ALGUNAS PUNTUALIZACIONES
SOBRE LOS MOMENTOS INICIALES EN
LA CONSTITUCIÓN DEL APARATO PSÍQUICO
Lic. Juan José Calzetta
En las páginas que siguen se procura aislar algunas de las numerosas variables que constituyen
el edificio conceptual del psicoanálisis. Se las examina a lo largo de un breve pero fundamental período
de la vida: los dos o tres primeros años. Como resulta inevitable se dejan fuera muchas cuestiones
básicas, pero su tratamiento excedería el propósito de este trabajo.
Desde el punto de vista psicoanalítico puede afirmarse que el hombre no renuncia jamás
totalmente a nada. Cada uno de los momentos constitutivos del aparato psíquico, cada una de las
configuraciones desiderativo–defensivas permanece y hasta puede resurgir en circunstancias
particulares. Freud apela en “El malestar en la cultura" a una metáfora que ilustra esta afirmación.
Ocurre, explica, como si en una ciudad de larga historia –Roma, por ejemplo- pudiera observarse
simultáneamente cada una de las sucesivas configuraciones urbanas. Según como el observador
dirigiera su mirada o modificara su punto de observación, haría surgir las imágenes correspondientes a
los edificios que ocupaban cada lugar en los distintos momentos históricos y que fueron siendo
reemplazados unos por otros.
Junto con el concepto de resignificación (reinscripción o reorganización del material mnémico,
al que se le asigna nuevo sentido en función de experiencias ulteriores), el concepto de la conservación
del material psíquico como regla -a menos, claro está, que medie lesión de la sustancia nerviosa- es
indispensable para entender la cuestión de la evolución del aparato psíquico. Es necesario articular
ambos conceptos para evitar una idea errónea que reduzca el proceso de constitución del aparato a una
mera progresión lineal.
Tomando estos recaudos, es posible internarse en la reconstrucción de esa historia, tarea que
implica ordenar según una secuencia cronológica los estados del aparato psíquico que se han ido
develando a partir, en primer lugar, del análisis de las neurosis. Cuanto más cercanos al comienzo,
tanto mas especulativos serán los momentos de esta construcción.
Puede entonces concebirse un punto de partida inicial indiscriminado, en los primeros
momentos de la vida, cuando el Yo (en el sentido de sentimiento de sí, lo que el sujeto considera como
su mismidad) no ha reconocido aún a un otro, un mundo, un “no–Yo”. Freud establece una primera
localización, a la que apenas correspondería denominar psíquica, que se funda sobre la comprobación
de que ciertos estímulos son discontinuos (el niño asocia su desaparición con los movimientos que
realiza con su cuerpo), mientras que otros mantienen constante su presión, por más que se realicen
movimientos; es decir, no resulta posible apartarse de ellos.
Para comprender esta cuestión es necesario recordar que el psicoanálisis parte de
conceptualizar a la sustancia nerviosa, y en principio al aparato psíquico por ella soportado, como un
dispositivo destinado al apartamiento de estímulos, de acuerdo con el Principio de Constancia que
tiende a mantener en todo momento la excitación en el nivel más bajo posible. Por esa razón adquiere
particular importancia la posibilidad de suprimir estímulos mediante la fuga, la que comienza siendo un
reflejo. El Yo Real primitivo, que se funda en la discriminación arriba señalada, comienza por
circunscribir un lugar (antecedente de lo interior) como sede de lo inevitable. Por fuera queda un
incipiente exterior, que en principio será aquello que puede ser suprimido, de lo que es posible fugarse,
es decir, lo indiferente.
Las exigencias provenientes del soma rompen una y otra vez la tendencia original al
apartamiento total de estímulos. La madre (en tanto función) cumple para el pequeño el papel de
asegurar la satisfacción de las necesidades que él, en la más total inermidad, es aún incapaz de
reconocer más que como urgencias sin nombre. Estas primeras experiencias de satisfacción dejan sus
huellas, primeras marcas mnémicas (o sea, de memoria), sobre las que irá a fundarse, con toda su
complejidad, la delicada armazón del aparato psíquico.
