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Cabizbajo y nostálgico
El bohemio ha salido de casa con una bolsa de papel
de un comercio de su zona bajo el brazo. Dentro, una
biografía, una historia. Camina en una mañana fría.
Faltan pocas horas para que finalice este terrible año.
La ligera brisa le sonroja las mejillas, hace aflorar
una cosquillosa gotita en la nariz, y, las hojas
escarchadas chirrían bajo sus pies. Se detiene en la
cafetería, pide lo de siempre, media de tomate y café
con leche; pero que sea en vaso. El camarero, saluda
y el resto lo obvia. Para qué, si todos los días (…) La
bolsa, tras haber dejado por unos momentos su
cobijo bajo el brazo, está sobre el mostrador, y el
camarero la husmea: -Que, el regalillo de Navidad? -
No hombre, que va, cosas mías. Después del
desayuno, salgo, !perdón! el bohemio sale del bar,
reanuda su caminar. Se detiene en la sucursal del
banco y se siente intruso, allanador de morada; en el
portal destinado a los cajeros, dos indigentes han
pasado la noche: uno sentado sobre los cartones y
harapos que le han servido de lecho, se despereza; al
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lado, la que aparentaba ser una mujer,
seguía acurrucada, cubierta hasta la coronilla.
-Buenos días, necesito dinero y no he tenido más
remedio que molestarles. -No, disculpe usted; pero
somos artistas callejeros y también tenemos
derecho… -Por supuesto que sí. -¿Quiere que le
demuestre lo que hacemos en la calle? -No, gracias,
ahora tengo prisa. El bohemio, impactado por la
realidad evidente: banco-indigencia, riqueza-pobreza,
ha continuado su camino.
En la librería, se presenta como montejiqueño que
desea comprar “Las Manecillas del Reloj” y dejar la
historia que va dentro de la bolsa, para su autora.
Cristobal, así se llama el librero, muestra al visitante
el libro, quien lo ojea. “Las Manecillas del Reloj” se
funden en la bolsa con “Fuego, Ceniza y …
DIAMANTE”. Simbólicamente el bohemio con sus
brazos echados sobre las dos autoras las besa en las
mejillas y se emociona orgulloso de dos escritoras,
una de su generación y ligada familiarmente, y otra
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de posterior generación, pero las dos ¡perdón de
nuevo! Los tres somos montejiqueños.
Después el bohemio ha dejado de serlo para besar y
acariciar las suaves mejillas de su madre que con 93
años irradian la frescura de una quinceañera. Irene, la
dulce y tierna Irene, con sus rasgos asiáticos de
donde procede, cuando me abraza y posa su cabeza
sobre mi pecho me enternece.
La mañana ha resultado prolija en emociones para el
bohemio. De regreso en el autobús ha sonado
el móvil. Treinta años hacía que no escuchaba
aquella voz. Voz de un buen amigo y compañero con
muchas vivencias en común, muchos
enfrentamientos difíciles y momentos delicados en
ciudades del Norte de España y en fin….. Esta
mañana del 29 de diciembre de 2012, me ha
deparado gratas sensaciones y sorpresas.
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Matices otoñales
Erguidos y reverentes girasoles que presagian el fin
del verano.
Lúcidos pinares de encendidas copas y traslúcidas
ramas.
Atardeceres matizados de intensos coloridos.
Sol radiante del mediodía y arreboles de plácidos
atardeceres que inspiran a bohemios, soñadores y
poetas.
Luz que llevas al nostálgico caminante a recorre
caminos casi en penumbras.
Cámara que en tus instantáneas inmortalizas los
momentos vividos.
Otoño que todas estas sensaciones irradias, quiero
volver a recorrer tus caminos y dejadme impregnar
por tan plácidas sensaciones.
El mes de septiembre está llegando a su fin y lo hace
con lluvia y fresquito que evidencia que el otoño ha
llegado y el verano ha quedado atrás. El otoño es
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estación de vendimia, recolección de cosechas de
maíz,
girasol, membrillo, granada, nuez, también las setas
y un sinfín de frutos característicos de la época. El
otoño representa la madurez. Es el otoño la mejor
época para salir del pueblo o la ciudad, recorrer
caminos ribereños, perderse entre la vegetación de
hoja caduca y contemplar la metamorfosis del
paisaje, como el color verde de las hojas va
cambiando hasta convertirse en un amalgama de
matices marrones, ocres, amarillos y una amplia
gama de purpura y anaranjados, que poco a poco y
con la ayuda del viento van dejando el flexible tallo
de la rama que desde el inicio de la primavera las ha
sostenido. Por mi parte, he desplazado mis paseos de
la ciudad a la naturaleza, y aunque todavía no han
llegado las primeras lluvias, si se respira ambiente
otoñal: el fresco, la apacible tarde y el colorido del
cielo, me llevaron a un agradable éxtasis por la ribera
del Río Dilar. Cuando salgo a dar mis paseos por la
naturaleza, nunca me olvido de hacerlo con mi
cámara digital. Pero la verdad es que poco pude
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fotografiar. Solo con paciencia y desde lejos pude
captar esta revoltosa ardilla, que junto a su
compañera, saltaban de árbol en árbol, de rama en
rama, deteniéndose de cuando en cuando para
mirarme, y cuando intentaba realizar la instantánea,
ya se habían escabullido entre el follaje. Cuando esto
escribo, ha comenzado a llover, por lo que presagio
un hermoso otoño, del que podremos disfrutar, con la
recolección de setas, con la fotografía o simplemente
paseando y percibiendo el agradable almohadillado
formado por las hojas muertas, sobre los caminos.
”
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Crujir de escarcha
Paso lento y acompasado por el almohadillado
camino alfombrado con hojas recién caídas. Crujidos
bajo la firme pisada del caminante en acorde con el
murmullo del deslizar del agua por el lecho que
custodia otoñales arbustos desposeídos de su follaje.
Vuelo de pájaros espantados. Mente limpia, que deja
volar el pensamiento entre un entorno de colinas
cuajadas de pinos, alamedas de chopos esqueléticos y
valles misteriosos. Paseo otoñal ¿que importa por
donde? Mañana limpia; de azuleado cielo moteado
por marañas de nubes grisáceas que en su transcurrir,
se desvanecen; para de nuevo aparecer.
Camino crepuscular; ahora limpio de hojarasca,
teñido de anaranjado atardecer y ocres emergentes de
arbustos de sauce que lo festonean; húmedo,
receptivo a la pisada del caminante que deja herido
con su huella.
¡Paseo otoñal, intensamente vivido!
Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que
no todos ignoramos las mismas cosas.
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La torre de mis recuerdos
Cuando peinamos canas los que nos queda algo que
peinar. Cuando las obligaciones se reducen a
colaborar en el cuidado de los nietos y poco más, en
los ratos de reflexión y meditación, sin proponértelo
te viene a la memoria las vivencias de la niñez, que
en mi caso y en el de quien esta imagen de la torre de
mi pueblo me manda, mi primo Luis, aunque nos
tocó vivir tiempos difíciles, nos gusta recordar.
Al verla, me ha venido a la memoria muchas y
diversas vivencias acaecidas en su entorno. Me ha
traído a la memoria, repique de campanas que
anunciaban días festivos a las 12 del día de vísperas.
Repiques, primero, segundo y tercer toques de
llamada para las misas, salidas de procesión; toques
de Ángelus, de Oración, de alzar, de muerto y alguna
vez de arrebato; pero sobre todo me ha venido a la
memoria el día de los Santos: día de revuelo de
palomas que veían invadido su palomar por
revoltosos intrusos que de hora en hora provocaban
el estruendoso y espantadizo sonido de las campanas,
impidiéndoles el acceso a sus nidos para incubar o
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alimentar a los pichones, y en los intermedios,
jolgorio, cáscaras de castañas y vertiginosas carreras
por los 110 peldaños que componen la escalera en
caracol.
