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Cuentos Solidarios
- Líneas sin Sombra -
Águeda Ruiz de la Fuente Rodríguez
Carlos Javier Eguren Hernández
Cesar Rodríguez Valencia
Diego Jurado Lara
Estefanía Santana
Juan Carlos Boíza
Óscar Álvarez
Diseño y maquetación:
Juan Carlos Boíza López
Imagen de portada: Óscar Álvarez
Textos: Varios autores.
Esta obra está bajo una licencia de Reconocimiento – No comercial - Sin obras
derivadas 2.5 España de Creative Commons. Para ver una copia de esta licencia,
visite:
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O envíe una carta a: Creative Commons, 171 Second Street, Suite 300, San
Francisco, California 94105, USA.
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ÍNDICE
Introducción 5
Águeda Ruiz de la Fuente Rodríguez
Como una flor del árbol sakura 7
Hikikomori 17
Todo lo que sé 25
Carlos Javier Eguren Hernández
Adiós, amiga... (O cómo supe que los
días de perro vagabundo se habían terminado) 27
Cesar Rodríguez Valencia
Glinnila 45
Diego Jurado Lara
La encrucijada japonesa 73
Estefanía Santana
El Sueño del Dragón 93
Juan Carlos Boíza
La torre 97
Ojos verdes 127
Óscar Álvarez
De espinas y rosas 141
Micaela 167
Vuelo de alas rotas 179
Vuestros ojos serán abiertos 189
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INTRODUCCIÓN
Un año más os traemos una nueva edición de Cuentos Solidarios, en la que
nos reunimos un grupo de escritores independientes para ofreceros algunas
de nuestras obras de forma totalmente desinteresada, movidos sólo por el
convencimiento de que un mundo mejor es posible y que la literatura debe
servir como herramienta privilegiada para lograr ese fin.
Desde la crisis económica, que está llevando la tragedia del paro y la
desesperanza a muchas familias, hasta los desastres naturales, que parecen
cebarse siempre en los más desfavorecidos, pasando por los múltiples
puntos del mapa, donde el hambre y la violación de derechos humanos es
el pan de cada día, parace como si el mundo se empeñase en mostrarnos su
cara más amarga. Por eso, este año se nos antoja más necesario que nunca
iniciativas como Cuentos Solidarios, que ayuden a movilizar las conciencias
en busca de la ayuda que tan desesperadamente se necesita en muchos
puntos de nuestro planeta.
Si te gusta nuestro trabajo y quieres ayudar a mejorar el mundo en que
vivimos, no dudes en colaborar en alguna de las propuestas que
encontrarás en nuestra página web:
http://www.cuentossolidarios.blogspot.com
Juan Carlos Boíza
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Como una flor del árbol sakura
Águeda Ruiz de la Fuente Rodríguez
Shinta se encontraba encendiendo el fuego de su
campamento cuando aquella mujercita entró en el claro sangrando
por el estómago y cayó al suelo inconsciente.
Habían pasado tres días desde aquel momento, y el chico
apenas se movía de su lado. La había recogido y metido en su tienda,
lavado y curado sus heridas con agua que había recogido de un río
cercano. También había vendado su estómago maltrecho sin conocer
su nombre, igual que le había regalado un kimono porque el de la
chica estaba ya demasiado roto, desgarrado y manchado de sangre.
Su pelo era largo y negro, recogido en una gruesa coleta que a
su vez estaba enrollada sobre si misma para no molestar. Su piel era
blanca y pura, casi como la nieve, y aunque debería de rondar los 20
años apenas tenía las curvas propias de una mujer de su edad. A
pesar de eso, poseía una belleza diferente y pura.
Aunque la había contemplado muchísimo, no la había tocado
lo más mínimo, igual que tampoco había recogido la katana que la
acompañaba y que se había quedado en el claro. Esa no era la única
arma que la acompañaba: dentro de su kimono Shinta había
encontrado una wakizashi. Gracias a ello, el chico había podido
afirmarse mentalmente que la chica a la que había sanado se trataba
de una de las pocas mujeres samuráis de su tiempo, pues sólo los
samuráis llevaban el wakizashi, la espada corta, dentro del kimono
como última defensa o para el suicidio si llegaba el momento en el
que no había otra alternativa para morir con dignidad.
Cuando lo había descubierto había sido demasiado tarde: ya
la había atendido y ya había desgarrado su kimono a la altura del
estómago para curar la herida. De todas formas, aquel kimono no
tenía pinta de ser demasiado caro.
La herida estaba demasiado arriba para tratarse de un
seppuku, sino que parecía que estaba hecha con un arma ardiendo,
probablemente una katana por su profundidad, y esa no era la
manera del suicidio en busca de honra de los samuráis. Al estar
quemada, aquel que la había hecho se había asegurado de que nunca
más pudiera cerrarse por completo.
Era una herida mortal donde las hubiera. Tarde o temprano
aquella joven acabaría muriendo, y ni todos los años de estudio en la
medicina de Shinta conseguirían salvarla, como mucho retrasar un
poco el momento.
Y, si no moría por algún milagro y conseguía recuperarse, lo
más seguro es que se sintiera tan deshonrada por haber sido salvada
y sanada sin su consentimiento, que acabaría cumpliendo con el rito
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del seppuku, el suicidio. También era muy probable que le asesinara a
él antes de suicidarse ella, por haberle faltado al respeto.
Lentamente para no irrumpir el silencio que llevaba reinando
tres días en la tienda, Shinta fue en busca de más vendas para
limpiarle de nuevo la herida. Cuando volvió, los ojos de la samurái se
movían de un lado a otro bajo sus parpados cerrados.
El joven se arrodillo a su lado y esperó con paciencia a que la
muchacha acaba de despertarse, intentando contener la sorpresa de
que hubiera tardado tan poco en volver a la consciencia.
El Sol anduvo un rato por el cielo cuando ella, por fin, abrió
los ojos. Tardó unos momentos en ubicarse, y cuando se dio cuenta
de que estaba acostada en un lugar desconocido, su cuerpo se tensó y
sus instintos se pusieron alerta.
Shinta le tendió una jarra con agua, y fue sólo entonces
cuando ella se dio cuenta de que había un chico arrodillado a su lado.
Movió la mano derecha hacia su vientre con claras intenciones de
buscar su wakizashi, y cuando no lo encontró y se dio cuenta que no
era su kimono el que llevaba puesto, miró alrededor con pavor e ira.
-Por favor, bella samurái; no os asustéis –le pidió el chico
dejando a un lado la jarra y mostrando sus manos desnudas -. No
tengo intenciones de perturbar vuestra alma o vuestro honor. Tan
solo os he recogido y sanado vuestras heridas, tal y como hubierais
hecho vos por mi –concluyó con firmeza. La samurái acarició y
examinó el vendaje ligeramente. Shinta descubrió que sus manos
eran demasiado ásperas y grandes para lo que solían ser las de las
mujeres de pueblo.
-Vos… ¿sois el que me ha salvado? –preguntó ella con un
tono de voz dulce y calmado. En aquel momento, Shinta apreció que
sus ojos rasgados eran negros como el carbón.
-Un samurái no debe perecer sin motivo, y ningún
alma debería iniciar el camino siendo tan joven –añadió él. La mujer
miró con curiosidad a su salvador.
Era un japonés que rondaría los treinta años, y a primera
vista la chica supuso que sería un campesino. Ancho de espaldas y de
rasgos duros y salvajes, parecía más un guerrero analfabeto que
alguien capaz de vendar una herida con tanto cuidado como había
demostrado.
-¿Dónde está mi katana? –preguntó al darse cuenta de que no
la llevaba consigo. Shinta señaló hacia fuera de la tienda con la
cabeza y la mujer trató de incorporarse, cerrando la mandíbula con
fuerza a causa del dolor.
La primera reacción de cualquier médico al ver dicho acto
casi de suicidio, sería de intentar impedirlo. Alargó la mano para
detenerla, pero la chica se quedó quieta, mirándole con tanta fiereza
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y de una manera que no admitía réplica alguna. Shinta estaba a la
mitad del movimiento para pararla cuando la mirada le recordó que
la chica a la que había salvado no era una persona cualquiera: era
una samurái que iba en busca de su katana, aquello que le daba el
honor necesario para vivir. Sería mucho mejor para un samurái morir
del dolor en ese momento a que alguien le impidiera ir en busca de
su arma.
La dejó ir.
La mujer se levantó y Shinta con ella. Anduvo unos cuantos
pasos y estuvo a punto de caer al suelo un par de veces, pero se
resistió al dolor que, supo Shinta, le estaba recorriendo todo el
cuerpo y que empezaba en el estómago. Siguió caminando sin
pararse.
Salió de la tienda y se dirigió hacia los árboles en donde había
caído. En el suelo, un fino rastro de sangre marcaba el camino que el
hombre había tenido que recorrer con ella en brazos tres días antes,
pero la mujer no se amedrentó lo más mínimo.
Al fin, llegó a donde estaba su katana sobre la hierba, se
arrodilló, e hizo una reverencia a su arma. Sabía, antes de hacerlo,
que le iba a doler.
Grito de dolor cuando lo hizo, pero no modificó ni un
centímetro su postura, pues eso sería una de las mayores ofensas que
podría llegar a hacer: demostrar que el dolor escapaba a su control.
Tras unos segundos, ella dejó de gritar y se levantó
posteriormente, llevando su espada en la mano con el mimo propio
de una madre cargando a su recién nacido. Pasó al lado de Shinta,
que se encontraba a la entrada de la tienda sin apenas mirarle, y entró
en la caseta. Y Shinta, al cabo de unos segundos, con ella.
La samurái se había recostado de nuevo y se encargaba de
eliminar los restos de vendaje manchado de rojo para poder
examinar su herida. Cuando lo hizo, una mueca de tristeza apareció
en su rostro. Miró a Shinta cuando éste entró.
-Esto no va a curarse nunca, ¿verdad? –preguntó. Shinta
guardó silencio -. Sé poco de medicina y de heridas graves, e incluso
con mis pocos conocimientos, sé que un arma de fuego corrompe de
tal manera el cuerpo que éste es incapaz de volver a la normalidad.
Sólo necesito que me lo afirméis, pues mi señor está en peligro y
debo ir tras él. Si voy a recuperarme, esperaré, porque en mi estado
no seré de mucha ayuda, aunque si no voy a hacerlo, debo ir de
inmediato, pues hasta la última gota de mi sangre y por tanto, de mi
vida, le pertenece –explicó aunque Shinta ya sabía que era eso lo que
iba a pasar en cuanto se despertara-. Decidme, noble hombre…
-Decidme primero vuestro nombre, samurái, para así poder
contestaros como es debido.
-Mi nombre no tiene importancia –replicó ella mirándole.
Shinta aguantó la mirada sin acobardarse lo más mínimo, aunque
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sabía que esa mujer, incluso en su estado, era mortal. A final, bajó la
vista, avergonzado.
-Siento habéroslo pedido, pues mi curiosidad como médico
es insaciable. Decidme, al menos, el nombre de vuestro señor para
poder cantar alabanzas al samurái que lucho hasta su último aliento
por la vida de su maestro.
-El nombre de mi señor es Taira, y yo tan solo cumplo con la
promesa que hice de guardar su vida hasta mi último pálpito. Y, por
eso y porque mi señor está en peligro, debo irme. Contestad a mi
pregunta de una vez.
Shinta suspiró y miró al techo de la pequeña tienda con
tristeza.
-Vuestra herida es mortal: mientras tengáis una venda para
frenar la hemorragia podréis alargar vuestra vida un poco más, pero
pronto comenzaréis a cruzar la línea que la separa la muerte –
sentenció. La mujer no varió su expresión en mucho tiempo, y
cuando lo hizo, fue para sonreír con pesar.
-Si es así, amable hombre, traedme vuestro mejor kimono y
agua para lavar mi cuerpo, pues quiero estar lo más bella posible para
cuando la Muerte me alcance y así permanecer limpia y aseada el
resto de la eternidad –pidió con amabilidad-. Además, mi señor debe
verme como a una flor del árbol sakura cuando llegue hasta él
-¿Vais a ir aún así en su ayuda? –preguntó Shinta. Aquella
mujer escapaba de su entendimiento, pues apenas parecía afectada
por la noticia de que su inminente muerte y tan solo pensaba en su
señor. Nunca había conocido a ningún samurái, y tal vez por esto no
comprendía su punto de vista.
-Sin duda alguna. En cuanto me asee iré en su busca, tanto
para salvarle si llego a tiempo como si tengo que vengar su muerte –
contestó. Con la jarra de agua que Shinta le había traído, lavo su
herida y la vendó con fuerza para frenar la sangre. El hombre,
mientras tanto, sacó su kimono más bello y lo dejó a su alcance para
que ella pudiera cogerlo. Luego, salió a por agua para la samurái.
Cuando volvió, ella ya se encontraba de pie al lado de la
tienda, atando la katana a su cintura y metiendo el wakizashi entre los
pliegues del nuevo kimono que llevaba. Levantó la vista cuando le
oyó venir e hizo una reverencia con la cabeza.
