue una sólida inclinación por el estudio que llevó
durante toda su vida. Recluido en casa por largos períodos,
solía entretenerse predicando a las muñecas de sus
hermanas.
Cuando Morgan tenía 10 años de edad, el evangelista
norteamericano D. L. Moody fue por primera vez a
Inglaterra, y el efecto de su ministerio, más la dedicación de
sus padres, dejó tal impresión en la vida del joven Morgan,
que a los 13 años predicó su primer sermón. Dos años
después, él ya predicaba regularmente en capillas rurales los
domingos y festivos.
Sin embargo, a los 19 años, su mente se entrampó en las
teorías del materialismo. Estudió filosofía, y mientras más
leía, más preocupado se tornaba. Dejó su Biblia cerrada
durante dos años en lo que él llamó el «eclipse» de su fe.
Cuando llegó a los 21 años, estaba lleno de dudas. Entonces
guardó con llave sus libros filosóficos en un armario, se
compró una nueva Biblia y la leyó de principio a fin.
Recordando esos años caóticos, Morgan escribió después:
«La única esperanza para mí fue la Biblia... Dejé de leer
libros sobre la Biblia y empecé a leer la Biblia misma. Allí
vi la luz y fui devuelto al camino». Durante los siete años
siguientes, él leyó sólo la Biblia, en total, más de 50 veces.
Entre 1883 y 1886, él enseñó en una escuela judía en
Birmingham, de cuyo director, un rabino, aprendió a valorar
la herencia de Israel.
Morgan trabajó con D. L. Moody y Sankey en su recorrido
evangelístico por Gran Bretaña en 1883. En 1886, a los 23
años, dejó su profesión de maestro, y se consagró a tiempo
completo al ministerio de la Palabra. Pronto su reputación
como predicador y expositor de la Biblia abarcó Inglaterra y
se extendió a los Estados Unidos. Fue ordenado como
ministro congrega-cional en 1890, habiendo sido rechazado
dos años antes por el Ejército de Salvación y por los
metodistas wesleyanos, en su sermón de prueba. ¡Esta
parece ser la suerte de muchos hombres de Dios, ser
reprobados por los hombres, para ser vindicados después por
Dios mismo!
En 1896, D. L. Moody lo invitó a dar una conferencia a los
estudiantes del Instituto Bíblico Moody, en Estados Unidos.
Ésta fue la primera de sus 54 travesías por el Atlántico para
ministrar la Palabra. Tras la muerte de Moody en 1899,
Morgan asumió el cargo de director de la Conferencia
Bíblica de Northfield, que aquél había dirigido por muchos
años. Los miles de convertidos por el ministerio de Moody
necesitaban un maestro de la Biblia para fortalecer y
profundizar su fe. Campbell Morgan llegó a ser ese maestro.
El método de Morgan era orar, a menudo brevemente, y
luego estudiar la Escritura misma –tomándola en su pleno
contexto– antes de iniciar los comentarios. Él nunca usó la
pluma para hacer ninguna anotación sobre alguno de los
libros de la Biblia antes de leerlo por lo menos 50 veces.
Esto daba a su trabajo una extraordinaria frescura e
inspiración. Él rara vez citaba a otros maestros de la Biblia,
ni dependía de la luz que otros recibieron. Sus exposiciones
bíblicas aun hoy resultan tan motivadoras e inspi-radoras,
que uno no puede sino maravillarse de la luz que Morgan
recibió de la Palabra.
En 1904, Campbell Morgan asumió la dirección de la
congregación de la famosa Capilla de Westminster,
conocida como «el bastión del no-conformismo» en
Londres. La congregación estaba de capa caída por ese
tiempo, y añoraba los viejos y dorados tiempos de Samuel
Martin, quien la había pastoreado entre los años 1842 y
1878. El profundo conocimiento bíblico, y la presencia
imponente de Campbell Morgan, además de su correctísima
dicción, le hicieron muy pronto conocido. La Capilla de
Westminster revivió. Pronto instituyó una escuela bíblica
nocturna los viernes, que más tarde llegó a ser la Escuela de
Teología de la Capilla de Westminster.
Poco después, Morgan estableció la Conferencia Bíblica
Mundesley, una versión inglesa de la Northfield de Moody,
que reunía anualmente a eminentes ministros y obreros
cristianos de varias corrientes denominacionales y países.
Mundesley llegó a ser una parte vital de la Capilla de West-
minster.
Tras un largo pastorado, se retiró en 1916, debido a una
debilitadora enfermedad, convirtiéndose luego en un
predicador itinerante. En 1919 y 1932 realizó amplias giras
evangelísticas y de predicación en Estados Unidos. Muchos
miles de personas le oyeron predicar en casi cada estado y
en Canadá. Durante un año (1927-1928) sirvió en la facultad
del Instituto Bíblico de Los Angeles, y durante un año
(1930-1931) fue un expositor de la Biblia en la Universidad
de Gordon de Teología y Misiones en Boston. Entre 1929 y
1932 fue pastor de la Iglesia del Tabernáculo Presbiteriano
en Filadelfia, Pennsylvania.
El atractivo de Morgan era asombroso. A menudo cuando él
hablaba, las muchedumbres eran tan grandes que era
necesario el control policial.
F. B. Meyer cuenta que cierta vez él compartió el púlpito
con Campbell Morgan en la Conferencia de Northfield, y
que la gente llegaba en tropel a escuchar las brillantes
exposiciones de éste sobre las Escrituras. Meyer confesaría
después que al principio tuvo envidia, pero luego encontró
un maravilloso remedio: «La única manera por la cual yo
pude conquistar mis emociones fue orando por Morgan cada
día».
Más tarde, en 1933, Morgan habría de reasumir el pastorado
de Westminster hasta el año 1943. Su vida terrenal de
testimonio y servicio concluyó en mayo de 1945.
Un rico legado para la Iglesia
Campbell Morgan fue, durante toda su vida, fiel a su
vocación: «Sólo hay una cosa que quiero hacer y no puedo
evitarlo: predicar», solía decir. Expositivo en sus sermones,
siempre se ciñó al texto bíblico y a él apeló en primera y
última instancia.
Fue, además, un prolífico pero profundo de libros, folletos,
tratados y artículos. Entre sus libros publicados en inglés se
destacan: «Las Parábolas del Reino», los once volúmenes
del «Púlpito de Westminster», «La Biblia analizada», en
diez volúmenes, y «Una Exposición Completa de la Biblia».
En español se han publicado: «Principios básicos de la vida
cristiana», «Profetas menores», «El discipulado cristiano»,
«Las enseñanzas de Cristo», «El Espíritu de Dios»,
«Evangelismo»; «El ministerio de la predicación», «Pedro y
la Iglesia», «La perfecta voluntad de Dios», «El plan de
Dios para las edades», «Principios básicos de la vida
cristiana», «Los triunfos de la fe», y «El último mensaje de
Dios al hombre», por la editorial CLIE, de España; y «Las
cartas de nuestro Señor», «Jesús responde a Job», «El
corazón de Dios: Oseas», «Grandes capítulos de la Biblia»
(dos volúmenes), «¡Me han defraudado!: Malaquías», «Las
Crisis de Cristo» (dos volúmenes), por la Editorial Hebrón,
de Argentina.
Aunque no pueda atribuirse a G. Campbell Morgan la
apertura de grandes verdades bíblicas, como hicieron otros
grandes siervos de Dios, él expuso la Biblia con luz fresca y
con una expresión muy peculiar.
Gracias a su inspiradora y vigorosa predicación, Morgan
atrajo a miles a amar la Biblia a través de sus mensajes, y
sus libros de reflexiones bíblicas son populares entre los
buscadores del Señor aún en nuestros días. Los escritos de
Campbell Morgan tienen una profunda visión, son únicos e
incomparables en expresividad. El Señor Jesús le dio una
revelación especial para traer al pueblo de Dios a la
comunión con Él, siendo nutrido e iluminado a través de un
conocimiento espiritual de la Biblia.
¡Que Dios levante, en el tiempo que resta, muchos Morgan,
para que la Iglesia sea purificada «en el lavamiento del agua
por la Palabra» (Efesios 5:26)!
Un escriba docto en el reino de los cielos
Sobre Charles Henry Mackintosh –conocido mundialmente
por sus iniciales C. H. M.– no se conoce mucho. De hecho,
no lo suficiente como para redactar una biografía. Pero ¿por
qué intentaremos reunir algunos de los escasos datos acerca
de su vida? Por una razón muy simple: él fue uno de los más
grandes maestros de la Palabra en la historia de la Iglesia.
Aunque su vida estuvo rodeada por todo un enrarecido
ambiente de grandes controversias y pasiones por asuntos de
doctrina, se puede percibir en ella una genuina pasión por
Cristo, y un inclaudicable amor por la Palabra escrita. Sus
escritos rezuman tanta luz y claridad que han servido para
alumbrar muchos corazones en las generaciones que han
sucedido.
Nacimiento y primeras experiencias
Charles Henry Mackintosh nació en octubre de 1820, en
Glenmalure Barracks, condado de Wicklow, Irlanda. Su
padre fue capitán del regimiento de Highlanders, y su madre
fue hija de Lady Weldon, cuya familia se había establecido
en Irlanda desde hacía mucho tiempo. Cuando tenía 18 años,
el joven Mackintosh fue despertado espiritualmente a través
de la lectura de cartas que le escribía su devota hermana
después de su conversión. Obtuvo la paz con Dios a través
de la cuidadosa lectura del artículo de J. N. Darby Las
operaciones del Espíritu, aprendiendo de él que «lo que nos
da la paz con Dios es la obra de Cristo por nosotros, y no la
obra de Cristo en nosotros».
A los 19 años de edad dejó la iglesia Anglicana para unirse a
los Hermanos, en Dublín, donde J. G. Bellet ministraba con
gran acierto. Por este tiempo, leía mucho la Palabra y se
dedicó con fervor a varios estudios. Cuando tenía 24 años,
abrió una escuela privada en Westport, y se entregó con
entusiasmo a su labor docente. Sin embargo, pese a su
profesión, siempre consideró a Cristo como el centro de su
vida, y el servicio para Cristo constituía su principal
preocupación.
Nace un periódico cristiano
Por el año 1853, tras 9 años de labor docente, renunció a su
tarea docente por temor a que ella suplantara su servicio
para Cristo como interés principal, al cual entonces, con el
sostén del Señor, consagró su vida y se dedicó por entero al
ministerio de la Palabra, tanto escrito como público.
Poco tiempo después de ingresar al ministerio, se sintió
guiado a iniciar un periódico de edificación cristiana, del
que continuó siendo redactor y editor por 21 años: Things
New and Old (Cosas Nuevas y Viejas, en referencia a Mateo
13:52), en el que aparecieron publicados la mayoría de sus
escritos. Con su acostumbrada claridad y energía, declaró en
parte de su presentación: «Somos responsables de hacer que
la luz alumbre por todos los medios posibles; de hacer
circular la verdad de Dios por todos los medios, ya a través
de las palabras de la boca, ya por medio de papel y tinta; ya
en público, ya en privado, «a la mañana y a la tarde»; «a
tiempo y fuera de tiempo»; debemos «sembrar junto a todas
las aguas». En una palabra, ya sea que consideremos la
importancia de la verdad divina, el valor de las almas
inmortales o el terrible progreso del error y del mal, somos
imperativamente llamados a estar de pie y a actuar, en el
nombre del Señor, bajo la guía de su Palabra y por la gracia
de su Espíritu».
Aunque era un hombre de carácter, siempre vivía en una
atmósfera de profunda devoción, manifestando un ferviente
amor no sólo por los hermanos, sino también por las almas
perdidas. Un espíritu afable y cortés le caracterizaba, lo que
hacía que evitara los conflictos y controversias, en tanto le
fuera posible.
Sin embargo, no siempre se vio libre de ellos. En una carta a
J. A. Trench, expresa de la siguiente manera la absurda
lógica de las disputas doctrinales: «El alboroto que se ha
hecho sobre la doctrina es para mí muy humillante. La
verdad, que ha sido corriente entre nosotros durante
cincuenta años, se ha transformado hoy en una materia de
disputa. Me recuerda a dos hombres que discuten sobre la
forma de un globo –uno está dentro, y el otro fuera. El
primero sostiene que es cóncavo, y el otro resueltamente
afirma que es convexo: ellos no ven que, para sacar una
conclusión legítima, deben cesar sus disputas, y considerar
ambos lados».
Sus obras cumbres
En cuanto a su ministerio, no hay registro de su ministerio
oral, pero, sin duda, son sus Notas sobre el Penta-teuco la
obra que marcó más profundamente su servicio. Todavía
gozan de gran popularidad no sólo en sus varias ediciones en
inglés, sino en muchos otros idiomas a los cuales han sido
traducidas y siguen traduciéndose. Se ha dicho que si bien J.
N. Darby fue el autor más prolífico de los «hermanos», las
obras de C. H. M. son las que mayor número de veces han
salido de la imprenta.
Sus escritos han sido de gran influencia en el mundo entero.
Miles de cartas de agradecimiento llegaban de todo el
mundo por tanta ayuda recibida en la comprensión de las
Escrituras a través de su ministerio escrito, y especialmente
en la comprensión de los tipos de los cinco libros de Moisés.
Del mundo evangélico, Dwight L. Moody y C. H. Spurgeon
reconocieron muy especialmente la ayuda recibida por los
libros de Mackintosh, los que siempre recomendaban muy
encarecidamente. De sus notas al Pentateuco, Spurgeon dijo
que eran «preciosas y edificantes, grandemente sugestivas,
aunque con las peculiaridades de su grupo».
Las «Notas sobre el Pentateuco» en inglés, aparecieron
publicadas en seis volúmenes, comenzando con el Génesis,
de 334 páginas, y concluyendo con dos volúmenes sobre el
Deuteronomio de más de 800 páginas. El prefacio a cada
volumen de las «Notas» fue escrito por su amigo y
colaborador Andrew Miller, de quien se dice que fue el que
le animó a escribir sus «Notas» y quien financió en su
mayor parte su publicación. Miller dijo respecto de estas
«Notas», que «presentan de una forma sorpren-dentemente
completa, clara y frecuente la absoluta ruina del hombre en
pecado y el perfecto remedio de Dios en Cristo».
Efectivamente, Mackintosh escribía en un estilo
notablemente claro, muy distinto de J. N. Darby, el cual le
dijo en cierta oportunidad: «Usted escribe para ser
entendido, yo solamente pienso sobre el papel».
Otra serie muy conocida de C. H. Mackintosh, y que fue
también numerosas veces reeditada, son los Miscellaneous
Writings (Escritos misceláneos), cuya primera edición
apareció en 1898 en seis volúmenes que sobrepasan las 2500
páginas, los cuales consisten en una selección de artículos
que escribió para el periódico «Things New and Old» (hoy
en día se publican en un solo volumen de 908 páginas de
doble columna). Desde entonces, la demanda por esta
colección de escritos no ha cesado y han sido reimpresos
una y otra vez hasta hoy.
En los «Miscellaneous Writings» encontramos unos
excelentes comentarios de Mackintosh sobre la
evangelización. En el volumen cuatro leemos de su artículo
«La gran comisión», sobre Lucas 24:44-49, lo siguiente:
«Nuestro divino Maestro llama a los pecadores a
arrepentirse y creer al Evangelio. Algunos nos quieren hacer
creer que es un error llamar a personas «muertas en delitos y
pecados» a hacer algo. ‗¿Cómo‘ –arguyen– ‗pueden aquellos
que están muertos, arrepentirse? Ellos son incapaces de
cualquier movimiento espiritual: deben recibir primero el
poder, antes de arrepentirse y creer.‘
«¿Qué contestamos a esto?: Simplemente que nuestro Señor
sabe más que todos los teólogos del mundo qué es lo que
debe ser predicado. Él sabe todo acerca de la condición del
hombre: su culpa, su miseria, su muerte espiritual, su falta
total de esperanza, su total incapacidad de producir siquiera
un solo pensamiento recto, de pronunciar una sola palabra
justa, de hacer siquiera un acto de justicia. Sin embargo, Él
llama a los hombres a arrepentirse. Y esto nos basta. No
debemos ocuparnos en tratar de reconciliar aparentes
discrepancias. Puede parecernos difícil reconciliar la
completa incapacidad del hombre con su responsabilidad
delante de Dios; pero Dios es su propio intérprete, y él hará
que estas cosas resulten claras. Nuestro feliz privilegio, y
nuestro deber irrenunciable, es creer lo que él dice, y hacer
lo que él dispone. He aquí la verdadera sabiduría, la que da
como resultado una sólida paz… Nuestro Señor predicó el
arrepentimiento, y él mandó a sus apóstoles a predicarlo; y
ellos lo hicieron de manera perseverante».
En la paz de Dios
Los últimos cuatro años de su vida residió en Cheltenham.
Cuando, debido a la debilidad de su cuerpo ya no tenía más
capacidad para ministrar en público, Mackintosh continuó
escribiendo.
El 3 de abril de 1896, apenas siete meses antes de que el
Señor se lo llevara, escribió desde Cheltenham: «Aunque ya
no tengo más fuerzas para mantenerme erguido frente a mi
escritorio, siento que debo enviarle unas afectuosas líneas
para notificarle sobre la recepción de su amable carta del día
21 de este mes. Estoy inválido desde hace un año, confinado
a estas dos habitaciones. Sigo pobre y bajo los cuidados del
médico, padeciendo bronquitis, fatiga, asfixia y gran
debilidad en todo mi cuerpo. Pero todo es divinamente justo.
El Señor de toda gracia ha estado conmigo y me ha
permitido comprender, de una manera muy notoria, la
preciosidad y el poder de todo lo que he estado hablando y
escribiendo por alrededor de 53 años. ¡Bendito sea su
Nombre! Sé que sabrá disculpar este tan pobre fragmento,
pues ya no tengo la capacidad de escribir demasiado…»
Su primer tratado, escrito en 1843, había versado sobre «la
paz con Dios». Su último artículo, escrito en 1896, pocos
meses antes de su partida a la presencia del Señor, se tituló:
«La paz de Dios». ¡Qué hermoso significado de madurez
espiritual! Hace recordar al apóstol Juan escribiendo
primero su evangelio sobre «el amor de Dios», y al final sus
epístolas sobre «el Dios de amor». El docto escriba de los
Hermanos –pero más que eso, de la Iglesia– estaba
preparado para partir.
Durmió en paz en el Señor el 2 de noviembre de 1896.
Cuatro días después, una gran compañía de hermanos de
muchos lugares se reunió para su entierro en el cementerio
de Cheltenham. Fue sepultado al lado de su amada esposa,
en la llamada ‗parcela de los Hermanos de Plymouth‘, donde
yacen los restos de muchos hermanos de ambas corrientes,
exclusiva y abierta.
El Dr. Walter T. P. Wolston, de Edimburgo, habló durante el
entierro, acerca de Abraham, Génesis 25:8-10, y de Hebreos
8:10. Luego, al dispersarse, los hermanos cantaron el bello
himno de Darby:
Luminosos y benditos lugares,
donde el pecado ya no tiene entrada;
que ven un espíritu anhelante
quitado de la tierra,
donde nosotros aún peregrinamos.
Un regalo de Dios para China
James Hudson Taylor nació el 21 de mayo de 1832 en un
hogar cristiano. Su padre era farmacéutico en Barnsley,
Yorkshire (Inglaterra), y un predicador que en su juventud
tuvo una fuerte carga por China. Cuando Hudson tenía sólo
cuatro años de edad, asombró a todos con esta frase:
«Cuando yo sea un hombre, quiero ser misionero en China».
La fe del padre y las oraciones de la madre significaron
mucho. Antes de que él naciera, ellos habían orado
consagrándolo a Dios precisamente para ese fin.
Sin embargo, pronto el joven Taylor se volvió un muchacho
escéptico y mundano. Él decidió disfrutar su vida. A los 15
años entró en un banco local y trabajó como empleado
menor donde, puesto que era un adolescente bien dotado y
alegre, llegó a ser muy popular. Los amigos mundanos le
ayudaron a ser burlón y grosero. En 1848 dejó el banco para
trabajar en la tienda de su padre.
Conversión y llamamiento
Su conversión es una historia asombrosa. Una tarde de junio
de 1849, cuando tenía 17 años, entró en la biblioteca de su
padre. Echaba de menos a su madre que estaba lejos, y
quería leer algo para pasar el rato. Tomó un folleto de
evangelismo que le pareció interesante, con el siguiente
pensamiento: «Debe haber una historia al principio y un
sermón o moraleja al final. Me quedaré con lo primero y
dejaré lo otro para aquellos a quienes le interese». Pero al
llegar a la expresión «la obra consumada de Cristo» recordó
las palabras del Señor «consumado es», y se planteó la
pregunta: «¿Qué es lo que está consumado?». La respuesta
tocó su corazón, y recibió a Cristo como su Salvador.
A esa misma hora, su madre, a unos 120 kilómetros de allí,
experimentaba un intenso anhelo por la conversión de su
hijo. Ella se encerró en una pieza y resolvió no salir de allí
hasta que sus oraciones fuesen contestadas. Horas más tarde
salió con una gran convicción. Diez días más tarde regresó a
casa. En la puerta le esperaba su hijo para contarle las
buenas noticias. Pero ella le dijo: «Lo sé, mi muchacho. Me
he estado regocijando durante diez días por las buenas
nuevas que tienes que decirme.» Más tarde Hudson se enteró
de que también su hermana, hacía un mes, había iniciado
una batalla de oración a favor de él. «Criado en tal ambiente,
y convertido en tales circunstancias, no es de extrañar que
desde el comienzo de mi vida cristiana se me hacía fácil
creer que las promesas de la Biblia son muy reales».
Sin embargo, a poco andar, Hudson empezó a sentirse
descontento con su estado espiritual. Su «primer amor» y su
celo por las almas se había enfriado. En una tarde de ocio de
diciembre de 1849 se retiró para estar solo. Ese día derramó
su corazón delante del Señor y le entregó su vida entera.
«Una impresión muy honda de que yo ya había dejado de
ser dueño de mí mismo se apoderó de mí, y desde esa fecha
para acá no se ha borrado jamás». Poco tiempo después,
sintió que Dios le llamaba para servir en China.
Desde entonces su vida tomó un nuevo rumbo, pues
comenzó a prepararse diligentemente para lo que sería su
gran misión. Adaptó su vida lo más posible a lo que pensaba
que podría ser la vida en China. Hizo más ejercicios al aire
libre; cambió su cama mullida por un colchón duro, y se
privó de los delicados manjares de la mesa. Distribuyó con
diligencia tratados en los barrios pobres, y celebró reuniones
en los hogares.
Comenzó a levantarse a las cinco de la mañana para estudiar
el idioma chino. Como no tenía recursos para comprar una
gramática y un diccionario –muy caros en ese tiempo–
estudió el idioma con la ayuda de un ejemplar del Evangelio
de Lucas en mandarín. También empezó el estudio del
griego, hebreo, y latín.
En mayo de 1850 comenzó a trabajar como ayudante del Dr.
Robert Hardy, con quien siguió aprendiendo el arte de la
medicina, que había comenzado con su padre. Sabía de la
escasez de médicos en China, así que se esmeró por
aprender. En noviembre del año siguiente, tomó otra
decisión importante: para gastar menos en sí mismo y poder
dar más a otros, arrendó un cuarto en un modesto suburbio
de Drainside, en las afueras del pueblo. Aquí empezó un
régimen riguroso de economía y abnegación, oficiando parte
de su tiempo como médico autonombrado, en calles tristes y
miserables. Se dio cuenta que con un tercio de su sueldo
podía vivir sobriamente. «Tuve la experiencia de que cuanto
menos gastaba para mí y más daba a otros, mayor era el
gozo y la bendición que recibía mi alma».
La fe es probada
Sin embargo, por este tiempo Hudson Taylor tuvo una
dolorosa experiencia. Desde hacía dos años conocía a una
joven maestra de música, de rostro dulce y melodiosa voz.
Él había alentado la esperanza de un idílico y feliz
matrimonio con ella. Pero ahora ella se alejaba. Viendo que
nada podía disuadir a su amigo de sus propósitos
misioneros, ella le dijo que no estaba dispuesta a ir a China.
Hudson Taylor quedó completamente quebrado y humillado.
Por unos días sintió que vacilaba en su propósito, pero el
amor de Dios lo sostuvo. Años más tarde diría: «Nunca he
hecho sacrificio alguno». No habían faltado los sacrificios,
es verdad, pero él llegó a convencerse de que el renunciar a
algo para Dios era inevitablemente recibir mucho más. «Un
gozo indecible todo el día y todos los días, fue mi feliz
experiencia. Dios, mi Dios, era una Persona luminosa y real.
Lo único que me correspondía a mí era prestarle mi servicio
gozoso».
Entre tanto, la carga por la evangelización de China se hacía
cada vez más fuerte en su corazón. A su madre le escribía:
«La tarea misionera es la más noble a que podamos
dedicarnos. Ciertamente no podemos ser insensibles a los
lazos humanos, pero ¿no debemos regocijarnos cuando hay
algo a lo que podemos renunciar por el Salvador? ¡Oh,
mamá, no te puedo decir cómo anhelo ser misionero...
Piensa, madre mía, en los doce millones de almas en China
que cada año pasan a la eternidad sin Aquel que murió por
mí!... ¿Crees que debo ir cuando haya ahorrado suficiente
para el viaje? Me parece que no puedo seguir viviendo si no
se hace algo por China».
Pero había algunas consideraciones –aparte del dinero para
el viaje– que aún lo detenían. Él sabía que en China no
tendría ningún apoyo humano, sino sólo Dios. No dudaba
que Dios no fallaría, pero ¿y si su fe fallaba? Sentía que
debía aprender, antes de salir de Inglaterra, «a mover a los
hombres, por medio de Dios, sólo por la oración». Así que
decidió ejercitar su fe, y estar así preparado para lo que
vendría. Muy pronto encontró la manera de hacerlo.
Su patrón le había pedido que le recordara cuándo era el
tiempo en que debía pagarle su sueldo trimestral, pero él se
propuso no recordárselo, sino orar para que Dios lo hiciera.
De esa manera vería la mano de Dios moverse en respuesta
a su oración. Pero al llegar la fecha, el patrón lo olvidó.
Como aún le quedaba una pequeña moneda, y no tenía
mayor necesidad, siguió orando sin decirle nada a su patrón.
Ese domingo un hombre muy pobre fue a buscarlo porque su
esposa agonizaba. Allí comprobó que esa familia con cinco
niños tristes, y la madre con un bebé de tres días en sus
brazos, se moría de hambre.
En su corazón él deseaba haber tenido su moneda convertida
en sencillo para darle algo, sin quedar en blanco. Para el día
siguiente, él mismo no tenía qué comer. Mientras intentaba
alentar a la familia, su corazón le reprochaba su hipocresía e
incredulidad. Les hablaba de un Padre amoroso que cuidaría
de ellos, pero no creía que ese mismo Padre pudiera cuidar
de él, si es que entregaba todo su dinero. Su oración le
pareció falsa y vacía. Cuando ya se retiraba, el hombre le
rogó: «Ya ve usted la situación en que estamos, señor. Si
puede ayudarnos, ¡por amor de Dios hágalo!» Entonces
Hudson sintió que el Señor le recordaba las palabras: «Al
que te pida, dale». Así que, obedeciendo con temor, metió la
mano en el bolsillo y le dio su única moneda. «Recuerdo
bien que esa noche, al regresar a mi cuarto, el corazón lo
sentía tan liviano como el bolsillo. Las calles desiertas y
oscuras retumbaban con un himno de alabanza que no pude
contener.»
A la mañana siguiente, mientras desayunaba lo último que le
quedaba, le llegó una carta. Venía sin remitente y sin
mensaje. En ella sólo venía un par de guantes de cabritilla.
Y en uno de ellos había una moneda ¡de cuatro veces el
valor de la que había regalado! Esa moneda lo salvó de la
emergencia, y le enseñó una lección que nunca olvidaría.
Sin embargo, el doctor seguía sin recordar su compromiso,
así que siguió orando. Pasaron quince días, pero nada.
Desde luego, no era la falta de dinero lo que más lo
mortificaba, pues podía obtenerlo con sólo pedirlo. El asunto
era: ¿Estaba en condiciones de ir a China o su falta de fe le
sería un estorbo? Y ahora surgía un nuevo elemento de
preocupación. El sábado por la noche debía pagar el
arriendo de su pieza, y no tenía dinero. Además, la dueña de
la pieza era una mujer muy necesitada. El sábado en la tarde,
poco antes de terminar la jornada semanal, el doctor le
preguntó: «Taylor, ¿es ya el tiempo de pagarle su sueldo?».
Él le contestó, con emoción y gratitud al Señor, que hacía
algunos días ya había vencido el plazo. El médico le dijo:
«Ah, qué lastima que no me lo recordara. Esta misma tarde
mandé todo el dinero al banco. Si no, le hubiera pagado en
seguida.»
Muy turbado, esa tarde Hudson tuvo que buscar refugio en
el Señor para recuperar la paz. Esa noche, se quedó solo en
la oficina, preparando la palabra que debería compartir al día
siguiente. Esperaba que el llegar esa noche a su cuarto, ya la
señora estuviese acostada, así no tendría que darle
explicaciones. Tal vez el lunes el Señor le supliera para
cumplir su compromiso.
Era poco más de las diez de la noche, y estaba por apagar la
luz e irse, cuando llegó el médico. Le pidió el libro de
cuentas, y le dijo que, extrañamente, un paciente de los más
ricos había venido a pagarle. El doctor anotó el pago en el
libro y estaba por salir, cuando se volvió y, entregando a
Hudson algunos de los billetes que acababa de recibir, le
dijo: «Ahora que se me ocurre, Taylor, llévese algunos de
estos billetes. No tengo sencillo, pero le daré el saldo la
próxima semana».
Esa noche, antes de irse, Hudson Taylor se retiró a la
pequeña oficina para alabar al Señor con el corazón
rebosante. Por fin, supo que estaba en condiciones para ir a
China.
El sueño comienza a cumplirse
En otoño de 1852, se trasladó a Londres, donde se matriculó
como estudiante de medicina en uno de los grandes
hospitales. Aunque la Sociedad para la Evangelización de
China (CES por sus iniciales en inglés) le ayudó
sufragándole parte de sus gastos, él continuó dependiendo
en todo lo demás directamente del Señor. Cuando solamente
tenía 21 años de edad, y aún no había acabado sus estudios,
se le abrió inesperadamente la puerta, por lo que tuvo que
embarcarse para Shanghai a la brevedad.
Desde China habían llegado informes de que el líder
revolucionario de los Taiping solicitaba misioneros para la
propagación del evangelio, que él mismo había abrazado
tiempo atrás. Así que la CES decidió enviar a Hudson
Taylor, esperando enviar a otro misionero un poco más
adelante. Taylor se embarcó en Liverpool en septiembre de
1853, en el buque de carga Dumfries, llevando en su
equipaje mucha de literatura en idioma chino para distribuir.
Nunca olvidaría el grito desgarrador de su madre al verlo
partir. Allí en la nave, era el único pasajero. Fue un viaje
tempestuoso; en dos ocasiones estuvieron a punto de
naufragar. La navegación se calmó cerca de Nueva Guinea.
El capitán se desesperó cuando una corriente los llevaba
rápidamente hacia los arrecifes de la costa, donde los
caníbales les esperaban con fogatas encendidas. Taylor y
otros se retiraron a orar y el Señor envió una fuerte brisa que
los puso a salvo. Arribaron a Shanghai en marzo de 1854,
tras seis largos meses de navegación. ¡El viaje normalmente
tomaba cuarenta días!
Hudson Taylor no estaba preparado para la guerra civil que
encontró a su arribo. La revolución había comenzado a
degenerarse rápidamente. Muchos de los líderes rebeldes
habían abrazado el cristianismo sólo por motivos políticos.
«No conocían mucho del espíritu cristiano y no
manifestaban ninguno». El destino de Taylor era Nanking,
en el norte, pero sólo pudo establecerse en Shanghai, donde
fue acogido por el doctor Lockhart. A su alrededor había
miseria, violencia y muerte. Sus ojos se inflamaron, sufrió
dolores de cabeza y pasaba mucho frío. En su gracia, Dios
permitía que desde el principio estuviera rodeado de muchas
dificultades, para así prepararlo en las tareas que habría de
enfrentar más adelante.
Pese a estas dificultades, en los dos primeros años que
estuvo Hudson Taylor en China, realizó diez viajes
misioneros desde Shanghai, en pequeñas embarcaciones que
servían a la vez de albergue. Con la llegada del misionero
Parker pudo realizar una labor más amplia, distribuyendo
1800 Nuevos Testamentos y más de 2.000 tratados y
folletos. Poco después, sin embargo, los Parker se
trasladaron a Ningpo y él se quedó solo.
En parte para explorar lugares de futura residencia y
también para evitar los senderos de los nacionalistas,
Hudson Taylor realizó un viaje por el Yangtze en barco.
Visitó 58 pueblos, de los cuales sólo siete habían visto a un
misionero alguna vez. Predicó, removió tumores y
distribuyó libros. A veces, las personas huían de él, o le
lanzaban barro y piedras. Su aspecto occidental, cómico y
carente de dignidad para los chinos, distraía continuamente a
las audiencias. Esto le llevó a tomar una decisión radical,
que habría de hacerle acepto a los chinos, pero casi
abominable a los ingleses: Se vistió a la usanza china, con la
cabeza rasurada por el frente y con el cabello de la parte
posterior tomado en una larga trenza. Desde ese día, pudo
realizar la obra con mayor eficacia.
En octubre de 1855 dejó Shanghai para ir a Tsungming, una
gran isla en la desembocadura del Yangtze, con más de un
millón de habitantes y ningún misionero. Allí fue muy bien
recibido por la gente, en parte por sus labores médicas.
Sintió que ése sería un buen lugar para establecerse y volvió
a Shanghai para reabastecerse de medicamentos, recolectar
cartas y proveerse con ropa de invierno. Sin embargo, las
autoridades le ordenaron abandonar Tsungming, pues los
doctores locales se quejaron porque estaban perdiendo su
negocio a causa del doctor extranjero. Además, según los
acuerdos binacionales, los extranjeros sólo podían morar en
los puertos, y no en el interior del país. Estas seis semanas
en la isla fueron su primera experiencia en el «interior».
En este tiempo, Hudson Taylor habría de hallar un motivo
de mucho gozo y compañerismo cristiano. Conoció a
William Burns, un evangelista escocés, con quien congenió
en seguida, pese a la disparidad de sus edades. Burns era un
hombre muy eficaz en la Palabra y de mucha oración.
Durante siete meses trabajaron juntos con mucho provecho.
Pronto, Burns se dio cuenta que su compañero lograba un
mayor acercamiento a la gente, así que él también decidió
rasurarse y vestirse como ellos.
En febrero de 1856, ambos fueron llamados a Swatow,
1.500 kilómetros al sur. Tras 4 meses de servicio allí, y pese
a las muchas dificultades, Dios bendijo su trabajo, así que
pensaron establecerse en ese lugar. Burns pidió a Taylor que
fuese a Shanghai a buscar su equipo médico, que les era de
gran necesidad. Cuando éste llegó encontró que casi todos
sus suministros médicos habían sido destruidos
accidentalmente en un incendio. Entonces vino la penosa
noticia de que Burns había sido arrestado por las autoridades
chinas y enviado hasta Cantón, y que a él se le prohibía
regresar a Swatow. «Esos meses felices fueron de
inexpresable gozo y consuelo para mí. Nunca tuve un padre
espiritual como el Sr. Burns. Nunca había conocido una
comunión tan segura y tan feliz. Su amor por la Palabra era
una dicha, y su vida santa y reverente, y su constante
comunión con Dios hicieron que su compañerismo
satisficiera las ansias más profundas de mi ser».
Poco después, Swatow estuvo en el ojo del huracán, a causa
de la guerra anglo-china, por lo que Hudson Taylor pudo
comprobar que todas las circunstancias son ordenadas por
Dios para favorecer a los que le aman.
Taylor decidió quedarse en Ning-po, donde el doctor Parker
había establecido un hospital y un dispensario farmacéutico.
Por ese tiempo, Hudson Taylor había quedado casi en la
indigencia. Le habían robado su catre de campaña, ropa, dos
relojes, instrumentos quirúrgicos, su concer-tina, la
fotografía de su hermana Amelia y una Biblia que le había
dado su madre. Además, la CES estaba en bancarrota. Había
tenido que conseguir dinero para pagar a sus misioneros, así
que Hudson se vio impelido a renunciar, por motivos de
conciencia. «Para mí era muy clara la enseñanza de la
Palabra de Dios «No debáis a nada nada»... Lo que era
incorrecto para un solo cristiano, ¿no lo era también para
una asociación de cristianos?... Yo no podía concebir que
Dios era pobre, que le faltaban recursos, o que estaba
renuente a suplir la necesidad de cualquier obra que fuera
suya. A mí me parecía que, si faltaban los fondos para una
determinada obra, entonces hasta allí, en esa situación, o en
ese tiempo, no podría ser la obra de Dios». El paso de fe de
renunciar al sueldo de la Sociedad, lo llenó de gratitud y
gozo. Desde entonces, confiaría solamente en Dios para su
sustento.