Gracias Luis por recordármelo. Otro día hablaremos
de Triana.
Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que
no todos ignoramos las mismas cosas.
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Recónditos rincones de mi Granada
Tarde fría de primavera con horario recién estrenado.
Plaza Nueva cuajada de gente, a rebosar las terrazas.
Bullir en la Carrera del Darro de cámaras que por
doquier disparan.
Tarde, plaza, bullir por donde me he abierto paso.
Rincones abandonados, sumidos en el sopor de su
encanto.
Callejones empedrados que me han absorbido.
Callejuelas de casas derruidas, en otros tiempos
refugio de cerilleras.
Rincones, callejones, callejuelas con las que, cual
nebulosa, me he fundido.
Levitando en mi nebulosa, cuarenta años atrás he
retrocedido.
He visto deambulas soldados, transitar figuras
embutidas en raídas pellizas.
De repente, puertas entornadas los ha absorbido.
Golpes, portazo, sonar de palancanas. ¡Un gemido!
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Acelerados pasos por el empedrado de alpargatas
reventadas.
¿De donde han salido, por donde se han esfumado?
Extraños y agradables aromas a la realidad me
han traído.
Incienso, aromas de yerbas, de humos exhalados ¿De
donde proviene?
Por la calderería, gentío, teterías, marroquinería.
En San Gregorio, la música suena.
Barrio emblemático de Granada de rimbombante
protocolos.
¿De quien eres patrimonio, por quien eres protegido?
Recónditos rincones de mi granada, Albaicín
abandonado.
¿Por que esconden tus encantos?
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Encuentro en el Albaycin
Ha tenido que transcurrir medio siglo para que el
encuentro se produzca. Ha ocurrido en un
emblemático lugar de Granada, en el
centro neurálgico del Albayzin, en Plaza Larga,
y cuando los protagonistas tenemos escrita la mayor
parte de la historia de su vida,
Nos hemos encontrado y saludado con entusiasmo,
con naturalidad. Como si no hubieran transcurrido
los años y nos encontráramos en alguna de aquellas
reuniones que protagonizábamos cuando éramos
mozalbetes, sentados en los escalones de la plaza de
Montejicar; el pueblo que nos vio nacer. Uno, de
Beneroso, el otro, de Triana y el más joven (lo que le
condiciona a aparecer en tercer lugar) en la Calle de
la Iglesia, justo debajo de la campana gorda, la que
estoy seguro en más de una ocasión le soliviantó el
descanso al ser golpeada por el badajo para marcar la
hora. Gracias a él, se ha producido el encuentro; pero
no ha tenido que insistir, nada más pronunciarse, se
lo aceptamos.
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Tras el encuentro, charlamos, pero lo hicimos
palpándonos; ora, posando la mano en el brazo del
otro, ora sobre el hombro, para cerciorarnos de que
el encuentro era real.
Comenzamos a caminar ¡yo que se por donde!
Callejuelas, rincones, recovecos... Íbamos despacio
sin importarnos lo que ocurría a nuestro alrededor.
No más de diez pasos andados, cuando nos
volvíamos a parar; hablando, recordando, contando
anécdotas. Melancólicos por el recuerdo, jubilosos
por el momento; perdidos por las estrechas y
pintorescas calle albayzineras, en el momento en que
la tarde se apagaba y la noche se
encendía. Montejicar, Albayzin: dos pasiones
fundidas. Aquella en nuestra niñez. Esta, en el
momento.
Vereda de En medio, transición de culturas: morisca,
judía, gitana... Abajo, el valle. Valle del río Darro
que elevas la fresca brisa humedecida de pura fuente
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de vida. Se expande por las laderas: laderas del
Sacromonte, de la Sabika.
Vereda de espectacular belleza. Para extasiarse y
soñar, ¡que digo! Para quedar despierto y mirar,
mirar las murallas, las torres de los palacios, de los
palacios nazarí; de los que por su celosías se filtran
fantasmagóricos ecos del muecín. ¡Ay de mi
Alhambra...!
La cueva de Chorrojumo no pasó desapercibida, allí
posamos nos fotografiamos, en la puerta de aquel
modesto habitáculo en donde aliviara el cansancio de
no hacer nada el Príncipe de los gitanos. Este
personaje andaba merodeando por la Alhambra, en
torno a la Puerta de la Justicia y de las Granadas, y
con el frío, buscaba sus propinas en Puerta Real.
Unos pasos más, solo unos pasos más y desde el
mirador, el éxtasis es total. Desde enfrente, la torre
de Comares atenta vigila. Por los balcones del Salón
de Embajadores, los leones del patio, se dejan
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vislumbrar ¿Estoy soñando? No. Estoy en Granada,
en el Sacromonte, en el Albayzin, en donde el
tiempo se para y el sueño se hace realidad.
El trayecto termino en aquel bello lugar con un chato
de vino, y digo chato, porque Pepe, gitano cabal y de
buen porte, así nos lo sirvió, en un baso lleno hasta el
borde y acompañado de una concha de caretos, un
buen trozo de morcilla y una cuña de pan.
Invitó la casa y de propina nos inmortalizó.
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El verano ha pasado
He transitado por el tramo de mi sendero vital sin
subidas ni descensos. Los obstáculos encontrados los
he esquivado, y así plácidamente he llegado hasta el
viso en donde termina una etapa del camino y
comienza la siguiente.
Desde el viso he vislumbrado los primeros matices
cromáticos del otoño, la mansedumbre de los ríos, las
pozas que en ellos han quedado tras refrescar los
sudores del caminante. Ostentosos los nogales,
membrillos, granados..., exhiben la madures de sus
frutos.
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Otoño. ¡Melancólico y nostálgico otoño! Eres la
etapa de mi senda vital con la que me identifico. En
tí percibo lo hermoso, el sentido de la vida.
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Pleamar
Embutido en mi atuendo de bohemio he caminado
por mis recuerdos. Dejando fluir por mis sentidos
los vaivenes y olores de la mar, el crujir bajo mis
pies de la arena, el leve cansancio de mis piernas
subiendo por el estrecho sendero al peñón. Allí, con
el azul plateado de la mar y el grisáceo del cielo me
he fundido. He perdido la noción del tiempo y bajado
al preludio de una sinfonía de colores, matices, luces
y sombras. Me he posado sobre la roca emergida de
la bajamar, y desde allí, he contemplado la más
hermosa puesta de Sol. Extasiado, cuando todo ha
terminado, me he levantado de mi aposento y he
percibido la humedad traspasando mi pantalón. He
pasado mi mano y entre los dedos me ha acariciado
el verde viscoso que ha dejado sobre la roca, la
pleamar.
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Las raíces del bohemio
Desde el interior de su casa, el bohemio, cada día
contempla las altas cumbres de Sierra Nevada. Hoy,
ha salido al balcón y apoyado sobre la baranda ha
quedado extasiado contemplando el manto de nieve
que se desrama por barrancos y laderas, tupido en lo
más alto y transparentándose gradualmente a medida
que desciende, como elegante vestido de fino tul que
insinuara bellos encantos. Hoy, la sierra se ha vestido
de largo y los flecos han rozado la vega. Absorto el
bohemio, se ha sentido fundido en una perfecta
simbiosis que le ha llevado a sus raíces, allí en donde
mal calzado y peor abrigado, transitaba pisando la
helada nieve por empinados callejones y fangosas
calles, hundiéndose hasta las rodillas; pero ¡era feliz!