Estas primeras huellas inauguran el polo del placer de lo que será después la serie placer-
displacer. Son estas primeras investiduras, estas primeras transformaciones de cantidad en cualidad, los
basamentos del narcisismo primitivo; el punto de partida de la representación del Yo, así como, al
mismo tiempo, de la del objeto deseado.
Se va constituyendo así un incipiente aparato capaz de procesar la cantidad de excitación que
llega desde las fuentes somáticas. Este rudimentario proceso psíquico consiste en la reactivación de las
huellas mnémicas por vía de la alucinación. Esta es un intento de repetir la experiencia que había sido
anteriormente ocasión del descenso de la cantidad de excitación, dado que proveyó la satisfacción
adecuada. Ese movimiento psíquico prefigura las posteriores identificaciones; pero por el momento, en
tanto el Yo no se diferencia de su objeto, la identificación es indistinguible de la investidura de objeto,
o aún del deseo. No existe todavía un otro, un no–Yo definido. Se origina en estos momentos iniciales
la polaridad afectiva amor–indiferencia.
A partir de lo señalado, se concluye que operan simultáneamente dos tendencias distintas: a)
una orientación realista inicial cuyo fundamento es biológico, reflejo; y b) una tendencia a la repetición
imaginaria de la experiencia de satisfacción.
De la interacción de estos principios organizativos surge un nuevo nivel: el Yo-placer
purificado, lo que incrementa la estabilidad de la estructura yoica. En esta nueva forma del Yo, éste
queda identificado con el polo de lo placiente, mientras que lo displaciente es proyectado al exterior.
El borde yoico prefigurado en el Yo Real Primitivo (es decir, el borde que separa lo evitable mediante
la fuga de lo no evitable) es ahora utilizado con un nuevo sentido. Comienza a surgir un No-Yo, un
exterior ahora no indiferente en torno al Yo, constituído por lo odiado, lo relacionado con el dolor y el
displacer, aquello de lo cual procura fugarse el Yo una vez descubierta la posibilidad de la fuga. La
polaridad afectiva no es más “amor–indiferencia”, sino, a partir de este momento, amor–odio. El
primer sentimiento destinado a un objeto reconocido como exterior es, entonces, el odio; y, en una
aparente paradoja, ese objeto exterior es primordialmente el interior del propio cuerpo, en tanto que es
asiento de las sensaciones displacientes. Queda ahora completada la serie placer–displacer que se
superpone con “Yo-no Yo”. Las representaciones–cosa que constituyen el núcleo del Yo son también
las del objeto amado; o mejor las del objeto fusionado con las partes del cuerpo propio con las que
entra en contacto (como, por ejemplo, boca y pezón, que forman un continuo). Obsérvese que no hay
aún posibilidad alguna para el niño de establecer una distinción entre Yo y objeto amado. En este
sentido el Yo es, ante todo un Yo corporal, en la medida en que partes de la superficie del cuerpo han
sido significadas libidinalmente (investidas) por la madre, en el curso de la alimentación y el cuidado
del bebé.
Este Yo ahora configurado, omnipotente en su capacidad de reproducir al objeto satisfaciente
mediante el recurso alucinatorio apenas se establece la tensión de necesidad, es el lugar de lo “bueno
absoluto”. Se constituye así un Yo Ideal cuyo rastro se hallará más tarde en la construcción del Ideal
del Yo.
A lo largo de todos estos momentos constitutivos, los procesos de carga de las
representaciones–cosa van excediendo la mera alucinación y dan lugar a formas primitivas de
pensamiento como transferencia de carga entre dichas representaciones. Tal pensamiento es aún
inconsciente ya que las huellas mnémicas son en sí inconscientes y carecen de signos de cualidad
perceptibles por la conciencia, salvo en el caso que se reactualice su percepción, o sea
alucinatoriamente. Este primer pensamiento inconsciente se ejemplifica con el “ pensamiento
reproductor “ que Freud describe en el Proyecto de una psicología para neurólogos. Paulatinamente,
las primitivas representaciones aisladas en un principio e independientes de sus relaciones mutuas,
comienzan a vincularse entre sí, constituyendo una trama representacional cada vez más compleja.