-La herida os debe de estar doliendo muchísimo –comentó
Shinta cuando llegó a su altura y dejó el cuenco con el agua en el
suelo. Ella se arrodilló para lavar sus manos, su cara y ligeramente su
torso.
-Pero este dolor no es nada en comparación con el que
sentiría mi alma si mi existencia dejara de ser útil –explicó. Cuando
hubo acabado, utilizó el reflejo en el agua que quedaba para peinar su
larga trenza de nuevo.
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-Que una llama de apague con la rapidez con la que estáis
obligándola a hacerlo es monstruoso. Si descansáis, y con mis
cuidados, tal vez haya posibilidades de salvaros –dijo él. Cuando
acabó de hablar, se dio cuenta de que casi había sonado como una
súplica para que se quedara. Odiaba ver a la gente perecer cuando
había alternativa. Aunque sabía que para esa herida no había otro
final, quería creer que sí que lo había.
-Mi cuerpo se salvaría, pero no mi alma, ni mi honor.
Entendedlo: uní mi alma con el señor Taira cuando cumplí los 15
años, y desde entonces nuestros finales van de la mano. Si el alma del
señor Taira debe cruzar el río hacia la muerte, la mía debe
acompañarlo –dijo mientras se levantaba. Le miró a los ojos y luego
se arrodillo para hacerle una reverencia con toda la formalidad con la
que el dolor le permitió. Luego, se levantó de nuevo y miró la tienda
de campaña con curiosidad -. ¿Puedo preguntaros algo?
-Sólo si sois capaces después de darme vuestro nombre
como samurái –contestó él. La chica suspiró y asintió.
-Que así sea. Mi pregunta es… ¿qué hacéis aquí, tan solo y
acampado en medio de un bosque?
-Intento encontrar mi lugar en el mundo –explicó él. La miró
con descaro -. Ahora contestadme vos a mí –exigió él. La chica le
sonrió por última vez antes de comenzar a alejarse.
-Contad la historia de Aka Kage, una de las pocas samurái
mujeres de todo el país, y contad también como encaró a la muerte
para salvar la vida de su señor –dijo sin darse la vuelta. Siguió
andando -. Esa historia merece ser recitada por todo Japón.
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Hikikomori – Sola en la multitud
Águeda Ruiz de la Fuente Rodríguez
Sin fuerzas ya, sin llanto. Sin ojos llorosos ni miradas tristes a
través de la ventana.
He tapado los cristales de mi ventana con tela negra para no
ver el exterior por miedo a que el exterior me pueda ver a mí. No
puedo más, no sé dónde esconderme.
Lo único que me acompaña todas las largas horas son las
paredes, éstas paredes tan blancas que siempre han estado allí. Estas
paredes ahora desnudas que antes habían estado plagadas de fotos,
de posters. Posters asesinos que me miraban con reproche, que me
exigían cosas de las que no me siento capaz.
Miradas de hombres y de mujeres que habían sido mis ídolos,
aquellos a los que me había querido parecer y que, sin embargo,
hasta la más dulce mirada suya me lo reprochaba todo. Ahora, sin
embargo, con las frías y dulces blanquecinas paredes me he sentido
un poco más fuerte.
Sólo lo suficientemente fuerte para salir de mi habitación por
primera vez en varios meses y caminar descalza por mi casa cuando
mis padres duermen.
Salgo a la terraza y contemplo la ciudad de Tokio con temor.
La noche me cobija, ella es mi aliada. Las luces parpadeantes de las
farolas me hacen daño a los ojos, pero mi piel agradece el contacto
con el tibio viento fresco.
No sé si algún día volveré a salir. Mi corazón derrama sangre
mientras una tristeza intensa se cobija en él.
No sirvo para nada, me han dicho tantas veces. Tantas veces
que he terminado por creérmelo. A mis padres les da igual que no
salga de mi cuarto, mi madre se limita a dejarme una bandeja con la
cena en la puerta y a recogerla al día siguiente para repetir el mismo
proceso por la noche.
Hace mucho tiempo que no veo a nadie, ninguna silueta
humana se cruza conmigo. Pero hace aún más tiempo que no me
atrevo a levantar la mirada del suelo para enfrentarme a los ojos de
otra gente.
Estoy sola, sola entre una multitud que me aplasta y me
empuja. Y me han empujado tanto que mis piernas no quieren
responder.
Vuelvo a mi cuarto y abro el armario. Sin saber por qué, cojo
una chaqueta oscura, la más oscura que encuentro y me la pongo,
con miedo. Hace meses que no me pongo una chaqueta porque no la
necesito dentro de mis paredes blancas. De mi protección de paredes
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blancas. Ahora, ni la más pura blancura podrá protegerme.
Cojo las llaves de mi casa y dinero. Mucho dinero, de hecho.
Todos mis ahorros para ser exactos. Y, tras un suspiro, salgo de mi
casa.
Despacio y muy lentamente. Es de noche y no quiero
encender ninguna luz. No quiero que nada descubra mi lugar, mi
paradero. No quiero encontrarme a nadie, porque nadie quiere
encontrarse conmigo.
Salgo de mi edificio y un frío intenso se apodera de mí. A
pesar de todo, a pesar de la noche cerrada, de las luces parpadeantes
de las farolas y de mi corazón sangrante que grita por volver a entrar,
sigo mi camino. Poco a poco mis piernas vuelven a tener fuerza.
Poco a poco recupero de mi memoria perdida las rutas oportunas
para recorrer la ciudad sin toparme con nadie, por callejones oscuros
y muchas veces siniestros.
Acabo delante de un edificio de una planta,
ambientado en el estilo oriental de principios del siglo pasado. Los
farolillos de papel iluminan un cartel que reza ―karaoke‖, mi destino.
Entro en él y sin que la dependienta me mire mucho me alquila por
unas pocas monedas una habitación para mí sola.
Tampoco a ella me atrevo a mirarla a la cara a pesar de ser
amable. Cordial, amable y sumisa, como exigen todos. En toda
nuestra conversación no levanto la vista del suelo, y para cuando
entro en la sala que he alquilado mi corazón vuelve a llorar sangre.
Cierro la puerta corredera y me apoyo en ella sin hacer ruido.
Nunca hago ruido, debo ser silenciosa como un conejito, nunca debo
incordiar, molestar, ni siquiera respirar. Como la soledad que me
rodea, debo ser invisible.
Camino por entre las mesas vacías e imagino que están llenas.
Las saludo con la cabeza, hago reverencias a los señores más
importantes que me han acompañado hasta aquí y por primera vez
en mucho tiempo me siento bien. Ésta gente no me señala con el
dedo, no me exige nada. Parece que ésta gente no me reprocha ni me
piden que sea perfecta. En mis sueños, todo aquel que me rodea me
quiere por como soy. En mis sueños, yo dejo de ser un número más
en una lista cualquiera y paso a ser alguien importante para la gente
que para mí es importante.
Llego hasta el pequeño escenario de madera que se levanta
apenas unos palmos en el que hay una televisión, un equipo de
música y un micrófono. Lo enciendo y preparo todo como había
hecho hacía años en los que venía a este mismo sitio con mis
compañeros de clase. Con mis antiguos compañeros de clase,
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pienso, aquellos mismos que luego me destrozaron la vida entre otras
muchas personas.
Finalmente y tras muchos suspiros indecisos, decido ponerla.
La canción, mi canción, aquella que no he tenido aún el valor de
volver a escuchar en todo este tiempo pero que me sé de memoria y
canto mentalmente a todas horas. Aunque sé que no debo hacerlo,
no puedo evitarlo. Aunque sé que es un tormento hacerlo, no puedo
evitarlo; y no puedo evitarlo porque en el fondo sé que ese es mi
problema.
Cojo el micrófono, indecisa, mientras suenan los primeros
acordes de la canción Endless Rain, del grupo X-Japan. Me duele,
me duele esa melodía. Me taladran esos suaves acordes, bellos como
ninguno, que me atrapan en una espiral de la que no puedo salir.
El cantante comienza a cantar antes de que yo haya cogido
fuerza para acompañarle. Me agarro el pecho sintiendo que voy a
estallar, sintiendo como todos estos meses de soledad intensa hacen
mella y me destrozan
LLUVIA SIN FIN *
Caminando en la lluvia
mi cuerpo queda empapado por el dolor.
Allí me encuentro en la soledad.
Sólo mátame
o déjame vagar hasta que pueda olvidar este odio.
Para mí dormir es una confusión
donde mi corazón se desploma suavemente.
El amor fluye sacudiendo mi cuerpo.
Como las rosas de mis recuerdos
guardo tu amor dentro de mí.
Lluvia sin fin... cae en mi corazón, en éste corazón herido.
Déjame olvidar todo el odio, toda la tristeza.
Mis piernas vuelven a fallar, mis tobillos pierden fuerza y mi
alma me desquebraja a cada sílaba. Pronto me encuentro sentada en
el suelo, agarrándome las rodillas con fuerza mientras sollozo con
más intensidad. El micrófono resbala desde mi regazo hasta el suelo
y se queda allí, sin fuerzas como yo, desamparado y triste sin nadie
que lo recoja.
Días de alegría y días de tristeza pasan lentamente,
mientras intento retenerte te desvaneces ante mí.
Eres como una ilusión.
Cuando despierto mis lagrimas se han secado en las arenas de los
sueños;
soy una rosa floreciendo en el desierto.
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En un sueño estoy junto a ti;
sujétame cálidamente en tus brazos
Lluvia sin fin...cae en mi corazón, en este corazón herido.
Déjame olvidar todo el odio, toda la tristeza.
Despierto de mi sueño:
no puedo encontrar mi camino sin ti.
El sueño ha terminado.
No puedo oír más tus palabras gentiles.
Cuando despierto por la mañana
mis recuerdos reproducen mis sueños.
Hasta que pueda olvidar éste odio
Lluvia sin fin... cae en mi corazón, en este corazón herido.
Déjame olvidar todo el odio, toda la tristeza.
Lluvia sin fin… déjame estar una vez más en tu corazón,
deja a mi corazón meterse en tus lagrimas, meterse en tus
recuerdos...
-Por favor… por favor… -susurro.
*Traducido del japonés y el ingles
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Todo lo que sé
Águeda Ruiz de la Fuente Rodríguez
Con admiración, Fran pasó la mano a apenas unos
milímetros de la piel de la chica, contemplando como el débil vello se
levantaba al paso de su piel. Tumbada a su lado estaba la mujer más
hermosa que había contemplado en mucho tiempo. Piel suave y
pálida, ojos grises ahora cerrados en busca de las caricias más
deliciosas del mundo, y una sonrisa en la boca que él deseaba
arrebatar a besos.
Los labios carnosos respondieron al suave contacto de los
del chico, con dulzura, acariciando su alma con ese beso. Algo
dentro de Fran cambió de repente, como si una pequeña llama
hubiera iluminado una habitación que hasta hacía poco había
encontrado en la oscuridad. El primer beso de toda una noche que
resultaría deliciosamente larga, pensó.
Las ropas desaparecieron en muy poco tiempo, y cuando el
chico se dio cuenta descubrió a un ángel reencarnado en el bello ser
que tenía delante. Una silueta blanca, perfecta, se hallaba boca arriba
encima de la cama, mirándole. Acarició los muslos, maravillado, y
subió por el vientre mientras la seguía contemplando. Vanessa se
dejaba acariciar, respondiendo con belleza y sonrisas a la mirada
fascinada de él. Le cogió la mano y la besó, haciendo que el mundo
se parara durante unos segundos.
La silueta perfecta se levantó de la cama y se puso en pie. El
pelo negro de ella calló a ambos lados de su cabeza, formando una
cascada que llegaba a tapar sus pechos, recordándole a Fran a una
sirena de cuento. Ella, una vez más, se dejó contemplar a apenas un
metro de él.
-Ahora eres incluso más hermosa que antes… -susurró el
chico. Ella sonrió con más dulzura aún y Fran se sintió derretir de
placer. La chica bajó la vista y el flequillo calló graciosamente delante
de sus ojos. Fran levantó la mano y se lo apartó delicadamente hasta
detrás de las orejas, como en las películas de amor. Ante una
princesa, era lo menos que podía hacer. Sus ojos se encontraron y
fue ella la que rompió el contacto visual al acercarse y darle un beso.
Un beso suave, lento y húmedo, lleno de sentimientos que gritaban
por dejarse oír. El chico se sintió atontado de pronto ante tantas
sensaciones juntas, pero decidió olvidarlas todas para que una sola
palabra resonara en su mente: Vanessa.
-Y tú… -susurró a su oído con picardía -¿vas a estar toda la
noche con miradas o me vas a enseñar todo lo que sabes?
Todo lo que sé, pensó Fran. Todo lo que sé es que nunca había
contemplado a un ser más perfecto que este. Nunca pensé que pudiera sentirme
tan pequeño al lado de otra persona…
Todo lo que sé es que, probablemente, la acabe amando de alguna forma
u otra. Todo lo que sé, o lo que puedo suponer, es que esta noche será inolvidable.
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Adiós, amiga…
(O cómo supe que los días de perro
vagabundo se habían terminado).
