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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN………………………………………………………….……………7
Imagina que no hubiera muerte………..………………………………………9
La relativa originalidad de este libro………………………………………….12
La inaudita pretensión de que este libro sea alegre……………………………14
De la vergüenza de hablar de estas cosas……………………………………...15
¿Por qué habría de superarse el temor al ridículo?...........................................16
Muerte y magia…………………………………………………………….…17
La fe mueve montañas……………………………………….………………..18
Creyentes y no creyentes…………………………………………………...…19
El silencio de los sabios………………………………………………………21
¿No crees en la muerte?, luego crees en la reencarnación……………………..23
Reconvenciones al budismo…………………………………………………..24
Mirar a la muerte de hito en hito………………………………………………27
¿Es este un libro de filosofía?............................................................................28
¿Para quién se ha escrito este libro?...................................................................29
De que nada se sabe…………………………………………………………...30
Tu verdad no, la verdad……………………………………………………….32
El gato de Thorndike y el mono de Köhler……………………………………33
Estructura del libro……………………………………………………………36
Disculpas anticipadas…………………………………………………………38
1. ¿QUÉ ES LA MUERTE?...........................................................................................39
1.1. ¿Qué es la muerte?.............................................................................................41
… y corta como un diamante………………………………………………….41
Paseo por el amor y la muerte………………………………………………...43
Periferia de la vida y huellas de la muerte…………………..………………..45
De cómo este es un libro de economía……………...........................................46
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La soledad de Dios…………..………………………………………………..50
1.2. La muerte, lo absoluto relativo…………………………………….………….50
1.3. Los hermanos de la muerte…………………………………………………….51
1.4. Muerte: miedo y angustia……………………………………………………...53
El callejón sin salida del ser y no ser………………………………………….55
Laberintos y nudos gordianos...........................................................................58
1.5. El conatus……………………………………………………………………..……59
Los trogloditas que bebieron en el río de la inmortalidad…………………….62
La petite morte………………………………………………………….....….63
2. LA MUERTE, FENÓMENO TÍPICAMENTE POSMODERNO……………….… 67
2.1. Historias de la inmortalidad…………………………………………………... 70
La soberbia religiosa……………………………….………………………….70
Meditatio mortis…………………………………………….…………………72
Los famosos………………………………………………….………………..75
La ciencia-ficción y la muerte………………………………….……………...77
El elixir de la eterna juventud…………………………………….……………79
Cuerpos ondulatorios……………………………………………….…………80
La inmortalidad virtual……………………………………………….………..82
Las experiencias cercanas a la muerte……………………………….………...82
2.2. La muerte salvaje…………………….………………………………………...83
2.3. El tabú de la muerte……………………….…………………………………...85
Nadie se muere de muerte…………………….……………………………….86
El espectáculo de la muerte……………………….……………...……………88
El truco del tabú…………………………………….…………………………90
3. LA MUERTE Y EL HOMBRE……………………………………………..……..95
3.1. Los hombres, los animales y la muerte…………….………………………….97
3.2. La muerte humanista…………………………….…………………………...100
Muerte y sadomasoquismo…………………………………………………..100
El tiempo y la muerte………………………………………………………..102
Mi muerte y yo………………………………………………………………105
El cuidado de la vida………………………………………………………...106
El hombre IKEA……………………………..……………………………...108
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La muerte es de vital importancia……………………………………………108
La vocación………….………………………………………………………112
La realización social…………………………………………………………114
El Gran casino del mundo…………………..……………………………….116
El dinero y yo………………………………………………………………..118
La ansiedad y la muerte……………………………………………………...119
Dignidad y seriedad…………………………………………………………121
La inútil pretensión de rebañar poder a la muerte……………………………122
3.3. La no mortalidad…………………………………………………………….124
La animalidad, el nirvana……………………………………………………124
4. MATAR LA MUERTE……………………………………………………………129
Los lagrimosos………………………………………………………………132
Los medrosos………………………………………………………………..132
4.1. La muerte incognoscible…..………………………………………...……….133
La muerte inobservable………………………………….…………………..133
La muerte inimaginable……………………………………………………..136
La muerte ininteligible……………………………………………………....138
Aquiles, la tortuga y el timo del salto al límite………………………………139
La muerte futura……………………………………………………………..143
La muerte no es un proceso………………………………………………….144
La muerte no es instantánea…………………………………………………144
Contra el tiempo……………………………………………………………..145
Los tramposos…………………………………………………………….....146
4.2. El yo………………………………………………………………………....147
El árbol real, el árbol que veo, mi ver el árbol,
el árbol del que me doy cuenta que veo, y yo……………………………….148
El mundo de la vida………………………………………………………....151
El misterio de la conciencia………………………………………………....153
El deus ex machina en la ciencia cognitiva……………………………….....156
El yo propietario………………………………………………………….....162
Fragmentos de yo…………………………………………...……..………..165
Dos y dos son cuatro sin que nadie lo piense………………………………..165
Contra la libertad………………………………………………………........167
6
La impersonalidad universal………………………………………………...170
Quietamente sentado, sin hacer nada………………………………………...171
Autoconciencia: un yo que no es un yo…………………….………………...172
4.3. La muerte verdadera…………………………………………………………175
5. MUERTE Y PODER……………………………………………………………..179
5.1. Muerte y sociedad……………………………………………………………181
El aprendizaje de la muerte………………………………………………….181
5.2. La muerte y el mal……………………………………………………………182
5.3. Muerte y poder………………………………………………..……………...186
El poder se aprovecha de la muerte………………………………………….186
El poder es la muerte………………………………………………………...188
CONCLUSIÓN………………………………………………………………………..193
BIBLIOGRAFÍA CITADA…………………………………………............................199
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Imagina que no hubiera muerte
Imagina, amigo lector, que no hubiera muerte. Seguro que ya estás pensando en la
inmortalidad o en la reencarnación. Pero yo no digo eso. No estoy hablando de vivir
siempre, sino de no morir. Verás que no es lo mismo: a ello se dedica este libro. Pero,
como parece que te cuesta algún trabajo imaginar que no vas a morir sin el
acompañamiento de la vida eterna, te propongo que imagines que no supieras que vas a
morir. Sí, como los animales, que no lo saben. Cuando yo hacía esta pregunta a mis
alumnos del instituto, advertía cierta complacencia en sus rostros. Recuerdo que, una vez,
uno dijo: “¡Ah, entonces no me preocuparía por nada!” Y sonreía. Y me vino a la memoria
la melancólica observación de Ortega y Gasset de que son las preocupaciones las que nos
hacen infelices, y que los animales, como no las tienen, son felices.
Otra cosa: ¿tendríamos conciencia del tiempo si no pensáramos que vamos a morir?
Porque lo primero que la muerte crea es un tiempo futuro, los días que nos quedan de
vida. Literalmente lo crea, porque los animales viven en el presente sin conciencia alguna
del tiempo. Hay preocupaciones porque hay tiempo, y hay tiempo porque hay
preocupaciones. Preocuparse, como su nombre indica, es ocuparse en lo que me voy a
ocupar en el futuro. Supongamos una situación en la que la inquietud por la subsistencia
no absorbe todo el futuro, y deja una porción extra, digamos de ocio, libre del esclavizante
negocio (como ocurre mayoritariamente en Occidente). ¿Qué ocurre entonces? Pues lo
que viene a continuación es el querer vivirlo a tope, aprovecharlo: ¡a vivir, que son dos
días! Ahora bien, hay dos tipos de personas: la mayoría, para la que sacar jugo a la vida
es seguir la corriente, el modo de pensar imperante, esto es gastar a tutiplén; y una
minoría, a la que resulta más provechoso hacer cosas interesantes, tales como realizar una
vocación. En ambos bandos hay otra minoría que por diversos factores, entre los cuales
quizás el azar sea el más importante, ha alcanzado la fama, el poder o la riqueza. Cosas
con las que se encuentran muy a gusto los agraciados, y que realmente serían del agrado
de casi todo el mundo, si bien tienen el inconveniente de que si se repartieran se
esfumarían. Efectivamente, para haber afamados, tiene que haber a un tiempo muchos
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anónimos, etc. Pues bien, imagina ahora, amable lector, si la humanidad se preocuparía
por la fama, el dinero o el poder si no hubiera muerte. E imagina un poco más (ya lo
último, por ahora), si habría guerras. Yo creo que no. Como creo que, si no hubiera futuro
(quedamos en que hay futuro porque hay muerte), no haríamos planes, no nos
esforzaríamos en cumplirlos, ni tampoco evaluaríamos su resultado, con la consiguiente
sensación de éxito o fracaso. Y ya sabemos lo que pasa con el fracaso, que llama a la
ansiedad y la depresión. ¿Por qué son estas, si no, las enfermedades típicas de estos
últimos años? Dirás, lector, que solo abruma el fracaso cuando la meta que te has trazado
ha sido demasiado alta, y que lo que hay que hacer es adecuar nuestros proyectos a
nuestras posibilidades. A lo que yo te contestaré que no olvides que de lo que se trataba
era de vivir a tope, ¿no?
Mira, amigo lector, no me estoy inventando nada; sobre este tema de la muerte hay
una abundantísima bibliografía reciente, que tiene su origen en un libro de 1927, del
filósofo alemán Martin Heidegger, que se llama Ser y tiempo. Obra de una gran
importancia, porque describe la situación en la que queda el hombre después de lo que,
el también filósofo alemán Nietzsche, llamó la “muerte de Dios”, que es la culminación
del proceso de secularización, esto es, de pérdida de religiosidad, que se inició en la Edad
Moderna. Heidegger, así como el pelotón que le sigue (que son casi todos), lo único que
hace es explicitar, poner de manifiesto, lo que ocurre en el hombre normal y corriente,
que no lo sabe porque no quiere hablar de ello (veremos pronto cómo la muerte es hoy
día tabú) ni con los demás ni consigo mismo. Y lo que ocurre, después de que no hay
Dios, de que no hay otra vida, es que de lo que se trata es de vivir plenamente esta, que
es el tiempo que tenemos de aquí a la muerte. Lo cual se puede hacer de dos formas: una
auténtica, esto es, realizando tu vocación; otra, inauténtica, formando parte del rebaño.
Sería algo así como que cada uno tiene que escribir la novela de su propia vida, y que
cabe la posibilidad de que sea la “suya”, la de verdad1. Qué duda cabe de que lo que a
toda esta bibliografía toca es clamar porque el individuo gregario abandone la manada y
viva una vida verdaderamente auténtica, como la de ella.
Quedamos, por tanto, en que lo que sigue a la muerte es: tiempo futuro, preocupación,
realización, juicio, éxito o fracaso. Hay más cosas, así como mucho que precisar; pero,
1 Esta idea es lo que en filosofía se llama existencialismo. Porque la existencia precede a la
esencia, es decir, que, primero existimos, y luego nos vamos dando forma en función de nuestras
decisiones. No como se pensaba anteriormente, que el hombre tenía una forma de ser consolidada
ya por el hecho de existir.
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más o menos, esto puede servir para arrancar, que, como dicen los filósofos, ya es hacer
casi la mitad. Pero insistamos en lo más importante: todo esto pasa porque tenemos que
morirnos. Por eso Heidegger define al hombre como “ser para la muerte”. Es decir, que
nuestra vida está por completo condicionada por el acabamiento, nuestro centro de
gravedad. Y también por eso te preguntaba yo, paciente lector, qué veías cuando
imaginabas una vida sin muerte. Dime si ves futuro, preocupación, realización, juicio,
éxito o fracaso. Y, si no lo ves, dime una cosa más: ¿preferirías una vida así, en la que no
tuvieras que competir con los demás ni contigo mismo por triunfar? ¡Qué torpe hay que
ser para no detectar en semejante estructura de vida una cuestión económica! Es el
capitalismo, la competencia capitalista, donde las empresas rivalizan, y triunfan solo
aquellas a las que mejor salen las cuentas, el balance, la relación debe-haber. O, mejor
dicho, es el neocapitalismo, pues esta estructura vital no es propia de unos pocos, sino de
la inmensa mayoría. El neocapitalismo, como sabes, añade a la libertad del capitalismo la
justicia, que es la equidad, el que todos puedan competir en condiciones de igualdad. A
él le corresponde el Estado de bienestar, consistente en que, al tener las necesidades
básicas cubiertas, todos podemos lanzarnos a realizar grandes proyectos vitales.
Hay una cosa en esta bibliografía (perdona que insista en ella, querido lector, pero es
con lo que nos vamos a tener que medir en este libro): los millones de páginas de que
consta están encantadas con la muerte, entienden que es una gran suerte tener que
morirnos, y machaconamente repite que la muerte nos humaniza, que es lo que da valor
a la vida y nos catapulta fuera del deleznable mundo animal. Nosotros, por lo visto,
podemos hacer grandes cosas, mientras que los animales están tirados por ahí. Punto en
el que yo creo que van más allá del sentimiento del hombre común, y que añade un plus
a la que podríamos llamar filosofía popular, la cual pienso que no tiene como ingrediente
el que sea una gran fortuna el conocimiento de la muerte, sino que se conforma con
constatar que “es lo que hay”. Por el contrario, la bibliografía de la muerte, la de los
“novios” de la muerte (como dice la canción de la Legión), que son legión, se congratulan
de haberla conocido, se felicitan, y poco les falta para cantar el aleluya. Y es que, en buena
parte (no toda, porque en la tropa hay elementos tan poco devotos como Fernando Savater
o el mismo Heidegger), está compuesta por los feligreses piadosos de siempre, que han
encontrado en la filosofía del líder espiritual de la época de la muerte de Dios un poderoso
reconstituyente con que dar algo de lustre a su rancia letanía medieval y resulte un poco
más presentable en los tiempos posmodernos que corren. Así, para este regimiento, la
oportunidad de vivir a lo grande que nos ofrece la muerte bien se invertiría trabajando en
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aras de la otra vida y de procurarse una buena localidad en la que presenciar el espectáculo
del cielo. De modo que, vuelta a empezar, volvemos a la Edad Media mediante el rodeo
del siglo XX. ¡Si es que hemos salido alguna vez de ella! Y si tenemos en cuenta que
semejante horda domina muy a su sabor el mundo de la cultura, así como la mayor parte
de la producción editorial (por lo menos en este extremo de Europa y en estos temas),
pues se comprende su abrumadora presencia en los estudios eruditos sobre la muerte.
Bueno, pues, ya te digo, lector, los doctos de la muerte están muy a gusto con su
muerte. Ahora imagina tú cómo sería una vida sin ella, no porque vayas a vivir siempre,
esto es, porque vayas a ser inmortal, como los dioses, sino porque no creyeras en ella,
como los animales, que ni saben que se van a morir ni se saben inmortales, y dime si
merecería la pena. Porque con lo que yo te vengo a continuación es, efectivamente, con
que la muerte no existe.
La relativa originalidad de este libro
El libro que tienes en tus manos, amigo lector, y al que probablemente habrás accedido
movido por la gravedad del tema, si no por la llamativa preposición “contra” que contiene
el título, defiende una tesis original: la muerte no existe. O, mejor dicho: existe, es real,
en la medida en que la existencia o realidad es una construcción social. Mentirosa, por
supuesto, como casi todas las construcciones sociales; pero sin que quiera yo cargar las
tintas exclusivamente sobre el grupo, ya que no distingo entre individuo y sociedad (verás
cómo estamos contra todo dualismo), entidades que se retroalimentan, y que, en
definitiva, vienen a ser lo mismo.
No, no tuerzas el gesto ni aprietes los labios, sorprendido lector: como te digo, no
quiero venderte ninguna moto orientalista, ni persuadirte de la reencarnación. Este libro
presume de basarse exclusivamente en lo datos de los sentidos y en la razón. O, mejor
dicho, intenta basarse. Aquí se corta las alas al ave de la presunción en todos sus vuelos,
como en este caso de los sentidos, porque, si la razón es común (si p entonces p lo es para
mí, para ti y para cualquiera), no ocurre así con la percepción, que, a estas alturas de
nuestra experiencia histórica en cuestiones de conocimiento, sabemos que suele estar
contaminado por nuestras ideas. Hasta el punto de que podría decirse que no vemos con
los ojos, sino con los anteojos de las ideas. Apoyémonos, por tanto, en la lógica y, con
muchas reservas y desconfianza, en los hechos.
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Al menos con tanta desconfianza como empiezas a sentir tú ante una declaración como
esta de que la muerte es un invento. Tú que estás acostumbrado a vivir desde que
recuerdas con esta espada de Damocles amenazante; desde que tomaste conciencia de que
eras, de que un nuevo ser vivía y respiraba, se alegraba y se entristecía, y de que ese ser
eras tú (¡qué curioso, ¿verdad?, que todos tus recuerdos vengan acompañados de tu
imagen, y que no seas capaz de rememorar ningún acontecimiento de ese tiempo en que
dicen los psicólogos que aún no se ha conformado el yo!). Luego de que en las
conversaciones con tus prójimos, si rara vez apareció el tema de la Parca, se diera por
sentado que “en cien años, todos calvos”. Después de que en todas las noticias que te
llegaban de muertos (a lo mejor y con un poco de suerte, has llegado a ver alguno, pese
al esfuerzo actual por maquillar y ocultar la muerte), dedujeras que alguna vez te tocaría
a ti. Tú que has asistido, también desde que tienes uso de razón, al espectáculo invasivo
y truculento de los medios de comunicación y demás películas, que prácticamente se
nutren de eso que, como digo, se entierra en la cháchara cotidiana, pero que, convertido
en espectáculo, diríase que es nuestra atracción favorita.
Y ahora vengo yo, con que la muerte no existe. Aunque inmediatamente matice que,
si digo que no existe, me refiero a que no existe de verdad, porque de mentira sí que es
real y bien real. Pero, como tus ojos han recorrido hasta aquí solo unas pocas líneas, y
todavía no has perdido mucho tiempo, es probable que sigas leyendo, de modo que
aprovecharé para ponerte al tanto de que, aunque el “mensaje” de este libro es muy
original en la medida en que es muy minoritario, el descreimiento en la muerte no lo es.
¿O es que esperas que, después de tantos siglos de filosofía, de pensamiento, pueda
exponerse algo que no haya sido dicho y redicho ya por algún filósofo? ¿Algo que no
hubieran formulado los griegos? En la filosofía, como en la vida, lo que hay de nuevo son
las nuevas caras que nos ponen las mismas cosas, las cosas de siempre. Y así veremos
que la negación de la muerte nos traslada en el tiempo a la dificultad que Parménides de
Elea y su discípulo Zenón, hallaron en el hecho del cambio en general (¿pues no es la
muerte un cambio?) hace ya veintitantos siglos. Algo así como: si una cosa es una cosa,
parece que no puede dejar de serlo, porque, si tal ocurriera, es que no era tal cosa. Tal
cosa de verdad, claro; aunque el caso es que, si lo hubiera sido de mentira, tampoco
hubiera cambiado, ya que no era de verdad. Es de lógica. Pero, en fin, no adelantemos
acontecimientos Ya lo veremos más despacio, que, al fin y al cabo, esto es una
Introducción, todavía no desanimado (espero) lector. Veremos como este problema lógico
del paso del ser al no ser tiene consecuencias matemáticas, y dispara paradojas como la
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de Aquiles y la tortuga, que, aunque algunos autores proclaman jactanciosamente que fue
solventada por la matemática del siglo XVII, y, si no, por la del XX, lo cierto es que nunca
una problemática, ni la parmenídea ni ninguna otra, se ha solucionado jamás. Los
problemas nunca se resuelven del todo, y, como maravillosos surtidores que son, tenemos
que conformarnos con taponarlos momentáneamente al paso que podamos ir tirando.
Aunque quizás sea una mala metáfora (más que nada por lo de los “maravillosos
surtidores”) podrían compararse con la central de Chernóbil, que de tanto en tanto hay
que ir agrandando el volumen del sarcófago que la recubre con el fin de controlar sus
infinitas turbulencias. Y es que, a los sarcófagos a que se reducen las soluciones de
nuestros problemas, el paso del tiempo les destapa grietas, que así de fornidos son, o
endebles aquellas.
Por eso, Agustín García Calvo2 ha sabido trasplantar aquellos aprietos clásicos a la
actualidad. A él le debo, así como a la filosofía oriental, especialmente al budismo zen
(una vez podado de monstruos como la reencarnación), y al aire fresco que llega del
maestro Hume y de sus seguidores alemanes empiriocriticistas, el apoyo a intuiciones que
yo tenía desde hacía mucho tiempo y conclusiones a las que había llegado por mí mismo.
No debe ser del todo temerario pensar que no nos morimos de verdad, sino de mentira,
cuando tan eminentes pensadores llegaban a lo mismo que yo.
La inaudita pretensión de que este libro sea alegre
Si algún mérito tiene este libro, aparte de su osadía y de que en él haya podido caer
algún que otro hallazgo novedoso, reside en la sistematización de un buen cúmulo de
información bibliográfica sobre la muerte: filosófica, antropológica, sociológica,
biológica, psicológica, histórica, médica, etc. Porque, es curioso, pero, a pesar del tabú de
la muerte, a pesar de que es de mal gusto y hasta de mala educación desenterrarla en las
conversaciones de la vida cotidiana, nunca se ha prodigado la pluma tanto sobre ella. De
2 Pese a la enorme importancia de su obra, e influencia en otros escritores de nombradía, García
Calvo es bastante desconocido entre el público, incluso en el ámbito académico y universitario.
Es cierto que evitó todo roce con la academia, pero más importancia tiene, si queremos
comprender tan absurda situación, su negativa a salir en televisión (sí; así está el mundo de la
cultura hoy). Hay un libro del literato zamorano centrado exclusivamente en la muerte: el Libro
de conjuros, un largo poema. Aunque se pueden encontrar referencias a ella en casi todas sus
obras, especialmente en el Sermón de dejar de ser, una de las últimas.
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modo que se verá que el libro está escrito en diálogo con los autores más representativos
en este tema: Heidegger, Simmel, Scheler, Ariés, Becker, Canetti, Elias, Jankélévitch,
Morin, Ziegler…, ya que, no hay (pienso yo) otra manera de escribir sobre algo, más que
informándose del pensamiento de los que en ello se han adentrado, asimilando lo bueno,
rechazando lo erróneo y sumando las ocurrencias que uno vaya teniendo al hilo de estos
procesos3. Confieso que la labor ha sido por momentos penosa, puestos a lidiar con tantos
enamorados de la muerte, como decía, y que tan mustio aroma habrá impreso un tono
lóbrego a estas páginas, a pesar de no ser esta la intención que las anima, porque, si la
muerte es lo más macabro que hay, una prédica contra ella, en buena lógica, debería ser
lo contrario, lo más alegre. Decía el premio Nobel Elias Canetti, al que se llamaba y se
llamaba a sí mismo “enemigo de la muerte”, y cuya obsesión por la misma le llevó a
pasarse la vida escribiendo un libro que (decía) sería el libro de su vida (curioso: el libro
de su vida, el libro sobre su muerte), que tal libro no podía ser risueño. Pero es que Canetti
jamás guerreó con ella; el premio Nobel no pasó de la mera queja de tener que morirse.
Otra cosa es cuando se desvelan las mentiras de la realidad (mentiras como la muerte).
Entonces, como dijo un maestro budista zen, no te queda que hacer otra cosa que reírte.
Esperemos que una cosa compense la otra.
De la vergüenza de hablar de estas cosas
De cualquier forma, tengo que reconocer que me da cierta vergüenza hablar, escribir,
sobre la muerte. ¡Claro: no puedo liberarme por completo del tabú! Es un tópico en la
bibliografía tanática que actualmente la muerte es tabú, que en la vida cotidiana se
esconde y resulta impertinente resucitarla en las tertulias. La razón, sin embargo, no es el
horror que pueda inspirar, sino la vergüenza de sacarla a relucir, como señala Philippe
Ariés, el más renombrado de los historiadores de la muerte. A estos estudiosos les espanta
un acontecimiento tan novedoso, puesto que la muerte siempre había sido lo contrario, un
hecho social, público. Fijémonos en lo que ocurría, por ejemplo, en el siglo XV: la
habitación del moribundo se llenaba de familiares, niños, gente del pueblo, curiosos; de
3 En relación con ello, se me ha planteado la cuestión de las citas. Es problemático: si reproduzco
sus palabras, especificando, además, el lugar de dónde las he tomado, añado al libro un andamiaje
técnico de pesada lectura; si no lo hago, parece que no pruebo lo que digo. Al final he tirado por
el camino del medio, procurando ser fiel a los autores, pero no servil, y, sobre todo, soltando
lastre, para ganar en ligereza. Lo que pierda de académico por lo que resulte de agradable.
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tanta gente, que apenas quedaba sitio para la Santísima Trinidad, la cual también hacía
acto de presencia, lo mismo que la Virgen, los ángeles y todos los coros celestiales, y, por
si fuera poco, todas las cuadrillas de diablos. El Universo entero, divino y humano, cabía
en el pequeño cuarto del agonizante. ¿Y ahora?: ahora, todo lo más, cabe la comedia
representada por el moribundo y sus familiares (si por suerte están presentes) de que aquí
no pasa nada, y de que ante la dama negra soy un supulcro. La sociedad ha expulsado a
la muerte, la ha excluido, la ha tornado clandestina.
¿Por qué habría de superarse el temor al ridículo?
El presente libro es una reflexión sobre la muerte realizada por un autor ya entrado en
años que ha encontrado la oportunidad de ocuparse del tema más importante de la vida
(¡tiene gracia: el tema más importante de la vida! Ya en frases como esta se revela la
esencial falsía de la muerte). Pese a que el test de Templer, el medidor del miedo a la
muerte más utilizado, no detecte, por más que el tópico diga lo contrario, relación alguna
entre este desasosiego y la edad, en mi caso he de dar la razón al sentido común en que la
juventud no se preocupa por estas cosas al quedarle mucha vida por delante, Por mi parte,
confieso que este era un tema para mí pendiente, que he ido postergando en razón de que
las perspectivas de vivir al menos ochenta años no lo hacía urgente, hasta que ya empieza
a ser el momento de tomárselo en serio.
No he ido a la investigación con una idea preconcebida. Bueno, sí: como es obvio no
hay indagación posible que no parta de una cierta idea previa; pero quiero creer que estaba
disponible a efectos de ser reformada o desechada según los avatares de la pesquisa. Y
aunque no ha sido tal, sí tengo que reconocer que la investigación me ha sido útil (por lo
menos a efectos teóricos), que algunas percepciones, secundarias aunque importantes, las
he enmendado, y que me he topado con descubrimientos inesperados. No digo el escrito,
pero sí al menos el estudio, lo he hecho para mí. Aunque, también es probable, que
pudiera servir para otros; o para todos, si tenemos en cuenta que no hay nada más
democrático que la muerte. ¡Tantas cosas hay para compartir en este mundo, tantas cosas
buenas, y, mira tú por dónde, hemos dado en compartir poco más que lo más penoso! El
libro, como digo, llega a la conclusión de que la muerte no existe, que es un invento, que
ni la ha visto nadie ni tiene la más mínima lógica; que es un infundio con el que la
sociedad nos educa, y que determina por completo nuestra vida, malgastándola, tirándola
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por la borda. Pero no me hago ilusiones de que estos razonamientos sirvan para algo o
para alguien a efectos prácticos, empezando por mí; de que ejerzan algún consuelo de
esta losa que nos ha caído encima, y de que no se limiten a quedarse a ras del suelo, en la
superficie de las ideas, a modo de jaramagos salientes de la lápida, sin llegar a penetrar
en la fosa de las creencias. Estamos muy bien hechos, muy bien constituidos; demasiado,
como para creer que cuatro razones, cuatro páginas, pueden hacer mella en una
convicción tan arraigada como la de la muerte. Pero, en fin, no hay nada que perder: si
hay muerte, todo lo tengo perdido, y, si no hay muerte, también (porque, como veremos,
no soy).
Pero, puesto que esto, es decir, lo poco que se puede hacer, es lo más que se puede
hacer, es, por tanto, lo que se debe hacer. Porque la muerte, con tabú o sin tabú, condiciona
por completo nuestras vidas. Somos como ganado en el que ella ha impreso su marca de
propiedad con un hierro al rojo vivo. Somos suyos. ¡La muerte manda! El tema es lo
suficientemente importante como para dedicarle una reflexión.
Muerte y magia
Es importante determinar con precisión de qué muerte se está hablando. Porque el
término se aplica prácticamente a cualquier cosa: desde una jubilación (muerte
sociológica) a la “muerte de la filosofía”, pasando por la de las estrellas. Todas esas
muertes serán muy respetables, pero contra lo que está este trabajo es contra la muerte
entendida como aniquilación del yo o de la persona. Muchas de las páginas que siguen se
dedicarán a explicar que es eso del yo o la persona, y a si hay semejante cosa. Pero,
quisiera resaltar que aquí se toma la muerte en su significación trivial, en la que todo el
mundo piensa cuando oye que Juan ha muerto.
Pues bien, esto es lo que niega este libro, que Juan muera en el sentido de la
desaparición de Juan. Poco le importa que su cuerpo aún quede vivito y coleando, por lo
menos algún tiempo (de ahí la posibilidad de los trasplantes), o su obra también vivita y
coleando en la Historia o en los libros de texto, o su ADN en sus hijos y nietos. Todo eso
se dice que sigue existiendo bajo diferentes formas y transformaciones, e incluso las
partículas subatómicas, a que se reduce todo (incluido Juan), toda una eternidad. Pero
poco nos importa a nosotros, porque eso no es la persona, y el caso es que Juan se ha
esfumado.
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Entendida así la muerte, no debería causar tanta sorpresa que se niegue, como hace
este libro, pues, al fin y al cabo, cuando el mago hace desaparecer con unos golpes de su
varita mágica a la chica del espectáculo, o, ya puestos, a la torre Eiffel, tendemos a pensar
que es un truco y que no puede ser verdad. Pues bien, la muerte es el mayor truco de
prestidigitación que pueda concebirse. Una obra de arte del escapismo, la llama el filósofo
francés Vladimir Jankélévitch, autor del libro quizás más notable sobre este tema. Pero,
si en el caso del ilusionista lo que nos llena de admiración es el truco, en el de la muerte
la damos por sentada sin pensar que lo haya. La idea de la muerte es probablemente la
más asimilada de todas las ideas. Todo tiene solución menos la muerte, nada hay más
cierto que la muerte, es la cantinela. Juan se ha disipado, creemos, y, aunque nadie lo
haya visto (porque no se puede ver lo que no hay), ni nadie lo entiende, ¡ah amigo!, ¡con
cuánto candor abrazamos la verdad de tal creencia!
La fe mueve montañas
La fe mueve montañas, en un mundo en el que las montañas y todo está casi
enteramente hecho de fe. La mayor parte de lo que creemos saber no nos ha entrado ni
por los ojos ni por el razonamiento. En clase he tenido muchas veces la oportunidad de
constatarlo con los alumnos de bachillerato. Es tal el poder de la fe, que alucinan (la gente
alucina) cuando oyen cosas tales como que al caer no se siente la atracción de la Tierra.
Se ha incorporado hasta tal punto la creencia en la atracción, que hasta puede sentirse (y
eso que se trata de una creencia antigua, puesto que la ciencia ya no habla de atracción,
sino de curvatura del espacio, es decir, de que las cosas caen porque ruedan por el espacio
curvo). El común está convencido de que ve amarillos y verdes (y hasta se puede decir
que los ve) cuando no hay ni amarillos ni verdes. Y, si me apuras, hasta triángulos y
figuras planas en un mundo que es tridimensional. Y por lo que respecta al razonamiento,
la psicología sabe desde hace mucho tiempo que, lejos de ser el hombre el animal racional,
más bien debería definirse como el animal creyente. Doblemente creyente, puesto que,
además de creer, cree que no cree.
La muerte es una creencia impuesta por la sociedad, que construye la realidad a base
de creencias. La sociedad se la impone al niño inocente, que, a su vez, cuando esté ya
bien esculpido y encuentre su hueco en la sociedad, colaborará en imponérsela a otros
niños inocentes. Por supuesto que, cuando decimos que Juan ha finado, algo pasa, algo
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ha ocurrido; ahora bien, ese algo es algo que no sabemos, que no comprendemos (y menos
por qué). Aquí no se niega que haya cosas, que pase algo. Lo que se niega es la
interpretación que la sociedad nos proporciona, y que en el caso de la muerte es la
evaporación de una persona única. Interprétese de otra manera, o mejor de ninguna, si
también ha de ser falsa; pero como liquidación es mentira.
Creyentes y no creyentes
Si la muerte se entiende como disolución de la persona, de ello se deduce que para el
creyente la muerte no existe. Porque en la cultura religiosa no se trata más que de un
cambio de escenario, un salto de una obra de teatro a otra. En efecto, la volatilización del
yo no tiene cabida en la religión, donde lo que se espera es que este pase a mejor vida.
Con lo cual, podría pensarse que la muerte y el miedo a la muerte son fenómenos
típicamente posmodernos, consecuencia del proceso de secularización que se inició al
final de la Edad Media y que ha concluido con la llamada “muerte de Dios” del siglo XX.4
La cuestión de la posmodernidad es muy controvertida, y puede enfocarse de maneras
hasta opuestas. Ortega y Gasset (aunque no utilizó el término “posmodernidad” ni ningún
otro), habló de un tiempo nuevo diferente a la modernidad, y, sin embargo, el sociólogo
inglés Anthony Giddens la interpreta como una radicalización de la Edad Moderna. Por
mi parte, creo que los dos puntos de vista podrían ser válidos, si tenemos en cuenta que
los acontecimientos más importantes que han ocurrido en la historia de Occidente desde
la Edad Media han sido probablemente dos. Uno, la sustitución de Dios por el hombre
(libertad, liberalismo) al principio; dos, la sustitución del hombre por todos los hombres
4 Nietzsche profetizó a finales del siglo XIX la “muerte de Dios”, esto es, la destrucción de la
cultura cristiana occidental. Durante dos siglos (sin que Nietzsche nos dijera por qué precisamente
dos siglos) el hombre (ya sin Dios) andaría perdido, sin nada a lo que agarrarse. Sin embargo, ya
ha pasado más de una centuria y el hombre ha sabido bien a qué agarrarse. En primer lugar, al
dinero, y a este respecto siempre recuerdo una frase de Ortega y Gasset: “Cuando se volatilizan
los demás prestigios queda siempre el dinero, que, a fuer de elemento material, no puede
volatilizarse” (1983, III, 461). En segundo lugar, a sí mismo, como ha corregido a Nietzsche el
filósofo y sociólogo francés, padre de la hipermodernidad, Gilles Lipovetsy (en la línea del
también sociólogo francés Émile Durkheim, para quien el individuo se había convertido en una
suerte de religión). En tercer lugar, el huérfano de Dios se aferra (y a explicar tamaño absurdo se
dedica buena parte de este libro) a la muerte. Creemos en la muerte y, mientras que la muerte no
muera, Dios (a pesar de Nietzsche) no habrá muerto del todo. Porque solo habrá cambiado de
sitio, y ahora, en lugar de estar en el undécimo cielo, como se decía tiempo ha, está dentro de cada
uno.
20
(igualdad, socialismo) al final. A mi juicio, la posmodernidad es el neocapitalismo, es
decir, la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos de XXI.
Dicho esto, la creencia en la muerte y su miedo serían un fenómeno muy minoritario,
reducido a Occidente, y donde incluso los ateos se hallarían en franca minoría: en Estados
Unidos la religión tiene un peso enorme, y en Europa son más lo que creen en Dios y en
la otra vida (aunque no vayan más allá de eso, de que creen en Dios y en la otra vida, esto
es, de que no esperes que te vayan a decir más de eso si les preguntas). Sin embargo, se
me permitirá una objeción a lo anterior, a que al creyente en la otra vida le sea ajena la
muerte, puesto que, si así fuera, no se entiende tanta preocupación por no morirse, ni
tantas visitas al médico (curandero, hechicero, etc.), ni el negocio imponente de la
medicina y la farmacia; así como tantos lloros, llantos, lamentos, sollozos, gemidos,
suspiros, griterío, golpes en la frente y en el pecho, mesarse las barbas, arrancarse los
cabellos, desaliños, rasgarse las vestiduras (y otras prácticas aún más sádicas en
determinadas sociedades y épocas históricas), espectáculo teatral de plañideras, luto,
cortejo fúnebre, pésame, con motivo de que Juan haya cambiado de vida como si hubiera
cambiado de planeta.
A mi entender, el creyente en la otra vida siempre ha mirado de reojo a la muerte-
fulminación, se la ha planteado como posibilidad, y, aunque, inmediatamente y a
continuación, la haya desechado, no habrá podido evitar la consabida temblequera y
escalofrío en la espalda. Quiero decir, que, por muy buen católico que se sea, es obvio
que no se puede ser de manera perfecta (más que nada porque no hay nada perfecto en
este mundo), de modo que la fe no invadirá por completo el alma del piadoso, y la muerte
como posibilidad siempre hallará un hueco, anidando cual gusano en la manzana. Esto
con respecto a épocas más fervorosas que la nuestra. Porque con respecto a esta, se me
ocurren una serie de sospechas sobre lo que, yo entiendo, es mero “postureo” en la
creencia religiosa actual. En primer lugar, convendría traer a colación la siguiente cita de
Nietzsche: “También el sacerdote sabe, como lo sabe todo el mundo, que ya no hay un
Dios […] ¡qué engendro de falsedad tiene que ser el hombre moderno para no
avergonzarse, a pesar de todo, de seguir llamándose cristiano!” (1979, 67-68). Cuando
Nietzsche escribió esto, la Iglesia todavía no había inventado la estratagema de atribuir
carácter simbólico a copiosos textos de la Biblia, lo que permite que hoy sea más fácil
adherirse a la religión, dado que mucha de la ganga supersticiosa con la que
históricamente cargaba ya no se toma en serio. De este modo, ha habido una auténtica
ocultación y falsificación de la doctrina con objeto de asegurarle éxito popular en tiempos
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tan ciencistas como los que vivimos. Así, por ejemplo, los alumnos de la asignatura de
Religión en los institutos interpretarán como un símbolo la transmutación del vino en
sangre en la eucaristía, y no se creerán que sea real, cuando la realidad del suceso es un
elemento fundamental de la doctrina católica. Otros, definiéndose católicos, dirán que
creen en Dios, pero no en el papa, cuando ser católico es precisamente eso: seguir al papa
(¡en la catequesis católica se oculta qué es ser católico!). En fin, entre la táctica del
simbolismo y la ocultación pura y dura, la Iglesia mantiene su poder y su negocio, gracias
a que el personal sigue llamándose “creyente”, cuando, como digo, la cosa tiene mucho
de “pose”, y la religión supersticiosa de antaño (la que echaba la culpa a los demonios de
las tormentas) ha quedado prácticamente reducida a una especie de deísmo o religión
natural por la que tantos ilustrados del XVIII fueron condenados. Si se observa, la
creencia del católico es prácticamente la misma que la de aquel otro que, más arriba,
decíamos que creía en Dios y la otra vida y no le preguntes más.
Por otro lado, el poder de una creencia se mide por su influencia en la forma de vivir,
y en este sentido la vida cotidiana del fiel no difiere en lo esencial de la del ateo. El
creyente (el norteamericano, por ejemplo) es igual de consumista y despilfarrador que el
no creyente, sus aficiones son las mismas (móvil, playa, viajes, fútbol, etc.), disfruta con
la misma música y viste de la misma manera. Desde luego, el test de Templer corrobora
lo que digo: las creencias religiosas de la persona media no afectan en profundidad a sus
sentimientos sobre la muerte5. En tercer lugar, quisiera incidir en que el tabú de la muerte
impera por doquier, independientemente de las creencias, lo que significa (en función de
lo que veremos más adelante: que la ocultación es fundamental para mantener la creencia
en la muerte) que no hay que tomar muy en serio, por lo menos en Occidente, el fervor
religioso y la fe en la otra vida. José Luis López Aranguren lo reconoce, cuando censura
la actitud de encubrir la muerte que adoptan los cristianos, que, al no ser una actitud
cristiana, no los diferencia de los que no lo son (303).
El silencio de los sabios
5 Se trata naturalmente de la “persona media”, pues una investigación de 1972 con un grupo de
personas extremadamente religiosas obtuvo el segundo resultado más bajo de todos los conocidos,
detrás de un conjunto de sujetos de 86 años de media, que fue el primero, y al que me referiré en
un capítulo posterior. Cuando hablaba de postureo y de pose, me refería a esa persona media, no
a los fanáticos ni iluminados.
22
En contraste con el tabú de la muerte que impera en la vida cotidiana, llama la atención
la abundantísima bibliografía que sobre ella atesta las bibliotecas estos últimos tiempos.
Nunca en la historia se ha escrito tanto sobre la muerte, y, prácticamente, no hay pensador
de primera, segunda o tercera (en España por supuesto) que no haya aportado su granito
de arena al arsenal. Tal literatura tanática, bastante monótona, por cierto, consiste, como
decíamos, fundamentalmente en una invitación a las masas a superar el tabú (así como si
a las masas les importara lo que tal literatura pudiera proponer, más que nada porque
semejantes obras están concebidas para la “circulación interna”, esto es, para lectura de
los que ya están convencidos de las propuestas), y a persuadirlas del carácter benéfico de
que nuestros días estén contados. Como Millán Astray, el legionario que aulló "¡Viva la
muerte!" en 1936, nada menos que en la Universidad de Salamanca (justo enfrente de
Miguel de Unamuno, que no se cansó, por su parte, también de bramar "¡Muera la
muerte!"). El problema es que Millán Astray completó su mugido con un “¡Muera la
inteligencia! (esto es: “¡Muera la inteligencia!, ¡Viva la muerte!”), lo que nos lleva a
sospechar que alguna relación debe haber entre la muerta inteligencia y la viva muerte.
Tal absurdo de que la negación de la vida sea lo que le confiera a esta un infinito valor,
reina por doquier en los medios cultos, científicos, universitarios y bibliográficos. Incluso
asaltando ciencias como la psicología (psicología existencial), sociología (sociología
existencial) y pedagogía (pedagogía existencial), que cuando se ocupan de la muerte lo
hacen como hijas y herederas del filósofo de la muerte: Heidegger.
¿Significa tal actitud que en estos ámbitos no reina el tabú? No, la conspiración de
silencio también anda desatada en estos espacios. El vuelo de los eruditos es alicorto y no
va al fondo de la muerte. Veremos cómo su contribución es muy limitada, empezando
por la del propio Heidegger, y que básicamente estriba en explicitar lo que está implícito
en la mentalidad cotidiana del hombre corriente. Porque casi ninguno de estos autores se
plantea si de verdad la muerte existe, y parte de ella como de un hecho consumado.
¿Pero no es cosa de locos pensar que no hay muerte?, podría recriminarme alguien (o
casi todos); ¿es que no es evidente que, como cantó Homero: “Cual la generación de las
hojas, así la de los hombres. Esparce el viento las hojas por el suelo, y la selva,
reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación
humana nace y otra perece”. Heródoto relató sobre Jerjes, el rey persa, que, contemplando
desde un cerro su ejército presto a invadir Grecia, el más grande que se vio jamás: barcos,
23
caballería, infantería de todas la naciones (más de cinco millones), prorrumpió en un gran
llanto al pensar que de tanta muchedumbre de gente ni uno solo estaría vivo en cien años
Con grandioso ejército o sin grandioso ejército, la conclusión parece ser la misma: en
cien años, todos calvos, y que es cosa de locos oponerse a la calvicie universal. Pero,
locura o no, la ciencia no puede dar por sentado nada, ni partir de ningún supuesto que no
sea reconocido como supuesto. Como cuando nos enseñó que no existen los colores, a
pesar de que todo el mundo creía (y sigue creyendo) que sí; como nos enseñó que no
existen las brujas, cuando todo el mundo se lo tragaba. Con el tema de la muerte, bien se
deja ver cómo la ciencia ha estado casi siempre al servicio del poder.
El sociólogo alemán Norbert Elias, en su libro clásico La soledad de los moribundos,
establece las cuatro formas posibles de afrontar la muerte: 1) la creencia en la otra vida,
la actitud más antigua; 2) mirar hacia otro lado, olvidarla, hacer como que no existe, la
actitud más extendida actualmente; 3) pensar que todo el mundo muere menos yo (no sé
de dónde habrá sacado el sociólogo tan estrafalaria forma de afrontar la muerte), y 4) vivir
de la mejor manera posible en el corto espacio de que disponemos. Pues bien, a Elias ni
se le pasa por la cabeza la posibilidad de que otra forma de afrontar la muerte sea la de
eliminarla, desvelando su falsedad. Esta actitud sí que es realmente tabú. Las otras tres de
Elias (prescindiendo de la tercera, que no entiendo ciertamente) son las preponderantes:
una, la religiosa; dos, la del común; cuatro, la de los doctos. Ahora bien, la segunda y la
cuarta no son tan diferentes como nuestro autor presume, pues en ambas se concluye
aprovechar a tope el corto espacio de vida de que disponemos, distanciándose solo una
de otra en que el común vive la actitud y el docto la piensa (además de vivirla). La gente
no cavila de ordinario en estas cosas ni escribe libros sobre lo que siente, que es el gran
“mérito” de los eruditos. Por otro lado, me imagino que no habrá escapado al lector que
la primera posibilidad, la de la otra vida, también lleva implícito el aprovechamiento de
esta, naturalmente para ganar la otra. De modo que en todas las posibles formas de
afrontar la muerte de Elias de lo que se trata es de vivir lo mejor posible: bien con miras
puestas en la otra vida, bien en esta misma. Por lo que se puede concluir que solo hay dos
maneras: 1) ensanchar la vida (ya que no se puede estirar a lo largo), plenificándola,
viviendo lo mejor que se pueda, y 2) negar la muerte, y de paso el ensanche.
¿No crees en la muerte?, luego crees en la reencarnación
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El que un verdadero creyente no crea en la muerte (por lo menos no del todo) se puede
comprobar en el hecho de que baste decir en público que no crees para que enseguida se
te endose el cartel de piadoso. En este sentido, resulta curioso lo siguiente: la carretada
de libros con que te regala el buscador cibernético de la Biblioteca Nacional de España,
al poner como título de la obra "La muerte no existe". En estos trabajos de título La muerte
no existe, efectivamente, no es real, porque se pregona nada menos que la reencarnación.
Se trata de escritos de tendencia orientalista, algunos con palmaria tufarada a secta,6 cuyo
propósito es comprender adecuadamente el trance, esto es, como el trasvase de algo que
está en los cuerpos (alma) de un cuerpo a otro, un desencarnarse para volver a encarnarse.
De modo que puede decirse que la muerte (del alma) no existe. De todos estos libros, el
que parece más serio es el del monje zen (el zen es la versión china del budismo indio)
vietnamita exilado Thich Nhat Hanh, maestro de una comunidad radicada en Francia, de
gran éxito a nivel internacional, e incluso con ramificaciones en España. Y digo "parece",
porque pudiera tratarse de un caso más de esa estrategia de la que pecan muchos
divulgadores de las ideas orientalistas en Occidente, de andarse con cuidado a la hora de
presentar demasiado descarnadamente ciertas doctrinas que pudieran resultar chocantes a
la mentalidad occidental, como la de la reencarnación. Con ello, claro está, adoptan la
misma astuta actitud que, decíamos, muchos católicos de hoy día (profesores de religión,
catequistas), que prudentemente ocultan las creencias más pleistocénicas de su credo, a
fin de no espantar a los adeptos. Con lo que podemos comprobar cómo, no sé si el fondo
de las religiones como opinan muchos, pero las astucias por lo menos sí que son
universales.
Reconvenciones al budismo
6 Francisco Nieto Vidal, ¿La muerte?, ¡no existe!; Betty Bethards, La muerte no existe; José
Fabregat, La muerte no existe; Grupo Metafísico Séptimo Rayo de las Islas Canarias, No existe
la muerte; Luukanen Kilde, No existe la muerte. El título del libro de Nieto lleva la coletilla
explicativa: “Todo es vida, desarrollo, evolución”; el de Fabregat, “El ser vive eternamente”, y el
del Grupo Metafísico Séptimo Rayo, “El puente a la libertad”. Y es que es tan fuerte la afirmación
de que la muerte no existe, que parece pidiera ir acompañada de un esclarecimiento tranquilizante.
Por otra parte, mejor no mencionar lo que aparece en el buscador de la Biblioteca Nacional si
escribes como título “la muerte es mentira” o “la muerte no es verdad”. También hay sendos libros
con el título La muerte es una ilusión: uno, de la danesa Else Byskov, una exposición del
pensamiento del místico danés Martinus, con su correspondiente doctrina de la reencarnación; el
otro es el de Thich Nhat Hanh.
25
El presente libro se nutre en buena medida del budismo y, en general, de la filosofía
oriental. Se podrá comprobar en el buen número de testigos de lo que digamos que
acudirán a nuestra llamada. A él y a ella nuestro agradecimiento. Dicho esto, me gustaría
presentar, no obstante, tres reprensiones al budismo. Porque aquí no somos budistas, ni
garciacalvistas, ni en realidad somos nada, salvo unos amantes aficionados de la verdad,
y nos da igual que la diga Agamenón o su porquero. A mi juicio hay tres lacras que
carcomen el budismo y que desfiguran mucho los maravillosos pensamientos que
encierra. La primera es el hecho de que tan venerable sabiduría venga cargada de su largo
viaje en el tiempo de una ganga supersticiosa y litúrgica funesta: los bodhisattvas (que,
en lugar de quedarse en el nirvana, deciden reencarnarse para ayudarnos), la oración a las
estatuas de Buda, el celibato de los monjes, etc. Se dirá, excusándolo, que, después de
milenios, el budismo ha evolucionado (entiéndase degenerado) tanto, que ya no lo
reconocería ni el Buda que lo parió (como pasa con toda religión, y, si me apuras, obra
humana). Sin embargo, pienso que no hay que liberar de toda culpa al budismo primitivo,
puesto que ya hay en Sidarta Gautama una grave contradicción, que paso a presentar como
segunda objeción. Como es sabido, el budismo chocó con el hinduismo o brahmanismo
(la religión oficial de la India), entre otras cosas, por la idea del atman o yo, que en el
hinduismo es idéntico a Brahman (algo así, por decirlo con términos de andar más por
casa, como que el alma individual es parte de Dios), mientras que en el budismo no hay
tal yo (doctrina del anatman). Hasta aquí bien. Pero, entonces, ¿por qué Sidarta Gautama
siguió con la cantinela del samsara (el ciclo de las reencarnaciones) y el karma (la
creencia de que te reencarnas en función de tus méritos en la vida)? Tales creencias,
antiquísimas, ya subsistían en la cultura del Indo anteriormente a que los arios la
conquistaran. Y ni el hinduismo ni el budismo pudieron sustraerse a tal fetiche. En la
religión brahmánica pudieran tener cabida, dado que hay algo que se puede reencarnar (el
atman, la partícula divina), pero en el budismo no hay nada. Dice la tradición que, en un
plenilunio de mayo y bajo una higuera esplendorosa, Sidarta Gautama rememoró la ristra
de sus reencarnaciones (en algunas leyendas, infinitas). Pero (yo pregunto), ¿qué
reencarnaciones consiguió recordar si él no creía en la existencia de Sidarta Gautama?
No: esta es una grave incoherencia del budismo. Y no vale el truco de la metáfora o el
simbolismo que deja caer Nhat para vendernos que, en realidad, la metempsícosis se
reduce a que lo que hacemos en el presente repercute en el futuro. Para algo tan trivial no
era menester que Buda se esforzara en alcanzar el nirvana meditando tenazmente bajo la
higuera. Y es que el pío budista, al cabo de años de contacto con Occidente, se percata de
26
que en pleno siglo XXI no puede mantenerse semejante superchería. ¿Qué hace?: pues
sonríe búdicamente, no le da importancia, mira para otro lado ¡Cómo va a tirar por la
borda, por una cosa tan insignificante como el que la reencarnación sea mentira, toda su
vida de monje?
Otros, en cambio, menos espabilados, acuden a la reencarnación pura y dura como
mariposas a la luz. Como nuestros amigos seleccionados por el buscador de la Biblioteca
Nacional. No se me alcanza que extraña fascinación pueda ejercer en las mentes para que
hasta Elisabeth Kübler-Ross, autora que es un clásico en el estudio de la muerte, muy
reconocida por el nivel científico de sus trabajos, haya acabado cayendo al final de su
vida en sus garras7. O más bien sí. Veremos cómo, vinculadísima a la idea de la muerte,
está la idea del juicio, esto es, de poner la vida en la balanza, y pesar y echar cuentas, y
emitir dictamen. Si variadísima ha sido la idea de la muerte en los detalles, solo en una
cosa coinciden todas las culturas: en el juicio. En Oriente el juicio es el karma; en el
antiguo Occidente, el Juicio Final; en el nuevo Occidente, la autoestima. La reencarnación
es esencial en una religión en que no hay Dios (budismo) o en que somos una parte de
Dios (hinduismo), cuando lo que verdaderamente importa es el juicio.
Mi tercera objeción al budismo es que, a pesar de que no pretenda ser teórico, sino
más bien práctico, y que de lo que se trate en él sea de alcanzar el nirvana más que de
filosofar sobra las cosas (especialmente en el zen por ser chino, es decir, de carácter más
práctico), lo cierto es que no cesa en emitir doctrina y juicios positivos. El budismo
estigmatiza todo concepto, toda palabra, al ser inaplicable a la verdadera realidad, la cual
está "vacía" de semejante aparato. Pero, inexplicablemente, en lugar de conformarse con
ese vacío, los budistas no cesan de calzarle conceptos, como el famoso de la mente
universal, de la que dicen que formamos parte. Así, gustan mucho de proclamar que no
morimos porque no existimos, porque no hay individuos independientes, sino solo partes
de una única realidad. Con lo cual: 1) se le encasqueta a la realidad el concepto de uno y
de mente, y la pobre ya no está tan vacía, y 2) poco se soluciona trasladando el problema
de la mente individual a la mente universal. ¿O es que los problemas se solventan
aumentándolos de tamaño?
7 Psiquiatra suiza-estadounidense, pionera en el campo de los cuidados paliativos. Saltó a la fama
en 1969 con su científico y exitoso libro La muerte de los moribundos. Para terminar contándonos
sus experiencias, en lugar de con los desahuciados, con las hadas y los ángeles de la guarda (La
rueda de la vida, 1997). Este hecho ha llevado a decir al filósofo francés Jean Baudrillard que las
ciencias humanas se han vuelo neoespiritistas.
27
Mirar a la muerte de hito en hito
La número 26 de las Máximas del moralista francés François de La Rochefoucauld
dice que “ni el sol ni la muerte pueden mirarse de hito en hito”. Con ella comienza el
sociólogo Edgar Morin su clásico libro El hombre y la muerte, en el que propone domar
a la muerte estratégicamente, sin enfrentarse a ella directamente, sino mediante un astuto
rodeo. Permítaseme que dude de semejante candor. ¡Nada menos que astucias contra la
Parca! ¡Engaños, cuando ella es la madre de todos los engaños! Como decía Freud, solo
se vence a los demonios (las neurosis) sacándolos de las tinieblas (del inconsciente) y
mirándolos cara a cara. A la muerte hay que mirarla de frente, y, si nos quedamos ciegos
como al mirar fijamente el sol, mejor. Bueno será cegar al ciego que se ha puesto ciego
de fe. En Egipto no se podía mirar al faraón, al que se consideraba representación del
dios-Sol. ¡Claro, no fuera a ser que quedara en evidencia que era de carne y hueso! Como
Casilda en Peribáñez y el Comendador de Ocaña de Lope de Vega, los egipcios habrían
quedado muy impresionados al saber que el rey era de carne y hueso, en lugar de damasco
y terciopelo.