Este camino conduce a la inhibición de los procesos primarios y la instalación del Juicio de Realidad.
Un nuevo nivel de complejidad se produce con el acceso a la palabra, que surge apoyándose
sobre el llanto que invocaba a la madre: el pensamiento, hasta entonces inconsciente, adquiere la
posibilidad de consciencia dado el enlace de las huellas mnémicas de cosa con las de palabra. Se
constituye así el proceso preconsciente y se enriquece extraordinariamente la capacidad de
procesamiento de cantidades de excitación. Este nuevo nivel de funcionamiento mental conduce a la
implementación de la acción específica por parte del Yo, lo que permite obtener satisfacciones de
manera más autónoma.
La instalación del Juicio de Realidad, que marca el final del Yo de Placer Purificado, se
establece por imperio de la necesidad. Hasta ese momento –es decir, durante el predominio del Yo
Placer Purificado-, la demora que el sistema interponía en el camino de la descarga vía acción
inespecífica (llanto, movimientos espontáneos, alteraciones internas, etc.), era aún muy pequeña. El
Yo, en tanto sede omnipotente del bien, que fabricaba alucinatoriamente su objeto cada vez que la
tensión aumentaba, podía mantenerse escaso tiempo. La urgencia corporal insistía exigiendo la
reducción de tensión y terminaba por desarticular esa ilusión. La realización alucinatoria estallaba en
una explosión de displacer, la angustia automática o cuantitativa, que sigue el modelo de la reacción
ante el nacimiento y desarticula al incipiente aparato psíquico.
Tal angustia solo cesaba cuando el auxiliar externo -la madre– acudía a proporcionar una
nueva experiencia de satisfacción. La reiteración de estas frustraciones obliga al Yo a desarrollar un
dispositivo que inhiba las grandes transferencias de cantidad de excitación que constituyen el proceso
primario. Para que esa inhibición del proceso primario sea posible –o sea, para que se instale el
proceso secundario- es necesario que se produzca la complejización de la trama representacional, lo
que permite atenuar la cantidad de carga que inviste a la huella mnémica de la cosa. En otros términos:
el Yo logra reprimir la reproducción alucinatoria del objeto deseado, ya que ese camino (la Identidad
de Percepción) demostró terminar ocasionando displacer. Comienza a actuar el Principio de Realidad,
el que en última instancia está al Servicio del Principio del Placer y lo perfecciona, ya que su finalidad
es, precisamente, evitar el displacer.
Este procedimiento por el cual el Yo logra evitar la repercepción alucinatoria de la satisfacción
es llamado por Freud, en el Proyecto de una psicología para neurólogos, “Defensa Primaria”. Permite
el pasaje de la Identidad de Percepción (alucinación primitiva) a la búsqueda de Identidad de
Pensamiento (rodeos mentales necesarios para alcanzar efectivamente la satisfacción) o, en otras
palabras, discrimina la percepción del recuerdo.
El Yo se defiende así de la sensación de displacer que sobreviene a la frustración y se asegura
algunas formas de actuar en el mundo exterior para lograr la satisfacción real. Por esta razón es que, si
bien el Principio de Realidad parece contrariar al de Placer, oponiéndose a la realización alucinatoria
que es el intento de obtener placer sin demora, en realidad lo perfecciona, poniéndose a su servicio. El
Yo que logra esta doma no es más en principio que un sistema de representaciones investidas
libidinalmente, que retiene en esa trama representacional una cantidad de energía suficiente como para
asegurar su eficacia. Las ideas que lo forman se estructuran alrededor de la representación de objeto.
Como se dijo más arriba, esa representación primitiva de objeto es, a la vez, representación del Yo
mismo. El núcleo del Yo es esa identificación primaria.