Carlos Javier Eguren Hernández
¿Es malo tener una vida de perro? Jugar, comer, dormir,
ladrar…Para los perros es una vida mejor que cualquier otra, aunque
sean vagabundos. Siempre y cuando se aleje de la crueldad.
Las calles de Moscú eran frías y difíciles; siempre lo han sido.
En los ´50, lo eran para las personas, mucho más aún para los perros
callejeros. Los animales, cuyo dueño era nadie, vagaban por un lugar
devorado no sólo por el aire gélido, sino también por los miedos.
Acorde con el invierno, aquellas sospechas era lo que llamaban
Guerra Fría, una lucha nunca declarada que amenazaba con
destruirlo todo. Pero eso era algo que a los perros no les importaba,
porque no lo entendían. Sin embargo, estaban condenados a
participar en ella, porque como dijo un sabio cuyo nombre el tiempo
ha perdido: ―Cuando la humanidad no puede ser peor bestia consigo,
lo es con los animales‖.
Este cuento comienza en esos grandes y serpenteantes
callejones de Moscú, temblorosa ante un posible fin, donde tres
pequeños perros no buscaban ya comida, pese a estar hambrientos,
sino simplemente un refugio. Ninguno de ellos miraba al cielo; las
estrellas no daban calor desde tan lejos. No podían imaginarse que su
destino chocase con ellas. Sus ojos sólo intentaban encontrar un
lugar para escapar de la terrible tormenta de nieve.
No lo encontraron. No había humanos a los que intentar
convencer para que los ayudasen. Por no haber, no había ni siquiera
de aquellos que les daban una patada. No había nadie, porque no era
sensato estar en las calles con ese tiempo si posees un sitio donde
protegerte. Aquellos perros no lo tenían.
Los tres, sin poder ni dar un paso más, se detuvieron, se
enroscaron y se colocaron juntos, intentando mantener la vida,
queriendo que sus corazones latieran y su sangre no se helase…
Pero, con aquel frío abrazo, sólo era cuestión de tiempo que
murieran.
Pero, a veces, en raras ocasiones, ocurren hechos
inesperados como el que pasó entonces.
Un coche apareció y se detuvo. En su interior, había dos
hombres. Llevaban grandes abrigos y bufandas. Exhalaban vaho. Sus
miradas firmes se habían detenido en los tres perros, tristes y
helados. ¿Se apiadarían los humanos de los perros?
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— ¡Siguen vivos, señor Oleg!– exclamó el copiloto–.
¡Deben ser fuertes! Pueden servirnos.
En las gafas de Oleg, el conductor, se reflejaron a los
animales. El hombre mayor hizo un gesto con sus manos envueltas
en guantes y dijo:
—Ve a por ellos, Dimitri.
El muchacho obedeció la orden: uno por uno metió a los
animales en el coche. Los perros se quejaron al ser separados durante
unos momentos, pero Dimitri les recitaba:
—Perros, alegraos. ¡Vais a ser reclutados para servir a la
madre patria!
Uno de los perros dio un pequeño aullido por la
brusquedad con la que fue cogido por Dimitri. El muchacho pensaba
que ser un hombre duro significaba no mostrar demasiada cortesía,
pero rápidamente, el señor Oleg se lo desmintió, diciéndole:
—No hay por qué no ser delicados con ellos, Dimitri.
Ten más cuidado.
— ¡Sí, señor Oleg! ¡Perdón!– exclamó, dejando al último
perro en el asiento de atrás del vehículo. A continuación, acarició
uno por uno a los tres y los cubrió con una manta.
—Sube ya, Dimitri, o se van a congelar ellos y nosotros.
De tal manera, los tres perros callejeros pasaron de la
noche a la mañana a tener una casa. Aunque era un hogar un poco
diferente: estaba alejado de la ciudad, no muy grande, subterráneo y
de aspecto metálico, plagado de artilugios extraños, muchas pantallas
y mapas, infinitas páginas en blanco…
Daba igual, lo más importante para los canes es que no
hacía ni mucho frío ni calor. Tenían espacio donde jugar y un buen
cuenco de comida.
De vez en cuando, Dimitri se pasaba las horas con los
tres, lanzándoles un lápiz, hasta que Oleg los encontraba y su
severidad los hacía detenerse. Era un hombre serio, que siempre
estaba preparando complejos mecanismos y decía:
—Dimitri, vas a volverlos tontos de estar jugado con ellos
todo el rato.
—Eh… ¿Es eso cierto, biológicamente hablando? ¿Si
juegas con ellos todo el rato se vuelven tontos?
—No.
—Ah.
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—Biológicamente hablando, no. Pero hay, no obstante,
un dicho que dice: ―Dime con quién andas y te diré quién eres‖.
— ¿Me acaba de llamar tonto?
—Dimitri, tráeme esos telegramas, por favor. Haz algo
útil.
Los perros siguieron corriendo uno tras otro hasta
cansarse.
Los juegos eran desconcertantes: tenían que danzar por
una larga pasarela, les ponían cachivaches cerca del corazón o los
hacían permanecer en sitios donde apenas podían moverse. No eran
juegos muy divertidos.
—Señor Oleg, ¿nunca ha considerado que todo esto sea
una perrería?
—En la guerra hay sacrificios… Hasta en las guerras no
declaradas.
—Oh…– musitó Dimitri, mirando a los perros–. Señor,
¿cree que lo saben?
—Ellos piensan que es un juego. Simplemente eso. Para
ellos lo es. Para nosotros no puede serlo– y su mirada se perdió en
unas fotos del firmamento.
Ninguno de los tres perros sabía por qué Oleg estaba
obsesionado con las estrellas. No lo supieron hasta que fue
demasiado tarde, aunque posiblemente, ni aún así, lo supieron.
—Es una carrera que debemos ganar– susurraba Oleg,
triste.
Mientras, alejados de la congoja del científico, los
animales no podían hacer otra cosa que ladrar y ―golpearse‖ para
pasarlo bien. Excepto uno de ellos, la hembra que se acercaba a Oleg
para consolarlo. Ella se había ganado el cariño de una base que le dio
varios nombres, pero ninguno el que pasaría a ser una estrella
mundial.
—Kudryavka, ¿cómo estás?– le decía Dimitri, mientras le
separaba los bucles de pelo de la cabeza.
También estaban los otros científicos que, de vez en
cuando, abandonaban los fríos números, miraban a los perros y se
acercaban:
— Tomad… Tú no pongas esa mirada. Toma una
galletita, Zhuchka.
Significaba: ―bichito‖. La verdad es que no era un perro
hermoso, de alto pedigrí, y había tenido muchas batallas en la calle,
pero sí era enternecedor.
33
— Limonchik, ven aquí, pequeña– pedía Oleg, cuando
estaba bien, cosa que no ocurría con frecuencia.
Aquel nombre era algo parecido a ―limoncito‖. Se lo
decían por su pelaje, entre el dorado sucio y el castaño brillante.
Todos la querían.
Hasta el gobierno.
Mientras, los tres perros seguían con su nueva vida, ajenos
a lo que iba a ocurrirles poco tiempo después. Pronto, no quedaría
lugar para los primeros días de felicidad. Empezaron a disiparse
cuando Oleg recibió una importante llamada:
— ¡A sus órdenes, camarada!– exclamó Oleg por el
teléfono–. Lo que usted ordene… Pero… ¿En el aniversario? ¿No
cree que es un poco arriesgado?... ¿El 7 de noviembre? Sé que
celebramos el aniversario de la revolución, pero… Pero… Señor…
Pero… Sólo un mes desde que pusimos el primer satélite… Pero…
Fue un éxito, sí… ¿No el suficiente? Vaya… Sí, la carrera espacial,
sí… Claro. Lo que usted diga… ¿Tripulada?... Eh… Sí, claro. Sí.
Gracias. Buen día.
Noviembre de 1957 estaba acercándose.
— Señor Oleg, ¿no cree que es imposible?– preguntó
Dimitri, con los planos.
—Intentemos hacer lo que podamos con lo que tenemos,
Dimitri.
—Pero señor…
— ¡Son las órdenes!– exclamó Oleg. De pronto, perdió la
calma. Se llevó las manos al rostro e intentó respirar. Una vez lo
hizo, se quitó las gafas, cerró los ojos y pasó una de sus manos por
ellos. Cuando terminó, se colocó de nuevo las lentes y dijo,
recuperando su usual solemnidad–: Son las órdenes, camarada.
Los tres perros no comprendían nada de eso. Menos aún
que ellos estuvieran involucrados en aquellas discusiones. No
obstante, las diversiones continuaron para ellos. Lo que pasaba es
que ahora, más que nunca, no eran diversiones: estar encerrados cada
vez más tiempo en lugares más pequeños, en cajas que se movían
perturbando sus mentes, escuchando ruidos que les hacía sollozar…
No era divertido. Luego, llegó el terrible artilugio en el que los
atrapaban, el que giraba sin parar, una y otra vez, haciendo que su
piel y su pelaje se estirasen. Una horrible carga que su cuerpo inmóvil
a penas aguantaba.
Así, hasta que algo se rompía en su mente y, de pronto, ya
no pensaban en nada, absolutamente en nada. Simplemente seguían
respirando, pero ya, nunca más, volvían a ser los mismos.
35
Perdieron peso y pelaje, sus patas a penas los mantenían,
pero su mirada… Sí, sus ojos. Estaban colmados de brillantez,
esperanza, para que su dueño comprendiese que aquello no era
gracioso y volviesen a jugar a tirar y recoger un lápiz. No obstante,
esta vez el que no entendió nada (o eso parecía) fue el señor Oleg.
—Es por vuestro bien…– les murmuraba,
acariciándolos–. Es por nuestro bien…
Y ellos se lo creyeron, sin entenderlo. Fue poco antes de
que los tres empezasen a desvanecerse. Uno tras uno.
El primero fue Albina.
Nunca se recuperó de lo que le hicieron. Dejó de comer y
no volvió a corretear detrás de sus amigos. Murió antes de finales de
aquel año. Sus ojos se quedaron abiertos, ahogados en el horror.
Después, fue Mushka.
Cuando acabaron las pruebas, el perro se tendía a un lado
y no hacía absolutamente nada. Sólo esperaba una mano que la
acariciase. La de la muerte.
El perro que quedaba, la hembra, no sabía qué podía
haberles pasado a Albina y Mushka. La pena de ambos fue
contagiándosele poco a poco. ¿Por qué perdieron la esperanza de
volver a ser lo que fueron un día? Antes de tener una respuesta, fue
elegida, porque mantuvo la calma más que los otros. Nadie entendió
que ella creía que si se portaba bien, aquello terminaría. Iba a
concluir de todas maneras.
— ¿Cree, señor Oleg, que servirá para lo que nos
proponemos?
—Diseñar un sistema de oxígeno adecuado, extirpar el
dióxido de carbono, evitar el envenenamiento por…
— ¿Lo cree, señor?– insistió Dimitri.
—Lo cree la madre patria, Dimitri. Ante eso, no tenemos
nada que decir.
La perra pensó que hacía falta comunicárselo con más
fuerza: aquello no le gustaba, era doloroso, la estaba matando.
Lo demostró mientras la bañaban con un líquido
apestoso. Aulló hasta que se ahogó y empezó a toser.
Lo dejó claro al mismo tiempo en que le pintaban en su
pelaje. Los temblores hacían que se cayese.
Pero, sobre todo, ella se lamentó a más no poder cuando
se la llevaron de la base. Supo, de pronto, que no volvería, que era
una despedida.
37
El último día de octubre, al último perro la metieron en
un cubículo.
La perra conoció a dos guardianes, uno siempre la
acariciaba y sonreía, el otro golpeaba al otro tipo para que no lo
hiciera.
—Idiota, ¿no ves que le vas a coger cariño?
—Lo siento, camarada.
Y entonces, el animal lloraba, ladraba y aullaba hasta la
desesperación, mientras el mundo se le caía y se le hacía pedazos.
Nadie le hizo caso.
No dejó de intentarlo.
Esperaba, en algún momento, conseguir que el guardián
que golpeaba al otro dejase de amenazarla a ella con lo mismo:
— ¡Como sigas armando escándalo, te mando de una
patada a la luna!
La amenaza no servía, porque era casi un hecho.
La perra sería lanzada al firmamento en un artefacto.
Encerrada, junto a frías teclas, con arneses y comida asquerosa. Ya
había sido probado antes por dos perros.
Uno, fue Albina. Golpeado cuando mordió al ser metido
dentro de un cohete, que fue disparado hacia el cielo. El pobre
regresó, pero tan aterrorizado… Fallaron algunas cosas. Hubo que
repetirlo. Dos veces. Los científicos contrastaban información, salían
de dudas, machacaban una mente.
El otro, fue Mushka. No lo lanzaron a los cielos como a
Albina. A él le hicieron pruebas horribles. Lo dejaban encerrado todo
el día en un círculo de hierros, delante de botones, de los que no
podía despegarse. No le daban de comer nada sólido, sólo una
espesa gelatina que acababa vomitando. Cada momento allí fue un
horror para Mushka.