Noviazgo y matrimonio
En Ningpo, una nueva familia, los Jones, había llegado y la
comunidad misionera era ferviente en espíritu. Una vez a la
semana ellos cenaban en la escuela dirigida por la Srta.
Mary Ann Aldersey, una dama inglesa de 60 años, reputada
por ser la primera mujer misionera en China. Ella tenía dos
jóvenes ayudantes, Burella y María, hijas de Samuel Dyer,
uno de los primeros misioneros en China.
El día de Navidad de 1856, el grupo misionero tuvo una
celebración donde comenzó una amistad entre Hudson y
María. Esta joven era muy agraciada y simpática, además de
una ferviente cristiana. Muy pronto compartieron los
mismos anhelos y aspiraciones de santidad, de servicio y
acercamiento a Dios, y aun la indumentaria oriental que
llevaba Taylor. Taylor tuvo que cumplir una importante
misión en Shanghai, pero le escribió a María pidiéndole
formalizar un compromiso. Obligada por la Srta. Aldersey –
que menospreciaba al joven– María se negó.
Ante esto, ambos se abocaron a la obra del Señor, y oraron.
Más tarde, al comprobar que el sentimiento mutuo persistía,
decidieron pedir la autorización al tutor de ella, que vivía en
Londres. Tras cuatro largos meses de espera, llegó la
respuesta favorable. El tutor se había enterado en Londres de
que Hudson Taylor era un misionero muy promisorio. Todos
los que le conocían daban buen testimonio de él. Así, con
todo a favor, decidieron comprometerse públicamente en
noviembre de 1857. En enero de 1859, poco después de que
María cumpliera los 21 años, se casaron y se establecieron
en Ningpo. «Dios ha sido tan bueno con nosotros. En
realidad, ha contestado nuestras oraciones y ha tomado
nuestro lugar en contra de los fuertes. ¡Oh, que podamos
andar más cerca de él y servirle con mayor fidelidad!».
El trabajo en el grupo continuó. John Jones fue el pastor,
María dirigió la escuela de niños mientras el pequeño grupo
de Taylor en Ningpo continuó la obra misionera en la gran
ciudad inconversa. Por este tiempo se convirtió un chino,
presidente de una sociedad idólatra, que gastaba mucho
tiempo y dinero en el servicio de sus dioses. Luego de
escuchar la Palabra por primera vez dijo: «Por mucho
tiempo he estado en busca de la verdad, sin encontrarla. He
viajado por todas partes, y no he podido hallarla. No he
podido encontrar descanso en el confucianismo, el budismo
ni en el taoísmo. Pero ahora sí he encontrado reposo para mi
alma en lo que hemos oído esta noche. De ahora en adelante
soy creyente en Jesús». En seguida fue un fiel testigo de
Cristo entre sus antiguos compañeros.
Un día le preguntó a Taylor: «¿Cuánto tiempo han tenido las
Buenas Nuevas en su país?». «Algunos centenares de años»,
le respondió Hudson algo vacilante. «¿Cómo dice?
¿Centenares de años? Mi padre buscaba la verdad y murió
sin conocerla. ¡Ah! ¿Por qué no vino antes?». Ese fue un
momento doloroso para Hudson Taylor, que jamás pudo
borrar de su conciencia, y que profundizó en él su ansia de
llevar a Cristo a aquellos que aún podían recibirlo.
El tratado de Tientsin, en 1860, dio nuevas libertades a los
misioneros. Por fin se había abierto la puerta de entrada a las
provincias del interior. Por ese tiempo, el doctor Parker tuvo
que dejar sus labores en el hospital y en dispensario que
dirigía, y Hudson Taylor se vio constreñido a tomar también
esa responsabilidad. Los nuevos creyentes chinos se
ofrecieron para colaborar y, contra todo lo humanamente
esperado, la atención mejoró, los recursos no faltaron, y aun
se comenzó a respirar en el ambiente la vida de Cristo. En
los nueve meses siguientes hubo 16 pacientes bautizados, y
otros 30 se incorporaban a la iglesia.
Un paréntesis necesario
Sin embargo, la salud de Taylor se quebrantó gravemente,
tanto, que un descanso parecía ser su única esperanza de
vivir. Así que dejaron Shanghai, llegando a Inglaterra en
noviembre, 1860, siete años después de que él había partido
para China. Vivieron en Bayswater, donde nació su primer
hijo varón, Herbert, en abril de 1861 (Grace había nacido el
año anterior). Comprendiendo que no podría volver tan
pronto, Hudson emprendió varias tareas. Primero, la revisión
del Nuevo Testamento de Ningpo, por petición de la
Sociedad Bíblica. Luego, la reanudación de sus estudios de
medicina. La atención, a la distancia, de la obra en Ningpo,
y la realización de reuniones con juntas misioneras
denominacionales, instándoles a asumir la evangelización
del interior de China. Esta última tarea era la que más le
urgía; sin embargo, aunque por todas partes lo escuchaban
con simpatía, pronto quedó de manifiesto que ninguna de
ellas estaba dispuesta a asumir la responsabilidad por tan
grande empresa.
Por petición del redactor de una revista denominacional,
Hudson comenzó a escribir una serie de artículos para
despertar el interés en la Misión en Ningpo, el que más tarde
se transformó en un libro. Con el mapa de China en una
pared de su pieza, Hudson oraba y soñaba con una
evangelización a fondo por todas las provincias de ese gran
país. La oración llegó a ser la única forma en que pudo
aliviar la carga de su alma.
Poco a poco, empezó a brillar una luz en su espíritu. Ya que
todas las puertas se cerraban, tal vez Dios quería usarlo a él
para contestar sus propias oraciones. ¿Qué pasaría si él
buscara sus propios obreros, y fuera con ellos? Pero su fe
también parecía flaquear ante tamaña empresa. Por el
estudio de la Palabra aprendió que lo que se necesitaba no
era un llamamiento emocional para conseguir apoyo, sino la
oración fervorosa a Dios para que él enviara obreros. El plan
apostólico no era conseguir primero los medios, sino ir y
hacer la obra, confiando en Dios.
Sin embargo, sentía que su fe aún no llegaba a ese punto.
Pronto la convicción de su propia culpabilidad se agudizó
más y más, hasta llegar a enfermar. Pero he aquí que
Hudson Taylor tuvo una experiencia que habría de cambiar
la historia.
Un día, un amigo le invitó a Brighton para pasar unos días
junto al mar. El domingo fue a la reunión de la iglesia, pero
el ver a la hermandad que, despreocupada, se gozaba en las
bendiciones del Señor, no lo pudo soportar. Le pareció oír al
Señor hablarle de las «otras ovejas» allá en China, por cuyas
almas nadie se interesaba. Sabía que el camino era pedir los
obreros al Señor. Pero una vez que Dios los enviase, ¿estaba
él en condiciones de guiarlos y hacerse cargo de ellos? Salió
apresuradamente para la playa, y se puso a caminar por la
arena.
Allí Dios venció su incredulidad y él se entregó enteramente
a Dios para ese ministerio. «Le dije que toda responsabilidad
en cuanto a los resultados y consecuencias tendría que
descansar en Él; que como siervo suyo a mí me correspondía
solamente obedecerle y seguirle; a Él le tocaba dirigir,
cuidar y cuidarme a mí y a aquellos que vendrían a
colaborar conmigo. ¿Debo decir que en seguida la paz
inundó mi corazón?»
Allí mismo le pidió a Dios 24 obreros, dos para cada una de
las provincias que no tenían misionero, y dos para
Mongolia. Escribió la petición en el margen de la Biblia que
llevaba y regresó a casa, lleno de paz.
Muy pronto Dios habría de comenzar a ordenar el escenario
para contestar esta petición.
Un regalo de Dios para China (2ª Parte)
Resumen de la Primera Parte
Hudson Taylor nació el 21 de mayo de 1832, en Inglaterra.
A los 17 años de edad entregó su vida al Señor y sintió el
llamado a servir como misionero en China. Tras una
esforzada y solitaria preparación, viajó a ese país, donde
sirvió en la Sociedad para la Evangelización de China. Allí
realiza numerosos viajes evangelísticos, se casa con María
Dyer, y asume la dirección de un Hospital. Sin embargo, tras
siete años de servicio, y debido a su excesivo trabajo, su
salud se deteriora, así que tiene que viajar de vuelta a
Inglaterra. En su país se ocupa en la revisión del Nuevo
Testamento Ningpo, de completar sus estudios de medicina,
y de instar a las juntas misioneras denominacionales a
asumir la evangelización del interior de China. Sin embargo,
ninguna estaba en condiciones de acometer tan grande tarea.
Debido a esto, Hudson Taylor se sumió en una profunda
crisis emocional. Mientras trataba de recuperarse en
Brighton, junto al mar, finalmente decide ponerse en las
manos del Señor para asumir él mismo el desafío, para lo
cual le solicita 24 obreros, dos para cada provincia china y
para Mongolia. Hudson Taylor tenía 33 años.
Nace la Misión al Interior de China
Muy pronto la casa de los Taylor en Inglaterra comenzó a
llenarse de candidatos. La publicación del libro «La
necesidad espiritual y las demandas de China» ayudó a
despertar el interés por la obra de Dios en ese país. Sin
embargo, las peculiaridades de la nueva Misión
(denominada «Misión al Interior de China») alejaba a
muchos, porque ella no solicitaba dinero, ni aseguraba un
sueldo a sus misioneros. Pese a esto fue tal la respuesta, que
hubo que avisar que cesaran las donaciones, porque las
necesidades estaban cubiertas.
El 26 de mayo de 1866 Hudson Taylor salió con el primer
grupo de 16 colaboradores rumbo a China. Este primer viaje
no estuvo exento de peripecias, pues estuvieron a punto de
naufragar en más de una oportunidad. Pero, gracias a Dios,
llegaron sanos y salvos, y se establecieron en Hang-chow.
Al año siguiente la familia Taylor vivió una profunda
tristeza por la partida de su hija Gracie, de ocho años; sin
embargo, la obra se extendía rápidamente por el Gran Canal
hacia el interior.
Hudson Taylor enfrentó por ese tiempo otras pruebas muy
fuertes. Una fue el motín de Yangchow, en que estuvo a
punto de perder la vida, y otro, el descrédito que sufrió a
manos de algunos miembros de su propio equipo, quienes
regresaron a Inglaterra y lograron desanimar a algunos
colaboradores. Debido a esto hubieron de enfrentar algunas
estrecheces económicas, pero fue entonces que se manifestó
la fidelidad de un conocido hombre de Dios: George Müller.
Su nombre se había hecho conocido, pues sostenía por la
sola fe y la oración, sin aportes fijos ni solicitar fondos, un
orfanato de unos dos mil niños y niñas. Müller no sólo tenía
carga por los huérfanos de Inglaterra, sino también por la
evangelización en China, y así lo hizo notar en muchas
ocasiones. Con sus oraciones, sus cartas y sus aportes,
muchas veces infundió ánimo a los misioneros a la distancia.
Las contribuciones de Müller durante los años siguientes
alcanzaron la no despreciable suma de casi diez mil dólares
anuales, ¡pese a que necesitaba mirar al Cielo diariamente
por el sustento de sus propios huerfanitos!
La gran experiencia espiritual
En septiembre de 1869 Hudson Taylor entró en una
experiencia espiritual que marcó su vida, y de la cual habría
de compartir a muchos durante sus años siguientes. Él la
llamó de la «vida canjeada». Poco antes había estado muy
desanimado, por la falta de comunión con su Señor, y por la
escasez de frutos, y no sabía cómo podría mejorar. Pero la
llegada de una carta de su amigo Juan McCarthy en que le
contaba su propia experiencia, gatilló en él la solución tan
anhelada. ¿En qué consistió? En ver, a partir de Juan
capítulo 15, cómo permanecer en Cristo, y recibir de él la
fuerza necesaria para una vida victoriosa. Después de esto,
Hudson Taylor fue otro hombre. ¡Aquella fue una
experiencia que sería capaz de resistir todos los embates del
tiempo! (Ver artículo «El secreto espiritual de Hudson
Taylor», pág. 74).
Pruebas y expansión
Pronto se acercaban, sin embargo, algunas experiencias
familiares aún más dolorosas que las ya vividas. En medio
de una época muy agitada en la vida de China –la matanza
de Tientsin– el matrimonio Taylor tuvo que separarse del
resto de sus hijos para enviarlos a Inglaterra para su
educación. Y poco después, en julio de 1870, muere un hijo
recién nacido y, a los pocos días, María Dyer, quien contaba
apenas con treinta y tres años. En estas circunstancias,
Hudson Taylor tuvo que echar mano más que nunca el
consuelo procedente de sus experiencias espirituales.
«¡Cuánta falta me hacía mi querida esposa y las voces de los
niños tan lejos allá en Inglaterra! Fue entonces que
comprendí por qué el Señor me había dado ese pasaje de las
Escrituras con tanta claridad: ‗Cualquiera que bebiere del
agua que yo le daré, no tendrá sed jamás‘. Veinte veces al
día, tal vez, al sentir los amagos de esa sed, yo clamaba a él:
‗¡Señor, tú prometiste!‘ Me prometiste que jamás tendría sed
otra vez‘ Y ya fuera de noche o de día, ¡Jesús llegaba
prestamente a satisfacer mi corazón dolorido! Tanto fue así
que a veces me preguntaba si mi amada estaría gozando más
de la presencia del Señor allá, que yo en mi cuarto, solitario
y triste». Al año siguiente, Taylor tuvo severos dolores del
hígado y del pulmón, y muchas veces tuvo dificultades para
respirar. Sin embargo, junto a cada dolor físico había el
profundo consuelo de una vivencia más íntima con Cristo.
La renuncia del matrimonio Berger, que dirigía la Misión en
Inglaterra, obligó a Taylor a viajar a ese país en 1872. Allí,
en los próximos quince meses, organizó un Consejo de
apoyo a la Misión, mientras oraban intensamente en
reuniones realizadas en su casa. F. W. Baller, un joven
creyente que llegó a ser después un íntimo colaborador,
escribió lo siguiente cuando le vio por primera vez en una de
esas reuniones: «El Sr. Taylor inició la reunión anunciando
un himno, y sentándose al armonio, dirigió el canto. Su
aspecto no era muy imponente. Era pequeño de estatura y
hablaba en voz baja. Como todo joven, quizá yo asociaba la
importancia con la bulla y buscaba mejor presencia de un
líder. Pero cuando dijo «oremos», y procedió a dirigir la
oración, cambié de opinión. Nunca había oído a nadie orar
así. Había una sencillez, una ternura, una audacia, un poder
que me subyugó y me dejó mudo. Me di cuenta que Dios le
había admitido en el círculo íntimo de comunión con él».
Cierto día, parado frente al mapa de China, Taylor se volvió
hacia unos amigos que le acompañaban y dijo: «¿Tienen fe
ustedes en pedir conmigo a Dios dieciocho jóvenes que
vayan de dos en dos a las nueve provincias que aún quedan
por evangelizar?». La respuesta fue afirmativa; así que allí
mismo, tomados de las manos delante del mapa, se pactaron
con toda seriedad para orar diariamente por los obreros que
se necesitaban.
Poco después, de regreso en China, Taylor pudo comprobar
con tristeza que la obra trastabillaba. En vez de hacer planes
para su adelanto, apenas pudo atender lo necesario para
robustecer lo que había. En esa circunstancia, su nueva
esposa, Jenne Faulding, prestaba una gran ayuda. Al cabo de
unos nueve meses pudo visitar cada centro y cada punto de
predicación de la Misión. La obra cobró nueva fuerza.
Nuevos sueños
Un día lo siguió un anciano hasta donde él alojaba y le dijo:
«Me llamo Dzing, y tengo una pregunta que me atormenta:
¿Qué voy a hacer con mis pecados? Nuestro maestro nos
enseña que no hay un estado futuro, pero encuentro difícil
creerlo… ¡Ah Señor! De noche me tiro en la cama a pensar.
De día me siento solitario a pensar. Pienso, y pienso, y
pienso más, pero no sé qué hacer con mis pecados. Tengo
setenta y dos años. No espero terminar otra década. ¿Puede
usted decirme qué debo hacer con mis pecados?». Esta
conversación, más el ver las multitudes en las grandes
ciudades sin testimonio de Dios, produjo en Hudson Taylor
una nueva urgencia por más obreros. En una de sus Biblias
escribió: «Le pedí a Dios cincuenta o cien evangelistas
nacionales y otros tantos misioneros como sean necesarios
para abrir los campos en los cuatro Fus y cuarenta y ocho
ciudades Hsien que están aún desocupados en la provincia
de Chekiang. Pedí en el nombre de Jesús». Era el 27 de
enero de 1874.
Poco después le fue entregada a Taylor una carta que traía
una donación de 800 libras «para la obra en provincias
nuevas». ¡La carta había sido enviada aún antes de que
Taylor escribiera su petición en la Biblia!
Sin embargo, un llamado urgente desde Inglaterra por parte
de la Srta. Blatchley –que estaba a cargo de los niños– lo
obligó a viajar de inmediato. Luego supo que ella había
muerto. Allí en Inglaterra le sobrevino una grave
enfermedad a la columna, a causa de una caída que había
tenido poco antes de salir de China. Como consecuencia,
estuvo paralizado de sus piernas, totalmente postrado.
Allí, solo, en su lecho de dolor –su esposa estaba lejos
atendiendo otras necesidades–, con la carga de la inmensa
obra sobre su corazón y con poca esperanza de volver a
caminar, surgió, sin embargo, el mayor crecimiento para la
Misión al Interior de China. En 1875 publicó un folleto
titulado: «Llamamiento a la oración a favor de más de 150
millones de chinos», en el cual solicitaba la cooperación de
dieciocho misioneros jóvenes que abrieran el camino. En
poco tiempo se completó el número solicitado, y él mismo,
desde su lecho, comenzó a enseñarles el idioma chino.
¿Cómo explicaba Taylor las extrañas circunstancias en que
se dio esta expansión? «Si yo hubiera estado bien (de salud)
y pudiera haberme movido de un lugar a otro, algunos
hubieran pensado que era la urgencia del llamamiento que
yo hacía y no la obra de Dios lo que había enviado a los
dieciocho a China».
Las formas cómo el Señor proveía para las necesidades para
la Misión eran variadas y asombrosas. Cierta vez viajaba
con un noble amigo ruso que le había escuchado hablar.
«Permítame darle una cosa pequeña para su obra en China»,
le dijo, extendiéndole un billete grande. Taylor, pensando
que tal vez se había equivocado, le dijo: «¿No pensaba
darme usted cinco libras? Permítame devolverle este billete,
pues es de cincuenta». «No puedo recibirlo», le contestó el
conde no menos sorprendido. «Eran cinco libras lo que
pensaba darle, pero seguramente Dios quería que le diera
cincuenta, de manera que no puedo tomarlo otra vez.» Al
llegar a casa, Taylor halló que todos estaban orando. Era
fecha de enviar otra remesa para China, y aún faltaban más
de 49 libras. ¡Ahí entendió Taylor por qué el conde le había
dado 50 libras y no 5!
Durante los próximos años, los pioneros de la Misión
viajaron miles de kilómetros por todas las provincias del
interior. Sin embargo, lo mucho que ellos hacían era, en
verdad, tan poco comparado con los millones de chinos que
diariamente morían sin Cristo. Taylor se percató de que la
única manera de alcanzar a toda China era incorporando al
servicio a los mismos chinos. «Yo miro a los misioneros
(extranjeros) como el andamio alrededor de un edificio en
construcción; cuanto más ligero pueda prescindirse de él,
tanto mejor».
El desbordamiento
En 1882 Taylor oró al Señor por setenta misioneros, los
cuales Dios fielmente proveyó en los tres años siguientes,
con su respectivo sustento. El reclutamiento de los Setenta
trajo una gran conmoción en toda Inglaterra, notificando a
todo el pueblo cristiano de la gran obra que Dios estaba
realizando en China. Otros conocidos siervos de Dios, como
Andrew Bonar y Charles Spurgeon, se sumaron al apoyo a
la Misión.
Cuatro años más tarde, Taylor da otro paso de fe, y pide al
Señor cien misioneros. Ninguna Misión existente había
soñado jamás en enviar nuevos obreros en tan gran escala.
En ese tiempo, la Misión tenía sólo 190 miembros y pedirle
a Dios un aumento de más del cincuenta por ciento ¡era algo
impensable! Sin embargo, durante 1887, milagrosamente,
seiscientos candidatos venidos de Inglaterra, Escocia e
Irlanda, se inscribieron para enrolarse. Así, el trabajo de la
Misión se esparció por todo el interior del país según era el
deseo original de Taylor. ¡Al final del siglo XIX, la mitad de
todos los misioneros del país estaban ligados a la Misión!
En octubre de 1888, Taylor visita Estados Unidos, donde fue
recibido afectuosamente en Northfield por D. L. Moody,
desde donde emprendió el regreso a China, pero no solo: le
acompañaban 14 jóvenes misioneros más, procedentes de
Estados Unidos y Canadá.
Durante los próximos años, Taylor vio extenderse su
ministerio a todo el mundo. Compartió su tiempo visitando
América, Europa y Oceanía, reclutando misioneros para
China. Fueron los años del desbordamiento espiritual, que
ahora se extendía por todos los confines de la tierra.
Un carácter transformado
El carácter de Taylor había alcanzado una gran semejanza
con su Maestro. He aquí el testimonio de un ministro
anglicano que le hospedó: «Era él una lección objetiva de
serenidad. Sacaba del banco del cielo cada centavo de sus
ingresos diarios – ‗Mi paz os doy‘. Todo aquello que no
agitara al Salvador ni perturbara su espíritu, tampoco le
agitaría a él. La serenidad del Señor Jesús en relación a
cualquier asunto, y en el momento más crítico, era su ideal y
su posesión práctica. No conocía nada de prisas ni de
apuros, de nervios trémulos ni agitación de espíritu. Conocía
esa paz que sobrepuja todo entendimiento, y sabía que no
podía existir sin ella… Yo conocía las ‗doctrinas de
Keswick, y las había enseñado a otros, pero en este hombre
se veía la realidad, la personificación de la ‗doctrina
Keswick‘, tal como yo nunca esperaba verlo».
La lectura de la Biblia era para él un deleite y un ejercicio
permanente. Un día, cuando ya había pasado los setenta
años, se paró, Biblia en mano, en su hogar en Lausanne, y le
dijo a uno de sus hijos: «Acabo de terminar de leer la Biblia
entera por cuarentava vez en cuarenta años». Y no sólo la
leía, sino que la vivía.
En abril de 1905, a la edad de 73 años, Taylor hizo su último
viaje a China. Su esposa Jennie había fallecido, y él había
pasado el invierno en Suecia. Su hijo Howard, que era
médico, acompañado de su esposa, decidieron acompañar a
Taylor en este viaje. Al llegar a Shangai, él visitó el
cementerio de Yangchtow, donde estaba sepultada su esposa
María y cuatro de sus hijos.
Mientras recorrían las ciudades chinas, Howard pudo
comprobar el gran amor que todos le dispensaban a su
padre, y también conocer cuál era el secreto de su prodigiosa
vida espiritual. Para Taylor, el secreto estaba en mantener la
comunión con Dios diaria y momentáneamente. Y esto se
podía lograr únicamente por medio de la oración secreta y el
alimentarse de la Palabra. Pero ¿cómo obtener el tiempo
necesario para estos dos ejercicios espirituales? «A menudo,
cuando tanto los viajeros como los portadores chinos habían
de pasar la noche en un solo cuarto (en las humildes posadas
chinas), se tendían unas cortinas para proveer un rincón
aislado para nuestro padre, y otro para nosotros.
Y luego, cuando el sueño había hecho presa de la mayoría,
se oía el chasquido de un fósforo y una tenue luz de vela nos
avisaba que Hudson Taylor, por más cansado que estuviera,
estaba entregado al estudio de su Biblia en dos volúmenes
que siempre llevaba. De las dos a las cuatro de la madrugada
era el rato generalmente dedicado a la oración – el tiempo
cuando podía estar seguro de que no habría interrupción en
su comunión con Dios. Esa lucecita de vela ha sido más
significativa para nosotros que todo lo que hemos leído u
oído acerca de la oración secreta; esto significaba una
realidad – no la prédica, sino la práctica».
Después de haber recorrido todas las misiones establecidas
por él, Hudson Taylor se retiró a descansar una tarde de
junio de 1905, y de este sueño despertó en las mansiones
celestiales.
Padre de huérfanos
Abigail era la hija más pequeña de una pareja de padres que
temían a Dios. Su primera oración infantil fue dicha en las
rodillas de George Müller, el gran hombre de fe del siglo
XIX. Un día, la pequeña, que tenía sólo 3 años de edad, le
dijo: «Me gustaría que Dios respondiese mis oraciones de la
misma forma que responde las suyas». «Él responderá», fue
la respuesta inmediata de Müller. Tomando a la pequeña en
su regazo él repitió la promesa de Dios: «Todo cuanto
pidieres en oración, creed que lo recibisteis, y lo recibiréis».
«Ahora, Abbie, ¿qué es lo que deseas pedir a Dios?». «Yo
quiero lana», dijo ella. Entonces él, juntando las manos en
actitud de oración, dijo: «Ahora, repite lo que yo voy a
decir: «Por favor, Dios, manda lana para Abbie» – «Por
favor, Dios, manda lana para Abbie», repitió la niña, y
saltando, corrió para jugar, perfectamente satisfecha. De
repente ella volvió, y, subiendo a sus rodillas, dijo: «Por
favor, Dios, manda en colores variados».
Al día siguiente ella se llenó de gozo y alegría al recibir una
caja que vino por el correo, con una gran cantidad de ovillos
de lana de colores variados. Su profesora, que estaba fuera
realizando una visita, encontró los ovillos de lana y pensó
que a su alumna podrían gustarles.
Primeros años
George Müller fue uno de los mayores hombres de oración
de toda la historia. Andrew Murray escribió sobre él: «Del
mismo modo que Dios colocó al apóstol Pablo como un
ejemplo en su vida de oración para los cristianos de todos
los tiempos, así también puso a George Müller, en tiempos
más recientes, como una prueba para Su iglesia, de que él
continúa respondiendo siempre la oración, en forma literal y
maravillosa».
Nació en Alemania en el año 1805, y su juventud estuvo
marcada por la maldad y el despilfarro. De niño tuvo una
fuerte inclinación por el engaño y el robo, razón por la cual
llegó a estar encarcelado durante veinticinco días.
En noviembre de 1825 conoció al Señor en una sencilla
reunión en una casa, a la cual, sorprendentemente, se hizo
invitar por un amigo cristiano. Desde entonces comienza a
manifestarse un profundo vuelco en su manera de ser y de
vivir, aunque no sin severas pruebas y fracasos. Su padre
quería hacerle pastor luterano, pero él quería hacerse
misionero. Cinco veces se ofreció para enrolarse, pero cada
vez hubo obstáculos en el camino, permitidos por el Señor.
Finalmente solicitó su admisión en la «Sociedad Londinense
para la Evangelización de los Judíos». Fue aceptado, y se
trasladó a Londres en marzo de 1829, aunque nunca llegó a
ejercer allí.
Por ese tiempo había comenzado un despertar entre muchos
creyentes, quienes a la luz del Nuevo Testamento habían
decidido separarse de los sistemas denominacionales y
reunirse en sencillez solamente como hijos de Dios. Este fue
el principio de lo que se conoció más tarde como el
movimiento de los «Hermanos de Plymouth». En Inglaterra,
George Müller conoció a A. N. Groves y Henry Craik, que
tuvieron una gran influencia en su vida.
Su «segunda conversión»
En julio de 1829, cuatro años después de su conversión,
mientras estaba en el pueblo de Teignmouth reponiéndose
de una enfermedad, George Müller tuvo una experiencia
espiritual que nunca olvidaría. Allí escuchó a alguien
predicar. He aquí su testimonio: «Aunque no me hubiese
agradado del todo lo que habló, pude ver una gravedad y
solemnidad en él, diferente de los demás. A través de este
hermano, el Señor me concedió una gran gracia, por la cual
tengo motivos para engrandecerle por toda la eternidad.
Dios comenzó a mostrarme que sólo la Palabra de Dios debe
ser nuestra regla de juicio en las cosas espirituales; que ella
sólo puede ser explicada por el Espíritu Santo, y que en
nuestros días, igual que en los primeros tiempos, él es el
Maestro de su pueblo. Yo no comprendía
experimentalmente el oficio del Espíritu Santo hasta esa
época. No había visto que el Espíritu Santo, solo, nos puede
enseñar respecto de nuestro estado natural, mostrarnos
nuestra necesidad del Salvador, habilitarnos a creer en
Cristo, explicarnos las Escrituras, ayudarnos a predicar,
etc.»
«Entender este punto en particular fue, en principio, lo que
tuvo un gran efecto sobre mí, pues el Señor me habilitó para
ponerlo en práctica, dejando de lado comentarios, y casi
todos los otros libros, y simplemente leer la Palabra de Dios
y estudiarla. El resultado de eso, fue que la primera noche en
que me encerré en mi cuarto para entregarme a la oración y
a la meditación de las Escrituras, aprendí en pocas horas
más de lo que había aprendido durante los últimos meses.
Pero la mayor diferencia fue que recibí fuerza verdadera en
mi alma, al hacerlo de aquella manera».1
«A más de eso, agradó al Señor conducirme a observar un
patrón de devoción más alto que el que había tenido
anteriormente. Me condujo, en parte, a ver lo que es mi
gloria en este mundo, también a ser pobre y despreciable
con Cristo. Regresé a Londres mucho mejor de mi cuerpo.
En cuanto a mi alma, el cambio fue tan grande, que fue
como una segunda conversión».
Al año siguiente, George Müller decidió establecerse en
Teignmouth, donde fue invitado a hacerse cargo de una
pequeña congregación. Habiendo visto la necesidad de
depender enteramente de Dios para su mantenimiento,
renunció al pequeño sueldo que recibía. Ese mismo año
contrae matrimonio con Mary Groves, hermana de A. N.
Groves. Juntos se aventuran a una vida de fe, vendiendo las
propiedades que tenían, para depender enteramente de Dios.
La obra en Bristol
Dos años más tarde, Henry Craik recibió una invitación para
ir a Bristol a celebrar reuniones, y éste invitó a George
Müller para que le ayudara. La predicación fue tan bien
recibida, que los hermanos les invitaron para que se fueran a
vivir a Bristol. Así el Señor conducía las cosas para lo que
habría de ser el mayor servicio en la vida de Müller. La obra
allí en Bristol experimentó un extraordinario crecimiento.
En un ambiente de fe sencilla y celo fervoroso, ajeno a las
tradiciones humanas y a la mundanalidad, estos dos
ministros se ejercitaron en la fe para un servicio posterior de
más amplias dimensiones.
En 1834 fundaron la Institución de Conocimientos
Escriturales con el fin de fundar escuelas, distribuir las
Escrituras y apoyar los esfuerzos misioneros.
Pero la obra magna fue la que Müller realizó entre los
huérfanos. Influido por la biografía de A. H. Francke, de
Alemania, y corroborado por su propia experiencia de haber
vivido dos meses en la Casa de Huérfanos de Halle, le vino
al corazón el procurar hacer algo por los niños hambrientos
y harapientos de Bristol. Una experiencia muy triste vivida
en una de las escuelas de la institución, y la dirección que le
daba la Palabra del Salmo 81: 10, «...abre tu boca que yo la
llenaré», apuraron la realización de ese anhelo.
Así fue como en diciembre de 1835, luego de someter el
proyecto a un grupo de hermanos, se concretó la idea,
arrendándose una casa para atender a un grupo de niñas. Al
año siguiente se arrendó una segunda casa para niños
pequeños, y una tercera para niños más grandes. Los
primeros colaboradores en esta obra ofrecieron incluso sus
muebles personales y su servicio gratuito.
George Müller pensaba que si él, siendo un hombre pobre, y
sin pedir nada a nadie sino a Dios, podía conseguir los
medios suficientes para abrir y mantener una casa de
huérfanos, habría un testimonio concreto de que Dios
contesta las oraciones de su pueblo. Debido a la demanda de
cupos, pronto se hizo evidente que sería necesario tener
casas propias, construidas expresamente para tal propósito.
Como respuesta a la oración, desde el 10 de diciembre
de1845, se empezaron a suceder los donativos. Así fue como
pronto se compraron los terrenos –a un precio muy
rebajado– y se comenzó la construcción. El 18 de junio de
1849, los trescientos niños que a esa fecha eran atendidos, se
fueron a su nueva casa, ubicada en el distrito de Ashley
Down. Ocho años después, en noviembre de 1857, se
inauguró la segunda casa, para la recepción de cuatrocientos
huérfanos más. Pero eso no fue todo. En marzo de 1862 se
abrió la tercera, con capacidad para cuatrocientos cincuenta
niños. En noviembre de 1868 se inauguró la cuarta, y en
enero de 1870, la quinta. En total, los cinco edificios tenían
una capacidad para más de 2.000 niños y niñas. No se
trataba de construcciones livianas, levantadas como de
emergencia, sino de piedra, muy sólidas, que fueron capaces
de sortear el paso de los años.
Veinticinco años pasaron entre la construcción de la primera
y la última casa, lo cual demuestra que no fue obra de un
solo impulso generoso, ni de precipitación, sino de paciente
espera en Dios, venciendo los obstáculos y allanando las
dificultades por medio de la oración.
Un botón de muestra
La fe de George Müller y de sus colaboradores tuvo muchas
ocasiones de ser probada en el orfanato. ¡Cómo no, si vivían
por fe día tras día! Entre las variadas experiencias vividas,
hay algunas que no pueden dejar de mencionarse.
Cierta vez no había nada para ofrecer a los niños al
desayuno. Los niños se sentaron en torno a las mesas como
de costumbre. Allí estaban los platos y los jarros, pero no
había nada en ellos. Entonces Müller dijo: «Daremos gracias
a Dios por lo que vamos a recibir». No bien habían
terminado de orar, cuando sonó un aldabazo en la puerta. Un
lechero mayorista había tenido un accidente, rompiéndose
una de las ruedas de su vagón, frente a la puerta del
orfanato, por lo cual había entendido que debía entregar la
leche a los niños. Mientras descargaban la leche, llegaron
unos carritos de la panadería más selecta de Bristol, con un
mensaje que decía que toda la hornada de pan de la noche
anterior, por cierto descuido, no tenía la hermosa
presentación de costumbre, así que la donaban a los niños.
Así fue cómo, con muy poco retraso, los niños recibieron
aquel día su desayuno ¡y en abundancia!
Algunas veces le preguntaban a Müller: «¿Por qué no toman
el pan a crédito? Ya que el orfanato es obra del Señor, ¿no
pueden ustedes confiar en él que provea los medios
necesarios para pagar la cuenta al fin del trimestre?».
Parecía una buena pregunta, pero Müller tenía una mejor
respuesta para ella: «Dios no sólo suplirá lo necesario, sino
que lo hará en el tiempo preciso: ¿Por qué confiar en Dios
para el fin del trimestre y no confiar en él AHORA?
Además, apoyarse en un crédito no significa en ninguna
manera el fortalecimiento de la fe; y todavía más, la palabra
dice: «No debáis a nadie nada». Aceptar crédito para los
alimentos sería negar el objeto fundamental de las casas de
huérfanos, que es mostrar delante de todo el mundo y
delante de la iglesia entera, que aun en estos días malos, el
Dios vivo está pronto para ayudar, consolar y socorrer en
respuesta a las oraciones de los que en él confían. No
necesitamos apartarnos de él para seguir a nuestros
semejantes o recurrir a los métodos del mundo».
Un retrato doméstico
Para ser mejor conocido, George Müller necesitaba ser visto
en su vida doméstica simple y diaria. A. T. Pierson, en su
libro «George Müller de Bristol» relata así: «Fue mi
privilegio encontrarlo frecuentemente en el departamento Nº
3, que era el suyo, en el orfanato. Su cuarto era de tamaño
medio, bien ordenado, pero modestamente amueblado, con
mesa y sillas, sofá, escritorio, etc. Su Biblia casi siempre
estaba abierta como un libro del cual él hacía continuamente
uso.
Su aspecto era alto y delgado, siempre vestido con buen
gusto, y muy erguido, sus pasos eran firmes y fuertes. Su
semblante, en reposo, podría haber sido considerado como
severo, si no fuese por la sonrisa que tan habitualmente
iluminaba sus ojos y se movía en sus facciones, y que dejó
sus impresiones en las líneas de su rostro. Su estilo era de
simple cortesía y dignidad espontánea: nadie en su presencia
se sentiría como insignificante, y había sobre él un cierto
aire de autoridad y majestad indescriptible que hacía
recordar la de un príncipe y, sin embargo, mezclado con
todo esto, había una simplicidad muy similar a la de un niño,
que incluso hacía que ellos se sintieran cómodos con él. En
su hablar nunca perdió el acento extranjero, y siempre
hablaba con articulación lenta y medida, como si una doble
guardia estuviese colocada en la puerta de sus labios. Con él,
ese miembro indomable, la lengua, era domesticada por el
Espíritu Santo y él tenía aquella marca que Santiago llama
de un «varón perfecto, capaz también de refrenar todo el
cuerpo».