…
Después de cruzar el puente, allí en donde aparecen
restos arquitectónicos, posiblemente de época
romana, el bohemio ha conducido el coche hacía la
izquierda y frente a la casa de “La Sabia” lo ha
aparcado.
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─Buenos días. ─El bohemio saluda a un hombre,
más o menos de su misma edad, que se encuentra en
el umbral de la puerta observándolo mientras se calza
las botas─.
─Si yo te digo quien soy y tú haces lo mismo, seguro
que nos conocemos ─dice el recién llegado─. Yo
nací aquí mismo, en Triana, soy hijo de Nicolás.
─Hombre, no nos vamos a conocer, yo soy de
Esteban, trabajaba en el cortijo de Las Rejas con los
Contreras. …
Después de mantener una larga conversación
recordando vivencias y correrías de la infancia y
adolescencia, ─aunque en realidad esta última en
aquella época no existía, se pasaba de niño a
adulto─, el bohemio emprende su marcha; despacio,
pausadamente, contemplando el paisaje que le
envuelve: aquella alameda que expuesta a las
corrientes de los fríos vientos que entran por los
Tajos de la Cerradura, cobijo de gorriones en otoño,
antes de que se despojaran de su carga foliar, y
también de insectos y batracios entre los juncos de la
ribera, a la sombra de sus nuevas hojas en verano;
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ahora es una zona de ocio público para practicar
deporte.
Se detiene en donde recuerda estuvo el “Arca del
agua”, la caseta de cemento en bóveda que protegía
el caudaloso manantial, surtidor de los distintos
pilares-abrevadero distribuidos por la parte baja del
pueblo: Pilarejo, confluencia de calle Leones con
Santa Ana, Joya con calle Pilones o de los Gatos, y el
de la Plaza, circular y con cuatro caños. Después se
construye el que todavía existe en Santa Ana, frente
al molino de Mistela y la fragua de Severiano.
Embelesado, contempla aquellos parajes y le viene a
la memoria la poza moldeada por la caída en cascada
del “Río” ─no se le conocía por otro nombre─ a la
altura de la Yesera, en donde se daban obligada cita
las lavanderas para hacer sus coladas y dar un repaso
a lo último acontecido, que bien podía ser la fuga de
fulana con el novio o que mengana se le habia visto
besándose tras la cortina con zutano, y, así, paliar las
penurias que aquellos tiempos difíciles imponían.
El bohemio, presta atención al balate de la margen
derecha del río, en la orilla de la poza, en donde
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manaba el cristalino y frio chorro de la Fuentecilla,
ya desaparecido, lugar a donde en las calurosas
tardes de verano acudían las mozuelas con sus
“pipotes” para llenarlos del fresco líquido elemento,
y, cómplices, confiarse sus flirteos amorosos. ¡De la
Fuentecilla, solo queda el recuerdo!
Sigue su caminar al amparo de los escarpados tajos,
observando el revoloteo de las palomas zuritas y
escuchando sus arrullos, cada paso le trae un nuevo
recuerdo: la oquedad en el curso del río, cobijo de
gentes errantes, conocida como “La Cueva de los
Gitanos”; el Hoyo de la Arena, la Fuente Cabra, los
baños desnudo en la caldera del Río, el cortijo del
Cura; cruce de nostalgias en este punto. Tras el viso,
La Ñora; tardes de trillo, acarreo de cereales subido
en el carro encima de los sacos, correrías por la
ladera del cerro de la era intentando arrancar a golpes
las conchas petrificadas y fundidas con la roca. El
bohemio, en este cruce se muestra indeciso; duda en
dejarse llevar por estos recuerdos o subir a su
atalaya.
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Fundido en su nebulosa, se eleva y posa sobre la
atalaya desde donde deja volar su recuerdos, y
retrocediendo en el tiempo, contempla extensiones
de cereales, legumbres, olivares; campesinos que
realizan su labor sin otra tecnología que su hoz,
amocafre o cualquier otro rústico apero. Yuntas
arreadas por el mulero tirando del arado que sigue la
besana arañando la asentada y pedregosa tierra
preparándola para la siembra. En la era, mulos
uncidos que monótonamente giran y giran tirando del
trillo que muele las mieses. Aventador que con
bieldo separa el grano de la paja.
Niños que se arrastran por la pendiente de los
montículos del camino de la Fuente Agria o del
camino de la Ermita. Correrías por el Cerro de los
Allozos, trozo de plomo oxidado con inscripciones
de ancestral origen, ahora expuesto en el Museo
Arqueológico de Granada.
Triana. ¡Ay Triana de mis Amores! En donde el
bohemio, y también su hermano y siete hermanas,
vieron por primera vez la luz; fértil huerto que
regado con escasa agua bien administrada, producías
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los mejores frutos de la huerta. Frondosas nogueras,
morales y frutales… Cuantos bonitos recuerdos.
Pepe el de Nicolás, Juan el Bohemio, primo Luis,
Antonio Valverde y tantos más. De cada uno un
recuerdo. La nube se extingue y el bohemio vuelve al
presente; mientras regresa, tararea estrofas que le
traen nuevos recuerdos. Es sábado y los niños suben
cogidos de la mano por el camino cantándola:
“Ay que me ve que me ve, que me ve, que me ve,
Desde el cerro.
La virgen que tengo allí, tengo allí tengo allí,
Que yo tengo.
La Virgen de la Cabeza
La que protege mi pueblo mira, mira mira mira mira,
La Virgen que tengo.
Por la vereda que sube
Cantándole este hermoso cantar.
Vamos todos a la ermita si
A nuestra virgen a visitar,
Vamos todos a la ermita sí
A nuestra madre a visitar”.
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Ancestral atalaya
Desde mi ancestral atalaya percibo ecos de otra
época.
Ecos de niños que juegan, corren y se introducen
entre la espesa vegetación de la ribera.
Que chapotean en las pozas; que se enredan en las
zarzas sin alcanzar la mejor mora.
Ecos de niñas que saltan la comba y a pica-coz,
deslizan la tita sobre los colaches; corren, cantan:
“Vengan los pañolitos que son de ceda, Ay que el río
se los lleva”.
Percibo el murmullo del manantial que brota de entre
las piedras junto a la “Fuentecilla”, que surte pozas
de lavanderas. Corriente abajo, fértiles huertas riega.
Desde mi ancestral atalaya percibo ecos de otra
época.
Cuadrillas de mujeres y niños que en el suelo helado
bajo el olivo, una a una, recogen la aceituna;
cuadrillas de hombres que las varean. El aguador,
cántaro a cuestas y jarro de lata al cinto, la sed de los
aceituneros sacia.
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Percibo el ruido del arado al voltear la tierra, el
resoplar de mulos uncidos, el grito del mulero que
los arrea: ¡arre mulo!, y veo al niño que en el surco
va echando uno a uno los garbanzos, o a puñados, las
lentejas.
El arañar de amocafres sobre tierras húmedas, entre
el verde trigo recién nacido.
El agudo chirrear de la hoz que siega, y tras las
hoces, las espigadoras.
Percibo el golpeteo de herraduras sobre el pedregoso
camino y el rodar de carros arrastrados por reatas de
mulos, que barcinan.
Al labrador sentado en el trillo que gira y gira sobre
la parva, y mientras muele, Entona desgarradores
quejidos.
Percibo desde mi atalaya, la paja revolotear aventada
por la brisa que del grano la separa.
En el Pósito, percibo grandes pilas de sacos: el
labrador amontona sus sudores, las incertidumbres
del año, la recompensa a sus sacrificios, la cosecha.
La paja, en los pajares.
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Desde mi ancestral atalaya percibo ecos de otra
época:
Repicar de campanas, hoy, también “la gorda”,
vísperas de días festivos.