De su objeto –al principio no reconocido como tal- aprende el Yo su capacidad discriminadora,
habilidad que le resultará imprescindible en el progresivo dominio de la realidad. Este aprendizaje se
produce, precisamente, como consecuencia de la identificación. El otro y su perspectiva están incluidos
en el Yo desde el comienzo de la constitución psíquica.
Este proceso lleva a que el Yo logre al fin diferenciarse de manera estable de su objeto. Antes,
la inmediata producción alucinatoria con que se intentaba cancelar todo aumento de tensión impedía
esta discriminación. Si el Yo reproducía el objeto a voluntad, éste era entonces parte de aquél:
precisamente su parte más valiosa. Pero desde el momento en que el objeto se reconoce como externo,
el Yo debe tolerar el doloroso aprendizaje de que esas partes valiosas de sí mismo se encuentran, en
realidad, fuera de él. En otras palabras: el Yo debe comenzar a aprender a esperar. Es decir, deberá
aplazar los movimientos de descarga (acciones específicas) hasta que haya comprobado los signos de
realidad que aseguran que se ha reencontrado afuera el objeto deseado.
De modo que lo “bueno” absoluto se fractura; el amor al Yo y el odio al objeto son ya
insostenibles. Si parte de lo bueno está afuera, en el No-Yo, y parte de lo malo es propio del Yo, la
ambivalencia afectiva se torna inevitable. Los sentimientos hacia el objeto -y también hacia el Yo-
consistirán en una mezcla de amor y odio.
Así como en la etapa anterior la principal exigencia planteada al incipiente aparato psíquico
había sido la cualificación de las cantidades de excitación, ahora se hace imperativo el dominio del
objeto. Por imposición de la realidad el Yo se vio obligado a separarse de él, pero al hacerlo, el objeto
arrastró consigo algunas de las pertenencias más valiosas del Yo. Este último queda entonces marcado,
para el resto de su historia, por la tendencia perpetuamente insatisfecha a recuperar lo perdido,
reincorporando el objeto. Es cierto que la anterior forma de buscar el placer, vía realización
alucinatoria, terminaba siendo frustrante; pero es particularmente difícil renunciar a las ilusiones. El Yo
deberá soportar en adelante la nostalgia de un objeto perdido que en realidad nunca poseyó. El
mantenimiento de la defensa primaria, que permite el ejercicio del juicio de realidad, representa un
tensionamiento constante que el Yo debe esforzarse por sostener; sólo prescinde de él en esa profunda
transformación que experimenta cada noche, cuando se entrega al reposo, y las alucinaciones oníricas
reinstalan un primitivo modo de procesar los deseos.
Desde el punto de vista económico ese esfuerzo se explica como el mantenimiento, dentro de
la trama representacional yoica, de una cantidad de energía psíquica que se sustraerá a la descarga,
oponiéndose a la tendencia más elemental del sistema, que era, como se recordará, a la descarga sin
demora y lo más completa posible.
Es claro, entonces, que si no puede reincorporar el objeto perdido deberá procurar dominarlo
por cuanto medio disponga. Esta es, precisamente, la edad del dominio muscular y también de los
caprichos. En tanto manifestación de la pulsión de dominio, éstos tienen por finalidad imponer el
objeto que se aleja una conducta determinada por los propios deseos. Es también la edad del sadismo,
porque en el sufrimiento del otro, ocasionado por el Yo, se manifiestan la voluntad del dominio y la
ambivalencia afectiva. Por ese camino se llega a un desenlace paradójico: el mayor dominio posible
consiste en la destrucción del objeto y, por lo tanto, su pérdida definitiva.
De esta dramática comprobación parte también la primera gran renuncia por amor: el control
de esfínteres. Para retener el amor, inseparable aún de la presencia corporal del objeto, el Yo renuncia a
su placer y a su producto.