Es curioso que el homo loquax, como ha sido bautizado el hombre, que prácticamente
no hace otra cosa en la vida sino hablar, no quiera aplicar su verbo a la muerte. ¿Por qué,
tanto el mudo vulgo, como el superficial erudito, sienten vergüenza? Quizá nos ayude a
coomprenderlo plantearnos para qué se habla y de qué se siente vergüenza. Para lo
primero puede sernos de utilidad el libro de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, ya un
clásico de la sociología del conocimiento: La construcción social de la realidad. En esta
obra, el diálogo es el elemento más importante en tal construcción. Cuando nos
alarmamos de lo insulsas, manidas y vacías que suelen ser las conversaciones en general,
no nos percatamos de que su verdadero sentido es el sostenimiento de la realidad y la
reafirmación de los interlocutores. Si la gente necesita que la escuchen, es porque precisa
autoconvencerse, y más cuanto más duda. Ahora bien, en esta labor arquitectónica
importa más lo que se calla que lo que se dice; pesa más lo supuesto, lo implícito que lo
explícito. ¡Un silencio vale más que mil palabras! Si no se habla de la muerte es justo
para construirla y mantenerla, para darle vida.
¿Y de qué se siente vergüenza? De exhibirse en público, y más cuanto más esencial es
lo que se muestra. En la Edad Media la muerte no avergonzaba porque no era esencial.
Hasta el punto de que, como dice Ariés, el cementerio hacía las veces de foro romano, de
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plaza mayor por donde se paseaba, comerciaba y pululaban las prositutas. Lo primario
era entonces la fe, el tabú prohibido y silenciado. Ahora es la muerte lo intocable. Ariés
la llama la “innominable”. La religión judía y algunos teólogos cristianos también llaman
a Dios “El Innombrable”.
¿Es este un libro de filosofía?
Este libro pudiera ser de filosofía en el sentido de que quiere iral fondo de las cosas
sin partir de presupuestos. Sin embargo, en otro sentido, poco honroso sería calificarlo
así, si lo que ha ocurrido casi siempre es que los filósofos no han cumplido con su misión
y se han mostrado serviles de la teología (philosophia ancilla theologiae, como se
festejaba en la Edad Media). De la teología-teología antaño y de la teología-ciencia en la
actualidad. Esta actitud sumisa de la filosofía tendremos oportunidad de constatarla
repetidas veces en este trabajo, como en el caso preclaro de la fenomenología, una de las
corrientes más importantes del siglo XX, y que más se ha ocupado del tema de la muerte
(¡como que heidegger era fenomenólogo!). Escuela que tiene además por bandera librarse
de prejuicios (dime de qué presumes, y te diré de qué careces). La filosofía siempre ha
estado arrimada al poder. Por lo menos la famosa, la de primera división, la mercenaria,
la que hincha capítulo tras capítulo las historias de la filosofía. El poder hace la Historia,
y reparte capítulos en los anales históricos en función de los servicios prestados (el poder
es muy agradecido).
Como una de las cosas que va a defender este libro será que no es realista ni prudente
tomarse en serio las catalogaciones, zanjemos la cuestión concluyendo que este escrito es
vagamente de filosofía. Pero quisiera decir que, en la vaga medida en que lo sea, al ir al
fondo de las cosas (intentarlo, más bien), se topará al escarbar con lo más básico y
elemental. Es decir, con lo más de Perogrullo. Justo lo que está al alcance de todo el
mundo. Como dice Ortega y Gasset, el mérito de la filosofía consiste en encarnar en
grafías estas perogrulladas. De modo que, más que buscar expresar lo sublime, nos
conformaremos con poner en evidencia lo sencillo, lo que hasta da vergüenza expresar.
El mérito de la filosofía no es descubrir que el rey está desnudo: eso lo sabe todo el
mundo. Su mérito debería estar en vociferarlo, como el niño del cuento.
29
¿Para quién se ha escrito este libro?
Como decía, no hay tema de interés más compartido que el de la muerte, ni cosas más
elementales que las que aquí se digan sobre tal señora. No entiendo cómo se puede
escribir un libro sobre la muerte para especialistas. Voy a hacer el esfuerzo de intentar
expresarme con claridad, en lenguaje llano y sencillo (en román paladino, como habla
cada cual con su vecino), conteniendo cualquier pedantería filosófica8. En la medida de
lo posible, porque hay cosas que, no es que sean difíciles (difícil no hay nada, todo es
cuestión de práctica), sino que su exposición requeriría largos desarrollos imposibles de
cumplimentar. Se da la polémica en filosofía de si, como dijo Kant, algunas de sus
cuestiones resultan inaccesibles a la generalidad y solo están al alcance de los
profesionales, o, como dijo Ortega y Gasset, cualquier idea es comprensible hasta para el
entendimiento más humilde si quien la expone la ha meditado a fondo y pone un poco de
calor y entusiasmo en la exposición. Pero, a mi juicio, tal polémica está descaminada por
completo. La verdad es que ni a Kant ni a Ortega y Gasset se les entiende, aunque no por
culpa de Kant ni de Ortega y Gasset, ni porque uno ponga más o menos calor que el otro
en la comunicación, sino porque no hay nada que entender. Se utilicen palabras más o
menos fáciles, o más o menos abstrusas, lo cierto es que aquel que entienda no tendrá más
que una apariencia de entendimiento; quiero decir, que no poseerá más que una fe de que
entiende, creerá entender, y nada más. ¡Si no, al tiempo! Circula la idea de que hay
filósofos más luminosos que otros. Por ejemplo, es conocido el oscurantismo de
Heidegger, a quien Ortega y Gasset llamó autista. Sin embargo, sobre el filósofo español
(sobre el significado de algunos conceptos centrales suyos, como el de razón vital) corren
ríos de tinta, y los intérpretes no concuerdan en el significado de los mismos. Solo el que
haya penetrado hasta el fondo en Ortega y Gasset, podrá apreciar cómo el autor de la
famosa frase “la cortesía del filósofo es la claridad” es tremendamente oscuro. Los
estudiantes, cuando no entienden la lección, los apuntes o el libro, suelen sentirse
culpables por su ignorancia. Frente al preclaro entendimiento de que hace gala el profesor,
se sienten como hormigas. ¡Todo apariencia! El profesor tampoco entiende nada. Cree
que comprende porque aún no ha penetrado suficientemente en ello. Si no, compárese lo
que entendía cuando empezó a enseñar con lo que comprende ya próximo a su jubilación.
8 A veces en detrimento del buen estilo, el cual se sacrifica en beneficio de la unidad del escrito,
como cuando se repite “como veremos”, “como vimos en el capítulo tal”, etc.
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Y los alumnos, por su parte, todo lo más llegarán a creer que lo captan cuando lo han
memorizado. Pero en realidad lo único que han retenido son fórmulas sin sentido. Solo el
que ha taladrado, el que se ha empapado de cualquier cuestión intelectual, puede tener
conciencia de lo vago y resbaladizo que es todo eso, y de cómo en el fondo no hay nada
claro. La claridad es fe en la claridad. Se cree porque no se ven las cosas con la suficiente
proximidad. El cansancio y la necesidad de pasar a la acción nos hacen conformarnos con
cualquier abstracción, cualquier caricatura de la vida. El césped parece verde desde cierta
distancia; pero aproximémonos, busquemos el verde y a ver si lo localizamos. Solo
avistaremos brillos, colores diversos y vaguedades. ¡Y eso que estoy hablando de
investigar, estudiar, leer! ¡Cómo será la cosa cuando se te de todo hecho, y ya no tienes
más que absorber lo mandado!
De que nada se sabe
No. Sobre la muerte no podrá decirse nada inteligible, y lo más a que debemos aspirar
es a mostrar que el rey está desnudo, que es una vergüenza que todo el mundo calle y que
el vestuario con que se le arropa es imaginario. Lo cual no será decir nada sobre la muerte,
sino sobre lo que se ha dicho sobre ella. Veremos cómo cualquier dictamen que se haya
emitido, es sencillamente sin sentido. Como buenos discípulos de Sócrates, nos
conformaremos con no saber nada. Lo cual es ciertamente mucho, aunque parezca que
no. Es una quijotada partir de la base (como don Quijote partía del Lugar de la Mancha)
de que hay una cosa así como saber. Y más cuando vemos que las teorías y leyes
científicas caen una tras otra, cuando divisamos el desplome implacable de los imperios,
y cómo el mundo subterráneo de la ciencia (el de los eruditos) es un caos, un debate
implacable, que los medios de divulgación no divulgan (porque prefieren airear otras
cosas). De la misma forma, que es una quijotada creer en algo así como que, a base de
esfuerzo y desengaño, podremos procurarnos algunas reglas útiles para andar por la vida.
No. Todo lo más que conseguiremos será ir tirando, amén de constatando la fragilidad de
tal pretensión. Este ir tirando, es todo lo más a que se llega en la ciencia (por ejemplo, en
la medicina) y en la vida. Pero, es mucho, es un gran descubrimiento llegar a la conclusión
de que la vida y la naturaleza son indomeñables. Creo que el sinónimo más afortunado de
quijote es el de iluso. Don Quijote es un iluso, se cree el más valeroso caballero en todo
lo descubierto de la tierra, y, claro está, acaba apaleado por mercaderes y yangüeses, y
31
pisoteado por ovejas, toros y cerdos, hasta que le sobreviene el desengaño en su lecho de
muerte. Como dice el filósofo y psicoanalista alemán Erich Fromm, el conocimiento
empieza con la destrucción de las ilusiones, con la desilusión.
La doctrina (Dhamma) budista consta de cuatro verdades, las llamadas Cuatro
verdades nobles. La primera es dukha, término que se suele traducir por sufrimiento,
aunque yo preferiría desencanto, desilusión, ya que el sufrimiento no tiene por qué ser
malo. La segunda es trishná, la causa de este desencanto, que en esta línea debería ser el
encantamiento, la ilusión9. Pues bien, la mayor ilusión es creer que se sabe. Y, como el
saber es control, dominio de la vida, llegamos a creernos que la tenemos controlada. El
conocimiento es una atadura, como refiere Platón en un célebre pasaje de su diálogo
Menón, en el que compara la ciencia con la sujeción que se les hacía a las estatuas del
mítico escultor Dédalo, tan vivas, que se escapaban a la mínima. De lo que se trata es de
tener conocimientos, en el sentido de la distinción frommiana entre ser y tener. Con
respecto a la enseñanza, este autor escribe que nuestra educación generalmente intenta
preparar al estudiante para que tenga conocimientos como posesión.
La función de la filosofía, si es que aún le queda alguna, es la de desbrozar. Es tal la
selva de saber y de mentiras que nos invade a estas alturas del siglo XXI, que la palabra
verdad en su sentido etimológico, el del griego alétheia (que es de donde deriva nuestro
término, el cual, una vez perdido este sentido, ha venido a significar algo así como
concordancia entre nuestros pensamientos y la realidad), de retirar el velo que recubre la
realidad y nos impide verla, parece que se queda corta. No basta con retirar suavemente
ningún velo, sino que se hace necesaria una operación de desbroce. La etimología de
alétheia está en la misma onda que el concepto de vacío (si es que es un concepto) budista.
De lo que se trata en el budismo, especialmente en el zen es de aclarar la mente a base de
desprenderse de conocimientos. Que en esencia coincide con la posición de Agustín
García Calvo, según la cual, no hay verdad en la realidad, y lo único que se puede decir
es “no” a las ideas que nos venden10.
9 Esta asociación que realizo entre el Quijote y la segunda noble verdad del budismo explicaría el
gran éxito popular e internacional de la novela: el Quijote sería un retrato de la vida. 10 Agustín García Calvo tenía reticencias en asociar su pensamiento con el budismo y la filosofía
oriental en general. En la Tertulia Política que tuvo durante 15 años en el Ateneo de Madrid,
muchas veces se le insinuó tal parentesco, a lo que él contestaba en los términos de la crítica del
budismo que realicé más arriba: tan respetable sabiduría casi siempre se apasiona con las
afirmaciones positivas.
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Y es que para ver que el rey está desnudo, uno también tiene que estar desnudo. Tiene
razón Ortega y Gasset en que la filosofía tiene un punto de indecencia. Los filósofos de
la muerte se desnudan un poco más que el común al explicitar la filosofía popular y
enseñar sus carnes; pero, al no hacerlo del todo, diríase que se quedan en ropa interior.
Este libro, por tanto, no dirá nada positivo sobre “eso” a lo que se alude con la palabra
muerte. Simplemente aniquilaremos (si podemos) la idea de muerte como aniquilación
personal. Incluso llamar muerte a eso, ya es mucho llamar.
Tu verdad no, la verdad
El sentido originario de la verdad era negativo, un quitar. No se niega la verdad, no se
dice que no la haya. El que la realidad sea una construcción social no nos debe llevar al
relativismo, como fácilmente ocurre en el construccionismo social. Por ejemplo, en el del
psicólogo americano Kenneth J. Gergen, el más celebrado representante actual de esta
corriente (El yo saturado, 1991)11. Más radical incluso que Berger y Luckmann (cuyo
libro era de los 60), distingue entre Verdad con mayúscula y verdad con minúscula, esto
es, entre verdad absoluta y relativa. La primera le parece imposible, mientras que la
segunda quedaría reducida a mera opinión, tan válida como cualquier otra. Incluso su
propia sociología le parece a Gergen mera opinión. ¡Claro!, enseguida detectamos aquí
algo que no cuadra. La incoherencia relativista ha sido denunciada infinitas veces, pero
renace una y otra vez tenaz y persistentemente. El relativismo es suicida; mas, como se
trata de un suicidio relativo, renace una y otra vez de sus cenizas relativas cual ave fénix.
Dígannos los relativistas: ¿si todas las verdades pesan lo mismo, cómo habríamos de
preferir una en lugar de otra? Michel Foucault, el filósofo neoestructuralista francés,
también relativista, aunque honesto, reveló que no tenía respuesta cuando se le presentó
la objeción. Y es que no hay respuesta. Es cierto que, como se ha repetido muchas veces,
la opinión aleja del riesgo del fanatismo, en el que está presta a caer la intransigente
certeza, y que con opiniones no se hacen las guerras. Pero, como en este trabajo estamos
distinguiendo entre absolutismo positivo y absolutismo negativo, hemos de decir que
hasta ahora solo hemos podido constatar los desastres que ha ocasionado el primero, y
11 La sociología está en la actualidad dividida entre construccionistas y no construccionistas. Muy
conocido entre estos segundos es el canadiense Ian Hacking, con un libro cuyo título es muy
significativo: ¿La construcción social de qué?
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que todavía están por ver los del negativo. Además, el relativismo tampoco está exento
de riesgos (en el hombre nada está exento de riesgos), como cuando Gergen compara la
moral con el arte culinario, reduciéndola a una cuestión de gustos. De donde se deduce
que tan válida sería la comida basura como la dieta mediterránea, y la televisión basura
como los documentales de La 2, que todo el mundo pone como ejemplo de que también
puede haber buenos programas en televisión (aunque no los vean). Del absolutismo nacen
las guerras que esclavizan a los pueblos, y del relativismo las que los idiotizan. Y, desde
luego, si al filósofo no le está permitido soltar la perogrullada de que el "pan y circo" no
son suficientes, no sé para qué sirve el filósofo. Estoy con Erich Fromm en que el
relativismo imperante es una buena ayuda del conformismo y el totalitarismo, y en que la
verdad, como siempre es una amenaza al statu quo.
Como decía Ortega y Gasset, podrá discutirse sobre cualquier cosa, menos sobre una,
de la que no hay posible discusión: la verdad. Los filósofos de la Escuela de Frankfurt,
creadores de la ética comunicativa, Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas, señalaron la
presuposición de la verdad por parte de los interlocutores como uno de los factores que
hacen posible el diálogo. Terminemos este punto con Antonio Machado:
¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
El gato de Thorndike y el mono de Köhler
Me gustaría exponer mi método de investigación. Sería muy de desear que cualquier
autor lo expusiera, por más que fuera brevemente, pues, como decía Descartes, mejor que
obtener resultados, es disponer de un buen método con el que obtenerlos. Pues bien, mi
método no tiene nada de particular, es el método que todo el mundo utiliza: las ciencias
para investigar, y el hombre corriente para hacerse una idea de las cosas con que poder
vivir. Este método se denomina a veces método hipotético-deductivo, y otras veces
dialéctica o método de ensayo y error, o nombres menos conocidos, como razón vital en
Ortega y Gasset. Y el método es uno, porque no podía ser menos, porque, como señala
también Descartes, el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, y las ciencias
todas no son más que la inteligencia humana, que es una. A lo que yo añado que también
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la forma de conducirse el hombre corriente en la vida es conforme a esta inteligencia. Con
ella movilizamos las facultades que tenemos: percepción, imaginación, memoria y razón,
sin dar la espalda a ninguna. Luego, en función del asunto que se estudie o el tema de que
se trate, el método tendrá matizaciones.
Consiste en lo siguiente: imaginas una hipótesis, y vas tirando con ella mientras que
funciona; cuando deje de funcionar (cosa que ocurrirá más tarde o más temprano, lo que
revela que no era una verdad sino una hipótesis) la sustituyes por otra mejor, que será más
compleja que la anterior, porque englobará el fallo que esta tenía, o, dicho de otra forma,
destapará su simpleza por no contar con el hecho con el que ha chocado, y así
continuamente. Como se ve, no tiene ningún misterio, una perogrullada. Como digo, es
lo que hacemos todos, científicos y no científicos. Sin embargo, lo hacemos generalmente
mal, por la razón de que no contemplamos las hipótesis como hipótesis, sino como
dogmas de fe, y, entonces, en lugar de advertir sus errores, inventamos las excusas más
rocambolescas para seguir de la mano de ellas. Como don Quijote, que, en lugar de
reconocer humildemente que los molinos no eran gigantes, recurre al truco de los
encantadores, que les han transmutado el ser. Don Quijote no está loco, don Quijote es
simplemente un fanático que no da su brazo a torcer, como la mayor parte de la
humanidad. Y, así pasa, que este mundo, con tan poco encanto, está lleno de encantadores.
Decía Ortega y Gasset que de todas las enseñanzas que la vida le había proporcionado, la
más lamentable había sido la constatación del escaso número de hombres veraces.
Del científico se espera más rigurosidad que del hombre de la calle en la aplicación
del método. Sin embargo, dudo mucho que así sea. Desde siempre, se ha dicho que la
ciencia es desinteresada, en el sentido de que el investigador tenía que desprenderse de
todo interés (gusto, preferencia, prejuicio, supuesto, partidismo, etc.). ¡Cuidado!, no del
interés a la hora de formular las hipótesis; la veracidad no se exige en este momento (por
imaginar, puedes imaginar cualquier cosa, incluso que los molinos son gigantes). La
veracidad del método (que tendría su equivalente en la honradez en ética) es el desinterés
o desprendimiento en la evaluación de la hipótesis, es decir, en el reconocimiento de los
supuestos como supuestos, en el no sacralizarlos como dogmas de fe. La fenomenología,
a la que ya nos hemos referido, incidió mucho en este punto, y casi diría que en él se le
va la mitad de su peso, y es por lo que produce lástima que continuamente nos esté dando
gato por liebre (dogma por hipótesis).
Veamos cuál es la mejor manera de acceder a las hipótesis. Hay una imagen clásica
que recorre toda la filosofía, la del filósofo cazador. La encontramos en santo Tomás de
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Aquino, en Nietzsche, en Ortega y Gasset, y procede, como tantas otras cosas, de Platón.
En la República, Sócrates, el protagonista de los Diálogos de Platón, dice ir de caza en
pos de la definición de justicia. Y lo primero que comprueba es lo selvático que está el
monte, lo tupido, cerrado e impenetrable. Si ya en tiempos de Platón estaba así, se
comprende cómo decía yo más arriba que la misión de la filosofía es desbrozar. Sin
embargo, no creo que la actitud venatoria sea una buena actitud para dar con la verdad
(mientras dure, esto es, hipótesis). Nietzsche añadió a la imagen del cazador, la del
guerrero: la verdad, decía, es mujer, y ama únicamente a un guerrero. Ortega y Gasset, en
su curso en el teatro Infanta Beatriz,12 invitó a los muchachos que le escuchaban, a los
que tuvieran almas profundamente varoniles, a que no olvidaran sus palabras. Cazador,
guerrero, alma profundamente varonil… ¡¿pero qué concepción del conocimiento es
esta?! ¿A ver si se nos va a asustar la verdad!
Propongamos una alternativa menos energética. En Psicología suelen contraponerse
dos formas opuestas de resolver los problemas: la del gato de Thorndike y la del
chimpancé de Köhler. Se trata de los experimentos que el siglo pasado los psicólogos
Edward Thorndike y Wolfgang Köhler realizaron con estos animales. El gato busca salir
de la jaula para alcanzar la comida a base de todo tipo de maniobras, hasta que por
casualidad roza la aldaba que cierra la puerta y esta se abre; el mono actúa de la misma
manera al principio, aunque sin conseguir alcanzar una ristra de plátanos en lo alto de la
jaula, hasta que, desesperado, se retira a un rincón, donde se le ocurre de improviso (lo
que Köhler llamaba “intuición”) apilar unas cajas y subirse a ellas. Vemos cómo los dos
métodos funcionan. Al final, tan válido es el “busca y encontrarás” de Jesús de Nazaret,
como el “encuentro lo que no busco” de Antonio Machado, o el "si un hombre busca al
Buda, ese hombre pierde al Buda" de Lin-chi (s. IX), el más importante budista zen chino.
Pero una cosa nos enseñan ambos: que hay un elemento, de azar en el primer caso, y de
inspiración en el segundo, que escapa a nuestra voluntad. Conclusión: no se puede
controlar la vida.
¡Afortunadamente!, habría que añadir, porque justo lo inesperado, imprevisto es lo
mejor de la vida, de la escritura. Veremos más adelante cómo el psicólogo americano
Abraham Maslow destacaba de las experiencias cumbre “la sorpresa, la incredulidad”
12 Madrid, 1929. Tiene el mérito de ser el primer curso de filosofía que se dio fuera de la
Universidad. Su título: “¿Qué es filosofía?”.
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(2013, 24; v.t. 1994, 74-75), y el que no puedan “garantizarse, ni siquiera buscarse” (1994,
74-75).
Por otra parte, el hecho de que las soluciones, hipótesis, sean siempre provisionales,
nunca definitivas, también introduce un elemento de descontrol en la vida y en la ciencia.
Téngase en cuenta que aquellas mejoran conforme van ganando complejidad, lo cual al
final no deja de ser un suicidio. El ejemplo de las leyes puede ser bueno. Cuando son
pocas, se revelan inútiles al escapárseles multitud de casos; pero cuando son muchas o
demasiadas terminan por aplastar al juez. Aparte de que nunca serán suficientes, como no
se dé el caso de que sean infinitas. Que es lo que le ha pasado a la física, que en sus
postrimerías ha alcanzado el nirvana con una solución absolutamente satisfactoria, sí,
pero que de cara a entender la realidad no sirva para nada. En efecto, todos los escollos
de la física se pueden sortear con la siguiente hipótesis definitiva (porque es imposible
que pueda ser más compleja): cada instante se crean de la nada infinitos universos. A la
física le ha ocurrido como a la música, que ha alcanzado tal grado de complejidad, que
ha quedado reducida a silencio, como en la obra 4’33’’ de John Cage, en la que la orquesta
está de brazos cruzados cuatro minutos y treinta y tres segundos. Como aquí nada se oye
porque nada pasa, en el multiuniverso nada se sabe porque está vacío. Vacío, de tan lleno.
Como los trasteros, tan abarrotados que ya nada se encuentra. Hay verdad, como
decíamos más arriba, solo que esta es negativa. Ahora bien, eso no quiere decir que
algunas medias verdades o verdades provisionales no nos puedan ser útiles para ir tirando.
No podemos quedarnos de brazos cruzados como la orquesta de Cage, porque ese sería
el final, y en nuestra vida no hemos llegado al final. Lo mejor es adoptar una actitud
humilde, ni soberbia ni servil. La humildad no es el antónimo de la soberbia. Es humilde,
por ejemplo, la frase de Picasso de que la inspiración debe pillarte trabajando. Las figuras
del cazador, el guerrero y el varón no son, en cambio, nada humildes. La vida es ambigua,
bifronte; nuestro método se balancea indeciso entre la actividad y la pasividad.13
Estructura del libro
13 Como no podía ser de otra forma, el propio Ortega y Gasset es ambiguo, y en otro lugar nos
dirá que la ciencia es “insumisa al albedrío y ante la cual solo cabe por parte del mismo creador
una humilde actitud pasiva” (1983, XII, 243).
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El presente trabajo, sin contar esta Introducción, se divide en cinco capítulos y una
Conclusión. En el primer capítulo, “¿Qué es la muerte?” me ocuparé fundamentalmente
de tres asuntos: precisar contra qué muerte está este libro (la aniquilación de la persona),
distinguiéndola de la muerte biológica, sociológica, etc.; destacar que no es miedo sino
angustia lo que se siente, y poner en duda el ansia de inmortalidad, que, según se dice, es
un hecho reconocido.
En el siguiente capítulo, “La muerte, fenómeno típicamente moderno”, haré ver cómo
la muerte como realidad solo ha aparecido a mediados del siglo XX en el Estado de
bienestar, momento en que se completa el proceso de secularización e individualización
iniciado en la Edad Moderna. Es ahora cuando aparece el truco del tabú, dado a que
anteriormente la muerte estaba domada con el invento de la inmortalidad. A ella me
referiré, antes de pasar a nuestra situación, contemplándola en la religión y la filosofía,
así como en sus sucedáneos científicos.
El tercer capítulo, que lleva por título “La muerte y el hombre”, se divide en tres
bloques. En el primero examinaremos cómo la muerte es un fenómeno específicamente
humano, para entrar a continuación en sus consecuencias: la aparición del tiempo
(especialmente del futuro), el yo, la preocupación, la realización, el juicio, los premios y
castigos y la infelicidad. Se tratará de un ejercicio de fenomenología, realizado
primeramente por el existencialismo de Heidegger, que no siendo más que un intérprete
de la filosofía corriente del hombre común, domina, a mi juicio, desde entonces la
filosofía de los doctos. Finalmente, intentaremos imaginar cómo sería la vida sin muerte,
asunto del que apenas se han ocupado los autores, los cuales han preferido, en todo caso,
imaginar cómo sería sabiéndose inmortal.
El capítulo siguiente, “Matar la muerte”, el cuarto, es el que propiamente intenta
destruirla. Veremos cómo la muerte es inobservable, inimaginable e ininteligible. Pero,
como en pura lógica el yo es inmortal, el trabajo examina si hay yo, a través de sus notas
de soporte de las propiedades físicas y psíquicas, permanencia, racionalidad, libertad y
autoconciencia. Para lo cual se adentrará en la ciencia cognitiva, que es donde
actualmente anida el problema del yo. Concluyendo que no lo hay, y que a lo que nos
referimos con la palabra “muerte” no se sabe lo que es.
“Muerte y poder” investiga finalmente de dónde ha podido surgir esta idea falsa de la
muerte. Se verá que es una imposición social, por más que aquí no se distinga entre
individuo y sociedad. Y aunque el poder (religioso, económico, político) se aproveche de
ella, tal idea no ha podido ser un invento suyo, ya que los poderosos también la sufren.
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Por lo que concluiremos que la muerte misma es el poder, junto con las demás ideas que
constituyen los nombres comunes y propios del lenguaje. Se trata de un intento de
sustancializar el mundo, que hasta ahora parece haber dado buen resultado evolutivo, aun
a costa de nuestra felicidad.
Disculpas anticipadas
Como se puede deducir de aquí, si este libro está contra la muerte, lógicamente debería
revolverse contra el lenguaje. Y, no obstante, lo utiliza, como no tiene más remedio.
Perdóneseme, por tanto, las incoherencias que inevitablemente asoman en este intento de
utilizar el lenguaje contra el propio lenguaje. Incongruencia que también se refleja en las
veces que aparece el autor, que no creyendo en tal autoría, se “le” ha ocurrido que la
mejor manera de sortearla es mediante la ambigüedad de expresiones como “este libro”,
“yo”, “nosotros”, “aquí”, etc.
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1. ¿QUÉ ES LA MUERTE?
¿Contra qué está escribiendo este libro Contra la muerte? ¿Qué es la muerte?
Afortunadamente, es un concepto muy claro. Y lo es, porque su referente no existe. Los
conceptos son claros u oscuros, dependiendo de que aludan a cosas que, respectivamente,
no existan o sí existan. La idea de mesa, por ejemplo, es un concepto de esta segunda
clase. Es muy divertido realizar con los alumnos en clase el ejercicio de definirla,
constatando lo difícil que resulta detener el pensamiento en una solución cómoda: ¿Puede
haber mesa sin patas? Sí, con un soporte. ¿Y un tablero que cuelga del techo, es una mesa?
¿Y, si definimos mesa por su función (comer, escribir), una mesa de adorno en un museo
ya no es una mesa? El filósofo Gustavo Bueno (puede verse en un video de Youtube),
después de darle muchas vueltas, define “mesa” como el suelo de nuestras manos. Lo cual
es agudo, pero me imagino que otros filósofos la definirán de otras maneras. Y, si la
definición de una cosa aparentemente sencilla y corriente como una mesa, ocasiona tantos
quebraderos de cabeza, ya podemos imaginarnos lo que será con otras más complejas
como amor, libertad, etc.
Según parece, lo más importante es lo más difícil de definir. ¿Ocurrirá eso, por tanto,
con algo tan trascendental en nuestras vidas como la muerte? No, porque al no existir es
muy fácil saber de qué estamos hablando. Pasa como con los triángulos o el número pi.
Creo que no aciertan algunos autores, como el renombrado filósofo actual Zygmunt
Bauman, cuando afirma que todos sabemos muy bien qué es la muerte, al menos mientras
no tengamos que definirla. No: muerte es la aniquilación del yo, de la persona. El
concepto de aniquilación es absurdo, pero muy claro. Y, como entendemos perfectamente
lo que quiere decir, así estamos en condiciones de denunciar su imposibilidad. Lo mismo
que denunciamos que no existe el triángulo debido a que tiene solo dos dimensiones.
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… y corta como un diamante
La muerte como destrucción del yo es solo uno de los significados de “muerte”. El
más común, el que más nos importa en el fondo, pero solo uno de ellos. Sobre todos esos
significados, todo un arsenal bibliográfico de teólogos, filósofos, físicos, biólogos,
médicos, psicólogos, pedagogos, historiadores, etc., se ha ido acumulando. Así, se oye
que el universo morirá (en sus diversas y proféticas modalidades: Big Crunch, Big Freeze
o Big Rip); se dice que una jubilación es una muerte sociológica, y se asusta con que la
filosofía ha muerto. ¿Qué tienen en común todas estas cosas: el universo, una jubilación
y la filosofía, para estar amenazadas por la defunción? Si todas las ramas del saber
acaparan como temática propia la muerte, al final su significado solo puede ser el más
abstracto de todos, el de dejar de ser, el del paso del ser al no ser. Dicho claramente, el
cambio. Un significado, como se dice técnicamente, “ontológico” (porque afecta a todos
los entes). Es como cuando Canetti, refiriéndose a la muerte, escribe: “es el hecho primero
y más antiguo, y casi me atrevería a decir: el único hecho. Tiene una edad monstruosa y
es sempiternamente nueva. Su grado de dureza es diez, y corta también como un
diamante” (2012, 300).
La muerte como aniquilación del yo también es un cambio, y, al estudiarla, estaremos
haciendo ontología. Pero solo indirectamente, porque aquí no nos preocupa (por más que
debiera preocuparnos) la muerte de todas las cosas, sino tan solo la muerte del yo. En la
medida en que la muerte del yo es una muerte, entraremos en la ontología. A pesar de lo
trivial que es el test de Templer, muchas veces sorprende en los resultados de su
aplicación, como cuando Lonetto y Templer concluyen que “la ansiedad ante la muerte
es una forma, a menudo espectacular, de la ansiedad al cambio y a la separación” (53).
Pero hablar de ontología es hablar de Aristóteles, el ontólogo por excelencia, cuyas
teorías, a pesar de haber pasado ya veinticinco siglos, siguen vivitas y coleando.
Aristóteles es el sentido común, la voz de la mayoría. Se dice que el lenguaje es
aristotélico por la influencia de Aristóteles, y, también, que su popularidad (la gente es
aristotélica aunque no sepa localizar Grecia en un mapa) se debe a que extrajo sus
enseñanzas del lenguaje (que es lo más probable). En la Introducción, dijimos que
Heidegger era el ventrílocuo filosófico del común de los mortales del siglo XX. Pues
bien, Aristóteles también lo fue de su tiempo, del siglo IV a. C.; pero no olvidemos que,
como hizo constar Ortega y Gasset, utilizando la metáfora del número de la torre humana
43
que hace la familia de acróbatas en el circo, la historia es heredar y añadir: Aristóteles
está en Heidegger.
Lo que nos interesa del Estagirita es su concepto de cambio sustancial, el cual
distinguía del cambio accidental, puesto que no es lo mismo, por ejemplo, que un árbol
muera a que se quede sin hojas. Parece que hay mayor cambio en el ser reducido a cenizas
por un rayo que en el quedarse en cueros el árbol. En el cambio sustancial se aniquila la
cosa; en el accidental, una propiedad suya. Y es que en el lenguaje tenemos incrustada la
distinción cosa-propiedad. Un poco más adelante lo veremos; pero el término “propiedad”
empieza a delatar el asunto, indicándonos que se trata (¿cómo no?) de una cuestión
económica.
Paseo por el amor y la muerte
De la muerte ontológica no se hablará en estas páginas más que indirectamente; pero
¿qué ocurre con la muerte biológica? Pues que yo creo que, al hablar en estos términos,
se está confundiendo la muerte con sus causas. Como Jesús Mosterín, cuando asevera que
literalmente solo hay muerte biológica, y que la ontológica es metafórica. Sin ir más lejos,
el Diccionario de la Real Academia Española da la muerte biológica como primera
acepción de “muerte”: cesación o término de la vida. Aunque también le añade el
significado de ruina, con lo cual ya vale para todo.
Tradicionalmente se pensaba que uno moría cuando dejaba de respirar y de latirle el
corazón, es decir, con la parada cardiorrespiratoria. Pero cuando en el siglo XX empezó
a ser posible mantener artificialmente las funciones cardiopulmonares, junto con la obvia
constatación de que el individuo ya no estaba allí ni por asomo (es decir, que daba señales
de vida, aunque no señales de él), entonces se estableció internacionalmente (por
influencia mayormente de la Universidad de Harvard) el criterio de la muerte cerebral, ya
que las funciones encefálicas no pueden mantenerse artificialmente. Es comprensible que
los Estados necesiten fijar un criterio oficial de muerte, ya que está en juego el importante
tema del trasplante; pero esto es una cosa, y otra, bien distinta, la propia muerte. ¿Qué
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más da que Juan muera por parada cardiorrespiratoria o muerte neocortical; por accidente,
enfermedad o envejecimiento14?, el caso es que muere.
Las dos definiciones de muerte más reconocidas desde hace varias décadas son las de
dos profesores de Ética norteamericanos: Bernard Gert y Daniel Wikler. La primera se
conoce como “biologicista”, y sostiene que muerte es la descomposición; la segunda, la
llamada “esencialista” argumenta que no hay más muerte que la de la persona. Posición
esta última que será la que adopte este libro, ya que le disgusta la, tan extraña como
arbitraria, preferencia por el cuerpo de la biologicista. No es que este libro crea mucho en
la persona, pero sabe distinguir muy bien entre Juan y el cuerpo de Juan. Es cierto que la
esencialista, al inclinarse por la persona, se topa con extrañas paradojas, como en los
casos de anencefalia y locura, en los que tendríamos cuerpos vivos y personas muertas.
O en hechos tan extravagantes como los partos de mujeres en estado vegetativo, incluso
meses después de la muerte neocortical. Esta es la razón por la que los japoneses
permanezcan anclados en el criterio tradicional de la parada cardiorrespiratoria, y tengan
que ver con sus propios ojos la descomposición. Es un tópico de la literatura biologicista
que la vida y la muerte se hallan entremezcladas, que hay vida en la muerte y muerte en
la vida, como si fueran las dos caras de una misma moneda. Sin que nos demos cuenta,
las células de nuestro cuerpo están constantemente naciendo y muriendo. 17000 millones
14 El envejecimiento y, por tanto, la muerte, obedece a que la selección natural solo se ocupa de
arreglar los desperfectos celulares que benefician a los hijos (Klarsfeld, 28). En la duplicación de
todas las células se producen errores que solo se reparan en las reproductivas y en las
embrionarias. La razón es que el gen TERT, que está en todas las células, solo en aquellas da la
orden a la encima telomerasa de que restaure. Las demás células se vuelven inviables y se suicidan
(apoptosis). ¿Por qué el gen TERT solo actúa (se “expresa” en terminología biológica) en las
células embrionarias y reproductivas? La biología no da razones de este tipo; la selección natural
solo nos dice que lo que funciona supervive, y lo que no funciona no supervive. Así, mientras que
haya hijos, habrá especie. Pero indirectamente, porque el individuo no se sacrifica por la especie
ni por los genes.
Se ha dicho que la muerte es el precio que el individuo ha de pagar en beneficio de la especie,
dado que la reproducción sexual es un método mejorado biológicamente con respecto a la
reproducción no sexual, más adaptada a los cambios del entorno al originar más variedad. Sería
algo así como el amor y la muerte al servicio de la vida. Sin embargo, tal creencia proviene de
otra en la inmortalidad de los organismos unicelulares, que es falsa, ya que el límite de Hayflick
establece un número finito de mitosis o divisiones de la célula. Aparte de que, al dividirse una
célula, no creo que las hijas sean la madre por mucho que se le parezcan.
Por otro lado, tampoco se trata de que perduren los genes, como sostiene la famosa teoría del
gen egoísta de Richard Dawkins, puesto que, al recombinarse en el nuevo individuo, terminan
debilitándose e incluso perdiéndose a través de las generaciones. En las ciencias biológicas no
deberían utilizarse términos morales como hace Dawkins, pero, puestos a utilizarlos, se trata más
bien de altruismo que de egoísmo.
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de células mueren cada minuto en nuestro organismo. El estómago, por ejemplo, renueva
las células cada tres días. Las del cerebro son las únicas que, al parecer, no se renuevan,
o por lo menos la mayor parte de ellas, que se empiezan a perder a partir de los veinte
años, al ritmo de cien mil neuronas por día. Por otro lado, en ocasiones, más que de
muerte, se trata de suicidio. La apoptosis o muerte programada es importantísima en la
embriogénesis, por ejemplo, en la formación de los dedos, cuyos huecos se forman por el
suicidio colectivo de millones de células. Pero otra cosa, claro está, es la muerte del
organismo. Con ella, las células individuales van muriendo poco a poco, y algunas como
las de las uñas y el cabello tardan mucho tiempo.
Periferia de la vida y huellas de la muerte
Este libro tampoco tratará de la muerte social ni de la muerte histórica. La amalgama
de situaciones que se tilda como muerte social: ancianos de residencias, enfermos de
hospitales, locos de psiquiátricos, presos de cárceles, mendigos, parados, jubilados, etc.,
aparte de la irritación que pueda producir semejante denominación, está claro que solo
muy metafóricamente puede ser llamada muerte. Y es un buen ejemplo, además, de cómo
el término vale para todo y termina resultando el acabose. Este libro como he dicho, no
va a manejar un sentido tan técnico de “muerte”, sino más doméstico. No creo que haya
que darle muchas vueltas a que, por muy jubilado que esté Juan, y por mucho que haya
muerto sociológicamente hablando, sigue dando guerra, y cobrando su pensión, y
entreteniéndose dando de comer a las palomas, sentado en el banco del parque con sus
cómodas zapatillas a cuadros (cosa que solo los vivos parece que pueden hacer), o, si no,
trabajando de voluntario en la Cruz Roja.
Por lo mismo, también desechamos la llamada muerte histórica o desaparición de toda
huella (mucha o poca) del finado en la historia (de su familia, pueblo, país o mundo).
Igual de irritante, por cierto, que la muerte sociológica; aparte de que las huellas que deja
una persona, por nimias que sean, nunca desaparecen del todo, y todo influye en todo, y
nunca se sabe bien quién hace las cosas ni de dónde vienen. Como en el proverbio chino,
el aleteo de una mariposa puede provocar un tsunami en el otro extremo del mundo. Y
por si fuera poco, el número de páginas que suele ocuparse en los libros de Historia
(incluidos los de texto) es directamente proporcional al total de asesinatos cometido por
quien da nombre al capítulo: Anibal, Julio César, Napoleón, Hitler. Como dijo el
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psiquiatra alemán Wilhelm Reich, la historia es patológica; u obra del diablo, como
ratificó el filósofo rumano Emil Cioran. Los “famosos históricos”, los más vivos desde
un punto de vista histórico de todos los que han pasado por este mundo, merecen, según
los historiadores, un trato privilegiado debido a que su influencia ha sido muy grande.
Permítaseme que ponga en duda semejante excusa de los historiadores. Porque, ¿quién
inventó la televisión? No lo sabe nadie (quizás porque no fuera político ni militar) No;
mejor es no pasar a la historia, mejor estar muerto (históricamente hablando).
De cómo es este un libro de economía
¿Te preocupa la muerte?, podemos preguntar a alguien, a quien sea. Y seguramente
pensará en la muerte propia. En la desaparición de la humanidad es poco probable, y de
ninguna manera le volará el pensamiento a regiones donde habiten las células o las modas.
Pues bien, a esta concepción vulgar de evaporación del yo o persona es a la que se atiene
este trabajo. Como concluye un estudio de Lonetto y Templer, “la definición [de miedo a
la muerte] más citada en la literatura es la descripción de Templer de estado emocional
desagradable producido por la contemplación de la muerte propia” (37). Por lo demás, se
atiene también a la interpretación existencialista de la muerte. En este punto vamos de la
mano.
¿Pero qué es un yo, una persona? O, si se prefiere, ¿quién es un yo, una persona? Para
responder a esta pregunta, tenemos que remitirnos a Aristóteles y tener en cuenta los
añadidos que le ha endilgado el existencialismo. En ambos casos, la respuesta debe ser
un reflejo de la época de uno y otro. No vamos a separar la filosofía de la sociedad ni de
la economía: todo es lo mismo.
Pues bien, un yo o persona es un propietario, es una cuestión económica. Cuando
Aristóteles quiso diferenciar entre las cosas y las propiedades de las cosas, por ejemplo,
entre un árbol y su color, echó mano del horrible término de “sustancia”, que en griego
significaba propietario, con lo cual su filosofía comenzó a ser un homúnculo de la
sociedad griega. Que, como sociedad esclavista que era, se dividía en dos clases sociales:
amos y esclavos, siendo los primeros (“hombres libres” se autodenominaban) propietarios
de los segundos. Tenemos, por tanto, que el árbol y el amo son libres, mientras que el
color y el esclavo, dependientes. En efecto, es imposible ver el verde o el dorado por ahí
suelto, sino siempre puesto en alguna cosa, en nuestro ejemplo en el árbol. Es una
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propiedad (privada) suya. Ahora bien, no basta ser propietario para ser persona, sino que
se necesita un plus. Y entonces entran en juego la razón, libertad y autoconciencia (darse
cuenta de sí mismo), que parecen ser cosas propias de los que se llaman a sí mismos
“personas”, los hombres.
La libertad es un tipo de independencia, una especie de superindependencia. Me
explicaré: un árbol es independiente, propietario, en la medida en que sus propiedades,
como el color, están en él (como soporte); pero no es libre en el sentido de decidir cuáles
sean sus propiedades, sino que la primavera lo pinta verde y el otoño dorado, sin que él
tenga nada que decir. La persona, en cambio, es dueña de sus actos, esto es, de sus
pensamientos y de su cuerpo, y si quiere (ese tipo de libertad que se llama libre albedrío)
puede pensar en meterse en política o huir de ella como de la peste.
Quedamos entonces en que las cosas o sustancias son soporte e independientes de las
propiedades, mientras que estas están soportadas y son dependientes. Y que la cosa o
sustancia persona es, además, racional, libre y autoconsciente.
Diré, no obstante, una característica más de las cosas, antes de pasar a exponer una
cosa curiosa: que son permanentes, al contrario que las propiedades. En efecto, si el árbol
se queda desmochado porque ha llegado el invierno, sigue siendo el mismo árbol que
cuando tenía hojas, esto es, el árbol que tengo en el jardín, otro árbol que el del vecino, él
mismo, él. E igual pasa con la persona, que si, por ejemplo, se le cae el pelo, sigue
permaneciendo cual persona que era, siendo ella: Juan.
Bueno, pues lo curioso es que resulta que la sustancia y la persona son invisibles. Me
refiero a que no se pueden captar con los cinco sentidos clásicos: vista, oído, etc. Pues,
en efecto, solo son perceptibles las propiedades. El árbol no es el tamaño, la forma, el
color, etc., y con la persona pasa igual. Es curioso, digo, porque, aunque la gente lo sabe
al estar en el lenguaje, se muestra bastante despistada al hablar de estos asuntos. Como
los alumnos, cuando creen que las cosas son el conjunto de sus propiedades. Es muy
gracioso hacer este ejercicio en clase: tomemos a Juan Ruiz, arcipreste de Hita, y veamos
quién es él, si es el conjunto de sus propiedades. Es obvio que le puedes quitar la ropa,
afeitarle o cortarle el pelo, sin que quede disminuido en su persona. Los discapacitados
se sentirían ofendidos si tal cosa se dijera. ¿Quién puede pensar que un arcipreste manco
es menos él que un arcipreste con dos manos? El Manco de Lepanto no es Cervantes
menos el 3%. No, las cosas no son el conjunto de sus propiedades, porque les puedes
quitar muchas propiedades, darle un buen mordisco al conjunto, y seguir siendo
exactamente las cosas que eran, esto es, ellas mismas. Pero, ¿cuánto de cuerpo se le puede
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quitar a un arcipreste para que deje de ser un arcipreste. Había en China una tortura
llamada de los “cien pedazos”, y me pregunto con cuántos cortes el reo dejaba de ser el
reo. Por otra parte, hay prácticamente trasplantes de todo, menos de cerebro, y se dice
(aunque por ahora sea una mera elucubración) que si se trasplantase un cerebro a otro
cuerpo, se trasplantaría también la persona o el yo. ¿Será, por tanto, el cerebro el yo? No
creo, por muy importante que sea tal órgano para este, por mucho que dependa de él.
Resultaría extravagante reducirme a mi cerebro, y probablemente las novias no serían tan
cariñosas con sus novios si creyeran que están enamoradas de un cerebro. ¡No señor, “su”
cerebro será de vital importancia para Juan Ruiz, pero no es él! El arcipreste tiene un
infarto cerebral, y deja de funcionarle la mitad del cerebro (aparte de la mitad del cuerpo),
y, sin embargo, no deja de funcionar la mitad de él.
No busquemos, por tanto, al arcipreste en el cuerpo, busquémoslo, como dicen, en la
psique o conciencia. Pero enseguida apreciamos que esta es tan cambiante15 como el
físico. Ya no pienso lo que pensaba, ya no siento lo que sentía, he madurado, he cambiado
de opinión, antes era comunista y ahora socialdemócrata, voto a otro partido político,
estoy limpio de heroína, me he curado de una neurosis y la vida me ha regalado otra. ¿Y
cuando no pienso nada, ya no soy yo?, ¿y cuando no siento nada?, ¿y cuando estoy
anestesiado?, ¿y cuando he perdido el conocimiento? No, sigo siendo yo, solo que sin
conocimiento. Dentro de los múltiples "proyectos inmortalidad" que pululan por el
mundo, ligados a otros tantos mecenas millonarios, hay uno llamado “Futuro Global
2045”, en el que están involucrados numerosos científicos de todo el mundo (como el
español José Miguel Gaona), convencidos de que ese año se estará ya en condiciones de
trasplantar nuestra conciencia (incluida la autoconciencia) a un robot. Esto al menos se
prometió en un congreso internacional en Nueva York en 2013. El joven magnate ruso
Dmitry Itskov corre con todos los gastos. Él tendrá entonces sesenta años, pero nos ha
prometido la inmortalidad a todos (¡los que tengan la suerte de llegar a 2045!). Sin
embargo, por mucho que se trasplante la conciencia o la autoconciencia a un robot, no se
trasplantará al yo, sino, en todo caso, la conciencia o la autoconciencia del yo.
¡Trasplantarán mi conciencia y mi autoconciencia a otro yo!
¿Ves, lector, cómo la sustancia y el yo son invisibles? Los filósofos antiguos y
modernos que han creído en la existencia de las personas así lo han corroborado. Pero no
15 No es que creamos mucho en el cambio (como comprobarás, lector); pero no menos que en los
arciprestes. Solo pretendo indagar qué es el yo, valiéndome del lenguaje, que consiste en palabras
como “cambio” y “arcipreste”, y, si me apuras, de “Juan” y “Ruiz”.
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nos asustemos, la vida está llena de cosas invisibles. Cosas en las que creemos y que no
ha visto nadie. Los átomos, por ejemplo. Entidades que se supone que existen, porque,
suponiéndolas, parece que se entienden fenómenos que sí somos capaces de percibir.
Páginas atrás me decidí porque se pudiera suponer cualquier cosa con tal de que se tomara
como un supuesto. Pues bien, la gente no sabe que los átomos son suposiciones, y cree
que a todas horas se están viendo por el microscopio. La divulgación científica (los libros
de texto, la ignorancia de muchos profesores) no cumple con la primera regla del método
científico, y, por ende, de la pedagogía: la veracidad. Pero, dejando los átomos y pasando
a los yos, quizás el sujeto sea una de estas entidades que haya que suponer para poder
entender lo que no hay que suponer porque se percibe. Es probable, pero entonces ¡tendría
gracia que yo tuviera que suponerme a mí mismo!
Hasta aquí Aristóteles. ¿Qué le añade el existencialismo? Pues más aristotelismo,
vamos a tener ahora una especie de frenesí aristotélico, de cuyas resultas obtendremos
una especie de hipersustancia, de hiperyo. Hasta el siglo XX, la persona no es del todo
libre, independiente. Son libres solo los amos en la Edad Antigua, los señores en la Edad
Media y los capitalistas en la Edad Moderna (por no hablar de las mujeres y los niños).
Pero es que, además, están limitados por el “hombre”; quiero decir que hay una naturaleza
humana, un ideal común a todos, que hay que cumplimentar. Hasta que apareció la
igualdad el siglo pasado, solo unos pocos y de la misma forma podían ser libres. Ahora,
en cambio, cada uno tiene su opinión, su gusto y su propia forma de vivir. Porque la
extensión de la igualdad paradójicamente impone la extensión de las diferencias. Hasta
nuestra época, uno no podía ser como quisiera, sino como debía ser. Era dueño de su
cuerpo y su mente, pero no para imponer su sacrosanta voluntad. Si siempre ha habido
individuo, yo, persona, ahora hay por primera vez individuos.
Ya sé que no lo entiendes, amigo lector; pero no te preocupes, yo tampoco lo entiendo
mucho. Todo esto que estoy exponiendo es una sarta de despropósitos. ¿Por qué te crees
que no me los creo? Pero, ¿qué quieres que haga? Un yo es un yo, y, cómo es él el que
muere, por eso tengo que ocuparme de semejante señor. La gente se ha empeñado en creer
(y los filósofos, que no hacen sino reflexionar sobre los empeños de la gente) que hay una
cosa invisible capaz de controlar su cuerpo y su mente: durante siglos no como le diera la
gana, y ahora como mejor le parece. Así están las cosas. Y es eso lo que muere.
Una última cosa. Quiero hacerte ver que la persona, el yo es Dios, que somos dioses.
Quizás entiendas mejor (y yo, de paso) lo anterior de que hasta el siglo XX la libertad
estaba limitada. Efectivamente, estaba limitada por Dios; había que hacer lo que Dios
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quería. Con el proceso de secularización moderno, se inicia el individualismo, en el
sentido de que el hombre va ocupando cada vez más el lugar de Dios, hasta llegar al siglo
pasado en que ya lo consigue definitivamente. Cuando Descartes se planteaba estas cosas
en el siglo XVII, se daba cuenta de que hablando con propiedad solo Dios podía ser
sustancia en el sentido de libre e independiente. Y tenía razón (entonces). Solo que ahora
no habría llegado a tal conclusión.
La soledad de Dios
Ser uno Dios también tiene sus inconvenientes, y no es el menor la soledad. Se suele
decir que uno muere solo porque, si es el yo quien muere, nadie puede morir por él. Cosa
que Unamuno expresó lapidariamente con su frase: la muerte es la suprema soledad. En
el diálogo platónico Fedón, que narra las peripecias de la última noche de Sócrates antes
de beberse la cicuta, Platón tiene especial interés en resaltar que no murió solo, sino
acompañado por los amigos. Pero, la verdad, es que esta es solo una manera de hablar, y
que Sócrates murió tan solo como todo el mundo. Hoy día se critica mucho el abandono
de los moribundos en fríos hospitales, fuera del alcance de la familia (recordemos cómo
comentábamos más arriba que en otras épocas la habitación del moribundo estaba
atestada de gente); pero todo ese acompañamiento, mucho, poco o ninguno (por deseable
o indeseable que sea) es meramente superficial. El yo deja de ser yo él solo, y él solo se
basta.
Sin embargo, no sé para qué tantos aspavientos con la suprema soledad de la muerte,
porque esta no es la soledad suprema, sino una más. El yo muere solo porque vive solo.
Y siempre está solo. Son las cosas de ser Dios, que también tiene su lado malo. “¡Dios
mío, qué solos se quedan los muertos!”, escribía Bécquer. Y es verdad. Más aún: el haber
metido a Dios en el verso viene como anilla al dedo. Y se podría complementar con este
otro: ¡Dios mío, qué solos se quedan los vivos! Y rematar con: ¡Dios mío, qué solo te
quedas Dios mío!, mirando, eso sí, no a lo alto, sino hacia dentro, al corazón.
2. LA MUERTE, LO ABSOLUTO RELATIVO
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Es difícil encontrar en la historia del pensamiento algo que haya podido concitar tanta
unanimidad de criterios, opiniones y pareceres. Es difícil hallar alguien que niegue la
existencia de la muerte. Casi todos los autores que se han ocupado del asunto la dan por
hecha. En que se trata de un hecho bruto, indubitable, los eruditos y la sabiduría popular
hacen buenas migas. Tanta es la coincidencia, que por sí sola debería levantar sospechas.
Diríase que se trata de una creencia no humana, si el mundo de lo humano está cruzado
por la disparidad y la pluralidad de puntos de vista. No hay nada que a lo largo de la
historia no haya sido sometido a examen, criticado, eliminado, mandado al baúl de los
recuerdos y sustituido por otra cosa. Salvo una, que más que la Innombrable, habría que
llamar la Intocable. Me gustaría equivocarme si digo que, salvo Agustín García Calvo,
no he encontrado ningún autor que niegue abiertamente la existencia de la muerte.