Acordes de pasacalles entre el jolgorio de la
chiquillería. Los entona la banda del Ave María
Percibo tronar de cohetes, olor a pólvora; pero
también a chocolate y tallos calientes; helados, turrón
y azúcar quemada.
Tío vivo empujado por mozalbetes, en las veredillas.
Las barquillas que se balancean, y para los más
atrevidos, las voladeras.
Por la vereda a hombros de sus devotos, baja la
Patrona, la Virgen de la Cabeza; la preceden jinetes
en sus caballos. Son los Moros y los Cristianos.
En la plaza, percibo galope de caballos, sonido de
metales; cruce de lanzas y cimitarras, y la voz que
atruena: “Moro chiquitín, ya te puedes retirar, y
decirle a tu rey moro, que aquí lo voy a esperar.” Y,
“Yo creo en un Mahoma, que es un dios justo y
cabal, que pesa cuarenta arrobas de acero fino y
metal”.
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Y fuegos artificiales en el cielo sobre la plaza, el
trueno gordo, y percibo la fe, la esperanza de las
gentes de mi pueblo.
Y desde mi Atalaya yo percibo las andadas de mi
niñez. Y percibo día de San Isidro, de San Marcos;
hornazos y tortas, espárragos, collejas, cardillos…
Y percibo sensaciones, sentimientos, difíciles de
expresar.
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Vestigios de otra época
Envuelto por sutil bruma, percibiendo la ligera y fría
brisa que acaricia mi piel, contemplo la estación
abandonada, derruida. Los ocupantes de los escasos
trenes que circulan lo hacen sin que sus pasajeros
perciban ni si quiera su existencia. Ensimismado, de
mi subconsciente aflora, como si del revelado de un
rollo fotográfico se tratara, la visión de vagones
cargados de cereales, harina, ganado; producto de
fértiles tierras labradas de sol a sol por campesinos
pagados con míseros jornales.
Percibo el bullir de gentes que arrastran sus cansados
pies por el andén: Pies doloridos, envueltos en
alpargatas con suela de cáñamo, destrozadas y
ensangrentadas por la dureza del largo camino.
Gentes que envuelven sus pertenencias, sus miserias,
en fardo de saco y se dirigen a lugares desconocidos,
con la esperanza de poder sobrevivir. Sus numerosas
proles así se lo demandan. La estación que
contemplo, ahora en eterno letargo, fue punto de
partida de gentes que obligadas por las miserias tenía
que abandonar su pueblo, sus gentes, su familia, con
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la esperanza de encontrar en lo desconocido su
dignidad y el sustento de sus familias.
Con estos recuerdos bullendo en mi subconsciente he
caminado en sentido opuesto hasta llegar al origen de
parte de aquellas gentes, de las que más cercanos o
lejanos, todos en esta comarca, hemos tenido alguien
en nuestros antepasados.
Por el camino he visto extensos secanos, montones
de escombros de cortijos derruidos, y, activando de
nuevo mi subconsciente, he percibido grandes reatas
de mulos cargando sobre sus lomos hinchados
costales de cereales, otros arrastrando carros. ¿Hacia
dónde se dirigían? ¿Qué abres paliaban?
Siguiendo mi subconsciente, por los caminos de los
Montes Orientales he caminado. He subido al
mirador y desde allí, deslizando la mirada por los
tejados del pueblo que por las laderas del Castillo se
derraman, he visto el huerto, el entorno y la casa en
donde nací, viví y fui feliz hasta mi adolescencia.
Son vestigios del pasado. De los recuerdos de mi
pasado.
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Por los pueblos de Granada
Además de sus yacimientos arqueológicos,
Orce tiene una más reciente historia cuyos
palacetes, casas señoriales y otras edificaciones la
delata. Situado al norte de la provincia de Granada y
limítrofe con la de Almería, este pueblo conocido por
sus yacimientos arqueológicos bien merece la pena
una visita y disfrutar recorriendo plácidamente sus
calles y rincones que resuman y te impregnan de un
pasado esplendoroso, de espectaculares paisajes y de
unas gentes de extrema cordialidad y abiertas, que
solo con verte llegar irradian satisfacción y alegría.
Tal es el caso de Mª Josefa, señora de 98 años, con la
que mantuvimos un rato de conversación
compartiendo y haciéndonos cómplices de
interesantes historias de su pasado. Tuvo la gentiliza
de permitirnos entrar en su casa que trajo a nuestro
recuerdo aquella estampa añeja de nuestra niñez,
cuando entrábamos en casa de la abuela.
Desde esta entrada animamos a quien hasta aquí ha
llegado interesado en la lectura que no deje de visitar
Orce y además de disfrutar de sus encantos
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arquitectónicos y paisajísticos ya descritos, también
disfruten de una lata de cordero segureño al horno,
una autentica delicia culinaria para el paladar.
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Por la Alpujarra
La mañana gris y de espesa niebla nos mantenía
indecisos; pero al fin optamos por realizar lo que ya
teníamos proyectado y equipados de chubasqueros,
muy bien acompañado, el bohemio se ha deleitado
por una ruta que no por repetida, resulta menos
placentera. Los tres pintorescos pueblos alpujarreños
del Barranco de Poqueira, derramando sus terrados
de launa y tinados por las laderas y jalonados por las
altas cumbres cubiertas del gélido e inmaculado
manto de nieve, invitaban a quedarse, degustar sus
platos alpujarreños y perderse entre sus empinadas y
estrechas callejuelas, contemplando bellas
panorámicas, alucinante puesta de sol e
impregnándose de la ligera brisa cargada de
agradables olores, dejamos aquellos bellos parajes
con un “hasta pronto.
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Pasear por Granada
Perderse por recónditos rincones y callejuelas.
Detenerse ante sus palacetes.
Dejarse llevar al pasado y percibir los ecos históricos
que irradian, me colman de paz, de sosiego.
Introducirse en las sombras de los misteriosos
bosques de la Alhambra.
Percibir el poético rumor que emiten regatos
y surtidores, de hermosas sensaciones me colman.
Por la Alcaicería y Bib-Rambla reverberan clamores
de cantaor, vibración de cuerdas de guitarra, zapateo
de bailaor.
Plaza de las Pasiegas, sobre el tablao, figura que
dramáticamente se contonea, pies que de puntillas se
giran y taconean; rostro desencajado con mirada
perdida, y, los brazos, al cielo se elevan.
Manos cual mariposas dibujando extrañas
filigranas, al infinito se alzan ¿Que pretenden, a
quien señalan?
Guitarra, cantaor, figura que baila ¿Cuál es vuestro
drama,si estáis en Granada, donde las penas se
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extinguen solo con recorrer sus calles, contemplar
sus fuentes y sentarse a descansar junto a ellas?
38
Mañana de niebla
Sentado ante una taza de café y deleitándose con el
sabor de la tostada, el bohemio observa el trajín de la
clientela que entra y sale en la cafetería. Observa con
atención el físico de cada una de las caras y casi
todas les inspiran algún rasgo familiar; como si
alguna vez, a lo largo del camino de la vida ya
recorrido, hubieran tenido determinado tipo de
relación. Con la mirada perdida a través de la
cristalera, van pasando por su mente secuencias de
las diferentes etapas de su vida que el alcance de su
intelecto es incapaz de ordenar.
Ha caminado en una mañana de niebla alta, gris el
cielo, percibiendo el frio húmedo en el rostro, por
una ciudad tranquila, todavía desperezándose. Se ha
detenido en el rastrillo: numismática, sellos, juguetes
antiguos de hoja-lata, madelman, muñecos de
cartón…. Nuevos recuerdos de la niñez. Cada paseo
por la ciudad le proporciona renovadas sensaciones,
cual enamorado con su amada. Los mismos rincones:
callejuelas, plazas o monumentos, cada vez se
muestran con distinto esplendor. Abundante caudal
39
del río Darro que en tiempos pasados se pavoneó
recorriendo el centro de la ciudad, ahora se ruboriza
y escode por Plaza Nueva como si quisiera ocultar
las cicatrices de las heridas causadas por la
contaminación.