La angustia experimenta en esta etapa una gran transformación. Si antes puede considerarse que
era producto de una invasión de cantidad de excitación, que excedía las posibilidades metabolizadoras
de la estructura yoica (y por lo tanto, destruía momentáneamente al Yo) ahora será en cambio,
anticipación. El Yo, advertido de la posibilidad de perder a su objeto, anticipará las condiciones de su
pérdida: separado de su objeto, quedaría nuevamente expuesto a las invasiones de cantidad. Es que el
tipo de vínculo que puede establecer con un objeto conserva aun mucho del modo de enlace
identificatorio narcisista. El Yo construye su objeto a su semejanza y mantiene con él una relación de
prolongación y apoyo. Se dice que se trata de una elección objetal–narcisista. La pérdida del objeto
implica, necesariamente, un desgarro vivido como irreparable en el Yo.
A través de los avatares de esta creación del mundo, el Yo encuentra en la realidad obstáculos
para el desarrollo de su sadismo (la educación por parte de los padres, el control de esfínteres) que
determinan la actuación de su forma reflexiva: el masoquismo; retorno autoerótico de la pulsión que
implica la recuperación de un modo narcisista de satisfacción. El Yo se identifica con el objeto de la
pulsión sádica produciendo un pasaje de la actividad a la pasividad, polaridad que impregna todos los
vínculos que se establecen en esta etapa.
El antecedente de la pulsión de dominio es el esfuerzo del Yo por dominar las cantidades de
excitación que afluyen del cuerpo, asignándoles cualidad; esto es, enlazándolas a la representación de
objeto y elaborando la serie placer–displacer, según la cual se establece un adentro y un afuera en el
sentido de lo propio–amado, y lo ajeno–odiado, respectivamente. Después se tratará de dominar el
objeto mismo, dominio que se apoya en el anhelo subyacente de desobjetalizarlo; es decir,
reincorporarlo al Yo. Lo que en el momento de la constitución yoica denominando Yo-placer
Purificado se plantea en términos de oposición adentro–afuera se reeditará luego como activo–pasivo,
dominador–dominado, sádico–masoquista. De esta polaridad tomará sus materiales la posterior
diferencia fálico-castrado, sobre la que se apoya masculino–femenino.
Pero el Yo de la etapa sádica no reconoce aún tales diferencias o, por lo menos, no les asigna
mayor significación; el objeto es, ante todo, igual al Yo. Más tarde, cuando la comprobación de las
diferencias sexuales se haga inevitable, comenzará a ponerse en escena el drama edípico.
Si se articulan los conceptos antes desarrollados con las etapas de evolución de la libido, puede
diseñarse el siguiente cuadro sinóptico, en el que la defensa primaria ocupa una zona de transición.
Debe hacerse la salvedad de que constituye una esquematización de procesos que no reconocen límites
rígidos, y que, necesariamente, omite una gran cantidad de variables; su interés es apenas ilustrativo.
BIBLIOGRAFÍA
Avenburg, Ricardo “El aparato psíquico y la realidad”. Ed. Nueva Visión, Bs. As., 1975
Freud, Sigmund Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968
“Proyecto de una psicología para neurólogos”.
“La interpretación de los sueños”
“Los dos principios del suceder psíquico”
“Los instintos y sus destinos”
“Duelo y melancolía”
”El Yo y el Ello” “Inhibición, síntoma y angustia”
“El malestar en la cultura”
“Esquema del Psicoanálisis”
Lucioni, Isabel “Observaciones sobre la constitución del sado-masoquismo”. Imago Nº 11, Ed. Letra Viva, Bs. As., 1984
FASE ORAL
DEFENSA PRIMARIA
FASE SÁDICO-ANAL
Identidad de percepción Búsqueda de identidad de
pensamiento
Ser = tener
Ser =/= tener
Enlace identificatorio
Elección de objeto narcisista
Cualificación de las cantidades
Dominio del objeto
Angustia automática
Angustia de pérdida de objeto
Indiferencia yo-objeto
Diferencia yo-objeto
Acción inespecífica Acción específica frente a los signos
de realidad
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