Pero si hay una unanimidad sobrehumana con respecto al hecho, por lo que se refiere
a su tratamiento ya empieza a funcionar lo humano, es decir, la variedad de colores y
sabores. Así, el cadáver puede ser: abandonado, enterrado, incinerado, embalsamado o
deglutido (crudo o cocinado), acompañado o no de sacrificios humanos o animales;
motivo de gran llantina, o de fiesta u orgía sexual; olvidado o adorado16, etc. Como dice
el antropólogo inglés Nigel Barley, la muerte, más que una puerta a la eternidad, es un
espejo donde vernos reflejados (14). Así, mucho dice de nosotros la última moda funeraria
de llevar tu muerto en el dedo, como ofrece una empresa suiza, que, gracias a portentosos
métodos de tecnología punta, transforma las cenizas del difunto en un vistoso diamante
azul.
Diríase que la muerte es un diamante en bruto, tallado de diferentes maneras, según
las varias culturas. Lo absoluto relativo, podríamos decir. Aunque no como una realidad
absoluta, sino como una coincidencia absoluta, un prejuicio absoluto.
3. LOS HERMANOS DE LA MUERTE
16 Según Heródoto, el faraón Keops puso a trabajar a todos los egipcios en la construcción de la
Gran Pirámide, exprimiendo y arruinando económicamente al país, e incluso prostituyó a su
propia hija para obtener dineros. No es que yo me crea mucho los cuentos de Heródoto, pero no
porque no piense que cosas más extravagantes se han visto y se verán. En el Valle de los Caídos,
Franco no puso a trabajar al país entero, sino solo a unos cuantos miles de esclavos durante años.
¡Y todo para ese bodrio!
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Es interesante el comentario de Savater sobre su asombro de que no asombre tanto el
nacimiento como la muerte (2007, 46). También da que pensar si lo raro no será, más que
el tener que morir, el despertar por la mañana, porque es como una nueva vuelta a la vida.
¿Y qué me dices, amigo lector, de los quince mil millones de años por los que pasó el
Universo sin que nosotros nos enteráramos? Peor todavía, ¿qué me dices de los que nunca
han nacido ni nacerán? ¿Que es absurdo, respondes? Sí, pero tanto como la propia muerte.
Creo que con fortuna se ha comparado con el sueño (sueño sin sueños, o por lo menos sin
pesadillas), con el tiempo anterior al nacimiento y con la situación de los no nacidos (si
es que esto tiene algún sentido). Lucrecio, el filósofo epicúreo romano, cuyo único interés
casi se cifraba en eliminar el miedo a la muerte, cosa en la que veía la fórmula de la
felicidad, la comparaba con estos sus hermanos. Y, desde luego, tenía razón en que no
son de temer. Es más, un plácido sueño es una de las experiencias más agradables de la
vida.
En la mitología griega, Tánatos e Hipnos (el dios del sueño) eran hermanos gemelos.
El problema es que el sueño se ha utilizado como metáfora tanto de la muerte como de la
vida. ¿Puede valer para una cosa y su contrario? Según Píndaro, el hombre es el sueño de
una sombra; a juicio de Calderón de la Barca, la vida es sueño, y, al parecer de
Shakespeare, estamos hechos de la madera de los sueños. Sentencia que, como dice
Unamuno, es más trágica que la de Calderón, pues, además de soñar la vida, nosotros
mismos somos sueño, sueño que sueña. A lo que añade: ¿no será la muerte el despertar?,
¿y si todo no fuese sino un sueño de Dios?
El sueño también se ha utilizado como metáfora de la ignorancia. Así, Buda significa
despierto. Se ha utilizado para todo; pero con respecto a la muerte creo que la
comparación es afortunada. En el sueño, por lo menos en la mayor parte de él, no hay
autoconciencia, de modo que lo que debe pasar en eso que se suele llamar “muerte” debe
ser parecido al sueño.
Con respecto a los no nacidos, espanta saber que en una eyaculación hay, tirando por
lo bajo, doscientos millones de espermatozoides, y que con una treintena de eyaculaciones
ya tenemos los siete mil millones que somos. Ítem más, que mi espermatozoide ganara la
carrera a sus doscientos millones de hermanos. Téngase en cuenta que en el bombo del
sorteo de Navidad hay ochenta y cinco mil bolitas, y, según las estadísticas, es más fácil
que te parta un rayo a que te toque el Gordo. Sobresalta saber la cifra astronómica de
cuatro mil trillones de espermatozoides que produce un hombre a lo largo de toda su vida.
Sumemos a todo eso la cifra de cuatrocientos millones de abortos que se producen al año
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en el mundo solo inducidos. Pueden encontrarse en internet cálculos curiosos sobre la
probabilidad de haber nacido siendo quienes somos. Ali Binazair, de la Universidad de
Harvard, la ha calculado (contando con la probabilidad de que nuestros padres se
conocieran, de que lo mismo pasara con nuestros abuelos, de que hayamos nacido en el
siglo XX, etc.) en uno de cada 10 elevado a 2.685.000. Si se tiene en cuenta que el número
de átomos que hay en el universo es de 10 elevado a 80, realmente estremecen los cálculos
de Binazair. Quien concluye que la probabilidad sería la misma que la de que dos millones
de personas tiraran un dado con mil billones de caras y todas sacasen el mismo número17.
Pues bien, sumemos a eso unos cuantos millones de probabilidades más por las que se
habría escrito este libro.
4. MUERTE: MIEDO Y ANGUSTIA
Más arriba me refería a que Templer interpretaba el miedo a la muerte como una
“emoción desagradable”. No dije nada entonces, porque no venía a cuento; pero ahora
diré que me parece un calificativo muy “fino”. La literatura tanática más bien habla de
terror, horror, estupor, espanto, escalofrío, etc. El más espantoso de los males, según
Epicuro, el maestro griego de Lucrecio; o la idea traumática por excelencia, como la
califica Morin. Giambattista Gelli, escritor italiano del XVI, narra en La Circe, que uno
de los compañeros de Ulises, transformado en cerdo por la hechicera, se resiste a recobrar
la condición humana para no caer en las garras del conocimiento de la muerte, la mayor
de las desgracias. David Premack, gran estudioso de los chimpancés, ha comentado que
se resiste a enseñarles la muerte, para no infundirles temor. En nuestros tiempos, el miedo
sería aún mayor por culpa del tabú. Estamos aterrorizados, y nos guardamos para nosotros
solos todo ese pánico.
Es más, el miedo a la muerte sería la madre de todos los miedos, como la mar adonde
van a dar todos los ríos. Bauman, en el primer capítulo de su obra Miedo líquido, titulado
"El terror de la muerte", llega a interpretar el pecado original bíblico como una forma
17 La verdad es que en un tiempo infinito puede pasar eso, y, además, infinitas veces. El problema
es que, como veremos, hasta el momento presente no ha podido transcurrir un tiempo infinito.
Por lo demás, este libro, ni siquiera cree en el tiempo.
54
mitológica de pensar este miedo, ocurrencia que, como veremos, probablemente también
esté en Heidegger.
Desde los años 60 disponemos de tests que miden el temor a la muerte. El más
utilizado es el del psicólogo americano Donald Templer, de 1970; una serie de preguntas
(a las que hay que responder verdadero o falso), a mi juicio bastante triviales (“no tengo
miedo especialmente a tener cáncer”, “pienso que el futuro no me depara nada que
temer”), y confusas debido a que versan sobre el temor y el test se llama “Escala sobre la
Ansiedad ante la Muerte (DAS)” (por lo menos, según la traducción española)18. Pues no
parece que temor sea lo mismo que ansiedad: el primero es más concreto y la ansiedad
más difusa, como ahora veremos. Pero este tipo de investigaciones nos serán útiles, como
cuando Lonetto y Templer relacionan la ansiedad ante la muerte con cosas que van a ser
centrales en este estudio: la autoestima, la autorrealización, el tiempo, el ego (23).
Como en el libro que tienes entre tus manos (o ante tus ojos, si es digital), sufrido lector,
un tanto audazmente se va a negar este miedo tan tópico de que hace gala la bibliografía
tanática, conviene empezar realizando un par de precisiones. En primer lugar, parece
oportuno distinguir entre la muerte y las consecuencias de la muerte, pues bien pudiera
ser que a lo que se tema no sea a la muerte, sino a sus consecuencias.
Cuando se teme tener un accidente de coche, no se teme por sí mismo, sino por sus
consecuencias: la muerte, quedar tetrapléjico, etc. De la forma, me atrevo a aventurar,
como se teme la muerte de un familiar o de un conocido cuando es por la pena de la
pérdida o ausencia de trato. Quizás incluso se pueda concebir de manera egoísta, como
veremos más adelante en el caso de Fedón respecto a la muerte de Sócrates. Un creyente
puede temer la muerte por las consecuencias que le puede acarrear en la otra vida, o se
puede temer pensando en la situación en que quedan tus allegados, o lamentando que una
obra que se esté realizando quede inacabada. Pero en todos estos casos no se teme la
muerte, sino las consecuencias de la muerte. Se dirá que eso pasa con todo, que no deja
de ser una forma de hablar, y que quien, por ejemplo, teme caerse por un barranco, no es
por la caída misma, sino porque puede quedar tullido. Incluso el dolor que puede producir
la caída será una consecuencia de la caída, no la misma caída. Y tendrá razón
efectivamente quien piense así. Pero es que yo tengo que distinguir entre miedo a la
18 Gracias al test, Templer y otros autores han llegado a conclusiones bastante curiosas. Como
que las mujeres sacan mayor puntuación en DAS que los hombres (8).
55
muerte y miedo a las consecuencias de la muerte, porque creo en el segundo y no en el
primero. No se tiene miedo a morir sin más; en este caso lo que se siente es angustia.
En segundo lugar, conviene distinguir también entre miedo a morirse y miedo a estar
muerto. Creo que en ambos casos lo que se teme son las consecuencias. Comenzando por
lo último, si estás muerto eres insensible, es obvio: no sé qué puedes temer. Y, si eres
creyente, ya no estás temiendo a la muerte, sino a sus consecuencias (el infierno, etc.).
Cuando Unamuno habla de terror a la nada, indudablemente se referirá a estar muerto.
Pero es absurdo temer la nada, aterrarse por la nada es aterrarse por nada. Visto así, el
argumento contra el miedo a la muerte de Epicuro y Lucrecio es infalible: la muerte nada
es para nosotros, puesto que mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y,
cuando la muerte se presenta, entonces no existimos.
Se ha dicho, sin embargo, hasta la saciedad que este famoso razonamiento no
consuela, y es verdad. Pero no porque, como apunta Savater, los humanos seamos
irracionales y no sigamos los dictados de la razón. No, los argumentos de Epicuro y
Lucrecio consuelan perfectamente, pero consuelan para aquello para lo que están hechos.
Y están hechos para extirpar el temor. Pero, como digo, el problema no es de temor, sino
de angustia. El argumento no consuela para aquello para lo que no está hecho. En primer
lugar, para mitigar la pena que sientes ahora de lo que puedes perder con la muerte, o de
lo que tus allegados pueden perder con tu partida. Como hemos visto, la muerte no se
teme directamente, sino indirectamente, en cuanto a las consecuencias que pueda
producir. Y no es la madre de todos los miedos; algunas cosas pueden despertar mayor
temor, como la tetraplejía. Y, en segundo lugar, no consuelan de la angustia, como
veremos a continuación. Por eso, los argumentos de Epicuro y Lucrecio ni son útiles para
los creyentes ni para los no creyentes. Para los creyentes, porque (como buenos creyentes)
sí creen que van a ser sensibles y poder sufrir (las penas del infierno, etc.). Para los no
creyentes, porque no les exime de la angustia, que es lo que realmente les preocupa. Al
creyente, los argumentos no le dicen nada, realmente le resbalan (¿cuándo se ha visto
que un razonamiento mueva una montaña?; no, es la fe la que las mueve). Al no creyente
le parecen insuficientes, porque lo que le preocupa no es sufrir estando muerto, sino
morirse, que es cosa bien distinta. Lo que de verdad apetece el ateo es que le demuestren
que no se va a morir. Y Epicuro y Lucrecio creían en la muerte a pie juntillas.
El callejón sin salida del ser y no ser
56
A mi modo de ver, no se trata de miedo, sino de angustia. La angustia se produce ante
un callejón sin salida. ¿Cuál es este callejón sin salida? La contradicción irresoluble entre
que soy y que no soy. No se trata de la contradicción entre que soy y que no seré. Yo no
digo que haya una contradicción entre el presente y el futuro; lo que digo es que la
contradicción es en el presente: que soy y que no soy ahora. Pues el que no vaya a ser,
supone que ahora no soy del todo, que no estoy bien hecho, que tengo grietas. Si estuviera
entero, bien redondo, entonces no dejaría de ser nunca. Este es el callejón sin salida: ser
y no ser.
Y no me repliques, lector, que se puede ser a medias, mal hecho; digamos, un yo
estropeado. Eso es imposible. Mira, te puedo admitir ahora (aunque solo sea para salir del
paso) que puede haber una manzana estropeada, podrida; pero en el caso del yo es
imposible, porque, para ser yo, tengo que ser todo yo. ¿Me explico? No caben
componendas, no se pueda afirmar que soy un semi-yo (medio yo, cuarto y mitad de mí:
¡qué cosas más raras!). La angustia es la traducción a sentimientos de la desmejoría de
nuestro ser.
Argumenta Elias que no se teme a la muerte, sino a una idea, a la idea anticipatoria de
la muerte. Con lo que se hace eco de lo que ya había dicho Epicteto, el filósofo estoico
romano, de que lo molesto en la vida no son las cosas que nos suceden, sino las ideas que
nos hacemos de las cosas que nos van a suceder. Sin embargo, ni se trata de temor, ni se
trata de una única idea. Son dos ideas las que están en juego, y la angustia es el resultado
de su choque, chasquido. El temor lo produce una idea concreta; la ansiedad, una idea
inconcreta; la angustia, una contradicción de ideas. La angustia ante la muerte es la
angustia ante un yo que no es un yo.
Ahora entendemos el tabú. Como dice Giddens, la vergüenza es producto de mostrar
en público nuestras insuficiencias, nuestra “inseguridad ontológica” (87 y ss.). Somos
conscientes de la gran mentira que somos; por eso la ocultamos, y no hablamos de ella,
ni con nosotros mismos, por vergüenza. Además, es que realmente no hay nada que decir:
no hay salida.
La angustia es un concepto de honorable abolengo existencialista. Deriva del fundador
de esta corriente filosófica, el pensador danés Soren Kierkegaard, autor de El concepto
de la angustia, siendo luego recogido por Heidegger y por el filósofo francés Jean-Paul
Sartre. Para el existencialismo, la angustia es una modalidad de miedo: el miedo a uno
mismo. Exactamente, miedo a la libertad, a no acertar al decidir, miedo a no tomar las
57
decisiones adecuadas en la vida. Así, dirán los existencialistas, por ejemplo, que al borde
de un precipicio se siente angustia más que miedo, porque en tu mano está el tirarte
barranco abajo. Sin embargo, yo entiendo que este significado técnico es bastante
rebuscado, y prefiero adherirme al corriente de angustia, que es el estado desagradable en
que te encuentras cuando no tienes escapatoria. Si bien, en el caso que nos traemos entre
manos el desagrado es mayúsculo, al no ser yo cualquier cosa. La etimología del término
“angustia” podría venir en nuestra ayuda, dado que deriva del latín angostura, que es
justo lo contrario de la “apertura” del Dasein, que es como Heidegger denomina al
hombre, a quien interpreta (a diferencia de los animales y del resto de los seres) como
abierto a diversas posibilidades de actuación, es decir, como poseedor de la libertad. La
libertad no produce angustia; al contrario, lo que produce angustia es que no haya nada
que hacer, que decidir. Por lo que respecta a la muerte, no puedo quedarme con que soy,
ya que estoy viendo que todos mueren, que todos van muriendo, que no queda ni uno, que
no va a quedar ni uno; no puedo quedarme con que soy, digo, pero tampoco con que no
soy, porque, si no soy, ¿a cuento de qué estoy ahora escribiendo y rompiéndome la cabeza
en el ordenador?
Hay otra acepción de angustia, que destaca como principal en el Diccionario de la Real
Academia Española: la angustia como miedo a lo desconocido. Que yo no acabo de ver
del todo, empezando porque no sé cómo se puede temer lo desconocido. Si no se conoce,
no puede dar miedo. A no ser que se sustente que la novedad, lo nuevo, lo diferente, pueda
ser motivo de miedo. Cosa inexacta, porque lo diferente no es lo desconocido, y ya se
sabe mucho cuando se está al tanto de que es diferente. Este miedo a lo desconocido fue
el primer significado que dio Freud a la angustia, una especie de miedo inconcreto, por
lo que el Diccionario pudiera haber recibido su influencia, sobre todo si tenemos en cuenta
que en ediciones antiguas (anteriores a Freud quiero decir) no aparece este significado.
De cualquier modo, Freud acabó trasmutando el significado primero de la angustia y
encauzándolo en un sentido más en consonancia con el que defiende este libro, al
interpretarlo como contradicción entre el ello y el superyó, entre los instintos y las normas
sociales. Como se puede ver, un callejón sin salida, o, más bien, con la salida enfermiza
e ilusa de reprimir el ello.
Por mi parte (quizás me equivoque, pero por lo menos intentaré ser claro, a diferencia
de todo ese batiburrillo de significados entremezclados y desorientadores, que abundan
en los diccionarios y libros especializados), entiendo por miedo, miedo a algo concreto
(un león, dolor de muelas); por ansiedad, miedo inconcreto (en los adolescentes, miedo a
58
las amenazas de la vida adulta), y por angustia...la angustia no es miedo, es una “situación
emocional desagradable”, como dicen los psicólogos, como dice Templer (veíamos más
arriba), en la que te es imposible solucionar un problema grave. Por eso, no se siente
miedo a la muerte más que indirectamente, como causa de que no podamos gozar del trato
con los muertos, o de que nuestros familiares queden desamparados económicamente. Ni
tampoco se siente ansiedad, dado que los miedos que la acompañan son bien concretos.
Sí se siente, en cambio, angustia ante la muerte, dado que esta me lleva a plantearme que
yo no soy yo, problema grave y de difícil solución, por lo menos para mí.
To be or not to be; that is the question. “Causa congojosísimo vértigo el empeñarse en
comprenderlo” (1976, 54), constata Unamuno, distinguiendo bien entre este vértigo y el
terror a la nada del que hablaba, como vimos, en otro lugar. Unamuno percibe muy bien
esta angustia en su “sentimiento trágico” de la vida, aunque la estropee en su descripción,
desvariando de múltiples maneras. Según Unamuno, la razón dice que morirás, mientras
que el corazón exige que seas eterno. Nuestro vasco capta muy bien que hay dos fuerzas
enfrentadas: una que te pregona malos augurios, lo que resulta evidente; pero yerra
cuando se inclina porque la otra grite "no quiero morir", "me rebelo a morir" (¡Muera la
muerte!). Un poco más adelante veremos algunas objeciones a esta ansia de vivir que se
pregona que siente el humano; pero señalemos ahora que la otra fuerza no exclama "no
quiero morir", sino "no puedo morir", "si estoy vivo no puedo morir". Es una cuestión de
lógica; aquí no interviene para nada el corazón. Es más, ni siquiera la razón en la
afirmación de "morirás". La razón no sabe si vas a morir o no vas a morir. La razón solo
identifica contradicciones, y, de que estás vivo deduce, pues eso, que estás vivo. Otra
cosa, por supuesto, es que lo estés. La razón es fundamentalmente el principio de
identidad (si p entonces p), el principio de no contradicción (no puede ser p y no p) y el
principio de tercio excluso (p o no p). Si soy, entonces soy; no puede ser que sea y no sea,
y soy o no soy. Y, por otra parte, en el “corazón” unamuniano puede muy bien encubrirse
una subrepticia imposición social. En resumen: nuestro filósofo descubre la
contradicción, pero sin identificar bien sus términos y extraviándose en la determinación
de sus causas.
Laberintos y nudos gordianos
59
Ortega y Gasset escribió que todo problema es una angustia, y que, como la vida está
llena de problemas, la vida es una angustia. Todo problema es una angustia, porque es
una contradicción. Por ejemplo, el clásico problema del remo sumergido en el agua, que
a la vista parece quebrado y al tacto recto. Y, como gran maestro de la metáfora, Ortega
y Gasset concibió la de los toros para los problemas. En estos, la mente oscila sin descanso
entre uno y otro cuerno, sufriendo un “dolor teórico”, una “angustia del pensamiento”
(1996, 56). Como cuando se desespera don Quijote, al constatar que en sus aventuras es
como si los encantadores se hubieran puesto de acuerdo en estorbar los unos lo que hacen
los otros: “todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo
más” (II, 29). Aquí el sentimiento que domina a don Quijote es la angustia; ese "ya no
puedo más" significa: no hay salida.
Según Aristóteles, la ciencia nace del asombro con el propósito de extirparlo. Con lo
cual, sea dicho de paso, yo no he entendido bien nunca (porque esta idea llega hasta
nuestros días, repitiéndose con saña) qué favor pudiera hacernos la ciencia si tal fuera, ya
que el asombro es hermoso, y, casi diría, de las cosas mejores de la vida. Pero Aristóteles
pensaba así, aparte de porque no le debía gustar asombrarse, porque estaba convencido
de que se podía hallar algún poro a las aporías por donde escapar de ellas, ¡y tan frescos!
Ortega y Gasset, sin embargo, a la altura del siglo XX, sabía que las aporías
(etimológicamente, sin salida), los callejones sin salida, son, pues eso, callejones sin
salida; que ningún problema se ha conseguido nunca solucionar del todo, y que a lo único
a lo que podemos aspirar (lo único a lo que puede aspirar la ciencia) es a hallar algún
resquicio provisional por donde asomar la cabeza, aunque conscientes de que la aporía
tirará de nuevo de nuestros pies hacia adentro, y vuelta a empezar (1983, XII, 471).
Cadenas interminables de laberintos son los problemas.
Lo que ocurre, es que este problema del óbito no es como otro cualquiera, sino un
problema especial, que me afecta de manera diferente. Como he dicho antes, es el
problema más importante de la vida. La angustia es, por tanto, mucho mayor. Pero más
importante que esto es el absurdo que es este problema. Los problemas en general se
pueden medianamente dominar, buscarles soluciones provisionales, que, como dice
Ortega y Gasset, no dejarán de ser históricas; pero al menos servirán para ir tirando. Pero
este tipo de problemas, que, más que problemas son sinrazones, no tienen solución. O,
mejor dicho, tienen una: la de Alejandro de cortar el nudo gordiano. Todo tiene solución
menos la muerte, se dice. Sin embargo, no es cierto. En primer lugar, las soluciones de lo
que tiene solución no son más que huidas hacia adelante, es decir, un desenredar el nudo
60
organizando uno mayor. En segundo lugar, hay muchas cosas que no son enredos: un
cuadrado redondo, morirse.
Finalmente, se debería constatar que la misma angustia se siente ante uno que ante los
yos de los demás, por lo menos de los yos queridos. Algunos autores han afirmado que
solo se teme la muerte propia, creo que sin razón, y que se siente angustia por la
contradicción ajena igual que por la nuestra.
2. EL CONATUS
¿En qué filosofía, en qué psicología, en qué antropología, no se halla colocado en un
lugar destacado una especie de deseo de perdurar en el hombre? En algunas filosofías,
como concreción de una primerísima ley más general. Así, es especialmente famoso el
principio del conatus del filósofo Baruch de Espinosa: cada cosa se esfuerza por
perseverar en su ser. Solo que, en el caso del hombre, sería especial, más exagerado,
debido a que está el tiempo por medio. Como en santo Tomás, en el que el deseo de
inmortalidad es la forma que toma en el alma racional el instinto de autoconservación
animal (cosa en la que el Aquinate ve una prueba de la inmortalidad del alma, puesto que
la naturaleza no hace nada en vano). Unamuno no creía en tal prueba, pero quizás sea en
su filosofía donde el conatus antropológico adquiera un tinte más dramático, y que esta
se resuma en un “¡No quiero morirme!”.
Ha sido, no obstante, Ernest Becker, quien más ha difundido la idea de la existencia
de un instinto de inmortalidad en el hombre, divulgando para ello las ideas de Otto Rank,
uno de los primeros freudianos y también de los primeros disidentes del psicoanálisis.
Pues, como reconocen explícitamente, lo que hacen estos autores es existencializar a
Freud, sustituyendo los instintos del Eros y Tánatos (el amor y la muerte) por el instinto
de inmortalidad. Como en Freud, que concebía la cultura como una especie de
componenda inconsciente con la que arreglárselas con tales instintos, así será igual en
ellos, solo que para ir tirando con la muerte. Por ejemplo, arrimándose a algún superpoder
divino con objeto de que nos llegue algún rayico de su resplandor. Y como este poder ha
ido cambiando con el tiempo, desde el profeta religioso hasta la estrella futbolística,
pasando por el político carismático, se ve como la cultura toda es la historia de los
remedos de la inmortalidad. Y ya te empiezas a extrañar, lector, de que el hombre sea tan
infantil y de que vaya buscando “protectores” por todos lados; pero es que nuestros
61
autores piensan que, es tal nuestra desventura ontológica, que, si no nos engañáramos
fabricando dioses a diestro y siniestro, nos volveríamos locos.
El griterío del punto anterior parece bastante sensato, y en principio (y aparentemente)
cualquiera firmaría no morirse. Pero me temo que las cosas no están tan claras (en el
mundo humano nada está claro). Por diversas razones. En primer lugar, es sabido que los
moribundos y las personas de avanzada edad suelen aceptar resignadamente la muerte
(resulta tópica la comparación del semblante sereno del difunto con el rostro sufriente del
recién nacido. “Ahora descansa en paz”, se suele decir). Es clásica la tabla de fases por
las que atraviesa la actitud de los moribundos establecida por Kübler-Ross: negación, ira,
pacto o regateo (una especie de negociación con la muerte para sacarle algo más de
tiempo), depresión y finalmente aceptación (1989). Ziegler recoge varios estudios en la
misma línea, así como otros donde se manifiesta que el miedo a la muerte decrece con la
edad debido a mecanismos autodefensivos biológicos y psicológicos. Y Lonetto y
Templer muestran los resultados de un estudio de 1982, en el que el DAS dio ¡con sujetos
de 86 años de media! la puntuación más baja jamás registrada.19
En segundo lugar, parece difícil encajar este odio a la muerte con fenómenos como el
sacrificio de la vida en determinadas circunstancias (héroes, la madre por los hijos, etc.),
la eutanasia o el suicidio. Como decía Montaigne en sus Ensayos: la vida depende de la
voluntad ajena, la muerte de la nuestra. Incluso el crimen podría no encajar, aunque no se
trate de la abolición de mi yo, sino de la de otro. Como se alarma Canetti: “Lo terrible no
es que los animales se devoren unos a otros, pues ¡qué saben de la muerte! Que los
hombres, que saben lo que es la muerte, sigan matando, eso es lo más terrible” (2010,
105). Tan terrible, añadiría yo, como para sospechar de la famosa teoría del conatus. Hay
que tener en cuenta que, de una manera u otra, el que mata arriesga la vida. Y que algo
de verdad contiene la repugnante interpretación de Alexandre Kojève del pasaje del amo
y el esclavo de Hegel (recordemos cómo toda la Edad Antigua fue la historia de las
guerras en las que los vencedores ─amos─ esclavizaban a los vencidos ─esclavos─),
según la cual, el amo, gracias a que se juega la vida, esclaviza al esclavo, y con ello se
eleva a la humanidad; el esclavo, en cambio, se doblega por su miedo a la muerte, y con
ello degenera hacia la subhumanidad. Morin argumenta que en la guerra se diluye la
individualidad, y, por tanto, el temor a la muerte. Aunque justo lo contrario plantea
19 Igualmente, los pacientes terminales de cáncer han mostrado puntuaciones DAS menores que
la población general. Por otro lado, en las calificaciones no influye la adicción a la heroína.
62
Lucrecio, quien interpreta las objeciones que he presentado al conato como consecuencias
del propio temor a la muerte. La guerra y el crimen las veremos en otro lugar.
Detengámonos ahora en el suicidio:
Y hasta a las veces por miedo a la muerte un asco tan hondo
de vida a los hombres les entra y de ver el cielo tal odio,
que en negra congoja la muerte se dan (218).
También parecen ir contra la laureada teoría del conato ciertos testimonios de personas
que se empeñan en que no temen a la muerte. Pepe Rodríguez, por ejemplo, afirma: “la
tengo tan asumida que no me inquieta” (11) 20. O la mortecina bibliografía existencialista,
de la que hemos dicho que, no solo la asume, sino que hasta la bendice. Véase el siguiente
texto, y dígase dónde queda después de él la teoría del conatus: el temor a la muerte
proviene de no querer asumirla como algo natural, cosa que cuando se hace “el precioso
regalo que es la vida se valora en toda su intensidad, el vivir cada momento que vamos
viviendo con la certidumbre de que pueden ser los últimos hacen que adquieran una
grandeza y una plenitud que no tendrían de otra manera” (Álvarez Chicano, 14).
Los trogloditas que bebieron en el río de la inmortalidad
Algunos autores han imaginado cómo sería una vida inmortal en este mundo, y en
sus imaginaciones se han topado con algo tan horrible que concluyen que es una gran
suerte ser mortales. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer decía que el hombre es tan
poco ingenioso e inteligente que, si su vida fuera larguísima, se aburriría de hacer siempre
lo mismo y preferiría morir. Lo cual no parece muy inspirado, porque, si nos fijamos en
los dioses clásicos, tampoco es que su ingenio fuera para lanzar cohetes y, con respecto a
su inteligencia, mejor sería no hablar, y, según parece, su vida no era nada monótona.
Zeus, por ejemplo, según la mitología no se aburría mucho. Es curioso cómo los autores
que se han puesto manos a la obra de imaginar la inmortalidad no hayan tenido para nada
en cuenta a los dioses que son como nosotros, solo que inmortales.
20 El periodista Pepe Rodríguez es autor de un libro sobre la muerte: Morir es nada, donde narra
una ECM propia, parecidísima a las recogidas en el famoso libro de Raymond Moody, aunque
sin extraer de ella consecuencias escatológicas. Es un tópico de la literatura sobre las experiencias
cercanas a la muerte que se le pierde el miedo.
63
La mayoría de nuestros imaginativos autores, sin embargo, han concebido que los
hombres inmortales, en lugar de hacer siempre lo mismo, no harían nada. Suelen seguir
en ello al filósofo alemán Georg Simmel y a Jorge Luis Borges, quien en su cuento “El
inmortal”, publicado en 1947, y recogido más tarde en su libro El aleph, narra la historia
de unos trogloditas que, al beber de las aguas del río de la inmortalidad, caen en la
indiferencia. Según Borges, si somos inmortales, si tenemos por delante un tiempo
infinito, hay tiempo para hacer todo, y, por tanto, cualquiera puede hacer cualquier cosa.
Por ejemplo, escribir la Odisea. De modo que, si cualquiera puede escribirla, ¿para qué
va a escribirla Homero? No la escribiría. Cosa que a mí me hace pensar que Borges no ha
debido leer mitología, porque los dioses paganos no parece que cayeran en la incuria.
Zeus, por ejemplo, no tenía problemas de estimulación, ni le daba igual pasar o no la
noche con Alcmena, ya que detuvo el Sol para triplicar su duración.
La petite morte
Todos estos fenómenos nos hacen dudar del conato, pero, la paradoja más grande, y
que más pone de manifiesto lo ideológico que es este asunto del miedo a la muerte, es el
hecho de que los intervalos más dichosos de la vida son aquellos en que uno se pierde, y
deja de ser uno, momentos en los que se disuelve, desaparece (¿no muere?). Pensemos en
el orgasmo, o en experiencias producto de las drogas, como el LSD (por lo menos en los
buenos viajes, según cuentan), o místicas. El idioma francés dispone del término petite
morte para referirse al orgasmo, y Georges Bataille, el pensador francés, escribió su libro
Las lágrimas de Eros, con el propósito de concienciar en la identidad de la pequeña
muerte y la “gran” muerte. Incluso podríamos referirnos al sueño, del que, hemos dicho
más arriba, se suele asociar al “sueño eterno”. Cuenta Heródoto que Creso, rey de Lidia,
preguntó a Solón, uno de los Siete Sabios de Grecia, a quién estimaba como el más feliz
de todos los hombres que había conocido, y que Solón colocó en segundo lugar a Cleobis
y Biton, a los que, habiendo pedido su madre a Juno que les concediera la mayor gracia
que ningún mortal hubiese recibido jamás, la diosa les hizo entrar en un profundo sueño
del que nunca despertaron. Ernst Mach, autor en el que se apoyará bastante este trabajo,
también se hizo eco de que en los momentos más dichosos de la vida suele faltar el yo, lo
que prueba que le damos demasiada importancia (23). Creo que tiene razón Mach, y que
cualquiera está acostumbrado a comprobar cómo la conciencia que tiene de sí mismo
64
aumenta en las desgracias, mientras que se pierde en los mejores momentos de la vida.
Como solía decir Ortega y Gasset: en el dolor nos hacemos y en el placer nos gastamos.
Tenemos, por tanto, que, por una parte, no nos queremos morir, y, por otra, estamos
deseando por lo menos morir en parte. ¿No es esto una buena contradicción? En ningún
autor como en Maslow, el fundador de la psicología humanista, se aprecia mejor, desde
el lado de la teoría, esta incoherencia entre, por una parte, aferrarse al yo, y, por otra,
aspirar a trascenderlo. Es el psicólogo de la autorrealización, a la que colocaba en la
cúspide en su famosa jerarquía de las necesidades humanas; pero también es un claro
precedente de la psicología transpersonal (en la que se trata de trascender el ego), con sus
estudios de las que llamaba “experiencias cumbre”. A la autorrealización le dedicaremos
el próximo capítulo, por lo que no es ahora momento de darle muchas vueltas. Solo
señalar que es precisamente lo contrario de la experiencia cumbre; por lo que Maslow se
pasó la vida sin saber qué hacer con ambas cosas: si poner a una por encima de la otra, o
fusionarlas de mala manera (pues no hay manera buena de coser dos cosas opuestas).
A las experiencias cumbre que he citado más arriba, Maslow añadió la de la música.
Su descripción de que “el oyente se convierte en la música” (2012, 173), inevitablemente
nos recuerda la película Billy Elliot, el pasaje de la prueba de admisión al Royal ballet,
cuando el jurado examinador le pregunta a Billy qué siente al bailar:
No sé. Me siento muy bien. Al principio estoy agarrotado, pero cuando empiezo a
moverme lo olvido todo, y es como si desapareciera, como si desapareciera, y todo mi
cuerpo cambiara, como si tuviera fuego dentro. Y me veo volando, como un pájaro. Siento
como electricidad, sí, como electricidad.
Maslow afirmó que en las experiencias límite se trasciende el ego, la libertad, el tiempo
y el miedo. Y, aunque puedan diferir en niveles de intensidad, casi todas las personas
suelen tenerlas, siendo la experiencia subjetiva la misma independientemente de donde
procedan. Incluso las comparó con la muerte: una “pequeña muerte” (2013, 24), una
“dulce muerte” (2013, 126). Pero, como digo, nos dejó otros textos que dicen justo lo
contrario. Críticos suyos, como el psicólogo transpersonal Michael Daniels, han puesto
de manifiesto tal contradicción, que ni al mismo Maslow pasó por alto.
Hemos examinado una serie de objeciones a la teoría del conato, de las cuales creo
que la más sólida es la de las experiencias cumbre. Veremos en el capítulo siguiente cómo
el yo tiene que hacerse, autofabricarse, pensando en que así va a ser feliz. Y, sin embargo,
65
la cosa parece ser lo contrario: la felicidad es un deshacerse. ¿A qué entonces esta
archidefensa de la vida, de la perseverancia del yo que recorre la historia de la filosofía,
de la ciencia y hasta de la vida corriente? Abraham Maslow llamó “complejo de Jonás”
al miedo, no sé muy bien (dada su ambigüedad) si a la autorrealización o a la experiencia
cumbre. Jonás fue un personaje bíblico que al principio no se atrevió a cumplir una alta
misión que le encomendó Yaveh. Becker, citando a Maslow, escribe que hay experiencias
de felicidad delirante que no somos capaces de soportar, que pensamos que podríamos
morir (1977a, 84). Lo cual parece referirse a las experiencias cumbre. Este miedo, según
Maslow, lleva a rebajar la temperatura vital, la intensidad, y a vivir de manera mediocre
y cómoda. Con lo cual, podemos constatar, cómo reaparece el miedo a la muerte; ahora
de manera distinta, en la forma de miedo a la felicidad.
69
La angustia ante la muerte es un fenómeno típicamente posmoderno, que surge cuando
se deja de creer en la otra vida, es decir, con lo que Nietzsche llamó la muerte de Dios.
La cual empieza con la Edad Moderna y alcanza su culminación en la segunda mitad del
siglo XX. Si en la Edad Media la cultura gira alrededor de Dios, con la modernidad Dios
irá cediendo su puesto al hombre, produciéndose una especie de mescolanza de religión
y humanismo, hasta que, finalmente, en la segunda mitad del siglo XX el hombre se
entroniza por completo.
Se dirá que todavía hoy queda mucha religión en el mundo, e incluso que la mayor
parte de la humanidad vive bajo el paraguas religioso. A lo que habría que contestar en la
línea de la Introducción. En primer lugar, es obvio que estamos hablando de Occidente;
es cierto que el globo globalizador cada vez se hincha más, y que todas las zonas del
planeta, hasta el último rincón, se están occidentalizando; pero, claro está, hay grados. En
segundo lugar, estos mismos grados se dan en Occidente. Así, Estados Unidos es mucho
más religioso que Europa. Pero, de cualquier forma (y no nos repetiremos), entendemos
que, a estas alturas del siglo XXI, tal barniz religioso es meramente ornamental. Como
dice Ariés, se trata de “modos debilitados” (1984, 87) de ansia de perpetuidad. Hoy día
todo es débil; estamos en la época del “pensamiento débil”. Como decíamos más arriba,
solo hay tres cosas fuertes: el dinero, Narciso y la muerte.
La muerte de Dios, es decir, el derrumbamiento de la cultura cristiana occidental,
aunque fue profetizada por Nietzsche a finales del siglo XIX, y para el XX y XXI, solo
puede darse cuando el hombre ya no necesita a Dios, cuando vive bien; precisando un
poco más: con el Estado de bienestar, el neocapitalismo y la socialdemocracia. La
70
religión, tenía razón Marx, es “el opio del pueblo”, y al hombre se le van los ojos hacia
la otra vida cuando no está a gusto en esta.
Pues bien, con la desaparición de la otra vida, ocurre una cosa nueva en la historia de
la humanidad, y es que aparece la muerte como realidad. No como posibilidad, que esta
siempre ha estado al acecho; quiero decir, que el hombre siempre ha contado, aunque solo
haya sido un momento e inmediatamente haya extirpado tal pesadumbre la creencia
religiosa de turno, con la posibilidad de que con la muerte acabara todo. Por eso, me
atrevería a decir que mis congéneres, los “animales racionales”, no han creído nunca en
la muerte hasta el siglo XX. Así lo cree también Ariés, el más importante representante
de la escuela histórica de las mentalidades, a la que debemos en los años 80 y 90
abundantes estudios sobre la muerte, y cuya clasificación de estas mentalidades (creencias
sociales profundas e inconscientes) ha resultado bastante exitosa (lo que no quiere decir
que no haya sufrido las críticas de Michel Vovelle, el otro gran representante de la
escuela, así como de otros historiadores). El período más largo es el que Ariés denomina
muerte "amaestrada", desde el V hasta mediados del XX, en que la muerte estaba
“domada”.
1. HISTORIAS DE LA INMORTALIDAD
Dedicaré este punto al estiramiento de la vida a lo largo en la época de la muerte
domada, así como a los intentos de adiestramiento por la ciencia en nuestros tiempos.
La soberbia religiosa
La solución religiosa consiste en eliminar en la fórmula “soy y no soy” el “no soy”
con el recurso de la otra vida. Así se consigue conjurar la angustia con la desaparición de
la contradicción. Con la demolición del dique que impedía prolongar el yo
cuantitativamente en el tiempo, se suma a nuestro tiempo de vida en la tierra infinito
tiempo en la otra vida. Siempre me ha parecido la actitud religiosa enormemente soberbia,
una especie de endiosamiento, una pretensión de ser nada menos que eternos. Se ha dicho
que la soberbia, el endiosamiento de la vida, es el pecado capital en todas las religiones.
Por ejemplo, Xavier Zubiri, quien la utiliza como arma arrojadiza contra el humanismo.
71
Creo que con razón por lo que respecta a la crítica, ya que, efectivamente, el hombre se
ensoberbece al ocupar el lugar caliente que dejó Dios al ser expulsado con la modernidad
del centro del Universo. Pero sin razón en la alternativa, porque también hay una soberbia
religiosa, un ensoberbecerse que no consiste en creerse Dios como en el humanismo, sino
de Dios. Lo cual no es moco de pavo. No tanto como creerse el Altísimo; pero estar
sentado a la vera del Padre, en el plantel de los elegidos, tampoco está mal. Un gran éxito
en la vida.
Por eso Sócrates, que es perfectamente coherente21, muere tan tranquilo en el Fedón,
mientras que sus discípulos, espantados ante su serenidad, lloran amargamente. Fedón,
de manera egoísta porque, según nos cuenta, perdía un gran amigo, y los demás, según
Becker, porque en realidad lloraban pensando en su propia muerte, en la de ellos. Pero lo
cierto es que no se comprenden todos esos aspavientos. Sócrates, recalca el diálogo
platónico, era un hombre feliz. Lo mismo que fray Luis de Granada, quien, cuando el
médico le comunicó su pronta muerte, replicó que era la mejor buena nueva que podía
recibir. Entonces, ¿a qué la ceremonia del pésame en los fenecimientos? ¿Por qué pesan?
¿No se ha librado la liviana alma del peso muerto del cuerpo? En la secta religiosa
pitagórica, el cuerpo era la tumba (soma sema), la cárcel del alma. Y, más recientemente,
nuestra santa Teresa, estampó en papel:
Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Aquí tenemos la creencia en la muerte-destrucción reducida a su grado más ínfimo.
Pero semejante cuasi perfección es difícil de alcanzar.
En la elaboración de la jugada maestra anti-muerte que es la religión, el hombre no ha
escatimado recursos imaginativos, y no acabaríamos nunca si tuviéramos que hacer un
recorrido por las propuestas (disparates incluidos) que han brotado como setas en el curso
del espacio y del tiempo. Y que demuestran que el llamado “animal racional” es capaz de
creerse cualquier cosa por extravagante que sea si le permite convencerse de que no se va
a morir del todo. Incluso que va a pasar a peor vida, como en la religión oficial griega,
donde a lo más a lo que se podía aspirar era a ser una mera sombra vagando por los
21 Coherente el Sócrates de Platón, que, como sabemos, puso en su boca muchas cosas de su
propia cosecha, porque el Sócrates histórico, que se sepa, no sabía nada.
72
infiernos. Y, a este propósito, siempre se recuerda en los estudios la frase del Aquiles de
Homero en el Hades, de que preferiría ser el más humilde de los mortales a rey en aquel
lugar.
De todas formas, no vamos a admitir el monocausalismo de que la muerte sea lo único
que esté por debajo de la religión. Las ciencias sociales se inclinan en la actualidad más
por la multicausalidad (además, más que causas, habría que decir condiciones), dado lo
complejo que es el mundo de lo humano. En esto estamos con el teólogo y pastor británico
John Bowker en su crítica a la sociología de la religión, y, probablemente, del tópico.
Sería como decir que la ciencia para lo único que sirve es para compensarnos de la muerte.
La ciencia, como la religión, sirve para eso y para muchas más cosas. Veremos, al final,
como sirve para controlar: a nosotros mismos, a los demás y al mundo en general.
Meditatio mortis
Decía Schopenhauer que la muerte es la musa de la filosofía, y Unamuno que, si
queremos saber de dónde venimos, adónde vamos y quiénes somos, es porque no
queremos morirnos. Pero ambos autores forman parte de una tradición de la filosofía
como meditatio mortis (meditación sobre la muerte) que se remonta a Platón, y va a
parecer que tiene razón un comentario famoso en filosofía de que toda su historia no
consiste sino en una serie de anotaciones a lo que el ilustre griego escribió, porque, por
lo menos por lo que respecta a la muerte, poco más se le ha podido añadir.
Platón nos proporcionó una serie de demostraciones de la inmortalidad que
básicamente son a las que se sigue agarrando la filosofía perenne (que así se autonombra
la cristiana); pero en las que, además, podemos advertir un retrato de lo que es y ha sido
siempre la filosofía: 1) Criada (ancilla, como la denominaba santo Tomás) de la religión
(hoy día de la religión científica). 2) Prejuiciosa, porque no se debe olvidar que la religión
y la ciencia son, a su vez, criadas del pensamiento popular, del sentido común. El cual
impera en las demostraciones platónicas de la inmortalidad en forma de prejuicios y
supuestos que se quieren hacer pasar por evidencias. 3) Confusa. Veremos cómo no se
entienden bien las pruebas de Platón (¡qué sorpresa!). 4) Insuficiente. Pues la filosofía
siempre se queda corta (al fin y al cabo es solo ayudante), y hay que acabar echando mano
de la apuesta pascaliana, que no es más que el salto de la filosofía (o de la razón, como se
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dice) a la religión (a la fe). Una criada prejuiciosa, confusa e insuficiente: eso es la
filosofía.22
El tema de la muerte lo trata Platón en su diálogo Fedón, que, como ya hemos dicho,
rememora las últimas horas de la vida de Sócrates. Sus discípulos acuden a hacerle
compañía en este trance, y quedan asombrados al verlo tan tranquilo. El ateniense les dice
que está contento porque va a ir a mejor vida que esta, y que el filósofo en cierta medida
se pasa la vida añorando y ejercitándose para la muerte, por ser la puerta de paso a otra
vida mejor, sobre la que el filósofo se pasa la vida discurriendo. Sócrates (o más bien
Platón, como dijimos) no puede ser más preciso y radical en este punto, pues llega a
afirmar que los filósofos están moribundos, deseosos de estar muertos y que la mejor
manera de saber si uno tiene o no vocación filosófica es advertir si le disgusta morir. Bien,
vayamos a la primera cuestión, la filosofía ancilla. Porque lo que Platón hará será
racionalizar el orfismo, una religión secreta que entonces circulaba por Grecia23. Lo
mismo que más tarde harán los filósofos cristianos de la Edad Media con el cristianismo.
Pero hay que decir que, tanto el orfismo como el cristianismo, no son sino expresión de
una creencia antiquísima de la humanidad: el dualismo antropológico, esto es, que hay en
el hombre, además del cuerpo, otra parte no corporal, pues claro está que a nadie se le
ocurre atestiguar que el cuerpo no muere, sino que en todo caso tiene que ser algo
diferente. A lo que se le suele denominar “alma”.
El “divino Platón”, como se le suele llamar, proporcionó cuatro pruebas de la
inmortalidad del alma; si bien solo nos interesa la tercera, que es la que verdaderamente
ha tenido éxito histórico (aunque también nos entretendremos algo en la cuarta, que este
libro puede aprovechar para otros menesteres). Y es que aquella consta de dos
demostraciones que son las únicas que se pueden proponer en beneficio de la inmortalidad
del alma. ¿Por qué? Porque, si solo los hombres sobreviven a la muerte (los animales no),
tendrá que ser por algo que solo afecte a los humanos. Pero hemos visto que tres cosas
son las que nos caracterizan: razón, libertad y autoconciencia. Y, como la tercera podemos
desecharla (ya que si, al darnos cuenta de nosotros mismos, nos viéramos como
inmortales, no se trataría de una demostración, sino de una intuición), demostraciones
solo puede haber dos: el alma es inmortal por racional, y el alma es inmortal por libre.
22 No más, por cierto, que cualquier otra disciplina (ciencia, arte o como se quiera llamar). 23 Se creía que la había fundado Orfeo, un personaje mitológico.
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Bien, pues el alma es inmortal porque conoce seres inmortales: los dioses, y los seres
perfectos, tales como el triángulo o el caballo ideal. Pues es obvio que el triángulo siempre
será el triángulo, y el caballo ideal, el caballo ideal, aunque yo me muera y aunque se
destruya el mundo. Según la prueba, si el alma puede conocer a los seres inmortales, algún
toque tendrá de inmortalidad. Y, por otra parte, también es inmortal porque rige el cuerpo
(la famosa metáfora platónica del piloto en el barco), lo que indica que es de otro orden
que él, que, por mucho que el barco se hunda, podemos llegar a nado a la orilla de la
inmortalidad.
Y, ahora que ya está demostrada la inmortalidad del alma, ¿qué pasa con lo demás: los
premios y castigos, y el juicio, etc. Pues que la filosofía ya no puede hacer más, y solo
queda la apuesta pascaliana. Como Pascal24, pero mucho antes, Platón pensaba que creer
en estas cosas era un riesgo que merecía la pena correr.
Poco ha podido añadir la historia de la filosofía a las pruebas de Platón (por lo que
dijimos antes), como reconoce la filosofía perenne, por ejemplo, Jacques Maritain, un
preclaro representante suyo. Con una salvedad, porque Maritain y la filosofía cristiana en
general son conscientes de un error en el que cae Platón, y que supone subir la apuesta
pascaliana: doble o nada. Y es que, te habrás dado cuenta, atento lector, de que Platón
demuestra la inmortalidad del alma de Sócrates, pero ¿el alma de Sócrates es Sócrates?
No. El alma (razón y libertad) es una cosa que tiene Sócrates, no es Sócrates. Por eso,
Maritain puntualiza a las demostraciones platónicas que, una vez demostrada la
inmortalidad del alma, hay que dar el paso, aunque meramente religioso, de esta a
Sócrates.
Por otra parte, ¿qué vamos a decir sobre que somos inmortales porque conocemos los
seres inmortales, cuando este libro no cree en el conocimiento, esto es, en que haya dos
cosas: los seres inmortales y el conocimiento de estos (como vamos a ver más tarde), así
como que somos inmortales porque libremente gobernamos nuestro cuerpo, cuando aquí
estamos contra toda libertad y todo gobierno (que tampoco podemos adelantar ahora)?
Una pequeña cosa sobre la cuarta prueba: se basa en que el alma es vida y la vida no
puede morir. Como dije, me parecía interesante, y añado que no porque trate de la vida
ni del alma, sino porque es una cuestión de lógica: la vida no puede no ser vida. Es el
24 Blas Pascal es más conocido como matemático y físico que como filósofo. Pero fue un
importante racionalista del siglo XVII. Entre sus aportaciones destaca la llamada “apuesta
pascaliana”, según la cual, no se sabe si hay Dios o no lo hay, pero hay que apostar por su
existencia, porque, si existe, todo lo hemos ganado, y, si no existe, nada habremos perdido.
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principio de identidad (si p entonces p) o, si se quiere, el principio de no contradicción
(no puede ser p y no p). Por lo demás, la prueba es muy confusa, porque no distingue
entre 1) ser vida, 2) tener vida y 3) dar vida. Siempre se pensó que el alma daba vida
(animaba al cuerpo). Por ejemplo, a los vegetales los hacía crecer; a los animales, andar,
y a los hombres pensar. Eso era la vida: moverse, hacer cosas. Porque se creía que el
cuerpo era pura materia, algo muerto (como un mineral). En fin, todo esto son cosas muy
antiguas, querido lector. ¡Parece mentira que todavía haya gente que crea que el cuerpo
es como un mineral, algo muerto! Más adelante veremos una perla de Max Scheler a este
respecto.
Pero obsérvese que cabe la pregunta de qué tiene que ver todo eso de ser vida, tener
vida y dar vida con Sócrates. Cabe la duda de si Platón tenía claro lo que estaba
demostrando. Hemos visto como, según Maritain, no demostró la inmortalidad de
Sócrates, pero la cosa está en si Platón tenía clara la diferencia entre Sócrates y todo eso
del alma y de la vida. Y digo esto, porque se escucha mucho que hasta la Edad Moderna
no se tiene conciencia de la individualidad. Hay datos que parecen apoyar esta forma de
pensar, como el que hasta el siglo XII no se soliera poner nombres a las tumbas, o que la
autobiografía sea un fenómeno más bien moderno. Pero creo que es una exageración, y
que lo que ocurrió fue que en la Edad Moderna se pasó del individuo al individualismo,
es decir, que lo que se produjo (y con ello continuamos) fue una exasperación de aquel.
Quizás en pueblos muy primitivos, donde sus integrantes se sienten en comunión con la
naturaleza, y atribuyen su conducta personal a dioses y demonios, o en culturas como la
de Bali, donde Gergen ha observado que no hay individuos, sino representantes de grupos,
pueda dudarse de la existencia de la individualidad. En el controvertido libro El origen
de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral, el psicólogo estadounidense Julián
Jaynes asegura que la individualidad comenzó hace tres mil años, pudiendo detectarse en
la Odisea (en la Ilíada, en cambio, no) y en partes recientes de la Biblia. A juicio de
Jaynes, anteriormente a este hecho los humanos (que no individuos) se comportaban
como autómatas. Sea como fuere, me cuesta pensar que anteriormente a la modernidad
no hubiera individuo. Coincido con Giddens en que es un tanto exagerado (98-99).
Los famosos
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Conforme la cultura religiosa iba transformándose en cultura laica a partir del
Renacimiento, fueron apareciendo otras formas de inmortalidad más "terrenales". Uno se
puede inmortalizar aquí en la tierra a través de los hijos, discípulos, obras (materiales:
monumentos, o sociales: empresas), memorias, etc. Y uno de los mejores métodos es la
fama, el pasar a la Historia.
Como dice Gil Villa, “la muerte es tan clasista como la vida” (17). Y así tenemos la
vida llena de prohombres muertos, cuyos nombres propios relumbran en las placas de las
calles, en los libros de texto o en las celebraciones de sus centenarios. Son muertos
notables porque han hecho acciones notables (o sobresalientes), sobre todo grandes robos
y matanzas (quien inventó el bolígrafo no puede competir con cualquier político de tres
al cuarto, y, como no mató millones, aun menos). En la cultura griega, la “muerte bella”
(kalos thánatos) es la que se produce en el campo de batalla en la flor de la vida. Como
los héroes homéricos (Héctor, Patroclo), que preferían vivir en la Historia antes que en la
vida. El filósofo francés Auguste Comte pretendió sustituir la religión divina por una
“religión de la humanidad”, que dispondría de templos en los que habría imágenes de los
grandes benefactores de la humanidad, a los que poder rezar y honrar su memoria (¿en
tan disparatada religión se sacaría en procesión la imagen de quien inventó el bolígrafo?).