Arriba, en la colina roja, torres y alminares, palacios
nazarís. Bajo los frondosos olmos, el bohemio
saboreó los primeros besos, los labios de su amada,
de su mujer ¡Que amalgama de recuerdos! Enfrente
el Albayzin.
Sentado en el escalón del convento, el mismo
vagabundo de “Tristeza de Amor”, que fuera
fotografiado en anterior ocasión, sigue con su
guitarra entonando sus melódicas canciones, que hoy
al bohemio le cuesta reconocer, se detiene a su lado,
y tras depositar la moneda, entabla conversación.
Cinco minutos a lo sumo ha permanecido
escuchando sus sabias palabras, pronunciadas con la
vista pérdida y sus manos posadas sobre la guitarra.
─Oiga, ─el bohemio se vuelve cuando ya había
reanudado el caminar─ diga usted en internet que
40
todavía sigo esperando el contrato que me dé una
oportunidad.
Realejo: nazarenos y vírgenes en Semana
Santa, Casa de los Tiros, museo, Capitanía General;
centinela que ha mediado de los años sesenta
vigilaba, no sabía qué. Enfrente, palacio de los
Condes de Gabia, en donde se detiene. En fechas
recientes pasadas, encuentro de montejiqueños al que
no pudo asistir; otro acontecimiento coincidente se lo
impidió.
El bohemio mira el reloj ¡Son las dos! Sale de la
nebulosa que le imbuyó, y vuelve a la realidad.
Acelerando el paso se pierde entre el bullicio de la
ciudad.
Mensajero de la paz
Me apetecía conocerle, escuchar su voz en vivo. Esa
voz que en mi juventud tantas veces escuchara a
través de las ondas de radio en aquellos vetustos
transistores que me llevaban a un paseo de ensueño
por selvas, pueblos y arcaicas culturas americanas.
Tenía ganas de conocer al cronista “corresponsal de
la paz” como él mismo se define en alguna de sus
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crónicas en el IDEAL de Granada, su tierra y
también la mía, ciudad de la que es Cronista Oficial.
Pero además, se da la circunstancia de que somos
comarcanos. Esto es, de la misma comarca. El de
Piñar, servidor de Montejicar, allá por los Montes
Orientales de Granada, en donde sus secanos
sembrados de cereales, a la entrada de verano se
convertían en mares dorados cuyas granadas espigas
movidas por la brisa asemejaban suaves olas de un
día de calma en el mediterráneo, frente a la Playa de
las Azucenas de Motril, puerta mariana que abriera la
imagen de la Virgen de la Cabeza en 1510.
Pues he tenido la oportunidad de conocerle y de
compartir unas horas con él, algunos momentos
solos, entrañables, ante la Virgen en su Camarín, en
donde envuelto en las doradas filigranas que lo
conforman, te transformas y brota la oración.
El día 5 de agosto de 2010, Tico Medina ha estado
en Motril, en donde vio por ver primera la mar. Ha
pronunciado el pregón de exaltación mariana a la
Santísima Virgen de la Cabeza, aquí, en su
42
Santuario. En esta “Colina de la devoción”. En
“tierra de sal y azúcar”.
Gracias Tico. Muchas gracias por darme la
oportunidad de conocerte y tener esta vivencia junto
a ti compartida con el motrileño de adopción Alfredo
Amestoy, y, hacerme el honor de referirme en tu
crónica del día 15 de agosto en IDEAL y llevarte un
grato recuerdo mío.
Espero un nuevo encuentro por estas tierras.
43
El encuentro
El destartalado autobús avanzaba lentamente
levantando una espesa polvareda por la carretera sin
asfaltar.
Paró en la placeta aledaña, en la entrada de la
población; se abrieron las puertas y un grupo de
viajeros se apeó. Todos, excepto uno, desaparecieron
en las oscuras sombras de los confluentes callejones.
Apoyado sobre la pared, un avispado muchacho
observaba al solitario viajero que decidido se le
acercó.
— ¿Eres Sebastián? —Preguntó el viajero—
—Sí, mi hermana me ha enviado a esperarte
¡sígueme! —Dijo Sebastián—
Cogió su bicicleta y llevándola sujeta por el manillar,
se introdujo por angostas, tortuosas y empedradas
callejuelas. —El forastero le siguió—.
Atravesaron el pueblo hasta llega al Portichuelo en
donde comenzaron a bajar. Era un camino estrecho y
encharcado que transcurría entre zarzas, saúcos y un
espeso matorral.
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Ahora, tras finalizar la vereda caminaban en silencio
por el amplio carril que se extendía por la llanura
entre huertos, alamedas, frutales y plantaciones de
fresón.
— ¿Falta mucho para llegar? —preguntón el
forastero—
—Ya falta poco, después de la alameda, está. —
Contestó Sebastián—
Pasaron la alameda, el puente y un buen tramo de
carril, y ante sus ojos se vislumbró, la aldea entre el
pinar.
Las puertas de las casas permanecían cerradas; a
través de las rendijas de los postigos entreabiertos, se
filtraba la luz.
En el centro de la calle estaba el resplandor. Surgía
de la única puerta abierta y, a ella había que llegar.
Sebastián dejo la bicicleta sobre el arríate y, sin
mediar palabra, entró. El visitante le siguió.
Ella bordaba junto a la estufa. Levantó la mirada y
con una tímida y graciosa sonrisa le recibió.
Afuera, los ríos, el bosque ¡La Naturaleza en todo su
esplendor!
45
Cautivo quedé
Si mis cálculos no me fallan han trascurrido cuarenta
y siete años desde que, aquel destartalado autobús,
por carreteras de tierra todavía sin asfaltar me trajera
a estos hermosos parajes. A mis veintidós años ¿qué
otro motivo podría haber que no fuera una mujer?
Ella fue Mari Carmen, mi fiel compañera, la madre
de mis hijos, mi amada…
Desde 1967 he tenido, sigo teniendo, dos amores:
ella y la hermosura de la tierras que la vieran nacer.
La Resinera. Allí creció, fue a la escuela, se casó, y
yo fui el afortunado de salir por la puerta de este
recoleto lugar cogido de su brazo.
Transcurridos los años, enamorado, sigo
perdiéndome por estos parajes. Disfrutando de sus
cristalinas aguas, de sus bosques, del inmenso
silencio, solo roto por murmullos del agua que fluye
46
por sus ríos, brota de sus fuentes y refrescan mis
sentidos.
El más inmenso de mis placeres es recorrer estrechas
veredas que fueron y que ahora se funden con jaras,
lirios silvestres. De vez en cuando, gladiolos,
orquídeas que con mi cámara suelo hurtar.
Escuchad esta confidencialidad: si alguna vez me
pierdo, si dejáis de saber de mi, buscadme por la
resinera, en donde hace ya muchos años cautivo
quedé
47
Ilusión
AMANECIA un día otoñal, fresco y húmedo.
Esperaba en la estación la llegada del tren que le
llevaría al lugar que tanto tiempo llevaba añorando.
Desde la infancia, bullía la ilusión de ver su sueño
cumplido. Ahora, por fin, se acercaba el momento.
Después, cuando el sol se alzaba por el horizonte, a
través de los cristales empañados por el vaho,
contemplaba las vastas llanuras que se
extendían hasta fundirse con la bruma de los lejanos
confines. Extensos campos de color ocre recién
sembrados, moteados de grises majanos de piedra
caliza y yerbajos pardos que los envolvía, quedaban
a tras, y de nuevo aparecían. Más próximo, a escasa
distancia, los postes del tendido pasaban velozmente,
en una fugaz sin fin.