El día antes de aquellas pruebas terroríficas Oleg, que
antaño les pareciera generoso y bueno, los acarició y dijo a cada uno:
—Vas a ayudar mucho. Vas a ser nuestra estrella. Vas a
ser parte de nuestra Historia.
Ahora era el turno de Laika, el último perro vagabundo.
Oleg nunca supo si se lo decía realmente al animal que
salvaron de la ventisca o si se lo decía a sí mismo, para acallar su
conciencia.
Días después, Laika fue encerrada en el artefacto
preparado a contrarreloj. El can vio a Oleg y Dimitri, rodeado de
39
personas con batas blancas y trajes verdes. El perro los miró con
tristeza, la mayor posible, pero ellos no la vieron y, si la vieron, la
ignoraron. Supo por qué Albina y Mushka perdieron la fe: no la
había, nunca la hubo. Nada volvería a ser como era antes. ¿No
hubiera sido mejor morir bajo la tormenta invernal? Quizás…
Entonces, cuando unas luces la cegaban, dejando su
imagen grabada para siempre en fotografías, comenzó todo. No sería
lo único que la Historia pediría de ella, también exigiría hasta la
última gota de su sangre y el último segundo de su vida.
—Hay una meta a la que llegar, Dimitri.
—Valdrá la pena, señor Oleg.
—Eso espero, Dimitri.
La nave, llamada Sputnik 2, estaba a punto de irse con el
animal dentro.
—Es hora de que zarpe, jefe.
—Dimitri, da la orden ya, da la orden…
Y estuvo a punto de añadir: ―Antes de que me
arrepienta‖. Pero ¿qué ganaría? ¿Ser acusado de traición? Maldijo a
los estadounidenses, quienes habían enviado otros animales al
espacio antes que ellos. Por eso, Moscú tenía que estar haciendo
aquellos sacrificios.
La perra, plagada de cables y cachivaches, agachó la
cabeza, sus ojos se clavaron en la nada. Fue su manera de decir
―adiós‖.
Momentos después, tras el estruendo y el caos,
desapareció.
La nave se fue de la Tierra a principios de noviembre de
1957. Estaría en el espacio para ver el aniversario de una revolución.
Un paso más para vencer una guerra, porque, en esos instantes,
parecía que los beneficios podían superar cualquiera de los perjuicios.
El despegue fue un éxito.
Todos lo celebraron, excepto el científico que entrenó a
Laika, el hombre de las gafas que la vio en aquellas callejuelas
moscovitas. Oleg estaba fuera, lejos de los festejos. Su ayudante,
Dimitri, lo siguió sonriente, lo miró y le dijo:
— ¿Qué ocurre? Ahora es un perro, ¡lo próximo podría
ser un humano! ¡Hemos llegado a la meta!
—Aún no.
41
—Pero jefe, ¿qué pasa? ¡Es el primer ser vivo enviado al
espacio!
—Dimitri, estaba pensando si realmente aprenderemos
algo más de esto.
—Eran las órdenes, celebrar el aniversario de…
—Lo sé, Dimitri. Pero ¿aprenderemos algo más de lo que
hay ahí fuera o sólo hemos aprendido algo sobre lo que hay
realmente dentro de nosotros?
El ayudante tomó un sorbo de champán y se quedó
mirando al cielo. Entonces, él preguntó algo que rondaba desde hacía
tiempo su mente:
— ¿Y cómo volverá?
No hubo respuesta.
Oleg se marchó.
Dimitri se quedó solo, con las estrellas. Cuando lo
entendió todo, sus ojos se rayaron y murmuró:
—Adiós, Laika.
Laika significa en ruso algo similar a: ―que ladra‖.
Laika realmente se marchó aullando y llorando.
Algunos en la Tierra dijeron que Laika fue una heroína,
que se mantuvo con calma y que, siguiendo el entrenamiento,
regresaría del vuelo espacial y caería en la Tierra con la cápsula,
liberándose en un paracaídas. Eran los mismos que decían que
comería y que estaría estable.
Otros fardaban diciendo que se habían encontrado un
perro con paracaídas. Sólo una perra vagabunda fue enviada al
espacio, pero rápidamente habían aparecido cientos de perros con
trozos de tela que simulaban paracaídas. Era una broma sin gracia.
Los bohemios pensaban que Laika ahora correría
persiguiendo los asteroides como en vida pudo ir tras algún coche.
De esa manera, volvería a ser feliz, lejos de la humanidad. Ella sería
una estrella más en el firmamento.
Unos cuantos dijeron que la perra Laika sería rescatada
por alienígenas, como aquellos de los seriales, y que, algún día, se
vengaría. El ser humano confiaba en cualquier cosa imaginaria, antes
que en su capacidad para la crueldad.
Según Moscú, Laika pasó siete días dando una vuelta
interminable a la Tierra a bordo del Sputnik 2.
La verdad es que Laika no volvió. El Sputnik 2 se creó en
poco tiempo, demasiado poco para pensar en regresos, sólo se
pensaba en festejos y ganar la carrera espacial. La nave dio más de
43
dos mil vueltas al planeta en algo más de ciento sesenta días hasta
que se desintegró por el contacto con la atmósfera.
Laika murió en su viaje. Tal vez por la falta de oxígeno,
quizás por el calentamiento de la nave, a lo mejor porque ya no
quería volver. Lo único seguro es que su tumba fue aquel cachivache
infernal, en medio de unas estrellas que nunca le dijeron nada.
Muchos años después, un científico llamado Dimitri dijo
que Laika murió poco después del lanzamiento, apenas unas horas.
Parte de los que lo oyeron pensaron que fue por el terrible estrés que
sufrió el animal, sus latidos se aceleraron demasiado en un lugar que
no comprendía, pero Laika ¿comprendió algún lugar? Menos, pero
algunos también, pensaron lo mismo que Oleg: la comida estaba
envenenada, siendo una eutanasia para que nos sufriese… Más.
Cuando Oleg ya era mayor, una vez, dijo:
—Cuanto más tiempo pasa, más lamento lo sucedido. No
debimos haberlo hecho... Ni siquiera aprendimos lo suficiente de
esta misión como para justificar la pérdida del animal.
Y pasó tanto tiempo como para haberse lamentado
muchísimo.
Sea como sea, Laika nunca entendió por qué mirar al cielo
y maravillarse con débiles luces. Prefería comer o jugar. Los
humanos pensaban distinto.
Se enviaron más animales al espacio (también humanos),
pero todos tenían un sistema de regreso asegurado en su búsqueda
de la conquista espacial. No siempre ese sistema funcionó, pero los
humanos tenían un refrán: ―Lo que cuenta es la intención‖.
Hoy, Laika tiene una plaza en la Tierra y un lugar de
Marte con su nombre. Ha recibido muchos homenajes, pero ¿le
sirven de algo?
¿Es malo tener una vida de perro? Jugar, comer, dormir,
ladrar…Para los perros es una vida mejor que cualquier otra, aunque
fuesen vagabundos. Siempre y cuando se aleje de la crueldad.
45
Glinnila
César Rodríguez Valencia
Cada vez que leo algún párrafo de la novela ―Alma Mística‖,
(http://www.lulu.com/content/1431634
http://cesarrodriguez.bubok.com/) siento una especie de
estremecimiento portentoso como cuando vi a Glinnila por primera
vez. Avanzaba ella en las tonalidades amatistas y violetas del paisaje,
con su belleza de madona, cual si se desprendiese de un cuadro de
devoción.
En la beatitud languidecente de la hora y la semicalma augusta de la
escena virgiliana, ella era como una gran flor de nieve, un lirio de
ópalo, abriendo sus pétalos eucarísticos en la brisa densa de la bahía
rumorosa.
En la atmósfera lánguida, pesada con el calor de la hora, el viento
susurraba como un arpa mágica en el silencio profundo y, ella,
avanzaba descuidada, soñadores los grandes ojos visionarios, con un
gesto sonambúlico por el sendero arenoso.
Absorta en no sé qué ensueño como de cosas lejanas, no había visto
a los dos que la observaban, y al hallarse así frente a nosotros, en la
playa solitaria, tuvo un movimiento de sorpresa, cuasi de miedo y se
detuvo. Quedó un momento abrazando un canasto lleno de conchas
marinas, que abarcaba con sus brazos como para protegerlo y
protegerse de aquel peligro imaginario.
Contestó apenas nuestro saludo con una leve inclinación de su
cabeza, llena de una vergüenza algo infantil, y desapareció presurosa
bordeando la ribera. Y, quedamos solos, a orillas del mar, viendo
perderse allá, lejos, la negra cabellera que el crepúsculo incendiaba
sobre la espalda como una púrpura real, y la forma ondulante y
morena que desaparecía como un fantasma de ilusiones. Y, temblé
como ante algo misterioso, alzado cerca de mí en el fondo oscuro de
una selva.
¿Quién era ella?
¿De dónde surgía esa flor radiante de belleza, encarnando en la
euritmia de sus líneas, todo el ideal, toda la poesía y todo el deseo de
la vida, centellando en el fondo de la noche divina que se desprendía
de sus pupilas de abismo?
-¡Qué mujer tan linda!- exclamé yo- ¿Cómo se llama?, le pregunté a
mi colega.
-Glinnila- respondió Evangelista.
-¿De dónde es?
-De Nuquí, y estudia en el Colegio.
47
-Muchas gracias estimado colega por la información -le respondí,
mañana nos vemos muy temprano en el colegio.
-Está bien
-Hasta mañana-le dije
-Hasta mañana-me respondió. Y allí nos despedimos.
Mientras Glinnila escuchaba distraída la clase de literatura con el
profesor Evangelista en un aula del Colegio, miradas extrañas la
espiaban, un corazón amante suspiraba cerca de ella.
Mi culto silencioso fue como el de Vespertino por la Lámpara
Sagrada: siempre girando en torno a ella y siempre lejos…Y, cuando
transitó cerca de mí, me provocó casi postrarme, como si hubiera
pasado en sus andas doradas la Virgen del Carmen que era la patrona
de aquel pueblo. Vinieron desde entonces, las noches de insomnios,
las nostalgias asfixiantes, las ilusiones y anhelos de esa fiebre
encantadora que se llama amor. Amor de veinte años, fresco y puro
como una mañana primaveral, amplio y despejado como un
horizonte, casto y primitivo que se desbordó en mí. No era ese amor
superficial de los jóvenes de la ciudad, mancillados con besos de
meretrices y abrazos de sirvientas: amor de deseos torpes; amor
marchito, nacido en corazones gastados y sin fuerzas, para esas
grandes pasiones que llenan, embellecen y acaban con la vida. Así no
era mi amor...
Culto no confesado, crecía en el silencio de mi corazón y se
alimentaba en el aislamiento de mi alma.
¿Cómo atreverme a confesarle ese martirio? De pensarlo no más me
estremecía.
¿Cómo arrancar entonces ese amor? ¡Oh, no lo quería tampoco!
Consumirme en llamas era mi ideal.
¡No hay necesidad de despertar los recuerdos, ellos llegan a su hora,
mendigos habituales que vienen a pedirnos una pequeña
contribución de nuestras lágrimas, y hemos de dárselas!
Ya en mi lecho solitario, llevé a la mente aquella figura señorial que
llamé Glinnila. Me parecía verla en ese andar cuando se esfumó
como un espanto en la salida del colegio y, en esas tantas noches de
desvelos, era el recuerdo, el deseo de mi alma, los que torturaban
lentamente mi corazón y, en mis visiones, era ella, la adorada, la que
se me abrazaba al cuello, me quemaba con sus ojos, me devoraba
con sus besos, y se extendía a mi lado, bella como una Venus con su
rostro de madona.
Pálido, jadeante, me levantaba entonces, como para expulsar de allí
aquella extraña visión…
Y, apoyando mi frente contra el cristal de la ventana, con aire
extraviado de un presidiario en la puerta de su reja, permanecía
49
absorto horas enteras, mirando en la sombra, ¿qué? La cara de
Glinnila; y la gran tentación, la rosa de carne con pétalos de deseos
que creía haber dejado sobre el lecho, se me aparecía, entonces allá, a
lo lejos, con blancuras diáfanas, en transparencias de ópalo, bajo la
arcada misteriosa de los árboles, ofreciéndome sus labios, en el
esplendor de su belleza desnuda, allí, sobre la grama húmeda, sobre
el campo florecido, bajo aquel cielo estrellado, en el ideal del
refinamiento y del misterio. Y, luego, la visión se alejaba lenta,
pausadamente, con la cabellera cuasi negra, coronada de orquídeas,
destrenzada bajo la caricia de los dedos de la noche violadora,
destacándose como una flor de nieve sobre la campiña verde,
llamándome para lejos, más lejos, a la profundidad de los bosques,
entre los matorrales impenetrables, hacia blandos lechos de musgos,
a la gran cópula carnal y al beso irredimible; y como Silvano Loco,
íbame en pos de la ninfa de mis anhelos. De repente, un fulgor
blanco despuntaba del cielo, cual si el ala de un pájaro de nácar
hubiese roto la cortina umbría.