Aquellos que lo conocieron sólo un poco y lo vieron sólo en
sus momentos serios, podrían haberlo considerado destituido
de esa cualidad peculiarmente humana, el humor. Su hábito
era la sobriedad, pero él gustaba de un chiste que fuese libre
de toda mancha de impureza y que no poseyera alguna
ofensa a otros. Para aquellos que conocía mejor y amaba, él
mostró su verdadero yo, en sus arranques jocosos – como
cuando en Ilfracombe, escalando con su esposa y unos
amigos los cerros que daban vista al mar, él caminó un poco
adelante y se sentó a descansar, y entonces, cuando ellos
recién se habían sentado, se levantó y calmadamente dijo:
«Muy bien, ya tuvimos un buen descanso, prosigamos».
Ninguna cosa era estimada por él como insignificante e
indigna de ser presentada al Señor. Su amigo más antiguo,
Robert C. Chapman, de Barnstaple, contó al escritor el
siguiente y sencillo incidente: En sus primeros años de su
amor a Cristo, visitando a un amigo y viendo que arreglaba
su pluma (de escribir), le dijo: Hermano H..., ¿usted ora a
Dios cuando arregla su pluma? La respuesta fue: Sería
bueno si yo lo hiciese, pero no puedo decir que lo hago». El
hermano Müller respondió: «Yo siempre oro, y así arreglo
mi pluma mucho mejor».
El servicio a Dios era para él una pasión. En el mes de mayo
de 1897, él fue persuadido de tomarse en Huntly un pequeño
descanso de su constante servicio diario en el orfanato. En la
tarde que llegó dijo: «¿Qué oportunidad hay aquí para
trabajar para el Señor?» Cuando se le dijo que él acababa de
salir del trabajo continuo y que aquel era un tiempo para
descansar, respondió que, estando ahora libre de sus labores
habituales, él sentía que debería estar ocupado de alguna
otra forma en servir al Señor, para glorificar a aquel quien
era su objetivo en la vida. Entonces se organizaron
reuniones y él predicó tanto en Huntly como en Teignmouth.
Un viejo sueño cumplido
Cuando George Müller tenía 70 años de edad, el Señor le
concedió el deseo que había albergado en su juventud de ser
misionero, y con creces. El 26 de marzo de 1875 emprendió
la primera de varias giras por el mundo. El orfanato lo había
dejado en buenas manos, las de su yerno James Wright y su
hija Lydia. En total realizó doce extensas giras entre sus 70
y sus 87 años de edad, comenzando por Inglaterra, siguiendo
por Europa, América, Asia Menor (incluyendo Palestina),
Rusia, Australia y el lejano Oriente. Se calcula que durante
esos diecisiete años dirigió la palabra a más de tres millones
de personas, habiendo hablado entre cinco mil y seis mil
veces. Recorrió 42 países, cubriendo más de 320.000
kilómetros y ejerciendo una influencia imposible de estimar.
En sus viajes misioneros, George Müller mostró una gran
firmeza en cuanto a las verdades que había aprendido en sus
estudios de las Escrituras, pero también una actitud de
generosidad para todos los que se mostraban sinceros
creyentes en el Señor Jesús. No se resignaba a aceptar las
divisiones hechas por los hombres, ni tampoco quería
ocupar un terreno sectario. De acuerdo con los principios
apostólicos, reconocía como «hermanos» a todos los
salvados por la fe en Jesucristo, no aceptando nombres
denominacionales. Él pensaba que la unidad de la iglesia se
obtiene por el reconocimiento del nombre del Señor como
suficiente. «Cristianos», «santos», «hermanos»,
«discípulos», son nombres aplicables por igual a todos los
que han experimentado el poder regenerador del Espíritu
Santo. Así pues, en sus relaciones con los demás cristianos
era firme en sus convicciones acerca de la verdad, pero
amoroso para con los que no habían recibido la misma luz
que él.
Arthur T. Pierson recuerda una conversación que tuvo con
George Müller aprovechando una de las giras de éste por
Estados Unidos. Por aquel tiempo, A. T. Pierson sustentaba
el punto de vista de que el evangelio debe primero promover
la salvación de toda la raza humana y solamente entonces el
Señor volverá para reinar. Esto lo expuso a Müller, y lo hizo
con habilidad. Éste lo oyó en silencio, en su postura
acostumbrada, con los ojos vueltos hacia el piso y las manos
entre las rodillas. Al final del argumento él dijo: «Querido
hermano, oí todo lo que usted acaba de decir sobre el asunto.
Hay solamente un error: no tiene base en la Palabra de
Dios». Entonces abrió la Biblia y durante dos horas mostró
lo que la Palabra de Dios enseña, y continuó el asunto por
diez días. Fue un acontecimiento definitivo en el ministerio
de A. T. Pierson.
G. H. Lang, en su autobiografía, recuerda haber oído a
George Müller en una Conferencia de la Asociación
Cristiana de Jóvenes. Habló una hora y quince minutos. Esto
fue lo que escribió después: «Aunque tenía 92 años, él
permaneció firme y erguido e hizo un resumen, con voz muy
clara, de sus 70 años de servicio a Dios. Sin usar notas,
presentó hechos y datos exactos sobre la obra de asistencia a
los orfanatos, distribución de folletos y Biblias, así como de
sus viajes por el mundo. El número de huérfanos atendidos,
de libros distribuidos, de países visitados, de dinero
recibido, hasta el menor centavo en cada cuenta – todo fue
relatado; y la gran exposición fue coronada con las
memorables palabras: «Dios todavía está vivo, y hoy, como
hace millares de años atrás, él oye las oraciones de sus hijos,
y ayuda a quienes confían en él».
La notable preservación de su salud y fuerza en la vejez, la
atribuía Müller, bajo la providencia de Dios, a tres cosas: (1)
El hábito de mantener una conciencia sin ofensa delante de
Dios y delante de los hombres. (2) El amor que sentía por
las Sagradas Escrituras y el poder recuperativo que ejercían
en todo su ser. (3) El contentamiento de espíritu que tenía en
el Señor y en su obra (encontrándose así aliviado de toda
ansiedad y afán, con su consiguiente desgaste físico y
nervioso), en todos sus trabajos y responsabilidades.
Una obra portentosa
Quien leyese el informe financiero anual del trabajo de
George Müller, descubriría que había un donador anónimo,
que se identificaba como «un siervo del Señor Jesús que
procura depositar tesoros en el cielo por el amor
constreñidor de Cristo». El donador no era otro que el
propio Müller. El total de sus ingresos personales ascendió a
93.000 libras esterlinas, de las cuales ofrendó para la obra
81.490 libras, 18 chelines y 8 peniques (unos cuatrocientos
mil dólares) ¡Más del 87 % del total! Él afirmó: «Mi
objetivo nunca fue cuánto yo iría a conseguir, sino cuánto yo
iría a dar». En el momento de su partida tenía apenas 169
libras, 9 chelines y 6 peniques (Unos 850 dólares). De esta
pequeña cantidad, cerca de 100 libras (500 dólares) era el
avalúo de sus libros y muebles, y había solamente 60 libras
en dinero (300 dólares), que estaban esperando para ser
donados.
El orfanato, de 5.200 m2, levantado por George Müller es
un gran monumento a la fe sencilla en la Palabra de Dios.
Cuando Dios puso en su corazón el deseo de construirlos, él
poseía apenas 2 chelines (medio dólar). Sin permitir que
nadie supliese sus necesidades, excepto Dios, fueron
enviadas a él cerca de un millón cuatrocientas mil libras
esterlinas (unos siete millones de dólares), para la
construcción y mantenimiento de aquellas casas. Durante
todos los años, desde la llegada del primer huérfano, el
Señor envió el alimento a su debido tiempo. Gracias a eso,
ellos jamás quedaron sin siquiera una comida por falta de
provisión.
A más de esto, a la fecha de su muerte, unas 122.000
personas habían sido enseñadas en las escuelas sostenidas
por los recursos financieros que el Señor le había confiado;
y cerca de 282.000 Biblias y 1.500.000 Nuevos Testamentos
habían sido distribuidos. Pero todavía más: 112 millones de
libros cristianos, panfletos y folletos habían circulado;
misioneros de todas partes del mundo habían sido
auxiliados; y nada menos de 10.000 huérfanos habían
recibido cuidados, gracias a la misma provisión. ¿Cómo
George Müller hizo eso? Sin ningún apoyo mundial, sin
solicitar ayuda a nadie; sin contraer deudas; sin comisiones,
suscripciones o membresías, sino solamente por la fe en el
Señor.
George Müller afirmó que él creía que el Señor le había
dado más de 30.000 almas en respuesta a la oración. Y esto,
no sólo entre los huérfanos, sino también muchos otros por
los cuales él había orado fielmente todos los días, en la fe
que ellos podrían ser salvos. En uno de esos casos, él oró por
dos amigos durante más de 62 años, tres meses cinco días y
dos horas. Cuando le preguntaron si esperaba que aquellos
dos amigos fuesen salvos, él respondió: «Definitivamente,
¿usted piensa que Dios dejaría de lado una oración de más
de 60 años hecha por uno de sus pequeños, sin importarle?
Poco tiempo después de la muerte de Müller, aquellos dos
amigos fueron salvos.
El miércoles 10 de marzo de 1898, a los 93 años de edad,
George Müller partió para estar con el Señor.
Perfil de un carácter notable
Según Arthur T. Pierson, tres cualidades o características
resaltan de manera bastante notable en George Müller: la
verdad, la fe y el amor.
«La verdad es un centro sobre el cual se refleja la franqueza,
la sinceridad, la transparencia y la simplicidad propias de un
niño. La verdad es la piedra angular por excelencia, pues sin
ella nada más es verdadero, genuino y real.»
«Desde la hora de su conversión, su autenticidad fue en
aumento. De hecho, había en él una escrupulosa exactitud
que, a veces, parecía innecesaria. Más de alguien sonreía de
la precisión matemática con la cual él relataba los hechos
(en su Diario), dando los años, días y horas desde que fue
traído al conocimiento de Dios, o desde que comenzó a orar
por algún asunto concedido, y las libras, chelines, peniques,
medio-peniques, e incluso cuartos de penique que formaban
la suma total gastada para un determinado propósito. Vemos
la misma exactitud escrupulosa en la repetición de las
afirmaciones, sean de principios o de ocurrencias, que
encontramos en su Diario, y en las cuales frecuentemente no
hay ni siquiera la inexactitud de una palabra. Sin embargo,
todo esto tiene un significado. Inspira absoluta confianza en
el registro de los negocios del Señor.»
«La fe era la segunda de las características centrales de
George Müller, y era únicamente el producto de la gracia. Él
hallaba en la Palabra del Señor, en su bendito libro, una
nueva palabra de promesa para cada nueva crisis de prueba o
de necesidad; él colocaba su dedo sobre el texto y entonces
miraba a Dios y decía: «Tú dijiste. Yo creo». Persuadido de
la verdad infalible de Dios, él descansaba en Su palabra con
fe resuelta y, consecuentemente, él quedaba en paz».
«Si George Müller tenía alguna gran misión, esa no era
fundar una institución de fama mundial, de forma alguna,
aunque fuera útil en distribuir Biblias, libros o folletos, o en
dar un hogar y alimentar a millares de huérfanos, o en
fundar escuelas cristianas y auxiliar obreros misioneros. Su
principal misión era enseñar a los hombres que es seguro
creer en la Palabra de Dios, descansar implícitamente sobre
lo que sea que Él haya dicho y obedecer explícitamente lo
que sea que Él haya mandado: esa oración ofrecida en fe,
confiando en Su promesa y en la intercesión de Su querido
Hijo, nunca es ofrecida en vano; y que la vida vivida por la
fe es un andar con Dios, al lado afuera de las propias puertas
del cielo.»
«El amor, la tercera de esa trinidad de gracias, era el otro
gran secreto y lección de esta vida. ¿Y qué es el amor? No
meramente un afecto complaciente por aquello que es
amable, lo que es, frecuentemente, un medio-egoísmo
deleitándose en la asociación y en la comunión de aquellos
que nos aman. Amor es el principio de altruismo: el amor
«no busca lo suyo propio»; es la preferencia de la
satisfacción y del provecho del otro, por encima de lo
nuestro, y, por eso, es ejercitado en dirección a lo ingrato y
desagradable, para que él pueda elevarlos a un nivel más
alto. Tal amor es benevolencia, en vez de complacencia, y
asimismo él es «de Dios», pues él ama al ingrato y al malo.»
«Tal es la autonegación del amor. George Müller escogió la
pobreza voluntaria para que otros pudiesen ser ricos, y la
pérdida voluntaria para que otros pudiesen ganar. Su vida
fue un largo esfuerzo por bendecir a otros, para ser el canal
de llevar la verdad, el amor y la gracia de Dios a ellos.»
«A menos que el sacrificio voluntario de amor sea tomado
en cuenta, la vida de George Müller todavía permanecerá en
el enigma. Lealtad a la verdad, obediencia a la fe, sacrificio
de amor forman la llave triple que abre para nosotros las
cámaras cerradas de aquella vida.
Alguien le preguntó cuál era el secreto de su obra. Él dijo:
«Hubo un día en que yo morí, morí completamente»; y, tal
como él dijo, él se curvó más y más bajo hasta que casi tocó
el piso – «morí para George Müller, sus opiniones,
preferencias, gustos y voluntad – morí para el mundo, su
aprobación o censura – morí para la aprobación o censura
incluso de mis hermanos y amigos – y desde entonces he
intentado solamente mostrarme aprobado delante de Dios».
El graznido del ganso de Bohemia
Uno de los precursores de la gran reforma del siglo XVI fue
un joven profesor checo llamado Juan Huss. Su vida y su
muerte fueron una poderosa antorcha que alumbró en las
tinieblas, y que anunció la luz más brillante que habría de
manifestarse un siglo más tarde.
Juan Huss nació el año 1370. Era originario de Hussenitz,
aldea del sur de Bohemia, de la cual tomó su nombre. Se le
conoció primero como Juan de Hussenitz, y más tarde
simplemente como Juan Huss.
Hijo de un campesino pobre que murió tempranamente, fue
criado con mucho esfuerzo por su madre. Su piedad y fervor
religioso se manifestaron en él desde su infancia, pues
participó como monaguillo y cantó en el coro de la iglesia.
Las lecturas piadosas le apasionaban. Cierta noche que leía
la vida de san Lorenzo cerca de la chimenea, acercó su mano
al fuego para probar hasta dónde sería capaz de soportar los
tormentos que Lorenzo había sufrido. ¡Como si anunciase
tempranamente la forma en que había de glorificar a Dios!
Fue también un joven brillante. Pese a la adversidad que le
rodeaba, logró llegar a la Universidad de Praga, en la capital
del país. Una vez allí, no sólo fue buen alumno, sino
también un buen profesor. Pero más que eso: al poco tiempo
fue elegido decano de la Facultad de Filosofía, y luego
rector de la Universidad, cuando tenía sólo 31 años de edad.
Huss tenía una personalidad muy atractiva, mezcla de
inteligencia, seriedad y osadía, que se destacaba entre sus
colegas.
Por este tiempo fue nombrado predicador de la capilla
―Belén‖, un hecho que tiene ribetes muy interesantes. Esta
capilla había sido construida por dos laicos, con el expreso
deseo de que en ella se predicase la Palabra de Dios al
pueblo en lengua común. Cuando estuvo construida, ellos
pensaron que nadie mejor que Huss debía predicar en ella.
La luz llega en un libro
Poco después ocurrió un hecho que sería decisivo para el
resto de su vida: llegaron a sus manos unos libros de Juan
Wicliffe, un predicador inglés muy popular en ese tiempo.
En un principio, los libros le desconcertaron, pero luego los
apreció hasta convertirse en su admirador. Juan Wicliffe
reivindicaba con vehemencia la autoridad de las Sagradas
Escrituras, al tiempo que denunciaba la corrupción que
había en los ambientes religiosos. Su predicación poderosa y
sus libros llenos de luz habían llenado de gozo al pueblo,
pero habían suscitado también mucho revuelo.
Cuando la luz de la verdad resplandeció en el corazón de
Juan Huss, comenzó a predicar en esa misma dirección.
Inevitablemente, se granjeó la odiosidad de los religiosos.
Aunque el pueblo le escuchaba de buena gana.
Así como Wicliffe había remecido Inglaterra, Juan Huss
habría de remecer a Bohemia.
Cuando la autoridad religiosa vio que la luz reformista
comenzaba a tomar fuerza, emitió un decreto para intentar
suprimir el esparcimiento de los escritos de Wicliffe,
sabiendo que esa era la causa de aquel estropicio. Sin
embargo, esto surtió un efecto totalmente inesperado porque
toda la Universidad se unió a Huss para propagarlos.
Más tarde se le prohibió predicar. Eso no bastó, sin
embargo, para callarle, debido al apoyo popular, y al hecho
de que la capilla Belén era de propiedad privada. Pronto
otros habrían de imitarle, recorriendo los pueblos y aldeas
predicando al aire libre.
Poco después fue excomulgado por negarse a ir a Roma.
Esto trajo algunas reacciones muy comprensibles para la
época: El rey le quitó su apoyo y le desterró de Praga. La
misma ciudad, por prestarle apoyo, fue anatemizada.
Ante esto, algunos seguidores le abandonaron, pero otros le
siguieron hasta su destierro en su ciudad natal. Muchos
acudían a oírle por curiosidad, tal era la popularidad que
había alcanzado el ―hereje‖. Las muchedumbres se
maravillaban de que un hombre tan modesto, tan serio y
piadoso fuese considerado como un demonio.
Desde su destierro escribía a sus amados feligreses de
―Belén‖ hermosas cartas llenas de ternura y espiritualidad:
―Sabed, queridos míos, que si me he separado de vosotros ha
sido para seguir el precepto de nuestro Señor Jesucristo, para
no dar a los malos ocasión de incurrir en una condenación
eterna y para liberar a los buenos de aflicciones ... Pero yo
no os he abandonado para renegar de la verdad divina, por la
cual, con la asistencia de Dios, deseo morir‖. En esos días
dio a luz numerosos libros que ayudaron a esparcir la
verdad.
El concilio de Constanza
Sin embargo, se acercaba el día en que no sólo habría de
predicar con sus palabras, sino con su vida toda.
En noviembre del año 1414, la iglesia de Roma convocó a
un Concilio en la ciudad de Constanza, Alemania. Huss fue
llamado a comparecer ante él. Contando con el aval del rey
y del emperador, sus amigos le dejaron partir. El viaje fue
apoteósico. Las cortesías e incluso la reverencia con que
Huss se encontró por el camino eran inimaginables. Por las
calles que pasaba, e incluso por las carreteras, se apiñaba la
gente para expresarle su afecto.
Llegó a Constanza en medio de grandes aclamaciones – casi
se puede decir que tuvo una entrada triunfal. Al igual que
aquella otorgada a su Maestro algunos siglos anteriores, ésta
también habría de ser la antesala de un día muy oscuro para
él. No dejaba de asombrarle el trato que se le dispensaba.
«Pensaba yo que era un proscrito. Ahora veo que mis peores
enemigos están en Bohemia.» La ciudad de Constanza
estaba conmovida.
La iglesia de Roma atravesaba en esos días por uno de sus
peores momentos, así que las deliberaciones del Concilio le
obligaron a una larga espera. Entre tanto, fue llamado a
declarar ante el Papa, que estaba también en la ciudad. Allí,
en el palacio papal se le tomó preso, al negarle toda validez
al salvoconducto del emperador, aduciéndose que Huss,
siendo un ―hereje‖, no tenía derechos.
Hasta ese día había estado alojado en una casa particular,
donde había disfrutado de una relativa tranquilidad. Podía
dedicarse con reposo a la lectura y la oración, pero todo eso
terminó porque ahora fue encerrado en el calabozo de un
convento, cerca del cual pasaba una cloaca pestilente. A los
pocos días cayó aquejado de una feroz fiebre. Un amigo
noble –Juan de Chlum– intentó ayudarle ante el emperador,
pero las órdenes de éste no fueron acatadas. La autoridad
religiosa tenía más poder que la autoridad secular.
Sin embargo, detrás de toda esta terrible escena puede verse
una Mano maestra que conducía todas las cosas, para dar a
la posteridad un ejemplo que imitar, para consolar los
corazones oprimidos y para abrir nuevos caminos de
libertad. Un hombre era conducido por el camino de la cruz
–aunque no con mucha luz todavía– y éste se dejaba llevar
dócilmente, tomado de la mano de su Maestro.
Al igual que su Señor, Huss tuvo también un traidor. Uno de
sus antiguos amigos encabezó la confabulación de quienes
procuraban cazarle y exponerle ante los miembros del
concilio.
Durante el encierro experimentó toda clase de privaciones
que le trajeron mucho dolor, pero que también suavizaron su
carácter impetuoso. En esos días escribía a uno de sus
amigos: ―Es ahora cuando aprendo a repetir los acentos de
los salmos, a orar, a contemplar los sufrimientos de Cristo.
En medio de las tribulaciones comprendemos mejor la
Palabra de Dios.‖ Entre tanto, los delegados del concilio
intentaban afanosamente quebrantar su voluntad, obteniendo
una retractación antes de que éste compareciera a declarar.
Ellos temían que Huss hiciera uso de la palabra, tanto como
las tinieblas temen a la luz.
Luz en la cárcel
Durante su larga permanencia en la cárcel –pues luego fue
trasladado, para mayor seguridad, al castillo de Gotleben– la
indignación que en otro tiempo solía subir a su corazón
cuando era víctima de alguna injusticia, se había trocado en
dulzura y humildad. Esta humildad y resignación le ganaron
las simpatías hasta de sus mismos carceleros, quienes
acudían a pedirle instrucción y consejo. A petición de ellos
escribió algunos tratados, como: ―Los diez mandamientos‖,
―La oración dominical‖, ―El matrimonio‖, ―Los tres
enemigos del hombre‖ y ―Del cuerpo y de la sangre de
nuestro Señor Jesucristo‖. En las portadas de los tratados
puso los nombres de los carceleros a cuya petición los había
escrito.
Las cartas escritas por Huss en sus últimos días en la prisión
son una de las páginas más heroicas y espirituales de la
literatura cristiana. En ella invita a sus amigos a permanecer
firmes en sus convicciones y a no buscar vengar su muerte,
que ya veía como inminente.
Si le asaltaba algún temor en vista del suplicio con que le
amenazaban, tomaba su Biblia y hallaba consuelo en las
promesas de Dios. El ejemplo de aquellos que habían sido
fieles hasta la muerte le infundía aliento.
Escribía en una de sus cartas: ―Hallo consuelo en estas
palabras del Salvador: ―Bienaventurados sois cuando os
vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra
vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro
galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a
los profetas que fueron antes de vosotros‖.
Testimonio ante los hombres
A los nueve meses de estar prisionero, la vida divina que
bullía en su interior estaba ya madura para su gloriosa
manifestación. Así pues, le llevaron ante el concilio.
Trajeron algunos de sus libros y le dijeron si los reconocía
como suyos. Luego de examinarlos, dijo:
– Míos son, y si alguno de vosotros me hace ver en ellos
alguna proposición errónea, la rectificaré con la mejor
voluntad.
Empezó la lectura y acusación. Huss quiso responder, pero
apenas había dicho una palabra, se levantaron de todas
partes clamores tan confusos que fue imposible hacerse oír.
Cuando se apaciguó el tumulto, Huss hizo una cita del
evangelio, pero le interrumpieron de nuevo. Unos le
acusaban, otros se burlaban. Él guardó silencio.
– Ved –decían– cómo calla; claro es que ha enseñado estas
herejías.
A lo que él respondió:
– Esperaba aquí otro recibimiento; creí que sería escuchado.
No puedo dominar tanto ruido, pero si me escucharan,
hablaría.
Ese primer día no fue posible seguir la sesión, así que se
solicitó que al día siguiente estuviera presente el emperador.
Al día siguiente, ante el emperador, dijo:
– Excelentísimo Príncipe: No he venido aquí con la
intención de sostener nada tercamente. Si me enseñan
cualquier cosa demostrándome ser mejor y más santa que lo
que yo he enseñado, estoy pronto a retractarme.
Pero como nadie estuvo dispuesto a emprender semejante
demostración, se dio por terminada la sesión.
En la tercera sesión le presentaron 26 artículos que
declararon contrarios al dogma de la Iglesia. Huss reconoció
como auténticamente suyos 21 de ellos, y dio algunas
explicaciones que no satisficieron al concilio. El emperador
lo amenazó con la hoguera, pero Huss contestó que él se
atenía a la sentencia de Jesucristo, el Juez Todopoderoso,
quien no le juzgaría por falsos testimonios.
El emperador era uno de los más interesados en obtener la
retractación de Huss, a causa del salvoconducto que le había
otorgado, pero todo fue en vano. Ni súplicas, ni seducciones,
ni amenazas pudieron conmover al valiente testigo de
Cristo. El Señor, en su misericordia, hizo que a través de él
la luz brillase en ese lugar, pero ellos no pudieron verla.
El día final
El 6 de julio de 1415 fue llevado por última vez al concilio,
y como no aceptase retractarse, le humillaron, desnudándole
de sus vestidos sacerdotales. Luego le rasparon con una
navaja las yemas de los dedos, y en lugar de la tonsura le
pusieron en la cabeza una corona piramidal de papel en la
que habían pintado unos diablos espantosos con la
inscripción: ―El heresiarca‖.
Molestos, los prelados le dijeron en latín: ―Entregamos tu
alma al diablo‖. Sin embargo, Huss entregó su alma a Dios,
agregando:
– Yo llevo con alegría esta corona de oprobio por amor del
que por mí la llevó de espinas.
Marchó al suplicio seguido de los príncipes, escoltado por
ochocientos hombres armados y rodeado de una
muchedumbre.
Al pasar delante del palacio episcopal, vio una gran hoguera
en la que se quemaban sus libros. Huss sólo sonrió.
El ganso es sacrificado
Al llegar al lugar, Huss se arrodilló y repitió algunos salmos.
El sacerdote destinado a confesarlo le dijo que abjurara de
sus errores, a lo que Huss respondió:
– No me siento culpable de ningún pecado mortal y, pronto
a comparecer ante Dios, no compraré la absolución
sacerdotal con un perjurio.
Quiso hablar al pueblo en alemán, pero no se le permitió.
Mientras oraba con los ojos alzados al cielo pidiendo el
perdón de sus enemigos, se le cayó la corona de papel, pero
los soldados la recogieron y se la volvieron a poner,
diciendo que debía ser quemado con los diablos a quienes
había servido.
Clavaron en tierra una gran estaca a la cual le amarraron con
una cadena, y como por casualidad estaba con la cara vuelta
al oriente, algunos exigieron que, por ser hereje, le volviesen
hacia el occidente. Lo cual hicieron. Al verse así amarrado
dijo, sonriente:
– Mi Señor Jesús fue atado con una cadena más dura que
ésta por mi causa, ¿por qué debería avergonzarme de ésta
tan oxidada?
El elector palatino le invitó por última vez a retractarse, pero
él respondió:
– Tomo a Dios por testigo de que nunca he enseñado herejía.
Mis discursos y mis escritos han sido hechos con el único
fin de arrancar las almas de la tiranía del pecado. Por esto
sellaré alegremente hoy con mi sangre la verdad que he
enseñado, escrito y publicado y que está confirmada en la
Ley divina y por los santos padres.
Luego le dijo al verdugo:
– Vas a asar un ganso (―huss‖ significa ganso en lengua
bohemia), pero dentro de un siglo te encontrarás con un
cisne que no podrás ni asar ni hervir‖. Estas palabras fueron
una profecía que se cumplió en Martín Lutero, quien
apareció al cabo de unos cien años, y en cuyo escudo de
armas figuraba un cisne.
Al encenderse la hoguera, Huss exclamó:
– Jesús, Hijo del Dios viviente, ten misericordia de mí.
Cuando el fuego ya ardía, una mujer, en un arrebato de
fanatismo, se acercó a echar un brazado de leña. Ante lo
cual, Huss se limitó a decir, con compasión:
– ¡Santa sencillez!
Luego se puso a cantar un himno con voz tan fuerte y tan
alegre, que se oía a través del crepitar de la leña y del fragor
de la multitud. Era el graznido del ganso, un canto muy
dulce que ha llegado hasta hoy.
El calendario indicaba el 6 de julio de 1415. Juan Huss tenía
apenas 45 años.
Un verdadero hermano
Cuando Robert Cleaver Chapman nació, en 1803, su padre,
Thomas, era un rico comerciante que residía en Elsinor,
Dinamarca. Allí creció, en una enorme familia rodeada de
riqueza y lujo. Pocos, entre aquellos que lucharon con
Robert Chapman en sus últimos años, suponían que este
hombre humilde, que frecuentemente necesitaba depender
del Señor para su próxima comida, podría venir de una
infancia opulenta.
Cuando aún era niño, la familia regresó a Inglaterra, donde
su padre le buscó una buena escuela inglesa, en Yorkshire.
Allí reveló, particularmente, un amor por la literatura y el
don para escribir.
A principios de 1818, Robert dejó Yorkshire, trasladándose
a Londres, a fin de estudiar Derecho.
Pasaron cinco años de estudio e intenso trabajo práctico con
largas horas en el despacho, que eran seguidas por horas de
perseverante lectura en su cuarto. Su aplicación persistente –
un hábito que nunca lo dejó a través de su larga vida– marcó
sus estudios, y, al final, en 1823, él fue admitido como
Procurador de la Corte de Causas Civiles y Procurador de la
Corte del Tribunal Superior de Justicia. Todos le auguraban
un futuro brillante.
En esa época, él tenía ideas definidas sobre religión. Había
leído la Biblia cuidadosamente y se convenció de que ella
era la Palabra inspirada de Dios. Con todo, la real naturaleza
del evangelio no había resplandecido aún sobre su alma. Su
aspiración era guardar la ley y hallar salvación a través de
las buenas obras.
Pero llegó el día en que le invadió la desesperanza de
obtener la aprobación de Dios por ese medio. Aquellos no
fueron años felices, a pesar de la popularidad de que
disfrutaba. No tenía paz alguna, ninguna satisfacción en la
senda de la justicia propia. Sin embargo, él no estaba
dispuesto a considerar cuidadosamente el evangelio. ―Yo
abracé mis cadenas‖, decía él. ―No oía, ni podía oír la voz de
Jesús‖.
Pero vino la convicción de pecado. Él vio que pese a su
respetabilidad exterior, había por dentro un corazón
corrupto. ―Mi copa‖, decía él, ―era amarga con mi culpa y
con el fruto de mis actos; estaba hastiado del mundo,
odiándolo con aborrecimiento de espíritu, aunque fuese
incapaz de lanzarlo fuera‖.
Conversión y primeras experiencias
Estando en esa condición, cierta vez fue invitado para oír al
predicador James Harrington Evans. Ese día Chapman vio
desmoronarse hasta el polvo su bello edificio de buenas
obras. Entonces vio y abrazó la provisión de Dios. Años
después, escribiendo sobre su conversión, y con palabras
casi poéticas, dice: ―En el tiempo más propicio, Tú me
hablaste, diciendo: ‗Este es el reposo; dad reposo al cansado;
y este es el refrigerio‘ (Isaías 28:12). Y cuán dulces eran tus
palabras: ‗Ten buen ánimo, hijo; tus pecados te son
perdonados‘ (Mateo 9:2). ¡Cuán preciosa es la visión del
Cordero de Dios! Y cuán glorioso es el manto de justicia,
ocultando de los ojos santos de mi Juez todo mi pecado y
corrupción‖.
Regresó a casa con una nueva alegría y con una profunda
seguridad en su corazón. De allí en adelante, abandonó todo
intento de agradar a Dios por los esfuerzos de la carne,
entendiendo que ―por la ley ninguno se justifica para con
Dios‖ (Gálatas 3:11). En su despacho, no se avergonzaba de
hablar de su Salvador y decidió que, tan pronto como fuese
posible, testificaría públicamente del poder salvador de
Cristo. Y así, poco tiempo después, se colocó en el púlpito
con Evans y abiertamente confesó a Cristo.
En muy poco tiempo Chapman le pidió a Evans ser
bautizado. ―¿No quiere usted esperar un poco y considerar el
asunto?‖, dijo el prudente pastor. ―¡Me apresuré y no me
retardé en guardar tus mandamientos!‖ (Salmos 119:60),
exclamó el joven. Esa respuesta impresionó de tal manera a
Evans que le llevó inmediatamente al bautismo.
Era evidente para Chapman que no podría continuar con el
modo de vida y las amistades del mundo. Abandonó de
inmediato toda mundana-lidad, y se negó a ―manipular‖ sus
convicciones del Evangelio para retener la buena voluntad
de los ricos y connotados pecadores. Dejó de ser invitado a
muchas de las casas importantes donde su ex–religión de
obras había sido considerada inofensiva y aceptable. Su
testimonio sobre su conversión y sobre la sangre de Cristo
causaba resentimientos aun entre su propia familia. En sus
―Meditaciones‖, dice: ―El vituperio de la cruz no cesó; tan
pronto le conocí y lo confesé, llegué a ser un extraño para
los hijos de Agar, que procrean sólo para la esclavitud, del
cual yo era hijo por naturaleza. Tu amor me arrancó del
camino mundano, no importa si perverso o sincero; me torné
en una ofensa para aquellos que abandoné, aun los de mi
propia carne y sangre. ¿Y por qué ellos se airaban? Porque,
al tomar mi cruz, me volví un testimonio contra ellos,
gloriándome sólo en Ti, y considerando que todos los que
son de las obras de la ley están bajo maldición‖.
Fue un período difícil. En varias direcciones encontró una
decidida y amarga oposición. Sin embargo, en vez de
entregarse a argumentos carnales y perder la paciencia, él
dejaba a sus oponentes con las Escrituras y el Espíritu de
Dios y se volvía al Señor para recibir fuerza y alegría.
La influencia de James Evans sobre Chapman fue muy
grande. Chapman estaba impresionado por el profundo amor
que Evans demostraba hacia los débiles y desviados dentro
del rebaño de Dios. No había aspereza alguna o condenación
precipitada en la disciplina aplicada en su congregación.
Una fuerte amistad floreció entre el joven abogado y el
experimentado predicador. Posteriormente, Chapman
confesó que, en aquellos primeros días, él tenía muchas
luchas con su viejo orgullo. Los que le oían hablar sobre eso
en sus últimos años, quedaban atónitos, pues el orgullo era
algo que parecía no existir en su naturaleza. ¡Cuán completa
es la victoria que Cristo da!
Pasaron tres años, y Chapman alcanzó mucho éxito en su
profesión. Su tiempo libre lo ocupaba en el trabajo en los
barrios más humildes. Ese deseo ardiente por el bienestar
espiritual y material de los pobres lo acompañó el resto de
su vida. Siempre consideró como la marca de la verdadera
obra de Cristo, que ―a los pobres es anunciado el evangelio‖
(Mateo 11:5).
Llamado al ministerio
Chapman tomaba conciencia de un llamamiento divino para
la obra a tiempo completo. Con todo, sus amigos tenían
dudas a ese respecto. Ellos le decían francamente qué él era
pobre como predicador y en aquella época tenían toda la
razón. Sin embargo, estaban convencidos de su santidad de
vida y de su devoción al evangelismo personal.
Meses de espera en Dios lo convencieron de que debería
abdicar de su riqueza personal y renunciar a todo para
dedicar todo su tiempo a la obra de Dios. Chapman recibió
una invitación de los miembros de la Capilla Bautista
Ortodoxa Ebenezer, en Barnstaple, para ser su pastor.
Creyendo que eso era del Señor, dejó Londres para residir
en Barnstaple. Muchos de sus conocidos en Londres
anticiparon un fracaso. Su respuesta fue: ―Hay muchos que
predican a Cristo, pero no muchos que vivan a Cristo; mi
gran aspiración será vivir a Cristo‖.
Si bien Chapman no se constituyó en una figura notable en
el púlpito al inicio de su ministerio en Barnstaple,
ciertamente causó impacto en los corazones de la gente, por
su incansable visitación y trabajo individual. Día a día, él
recorría de arriba abajo las estrechas calles de la ciudad, y
siempre que se ofrecía una oportunidad, estaba en la capilla,
dirigiendo un culto o conversando con los presentes sobre
las cosas de Dios.
Cuando Chapman entraba y salía de esas casas, su corazón
sangraba por aquellos miserables y abatidos que arrastraban
una fatigosa existencia en las sombrías calles de Derby. Día
a día, él testificaba a los borrachos, ya que la bebida era el
gran mal del lugar. Un considerable número de jóvenes fue
sumado a la iglesia en los primeros años de su ministerio.
Con paciencia y amor
Cuando fue a Ebenezer puso una condición: ―Cuando fui
invitado a dejar Londres para ministrar en la capilla
Ebenezer, consentí en hacerlo con una condición: que yo
tuviese libertad para enseñar todo lo que hallase expuesto en
las Escrituras‖. Esa condición dejó abiertas las puertas para
los notables cambios que seguirían. Él encontró registrada
en las Escrituras la orden: ―Recibíos los unos a los otros,
como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios‖
(Romanos 15:7). Predicando el amor entre los hijos de Dios,
Chapman vio gradualmente ampliarse la mente de Su
pueblo, y crecer sus corazones en dirección a la verdad. Sin
embargo, él no forzaría cuestión alguna; quería ver a la
iglesia con una sola mente. Sus compañeros creyentes
escudriñaban con él las Escrituras, esperando en el Señor.