Pero es más fácil pasar a la historia quemando el templo de Diana de Éfeso, como hizo
Eróstrato con ese fin, que convirtiéndose en gran benefactor de la humanidad. Veremos
cómo Ziegler nos dirá que es mejor pasar a la historia como Che Guevara (que también
mató a unos cuantos) que como Nixon. A la hora de elegir, a Ziegler no se le ocurre otro
ejemplo que el del político, sin mucha originalidad, porque es de lo que sobre todo están
llenos los libros de Historia. Incluso Baltasar Gracián en su alegoría de la vida humana,
El Criticón, después de pasear a sus desengañados protagonistas por todos los países y
todas las edades de la vida, y hacerles recalar al final en la única esperanza, la Isla de la
Inmortalidad, la de la histórica fama (nuestro barroco jesuita se nos muestra muy terrenal),
basada en el mérito de la virtud, que no en el de la infamia, nos descubre a uno de los
personajes que por allí andaban: nada menos que Alejandro Magno, uno de los mayores
criminales de la historia. A quien olía el sobaquillo, por sus muchos méritos de
espadachín, que ese olor despedía la Isla de la Inmortalidad.
Y, por cierto, ¿qué pasa con los pequeños benefactores, con un buen maestro, por
ejemplo? Pues que pasen a la letra pequeña de la Historia, la que nadie lee.
Los autores señalan que la fama se democratizó con los monumentos al soldado
desconocido (extraña forma de fama y de democracia), e incluso hoy día de una manera
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importante ya que cualquiera por el simple hecho de salir por televisión puede convertirse
en una celebrity, como dicen. Aunque sin punto de comparación con los famosos del
deporte, especialmente futbolísticos. Pero, como señala Bauman, tal famoso habrá de
conformarse con una notoriedad bien efímera. ¡Gran contribución de la posmodernidad a
la inmortalidad a través de los términos “cualquiera” y “efímero”! Pero no por ello menos
ridícula que la más tradicional de los prohombres de la patria, pues como dice Unamuno:
“todo eso de que uno vive en sus hijos, o en sus obras, o en el universo, son vagas
elucubraciones con que sólo se satisfacen los que padecen de estupidez afectiva, que
pueden ser, por lo demás, personas de una cierta eminencia cerebral” (1976, 38).
La ciencia-ficción y la muerte
Unamuno se burlaba de la revelación (así fue presentada) del eterno retorno que tuvo
Nietzsche, según la cual, al ser el tiempo infinito, habríamos vivido nuestra misma vida
infinitas veces en el pasado y la volveríamos a vivir infinitas veces en el futuro. Porque,
al no recordar las vividas, su efecto como remedo de la inmortalidad sería nulo. Y tenía
razón, pero lo peor es que el eterno retorno (que no es una idea original de Nietzsche, sino
que pertenece al mundo clásico, y está, por ejemplo, en Lucrecio, quien también certifica
que no nos acordamos de nada) es imposible. Porque no puede ser que hasta el momento
presente hayamos vivido infinitas vidas, ya que al infinito nunca se llega. Además, si mis
idénticas vidas son infinitas, parece difícil señalar un antes y un después de cada una, que
es probablemente lo único que las diferenciaría. De modo que, efectivamente, mis
infinitas vidas resultarían ser una sola. Pero, por otra parte, no parece que pueda haber
una, sin haber por lo menos dos, de la que poder decir que es una de las dos. En esto pasa
como con la muerte, que parece absurdo decir "me he muerto una vez".
El eterno retorno podría parecer a muchos algo así como delirios filosóficos de un
personaje que acabó loco; pero no hay tal, Nietzsche se quedó corto comparado con los
derroteros que ha tomado la ciencia actual. Ya a Unamuno se le ocurrió, como broma que
añadir a la broma de Nietzsche, la posibilidad de que estuviéramos viviendo en este
momento infinitas veces la misma vida en un universo infinito en el espacio, en lugar de
en el tiempo. Y, según parece, la ciencia se ha debido volver últimamente bromista, si
científicos tan afamados como Stephen Hawking dan su conformidad justo a eso que a
Unamuno le parecía una cuchufleta, y miran con buenos ojos la existencia del multiverso
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o infinitos universos paralelos. Que, por cierto, en lo que respecta a la cuestión del
consuelo, parecen tener menos fortuna que el eterno retorno. Pues, el que yo esté
actualmente viviendo infinitas veces esta misma vida, de poco me sirve si no tengo la
menor conciencia de ello. Al menos en el eterno retorno el problema sería de memoria.
Aparte de que estaría viviendo infinitas vidas mejores y peores que esta mía, y algunas
malísimas, cosa que no me hace ninguna gracia.
A la hipótesis de los universos paralelos se ha llegado como única forma de solucionar
un par de problemas alucinantes. Por un lado, para que la vida en el planeta Tierra derivara
del Big Bang, este debía cumplir unas condiciones tan precisas, que sería prácticamente
imposible que se dieran casualmente. Mucho más improbable que te toque la lotería,
mucho más que mi espermatozoide fuera entre doscientos millones el ganador. La
divulgación científica ha expuesto varios ejemplos para hacernos idea de la
improbabilidad de la vida. Uno de ellos es que el paso de un tornado por un almacén de
piezas de recambio de avión produzca un avión. De modo que, o admitimos la existencia
de Dios, o aceptamos que la vida ha surgido porque todas las posibilidades han surgido,
esto es, que hubo, hay y habrá infinitos Big Bang. Por otro lado, como se puede
comprobar en el experimento de la doble rendija25, las partículas subatómicas son ondas
que nosotros solo podemos observar como corpúsculos, lo que quiere decir que solo
somos conscientes de una mínima parte de la realidad. Sería algo así como que
actualizamos solo una de sus posibilidades. De ahí que el reputado biólogo americano
Robert Lanza concluya que todas las probabilidades son reales, así como que la
conciencia ha debido existir siempre con objeto de colapsar la función de onda (de
transformar la onda en corpúsculo). “No existe nada fuera de la conciencia” (46), afirma
Lanza. Posición que él llama “biocéntrica”, y que, uniendo la física con la biología, le
parece la única solución capaz de sacar a la física del atolladero en que se ha metido26.
Según Lanza, habría una conciencia universal de la que todas nuestras conciencias
25 El experimento de la doble rendija trae de cabeza a los físicos desde hace ya más doscientos
años. Y no es de extrañar, porque, cuando se bombardea una partícula subatómica contra dos
rendijas, resulta que pasa por las dos, lo que demuestra que es una onda. Pero, curiosamente,
cuando se la observa con una cámara colocada al lado de las rendijas, entonces solo pasa por una
de ellas. ¡La partícula sabe que se la está observando! Más difícil todavía: si la cámara tiene un
dispositivo que le permite grabar, pero que inmediatamente anula lo grabado, entonces la partícula
pasa por las dos ranuras. ¡La partícula sabe que se le está mirando de mentira! 26 El cuento de que el rey está desnudo que comentábamos en la Introducción es perfectamente
aplicable, según Lanza, a la física actual: “como ratas que salen de todas partes y se apiñan en la
cubierta del barco que está a punto de hundirse, los problemas afloran sin cesar del modelo en uso
(16).
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formarían parte. Lo que significa que la muerte no existe: “¿Cómo cambia nuestras vidas
la concepción biocéntrica del mundo?” Cuando abandonamos la física “y empezamos a
ver las cosas desde una perspectiva biocéntrica, la verosimilitud de una vida finita pierde
todo su peso” (199).
Lanza reconoce que su posición es similar a la de algunas religiones orientales. De
modo que yo ya empiezo a ver a su postura los mismos problemas que advierto en tales
religiones orientales. La idea es que yo formo parte de una especie de yo cósmico o
universal (como la leche forma parte del queso, dirá Thich Nhat Hanh). Un Yo con
mayúscula que está constantemente cambiando, y en el que el nacimiento y la muerte de
cualquier cosa no son sino formas que adopta su mayusculidad (con perdón). Bien: por
mi parte, yo aquí veo una ambigüedad (que es lo que le pasa al orientalismo cuando se
pone demasiado positivo, porque probablemente encierre una verdad, pero que al
explicarla se desvirtúe, ya que, como decía Ludwig Wittgenstein, de lo que no se puede
hablar, mejor es callarse), porque no es lo mismo formar parte del todo que ser el todo.
Si lo que quieren decir es que soy una parte de Dios, poco consuelo pueden ofrecer a mi
angustia, lo mismo que si le dijeran a una ola del mar que no se preocupara, que forma
parte del mar. Y si realmente lo que quieren decir es que yo soy Dios (como el famoso
mantra so ham, yo soy Eso), ¡ah, eso sí que sería realmente divino!, pero me temo que
soy demasiado humilde como para creérmelo. Además, si este libro está contra el yo con
minúscula, con más razón estará contra el Yo con mayúscula. Partimos de la angustia que
provoca la contradicción yo-no yo, la cual moviliza la cultura, el cultivo del yo para
agrandarlo y que florezca, y se vuelva tan frondoso que tape en lo posible el no yo. Hemos
visto diferentes métodos horticulturales, pero hay que reconocer que este se lleva la
palma: so ham.
El elixir de la eterna juventud
La ciencia, además de consolarnos, informándonos de que estamos viviendo y vamos
a vivir infinitas vidas idénticas y no idénticas a esta, intenta hacer otras cosas, como
alargar la vida. El hombre siempre ha soñado con el elixir de la eterna juventud, y la
ciencia, hoy día, valiéndose de su poderosa tecnología, ha renovado la utopía. El elixir de
la eterna juventud es una poción legendaria de cuya búsqueda hay noticia en numerosas
culturas. La buscaron con ahínco los alquimistas, a través de la piedra filosofal, que,
80
además de para transformar los metales en oro, servía para producir el brebaje (siempre
se ha relacionado la poción mágica con el oro, lo que no resultará extraño cuando
hablemos del dinero). También relacionada con el elixir, está la fuente de la eterna
juventud, legendario manantial que concede ese don a quien en ella beba o se bañe, y que
podemos hallar también en numerosas culturas. Dice la leyenda que Juan Ponce de León
descubrió Florida en el siglo XVI buscando la fuente. En san Agustín, primera ciudad
donde arribó (la ciudad más antigua de Estados Unidos), hay una fuente conmemorativa
del acontecimiento.
Hoy día, el elixir y el surtidor pasan por la genética. La Fundación Matusalén del
gerontólogo Aubrey de Grey concede premios de millones de dólares a los laboratorios
que consigan aumentar la vida de los bichos. Con los ratones ya se ha duplicado, y con
los gusanos, multiplicado por cinco. Hay otras asociaciones que promueven este tipo de
investigaciones, como la Comisión para la Abolición de la Muerte en Estados Unidos, la
Sociedad inmortalista francesa, etc. Pero no hay que olvidar que de lo que se trata no es
de vivir más a cualquier costa, que lo importante no es la cantidad, sino la calidad.
Recordemos el mito griego de Eos (la Aurora latina) y Títono. Títono era un mortal, al
que, a petición de Eos, Zeus concedió la inmortalidad. El problema es que solo le
concedió la inmortalidad, no la juventud. De modo que Títono fue envejeciendo,
envejeciendo, hasta convertirse en... un grillo. Así que con la aurora canta: ¡quiero morir!
(mori en latín). La moraleja del cuento es que poco se gana aviejándose sin calidad de
vida, que es lo que se llama titonusismo.
Por lo demás, si es con calidad de vida, bienvenidos sean los años y siglos. Del futuro,
nada se sabe. Es injusto Becker cuando critica a Nicolás de Condorcet, el gran filósofo
del progreso, su desmedido optimismo, ya que sus páginas sobre el dominio de la muerte
gracias a tal progreso son bastante prudentes y sensatas. Es cierto que siempre queda
abierta la posibilidad de accidentes, como Señala Becker, pero esa es una cosa que ya
contempla Condorcet. ¿Qué impide mediante la técnica aumentar incesantemente la
vida?, se pregunta el francés. Y la respuesta es que nada. Por supuesto que hoy en la
posmodernidad ya no creemos, como los ilustrados a pies juntillas, en la idea de progreso.
Pero, con posmodernidad o sin posmodernidad, lo cierto es que nadie sabe cuánto se
prolongará la vida.
Cuerpos ondulatorios
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La ciencia no solo sueña con alargar la vida, sino literalmente con matar la muerte. Se
ha discutido mucho la efectividad de la criónica (del griego kryos, frío). Desde los años
sesenta, empresas, como la americana Alcor, están preservando humanos (clínicamente
muertos) en frío (en nitrógeno líquido) hasta que en el futuro se les pueda volver a la vida.
Se preserva la totalidad del cuerpo (criopreservación) o solo el cerebro
(neuropreservación).
¡Del futuro cualquiera sabe! La “resurrección” mediante la criónica no es imposible.
La que sí es imposible es la “resurrección” mediante la clonación (del griego klon, rama).
También desde los años sesenta está dando mucho que hablar la reproducción asexuada
de individuos, en la que, al entrar en juego un solo ADN, se consigue una copia idéntica.
Fue especialmente campanuda la noticia de la oveja Dolly de 1997. Con humanos, que se
sepa (quiero decir, que sepamos los que nunca nos enteramos de nada), todavía no se ha
hecho, aunque, como se puede hacer, no cabe duda que más tarde o más temprano se hará.
Se me ocurren tres objeciones a la idea de la clonación como remedo de la inmortalidad:
1) Por mucho que se copie idénticamente la secuencia del ADN, no se copia
idénticamente la materia de los cromosomas, por lo que la copia no deja de ser a medias.
2) En todo caso, lo que se habrá copiado es el ADN del individuo, no el individuo mismo.
3) Por muy idénticos que sean los individuos, el padre y el hijo, no serán el mismo
individuo, mientras que sean dos. Ya en un capítulo anterior hablamos de la mitosis, de
la reproducción asexuada, tropezando con inconvenientes de la misma índole que en esta
ocasión.
Pero todo esto se ha quedado antiguo, pasado de moda. Más actualidad tienen otras
parodias de la inmortalidad. En 2013 se desarrolló en Nueva York el congreso
internacional “Futuro Global 2045”, al que ya nos referimos en el capítulo anterior, y no
repetiremos. Pero sí a que parece haber una especie de carrera o competición en pos de la
inmortalidad, porque en los cursos de verano de Santander de 2014, José Luis Cordeiro,
venezolano, profesor de la Universidad Singular de Silicon Valley, de la NASA y Google,
comunicó que en 30 años seremos inmortales porque se acabará con todas las
enfermedades, incluida la enfermedad del envejecimiento. Como podemos comprobar,
en un solo año, se han rebajado quince.
Nuestro filósofo exiliado en Venezuela Juan David García Bacca ha sido quien ha
demostrado más fe en las posibilidades de la ciencia y de la técnica para alcanzar la
inmortalidad individual. Atravesó por numerosas etapas (desde el tomismo al marxismo),
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pero todas ellas tenían como médula el concepto de transfinitud, según el cual, el hombre
es el eterno insatisfecho, que no se conforma con menos que ser infinito, Dios. La
inmortalidad es factible, a juicio de García Bacca, no solo porque sea viable reparar
nuestro cuerpo: extirpar las enfermedades, reparar órganos o proporcionarse otros nuevos,
sino porque no es imposible que el hombre se proporcione otro tipo de cuerpo, como “un
cuerpo ondulatorio" (2003, 12). Así, se vería cumplido el programa cienticista moderno,
“el convencimiento de que somos dueños y señores del universo [...] un convencimiento
de que, confesada o inconfesadamente, participamos todos los hombres de nuestra época
histórica, que comienza con el Renacimiento” (1982, 79). “Dueños y señores de la
naturaleza” (Discurso del método, Parte VI), escribió Descartes, el señor du Perron, a
estos efectos. El propio García Bacca, que murió a comienzos de los 90, temía que sus
propuestas se interpretaran como rayando la ciencia ficción; pero veinticinco años
después la ciencia ficción ya no asusta a nadie. García Bacca es un precedente del
transhumanismo actual, una corriente que aboga por superar la humanidad mediante la
técnica, en la línea del superhombre del profeta Nietzsche.
La inmortalidad virtual
La Red es un gran remedo de la inmortalidad, es una lástima que solo sea en el
ciberespacio. Un buen número de empresas funerarias online, a través de sus portales y
páginas web de carácter luctuoso, ofrecen la posibilidad de planificación de la propia
muerte, de que montes tu propia tumba virtual y la adornes con videos y músicas, y te
puedan colocar los parientes, amigos y admiradores flores virtuales, e incluso de mandar
tuits (Liveson, de Twitter) a tu nombre, ya que conocen tu personalidad y adivinan qué
mensajes mandarías si estuvieras vivo. La magnífica serie británica Black Mirror tiene
un capítulo en esta línea, donde incluso se va más allá de esta propuesta, ya que la empresa
proporciona un clon tuyo de plástico. Y yo digo: ¿por qué no? La ciencia no tiene límites.
Nada más que los que le procuran sus presupuestos teóricos, y que Descartes y García
Bacca tan brillantemente expusieron más arriba: dominar el universo, endiosarnos.
Además, claro está, del presupuesto de la lógica. Y, desde la lógica, veremos cómo con
respecto a la inmortalidad no hay nada que hacer. Por una razón muy sencilla: porque
para vencer a la muerte primero tiene que haber muerte.
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Las experiencias cercanas a la muerte
Mucha controversia han creado las ECM desde el best-seller del filósofo y psiquiatra
americano Raymond Moody, Vida después de la vida de 1975, un libro nutrido de
testimonios de experiencias reales cercanas a la muerte. Todas coincidentes en una serie
de características: el túnel, la luz, el repaso de la vida entera (como una película en
cuestión de segundos), la felicidad, el deseo de no volver. El libro fue interpretado en el
sentido de que se probaba que hay vida después de la muerte, aunque años después Moody
renegó de tal conclusión, aduciendo que cuando lo publicó fue presionado por el editor.
Pero si las ECM no tienen un cariz escatológico claro, tampoco es que lo tengan
científico. La conocida interpretación de Carl Sagan de regresión al parto, es errónea
puesto que la experiencia del túnel la han tenido invidentes de nacimiento y nacidos con
cesárea, como ha puesto de manifiesto el profesor americano Kenneth Ring, continuador
de las investigaciones de Moody. Por otro lado, se han descubierto en ellas matizaciones
culturales, como, por ejemplo, que el repaso de la vida no se produce en culturas poco
individualistas. El "Proyecto Inmortalidad" de la Fundación John Templeton (dirigida por
John Martin Fisher, filósofo y profesor de la Universidad de California Riverside, y
financiada por el ya difunto multimillonario del mismo nombre que la fundación), cuyo
propósito es estudiar científicamente las ECM, no parece, que yo sepa, haber aportado
nada que merezca la pena. De modo que, cada cual extrae las conclusiones que le parecen
más oportunas. El periodista Pepe Rodríguez, a quien ya nos hemos referido, no interpretó
su ECM como experiencia de la muerte, sino de creer que uno se va a morir (350). Otros,
en cambio, nos alucinan, como cuando el neurocirujano americano Eben Alexander narra
que en su ECM de 2008 (Moody la ha calificado como la más asombrosa) se encontró
con una chica desconocida, a la que mucho tiempo después pudo identificar como una
hermana suya que había muerto sin haberla visto nunca.
2. LA MUERTE SALVAJE
Algo realmente crítico ocurrió en la historia a mediados del siglo XX, la aparición de
un tipo absolutamente nuevo de morir, una nueva mentalidad (una ruptura de civilización,
a juicio de Ziegler), a la que Ariés llama “muerte salvaje”. Durante un milenio, la
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mentalidad sobre la muerte fue lentamente cambiando, tanto que nadie se daba cuenta;
hasta que este cambió comenzó a ser rápido y brutal. Ariés estima que en una generación.
Desde Estados Unidos, se extendió por el mundo desarrollado. Si bien, fue en Europa
donde alcanzó su consumación, pues Norteamérica tiene sus particularidades, allí no es
tan radical.
Creo que el inicio de la Edad Moderna debería adelantarse a los siglos XII y XIII (ya
hay banca, comercio, ciudades, universidades), en sustitución del tópico histórico que la
remonta al XV. La historia de las mentalidades vendría en apoyo de tal adelanto al hacer
notar Ariés que en los siglos XI y XII comienza la individualización de las tumbas, a la
par que la creencia en el Juicio Final, que, por supuesto, es individual. Las sepulturas
personales habían desaparecido en el siglo V, y hasta el XI se confiaba en que los
cristianos se salvarían en bloque. Obsérvese que no hay infierno: los impíos no van a
ningún sitio. Hasta entonces la muerte excluía toda responsabilidad individual, de modo
que se trataba de una nueva fase que, dentro de la muerte domesticada, Ariés denomina
“muerte propia”.
Muerte propia, que tiene como cara opuesta en la moneda la “vida propia”, según el
término del sociólogo alemán Ulrich Beck. La vida propia del individualismo cuya
muerte es un "examen" (268), que este autor sitúa en el siglo XIII. Ariés confesó que la
inspiración en su investigación le llegó de la hipótesis de Morin de que había una relación
entre la actitud ante la muerte y el desarrollo de la individualidad (por eso en las
postrimerías de la vida se acepta la muerte, porque ya se está produciendo una pérdida de
la personalidad). Por mi parte, creo que desde la Edad Moderna la individualidad se
afianzó más rápidamente que la secularización, y que por esa razón la muerte domesticada
imperó muchos siglos aún en pleno individualismo. Porque para que haya muerte hacen
falta las dos cosas: individuo y ateísmo. Cuando se borra toda esperanza más allá de las
nubes, entonces la vida queda circunscrita por la muerte; ya no es trampolín hacia el otro
mundo, sino un fin en sí misma. Todo va unido: la muerte, el consumo y el endiosamiento
del yo.
Criticando a Ariés, Elias duda de que la muerte estuviera tan domesticada en la época
de la muerte domada, basándose en que había más violencia, enfermedades y temor al
infierno. E indudablemente tiene razón, pero solo si contemplamos la muerte desde el
lado del miedo, porque desde el de la angustia está claro que, como dice Ariés, estaba
amansada. Lo que ocurre es que Ariés habla de miedo en lugar de angustia, y de ahí viene
la confusión. De cualquier forma, y por lo que ya hemos dicho varias veces, no hay que
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pensar que la muerte domada estuviera absolutamente domada (ni creo que Ariés lo
pensase). Muerte domada y muerte salvaje son términos relativos; absolutamente, la
muerte nunca ha estado ni una cosa ni otra.
Los libros de Ariés son de los 80, y ahí se detiene su historia de las mentalidades. Sin
embargo, muchas cosas han pasado desde entonces que tengan que ver con nuestro tema.
Todavía no había aparecido el término “posmodernidad”, y algunos autores han creído
detectar otra fase en la historia de la muerte. Por ejemplo, Tony Walter, quien ha añadido
la “muerte neomoderna” al repertorio de mentalidades de Ariés. Sin embargo, a mí no me
parece que lo que ha ocurrido estos últimos años sea tan sobresaliente como para tener la
dimensión de una fase. Desde los 80, se está intentando desmontar el neocapitalismo,
pero aún queda mucho.
Internet, la inmortalidad virtual, a la que ya nos hemos referido, no creo que introduzca
grandes cambios en cuanto a la angustia. Ni tampoco pienso que sean muy señaladas las
novedades advertidas por Bauman y Gil Villa con respecto a la precariedad y el ludismo.
Según Bauman, la novedad de nuestro tiempo en el tema de la muerte reside en que la
precariedad de las cosas dentro de la vida nos adiestra a adaptarnos a lo efímero de la
propia vida. Como los objetos son de usar y tirar, así, los continuos cambios de trabajo,
lugar de trabajo, amigos y pareja hace que nos acostumbremos a la que nos espera. Gil
Villa es más radical que Bauman, pues, si este desconfiaba de la efectividad de todos los
conjuros históricos contra la muerte, el autor español se nos muestra tan optimista que
estima que por primera vez se ha cumplido el viejo sueño de la humanidad de doblegarla.
Naturalmente, Gil Villa nos habla de una victoria sociológica sobre la muerte, sin ir más
allá; pero es que ni reducida a esa dimensión sociológica me convence. Con cosas tales
como Halloween o la moda de los zombis, ni por pienso se vence la angustia ni el poder
de la muerte sobre la vida. Al contrario, es el afán de realizarnos o de “vivir la vida” lo
que hace que cambiemos de trabajo, pareja, etc., e incluso de disfrazarnos de muerto. Y
ya sabemos de dónde viene tal afán de vivir lo mejor que se pueda.
3. EL TABÚ DE LA MUERTE
Otro lugar común en la literatura tanática es el tabú, desde que, a mediados del siglo
XX, Geoffrey Gorer, en su famoso artículo “Pornografía de la muerte”, observara cómo
tal tabú había venido a sustituir al del sexo. Como antaño ocurría con este, hoy día no se
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ve la muerte con naturalidad, sino como si estuviera, como dice Ariés, "prohibida”. Es
como si los muertos hubieran dejado de existir, como si no fuera normal estar muerto,
expone con gracia Baudrillard. Pero, aunque lo pregonara Gorer, Heidegger y Max
Scheler ya lo habían anunciado anteriormente, quizás en voz más baja. Max Scheler, el
fenomenólogo alemán, lamentándose de que ya no vivía el hombre con vistas a la muerte,
y Heidegger añadiendo que su consecuencia era la vida inauténtica.
Lo cierto es que, salvo en lo que pueda tener de negocio27, la muerte se despacha
rápidamente, reduciéndola al ámbito privado, familiar, y las más de las veces ni eso, y el
sujeto muere solo en un hospital (en verdad, el cambio ha sido brusco, pues hace setenta
años, la mayoría en casa). Elias es quien más ha insistido en este punto en su libro La
soledad de los moribundos, considerándolo producto del individualismo moderno, del
homo clausus en su terminología.
A los niños se les aleja de tan deprimente espectáculo; el cadáver se oculta en el
higiénico tanatorio, gracias a su eficaz arquitectura; el luto se suprime; la incineración (el
tercer progreso, después del ataúd y la mortaja) es el remate de la obra bien hecha. Toda
una institución de la mentira sobrevuela los dominios de la muerte: primero no se acepta,
y resulta entre gracioso y patético comprobar cómo los ancianos se autoengañan al hablar
de "cuando me cure" (según el psiquiatra Carlos Castilla del Pino, los médicos se
autoengañan aún más (258-259)); luego, cuando se termina aceptando, los familiares y
médicos representan la comedia de que no pasa nada, y, ¡lo más increíble!, el moribundo
colabora en la comedia. Aquí nunca pasa nada. Primero, no me voy a morir, me voy a
curar. Luego, que ya me voy a morir, hago como que no.
Nadie se muere de muerte
En la novela de Tolstoi La muerte de Iván Ílich, en la Rusia del siglo XIX, el
protagonista se queja de que nadie se atreva a verlo como un moribundo, y que la familia,
el médico, todos, lo contemplen como un enfermo con posible curación. Pues bien,
comentando esta historia, Atul Gawande, profesor de Harvard a la par que médico en
27 La muerte siempre ha sido un gran negocio. Primero, para la Iglesia; después, para la Iglesia
(siempre para la Iglesia) y la empresa. Como apunta Ariés, refiriéndose a Estados Unidos: “Los
funerales son una industria y los jefes de esa industria, los Funeral Directors […] han tomado el
relevo de los pastores de aquel tiempo” (1984, 494).
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Boston, nos confiesa lo poco que se ha avanzado desde los tiempos de Tolstoi. Y, así,
detalla el caso de un paciente que se somete a una penosa intervención quirúrgica con la
esperanza de mejorar, logrando lo que ya se veía venir: prolongar la enfermedad unos
pocos días más a costa de grandes padecimientos. Pero lo peor del caso fue la conclusión
a la que llegó Gawande: que los médicos fueron incapaces de exponerle la situación tal
cual era, incapaces de aceptar el hecho de la muerte: “Lo hicimos muy poco mejor que
los primitivos médicos decimonónicos de Iván Ílich ─de hecho lo hicimos peor, teniendo
en cuenta las nuevas modalidades de tortura física que le habíamos infligido a nuestro
paciente─” (17)28.
Como en el caso de fray Luis de Granada, la gente siempre supo cuándo había llegado
su hora, y así podía preparar su muerte. Por ejemplo, podía hacer testamento. Hoy día, en
cambio, ya está hecho; no hay que dedicar ni un momento, y menos el último de la vida,
a semejante menester. Podría pensarse que así el moribundo pudiera entregarse a cosas
más importantes. Pero no; su actitud es absolutamente pasiva. ¡Cómo que no es el
protagonista de su muerte! Si tradicionalmente lo había sido y la organizaba a su gusto,
tal responsabilidad se traspasó a la familia (según Ariés en la segunda mitad del siglo
XIX) y finalmente al médico. Toda la responsabilidad parece estar hoy día en manos de
estos tanatócratas. Su poder sobre la vida y la muerte es tal que, hasta que ellos no lo
deciden, no estás muerto. Y, además, dictaminan de qué ha sido, que nunca es por viejo,
de muerte natural29. Como dice Bauman: “es muy difícil (por no decir imposible) oír que
28 Libros como el de Gawande, con su significativo título: Ser mortal, indican que se empieza a
replantear el papel de la medicina, y sometiendo a debate si su única finalidad es la de salvar
vidas. El trato a los moribundos parece estar mejorando desde los trabajos pioneros en cuidados
paliativos de Elisabeth Kübler-Ross y Cicely Saunders (es, por lo menos, interesante el hecho de
que ambas fueran muy creyentes ─Saunders, en concreto, una monja inglesa─), las cuales eran
conscientes de la situación lamentable en que se encontraba la atención al moribundo hace 50
años. Sin embargo, por mi parte, tengo un reparo con respecto a los métodos de la doctora suiza.
Ella misma los narra en su libro Sobre la muerte y los moribundos: en 1965, en el hospital
universitario de Chicago, comienza sus trabajos con cuatro estudiantes de teología, con tanto éxito
que acaba organizándose un “Seminario Interdisciplinar sobre la Muerte y los Moribundos”, en
el que se trataba de entrevistar a una serie de desahuciados en una sala (a algunos los llevaban en
camilla) preparada con un espejo como el de las comisarías, por donde unos cincuenta estudiantes
podían contemplar al moribundo sin ser vistos. Dos años después, este seminario se convirtió en
un curso acreditado de la facultad de medicina y del seminario teológico, celebra orgullosa
Kübler-Ross. Pero esos cincuenta alumnos (presumiblemente embatados y tomando notas)
contemplando tras el espejo como el moribundo cuenta su vida a la doctora (me figuro que con
su desconocimiento, si no, ¿para qué el espejo?; al menos no he encontrado ninguna referencia en
la bibliografía sobre este importante asunto) no me parece precisamente muy humano. 29 El antropólogo escocés J. R. Frazer, a través de estudios de la mitología de las diferentes
culturas, ha llegado a la conclusión de que la muerte siempre se ha considerado un castigo, porque
en la situación original no la había. Y el caso es que, no sabiendo cuál pudo ser la causa (cosa
88
un ser humano se muere de mortalidad” (2008, 58). Castilla del Pino ha aludido a la
banalidad, brutalidad y humor macabro de los médicos ante la muerte.
En esta época de imperialismo médico, parece importar más la prolongación de la vida
que su calidad. Aquella se ha convertido en meta. Consecuencias: el panorama
deprimente de las residencias de ancianos (el titonusismo) y el encarnizamiento
terapéutico, que, como sostiene Gawande, aturde nuestra mente o socava nuestro cuerpo
a cambio de una remota posibilidad de cura. Ariés cuenta el caso de Karen Ann Quinlan,
mantenida artificialmente en estado vegetativo durante diez años, a pesar de la oposición
de sus padres. El caso ocasionó una gran polémica en Estados Unidos, y aún no había
sido resuelto cuando el historiador francés escribió su libro en 1984. En el estadio de la
muerte salvaje todo el mundo sueña con la muerte súbita (ahora que no hay problema en
hallarse en pecado mortal); pero el gran negocio que es la medicina parece que tiene más
peso que el deseo.
Diríase que nuestra mentalidad es la contraria a aquella otra época histórica de los
siglos XV, XVI, XVII y algo menos el XVIII, en la que Ariés colocó la que denominó
“muerte lejana y próxima”. La labor de meter miedo a la muerte que realizaron las órdenes
mendicantes en las ciudades desde el siglo XIII, obtuvo sus frutos, y en este período de
las "vacuidades", la muerte inundó la vida cotidiana. Las casas se decoraban con cuadros
de naturalezas muertas y temáticas relativas al paso del tiempo, y los utensilios cotidianos,
como muebles y vajillas, se llenaron de calaveras y de esqueletos. Fue la época del cuadro
Los embajadores de Holbein el Joven, en el que aparece la anamorfosis de una calavera,
o de la famosa pintura de Lukas Furtenagel del matrimonio mirándose en un espejo en el
que se reflejan sus calaveras. Tal era la obsesión por la muerte en aquella época, que,
según Ariés, se estuvo a punto de verla en su desnudez absoluta, y robarnos nuestro
privilegio.
El espectáculo de la muerte
difícil, claro está), se han imaginado las razones más disparatadas y extravagantes. La manzana
de nuestra cultura no es nada (o por lo menos no es tanto) si la comparas con que el coyote tirara
un palo a un charco en lugar de una piedra o alguien no oyera el zumbido de una mosca (García
Hernández, 50).
89
El tabú de la muerte parece chocar de lleno con algunos fenómenos que, diríase, lo
falsan. ¿Si se pretende ocultar la muerte, cómo es que los medios de comunicación, las
películas, los juegos electrónicos, están hasta los topes de ella? El cine de mayor éxito
suele ser el más violento. En España según un estudio de la Asociación de
Telespectadores y Radioyentes de 1993, los menores veían a la semana 670 homicidios
(Gómez Sancho, 57). ¡Figúrate ahora! Y también convendría mencionar el éxito de series
televisivas relacionadas con el trabajo forense, como A dos metros bajo tierra y Bones;
el gusto por los vampiros (Crepúsculo); el morbo de los videos snuff, y hasta el éxito de
las exposiciones de muertos disecados de Gunther von Hagens, inventor del método de la
“plastinición” (el colmo: muertos de plástico).
Sin embargo, un par de apreciaciones pueden servirnos para comprender cómo estos
fenómenos no son incoherentes con el tabú. En primer lugar, no se trata de una muerte
real, normal, sino espectacular y morbosa (el terrorismo en los medios de comunicación,
la mafia y el terror en el cine, etc.). Baudrillard llama “hiperrealidad” a esta realidad
creada por los medios de comunicación, cuya finalidad es ocultar la otra, la verdadera
realidad. Una especie de exageración de la sociedad del espectáculo del filósofo francés
Guy Debord, en cuyo libro del mismo nombre, La sociedad del espectáculo, sostenía, ya
en 1967, que no vivimos, sino que solo contemplamos el espectáculo que fabrican los
medios de comunicación. Desde los 60 hasta ahora, mucho ha crecido el espectáculo
(pornografía, videojuegos, marcas, etc.); pero en definitiva es la misma historia de
siempre, la de la caverna de Platón. Platón en la República presentó un escenario
deprimente como alegoría de la vida humana: una caverna donde viven desde niños unos
prisioneros, encadenados de tal forma que sólo pueden ver las sombras que de las cosas
que ocurren a sus espaldas proyecta en el fondo de la caverna un gran fuego. Naturalmente
estos hombres toman las sombras por la realidad misma. Y viven tan ciegamente, que, si
uno de ellos logra escaparse e intenta liberarlos, insistiéndoles en que la realidad a que
están acostumbrados es falsa, que la “verdad está ahí fuera”, son capaces hasta de matarlo.
De modo que, volviendo a Baudrillard, es plausible mantenerse en el tabú a pesar de la
metralla de muertes espectaculares que nos invaden. Es muy conocida su frase de que “la
Guerra del Golfo no tuvo lugar”, título de uno de sus libros, porque realmente lo que pasó
ni lo supimos ni lo sabremos nunca, anegado como estuvo por el montaje televisivo.
En segundo lugar, mediante una “construcción mediática de la muerte” (Herranz y
Lafón), se evita cuidadosamente mostrar en los medios cadáveres de ciudadanos
occidentales (por ejemplo en el atentado a las Torres Gemelas), en contraste con el
90
supremo regodeo con los del llamado Tercer Mundo. Es evidente que se trata de una
campaña política para convencernos de lo bien que vivimos. Se ha hablado de que se está
creando una insensibilización hacia el dolor y la muerte, por inflación de su aparición en
los medios, y, también, su banalización, al sacar a los muertos del Tercer Mundo al lado
de todo tipo de anuncios de trivialidades. Susan Sontag, la escritora y cineasta americana,
ha planteado en su libro Ante el dolor de los demás un debate ético sobre los límites del
arte, de los medios de comunicación y de la cultura en general en lo que respecta a su
capacidad de representar el horror. Ya Freud decía que lo que los niños aprenden en la
escuela como historia es la historia de las matanzas.
Todos estos fenómenos, por tanto, no falsan el tabú de la muerte; al contrario,
refuerzan más la idea. De lo que se trata es de ocultar la verdadera, la real, la normal.
El truco del tabú
Los más importantes sociólogos actuales como el francés Pierre Bourdieu, el inglés
Anthony Giddens y el americano Peter Berger, han interpretado el tabú de la muerte como
estrategia social, una vez desaparecido el pararrayos de la religión. Tradicionalmente, el
hombre no tenía por qué taparse los ojos y no ver la muerte, ya que esta no era problema;
el problema era el no haber vivido piadosamente de acuerdo con los mandamientos
eclesiásticos. Ahora la cosa es bien distinta, la muerte es el problema, y la sociedad tiene
que proporcionar al individuo la necesaria "seguridad ontológica", según el concepto que,
decíamos, introdujo Giddens: algo así como la protección que los padres dan al niño. Me
perdonarán tan ilustres sociólogos, pero creo que están errados. Y lo están por varias
razones, de las cuales la más importante es la manía de contemplar la muerte como algo
natural. Yo, que pienso que la idea de muerte es una imposición social, ¿cómo voy a creer
que la sociedad te defiende de la muerte?
Lo que me extraña es que Berger y Luckmann, los autores de La construcción social
de la realidad, también discurran así, y expresen que es en la mitigación de miedos tan
supremos como el de la muerte donde la sociedad se pone más a prueba. Aunque, bien
mirado, un teólogo, como es Berger, no puede concebir, claro está, que la muerte no
exista. El construccionismo social en estos autores no es completo, hay que contar
también con la biología. Esta te limita, y la sociedad te limita aún más.
91
Un construcionismo social más “fuerte” es el de su discípulo Kenneth Gergen, en el
que ya no hay muerte objetiva, sino que también ella, como todo lo demás, es una
construcción social, porque “todo lo que consideramos real ha sido construido
socialmente” (2011, 13).
¿Qué duda cabe que el tabú de la muerte existe, y que esta se oculta por todos los
medios? Ya me referí en la Introducción a que incluso a mí me cuesta hablar de esto, a
que me es desagradable. Pero el tabú hay que entenderlo bien, justo al contrario de cómo
lo interpretan los sociólogos, porque se trata de una estrategia social, sí, pero no para
defendernos de la muerte, sino para fortalecerla. La misma operación que, hemos dicho
antes, realiza el moribundo; la comedia de hacer como que no, es la que realiza el vivo,
todos los días. La muerte, como veremos pronto, condiciona toda nuestra vida, y, por
mucho que se oculte, asoma de vez en cuando en la conciencia como un latigazo, por
mucho que rápidamente nos las apañemos para mandarla al baúl de los virus. Y ¿por qué
tiene tanta fuerza?, ¿de dónde la extrae? Precisamente del tabú.
La muerte, la aniquilación del yo, es una creencia, y de las creencias no se habla, pues
el simple hecho de hablar sobre ellas supondría ponerlas en peligro. En su carácter
subterráneo radica su fuerza. Por ejemplo, de la democracia nadie habla. Como dice
Agustín García Calvo: “si hablas de una cosa, hablas contra ella” (1977, 8). Hablar, se
entiende, razonando, no contando cosas sin ton ni son, en lo que consisten las
conversaciones de la vida cotidiana. Ni siquiera la bibliografía de la muerte (que, como
hemos dicho, es en la actualidad inmensa) habla de la muerte, razona sobre la muerte,
sino que se limita a contraponer a la manera habitual de enfocarla por la masa, que es
despilfarrar a todo trapo antes de morirse, otra más “auténtica” (eso dice), que consiste
en realizar la vocación, la igualdad escatológica (Ziegler) o la sumisión a la Iglesia.
Porque si nos extrañaba que los autores de La construcción social de la realidad
imaginaran la muerte como algo natural, no construido socialmente, más nos extraña, una
vez que conocemos su teoría del lenguaje y del diálogo, después de leer frases como: “el
vehículo más importante del mantenimiento de la realidad es el diálogo" (192). Y es que
hablar es hacer; es inútil la distinción entre teoría y práctica. Para mantener la realidad,
se hace necesario un continuo diálogo, en el que, según Berger y Luckmann, importa
más la calidad que la cantidad y el contacto con los iguales. Pero nuestros autores destacan
un hecho muy importante, que "la mayor parte del mantenimiento de la realidad en el
diálogo es implícita, no explícita” (191), es decir, que se habla en base al “trasfondo de
un mundo que se da silenciosamente por establecido” (192). Como decíamos del yo:
92
presente aunque invisible, así lo está su muerte. Suele aparecer frecuentemente en la
bibliografía tanática la frase de Espinosa de que un hombre razonable en nada piensa
menos que en la muerte, y que lo que le preocupa de verdad es la vida. Pero el ilustre
filósofo olvidó que da igual que se piense o no se piense, que pensar es lo de menos.
¡Como si las creencias necesitaran que se piense en ellas!
Tal teoría de la comunicación se puede relacionar perfectamente con el concepto de
mentalidad de la escuela de las mentalidades. Así como con la distinción orteguiana entre
ideas y creencias, inspirada en Heidegger. Según Ortega y Gasset, las ideas las tenemos,
mientras que en las creencias estamos; las ideas son conscientes, individuales y
voluntarias; las creencias, inconscientes, colectivas e involuntarias. En las ideas no se
cree; nos convencerán o persuadirán por ser evidentes o estar probadas, pero no pasan de
la piel de nuestra alma. Las creencias son, sin embargo, la realidad misma para nosotros.
La distinción entre ideas y creencias está íntimamente ligada a otra distinción orteguiana:
la de “contar con” y “reparar en”. El contar con es inconsciente, mientras que al reparar
en una cosa caigo en ella. Por ejemplo, cuento con la silla en la que estoy sentado mientras
que no me dé cuenta ni de la silla ni de que estoy sentado; ahora bien, si se rompe y me
caigo, entonces seguro que "caigo" en la cuenta de su existencia. La muerte puede decirse
que es una creencia inconsciente, involuntaria y colectiva en la que no reparamos más
que cuando se nos rompe la silla. Probablemente caigamos más en ella que en las sillas,
por lo que quizás tenga razón Aranguren en que sea semiinconsciente más que consciente
(298). Desde luego, mucha más que Freud, cuyo error se suele citar mucho en la
bibliografía (aunque no como error), su patinazo de que el inconsciente no cree en la
muerte. A despecho de Freud, el inconsciente cree en la muerte y con ella cuenta, si bien
pocas veces repara en ella el consciente. En el siguiente capítulo veremos cómo, lo mismo
que nuestro cuerpo monta la silla en la que no reparamos, nuestra vida asciende en el
montacargas de la muerte.
Ziegler culpa al capitalismo del tabú de la muerte, y me parece que anda
completamente descaminado. Su idea es que, si tuviéramos conciencia de la muerte, todos
nos sentiríamos hermanos, y procuraríamos realizarnos solidariamente, incluso contando
con nuestros hermanos del futuro, de modo que la realización progresaría. Pero, como no
es así, el capitalismo se aprovecha de ello, sumiéndonos en un hedonismo cretinizante.
Bien, yo veo aquí dos errores. En primer lugar, quien crea el tabú de la muerte no es el
capitalismo, sino el neocapitalismo, esto es, el socialismo (o la socialdemocracia, como
gusta llamarse, para distinguirse del socialismo no democrático, esto es, el comunismo),
93
y tengo entendido que Ziegler fue diputado socialista en Suiza. En el capitalismo no se
daba el tabú de la muerte y la religión campaba a sus anchas: por algo Marx dijo, como
crítica de este sistema económico, que la religión era el opio del pueblo. En segundo lugar,
hoy día no se acepta la monocausalidad en ciencias sociales, sino que todo es más
complejo. El neocapitalismo crea el tabú de la muerte lo mismo que el tabú de la muerte
crea el neocapitalismo.
Por otro lado, Ziegler llegó a sus convicciones, según nos cuenta, gracias a su
convivencia con los africanos de Brasil, quienes, al sentirse más abiertos a la muerte, se
sentían más hermanados. Sin embargo, creo que Ziegler idealiza demasiado estas
culturas. Si en ellas no se da el tabú de la muerte, será justo porque tengan otros tabúes,
aquellos de los que nunca hablan. Ziegler dice que en el capitalismo (o en el
neocapitalismo, en este caso da igual) la vida está pervertida. Y tiene razón. Pero esta
perversión no tiene nada que ver con el tabú de la muerte. En la Edad Media, la cultura
cristiana no tenía como ingrediente tal tabú, y estaba tan pervertida como la nuestra. En
las comunidades cristianas primitivas tampoco se daba el tabú y todo el mundo vivía muy
hermanado, pero bajo una idea pervertida. Creo que habría sido más útil Ziegler si, en
lugar de disparar a la diana del tabú, hubiera disparado a la propia muerte. Porque no es
esta quien nos hermana, sino justo lo contrario, como veremos en el capítulo “Muerte y
poder”. Quien clama ¡a vivir que son dos días! no creo que se sienta muy hermano de
nadie. Está pensando en sí mismo, y desde luego poco le importan los parientes del pasado
y del futuro.
97
1. LOS HOMBRES, LOS ANIMALES Y LA MUERTE
El conocimiento de la propia muerte siempre se ha tomado como una característica
humana de esas que se llaman específicas, de las que no se salva ningún hombre de ningún
tiempo ni lugar. “Universal antropológico”, “invariante humano”, “categoría de la vida
humana”, “existenciario”, que con todos estos nombres se ha bautizado. El hombre
siempre se ha querido distinguir de los animales; distinguirse para creerse superior, claro
está. De modo que aquí también podríamos aplicar el dicho de “dime de qué presumes y
te diré de qué careces”; pero el caso es que para ello ha ensayado todo tipo de universales
antropológicos: la razón, el lenguaje, la cultura, la personalidad, la conciencia, la
autoconciencia, hasta la risa. Que naturalmente han ido cayendo uno tras otro conforme
progresaba el conocimiento de los animales, porque “desde el punto de vista científico,
el antropocentrismo está muerto y enterrado" (Mosterín, 193). Lo que no quita que en
otros ámbitos no científicos, a los que aún no ha llegado la noticia, se siga con la monserga
tradicional. El último intento ha sido el del conocimiento de la muerte: el hombre se
distinguiría de los animales por el conocimiento de su muerte propia. Desde que Morin
propusiera esta “constante totalmente humana, antropológica” (55) en 1951, ya todos los
que se han ocupado del tema lo han repetido martilleantemente. Resultando ahora que la
muerte es un privilegio y que en esto consiste nuestra supremacía. Así, podemos
expresarnos con el aire de superioridad que usa esta bibliografía, cuando tilda a los
animales de inferiores, bestias ignorantes, indiferentes, sin nombre ni rostro. ¿No es esto
provincianismo, paletismo? Como cuando los miembros de las tribus se llamaban a sí
mismos “hombres” para diferenciarse de las otras tribus. Por eso no me gusta el término
“especismo” que utilizan Richard D. Ryder, Peter Singer o Tom Reagan, por referirme a
los más notorios intelectuales actuales de entre los defensores de los animales, porque el
98
problema no es el especismo, sino el humanismo. Efectivamente, las especies no se creen
superiores unas a otras; se cree superior una única especie, esa que se autodenomina
humana. Probablemente, Ryder, que fue el primero en utilizar el término “especismo”, lo
prefirió al de “humanismo” debido a la buena áurea que siempre le ha rodeado. Este
término, sin embargo, era apropiado cuando representaba una rebelión contra el teísmo;
pero ahora, después de la muerte de Dios, solo puede significar el hecho de que el hombre
ocupe su lugar. Ahora vemos cómo la lucha del humanismo contra el teísmo no consistía
en una lucha de la periferia contra el centro, sino simplemente una lucha por el centro.
Por eso, de Ryder y Singer me separa también el criterio de su especismo: el dolor, la
sensibilidad, es decir, un criterio animal. Ahora lo que se pretende es que el animal ocupe
el centro. Siempre el centro, siempre el “ísmo”. El profesor australiano Peter Singer niega
derechos a los no vivos, a los que no sufren, y sostiene que si hay que defender a la
naturaleza es porque nos interesa a los vivos. Pero, ¿por qué el criterio ha de ser el sentir?
José Ferrater Mora y Priscilla Cohn, aunque manifiestan dudas con respecto a los
derechos de los animales, han visto muy bien cómo, si se les reconocen tales derechos,
habría que reconocérselos también a las montañas, las plantas, las rocas. Efectivamente,
habría que reconocérselos. Pero no entiendo por qué concluyen que, si tal es así:
terminaremos por no saber de qué estamos hablando. Cuando está clarísimo de qué
estamos hablando. Estamos hablando de que todos somos iguales, de que todos somos
cosas, y de que por qué se habría de dañar a unas sí y a otras no. García calvo lo dice muy
bien:
Y, contra el humanismo patriotero,
hermano, da la vuelta al verso y dí conmigo
“Soy cosa, y nada de las cosas me es ajeno” (2015, 23).
Tanto ha sido y es el empeño del hombre en diferenciarse de los animales, y, de paso,
de todo lo demás, que da que pensar si la característica realmente diferenciadora sea este
afán diferenciador. Pero creo que no, creo que aquí de verdad hemos dado con una
diferencia, con una gran diferencia. Somos diferentes a los animales, porque ellos no
saben nada de la muerte, porque ellos no saben nada de su yo ni de su aniquilación futura,
porque ellos no tienen ningún interés en realizarse. Somos efectivamente diferentes a
ellos. Ahora bien, ¿es esto una superioridad?, ¿el conocimiento de nuestra muerte
significa algún privilegio? Nos hace hombres, en efecto; pero ¿ser hombre es mejor que
99
ser animal? Es lo que deberíamos ver a continuación. ¿O es que vamos a dar por sentado
que sí, sin ningún tipo de indagación, de manera tópica y prejuiciosa? No, eso no es la
filosofía (o, por lo menos, no debería ser).
Morin encontraba la piedra de toque de la diferencia hombre-animal en los
enterramientos y los ritos realizados en torno a ellos. En el hombre “animal
guardamuertos”, como decía Unamuno. Durante mucho tiempo se otorgó este privilegio
inaugurador de guardar los restos mortales al hombre de neandertal, hasta que se traspasó
al homo antecesor de Atapuerca de hace ochocientos mil años, y, finalmente, en 2015, al
homo naledi de Sudáfrica de hace nada menos que dos millones de años. No obstante, las
cosas no están claras y hay discusiones sobre si los restos del homo naledi tenían un
sentido funerario, así como los del homo antecesor e incluso los del neandertal. Por otra
parte, parece que el mero hecho de enterrar a los muertos no es suficiente para atribuir al
sepulturero un conocimiento especial de la muerte. Las hormigas también son animales
guardamuertos, cosa de la que ya se hacía eco Plinio el Viejo, cuando nos enseñaba que
solo estos insectos y los hombres realizaban enterramientos. Y, según parece, también los
elefantes, a los que se ha visto enterrar o medio enterrar los huesos de otros compañeros
con tierra y hojas.
Está claro que los animales conocen la muerte de sus congéneres, y que algunos los
velan. Así lo hacen los chimpancés; los elefantes, que protegen a los muertos de los
carroñeros, y cosa parecida se ha dicho de los lobos y de los arrendajos azules. Otra
cuestión, claro está, es la de si estos animales conocen su propia muerte. Hay un caso muy
controvertido: el de la chimpancé Washoe, que el profesor americano Roger Fouts, gran
estudioso junto a su mujer Deborah de estos animales, presenta en su libro Primos
hermanos. Washoe fue el primer ejemplar de su especie en aprender el lenguaje por señas
de los sordomudos, y, cuando su hija murió, hizo los signos de “bebé” y “acabado”. ¿Qué
significó realmente esto? Algunos autores opinan que no deberíamos antropomorfizar
determinados comportamientos animales, como Barley, quien zanja: "¿Qué entendería
por esto Washoe es algo que nunca sabremos” (17).
Lo razonable es pensar que los animales tienen conocimiento de “eso” que llamamos
muerte, pero que no disponen de su interpretación como aniquilación del yo, lo que
supone poseer una idea de la persona y de su muerte futura. Se discute mucho
últimamente si es oportuno conceder a los animales superiores, a los grandes simios, el
estatuto de persona (persona no humana). Aunque estas disputas se plantean en el ámbito
de lo jurídico, es decir, de la persona como sujeto de derechos. Que yo sepa no hay ningún
100
planteamiento ni intento de considerarlos personas en el sentido de este libro. Por nuestra
parte, ¿qué podríamos pensar de un intento de este tipo? Si ni siquiera creemos que
nosotros seamos personas, ni admitimos la existencia del yo y de su muerte, ¿cómo vamos
a pretender extender tal privilegio a otras especies? No. Ni los humanos ni los animales
superiores somos personas. Hay, eso sí, una gran diferencia entre unos y otros, y es que
nosotros nos lo creemos.
2. LA MUERTE HUMANISTA
En la lectura de la abundantísima bibliografía actual sobre la muerte, lo normal es
encontrar prendas como las siguientes de Ziegler: “la muerte es lo que da la vida”, “le da
su significación”, “sin ella yo no sería nadie”, “me singulariza”, “instituye el tiempo”,
“instaura la libertad”, “confiere a cada uno de mis actos una incomparable dignidad”, etc.
¿No es lo más destacable en tales expresiones la importancia que se le da a la muerte:
que, lejos de negarla, rechazarla o atemorizarse ante ella, se le da la bienvenida y se
celebra? Y no por el motivo de fray Luis de Granada, de la otra vida, sino por esta, por la
de aquí. Esta sí que es una gran novedad en la historia: la interpretación existencialista de
la muerte. Nos encontramos ante un hombre orgulloso de su defunción futura, que la
enarbola como criterio de superioridad sobre el resto de los animales. Engreído de ser
humano y de ser mortal.
Muerte y sadomasoquismo
La cantinela de la mortalidad nos ha acompañado siempre: “Conócete a ti mismo”,
rezaba la frase lapidaria del frontispicio del templo de Apolo en Delfos, que no quería
decir sino: conciénciate de que eres mortal, te recuerdan los dioses inmortales; momento
mori (“recuerda que eres mortal”), iba repitiendo machaconamente el esclavo en la oreja
del general victorioso en su paseo triunfal por Roma; morir habemus, ya lo sabemus, se
saludaban los frailes trapenses en la única ocasión en que se les permitía hablar; "polvo
eres y en polvo te convertirás", castigaba los oídos de los fieles el clérigo de turno desde
el púlpito. Salvo algún que otro extraño faraón o no muy cuerdo emperador romano, el
hombre ha sido siempre consciente de su condición mortal. Y con esta lastimosa carga ha
101
apechado siglo tras siglo, bien soportándola estoicamente, bien compensándola con
ciertos buenos augurios que le llegaban de ultratumba. Hasta que en el siglo XX nos
encontramos con un punto de inflexión, con una nueva manera de afrontar la muerte.
Toda una “ideología de la muerte”, como dirá Herbert Marcuse, el filósofo alemán de la
Escuela de Frankfurt, en la que la muerte, no es que sea una triste carga del hombre (el
mortal, que apencará como pueda con tal lamentable condición), sino que hace al hombre.