Y aquella irídea claridad naciente, anunciaba a la tierra el despuntar el
día. Despertaba el valle somnoliento, bajo un manto verde de
esmeraldas; y en infinita variedad, los lirios levantaban su lánguida
corola; y, yo, con la cabeza entre las manos, perseguido por mis
pensamientos, me veía a esa hora todo aletargado estallar en
sollozos, y, quedaba absorto…
¿Soñaba o meditaba?
¿En qué comarca del país azul volaba mi alma?
¿Estaría en las regiones apacibles, donde bajo un cielo puro, nacen
las pálidas flores o los geranios enfermos de la fe?
¿Vagaría en esos valles encantadores, donde bajo un cielo ardiente,
abren sus cálices de púrpura, las rosas del deseo y se extiende
exuberante la floración divina del amor?
¿Escucharía la música de un lejano país, que tenía mucho de ensueño
y donde el coro de los poetas cantaba a sus oídos el himno suave de
la eterna dicha?
Así, torturado por la visión, permanecí horas enteras, hasta que en
una de esas tantas noches de desvelo, que no pude conciliar el sueño,
invité a unos amigos, y bajo la ventana por donde dormía Glinnila,
entonamos una de esas serenatas apasionadas y melancólicas,
producto de corazones enamorados. Cantamos con el alma esos
paseos y vallenatos hechos para hacer soñar y hacer sufrir a las almas
sensibles. Y cuando callábamos, el eco de nuestras voces varoniles,
esparcidas en cadencia, iba a perderse en el aire calmado, bajo el cielo
brumoso, en aquellas inmensidades vagas del mar. Allí nos
sorprendió el crepúsculo; momento en que, como una diosa que
abandona con la primera luz del alba el lecho tibio de plumas y
musgos en que dormía, Glinnila arrojó a sus pies la manta y ligera
saltó del lecho suyo. En pie sobre la alfombra dejó caer la túnica
importuna, que rodó a sus plantas cubriéndolas por completo. Y así,
51
parecía como emergiendo de las espumas inmaculadas del mar, cual
si apoyase sus pies en una ostra nacarada en perlas y corales. Y quedó
allí, desnuda, casta, impotente. La estancia toda parecía iluminada al
resplandor radiante de su cuerpo.
―¡Deidad terrible la mujer desnuda. Terrible porque así es
omnipotente!‖
Glinnila en su desnudez de diosa, sola en ese templo sin creyentes,
sobre la piedra consagrada del altar, se entregó a la inocente
contemplación de su belleza inigualable. Y, en la atmósfera calmada,
tibia con los perfumes de su cuerpo, se sentía en el aire algo así como
la vibración del himno triunfal de su hermosura.
Venus saliendo de las espumas inmaculadas del mar, no fue más bella
que aquella virgen, surgiendo así de su lecho, blanco como la nieve,
donde quedaban intactas, tibias todavía, las huellas de su cuerpo
perfumado.
Arrojando a un lado y a otro la mirada ingenua de sus ojos, aun
somnolientos, avanzó unos pasos y se halló frente al espejo, que
parecía temblar ante el encanto y el huracán de esa belleza desnuda.
Sus pechos pequeños, erectos, duros, con delicadas venas azules que
terminaban en un botón vivo, color de sangre joven; por su
perfección, podrían como los de Elena, haber servido de modelo
para las copas del altar. Su cuello largo y redondo como la columna
de un sagrario. Sus piernas duras y torneadas remataban en pie
diminuto, de talones rojos como claveles de valle, y dedos que
semejaban botones de rosas aun sin abrir en el crepúsculo.
Frente al espejo se contemplaba serena, aquella contemplación era
inocente, se veía y se admiraba, tenía el casto impudor de la infancia,
era descuidada porque así era pura, y sin embargo, en aquella
hermosa esmeralda humana se ocultaba el fantasma del dolor.
―Toda mujer es Salomón en el amor: el don de sabiduría le es
innato‖.
Glinnila comprendió bien que la tarea de la conquista de este
ingenuo, de esa seducción al revés, le estaba encomendada y
perfumó el camino.
Una de aquellas tardes en que hacían deporte en el Colegio Instituto
Litoral Pacífico de Nuquí, manifestó deseo de pasear a orillas del
mar.
¡Oh, mar tan lindo, romántico y sublime!
¡Oh, playas en declives tan hermosas! Embargados de una
tranquilidad insospechable.
Era una tarde serena, turbadora como una decoración de sueño, una
calma profunda, como adormecida, una quietud protectora y
cómplice, en la atmósfera saturada de perfumes extraños.
53
Ella, apoyada suavemente en mi brazo, hablaba con una voz dulce,
confidencial y acariciadora, que me producía como un éxtasis en el
corazón, como la desfloración misteriosa de un beso, y me envolvía
en largas miradas hipnotizadoras, que me erizaban la piel y
despertaba en mí todo el fuego de un deseo ardiente y apasionado,
estremecido al contacto de algo intenso que fluía de aquel cuerpo de
mujer.
La calma de la tarde que se aproximaba nos cubría, y ella continuaba
envolviéndome en la llama salvaje de sus ojos, en las lenguas de
fuego de sus frases incensadas.
Yo temblaba perplejo y asustado por encontrarme al lado de esa
estatua escultural, símbolo de la belleza y del amor. Y el hecho
inexorable se cumplió: jugamos a la comedia del amor.
Los paseos eran melancólicos entre la música del agua y de las olas,
que parecían unirse para cantar un himno de amor a la extraña joven
que llegaba. El brillante verde mar de los arbustos se hacía reverente
a nuestro paso, adornando su cabeza pensativa.
Ella era feliz en aquella sensación que parecía disolver su alma en el
alma de la naturaleza.
En la inexpresable delicia, una tarde en que nos alejamos sin
pensarlo, nos internamos por un laberinto de arbustos, en donde una
fuente de agua cristalina se deslizaba lentamente bordeando unas
matas de azucena. Rendida se sentó al borde de la fuente, apoyando
la espalda en un guayacán florido y, yo, me senté a su lado; las
sardinas de la fuente acudieron presurosas, como esperando un
alimento de las manos de Glinnila, que se introducían en el agua
cristalina, mientras nos cubría una lluvia de hojas amarillas que caían
de los árboles desnudados por el viento otoñal, que barría también
las nubes en ese poniente tierno de llamas moribundas. Mirándola
dolorosamente al rostro, lleno de una mortal quietud, le pregunté:
-¿Se siente bien?
-Sí, dijo ella con una voz de infinita dulzura. Entonces, como si
sintiese la necesidad de expresarle todo mi amor, y de aprovechar los
momentos que huían, me apresuré a decir:
-¡Cuánto he sufrido con su indiferencia! No me atreví a hablarle por
temor a ser rechazado, con el profesor Evangelista le envié una nota,
¿la recibió?
-Sí, me sentí feliz, lloré mucho, porque su carta es tan sincera y
triste...
-Hoy le digo lo mismo que en ella. No se imagina usted lo torturado
que me siento, ya no duermo sino pensando en usted y, a la aparición
de sus recuerdos lloro.
-¡Glinnila! ¿Siente algo su corazón por mí?
55
Ella calló, con el rostro empurpurado como si todo el esplendor de
la hora taciturna hubiese caído sobre las azucenas de sus mejillas,
incendiándolas. Y, en esa onda silenciosa, había vibraciones extrañas,
como las de las olas subterráneas que baten las entrañas de un
peñón; era la mano de un sueño y una nobleza de sentimiento que
degollaba a otro sueño en el propio corazón. Con voz trémula, como
surgida del más remoto seno de mis entrañas, insistí, y tomando una
de sus manos, e inclinándome sobre ella, le dije: ¿Por qué me tortura
tanto? Mi alma es débil pero bella y mi corazón es puro como una
mañana primaveral... Sobre mi cabeza inclinada cayó una lágrima, tan
ardiente que la alcé sorprendido, y mirándola fijamente en los ojos
enturbiecidos, le dije temblando de alegría: ¿llora usted? ¡Ah!
Entonces... ¿me ama usted?
-Sí, dijo ella con una voz profunda y grave, en la cual vibraba la
ofrenda de su alma. Permanecimos así, mudos y absortos, como si en
esos momentos hubiésemos vivido muchos años...
Las sombras crepusculares descendían; la sesgada luz del sol
deslizándose por entre los tupidos ramajes que nos cubría cegaba mis
ojos. Acá y allá, en torno de ella, en las hojas por el suelo,
estremecíanse luminosas manchas, como si una turba de colibríes, al
volar, hubiese esparcido plumas relucientes de sus alas membranosas.
El silencio lo dominaba todo, y de los árboles se desprendía un
aliento suave y vagabundo, esparcido por la brisa marina de aquella
tarde llena de amor y de poesía.
Luego, ella, poniendo ligeramente la mano sobre mi hombro, se
incorporó por medio de un salto, dando ocasión por un momento
que asomase por entre las anchas faldas de su vestido un pequeño
pie, preso en un botín color violeta. Los rizos de sus cabellos
brillantes como el oro, deslizándose por las alas de un sombrero de
paja chocoana, caían sobre su rostro que parecía haber robado la
lozanía y el colorido de las más frescas rosas. Frente espaciosa e
inteligente, ojos límpidos como el cielo azul que nos cubría,
coronados por unas cejas finas, arqueadas y más oscuras que el
cabello; una nariz perfilada, casi transparente, que es el mejor
distintivo de la imaginación y del ingenio; y por último una boca
pequeña y rosada como el carmín, cuyo labio inferior la hacía
parecerse a las princesas de la casa de Austria, por el bello defecto
de sobresalir algunas líneas al labio superior, completaban lo que
puede describirse de aquella fisonomía distinguida y bella, y en que
cada facción revelaba la delicadeza de su alma, de organización y de
raza, y para cuyo retrato la pluma descriptiva de los artistas es
siempre ingrata.
Por fin, Glinnila rompió el silencio: se nos hace tarde- dijo-, y
tomamos el camino de regreso.
57
Cuando llegamos a la casa de mis padres, que nos esperaban
preocupados, había en nuestros rostros tan notorio cambio, que los
viejos sonrieron. Nos sentamos cerca de mi madre. Ella tomándonos
de las manos, nos las unió, mirándolos con los ojos húmedos de
llanto y diciendo con voz trémula de emoción: En nombre de Dios y
de la virgen, y selló nuestras manos unidas con el beso de sus labios
venerables.
Yo he sido siempre un sentimental, y una pureza nativa aureola
todos sus sueños de amor; y frente a una mujer como Glinnila, sentí
más que una pasión profunda y delicada que se alzaba en lo más
hondo de mi alma por sobre todas las cosas viles de la tierra, hacia
regiones remotas de las más graves purezas. Fantástico en los
asuntos pasionales, me di a cultivar con delirio esa vaga sensación
que llenaba todo su ser, y que no quería analizar por temor a destruir.
Estar junto a Glinnila, verla, oírla hablar, fue ya toda mi aspiración;
ya no había para mí bellos paisajes de los cielos, de los mares y de la
tierra, sino mirada en los ojos de Glinnila; y no había armonía, ni
música en los aires, ni en las palabras, sino brotaban de esa fuente de
melodía que eran los labios de Glinnila; y, ¿ella? Trataba de
permanecer extraña a esa pasión naciente que crecía y se alzaba
blanca y pura como una aurora primaveral.
En las tardes expirantes, a orillas de la gran bahía, llena de luces
estelares, las miserias de nuestras almas se juntaban y se recalentaban,
como dos niños friolentos sobre el seno de una misma madre,
tocados de una sensibilidad misteriosa, ante ese amor que veíamos
nacer como una flor de gloria en nuestros corazones, coronados de
aureola; y, sobre las playas luminosas, en los palmares claros, cerca al
ímpetu doloroso de las olas arrulladoras, nuestras almas se buscaban,
se confundían, se saturaban de amor, de un amor triste, que en
nosotros tenía el infinito de todas las insatisfacciones; y,
continuábamos así, ante la queja cercana del mar, que parecía
hablarnos del eterno olvido, en la terrible esterilidad de nuestras
vidas sin venturas. Amándonos así, con emociones tenebrosas, en las
tardes entibiecidas, prendimos sobre el cielo borroso de nuestras
vidas un nuevo sol.
Hipnotizados y encadenados por aquella pasión fatal decidimos
tomar el mismo avión de Nuquí para Quibdó. Inmenso y calmado el
mar se extendía, y desde el firmamento se observaba, allá lejos,
majestuoso y brillante en ese horizonte despejado. Las nubes blancas
como copos de nieve pasaban lentamente como una bandada de aves
en derrota. Abajo se divisaba el terciopelo misterioso del valle del
Atrato; y, mientras el avión surcaba el inmenso espacio taciturno, mi
mente meditaba,...