Cierta vez, después de una larga y seria conversación con
Robert Chapman, George Müller escribió que había
―entendido la mente del Señor sobre el asunto de cómo
debemos recibir a todos los que Cristo ha recibido‖.
Chapman nunca forzaba su punto de vista bíblico sobre los
hermanos en Ebenezer. Cierta vez, dijo: ―Yo no podía forzar
las conciencias de mis hermanos, y continué mi ministerio,
instruyéndolos pacientemente a través de la Palabra. Juzgué
que sería más agradable a Dios trabajar para traer a todos a
una sola mente‖. ¡Qué ejemplo de paciencia pastoral! Con
certeza, esta es la voz de un hombre de amor;
verdaderamente un hermano.
Más que un predicador, un mensaje encarnado
Después de vivir un tiempo en Barnstaple, Chapman se
trasladó a una casa en New Buildings. Su idea era vivir entre
los pobres y llegar directo al corazón del barrio de Derby,
donde las casas eran muy pequeñas y sencillas. Él habitó en
la casa número 6 y determinó desde el principio que su casa
sería un lugar donde cualquiera de los hijos de Dios pudiese
tener libertad de quedarse. Él no percibía remuneración
alguna, y sentía que si las personas viviesen juntas por una
semana en una casa donde hasta el menor ítem era recibido
por fe, eso las ayudaría en sus propias vidas.
Cuando llegaba un invitado, Chapman le mostraba cuál sería
su cuarto, le informaba acerca de los hábitos de la casa, y
pedía que los zapatos fuesen dejados al lado afuera de la
puerta, para que Chapman mismo los limpiase. En este
asunto él encontraba mucha resistencia, pues sus huéspedes
veían que, a pesar de la simplicidad de su casa, él era un
hombre fino y de buenas maneras. Cuando lo oían
ministrando la Palabra, con una autoridad llena de gracia,
sentíanse extremadamente constreñidos de no dejarlo hacer
tarea tan servil. Mas él no cedía en su deseo.
En cierta ocasión, un caballero negóse en principio a dejarlo
tomar sus botas. ―Insisto‖, fue la respuesta firme, ―en los
primeros tiempos, era práctica lavar los pies de los santos.
Ahora que esa no es ya la costumbre, yo hago los más
cercano, y limpio sus botas‖.
Hasta el mediodía, dentro o fuera de la casa, la mayor parte
de su tiempo la dedicaba a la oración, lectura de la Biblia, y
meditación. Una estimación exacta sería de siete horas de
definida comunión con Dios antes del mediodía. Chapman
enfrentaba una gran cantidad de trabajo, pero sin ningún
exceso de agitación y alboroto. Su vida fue como el curso
firme de un poderoso río.
A veces, al término del día, se terminaban las provisiones, y
no había dinero para las compras. Chapman no consideraba
esto como una emergencia: era simplemente el modo como
Dios estaba operando aquel día. ―Necesitamos orar sobre
esto‖, decía. Y así, el desayuno de la mañana siguiente era
provisto únicamente a través de la oración. La vida de fe era
vivida de manera tan natural y sin ostentación, que los
huéspedes en la casa número 6 no advertían nada fuera de lo
normal. Chapman no quería dar la impresión de que una
dependencia tal del Señor fuese una cosa extraordinaria, y
mucho menos quería llamar la atención para sí mismo, ni
aun en la suposición de que haciendo así Dios sería
glorificado.
Los sábados, él daba a su mente un completo descanso antes
de las tareas del día del Señor. Las caminatas y la mueblería
eran sus principales recreaciones, y el sábado era el día para
trabajar la madera. En el fondo de su pequeña casa, él
preparó un cuartito donde había una bancada y un buen
conjunto de herramientas, donde sobresalía un torno para
madera. Ese era su encanto. En él eran torneados
innumerables usleros. Él los regalaba a sus invitados o los
vendía para añadir fondos al trabajo misionero.
Esa recreación era acompañada por ejercicios espirituales.
Él siempre ayunaba los sábados y mientras trabajaba
derramaba su alma en comunión con el Señor. Ese hábito de
combinar lo espiritual y lo práctico era característico en él.
Oraba mientras caminaba o mientras realizaba los
quehaceres domésticos. En realidad, rehusaba hacer
distinción entre los deberes espirituales y los materiales;
estaba siempre consciente de la orden divina: ―Y todo lo que
hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para
los hombres‖ (Colosenses 3:23).
Chapman mostraba gran liberalidad con los necesitados.
Cierta vez, un amigo le regaló un vestón nuevo, pues vio
que su vieja chaqueta estaba muy gastada para que él la
usase. Pasaron semanas, y él nunca apareció con la ropa
nueva. El dador, naturalmente, investigó, y descubrió que
Chapman lo había dado a un hombre que no tenía ninguno.
Lo que intrigaba a Chapman, con todo, era el hecho de que
los creyentes pudiesen hallar algo de extraordinario en tal
conducta, ya que el propio Juan Bautista había enseñado:
―El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene‖ (Lucas 3:11).
A medida que pasaban los años, él llegó a ser una figura
muy conocida en muchas partes de las Islas Británicas; sin
embargo eso se debía simplemente a que innumerables
personas juzgaban poderoso su ministerio. Después de su
muerte, A. T. Pierson escribió: ―Había gigantes en la tierra
en aquellos días. Chapman fue un gigante espiritual. Ni un
centímetro de esa estatura se debió a los métodos carnales de
los expertos en publicidad‖.
Superando las diferencias
Chapman era frecuentemente invitado a visitar asambleas
donde habían surgido problemas. Su consejo sólido, bíblico,
era oído con reverencia. Se transformó en uno de los más
respetados consejeros del siglo XIX. Aquí reposaba su don
especial, y en este particular él fue eminentemente exitoso.
Dios le concedió un trato firme, amoroso, inspirado por el
Espíritu, que lo capacitaba para manejar situaciones
delicadas y personas difíciles, para la gloria de Dios y para
bendición de toda la iglesia.
En 1869 se dijo que una falsa doctrina era sustentada en su
congregación. La denuncia fue examinada, concluyéndose
que ni el mismo hermano acusado aceptaba la herejía. Aun
así, fue penoso para Chapman saber que historias como esta
circulaban por todas partes. Sin embargo, él no apoyó
ninguna represalia carnal contra los que calumniaban a la
asamblea. ―Podemos decir‖, escribió en esa época, ―que ha
crecido nuestro espíritu de amor y de intercesión con
respecto a nuestros hermanos que rehúsan comunicarse con
nosotros. Cualquiera que sea el grupo (¡ay de nosotros por
usar este término!) al que ellos pertenezcan, ellos son de la
carne y los huesos de Cristo‖.
Para tratar con la situación, se convocaron reuniones
especiales de oración. Él sentía que si todo el pueblo de Dios
fuese conducido a conocerse a sí mismo, y a juzgarse a sí
mismo, cesaría el espíritu de contienda.
Para tratar con un error, sea con respecto a doctrina o a
práctica, un anciano necesita estar vigilante, para no hablar o
actuar en la carne. Amor y paciencia son la respuesta del
Espíritu a cada situación así. La falta de esos elementos ha
causado la mayoría de las divisiones que existen hoy entre
los Hijos de Dios. Chapman no sentía satisfacción alguna
cuando una dificultad tenía que ser resuelta excluyendo a un
hermano de la comunión. Él sabía que tal conducta era a
veces esencial, mas esto nunca le dio satisfacción, y él nunca
se olvidaba de aquel hermano, sino que perseveraba en
oración a través de años, si permanecía sin arrepentirse.
Un hombre que estaba en tal situación, declaró que nunca
más tendría ningún trato con Chapman ni conversaría con él.
Pero un día se produjo una situación embarazosa. Ambos
venían caminando en dirección al otro en la misma vereda.
¿Qué podrían hacer? Cuando se encontraron, Chapman,
sabiendo todo lo que el otro había dicho sobre él, colocó sus
brazos sobre su hombro, diciendo: ―Querido hermano, Dios
te ama, Cristo te ama, y yo te amo‖. Este acto simple, tierno,
quebrantó al hombre y lo llevó al arrepentimiento. Luego, él
estuvo nuevamente partiendo el pan con Chapman. Tal
conducta amorosa era su fuerza, y lo marcó como un
verdadero hermano. El amor de Cristo aparecía en su
silencioso ministerio de reconciliación.
Chapman se afligía con las conductas ásperas y precipitadas
que eran algunas veces conducidas en el nombre de Cristo.
Para con todos aquellos que escuchasen, él tenía palabras
aconsejando prudencia. Su temor constante era que, al
buscar preservar la verdad, los hombres actuasen en la
carne, en oposición a las Escrituras.
Evangelizando en España e Irlanda
Desde el principio, Chapman estuvo ardientemente
interesado en la obra misionera, y en forma especial por
España. En 1838 visitó ese país, viajando principalmente a
pie, arriesgando su vida, para llevar el mensaje de Cristo a
los campesinos. En aquel tiempo, siendo aún un joven de 35
años, se arrodilló con un compañero, en la cumbre de El
Castillo, y derramó su corazón en súplicas, para que la luz
del evangelio pudiese penetrar en las tinieblas de España.
Mucho tiempo después, a los 68 años de edad, se presentó la
ocasión de ir de nuevo, y permaneció allí ocho meses. Pudo
viajar por el país predicando el evangelio y gozando de la
comunión con los hermanos que pudo encontrar. Siempre
recordaba a España en sus oraciones, y la obra de Dios hoy
en aquella tierra debe mucho a sus trabajos e intercesiones.
Este mismo propósito le llevó a Irlanda. En 1848 realizó una
gira que lo llevó alrededor de la mayor parte de la costa
irlandesa y duró dos o tres meses. Debe haber recorrido solo
más de novecientos kilómetros en ese país. La mayor parte
del trayecto la hizo a pie. Nada le agradaba más que caminar
con algún eventual conocido nuevo, hablando de las cosas
de Dios. En verdad, descubrió que esta era la forma de
evangelismo más fructífera, pues en una conversación franca
en el camino, las personas perdían su miedo al predicador.
Un hermano, en Cork, compartió mucho con Chapman, y
descubrieron que sus puntos de vista eran diferentes, pero no
hubo ninguna palabra áspera. ―Nos regocijamos en nuestra
unidad, en la medida en que la discernimos‖, escribió
Chapman, ―y juzgamos como causa de auto-humillación el
hecho de que no pudiéramos concordar plenamente, mas no
un motivo para discordia y separación. Dios uniría pronto a
sus hijos si ellos volviesen siempre sus rostros, como un
querubín, hacia el propiciatorio‖. Esas frases son típicas de
la actitud de Chapman en relación a las controversias,
enfatizando la palabra ―hermano‖, y capturando el real
significado de esta palabra. Fuese en Inglaterra o Irlanda,
Chapman practicaba el amor y la paciencia, que lo señalaban
como un verdadero hermano.
La Universidad del amor
New Buildings, un callejón sin salida en el barrio pobre de
Derby, llegó a ser lugar de bendición para millares de
peregrinos. Una carta que había sido enviada del exterior, y
que había sido dirigida simplemente a: ―R. C. Chapman,
Universidad del Amor, Inglaterra‖, le fue puntualmente
entregada por el correo.
Cierta vez alguien le insinuó que él había recuperado ciertas
verdades que la iglesia había perdido de vista. Su respuesta
fue: ―No conozco ninguna verdad recuperada. No sustento
cosa alguna que no sostuvieran otros antes de mí‖. Las
instrucciones de Chapman eran más a través de sus hechos
que de sus palabras. Una y otra vez, sus actos enseñaban a
los hombres lo que realmente significaba ser un hermano en
el Señor.
Uno de los visitantes de New Buildings, H. V. Macartney,
describió la impresión que tuvo al oír por primera vez a
Chapman: ―Un abismo llamaba a otro abismo a medida que
él se entusiasmaba con el tema. Y cuando su Biblia se cerró,
me sentí como un bebé en el conocimiento de Dios,
comparado con un gigante como éste. Al volver a casa,
quedé perplejo al ver que era él, en lugar mío, quien tomaba
el lugar de un bebé, mientras caminábamos juntos. Él quería
saber todo lo que yo conocía de Dios, y creo que siempre es
así con él, como si sus visitantes tuviesen un mayor
conocimiento y amasen a Dios más que él‖.
En los días subsiguientes, Macartney aprendió muchas de
las lecciones que la ―Universidad del Amor‖ enseñaba de
manera tan competente. Vio que el amor y la paciencia
impregnaban toda la atmósfera. Vio con cuánta verdad la
palabra ―hermano‖ expresaba las actitudes de Chapman para
con sus compañeros creyentes.
Del diario de Macartney extraemos los siguientes
fragmentos: ―El señor Chapman se retira a las nueve y se
levanta a las cuatro de la mañana. De las cuatro a las doce,
está ocupado principalmente con Dios. Luego, después de
tener su atención puesta en las cosas mejores, sentía en su
corazón que el mundo tenía gran necesidad de intercesión, y
que esa intercesión era de forma particular su vocación, por
tanto sus primeras y mejores horas son dedicadas a la
oración. Sin embargo, la devoción no interfiere de forma
alguna en las energías de vida. Él predica para ochocientas
almas todos los domingos, se preocupa del servicio pastoral,
cuida de las más mínimas necesidades físicas y espirituales
de un torrente de visitantes, algunos de los cuales se quedan
durante una hora, otros durante un mes. Es el motor
principal de una gran obra evangelística y bíblica en
Inglaterra y España. Mantiene correspondencia con hombres
como George Müller, con personas que lo consultan y con
obreros en varias partes del mundo. A mi pedido, él me
llamó a las cinco de la mañana. Yo estaba despierto,
esperando sus pasos. Colocó su venerable cabeza en mi
puerta exactamente a la hora, encendió una vela, y me dio,
para mi porción matinal, el texto: ―El camino de Dios es
perfecto‖ (2 Samuel 22:31).
Grandes cambios ocurrieron en Barnstaple desde el día en
que él anduvo por la calle principal buscando alojamiento.
Sin duda sus setenta años de ministerio mejoraron la
condición espiritual del lugar. En España e Irlanda también
hubo muchos frutos de su trabajo y oración. Obreros y
personas en esas tierras pensaban con gratitud en este gran
hombre que probó ser su hermano, puesto que muchas
asambleas e incontables personas por todo el mundo –
algunos de los cuales nunca habían visto su rostro–,
alababan a Dios por alguien cuya sabiduría y consejo
amoroso los había guiado en tiempos de dificultad.
Él escribió por lo menos ciento sesenta y cinco himnos y
otros poemas, incluyendo algunos sonetos. Sus
―Meditaciones‖ son también muy bellas, y pertenecen al
inicio de su vida cristiana. Más tarde se negó
terminantemente a publicarlas, y a pesar de que respetamos
la humildad que lo llevó a tomar tal decisión, parece que la
iglesia fuese más pobre por esto.
En 1902, en el mes de junio, faltando pocos meses para
completar cien años, enfermó, y el día 12, antes de las nueve
de la noche, él estaba con su Señor. Durante los días de
enfermedad, él estaba lleno de paz. Cuando se le preguntó,
una mañana, cómo estaba, respondió: ―Dios ha tratado
conmigo muy tiernamente, muy amorosamente‖. En otra
ocasión, dijo: ―Ahora puedo reposar sosegadamente, por la
fe‖. Su palabra más frecuente era: ―Aún no se ha
manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando
él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos
tal como él es‖ (1 Juan 3:2).
Sus últimas palabras fueron: ―La paz de Dios que sobrepasa
todo entendimiento...‖ Sí, la paz marcó toda su experiencia
cristiana, paz paciente, serena. Desde el día en que por
primera vez encontró paz con Dios, a través de nuestro
Señor Jesucristo, él vivió en el gozo de la paz divina.
Apóstol de los desheredados
Alberto Benjamín Simpson nació el 15 de diciembre de
1843, en Bayview, Canadá, como el cuarto hijo de una
piadosa familia. Su padre era carpintero.
Como toda familia cristiana de la época, sus padres soñaban
con que el hijo primogénito llegara a ser un ministro del
evangelio. Los demás hijos ocupaban un lugar secundario en
la elección de una vocación para sus vidas. Sin embargo,
Alberto Benjamín no se conformó con la fuerza de esa
tradición.
Infancia y juventud
De niño fue muy tímido pero imaginativo. El ejemplo de sus
piadosos padres alentó en él muy pronto una fe profunda. En
sus primeros recuerdos de infancia aparecía siempre su
madre postrada llorando delante del Señor, a causa de
algunas dificultades financieras. Alguna vez su padre eximió
a su pequeño hijo de una merecida azotaina al hallarlo
enfrascado en la lectura de la Biblia.
Alberto Benjamín nunca dejó de alabar al Señor por la
gracia demostrada hacia él siendo todavía un niño. Varias
veces fue salvado milagrosamente de la muerte. En cierta
ocasión, mientras subía por los andamios de un edificio en
construcción pisó una tabla suelta y cayó al vacío.
Felizmente, en la caída pudo tomarse de la punta de una
tabla que sobresalía del piso inferior. Cuando ya estaba
completamente extenuado, un obrero que iba pasando lo
salvó. Otra vez mientras cabalgaba, el caballo lo tiró al suelo
y le cayó encima. Cuando recuperó la conciencia, el caballo
estaba tocándole el rostro con su hocico. Otra vez, fue
salvado de morir ahogado en el momento en que se hundía
por tercera vez y ya había perdido el conocimiento.
Estas salvadas providenciales le motivaron a buscar con más
sinceridad a Dios. Pero llegó el día cuando, conforme a la
costumbre de la época, su hermano mayor fue enviado a
prepararse para el ministerio. Entonces Alberto Benjamín,
de 14 años, rogó a su padre que no le dejase en el campo,
sino que le permitiese estudiar también, y que él mismo
podía hacerse cargo de sus estudios. Su padre, conmovido,
aceptó.
Fuera del hogar tempranamente, Alberto Benjamín hubo de
enfrentar severas luchas, y una enfermedad que le dejó
postrado por mucho tiempo. Aún no había tenido un
encuentro personal con el Señor Jesucristo, así que retornó
al hogar con un fracaso escolar y con una gran necesidad
espiritual.
En esa época la excesiva formalidad de la iglesia en que se
había criado le había negado la posibilidad de entregar su
corazón al Señor. Pero esa necesidad fue suplida mediante
un libro que le condujo a los pies de Cristo. En ese mismo
instante vino a su corazón la seguridad de su salvación.
Una vez recuperada la salud, y con su nueva y preciosa
realidad en Cristo, Alberto Benjamín volvió a los estudios.
En el colegio, todos daban buen testimonio de él, pues
poseía un carácter bondadoso y una clara inteligencia.
A los 18 años de edad, llevado por su amor al Señor,
suscribió un pacto con Dios, el cual llenaba varias páginas.
En parte decía así:
―Yo creo en Jesucristo como mi Salvador personal. Acepto
la salvación plena ofrecida por él, que es mi Profeta,
Sacerdote y Rey. Reconozco que Cristo ha sido hecho mi
redención y mi completa salvación, mi sabiduría, mi justicia
y mi santificación. Él ha sojuzgado mi corazón rebelde por
Su gran amor. Por lo tanto, yo tomo el amor de Cristo para
usarlo para Su gloria únicamente. Si alguna vez se opusiera
un solo pensamiento mío de rebelión contra ti, véncelo y
tráelo a sujeción. Cualquier cosa que pudiera oponerse a tu
divina voluntad en mí, oh Dios, quítala en el nombre de
Jesús. Yo me entrego a ti como ―vivo de entre los muertos‖
para volver a vivir solamente para ti. Tómame y úsame
enteramente para tu gloria, en el nombre que es sobre todo
nombre, el nombre de Jesús, te lo pido‖.
―Ratifica ahora mismo en el cielo, oh Padre mío, este pacto
que acabo de hacer contigo. Escribe en los cielos, en tu libro
de memoria, que yo he llegado a ser tuyo, solamente tuyo,
por toda la eternidad. Acuérdate de mí en la hora de la
tentación, y que nunca me aparte de este pacto sagrado. Soy
de ahora en adelante un soldado de la cruz de Jesucristo y un
seguidor del Cordero de Dios, y mi lema será desde ahora en
adelante: ―¡Tengo un solo Rey: mi Jesús!‖. Sábado 19 de
enero de 1861.
Ministro presbiteriano
Gracias a dos becas ganadas por su perseverancia, pudo
continuar sus estudios en la Universidad, y ordenarse como
ministro presbiteriano en septiembre de 1865, a los 21 años
de edad. Al día siguiente de su ordenación, se casó con
Margarita Henry.
Su primer pastorado lo ejerció en la ciudad de Hamilton,
Canadá, por ocho años. En ese tiempo viajó y dictó
conferencias, de modo que a los 30 años de edad, Simpson
ya era reconocido en todo Canadá y Estados Unidos como
un predicador poco común.
Al asumir su segundo pastorado en Louisville, Estados
Unidos, predicó un mensaje basado en Mateo 17:8: “Y
alzando ellos los ojos, a nadie vieron sino a Jesús solo”. En
parte de él dijo: ―El lema y la nota característica de mi
ministerio aquí en esta ciudad de Louisville será solamente
Jesucristo‖.
Muy pronto Simpson halló la oportunidad de expresar el
fuego que ardía en su corazón. Su influencia se extendió
hasta abarcar a todos los pastores de la ciudad, con los
cuales organizó encuentros evangelísticos de gran impacto.
Con esto, el celo misionero de Simpson comenzó a
ampliarse, aunque no siempre encontró eco en los fieles de
su congregación. Su visión abarcaba a los muchos hombres
y mujeres que se perdían en las calles sin jamás entrar a un
templo. Simpson veía a la iglesia adormecida, recluida entre
cuatro paredes, sin sentir el dolor de Cristo por los perdidos.
Muy pronto habría de encontrar concreción esta gloriosa
visión.
Experiencias espirituales
Durante los primeros años del ministerio de Simpson, dos
experiencias con el Señor le sirvieron de constante estímulo:
su conversión a Jesucristo, y su llamado al ministerio. Sin
embargo, estas experiencias no fueron las únicas. A menudo
solía encerrarse en su estudio para buscar con ansias el
rostro del Señor. Anhelaba hacer morir el yo, y vivir
totalmente para Cristo.
Cierta vez, cuando era un joven ministro, estuvo un mes
entero buscando una bendición especial para su vida.
Durante ese mes dejó de hacer muchas cosas y se dedicó
casi exclusivamente a orar. Al final del período recibió
bendición, pero no la paz que su alma buscaba. Más tarde
repitió estos períodos de consagración, pero no quedaba
satisfecho. Después de haber estado 10 años en Louisville, y
de haber alcanzado grandes éxitos en su pastorado, aún
sentía que había un vacío importante en su vida. Oscilaba
entre las montañas de las victorias y el valle de las
inquietudes espirituales. ―Deseaba obtener algo no
alcanzado todavía con todas las experiencias que había
tenido‖.
Una noche después de intensa oración tuvo esa experiencia
extraordinaria que buscaba. ―Recuerdo bien la noche cuando
recibí el bautismo del Espíritu Santo. Cuando experimenté la
venida de la plenitud de Cristo a mi alma; cuando vino para
fijar su morada permanente en mí‖.
―Fue una noche memorable en mi vida. La soledad del
Cordero de Dios, yendo hacia el monte del sacrificio era mi
porción aquella noche. El camino nunca resulta fácil, ni
atrayente, ni invita al transeúnte a entrar en él, si no está
dispuesto a seguir al Cristo del Calvario. No obstante, es el
camino de la victoria, como lo fue para Cristo mismo. Es el
camino de la vida a través de la muerte‖.
―Sabía que podía estar equivocado en muchas cosas y ser
imperfecto en todas; y no sabiendo si iba a morir
literalmente o no, antes del nuevo amanecer, seguía
buscando. Estaba luchando cual Jacob de antaño con el
ángel de Dios hasta el rayar del alba, cuando vino la luz.
Entonces, rendido a los pies de Cristo, hice allí una entrega
final y total de mi vida‖.
Esta verdad le fue revelada de tal forma, que nunca predicó
la perfección del creyente en Cristo, sino el Cristo perfecto
viviendo en el corazón del creyente santificado. Decía que la
santidad divina no es una mejora de uno mismo, ni la
perfección adquirida, sino una entrada al corazón de la vida
y pureza de Cristo, y el obrar de su santa voluntad
continuamente.
Simpson creía que la regeneración hecha por el Espíritu
Santo en el corazón humano es muy distinta de la morada
del Espíritu Santo en él. La primera puede compararse con
la edificación de una casa; en cambio, la segunda es la
venida del Dueño para vivir en ella, tomando posesión
absoluta. También puede compararse la primera como la
llegada a la Tierra Prometida, en cambio, la segunda como
la toma de posesión de ella.
La experiencia de Simpson no solamente le sirvió como
punto de partida para un ministerio sobre ―la vida más
abundante‖, sino que cambió todo punto de vista de la vida
cristiana, y afectó profundamente toda su enseñanza
espiritual posterior. Nunca hablaba, ni predicaba, ni
enseñaba sin reflejar algo de aquella gloriosa experiencia
que llegó a ser su misma vida.
Por este tiempo nació un himno que caracterizó la vida de
Simpson hasta el fin. He aquí algunas de sus estrofas:
¡Jesucristo, y nada más! Antes yo buscaba ―la bendición‖,
ahora yo tengo a Jesús;
antes suspiraba por la emoción,
ahora yo quiero más luz;
antes Su don yo pedía,
ahora tengo al Dador;
antes buscaba la sanidad,
ahora es mío el Doctor.
Antes me esforzaba con pena,
ahora me es grato confiar;
antes creía a medias,
ahora sé que él puede salvar;
antes a él me aferraba,
ahora de mí se ase él;
antes yo andaba a la deriva,
ahora tengo áncora fiel.
Antes yo creía en mis obras,
ahora dejo a Cristo obrar;
antes trataba de usarlo,
ahora él me puede usar;
antes ―el poder‖ yo buscaba,
ahora tengo al ―Fuerte Señor‖;
antes para mí mismo obraba,
mas ahora es el trabajo de amor.
Descubrimiento de una nueva verdad
Desde ese día A.B. Simpson dedicó gran parte de su
ministerio a compartir sobre la vida cristiana más profunda.
Sin embargo, una experiencia vivida en la ciudad de
Chicago habría de reorientar su ministerio.
Estando allí cierta noche tuvo un sueño que le afectó
profundamente. En el sueño veía multitudes de gentes
angustiadas, a la espera de recibir el mensaje de salvación.
Al despertar sintió la urgencia de ofrecerse al Señor para la
obra a que sentía que le llamaba.
Durante meses intentó hallar una puerta abierta para ir al
extranjero como misionero, pero, por diversas razones no la
encontró. Sin embargo, se le ofreció la oportunidad de
pastorear en la ciudad de Nueva York. Aceptó la invitación,
creyendo así poder estar en un lugar céntrico donde podría
tener contacto ―con el mundo de afuera‖.
Sin embargo, antes de ver cumplidos sus sueños misioneros,
Simpson experimentó todavía una nueva riqueza de la vida
plena en Cristo: la sanidad divina. Durante más de veinte
años había sido víctima de muchas enfermedades y
debilidades físicas. Muchas veces tuvo que privarse de leer,
y de realizar sus labores pastorales por su extrema debilidad.
Durante años fue esclavo de los remedios. A veces, el solo
ascenso de una pendiente le provocaba una verdadera
agonía. Un médico llegó a decirle cierta vez que le quedaban
pocos meses de vida.
Un día, mientras participaba como oyente ocasional en un
Campamento cristiano, escuchó un himno cuyo coro decía:
―Mi Jesús es el Señor de señores / nadie puede obrar como
él‖. Esas palabras le produjeron un inmenso impacto, que le
llevaron a escudriñar en las Escrituras lo concerniente a la
sanidad divina. Al poco tiempo quedó convencido de que
esa era también una parte del glorioso evangelio de Cristo
para un mundo pecador y sufriente. Un día, Simpson hizo un
nuevo pacto con Dios, ―tomando al Señor Jesucristo –dice–
para ser mi vida física, para todas las necesidades de mi
cuerpo hasta que termine la jornada que él tiene para mí en
el mundo‖.
Desde ese día Simpson decidió no sólo tomar para sí esta
gloriosa verdad –como hicieron también otros muchos
siervos de Dios como Andrew Murray, T.Austin-Sparks,
Watchman Nee, para quienes fue un socorro permanente de
Dios– sino también compartirla con todo el cuerpo de
Cristo.
Respecto de esto, Simpson enseñaba: ―Hay tres etapas en la
revelación de Jesucristo para la sanidad divina: La primera
se refiere al momento cuando nosotros llegamos a ver la
base bíblica doctrinal que ella tiene; la segunda, cuando
vemos la verdad en la sangre de Cristo, en su obra
expiatoria, redentora y la recibimos como tal para nosotros
mismos; la tercera, cuando vemos lo que hay en la vida
resucitada de Jesucristo, tomándolo a Él en una unión vital y
viviente, con todo nuestro ser, como la vida de nuestra vida
y salud para nuestro cuerpo mortal.‖
Simpson experimentó una gran oposición, tanto dentro de él
–al luchar contra su propia incredulidad– como fuera de él,
en los diversos ambientes cristianos donde predicaba. Sin
embargo, nunca cayó en el fanatismo; nunca aceptó hacer de
la sanidad divina su estandarte. Él solía decir: ―Yo tengo
cuatro ruedas en mi carruaje. No puedo descuidar las otras
tres para predicar todo el tiempo sobre una sola de ellas‖,
haciendo referencia a las cuatro verdades evangélicas que
constituían la base de su ministerio: ―Jesucristo nuestro
Salvador, Santificador, Sanador y Rey venidero‖.
Un hombre de oración
Simpson fue un hombre de oración. Sobre el escritorio de su
oficina tenía puestos dos breves recordatorios: ―Orad sin
cesar‖ y ―¡Hacedlo ahora!‖. Muchos que le conocieron
daban testimonio del impacto que las oraciones de Simpson
les habían producido. El mapa del mundo llegó a ser para él
el manual diario de oración.
Vivía tal vida de oración que toda conversación giraba
espontáneamente alrededor del tema de Cristo, con cualquier
persona y en cualquier lugar. Muchas veces el Espíritu le
llevó a interceder por situaciones y personas que, según
después se sabía, habían estado en dificultades en ese
preciso momento. Simpson creía firmemente que ―la oración
cambia las cosas‖. Y de verdad, muchas cosas cambiaron
por su oración.
Se abre un nuevo camino
La visión misionera de Simpson no pudo ser disipada por las
muchas satisfacciones que experimentaba como pastor de
aquella connotada congregación presbiteriana de Nueva
York.
Una noche mientras oraba, la visión de los perdidos sin
Cristo le hizo postrarse en una dramática oración bajo el
poder del Espíritu Santo. Entonces cogió el globo terráqueo
y apretándolo contra su pecho, exclamó llorando: ―¡Oh Dios,
úsame para la salvación de los hombres y mujeres del
mundo entero, que mueren en las tinieblas espirituales sin
ningún rayo de luz‖.
No pudo conformarse ya con cumplir sus labores de pastor y
conferencista solicitado. Llevado por este celo misionero,
comenzó a salir a las calles para predicar el evangelio. Y allí
comenzaron a recibir a Jesucristo hombres y mujeres de la
más variada condición. Luego, los invitaba al templo, para
recibir el amor de la familia cristiana.
Muy pronto fueron decenas y aun cientos los nuevos
convertidos que iban llegando; muchos de ellos de humilde
condición. Y, muy pronto también, ellos comenzaron a
incomodar a los acomodados hermanos. Así fue como se
produjo una situación insostenible, y Simpson hubo de
renunciar a su pastorado para dedicarse a las muchedumbres
olvidadas de las calles, como era su visión. Eso ocurrió en
noviembre de 1881. Tenía a la sazón 38 años, y una familia
con seis hijos.
De un día para otro, dejó de ser el pastor de una gran iglesia
para ser un predicador callejero. Sus amigos íntimos en el
ministerio le pronosticaron un fracaso rotundo. Uno de los
diáconos, al despedirle le dijo: ―No le diremos adiós,
Simpson: pronto usted ha de volver con nosotros.‖ Sin
embargo, él nunca volvió. Dios tenía para él otro camino
que recorrer, y otras fronteras que cruzar.
La concreción de un sueño
Solamente siete personas estuvieron en la primera reunión
que celebró en noviembre de 1881, en un cuarto arriba de un
viejo teatro, en una tarde fría y gris de Nueva York. Uno de
esos siete era un borracho regenerado, que llegó a ser, según
el decir de Simpson, ―el santo más dulce que jamás
existiera‖. Así comenzó a realizar varias reuniones
semanales, una de las cuales siempre se realizaba en plena
calle.
A causa de la estrechez del local, debieron arrendar un
teatro, y más tarde implementó una carpa, que solía instalar
en el corazón mismo de la ciudad. Incluso el famoso
Madison Square Garden fue arrendado por Simpson para
hacer alguna de sus grandes campañas de evangelismo.
Dos años después de aquellos débiles comienzos, Simpson
organizó la Unión Misionera, cuyo objetivo era la
evangelización del mundo, la cual llegó a ser cuatro años
después, en 1887, la Alianza Cristiana y Misionera, con
representación en todo el mundo.
El propósito principal de esta iniciativa misionera era:
―Levantar a Cristo en toda su plenitud, o exaltar a Cristo
hasta lo sumo, quien es el mismo ayer, hoy y por todos los
siglos‖. En su organización, Simpson planteó así su énfasis
misionero: ―Esta Sociedad ha sido formada como una fuerza
humilde y unida de cristianos consagrados para enviar el
evangelio, en toda su sencillez y plenitud, a través de los
instrumentos más espirituales y consagrados, y por los
métodos más económicos, prácticos y eficaces, a los campos
más abiertos, más necesitados y más descuidados del mundo
pagano‖.
Al año siguiente de constituida la Unión Misionera, en 1884,
enviaron los cinco primeros misioneros al Congo, en África.
Cinco años después, ya había embajadas misioneras en 12
países distintos, con cuarenta centros y 180 misioneros. En
la actualidad, esta obra abarca más de cincuenta países, y
cuenta con más de 1.200 misioneros.
Un ministerio multifacético
El ministerio de A.B. Simpson fue muy rico y variado. Él
era un hombre especialmente dotado como predicador.
T.Austin-Sparks, acostumbraba decir que de todos los
predicadores norteamericanos que él conoció de joven, A.B.
Simpson era el más espiritual y el que hablaba con más
poder. Sus muchos sermones se han publicado en siete
tomos, con títulos como ―Los negocios del Rey‖, ―La
revelación del Cristo resucitado‖, ―La vida cristiana más
amplia‖, etc.
Como maestro de las Escrituras alcanzó gran notoriedad.
Hasta hoy, sus comentarios sobre los diversos libros de la
Biblia son considerados como llenos de luz y claridad, así,
por ejemplo, la serie ―Cristo en la Biblia‖. Sus numerosos
libros abarcaban otros diversos temas, como ―El evangelio
cuádruple‖, ―El descubrimiento personal de la sanidad‖, ―La
vida de oración‖, ―Destellos que anuncian a Aquel que
viene‖, ―El poder de lo Alto‖ (sobre el Espíritu Santo).
Como poeta y compositor de himnos, A.B. Simpson alcanza
también grandes alturas. Muchos himnos y poemas muy
conocidos hoy salieron de su pluma inspirada. Watchman
Nee, en su estudio sobre los Himnos, cita uno de los himnos
de Simpson como ejemplo de lo que debe ser una buena
composición cristiana.
En total, A.B. Simpson escribió por lo menos 70 libros
además de artículos, poesías e himnos. Publicó también
diversas revistas para reforzar la obra misionera.
Una partida feliz
A.B. Simpson partió de esta vida el 29 de octubre de 1919.
El día anterior había sido de absoluta normalidad, para sus
76 años. Entre los papeles que se encontraron en su
escritorio, había uno con un himno inédito, que decía en
parte:
―Alguien me está llamando;
me toma de la mano,
y me señala cumbres
bañadas en áurea luz.
Mi corazón responde:
remonto como en alas;
me siento muy seguro:
¡Mi Guía es Jesús!‖
Sobre su lápida hicieron poner una lectura que refleja muy
bien lo que fue este gran hombre de Dios: ―No yo, sino
Cristo‖ y ―Sólo Jesús‖.
El camino hacia la verdadera belleza
Jeanne Marie Bouvier de la Mothe nació en Montargis,
Francia, unos 40 Km. al norte de París, el 18 de abril de
1648, un siglo después de iniciarse la Reforma. Sus padres
pertenecían a la aristocracia francesa; eran muy respetados,
y tenían inclinaciones religiosas como las de todos sus
ancestros. Su padre ostentaba el título de Seigneur, o Señor,
de la Mothe Vergonville.