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El maquinista hacía sonar el silbato en aquel tortuoso
valle de empinadas laderas y despeñaderos por donde
el tren se había introducido, salvados por largos y
oscuros túneles, por donde el estruendo emitido por
el rodar de las ruedas sobre los raíles y locomotora,
rompía el monótono y acompasado ruido del
descampado.
Cuando caía el ocaso y el sol decaía, en la lejanía se
vislumbraba el resplandor de la ciudad preparándose
para el sopor y el descanso.
El chirrido de los frenos lo soliviantó. Poco a poco,
el tren perdía velocidad y junto al andén quedó
parado.
Con dificultad bajó arrastrando la maleta hasta entrar
a la sala. vio al indigente dormitando, sentado en el
vetusto banco del más escondido rincón. A través de
la sucia cristalera se colaba los focos de los
automóviles que le deslumbraba.
Salió a la avenida y estático quedó. Por fin la ilusión,
la esperanza que tanto tiempo había dado sentido a
su vida se consumó.
49
Temblaba. Desde arriba, rozando altas torres, tejados
y terrazas descendió.
Un nebuloso halo lo envolvió y en perfecta
simbiosis, se esfumó.
El tío Frasquito
Aunque su nombre era Paco, todos le llamaban “Tío
Frasquito”. Siempre trabajó de peón en el
campo, empleo que, por su lealtad y honradez, nunca
le faltó.
De piel morena y curtida como el cuero, el Tío
Frasquito había soportado sobre sus ahora
encorvados huesos, escarchas y helados vientos,
50
labrando, en las desabrigadas llanuras, los trigos que
después, en el verano, tendría que segar.
Con un mísero salario, sacó adelante a su numerosa
prole –todos estudiaron y se colocaron en la ciudad.
Acostumbrado a calzar albarcas con suelas de
recortes de ruedas de coche, ahora llevaba botas de
material; vestía pantalón de pana, jersey de cuello
alto, que en tiempos pasados María, junto a la lumbre
y alumbrada por el candil, en las largas veladas de
invierno le tejió. Echada sobre sus hombros, su raída
y gruesa chaqueta de la que nunca se despojó.
La cabeza la cubría con boina negra, encasquetada
hasta las orejas. Su barba siempre aparentaba llevar
tres días sin afeitar.
Viudo y jubilado, Frasquito deambulaba por las
calles del pueblo, melancólico, con la mirada perdida
en lo infinito, sumido en los recuerdos de su pasado,
y luchando contra aquel fantasma que le
atormentaba: que sus hijos, lo llevaran a la ciudad.
En otoño, cuando las alamedas de la ribera se
despojaban del follaje ocre y púrpura, a Frasquito no
se le volvió a ver más. ¿Qué habría sido del Tío
51
Frasquito? ¡Quizá su temor se había cumplido y sus
hijos lo arrancaron de su entorno y lo llevaron a la
ciudad!
(I)
Apareció una fría mañana de otoño y ocupó la
esquina del bulevar protegiéndose del relente y de la
lluvia bajo la cornisa del tejado. Desde este lugar
contemplaba el trajín de la ciudad: serenos y
trasnochadores en retirada, barrenderos, regadores,
52
vendedores de periódicos y desocupados
madrugadores que se incorporaban a sus quehaceres
rutinarios unos, y a ver pasar la vida sin das golpe,
otros. El, el hombre de la esquina, sabía el orden de
aparición y el papel que cada cual interpretaba. De
menos edad de la que aparentaba, lucía una menuda
figura; pelo largo y rizado cuyos bucles festoneaban
el rostro moreno y arrugado que reflejaba
sufrimientos y adversidades. Lucía larga, espesa y
descuidada barba que descolgaba sobre su
desabrigado pecho; se cubría con escasos y
harapientos ropajes; calzaba zapatos de cuero
resquebrajado y en parte descosido, dejando al
descubierto por las punteras sus pies sin calcetines,
expuestos a la intemperie. Nunca se separó de un
viejo periódico que llevaba difícilmente
sosteniéndose en el desgarrado bolsillo de su
chaqueta unas veces, y bajo el brazo las que más.
Difusos recuerdos le atormentaban desde que, siendo
un niño, un grupo de hombres con uniforme
irrumpieron en su humilde casa de aquel pequeño
pueblo y a empujones, se llevaron a sus padres;
53
escena que nunca pudo olvidar. Huyó despavorido y
se encontró solo trotando por polvorientos caminos,
mendigando de pueblo en pueblo y al acecho de un
posible descuido que le permitiera hurtar el sustento
que le aliviara el hambre aquel día. ¡Después, lo que
dios quisiera!
Creció sin amparo y ante el desprecio de
muchos. Trabajo en las más duras faenas del campo,
fue picador en canteras y minas; descargo pesados
fardos en muelles de puertos y estaciones y en
ningún sitio permaneció ni se dio a ver más tiempo
del necesario para conseguir un jornal que le
permitiera cubrir sus necesidades durante algunos
días. Con el mismo misterio que aparecía, volvía a
desaparecer.
Horizontes de esperanza vislumbró cuando descubrió
en la polvorienta estantería de aquel viejo almacén el
rancio periódico que ahora le acompañaba.
Lentamente lo fue ojeando hasta que, en una de las
páginas interiores, con dificultad leyó un borroso
párrafo que le sobresaltó y trajo a su memoria
54
nebulosos recuerdos del pasado. Con cuidado lo
enrolló, lo metió debajo del brazo y se marchó.
Ahora, desde la esquina, nada de lo que ocurría a su
alrededor pasaba desapercibido ante su atenta y
felina mirada. Cuando desde la estrecha callejuela
surgía la escuálida figura vistiendo descolorida
sotana y dirigiéndose a la iglesia situada tres calles
más abajo haciendo esquina, su mirada se clavaba en
ella, siguiéndole, hasta que desaparecía tras el
umbral de la amplia puerta del templo. Después, se
alisaba el pelo, estiraba su raída chaqueta, metía la
mano en el bolsillo del pantalón y lentamente se
encaminaba acera abajo hasta el carrito de golosinas
y cigarrillos instalado desde que amanecía en la
puerta de la taberna, frente a la iglesia. Todo estaba
previsto: cuando la mujer veía que se aproximaba,
cogía el cigarrillo, se lo ofrecía y de una cajetilla de
cerillas que tenía al uso, extraía una, la encendía y el
hombre con mano temblorosa llevaba el cigarro a los
labios, daba una profunda calada, exhalaba el humo y
con la misma tranquilidad con la que se había
acercado, sacaba una moneda, la entregaba a la
55
mujer, y con lento caminar, sin prisa y envuelto en su
misterio, por las calles adyacentes desaparecía. Al
día siguiente, todo se repetiría.
(II)
Un rato después de que los hombres uniformados
abandonaran la casa con los padres cautivos, alguien
entro en el fantasmal habitáculo y momentos después
salió con dos niños, mellizos, que solo hacía un mes
que habían nacido. Eran niño y niña.
Él fue dejado en la esclusa del orfanato y a la niña la
recogió una familia adinerada residente en la capital,
aunque con bienes agrícolas en las proximidades de
aquel pueblo rural.
El orfanato era regentado por monjas de la caridad y
así el niño fue bautizado; a medida que crecía, se le
fueron administrando todos los sacramentos que la
jerarquía eclesiástica imponía. Con doce años
ingreso en el seminario –más que por su propia
vocación, por la de sus cuidadoras–. Fue aplicado y
brillante en los estudios y pronto se ordenó y celebró
la primera misa.