―¡Cómo agobia al hombre llevar sobre sí mismo el peso de su propio
corazón! Cuando más felices aquellos que la muerte ha inmovilizado
en las riberas de la eternidad. Es por el camino del corazón que
vamos al vencimiento; es por él que somos sufrimiento vivo; es por
él que somos felices; es por él que permanecemos adheridos a la
59
Tierra y al amor... todo el dolor viene de él... él contiene toda la
debilidad de la idolatría; él, es una adoración. La mirada de amor, la
palabra de amor, el sueño de amor ¿quién los dicta?; esas cosas vagas
y terribles que entenebrecen nuestra alma ¿quién las forja?, el
corazón... ¡el corazón! ¿De dónde esa fiebre de amor que nos hace
agonizar bajo un firmamento de sueño, en un jardín de esperanzas
suplicantes?, del corazón, de la dulce claridad del corazón...
―La mendicidad del corazón es un desencadenamiento de miseria, no
se sacia jamás; por eso nuestra vida es un gesto de abatimiento, un
vacío incolmable de tranquila inmensidad‖. Y, era por el corazón que
agonizábamos los dos peregrinos del amor...
Los ojos somnolientos y radiosos de Glinnila se abrían en ese
instante, el avión llegaba a su destino. Nos despedimos y quedamos
de encontrarnos a las siete de la noche en el Estadero El Malecón, a
orillas del río Atrato
Perfumes escondidos subían de las aguas del Atrato, de los arbustos
florecidos, de los meandros pensativos y los rosales lejanos, que la
sombra poetizaba en largas simbolizaciones de blancura.
Al ver a Glinnila un poco mareada por el efecto del champaña, la
invité a salir al jardín, donde los aires puros le quitaran aquel
principio de mareo. Le di el brazo y nos pusimos en camino;
llegando al jardín donde estaba mi auto ella desvaneció en mis
brazos. Cuando lo puse en marcha, ella abrió los ojos y me sonrió
dulcemente. La besé en la frente, sobre los ojos, en los labios...
El beso embriaga. Y, loco ya por la trágica locura de los besos, me
dirigí a mi casa de soltero y, Glinnila, entró a ella, seria, serena,
erguida, alta la frente, inmutable y fatal, como la más pura de las
esposas al más puro de los hogares; y pasamos por el iluminado gran
salón familiar, hacia el dormitorio, cubierto de mármol el piso y sus
paredes tapizadas en lila; y el gran lecho de caoba, con sábanas de
terciopelo, adornado por un acuario, donde voloteaban decenas de
palomas blancas y cantaban varios ruiseñores, apareció ante sus ojos.
¡Salve virgen! Dijeron las brisas y las flores.
¡Salve virgen! Cantaron los turpiales encerrados en jaulas de marfil.
¡Salve virgen! Repitieron los ecos de la noche cuando como una
paloma que entra al nido, la doncella intocada hundió sus carnes en
las bellezas nítidas del lecho.
La acaricié con mis labios en los lóbulos de las orejas para excitarla,
prolongué esa caricia por el cuello de marfil y el pecho adorable, que
descubrí bruscamente, haciendo saltar fuera del vestido los senos
duros y delicados como dos pétalos de rosa. Los mimé largamente,
apasionadamente, devorando a besos las corolas rojas de aquellas
flores de nácar, teñidos de un suave color canela. Allí descubrí la
belleza de ese cuerpo de diosa, y tuve orgullo de ver las divinas
61
carnes reposando sobre mi lecho, cálido y sensible, hecho de plumas
de colibrí; y ya desnuda, quedó bocarriba, casta, pura y radiante,
como una Venus emergiendo de las espumas inmaculadas del mar.
Me entregué totalmente a la contemplación de esa Venus en su
desnudez de diosa; y en la atmósfera calmada, tibia con los perfumes
de su cuerpo, se sentía en el aire algo así como las vibraciones del
himno triunfal de su hermosura. La poseí, suavemente,
cuidadosamente, ardientemente, con una pasión tierna, sintiéndola
gemir y sollozar bajo mis besos, en el encanto y el dolor de aquella
desfloración.
¿Cuánto tiempo estuvimos allí en brazos uno del otro? No habría
podido decirlo.
-Mi amor, a propósito ¿cómo te llamas verdaderamente?- le pregunté
-, cuando ya satisfecha mi pasión la miré desnuda sobre el lecho
como una margarita desolada.
-¿Yo?- balbuceó ella- como esquivando una respuesta inmediata y
cubriéndose con los abrigos de la cama en un gesto noble bajo las
claridades lunares...
-Sí, tú.
-Yo, me llamo una mujer.
La repuesta evasiva y extraña, me irritó hasta la cólera.
-La respuesta es idiota- le dije-, ése no es un nombre sino un sexo.
Temerosa de haberme disgustado, y como un poco miedosa, la joven
dijo:
-Perdóname mi amor, no quise ofenderte, pero, ¿te das cuenta cómo
me encontraste? Creo que ya cumpliste tus deseos y, además, ¿qué os
puede importar mi verdadero nombre? Es que las mujeres que
somos de malas, tenemos uno: nos llamamos placer, algunas más
felices se llaman: amor y, calló, como angustiada y, quedó muda,
como en un abandono inmenso, aspirando un perfume de recuerdos
removidos por el verbo profanador. El amor- murmuré yo con un
sordo rencor- como en una resurrección súbita de visiones, donde
gritara el gran duelo de mi corazón debido a tantas desilusiones...
¡El amor! ¿Sabéis vosotras las mujeres lo que es esa palabra?
-No sabemos de ella sino lo que los hombres nos enseñan, lo que
ponen en nosotras para llenar el gran vacío de nuestro corazón; él, es
verdad o es mentira según lo dijeron los labios que nos iniciaron en
sus secretos; ellos nos enseñan la sinceridad o la falsía; nuestra alma
está hecha por la modelación de sus besos; fue la presión de sus
labios la que la hizo alma de lealtad o de perfidia; todo iniciador de
amor es un modelador de almas; la nuestra está siempre llena de su
presencia. Absorto, inquieto, ante la oscuridad reminiscente de esta
respuesta, y a la vista de ese corazón misterioso, del cual el secreto
pugnaba por escaparse como un perfume, dije:
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-Y, la tuya, ¿quién la modeló para el amor?
-¿La mía? Por las formas del mármol se conoce el escultor; no podéis
conocer sino mi cuerpo; me siento orgullosa que me hayáis
encontrado virgen; mi alma, mi pobre alma, esa no la ha visto sino
aquel que la despertó de su sueño de arcilla y, que acaso no verá
jamás...
Hundida en la bruma débil, su cabeza perfumada, parecía soñar bajo
el vapor cálido del lecho y la penumbra.
En la calma oceánica de esa hospitalidad tan amable y discreta,
ambos dejábamos dilatar nuestros sueños por el jardín tentador de
los recuerdos, viendo resucitar las horas anonadadas del
amontonamiento fúnebre y clamoroso de las inexorables cosas del
pasado. Una inagotable onda de pesar brotaba de nuestros
corazones, que parecían tenderse con un largo estremecimiento
portentoso hacia el pasado.
Algo inquieto y analista, interrumpí el silencio, y con la calma gris de
un psicólogo profesional, interrogué a la joven, que parecía dormida
en un dulce poniente de cosas profundas y calladas.
-¿Qué edad tienes?
Ella abrió los ojos, y en sus pupilas color café intenso, pareció brillar
un horizonte de devastaciones.
-Diecisiete- respondió débilmente- pero los años de mi corazón son
infinitos.
-¿Quién te enseñó a hablar así?
-Aquel que me enseñó a pensar.
-Y, ¿quién fue él?
-El mismo que me enseño a amar.
-Y, ¿dónde está?
-Él, me enseñó también el abandono.
-¿Su nombre?
-¿El nombre suyo? Ahora, llama: dolor, ¿después? Llamará: olvido...
-Ese no es un nombre.
-El, encierra y devora todos los nombres. Y, como si hubiese
tropezado con algo la desnudez de su herida, la joven clamó, más
que dijo:
¡No me interroguéis, no me interroguéis! ¿Qué os importa mi
pasado? Menos aun si es doloroso y triste, mi cuerpo ha sido vuestro,
¿qué más queréis? ¡Haz lo que quieras con mi cuerpo pero no toquéis
mi alma! y, como si temiese que por debilidad le arrancase su
corazón para mirarlo, la joven trató de incorporarse bruscamente del
65
lecho, pero la detuve, diciéndole: perdóname vida mía, no lo volveré
a hacer, y la cubrí con las ropas de la cama, con un gesto de
verdadera y tierna delicadeza. Un gran sentimiento de piedad me
vino al corazón, ante aquella mujer silenciosa, llena de poesía, tan
misteriosa y tan inconsolablemente triste, y el poeta que dormía en
mí se despertó, y mi musa abandonada vino a besarme en esa hora
de felicidad sublime y, escribí en mi diario prosas asonantadas,
lapidarias y sonoras, como queriendo decir: Yo también sé el camino
de la inspiración. Y, en esa prosa rítmica, esculpí y canté el cuadro de
mi ventura:
―Un silencio rumoroso, idólatra y religioso, un silencio de santuario,
había en torno a ese sagrario, donde inerte y descuidada ¡Oh, mi
diosa! ¡Oh, mi adorada!
―Y, en la atmósfera vagaban, mil perfumes que embriagaban; y en los
ruidos vagorosos, habían besos amorosos, que vibraban y cantaban
en el rayo de la luz.
―De rodillas ante el lecho, con las manos en el pecho, conteniendo
los latidos de mi pobre corazón, yo en silencio te adoraba y en
silencio recordaba, que esa noche ya pasada ¡Oh, mi negra
desposada! Te dormiste entre mis brazos, y al reclamo de mis besos y
al calor de mis abrazos, se abrió tu alma a mis caricias, de tu amor
con las primicias, como al rayo del sol fulgido la rosa abre su botón.
―Y, al mirarte así rendida, recordándote vencida, busqué un sitio y a
tu lado, yo el león domesticado la cabeza recliné...
―Y, pensando en el hastío y en el olvido hosco y sombrío, y
pensando en que pudieras olvidarme o yo perderte, tuve miedo de la
vida, sentí anhelos de la muerte, lloré mucho y en silencio, en silencio
te imploré‖.
Después me acerqué al lecho, y haciendo como había escrito,
coloqué mi cabeza en la almohada y puse mis labios en los de mi
idolatrada. Glinnila, abrió los ojos, sus grandes ojos de zafiro,
somnolientos, echó atrás su cabellera, río de espigas luminosas, puso
los brazos en cruz, y se desperezó indolente con un gesto de ninfa
acuática, mientras la luz jugueteaba en los bellos jazmines de su cutis,
centellando en el polvo de oro de sus encantos desnudos.
¡Eva!
¡Eterna Eva! ¡Tentadora de amor!
¡Bendita seas!
Desde aquel día nos vimos tres veces por semana, en el mismo sitio,
y repetimos los mismos ritos de amor.
La misericordia de la vida, nos da el amor como el más suave elixir
del olvido que puede apurar el alma angustiada de un hombre, frente
a los dolores irremediables. De ese licor habíamos bebido Glinnila y
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yo y nos embriagábamos de él; devorábamos nuestra felicidad como
a un fruto lleno de dulzura, y la envolvíamos en los cendales del
silencio. Y, nuestros cuerpos se unían como nuestras almas, en un
fervor olvidadizo de las cosas que nos rodeaban. Bien pronto, no
fueron bastante esas horas para vernos y amarnos, y buscábamos
para eso hasta el seno más oscuro de la noche. Vivíamos siglos en la
sensación deliciosa de aquellos besos que parecían hacernos
inmortales. Sólo la luz inoportuna de la aurora venía a llamarnos a la
vida real, a separar nuestros corazones cada vez más ilusionados-
porque la ilusión vive en todo: hasta en el corazón turbado de dolor
y en el seno agotado de la muerte. En ese olvido vivimos, hasta
aquella tarde que en el jardín, Glinnila, más adorable que nunca, me
reveló la dulce verdad: estaba encinta, y se quedó viviendo
definitivamente en mi dulce hogar. Y, la vi embellecer, como en una
maravillosa transfiguración. Al mismo tiempo, ella, consolada,
apasionada y conmovida por aquel afecto que la rodeaba de cuidados
y de atenciones cuasi paternales, se enorgullecía ante aquella cosa
inmensa que se llama amor; y en la gloriosa aceptación de su destino,
ponía tan candorosa pasión, se hacía tan filialmente tierna para con
migo, que sentía engrandecer mi corazón. Mis libros de Física y
Matemática, inconclusos, aquellos en que vivía gloriosamente mi
alma viril, volvieron a sentir la fuerza opresora de mi pensamiento y
mi didáctica. La fiebre del trabajo, la radiosa alegría de producir
volvió a apoderarse de mí; y la maravilla de las leyes físicas, y la
belleza de los números, llenaron las páginas vírgenes, como un gran
río crecido que inunda una llanura. Glinnila, añadía a sus otros
cuidados, amor hacia mí. Ella misma pasaba a limpio los borradores,
me ayudaba a corregir las pruebas, recogía y catalogaba los originales.
Salíamos muy poco y rara vez recibíamos visitas; apenas sí
frecuentábamos cines y teatros. No se nos veía jamás en cafés, y
vivíamos abrazados a nuestra tranquilidad como a un escudo. Mi
corazón conquistado por el amor, tenía la dulce y aterradora
mansedumbre de un león dormido, se diría que había amado
siempre.