Niñez y juventud
Durante la primera infancia, Jeanne fue víctima de una
enfermedad que hizo a sus padres temer por su vida. Mas
ella se recuperó, y a los dos años y medio de edad fue
colocada en el Seminario de las Ursulinas, en su propia
ciudad, a fin de ser educada por las monjas. Después de
algún tiempo, regresó al hogar, mas su madre descuidaba su
educación, dejándola casi siempre al cuidado de las criadas.
Gran parte de su infancia, la niña estuvo yendo y viniendo
entre su casa y el convento, y pasando de una escuela a otra.
Cambió su lugar de residencia nueve veces en diez años.
En 1651, la Duquesa de Mont-bason llegó a Montargis, a fin
de residir con las monjas benedictinas establecidas allí, y
pidió al padre de Jeanne que permitiese que ésta, de cuatro
años de edad, le hiciese compañía. Durante su estadía allí, la
niña vino a comprender su necesidad de un Salvador por
medio de un sueño que tuvo respecto de la miseria futura de
los pecadores impenitentes; y entregó entonces
definitivamente su vida y su corazón a Dios.
A los diez años de edad, Jeanne fue colocada en un convento
para proseguir su educación. Cierto día encontró una Biblia,
y como le gustaba mucho leer, ella se absorbió en su lectura.
―Pasaba días enteros leyendo la Biblia‖, cuenta, ―sin prestar
atención a ningún otro libro o a nada más, desde la mañana a
la noche. Y como tenía buena memoria, memoricé
completas las secciones históricas‖. Este estudio de las
Escrituras, sin duda, puso los fundamentos de su maravillosa
vida de devoción y piedad. Por este tiempo se hizo sentir
sobre su vida la importante influencia de una de sus
hermanastras, quien suplió en parte la falta de preocupación
de su madre.
Jeanne creció, y sus rasgos comenzaron a mostrar aquella
belleza que más tarde la distinguió. La madre, contenta con
su apariencia, se esmeraba en vestirla bien. El mundo la
conquistó, y Cristo quedó casi olvidado. Tales cambios
ocurrieron con frecuencia en sus primeras experiencias. Un
día tenía buenos pensamientos y resoluciones, y al día
siguiente todo quedaba atrás, y la vanidad y la mundanalidad
llenaban su vida.
Un joven piadoso, un primo llamado De Tossi, yendo como
misionero a Cochinchina, al pasar por Montargis, visitó a la
familia. Su visita fue breve, pero impresionó profundamente
a Jeanne, aunque entonces no estaba en casa ni vio a su
primo. Cuando le contaron sobre su consagración y santidad,
el corazón de ella se afligió tanto, que lloró el resto del día y
la noche. Quedó conmovida con la idea de la diferencia
entre su propia vida mundana y la vida piadosa de su primo.
Toda su alma despertó entonces para tomar conciencia de su
verdadera condición espiritual. Intentó renunciar a su
mundanalidad, procuró adoptar una disposición mental
religiosa y obtener perdón de todos a quienes pudiese haber
perjudicado de cualquier forma. Visitó a los pobres, les llevó
alimento y ropa, les enseñó el catecismo, y pasaba mucho
tiempo leyendo y orando. Leyó libros devocionales como
―La vida de Madame de Chantal‖ y las obras de Tomás de
Kempis y Francisco de Sales. Procuraba imitar la piedad de
ellos; sin embargo, todavía no hallaba la paz y el descanso
del alma por medio de la fe en Cristo.
Tras un año de búsqueda sincera de Dios, se apasionó
profundamente por un joven, un pariente próximo, aunque
tenía apenas catorce años. Su mente estaba tan ocupada
pensando en él que descuidó sus oraciones y comenzó a
buscar en el amor terrenal el disfrute que buscara antes en
Dios. A pesar de mantener aún una apariencia de piedad, en
lo íntimo ésta le era indiferente. Comenzó a leer novelas
románticas, y a pasar mucho tiempo delante del espejo, así
que se volvió excesivamente vana. El mundo la tenía mucho
en cuenta, pero su corazón no era recto delante de Dios.
En el año 1663, la familia La Mothe se trasladó a París, un
paso que no les benefició espiritualmente. París era una
ciudad alegre, sedienta de placeres, especialmente durante el
reinado de Luis XIV, y la vanidad de Mademoiselle La
Mothe creció insoportablemente. Tanto ella como sus padres
se tornaron extremadamente mundanos, bajo la influencia de
la sociedad a la que habían ingresado. El mundo le parecía
ahora el único objeto digno de ser conquistado y poseído. Su
belleza, dotes intelectuales y conversación brillante hicieron
de ella una favorita en la sociedad. Su futuro marido, M.
Jacques Guyon, hombre de gran riqueza, y muchos otros,
pedirían su mano en casamiento.
El orgullo es tocado
Aunque no se sentía muy atraída a Monsieur Guyon, su
padre acordó el casamiento, y ella accedió a su deseo. La
boda tuvo lugar en 1664. Jeanne tenía casi 16 años, mientras
su marido tenía ya 38. Luego descubrió que la casa a la cual
fue llevada se volvería para ella una ―casa de luto‖. La
suegra, mujer poco refinada, la gobernaba con mano de
hierro, y aun la hostilizaba. El marido tenía buenas
cualidades y la apreciaba mucho, pero diversas
enfermedades físicas y sufrimientos a que estaba sujeto,
además de la gran diferencia de edad entre él y su joven
esposa, y el genio de la suegra, hicieron difícil su vida de
recién casada. Su gran inteligencia y sensibilidad agudizaron
aún más sus sufrimientos. Sus esperanzas terrenales fueron
destruidas.
Más tarde, sin embargo, ella reconoció que todo había sido
dispuesto misericordiosamente a fin de llamarla de aquella
vida de orgullo y superficialidad. Dios permitiría que ella
atravesase el fuego del horno de la aflicción, para que las
impurezas fuesen removidas, y ella pudiese presentarse
como un vaso de oro puro. ―Era tal la fuerza de mi orgullo
natural‖, cuenta ella, ―que nada aparte de una dispensación
de sufrimiento podría haber quebrantado mi espíritu y
hacerme volver a Dios‖.
A pesar de haber comido el pan de la tristeza y mezclado
con lágrimas su bebida, todo eso hizo que su alma se
dirigiese a Dios y ella empezó a buscarlo, pidiendo su
consuelo en sus tribulaciones. Poco después de un año de
casada, tuvo un hijo, y sintió la necesidad de aproximarse a
Dios, tanto por causa de él como por la suya propia.
Una calamidad tras otra sobrevinieron a Madame Guyon.
Poco después de nacer su hijo, el marido perdió gran parte
de su enorme fortuna, y esto amargó mucho a su avarienta
suegra, quien solía responsabilizarla de todas sus desgracias.
En el segundo año de matrimonio cayó enferma, y parecía a
las puertas de la muerte; sin embargo, su enfermedad fue un
medio de hacerla pensar más en las cosas espirituales. Su
querida hermanastra murió, y después su madre. Con
amargura aprendió que sólo podía encontrar descanso en
Dios, y ahora lo buscó con sinceridad, y lo encontró, y
nunca más se apartó de él.
A través de las obras de Kempis, de Sales, y la vida de
Mme. Chantal, y de conversaciones con una piadosa dama
inglesa, Madame Guyon aprendería mucho con respecto a
las cosas espirituales. Después de una ausencia de cuatro
años, su primo regresó de Cochinchina y su visita la ayudó
espiritualmente.
El gozo de la salvación
Un humilde monje franciscano se sintió guiado por Dios
para ir a verla, y él también le fue de gran ayuda. Fue este
franciscano el primero que la llevó a ver claramente la
necesidad de buscar a Cristo por la fe y no mediante obras
externas, como lo había estado haciendo hasta entonces.
Instruida por él, llegó a comprender que la verdadera fe era
un asunto del corazón y del alma, y no una simple rutina de
deberes y observancias ceremoniales como supusiera. ―En
aquel momento me sentí profundamente herida por el amor
de Dios –una herida tan indescriptible que deseé jamás fuera
curada. Tales palabras trajeron a mi corazón aquello que
venía buscando por tantos años; o sea, me hicieron descubrir
lo que allí se hallaba, y que de nada me servía por falta de
conocimiento... Mi corazón había cambiado; Dios se hallaba
allí; desde aquel momento Él me había dado una experiencia
de su presencia en mi alma, no simplemente como un objeto
percibido en el intelecto por la aplicación de la mente, sino
como algo realmente poseído de la manera más dulce
posible. Pude sentir esas palabras de Cantares: ‗Tu nombre
es como ungüento derramado; por eso las doncellas te
aman‘; pues percibí en mi alma una unción que, como un
bálsamo saludable, sanó en un instante todas mis heridas.‖
Madame Guyon tenía veinte años cuando recibió esta prueba
definitiva de salvación por la fe en Cristo. Fue el 22 de julio
de 1668. Después de esta experiencia, dijo: ―Nada era más
fácil ahora para mí que orar. Las horas pasaban fugazmente,
en tanto yo nada podía hacer sino orar. La vehemencia de mi
amor no me daba descanso.‖
Algún tiempo después, ella podía decir: ―Amo a Dios mucho
más de lo que el amante más apasionado entre los hombres
ama al objeto de su afecto terrenal‖. ―Este amor de Dios‖,
dice, ―ocupaba mi corazón con tanta constancia y fuerza,
que era muy difícil para mí pensar en otra cosa. Nada más
me parecía digno de atención‖. Agregó después: ―Me
despedí para siempre de las reuniones que frecuentaba, de
los teatros y diversiones, de los bailes, de las caminatas sin
propósito y de las fiestas de placer. Las diversiones y
placeres tan considerados y estimados por el mundo, me
parecían ahora tediosos e insípidos, de forma tal que me
preguntaba cómo un día pude haberlos apreciado‖.
Madame Guyon tuvo un segundo hijo en 1667, o sea, un año
antes de pasar por la notable experiencia ya citada. Su
tiempo estaba ahora ocupado en el cuidado de los hijos y la
atención a los pobres y necesitados. Ella hacía que muchas
jovencitas, hermosas pero pobres, aprendiesen un oficio, a
fin de sentirse menos tentadas a llevar una vida de pecado.
Hizo también mucho en beneficio de aquellas que ya habían
caído en pecado. Con sus recursos, frecuentemente ayudaba
a comerciantes y artesanos pobres a iniciar sus propios
negocios. Y no cesaba de orar. En sus palabras: ―Mi deseo
de comunión con Dios era tan fuerte e insaciable que me
levantaba a las cuatro de la mañana para orar‖. La oración
era el mayor deleite de su vida.
Las personas del mundo quedaban sorprendidas al ver a
alguien tan joven, tan bella, tan intelectual, enteramente
entregada a Dios. La sociedad amante del placer se sentía
condenada por su vida, y procuraba perseguirla y
ridiculizarla. Ni aun sus propios parientes la comprendían
muy bien, y su suegra hacía todo para tornar su vida más
difícil que nunca, logrando hasta cierto punto apartarla de su
marido y su hijo mayor. Sin embargo, estas pruebas no la
perturbaban tanto como lo hacían antes, pues ahora ella las
consideraba como siendo permitidas por el Señor para
mantenerla en humildad. Una tercera criatura, una hija,
nació en 1669. Esta pequeña fue un gran consuelo para ella,
aunque estaba destinada a dejarla en breve.
El camino de la consagración
Durante cerca de dos años, las experiencias religiosas de
Madame Guyon continuaron profundizándose, pero luego se
vio una vez más atraída hasta cierto punto por el mundo. En
una visita a París, descuidó sus oraciones y se enredó con la
sociedad mundana que había frecuentado antes. Al
comprender esto, se apresuró a volver a casa, y su angustia
por lo sucedido, al enfrentar su debilidad, era ―como un
fuego consumidor‖. Durante un viaje por muchos lugares de
Francia con su marido, en 1670, también tuvo muchas
tentaciones para volver a la antigua vida de placer mundano.
Su tristeza fue tan grande que incluso sentía que se alegraría
si el Señor por su providencia la llevase de este mundo de
tentación y pecado. Sus principales tentaciones eran las
ropas y las conversaciones mundanas. Mas la reprobación de
su conciencia era como un fuego quemando en su interior, y
se sentía llena de amargura al reconocer su debilidad.
Durante tres meses perdió su anterior comunión con Dios.
Como resultado, su alma se volvió a una interrogante acerca
de la vida santa. Deseaba que alguien le enseñase cómo vivir
con mayor espiritualidad, cómo andar más cerca de Dios, y
cómo ser ―más que vencedora‖ en relación al mundo, a la
carne y al diablo. Aunque esa era la época de Nicole y
Arnaud, de Pascal y Racine, cristianos de percepción
espiritual eran escasos entonces en Francia.
Cierto día en que atravesaba uno de los puentes sobre el río
Sena, en París, acompañada por un criado, un hombre pobre
con hábito religioso apareció de pronto a su lado y empezó a
hablarle. ―Ese hombre‖, dice ella, ―me habló de manera
maravillosa sobre Dios y las cosas divinas‖. Él parecía saber
todo sobre la vida de ella, sus virtudes, sus faltas. ―Él me dio
a entender‖, cuenta ella, ―que Dios requiere no sólo un
corazón del cual se pueda decir que fue perdonado, sino
aquel que pueda ser designado propiamente como santo, que
no era suficiente con evitar el infierno, sino que él también
requería de mí la pureza más profunda y la perfección más
absoluta‖.
Al sentir su debilidad y necesidad de una experiencia
espiritual más profunda, y habiendo recibido un mensaje tan
directo de la providencia de Dios, Madame Guyon resolvió
en aquel día entregarse de nuevo al Señor. Habiendo
aprendido por experiencia que no era posible servir a Dios y
al mundo al mismo tiempo, decidió: ―A partir de este día, de
esta hora, si es posible, perteneceré enteramente al Señor. El
mundo no tendrá nada de mí‖. Dos años más tarde, preparó
y suscribió su histórico Tratado de la Consagración; mas la
verdadera consagración parece haber sido completada aquel
día.
Golpes purificadores
Ella se rindió sin reservas a la voluntad del Señor, y casi
inmediatamente su consagración fue probada por una serie
de golpes demoledores que servirían para purificar las
impurezas de su naturaleza. Sus ídolos fueron destruidos
uno tras otro, hasta que todas sus esperanzas, alegrías y
ambiciones se concentraron en el Señor, y él comenzó
entonces a usarla poderosamente en la edificación de su
reino.
Su belleza, la mayor causa de su orgullo y conformidad con
el mundo, fue el primer ídolo en ser derribado. El 4 de
octubre de 1670, cuando tenía poco más de 22 años, el golpe
cayó sobre ella como un relámpago del cielo. Jeanne cayó
víctima de la viruela, en su forma más violenta, y su belleza
desapareció casi por completo.
―Pero la devastación exterior fue equilibrada por la paz
interior‖, dice ella. ―Mi alma se mantuvo en un estado de
contentamiento mayor del que puede ser expresado.‖ Todos
juzgaban que quedaría inconsolable. Mas lo que dijo fue:
―Cuando estaba en cama, sufriendo la privación total de lo
que había sido una trampa para mi orgullo, experimenté un
gozo indescriptible. Alabé a Dios en profundo silencio‖.
También afirmó: ―Cuando me recuperé lo suficiente para
sentarme en la cama, pedí que me trajesen un espejo, y
satisfice mi curiosidad mirándome en él. Ya no era más lo
que había sido. Vi entonces que mi Padre celestial no había
sido infiel en su obra, sino había ordenado el sacrificio en
toda su plenitud‖.
El ídolo siguiente, entre los que más amaba, fue su hijo
menor, a quien era muy allegada. ―Este golpe‖, dice, ―hirió
mi corazón. Me sentí derrotada. Sin embargo, Dios me
fortaleció en mi debilidad. Yo amaba tiernamente a mi hijo;
mas, aunque estuviese perturbada con su muerte, vi la mano
del Señor tan claramente que no pude llorar. Lo ofrecí a
Dios, y exclamé con las palabras de Job: ―El Señor dio, el
Señor quitó; sea el nombre del Señor bendito‖.
En 1672, su muy amado padre murió, y ese mismo año
falleció también su hijita de tres años. Siguió luego la
muerte de Genevieve Grainger, su amiga y consejera, y no
tuvo ya ningún apoyo carnal a quien apegarse en sus pruebas
y dificultades espirituales. En 1676, su marido, que se
reconciliara con ella, fue de la misma manera alejado por la
muerte. Como Job, ella perdió todo lo que más amaba en el
mundo; mas comprobaba que el Señor permitía esas cosas
para quebrantar su voluntad y su orgulloso corazón. Percibió
nítidamente la mano del Señor en todas esas circunstancias,
y exclamó: ―¡Oh admirable conducta de mi Dios! No puede
haber guía, ni apoyo, para quien tú llevas a las regiones de
las tinieblas y de la muerte. No puede haber consejero, ni
sustento para el hombre a quien tú has señalado para
completa destrucción de su vida natural‖. Por ―destrucción
de la vida natural‖, ella quería significar el aniquilamiento
de la carnalidad y del egoísmo.
Experiencias más profundas
A pesar de haber sido grandes las tribulaciones
mencionadas, Madame Guyon había de pasar aún por una de
sus pruebas mayores y más prolongadas. En 1674 entró en
lo que más tarde llamó el ―estado de privación o
desolación‖, que duró siete años. Durante todo ese período
permaneció sin alegría espiritual, paz, o emociones de
cualquier tipo, y tuvo que andar sólo por fe. Aunque
continuó con sus devociones y obras de caridad, no sentía el
placer y la satisfacción que sintiera antes. Parecía como si
Dios no estuviese con ella, y cometió el error de imaginar
que realmente eso había ocurrido. Había de aprender ahora a
andar por la fe en lugar de hacerlo por sus sentimientos.
Nos sentimos llenos de alegría y paz verdadera cuando
creemos (Rom. 15:13). Pero cuando contemplamos nuestros
sentimientos y apartamos nuestros ojos del Señor, toda esa
alegría y paz nos abandona. Madame Guyon parece haber
cometido ese gran error, y durante siete años se mantuvo a la
espera de sentimientos y emociones antes de aprender a
vivir por sobre ellos y por la simple fe en Dios. Descubrió
entonces que la vida de fe es mucho más elevada, santa y
dichosa que aquella dominada por los sentimientos y
emociones. Había estado pensando más en éstas que en el
Señor, más en el don que en el Dador; pero finalmente su
vida se alzó victoriosa por sobre las circunstancias y los
sentimientos.
Casi siete años después de haber perdido su alegría y
emoción, comenzó a tener correspondencia con el padre La
Combe, a quien ella guiara a la salvación por la fe años
antes. Él fue ahora el instrumento para llevarla hasta la luz
límpida y a los rayos del sol de la experiencia cristiana,
mostrándole que Dios no la había olvidado como imaginaba,
sino que él estaba crucificando el ―yo‖ en la vida de ella. La
luz comenzó a surgir en su interior, y la oscuridad
gradualmente se fue.
Ella marcó el día 22 de julio de 1680 como el día en que el
padre La Combe debería orar especialmente a su favor, en
caso de que su carta llegase a tiempo a sus manos. Aunque
la distancia era grande, la carta llegó providencialmente a
tiempo, y tanto él como Madame Guyon pasaron aquel día
en ayuno y oración. Fue un día que quedó grabado en su
memoria. Dios oyó y respondió sus oraciones. Las nubes
oscuras se desvanecieron de su alma, y torrentes de gloria
tomaron su lugar. El Espíritu Santo le abrió los ojos, a fin de
reconocer que sus aflicciones eran en verdad las
misericordias de Dios ocultas. Eran como túneles tenebrosos
que sirven de atajo, a través de montañas de dificultades,
hacia los valles de bendiciones que surgieron más adelante.
Eran los carros de Dios que la llevaban a lo alto, en
dirección al cielo. El vaso había sido purificado y adecuado
para su habitación, y el Espíritu de Dios, el Consolador
celestial, venía ahora a morar en su corazón. Toda su alma
se llenó entonces de su gloria, y todas las cosas parecían
plenas de alegría.
En sus ―Torrentes espirituales‖, describiendo la experiencia
que había disfrutado, ella anota: ―Sentía una paz profunda
que parecía invadir mi alma entera, resultante del hecho de
que todos mis deseos eran satisfechos en Dios. Nada temía;
esto es, al analizar sus últimos resultados y relaciones,
porque mi fe muy sólida ponía a Dios al frente de todas las
perplejidades y sucesos.‖
En otro punto dice: ―Una característica de este grado más
elevado de experiencia era una sensación de pureza interior.
Mi mente se sentía tan unida a Dios, tan ligada a la
naturaleza divina, que nada parecía tener poder para
mancillarla y disminuir su pureza. Experimentaba la verdad
de la declaración bíblica: Todas las cosas son puras para los
puros‖. Y, de nuevo, afirma: ―A partir de aquella época,
percibí que gozaba de libertad. Mi mente pasó a
experimentar notable facilidad para hacer y sufrir todo lo
que se presentase a la orden de la providencia de Dios. La
orden de Dios se volvió su ley‖.
Fructificación y plenitud
La vida de Madame Guyon pasó a caracterizarse entonces
por gran sencillez y poder. Después de haber encontrado el
camino de la salvación por la fe, ella fue el canal que
condujo a muchas personas en Francia a la experiencia de la
conversión o regeneración. Y ahora, desde que había pasado
por una experiencia personal más profunda, rica y plena,
comenzó a llevar a muchos otros a la experiencia de la
santificación por la fe, o a una experiencia de ―victoria sobre
la vida del ‗yo‘, o muerte del ego‖, como acostumbraba
llamarla.
Su alma ardía con la unción y el poder del Espíritu Santo, y
donde iba era asediada por multitudes de almas hambrientas,
sedientas, que venían a ella a fin de obtener el alimento
espiritual que sus pastores no podían darles. Reavivamientos
de la fe se iniciaban en casi todo lugar que visitaba, y en
toda Francia cristianos sinceros comenzaban a buscar la
experiencia más profunda que ella enseñaba.
El padre La Combe comenzó a difundir la doctrina con gran
unción y poder. Luego, el gran Fénelon fue llevado a una
experiencia más completa mediante las oraciones de Mme.
Guyon, y él también comenzó a respaldar sus enseñanzas a
través de Francia. Así, ellas penetraron en los círculos
religiosos poderosos en la corte –entre los Beauvilliers, los
Chevreuses, los Montemarts –quienes estaban bajo su
dirección espiritual.
Fueron tantas las personas que pasaron a renunciar a su
mundanalidad y pecaminosidad, y a consagrarse
enteramente a Dios, que los sacerdotes y maestros
mundanos comenzaron a sentirse condenados, y se
dispusieron a perseguir a Madame Guyon y al padre La
Combe, Fénelon y todos los demás que seguían la doctrina
del ―amor puro‖ o ―muerte completa para la vida del yo‖.
El padre La Combe fue arrojado a prisión y tan cruelmente
torturado que su razón fue afectada. El corrupto y disoluto
rey Luis XIV finalmente arrestó a Madame Guyon en el
convento de Santa María. Mas ella había aprendido a sufrir,
y soportó con paciencia las persecuciones, creciendo cada
vez más espiritualmente. Sus horas en prisión las empleaba
en la oración, en la adoración, y escribiendo, aunque
estuviese enferma por la falta de aire y otras inconveniencias
en su pequeña celda.
Después de ocho meses, sus amigos consiguieron libertarla.
Los enemigos habían intentado envenenarla cuando se
hallaba en prisión, y ella sufrió por siete años los efectos del
veneno. Sin embargo, sus obras eran ya vendidas y leídas en
Francia y en muchas otras partes de Europa. A través de
ellas, multitudes fueron llevadas a Cristo y a una experiencia
espiritual más profunda.
En 1695 fue nuevamente encarcelada por orden del rey,
siendo ahora llevada al castillo de Vincennes. Al año
siguiente, fue transferida a una prisión en Vaugiard. En 1698
la llevaron a una mazmorra en la Bastilla, la histórica y
odiada prisión de París. Allí permaneció siete años, mas era
tan grande su fe en Dios, que la celda le parecía un palacio.
Después fue desterrada a un pueblo de la diócesis de Blois,
donde pasó unos quince años en silencio y aislamiento con
su hijo. Así pasó el resto de su vida al servicio del Maestro,
muriendo en perfecta paz, y sin siquiera una sombra en
cuanto a la plenitud de sus esperanzas y alegría, en el año
1717, a los 69 años de edad.
Madame Guyon dejó cerca de sesenta volúmenes escritos
por ella. Muchos de sus más bellos poemas y algunos de sus
libros más valiosos fueron escritos durante sus años de
prisión. Algunos himnos son muy conocidos, y sus escritos
fueron una poderosa influencia para el bien en este mundo
de pecado y sufrimiento. Su experiencia cristiana tal vez sea
mejor descrita en las siguientes palabras salidas de su
pluma:
―Nada me queda, ni lugar ni tiempo;
mi país es cualquiera;
me siento tranquila y libre de cuidados,
en cualquier lugar, pues allí Dios está‖.
Una pluma inspirada
Andrew Murray nació en Sudáfrica el 9 de mayo de 1828,
en el seno de una familia escocesa. Su padre era un pastor
vinculado a la Iglesia Presbiteriana de Escocia y a la Iglesia
Reformada Holandesa, lo cual fue decisivo en la formación
del fervoroso espíritu holandés de Murray.
Fue enviado por su padre a Escocia a los diez años de edad,
para recibir una completa formación académica. En ese
tiempo, un gran avivamiento espiritual estaba sacudiendo
ese país. El hombre que Dios usó para llevarlo a cabo fue el
joven ministro William C. Burns, quien llegó a tener una
gran influencia sobre Andrew, ya que con él compartía
largas veladas en casa del tío John Murray.
Seis años más tarde, Andrew viajó a Holanda para completar
sus estudios. Estando en Utrecht experimentó el nuevo
nacimiento, a los 16 años de edad.
Tras diez años de ausencia, Andrew retornó a Sudáfrica
como pastor y evangelista. Su disposición juvenil y
juguetona era tan sobresaliente, que cautivó el corazón de
sus hermanos pequeños, los cuales solían decir: ―Nuestro
hermano Andrew ¿es realmente un pastor? ¡Parece
exactamente como uno de nosotros!‖.
Cuando Murray tenía 28 años de edad contrajo matrimonio
con Emma Rutherford, la hija menor de un pastor inglés de
la Ciudad de El Cabo. Tuvieron 10 hijos. La ayuda de
Emma fue vital en su ministerio, especialmente en su labor
como escritor.
En 1860 vino un gran avivamiento sobre Sudáfrica, tal como
un par de años antes había venido sobre Estados Unidos y
Europa. Murray fue testigo de este avivamiento mientras
pastoreaba en Worcester. En un comienzo, temiendo que se
tratara de una simple oleada de emoción, Murray trató de
detener su fuerza entre los jóvenes de su congregación, pero
hubo de rendirse ante los sólidos frutos que comenzó a ver
en la vida de muchos cristianos.
Sin duda, esta fue una experiencia que influyó por el resto
de su vida y que lo sumergió en las profundidades del
caminar en el Espíritu que había anhelado y por el cual tanto
había orado. Desde entonces la predicación de Murray
adquirió una calidad intangible tan sobrenatural que de
verdad puede decirse que ministraba ―en el poder del
Espíritu‖.
Sin embargo, Murray era poseído permanentemente por un
sentimiento de insatisfacción respecto de su propio
ministerio. Al mirar el estado espiritual de sus ovejas se
echaba sobre sí la responsabilidad de su falta de edificación.
A veces hasta llegaba a desanimarse. De ahí surgió la visión
de enseñar acerca de cómo permanecer en Cristo para una
vida espiritual más profunda. ―Hay que conducir a los hijos
de Dios al secreto de tener la posibilidad de una comunión
ininterrumpida con Jesús de una manera personal‖ – decía.
En 1877, viajó por primera vez a los Estados Unidos y
participó de muchas conferencias de santidad allí y en
Europa. Su teología era conservadora, y se oponía
francamente al liberalismo.
En la escuela del dolor
Andrew Murray aprendió sus más preciosas lecciones
espirituales por medio de la ―escuela del dolor‖,
principalmente después de que en 1879 lo aquejara una seria
enfermedad a la garganta que lo dejó sin voz por casi dos
años. Después de buscar al Señor en oración incesante, fue
sanado en el Hogar ―Bethshan‖, en Londres, fundado por
W.E. Boardman, autor del libro ―El Señor tu Sanador‖. Su
sanidad fue tan completa que nunca más tuvo ningún
problema con su garganta. A pesar del gran esfuerzo a que la
sometía permanentemente, su voz mantuvo tal fuerza y
musicalidad que asombraba a todos. Como resultado de esa
experiencia, Murray vino a creer que los dones milagrosos
del Espíritu Santo no se limitaban a la iglesia primitiva.
Su hija menor, Annie, quien fuera por largos años su
secretaria privada, testificó así después de la enfermedad de
su padre: ―Fue después del ‗tiempo de silencio‘ que Dios se
acercó tanto a mi padre y que él vio más claramente el
significado de una vida de completa entrega y de fe sencilla.
Entonces empezó a mostrar en todas sus relaciones esa
permanente ternura, esa serena benevolencia y esa
consideración sin egoísmo hacia los demás. Todo esto fue lo
que caracterizó su vida cada vez más y más. Poco a poco
también se fue desarrollando en él esa maravillosa, sobria y
bella humildad que nunca hubiera podido fingir, sino que
solamente podía ser la obra del Espíritu que moraba en él, y
que podían sentir inmediatamente todos los que llegaron a
tener contacto con él‖.
Otras experiencias dolorosas para Andrés Murray fueron dos
accidentes que tuvo mientras viajaba en carro cuando
realizaba sendas giras evangelísticas Como producto de la
primera se fracturó un brazo, y en la segunda recibió una
seria lesión en una pierna y en su columna vertebral. Las
secuelas de estos accidentes fueron duraderas, pues desde
entonces Murray cojeó al caminar. Para él, éste fue su
Peniel, porque a partir de estas experiencias Murray se
convirtió en un príncipe que persuadía a Dios en una forma
mayor a través de la oración. Fue conducido hacia una vida
de oración aún más profunda y aprendió lo que era
realmente el poder de la intercesión. ―Sus extraordinarios
libros sobre la oración –escribió Annie– fueron todos
escritos después de ese último accidente, y la influencia que
han tenido no puede ser medida por hombre alguno. Dios se
glorificó a sí mismo en su servidor, y a pesar de su cojera,
vivió hasta completar una buena vejez.‖
Keswick
En 1895, Andrew Murray fue invitado a la Convención de
Keswick, en Inglaterra. Esta Convención, que se realizaba
todos los años, era conocida en todo el mundo cristiano por
promover una mayor intensidad espiritual. La enseñanza de
Keswick enfatizaba la necesidad de que cada hijo de Dios
fuera lleno y guiado permanentemente por el Espíritu Santo,
lo cual lo capacitaría para vivir aquí en la tierra una vida
agradable a Dios. También enfatizaba la limpieza completa
de los pecados mediante la sangre preciosa de Jesús y la
necesidad de una entrega más completa al Señor. Murray
sintió desde el principio mucha afinidad con esta enseñanza,
pues la había estado predicando desde antes de conocer el
movimiento de Keswick. En aquella oportunidad, los
mensajes de Murray estuvieron llenos de poder, a pesar de
que su aspecto físico era débil. ―Uno siente la presencia de
Cristo todas las veces que uno está con él‖, era el
comentario corriente.
Al describir el efecto que Murray ejerció sobre los que le
escucharon en Keswick, Evan H. Hopkins, el timonel de esa
Convención, dijo: ―Sus mensajes tocaron la cuerda sensible
en muchas personas, con un poder poco común … parecía
como si nadie fuera capaz de escapar, como si nadie pudiera
escoger otra cosa que no fuera dejar que Cristo mismo, en el
poder de Su Espíritu vivo, fuera el Único en vivir en
nosotros, aunque el costo fuera que nos tocara morir por
causa de él … Al tratar el Sr. Murray esto, profundizando
cada vez a medida que transcurrían los días, algunos de
nosotros recordamos los primeros días de Keswick, cuando
un temor reverente hacia Dios descendió sobre toda la
asamblea, en una forma tal que el autor no ha vuelto a ver
otra cosa igual …‖.
Durante los últimos 28 años de su vida, Murray fue
considerado el padre del Movimiento Keswick en Sudáfrica.
Los resultados de las conferencias anuales en Sudáfrica
fueron perdurables en las iglesias de la región. Muchos de
los obreros que sobresalieron en las distintas iglesias y
misiones, recibieron su inspiración y entrenamiento
espiritual en estas reuniones.
Una de las características más sobresalientes de estas
reuniones fue el gran número de personas que participaron
en la experiencia específica de alcanzar la victoria y poder
sobre el pecado.
El mensaje de Murray siempre era sencillo: ―Venga a Jesús;
permanezca en él; trabaje a través de él‖. Repetidamente él
hacía énfasis en la palabrita central ―en‖. ―Las dos partes de
la promesa: ‗Permaneced en mí y yo en vosotros‘
encuentran su unión en esta palabrita tan significativa. No
hay palabra más profunda en todas las Escrituras‖ –
declaraba él.
Una noble vejez
A medida que Murray envejecía, su presencia causaba una
fuerte impresión en todos quienes le conocían: ―Como el
árbol que produce más frutos se dobla cada vez más y casi
se parte bajo el mismo peso, así entre más santo se volvía y
entre más famoso se hacía, más humilde parecía y más se
iluminaba su rostro con la gloria que estaba dentro de él.‖
Cierta vez su hija le preguntó: ―¿Qué haces ahí tan tranquilo,
tomando el sol, padre?‖. ―Estoy pidiéndole a Dios que me
muestre la necesidad de la iglesia y que me dé un mensaje
para suplir esa necesidad‖ – contestó él.
Un amigo escribió: ―Lo vi cinco meses antes de su muerte, y
su venerable rostro brillaba como las montañas de los Alpes,
que brillan con brillo del ocaso: tan radiante, tan benigno,
con una pureza que salía de su interior‖.
en su último cumpleaños se le preguntó si se sentía
desilusionado porque Dios había permitido que su cojera y
su sordera le impidieran llevar una vida más activa. ―Es una
decisión bondadosa de mi Padre –contestó tranquilamente–.
Dios me ha excluido de la vida de actividad incesante en que
yo me encontraba en los años anteriores, y me ha encerrado
en una mayor quietud, en la que puedo dedicarle más tiempo
a la meditación y a la oración. En la soledad y en el silencio,
el Señor me da mensajes preciosos que trato de transmitir a
los demás a través de mis escritos.‖
Su exhortación a los que le acompañaron en su último
cumpleaños –el número 88– fue: ―Hijos de Dios, dejen que
su Padre los conduzca. No piensen en lo que ustedes pueden
hacer, sino en lo que Dios puede hacer en ustedes y a través
de ustedes.‖
Un generoso legado
Por creer en lo que Dios puede hacer por medio de la
literatura, Andrew Murray escribió más de 250 libros e
innumerables artículos. Su obra tocó y toca a la Iglesia en el
mundo entero por medio de profundos escritos, entre los que
destacan ―El Espíritu de Cristo‖, ―El más Santo de todos‖,
―Con Cristo en la Escuela de la Oración‖, ―permaneced en
Cristo‖, ―Criando sus Hijos para Cristo‖ y ―Humildad‖. Sus
libros son considerados clásicos de la literatura cristiana. Sin
embargo, pese a escribir tantos libros, nunca quiso escribir
su autobiografía.
Murió el 18 de enero de 1917, tal como lo había anunciado:
en su cama y rodeado de sus hijos. Su esposa había muerto
doce años antes.
La crisis espiritual de Johannes Tauler
Johannes Tauler nació en Strassburg, Alemania, cerca del
año 1290. Discípulo de Johannes Eckart, fue uno de los más
prominentes representantes del misticismo medieval alemán,
y uno de los mayores predicadores de su tiempo. Hizo
mucho para preparar el camino para Lutero y la Reforma.
Su don de la predicación era tan grande que ―toda la ciudad
pendía de sus labios‖. Usaba de un lenguaje sencillo, y traía
gran consuelo al corazón de sus oyentes con el mensaje del
evangelio, en días muy difíciles. Predicaba la necesidad de
arrepentimiento, el sacerdocio universal de los creyentes,
mostrando que Jesús mora en el corazón de todos los
creyentes.
Cierto día, Tauler quedó muy sorprendido cuando un
humilde suizo, perteneciente a la Sociedad de los ―Amigos
de Dios‖, llamado Nicolás de Basle, atravesó las montañas,
entró en su lugar de culto, y le dijo:
–¡El Dr. Tauler necesita morir! Antes de que pueda hacer su
mayor trabajo para Dios, para el mundo y para la ciudad, el
señor necesita morir para sí mismo, para sus dones, su
popularidad y hasta incluso su bondad, y cuando hubiere
aprendido el total significado de la cruz, tendrá un nuevo
poder ante Dios y los hombres.
Al principio él se sintió ofendido con esta intromisión, pero
por fin dejó su púlpito por algún tiempo, y se recogió para
meditar, orar y hacer un examen de su corazón. A medida
que la visión de volvió más clara, él vino a reconocer cuánto
de su ministerio había sido inspirado por el arraigado deseo
de impresionar, no simplemente por amor a Cristo, sino
procurando mantener y aumentar su propio prestigio.