Gracias a la muerte soy hombre; le estoy agradecido. A Marcuse tal ideología le parecerá
sadomasoquista (155). Y a nosotros también.
Todo comenzó con Ser y tiempo de Heidegger, en 1927, que, como indican Berger y
Luckmann, es el trabajo más elaborado sobre el tema de la muerte de la filosofía reciente
(131). Lo que hay en el filósofo alemán es (por primera vez) esa celebración de la muerte
humanizadora que veíamos en Ziegler. Y es que desde Heidegger casi todos los que se
han ocupado del tema de la muerte lo han hecho impregnados de este tinte existencialista
que a Marcuse le parecía repulsivo. Apena ver en un autor reciente como Bauman, que
pasa por posmoderno, la misma cantinela heideggeriana, e incluso la mención del
siniestro filósofo en el primer párrafo de su estudio sobre la muerte “¿Hay vida después
de la inmortalidad?” de su libro La sociedad individualizada. Sin mortalidad, no habría
historia, ni cultura, ni humanidad, nos avisa Bauman Y, si preferimos a los filósofos
españoles, Savater, sin ir más lejos, también escribe que la muerte nos humaniza (2010,
28). Desde luego, ningún autor mejor que el filósofo alemán para inspirarse en el tema de
la aniquilación del yo, sobre todo desde que se van conociendo con detalle sus
implicaciones nazis. Marcuse destaca que la famosa frase de Heidegger “el hombre es un
ser para la muerte” se lanza en el momento en que se están sentando las bases políticas
de Auschwitz.
Otros dos filósofos alemanes, Max Sheler y Georg Simmel, se habían adelantado en
el tiempo a muchas de las propuestas de Ser y tiempo, aunque sus trabajos no fueran tan
elaborados como este. Sin embargo, por diversas vicisitudes de publicación, es probable
que Heidegger no conociera ni el libro de Scheler, Muerte y supervivencia30, ni el artículo
de Simmel, “Para una metafísica de la muerte”. Pues al referirse en Ser y tiempo a los
precedentes de su doctrina sobre la muerte, no cita a Scheler, y, aunque sí se acuerda de
Simmel, no es con respecto al trabajo que acabo de mencionar, sino a otro menos
30 Scheler venía trabajando en este escrito desde 1911, pero nunca lo publicó. Lo hizo su viuda en
1933, basándose en los papeles que dejó.
102
interesante. Llama la atención, en cambio, que en este contexto manifieste su deuda con
Wilhelm Dilthey, el padre de la escuela filosófica denominada “historicismo”.
Probablemente porque, como se ha dicho, hay un parentesco claro entre el historicismo y
la fenomenología. De hecho, el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer une ambas
corrientes en su hermenéutica, una de las tendencias filosóficas más importantes de los
últimos años. Hay, sin embargo, dos temas destacados relacionados con la muerte que
son exclusivos de Heidegger y que no encontramos en estos precedentes mencionados.
Uno, la angustia, que ya hemos tratado; otro, la autenticidad, en el que habrá que entrar a
fondo.
Pero antes quisiera detenerme un poco en esta relación que estamos detectando entre
la fenomenología y la concepción sadomasoquista de la muerte. Ya dijimos algo sobre la
fenomenología con anterioridad. Fue una corriente filosófica creada por el filósofo
alemán, Edmund Husserl, cuyo propósito esencial era no perder de vista el mundo tal y
como es, acostumbrados como estamos a falsificarlo con todo tipo de intereses, prejuicios
y creencias. El lema de Husserl era: “¡A las cosas mismas!”, pero, por supuesto, la
fenomenología cayó estrepitosamente en aquello que denunciaba. Muchas veces hemos
oído la expresión "Es lo que hay", así, dicha cínicamente, porque se sabe perfectamente
que "lo que hay" es un producto del poder. ¿Es posible saltarse la trama de intereses,
prejuicios y creencias que nos impide ver las cosas como son? Seguramente no; aunque,
como en todo, también habrá grados. Siempre, de todos modos, se podrá realizar el
intento, por supuesto acompañado de toda humildad. La fenomenología presumió de
asepsia e imparcialidad, que fue justo de lo que careció. En esto, la filosofía oriental ha
sido mucho más realista y honesta, poniendo de manifiesto la extraordinaria dificultad de
contactar con la verdadera realidad, y cómo en todo caso solo puede lograrse después de
largas y penosas prácticas yóguicas. Es inocente pretender hacer una fenomenología de
la muerte que no vaya más allá de una descripción de las ideas establecidas, de las
creencias dominantes en nuestra época, y, desde luego, en Occidente. Que será lo que
haga el fenomenólogo existencial Heidegger en Ser y tiempo, y detrás de él la caterva de
sus discípulos y admiradores. Una buena fenomenología, sí, pero de las ideas
establecidas; de cómo queda la muerte después de la muerte domada de Ariés, en la época
actual de la muerte salvaje.
El tiempo y la muerte
103
Las características humanas que expondré a continuación provienen de la muerte, pero
en la medida en que esta proviene de aquellas. Como la escritura es lineal, tengo que
empezar por alguna, pero he de resaltar que ninguna es anterior a las otras, sino que todas
se dan a la vez, y son prácticamente la misma.
Comenzando por el tiempo, nos preguntamos al principio: ¿tendríamos noticia del
tiempo si no hubiera muerte? A Lonetto y Templer la aplicación del test les da como
resultado que “darse cuenta del tiempo es, de hecho, un componente de la propia ansiedad
ante la muerte” (21). Y seguramente García Calvo tenga razón en que:
La manera de existencia
que a nosotros se nos da consiste justamente
en un saber del tiempo (2015, 60).
La muerte es un corte, un límite, que nos regala un trozo de tiempo, por supuesto
futuro. ¿Cuánto?, ¿cuánta cantidad? Depende naturalmente de lo que se haya vivido:
cuánto más viejos somos, menos futuro nos queda. Y hay que tener en cuenta que toda
especie tiene un máximo de vida, de tiempo. En cuyo reparto no hemos salido mal
parados. Por lo menos comparado con los animales, algunos de los cuales solo viven un
día31. Aunque, bien visto, cien años32 no son gran cosa cotejados con los mil de las
secuoyas.
La muerte crea el tiempo. Pero no parece crearlo de la manera como se concibe
intelectualmente: en la forma de lo que se ha llamado “flecha del tiempo”, esto es, en la
dirección pasado, presente y futuro. No. Heidegger nos enseñó muy bien que el tiempo
fenomenológico, esto es, el tiempo real, vivido (y que nosotros decimos que está
socialmente construido) no tiene esa estructura, sino que su dirección es: futuro, pasado,
presente. Primero es el futuro. Como dice Ortega y Gasset, “la vida es futurición” (1983,
VII, 430).
31 Hablando en general, porque el tiburón de Groenlandia vive cuatro siglos. 32 El caso documentado más longevo de la historia, el de la francesa Jeanne Calmet, muerta en
1997 con 122 años, ha merecido figurar en el Libro Guinness de los récords. Los casos de los
personajes bíblicos: Matusalén con 969 años, Adán con 930, etc., no están documentados.
Actualmente, un 0,6% de las personas llegan a los 100 años, y, de ellos, un 0,1 a supercentenarios
(110 años), de los cuales hay unos 300 documentados.
104
¿Pero qué es el futuro? En primer lugar, el futuro es un tiempo vacío que hay que llenar.
¿Cómo se llena? Primero, programándolo; dándonos, como escribe Bauman, “un
propósito y una tarea” (2014, 52). Programaciones, subprogramaciones y más
programaciones: de toda la vida, de veinte años, de un mes o de un día. Pero, como afirma
Jankélévitch, el futuro de la muerte es el “supremo porvenir y el futuro de todos los
futuros” (59).
Por supuesto, todos estos propósitos y proyectos los concebiré en función de lo que he
aprendido del pasado, seguramente intentando evitar los errores cometidos. Ortega y
Gasset, otro discípulo de Heidegger (aunque él no quisiera reconocerlo), nos dejó
numerosas fórmulas del peso que el pasado (la historia en el caso de la sociedad, la
biografía en el caso del individuo) tiene en la vida: “el hombre no tiene naturaleza, sino
que tiene historia”, "se vive en vista del pasado", etc.
Cuando Bauman aventura que en la posmodernidad ya no se vive para el futuro como
en la modernidad, porque ya no se cree que se vaya a poder arreglar el mundo ni que en
el futuro nos vaya a ir mejor, sino para ahora, el maravilloso ahora, habría que darle la
razón, pero entendiéndolo bien. Porque no se trata de vivir de manera espontánea, sino en
virtud del proyecto de vivir ahora, y, si hay proyecto, ya hay futuro. Vivir los ahora del
futuro: ese es el proyecto posmoderno. Por otra parte, esto es así por lo que respecta al
futuro de la humanidad, una vez que se ha estrellado la idea de progreso y ya no se cree
bobaliconamente, como hasta el siglo XIX, en que tal futuro va a ser un camino de rosas.
Sin embargo, con respecto al individuo, este si ha confiado en la posmodernidad en las
posibilidades del futuro. Quizás muy recientemente, con la generación de los que llaman
millennials, habría que cambiar el chip, como ellos lo han cambiado. El joven ya no
espera del futuro nada, por lo que se dedica a vivir la vida; pero, como he dicho más
arriba, en ellos, como en todos los humanos que conciben alguna posibilidad de
realización, el futuro manda. Por lo demás, si, a pesar de todo, les queda el ahora, el
maravilloso ahora, eso quiere decir que les basta esta vida y no necesitan otra. Por lo que
podemos concluir que continúa el Estado de bienestar.
Y, si la psosmodernidad vive para el futuro, por lo mismo vive en vista del pasado.
Porque ha asistido al fracaso de los grandes proyectos revolucionarios, y ya no se hace
ilusiones. En definitiva, se vive en vista del pasado porque se vive en vista del futuro, y
se vive con el futuro a la vista porque se vive en vista de la muerte. Tiene gracia la cosa:
lo mismo que el futuro es antes que el pasado, la muerte es antes que la vida. ¡Claro!:
como decía Ziegler, es lo que nos da la vida. Simmel insistió mucho en que la muerte no
105
se encuentra solo al final de la vida, en que no es la Dama Negra que te está esperando
con la guadaña, sino una compañera fiel que te lleva cogido de la mano hacia ese
horizonte.
En definitiva, tiempo y muerte están entrelazados, y, si la muerte es tiempo, también
el tiempo es muerte. Y si la una es falsa, también será falso el otro. Los filósofos a lo
largo de la historia han hecho un esfuerzo sobrehumano intentando atisbar algo del
tiempo, y estrellándose constantemente contra su materia oscura. san Agustín desechó la
absurda definición aristotélica del tiempo como medida del movimiento, para terminar
reconociendo que, si nadie le preguntaba qué era, lo sabía, pero que, si tenía que
explicarlo, no podía. Con lo cual bien se ve por lo bajo, aunque san Agustín no fuera
consciente de ello, que se trataba de una creencia de la que no podía dar razones. Justo lo
mismo que nos encontraremos cuando nos ocupemos de la conciencia, sobre la que los
expertos han dicho prácticamente lo mismo que san Agustín sobre el tiempo. No tenemos
una creencia cuando algo no se comprende (no se comprende prácticamente nada), sino
cuando sabemos sin comprender.
¿Cómo podía san Agustín comprender el tiempo (por más que lo necesitara: ¿qué iba
a ser, si no, de su cielo futuro)? si el futuro no existe, puesto que todavía no ha llegado;
el pasado no existe, puesto que ya pasó, y el presente no existe, por dos razones: primera,
porque su duración sería infinitamente pequeña, y el infinito no existe, y dos, porque un
instante no es tiempo, ya que, si durara, podría dividírsele en otros instantes? Con lo cual
tenemos que lo que hay, lo que hay de verdad, no es tiempo.
Mi muerte y yo
“Todas las cosas nos son ajenas, querido Lucilio; solamente es nuestro el tiempo”,
alecciona por carta Séneca a su discípulo. ¡Qué claro es el gran cordobés!: lo único que
tenemos es el aprovechar el tiempo. Y, si no fuera por el tiempo, no tendríamos nada. Y
lo que es más grave, no seríamos personas. Tiene razón Canetti en que cobrar conciencia
de la muerte es el acontecimiento más grave que le ha ocurrido a la humanidad. ¡Cómo
que sin muerte no hay humanidad! Porque para hacer algo con el tiempo, tiene que haber
uno que lo haga. No hay muerte ni tiempo sin un yo que muera y lo aproveche hasta
entonces.
106
Este alguien es un yo, una persona. Y, además, un ente económico, porque es el
propietario del tiempo. Solamente es nuestro el tiempo: por supuesto “nuestro”. Es muy
importante destacar que el yo siempre aparece como propietario. El tiempo X que te queda
de vida es tuyo, tu tiempo, de nadie más (hasta que se acabe tu tiempo). Puedes hacer con
él lo que quieras (es decir, contigo): aprovecharlo, malgastarlo, tirarlo por la borda. La
bibliografía tanática existencialista es muy explícita en este punto de la propiedad, como
cuando el teólogo alemán Helmut Thielicke escribe que el tiempo futuro incita a “tomar
posesión de sí mismo” (27). “Tomar posesión”: ¡qué expresión! Suele utilizarse sobre
todo en la toma de posesión de un cargo, por ejemplo, en la ceremonia de la toma de
posesión del cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos. Bien claro se ve que es
una expresión relativa al poder. Y, por tanto, no debe extrañarnos que vaya acompañada
de referencias a la guerra, como cuando Fernández del Riesgo, en su libro que recopila
sus muchos años de enseñanza de antropología de la muerte en la Universidad, nos dice
que, gracias a la muerte, el hombre “conquista su ser” (172). Y, para colmo, su no ser, su
muerte (171). Ya Max Scheler se quejaba de que “nadie siente y sabe ya que tiene que
morir su muerte” (40).
El yo aparece, surge, como propietario de sí mismo. Ser es poseerse. Por eso, no tiene
sentido la famosa distinción frommiana entre tener y ser. La solución del miedo a la
muerte de Erich Fromm, el ilustre representante de la Escuela de Frankfurt, pasa por la
renuncia a poseernos, esto es, a conformarnos con ser en lugar de tenernos, a no aferrarnos
a vivir. Y lo extraño es que cita en su apoyo a los grandes maestros de la humanidad,
como Jesucristo, quien nos invitó a “negarnos a nosotros mismos”, frase que, según
parece, apela al ser más que al tener, a negar el ser. Pero me temo que, cuando Fromm
habla de no aferrarse a vivir, solo está pensando en la cantidad, y, cuando critica el
poseerse, no lo está entendiendo en el mismo sentido que nuestros amigos existencialistas.
Porque él también tiene mucho de existencial, y me atrevo a decir que no le parecía mal
aferrarse a vivir en cuanto a la calidad, a vivir plenamente. Erich Fromm me recuerda a
Maslow, en zigzag entre las experiencias cumbre de sus coqueteos con el budismo zen
por una parte, y por otra la manía de la autorrealización.
El cuidado de la vida
107
Cualquier propiedad acarrea la tarea de cuidarla.“Preocupación” es la traducción
española de la cura heideggeriana, término tomado del latín, y que significa el cuidado,
las cuitas. "La vida da mucho quehacer", reza el famoso dicho de Ortega y Gasset. Lo que
quiere decir que, lo que hagas, además de hacerlo, lo tienes que hacer tú. Como el barón
de Münchhausen del cuento, que, habiendo caído en un pantano, consiguió salir de él
tirando de su coleta.
La vida da mucho quehacer porque es fabricación, porque el hombre tiene que
autofabricarse. Es técnico, nos dirá Ortega y Gasset en su obra Meditación de la técnica.
La ideología de la muerte ha surgido en la época de la industria, en la que la vida es
trabajo, y tiene, por tanto las características del trabajo: forzado, duro, aburrido e inútil.
Ya Marx denunció en el siglo XIX, en los Manuscritos económico-filosóficos este trabajo
alienante. Pero en el capitalismo, el trabajador no tiene ni poder económico ni tiempo
para realizarse; hubo que esperar al neocapitalismo y a la sociedad posindustrial para que
pudiera darse esta posibilidad. Por eso, en el Estado de bienestar o estado de muerte, se
opera sobre la vida un doble cuidado: primero, el trabajo, como medio para realizarse en
el ocio; segundo, el propio ocio, al que hay que cuidar trabajosamente33.
Se dirá que en sociedades más antiguas el hombre también tenía que fabricarse, al
menos en aras de un beneficio posterior. Y es cierto, pero el trabajo que conllevaba no es
comparable ni remotamente al que comporta en la actualidad. Hay un paralelismo entre
el volumen de la producción económica y la propia producción humana. En las épocas
Antigua y Medieval, la parquedad de la economía se reflejaba en el exiguo cuidado de la
vida que se le exigía al ciudadano o al cristiano; en la actualidad es desaforada tanto la
producción económica como la dilatación a lo ancho de la vida. Si antiguamente, no se
esperaba tanto de la vida, y las aspiraciones humanas se reducían a poco más que a
desempeñar el trabajo del padre, llevar una vida austera e ir a misa los domingos, hoy día,
por el contrario, los sueños de cualquier individuo son descomunales, quijotescos. Como
se dice en la publicidad: “porque tú lo mereces”.
El hombre IKEA
33 El que calificara al trabajo de inútil quizás hubiera podido sorprender a alguien. Pero hay que
tener en cuenta que en la sociedad posindustrial predomina el sector servicios y la fabricación de
necesidades, o, dicho de otro modo: lo superfluo.
108
La libertad es un ingrediente inexcusable del yo, de la persona. Ya nos hemos referido
al concepto de vida propia de Ulrick Beck. Es difícil encontrar actualmente en Occidente
un deseo más extendido que el de vivir la propia vida, lo que significa que la biografías
se vuelve electivas, “biografías «hágalo usted mismo»” (72). Este hombre, que parece un
anuncio de IKEA, el individualista, el que tiene sus propias opiniones y sabe lo que
compra y vota, parte de la base de que se puede controlar la vida, de que puede controlar
la suya propia.
Más atrás, cuando tuvimos que habérnoslas con el yo, nos referimos a que el
existencialismo había profundizado en la libertad aristotélica hasta dar con la libertad
absoluta. Libre no ha sido el hombre nunca hasta el siglo XX. No me entiendas mal,
querido lector; quiero decir que el hombre siempre ha estado sujeto a algo, que nunca ha
sido Narciso. Ahora sí, y por eso merece un término a la altura de su categoría, como el
zubiriano de “suidad”. En cierta corriente de la filosofía de habla hispana actual, en la
más añeja, prodiga la idea de que Zubiri superó a Aristóteles, cuando su heideggerianismo
se advierte hasta en la pedantería de su terminología. Según nuestro filósofo vasco, si las
sustancias aristotélicas son “de suyo”, solo el hombre es “suyo”. Zubiri ha visto muy bien
cómo la libertad es una especie de propiedad privada. Así, el hombre sería una especie de
hiperpropietario: de un lado es soporte, de otro libre. Blanca Castilla, en su estudio sobre
el concepto de persona en Zubiri, al llegar a este punto, quiere recalcar muy bien su
sentido, y escribe “propiedad” con mayúsculas: “la primera y principal característica de
la persona, según Zubiri, es ser «realidad EN PROPIEDAD» (156). ¡Cuánta soberbia y
endiosamiento en Zubiri, un autor que acusa al ateísmo de soberbio! Y, valorando que
representa una gran novedad la aportación zubiriana, la autora rebusca a ver si algún otro
filósofo ha podido expresar algo parecido (aunque no, por supuesto, según Castilla, con
tanto ímpetu como Zubiri), y cree hallarlo nada menos que en el papa Wojtyla.
Permítaseme, contraponer a semejante cuadro una frase de otro papa, aunque chino, Seng-
ts’an (siglo VI): “el Tao perfecto carece de dificultad, salvo que evita el elegir”.
La muerte es de vital importancia
¿Y ahora qué hacer con esa vida que es tiempo, de la que soy propietario y tengo la
responsabilidad de cuidar? Parece imposible estirar ese tiempo cuantitativamente, al
menos de una manera notable. El impresionante desarrollo de la técnica aplicada a la
109
medicina no parece que hoy por hoy pueda alargarlo más allá del límite de la especie. De
modo, que la única posibilidad es estirarla a lo ancho, crecer a lo orondo,
cualitativamente, engordándola de experiencias, de plenitud. Como en la fábula de La
Fontaine, somos la rana que quiere hincharse como un buey. No creo que, como dice
Aranguren, la perspectiva de la muerte anuncie la vanidad de todas las empresas humanas
e incite a la inacción. Más bien ocurre lo contrario, que gracias a la muerte uno se entrega
con entusiasmo a la vida. Por lo menos en la actitud irreligiosa. En la pía, al ser esta vida
solo un capítulo de la novela, no pasará de medio; pero en la escéptica hay que llenar toda
la novela en solo un capítulo.
Y se dicen “Sí,
ya sé que viene, así que entonces,
hago testamento”,
“me arreglo con Dios”
o “disfruto todo
lo que pueda abarcar de aquí hasta el tope” (García Calvo, 1981, 13-14).
La “buena vida” piadosa incluso puede ir acompañada de una “buena muerte”, si esta
no se realiza al albur, sino de acuerdo a una depurada técnica: el arte de morir (ars
moriendi), que tanto éxito tuvo en el siglo XVI, y sobre el que aleccionaban buen número
de libros. En Oriente pudiera ocurrir que el mayor aprovechamiento consista en
procurarse un buen karma para la siguiente reencarnación. Mientras que en Occidente
quizás funcione más el carpe diem. “Tempus fugit, carpe diem”, como animaba Horacio.
En cualquier modalidad, la muerte se convierte en el “poder rector” (Scheler, 41) de
la vida; o en su forma, a la que “tiñe todos sus contenidos” (Simmel, 90). Forma-
contenido: como en cualquier otra cosa, donde es imposible que se dé la una sin la otra.
Por eso veíamos más arriba cómo, según Simmel, la ausencia de muerte nos abocaría a la
inacción, nada nos estimularía y nuestra vida no tendría contenido. La comparación del
filósofo fenomenólogo Eugen Fink con la levadura del pan también es apropiada: la
muerte es la levadura de la vida. En resumidas cuentas, que la muerte tiene una
importancia vital en la vida.
Llamemos a este engordar la vida, realización. Y como, al fin y al cabo, el realizarse
es cosa de uno, autorrealización. Así que, como dice Beck: “la ética de la realización
personal es la corriente más poderosa de la sociedad moderna” (70).
110
La mayoría se realiza en el rebaño, como uno de tantos o un don nadie, de acuerdo con
las ideas establecidas: despilfarro, fama y poder (es decir, dinero). Cada uno en la medida
que puede, o sea, conformándose la mayoría de la mayoría con el despilfarro (que la fama
y el poder pide jerarquía). Nietzsche ya se refirió a este "último hombre" (como lo
llamaba), un siglo antes de que los psicólogos y sociólogos hincaran en él su bisturí. Es
ante todo un hombre que no cree nada. Pero, como ya manifestamos, es imposible no
creer en nada, y sigo a Ortega y Gasset en que el dinero es la creencia que queda cuando
ya se han evaporado todas las creencias. Es más, todavía queda un poco de ética, al menos
en algunos círculos: la equidad, la igualdad de consumo de los autómatas, como señala
Erich Fromm.
Sin embargo, no coincido con Fromm en que el neocapitalismo gravite sobre el
hedonismo. Según el autor alemán, a partir de la Segunda Guerra Mundial, y gracias a los
partidos de izquierda (que mejor tenían que haberse ocupado de crear un hombre nuevo,
dice), el hedonismo comenzó a alcanzar a la gran masa, cuyas comodidades disfrutaba ya
la burguesía desde la Revolución industrial34. Pero, a mi juicio, esto no es así. ¿Acaso se
disfruta en los obsesivos viajes, con todos los trabajos e incomodidades que suponen? No,
la gente no viaja por hedonismo, sino para dilatar su vida, llenarla de experiencias (que a
la postre consisten en “ver” cosas”, decir que he estado allí ─“yo estuve allí”─). Por eso,
el hombre actual no es un haragán fuera del trabajo, como cree Fromm; al contrario, casi
faena más que en el propio trabajo (normalmente, los viajes son agotadores). Además, si
el mercado domina, si es un fin en sí mismo, como no se le escapa al filósofo
frankfurtiano, entonces no puede estar montado sobre el hedonismo. Sería más bien al
revés, que el consumo de superfluidades está montado sobre el neocapitalismo. El
resultado es un tipo de vida light, pueril y trivial. Pero solo en un sentido, porque en otro
es verdaderamente heavy y dramático. Por ejemplo, el culto al cuerpo en la actualidad
(que también forma parte del cuidado de la vida) es infantil y superficial; pero, visto desde
el lado del sacrificio y la abnegación, es verdaderamente feroz y heavy. Piénsese en el
molimiento del cuerpo en los gimnasios, en el tormento de los tatuajes o en la flagelación
34 A estas alturas del siglo XXI, y después de tantos años de neoliberalismo, ya se va
comprendiendo cómo no fueron principalmente los partidos de izquierda los campeones del
Estado de bienestar, sino el telón de acero. La socialdemocracia fue una concesión del capitalismo
a los trabajadores para distraerlos del Segundo mundo. Una vez que cayó el Muro de Berlín, ya
no era necesario, y comenzaron los recortes del Estado de bienestar. Sin embargo, todavía queda
mucho en Estados Unidos y Europa, por lo que es probable que siga vigente la fenomenología
heideggeriana de la muerte.
111
de las dietas. No; el hombre hoy día no quiere gozar; lo que quiere es sentirse importante,
hinchar la autoestima. Y lo hace adecuándose a la cultura establecida, la cultura zombie
y de pacotilla, que tan bien ha descrito el filósofo francés Alain Finkielkraut.
De pacotilla y todo lo que se quiera, pero elitista, al fin y al cabo, si se compara con
otros lugares del planeta que no han sido bendecidos por el Estado de bienestar y ya se
tiene bastante con sostener la cantidad de vida, que la calidad es mucho pedir. Y digo
esto, porque a la literatura existencialista de la muerte le parece poco tal elitismo y
pretende duplicarlo. En efecto, calificando a aquel de convencional, infantil e
irresponsable, insiste en que a todos nos está esperando una vocación, destino o sentido,
que nos llama aunque no lo escuchemos. ¡Y lo más increíble de todo, culpan de ello al
tabú, al olvido de la muerte!
Unos autores han hecho más pie en la realización individual, y otros en la social. Pero,
antes de entrar en ello, me gustaría realizar una modesta crítica a su carácter aristocrático.
Me basaré en tres puntos. En primer lugar, este elitismo es muy peligroso. Maslow, el
psicólogo de la autorrealización que estudiamos en el capítulo anterior, era plenamente
consciente del carácter aristocrático de su doctrina, sin necesidad de que se lo recordaran
sus críticos, y se vio envuelto en líos (como con las experiencias cumbre) de los que no
fue capaz de salir. Porque, claro, utilizar una expresión como la de “plena humanidad”
para referirse al hombre autorrealizado, supone extirpar la plenitud a casi toda la
humanidad. En un principio, Maslow atribuyó la autorrealización a celebridades, como
Einstein, Beethoven, Freud, etc. (obsérvese: todos hombres). Y como, al investigar a tres
mil estudiantes, solo encontró uno autorrealizado, entendió que tal cosa era privilegio de
la senectud. Sin embargo, luego mudó, ocurriéndosele que la realización no era cosa de
sí o no, sino que era mejor introducir gradaciones. Es más, que cualquiera podría alcanzar
alguna de estas. Si bien, a Maslow se le iban los ojos tras los intelectuales, artistas y
místicos, y no podía dejar de mencionar sus preferencias.
En segundo lugar, la vida de las élites, de los cultos (o de los vocacionales) no es tan
diferente de la vida del rebaño. Aquí ocurre como vimos con los creyentes, que, a pesar
de que orgullosamente se creen distintos, en el fondo sus creencias influyen muy poco en
su vida cotidiana. En el neocapitalismo, salvo raras excepciones, vivimos todos igual: en
la playa, anegados por millones de sombrillas; en la playa, contemplándola desde los
cómodos butacones de un hotel de cinco estrellas; en una playa poco concurrida y con un
libro en las manos. Otros dirán que son especiales porque prefieren las playas del norte,
y otros (por lo visto con más personalidad) que tiran más a la montaña. ¡Se creen
112
diferentes porque pueden elegir entre diferentes tatuajes o entre los mismos anuncios en
diversos canales de televisión! En clase me hacía mucha gracia cómo inevitablemente
salía La 2 en este debate: no todo el mundo veía las mismas cosas en la tele, ya que
algunos preferían los documentales de La 2 (y a continuación la broma era que dos). Pero,
a decir verdad, son muy pocos los que se alejan del rebaño, y, si lo hacen, pronto los
perros del pastor se encargan de frustrar su intento, y devolverlos rápidamente al redil. Es
fácil que me dé la razón quien haya hecho alguna vez el intento.
En tercer lugar, los autores de la vocación atribuyen el comportamiento negligente de
la masa al tabú de la muerte, y claman por la buenaventura de su constante presencia (el
sadomasoquismo de Marcuse). Son tan superficiales, que creen que las cosas que no están
a la vista no operan. El infantilismo de las masas no proviene del olvido de la muerte
(¿quién puede olvidarse de algo así?, ¿quién no sufre su presencia constante, ronroneando
por lo bajo, se reconozca o no se reconozca?), sino de que para ellas la vida es eso (las
ideas establecidas), y, así, cuando la ensanchan, la ensanchan con eso. Yo diría a los
existenciales que no padecieran tanto, que al común le funciona muy bien el motor de la
muerte, que le acelera muy bien por lo bajo, y que lo único que pasa es que no es tan
proclive al melodrama como los catedráticos. La plebe también aspira a realizarse y ser
auténtica (plebe), y a aprovechar la vida al máximo, si puede, como todo el mundo. Aparte
de que, para infantilismo, la de estas élites. Porque ¿no es inocente pensar que basta tener
la muerte presente para automáticamente aborrecer el dinero, la fama y el poder?35
La vocación
La vocación individual es una forma de realización original e irrepetible. Que, como
podrá apreciarse fácilmente, no es otra cosa que la ética que corresponde al
individualismo moderno, en la fase en que el individuo tiene la posibilidad de realizarse,
que es en el neocapitalismo. La vocación es un concepto existencialista. A mi juicio, el
existencialismo es la filosofía del neocapitalismo, el cual hizo una descripción
fenomenológica de su estado de cosas36. Tal concepto de vocación no es más que la
35 Esto no lo he soñado, lector. Puedo probarlo: por ejemplo, Quintana (45), así como toda la obra
de Ziegler sobre la muerte. 36 Mientras quede neocapitalismo, tendremos ética de la autenticidad y de la vocación. Uno de los
filósofos actuales más notorios, el canadiense Charles Taylor (en el momento en que escribo estas
líneas acaba de ganar el Premio Berggruen, auspiciado por el multimillonario Nicolás Berggruen,
113
fragmentación de la realización aristotélica, en una etapa pluralista de la historia cual es
la posmodernidad. Las anteriores etapas fueron unitaristas en todos los aspectos.
Aristóteles, por ejemplo, cuando propone en su ética la realización personal, está
pensando en lo mismo para todos los hombres: la dedicación a la ciencia. En la
posmodernidad, en cambio, el pluralismo se extiende a todos los ámbitos, y en el campo
de la ética tomará el nombre de vocación individual. Así, en Heidegger la vocación será
una especie de voz de la conciencia, un “oír al «uno mismo», al peculiar «sí mismo»”
(384). Bajo su influencia, Ortega y Gasset nos recuerda como nuestro término “vocación”
deriva de la palabra latina vocatio, que significa llamada. El yo es la vocación, el destino,
el programa o proyecto de vida, el personaje que hemos decidido representar. Si
realizamos nuestra vocación, nuestra vida será auténtica, en lugar de la vida inauténtica
de la mayor parte de la humanidad que se deja arrastrar por lo demás, por la gente, por lo
que se hace, se piensa y se dice. Heidegger prefiere los términos de “ser apropiado e
inapropiado” (según la traducción de José Gaos), que son muy significativos, porque nos
remiten a la propiedad. Siguiéndole, Fink nos habla de la “vida expropiada de la masa”,
utilizando un término (expropiación) de cariz económico.
Maslow, el autor de la famosa pirámide de la motivación, según la cual las necesidades
humanas van apareciendo jerárquicamente conforme se van satisfaciendo las de nivel
inferior, colocó en la cima la autorrealización, la misión individual de cada uno. Que el
músico se autorrealice haciendo música, el pintor pintando, etc.; pero, como las
vocaciones son muy variadas, cabe también aspirar a ser un padre excelente, o un gran
atleta. Incluso en la elección de cónyuge interviene este destino.
Maslow reconoció explícitamente la influencia del existencialismo en la psicología
humanista. Y es imposible encontrar un apoyo mejor que él en mi tesis de que el
existencialismo es la filosofía del neocapitalismo cuando le vemos escribir que “muchos
existencialistas europeos están reaccionando a la conclusión de Nietzsche de que Dios ha
muerto y quizás el hecho de que Marx también ha muerto” (2012, 41-42). Efectivamente,
y dotado con un millón de dólares, lo que supone que Taylor será el filósofo que más dinero ha
ganado de un solo golpe en la historia de los filósofos), en su libro La ética de la autenticidad, la
defiende frente al giro que parece que se está produciendo las últimas décadas de vuelta al
liberalismo puro y duro decimonónico. La influencia heideggeriana en Taylor es bien clara.
También puede venir en apoyo de esto que digo (aparentemente exagerado) de que el
existencialismo es la filosofía del neocapitalismo, la confesión de Maslow que veremos
inmediatamente. Leer al sociólogo Giddens, con sus ejercicios filosóficos de angustia existencial
y sus continuas referencias a Kierkegaard y Heidegger, así como a filósofos también de renombre,
como Ágnes Heller, con un claro tinte existencialista, nos confirma en la idea de que el
existencialismo ha sido una corriente muy importante, y plenamente actual.
114
con Dios muere la Edad Media y con Marx el capitalismo, la Edad Moderna. ¿Qué nos
queda entonces?: la Edad posmoderna, el neocapitalismo, el existencialismo.
En Aristóteles, el premio de la realización es la felicidad; en los autores de la vocación,
por supuesto, también. Y aunque, como decía Ortega y Gasset, el programa vocacional
obviamente nunca se realiza del todo, por lo que todo el mundo es más o menos infeliz,
dándole la vuelta puede decirse que todo el mundo es más o menos feliz. Por lo que hay
una posibilidad de trabajar en aras de esta felicidad o salud mental, como de otra manera
se la puede llamar. Lógico, por tanto, que surgiera una psicología existencial. “Rótulo
amplio que incluye una amplia variedad de escuelas como el dasein-análisis, la
logoterapia, el enfoque humanista-existencial, la escuela británica de análisis existencial,
entre otras” (Lara-Osorio, 54). En ellas, el tema de la muerte es central. Si no se asume
adecuadamente, puede producir patologías; pero, como señala su más eminente
representante, Robert Kastenbaum, también puede incitar a hacerse cargo de la propia
vida, dotarle de un sentido, superarse, realizarse, vivir más plenamente.
La realización social
La psicología existencial se centra en el individuo, en su mejoramiento terapéutico.
Hay sin embargo, corrientes que inciden más en lo social. Ya Maslow indicaba que la
autorrealización no es suficiente, y que no había salvación personal sin salvación social.
Ahora bien, ya nos hemos referido a los problemas que conlleva entender este asunto de
tal manera. Recordemos los ejemplos de autorrealización que nos regalaba Maslow:
pintores, escritores, místicos, buenos padres, atletas. No ponía, claro está, los casos de
fontanero, albañil o cajero de Carrefour. Veremos dentro de poco cómo los modelos de
Ziegler serán los de gente importante que ha pasado a la historia. De modo que, o todos
llegamos a ser Velázquez y pasamos a la historia, o la realización social es imposible. A
no ser que estos autores aboguen por una jerarquía de grados de realización, o de
“humanidad” como decía Maslow, cosa francamente repelente. O, peor, que estuvieran
pensando que alguien se puede realizar como atleta que llega el último a la meta o como
el mejor antidisturbios del mundo. Me da la impresión de que esta ética de la
autorrealización no conduce a ninguna parte. Pero, en fin, seguiremos un poco más.
La pedagogía existencial o Educación para la muerte es una de estas corrientes que
creen que la realización social sí conduce a alguna parte. En ella España es pionera,
115
gracias sobre todo a la labor de Agustín de la Herrán Gascón. La Educación para la muerte
critica el descuido con que las instituciones educativas tratan algo tan “vital” como la
muerte, y proponen su inclusión en toda la enseñanza, desde primaria hasta educación
para adultos, pasando por la dirigida a los alumnos de necesidades educativas especiales.
A juicio de Herrán, tal Educación tiene un formidable potencial educativo, y debiera ser
una “transversal de transversales”, más transversal incluso que la Educación para la paz,
la Educación sexual, etc., todas esas transversales de que se ha ido plagando la enseñanza
estos últimos años. La finalidad de la Educación para la Muerte sería normalizar el trato
del alumno con algo tan natural, tanto en su propio beneficio como en el de toda la
humanidad (y su progreso). Para ello esta hipotética disciplina ha generado currículos con
objetivos, contenidos y criterios de evaluación.37
Herrán ha realizado todo el trabajo, pero su inspiración le viene del filósofo catalán
Joan-Carles Mèlich, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, quien en su tesis
doctoral de 1989 situó este tipo de educación en el marco de lo que sería una “pedagogía
existencial”. Esta es una de las perlas de la tesis: “Es preciso que nuestros educandos
lleguen a ser maduros ante la muerte, y sean capaces de mirar cara a cara a la verdad, y
descubrirse como moriturus” (Rodríguez, Herrán y Cortina, 2012, 184). Fijémonos en el
término “verdad”. No puede haber más distancia entre esta forma de pensar sobre la
muerte y este libro, que la considera justo mentira. Y, si ya nos parece morbosa, siniestra,
una vida que tiene como motor la muerte, ¡¿qué nos puede parecer que esta imagen se
lleve a la más tierna infancia?!
Por otro lado, creo que Herrán y la Educación para la Muerte se quejan en balde, y que
los niños son perfectamente educados en la Parca. La pedagogía sabe muy bien que en la
educación hay dos currículos: el oficial y el oculto, y que este es el que de verdad
funciona. El currículo oculto son las ideas establecidas, que el alumno mama de manera
subrepticia, más que de los contenidos, de las formas. En la enseñanza casi todo se basa
en el ejemplo que transmite la institución. El alumno se fija más en el ejemplo del profesor
que en el libro, y, desde luego, mucho más le educa la institución (sus formas) que el
profesor. No, el estudiante sabe muy bien que se va a morir; no hace falta que ningún
37 Agustín de la Herrán Gascón y Mar Cortina Selva, La muerte y su didáctica. Manual para
Educación Infantil, Primaria y Secundaria”, Madrid, Universitas, 2006. Esta obra fue Mención
de Honor en el Premio Aula al mejor libro de educación, organizado por el Ministerio de
Educación y Ciencia y la Fundación de la Obra Social Caja Madrid. Está prologado por Marta
Mata, entonces Presidenta del Consejo Escolar del Estado.
116
agudo docente se lo diga, y, si alguno le dice (le enseña) que, puesto que se va a morir,
que dedique su vida a mejorar la condición de la humanidad, probablemente ni lo oiga,
enterrada esa frágil música por la matraca atronadora del currículo oculto, que le
vocinglera que ¡a vivir que son dos días! (entiéndase por vivir, comprar).
“Aceptar la negación individual en pro de la evolución y la mejora de la humanidad
no es fácil empresa” (Rodríguez, Herrán y Cortina, 2015, 191): ¡qué razón tiene la
Pedagogía de la Muerte! A la dilatación individual de la vida (realización individual) se
le suma la dilatación social (realización social o de la humanidad): ¡gran consuelo! Quien
no se consuela es porque no quiere. Ziegler se consoló por este procedimiento, y, según
nos confiesa, el terror a la muerte le llevó a crear como bálsamo una sociología
("generativa" la llama) inspirada en las culturas africanas de Brasil. Como ya expusimos,
su idea central es que la muerte a todos nos iguala, y que, además, nos incita a progresar
al tomar conciencia de nuestra incompletitud y de la necesidad de sumar nuestros
esfuerzos a los de los otros. Por eso, la muerte no es cuestión de ser o no ser, sino de ser
o no ser en la historia. Por ejemplo, siempre será mejor pasar a la historia como Che
Guevara que como Richard Nixon. Sin embargo, si de lo que se trata es de pasar a la
historia, muy pocos son los que lo hacen, y no precisamente los mejores. Dudo mucho
que estas escatologías laicas, progresistas, socialistas nos consuelen de la angustia. De
hecho, todas ellas han pasado a mejor vida. En su seno, la muerte, no solo crea el tiempo
individual, sino también el tiempo histórico. Doble tiempo, y doble muerte, por tanto. En
cierto sentido, recuerdan a la teoría de la reencarnación. También en esta se trata de
alcanzar un perfeccionamiento a través de incontables vidas, si bien individual.
El Gran casino del mundo
Y ahora viene la competición, el reto. Mi futuro se convierte en un estadio donde tengo
que competir con todos los demás, pero sobre todo conmigo mismo, para realizar mi
vocación. Ganar, perder. O en traducción existencialista: “ganarse, y también perderse”
(Heidegger, 92) (¡Cuánto recuerda al infantilismo americano del ganador y del
perdedor!). Pero, en todo caso, aquí tenemos la vida como carrera (los cien años lisos), la
vida como currículo. La palabra “currículo” viene del latín curriculum, que era la pista
de carreras, por donde corrían los atletas. En la literatura antropológica se suele comparar
la vida con un camino (homo viator), aunque, en ningún caso, con el camino de Antonio
117
Machado, el camino que “se hace camino al andar” o en el que “lo molesto es la llegada”,
sino un camino donde lo importante es la meta. Pero mejor metáfora que el camino, sería
la de la pista de carreras. Por un camino, aun en pos de una meta, se puede transitar
plácidamente, como don Quijote por aquellos mansos caminos manchegos. Más, cuando
se trata de una competición, cuando hay prisa, no hay sosiego que valga. La vida es prisa,
la definió lapidariamente Ortega y Gasset. Incluso Séneca, que, como estoico, se supone
que debería valorar más la tranquilidad, nos ofrece esta metáfora fluvial sobre la vida:
“contra la celeridad del tiempo, necesariamente se habrá de luchar con la velocidad en su
aprovechamiento, habremos de utilizarlo con rapidez, como si se tratara del agua que
arrastra un torrente en su vertiginosa carrera, y que desparece tan pronto cesa el aluvión”
(248).
La vida está llena de exámenes, de oposiciones. Una competición deportiva es un buen
ejemplo de ello. ¿O es que alguien cree todavía que en el deporte lo importante es
participar? La vida no es un juego, sino algo muy serio en lo que te juegas la vida.
Pensándolo bien, la vida es algo más que deporte: es deporte de riesgo. Pero como, al
final, nuestros actos no dependen casi nunca de nosotros, sino de los azares de la vida,
incluido el bagaje con el que se te arroja a ella (familia, época, lugar, etc.: la circunstancia,
en definitiva, como decía Ortega y Gasset), resultará que tu puesto en la carrera dependerá
en gran medida de la suerte. Conclusión: la vida como casino. Se dirá que, en todo caso,
lo importante es la intención. Pero, no nos engañemos: la discusión intención-resultados
recorre toda la historia de la Ética, sin que nunca se haya llegado a solucionar. Como se
suele decir con bastante fortuna: “el infierno está lleno de buenas intenciones”, y en todo
caso, ¿cómo puedo yo saber que mi intención es buena?38 Todos estos históricos dilemas,
del que el problema intención-resultados es un buen ejemplo, no acaban de solucionarse
porque son falsos, porque están mal planteados. Porque parten de la existencia de algo así
como un yo responsable, que toma decisiones. ¿Quién sabe de dónde salen las intenciones
y los resultados? Todo influye en todo; es infantil imaginarse una serie de causas y efectos
que partan de un yo decisorio, suponiendo que exista tal cosa.
Lo que tienen en común la vida del creyente y del no creyente no es la muerte (la
muerte no existe en la vida creyente), sino el juicio, el examen, y por ende los premios y
los castigos. En el creyente, el juicio será en la otra vida, en el no creyente en esta (él se
38 Por la ley de la disonancia cognitiva de Leon Festinger sabemos perfectamente que echamos
mano de todo tipo de justificaciones (reales o imaginarias) para aparecer ante nosotros mismos
como buenos.
118
lo hará, o la sociedad, o la historia). La religión, la otra vida, se han inventado en gran
medida porque los hombres han desconfiado de que en esta el juicio sea verdaderamente
justo. Un caso sobresaliente fue Kant, quien, en su Crítica de la razón práctica, se basará
en el argumento del juicio para abrir una vía hacia la inmortalidad y Dios. Efectivamente,
lo justo es que los buenos sean premiados en esta vida; pero, como esto no sucede, debe
haber otra con su juez garante. Y ni siquiera consolaría que en el futuro se llegara en la
tierra a una utopía, a un estado de cosas en que por fin se hiciera justicia, porque ¿qué
pasaría con los muertos? El malvado ya muerto quedaría impune, sin castigo.
La reencarnación, aparte de un buen medio de legitimar el sistema de castas, también
es un método bastante ingenioso de interpretar el juicio y que no se esfume. Además, en
el mundo de la reencarnación el sentido de todo es aprender, por lo que las metáforas del
examen y de la escuela le vienen muy a cuento. En los libros en los que no hay muerte
porque hay reencarnación, a los que me referí en la Introducción, encontramos fácilmente
vocablos como “escuela, “calificaciones”, “suspenso”, “examen final”, “repetir”, “curso
siguiente”, etc. (Bethards, Fabregat). Bien es verdad que la escuela orientalista es
afectuosa y compasiva, y siempre piensa en el bien del alumno. Nieto lo destaca: en el
“Banco del karma” hay más “«deudas»” que “«haber»” (149), y el niño repetirá una y
otra vez pero no se le expulsará.
El dinero y yo
¿Has advertido qué alhaja, lector?: el Banco del Karma. En su inocencia, Nieto se
delata. No se puede expresar mejor cómo la vida bajo el imperio de la muerte se convierte
en un banco con su debe y su haber. Heidegger se refirió a la vocación como si fuera una
especie de deuda, es decir, una cuestión económica. Por lo visto, al filósofo alemán le
parecía que el Dasein es deudor por ser finito, cosa que sus sufridos intérpretes han
querido relacionar con el pecado original judaico (también lo vimos en Bauman, páginas
atrás). La realización, en cambio, es un enriquecimiento. “Enriquecimiento”: las palabras
delatan el tinglado.
Sabemos por Ariés que la idea de Juicio Final no ha sido una constante en el
cristianismo, sino que apareció ligado a la individualidad, a la Edad Moderna. Según el
historiador francés, en el siglo XII, y, además, de una forma que revela el egocentrismo
que ha tenido siempre el hombre, pues resulta que el juez era Cristo y los abogados la
119
Virgen y san Juan. ¡No tenían otra cosa mejor que hacer semejantes personajes que ser
tus abogados! Ariés destaca también cómo en el arte medieval suele aparecer un libro el
día del Juicio Final, un libro que es, a la vez, biografía y libro de cuentas a dos columnas,
a un lado el debe y a otro lado el haber. Y a este respecto es muy interesante el vínculo
que establece el historiador francés entre la aparición del capitalismo y la idea de juicio.
Baudrillard también se ha referido a este sentido económico de la muerte (168). Y, si
Bauman decía que contamos los días porque cuentan (tenemos conciencia del tiempo
porque nos aprieta, porque nos queda poco), aún se puede alargar un poco más el cuento:
contamos los días porque cuentan, y por eso hay que llevar muy bien las cuentas. Gracias
a la muerte, somos contables, administradores, tesoreros de nuestra propia vida.
La ansiedad y la muerte
No es de extrañar que este mundo del vivir desviviéndose se halle recorrido por el
fantasma de la ansiedad. Ese temor inconcreto al futuro, que no es más que el miedo al
fracaso. Lipovetsky lo ha puesto de manifiesto, destacando, asimismo, que no se
reconoce, que nadie lo reconoce, que parece obligatorio aparentar felicidad. Pero si de lo
que se trata es de ganar una medalla, preferentemente de oro (no es un buen camino hacia
la autorrealización convertirse en un médico de segunda; hay que ser de primera, como
advierte Maslow) resulta obvio que la cosa solo está al alcance de muy pocos. ¿Cómo
vamos todos a cumplir el mandamiento de la felicidad?
Todo cuanto hacemos, lo hacemos para lograr la felicidad, y, sin embargo, es este afán
de felicidad el que nos hace infelices (Ortega y Gasset, 1994, 342). Aristóteles ya lo sabía
cuándo concluía que solo Dios es feliz, porque hay condiciones necesarias de la felicidad
(que no lo son, pero sí requisitos sine qua non para alcanzarla): la libertad (es decir, no
ser esclavo39), salud, un mínimo económico, etc., que representan obstáculos solo
salvables en parte.
39 Se critica mucho, y con mucho cinismo, a la sociedad griega que fuera esclavista. Sin querer
reconocer que una ética de la autorrealización impone siempre el esclavismo. O el servilismo, o
el proletariado, o la explotación del Tercer Mundo, o la explotación de la mujer, o la explotación
de los padres. Aristóteles era perfectamente consciente de ello, y, con la sinceridad que se echa
de menos en estos tiempos, razona sobre el esclavismo en la Política: si se trata de vivir bien, hay
que tener esclavos. Pero, para que no se me interprete como contrario a los derechos humanos,
aventuraré: ¿podrían ser los robots la solución?
120
¿Pero no resultan todavía demasiado optimistas nuestros filósofos? Porque, si a los
mejores aún les queda un buen trecho, a los peores, es decir, a la mayoría, casi les queda
todo por hacer. ¡Y eso suponiendo que hayan empezado la carrera! ¡Y eso suponiendo
que sepan cuál es su vocación! Solo unos pocos privilegiados se instalan en los palacios
del destino. ¿Cuántos pintores, escritores, músicos, etc., pueden vivir de él? Según
Maslow, solo un dos por ciento consigue coronar tal cima.
¡Y eso que no hemos visto lo peor! Poniéndonos en el mejor de los casos, la realización
se quedará corta, como sostienen Aristóteles y Ortega y Gasset. Pero lo más grave del
asunto es una cosa que se sabe desde siempre: que, desde el momento mismo en que se
realiza un plan futuro, este deja de interesar. El hombre desprecia lo que tiene (o por lo
menos no lo valora lo suficiente), mientras que anhela aquello de que carece. Por tanto,
los éxitos no sirven para nada; siempre nos sabrán a poco, y pondremos nuestra atención
en lo que nos ha faltado más que en lo conseguido. Lucrecio, al ocuparse de este trance,
trae oportunamente a colación el mito griego de las Danaides, que fueron condenadas por
los dioses a llenar eternamente en el Hades un cántaro roto. “Vanidad de vanidades, todo
vanidad”, “nunca se sacia el ojo de ver ni el oído de oír”, resuenan como mazos de batán
las famosas sentencias del Eclesiastés. Pero lo raro es que no se dice (por lo menos yo no
lo he visto nunca) la razón de que pase esto, porque ¿a quién puede llenar de verdad el
ganar una competición (que no sea un hooligan, se entiende)?
Más atrás tuvimos oportunidad de ver cómo la ilusión (trishná) era la causa de la
desilusión (dukha). Cuando Sidarta Gautama se refería a trishná debía pensar en los
planes futuros, en las ilusiones; como don Quijote cuando espera realizar grandes
hazañas. Pues bien, la avidez (lobha) sería la exageración de trishná, el ansia de vivir. No
puede haber, por tanto, tipo de vida más diferente a este de las Cuatro verdades nobles
que el que se desarrolla en Occidente. La ideología de la autorrealización nos lleva de
cabeza a dukha.
Pero se me permitirá dar otra vuelta de tuerca a la cuestión de la ansiedad. Hasta aquí
hemos visto que la insatisfacción llega por dos razones: porque es imposible realizar el
deseo completamente, y porque en el fondo da igual, ya que, con éxito o sin éxito, vamos
a sentirnos insatisfechos, lo que demuestra lo poco que nos importaba su realización. Pues
bien, quisiera añadir otro motivo del desencanto, si, como ocurre, la realización de
cualquier proyecto es, como dice García Calvo, hacer lo que ya está hecho. Por ejemplo,
cuando un arquitecto hace los planos de una casa, es como si ya estuviera hecha la casa,
y el único interés que quedara fuera la comprobación de si al final los ladrillos se ajustan
121
al plano. Igualmente ocurre con unas vacaciones planeadas: ¿qué otro interés puede
quedar que el de comprobar si la realidad del viaje se ha ajustado al plan? Se dirá que
siempre puede ocurrir algo imprevisto, no planeado. Y es cierto. Es más, no es que pueda,
es que siempre ocurre algo no planificado. Pero obsérvese lo absurdo que sería planificar
un viaje o la construcción de una casa para ver si por el camino pudiera surgir algo
sorprendente. Y si lo que de verdad importa, lo valioso, es lo nuevo, lo imprevisto,
entonces ya no hay plan que valga, ni realización.
Somos ansiedad, porque la ansiedad es el miedo a la no realización. Es natural que
enfermedades de este tipo (posmodernas) hayan aparecido en el siglo XX y en Occidente.
En otros mundos menos desarrollados que el nuestro las gentes tienen otros problemas
más urgentes que el de llegar a ser lo que son, según la fórmula de Píndaro40. En este lado
del mundo, sin embargo, es imposible escapar a ella. Por eso no tienen sentido las famosas
“escapadas”; el “cambiar de aires”, como dicen; la huida. La famosa frase de Horacio ya
sentenció sobre ello: post equitem sedt atra cura: la angustia va siempre tras ellos a la
grupa del caballo.
La vida es prisa, aprendíamos de Ortega y Gasset. Pero en otro lugar, donde ya no se
nos muestra tan heideggeriano, podemos encontrar que “prisa la tiene sólo el enfermo y
el ambicioso” (1983, VII, 408). No puedo entender cómo algunos contemplan con
delectación esta prisa, esta urgencia febril. Prefiero a Lin-chi, quien endosaba a sus
discípulos que ni existe Buda, ni camino espiritual, ni realización, y que, por tanto, para
qué tanta ansiedad.
Dignidad y seriedad
Ya hemos visto cómo Ziegler se refería a la dignidad que la muerte concede a la vida.
Según ello, los animales no tienen dignidad. Ni tampoco seriedad, que siempre ha sido su
pareja. Escribe Savater en Las preguntas de la vida que “es la conciencia de la muerte la
que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno” (2010, 29). Por mi parte, me
40 “Llega a ser el que eres”. Píndaro, poeta griego del siglo V, se dedicaba mayormente a ensalzar a los
ganadores de los Juegos Olímpicos, que eran gente de la nobleza. La frase quería decir algo así como:
demuestra que tienes sangre azul. Hoy día, como ya todos pertenecemos a la nobleza (“porque te lo
mereces”, reza el anuncio), la frase se ha democratizado del todo y se halla por doquier. Ortega y Gasset la
utilizó mucho. También Maslow (1991). Los Juegos Olímpicos, que nacieron con un carácter sagrado
(¿pues no eran los ganadores en ellos, los nobles, descendientes de los dioses?), lo siguen conservando
(¿pues no son los ganadores actuales descendientes del dinero?).