Glinnila, cuya salud florecía como un rosal en primavera, bajo las
dulces ternuras que rodeaban su existencia, empezó a sentir síntomas
de parto, y fue hospitalizada ese mismo día. Esperé con el corazón
lleno de incógnita y de tristeza. Al largo rato, salió el médico que la
atendía, y con semblante tranquilo, me informó que Glinnila había
dado a luz dos varones. Cuando llegué donde estaba ella, la vi
inmóvil, pálida y feliz, y a su lado los dos infantes que dormían. La
abracé y la besé en la frente, y mirando a los niños dije: Tú, que eres
el mayor te llamarás Idin II, y tú, que eres el menor, serás Adrián II.
Ella, contagiada de aquella alegría, me sonrió débilmente, me tomó
las manos y me atrajo contra su pecho con gesto maternal, y con
lágrimas de emoción dijo: Mi amor, estoy plenamente convencida
que esos nombres encierran algún misterio en tu corazón o tienes un
―alma mística‖.
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Aquella mujer enferma me parecía más bella que antes, y comprendí
que no podía separarse de ella...
Todas mis ternuras, todos mis deseos antiguos me subían al corazón
en un flujo desbordante, y me estremecía nerviosamente al recuerdo
de mis ingratitudes, que hoy se me hacían odiosas y monstruosas...
¿Cómo había podido hacer llorar tanto aquellos ojos prismáticos que
eran como el espejo de su alma?... Una sed infinita de hacerse
perdonar me subió al corazón.
Nuevos informes médicos me hicieron conocer que Glinnila
retrocedía en su curación, una hemorragia imprevista se había
presentado y su debilidad agónica no podía casi resistirla...
Yo, en el hospital no se separaba de ella, y preocupado ya no hallaba
como consolarla y, la miré vencida por la fiebre, calmada bajo la
influencia de las drogas, extenuada, apenas visible bajo las grandes
sábanas que la cubrían y, en el denso silencio donde el ojo humano
apenas veía la constante presencia de las cosas, la tomé de las manos,
y casi de rodillas la miré dormir. Aquellas manos ardían como una
brasa y el pulso apenas se sentía palpitar bajo la piel.
¡Cómo crecía mi amor hacia aquel ser frágil e idolatrado por mí que
apenas se dibujaba allí como un sueño de luna!...
Un gran deseo me vino de morir también al lado de aquella rosa que
se marchitaba bajo el tétrico esplendor de la nada, ídolo de mi
corazón, que guardaba aun el recuerdo de las caricias pasadas, y
sufría el castigo de mi idolatría a la cual había dado mi esperanza
cándidamente... Mi dolor crecía siempre inmensamente, desnudo,
inconmensurable como un cielo y, sentí cómo la mendicidad de mi
corazón era vasta, vasta como el espacio y, vi que no había limosna
terrestre para mi soledad espantosa que era como un principio eterno
de la muerte...
La luz matinal hizo abrir los ojos a Glinnila, pesados de fiebre y
llenos de un sueño malo, como una aglomeración de visiones. Se
incorporó penosamente; fui en su auxilio, la tomé en mis brazos y
arreglé en torno suyo las almohadas dispersas, la acaricié como a un
niño, la besé en la frente sudorosa y la abracé tiernamente contra mi
corazón.
-¿Has dormido bien amor mío?- le pregunté-, mirándola fijamente a
los ojos.
-Sí.
-¿Sufres?
-No.
71
Su voz era débil como un gorjeo de pájaro, y de sus ojos febricitantes
se escapaba la gratitud como un himno.
-Y, tú, ¿has dormido amado mío?
-Sí, toda la noche; y la mentira corrió de mis labios como una miel de
misericordia, y se extendió como un bálsamo sobre los bordes de
aquella herida incurable; y mi corazón cargado de verdades, se miró
en los posos grises de aquellos ojos sumidos en la penumbra, ojos
que esa mentira hacía luminosos como lagos de asfaltos heridos por
el sol.
La fiebre y la hemorragia agotaron tal mente las fuerzas de Glinnila
que en aquel momento daba la impresión de muerte. Asustado, la
llamé a grandes gritos desesperados:
¡Glinnila, Glinnila!...
Ella abrió los ojos brumosos, llenos de penumbra, y me miró
vagamente, como si volviese de limbos muy remotos...
Glinnila, Glinnila- sollocé-...
No es nada, no es nada, dijo ella, débilmente intentando sonreír. La
abracé con desesperación, ante esa visión de la muerte en los ojos
adorados; y ambos temblamos en conjunto, en ese silencio lleno de
amenazas... Ella, al verse tan consentida, lloró dulcemente, un
reparador llanto de felicidad; yo la miré llorar, hundida en esa
embriaguez de ventura, llena de una extraña sensibilidad, ante aquella
felicidad de muerte que parecía un crepúsculo, y calló largo tiempo.
-Perdóname- dijo ella-, volviéndose hacia mí, y reclinó sobre mi
pecho varonil la cabeza triste y casi inerte, como para sentir por
última vez cerca, aquel corazón misterioso lleno de tumultos... y, un
gran soplo de melancolía pasó por nuestras almas, como bajo un
cielo incoloro, sobre un río de silencio...
Glinnila, ya no se levantó del lecho. Los médicos, desesperados,
hicieron hasta lo imposible por salvar aquella vida, todo fue inútil, su
corazón misterioso al fin dejó de latir.
Quedé como aterrado a causa del dolor. Y en mi desesperación,
tomé los niños, salí con pasos lentos y me perdí en las sombras
negras de la noche, envuelto en el eco de mi voz que decía: mi alma
triste, profundamente triste, abrumada por el peso de tantos
recuerdos dolorosos y tantas desdichas presentes, no tiene ni aliento
ni voluntad para seguir resistiendo este infortunio monstruoso
engendro de un destino desgraciado.
73
La encrucijada japonesa
Diego Jurado Lara
Cuando el tiempo se hace eterno, por la soledad impuesta, crea un
vacío en el alma que convierte cualquier instante, hecho o deseo por
salir de él, en apostasía. Te aprisiona y te deja gélido. Y ese frío y ese
vacío se trasladan al cuerpo que, inerte, no siente nada, salvo una
sensación de falta, de oquedad. El dolor del alma, entonces, se
transforma en dolor físico, real.
Todos los movimientos de Miyori tenían un ritmo que parecía
acompasarse a algo que llevaba en su interior y que no era, yo, capaz
de saber, ni tan siquiera intuir, su razón. Le pregunté acerca de esa
carencia absoluta de sonrisa desde que la conocí y si había estado
siempre en ella. Me miró de una forma que la acentuó aún más, si
cabe, y el escaso brillo de sus ojos desapareció como por ensalmo.
Verás, me contestó, con aquel sonido tan peculiar con que
derramaba las palabras en español, desgranado las sílabas y
acentuando los vocablos al principio y al final; verás, volvió a repetir,
tras un instante de silencio, es algo que va más allá de cualquier
sentimiento, del tiempo y el espacio. Viví en Lisboa cuando me fui
de Japón. Fue mi primer destino, y lo fue porque siempre me gustó
esa lengua, tan profunda, tan suave, con esa cadencia que hace que te
introduzcas en ti mismo de una manera como no he vuelto a
encontrar en otra. Quizá el español, dijo, -como si sólo lo pensara
pero no lo dijese-, pero es más duro a pesar de su musicalidad, o
quizá por eso es más una lengua para el alma, no para el interior sino
para el más allá, o tal vez no, no lo sé, pero me lo parece; en cambio
el portugués es para los sentimientos irredentos. La escuchaba como
hipnotizado. Nunca la había oído hablar así. Nunca había escuchado
hablar así. Ellos tienen una palabra deliciosa, siguió diciéndome, para
definir un determinado estado del alma, saudade, que no tiene
traducción en ninguna otra lengua, y que no sólo es bella en sí
misma, en su expresión, sino también en su significado. Es difícil de
expresar. Tan sólo se puede sentir, y acaso expresar a través del alma,
de los ojos, de los gestos, del estar. Pero no de la palabra. Eso es lo
que me pasa. Tengo saudade, y de ahí todo lo demás. Se levantó
lentamente, como todo lo que hacía, y esbozó algo parecido a una
sonrisa. Prepararé el té, me dijo.
Nunca había hablado tanto, y desde luego nunca tan seguido. Desde
que nos conocimos siempre fui yo el que habló y, ante su casi total
ausencia de palabras, era yo el que mantenía la conversación, la
dirigía, la terminaba, salvo cuando, en contadas ocasiones, me pedía
que le hablase de mis cosas, de lo que había hecho, de lo que
pensaba, de lo que amaba, de cómo entendía la vida. Pero no era lo
usual. Una vez me dijo que le fascinaba mi capacidad para mantener
la mente abierta a todo el vendaval de ideas que había en ella y que
75
venían del mundo exterior, de mi alrededor, de las locas y de las
consistentes; que estuviese con ella y pendiente, a la vez, de todas las
personas que cruzaban o estaban en mi radio visual, de sus
movimientos, de sus pensamientos, de sus vidas, y que, sin embargo,
fuese capaz de centrar mi atención en una persona, en ella, en un
solo tema, permitiendo que la mente, la mirada y la palabra divagasen
de una forma tan curiosa y atractiva. Decía que eso sólo lo podían
hacer las mentes creativas, las mentes de los artistas.
La primera vez que la vi me pareció fascinante. Estaba bailando. No
me había dado cuenta de su entrada al pub. Estaba con una amiga
que bailaba también, pero con una ausencia de gracia total. El pub,
La Banca, estaba lleno de japoneses. Por eso y porque era allí donde
hacían los mejores mojitos de la ciudad, iba yo a aquel lugar. Aunque
sólo el camarero ecuatoriano los hacía bien. La camarera, que
también servía copas, no. Él me dijo que los hacía bien porque había
aprendido de un cubano que regentaba otro bar en el que había
trabajado; que había que machacar bien el azúcar con la hierbabuena
y poner las medidas justas. Fue durante esa conversación cuando
debió entrar. Al girarme la vi.
Siempre me extrañó el hecho de que tantos japoneses fuesen a aquel
pequeño pub, fuera de los de moda, sin decoración apenas. Quizá
fuera el mojito. Quizá la música, casi en su totalidad en español, con
ritmos caribeños y algo de española. Ambas cosas fueron las que me
llevaban siempre a él, desde que lo conocí por casualidad. Me
gustaba observarlos mientras me bebía un mojito. Pero aquel sábado
apareció ella, y como siempre me suele suceder, una mirada, un
momento, me cambia la vida. Era absolutamente distinta al resto. De
una belleza que te acercaba a Dios. Se movía con una cadencia, con
una suavidad casi etérea. Poseía una elegancia innata en todo lo que
hacía, en el mirar, en la forma de coger el vaso, en el beber, en el
andar, al bailar…
Esperé hasta que se marchase. Pronto se dio cuenta de que la miraba,
aunque en verdad apenas lo hacía hacia otro lado. Entramos en el
juego de la mirada. Miradas que entran muy dentro, deslizando,
sabiendo. Ese tipo de miradas que, con suerte, encuentras tres o
cuatro veces en la vida. Miradas que te llevan al éxtasis con el solo
hecho de mirar y ser mirado. Porque eres, porque te permiten ser,
porque te reconoces en el otro.
Cuando se iba, mientras se ponía el pañuelo alrededor de un cuello
casi níveo, grácil, que contrastaba vívidamente con el azabache de su
cabello, me acerqué a ella. Se giró, como sabiendo, o esperando que
lo haría. Como si supiera que estaba allí, a su lado. Le dije algo sin
mucho sentido, algo trivial, y me contestó: el amor pertenece al lado
rugoso y fragmentario de la vida, y se parece, perteneciendo al
mundo del sueño, más a una pesadilla que a los sueños. Me quedé
anonadado, sin capacidad de reacción. Estaba allí, de pie, como un
77
completo idiota, en medio del local, mientras la veía como se
marchaba hacia la puerta. Al llegar a ésta se giró y le dijo algo, al
oído, a su amiga. Metió la mano en el enorme bolso blanco que
llevaba. Sacó una pequeña libreta, que me pareció roja dentro del
juego de luces del local, y lo que parecía un bolígrafo. Escribió en ella
y vino hacia mí. Toma. No sé cómo acerté a decirle, acercándome a
su oído -con lo que casi rocé su cuello, carente de aromas artificiales,
que olía a piel excelsa, exquisita, que me sedujo y recordó a otra-, que
si los sueños eran un delirio debían ser sanos, o eso esperaba,
aunque…, y si lo eran, el amor tenía que ver más con los sueños que
con la realidad. Me besó en la mejilla con los labios, no con la cara, y,
poniendo el papel en mi mano, se giró y se marchó.