Finalmente, acabó por dejar la ―gloria de la vida mortal‖ al
pie de la cruz, y resolvió tener un solo objetivo, sólo uno,
Jesucristo y éste crucificado. A partir de aquel momento su
predicación comenzó a ayudar a las personas como nunca lo
hiciera antes.
Cuando vinieron los reformadores, en siglos posteriores,
reconocieron en Tauler un predecesor suyo, como Wiclife y
Juan Huss. La obra de Lutero le debe mucho a este piadoso
místico alemán, y él mismo solía recomendar la lectura de
sus sermones a los jóvenes.
Johannes Tauler murió en 1361.
Era un sermón encarnado
Evan Hopkins nació en Inglaterra en 1837. Siendo muy
joven se graduó en una Universidad como Ingeniero de
Minas. A los 26 años, ayudado por un guardacostas, Evan
Hopkins fue salvo. Curiosamente, para el guardacostas,
Evan fue su primer convertido, pues él mismo se había
convertido ¡el día anterior!
Sintiendo un gran deseo de conocer más la Palabra de Dios,
Hopkins entró a la ―Escuela de Teología‖ del ―King‘s
College‖, en Londres. Al concluir sus estudios, fue ordenado
pastor de la ―Iglesia de Inglaterra‖.
Por la excelente preparación que recibió, tanto en la
Universidad como en la ―Escuela de Teología‖, Evan
Hopkins era un hombre muy educado y culto.
Procuraba trabajar diligentemente y el Señor pudo usarlo
mucho. Ayudó a innumerables hermanos. Por diez años,
Evan Hopkins realmente se dedicó al servicio de su Maestro.
Pero, después de todos esos años de tanto trabajo, él no se
sentía satisfecho. Por esos diez años él estaba con hambre y
deseaba algo que lo pudiese satisfacer. Evan Hopkins sentía
que no podía exponer tal situación a los otros hermanos,
pues todos le miraban con cierta confianza. Él, que
procuraba animar a los hermanos a seguir al Señor, se sentía
insatisfecho y con hambre.
Un encuentro especial con su Señor
Cierto día, en mayo de 1873, cuando tenía 36 años, Evan
Hopkins fue invitado a participar de una pequeña reunión.
Estaba ocurriendo en aquella época un gran mover del
Espíritu en Europa. El Señor estaba usando grandemente al
hermano Robert Pearsall Smith, un cuáquero americano, y
muchos hermanos eran llevados a ver al Señor de una nueva
forma, en pequeñas reuniones, conocidas como ―reuniones
de consagración‖. Al llegar al local donde se realizaría la
reunión, Evan Hopkins quedó sorprendido al ver que, junto
con él, había dieciséis invitados muy conocidos y famosos.
Él pensaba que era el único predicador que, a pesar de haber
sido usado por el Señor para ayudar a otros hermanos, se
sentía sin poder, hambriento e insatisfecho interiormente.
Smith predicaba que la santificación, lo mismo que la
justificación, se recibía por medio de la fe. Evan Hopkins
nunca pudo olvidar aquel día. Él lo llamó ―aquel día de
mayo‖. En aquella reunión él se encontró con su Booz. En
aquellos diez años anteriores él estuvo, diligentemente,
recogiendo en el campo, ayudando a otros a recoger, pero
aquel día sus ojos fueron abiertos y él oyó acerca del hecho
de ―Permaneced en mí‖.
Su esposa testificó más tarde diciendo: ―Yo me acuerdo bien
de su regreso a casa, profundamente tocado por lo que vio y
experimentó. Él me dijo que se sentía como alguien que
hubiera visto una tierra amplia y linda, donde fluye leche y
miel. Esta tierra debía ser poseída. Era de él. A medida que
la describía, percibí que había recibido una bendición
desbordante, mucho más de lo que yo conocía.‖
Más tarde, a través de un versículo, el Señor le dio una luz,
le abrió los ojos, y por el resto de su vida él no se separó
más de ese versículo. Está en 2ª Corintios 9:8: “Y poderoso
es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a
fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo
suficiente, abundéis para toda buena obra”. A través de esta
palabra ―toda‖ que aparece repetidamente en este versículo,
sus ojos fueron abiertos. Él comenzó, entonces, a ver toda la
suficiencia de Cristo. Por eso dice que vio la tierra que fluye
leche y miel, que debe ser poseída y que era de él.
Ahora él tenía la luz. Por toda la historia de la Iglesia esta
antorcha de luz ha pasado de mano en mano. Y el Señor lo
capacitó también para pasar esta luz a otros, para que ellos, a
su vez, también la pasen más adelante, para que sepamos
que debemos permanecer en Cristo. Evan Hopkins pudo
ayudar grandemente a otros hermanos. Él recibió la antorcha
de luz del Señor y la pasó a otros hermanos.
Durante algunos años, el Señor usó maravillosamente
aquellas pequeñas ―reuniones de consagración‖. Ahora,
pues, el Señor comenzó a hacer algo más.
El Señor hace algo en una escala mayor
En 1874, en el verano, hubo una conferencia de una semana
en Broadlands. Estaban allí cerca de 100 hermanos reunidos,
procedentes de diferentes localidades y circunstancias, pero
que, habiendo sido atraídos por el Señor, quisieron reunirse
durante esos días. Entre ellos había algunos teólogos que
habían ido con una mente muy crítica; pero, por haber sido,
de alguna forma, atraídos por el Señor, ellos acudieron.
Estos hermanos resolvieron hacer esta conferencia porque
ya se habían encontrado algunas veces, en diversos lugares,
en las ―reuniones de consagración‖, y tuvieron un gran
deseo de poder reunirse en una conferencia para compartir
sus experiencias. Aunque había muchas diferencias entre
ellos, el punto común que había era muy fuerte y vital, era
Cristo mismo. Cristo era su centro de atracción.
La experiencia fue tan buena que resolvieron tener otra
conferencia en el mes siguiente. Así fue cómo en agosto de
1874, en Oxford, tuvieron su segunda conferencia, pero esta
vez no de una semana, sino de 10 días. El Señor realizó una
gran obra allí. Evan Hopkins fue uno de los conferencistas, y
el Señor lo usó para entregar un mensaje que estaba en Su
corazón. El río de vida fluía del trono de la gracia.
Los hermanos allí presentes fueron profundamente tocados
por el Señor, y llevados a ver aquella misma luz que Evan
Hopkins había visto. Había allí muchos líderes famosos.
Uno de ellos fue especialmente ayudado cuando Evan
Hopkins habló sobre la historia del hombre noble cuyo hijo
estaban enfermo: ―En el camino de ida hacia Jesús aquel
hombre tenía fe, la fe que busca. Pero en el camino de vuelta
hacia su casa, él tenía la fe que descansa‖. Aquel hermano se
sintió en la misma situación de aquel hombre noble. Su fe en
el Señor era una fe que buscaba. Pero a través de aquella
palabra, él simplemente descansó en la Palabra de Jesús.
Dentro de dos meses hubo otras dos conferencias donde
también el Señor obró grandemente. Y en el año siguiente,
una vez más el Señor reunió a su pueblo. Desde el 29 de
mayo al 7 de junio, siete mil hermanos se reunieron.
Veintitrés naciones estuvieron allí representadas. Y
nuevamente el Señor visitó a su pueblo con su Palabra.
La próxima conferencia fue en julio, en una bella ciudad
inglesa llamada Keswick. Y a partir de esa época, cada año,
en el mes de julio, el Señor reunía allí a su pueblo y lo suplía
con su Palabra. Durante 39 años, Evan Hopkins siempre
estuvo presente en las conferencias en Keswick. No sólo
como conferencista, sino también como gran líder, casi
como un piloto que se quedaba en la parte posterior cuando
otros hermanos estaban al frente. Él estaba siempre
escondido, pero el Señor realmente lo usó, y de una forma
muy especial.
El gran tema de Keswick era, según Frances Ridley
Havergal: ―La santidad por medio de la fe en Jesús, no por
esfuerzo propio‖. Watchman Nee cierta vez dijo que el
púlpito de Keswick era, en aquella época, el más elevado
púlpito del mundo. Allí, durante esos 39 años, el Señor
suplió abundantemente a su pueblo con su Palabra.
Foulleton dice, respecto de Hopkins: ―La santidad que él
predicaba era más que una teoría, era su propia vida. Otros
eran apenas conferencistas, él era un líder. Evan Hopkins era
el poder detrás del trono. Él no sólo era el teólogo de
Keswick, sino que era también el guardián del púlpito. Por
un lado, estaba atento para descubrir nuevas voces que
pudiesen dar testimonio de la verdad. Por otro, procuraba
impedir la aceptación de cualquier persona para predicar que
no tuviese la experiencia personal de las cosas que
predicaba.‖
Alex Smellie, uno de sus biógrafos, escribió: ―Él era un
sermón encarnado. El brillo de la Patria mejor –donde
invertía sus días y noches– temblaba en su alma y se
articulaba en sus palabras; era un brillo no solamente
audible, sino visible‖. Él era llamado por las personas como
―el amado Evan Hopkins‖. F.B. Meyer dice respecto de él:
―nuestro hermano siempre nos da evidencias de claridad en
sus declaraciones, de precisión en las Escrituras, y nos da la
ilustración adecuada, que es la marca que caracteriza su
ministerio.‖ Por ejemplo, cierta vez él ilustró una verdad de
la siguiente forma. ―Tome una barra de fierro. Ella puede
decir: soy negra, fría y dura. Pero colóqueme en el fuego y
yo diré que soy roja, caliente y maleable. Apenas la barra
esté en el fuego y el fuego esté en la barra.‖ Esto ejemplifica
nuestra unión con Cristo. Como esta barra, así somos
nosotros –negros, fríos y duros– pero colocados en el fuego,
y el fuego en nosotros, entonces somos completamente
transformados.
Dificultades
Evan Hopkins también pasó por muchas dificultades. Entre
ellas, la acusación de que en Keswick ellos predicaban
herejías. Después de algunos años de conferencias en
Keswick, las personas comenzaron a usar los términos ―la
enseñanza de Keswick‖ y ―el movimiento de Keswick‖.
Evan Hopkins era considerado el teólogo de Keswick y fue
acusado de estar predicando ―la perfección sin pecado‖, por
el hecho de haber predicado no sólo la justificación por la fe,
sino también la santificación por la fe.
En 1884, Evan Hopkins, a los 47 años, escribió un libro muy
importante, para que las personas conociesen cuál era la
teología aplicada en Keswick. Más tarde este libro se
convirtió en un clásico. Se titula ―La ley de la libertad en la
vida espiritual‖. Por ese libro podemos ver cómo el Señor
confió un ministerio a Evan Hopkins que definitivamente
ayudó a muchos. A fin de aclarar todos los malentendidos,
Hopkins envió una copia a un hermano muy conocido en la
época, para que él mismo hiciese un comentario y lo
publicase en un determinado periódico. Este hermano leyó
el libro y halló que era muy importante. Pensó que debería
ser publicado y puesto en manos de los hermanos. Pero
sintió que él no era una persona debidamente calificada para
hacer un buen comentario, así que fue al diario y sugirió que
ellos enviasen el libro a H.C.G. Moule, obispo de Durham,
un famoso erudito de Cambridge.
Evan Hopkins y el Obispo Moule
H.C.G. Moule era un intelectual y leyó aquel libro
analizando cuidadosamente cada detalle. Él ya había oído
algo sobre la Conferencia de Keswick y, finalmente, escribió
cuatro artículos comentando el libro. Eran cuatro artículos
que contenían palabras contra aquel libro. Y como él era
muy erudito, y muy preciso, todos lo oyeron.
Evan Hopkins había escrito el libro para aclarar cuál era,
verdaderamente, la llamada ―enseñanza de Keswick‖, y
ahora tenía cuatro artículos publicados hablando contra el
libro, escritos por el obispo Moule.
Pero la vida de Evan Hopkins era el verdadero comentario
de aquello que él enseñaba. Él realmente descansaba en el
Señor. Él paró de hacer todo y descansó en el Señor. Y
cuando él paró, el Señor comenzó a moverse.
Apenas dos meses después de haberse publicado el cuarto
artículo, algo sucedió al obispo Moule. Más tarde él testificó
sobre aquel día que nunca pudo olvidar. Fue un día que
produjo un vuelco en su vida.
Él resolvió tomar unas vacaciones en casa de unos parientes
que vivían en Keswick. Estos eran muy ricos, poseían una
gran hacienda. Y era justamente en los graneros de su
hacienda que muchos creyentes se reunían para la gran
Conferencia de Keswick. Él fue invitado para ir a las
reuniones, pero no quiso aceptar. Él sabía que era famoso y
que todos le reconocerían.
Las personas veían su exterior: su erudición, su piedad, su
fama, pero solamente él sabía que en su interior algo estaba
fallando. Él reconocía que era muy brillante en la mente
pero no en el corazón. Sólo él sabía que, después de escribir
aquellas críticas sobre aquel libro, no se sentía feliz.
Pero el Señor, en su gran amor, le preparó esa ocasión
maravillosa. En el principio, él se rehusó a asistir, pero más
tarde él tuvo que aceptar. Entonces fue, con una mente muy
crítica, y pensando no volver más. En realidad, él quedó
bastante decepcionado con la reunión y decidió no ir otra
vez. Pero el Espíritu Santo estaba operando en él, y acabó
yendo de nuevo. Aquella noche dos hermanos hablaron. Uno
de ellos era un comerciante que habló sobre el libro de
Hageo, sobre ―comer y no quedar satisfecho‖. Más tarde el
obispo H. Moule testificó que aquella palabra fue como un
martillo golpeándole. Esa palabra penetró en él, y él sintió
una verdadera agonía interior. Aquel hermano explicó el
pasaje bíblico diciendo que de muchas maneras el ―yo‖
religioso se entromete en las obras de Dios. El dedo de Dios
apuntó esto en la vida de aquel Su siervo y él clamó en su
interior: ―¿Qué debo hacer para ser libertado de mí
mismo?‖. Entonces Dios le dio un segundo mensaje. Y éste
fue dado por Evan Hopkins. La respuesta a la pregunta fue:
―No haga nada‖. Para el obispo H. Moule fue una gran
sorpresa. Pero Evan E. Hopkins, sin saber que había ese
clamor en el corazón de aquel hombre de Dios, continuó:
―No haga nada. Entréguese al Señor como un esclavo. Por
otro lado, confíe en Él para una poderosa victoria en su
interior‖.
Esta palabra realmente trajo una transformación en la vida
del obispo Moule. Antes de dejar aquel local de reunión él
hizo dos cosas delante del Señor. Primero, él se entregó al
Señor como un esclavo. Más tarde, en su ministerio, él
siempre hablaba de la historia de aquel esclavo. Él estaba
contando su propia experiencia. Y entonces él confió en el
Señor, con una nueva dirección, para que operase en él
transformándolo a su imagen, lo cual solamente Cristo
puede hacer.
No había más luchas en su interior, no había más
fingimiento. Él confió en el Señor y dejó que Él operase. Él
nunca pudo olvidar esta experiencia. Una enorme
transformación se operó en este erudito.
Al volver a Cambridge, él escribió un libro que también
llegó a ser un clásico cristiano: ―Pensamientos sobre la
santidad cristiana‖. Y escribió el quinto artículo sobre aquel
libro de Evan Hopkins. Él dijo: ―Yo conocí al autor. Sé que
él no está predicando la perfección sin pecado‖. Y testificó
cómo el mensaje de aquel querido hermano había
transformado su vida.
Desde aquel momento en adelante Evan Hopkins y el obispo
Moule se hicieron amigos. Y el obispo Moule se tornó
también uno de los hermanos que se levantaron en el púlpito
de Keswick para exponer la palabra.
Evan Hopkins no luchó, mas el Señor salió en su defensa. Y
entonces el Señor pudo usar grandemente al obispo
Moule.
Un pintor de buen humor
Evan Hopkins pintaba muy bien. Él gustaba de pintar con
acuarela y sus pinturas preferidas eran rostros y conejos. Él
pintaba muchos conejillos, con diversas poses, con
diferentes ropas y con corbatas.
Tenía un gran sentido del humor. Cierta vez estaba
hospedado en casa de unos hermanos, donde había una
joven que dudaba en consagrarse al Señor. Ella hallaba que
una persona espiritual era alguien que no podía sonreír, que
tenía que usar ropas de colores oscuros, y que no podía ser
atractiva. Pero al conocer a Evan Hopkins, ella quedó
profundamente impresionada. Cierta vez que él no estaba en
casa, ella tomó, del bolsillo de su chaleco, uno de los
guantes que estaba roto, y lo cosió, regresándolo luego al
bolsillo del chaleco. Él se fue, pero a los pocos días después
esta joven recibió una carta. En esta carta Evan Hopkins
había pintado dos guantes, uno al lado del otro. El primero
tenía una rotura y el otro estaba cosido. Debajo del primer
guante él escribió: ―Como yo estaba‖. Y debajo del segundo
guante: ―Como yo estoy. ¡Muchas gracias!‖. El Señor usó
esto para tocar a aquella joven y hacerle entender Su amor.
Permaneced en mí
Evan Hopkins tuvo tres hijos. Cuando eran todavía niños,
ocasionalmente, había malentendidos entre ellos. Un día él
llamó a su hijo mayor, Evan, entonces de seis años, a su sala
de estudio. Le quería enseñar la importante verdad: ―en
Cristo‖. Él deseaba que su hijo entendiese lo que significa
―permanecer en Cristo‖. Entonces colocó en sus manos una
tarjeta y un lápiz. Hizo un círculo, colocó el lápiz en el
centro y dijo al niño: ―¿Ves este lápiz? Yo quiero que te
mantengas en Cristo así como este lápiz está dentro del
círculo. Dentro del círculo tú vas a encontrar todo para ser
feliz, amable y obediente. Pero hay muchas pequeñas
puertas alrededor del círculo y cuando tú sales por alguna de
ellas tú te vuelves desordenado. No hay mal genio que
pueda manifestarse si tú te mantienes del lado de adentro.
Pero si tú sales por alguna puerta, tú te tornas desordenado‖.
Y entonces él mencionó al pequeño algunas de aquellas
puertas.
Un cierto día, sus hijos pelearon nuevamente. Él oyó al
mayor que estaba llorando. Entonces, fue donde él estaba y
le preguntó qué había sucedido. La respuesta entre lágrimas
fue: ―Papi, yo salí del círculo‖.
El niño estaba muy afligido, con miedo de no poder volver
al círculo. Entonces Evan Hopkins le preguntó: ―Evan, ¿por
cuál puerta saliste?‖. Él le respondió en seguida: ―Por
aquella puerta‖. Su padre le explicó: ―Si tú saliste por esa
puerta, tú debes volver por esa misma‖. Y los dos se
arrodillaron con aquella tarjeta en frente, él confesó su
pecado, y cuando se levantaron, su rostro estaba radiante.
Sabía que había entrado en el círculo nuevamente, y que
podía disfrutar de la presencia de Cristo.
Poseer la tierra
Como esos hermanos, nosotros debemos entrar en la
experiencia de Rut. Si queremos saber lo que es la unión con
Cristo, tenemos que permanecer en Cristo. La tierra que
mana leche y miel delante de nosotros debe ser poseída. Es
nuestra. Nosotros no sólo estamos en Cristo, sino que Cristo
también está en nosotros. Ahora podemos decir: ―Esto es
nuestro‖. Esta tierra no pertenece sólo a Booz. Por causa de
nuestra unión con Él, podemos decir: ―Es nuestra‖. Ella
fluye leche y miel y debe ser poseída.
―Permaneced en mí, y yo permaneceré en vosotros‖ (Juan
15:4)
El joven rico que dijo "Sí"
Nicolaus Ludwig von Zinzendorf nació en 1700 en una
familia rica y noble. Desde 1662 todos los hombres del clan
Zinzen-dorf portaban el título de ―conde‖, por lo cual
Nicolaus es conocido también como el Conde Zinzendorf.
La muerte de su padre y el nuevo matrimonio de su madre
hizo que quedara al cuidado de su abuela y de su tía, las
cuales lo criaron.
Un niño piadoso
El joven conde creció en una atmósfera impregnada por la
oración, la lectura bíblica y los cánticos. Con sinceridad
infantil, él escribía cartas de amor para Jesús y las lanzaba
desde la ventana de la torre del castillo, con la certeza de
que el Señor las recibiría y las leería. Cuando los soldados
suecos invadieron Sajonia, ellos entraron en el castillo e
irrumpieron en el cuarto donde el conde de 6 años se
encontraba en sus acostumbradas devociones. ¡Ellos
quedaron paralizados de temor y reverencia cuando oyeron
al pequeño orar!
Este incidente fue profético de la forma cómo el conde
habría de mover a otros con la profundidad de sus
experiencias espirituales.
La herencia de Zinzendorf, espiritualmente hablando, fue
aquella chispa de luteranismo influenciada por el ‗pietismo‘;
sin embargo, la historia lo conocería como un ‗moravo‘,
aunque a él no le agradaba ninguno de esos nombres, porque
amaba la unidad de todos los cristianos. Los pietistas
buscaban conocer a Cristo de una forma personal y reavivar
la iglesia por medio de pequeñas reuniones de estudio
bíblico y oración. Para ellos, andar con el Salvador
significaba estar separado del mundo, en obediencia a
Cristo, a su Palabra y amarlo de corazón.
De niño, le impresionaron fuertemente los sufrimientos de
Cristo. Él frecuentemente meditaba en las palabras de un
himno de Gerhardt: ―La cabeza tan llena de heridas / tan
llena de dolor y de desprecio / en medio de otros insultos
dolorosos / escarnecido fue con una corona de espinas‖. Sin
embargo, esta inclinación piadosa era férreamente
contrastada por su educación secular. No le era permitido al
joven ―Lutz‖ –como le llamaban– que ―olvidase que él era
un conde‖. Él era entrenado y enseñado para el futuro
servicio en la corte.
Un joven aventajado
A la edad de diez años fue enviado a estudiar a Halle, donde
recibió la inspiradora enseñanza del pietista luterano August
H. Francke. Allí Zinzendorf se reunió con otros jóvenes
devotos, y de su asociación surgió la «Orden del Grano de
Mostaza», una hermandad cristiana dedicada a amar a «toda
la familia humana» y a la propagación del evangelio.
Usaban como emblema un pequeño distintivo, con las
palabras ―Ecce Homo‖ (―He aquí el hombre‖), y el lema:
―Sus llagas son nuestra salud‖. Cada miembro de la orden
usaba un anillo dorado con la inscripción: ―Ningún hombre
vive para sí‖. Con frecuencia, durante las comidas en casa
de Francke compartían edificantes narraciones de regiones
distantes, testimonios de predicadores y de prisioneros por la
fe. Todo esto aumentó su celo por la causa del Señor de una
manera poderosa.
De Halle, Zinzendorf fue a Wittenberg a estudiar Derecho
como preparación para la carrera de estadística, única
vocación aceptable para un noble. Allí, Zinzendorf demostró
ser un alumno aventajado. A los 15 años podía leer a los
clásicos y el Nuevo Testamento en griego; y poseía fluidez
en el latín y el francés. Mostró, además, un claro talento
poético. Sin embargo, él no estaba contento con lo que le
deparaba el futuro. Anhelaba entrar al ministerio cristiano,
pero el rompimiento de la tradición familiar parecía
imposible. La cuestión lo abrumó hasta 1719, cuando un
incidente cambió el curso de su vida.
¿Qué haces tú por mí?
Ocurrió durante una gira por Europa después de terminar sus
estudios. En una galería de arte, vio una pintura (el ―Ecce
Homo‖ de Domenico Feti) que mostraba a Cristo sufriendo
el dolor producido por la corona de espinas, y una
inscripción que decía: «Yo hice todo esto por ti, ¿qué haces
tú por mí?». Desde ese instante, Zinzendorf supo que nunca
podría ser feliz viviendo al estilo de la nobleza. A pesar del
precio que tendría que pagar, buscaría una vida de servicio
al Salvador que había sufrido tanto por salvarlo.
Cuando regresó a casa, al término de su viaje que lo llevó a
renovar su consagración, hizo una visita a su tía, la Condesa
de Castell y su hija, Teodora. Durante su estada cayó
enfermo con fiebre, viéndose obligado a permanecer con
ellas más tiempo de lo presupuestado. A los pocos días
descubrió que estaba enamorado de su joven prima. Ella,
todavía un poco fría, le regaló su retrato. El Conde aceptó el
regalo con alegría, como una promesa inicial de amor. Poco
días después, en un encuentro fortuito con su amigo el
Conde Reuss, se percató de que su amigo deseaba casarse
con Teodora. Cada uno expresó su deseo de desistir en favor
del otro y, no estando en condiciones de resolver el asunto,
los dos jóvenes estuvieron de acuerdo en ver lo que la propia
Teodora diría.
Zinzendorf contaría más tarde cuáles eran sus verdaderos
sentimientos en ese momento: ―Aunque me costase mi
propia vida el tener que renunciar a ella, si esto era más
aceptable a mi Salvador, yo debía sacrificar lo que me era
más querido en el mundo‖. Los dos amigos llegaron a
Castell, y Zinzendorf se dio cuenta de que Teodora amaba a
su amigo. Los esponsales fueron sellados inmediatamente en
una ceremonia cristiana. El joven conde compuso una
cantata para la ocasión, que fue presentada ante toda la casa
Castell. Al término del festivo espectáculo, el joven
compositor ofreció a favor de la pareja una oración tan
tierna que todos fueron movidos a las lágrimas.
Después de estudiar en el Nuevo y el Antiguo Testamento lo
que el Señor habla sobre el matrimonio, y seguido de mucha
oración y consultas con sus amigos, el conde decidió casarse
―escogiendo sólo un cónyuge que compartiera sus ideales‖.
Encontró esa persona en la condesa Erdmuth von Reuss, con
quien se casó en septiembre de 1722. Con ella formó un
hogar aún más dedicado y piadoso que el suyo propio. La
mira del conde era servir a Cristo, y su esposa lo apoyaría en
ese objetivo. Erdmuth llegó a ser la ―Madre adoptiva de los
Hermanos‖.
Nace Herrnhut
Ese mismo año, Zinzendorf se inició en el oficio de
Consejero real en Dresden. En las tardes de domingo, dirigía
estudios bíblicos, y oraba para que la villa en que vivía se
transformara en una real comunidad cristiana, sin saber
cómo Dios respondería a este deseo. La oportunidad de
participar en un servicio cristiano de importancia se le
presentó cuando un grupo de moravos buscó protección en
su propiedad en Berthelsdorf, que después se llamó
Herrnhut (―el cuidado del Señor‖). La invitación de
Zinzendorf a estos refugiados a establecerse en sus
propiedades, a pesar de la oposición de otros miembros de
su familia, fue un punto decisivo en el desarrollo del
movimiento moravo. Herrnhut creció rápidamente al tenerse
noticias de la generosidad del Conde. Los refugiados
siguieron llegando, y pronto la propiedad se convirtió en una
creciente comunidad.
Además de los moravos, comenzaron a llegar luteranos,
calvinistas, hermanos bohemios, ‗schwenkfelders‘ y
desertores diversos de iglesias establecidas. Al crecer la
población, también aumentaron los problemas. Los
diferentes fundamentos doctrinales de los residentes crearon
discordias y, en más de una ocasión, se puso en peligro la
propia existencia de Herrnhut. Zinzendorf fue muy paciente
y pacificador. Escuchaba a todos lo que tuvieran que decir,
intentando comprender su punto de vista, hasta el máximo
que podía sin contradecir la verdad. Evitó todo lo que
significara una naturaleza violenta. Cuando Zinzendorf se
hallaba en Herrnhut todo parecía estar bien, pero apenas
salía de sus contornos, los problemas resurgían.
Un pacto de unidad
Un día, el 12 de mayo de 1727, decidido a hacer algo que
marcara una solución definitiva, Zinzendorf convocó a todos
los hermanos y les habló durante tres horas acerca de la
impiedad de la división. Ese día, los hermanos hicieron un
pacto con él en la presencia de Dios. Los hermanos, uno tras
otro, estuvieron de acuerdo y se comprometieron a
pertenecer solamente al Salvador. Se avergonzaron de sus
desacuerdos religiosos y unánimemente estuvieron
dispuestos a enterrar para siempre sus diferencias. Ellos
renunciaron a amarse a sí mismos, a su propia voluntad, a su
desobediencia y pensamientos libres. Desearon ser pobres en
espíritu y ser enseñados por el Espíritu Santo en todas las
cosas.
Acto seguido el Conde estableció algunas responsabilidades
personales y entregó algunas reglas para orientar la relación
mutua. Así fue cómo, cinco años después de la llegada de
los primeros refugiados, todo el ambiente cambió. Comenzó
un período de renovación espiritual que llegó a su clímax en
un servicio de comunión el 13 de agosto de ese año con un
gran avivamiento que, según los participantes, señaló la
venida del Espíritu Santo a Herrnhut. Esta gran noche de
avivamiento produjo un nuevo entusiasmo por las misiones,
que fueron la principal característica de este movimiento.
Las pequeñas diferencias doctrinales ya no constituyeron
causa de discusión. Al contrario, había un fuerte espíritu de
unidad y una elevada dependencia de Dios. Se realizaban
tres reuniones al día, la primera de ellas a las 4 de la
mañana, para orar, adorar y leer la Biblia. Por ese tiempo se
comenzó una vigilia de oración que continuó veinticuatro
horas al día, 7 días a la semana, sin interrupción, durante
más de cien años.
Un visitante ilustre
El predicador inglés Juan Wesley conoció a los moravos en
una travesía en barco por el Atlántico. Él era un joven
piadoso, pero aún no conocía su salvación. En medio de una
tempestad en el mar, mientras todos los pasajeros estaban
espantados, un grupo de moravos permanecían
perfectamente tranquilos. Concluida la tormenta Wesley se
acercó y le preguntó a uno de ellos: ―Vuestras mujeres y
vuestros niños, ¿no tenían miedo?‖. ―No, señor, nuestras
mujeres y nuestros niños no temen la muerte‖, fue la simple
respuesta. Wesley comprendió que aún no tenía una fe tan
grande como la de ellos.
Más tarde, Wesley viajó a Alemania para conocerlos más de
cerca. Allí tuvo oportunidad de admirar la pureza de sus
costumbres. ―Estaban siempre ocupados –dice–, siempre
gozosos y de buen humor en sus tratos unos con otros: no se
dejaban dominar nunca por la cólera; evitaban todo motivo
de querella, toda clase de acritud y las malas palabras;
dondequiera que se encontrasen, andaban siempre de una
manera digna de la vocación cristiana.‖
En Marienborn, cerca de Francfurt se encontró con
Zinzendorf, a quien deseaba conocer. Sus conversaciones
con él le fueron sumamente útiles y placenteras. ―He
encontrado lo que buscaba –escribió después–: pruebas
vivas del poder de la fe, individuos librados del pecado
interior y exterior por el amor de Dios derramado en sus
corazones, y libres de dudas y temores por el testimonio
interior del Espíritu Santo.‖
En Herrnhut quedó maravillado por lo que vio: ―Me
encuentro en el seno de una iglesia cuya ciudadanía está en
el cielo; que posee el Espíritu que estaba en Cristo y que
anda como él anduvo.‖ Quedó impresionado con la solemne
sencillez de sus cultos, que contrastaban con el ceremonial
de la iglesia anglicana de aquellos días. ―La gran sencillez y
solemnidad de aquella escena me remontaron 17 siglos atrás
a una de aquellas asambleas presididas por Pablo o por
Pedro‖ – escribió Wesley. ―Bien hubiera querido pasar aquí
toda mi vida, pero el Maestro me llamaba a otras parte de su
viña, y tuve que abandonar este lugar dichoso. ¡Ah!,
¿cuándo este cristianismo cubrirá la tierra, como las ―aguas
cubren el mar‖?
El auge de las misiones
La participación directa de Zinzendorf en las misiones en el
extranjero no ocurrió sino hasta unos años después del gran
avivamiento espiritual en Herrnhut. En 1731, mientras
asistía a la corona-ción del rey danés Christian VI, le
presentaron a dos personas de Groenlandia y a un esclavo
negro de las Indias Occidentales. Quedó tan impresio-nado
con su solicitud de misioneros que invitó al esclavo a visitar
Herrnhut, y él mismo volvió a casa con un sentido de
urgencia por empezar inmediatamente la obra misionera.
Antes de un año se enviaron los primeros dos misioneros
moravos a las Islas Vírgenes, y en las dos décadas siguientes
enviaron más misioneros que los enviados en conjunto por
todos los protestantes durante los dos siglos anteriores.
Aunque a Zinzendorf se le conoce principalmente como
iniciador y motivador de misiones, también participó
personalmente en ellas. En 1738, unos años después que los
primeros misioneros habían ido al Caribe, Zinzendorf
acompañó a tres nuevos misioneros que habían recibido la
comisión de unirse a sus colegas allí. A su llegada, vieron
con tristeza que sus colegas estaban en la cárcel; pero
Zinzendorf, sin pérdida de tiempo, usó su prestigio y
autoridad de noble para obtener su libertad. Durante su visita
celebró servicios religiosos diarios para los caribeños, y
dispuso la organización y las asignaciones territoriales de los
misioneros. Cuando vio que la obra misionera estaba firme,
regresó a Europa. Después de dos años, zarpó de nuevo, esta
vez hacia las colonias norteamericanas. Allí trabajó, hombro
a hombro con los hermanos que laboraban entre los
indígenas.
Aunque Zinzendorf había renunciado a su vida de noble, no
le era fácil asumir el rango de misionero. Por naturaleza, no
le gustaba la vida de campo ni sobrellevaba fácilmente las
molestias de la obra cotidiana. Pero el que lo hiciera con
toda pasión demostraba su victoria sobre sí mismo, y el
profundo amor por su Señor, a quien procuraba seguir en
todo.
Como administrador de la misión, Zinzendorf pasó treinta y
tres años supervisando misioneros en todo el mundo. Sus
métodos eran sencillos y prácticos. Todos sus misioneros
eran laicos preparados, no en Teología sino en evangelismo
personal. Como laicos que se sostenían a sí mismos, se
esperaba que ellos trabajaran lado a lado con sus posibles
conversos, dando testimonio de su fe por la palabra hablada
y por el ejemplo vivo. Se debían mostrar como iguales, no
como superiores a ellos. Su mensaje era el amor de Cristo,
sin considerar las verdades doctrinales hasta después de la
conversión; y aun entonces, la comunión devota con el
Señor tenía más importancia que la enseñanza teológica.
Por el año 1742, más de 70 misioneros moravos, de una
comunidad de no más de 600 habitantes, habían respondido
al llamado para ir a Groelandia, Surinam, África del Sur,
Algeria, América del Norte, y otras tierras, llevando el
evangelio.
Dificultades y pruebas
Cuando más ardía el fuego misionero en Herrnhut,
Zinzendorf sufría más oposiciones. En 1736 fue expulsado
de Sajonia. Salió, entonces, con su familia y algunos
hermanos, y fueron hasta las inmediaciones de Frankfurt,
donde se estableció en un antiguo castillo llamado
Ronneburg. Una década después, una nueva colonización se
estableció allí, Herrnhaag, que superaba a Herrnhut en
tamaño.
Pero en Ronneburg la condesa sintió que la estadía allí había
sido turbulenta desde el inicio. Cierta vez que Zinzendorf
estaba fuera, en uno de sus perpetuos viajes, su hijo de 3
años de edad, Christian Ludwig, enfermó. No habiendo allí
ninguna ayuda médica, falleció. Zinzendorf y Erdmuth
tuvieron 12 hijos, de los cuales sólo 4 alcanzaron la
madurez.
Durante su exilio, y por cuestión de necesidad, Zinzendorf
formó un ―comité ejecutivo‖ itinerante, el cual se hizo
conocido como la ―Congregación Peregrina‖. Este comité
sirvió para dirigir la obra de la iglesia de misión foránea y el
ministerio para sociedades de la diáspora. La Congregación
Peregrina seguía el régimen de Herrnhut en relación a las
oraciones y la disciplina, pero era movible. Los años de
exilio encontraron al grupo en Wetteravia, Inglaterra,
Holanda, Berlín y Suiza. De Hernnhaag, sólo en 1747, 200
hermanos saldrían como misioneros.
En 1755, su hijo Christian Renatus, de 24 años de edad,
murió en Londres y el año siguiente la condesa Erdmuth
falleció en Herrnhut. El remordimiento y el sentimiento de
culpa acometieron al conde después de la muerte de su
esposa, por haberle dado cada vez menos atención en las dos
últimas décadas.
Un año después de la muerte de la condesa, él se casó con
Anna Nitschmann y renunció a su posición en el Estado
como cabeza de su noble familia. Abdicó a favor de su
sobrino Ludwig, pues estaba cada vez menos inclinado a las
honras del mundo.
Al año 1760 se registraban 28 años de misiones
maravillosas. Cerca de 226 misioneros habían sido enviados.
Como un gran visionario y un peregrino incansable,
Zinzendorf vivió sus últimos años en Herrnuht.