56
Antes de venir a la parroquia de la ciudad, pasó por
otras en diversos y lejanos pueblos. Ahora se alojaba
en la residencia del obispado, junto a otros
sacerdotes que como él carecían de familia que les
cuidaran.
Impaciente esperaba todos los días que las monjas le
sirvieran el desayuno para ir a la iglesia; más que
para comenzar a ejercer su misión, obsesionado por
volver a contemplar aquella indigente figura de la
esquina que tan extrañas sensaciones le producía,
cuando percibía que le clavaba su penetrante mirada
y le seguía. En varias ocasiones tuvo la tentación de
acercarse, dirigirle unas palabras de saludo y aliento
y ofrecerle unas monedas; pero nunca tuvo el
convencimiento de que la presencia del hombre en la
esquina fuera para mendigar. Cuando entraba en la
iglesia, a través de las rendijas de las puertas del
cancel, contemplaba la escena del cigarrillo entre el
hombre y aquella mujer del puesto de golosinas.
(III)
La niña creció junto a los hijos de la familia
adinerada que la recogió, participó con ellos en todos
57
sus juegos y entretenimientos, si bien nunca los
acompaño ni asistió a la escuela. Aún siendo una
niña, se le encomendaron las duras tareas de la casa:
fregó suelos y cacharros, limpio el polvo de los
muebles y sirvió la comida. Después, arrinconada,
ella podría comer. Cuando todavía era adolescente,
fue victima de los perversos deseos del “señor” y en
varias ocasiones, con cautela y comprando su
silencio con promesas que nunca cumplió, la obligó a
ir a su cama. Harta de tanta afrenta, en una oscura
madrugada desapareció.
Pasó por burdeles, casas de citas y cabaret; de su
trabajo se aprovecharon sinvergüenzas, chulos y
alcahuetas. Cuando su atractivo juvenil se
desvaneció, se refugió en un insalubre cuartucho del
hueco de escalera en un patio de vecinos de un
angosto callejón, de donde solo se le veía salir
cuando con su carrito de golosinas se dirigía a
instalarse en la puerta de la taberna que estaba frente
a la iglesia del bulevar. Ahora, con lo que ganaba en
su puesto de golosinas y cigarrillos, a penar podía
subsistir.
58
(IV)
En los largos días de primavera, el bulevar se
animaba; allí se reunían personas llegadas desde
todos los suburbios y barrios de la ciudad. Unos leían
el periódico y los que más, paseaban de esquina a
esquina solo para tomar el sol.
La escuálida figura vistiendo descolorida sotana,
como cada día, surgió de la callejuela, dirigió la
mirada a la esquina y quedo sorprendido al no
apreciar la indigente figura. Momentos antes, la
mujer del puesto de golosinas y cigarrillos, también
había sido sorprendida con la visita del hombre,
antes de lo habitual. La figura con descolorida sotana
siguió su caminar hasta que alcanzó el umbral de la
puerta; antes, se paró, miro a la mujer del puesto de
golosinas y la saludó. –fue la primera vez desde que
instaló su carrito en la puerta de aquel bar– Cuando
subió el escaló y entró al cancel, quedo absorto y
sintió un repeluzno que le estremeció hasta lo más
profundo de su ser. En las penumbras del atrio, casi
imperceptible, estaba la harapienta figura apoyada
59
sobre el portalón. Permanecieron frente a frente,
cruzadas sus miradas y sin que ninguno fuera capaz
de pronunciar palabra alguna. Al fin, el cura reanudó
su marcha y cuando se disponía a atravesar la puerta
que da acceso desde el atrio a la nave central, sintió
la mano del hombre que le asía de la manga de la
sotana al tiempo que con la libre le mostraba el
amarillento y sucio periódico. El párroco, con
lentitud y con los nervios a flor de piel, leyó la
noticia. Según leía, sus ojos se tornaban brillantes y
se humedecían con emocionantes lágrimas que le
enturbiaban la visión, dificultándole leer el final con
claridad. Cuando levantó la cabeza y ambos se
volvieron a mirar, el instinto y la conmoción fueron
tan intensos, que, lejos de intercambiar palabra, entre
sollozos, se abrazaron
Muy juntos, casi rozándose, como si quisieran
impedir una nueva separación, salieron del templo,
cruzaron la estrecha calle y se dirigieron a la puerta
del bar. Se detuvieron junto al carrito de golosinas; la
mujer, aunque extrañada por aquella segunda e
inhabitual visita, –en aquel hermoso día primaveral–
60
tanto de la misteriosa y harapienta figura de la
esquina como del hombre con sotana, cogió el
cigarrillo y como de costumbre se lo alargó; pero su
mano fue asida y acariciada por las del indigente
hombre de la esquina. El cura, con el periódico frente
a si le dirigió una misteriosa frase que la mujer
comprendió. Ahora, el abrazo fue de los tres.
Después, abandonaron el carrito, pasaron por la
iglesia y la esquina; allí se detuvieron, se miraron y
sin intercambiar palabra alguna, continuaron su
marcha hacia un futuro que nunca ninguno, –si a
caso, el hombre de la esquina– habían vislumbrado.
En la estela dejada tras de si, fue quedando el
turbulento pasado que les dejó huérfanos y les
separó.
Solo ellos supieron el mensaje que les transmitió, y
nadie, quien lo escribió y dejó el rancio periódico
sobre la polvorienta estantería de aquel viejo
almacén.
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Matices de la naturaleza
La Naturaleza envuelta en extraños matices me
fascina. Hoy ha sido uno de esos días en los que
abres la ventana después de una lluviosa madrugada
y te sientes atraído por lo que se vislumbra tras las
colinas. Hacia allá me he dirigido con la mente
limpia, sin fijarme destino ni proyecto. Después, me
he encontrado sumido en
unos parajes espectaculares: negros nubarrones
errantes imponían su normas cubriendo con sus luces
y sus sombras laderas de pinares y dehesas de
encinares. Me ha aflorado la vena de bohemio
melancólico que en otras ocasiones me han llevado a
recorrer sin rumbo callejas y callejones en la ciudad
para percibir la historia, la vida que fue de
generaciones pasadas. Me he fundido con nubes,
bosque y arboledas. He percibido extrañas
sensaciones de paz y libertad indescriptibles. El
viento soplaba con moderación, seco y
frío, haciéndose sentir en las partes del cuerpo
descubiertas y encrespando mi canoso cabello.
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En la venta, sentado en una mesa junto a la lumbre,
ensimismado he contemplado como el
fuego devoraba un grueso tronco de almendro y he
experimentado la tranquilidad y relajación que
infunde este ejercicio. A través de la ventana,
tamizada por las desnudas ramas de la acacia, he
percibido lejanas montañas tocadas con sutil velo
blanco. Por el camino, la mujer vestida a la antigua
usanza: falda larga, chaqueta de lana grande y
desgarbada, pañuelo jaretón en la cabeza anudado
bajo la barbilla y calzado cómodo, caminaba en
dirección a la venta, hasta que, inesperadamente,
dejó el camino y campo través, desapareció.
En casa, mi mente ha seguido volando sobre esta y
otras de mis rutas, en las que me siento acompañado
ahora por ti que has tenido la paciencia de llegar
hasta este punto de mi aventura.
63
Mulhacen, el placer de la altura
Hoy, 17-9-08, ha amanecido Granada con oscuras
nubes cubriendo el cielo casi por completo. Cuando
regresaba a casa después de cumplir con mis
obligaciones de abuelo, me ha sorprendido un
chaparrón que me ha calado hasta los huesos.