122
habrán de perdonar estos autores tan serios que su seriedad me parezca más bien siniestra.
No, la partida definitiva no torna la vida seria, lo que la torna es siniestra. La convierte en
el pasillo de la muerte. Y nosotros allí esperando… Y, ¡encima!, preocupados, esforzados,
y evaluándonos. ¡Y a esto lo llaman dignidad! ¡Y esto, dicen, es lo que da valor a la vida,
como Bauman (2001, 267)! Los animales, claro está, no son serios, ni dignos, ni su vida
tiene valor. Les roban la seriedad, y hasta la risa (¡hasta dónde las ideas pueden modular
la percepción de la realidad, cuando teníamos a los chimpancés delante!). Así, como no
son dignos, ¡que sean nuestros esclavos! Del hombre, que posee esa “solemnidad y
gravedad especiales”, esa “densidad y trascendencia” (Fernández del Riesgo, 266), que
le da la muerte. Del hombre “corona de la naturaleza”, como en santo Tomás y la
escolástica oficial (y esto no es soberbia).
La inútil pretensión de rebañar poder a la muerte
Da que pensar si detrás de este cúmulo de monstruosidades no habrá una creencia en
la otra vida, es decir, si es posible delirar de esta manera sin creer en un más allá que
compense. Sin embargo, vemos que tal fenomenología de la muerte es propia tanto de
creyentes como de no creyentes (Ziegler, Savater, etc.). Además, como ya he dicho, dudo
mucho que en pleno siglo XXI, en nuestro mundo superdesarrollado, pueda haber
creyentes (de verdad). Sin olvidar que estos autores lo único que hacen es explicitar la
filosofía corriente del hombre común (no sé qué otra cosa podrían hacer los filósofos).
De modo que, no solo es posible tragarse la paranoia de que la muerte nos persigue, sino
que es más bien lo más común. Como se atreve a decir Fromm en Psicoanálisis de la
sociedad contemporánea: todos estamos locos, y lo único que diferencia a los llamados
cuerdos de los llamados locos es que estos segundos lo están más. Por tanto, es inútil
salirse de este esquema ni siquiera mínimamente, como parece han intentado hacer
algunos escritores. Mientras haya muerte, somos de ella, y será inútil rebajar su poder.
Aquí no valen medianías y actitudes contemporizadoras, como las de Ortega y Gasset,
Sádaba y Subirats.
Ortega y Gasset tomó de Heidegger la fenomenología de la vida humana, pero
pretendiendo dejar de lado a la muerte, prescindir de ella. Incluso se burló de la
truculencia heideggeriana sacando a relucir los versos de Espronceda:
123
Me gusta un cementerio
de muertos bien relleno,
manando sangre y cieno
que impida respirar;
y allí un sepulturero
de tétrica mirada
con mano despiadada
los cráneos machacar.
Pero, aunque tenía muchos motivos para burlarse de Heidegger, me da la impresión
de que en este punto no tenía razón. Porque es un error afirmar, como hace el filósofo
madrileño, que la realidad radical, es decir, el hecho primigenio con el que comienza todo,
sea que el hombre tenga que hacerse a sí mismo. Según nuestro filósofo, porque, aunque
dijéramos otra cosa, o lo contrario, sería también para hacernos a nosotros mismos. No.
Ese tener que hacerse es secundario con respecto a la muerte (o, por lo menos,
simultáneo). Si el hombre no supiera de su muerte, nunca se le ocurriría tener que hacerse,
sino que se dejaría llevar. La muerte es lo primero. No se puede prescindir de ella, como
hace Ortega y Gasset en su filosofía, a diferencia de su querido maestro Unamuno. Ortega
y Gasset criticó a Descartes que comenzara su filosofía con el pensamiento (pienso, luego
existo), en lugar de por la vida (pienso porque vivo); pero hay que escarbar todavía más:
vivo porque muero.
No se puede prescindir de ella, y tampoco aminorar su peso, robarle poder, como
pretenden Javier Sádaba y Eduardo Subirats. ¿Cómo se va a rebañar poder o peso a la
muerte si incluso tal pretensión sería una consecuencia de la propia muerte? Se agradece
a estos autores que sean un poco menos sombríos de lo normal, pero me temo que esta es
una cuestión de todo o nada. Mientras haya muerte, la pretensión de rebañarle algo, no
dejará de ser mera “pose” (como decíamos de los creyentes), y su presencia anulará, como
vio bien Unamuno, cualquier goce. O Canetti: “Mientras exista la muerte, nada hermoso
será hermoso y nada bueno, bueno” (2012, 300).
3. LA NO MORTALIDAD
124
Hay tres posibilidades: saberse mortal; saberse inmortal, y no saberse mortal ni
inmortal, como los animales. Pues bien, las dos primeras posibilidades han sido
contempladas y exploradas por los eruditos en la materia, la tercera no. La primera hasta
la saciedad, la segunda levemente, la tercera ni por asomo.
Ya hemos visto las dos primeras. A la segunda nos referimos como objeción al tópico
de que nadie se quiere morir. Entonces presentamos el imaginario de una serie de autores
que, siguiendo a Simmel y a Borges, concluían que era mejor morirse que no morirse. Por
supuesto, no sé si tales elucubraciones tienen razón, ni creo que pueda saberse nunca.
Pero, ante tales inventos, yo planto mi derecho a imaginarme e inventarme cómo sería
una vida sin muerte, sin conocimiento de la muerte, como la de los animales. El que la
crítica de la muerte no se haya planteado tal posibilidad, el que no aparezca en la
bibliografía, pienso que es mala señal. ¿Mala fe? Obsérvese que Savater escribe: “los
niños se creen inmortales” (2010, 28). ¿Por qué dice que los niños se creen inmortales?
Esto no es verdad. Los niños ni se creen inmortales ni se creen mortales, los niños
simplemente no piensan en la muerte. ¿No pensar en la muerte es creerse inmortal? Los
niños son en este punto como los animales; tampoco los animales piensan en la muerte
(ni en otras muchas cosas, afortunadamente). Los animales desconocen su muerte, pero
no porque sean unos ignorantes, sino porque no tienen “su”.
La animalidad, el nirvana
De modo que, imaginando cómo podría ser una vida como la de los animales, es decir,
sin tener que realizarse, como dice Thielicke (28); una vida sin tiempo, yo, libertad,
preocupación, realización, seriedad, prisa, competición, juicio, fracaso, ansiedad,
infelicidad. No sé, yo debo ser muy raro, pero en principio me parecería maravillosa. ¿No
nos recuerda las experiencias cumbre de Maslow?
Creo que podría transformarme y vivir con los animales.
¡Son tan apacibles y dueños de sí mismos!
Me paro a contemplarlos durante tiempo y más tiempo.
No sudan ni se quejan de su suerte,
no se pasan la noche en vela, llorando por sus pecados,
no me fastidian hablando de sus deberes para con Dios.
125
Ninguno está insatisfecho, a ninguno le enloquece la manía de
poseer cosas.
Ninguno se arrodilla ante otro, ni ante los congéneres que
vivieron hace miles de años.
Ninguno es respetable ni desgraciado en todo el ancho mundo.
Este poema de Walt Whitman lo inserta Bertrand Russell en su libro La conquista de
la felicidad. Pudiera servir, salvo la expresión “dueños de sí mismos”, más que nada
porque Whitman se contradice, ya que más adelante escribe que a “ninguno lo enloquece
la manía de poseer cosas”. Si a ninguno lo enloquece la manía de poseer cosas, menos lo
enloquecerá la manía de poseerse a sí mismo. Muchos piensan que los animales son
realmente felices. Como Ortega y Gasset, comprobamos más arriba. A quien no gustara
la expresión “felicidad” referida a los animales, porque juzgara que tales “bestias” son
incapaces de acceder a un sentimiento tan profundo, quizás también le desagradara el
final de la “Noche oscura” de san Juan de la Cruz:
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Aquí tenemos una experiencia de felicidad que cumple todos los requisitos negativos
a los que me he referido antes: olvido del yo, cese del tiempo, del cuidado… Y que tanto
recuerda al nirvana budista, la liberación (mutti), que es un abandonarse.
Hay un artículo de Victor H. Palacios Cruz, “La conciencia de la muerte como
conciencia de la vida”, que es una verdadera joya de cara a entender contra qué está este
libro. El autor hace una completísima fenomenología existencialista de la muerte, de
modo que podíamos ir punto por punto oponiéndole nuestro parecer.
A Palacios le parece un horror una vida sin futuro ni pasado. Pues bien, aquí pensamos
lo contrario, y proponemos vivir ahora, pues, como dice Alan Watts, el escritor americano
y difusor del zen, quien vive en el futuro, no vive, ya que solo hay presente (153). El
futuro solo sirve para preocuparse, y el pasado para sentirse culpable (Nhat, 111).
126
A Palacios también le parece un horror que no haya yo, propietario. Pues ¡eso es!:
vivir de manera impersonal:
La conducta del budista zen es absolutamente impersonal […] Se regocija y se aflige
como si no fuese “él” quien se regocija y se aflige. Le sucede lo mismo que experimentó
con la respiración: no es “él” quien respira, como si la respiración dependiese de él y de su
consentimiento, sino que “es respirado” y sólo es a lo sumo el espectador consciente de su
respiración (Herrigel, 107-108).
Lamentablemente, en el filósofo alemán convertido al zen, Eugen Herrigel, se puede
advertir la típica vacilación budista que en tantos otros autores se aprecia, y a la que ya
nos hemos referido en otras ocasiones. Se lo perdonaremos, porque ya estamos
acostumbrados, y porque nos sentimos encantados con esta parte de Contra la muerte.
Solo diremos que una cosa es negar el yo, y otra, muy distinta, afirmar una realidad
superior con la que se identificaría uno. Una negación no implica en manera alguna una
afirmación ulterior. Si no hay yo, ¿qué hay? Respuesta: no se sabe.
“El morir nos hace libres” (168). ¡Menuda frase la de Palacios! Opongámosle aquella
otra de Seng-ts’an de más arriba: “El Tao perfecto carece de dificultad, salvo que evita el
elegir” (Watts, 115).
Contra la preocupación, no se puede uno expresar mejor que como Tilopa, hindú del
siglo XI, citado por Alan Watts:
Nada de pensamiento, nada de reflexión, nada de análisis,
nada de cultivarse, nada de intención:
deja que ser resuelva solo (104).
Sin realización. Como el Tao, que produce el mundo por wu-wei (wu: no, wei: acción),
esto es, espontáneamente, inconscientemente, sin plan. Lo cual no significa
desordenadamente, sino más bien en el sentido de lo que el Tao llama “te”, esto es, la
eficacia del virtuoso. Como cuando el pianista toca automáticamente, sin pensar. Como
cuando al hablar empleamos la gramática, amigo lector.
A la dignidad le vamos a oponer el sadomasoquismo de Marcuse.
Con respecto a la prisa, es sabido que las cosas con prisa no salen bien.
127
Con respecto a la competición, Palacios pone un ejemplo que nos va a ser muy útil: el
del partido de fútbol. En efecto, si no finalizara, si durara eternamente, las jugadas serían
banales y aburridas, como dice nuestro crítico. Pero, ¿ves, lector, cómo no encuentra otra
alternativa a la mortalidad que no sea la inmortalidad? Ni tampoco otra alternativa a la
desesperación y al aburrimiento: “un partido de fútbol se hará terriblemente aburrido si
los jugadores dispusieran de todo el tiempo para jugarlo y no únicamente de noventa
desesperantes minutos” (167). ¿Pero es que no hay alternativa a la banalización y la
desesperación? ¡Pero en qué mundo vivimos! Palacios de niño no debió jugar a la pelota
con otros niños en las eras, y no supo ver que los partidos no eran ni aburridos ni
desesperantes; ni eran infinitos ni tenían duración fija. Es lo que ocurre cuando se juega
por jugar. ¿Tan raro es jugar por jugar?
Juicio, éxito, fracaso. Como dice Buda en el Sutra del Diamante: “Del completo e
insuperable despertar no saqué absolutamente nada, y por esta misma razón se lo llama
«completo e insuperable despertar»” (Watts, 155).
A continuación, las patologías. Palacios utiliza los términos: “tensión”,
“desesperación” y “ansiedad”. ¡Y lo más curioso es que lo hace de manera laudatoria.
¿Realmente es consciente de lo que está diciendo?
Palacios reconoce incluso que una vida así es necesariamente infeliz:
¿sadomasoquismo?
Finalmente, hay en este autor una cosa que no he visto en los demás, y es que este
panorama es nada menos que bello. La muerte embellece la vida (167), escribe. No, si al
final voy a tener razón en que es una cuestión de enamoramiento, y en que en realidad
estos autores son una especie de “novios de la muerte”.
131
Hasta ahora, la solución de la contradicción yo-no yo, productora de angustia, se ha
centrado en el yo, ha tomado partido por él, a través, bien de un alargamiento de este,
como en las fantasías religiosas y científicas, bien de una dilatación del mismo. Sin
embargo, hemos constatado que con poca fortuna: los tiempos que corren no están para
fantasías religiosas, las científicas no parecen muy convincentes, y, con respecto al ¡vivir
que son dos días! … no dejan de ser dos días.
No se ha ensayado, sin embargo, el procedimiento contrario de tomar partido por el
no yo. En efecto, si se anula este (el yo), desaparece la contradicción. La filosofía oriental
suprime el yo disolviéndolo en otra especie de Yo superior que tampoco acaba de
convencer. ¿Es que no se puede liquidar el yo sin más? No es ninguna extravagancia:
como veremos, la neurociencia actual se está decantando por la inexistencia del individuo.
Es cierto que tal fórmula sería recusada rápidamente por los defensores de la persona,
tachándola de estética y poco real. Posiblemente con razón. La educación nos ha
conformado tan poderosamente en la creencia de que somos y de que actuamos, que
resulta ilusorio pensar que seremos capaces de escapar ni por un momento de la caverna
de Platón. De cualquier forma, ¡qué vamos a hacer! ¡No podemos quedarnos de brazos
cruzados! Quizás sea posible, sacar, si no los dos, al menos un pie de ella (o por lo menos
la punta del pie).
Estamos tan apegados al yo (toda la vida paseándonos con él), que resulta y resultará
difícil convencernos del todo de que no lo hay. Pero tampoco nos creemos enteramente
que lo haya, puesto que aceptamos la muerte, su desaparición. La angustia, recordemos,
se debía a que ni podemos creer que lo haya ni que no lo haya. ¡Este es el callejón sin
salida! Porque sé que, si soy, entonces no puedo morir. Pero, a la vez, deduzco de la
muerte que no soy. Nuestro problema es que vivimos la contradicción como verdadera;
hay angustia porque nos creemos que de verdad somos y no somos. No nos damos cuenta
de que tal cosa no puede ser, de que la verdad no puede ser contradictoria. P y no p no es
verdad. Este trabajo está dirigido a demostrar que no hay muerte, que no hay yo que pueda
morir.
132
Los lagrimosos
Pero hay que demostrarlo. No vale lamentarse de que nos tengamos que morir, que es
a lo que se reduce la obra de Elias Canetti. Autor que no merece ser llamado “enemigo
de la muerte” sin haber batallado con ella. Canetti es decepcionante. Pese a presumir de
haber dedicado su vida a luchar contra la muerte, pese a que el Libro de los muertos fue,
confesaba, la obra por la que había vivido, no podemos entresacar de Canetti más que: 1)
la osadía de tener la muerte presente sin consuelo alguno religioso, 2) odio a la muerte, y
3) difusión de que es falsa (“lo más falso, la muerte” (2010, 132)), sin añadir por qué.
Además, da la impresión de que nuestro autor se inclina por la inmortalidad, si nos
confiesa que su meta es conseguirla para los hombres. ¡Pues que se lo diga a Borges!
Canetti es como Unamuno: no hacen sino revolotear alrededor de la muerte, deplorándola
y sin darle verdadera guerra. Tienen de bueno y de agradecer, es cierto, el contraste con
los infinitos “amigos de la muerte”, alabadores, admiradores, adoradores existencialistas,
existencial-católicos y demás enjambre; pero no es suficiente.
Los medrosos
Y no solo hay que demostrarlo, sino también tomarse en serio la demostración. El libro
de Vladimir Jankélévitch (de origen judío y ruso, aunque de formación francesa), La
muerte, de 1966, probablemente sea lo mejor que se ha escrito sobre este tema (al menos
en su parcela negativa, de crítica de ciertos tópicos sobre la muerte). La obra abunda en
demostraciones de lo disparatado de la nihilización, y, sin embargo, de manera
desilusionante, al final acaba abrazándola con la argucia del salto al límite. Jankélévitch
es perfectamente consciente del cuento que es la muerte: su sinrazón, sin sentido, carácter
contradictorio, milagroso, misterioso, mágico, sobrenatural, sofístico, extraño, chocante,
fingido. Pues bien, después de páginas y páginas (más de cuatrocientas) en este tono, de
pronto, en unas pocas, y sin venir a cuento, despacha el asunto mediante un truco (¡y eso
que ha estado todo el libro denunciando infatigablemente el embeleco de la muerte!).
Porque, ¿no es el salto al límite un truco de prestidigitación? Pronto lo veremos. Pero que
lo formulen serios y sesudos matemáticos no lo vuelve menos ardid que si lo propusieran
magos con cucurucho bordado con estrellas de plata. La sensación que queda después de
133
leer a Jankélévitch es la de haber mareado la perdiz durante pliegos y pliegos. Dicho sea
de paso, la misma que queda después de haber leído a Canetti. La de haber asistido a un
ejercicio literario. Y todavía peor, cuando intuyes el sentido de este trabajo, que de lo que
se trataba en el fondo era de mostrar lo absurdo de la muerte para así poder decantarse
por el absurdo de la inmortalidad. Puestos a elegir entre dos absurdos, mejor inclinarse
por el que más nos interesa. ¡La apuesta pascaliana en el fondo!
Fink es otro autor de este estilo. ¡Cuán literariamente describe la sinrazón de la
muerte!: “es un problema excitante y atormentador para la razón humana, qué y cómo en
general aquello a lo que se atribuía «ser» pueda dejar de ser y disolverse en la nada” (102).
Pero no da el paso, no lo da. La diferencia entre este libro y estos autores está en que
nosotros sí lo damos, y decimos no a la muerte, sin componendas que valgan, porque no
somos mercenarios a sueldo de la inmortalidad.
1. LA MUERTE INCOGNOSCIBLE
Si no fuera tan tremebunda la cuestión, escribiría que resulta curioso, pero al ser tan
fiera, pasaré a calificar de patético el hecho (esto sí que es un hecho) de que todo el mundo
admita que se tiene que morir, sin que se sepa de dónde haya podido salir tal saber.
Porque, desde luego, no es fruto de una percepción, ni hay tras él una imagen, ni tampoco
es la conclusión de un razonamiento.
¿Será una creencia, una fe? Porque es lo único que nos queda.
La muerte inobservable
Comencemos por la percepción. ¿Se percibe la muerte? Me refiero a si se conoce con
los sentidos (vista, oído). Para responder a esta pregunta, debemos distinguir, claro está,
entre la muerte propia y la ajena. Nuestra propia muerte es claro que los vivos no la hemos
visto, y, si pensamos que vamos a fallecer, será porque hemos advertido cómo se mueren
los otros, cómo se van muriendo, cómo no va quedando ni uno. No obstante, podemos
preguntar si la veremos, si percibiremos nuestra propia muerte. Y aquí parece que hay
unanimidad (¡otra unanimidad!) entre los diferentes autores en que no, en que solo es
perceptible la muerte de los demás. Por ejemplo, Ludwig Feuerbach, filósofo hegeliano
134
alemán, quien escribe: “la muerte es sólo muerte para los que viven, no para los que
mueren” (229).
Por mi parte, pienso que con respecto a la percepción de la propia muerte, sería
conveniente introducir otra distinción aún más sutil: la de percibirse muriéndose y la de
percibirse muerto. Que, según parece, tiene exceso de sutilidad, porque lo de percibirse
muerto es pedir demasiado. Pero ¿no es un dislate también percibirse muriéndose? Se
suele denominar “morirse” (“se está muriendo”) al momento de la agonía, que puede ser
más o menos largo; pero es, evidentemente, una manera de hablar, puesto que, mientras
que uno se está muriendo, en el sentido de agonizando, todavía está vivo. Morirse será en
todo caso el paso, el salto de la vida a la muerte, y, como en ese instante, no se puede
estar solo vivo (no sería paso), ni solo muerto (no sería salto), no quedan más alternativas
sino: 1) estar vivo y muerto a la vez, y no estar ni vivo ni muerto al mismo tiempo. En
este último caso es obvio que no hay percepción que valga; solo es factible percibir la
muerte en el momento en que estás juntamente vivo y muerto. Sin embargo, es fácil ver
que no se puede estar vivo y muerto a la vez. Luego no hay percepción de la muerte.
Las llamadas “experiencias cercanas a la muerte” (ECM), que tanto se han puesto de
moda últimamente, a raíz del libro de Moody, del que ya hemos hablado, son, como su
propio nombre indica, experiencias “cercanas” a la muerte, no experiencias de muerte.
Supongamos que tenga fundamento todo eso del túnel, la luz y el reencuentro con los
familiares muertos. Supongámoslo. Pero para pensar a continuación que los sujetos de la
ECM no son resucitados, y que, como no han estado muertos, no han percibido la muerte,
su muerte.
Si la muerte es perceptible (que es lo que estamos considerando), tendrá, por tanto,
que ser la ajena. En la actualidad es bastante difícil ver un muerto (ni siquiera un animal
muerto). Mucha gente tiene que esperar hasta edades avanzadas para poder avistar tal
cosa. A los niños se los mantiene alejados (protegidos) de sucesos tan aparatosos, y la
sociedad, en la medida que puede, corre un tupido velo sobre la muerte. Me refiero a los
muertos “de verdad”, esto es, “normales”, no a ese bombardeo de muertos espectaculares
con que nos regalan los medios de comunicación. Pues, como dice, Baudrillard:
“Nosotros ya no tenemos la experiencia de la muerte de los demás. La experiencia
espectacular y televisada no tiene nada que ver con ella” (215).
Es naturalmente exagerado, porque, aunque la experiencia de la muerte (de los demás)
hoy día sea incomparablemente menor que en otras épocas, el que más y el que menos ha
visto o verá pronto algún muerto (y quizás alguna muerte). ¿Pero puede hablarse así? ¿De
135
verdad se puede ver un muerto, una muerte? Debemos fijarnos en que lo que veo morir o
muerto es un cuerpo, esto es, un cuerpo morir o un cuerpo muerto. ¿Y eso es la muerte
de una persona, una persona muerta? Parece difícil que podamos ver morir a una persona
o una persona muerta, cuando nos es imposible ver a una persona, ni siquiera viva. No, la
persona no es perceptible (es invisible, como vimos a propósito de Aristóteles), solo son
perceptibles sus propiedades: color, altura, voz, etc. Lo que va a venir bien a algunos,
como Max Scheler, para atrincherarse en la defensa de la inmortalidad, puesto que, como
argumenta: que no podamos ver al muerto no implica que haya desaparecido si no era
perceptible en vida.
La conclusión de todo esto es que ni se percibe la muerte propia (morirse uno, estar
muerto uno), ni se percibe la muerte de los demás (morirse los demás, estar muertos los
demás). De que Juan no se mueva, o de que no tenga pulso, o de que tenga el
encefalograma plano, deduzco que ha muerto, o la aniquilación de su yo. “No me habla”,
luego “no hay quien hable”, razono. Y, con respecto a la muerte propia, serían dos las
deducciones. A la deducción de que todos hasta ahora han muerto (Juan, todos los Juanes,
y, de paso, todos los seres), añado la deducción de que yo también moriré. Deducción
que, por cierto, no deja de ser probable (aunque sea bastante probable). Pero que no es
una percepción, sino un razonamiento. Razonamiento que se basa en dos premisas: una
de la que no hay la más mínima prueba: que hay yo, yos; otra, francamente absurda: que
un yo no es un yo (pues, si fuera un yo, enteramente duro, redondo, no dejaría de serlo).
Está claro que la idea de muerte como aniquilación es una creencia tomada de la sociedad.
No tiene razón Voltaire cuando escribe en su Diccionario filosófico (artículo “Hombre”)
que sabemos por experiencia que vamos a morir, y que en una isla desierta no lo
sabríamos. No, porque tampoco lo sabríamos en este continente tan habitado si no nos lo
hubieran dicho. Lo sabes porque te lo dicen. ¿Quién te lo dice? La sociedad, la cultura.
El problema es el de averiguar cómo la sociedad lo ha podido saber, si el individuo no lo
puede percibir.
Quizás por alguna extraña intuición no sensible. La percepción sensible es el modo de
intuición, es decir de conocimiento directo, al que los autores suelen referirse. No
obstante, algunos, sobre todo de la escuela fenomenológica, admiten la existencia de un
conocimiento directo (esto es, no representativo como cuando se trata de una imagen o
concepto) no sensible, sino de algún modo intelectual. Uno de estos autores es Max
Scheler, quien sostiene que hay una intuición de la muerte; que es evidente que intuimos
la vida circunscrita por ella, y que es una cosa que vamos teniendo más claro conforme
136
el pasado va robando terreno a nuestras vidas. Pero hay que decir en su contra que, si de
verdad fuera una intuición, resultaría chocante que tan poca gente la tenga. Jankélévitch
confiesa que no la tiene: “no hay intuición de la muerte” (331). Y aunque Scheler matiza
que tal intuición tiene resplandores y nublados según las épocas históricas, y que a
nosotros nos ha tocado una época más bien deslucida, lo cierto es que la afirmación de
nuestro autor necesariamente tiene que venir acompañada de la sospecha que nos produce
la fenomenología en general, que es el dar gato por liebre, el hacer pasar todo tipo de
creencias interesadas por intuiciones preclaras. Claro que pensamos que nos vamos a
morir, pero no porque lo intuyamos, sino porque lo creemos, y lo creemos porque lo
hemos aprendido. Hoy día es muy difícil admitir que haya intuiciones (sensibles o no
sensibles) puras, no contaminadas por las ideas, creencias, intereses, deseos, etc.
La muerte inimaginable
Si la muerte no es una percepción, ¿será entonces una imagen? No, tampoco. La
imaginación está montada sobre la percepción. La psicología (y el sentido común)
siempre nos ha dicho que no podemos imaginar nada que no hayamos visto. Lo que hace
la imaginación, es reproducir o transformar la percepción. En este último caso,
agrandándola, disminuyéndola o recombinando sus elementos. Si me imagino cómo será
el mundo sin mí, aparte de ser una cosa absurda (¿un mundo sin mí en el que yo fuera el
protagonista?), poco podré añadir a lo que es conmigo dentro. En el Cuento de Navidad
de Dickens, el miserable Scrooge, de la mano del Fantasma de la Navidad del Futuro,
repasa los acontecimientos que sobrevendrán a su muerte, y podemos comprobar cómo
no son sino una construcción imaginativa a partir de elementos que percibió en vida.
Además, eso no es imaginar la muerte; eso es imaginar el mundo sin mí, que es cosa bien
distinta.
Pero a veces hay que hacer el esfuerzo de imaginar lo inimaginable. Estoy pensando
en la película La historia interminable en la que hay que representar la nada de alguna
manera. Si en el libro no hay ningún problema, pues basta con la palabra, otra cosa es
desplegarla de forma audiovisual. ¿Cómo ponerle cara a la nada? La película opta por una
tormenta, solución no muy afortunada, pero probablemente no peor que cualquier otra.
Igual ocurre con la muerte. Según Lonetto y Templer, en nuestra cultura han sido
símbolos de la muerte el dormir, el as de espadas, un cisne negro, una calavera, la hoz, la
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guadaña, una mano negra con el pulgar apuntando hacia abajo, una columna rota, una
urna, un cofre, un buitre, una bandera a media asta, una corona de laurel, un sauce llorón,
una rama dorada, una flor marchita, un banco vacío y un reloj de arena.
También se ha imaginado como cruzar un río. En la mitología griega se trataba del río
Estigia (río del odio), límite entre la tierra y el Hades, donde Caronte, el barquero de
Hades, por una pequeña moneda trasladaba las almas de una orilla a otra. El símbolo
más popular ha sido, sin embargo, la personificación, la antropomorfización (a partir del
siglo XV, el esqueleto con hábito franciscano y una guadaña).
En la mitología griega las Moiras: Cloto, Láquesis y Átropos, representaban el destino.
Su equivalente romano eran las Parcas: Nona, Décima y Morta. Se trataba de tres
hermanas hilanderas, de diferentes edades: joven, de mediana edad y anciana, que
personificaban el nacimiento, la vida y la muerte. Cloto-Nona hilaba con su rueca,
Láquesis-Décima medía la longitud del hilo y Átropos-Morta cortaba el hilo con unas
tijeras. Hilaban lana blanca, y entremezclaban hilos de oro y de lana negra, que
significaban los momentos dichosos y tristes en la vida de las personas. De Morta deriva
mors: muerte. Las tres hermanas tenían su equivalente en la cultura nórdica en las
Normas. Pero es curioso que, al menos en la clásica, el destino tuviera mayor poder que
el resto de los dioses. Cuenta el historiador griego Heródoto que, cuando Creso, rey de
Lidia, se quejó en Delfos de que, por culpa de un oráculo ambiguo de Apolo41, fuera
destruido su imperio, la Pitia le contestó que era su destino, y que los dioses no podían
hacer nada contra los hados. Ni siquiera, según Homero, Zeus pudo librar a su hijo
Sarpedón de la muerte que le infligió Patroclo en la guerra de Troya. Aunque algunas
veces los dioses se las apañaban para burlar al destino, como cuando Apolo emborrachó
a las Moiras, consiguiendo librar de la muerte a su amigo Admeto. Por cierto, lo consiguió
a cambio de que un sustituto muriera por él, y este fue su mujer Alcestis. Pero Heracles
luchó con Tánatos en el Hades, lo venció y liberó a Alcestis. Como se ve, todo tiene
solución, incluso la muerte. Hay que distinguir entre Tánatos y Átropos-Morta, pues una
cosa es la muerte y otra el destino de los mortales. También llama la atención que en el
41 Es famoso este oráculo. Creso quería conquistar el imperio persa, y preguntó qué tal le iría (los
griegos no hacían prácticamente nada importante sin consultar a los oráculos, especialmente al de
Delfos). La respuesta fue: si cruzas el río Halis (el que separaba Lidia de Persia), destruirás un
gran imperio. Creso lo cruzó, y efectivamente destruyó un gran imperio: el suyo. Este rey lidio
fue un gran benefactor del templo de Apolo de Delfos, por lo que no podía comprender como el
dios había sido tan injusto con él.
138
caso de las Moiras se trate de divinidades femeninas, aunque parece que Tánatos es
masculino.
En el caso de la Santa Muerte (por otros nombres la “Niña Blanca” y la narcosanta)
también su aspecto es femenino. Su origen es precolombino, y dispone de un culto (sobre
todo en México) de origen popular, ligado a la pobreza y al narcotráfico, pero que se va
extendiendo a otras capas de la sociedad y a Estados Unidos. Se le representa como el
esqueleto típico, aunque viste de diferentes formas (como la Virgen católica, con ropaje
étnico, hábito, etc.). Su atractivo reside en que no discrimina, en que a todos iguala (“La
segadora segura”, como reza el subtítulo del libro de Andrew Chesnut sobre la Santa
Muerte) en una sociedad tan jerarquizada como la latinoamericana.
En el judaísmo y el islam hay un ángel de la muerte, aunque no se trata de la misma
muerte, sino de una especie de ayudante en el trance.
La muerte ininteligible
A veces pienso que esto que escribo es tan trivial que no merece la pena seguir con
ello. Y, sin embargo, las masas humanas (y los autores eruditos) siguen avanzando por la
senda de la muerte, ajenos a la trivialidad de su absurdo. ¿Es inteligible que uno deje de
ser, justo uno que es? Esto con respecto al morir. Y con respecto al estar muerto, ¿tiene
sentido que uno esté muerto? Pero, ¿quién es el extinto si ya ha muerto? El contenido de
la idea de la muerte “no es sino lo impensable” (Morin, 32).
No es cierto que la muerte esté demostrada, no se puede demostrar lo absurdo. Según
Savater, los argumentos a favor de la mortalidad son contundentes e incontrovertibles. Y
yo, sorprendido, replico: ¿dónde están, no digo ya los contundentes e incontrovertibles,
sino los mismos argumentos? ¿No quedamos en que ni se percibe la muerte ni somos
capaces de imaginarla, pensarla, etc.? En su batalla razón-corazón, Unamuno también
deja caer la muerte del lado de la razón, para lo cual abunda en que la conciencia depende
del cuerpo, como se puede comprobar en el hecho de que se pierda durante el sueño y los
desmayos, lo cual conlleva, dice, a conjeturar racionalmente que al morir el cuerpo, ya
no hay conciencia. Bien; pero yo veo que esto son hechos, no razones. ¿Qué es una
conjetura racional? En Platón, la conjetura es el nivel más bajo de conocimiento, nada
menos que la sombra de una sombra (como si los esclavos de la caverna conjeturaran
sobre las sombras). ¿Cómo vamos a hacer depender algo tan importante como la muerte
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de una conjetura? Además, ¿qué fuerza pueden tener los hechos y las conjeturas contra la
irracionalidad del paso del yo al no yo, con la ininteligibilidad del cambio? Una cosa es
que se prefieran los hechos (que, como ya hemos dicho tantas veces, no son hechos, sino
interpretación ideológica de los hechos) y las conjeturas a la razón, cosa poco plausible,
pero que podría pasar, y otra, bien distinta, es que se quieran hacer pasar los hechos y las
conjeturas por razones.
La muerte es una gran mentira (“lo más falso”), como descubría Canetti más arriba,
aunque podía haber añadido por qué. Un sofisma, como reconocía Jankélévitch también
más arriba, aunque, según parece, pronto lo olvidara. La muerte es imposible porque es
un cambio sustancial (según la terminología aristotélica), una aniquilación. Y la
aniquilación es inadmisible porque es el paso del ser al no ser. Como escribe Shunryu
Suzuki42: “algo que existe no puede ser inexistente. Eso es magia” (68). Creo que hay un
equívoco cuando se dice que la muerte es el no ser, la nada (como podemos ver, por
ejemplo, en Sádaba). No, la muerte no es el no ser, la muerte es el paso, el cambio, el
tránsito del ser al no ser. De ser Juan a no ser Juan. Porque no tiene sentido decir que Juan
no es o que Juan está muerto si ya no hay Juan.
Aquiles, la tortuga y el timo del salto al límite
Pero el cambio sustancial es imposible, no porque sea sustancial, sino por ser cambio.
La distinción entre cambio sustancial y accidental es postiza. Todo cambio es un cambio
sustancial, una aniquilación. Da igual que sea la aniquilación de una cosa o de la
propiedad de esa cosa (que, por cierto, también es una cosa). El problema ya fue
denunciado definitivamente por Parménides en el siglo V a. C.: ¿cómo una cosa que es,
puede no ser; cómo una cosa que no es, puede ser? Así de sencillo. Y su discípulo Zenón
de Elea se encargó de recalcarlo con sus famosas paradojas. La más conocida, la de
Aquiles y la tortuga, dice así: en una carrera, en la que Aquiles corre diez veces más
deprisa que una tortuga, jamás la alcanzará si se le dan al reptil diez metros de ventaja,
pues, cuando Aquiles haya recorrido esos diez metros, la tortuga habrá andado uno, y así
42 No es el famoso Daisetsu Teitaro Suzuki, uno de los primeros misioneros japoneses que
extendieron el budismo zen en Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Shunryu Suzuki
también fue uno de estos misioneros, aunque posterior, y no tan celebrado.
140
hasta el infinito. Pero lo curioso del caso es que Aquiles ni se movería, porque para
recorrer los primeros diez metros, antes tendría que recorrer la mitad, y antes la mitad de
la mitad, hasta el infinito. Obsérvese cómo el movimiento es un cambio, un tipo de
cambio: de lugar; y cómo la paradoja de Aquiles y la tortuga lo que demuestra es la
imposibilidad de tal mudanza, debido a que la distancia siempre es infinita, por pequeña
que sea (en realidad, da igual que las distancias sean pequeñas o grandes: todas son
iguales, infinitas). A la muerte le ocurre lo mismo: el paso de la vida a la muerte, que es
indudablemente temporal, requiere un tiempo infinito. Sería algo así (perdón por la
broma): para morirse, primero hay que medio morirse, y antes morirse un cuarto, etc.
Cuenta la leyenda que en una de las peroratas públicas de Zenón sobre el movimiento,
Diógenes, el del barril43, se levantó y se paseó ante los concurrentes, al mismo tiempo
que profería: “el movimiento se demuestra andando”. Frase que se ha convertido en un
dicho popular, pese a su desatino. Los alumnos (y casi todo el mundo) celebran para sus
adentros y para sus afueras la ocurrencia de Diógenes cuando oyen contarla en clase. Pero
yo no me puedo creer que sea verdad, y que un personaje tan inteligente como Diógenes
tuviera tal salida. Porque el paseo que se dio fue un hecho, y un hecho no demuestra nunca
nada. En todo caso “muestra”. Demostrar, demuestran solo las matemáticas y la lógica.
Si Diógenes, o quien fuera, hubiera dicho: “el movimiento se muestra andando”, habría
dicho verdad (lo cual es mucho decir), pero tampoco hubiera sido gran cosa. En realidad
es como si hubiera dicho: el movimiento se muestra moviéndose.
Pues bien, desde estos sucesos, ríos de tinta han corrido a lo largo de los siglos en
respuesta a la enorme provocación de los eléatas. Aristóteles entró a trapo con su par de
conceptos de potencia y acto. Según el Estagirita, por ejemplo, las hojas verdes del verano
cambian a amarillas en otoño porque son amarillas en potencia. Y con ello no hizo sino,
aparte de inventarse una teoría ininteligible (por más que, por supuesto, esté en el
lenguaje: “potencia”, “poder”, “puede”), complicar aún más las cosas (como suelen hacer
los filósofos), porque ahora tendría que contestar, además de a las preguntas de
Parménides, las que origina su propia solución: ¿cómo una cosa que es en potencia, puede
pasar a no ser en potencia; cómo una cosa que no es acto, puede pasar a ser en acto?
La solución aristotélica no parece que cambiara nada el estado de cosas en que dejó
Parménides el cambio, de modo que cambiemos de siglo y vayamos al XVII, en que
43 Uno de los personajes más fascinantes de la historia de la humanidad. No tenía más posesión
que un barril, con el que cubrir su cuerpo y en el que dormía, y, cuando Alejandro Magno, le
propuso dividir con él su imperio, le contestó que se apartara, que le estaba quitando el sol.
141
aparecieron las matemáticas del cambio, el cálculo infinitesimal de Leibniz y Newton,
que para muchos supuso y supone (¡al fin!) la solución de las paradojas de Zenón. Como
para Jankélévitch: “el moribundo alcanza su muerte del mismo modo que Aquiles alcanza
su meta” (252). Bien veamos en qué consiste por fin la derrota de los griegos a manos de
los alemanes y los ingleses, expectante lector. Agárrate… ¡Ah!, y no digas que la cosa es
bien tonta, ¡yo no tengo la culpa!... ¡Ah!, y no digas que no lo entiendes, ¡yo no tengo la
culpa! Pues resulta que, según estas matemáticas, la suma de infinitos números da un
número… ¡finito! Por ejemplo, la suma de las infinitas partes en que se pueden dividir
los diez metros de ventaja que da Aquiles a la tortuga da… ¡diez metros! Y, por tanto,
Aquiles alcanza a la tortuga porque todo ese infinito no es en realidad más que diez
metros. No, amigo lector, no pienses que eres corto por no entender esto, ni sospeches
que no te lo he expuesto bien y que la cara dura científica no puede alcanzar estos niveles.
Te invito a comprobarlo por ti mismo.
El famoso salto al límite, que viene a resolver tantísimas perplejidades históricas se
reduce a sostener que Aquiles alcanza a la tortuga en el infinito, pero que no hay
problema, que es cosa de dos zancadas. Con razón arguye García Calvo que el cálculo
infinitesimal refuta a Zenón “andando” (1993, 54-55), exactamente igual que el supuesto
Diógenes. Por descontado que, si Aquiles recorriera infinitas mitades, alcanzaría a la
tortuga. Eso cualquiera lo ve. Ahora bien, lo que no ve cualquiera es que ”el de los pies
ligeros” (que así se le llamaba) pueda recorrer infinitas mitades. Estamos igual que
estábamos. El cálculo infinitesimal podrá tener valor práctico para construir puentes y
cosas de este tipo (cuando estemos tan cerca, tan cerca del límite, podremos hacer la vista
gorda, y decir: ya prácticamente hemos llegado, y el puente no se caerá, porque le dará
igual infinitésimo más, infinitésimo menos), pero para cuestiones teóricas evidentemente
no sirve. Aquiles cada vez estará más cerca de la tortuga, pero no la alcanza. No se
entiende que la alcance, y no parece un gran avance la contribución del cálculo
infinitesimal cuando nos dice que no nos preocupemos, que la alcanza en el infinito.44 Y,
así pasa, que el capítulo en el que Jankélévitch “explica” la muerte basándose en el cálculo
44 García Pascua examina las dos soluciones matemáticas que se han propuesto a las paradojas de
Zenón. Además del cálculo infinitesimal, que hemos expuesto, también analiza la solución de los
números transfinitos de Cantor. Concluyendo que ninguna de las dos soluciona de verdad las
antiquísimas paradojas: “El análisis efectuado nos lleva a descubrir que ninguna de estas
soluciones [el paso al límite y los números transfinitos de Cantor] se salva de incurrir, al final, en
contradicciones lógicas, por lo que parece que el problema de Zenón es una auténtica aporía, que,
después de tanto tiempo, continúa retando a la inteligencia humana” (215).
142
infinitesimal no se entiende mejor que el propio cálculo infinitesimal. Dicho claramente:
no se entiende que la muerte se produzca en un “intervalo infinitesimal” (254).
Para lo que sí ha servido dicho cálculo, además de para construir puentes, ha sido para
comprobar cómo la ciencia casi siempre está al servicio de las ideas establecidas. Lo
importante es que Aquiles alcance a la tortuga, y que, para tranquilidad de Jankélévitch,
podamos morirnos a gusto: ¡en el infinito!
Nunca se me olvidará la impresión que me produjo la lectura de mi admirado Lorenzo
Peña, filósofo desconocido, pese a contar con una obra impresionante: nada menos que
una original filosofía sistemática (con su correspondiente ontología y todo) en los tiempos
que corren; nunca se me olvidará, digo, cuando me encontré con esta frase suya referente
al movimiento y al cambio: “Mi respuesta es que, aunque sea contradictorio, es así” (62).
Pese a que coincido con Lorenzo Peña en cosas tan inusuales como la no distinción entre
conocimiento y realidad, me gustaría responderle que hay que procurar agarrarse a la
lógica porque es lo único que tenemos. Y que prefiero decir, como García Calvo:
Pero no hagas como las almas míseras, que, llorando la muerte de su amor o la de sí
mismas, sollozan “No puede ser”, para enseguida, sumisas a la fe de la Realidad, añadir
“Pero lo es, pero ha sido, pero ahí está”; no, sino con lógica y verdad recuerda que lo que
no puede ser, no puede ser, y se acabó (1986, 58).
Por eso, resulta extraño cómo algunos autores han negado el cambio sustancial, la
aniquilación, dándola por imposible, y no, en cambio, todo tipo de devenir. Por ejemplo,
Thich Nhat Hanh, quien, junto a regalos teóricos, como que no tiene sentido que de algo
te conviertas en nada, de alguien en nadie (93), nos los ofrece en el correspondiente
envoltorio de que en vez de nacimiento y muerte lo que hay es una continua
transformación. Las doctrinas budistas de anicca, anatta y anatman se nota por su
terminología que son meramente negativas: no permanencia, no entidad, no yo. La
negación de la permanencia, no implica la afirmación del cambio, de su contrario.
Permanencia y cambio son ideas, pero ¿y si lo que hay no fuera una idea? A Buda solo le
interesaba la salvación, no la teoría: lo manifestó claramente. Pero los budistas no han
podido resistir la tentación de hacer teoría y más teoría. Y, lo más curioso: al mismo
tiempo que abominaban de ella. Si, según Nhat, “el «nirvana» significa literalmente «la
extinción de todos los conceptos»” (50), la frase “sólo hay una continua transformación”
¡buen número de conceptos contiene!
143
No, la metamorfosis es imposible, luego no la hay. Y, como la muerte es un cambio,
tampoco la hay. Hay eso que vemos (si es que somos capaces de ver algo más que meros
pensamientos) cuando alguien muere o ha muerto; pero eso no puede interpretarse como
un existente que ha dejado de existir, un vivo que ha muerto, un Yo que se ha
transformado, y cosas de este tipo. Yo no niego que haya algo. Lo que niego es que ese
algo deba interpretarse como mudanza en el sentido de paso del ser al no ser. Tampoco
digo que no haya que sentirlo, que no haya que sentir la muerte: llorar, añorar, maldecir
la mala suerte, etc. Quiero decir, en resumen, que con eso que llamamos muerte pasa algo
que no entendemos y que entenderemos mal si pretendemos hacerlo al modo usual en
términos de ser y de paso.
Pues bien,
entonces respiro, y canto
así “No hay muerte. No, no hay muerte: la vida
vive, por definición” (García Calvo, 1981, 22).
Pero, concretemos un poco más.
La muerte futura
La muerte siempre es futura, nunca presente. Como dice García Calvo: “futura por
esencia” (1993, 105). Jankélévitch también insiste mucho en ello: nunca es
contemporánea, sino un futuro que no llega nunca. La muerte se desmiente a sí misma,
porque solo está en vida, de modo que le ocurre como a la paradoja del mentiroso, que
para que sea verdad, tiene que ser mentira, y al revés45. Por eso, con respecto a la muerte,
da igual la edad que se tenga, la distancia es toda. ¿Cómo se compaginan estas
afirmaciones de Jankélévitch con la de más arriba de que el moribundo alcanza su muerte
del mismo modo que Aquiles alcanza su meta? Si la muerte es siempre futura, Aquiles
debería alcanzar a la tortuga en el futuro. ¡Pero el futuro no existe!
45 Epiménides fue un filósofo cretense del siglo VI a.C., que acuñó la famosa “paradoja del
mentiroso”: “todos los cretenses mienten”. En efecto, tal enunciado es verdadero si y solo si es
falso, y es falso si y solo si es verdadero.
144
La muerte no es un proceso
Si hubiera paso, si hubiera muerte, o sería un proceso gradual o sería instantánea.
Ambas posibilidades han tenido abogados: para unos es un proceso, para otros es
instantánea. Veamos en primer lugar si es un proceso, como sostiene el antropólogo
francés Louis-Vincent Thomas.
Se trata de la idea de que te vas muriendo poco a poco. Que yo creo que está tomada
de la biología. Así, se dice que uno muere desde el momento en que nace. Bien, pero ¿esta
frase está clara?, ¿no se estará confundiendo la muerte de las células con la muerte del
organismo? En un capítulo anterior nos referimos a la furia con que mueren las células de
nuestro cuerpo. Sí, pero seguimos vivitos y coleando. Además, la muerte orgánica no
tiene nada que ver con el cese de la persona, que es la verdadera muerte. Por más que la
vida biológica sea condición de la existencia de la persona, está claro que no son la misma
cosa. La persona no va muriendo gradualmente, ni desde el momento de la concepción ni
desde ningún otro momento. La persona es, no puede ser a medias ni por grados. Nadie
es mitad persona ni tres cuartos de persona ni el noventa por ciento de persona. O se es
persona o no se es persona.
La muerte no es instantánea
Si la muerte no es un proceso, tendrá que ser instantánea. Pero tampoco lo puede ser,
por más que algunos autores, como Jankélévitch, hayan defendido que lo es, que es un
acontecimiento. Bien es verdad que el instante de Jankélévitch no queda claro del todo,
porque unas veces habla de él como si tuviera duración y otras no. Por un lado, se muere
en el tiempo de un relámpago. Que tiene duración, por pequeña, por muy casi-nada, que
sea (al tiempo le pasa como a la persona, que siempre es tiempo por muy poco que sea).
Y, por otro, en un instante sin consistencia, sin nada de duración. ¡Ay, qué claro se revela
el ejercicio literario que es el celebrado libro La muerte de Jankélévitch!
Sin embargo, es evidente que el instante temporal no dura, por absurda que sea la cosa.
Le pasa como al punto espacial, que está fuera del espacio. Es obvio: si el instante durara,
no sería un instante, y si el punto tuviera extensión, no sería un punto. De modo que de
tales absurdos están hechos el espacio y el tiempo. De la suma de infinitos instantes
145
intemporales nos sale el tiempo, y de la suma de infinitos puntos inespaciales nos sale el
espacio. Como en el cálculo infinitesimal, donde lo finito provenía de lo infinito. Más si
el instante no dura, entonces el instante no existe. Ni el punto. Con lo cual se nos plantea
el problema de cómo puede pasar algo en un instante que no dura, algo así como morirse.
Por otro lado, supongamos que, dure o no dure, te mueres en un instante. Pues bien,
en ese instante, en el instante mortal, solo hay cuatro posibilidades: 1) Juan está solo vivo,
2) Juan está solo muerto, 3) Juan está vivo y muerto a la vez, y 4) Juan no está ni vivo ni
muerto todo junto. La primera posibilidad la ha sustentado Joachim E. Meyer, por
supuesto sin decirnos por qué el tránsito forma parte todavía de la vida. Y, como no nos
da ninguna razón, no encontramos ninguna razón, por lo que preferimos a Wittgenstein
cuando declara que la muerte no es un acontecimiento de la vida. Tiene razón Meyer en
que las restantes tres posibilidades son francamente absurdas (por más que Jankélévitch
se adhiera a una o a otra, según la página del libro), pero no más que la que él abraza. Si
en el momento de la muerte Juan está vivo (solo vivo), no se entiende cómo es el momento
de la muerte; si está muerto (solo muerto), tampoco se entiende; si está vivo y muerto a
la vez, sería ya el colmo de la esquizofrenia, y, si ni está vivo ni muerto a la vez, entonces
tenemos el descomunal problema de la discontinuidad. Discontinuidad quiere decir que
hay un corte entre la vida y la muerte, esto es, un instante en que no hay ni una cosa ni
otra. Átropos-Morta corta con sus tijeras el hilo de la vida. El problema, sin embargo, es
que, si fuera así, entonces no hay paso, salto. Algunos autores han querido ver en la
contigüidad, la solución de la problemática de la discontinuidad (Jankélévitch, ¿cómo
no?), sin darse cuenta de que es aún más absurda que su hermana. En la discontinuidad
se admite que dos cosas están separadas por algo, mientras que en la contigüidad no, que
son dos cosas distintas pero no separadas. Vamos, a ver, querido lector, a estas alturas del
libro no estamos para cuentos. ¿Dos cosas sin nada en medio? Debe ser una broma.
Llevamos ganado: 1) la muerte no existe porque es siempre futura, 2) la muerte no
existe porque ni es un proceso ni es instantánea (y no hay más posibilidades).
Contra el tiempo
Pero avancemos un poco más, y percatémonos de cómo, si la muerte es falsa, falso
tiene que ser el tiempo que crea. El ataque a la muerte es, por tanto, un ataque al tiempo.
No hay ni futuro, ni pasado ni presente: solo ahora. Ni siquiera uno: un ahora, puesto que
146
fuera del tiempo no hay números (pues hace falta tiempo para contar). Ahora es un
término negativo, que solo quiere decir sin tiempo. Ahora no puede ser el presente, porque
el presente está en el tiempo. Como dice García Calvo: “Mi muerte verdadera […] es lo
que está pasando a h o r a […] porque ‘ahora’ nunca puede ser ningún momento
determinado” (1993, 105). El pensador zamorano se refiere a eso que no comprendemos,
que designamos con el término “muerte” e interpretamos falsamente con la idea de paso
de ser a no ser.46
El tiempo ha sido atacado desde siempre y desde numerosos frentes. Kant entendía
que el espacio y el tiempo pertenecen al conocimiento y no a la realidad, algo así como
métodos para medir las cosas. Sin embargo, no se planteó que ese conocimiento pudiera
ser histórico, cultural, aprendido, como va a defender este libro. Por otro lado, siempre se
ha sabido que el sueño modifica el tiempo, y actualmente cómo determinadas drogas, tipo
LSD, pueden alterarlo en el sentido de acelerarlo, lentificarlo o pararlo. El experimento
de las partículas entrelazadas también se ha interpretado como comprobación de que el
tiempo no existe.47 Según Lanza, espacio y tiempo, son un cuento, productos culturales,
como el yo. Solo hay aquí y ahora.
Los tramposos
46 No obstante, no acabo de entender este término de “pasar” de García Calvo. A no ser que fuera
un término puramente negativo (justo lo contrario de ser), se encontraría con la dificultad de
referirse a algo que dura. 47 Las partículas entrelazadas prueban que el tiempo y el espacio no tienen existencia, porque
hacen inmediatamente lo contrario una de otra, aunque estén separadas por distancias superiores
a las de la luz y una lo haga después que la otra.
Se llama paradoja EPR a la propuesta que en 1935 hicieron Einstein, Podolsky y Rosen sobre
las partículas entrelazadas. Einstein se decantó entonces por que debía haber una explicación aún
no conocida, burlándose de la “acción fantasmagórica a distancia”. Y es que las partículas
entrelazadas van contra la teoría de la relatividad, la cual se basa en que la velocidad máxima es
la de la luz.
Bell (irlandés, físico del CERN) en 1964 partió un fotón en dos idénticos, y comprobó que a
partir de entonces hacían lo inverso. Si uno entraba por una rendija, el otro lo hacía por la
contraria. Aunque estuvieran lejísimos uno de otro (según los físicos, aunque los separara el
universo entero). ¿Cómo un gemelo sabe lo que hace el otro? Más difícil todavía: ¿cómo sabe lo
que va a hacer? Por ejemplo, uno de ellos, al que no se observa, llega antes que su compañero a
la doble rendija; lógicamente debería pasar por las dos ranuras, pero como se ha vigilado a su
gemelo después de que él haya pasado, entonces solo entra por una, justo por la contraria que
aquel.
147
Pensándolo bien, lo que hacen autores como Jankélévitch de mostrar el absurdo de la
muerte, no es con objeto de razonar saludablemente sobre ella, sino una estrategia para
colocarla al mismo nivel que la inmortalidad, concluir que las dos son absurdas, y que,
por tanto, no es tan temerario optar por la más devota. No se les ocurre pensar que, si la
muerte es ilógica, ellos no van a morir. Porque lo que quieren no es no morir, lo que
quieren es la inmortalidad (y no en esta vida, claro, que entonces aparecerían los
problemas de Borges y compañía). En Jankélévitch parece que no hay otra: o muerte o
inmortalidad. Es un caso claro de filosofía ancilla, de poner la razón al servicio de la fe.