Legado de Zinzendorf
Zinzendorf tenía una relación muy cercana con el Señor. Él
vivió día tras día en una comunión viva con Cristo, como
con un amigo cercano. Investigó en las Escrituras todos los
pasajes que hablan de la comunión amistosa y amable de
Dios con el hombre, para exhortar a los hermanos a
mantener una relación confidencial con su Salvador. ―Nada
debe ser tan valorado como la conciencia de que él siempre
está cerca, que pueden decirle todo‖. Los hermanos debían
considerarle y escucharle sobre todas las cosas, porque él es
el amigo más querido y más fiel. Él debía ser su primer
pensamiento cuando se despertaran por la mañana, y debían
pasar el día entero en su presencia; traer todas las quejas
ante él, esperar toda la ayuda de él, concluir sus trabajos con
él y retirarse en su presencia para descansar.
Zinzendorf vivió en la expectativa constante de la venida del
Señor. Él dijo: ―La esperanza de que el Salvador pronto
vendrá, y nos recibirá en su descanso, es un pensamiento
noble, dichoso, sensible y cautivador.‖
Zinzendorf tuvo una fuerte convicción de la unidad de todos
los cristianos. Vio que la unidad es un asunto de la vida
divina compartida por todos los creyentes. Alentó la
comunión con todos los cristianos, incluso con aquellos que
tienen una posición no bíblica por ignorancia.
Consecuentemente, Zinzendorf prefería el término
―hermanos‖ para llamarse unos a otros, por ser simple y
bíblico, en tanto que rechazaba los epítetos de ‗bohemio‘ o
‗moravo‘, porque promovían el sectarismo.
Zinzendorf decía que la Iglesia es la congregación de Dios
en el Espíritu en el mundo entero, que constituye el cuerpo
espiritual cuya Cabeza es Cristo. Comprendió que la iglesia
en general había sido degradada al hacerla parte del mundo
y unirla con la estructura política. Sin embargo, sabía que
algunos creyentes genuinos todavía podrían ser encontrados
dentro de las denominaciones. Para explicar esta situación
confusa, Zinzendorf sostuvo la enseñanza de la ‗ecclesiola‘,
la ―iglesia dentro de la iglesia‖, compuesta por fieles que
seguían al Señor. Él veía a los hermanos moravos
juntándose como una ‗ecclesiola‘; sin embargo, él nunca
abandonó el luteranismo.
Los hermanos de Herrnuht practicaban una intensa vida de
iglesia, hecho que era facilitado por la diaria convivencia.
Tenían diversos tipos de reuniones para atender las
diferentes necesidades de la comunidad: de oración, para la
palabra, para la alabanza, de niños, para visitantes, de
hermanos, de hermanas, etc. Se preocupaban de los
enfermos, de las viudas y de los huérfanos. En su vida de
iglesia, ellos experimentaron la vida del cielo sobre la tierra.
Mil veces le oí
Respecto de Zinzendorf, se ha escrito: ―Hasta el día de su
muerte, Cristo su Salvador fue para él el todo en todos. Él
vivió sólo para su gloria y mantuvo con él una comunión
ininterrumpida de fe y amor. Posesiones terrenas, honras y
fama eran para él como nada en comparación con Cristo‖. Él
decía de su Señor: ―Yo tengo sólo una pasión; y ésta es Él,
solamente Él‖. ―Mil veces yo lo oí hablar en mi corazón y le
vi con los ojos de la fe‖.―De todas las cualidades de Cristo la
mayor es su nobleza; y de todas las ideas dignas en el
mundo, la más noble es la idea de que el Creador debería
morir por sus hijos. Si el Señor fuese abandonado por el
mundo entero, yo todavía me apegaría a él y le amaría.‖
Herder, el poeta alemán, escribió de él: ―Fue un
conquistador en el mundo espiritual‖. John Albertini, el
elocuente predicador, describe la nota clave en la vida de
Zinzendorf: ―Fue el amor a Cristo que ardió en el corazón
del niño, el mismo amor que ardió en el joven, el mismo
amor que lo hizo vibrar en la adultez, el mismo amor que
inspiró cada una de sus obras.‖
Un día antes de su muerte, Zinzendorf estaba muy
debilitado. Apenas en un susurro, le dijo al obispo
Nitschmann, que estaba al lado de su lecho: ―¿Usted suponía
en el inicio que el Salvador iría a hacer tanto, como ahora
nosotros vemos realmente entre los hijos de Dios de otras
denominaciones, y entre los incrédulos? Yo sólo le pedí
algunas de las primicias de nuestros días, mas ahora hay
millares de ellas. Nitschman, ¡qué formidable caravana de
nuestra iglesia ya está en dirección al Cordero!‖
Zinzendorf ha sido identificado por algunos como alguien
genuinamente cristocéntrico; por otros como un líder
espiritual que dio forma al curso del cristianismo en el siglo
XVIII, y todavía por otros como el gobernante joven y rico
que se encontró con Jesús y le dijo fervorosamente ―Sí‖.
Pregonero de Cristo
Al leer los escritos de T.Austin-Sparks, hay una cosa que se
hace clara, y es la poca atención que se da a sí mismo o a su
vida. En lugar de esto, toda la atención es dada a Cristo.
Nuestra atención es desviada continuamente del mensajero
hacia Él, que es el Mensaje. No obstante, para aquellos a
quienes les interesa la vida del mensajero y el trabajo de
Dios en él, he aquí un breve resumen.
Theodore Austin-Sparks nació en Londres en 1889, y fue
educado en Escocia. Su madre amaba al Señor, y dio a su
hijo un gran ejemplo de piedad.
Su vida cristiana comenzó en 1906, cuando él tenía 17 años.
Caminaba abatido por una calle de Glasgow un domingo por
la tarde, cuando se detuvo a escuchar a algunos jóvenes
cristianos que testificaban al aire libre. Aquella noche él
confió su vida al Salvador, y el domingo siguiente se
encontró él mismo dando unas palabras de testimonio con
los jóvenes en esa reunión al aire libre. Fue el comienzo de
una vida de predicación del Evangelio que duró sesenta y
cinco años.
En ese tiempo, el pueblo evangélico estaba todavía bajo la
fuerte influencia del avivamiento que hubo en Gales en
1904-1905, que ahora se manifestaba en una búsqueda de
una experiencia más profunda con el Señor Jesucristo. Fue
en este contexto espiritual que el joven T. Austin-Sparks dio
sus primeros pasos como cristiano. Él siempre leía mucho,
en su deseo de tener algún entendimiento espiritual, y por
sobre todo, estudiaba su Biblia, siempre buscando
ardientemente los tesoros nuevos y viejos que en ella pueden
ser hallados.
En aquellos días, uno de los mayores predicadores de
Inglaterra, G. Campbell Morgan, deseando ayudar a un
grupo de jóvenes en el estudio de la Palabra, comenzó a
tener reuniones con ellos todos los viernes. Por 52 semanas,
Campbell Morgan se reunió con ellos y los preparó para el
servicio cristiano. Entre sus alumnos más aventajados estaba
T. Austin-Sparks. Por esa razón, él pasó a ser muy requerido
como expositor en conferencias. Su enseñanza bíblica era
bien original en la época, especialmente en relación a los
esbozos de los libros de la Biblia, o a los esbozos de la
Biblia como un todo.
El cielo abierto
Entre 1912 y 1926 fue pastor de tres iglesias evangélicas en
Londres. Por largo tiempo, buscó la comunión con otros
pastores, como George Patterson y George Taylor, con
quienes oraba todos los martes al mediodía. Cierta vez,
mientras ministraba en una iglesia bautista, él vio venir una
tremenda transformación sobre toda la congregación. Uno
tras otro, los conocidos fueron siendo salvados. Pero Austin-
Sparks, pese a ser un joven bastante conocido y tener mucho
futuro, sentía una tremenda pobreza en su vida. Él sentía que
estaba predicando cosas que, en realidad, no eran su
experiencia. Él no tenía dudas de que había nacido de nuevo,
de que Dios lo había salvado, de que había sido justificado,
de que el Espíritu Santo era realmente el Espíritu de Dios, de
que Cristo era el Ungido, pero él sentía que estaba
predicando cosas que él mismo no experimentaba. Sentía
que profetizaba mucho pero que poseía muy poco. Por
naturaleza, él era alguien que se entregaba completamente a
lo que creía, nunca se contentaba con una posición
intermedia. Gradualmente una tremenda tensión comenzó a
crecer dentro de él. Comenzó a sentirse un fracaso.
Entonces, cierto día, él le dijo a su esposa: ―Voy a mi
estudio. No quiero que nadie me interrumpa. No importa lo
que suceda, yo no saldré del cuarto hasta que tenga decidido
qué camino voy a tomar‖. Él sentía inmensamente la
necesidad de que el Señor lo encontrase de una forma nueva,
o no podría continuar su ministerio. Había llegado al final de
sí mismo. Encerrado en aquel cuarto pasó la mayor parte del
día, quieto delante del Señor.
En un momento, comenzó a leer la epístola a los Romanos,
pero nada sucedía. Él la conocía muy bien, pues la había
enseñado muchas veces. Nada de nuevo le mostraba ahora,
hasta que llegó al capítulo 6. Él mismo diría después: ―Fue
como si el cielo se hubiese abierto, y la luz brilló en mi
corazón‖. Por primera vez él comprendió que había sido
crucificado con Cristo y que el Espíritu Santo estaba en él y
sobre él para reproducir la naturaleza de Cristo. Eso
revolucionó completamente su vida. Cuando salió de aquel
cuarto, él era un hombre transformado. Ahora realmente
comenzó a predicar a Cristo, a magnificar al Señor Jesús.
Luego comenzó a enseñar lo que llamaba ―el camino de la
cruz‖, dando gran énfasis a la necesidad de la operación
subjetiva de la cruz en la vida del creyente. Él predicaba un
evangelio de una plena salvación a través de la sola fe en el
sacrificio de Cristo, y enfatizaba que el hombre que conoce
la purificación por la sangre de Jesús debe también permitir
que la misma cruz opere en las profundidades de su alma
para libertarlo de sí mismo, y llevarlo a un caminar más
espiritual con Dios. Él mismo había pasado por una crisis y
aceptó el veredicto de la cruz sobre su vieja naturaleza,
percibiendo que esa crisis fue el comienzo para disfrutar
completamente la nueva vida de Cristo, experiencia tan
grandiosa, que él la describía como un ―cielo abierto‖.
Rechazamiento
Sparks recibió gran ayuda espiritual de la Sra. Jessie Penn-
Lewis, a quien el Señor le diera un claro entendimiento
sobre la necesidad de la operación interior de la cruz en la
vida del creyente. Gracias a ella, Sparks se libró también de
un prejuicio anterior que tenía contra cualquier cosa que
estuviera relacionada con una ―vida más profunda‖. Sparks
se tornó un predicador y maestro muy querido y popular en
medio del llamado ―movimiento Vencedor‖.
Sparks veía que no hay otro camino para experimentar
plenamente la voluntad de Dios, a no ser a través de la unión
con Cristo en Su muerte. Siempre volviendo a la enseñanza
de Romanos 6, era convencido de que tal unión es el medio
seguro para conocer el poder de la resurrección de Cristo.
Sin embargo, la experiencia que Sparks tenía, en vez de
abrirle las puertas para todos los púlpitos, le cerró la
mayoría de ellas. Los líderes le temían, pues hallaban que
algo extraño le había sucedido, algo peligroso, algo errado.
Y así comenzaron a oponérsele.
Hubo un momento en que él se quedó en la calle, sin casa
donde morar con su esposa e hijos. Pero el Señor luego le
proveyó una morada en la calle Honor Oak. Una señora que
servía al Señor como misionera en la India y había sido
grandemente ayudada a través de su ministerio, oyó decir de
una gran escuela en la calle Honor Oak que estaba a la
venta. Entonces compró la propiedad y la dio a la iglesia. El
local de esa escuela vino a ser un local de comunión
cristiana, sede de la ―Christian Fellowship Center‖ (Centro
de Comunión Cristiana), y de las Conferencias ―Honor
Oak‖. Allí se realizaban estas conferencias tres o cuatro
veces al año, a las cuales venían personas de todas partes.
“Honor Oak”
Desde allí, y por un período de cuarenta y cinco años,
Austin-Sparks ejerció una amplia y profunda influencia
entre los cristianos de todas las confesiones y de diversos
países. Muchos llegaban a la calle ―Honor Oak‖ para
escucharlo, y para invitarlo, a su vez, a dictar conferencias
en muchos lugares.
Austin-Sparks se mantuvo en estrecho contacto con otros
obreros cristianos como Bakht Singh, de la India y
Watchman Nee, de China. Con este último tuvo una
verdadera amistad, que se vio reforzada durante el año de
estadía de éste en Londres, en 1938. Algún tiempo antes,
Nee había leído algunos escritos suyos y había sido
grandemente ayudado por ellos. Algunos creen que Nee
consideraba a Sparks como su mentor espiritual. Sparks, a la
sazón de 49 años, se sentía muy a gusto con ese joven
creyente chino –de sólo 35– tan aventajado en el
conocimiento de las Escrituras.
Poco después, sin embargo, comenzó la 2ª Guerra Mundial y
aquellas conferencias cesaron, pues el mundo todo estaba en
turbulencia. Aun así, al terminar la Guerra hubo un período
maravilloso en la historia de aquella obra y ministerio. De
1946 hasta 1950 hubo conferencias llenas de la presencia del
Señor.
Sufrimientos
Por diversas razones, muchos sufrimientos vinieron a la vida
de T. Austin-Sparks. A pesar de aparentar estar muy bien, el
hermano Spaks sufría mucho por causa de su precaria
condición de salud, con dolorosas úlceras gástricas,
causadas tal vez por el hecho de ser tan reservado e
introvertido. Frecuentemente él se postraba por el dolor y
quedaba incapacitado de continuar la obra. Con todo, una y
otra vez él se levantaba, algunas veces muy debilitado por la
enfermedad, y el Señor lo usaba poderosamente. Algunas de
las mejores conferencias fueron exactamente en épocas en
que él pasaba por muchos dolores. Por eso, generalmente él
hablaba sentado. El medio que Dios usó para darle alivio fue
a través de una cirugía en el estómago, lo que le trajo gran
mejoría física, y más de veinte años de una vida activa por el
Señor en muchos lugares.
Por varias razones, muchos otros sufrimientos vinieron a su
vida. Él creía que, si por un lado la cruz envuelve
sufrimiento, por otro lado, ella es también el secreto de la
gracia abundante. Por ella el creyente es llevado a un
disfrute más amplio de la vida de resurrección, y también a
una verdadera integración en la comunión de la Iglesia, que
es el Cuerpo de Cristo. Él reconocía la gran ayuda que
significaba para él la oración de los hermanos, y ellos, a su
vez, reconocían el impacto espiritual que tales sufrimientos
producían en ellos.
La oposición que enfrentaba Sparks era increíble. Libros y
panfletos se escribían contra él; predicadores predicaban
contra él, lo que le daba fama de ser un falso maestro, lleno
de ardides. Este aislamiento total en que lo colocaban era, de
todas maneras, la prueba más dura que él soportaba. Todos
los años él asistía a la Convención de Keswick. Allí, tras la
plataforma estaba escrito: ―Todos somos uno en Cristo‖; sin
embargo, solía ser ignorado por aquellos que alguna vez
habían servido a su lado. No le dirigían ni una sola palabra,
y le volvían la espalda. Eso era para él mucho más difícil de
ser soportado que todos los otros problemas.
Algunas dificultades con el local de comunión ―Honor Oak‖
hicieron que las conferencias allí cesaran. Él mismo, no
obstante, continuó con los hermanos, guardando intactos los
lazos de la comunión, mostrando un interés lleno de amor
para con la nueva generación, siempre compartiendo con
ellos sobre adoración y oración. De hecho, la oración
caracterizaba su vida aún más que la predicación.
Sin „copyright‟
Uno de los principales instrumentos de su ministerio, fue la
revista bimestral ―A Witness and A Testimony‖ (Un testigo
y un testimonio) –―este pequeño periódico‖ como le llamaba
él –, en que publicó muchas de sus enseñanzas, junto con las
de otros obreros, como los ya citados, y F.B. Meyer, A.W.
Tozer, Andrew Murray, De Vern Fromke, Jessie Penn-
Lewis, G.H. Lang y Stephen Kaung, para citar los más
conocidos. Muchos de los artículos de esta revista jamás se
han vuelto a publicar. El clamor que presentan sus mensajes
una y otra vez es que los creyentes crezcan en el
conocimiento pleno de Cristo, conocerlo a Él como el único,
el todo en todo, la Cabeza de todo. Desde el principio de la
publicación de ―A Witness and A Testimony‖ él rechazó
adscribirse a algún movimiento, organización o misión, o a
un cuerpo aislado de cristianos, porque consideraba que su
ministerio estaba dirigido a ―todos los santos‖. Él nunca
pudo pensar en cristianos aislados, ni en asambleas de
grupos aislados, sino que intentó mantener siempre ante él el
propósito divino de la redención, que es la incorporación de
todos los creyentes como miembros vivos de un cuerpo.
T. Austin-Sparks escribió alrededor de un centenar de libros,
y compartió muchos mensajes que aún se hallan grabados en
cintas, pero, por deseo expreso suyo, nada de ese material
tiene ‗copyright‘ o derechos de autor, porque consideraba
que lo que le había sido dado por el Espíritu de Dios debía
ser compartido libremente con todo el Cuerpo de Cristo.
Algunos énfasis de su ministerio
Sparks siempre utilizaba algunas frases que, en la época,
prácticamente no eran oídas en otro lugar. Una de ellas era
que ―la iglesia es el cuerpo de Cristo‖, otra era que
―precisamos tener una vida de cuerpo‖, que ―los miembros
de Cristo son miembros los unos de los otros‖. Cierta vez él
dijo: ―Podemos tomar la iglesia, que es el Cuerpo de nuestro
Señor Jesús, unida a la Cabeza que está a la diestra de Dios,
y reducirla a algo terreno, hacer de ella una organización
humana‖. Todas estas frases eran consideradas muy
extrañas. En el mundo cristiano de entonces se hablaba
sobre conversión, sobre estudio bíblico, sobre oración, sobre
testimonio, sobre misiones, sobre vida victoriosa, pero nada
se oía sobre la Iglesia, sobre el Cuerpo de Cristo, sobre el ser
miembros los unos de los otros. Él era una voz profética
solitaria. Por eso fue aislado, rechazado y calumniado.
Uno de los énfasis de su ministerio fue ―la universalidad y la
centralidad de la cruz‖. Para él, todo comenzaba con la cruz,
venía a través de la cruz, y nada era seguro aparte de la cruz.
Él acostumbraba decir que ningún hijo de Dios está seguro,
hasta que le entregue su vida a Él. Que ningún hijo de Dios
realmente le sirve, hasta que le entregue su vida a Él.
Ninguna comunión entre el pueblo de Dios es segura, hasta
que ellos hayan entregado sus vidas a Él. Todo vuelto hacia
el altar.
Otro énfasis era ―la preeminencia del Señor Jesús‖. Para él
el Señor Jesús era el inicio y el fin de todo. El Alfa y la
Omega, el Primero y el Último. Él veía que todo está en
Cristo, toda la nueva creación, el nuevo hombre, todo. Tal
vez uno de sus primeros libros – ―La centralidad y
supremacía del Señor Jesucristo‖ – sea lo que mejor
caracterice toda su vida y ministerio. ―¿Dónde está el
Señor?‖ – decía siempre. ―¿Dónde está el Señor en la vida
de esa persona?‖, ―¿dónde está el Señor en el servicio de esa
persona?‖, ―¿dónde está el Señor en el ministerio de esa
persona?‖. Él acostumbraba decir: ―Si nosotros quisiéramos
que venga luz del trono de Dios, sólo hay que hacer una
cosa: Darle al Señor Jesús el lugar que el Padre le dio. Esa
es la forma de ser preservados de errores, de compromisos,
de desvíos, y de ser librados de comenzar en el Espíritu y
terminar en la carne.‖
Austin-Sparks veía la iglesia como ―la casa espiritual de
Dios‖, como la novia de Cristo, como el Cuerpo del Señor
Jesús. Su entendimiento sobre la iglesia era muy claro. Él
creía en la casa espiritual de Dios de la cual somos piedras
vivas, edificados juntos, y que debemos crecer como templo
dedicado al Señor, para habitación de Dios en el Espíritu.
―Esto – decía – es el corazón de la historia, el corazón de la
redención.‖ Él también acostumbraba decir: ―Hay algo
mayor que la salvación‖, por lo cual muchos se airaban
contra él, y decían que hablar de ese modo no era bíblico.
Pero Sparks siempre respondía: ―La salvación no es el fin,
sino el medio para el fin. El fin que el Señor tiene es su
habitación, es su casa espiritual, su habitación en el Espíritu,
y la salvación es el medio para colocarnos en esa casa
espiritual de Dios‖.
Todavía otro énfasis de su ministerio era la ―batalla por la
vida‖. Él acostumbraba decir que ―si hay alguna vida
espiritual en usted, todo el infierno se va a levantar para
extinguirla. Si hay vida espiritual en su ministerio, todo el
infierno se va a levantar para acabar con él. Si hay vida
espiritual en la comunión de los cristianos, todo el infierno
se va a levantar contra ella. Tenemos que aprender cómo
pelear la buena batalla de la fe y echar mano de la vida
eterna. Tenemos que aprender cómo mantenernos en vida.‖
Una y otra vez él decía que todo lo que es relacionado con
Dios es vida. Vida, más vida, vida abundante. No muerte,
sino vida. Hasta la misma muerte de cruz es para traernos la
vida, y cuanto más conocemos la muerte de Cristo, más
debemos conocer la vida de Cristo. Por tanto, esa es una
batalla por la vida.
Un último énfasis era la ―intercesión‖. Él acostumbraba
decir que ―el llamamiento real de la iglesia es para
interceder. Intercesión es mucho más que oración.
Cualquiera puede orar, pero usted necesita tener una
madurez mínima para poder ver, para poder pasar por
dolores de parto, para que haya nacimiento. Intercesión no
requiere sus labios, sino requiere todo su ser. No requiere
diez minutos de su día, ni una hora, sino requiere de usted
veinticuatro horas cada día. Es la oración incesante.‖ Su
vida fue una constante batalla de oración, en que cogía
literalmente a los enemigos invisibles de la voluntad de Dios
para traerlos cautivos, oración que alternaba con aquella
clase especial de oración en que se ofrece a Dios la alabanza
y la adoración debida a su Nombre.
Magnificaba al Señor
Austin-Sparks fue un gran hombre, y los grandes hombres
también tienen fallas. Él poseía debilidades, mas la
impresión que quedaba en quienes le conocían no eran esas
debilidades, sino el hecho de que él siempre magnificaba al
Señor Jesús, no sólo con sus palabras, sino con su vida. Su
propia presencia traía algo del Señor Jesús. Siempre que él
llegaba o hablaba, se recibía la convicción de cuán
grandioso es el Señor Jesús. Él siempre magnificaba al
Señor Jesús. Eso fue algo que el Señor hizo en él de tal
forma que su presencia y su ministerio glorificaban al Señor.
Otra impresión que él dejó fue de alguien que siempre
estaba prosiguiendo. Nunca parecía que él estaba
estacionado sino siempre prosiguiendo. Eso era sentido por
su presencia y por su ministerio. Él acostumbraba decir:
―¡No paremos! ¡Vamos adelante, prosigamos! El Señor
todavía tiene más luz y más verdad para hacer brotar de Su
Palabra. Prosiga, prosiga a todo aquello para lo que el Señor
le conquistó‖.
Otra impresión que él dejó es de que él siempre parecía
ministrar bajo la unción. Ese era un secreto que este
hermano poseía. Él sabía cómo permanecer bajo la unción,
para no dar comida muerta, para no dar lo que él pensaba,
sino para dar siempre aquello que Dios le había dado. Aun
otra impresión que quedó de su vida es una gran
determinación en cumplir aquello que Dios le había dado
para hacer. En muchas situaciones que acontecían para
hacerlo desanimar y detenerse, él sentía que no podía dejar a
Satanás vencer – era una batalla por la vida.
Al final de su vida, T. Austin-Sparks estaba solo. Había muy
pocas personas con él. Campbell Morgan, Jessie Penn-
Lewis, F.B. Meyer y A.B. Simpson tuvieron gran influencia
en su vida. Muchas veces y de muchas formas F.B. Meyer
trajo a Sparks a una relación más profunda con el Señor.
Meyer acostumbraba a decir que Sparks era una voz solitaria
profética en un desierto espiritual, llamando al pueblo de
Dios de vuelta a la realidad, a lo que es genuino, al propio
Señor Jesús.
En abril de 1971, el hermano Sparks partió a descansar, a la
espera de la resurrección.
La medida de un ministerio
Si la medida del ministerio de un hombre se mide en
relación a cuánto él exaltó a Cristo, entonces Austin-Sparks
no admite comparación. Ciertamente, sus escritos hablan
poco del Cristo de Galilea, pero él ha mostrado
hermosamente al Señor resucitado y entronizado. Incluso
más, al mostrar al insuperable Cristo dentro de nosotros. La
línea de oro que une todos sus escritos es la exaltación de su
Señor. Alguien ha dado el siguiente testimonio: ―Él nos ha
dado más visión espiritual de Cristo que quizá cualquier otro
hombre en los últimos 1700 años‖.
Después de la muerte de Austin-Sparks en 1971, un
hermano escribió: ―Quizá uno de sus primeros libros puede
darnos un mejor indicio de su vida entera y de su ministerio:
―La centralidad y supremacía del Señor Jesucristo‖. Aquí
fue donde empezó y fue aquí donde él terminó, porque fue
notorio en sus últimos años que él perdió el interés en todas
las cosas y concentró su atención en la persona de Cristo.
Este era el objetivo de su vida y de todas sus predicaciones y
enseñanzas‖.
En su servicio fúnebre hubo centenares que dijeron
sinceramente que el hermano Sparks les había ayudado a
conocer a Cristo de una manera más plena y satisfactoria. Si
alguien puede hacer que los hombres comprendan algo más
del valor y maravilla de Cristo para que le amen más y le
sirvan mejor, entonces el tal no habrá vivido en vano.
La fragancia de su perfume
Margaret E. Barber es un nombre bastante desconocido, no
sólo en el mundo, sino también entre los cristianos.
Fue misionera, pero bien diferente de David Livingstone o
Hudson Taylor, que realizaron grandes cosas por el Señor.
El área de su obra estuvo restringida a sólo una pequeña
aldea de la China. Ella escribió, mas no fue como Carlos
Wesley o Isaac Watts, cuyos himnos aparecen en casi todos
los himnarios. Ella amaba al Señor, pero aunque había
alcanzado gran madurez espiritual, no fue como Madame
Guyon, Andrés Murray o F.B. Meyer, que dejaron muchas
publicaciones edificantes para las generaciones futuras. Se
asemejaba a una pasajera solitaria, que entró a este mundo
silenciosamente en 1869 en Peasenhall, Suffolk (Inglaterra),
y que sesenta y un años más tarde partió también
silenciosamente. En su vida, ella respondió al llamado del
Señor dos veces, para dejar su familia, su tierra natal y viajar
a China, un país bastante desconocido y atrasado en aquella
época. Entregó silenciosamente el mejor período de su vida
al Señor, y le fue fiel hasta la muerte.
No fue en vano
Cuando Miss Barber fue sepultada, un hermano citó la
historia de María de Betania (Juan 12:1-8) diciendo que ella
también había hecho todo cuanto pudo. Más tarde, el
hermano Watchman Nee, que no estaba presente en el
funeral, y que fue grandemente influenciado por ella en su
vida espiritual, hizo la siguiente observación: ―Ella
realmente se desperdició para el Señor‖.
Algunos hermanos jóvenes de China, que fueron muy
ayudados por ella, se preocupaban por su actitud y se
admiraban porque no salía a dirigir reuniones y a trabajar
activamente en otros lugares. Por el contrario, vivía en
aquella pequeña aldea donde nada acontecía. Aquello
parecía realmente un derroche.
Hasta el mismo hermano Nee, que más tarde se
‗desperdició‘ por aproximadamente veinte años en una
prisión, en aquella época la visitaba y casi le gritaba: ―Nadie
conoce tanto al Señor como usted, y su conocimiento de la
Biblia es también profundo y vivo. ¿Usted no ve las
necesidades a su alrededor? ¿Por qué no hace algo? Usted
parece que vive aquí sentada sin hacer nada; está gastando
su tiempo, su energía, su dinero, todo en vano‖. Hoy,
muchos años después, podemos entender su actitud. Dios
estaba plantando una semilla de vida en la China, una
semilla solitaria, humilde y oculta. El Señor hizo que brotase
y fructificase abundantemente. Pero lo más maravilloso es
que Dios hizo que diese fruto más tarde, cuando ella no
podía saberlo.
Una luz fuerte
Quienes están familiarizados con el libro ―La vida cristiana
normal‖, de Watchman Nee, descubren que él
frecuentemente se refiere a una hermana ya mayor que
ejerció la influencia más grande en su vida. Se trata
precisamente de la hermana Margaret E. Barber. Cuando
supo que el Señor se la había llevado, él dijo: ―Ella era una
persona muy profunda en el Señor; su comunión con el
Señor y su fidelidad a él, a mi modo de ver, son muy
difíciles de hallar en el mundo‖. Más tarde, en sus mensajes,
en la comunión y en las conversaciones privadas, la
mencionaba a menudo. La describía como ―una cristiana
brillante; cualquier persona que entraba en su cuarto, ya
sentía la presencia de Dios.‖ En 1933, cuando el hermano
Nee visitó Inglaterra y Estados Unidos, encontró muchos
cristianos famosos. Con todo, después dijo: ―Es difícil
encontrar una persona como la hermana Margaret.
Probablemente sólo un hermano pueda ser comparado con
ella‖. En 1936, cuando conversaba con un colega sobre el
servicio y la obra de Dios, suspiró y dijo: ―Si la hermana
Margaret todavía estuviese aquí, nuestra situación sería muy
diferente‖.
Cuando el hermano Nee comenzó a trabajar para el Señor,
resolvió que de cualquier manera tenía que obedecer la
voluntad de Dios. Él pensaba que estaba obedeciendo la
voluntad de Dios; sin embargo, todas las veces que se
encontraba con la hermana Margaret y conversaba un poco,
o leía un poco la Biblia con ella, descubría que estaba lejos
del blanco. Cuando Miss Barber estaba viviendo en Pai Yan
Tan, ella siempre hablaba con el Señor, pero el Señor no
hablaba sólo a través de las palabras de ella, sino también a
través de su persona. El hermano Nee dio una vez el
siguiente testimonio: ―Yo había oído muchas veces a
personas hablar sobre la santidad, por eso resolví saber un
poco más sobre esa doctrina. Tomé un Nuevo Testamento y
encontré unos 200 versículos sobre el asunto. Los anoté y
los clasifiqué, sin llegar todavía a saber lo que es la santidad.
Me sentía vacío. Mas un día encontré una hermana mayor
que era una persona santa. Desde aquel día mis ojos se
abrieron y vi lo que era la santidad. Aquella luz era
realmente fuerte. La luz aquella me hizo sufrir, y no pude
dejar de ver lo que era la santidad.‖
"Nada para mí"
En 1922, la hermana Margaret tenía más o menos 53 años, y
el hermano Nee era muy joven, convertido hacía apenas dos
años. Él tenía en su corazón muchos planes propios que
esperaba que Dios aprobase. Pensaba cuán maravilloso sería
si uno a uno se llegaran a realizar. Cuando él llevaba esos
asuntos a la hermana Margaret, intentaba convencerla de
que debían ser realizados. Pero después él daba testimonio:
―Antes de abrir yo la boca para explicar mis planes, ella
hablaba un poco y todo parecía demasiado para mí. La luz
que de ella irradiaba me hacía sentir avergonzado. Descubrí
que mi manera de hacer las cosas estaba llena de elementos
naturales del hombre, y era muy carnal. Cuando la luz
llegaba, algo sucedía y yo era llevado a una posición en que
tenía que decir a Dios: ―Señor, mi vida está concentrada en
actividades carnales, mas aquí está una persona que no vive
así. Ella sólo tiene un motivo y un deseo: vivir para Ti‖.
Miss Barber anotó estas palabras en una página: ―Yo no
quiero nada para mí misma; quiero todo para mi Señor‖.
Realmente toda la vida de Miss Barber estuvo de acuerdo
con su oración.
Penurias e injusticias
La hermana Margaret fue enviada a China en 1899, y
durante siete años enseñó en un colegio anglicano para
niñas, al mismo tiempo que trabajaba para el Señor. Pero los
colegas de trabajo se pusieron envidiosos de ella y la
acusaron falsamente ante los líderes de la misión. Durante
esta experiencia ella aprendió la lección de vivir
silenciosamente bajo la sombra de la cruz. Prefirió sufrir la
ofensa y no se defendió, hasta que el responsable de la
misión la llamó de vuelta a Inglaterra y le dijo: ―Yo te
ordeno que no escondas nada‖. Sólo entonces contó toda la
verdad.
Ella reconoció haber sido muy ayudada espiritualmente por
D.M. Panton, un hermano famoso por su conocimiento de
profecía, quien influyó mucho sobre ella, al punto de
llevarla a anhelar la venida del Señor. En aquella ocasión
ella esperó tres años en Inglaterra, hasta que el Señor le
abriese un nuevo camino para retornar a China. Pasó por
grandes dificultades económicas. Ella dice que hasta para
conseguir un pedazo de jabón necesitaba ejercitar su fe en el
Señor.
Como a la edad de 42 años regresó a China, esta vez sin una
misión que la sustentara. Aprendió, como Abraham, a
esperar que Dios se responsabilizase de ella. Por causa del
Señor, se fue al interior de la China. Casi llegó a desesperar
por causa de las presiones, mas el Señor estuvo a su lado
fortaleciéndola.
Cierta vez, en la mayor dificultad financiera, Miss Barber
tenía su bolsa vacía y necesitaba pagar muchas cuentas.
Entonces alguien le ofreció cierta cantidad para ayudarla,
pero cuando le entregó la ofrenda, le aconsejó que no fuera
fanática. Aunque realmente necesitaba mucho el dinero en
aquel momento de angustia, lo rechazó. Se sentía
responsable en ser fiel a Dios, y Dios tuvo que
responsabilizarse de ella. Al día siguiente, sucedió una cosa
maravillosa. El hermano Panton le envió desde Inglaterra
una ofrenda urgente por telegrama. Miss Barber se
comunicó con él, preguntándole por qué había enviado esa
cantidad por telegrama. El respondió que no sabía, pero que
durante la oración sintió que precisaba enviar aquella
cantidad y que debía ser por telegrama.
Lecciones para jóvenes obreros
Realmente Miss Barber fue una persona de oración, que
sabía mirar al Señor no sólo por sus necesidades cotidianas,
sino que oraba también para que Dios abriese las puertas
para su obra. El Señor le envió una compañera de trabajo y
oración, veinte años más joven que ella, M.L.S. Ballord.
Humanamente hablando, eran dos mujeres débiles que no
tenían el fuerte sustento de una Misión. ¿Qué podían hacer
por el Señor? Gracias a Dios, desde el punto de vista
espiritual no eran de ningún modo débiles. Aunque en
aquella época parecía muy difícil y remoto ganar la vasta
China para Cristo, las dos misioneras sabían que para lograr
esa meta era preciso que Dios levantase muchos hermanos
jóvenes. Así que comenzaron a orar específicamente por eso
durante 10 años, y el Señor realmente envió un gran
avivamiento a un lugar cercano a donde ellas vivían y
levantó a algunos hermanos jóvenes que amaban a Dios.
Uno de ellos fue Watchman Nee.
Durante un año y medio, posiblemente en 1922, casi todos
los sábados, el hermano Nee, junto con otros jóvenes,
visitaban a Miss Barber para ser guiados por ella. Pero
algunos fueron desistiendo porque ejercía la disciplina con
tal seriedad, que no pudieron soportar su reprensión. El
hermano Nee decía: ―Ella reprende fuertemente y sin razón.
Pero después de ser reprendido por ella, uno queda más
aliviado.‖ Todas las veces que él iba a verla se preparaba
para recibir una reprensión.
Hubo una época en que siete jóvenes se encontraban todos
los viernes. En la reunión, el hermano Nee y otro joven
responsable discutían ardientemente. El otro era cinco años
mayor que Nee. Cada uno de ellos pensaba que su idea era
mejor y criticaba el punto de vista del otro. A veces el
hermano Nee se enojaba y no confesaba su error. Entonces
iba a ver a la hermana Margaret al día siguiente y le contaba
lo sucedido, esperando que ella resolviese el problema
corrigiendo al hermano. Ella, sin embargo, inesperadamente
reprendía al propio Nee, basándose en que la Biblia dice que
el hermano más joven debe respetar al mayor. Al oír esto, el
hermano Nee se defendía, diciendo: ―No puedo hacer eso. El
cristiano debe hacer todas las cosas con una razón‖.
Entonces Miss Barber le decía que la cuestión no era la
razón, sino lo que la Biblia enseña. ―Los más jóvenes deben
obedecer a los mayores‖. A veces, después de una acalorada
discusión, el hermano Nee no conseguía dormir y lloraba
toda la noche. El sábado acudía donde Miss Barber para
contarle el motivo de su tristeza, esperando que ella fuera a
actuar con justicia. Pero, después de oírla, él volvía a la casa
y lloraba nuevamente. Estaba triste y enojado por no haber
nacido antes, pues así no tendría que haber obedecido a
aquél hermano, y el hermano tendría que obedecerle a él.