Cuando he llegado, desde mi mirador privado —el
balcón de mi casa— placenteramente he visto las
cumbres de Sierra Nevada surgir de entre las blancas
nubes, que ya más livianas se posaban sobre sus
faldas. De entre ellas, aparecían las más
emblemáticas elevaciones: Veleta, Caballo,
Trevenque… sobre las que de hito en hito he posado
mi mirada tratando de encontrar un resquicio que me
permitiera ver el “coloso”, el más alto de la
península, El Mulhacén, pero no. No me ha sido
64
posible ni siquiera vislumbrar alguna de sus aristas y
es que, el Mulhacén, desde mi mirador privado no se
ve; pero a pesar de ello, mi inconsciente ha
revoloteado sobre aquellos parajes, recordando el día
14 de agosto, un caluroso día, que, obviando las
fiestas que se celebraban en Motril, un grupo de
amigos han optado por disfrutar de los placeresque
ofrecen esta hermosas tierras del Sur de España, en
donde el mar se funde con las alturas y en menos de
40 minutos puedes pasar del baño en la playa a tener
que abrigarte con rigor en las altas cumbre de la
sierra: el Mulhacén.
El trayecto de Motril a Capileira, como es habitual,
se hizo en coches particulares, dejándoles en esta
localidad alpujarreña para coger el microbús-
lanzadera que realiza el trayecto hasta el paraje
conocido como Mirador de Trevelez o Chorrillo.
Desde aquí hasta la cumbre, hay que salvar una
distancia 7,5 Km y un gran desnivel, pasar de los
2.675 m a los 3.484 m de altura desde el nivel del
mar, aproximadamente. Además de tener que superar
este reto, se nos presentaba una dificultad añadida: el
65
viento. Aunque moderado al principio, nos obligaba
a ajustarnos los sombreros y recurrir a alguna prenda
de abrigo. A medida que avanzábamos el viento
soplaba con más fuerza, poniéndonos en dificultad,
especialmente, cuando el sendero se extendía sobre
las escarpadas crestas. Las perspectivas no eran muy
alagüeñas, al recordar la subida del año pasado que
también fue en un día de fuerte viento que no nos
dejó ni siquiera disfrutar unos minutos en la cumbre,
en donde para evitar ser desplazado había que
echarse al suelo y reptar o cogerse fuertemente a las
rocas. Con este temor, continuamos la marcha
aunque en alguna ocasión pasó por nuestra mente la
idea de desistir; pero nos habíamos propuesto
cumplir el reto y contra viento, y no contra marea,
insistimos en la idea de llegar a la cumbre.
66
Subida al refugio de Elorrieta
Después de la ruta a Través del río Trevelez hasta el
Juntillas —a la que se hace referencia en la anterior
crónica de esta página— y cuando nos refrescábamos
en una de las terrazas de tan pintoresca localidad
alpujarreña, acordamos que la siguiente ruta a
realizar sería a los Lagunillos de la Virgen, esta vez
por la vertiente Norte de Sierra Nevada.
En la ruta del río Trevelez, contábamos con la
compañía de Pepe Guirado, pero un problema en la
garganta le impidió poder acompañarnos a esa ruta
que en `principio él había propuesto. Ahora, cuando
planeábamos esta otra, confiábamos en que el
problema habría desaparecido y esta vez Pepe sí nos
acompañaría. Cuando en la mañana del día 17 de
julio, fecha que acordamos para realizar esta
excursión, llegó Antonio al lugar de partida y nos
comunicó que Pepe tampoco vendría, la desilusión
fue unánime. Nos fuimos sin él con la esperanza de
que sus dolencias le desaparecieran y a la próxima,
por rutas más accesibles y sin vértigos, podamos
contar con su compañía.
67
Partimos de Motril después de la hora acordada, en
dos vehículos particulares, suficientes para el grupo;
y en este medio llegamos hasta la Hoya de la Mora.
Hacía una mañana soleada y calurosa durante todo el
trayecto, pero en aquellas alturas el viento que
soplaba fuerte te helaba la piel y pronto hubo que
enfundarse en prendas de abrigo y untarse las partes
del cuerpo al descubierto con crema protectora para
evitar las desagradables consecuencias que nos
pudieran producir las condiciones atmosféricas en las
que durante la mayor parte del día íbamos a
permanecer.
Oteando horizontes que se extiende por los cuatro
puntos cardinales, comenzamos las andadas,
vencidos hacia delante para contrarrestar la fuerza
del viento que nos zarandeaba, callados y afanados
en salvar aquellas crestas propicias al paso del viento
para alcanzar la zona de Borreguiles, en donde las
hondonadas glaciares nos fueran más propicias. En
aquella zona comenzamos a realizar las primeras
fotos tanto de paisajes como de endemismos, así
como comunicarnos verbalmente —hasta ahora nos
68
lo había impedido el fuente viento reinante— y saber
de las intenciones de Antonio, que no eran solo las
de llegar a los Lagunillos, sino al refugio de
Elorrieta, idea que todos compartimos.
Telecabina de Prado-llano a Borreguiles y tele silla
de Borreguiles al Veleta estaban en funcionamiento,
razón por la que de vez encunado nos encontrábamos
con montañeros solitarios, uno octogenario y
experimentado en el desenvolvimiento en estos
parajes, que nos desveló el nombre de una misteriosa
laguna, de la que descosíamos el nombre y que él nos
desveló como Laguna Secreta, (quizás sea la laguna
del caballo) por estar situada de forma que solo es
visible desde la alturas o cuando prácticamente estas
encima de ella.
Superado Borreguiles, radar y observatorio
alcanzamos la cabecera del río Dilar
En estas latitudes el camino transcurre mas suave y
por hermosos parajes encharcados y surcados por
infinidad de meandros de aguas frías procedentes de
las escasa manchas de nieve todavía existentes en
zonas umbrías y que perduran gracias a la
69
acumulación en tiempos de nevadas en grandes
ventisqueros. Así alcanzamos la laguna de las
Yeguas, rebosaste de cristalinas aguas y en donde no
pudimos pasar sin pararnos para contemplarla,
fotografiarla y disfrutar de tan apacible estampa.
Desde las Yeguas a los Lagunillos de la Virgen, el
tramo es corto y allí, en donde en un principio se
pensaba terminar la subida, decidimos hacer una
parada, para refrescarnos y tomar alguna fruta que
nos proporcionara energía para continuar el tramo
con más desnivel que nos llevaría hasta el refugio de
Elorrieta.
Que estupenda decisión la tomada en Borreguiles
para llegar hasta aquella cumbre. Nos encontramos
con un montañero, que habiendo salido dos días
antes desde Orgiva, daba descanso a sus fatigados
pies y echado sobre el rocoso suelo perdía su mirada
por lejanos horizontes. Después supimos que era de
nacionalidad inglesa y se ofreció para hacernos una
foto de grupo. Las gracias ya se las dimos.
La decisión de subir a Elorrieta fue un acierto.
Algunos, ya lo conocía, para otros, entre los que se
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encuentra el cronista, era la primera vez; pero unos y
otros disfrutamos de aquellas alturas contemplando,
casi tocándolos, el colosal Mulhacen, el Veleta, el
Caballo y junto a él Laguna Cuadrada… y que
maravilloso deslizar la vista por el vasto Barranco de
Poqueira.
Tras da buena cuenta del bocadillo, permanecer un
rato en silencio contemplando las espectaculares
panorámicas que se abrían ante nuestra vista,
emprendimos el regreso con la misma tranquilidad y
relajación que se había realizado la subida.
Junto a Borreguiles, nuevamente nos encontramos
con el octogenario solitario, quien igual que nosotros
regresaba encantado, el con intención de coger el
telecabina y nosotros con la de seguir caminando
hasta Hoya de la Mora en donde teníamos los coches.
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