No es el único, claro está, porque se trata del modelo del creyente con toque
existencialista, que, como vengo diciendo, son todavía legión. Fernández del Riesgo
también es un caso manifiesto, y al que se agradece su sinceridad cuando reconoce que
su opción por la inmortalidad es la que le ayuda a vivir mejor (338). Pero entonces todo
se reduce a puro pragmatismo, a pura economía. Busque, compare, y si encuentra algo
mejor, cómprelo.
Concluyamos, pues, que la muerte no es perceptible ni intuible ni imaginable ni
inteligible. Y, aun así, resulta ser la base de la cultura toda, y provoca todo tipo de terrores:
indudablemente, la fe mueve montañas.
2. EL YO
Si hay yo, persona, no puede no haber yo, persona. Si p entonces no no p. Luego, no
hay deceso, esto es de Perogrullo. Lo cual podría ser motivo de regocijo para los
defensores del yo. Pero esta no va a ser la orientación de este libro, que optará por negarlo.
Por lo menos el yo tradicional del pensamiento, lenguaje y filosofía (popular y erudita),
porque, como veremos, aquí se admitirá la realidad de un yo que no tiene nada que ver
con eso.
Por lo cual no puede estar con Ludwig Feuerbach, del que hay unos extraños textos,
que no creo que se avengan muy bien con su imagen oficial. Pertenecen a Pensamientos
sobre muerte e inmortalidad, libro publicado anónimamente en 1830, cuando Feuerbach
tenía tan solo 26 años, y que originó un gran escándalo. En ellos Feuerbach se expresa en
los términos de este libro: “lo que niega la existencia misma, no tiene ello mismo
existencia ninguna (231), es una “aniquilación que se aniquila a sí misma […] muerte de
la muerte” (229-230); es “apariencia, idea” (229). Como se ve, todo perfectamente lógico.
148
Pero entonces Feuerbach realiza un giro que lo desluce. Se saca de la manga que la
individualidad es la única forma en que la vida y el ser existen, de modo que el individuo
es infinito. Por eso, el filósofo alemán, aunque escribe que “a la existencia sólo le
conviene existencia y a la vida sólo le conviene vida” (231), va más allá que García Calvo,
cuando veíamos más arriba que decía que la vida vive por definición. El español no se
refiere al individuo: quién o lo que vive no se sabe lo que es.
Tengo que poner otro reparo a Feuerbach, pues inexplicablemente solo niega el
cambio sustancial. Distinguiendo entre cambio parcial y total, sostiene que el primero, en
que se elimina algo de la realidad, como, por ejemplo, la riqueza, es real, mientras que el
cambio total, la aniquilación no lo es. Pero, bueno, este error me parece menor en
comparación con el otro. Feuerbach tiene el mérito de afirmar que si p entonces p
(increíble, pero es un mérito en filosofía), aunque lo envicie al afirmar que p es el
individuo, el yo.
No dedicó, sin embargo, muchas páginas a tan importante cuestión. Dediquémosle,
por nuestra parte, la atención que merece:
En la película Pequeño Buda de Bernardo Bertolucci, Sidarta Gautama, en meditación
debajo de la higuera, va venciendo las sucesivas tentaciones de Mara (el demonio), hasta
que finalmente se enfrenta a la más poderosa, a la del yo. La imagen de Sidarta reflejada
en el agua le pregunta: “¿quieres ser mi Dios?” A lo que contesta Buda: “por fin nos
encontramos cara a cara, arquitecto. No volverás a construir tu casa”. “Pero yo soy tu casa
y tú vives en mí”, respondió su imagen. Sidarta tocó el suelo y dijo: “Señor de mi yo, eres
mera fantasía. No existes. La tierra es mi testigo” (McGill, 157).
Es muy importante el hecho de que Sidarta toque la tierra con la mano. Quiere decir
que la tierra está ahí, que la siente (con el tacto), mientras que del yo-Dios no tiene
ninguna noticia. Veremos cómo la lógica, que es de lo que hemos estado echando mano
las últimas páginas, no puede decir nada sobre lo que hay, y que, por tanto, lo único que
nos queda para este empeño son los sentidos. En ellos nos basaremos en las páginas que
siguen. Decíamos que el yo era el propietario de sus propiedades, que como sustancia,
sujeto o individuo, es independiente, soporte y permanente, y, como persona, racional,
libre y autoconsciente.
El árbol real, el árbol que veo, mi ver el árbol, el árbol del que me doy cuenta que veo, y
yo
149
Fijémonos en esta frase de José Ignacio Murillo, profesor de la Universidad de
Navarra: “Las vivencias o experiencias conscientes no flotan en el espacio, sino que
forman –o, al menos, parecen formar- parte de un sujeto” (115). Pongamos un ejemplo:
soy consciente de un árbol, esto es, que lo veo y me doy cuenta de que lo veo. Bien, pues
una cosa tan sencilla como ver un árbol, por culpa del lenguaje, del pensamiento y del
sentido común, necesita para ser explicada de una maquinaria verdaderamente portentosa.
¡Exactamente de cinco cosas!: 1) Primero tiene que estar el árbol real, el del jardín; 2)
Después tengo yo que verlo, de modo que está mi ver. 3) De resultas de mi ver, tengo el
árbol que veo (que no es el del jardín, pues, como no me cabe en la cabeza, será una
copia). 4) En cuarto lugar, tengo que darme cuenta de que lo veo, ya que suelo ver muchas
cosas sin darme cuenta (por ejemplo, de que la palabra “cuenta” tiene una “u”). 5)
Finalmente, estoy yo.
No te preocupes, lector, si te has perdido un poco. Lo raro es que alguien se conduzca
bien en este laberinto. Pero te diré que este análisis de ver un árbol no es sandio, sino que
se desprende, como digo, del lenguaje, del pensamiento y del sentido común, y está, como
se dice, implícito en él, y todo el mundo que lo utiliza (es decir, todo el mundo) se lo cree,
por mucho que no haya reparado en ello, que es lo más normal.
En clase de filosofía, exactamente en filosofía del conocimiento, sueles decir: hay que
distinguir entre el árbol real y el árbol conocido (el árbol que está en mí, como dice
Murillo), porque el árbol que conocemos no es el árbol real. Y entonces el alumno
responde: ¡¿Cómo no va a ser el árbol que veo el árbol real!, acaso me lo invento?! Y a
continuación le toca al profesor: no puede ser, porque el árbol real no te cabe en la cabeza,
debe ser una copia. Y entonces ocurre algo mágico: el “educando” se pone a pensar, y ya
no replica, queda convencido. Antes de pensar, creemos que no hay más árbol que el real;
después de pensar (un poco) ya tenemos dos árboles, y, si seguimos pensando, va a ir
saliendo todo un bosque.
Lo he dicho mal. Porque he escrito que, antes de pensar, hablar, “creemos” que no hay
más árbol que el real, y no se trata de una creencia, sino de lo que hay. Efectivamente “es
lo que hay”, y aquí no interviene para nada la sociedad (lo digo, porque más arriba aseveré
que lo que hay es lo socialmente constituido; de modo que ahora advertimos que también
hay cosas que no están socialmente constituidas, a despecho de la sociología radical del
conocimiento). Sin embargo, la copia sí es una creencia. No tenemos absolutamente la
más mínima prueba de ella más que el razonamiento absurdo de que el árbol de siete
150
metros no me cabe en la cabeza. Y es porque en el lenguaje, y, por tanto, en el
pensamiento, hay una palabra que es “conocimiento”, y, como está la palabra, pues ya
nos creemos que está la cosa, y nos tragamos que, además de la realidad, está el
conocimiento de la realidad.
Es necesario ponerse a desbrozar la maquinaria. Comencemos por esa conciencia o
conocimiento que, según Murillo, forma parte de mí, y de la que yo soy soporte. Decíamos
que la fenomenología consiste en describir sin prejuicios lo que hay. Pues bien, podría
decirse que el hombre se comporta en principio como un fenomenólogo. Uno de verdad,
no como los falsos fenomenólogos, que no han hecho otra cosa más que contarnos
prejuiciosamente lo socialmente instituido. Si pudiéramos describir la realidad tal como
se da antes del pensamiento, del lenguaje, entonces tendríamos una auténtica
fenomenología. La cosa es difícil, claro, pero ha habido algunos filósofos que se han
acercado bastante. El que más, a mi juicio, ha sido Ernst Mach, físico alemán
perteneciente a la escuela del empiriocriticismo, que en las clasificaciones que hacen los
filósofos la suelen incluir (por meterla en algún sitio) en la corriente más amplia del
positivismo. El también alemán Richard Avenarius suele destacarse como representante
de esta escuela; pero en alguna ocasión nos vamos a ver obligados a criticarlo. El primer
fenomenólogo, o algo parecido, me inclino a pensar, fue el filósofo escocés de la
Ilustración David Hume, quien arrampló con las cinco piezas de la maquinaria, y solo
dejó un árbol. La razón es que se basaba exclusivamente en los sentidos, y, efectivamente,
si es solo, por ejemplo, por la vista, no hay más árboles que valgan que uno. Lo cual tuvo
su mérito, porque dejó la cosa bastante podada. Pero me da la impresión de que se pasó,
y que de los cinco solo tenía que haber eliminado tres. Tenía que haber dejado al yo, como
veremos pronto lector. Porque es probable que haya que contar con algún sentido más
que los tradicionales. Cosa que a Hume, el prejuicio epistemológico del empirismo le
impedía tomarlo en consideración. Por otro lado, es posible que Hume se quedara con el
árbol conocido (el segundo de la ristra), porque se pasó la vida echando de menos el real,
ya que, según decía quejoso, no se podía vivir sin los dos árboles, sin creer que el “mío”
es una copia del árbol real. Cosa bastante rara, pues, como estamos diciendo, la gente
normal y corriente puede vivir perfectamente con solo un árbol y no necesita más. Es
curioso que Hume pensara que la filosofía iba contra la vida, cuando había hecho la gran
proeza de hacer por primera vez una filosofía vital.
El empiriocriticismo es una corriente filosófica de finales del siglo XIX, bastante
desconocida; y más en España, donde solo hay traducido un libro de Mach (Análisis de
151
las sensaciones), y ninguno de Avenarius. He dicho “desconocida” pensando en su lectura
directa, porque ha sido bastante divulgado gracias al embate que le hizo Lenin en su
famoso libro Materialismo y empiriocriticismo de 190548. Lenin (al que hay que
agradecerle la claridad y audacia con que desempeña su faena, y, de paso, no perdonarle
lo mal filósofo que es, por mucho que haya ejercido una enorme influencia en Occidente),
creyéndose el ventrílocuo de Marx y Engels, arremetió contra un montón de
empiriocriticistas rusos, seguidores de Avenarius y Mach. Y lo más curioso del caso es
que (quitando el argumento del solipsismo, que ahora veremos) su refutación se reduce
poco más que al argumento de que el sentido común, la ciencia y él mismo (Lenin) creían
en la teoría de las copias. ¡Gran argumento! Por lo pronto, el empiriocriticismo se basa
en una crítica del sentido común, de modo que la reconvención de Lenin consistiría en
algo así como decir que no tiene razón el Osasuna en que no ha sido penalti porque el
Leganés dice que sí. En segundo lugar, Mach era físico, de modo que parece difícil que
el empiriocriticismo fuera contra la ciencia.
Según Lenin, el empiriocriticismo cae inevitablemente en el solipsismo (“solo yo
mismo”), esto es, que solo estoy yo y “mis conocimientos”, que desaparecen el mundo
exterior y los otros yos con sus conocimientos. Pero esto es porque Lenin concede
dogmáticamente que soy un soporte de conocimientos, y entonces, claro, estoy solo si no
hay nada más allá del conocimiento. Pero yo (y el empiriocriticismo) estoy diciendo que
no hay conocimiento, sino solo realidad, y que yo soy una cosa más en ese mundo que
Lenin llama de mis conocimientos. No estoy solo, por tanto. El que está solo es él, como
decíamos más arriba, cuando descubríamos que el yo es la suprema soledad. El yo-
soporte, o bien supone como hipótesis la realidad (según su punto de vista), cosa que
noblemente reconoció el famoso físico Max Planck en la polémica que tuvo con Mach en
1910-1911 (necesaria, pero hipótesis, decía) (Gómez, 13-14), o bien se la cree por un acto
de fe (valga la redundancia).
El mundo de la vida
48 En las ediciones antiguas del Diccionario Soviético de Filosofía se toma por “definitiva” la
demoledora crítica de Lenin al empirocriticismo. En las ediciones más nuevas ha desaparecido
tal calificativo. Max Scheler, en la segunda década del siglo XX, ya valoraba que el
empiriocriticismo había pasado a mejor vida.
152
Husserl es considerado el fundador de la fenomenología probablemente porque
inventó el nombre, porque Hume fue mejor fenomenólogo que él. Aparte, de que, según
el mismo Husserl reconoce, la tomó de Avenarius. Sin embargo, la influencia de Husserl
ha sido extraordinaria (a través de los husserlianos, el existencialismo y la hermenéutica),
y, en cambio, Avenarius ha caído por completo en el olvido.
La fenomenología, ya lo hemos dicho muchas veces, consiste en tomar nota
pulcramente de lo que hay. Bien, pues lo que en primer lugar hay es el “concepto natural
de mundo”, según la denominación de Avenarius, o el “mundo de la vida”, según la que
prefiere Husserl, por más que en ambos sean la misma cosa. Escribe Avenarius: “yo me
encontraba con todos mis pensamientos y sentimientos en medio de un entorno”
(Cavallaro, 38). Bien, vemos que ha desaparecido el yo soporte, el yo como receptáculo
en el que están depositados los pensamientos y sentimientos que producen las cosas
exteriores. Vemos también que ha aparecido la propiedad, lo cual es un gran error.
También la encontraremos en Husserl; pero dejemos ahora esto, y centrémonos en la
cuestión conocimiento-realidad.
Hay en cuestiones de conocimiento un viejo principio llamado “de economía”, que se
atribuye al filósofo inglés Guillermo de Occam, y que anima a no multiplicar los entes
sin necesidad. Y, desde luego, hay una buena razón para preferir las cosas simples a las
complejas: que nos manejamos mejor. Pero a mí esta razón me parece secundaria.
Normalmente, cuando se sustituye una idea o una teoría por otra, no es porque nos
manejemos mejor, sino porque la antigua suele dar más problemas que facilidades. Así,
la dificultad que tiene el dualismo realidad-conocimiento no es que sea más complejo que
el monismo de la sola realidad, eso es lo de menos. El inconveniente que tiene es que ha
dado desde siempre, y sigue dando, con que volverse locos a los que se ocupan de ello.
Lo cual es comprensible: es insano quebrarse la cabeza pensando cómo el árbol real puede
producir el árbol conocido, cuando no hay árbol conocido. Se lleva veintitantos siglos
intentando solucionar un problema que no existe.
Hoy día anida este dilema en la ciencia cognitiva, exactamente en la cuestión de la
relación cerebro-conciencia. Los científicos cognitivos, dejándose llevar por el
pensamiento, el lenguaje, el sentido común, la filosofía popular y la filosofía erudita
(todos de la mano como buenos hermanos) se creen lo siguiente: algo salta desde el árbol
del jardín a mi ojo (ondas de luz o algo por el estilo), pasa por el nervio al cerebro, y este
produce la percepción de árbol, la cual es un trocito de conciencia. Y a continuación se
devanan los sesos en entender cómo de un cerebro, que es una cosa material, objetiva
153
(dicen) se puede pasar a una percepción, que es una cosa inmaterial, subjetiva (dicen), y
acaban concluyendo que es un misterio, un milagro, una cosa de magia. Y yo digo: ¡vaya,
qué casualidad, esto me recuerda a la muerte!
El misterio de la conciencia
La ciencia cognitiva es un conglomerado de ciencias y “disciplinas”: filosofía de la
mente, neurociencia, ciencias de la computación, lingüística chomskiana, psicología
cognitiva, etc. Una “maraña de teorías y consideraciones de filósofos, psicólogos
cognitivistas y neurocientíficos” (Hierro-Pescador, 2005, 174), que ha alcanzado un gran
desarrollo a caballo de los grandes avances en el conocimiento del cerebro (neurociencia)
y del imperio de la psicología cognitiva, que desde los 70 ha arrinconado al conductismo,
rescatando con ello viejos conceptos, como el de conciencia, que en él no tenían cabida.
Hasta el punto de que la bibliografía sobre la conciencia ha llegado a ser inmensa. António
Damásio, neurólogo americano de origen portugués, y reputado divulgador del tema,
reconoce que es ya indomeñable.
Francisco J. Rubia, neurocientífico español de formación alemana, escribe: todo el
mundo sabe lo que es la consciencia, pero es difícil definirla (2010, 6). ¡Como la muerte
y el tiempo! En los mismos términos vimos cómo hablaban de ellos, respectivamente,
Bauman y san Agustín. Stuart Sutherland en el Diccionario Internacional de Psicología
de 1976 expuso que nada que mereciera la pena se había escrito sobre la conciencia.
Dictamen que a Lanza, en el siglo XXI, le sigue pareciendo válido, porque, si es cierto
que algunas cosas se saben sobre ella, son las fáciles y superficiales (como las
concernientes a las localizaciones cerebrales), y, sin embargo, sobre las difíciles e
importantes estamos tan en mantillas como en los tiempos del diccionario de Sutherland
(184-185).
Desde luego, mejor sería no definir la conciencia, si lo que se nos va a ofrecer son
tautologías, como cuando Damásio nos enseña que es una experiencia que se siente, o
subjetiva; o Rubia, tratándola de cualidad que nos hace apercibirnos del mundo y de
nosotros mismos. O un salirse por la tangente, como el matemático británico Roger
Penrose, quien, reconociendo la dificultad, propone guiarse provisionalmente por el
sentido común. O algo tan poco científico como dar ejemplos: uno tiene conciencia
cuando está despierto, y no tiene cuando está anestesiado, dormido o muerto (Searle).
154
¡Claro que no se puede saber qué es la conciencia! ¡Cómo que es la propia realidad, y,
por tanto, lo más general que hay! La realidad es indefinible. Definir es incluir una cosa
en otra, como por ejemplo hombre en animal, cuando se define al hombre como animal
racional. Como decía Ortega y Gasset, las definiciones son como las piezas de un
mosaico. Pues bien, ¿dónde meteríamos la realidad, en qué mosaico, si ella es el mismo
mosaico?
El reputado filósofo estadounidense de la mente Ned Block distinguió cuatro clases de
conciencia: 1) conciencia fenoménica: percepción, sentimiento, 2) conciencia de acceso:
memoria, pensamiento, volición, 3) conciencia monitora: conciencia de segundo orden
consistente en la conciencia de la anterior conciencia y 4) autoconciencia. Pues bien, si
consigo entenderlas, intento en el que probablemente no esté solo, viendo el esfuerzo que
hace el profesor J. Hierro-Pescador para ello, se me ocurren los comentarios siguientes:
En primer lugar, es arbitraria la distinción entre conciencia fenoménica y conciencia de
acceso, entre percepción y volición. Tanto las percepciones como las voliciones son cosas
que ocurren en la realidad, acontecimientos en la conciencia. En segundo lugar, la
conciencia de segundo orden, algo así como conciencia de la conciencia, es un sinsentido.
No hay conciencia de la conciencia, una especie de segunda conciencia, sino que lo que
hay es simplemente conciencia de una relación (o, mejor dicho, relación sin más): la
relación de las percepciones, sentimientos, recuerdos, voliciones conmigo, con el yo. Es
más, cuando no se da esta relación, no hay conciencia. Lo que Ned Block llama
conciencia fenoménica (que debe ser la conciencia primaria de Rubia cuando este
distingue entre conciencia primaria y reflexiva), por ejemplo, percepción de determinadas
cosas sin darnos cuenta (sin conciencia de la conciencia, como él dice), como la expresión
“sin darnos cuenta” indica, no es conciencia. Para que haya conciencia, tenemos que
darnos cuenta, y para que esto ocurra tengo que estar presente. Cuando me olvido de mí,
no hay conciencia. Simplemente, hay comportamientos automáticos, como ocurre en los
bebés, y como probablemente suceda en los animales. Así, por ejemplo, cuando voy
andando: que no soy consciente de mis pasos; o cuando conduzco: que hago
automáticamente. Señores: ¡y cuando pienso! Que también hago automáticamente. Block
pone el ejemplo de una taladradora que suena permanentemente sin que tengamos
conciencia de ella, hasta que por fin nos damos cuenta de que ha dejado de funcionar. En
ese momento, en que nos damos cuenta de ella, ya estamos nosotros presentes. Es
probable que Block caiga en la misma incongruencia que Unamuno cuando habla nada
menos que de “conciencia inconsciente”. Pero, en cambio, el español, a pesar del despiste
155
denominativo, se percata muy bien de que la diferencia que hay entre los animales y el
hombre es que aquellos ven árboles, y nosotros, además, nos damos cuenta de que los
vemos. Y porque estoy diciendo una cosa bastante fuerte: tal que, como en los
comportamientos automáticos no hay conciencia, tampoco hay realidad (ya que identifico
conciencia y realidad), dejaré que venga en mi ayuda Damásio, al escribir: “Creo que la
conciencia surge cuando a un proceso básico de la mente se le añade un proceso como el
sí mismo” (25-26). En los animales y bebés tampoco habría realidad, no están en la
realidad. Por una vez coincido con Zubiri cuando define al hombre como animal de
realidades. Quizás por eso no nos acordamos de nada de los que nos pasó antes de los tres
o cuatro años, porque realmente no pasó nada. ¡Cuidado!, que yo no digo que los animales
no sientan. No son máquinas, como pensaban los filósofos cartesianos en el siglo XVIII.
Solo digo que, si no se dan cuenta de que sienten, no hay conciencia (lo que no es decir
gran cosa). Por supuesto que (supongo) hay percepciones, deseos, sentimientos e incluso
pensamientos en ellos, exactamente igual que (supongo) los hay en nosotros cuando no
somos conscientes
Si a mí no me gusta multiplicar los entes sin necesidad, otros autores (Damásio, Rubia)
parecen estar encantados en embutir uno tras otro. Un caso claro es el del ente “mente”,
distinguiéndolo del de conciencia, para que en él tenga cabida el inconsciente, que, como
es lógico, no puede pertenecer a la conciencia. De este modo, yo tendría una mente, que,
a su vez, tendría conciencia e inconsciente. Sin embargo, el inconsciente solo es un
supuesto; todo lo científico que se quiera, pero no pasa de ello. Por ejemplo, la llamada
“visión ciega” (¿no es un absurdo visión ciega?) de los experimentos de Beatrice Gelder,
en los que se comprueba cómo los ciegos son capaces de sortear obstáculos. La hipótesis
concluye que ven inconscientemente. Bien, de acuerdo, pero como suposición, ya que
nadie tiene conciencia directa de ello, ni muchísimo menos los ciegos. El inconsciente es
un supuesto, la mente es un supuesto. Incluso la conciencia como algo diferente de la
realidad es un supuesto.
Lo mismo que no distingo entre diferentes conciencias, tampoco lo hago entre grados
de conciencia. No puedo estar más en desacuerdo con Damásio cuando estima que la
conciencia fluctúa, que tiene grados de intensidad, desde un mínimo, que podría ser el
momento de antes de dormirnos, hasta cuando estamos enormemente concentrados. Gran
error: precisamente cuando estamos muy concentrados es cuando hay menos conciencia.
El filósofo americano John Searle también admite los grados, y los neurocientíficos
anglosajones Christof Koch y Francis Crick que en el sueño REM puede haber una forma
156
limitada de conciencia. No obstante, no hay grados de conciencia, por la sencilla razón
de que la conciencia es la realidad, y las cosas no existen más o menos: existen o no. Es
como si se dijera que la realidad fluctúa o tiene grados de intensidad: no tiene sentido.
El deus ex machina en la psicología cognitiva
Vamos ahora con el misterio de cómo el cerebro produce la conciencia, entrando de
lleno en el eterno problema que en filosofía se llama de la “comunicación de las
sustancias”. En la Edad Moderna tuvo también un punto álgido, pero es tan antiguo como
la filosofía. Debe ser uno de los “problemas difíciles” a los que nos referíamos más arriba.
Así, Rubia termina El enigma de la consciencia, un discurso leído en la solemne sesión
inaugural del curso académico de 2010, en la Real Academia Nacional de Medicina (que,
para ser entre eruditos, tiene su gracia socrática) con las siguientes palabras: “Espero que
haya quedado claro que estamos aún lejos de comprender el salto cualitativo que supone
pasar de la actividad neuronal del cerebro a la experiencia subjetiva de la consciencia”
(2010, 22). Todos: Koch y Crick, Searle, el filósofo norteamericano Paul Churchland,
etc., se han expresado en iguales términos. Y, cuando alguno hace el soberano esfuerzo
de intentar explicar la conciencia, de cómo se pasa, por ejemplo, de la neurona al deseo,
como Daniel Dennett, prestigioso filósofo americano de la ciencia cognitiva, en su
celebérrimo libro de 1991, La conciencia explicada, el resultado, a juicio de Lanza, es el
de no explicar nada, y seguir siendo la madre de todos los misterios. En la bibliografía se
suele reproducir mucho la forma como, según T. H. Huxley, la conciencia sigue al
cerebro: como aparece el genio al frotar la lámpara de Aladino. O eso u optar por que la
solución supera nuestra capacidad intelectual, como prefiere el filósofo británico Colin
McGinn.
La Edad Moderna proporcionó rocambolescas soluciones al problema de la
comunicación de las sustancias, de cómo se relacionan el cuerpo con la mente y la mente
con el cuerpo. Recurriendo, por supuesto, a Dios. Según la teoría del ocasionalismo de
Malebranche, es Dios quien mueve mi brazo cuando yo quiero moverlo (es decir, con
ocasión) y quien me hace sentir dolor cuando me doy un golpe en una pierna. Según la
teoría del paralelismo psicofísico de Espinosa, mi brazo se mueve cuando yo quiero
moverlo porque mente y cuerpo no son sino aspectos de una única realidad: Dios. Según
la teoría de la armonía preestablecida de Leibniz, mi brazo se mueve cuando yo quiero
157
moverlo porque mi brazo y mi voluntad están sincronizados por Dios desde el principio
de los tiempos. Pues bien, cuatro siglos después, hemos sustituido al deus ex machina por
el genio de la lámpara. Con lo cual se le da alas a toda la plétora de presbíteros, capellanes
y sacristanes encantada con los milagros de que está repleto el mundo de la cultura, por
lo menos en castellano, ¡Qué buen ejemplo el problema de la comunicación cerebro-
mente de que la ciencia es la religión de nuestro tiempo!
¿A qué se debe el no poder solucionar el problema de la comunicación de las
sustancias? A que no es problema, a que está mal planteado. ¿Cómo se van a poder
comunicar las dos sustancias si no es verdad que sean dos? ¿Por qué se distingue entre
mente y cuerpo, entre conciencia y cerebro? ¿Es que el cerebro no es conciencia? Cuando
se supone (conscientemente) que hay un cerebro más allá de la conciencia, entonces
aparecen los inexpugnables problemas de la relación mente-cuerpo. Mientras que se
distinga entre dos realidades (o entre dos aspectos, como hace Espinosa), no hay forma
de comunicarlas. En efecto, tal comunicación necesitaría de una tercera realidad, pero
solo hay dos. Por eso en la Edad Moderna se recurría a Dios, y en la posmoderna se
recurre a Walt Disney.
Lo que origina el irresoluble problema es el dualismo, el creer, como decíamos, que
hay como dos mundos: el de la realidad y el del conocimiento. En este caso concreto, el
cerebro y la mente. Hay mucha confusión con los conceptos de materialismo y dualismo.
En la ciencia cognitiva se dice que hay dos corrientes: la materialista y la dualista. La
materialista se divide entre los que piensan que no hay mente, sino solo cerebro, y los que
argumentan que hay mente y cerebro, pero que aquella lo produce este. La corriente
dualista, sin embargo, defiende que hay por lo menos parte de la mente que no depende
del cerebro, sino de otra entidad, que, como suelen ser autores de tendencia religiosa,
concluyen que es el alma. Sin embargo, en la bibliografía se suelen considerar monistas
las dos corrientes materialistas, cuando es obvio que solo sería monista la primera, la que
niega la conciencia. En el repaso-resumen de la filosofía de la mente del siglo XX, que,
perseverante lector, te encontrarás a continuación, advertiremos que el conductismo
lógico y el materialismo eliminativo son materialistas monistas, mientras que el
funcionalismo y el materialismo de la identidad son materialistas dualistas.
El conductismo lógico fue la variante filosófica del conductismo psicológico (Watson,
Skinner), pero, si este fue solo monista metodológico al entender que la mente no se podía
estudiar científicamente, el conductismo lógico extremó la posición, y, convirtiéndola en
ontológica, eliminó la mente o psique.
158
El primero fue el filósofo británico Gilbert Ryle con su obra El concepto de lo mental
de 1949. Según Ryle, no hay nada psíquico, porque las palabras que utilizamos para
referirnos a ese mundo no tienen significado. Y no lo tienen porque utilizamos términos
que están hechos para referirse a lo físico. Por ejemplo, cuando decimos: “tengo un
pensamiento”: ¡como si un pensamiento se pudiera tener como se tiene un bolígrafo! O
como cuando digo: “tengo un gran dolor dentro de mí”: ¡como si yo fuera un cajón que
tiene cosas dentro! Ni tengo ni hay dentro, según el conductismo lógico. Pero, aunque
esta forma de proceder me parezca muy acertada, me voy a permitir criticar a la ilustre
escuela por injusta, por no percatarse de que todo el lenguaje es metafórico, tanto el físico
como el psíquico. Decir que un árbol tiene flores crea tantos problemas como decir que
Juan tiene pensamientos. Lo mismo que es absurdo tomarse al pie de la letra que un papel
está dentro de un cajón, porque, si por cajón entendemos la madera, el papel no está dentro
de la madera. El papel está dentro del espacio que hay entre el cajón y la mesa, si es que
tiene algún sentido pensar que una cosa pueda estar “dentro” del espacio, o “dentro” del
aire. Pero, lo mismo que no hay papel que atraviese la madera, no hay cuerpo que pase
por una puerta, si entendemos por puerta la madera. A no ser que la puerta sea el espacio
que la puerta abre o cierra, cosa que, por cierto, no se llama puerta. Consciente de todos
estos líos que provoca el lenguaje, la corriente filosófica denominada neopositivismo
intentó fabricar un lenguaje perfecto, por lo menos para ser utilizado para fines científicos,
pero que ha tenido tanto éxito como el esperanto, es decir, ninguno. La filosofía del
lenguaje, con la evolución que se produjo dentro de ella, sobre todo por obra del llamado
Segundo Wittgenstein (debido a que al Primero se debe la propuesta del lenguaje perfecto
cuando pensaba de forma opuesta), desechó tal lenguaje, proclamando que el ordinario
es insustituible y que está bien como está.
Yo no llego a tanto cómo a decir que el lenguaje está bien como está, pero creo que el
conductismo lógico enfocó mal el monismo. Tenía razón en que hay una única realidad,
y en que no tiene sentido distinguir entre dentro y fuera; pero es equivocado defender el
monismo eliminando la mitad de la realidad. Ryle pretendió prescindir de la mente porque
le parecía algo así como el "fantasma en la máquina" (como el piloto del barco platónico),
pero no se daba cuenta de que la máquina es tan fantasmagórica como el propio fantasma.
¿Qué sacamos eliminando el sentimiento y quedándonos con la célula? Es cierto que la
célula tiene la ventaja de eso que se llama “intersubjetividad”, esto es, que la puede ver
todo el mundo (que mire por el microscopio, claro), mientras que el sentimiento solo lo
puede ver uno. Pero evidentemente el sentimiento es una cosa real, por muy mal que se
159
haga en decir que está dentro de mí (al fin y al cabo, la gente cuando habla no busca hablar
bien, sino solo hacerse entender). Según Ryle, habría que sustituir la expresión “Juan
tiene miedo” por “Juan está dispuesto a correr ante un peligro”. Por la razón de que el
miedo de Juan solo puede sentirlo él, mientras que el estar dispuesto a correr ante un
peligro, es accesible a todos. ¿No nos recuerda esto a la potencia aristotélica? ¡Buena
solución sustituir una cosa que solo puede percibir uno por otra que no puede percibir
nadie! En segundo lugar, Juan puede correr ante un peligro sin miedo (cosas más raras se
han visto). En tercer lugar, no es lo mismo el miedo que correr o estar dispuesto a correr.
A lo mejor tener miedo está mal dicho desde una concepción purista del lenguaje, pues
nadie tiene miedo como puede tener un euro, pero evidentemente hay una sensación de
miedo que es algo diferente a correr (que, al fin y al cabo, consta de sensaciones). Con
razón se le ha criticado al conductismo lógico que no da cuenta de los qualia, es decir de
la cualidad de las sensaciones. Creo que es un gran error eliminar unos elementos de la
conciencia en beneficio de otros. Tenemos conciencia de miedo lo mismo que tenemos
conciencia de correr. Las dos cosas son realidad, conciencia. Yo no soy anti-dualista
porque elimine la mente, sino porque considero que esta es de la misma naturaleza que el
cerebro, esto es, que una percepción de miedo es tan percepción como una neurona vista
por el microscopio. Es probable que por culpa de lo que pasa en la neurona ocurra el
miedo: ¿y qué problema hay? Entonces diremos que unos elementos de la realidad son
condición de otros. Y que en ello estriba la famosa “comunicación”, en que unos siguen
a otros.
Cuando decayó el conductismo lógico, consecuencia también del derrumbamiento del
conductismo psicológico, se volvió a recuperar la mente. Entonces se crearon las
siguientes escuelas, y por el siguiente orden: materialismo de la identidad, funcionalismo
y materialismo eliminativo.
Si en los 50 dominó el conductismo lógico, en los 60 lo hizo el materialismo de la
identidad de los filósofos australianos John Smart y David Amrstrong. Corriente que no
era monista al no distinguir entre mente y cerebro; pero que defendía una correspondencia
biunívoca entre los elementos de una y otro, algo así como, utilizando el modelo del
ordenador, si un determinado programa solo pudiera emplearse en un determinado tipo
de ordenador.
Que fue precisamente lo que puso en duda el funcionalismo, desplazando al
materialismo de la identidad en los 60 y 70. Lo introdujo el filósofo americano Hilary
Putnam, por más que posteriormente lo repudiara. La relación mente-cuerpo sería como
160
la del hardware-software de un ordenador, aunque con el matiz de que el mismo programa
podría ser utilizado en ordenadores fabricados con materiales diferentes. Así, la mente
quedaba algo más independiente del cerebro. Si bien, no tanto como para no ser criticado
por Searle, a quien molestaba ser una máquina de Turing, como había dicho Putnam (a
Putnam acabó molestándole también, como he comentado). Sin embargo, a mi juicio, la
crítica de Searle flaquea. Alan Turing había propuesto lo que se ha llamado el test de
Turing, según el cual una persona en diferente habitación que una máquina podría tomarla
por un humano si su comunicación con ella alcanzara un nivel aceptable. Y Searle lo
criticó con su experimento (mental) de la habitación china, pues, según experimentaba
mentalmente, tal máquina podría dar la sensación de saber chino sin entender en realidad
nada (como el traductor de Google, que a veces escribe bastante bien, y es de suponer que
mejore infinitamente). Y aquí está el quid de la cuestión, y en lo que se basa mi crítica a
Searle. Pues el americano parte de la base de que el hablante humano entiende algo de lo
que dice, cosa que a mí me parece que es mucho decir, y que pudiera ocurrir
perfectamente que se haya aprendido una serie de reglas (¿por qué no va a ser el lenguaje
eso?), exactamente igual que el ordenador de Google. De hecho, esta es la tesis que
defiende este libro: que no se entiende nada, que nadie entiende nada (que no se sabe qué
es la muerte).
Posteriormente, Penrose ha acudido al ordenador cuántico para explicar la conciencia,
aunque sin mucha fe en que las máquinas cuánticas o clásicas lleguen a hacer lo que el
hombre (575).
Volvemos al monismo. El filósofo austriaco Paul Feyerabend, y los filósofos
americanos Richard Rorty, W. Quine y el matrimonio Churchland han propuesto eliminar
la mente por ser una cosa antigua. De resultas, ha surgido el materialismo eliminativo.
Con un ejemplo de la experta en neuroética Patricia Churchland, la conducta de un
violador podría obedecer, en lugar de a maldad, a un tumor cerebral. ¿Qué pensar de esto?
Pues que tienen razón los materialistas eliminativos en comparar cosas tales como la
perversidad del violador con entes arcaicos como el demonio, el mal de ojo o el calórico.
El problema, sin embargo, es que estas cosas nunca han sido reales, mientras que hay
otras que son bien reales, como el hambre, y que no parecen ser neuronas ni tumores, sino
sensaciones. Si de lo que se trata es de sustituir las explicaciones o los términos
mentalistas por otros más científicos, como cuando Rorty se imagina a los Antípodas,
unos habitantes de otro planeta que utilizarían términos neurológicos en lugar de
psicológicos (como “excitación de fibras-C” en lugar de dolor), me parece bien. Quiero
161
decir que estoy conforme con que se sustituyan las palabras, siempre y cuando no se
elimine la realidad (aunque, según parece, poco poetas serían los Antípodas).
El materialismo es griego. La cultura religiosa lo refrenó hasta el XVIII, y en el XIX
y XX proliferó, como hemos comprobado. El mal llamado “dualismo” (porque el
materialismo también es dualista) también es griego, remontándose a Platón y su metáfora
del piloto en la nave. Descartes lo revitalizó en el siglo XVII, y hoy día son neodualistas,
por ejemplo, el filósofo de la ciencia austriaco Karl Popper y el neurofisiólogo australiano
John Eccles, de los que nos serviremos en este trabajo.
Por mi parte, no voy a admitir ningún dualismo, venga de donde venga: de la materia
o del espíritu. En el fondo son la misma cosa: control. De lo que se trata es de que, si hay
un deseo, lo controle el cerebro o lo controle el alma, pero que alguien lo controle. Son
incapaces de pensar que las cosas son acontecimientos gratuitos, como regalos que no
esconden ningún interés. Tras ellos tiene que haber algún provecho del cerebro o del alma;
si no hay un culpable detrás, no se quedan a gusto. En todo caso admitiría posiciones
como el llamado naturalismo biológico de Searle (que probablemente sea lo mismo que
el principio de superveniencia del filósofo americano Jaegwon Kim), según el cual, los
entes complejos adquieren propiedades nuevas de las que no disponen sus partes, de modo
que una propiedad nueva del conjunto del cerebro podría ser eso que se llama conciencia,
pero siempre y cuando no implicara la existencia de dos mundos distintos.
La comunicación de las sustancias no es problema porque ni hay comunicación ni hay
sustancias. Lo físico y lo psíquico son de la misma naturaleza, y su relación no es causal.
Hume fue el primero en poner en solfa la famosa causalidad. ¿Pero quién ha visto alguna
vez que una cosa sea causa de otra? Lo único que constatas es que una sigue a otra. De
acuerdo con Mach, creo que es mejor hablar de “dependencia funcional” (319) que de
causalidad. Como en matemáticas, donde no sonaría bien oír que el radio fuera la causa
del área del círculo; o en física, que la velocidad sea la causa del tiempo. Así, los
sentimientos, por ejemplo, dependerían de determinada actividad cerebral. Ahora bien,
también ocurre lo contrario, dado que, como sabemos por la neurociencia, el cerebro es
plástico, maleable (Rubia, 2000, 19, 95, 115). El hábito, la repetición de un
comportamiento refuerza las sinapsis entre las neuronas comprometidas en el mismo,
mientras que la falta de práctica las desconecta. Lo cual quiere decir que, si el
comportamiento humano depende del cerebro, este mismo depende también de la cultura,
la sociedad, la historia. “La biología y la cultura son plenamente interactivas […] los
avances socioculturales pueden llevar a profundas modificaciones del cerebro humano”
162
(Damásio, 439). Lo psíquico depende de lo físico y lo físico de lo psíquico; y todo influye
en todo, como venimos diciendo. No hay “debajo” y “encima”, ni primario ni secundario,
ni superior ni inferior, sino solo un modo de pensar jerárquico que proyecta su propio
prejuicio en la realidad.
El yo propietario
Quedamos, por tanto, en que solo hay realidad o conciencia, y que el llamado cuerpo
es tan realidad o conciencia como la llamada mente o conciencia. Y ahora volvemos al
mundo de la vida, donde advertimos que nuestros fenomenólogos se habían sacado de la
manga la propiedad. Como Avenarius. Porque, efectivamente, me encuentro conmigo y,
por ejemplo, la luna. Pero no se me ocurre decir que es mi luna. Y, por supuesto, también
Husserl, cuando este se refiere a “nuestras experiencias, nuestros pensamientos, nuestras
valoraciones” (Cavallaro, 147). Pues, como explica Perkins: “el yo se encuentra «como
quien posee» […] El yo no se encuentra «como algo tenido de la misma clase» […] El yo
en Husserl es el que tiene una vivencia, no la vivencia” (39).
El concepto natural de mundo de Avenarius y el mundo de la vida de Husserl
recuerdan enormemente al “yo soy yo y mi circunstancia” de Ortega y Gasset. Y en el
filósofo español la propiedad también es muy evidente (“mi circunstancia”), influido
como estaba por ambos alemanes.
Ortega y Gasset, sin embargo, posteriormente, y en la órbita en esta ocasión de otro
germano, Heidegger, completó su fórmula (esto es, la de Avenarius y Husserl),
insuflándole dinamismo, y ahora el yo estaría siempre haciendo algo con la circunstancia.
El quehacer, los trabajos, que ya hemos visto en otros lugares. Efectivamente, da la
impresión de que en Avenarius y en el primer Ortega (dejemos ahora a Husserl, que es
más complicado) el yo no hace nada, sino solo estar, “encontrarse” con “su” entorno. Por
mi parte, confesaré que me gusta más esta última propuesta. No veo que el yo esté siempre
ni nunca haciendo algo ni nada con las cosas. ¿Por qué se dice que el yo hace? No, el yo
no hace absolutamente nada. Solamente está, y nada más. Es un gran acto de soberbia
sostener que Velázquez pinta o que yo escribo a máquina. El yo es un dato más que
aparece, al lado de los otros datos. Y, por lo demás, también me complace que Avenarius
destaque el yo frente al resto de las cosas: “en medio”, cosa que Ortega y Gasset no hace.
En efecto, ya hemos dicho que para que haya datos (conciencia o realidad) tiene que haber
163
yo. De modo que, quitando el desliz (o, más bien, gran error) de la propiedad, pienso que
la fórmula puede ser válida: yo me encontraba en medio de un entorno de pensamientos,
sentimientos, y demás, porque hay muchas más cosas.
Yo no sé si los filósofos, cuando hablan de “mi mente”, “mis percepciones”, “mis
actos”, etc. (“mente provista de un propietario” (Damásio, 19)), son conscientes de hasta
qué punto están utilizando términos mercantiles. Se dirá que es una forma de hablar.
Como Popper y Eccles, quienes manifiestan explícitamente que no hay que tomar al pie
de la letra expresiones de pertenencia de lo psíquico. Cosa que a mí me parece bien, pero
me gustaría que los estudiosos de la conciencia no estuvieran cada dos por tres
recordándonoslas. Por ejemplo, el caso de William James es patético. Es el fundador de
la psicología científica, es el introductor en psicología del concepto de “corriente de
conciencia” (según el cual, todo fluye por la conciencia como un torrente), y no se le
ocurre otra cosa que la metáfora del ganado y del ganadero para ilustrar cómo se hace
compatible tal torrente con lo que por sentido común (dice) permanece sin fluir, que soy
yo. Atención, porque hay que integrar: 1) todo lo que pasa por mi mente está cambiando
constantemente, es como un torrente. 2) El sentido común me dice que yo no cambio. 3)
Los sentidos me dicen que yo fluyo tanto como la película de mi mente, pues, al fin y al
cabo, las percepciones que tengo de mí forman parte de la película. Difícil lo tiene:
componer un yo cambiante con otro permanente. Pero al animoso James se le ocurre la
siguiente metáfora: todo eso que fluye: sentimientos, pensamientos, etc., serían las
"bestias" del ganado; el yo, el "dueño", "propietario" o "amo"; los yos van cambiando,
pero hay algo que permanece, porque la propiedad pasa de unos a otros por herencia, por
una ley hereditaria inalterable (360-362). La cosa no se entiende a derechas, ni veo a
cuento de qué viene una metáfora para explicar una cosa tan importante en psicología
(que pretende ser científica) como la relación conciencia-yo; pero es enormemente
ilustrativo el símil del ganado.
Por otra parte, si Popper y Eccles no se toman al pie de la letra la propiedad del yo
sobre la conciencia, por qué sí se la toman en el caso de la propiedad del yo sobre el
cerebro? ¿No se titula su libro El yo y su cerebro? ¿Por qué en el caso del cerebro sí y en
el caso de la conciencia no? Nosotros, que no distinguimos entre una cosa y otra, no lo
entendemos.
Eso sí, por lo menos no son insultantes con el cuerpo como Max Scheler. Veamos qué
tipo de fenomenología hace este filósofo, cómo describe lo que hay con toda
imparcialidad, “sin dejarse arrastrar” por prejuicios, intereses, gustos, creencias, etc.:
164
¿Es que no veo directamente en cada momento que soy un ente dueño de mi cuerpo, rey
y señor en el desierto de las “cosas” muertas? ¿Es que no “existo” yo en mis vivencias, en
esa forma, y es que no veo en cada uno de mis hermanos una persona como centro de todo
un mundo, oculto tras unos cuantos harapos sensibles accesibles a los ojos y a mis manos?
(88).
¡El viejo sueño platónico del filósofo-rey aquí lo tenemos hecho realidad! Nada menos
que “rey del desierto” y “señor de las cosas muertas”. Ahora resulta que la fenomenología
se ha hecho monárquica, y que intuye con toda evidencia un rey beduino. Platón decía
que los filósofos están muertos, y Max Scheler que son señores de las cosas muertas. El
gusto que esta gente tiene por la muerte no es normal. De cualquier forma, el lema de ¡a
las cosas mismas! resulta que al final queda en lo que ya habían dicho Aristóteles y Platón
veinticuatro siglos antes. La única novedad es que ahora se trata de una intuición (“¿no
veo directamente?”). Max Scheler tiene intuiciones de todo tipo: la propiedad, la
muerte… ¡Qué gran ayuda a la filosofía perenne! Tan rápido como se apropió de Platón
y Aristóteles, así lo ha hecho con la fenomenología.
Y, si la intuición nos parece insuficiente, ahí tenemos al sentido común, que también
nos va a enseñar que el cuerpo es un instrumento del alma, como parece que le enseña a
Jankélévitch (420).
Y, para colmo, la propiedad del cuerpo la podemos encontrar incluso en quienes la
rechazan. Así Ferrater Mora: “El ser humano no tiene, propiamente hablando, un cuerpo,
porque es más bien un cuerpo ─su propio cuerpo─” (95). Ya nos hemos referido en otro
lugar a que no nos convence la diferenciación entre ser y tener. Pero creo que el término
"su" delata a Ferrater Mora. No se puede decir que sea una gran contribución sustituir la
propiedad de otro por la propiedad de sí mismo.
Por mi parte, ¿qué voy a pensar sobre todo esto? Yo veo el árbol y me veo a mí, ¿pero
voy a pensar que el árbol es mío, que es mi árbol? En estos tiempos maduros ya de
posmodernidad, donde cada cual tiene su gusto y cada cual tiene su opinión, no debería
extrañar que cada cual pensara también que tiene su árbol. Y con respecto al cerebro y el
cuerpo, sinceramente no entiendo cómo se puede decir que yo tengo un cerebro, mío,
propiedad privada, o ser dueño de una nariz, o eso que se suele predicar de que yo hago
con mi cuerpo lo que quiero. Mire usted: yo tengo una casa, un coche y un cuerpo. Y dejo
165
en herencia una casa, un coche y un cuerpo. No lo entiendo porque probablemente sea
una de esas cosas a las que se refería McGinn, de las que superan mi capacidad intelectual.
Fragmentos de yo
Cuando no hay conciencia, realidad, yo, como ocurre la mayor parte de la vida: cuando
estamos concentrados, en sueños, o actuamos en automático, entonces debe ser como la
muerte: “El yo es tan poco absolutamente estable como el cuerpo. Lo que tanto tememos
en la muerte, la cesación de la estabilidad, ya sucede en la vida en gran parte” (Mach, 4).
Sin embargo, el yo es permanente en el sentido de que es idéntico a sí mismo. En efecto,
al no tener ninguna cualidad (cosa que veremos en el punto de la autoconciencia), no
puede sufrir mudanza. Como se ha dicho muchas veces, el yo no envejece: “una
conciencia interior vive su presente como un eterno presente: mientras los estragos en el
organismo son cada vez más graves” (Jankélévitch, 257). No le ocurre como al cuerpo,
que empieza a decaer a partir de los veinte años.
Se ha recurrido a la memoria, a la biografía, como soporte explicativo de la
permanencia, de la continuidad. Cosa que no acabo de ver, porque, supongamos alguien
que haya perdido la memoria por completo: ¿no sabe que es él, aunque no recuerde
ninguna “propiedad” suya? Desde luego, si está incómodo porque ha perdido la memoria,
será porque crea que “alguien” ha perdido la memoria. Sacar a relucir el tema de la
memoria y de la biografía revela que no se entiende qué es el yo.
La verdad parece ser la contraria: rara vez existe, rara vez se presenta. Los practicantes
de meditación saben lo difícil que es concentrarse, mantener la atención en cualquier cosa,
incluido uno mismo (como aconsejaba el místico armenio Gurdjieff) durante mucho
tiempo. Todos estos datos son tan simples, tan al alcance de la mano, tan evidentes, y, al
mismo tiempo, tan comunes, tan fáciles de comprobar por todos, que asombra que se le
pueda insuflar tanta soberbia al yo. Desde luego, este baile del aparecer y desaparecer del
yo nos crea un problema lógico, porque si desaparece es que no era, y si no es, no puede
aparecer. Es mejor, por tanto, negar su permanencia sin más, sin recurrir a términos
alternativos positivos con lo que dar la impresión de que se comprende lo que no se sabe.
Dos y dos son cuatro sin que nadie lo piense
166
Llevamos ganado hasta ahora que no hay un yo soporte de las propiedades físicas y
psíquicas, ni tampoco permanente. Nos queda por ver si es racional, libre y
autoconsciente.
La famosa definición del hombre como animal racional habrá muy pocos que hoy en
día se la tomen en serio. Antropólogos y psicólogos no cesan de poner de manifiesto lo
escasa que es la racionalidad humana, mientras que, por otra parte, no dejan de sorprender
los rasgos de racionalidad que continuamente se admiten (porque ya se conocían, solo
que no se admitían) en los animales. Ya he dicho también que el hombre debería definirse
más bien como el animal creyente. La neurociencia ha dado grandes pasos estos últimos
años en la corroboración de semejante aserto.
Desde los trabajos de los ochenta de Jerry Fodor, filósofo y psicólogo cognitivo
americano, la neurociencia asume que el cerebro está dividido en módulos o grupos de
neuronas cuyo funcionamiento es independiente de la totalidad del mismo. Tal división
explicaría la diversidad de personalidades, incluso contradictorias, que nos brotan
habitualmente, así como hechos tan significativos como la doble moral. El trastorno de
personalidades múltiples no constituiría sino el extremos patológico. “Una docena de
personalidades distintas en el mismo sujeto es algo completamente normal” (Rubia, 2000,
126). ¡Doce!
Sin embargo, de entre todos ellos, hay un yo que se siente especial, privilegiado,
superior, y que pretende atribuirse la responsabilidad sobre las conductas controladas por
los demás módulos. La neurociencia lo tiene perfectamente localizado en el hemisferio
izquierdo del cerebro Pero es pura ilusión, nos engaña; se engaña él y nos engaña a
nosotros, haciéndonos creer que controla lo que no controla (el título de uno de los libros
de Rubia es El cerebro nos engaña). Para lo cual, inventa todo tipo de historias y
justificaciones. Ya hemos tenido oportunidad de hablar de la ley de disonancia cognitiva
de Festinger. Este hemisferio izquierdo controlador, es, además, el matemático y lógico,
mientras que el derecho sería más global y creativo. Aquel funciona más en la vida
cotidiana, mientras que este, en los niños, en las culturas primitivas y en los sueños. Las
experiencias místicas (en las que, como vimos, desaparecía el yo) han sido interpretadas
por algunos autores (como el psiquiatra norteamericano Eugene d’Aquili y el psicólogo
americano Michael Gazzaniga) como liberación del hemisferio derecho. Según Rubia, se
pueden provocar experimentalmente experiencias místicas manipulando los hemisferios.
167
Los experimentos de cerebro dividido con animales y epilépticos también suelen ser
utilizados por los neurocientíficos para negar la existencia del yo majestuoso. Los
enfermos con cerebro escindido han mostrado que pueden surgir tras la separación del
cuerpo calloso dos yos distintos. E incluso dos voluntades, como ocurre con el síndrome
de la mano extraña, en la que una mano actúa como si no fuera tuya, o contra ti (cierra la
puerta que abres, e incluso te estrangula).
Hay un error en los tres últimos párrafos, porque la neurociencia no está hablando de
yos, sino de personalidades del yo. Personalidades habrá tantas como se quiera, pero yos
solo uno en eso que se llama individuo. De cualquier forma, estos aportes de la ciencia
son válidos como negación de la racionalidad de la persona, y por eso los he traído a estas
páginas.
Pero el argumento más destacado de cara a negar la existencia de la persona racional
es que, si a estas altura del trabajo ya no tenemos un sujeto soporte de la razón, es decir,
que, si no hay nadie que razone, menos va a razonar la persona.
Claro que hay razón, claro que hay lógíca, y no solo en el hombre, sino también en los
animales, plantas, y en todos los rincones del cosmos. Mas no hay un sujeto que razone,
sino que es una razón impersonal. Dos y dos son cuatro, el todo es mayor que las partes,
etc., sin que nadie lo piense.
Contra la libertad
El determinismo ha ganado terreno en la neurociencia sobre todo desde los
experimentos de Libet de 1983. El determinismo es muy antiguo, siendo probablemente
Espinosa su representante más destacado, para quien el libre albedrío era una pura
imaginación basada en que los hombres son conscientes de sus voliciones, pero no de las
causas de estas. Sin embargo, el mérito de Libet residiría en haber probado
experimentalmente por primera vez este determinismo (por lo menos eso piensan buena
parte de los neurocientíficos). Al neurólogo americano Benjamín Libet le ocurrió una
cosa curiosa: pretendiendo probar el libre albedrío, verificó justo lo contrario. Su
intención inicial fue comprobar experimentalmente cómo una decisión antecede en el
tiempo a la actividad cerebral, es decir, cómo sería causa suya. Como es sabido, tal
actividad cerebral (eléctrica, ondas cerebrales) se puede medir con un
electroencefalograma (EEC), aplicando unos electrodos en la cabeza. Pues bien, el
168
resultado del experimento fue justo lo contrario de lo que se buscaba, ya que la actividad
cerebral antecedía en 0,3 segundos mínimo a la decisión. Hay que aclarar que se trataba
de la decisión de mover un dedo.