Cierta vez durante una discusión, el hermano Nee concluyó
que tenía mucha razón y procuró convencer a Miss Barber
de que su compañero estaba errado. Esta vez él pensaba que
iba a vencer. Pero después de oírlo, Miss Barber respondió:
―Si el otro hermano está errado o en lo cierto, es otro asunto.
¿Usted halla que se parece a una persona que está cargando
la cruz, acusando a su hermano delante de mí? ¿Usted se
parece a un cordero haciendo así?‖. El hermano Nee dijo
después: ―Estas pocas palabras me avergonzaban mucho y
nunca me olvidé de ellas‖. Él pensaba que durante ese año y
medio recibió la lección más preciosa de su vida. Así es
cómo Miss Barber orientaba a los jóvenes.
"Debe aceptar ser quebrantado"
Más tarde, cuando el hermano Nee decidió trabajar para el
Señor, visitó a la hermana Barber. Ella le preguntó: ―Usted
quiere trabajar para el Señor, pero ¿qué es lo que el Señor
quiere que usted haga?‖. Él respondió: ―Yo quiero trabajar
para él‖. Pero la hermana Barber le dijo: ―Y si Dios no
quiere que usted trabaje, ¿qué va a hacer?‖. Él respondió:
―Yo sé que el Señor quiere que yo trabaje para él.‖ Entonces
Miss Barber leyó Mateo 15, sobre la multiplicación de los
panes. Después le preguntó: ―¿Qué piensa usted sobre
esto?‖. Él respondió: ―En aquella ocasión cinco panes y dos
peces fueron colocados en las manos del Señor, pero
después de la bendición, aquella comida satisfizo a más de
cuatro mil personas‖. Entonces Miss Barber le dijo: ―Todos
los panes en las manos del Señor fueron partidos y
distribuidos, y aquellos que no fueran partidos, no podían
suplir vida a los otros. Hermano, acuérdese que
frecuentemente somos como un pan, hablando así con el
Señor: ‗Señor, yo me entrego a ti‘. Pero tenemos un deseo
escondido en el fondo de nuestro corazón, y como que
estuviésemos diciendo: ‗Oh, Señor, entregar y entregar;
ofrecimiento, ofrecimiento; pero no me quebrantes‘.
Siempre esperamos que el pan sea colocado al lado,
intocable, sin ser movido, y esto es muy agradable a la vista.
Pero todos los panes en las manos del Señor están
destinados a ser partidos. Y si usted no quiere ser
quebrantado, entonces no se coloque en las manos del
Señor.‖
Un día ella estaba orando con el hermano Nee en una
montaña, y después de leer Ezequiel 44, dijo: ―Hermanito,
hace veinte años atrás yo leí este capítulo; después feché la
Biblia, me arrodillé orando a Dios y dije: ―Señor, no me
dejes servir a la casa, sino a Ti‖. La razón que la llevó a orar
de esta forma es porque había una clase de levitas, conforme
Ezequiel 44, que activamente servían en el templo, pero no
servían al Señor.
Este tipo de consejos de Miss Barber, dado a muchos
hermanos, era más eficaz que millares de conferencias y
mensajes.
Dejó que Dios trabajase en ella
No podemos dejar de preguntar: ¿Por qué Dios usó a esta
hermana? ¿Cuál era el secreto de su ministerio? ¿Por qué
tantas personas recibieron ayuda de ella? Evidentemente, su
ministerio estaba basado en su vida espiritual.
Probablemente los siguientes lemas del hermano Nee
pueden ofrecernos una explicación mejor: ―Lo que Dios
enfatiza es lo que somos, más que lo que hacemos‖. ―La
verdadera obra es la que emana de la vida‖. ―El servicio que
tiene valor es siempre la manifestación de la vida de Cristo‖.
―Consagrarse a Dios no es trabajar para Dios, sino ser
trabajado por Dios‖. ―Aquellos que no permiten que Dios
trabaje en ellos, nunca pueden trabajar para Dios.‖
La razón de por qué ella podía trabajar para el Señor fue
porque dejó que Dios trabajase en ella, e hiciese en ella su
obra formativa. Su corazón era como el de María
Magdalena, totalmente vuelto hacia el Señor. Algunos
meses después de haberse ido a estar con el Señor, alguien
envió un paquete que pertenecía a Miss Barber, para el
hermano Nee. Dentro había una hoja con estas palabras: ―Oh
Dios, yo te doy gracias porque existe un mandamiento que
dice así: ‗Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma, y con toda tu mente‖ (Mat.22:37).
De vez en cuando ella se enfrentaba con situaciones
difíciles, y el precio requerido exigía todo lo que poseía,
hasta su propia vida. Entonces levantaba su rostro bañado en
lágrimas y decía al Señor: ―Señor, para que yo pueda
satisfacer todo tu corazón, quiero que mi propio corazón sea
quebrantado‖. Una vez el hermano Nee le preguntó: ―¿Cuál
es su experiencia en obedecer la voluntad de Dios?‖ Ella
respondió: ―Todas las veces que Dios demora en mostrar su
voluntad, inmediatamente concluyo que dentro de mí
todavía tengo un corazón que no desea obedecer su
voluntad. Todavía tengo un deseo incorrecto dentro de mí.
Esto puede ser comprobado a través de muchas
experiencias‖. Ella preguntaba muchas veces al hermano
Nee: ―¿Usted ama la voluntad de Dios?‖. No preguntaba si
él obedecía la voluntad de Dios.
Cierta vez ella argumentó con Dios respecto de cierto
asunto. Sabía lo que Dios quería, y en su corazón ella
también quería lo mismo, pero era muy difícil. Entonces el
hermano Nee la oyó orar así: ―Señor, yo confieso que no me
gusta, pero por favor, no te rindas a mí. Espera un poco y
ciertamente yo me rendiré a ti‖. No quería que Dios se
rindiese a ella, disminuyendo su exigencia. Nada era
importante para ella, a no ser alegrar a su Maestro.
Muy acertadamente, dijo: ―El secreto para entender la
voluntad de Dios es: 95% querer obedecer a Dios y 5%
entender‖. Este acto revela que ella entendía profundamente
la voluntad de Dios.
La casa se ha llenado de su perfume
Realmente Miss Barber se desperdició para el Señor, como
el precioso ungüento mencionado en Juan 12:3. ¿Cuál fue el
resultado? ―...Y la casa se llenó del olor del perfume‖. Que
usted también pueda sentir la fragancia de ese perfume y ser
atraído por el mismo Señor, a quien ella buscó y amó con
todo su corazón, con toda su alma y con todo su
entendimiento.
El Wolkswagen azul
Su llegada a Bulgaria fue mucho más agradable de lo que
esperaba. Después de un viaje tan largo y accidentado,
esperaba lo peor. Sin embargo, el inspector de la aduana le
dio una cálida bienvenida, las carreteras eran buenas, y la
gente alzaba sus manos afectuosamente al paso de su
automóvil. Incluso, más adelante, cuando tomó un camino
equivocado y se atoró en un lodazal, los parroquianos de una
taberna cercana le dieron rápido socorro: sacaron el auto a
empellones en un dos por tres y ¡hasta lo invitaron a celebrar
con una cerveza!
Por supuesto, se sintió un poco incómodo con la invitación,
pero tuvo que aceptar, de lo contrario habría desairado a sus
salvadores.
Una extraña visita
Casi sin proponérselo, ―el hermano Andrés‖ –como gustaba
que lo llamaran– se había visto involucrado en este trabajo.
Proveniente de una piadosa familia cristiana holandesa,
había vivido de niño los rigores de la 2ª Guerra Mundial, y
después, siendo un joven, había tomado parte en la última
guerra colonial de su país en Indonesia. De vuelta de la
guerra, derrotado, con sentencia de invalidez por haber sido
herido de bala en un pie, fastidiado de todo, y sin hallar
sentido a su vida, encontró al Señor y se aferró con todo a él.
Al poco tiempo decidió preparase para el ministerio, en
Escocia. En sus dos años de preparación en una institución
no convencional, había tenido oportunidad de conocer a
Dios como el Dios que sustenta con fidelidad a sus hijos.
Cuando ya terminaba sus estudios, encontró una revista de
divulgación marxista en que se invitaba a un Festival juvenil
que se realizaría en Varsovia (Polonia) en el mes de julio de
1955. Sin saber exactamente por qué, Andrés decidió
participar. Escribió a Varsovia y a los pocos días le llegó su
identificación para el evento. Durante tres semanas pudo
conocer la opresiva y triste realidad de las iglesias en ese
país y hasta repartir tratados por las calles. En esos días se le
abrió un horizonte de servicio espiritual que habría de
consolidarse en los años siguientes.
Un feliz encuentro
Ahora corría el año 1959 y él tenía 31 años de edad. Hungría
era el cuarto país tras la Cortina de Hierro que visitaba en su
Volkswagen azul, con el propósito de introducir
clandestinamente Biblias y repartirlas a las iglesias
subterráneas. Había tenido algunas dificultades en
Yugoslavia recientemente, lo que le había obligado a dar un
gigantesco rodeo de 2400 kms. por Italia y Grecia para
llegar a Bulgaria.
En su última noche en Yugoslavia había conocido a un
cristiano que tenía un amigo de confianza –Petroff– en
Bulgaria. Le insistió que lo visitara al llegar a Sofía, la
capital. Ahora ya estaba en Sofía, pero ¿cómo encontraría la
calle donde vivía Petroff sin despertar sospechas? El
hermano yugoslavo le aconsejó que se moviera con cautela.
En el hotel pidió un plano de la ciudad, pero se lo negaron.
Después de insistir y dar una buena razón para consultarlo,
le permitieron ver uno hecho a mano, que sólo tenía el
nombre de las calles principales. Pero ... ¡un momento! ¿No
estaba ahí la calle que buscaba? Efectivamente, la única
calle secundaria que tenía puesto el nombre ¡era
precisamente la que buscaba!
Andrés tuvo la certeza en ese momento, como otras muchas
veces en sus viajes anteriores, que todo había sido preparado
desde muchísimo tiempo antes.
Al día siguiente se acercó caminando al lugar, y vio venir
desde el otro extremo de la calle a un hombre que se detuvo
en el mismo número. Era una gran casa de departamentos.
Ambos entraron casi juntos y caminaron uno detrás del otro
por el pasillo. En ese momento, Andrés miró al hombre de
reojo y percibió que ése era el hombre que buscaba. El otro
había entendido lo mismo. Sin decirse palabra, subieron las
escaleras y llegaron a la habitación. El hombre sacó su llave,
abrió la puerta, y entraron.
— Yo soy Andrés, de Holanda – dijo uno.
— Yo soy Petroff – dijo el otro.
El saludo fue emotivo. Luego estuvieron los tres –con la
esposa de Petroff– arrodillados dando gracias a Dios por
haberlos reunido sin demora ni riesgos.
Charlaron algún rato. Andrés les dijo que estaba enterado de
que en Bulgaria los cristianos necesitaban desesperadamente
Biblias, ¿sería cierto?
Dos lágrimas
Por toda respuesta Petroff lo llevó a su escritorio, donde
estaba copiando a máquina algunos libros de la Biblia. Hacía
tres semanas que se había conseguido una Biblia por un bajo
precio –sólo el equivalente a su pensión de un mes– pero le
faltaba Génesis, Éxodo y Apocalipsis. Seguramente alguien
había liado unos cigarrillos con sus finas hojas. Petroff
esperaba terminar su trabajo de copiado en un mes más.
Luego, se la regalaría a una iglesia de campo que no tenía
Biblia.
— ¿Ninguna Biblia en toda la iglesia? – saltó Andrés.
Petroff le contó que esa iglesia no era la única, sino que
abundaban en toda Bulgaria, y también en Rusia.
Andrés salió y fue a su automóvil. Se aseguró que no
hubiera nadie en las inmediaciones y sacó una caja con
Biblias. Volvió al departamento con su cargamento, y, ante
la sorpresa de sus anfitriones, puso una Biblia en las manos
de Petroff y otra en las de su esposa. Cuando Petroff vio de
qué se trataba, y supo que lo que había en la caja eran más
Biblias, y que en el auto había varias cajas más, cerró los
ojos, emocionado.
Dos lágrimas suyas cayeron sobre el precioso libro que tenía
en sus manos.
Una fe pura
De inmediato Andrés y Petroff se pusieron en marcha para
distribuir Biblias por toda Bulgaria en las iglesias donde
había mayor necesidad. Petroff le contó a Andrés que la
excusa que daba el gobierno para suprimir las Biblias era
que estaban escritas en una ortografía muy antigua, lo cual
retrasaría el progreso.
En esos días Andrés conoció a cristianos que le quedarían
grabados en el corazón. Como el anciano Abraham y su
esposa, por ejemplo, ambos de dulce mirada de niño, que
irradiaban una profunda paz. Alguna vez ellos tuvieron
tierras, y una hermosa casa, pero ahora habitaban una carpa
hecha de cueros en la montaña, sosteniéndose con una
mínima pensión estatal, comiendo frutas silvestres. Ello,
porque Abraham había sido acusado de realizar labores
―subversivas‖. En realidad, lo que sucedía era que
acostumbraba compartirle de su fe a los oficiales
comunistas, y a los soldados, dondequiera los encontraba. A
veces ellos se convertían; otras, él era encarcelado.
Una noche Andrés tuvo la oportunidad de participar de una
reunión clandestina (sin luz, sin cantos) en un hogar. Como
esa, viviría otras muchas jornadas después. Allí pudo
comprobar la pureza de la fe, y el gozo –casi reverente– de
los hermanos al recibir una única Biblia de regalo.
Al salir de Hungría luego de terminar su misión, ―el
hermano Andrés‖ pensaba que el gozo y gratitud de esos
santos y fieles cristianos era paga suficiente para seguir
arriesgando la vida en cada viaje a los países tras la Cortina
de Hierro.
El zapatero de Serampore
— Joven, joven, siéntese. Usted es un entusiasta. Cuando
Dios quiera convertir a los paganos lo hará sin consultar con
usted o conmigo.
El interpelado, Guillermo Carey, a la sazón un joven
ministro de 27 años, guardó silencio, desconcertado. Hacía
poco que le habían recibido en el seno del ministerio, y
quien había hablado era precisamente el más anciano y
respetado de los ministros allí reunidos.
Desde hacía tiempo Carey había sentido una carga por la
evangelización de los paganos y ahora se había atrevido a
compartirla, reflexionando sobre ―si el mandato dado a los
apóstoles de enseñar a todas las naciones no era obligatorio
en todos los ministros sucesivos hasta el fin del mundo.‖
La interrupción del venerable ministro no era de extrañar.
En la época, el pensamiento de la cristiandad excluía ese
tipo de preocupaciones. Sin embargo, la carga del joven
ministro no era pequeña ni reciente.
Un zapatero atípico
De niño Carey fue un amante de la naturaleza, y lector
asiduo de los libros de viajes. Esos libros alimentaron sus
sueños. Luego de convertido, comenzó a trasladar esos
sueños al ámbito de la fe, acicateando en él la urgencia por
la salvación de esos pueblos, sumidos en la idolatría y la
barbarie.
Ya adulto, Carey entró en el ministerio; pero como la iglesia
era pequeña, y los fieles, pobres, hubo de ayudarse con su
oficio de maestro de escuela y zapatero.
Sus manos trabajaban el cuero, pero su boca musitaba
oraciones por pueblos extraños, cuyos nombres muy pocos
conocían, mientras soñaba –con la ayuda de un planisferio
pegado a la pared frente a su mesa de trabajo, y de un globo
terráqueo construido con cueros de diversos colores–
navegando por mares lejanos y entrando en países y culturas
exóticas con la palabra de Cristo.
Como predicador, recorría todo el distrito. Una vez se
encontró con un amigo, que le reconvino por descuidar su
negocio de zapatero:
— ¡Descuidar mi negocio! – contestó Carey – Mi negocio,
señor, es el de extender el reino de Cristo. Sólo hago y
compongo zapatos para ayudarme a pagar los gastos.
Carey era también un políglota autodidacta. Dedicaba todo
el tiempo posible a estudiar las lenguas bíblicas –hebreo y
griego—, pero le parecía insuficiente.
Una vez su patrón en el oficio de zapatero, que supo de los
esfuerzos de Carey en tal sentido, le dijo:
— Veamos, señor Carey, ¿cuánto gana Ud. a la semana
haciendo zapatos?
— Como nueve o diez chelines, señor.
Entonces él le dijo, con ojos llenos de placer:
— Bien, tengo un secreto para Ud. No quiero que eche a
perder más de mi cuero, pero haga el mayor progreso
posible con su latín, hebreo y griego, y yo le daré de mi
bolsa propia cada semana diez chelines.
Así Carey se vio relevado de su oficio de zapatero, al menos
por un tiempo, para dedicarse de lleno al estudio.
El sueño de un geógrafo
En cierta ocasión, en una reunión informal de pastores,
alguien mencionó un pequeño islote cerca de la India
oriental, pero ninguno pudo dar la información que se
necesitaba. Finalmente, fue Carey quien informó acerca de
su situación, longitud, anchura, y la naturaleza de su pueblo,
admirando a los demás, los que, con la mirada, parecían
decirle: ―¿Y cómo sabes tú?‖
A veces sus alumnos en la escuelita, le oían exclamar,
cuando mencionaba pueblos e islas lejanas en sus clases de
geografía:
— ¡Y esos son paganos, paganos!
Carey buscaba permanentemente compartir su sentir con los
otros ministros, pero los más de ellos lo veían como extraño
e impracticable. Sin embargo, él insistía. Más de alguno le
oyó decir que si unos cuantos amigos le enviaran, y le
mantuvieran por un año después de desembarcarse, iría
adonde quiera que Dios le abriera la puerta.
Cierta vez se encontró con un piadoso diácono, a quien
contagió con el fuego que ardía en su corazón. Éste le dijo:
— Usted debe escribir un tratado para informar y despertar
la Iglesia de Cristo.
— He probado hacerlo – le contestó Carey – pero he
quedado completamente descontento. Además, no podría
imprimir el mensaje que se necesita, aun cuando lo
escribiera.
— Si no puede hacerlo como desea, hágalo como pueda, y
yo le daré diez libras esterlinas para ayudar a imprimirlo.
Alentado por esta promesa, Carey se abocó a la tarea. Poco
después leyó su tratado a un grupo de pastores.
Al año siguiente, predicó su sermón basado en Isaías 54:2-3.
Fue un reto a la iglesia indolente para que se levantara y
extendiera sus tiendas. El mensaje terminaba con dos frases
cortas pero filudas como puñales: ―Espera grandes cosas de
Dios. Procura grandes cosas para Dios.‖
Aunque el mensaje parecía haber traspasado los corazones
de los ministros presentes, al día siguiente, cuando se
reunieron de nuevo para deliberar, prevalecieron los
sentimientos de vacilación. Entonces Carey tuvo un gesto de
desesperación y audacia que se clavó en el corazón del más
influyente ministro que allí estaba – Andrés Fuller.
Volviéndose hacia él, y agarrando su brazo, exclamó:
— ¿No va a hacerse nada esta vez tampoco, señor?
El corazón de ese ministro se despertó y se produjo un
vuelco. Así, antes de terminar la reunión esa mañana, cinco
ministros – Juan Ryland, Juan Sutcliff, Andrés Fuller,
Guillermo Carey y Samuel Pearce – habían tomado la firme
resolución de preparar un plan para formar una Sociedad
misionera.
A la luz de los grandes hechos de fe, este comienzo fue
tímido. Todos los protagonistas eran jóvenes (sus edades
fluctuaban entre los 26 y los 40 años); eran pastores casi
desconocidos, y sus iglesias eran pequeñas y casi rurales,
pero su ejemplo y sus frutos habrían de afectar al mundo
entero.
Rumbo a la India
Carey pensaba que su labor misionera debía comenzar en
Tahiti, pero un extraño suceso alteró sus planes. Un
misionero en la India –Juan Thomas– trabó contacto con él y
le compartió su carga por la obra allí. Carey y los demás
pastores entendieron que hacia allá los guiaba el Señor.
Al despedirse de sus amigos, Carey los comprometió a
respaldarlo. Usando una figura que Fuller había propuesto,
les dijo:
— Yo desciendo al pozo, pero ustedes han de sostener la
cuerda.
Carey zarpó –después de vencer algunas reticencias de su
esposa— con toda su familia, el 13 de junio de 1793. Tenía
32 años.
Difíciles comienzos
Llegaron a la India, tras cinco largos y difíciles meses de
navegación. Los primeros meses allí fueron de gran
estrechez, y de duro aprendizaje. La pérdida de su hijo de
cinco años, fue dolorosísima, especialmente para Dorotea,
su esposa. Ella misma enfermó una y otra vez, hasta que en
1795 se enfermó gravemente de disentería, afectando
seriamente su equilibrio emocional.
En los próximos años, Carey aprendió las dos principales
lenguas que necesitaba para su trabajo de traductor, el
sánscrito y el indostano, que le abrirían las puertas a los
demás dialectos y a toda la cultura hindú.
A fines de 1799, Carey recibió ayuda desde Inglaterra –
algunos colaboradores, especialmente a Ward y Marshman,
con quienes habría de conformar un equipo de mucha
afinidad y eficiencia.
Algunos contratiempos en el trabajo les obligaron a mudarse
a Serampore, en enero de 1800, lugar que habría de ser la
sede definitiva de su obra.
La obra en Serampore
Serampore era un puerto abierto a todas las banderas, un
lugar estratégico para la obra, pero de triste historia
misionera, pues los moravos habían fracasado allí, y
abandonado su misión en 1792, tras 17 años de estériles
esfuerzos. Muy pronto Carey y su compañía hicieron los
ajustes y habilitaron un terreno.
El 5 de marzo de 1801 salió de la imprenta el Nuevo
Testamento bengalés, tras siete años y medio de arduo
trabajo.
Pero el sueño de Carey era más grande, porque se propuso
traducir las Escrituras a todas las lenguas principales de la
India. Así que tanto él como Marshman y Ward se dieron a
la incesante tarea de aprenderlas.
Uno de sus mayores aciertos fue traducir la Biblia al
sánscrito, porque era la lengua más prestigiosa y culta. Otros
colaboradores se sumaron a la tarea. Expertos de toda la
India fueron contratados como ‗pundits‘. Carey describía así
el ambiente en Serampore por ese tiempo: ―Se escribía, se
hablaba, o se leía en latín, griego, hebreo, arábigo, siriaco,
sánscrito, bengalés, indostano, oriya, gujarati, telugu,
marathi, armenio, portugués, chino y birmanés.‖
A todos los visitantes ingleses que llegaban a Serampore les
impresionaba la capacidad de trabajo de Carey, quien, con la
ayuda de numerosos ‗pundits‘ revisaba hasta 22 versiones de
las Escrituras simultáneamente.
Una prueba
El 11 de marzo de 1812 fue una fecha escrita con lágrimas
en la historia de la misión en Seram-pore. Un incendio
arrasó con el edificio de la imprenta consumiendo todo a su
paso. Las pérdidas fueron cuantiosas. Sin embargo, ellos
nunca esperaron lo que vendría. Literalmente toda la
cristiandad se volcó con donativos ―rivalizando cada uno a
todos los demás para reparar la pérdida‖. ―Este incendio ha
dado a la empresa una celebridad que ninguna otra cosa
podría haberle dado; una celebridad que nos hace temblar‖ –
escribía Fuller a Carey poco después.
Una obra que excede al vaso
Carey murió el 9 de junio de 1834. Su gran obra es difícil de
evaluar. No sólo tradujo la Biblia completa, o, al menos, las
porciones más preciosas de ella, a 34 idiomas, para un
verdadero imperio de pueblos mixtos, sino que hizo
importantes aportes al estudio de la flora y la literatura
hindú. Todo eso, en un tiempo en que no había los increíbles
adelantos técnicos que hoy tenemos.
En suma, un trabajo tan monumental, que no hubiera sido
posible de realizar por un modesto zapatero autodidacta, de
no contar con la fuerza y la gracia superabundante de Dios.
Carey estaba consciente de esto; por eso la grandeza del
erudito nunca avasalló la humildad del siervo.
En cierta ocasión, al subir al púlpito, vio colgados un par de
zapatos viejos que alguien había dejado allí para provocarle,
recordándole su oficio de zapatero. (En la India ese oficio
era uno de los más despreciados). Pero Carey dijo,
sencillamente:
— El Dios que puede hacer para un pobre zapatero y por
medio de él lo mucho que ha hecho para mí y por mí, puede
bendecir y usar a cualquiera. El más humilde puede confiar
en él.
La hija del Sha
— Termina con esta maldición de la familia – dijo con
fiereza Safdar Shah mientras le tendía la pistola a su
hermano Alim Shah.
Éste tomó con resolución la pistola de doble tambor y en
forma lenta le fue levantando hasta apuntar al rostro de su
hermana Gulshan, sentada frente a ellos. Con una frialdad
desconocida en él, dijo mirándola fijamente:
— ¿Por qué quieres morir? Todo lo que tienes que hacer es
decir que no aceptas más a Jesucristo como el Hijo de Dios
y que dejarás de ir a la iglesia. Entonces se te perdonará la
vida, porque no quiero dispararte.
Desde niña, Gulshan había aprendido a respetar a sus
hermanos, como toda musulmana; sin embargo, ahora sentía
que por causa de Jesucristo, no podía obedecerles.
— ¿Pueden ustedes garantizarme que si no me disparan no
moriré? – les dijo con voz firme —. Está escrito en el Corán
que una vez que una persona nace, debe morir. Así que,
adelante, disparen. No me importa morir en el nombre de
Cristo. En mi Biblia está escrito: ―El que cree en mí, aunque
esté muerto, vivirá.‖ (Juan 11:25).
Alim Shah dudó; la pistola osciló en el aire y bajó.
Safdar Shah interrumpió el silencio, para decirle a su
hermano:
— Tú no quieres matar a esta cristiana y ser culpable por
ello. Ella ya es una maldición para nosotros. Échala.
Acto seguido, la empujaron fuera de la casa.
Una flor marchita
Gulshan Fátima era la hija menor de una familia musulmana
Sayed, es decir, descendiente del profeta Mahoma. Era la
menor entre cinco hermanos: dos varones y tres mujeres. Su
padre era Aba-Jan, y como descendiente de Mahoma, era
también un Sha. Aba-Jan era también un Pir, es decir, un
líder religioso, y además, propietario de una gran fortuna en
Pakistán.
El nombre ―Gulshan‖ significaba en la lengua vernácula
urdu ―el lugar de las flores, jardín‖, pero Gulshan distaba
mucho de serlo, porque cuando tenía apenas seis meses
quedó paralítica a raíz de la fiebre tifoidea. Desde entonces,
su lado izquierdo colgaba sin vida. Poco después había
muerto su madre. Sin embargo, por esto mismo, y por ser la
menor, era la favorita de su padre.
Después de gastar grandes sumas de dinero en Pakistán
buscando cura para su hija, Aba-Jan decidió llevarla a
Inglaterra, a un reconocido médico. Corría el año 1966;
Gulshan tenía 14 años.
El veredicto del médico fue lapidario:
— No hay medicina para esto; solamente la oración.
Decepcionado, Aba-Jan decidió probar la última opción que
le quedaba: viajar a la Meca y esperar allí un milagro de
Alá. Era el mes de la Hajj, es decir, de la peregrinación
anual, en que los musulmanes del mundo se daban cita en su
principal centro de adoración.
Aba-Jan, Gulshan y sus dos criadas, volaron hasta la ciudad
de Jeddah, donde iniciaron un recorrido por los lugares
sagrados de La Meca, Medina, Jerusalén y Karbala (Irak), en
una peregrinación que duró un mes, en busca de sanidad,
pero nada.
Aba-Jan, que era un piadoso musulmán, se limitó a decir:
— Dios te está probando y me está probando. No
desesperemos. Puede ser que llegues a ser sanada en alguna
otra etapa de tu vida.
El primer encuentro con Jesús
Dos años y ocho meses después Aba-Jan murió. Antes de
partir, encargó a Gulshan a sus hermanos, y animó a su hija
menor diciéndole que un día Dios la sanaría. Tras la muerte
de su padre, la casa quedó vacía para Gulshan, pese a la gran
cantidad de criados que le asistían. Todos sus hermanos se
habían casado. Entonces, Gulshan decidió pedir a Dios que
la llevara con su padre.
Una noche, como a las tres de la mañana, mientras barajaba
pensamientos de suicidio, comenzó a decirle a Dios, con una
espontaneidad inusitada:
— Quiero morir. No quiero vivir más. Esto es lo último.
Extrañamente, de alguna manera sintió que Dios la estaba
oyendo, así que continuó:
— ¿Qué pecado terrible he cometido, que me has hecho
vivir así? Apenas nací te llevaste a mi madre, luego me
hiciste paralítica y ahora te llevas a mi padre. Dime, ¿por
qué me has castigado tan duramente?
De pronto, en medio del silencio, escuchó una voz suave y
amorosa:
— No te dejaré morir. Haré que vivas.
— ¿De qué servirá que yo viva? – preguntó – Soy inválida.
Cuando mi padre estaba vivo podía compartir todo con él.
Ahora cada minuto de mi vida es como cien años. Tú te
llevaste a mi padre y me dejaste sin esperanza, sin nada por
lo cual vivir.
La voz vino de nuevo, vibrante y suave:
— ¿Quién le dio ojos al ciego, y quién hizo sano al enfermo,
y quién curó a los leprosos y quién resucitó al muerto? Yo
soy Jesús, el hijo de María. Lee acerca de mí en el Corán, en
el Sura Maryam.
Esa noche, buscó y leyó en el Corán el pasaje señalado:
―Entonces los ángeles dijeron: ―¡Oh María! En realidad,
Dios te anuncia la buena noticia de su Verbo. Su nombres es
el Mesías Jesús, hijo de María, considerado en este mundo y
en el otro, y hasta por aquellos que están inmediatos a Dios.
El hablará a los hombres, tanto a los que están en la cuna
como en la edad madura. Y será del número de los justos ...‖
Y más adelante: ―Con el permiso de Alá daré vista a los
ciegos, sanaré al leproso, y resucitaré los muertos a la vida.‖
Pese a que no entendía mucho lo que estaba sucediendo, una
esperanza había brotado en su corazón. Desde entonces,
Gulshan comenzó a orar así:
— Oh, Jesús, hijo de María, en el santo Corán dice que tú
resucitaste a los muertos y curaste a los leprosos y que
hiciste milagros. Entonces, sáname a mí también.
El milagro
Un día, pasados tres años de estar orando así, se sintió muy
decepcionada. Pensó: ―He hecho esto por tanto tiempo y
todavía estoy paralítica‖. Luego dijo:
— Mira que estás vivo en el cielo y el santo Corán dice que
sanaste a las personas. Tú puedes sanarme, y sin embargo
sigo estando paralítica. Jesús, si puedes hacerlo, sáname; de
lo contrario, dímelo.
Entonces ocurrió algo totalmente inesperado. La habitación
se llenó de una luz que sobrepasaba a la luz del día. Gulshan
sintió mucho miedo. Pese a eso, alzó la vista y reconoció
unas figuras con ropas largas de pie en medio de la luz,
algunos metros más allá de su cama. Había 12 figuras en fila
y la figura central, la número trece, era más grande y
brillante que las otras.
— Oh Dios – clamó — ¿quiénes son esas personas y cómo
han entrado aquí estando las ventanas y las puertas cerradas?
— Levántate – le dijo de pronto una voz – Este es el camino
que has estado buscando. Yo soy Jesús, el hijo de María, a
quien has estado orando y ahora estoy de pie delante de ti.
Levántate y ven a mí.
Gulshan comenzó a llorar:
— Oh Jesús, estoy paralítica. No puedo levantarme.
— Levántate y ven – le dijo él – Yo soy Jesucristo.
Gulshan dudó, y él lo dijo por segunda vez. Luego, por
causa de que ella dudaba, él le habló por tercera vez.
Entonces Gulshan, tras 19 años de estar tirada en cama,
paralítica, sintió que una nueva fuerza fluía de sus piernas
inútiles, y caminó algunos pasos, para luego caer a los pies
de él.
Jesús puso su mano sobre su cabeza y le dijo:
— Yo soy Jesucristo. Soy Emanuel. Yo soy el camino, la
verdad y la vida. Estoy vivo, y vengo pronto. Mira, desde
hoy eres mi testigo. Lo que ahora viste con tus ojos debes
llevarlo a mi pueblo. Mi pueblo es tu pueblo y debes
permanecer fiel en llevárselo a mi pueblo. Ahora debes
mantener inmaculadas esta túnica y tu cuerpo. Dondequiera
que vayas estaré contigo y a partir de hoy orarás así ...
Y le citó el Padre nuestro. Luego le hizo repetir la oración.
Al decir ―Padre‖ Gulshan sintió que Dios cautivaba su
corazón.
— Lee en el Corán – agregó –; yo estoy vivo y vengo otra
vez.
Gulshan miró su pierna y su brazo izquierdos y vio que
tenían carne; sin embargo, su mano no estaba perfecta.
Entonces preguntó:
— ¿Por qué no la sanaste del todo?
La respuesta vino en tono cariñoso:
— Quiero que seas mi testigo.
Surgen las dificultades
Desde ese momento, Gulshan alcanzó la notoriedad propia
de un milagro andante. Sus criados, su familia y sus vecinos
acudieron a verla caminar. Ella a todos daba testimonio de
que Jesús, el hijo de María, la había sanado.
Una semana más tarde, la familia hizo una fiesta para
celebrar tan gran acontecimiento, pero allí surgieron los
primeros problemas. Después de escuchar sus reiterados
testimonios, Safdar Sha, su hermano mayor, le dijo:
— Te respetaríamos más si dijeras que Mahoma te sanó. Ese
Jesucristo no es muy importante para nosotros.
— Pero es que no puedo decir que me sanó Mahoma –
replicó Gulshan – Fue Jesucristo y él me dijo que lo contara.
— Jesucristo tiene su gente en Inglaterra, Estados Unidos y
Canadá. Esos son países cristianos. No vas a ir allí a decirles
acerca de cómo Jesucristo te sanó, y sería prudente que no
divulgaras ese tipo de cosas a aquí – concluyó el hermano,
con firmeza.
Gulshan le preguntó al Señor qué hacer. Su tía, entretanto, le
dijo que todo lo que debía hacer era dar limosnas y olvidarse
de Jesucristo.
El Señor le dijo:
— Si te atemorizas por tu familia, no estaré contigo. Debes
permanecer fiel a mí para poder ir a mi gente. Mi pueblo es
tu pueblo. Debes llevarle mi mensaje a ellos.
Diez días después de su sanidad, la familia volvió al ataque,
incluso amenazándola de muerte.
Gulshan oró al respecto, y la respuesta vino dos noches
después. En una visión vio al Señor Jesucristo que le decía:
— Ven a mí.
Extendió su mano y la levantó hasta una planicie verde y
fresca, llena de figuras de personas. Todas tenían coronas en
la cabeza y estaban vestidas de una brillantez que hería sus
ojos. Escuchó palabras que eran como una hermosa música.
Las personas decían: ―Santo‖ y ―Aleluya‖. ―El es el Cordero
inmolado. Él vive.‖ – decían, mientras miraban a Jesucristo.
De la multitud sobresalía el rostro de un hombre que estaba
sentado. El Señor le dijo:
— Ve dieciséis kilómetros al norte y este hombre te dará
una Biblia.
Sufriendo el vituperio
El hombre era el señor Major, quien con cierta desconfianza
le entregó un ejemplar del Nuevo Testamento en urdu y uno
de Los mártires de Cartago. Conseguir el Nuevo Testamento
y leerlo fue una y sola cosa. Allí pudo comer y beber hasta
saciarse. Su entendimiento fue iluminado y pudo confirmar
que era Jesús quien se le había manifestado.
La palabra sobre el bautismo le habló específicamente,
aunque también entendió lo que eso significaría. El señor
Major le advirtió que podría perderlo todo. Pero Gulshan
sabía que no tenía alternativa. Así que hizo los preparativos,
y ordenó su casa.
El 15 de marzo de 1972, a los 20 años de edad, Gulshan
Fátima, hija de una noble familia Sayed, dejó su casa
paterna, su palacete, sus criados, su dinero, todo, para nunca
más volver.
Un mes después se bautizó, y su segundo nombre ―Fátima‖
fue trocado por ―Esther‖. Una nueva vida había comenzado
para ella.
¿Cuántas cosas habría de padecer por causa del Nombre?
Gulshan Esther no lo sabía entonces, pero su fe y su decisión
eran irreversibles.
Desde aquel día comenzó su peregrinar. Muchos
sufrimientos habría de pasar en los próximos años; sin
embargo, todos los afrontó con gozo. A su paso fue dejando
una estela de bendición y de vida.
Desde entonces su testimonio ha bendecido a millares de
personas, tanto en su país como fuera de él.
¡Dios verdaderamente se había glorificado en una
desdichada muchacha musulmana paquistaní!
Adaptado de ―El velo rasgado‖, por Gulshan Esther y
Thelma Sangster - Edit. Vida, 1991.