El experimento tuvo precedentes en las investigaciones de 1963 de William Grey
Walter, uno de los científicos que más contribuyeron al desarrollo del encefalograma, en
las que pudo constatarse cómo un proyector de diapositivas, conectado directamente al
cerebro de un individuo, cambiaba la diapositiva antes (con un segundo de diferencia) de
que él apretara el botón. Y en los experimentos de Kornhuber y Deecke de 1965, en los
que el encefalograma registró actividad eléctrica en las áreas motoras del cerebro antes
de que los sujetos movieran libremente en apariencia los dedos.
Tales comprobaciones se han repetido numerosas veces, como en 1999 por Patrick
Haggard y Martin Eimer. Pero, refinándose mucho estos experimentos los últimos años,
se han hallado diferencias de hasta 7 segundos, como en 2008 el neurólogo John-Dylan
Haynes y sus colaboradores del Instituto Max Planck de Ciencias Cognitivas y
Neurología de Leipzig.
Sin embargo, fue el experimento de Libet el que, desde el principio, originó una gran
polémica. Inmediatamente la filosofía perenne (y hasta la rancia), que, como se sabe, tiene
respuestas para todo, salió al paso de los experimentos. Empezando por el propio Libet,
a quien se le ocurrió, un poco a la desesperada, la doctrina del veto, según la cual, el
cerebro, efectivamente, tomaba la decisión, pero el yo podría vetarla, esto es, no hacerla.
Como cuando tienes un irreprimible deseo de estrangular a alguien, y te contienes por
razones morales o de otra índole. De cualquier forma, parece que Libet acabó rechazando
su hipótesis del veto. Otra crítica que han recibido los experimentos de este tipo se ha
valido de su carácter ridículo, concebidos en base a mover dedos o apretar botones. Los
defensores del libre albedrío no presumen de que todas las decisiones sean libres, aunque
sí de que hacer gala de la libertad requeriría situaciones más graves (estoy pensando en
mover un dedo para apretar el botón del maletín que pone en marcha los misiles). Otros
contrataques son más agudos, como el de Giorgio Marchetti: como el sujeto ya es
consciente de que tiene que hacer una prueba, activa la parte del cerebro encargada, de
modo que no es que el cerebro tome la decisión, sino que está preparado (cargado) para
actuar cuando reciba la orden.
Algunos autores (Penrose, Hameroff, Eccles) han pretendido fundamentar la libertad
humana en la física cuántica, la cual se considera indeterminista, porque, a diferencia de
la macroscópica, se basa en probabilidades. Sin embargo, creo que poco soluciona este
169
ardid, y que complica más las cosas, puesto que nuestras decisiones desembocarían en el
azar. Efectivamente, azar no es lo mismo que libre albedrío, que consiste en traspasar la
causalidad de una cosa a un sujeto.
Para la neurociencia, sin embargo, la cosa está bastante clara: “¿Existen entidades, en
nuestros cerebros, o además de nuestros cerebros, que controlen nuestros cuerpos,
piensen nuestros pensamientos tomen nuestras decisiones? ¡claro que no!” (Dennett,
424). Llamativo es también el título de otro libro de Rubia: El fantasma de la libertad.
No es de extrañar, por tanto, que la neurociencia pueda tener consecuencias
revolucionarias. Hay un “Manifiesto” publicado en 2004 en Alemania, en la revista
Cerebro y mente, firmado por once famosos neurocientíficos, en que se afirma que en el
futuro la neurociencia cambiará la imagen que tenemos del hombre. Pues la negación de
la libertad supone una carga de profundidad en la línea de flotación de nuestra cultura,
basada en la responsabilidad y la culpa. Por lo que un buen número de neurólogos
deterministas piden que estos descubrimientos científicos tengan consecuencias sociales,
efectos a nivel penal. Rubia se ha propuesto extender este movimiento, bastante fuerte en
Estados Unidos y Alemania, a España.
La filosofía creyente, que, como es lógico, tiene mucho interés en el yo controlador,
puesto que hay que premiarlo o castigarlo, presume de tener al sentido común de su parte,
como si el sentido común supusiera alguna prueba. Es verdad que muchas veces nos
sentimos como pilotos en el barco, nos sabemos libres, nos vivimos libres, nos damos
cuenta de que tomamos las decisiones, y este hecho se suele aducir como una prueba de
que la libertad existe. Pero también es verdad que muchas otras veces advierto que las
decisiones simplemente "ocurren" (como si ellas me tomaran a mí). Y si, animado por
este descubrimiento, pongo mayor atención en las primeras, observo cómo son de la
misma índole. No puedo "ver" que tome yo la decisión, ni tampoco que haya un tomar la
decisión. Lo único que capto es que hay una decisión. La observación fenomenológica
arruina el sentido común. El cual, como es lógico, está contaminado, conformado, por
siglos y siglos de historia, de poder, de lenguaje.
La filosofía perenne también arguye que, si el cerebro nos engaña, ¿cómo saber que el
engaño a su vez no es un engaño? El argumento tiene sentido; pero Rubia no dice que el
cerebro nos engañe “totalmente”, ya que evidentemente se da cuenta por lo menos de
parte de sus errores. ¿O es que el defensor de tal argumento estaría dispuesto a sustentar
que el cerebro no nos engaña nunca? La neurociencia no puede ser relativista; la ciencia
no puede serlo. Es la duda que nos proporcionaba el construccionismo radical de Gergen.
170
La impersonalidad universal
La posición que va a adoptar este libro es la de que las llamadas decisiones libres son
simplemente cosas que ocurren en la realidad. A pesar de las reticencias que tenemos con
el budismo, a veces encontramos en los autores budistas textos dignos de aplauso. Por
ejemplo, este de Alan Watts:
Tenemos la impresión de que nuestros actos son voluntarios cuando vienen después de
una decisión, e involuntarios cuando ocurren sin decisión. Pero si la decisión misma fuera
voluntaria, cada decisión debería ser precedida de una decisión de decidirse, en una
regresión infinita que afortunadamente no ocurre. Paradójicamente, si tuviéramos que
decidir decidirnos no seríamos libres de decidir. Somos libres de decidir porque la decisión
"ocurre". Decidimos sin tener la más mínima idea de cómo lo hacemos. En realidad, la
decisión no es ni voluntaria ni involuntaria (149).
Nyanaponika Thera, monje budista de origen alemán, ha escrito que, entrenándose en
considerar los pensamientos y sentimientos como procesos impersonales, se puede vencer
el egoísmo, y sentir el gozo y alivio resultante de aflojar la agobiadora opresión del yo y
del mío; del éxito y fracaso; de la alabanza y culpa (58-59). Punto en el que el zen y el
empiriocriticismo coinciden, pues Mach señala las consecuencias éticas del
desprendimiento del yo, en beneficio de una vida “que excluya el desprecio del yo ajeno
y la excesiva estimación del propio” (23).
La antiquísima doctrina budista del anatta tardó mucho en aparecer en Occidente. El
científico alemán del XVIII, Georg Lichtenberg, merecedor de la atención de
Wittgenstein, criticó la famosa frase cartesiana "pienso, luego existo", por presuponer que
para pensar haga falta un sujeto, alguien que piense. ¿Nos extrañamos de esto? ¿Acaso
cuando se dice “llueve” es necesario creer que haya alguien que llueva? Según
Lichtenberg, y también posteriormente Mach, apoyándose en él, argumentarán que (es
cita de Lichtenberg por parte de Mach) “así como se dice: llueve, se deberá decir: se
piensa. Decir cogito, es ya decir mucho, en cuanto se traduce por «yo pienso»" (26). Sin
embargo, a mi modo de ver, el sujeto impersonal "se" sigue siendo mucho sujeto. No se
171
dice “se llueve”, sino “llueve”. El problema es que al idioma alemán le pasa como al
inglés, en donde no se dice “llueve”, sino “ello llueve”, con un sujeto impersonal.
Creo que ha sido Nietzsche quien con más claridad se ha expresado en la línea de lo
que defiende este trabajo: que los pensamientos vienen cuando quieren, que el yo
pensante es una presuposición, y que decir “se piensa” es demasiado decir:
Un pensamiento viene cuando “él” quiere, y no cuando “yo” quiero; de modo que es un
falseamiento de los hechos decir: el sujeto “yo” es la condición del predicado “pienso”.
Ello piensa: pero que ese “ello” sea precisamente aquel antiguo y famoso “yo”, eso es,
hablando de modo suave, nada más que una hipótesis, una aseveración, y, sobre todo, no
es una “certeza inmediata”. En definitiva, decir “ello piensa” es ya decir demasiado: ya ese
“ello” contiene una interpretación del proceso y no forma parte de él. Se razona aquí según
el hábito gramatical que dice “pensar es una actividad, de toda actividad forma parte alguien
que actúe, en consecuencia” (1978, 38).
Quisiera resaltar que aquí no se opta por el determinismo; aquí lo único que se está es
contra la libertad. Negar la libertad del yo, no significa que se defienda que el cerebro o
que la sociedad sean la causa de las llamadas decisiones libres. Aquí lo que se niega es
que haya cosas de diferente naturaleza: las libres y las no libres. No: tanto las “decisiones
libres”, como el cerebro, como la sociedad son cosas que ocurren, que surgen, y que son
de la misma naturaleza.
Quietamente sentado, sin hacer nada
Se acabó la libertad y se acabó la culpa, y definitivamente los premios y castigos. La
libertad es una construcción social inventada e impuesta para culpabilizar, premiar y
castigar (lo veremos en el siguiente capítulo). Según Singer, la libertad se aprende antes
de los tres años con las prohibiciones (Rubia, 2009, 75). La libertad es control, de uno
consigo mismo, y de la sociedad con uno.
En las experiencias cumbre se deja uno llevar. Como cuando los artistas realizan su
obra (la mayoría reconocen que no son ellos los autores). El caso de la música es muy
claro (Rubia, 2000, 130): ya pusimos el ejemplo de Billy Elliott. Este hecho misterioso
ha dado lugar a debates en la Estética en torno a la enigmática inspiración. No me resisto
172
a transcribir un texto del cervantista del XIX Ramón Cabrera, un comentario a una frase
del Quijote): “Sancho lo dijo, Sancho lo hizo, Sancho tornó y Sancho volvió” (Segunda
Parte, Capítulo XXXIII):
Ejemplo admirable de la figura repetición. La presente me parece tan natural que estoy
creyendo que cuando Cervantes la escribía no pensaba en ella. Es verdad que lo mismo
sucede respecto de una infinidad de pasajes del Quijote, en los que a mi imaginación se
representa la naturaleza dictando y Cervantes sirviéndole de amanuense. La naturalidad en
mi concepto es en lo que más sobresale Cervantes, y en lo que no tiene igual (Clemencín,
1710).
La naturalidad o espontaneidad es una nota destacada del taoísmo y del budismo zen
(en un capítulo anterior nos referíamos al wu-wei, al dejarse llevar). A ella alude Alan
Watts al comienzo del capítulo “Quietamente sentado, sin hacer nada” de su libro El
camino del zen, a propósito de un poema zen:
Quietamente sentado, sin hacer nada,
llega la primavera y crece la hierba sola (163).
Hay, por tanto, algo; lo contrario de esa libertad de elegir, que, como decía Ortega y
Gasset, no es ninguna ventura. Algo que Lanza llama “verdadera libertad” (49), e incluso
Mach también; aunque quizás fuera mejor, como dice García Calvo, abandonar palabras
ya tan corrompidas, (como la de libertad) al enemigo.
Autoconciencia: un yo que no es un yo
El empirismo no puede admitir la existencia del yo porque solo aprueba el
conocimiento sensible (que traducido a la orientación de este trabajo significa realidad
sensible). Hume es el caso clásico: no hay percepción del yo49. Daniel Dennett introdujo
la metáfora del teatro cartesiano para burlarse del sujeto independiente del cerebro de los
49 Dicho en honor de Hume, en los múltiples ejercicios de captación del yo que he realizado en
clase con alumnos (casi siempre mayores, de bachillerato) jamás he conseguido que alguno
confesara tener la más mínima intuición de tal caballero.
173
filósofos (como Descartes), metáfora que ha dado mucho juego en la ciencia cognitiva.
Pero la metáfora era de Hume, quien comparó la mente con un teatro, aunque advirtiendo
que tal forma de hablar podía dar lugar a confusiones, ya que se trataría de un teatro sin
escenario, sin yo soporte. Pero, aunque Hume tenía razón en que no hay ningún teatro, no
la tenía en negar un yo que no tiene nada que ver con la farándula. Popper y Eccles
aciertan al criticar la tradición empirista por escapársele el yo, consecuencia, claro está,
de sus presupuestos (140); lo malo es que no critican los suyos (dualistas). Igual ocurre
con la fenomenología, que acierta al criticar la obsesión por lo sensible del empirismo, y
de su sucesor, el positivismo, y, no obstante, no pone entre paréntesis el “hecho” del
conocimiento, que no es un hecho, sino un supuesto.
“¿Qué más indudable que el dato del yo?” (185), dice Heidegger. Ningún genio
maligno puede hacer que nos equivoquemos en este punto, afirma Descartes. Pero la
verdad es el yo o que hay yo, no que haya “conocimiento” del yo o autoconocimiento del
yo. El yo no es ningún conocimiento, ni ningún autoconocimiento. Está, y nada más. ¿En
qué se basa Unamuno cuando habla de sentirse a sí mismo, de serse, teniendo en cuenta
que serse (dice) es conocerse? El filósofo vasco interpreta un hecho con el bagaje cultural
con el que ha sido abducido, lo mismo que Juan de Yepes destilaba sus experiencias
místicas en un alambique frailuno. Y este yo aparece casi siempre junto a alguna otra
realidad: percepto, sentimiento, imagen, concepto, volición, etc. Pero este "junto" no es
ni un conocer, ni un "hacer". Ni mucho menos una relación de posesión. Ni mucho menos
de autoposesión. Es ridículo eso de que la realidad se desdoble, se vuelva sobre sí misma
y se autoconozca o agarre. Otras veces (pocas) aparece solo el yo, cuando nos
concentramos en él, cuando en él ponemos toda nuestra atención y en nada más.
Introducir una entidad como el conocimiento, la conciencia o la autoconciencia, no crea
sino problemas. Véase, si no, lo que ocurre en la ciencia cognitiva, que se encuentra tan
perdida con la autoconciencia como con la conciencia sin más. Según Hierro-Pescador,
“aunque todos los cognitivistas cuando tratan de la conciencia mencionan como una de
sus formas la conciencia del yo, e incluso le atribuyen un papel central, raramente aclaran
cómo deba entenderse” (2005, 216).
Con respecto a la percepción, estamos ya muy lejos de los cinco sentidos tradicionales.
Hoy día se admiten al menos nueve (sumándoles el sentido del equilibrio, dolor, calor y
posición del cuerpo), pero yo añadiría más. Porque es evidente que los objetos
matemáticos (líneas, triángulos, etc.) tienen que ser percepciones, o bien intuiciones,
como se suele decir para distinguir los nueve tipos de percepciones anteriores, llamadas
174
sensibles, de estas otras que se prefiere denominar más bien intelectuales. Sea como fuere,
pues yo tampoco tengo muy clara la distinción entre lo sensible y lo intelectual (como
tampoco sé muy bien qué quiero decir con que el yo “aparece” “junto” a todas aquellas
cosas), lo cierto es que las matemáticas y la lógica se intuyen como se intuyen las piedras,
y no son imaginaciones, inventos, sino cosas que están ”ahí”. Y a estas intuiciones
añadiría, además, el sentido del yo, que también es evidente que no se capta con la vista,
oído, etc., y que tampoco es un invento.
Dicho esto, hay que advertir, una vez más, que, donde se pone intuición, es obligado
poner realidad, porque este libro no está por la labor de un yo que intuya ninguna realidad
de donde pudiera salir algo así como una realidad intuida. Hay realidad, y punto final, y
en ella está el yo. Y en esta realidad, la hay sensible y no sensible.
Y ahora ¿cómo soy? Según santo Tomás de Aquino, solo puedo conocer mi existencia,
no qué soy. Santo Tomás era empirista, y, por tanto, negaba el conocimiento de la esencia
del yo. Ahora bien, estaba dispuesto a hacer una excepción con el conocimiento de su
existencia (dicho sea de paso, un tanto incongruentemente con sus principios), y, no solo
eso, sino bajo dos formas distintas. Una, que Jesús García López, su más importante
estudioso en este punto, llama “concomitante”, y otra reflexiva. La primera se produce a
la vez que se conoce o hace otra cosa, como cuando escribo en el ordenador, que, al
mismo tiempo, me doy cuenta de que existo. La otra forma es dándome cuenta de que
existo sin más, no a la vez que hago otra cosa. Santo Tomás destaca que, en el modo
concomitante, en el mismo conocimiento estoy pendiente del ordenador y de mí mismo;
mientras que en el modo reflexivo se necesita todo un conocimiento solo para el yo.
¿Qué diré de esto? Pues que no, que si estoy concentrado en el ordenador, yo no existo,
ni concomitantemente ni de ninguna otra forma. Esta conciencia concomitante recuerda
la conciencia fenoménica de Block, que, al no parecerme conciencia, solo la admití como
supuesto. Introducir diferentes modos de conocer el yo, como hace Santo Tomás, supone
admitir grados de conocimiento del mismo, e incita a hacer creer que la conciencia
concomitante tiene menos fuerza que la reflexiva. Los grados de autoconciencia también
han sido introducidos en la ciencia cognitiva. Damásio, por ejemplo, quien me contestaría
que en circunstancias de máxima concentración, como escalar una montaña o escribir esta
frase, no sería acertado afirmar que el yo no está presente. Digamos que pasa a segundo
plano, que no está destacado, que está detrás de la montaña o de lo que pienso que estoy
escribiendo. En estos casos el yo está en su versión más tenue y sutil, pero está. A lo cual
diremos, como en el caso de la conciencia, que la realidad no admite grados. Se es o no
175
se es; pero no en mayor o menor cuantía. Lo mismo pasa con el yo: hay o no hay yo, pero
no más o menos.
No admito, por tanto, la distinción de existencias del doctor Angélico. Ni tampoco que
no se pueda conocer la esencia del yo. Probablemente, lo que le ocurría a nuestro santo
es que al mirar al yo (que no es otra cosa que brotar el yo) no apreciaba ninguna
característica sensible: color, olor, sonido, tamaño, forma, etc., basándose en lo cual poder
saber algo de él. A santo Tomás le debía preocupar. A mí, en cambio, me da igual. El yo
no tiene características ni sensibles ni insensibles. No pasa nada. No diré que soy un vacío,
porque predispone a pensar espacialmente. Tampoco diré que no soy nada, porque
evidentemente soy algo. Lo que sí parece implicar el no “tener” características es que los
yos, todos los yos, deben ser iguales. Si los hay, porque los yos de los demás no dejan de
ser un supuesto (este libro, se recordará, no está contra los supuestos; solo está contra el
hecho de que los supuestos no se reconozcan como tales), una hipótesis (principio de
equivalencia humana lo llamaba Avenarius). Ahora bien, ¿el que todos los yos sean
iguales, implica que hay un uno y único yo? El problema es que no puede haber uno si no
hay al menos dos (para así poder contar uno de los dos). La conclusión, por tanto, es que
no hay ni uno ni muchos. Que no hay número.
Se me dirá, muchos dirán, que este yo no es un yo. Y es verdad, debe ser el yo más
desastroso de la historia de la filosofía. Desde luego, poco apoyo puede dar a la muerte.
3. LA MUERTE VERDADERA
Examinamos el problema del yo porque a él nos conducía derechamente el de la
muerte, debido a que entendíamos esta como aniquilación de la persona. Pues bien, no
hay tal yo que pueda morir, no hay muerte. El yo tradicional del pensamiento y lenguaje
es un producto social, que se aprende, como decíamos, al mismo tiempo que la muerte,
sobre los siete u ocho años. Sin cultura no hay yo, como se comprueba en el caso de los
niños ferinos. Aunque, también es cierto que hay que contar con la biología, porque aquí
no se distingue entre esta y la cultura.
Cuando murió Baudrillard, se bromeó con que no había muerto, al defender este que,
a estas alturas de la posmodernidad, la realidad se había desvanecido en favor de la
hiperrealidad. Pues bien, es cierto: Baudrillard no murió en 2007, porque no había
Baudrillard ni muerte. La hiperrealidad es una película creada por los medios de
176
comunicación. Y esto no es cosa solo de ahora, sino que siempre hemos vivido
presenciando la película que el poder nos ha proyectado, como los esclavos de Platón en
el fondo de la caverna. En el Barroco, la alegoría de la caverna adoptó la forma del sueño
y del gran teatro del mundo. Y también es conocida la influencia que tuvo de Baudrillard
la película Matrix, de los hermanos Wachowski (el libro de Baudrillard, Cultura y
simulacro, sale en la propia película). Esta es la historia de la humanidad: la película.
Nunca ha habido realidad, sino solo sombras en el fondo de la caverna. Hoy son los
medios de comunicación los productores del film, antaño los predicadores desde el
púlpito.
Ahora bien, si no hay yo, ni, por tanto, muerte, ya no hay angustia. Todo era un
espejismo, todo se basaba en una mentira. Creíamos ser algo, que se perdía con la muerte.
Pero no somos nada. "No somos nadie", como se suele decir ante el cadáver.
Efectivamente, ahí se revela la verdad, pero no de algo que se ha perdido, desaparecido,
sino la verdad de que algo no era.
Repito que yo no discuto que pase algo cuando se dice que alguien muere; lo que digo
es que eso que pasa no se debe interpretar como la aniquilación de un yo. Baudrillard no
negaba que algo pasara cuando se hablaba de la Guerra del Golfo, lo que negaba es que
fuera el “simulacro” que nos vendían los medios de comunicación. Nos lamentamos
porque creemos que el padre que era ya no es. Pero el padre no era. Llegamos a creerlo
probablemente por la presión social (y por la presión del cerebro, que también está
conformado socialmente), porque en verdad era evidente que no era: su cuerpo mudaba
constantemente, su mente cambiaba infatigablemente; nada percibíamos tras ello, no
estaba él mientras dormía, tampoco cuando hacía las cosas sin darse cuenta (es decir, casi
siempre). Y, a pesar de todo, creíamos que había algo detrás o debajo: algo misterioso.
¡Cuándo lo verdaderamente misterioso es no utilizar los ojos ni la razón!
¿Pero qué es eso que pasa cuando decimos que alguien muere? No lo sabemos. Pasar
ya es decir mucho; ser, demasiado. Nadie sabe nada, nadie. Habiendo sido preguntado
Confucio qué es la muerte, respondió: si no sabemos de la vida, ¿cómo vamos a saber de
la muerte? Por eso, Agustín García Calvo termina su Libro de Conjuros sobre la muerte:
Ni sé quién eres tú
ni de tu nombre he escrito
siquiera un rabillo de letra (1981, 78).
177
Lo cual no significa que este libro juzgue inapropiada la pena, o el llanto, o la nostalgia.
Si todo eso se siente por la muerte de un animal, más se sentirá por la de un hombre. Eso
que no se sabe lo que es ocasiona un gran dolor, lo mismo que otras muchas cosas que
tampoco sabemos lo que son, solo que probablemente más.
Por otro lado, parece notorio que estos pobres razonamientos contra la muerte no van
a proporcionarnos ningún consuelo. ¡Si ni siquiera vamos a poder creérnoslos del todo!
No nos hagamos ilusiones, somos un producto social, y en general estamos muy bien
hechos. Seguimos creyendo en nosotros mismos, seguimos figurándonos que escribimos
voluntariamente estas páginas, que nos están quedando muy mal porque no nos hemos
preocupado lo suficiente, y nos flagelamos disgustándonos por esto, y, aun así seguimos,
porque pensamos que hay que hacer cosas que merezcan la pena. En todas estas cosas no
se deja de creer así como así. Son las más importantes de la vida; sería un cambio de vida
tan grande, que todo daría un vuelco y resultaría irreconocible.
180
1. MUERTE Y SOCIEDAD
Si la muerte ni se percibe ni se entiende, ha de ser una creencia social, aprendida en la
infancia. Como nos enseñaron Berger y Luckmann, la realidad es una construcción social,
181
que se aprende en el curso de la socialización, y en la que el lenguaje desempeña un papel
fundamental. No se trata de que percibamos la realidad, y, posteriormente, la
interpretemos según los cánones sociales vigentes, sino de que la misma percepción
primigenia está conformada por la interpretación, de que la percepción misma es un
constructo.
Tal es el poder de la sociedad, que hasta el individualismo es un producto social ¡Todo
lo paradójico que se quiera, pero el individualismo es social! Quien no entre por el aro de
la establecido (por ejemplo, quien no sea individualista), como fallo de la sociedad que
será, se verá abocado a la marginación, al ridículo o a la terapia.
Ahora bien, si en Berger y Luckmann no todo es construcción social, sino que la
naturaleza establece límites, en Gergen la fabricación será total. Por mi parte, consideraré
constructo social todo aquello de que no tengamos la mínima prueba empírica ni
demostración. Y como la experiencia, estamos diciendo, puede estar contaminada, nos
atendremos especialmente a la lógica. Este será el criterio que nos permita salir del
relativismo de Gergen. El razonamiento difícilmente nos podrá dar lo que hay; pero lo
que sí puede es arramplar con lo que no hay. Como en el caso de la muerte.
El aprendizaje de la muerte
La mayor parte de los autores sitúan el aprendizaje de la muerte como aniquilación a
los ocho o nueve años. Más o menos coincidiendo con el inicio de la etapa evolutiva en
que, según el psicólogo suizo Jean Piaget, aparece la lógica. Hasta entonces los niños solo
se formarán mitos sobre la muerte: está de viaje, está en el cielo, etc. Y es que, para que
surja la angustia como chispa del choque entre el ser y el no ser, es necesaria la lógica.
Savater recuerda (con buena memoria) el descubrimiento de su muerte futura hacia esas
edades:
Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía
que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche
cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo
cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin
estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta
tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo
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también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!,
¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi
querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más
remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero
sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal! (2010, 25).
En esta confesión de Savater se aprecia perfectamente cómo la revelación de la muerte
y la del yo están unidas indisolublemente. Tradicionalmente se nos ha dicho que el uso
de razón aparecía a los siete u ocho años. Parece que a esa edad es cuando los niños
empiezan a “darse cuenta” de las cosas, esto es, a tener conciencia, a haber realidad, que,
como hemos dicho, es inseparable del yo. De todas formas, el proceso debe ser gradual,
porque, si se tienen recuerdos desde los tres o cuatro años de edad (según parece, fecha
límite), es porque ya debe haber algo de realidad.
2. LA MUERTE Y EL MAL
Numerosos autores quieren ver en la muerte (ellos dicen el miedo a la muerte) la causa
de todos los males que aquejan a la humanidad. Lucrecio se refirió a que, para henchir su
ego, los hombres no han dudado en aplastar a los otros. Heller matizó que en las
condiciones actuales, porque si lo pudieran hacer de otra forma, no recurrirían a la
maldad. Becker introduce una corrección importante, pues, a su juicio, es al revés: son
los débiles los que encumbran a los poderosos con objeto de que se les contagie algo de
su poder. La Teoría del Manejo del Terror aporta algo muy importante en esta
investigación: un buen número de datos empíricos y experimentos.
Según Lucrecio, el miedo a la muerte incita a buscar la fama, el poder y la riqueza,
con las subsiguientes desgracias que acarrean, tanto al afamado, poderoso y rico, como a
los que caen bajo su órbita. A estos, porque aquellas cosas solo se consiguen a fuerza de
avasallar y machacar a los demás; a aquel porque, como reza el Eclesiastés: vanidad de
vanidades, aparte de que la sombra de la fama, el poder y la riqueza es la preocupación
de conservarlas y acrecentarlas.
Ágnes Heller, la discípula húngara del marxista Georg Lukács (aunque acabara muy
americanizada y abandonando el marxismo), muchos siglos después nos dirá lo mismo
que el romano:
183
Y en última instancia es el miedo a la muerte el que acecha tras todos los miedos, al
menos en la modernidad. Si fuéramos inmortales, quién preferiría cometer la injusticia […]
Sin embargo, vivimos bajo la presión del tiempo, y sabemos que lo que no logremos hoy
no lo lograremos nunca, que lo que no disfrutemos hoy o en el futuro inmediato no
tendremos nunca la oportunidad de disfrutarlo. Normalmente cometemos la injusticia no
por el miedo a sufrir sino por el miedo a quedarnos con las manos vacías, de perder nuestras
oportunidades, de quedar impotentes, pobres, desconocidos, sin reconocimiento, de perder
esa “oportunidad” llamada vida sin apurarla al completo (217-218).
Si fuéramos inmortales, ¿quién preferiría cometer injusticia? Aquí Heller hace el
mismo ejercicio de imaginación que los autores que estudiamos en el capítulo “El hombre
y la muerte”. También podía haber hecho el otro ejercicio de ingenio que propusimos, y
que enfrentamos a ese. Puestos a imaginar, si no supiéramos de la muerte, ¿quién
preferiría cometer injusticia? Desde luego, no nos abrumaríamos por henchir nuestro yo
(si hay muerte, solo tenemos una oportunidad, dice Heller), y no cometeríamos injusticia
por ello.
Como vemos, es la posición de Lucrecio. Pero Heller introduce una matización
importante. La filósofa también interpreta la maldad humana como consecuencia del
miedo a la muerte, pero indirectamente, porque entre una y otro está la sociedad. Lo que
la gente quiere a causa de ese miedo es henchir su ego; lo que ocurre es que en esta
determinada sociedad no tiene más remedio que ayudarse de la maldad. Es decir, que el
hombre no es bueno ni malo en sí: si pudiera colmar su ego sin hacer daño, así lo haría:
“Tal gente está dispuesta a conceder que sería mejor ser bueno si la bondad asegurara el
poder, la riqueza, una buena posición, etc. Sin embargo, puesto que las cosas no son así,
los que no saben de qué va la vida son simplemente idiotas” (217).
A Heller, claro está, le parece inaceptable realizarse cometiendo injusticia, y a este
tipo de existencia inauténtico opone otro auténtico de desarrollarse siendo buenos y
creando un mundo mejor. Términos como “auténtico” e “inauténtico” la delatan como
existencialista, heideggeriana, y como una escritora que también celebra la muerte, y que,
en todo caso solo deplora el mal uso que se hace de ella.
Becker fue un autor que se nos quedó a medias cuando lo estudiamos a propósito del
instinto de inmortalidad. A él dedicó su libro El eclipse de la muerte. Pero
inmediatamente lo complementó con La lucha contra el mal, porque, si defendía que la
184
cultura es un remedo de la inmortalidad, una forma de compensar el triste espectáculo de
la muerte, necesitaba añadir que resultó peor el remedio que la enfermedad.
El hombre es el animal más devastador que ha pisado la tierra, porque desea tener una
estatura y un destino imposibles para un animal; quiere una tierra que no es tal, sino un
cielo, y el precio que paga por este tipo de ambición fantástica es convertir la tierra en un
cementerio aún más fúnebre del que es en realidad (1977b, 161).
Porque, en primer lugar, nada se consigue basado en el engaño, y, en segundo, la cultura
va a ser la causa de todas las miserias humanas que describen Lucrecio y Heller. Sin
embargo, en vez de ponerse en el pellejo de los “malos”, como estos autores, Becker
prefiere el punto de vista de los sometidos, los cuales encumbran a alguien a la
inmortalidad con objeto de contagiarse. Los niños encuentran protección en los padres, y
los adultos en los “inmortales”: es lo mismo. Puede ser una persona (maestro, político),
idea, bandera, religión, dinero: cualquier cosa vale. Como dijo Freud, el hombre es un
animal de horda conducido por un jefe.
Tantas veces ha salido en este libro la palabra “magia”, que va a parecer una obra de
nigromancia. Desde luego, el gusto por los milagros del llamado ser racional es infinito.
Es magia, autohipnosis, dirá Becker: “formas de locura: la locura aceptada, la locura
compartida, la locura disfrazada y dignificada, pero de todos modos locura” (1977a, 55).
Los hombres siempre se han preguntado: ¿por qué son las masas tan ciegas y estúpidas?
Freud respondió: necesitan tener ilusiones y “constantemente prefieren lo irreal a lo real”.
Sabemos por qué. El mundo real es demasiado terrible para ser aceptado. Le recuerda al
hombre que es un animal pequeño, tembloroso, que envejecerá y morirá (1977a, 202).
No hay lucha de clases, sino colaboración de clases. Por ejemplo, con respecto a la
propiedad privada, que tanto mal ha ocasionado. Pues, como escribe Rousseau en su
Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, tan culpable de ella fue
quien acotó un trozo de terreno y dijo que era suyo, como los estúpidos que se lo creyeron.
Sí, porque les venía bien contar con “propietarios”, gente importante en la que guarecerse.
Influidos por Ernest Becker, los psicólogos sociales americanos Jeff Greenberg,
Sheldon Solomon y Tom Pyszczynski propusieron la Teoría del Manejo del Terror (TMT)
185
en 1986. Según la cual, el miedo a la muerte (que es inconsciente) es la causa de la cultura
y de la autoestima. Entendiendo por autoestima, la adecuación a la cultura establecida.
El gran valor de la TMT es el venir acompañada de un importante respaldo empírico.
Gracias a un buen número de experimentos, la Teoría del Manejo del Terror ha podido
comprobar cómo, cuando los individuos piensan en la muerte (porque se les habla de ella,
se les muestra videos, se les hace pasar por camposantos, etc.), se refuerza su adhesión a
las ideas establecidas, tornándose más autoritarios, racistas, etnocéntricos, belicistas e
intolerantes. Por ejemplo, el famoso experimento con los jueces, que, al oír hablar de la
muerte, fueron mucho más duros en sus sentencias a las prostitutas. O los experimentos
del voto y la guerra, en los que se comprobó cómo, al pensar en la muerte, los sujetos se
decidían más a votar al partido republicano o a apoyar la invasión de Irak
En el Libro de los muertos de Canetti, publicado póstumamente en torno a notas
inconexas de toda su vida, podemos hallar numerosas referencias a la relación entre la
muerte y el mal, y la muerte y el poder, pero su teoría más celebrada ha sido la del
sobreviviente, expuesta en Masa y poder, de 1960. Una repugnante teoría, recogida en
casi todos los estudios que circulan sobre la muerte, y, lo más curioso, presentada
acríticamente, asépticamente. Según esta, al hombre no le bastaría la inmortalidad, sino
que lo que realmente le gustaría es que todos murieran menos él. Canetti, por supuesto,
no presenta ninguna prueba, sino que se conforma con que sus lectores nos pusiéramos
en la situación imaginaria de batirnos en alguna guerra y quedar como únicos
supervivientes. ¿Cómo nos sentiríamos? No sé cómo se sentiría el buen puñado de
escritores tanáticos que han trasladado este asunto a sus libros; pero ninguno ha dicho que
le parezca una aberración.
Terminemos con un comentario crítico. Creo que los autores estudiados en este punto
son complementarios. Que la maldad es fruto de la muerte me parece evidente. No hay
más que intentar imaginar (si es que se puede hacer, si tal cosa es posible), si no hubiera
muerte, si nos preocuparía el poder, la fama, el dinero, la sumisión al jefe de la horda, etc.
Y, la verdad, adivino que no. Más que nada porque no tendríamos ni estas preocupaciones
ni ningunas otras. Si no hay muerte, no hay futuro, ni, por tanto, tiempo, ni posibilidad de
planes ni preocupación. La TMT, ofrece, además, pruebas empíricas. Dicho esto, habría
que hacer a estos autores la misma crítica que hemos hecho a otros, a todos los que
entienden la muerte como una cosa natural. Si tal fuera, sería imposible liberarse de la
maldad, de la injusticia. Y, por otro lado, no echemos la culpa de todo a la muerte. Esta
es una pieza más del juego, del engranaje que nos encarcela. Si la muerte es condición de
186
todos los males, también todos los males son condición de la muerte. Lo que hemos dicho
tantas veces, que todo está en todo.
3. MUERTE Y PODER
La muerte es una imposición social. Pero, ¿por qué la sociedad nos la impone?, ¿de
dónde ha salido la idea de la muerte? ¿Qué interés puede haber en endosarnos semejante
monstruo? ¿De quién es el interés?
Cuando en plan detectivesco se trata de resolver un crimen, es buen método
preguntarse a quién beneficia tal crimen. ¿Serán, por tanto, los dos poderes de siempre:
el temporal y el espiritual: en antiguos tiempos el rey y la Iglesia; en tiempos más
modernos, el poder político-financiero (son la misma cosa) y la ciencia (que ha venido a
sustituir a la religión) los autores del crimen? Mi posición es que estos poderes se
aprovechan de la muerte, pero no crean la idea, por la sencilla razón de que también ellos
la padecen.
El poder se aprovecha de la muerte
La mayoría de los autores que se han ocupado de este punto, coinciden en que, de entre
los poderes que se aprovechan de la muerte: el religioso, político, científico y económico,
el determinante es este último, por lo menos desde la Edad Moderna. De modo que de
nuevo nos encontramos con el monocausalismo.
Por supuesto que el poder económico maneja la muerte. Se puede apreciar incluso en
los mismos orígenes del capitalismo. Ariés lo ha estudiado, y ha visto cómo, a pesar del
negocio que ha supuesto la muerte para la Iglesia, al final no es más que un mero títere
del poder económico. En los tiempos de los primeros brotes del capitalismo, allá por el
siglo XII, se podía comprar la vida eterna mediante el testamento. Se estaba obligado a
testar so pena de excomunión e imposibilidad de enterramiento, y, como era de obligado
cumplimiento incorporar en él una buena cantidad de dinero para misas, obras pías y
gastos de entierro, resulta que al final escasa parte llegaba a los herederos. Sin embargo,
durante la vida había un gran deseo de gastar, de gozar de ella. Sentimiento que pronto se
encargaron los frailes de darle la vuelta con sus prédicas, y convertirlo en ascético, y
187
generar la idea de la vanidad de la vida y la época de las vacuidades, que ya hemos visto.
Así tuvieron a todo el mundo, cual filósofo platónico, durante tres siglos todo el día,
realizando ejercicios espirituales y preparándose para la muerte (montando guardia como
si fueras a morir en el instante siguiente, como dice Erasmo). Sin embargo, mirado más
de cerca, bajo las faldas de esos frailes, Ariés detecta algo mucho más material: el propio
capitalismo, su formación, esto es, la necesidad en sus orígenes de no dilapidar la
ganancia, sino de conservarla para reinvertirla, y generar otras.
En la actualidad las cosas son muy distintas, puesto que ya no estamos en el
capitalismo, sino en el neocapitalismo, y este lo que necesita es lo contrario, el gasto
desenfrenado y democrático. Al dinero le viene muy bien la fórmula de “a vivir que son
dos días”, porque la mayoría no sabe vivir sino despilfarrando. Ya se encarga él mediante
la ciencia del marketing de crear las necesidades convenientes, y a escala industrial de
fabricar los objetos que las satisfacen. Es cierto que, como escribe Marcuse en su artículo
“Ideología de la muerte” de 1959, la posibilidad de morir frena al trabajador a oponerse
al poder económico, por lo que la muerte hace un gran servicio al dinero; pero me parece
más importante la ayuda que le presta visto desde la perspectiva de Becker, al convertirlo
en sagrado. El trabajador no se rebela contra el dinero, porque teme que lo aplaste con
todo su poder; pero sobre todo porque está encantado con él. Si lo tiene está exultante; si
no, sueña con la superchería de que le va a tocar la lotería, y, si no resulta agraciado, se
conforma con ver los yates en la televisión, que algo es algo.
De modo que, efectivamente, como dice Ziegler, el neocapitalismo nos lava el cerebro
con la escuela y el bombardeo de los anuncios y la propaganda; pero no, como cree
nuestro autor, porque nos robe la muerte y nos imponga el tabú (la muerte no hay quien
la robe), sino por lo contrario. Ziegler no se da cuenta de que en el “a vivir que son dos
días” es esencial que sean dos días. El neocapitalismo no nos roba la muerte, sino el
cerebro.
Pero, como defiende Becker, el origen de todo esto es la naturaleza humana. Con la
salvedad de que tal naturaleza humana está construida socialmente, y, por tanto, no es
irremediable. Pero observar a todos los actores sociales colaborando en la dominación,
nos hace pensar en que el poder está en todas partes; en nuestro interior también. Es lo
que Foucault ha llamado “microfísica del poder”, y que Fromm interpretó como que la
autoridad se ha vuelto anónima. No es necesario encontrar al culpable, todos somos
culpables. Sería algo así como el pecado original del que hablaba Bauman, si bien, no por
la muerte, sino por la idea de la muerte.
188
El poder es la muerte
El poder se aprovecha de la muerte, pero eso no significa que la haya inventado.
Podríamos sospechar que se les ocurrió a los sacerdotes, para su negocio, y que, una vez
acaecida la muerte de Dios, esta muerte humana, que ya circulaba, fuera aprovechada por
el poder económico. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la idea falsa de la muerte
también la padecen los sacerdotes y los ricos. De modo que, podrán realizarse más
ampliamente que los demás mortales, ensanchar su vida con su dinero, pero en el fondo
mal negocio hacen. Sobre el poder religioso, económico y político ha caído el mismo
chaparrón de muerte que sobre los más desfavorecidos, y estamos todos igual de calados.
Y hay que tener en cuenta también que esos poderosos están ahí porque nosotros los
hemos colocado, y los sostenemos, y, si es necesario, les aplaudimos. No: la muerte debe
estar por encima de estos poderes (o, por lo menos, junto), y ha debido salir de algún otro
sitio (o, por lo menos, a la vez).
Preguntar a qué obedece la idea de muerte como aniquilación del yo, es preguntar por
el origen de la idea de sustancia como soporte independiente de las propiedades y
permanente, una de cuyas clases es la sustancia-yo. Dicho de otra forma, de averiguar la
fuente de los conceptos individuales o nombres propios. Los conceptos no individuales o
nombres comunes son de diferentes clases, estando unos más o menos cerca de la
sustancia que otros. Por ejemplo, árbol, que es una propiedad al fin y al cabo (por muy
importante que sea) del árbol del jardín, puede tener, a su vez, propiedades como verde,
y esta, por su parte, una propiedad como oscuro. Quiero decir que sustancia y propiedad
son términos relativos, aunque hay, por supuesto, una sustancia última (o primera, según
se mire): el árbol del jardín. A él obedece el nombre propio. Tal árbol probablemente no
tenga nombre, porque a los árboles no se les ponen nombres propios; pero, si se tratara
de un perro, sí lo tendría, y, desde luego, los humanos, todos.
La pregunta, por tanto, es por el hontanar de los nombres propios o los conceptos
individuales. El árbol del jardín varía incesantemente, nunca es el mismo que en el
momento anterior, que en la estación anterior. Crece, muda el color, lo balancea el viento,
etc. Sin embargo, lo consideramos uno, él mismo. Bien, pensemos: ¿no es realmente útil
la operación de sustancializar el mundo, esto es, de reducir la multiplicidad a unidad y la
variación a permanencia? Los conceptos y los nombres son una simplificación, una
189
exageración. Son como los planos o los mapas, muy útiles para orientarnos, pero, en
definitiva, falsos, porque obligan a prescindir de la infinita variedad de la vida. Por eso,
entendemos por dónde vamos (por la carretera y por la vida), porque entender es exagerar.
Y por eso al hablar, al decir cosas, al emitir juicios (al unir conceptos) necesariamente
simplificamos y extremamos. Se suele decir muchas veces en las conversaciones: “¡No
generalices!”. ¡Cómo si se pudiera hablar sin generalizar! Si cada vez que decimos una
cosa, hubiera que enumerar las excepciones o los matices, nunca acabaríamos. Porque los
matices son infinitos. Se habla siempre en general. Como cuando se dice que la hierba es
verde. Porque la hierba no es verde. La hierba en su mayor parte, así en conjunto, y desde
lejos, “parece” verde. Pero, si te fijas, es de muchos colores, y, si te fijas más,
probablemente de ninguno. Sin embargo, decimos que la hierba es verde, sin necesidad
de añadir: con la excepción de la hierba seca (por cierto, ¿la hierba seca es hierba?). No
acabaríamos nunca: por eso simplificamos. De entre los infinitos colores de la hierba,
destacamos el verde. Pero al mismo tiempo falseamos la realidad, porque la hierba no es
verde.
La operación fundamental de la inteligencia es sustancializar el mundo. Todo está
lleno de sustancias, de cosas, y nosotros somos un caso más. El concepto, como dice
Ortega y Gasset, es un “órgano o aparato para la posesión de las cosas […] Sólo cuando
algo ha sido pensado, cae debajo de nuestro poder” (I, 353-354). Etimológicamente
concepto, a través de conceptum y concipere, deriva de capere, que significa agarrar o
capturar algo. Los hechos se nos escaparían, como se escapaban hasta que se encadenaron
las estatuas de Dédalo. Realmente, el pensamiento siempre va de caza (¿se trata, por tanto,
este libro de antipensamiento?). El conocimiento, todo ese mundo de los conceptos y los
juicios, es control. ¿Cuál es el sentido de sustancializarme la sociedad y de
sustancializarme yo?: controlarme la sociedad, controlarme yo. La sociedad necesita un
responsable para premiar y castigar; yo me necesito responsable para premiarme y
castigarme.
Quisiera aportar una prueba de esto que digo. Se trata de la filosofía de Kant. Kant
necesitaba un responsable, alguien a quien premiar y castigar (ya nos hemos referido
brevemente a ello), y, como no sabía de dónde sacarlo, dado que era empirista
(recordemos que Hume había negado el yo), no se le ocurrió otra cosa que postularlo.
¡Según Kant, se debía postular el piloto en la nave! Como es sabido, Hume despertó a
Kant de su “sueño dogmático” (lo que quiere decir que, al leerlo, se transformó en
empirista), pero el ilustre filósofo alemán se las arregló (movido por sus profundos
190
intereses religiosos) para reintroducir el yo por la puerta falsa. Fijándose en las
matemáticas, observó en ella tres tipos de fórmulas: los teoremas, que se demuestran a
partir de los axiomas; los axiomas, que no es necesario demostrar al ser evidentes, y los
postulados, que no son evidentes, pero que tampoco se pueden demostrar. Por ejemplo,
el famoso postulado de las paralelas: por un punto exterior a una recta, solo puede trazarse
una paralela a ella. Pero, ¿por qué hay en las matemáticas cosas que no son evidentes ni
demostrables? Pues porque son necesarias, porque, si se quitaran, se derrumbaría todo el
edificio de las matemáticas. Pues tal cosa pensó Kant que debía ocurrir en ética. No
tenemos constancia empírica de la responsabilidad ni de los premios y castigos justos (en
efecto, como es sabido la vida premia a los malos y castiga a los buenos), por lo que
tenemos que postular que hay un individuo responsable invisible, otra vida y un Juez
justo. En Kant se aprecia maravillosamente bien cómo todo el trasunto de la muerte, el
yo, la responsabilidad y la realización viene a gravitar en los premios y castigos. ¿Para
qué voy a ser bueno, si nadie me va a premiar? Juicios como este, inspiraron a Nietzsche
la siguiente frase: ¡Esa fatalidad de araña fue considerada como el filósofo alemán,
─sigue siendo considerada así─... Me guardo de decir lo que yo pienso de los alemanes!”
(1979, 36).
La sociedad, el pensamiento, el lenguaje, no postula esas cosas, simplemente nos las
impone. Realmente creemos que la hierba es verde, y vamos tirando; realmente creemos
que el criminal que es condenado después de veinte años es el mismo que cometió el
crimen, y vamos tirando. Pero, ¡ah, amigo!, algo no funciona con la muerte. ¿Qué es eso
de que desaparezcamos?, ¿es acaso esto un espectáculo de magia? Matrix tiene fallos,
cosas que no cuadran, incoherentes (como en la película, que aparecen dos gatos seguidos
exactamente iguales), que te hacen pensar: “esto no es verdad”. Como dice Agustín
García Calvo:
En realidad, tengo que morirme, claro;
Pero, de verdad, nunca podré estar muerto.
Y este es el primer vislumbre que se nos ofrece de la diferencia entre verdad y realidad (1996,
83).
Los cambios accidentales (por ejemplo, Juan ha crecido) dijimos que eran igual de
imposibles que los sustanciales, pero podemos ir sorteándolos, pues compensa el
beneficio que nos reporta el creer que hay por debajo algo inmutable. Pero tal truco nos
191
aboca a la idea de aniquilación, desaparición. También podemos esquivarla cuando se
trata de cosas poco importantes, pero con respecto a nosotros mismos (o un ser querido),
no es que aterre (lo hemos dicho muchas veces), es que angustia. La angustia es la
traslación al plano personal, en forma de sentimiento, de la ininteligibilidad que nos
produce el cambio sustancial, la destrucción.
La operación ha sido exitosa, por lo menos hasta ahora, ya que a la especie humana le
ha ido bien en la evolución. Por supuesto, en lo que se refiere a la vida, que otra cosa es
la felicidad. Aunque a la evolución parece que no le interesa mucho esta.
Nos preguntábamos de dónde había salido la idea de la muerte (junto con el yo, el
futuro, la responsabilidad, la realización, los premios y castigos: todo junto, porque no
pueden separarse, ya que son la misma cosa), y llegamos a la conclusión de que ha salido
de donde salen las ideas, y el lenguaje: del poder. “¿Qué es Matrix?: control”, se pregunta
y responde Morfeo en el filme. La evolución ha ensayado el control, el poder. Veremos
dónde nos lleva.
194
La sensación que me invade, amigo lector, ahora ya que casi palpo el acabamiento de
esta obra sobre este tema tan vergonzoso de la muerte, es la de no haber conseguido
expresarme con claridad. Lo cual, por otra parte, no debería extrañarnos ya que aquí se
reconoce que los planes nunca se realizan por completo, y que a lo más a que puede
aspirarse es a ir tirando. Por lo cual, tampoco se alcanza la total ininteligibilidad; siempre
se entiende algo, el perfecto estado socrático, como perfecto que es, es imposible.
195
La principal razón de este fracaso relativo ha sido, por supuesto, batallar con el
lenguaje contra entidades meramente lingüísticas. Los nombres comunes, nombres
propios, términos de carácter cognoscitivo, etc., todo eso está en la diana de este libro
Contra la muerte, y, sin embargo, tiene que utilizarlos al ser un libro escrito. Demostrar
que no hay cambio, recalcar que no hay necesidad de distinguir entre realidad y
conocimiento, echando a la vez mano abusivamente de tales conceptos, por fuerza le
habrá dado a este trabajo un tono incongruente. Hablar de cosas que uno no sabe (ni nadie)
resulta difícil, y hay que hacer el esfuerzo, quizás imposible, de no caer en
contradicciones. Cosa fácil de detectar cuando uno no recurre al subterfugio de
esconderse en un lenguaje retorcido y pedante, que mayormente es lo que hacen los
filósofos. Aquí se ha hablado (o por lo menos intentado) de cosas normales y corrientes:
de la realidad, el cambio, la muerte; ni de cosas rebuscadas ni con un lenguaje rebuscado.
Se podrían sintetizar estas páginas quizás de la siguiente forma: la muerte es la
aniquilación del yo; mas, si hay yo, es imposible, porque el paso del ser al no ser es
absurdo. No hay yo, sin embargo, dado a que no hay ninguna constancia intuitiva de él,
como concepto es imposible y como supuesto no da más que problemas. Se trata, por
tanto, de una idea mentirosa impuesta por la sociedad, como consecuencia de la creencia
en las sustancias a que nos aboca un lenguaje sustancialista, concebido para controlar el
mundo y controlarnos a nosotros mismos. En efecto, al surgir el yo, surge con él, y al
mismo tiempo, la idea de la muerte. Con la consabida ristra que le sigue: el tiempo, la
preocupación, la libertad, la realización, la competición, el éxito y fracaso, los premios y
los castigos. Pero como a cada paso se está viendo que no hay yo (que no somos nadie),
la humanidad inventó el truco de las religiones. La cultura como cultivo, cultivo del yo,
para que florezca, y bien frondoso tape al no-yo. Hay que reconocerlo, la religión ha sido
el mejor remedo de la inmortalidad, a pesar de que no haya sido perfecto. Claro, perfecto
no hay nada: en primer lugar, siempre acecha la aniquilación como posibilidad (la muerte
nunca ha estado domada del todo); en segundo término, el proyecto de asegurarse un buen
recibimiento en el cielo también era irrealizable en esta vida, por lo que el pobre pecador
dudo mucho que fuera feliz.
Sin embargo, la muerte de Dios todo lo trastoca, y ya no es posible el estiramiento del
yo hacia otra vida, sino solo su dilatación en esta. Hecho que solo ha podido producirse
durante la segunda mitad del siglo XX, cuando la realización de la masa ha sido posible,
gracias a la conjunción de liberalismo y socialismo en el Estado de bienestar. El
antropocentrismo moderno se democratiza, y el endiosamiento y narcisismo se extiende
196
por doquier. Realmente, se trata de un nuevo politeísmo. Esta fue la gran contribución de
Heidegger. Ya sabemos cuál es el nombre de Dios: “Soy el que soy”50, de modo que ¡ya
todos a serlo! Trabajosamente, en un mundo donde impera el sector servicios, que no es
sino la extensión de la fábrica al propio hombre. Y, por supuesto, abocados al mismo
fracaso que en la sociedad religiosa, solo que más mayúsculo al ser más altas las
expectativas (no es lo mismo que Dios te admita como acompañante a que tú mismo seas
Dios). De ahí las enfermedades posmodernas de la depresión y la ansiedad, que son como
nuestra sombra. Pero el sentimiento más característico de nuestra época es la angustia, la
sensación de que, a pesar de todo, todo es en vano, es decir, que somos dioses de mentira,
de pacotilla. ¿Cómo no vamos a ocultarlo y rechazar hablar de ello? Como el moribundo
realiza su pantomima. Mas ¿qué va a hacer? No va a exclamar: “me muero, y eso es todo”.
Pero afortunadamente todo es falso en la caverna de Platón, y es verdad que es falso.
No hay yo, muerte, tiempo, libertad, preocupación, competición, premios-castigos,
dinero, infelicidad: desilusión al no realizarse y ¡al realizarse! Solo sombras proyectadas
en el fondo de la caverna, que los prisioneros tomamos por la realidad misma. La
verdadera realidad es la que el orientalismo tan bien ha descrito con palabras negativas,
es decir, sin describirla. Quizás, si no te crees las sombras, sea más fácil que la realidad
verdadera asome, pues, al fin y al cabo, como dice Maslow, todo el mundo tiene alguna
que otra experiencia cumbre.
Pero ella viene cuando quiere, y como en Matrix: “la respuesta te está buscando”. No
se puede controlar la vida, es mejor abrir la mano, y dejar escapar la realidad, como
cuando se suelta un pájaro.
Pero sin hacerse ilusiones. La razón poco puede hacer contra la fe de toda una tradición
cultural. La fe no es un traje del que te puedas desvestir, sino un caparazón de tortuga. Ya
no se cree en las revoluciones, y ni siquiera en salirse del sistema. Nos conformaremos
con sacar una uña de este.
Me despediré, amigo lector, con un haiku de Retsuzan:
La noche en que comprendí
que este es un mundo de rocío,
me desperté del sueño.
50 Así al menos se presentó a Moisés en el pasaje bíblico de la zarza ardiendo. El contraste con el
“non serviam” de Luzbel es bien claro: no tengo dueño, ni siquiera yo mismo.
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