Me dijo que fuese temprano porque quería hablar conmigo. Cuando
llegué me recibió con una bata de seda parecida a un kimono, pero
que no lo era. De un azul marino intenso con tonos en degradación,
y algunos otros dorados; decorada con unas letras en negro y rojo,
verticales, en la parte delantera, en su lado derecho, y unas gotas
como perlas, blancas, a modo de collar, que caían en cascada desde el
cuello hasta casi la cintura, creando un bellísimo efecto. Me pidió
disculpas por no estar preparada, tras hacer una breve y apenas
imperceptible inclinación de cabeza y, sin apenas variar el gesto, me
solicitó que me acercase a la sala que había al lado de la entrada, para
que la esperase allí mientras terminaba de vestirse.
En la cocina se dispuso a preparar la comida. Me di cuenta de que
ponía mucha atención en que los colores y los distintos elementos
que iba a disponer tuvieran armonía, de ahí que pusiese pocas cosas
en los brillantes cuencos, azulados, negros y blancos, porque, me dijo
sin dejar de arreglarlo todo, al tiempo que hacía una especie de
sonrisa con los ojos al mirarme, había que empezar a saborear con
ellos. Aaikon se llama esto, me señaló. Quería rallar rábanos grandes
y guindilla roja seca, para lo que hizo un orificio en el centro del
rábano con un palillo y lo rellenó de guindilla. Los limó ambos al
tiempo, creando un efecto precioso a la vista con el rojo y el blanco
juntos. Me dijo que en Japón lo llamaban ―hojas de otoño
cambiando de color‖. Era puro éxtasis el nombre. Me sentí como si
flotase. Sólo podía mirar como actuaba con los elementos de la
cocina, como se movía, como cuidaba, con extrema delicadeza, los
detalles, poniendo el alma y los sentidos en todo lo que hacía.
Comenzó a cortar el pescado, fresco. Parecía que tuviese una batuta
en la mano en vez de un cuchillo, que previamente había afilado.
Cortaba con arte, elegantemente, delicadamente. Parecía magia verla
con aquella maestría. Parecía un ballet. Las lonchas eran exactamente
iguales unas a otras. Dijo, señalando el pescado con un leve gesto de
la cabeza, que era sashimi, pescado crudo que comeríamos con sake,
que sirvió en unas pequeñas tazas a las que llamó sahezumi. Pruébalo.
Las he servido para que lo hagas antes de comer. Después cortó una
anguila que había en una fuente ovalada, mientras yo probaba el sake.
Le quitó previamente la cabeza y la tiró al cubo de la basura con una
79
levedad que pensé que sus manos tenían la capacidad de producir
encantamientos. Ningún acto, ni tan siquiera el más insignificante, lo
realizaba con estridencia. Todo tenía un sentido, preciso, precioso,
armónico. La cortó en trozos más bien largos. Los pinceló con una
salsa de soja azucarada y los colocó sobre un lecho de arroz hervido.
Unagi, dijo, pronunciando las sílabas. El sonido era tan hermoso
como el plato que había preparado. Vista y oído unidos. Cogió, de
un plato cuadrado, un alga llamada wakame, de color verde oscuro,
con la que envolvió el sashimi. Cogí un trozo del alga y la mastiqué.
Tenía una textura suave y delicada.
Presentó toda la comida de una vez. La mesa estaba llena de plato
pero no había agobio visual ni espacial. Nos sentamos sobre las
esteras que había encima del tatami, ante la baja mesa. Me dijo que,
tras inclinar levemente la cabeza en lo que parecía una invitación,
comiera. Tal vez vio mi sorpresa o adivinó mi pregunta no
expresada. No hay orden, empieza por donde tus ojos te indiquen,
casi tuve que adivinar ante el delicado y bajo tono con que susurró
las palabras. Cogió los palillos. Cogí yo el cuenco con sake y bebí un
sorbo, esperando ver como se los colocaba en la mano. Era como
una obra de teatro, como un ritual. Cogió los palillos, rojos, que
estaban apoyados en un pequeño soporte de porcelana, rectangular y
ligeramente ondulado, cóncavo, delante de nosotros. Tomó uno con
la extrema sutileza con que hacía todo y lo puso en la palma de la
mano, fijándolo en la parte intermedia del dedo anular al presionar
levemente el dedo pulgar contra la palma, sosteniendo entremedias el
palillo y sujetando la parte redonda en su mitad. El otro palillo lo
cogió con la parte redondeada hacia delante, sujetándolo entre el
pulgar y el índice, como si fuera a escribir con él. Con un ligero gesto
golpeó las puntas de ambos contra la mesa, igualando uno y otro.
Hice lo mismo intentando no parecer burdo ni brusco. Me miró
desde sus ojos bajos y sonrió, o me lo pareció. Agradecí que no me
indicase cómo hacerlo. Me hizo sentir bien. Hablamos, porque le
preguntaba, sobre la comida, del por qué de los hechos, de los
tiempos, de las razones. Decía que, según la filosofía zen, los
alimentos de la cocina movilizan la energía corporal por los diversos
órganos del cuerpo y la equilibran. Debía ser verdad, le contesté yo,
si se ponía tanta alma en el hecho de la preparación. Fíjate que, me
dijo en determinado momento, no hay un tiempo determinado para
la cocción, por ejemplo, del arroz, tienes que sentirlo, oírlo; has de
respetar escrupulosamente el tiempo hasta que el sonido es crujiente,
entonces está en su punto. Tú eres arroz en ese momento y lo sabes,
sabes que está. Al final sirvió té. La comida fue elegantemente
sencilla. Era la vida representada en aquel acto aparentemente
carente de trascendencia, y sin embargo había algo que lo trascendía,
que hacía de todo aquel ritual, de todo aquel acto, un hecho
supremo, absoluto, que unía a los comensales entre ellos y con los
elementos que habían consumido. Era un todo.
81
Se quedó parada cuando abrí la puerta, como si esperase que le dijese
algo o como si temiese que estuviera con alguien o como temiendo
que me desagradase su presencia. Me quedé sorprendido. Tal vez
fuese ese gesto de sorpresa lo que provocó su reacción o tal vez traía
el temor consigo. Se acercó y me besó con delicadeza en los labios.
¿Quieres algo?, le pregunté. Negó con la cabeza. Me volvió a besar y
me dijo que fuésemos a mi habitación. Comencé a andar mientras
ella me seguía. Al llegar a la puerta me volví y la vi allí, parada, seria,
mientras dos lágrimas le caían por las mejillas. No supe qué hacer o
qué decir. Sólo mirarla. Debió notar mi desconcierto. No te
preocupes, me dijo, ha sido la sorpresa del olor. Mi habitación
siempre tenía un pebetero en la esquina donde se quemaban
esencias de sándalo y mirra junto a una cantidad pequeña de azahar.
Fue esa mezcla de olores lo que le produjo esa especie de vuelta
hacia atrás, al recuerdo, al pasado, al rincón de las cosas que se creen
olvidadas y que siempre, por alguna razón, por algún detalle, surgen,
demostrando la imposibilidad de acabar con ellos.
Cuando terminamos me dijo que fue aquella mezcla de olores lo que
le produjo esa especie de vuelta hacia atrás, al recuerdo, al pasado, al
rincón de las cosas que se creen olvidadas y que siempre, por alguna
razón, por algún detalle, surgen, demostrando la imposibilidad de
acabar con ellos. El olor, ese sentido tan olvidado, le había llevado
atrás, a la primavera que pasó en casa de sus abuelos, en la montaña,
junto al templo, que le había recordado el color y el olor de los
almendros en flor, y la mirada aquella con la que había compartido,
con la que había aprendido, con la que había vivido todo de una
forma tan absoluta que ahora… Se calló. No sé si temiendo que
aquel relato pudiese dañarme o, quizá, pensé yo, temiendo que aquel
relato le dañase, a ella, aún más de lo que ya lo hacía. Parecía vivir
una vida extremadamente atormentada, con ligeros puntos de
aparente alegría. Parecía ser una persona que había encontrado,
vivido y perdido, y que la pérdida era tan total que ya no podía salir
de ella. Como si no quisiese o no pudiese. Aunque parecía más bien
que no podía porque no quería, porque se sentía bien ahí, como si se
sintiese bien en esa especie de infierno lleno de desesperanza y falto
de alma. Parecía como si el mero hecho de vivir le produjese un daño
horrible. Y eso a pesar de todo lo que ponía en cualquier cosa que
hacía. Pero todo era mera apariencia, quizá pura mecánica. Tal vez el
efecto de una educación y una filosofía incrustada en los huesos de
una manera indeleble y a la que es imposible sustraerse. Tal vez. Tal
vez no la conocía en absoluto. Tal vez era un pozo oscuro en el que
miraba y sólo veía sus hermosas paredes circulares y las plantas que
colgaban, mostrando su verdor y sus sinuosas formas cayendo
elegantemente hacia abajo, hacia la oscuridad del fondo, un fondo
que no veía, que ni siquiera podía aspirar a ver, dada su profundidad,
su lejanía y su negrura. Podría, pensaba, tirar una piedra e intuir, de
tan profundo, que hacía círculos al golpear contra el agua, y que se
irían desdibujando hacia las paredes, pero que no veía; y también
podría oír el sonido que haría al chocar contra el agua. Pero todo se
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quedaba en eso. Detalles pequeños en un mar inmenso de
desconocimiento. Tal era la mujer ante la que me encontraba. Todo
un mundo inmaculado. Todo un mundo que se me velaba. Precioso
por lo presentido. Lejano por lo inasible, por lo desconocido. Yo,
que venía de una cultura infantil, donde lo lúdico, la curiosidad y el
deseo de juego eran primordiales, que encontraba placer en perder el
tiempo, en la búsqueda, en el conocimiento de todos y de todo a
través de la diversión que me producía el propio hecho de vivir, me
encontraba enfrente con una mujer proveniente de una cultura
antigua, donde no hay tiempo, donde la eternidad es sólo un
momento y lo suficientemente extenso como para no tomárselo a
broma. De ahí, acaso, esa imposibilidad de entrar en su mente y en
su alma de una forma total. De ahí, posiblemente, que ella sólo me
mostrase el exterior y, en contadas ocasiones, pinceladas de su
interior. Pero había algo más, algo o alguien que la había marcado
para siempre, que había dejado algo en ella que hacía que todo lo
demás, de una manera profunda, quedase en mera circunstancia. O
eso pensaba yo.
Me levanté ligeramente y apoyé el brazo izquierdo en la cama. La
miré a los ojos, perdidos en algún punto del techo, o tal vez más allá
de él. La luz era tenue por las velas que había encendidas en el
cabezal. El claroscuro daba un color muy agradable a su cuerpo,
desnudo, sobre la sábana de color granate oscuro. Bajé la vista hasta
los delicados pies y fui ascendiendo, recorriendo el cuerpo que
momentos antes había besado y acariciado, que había amado,
recreándome en todos y cada uno de los detalles. Era bellísima hasta
el dolor. Me quedé mirando el pelo, negro, desparramado sobre la
almohada. De un negro sublime, como sus ojos, negros también. La
miré profundamente. Acerqué mi boca a la suya y la besé con
suavidad, con dulzura. De nuevo las lágrimas afloraron a sus ojos. Le
acaricié la cara mientras se las besaba sintiendo su salinidad. Retiré
un poco mi cara y le rogué que no llorase. Me estaba destrozando.
Aquella lejanía me estaba taladrando el alma. Le pedí que me contara
lo que le pasaba. Hubo silencio. Un silencio que se me hizo eterno,
que laceraba. Me miró y vi la profundidad de sus ojos y de su alma
en ellos. Vi el dolor, por el recuerdo, por la pasión, por la vida vivida,
y sentí su dolor. Te puedo contar todo lo que quieras, cualquier cosa
que me pidas, menos eso que quieres saber y que parece que intuyes.
Eso, dijo, tras un breve silencio, es sólo mío, sólo para mí, por lo que
fue, por lo que es y por lo que será. Siempre mío y sólo mío.
Discúlpame. Y lloró con más fuerza, sin sentido ni mesura, como si
nunca antes lo hubiera hecho.
Nunca entendí por qué lo hizo. La verdad es que nunca entendí casi
nada de ella, ni de cualquier cosa concerniente a ella. Siempre estaba
lejos de mí. Me era imposible acercarme a su interior, por más que lo
intentara con todas las fuerzas que mi inteligencia y mi pasión por
ella permitían. Me era esquiva, es cierto, en sus pensamientos y en su
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vida pasada, incluso presente. Sólo sabía de ella y sólo la veía cuando
ella quería, cuando me llamaba o aparecía, de repente, en mi casa. La
admiraba por todo lo que la envolvía y por lo que era; por lo que
hacía y por cómo lo hacía; por su soberbia inteligencia y su belleza.
Me fascinaba. Era alguien que estaba por encima de todo y de todos,
y sin embargo tenía una melancolía abrumadora, desasosegante,
intranquilizadora. Quizá fue todo ese conjunto lo que me atrajo de
ella. Sin duda esa dualidad, si se le podía denominar así. Y ello a
pesar de ser incapaz, absolutamente incapaz, de entrar en su misterio.
Era extraña para el mundo en que vivía, para el mundo en que
vivimos. Apegada a costumbres y tradiciones antiguas; desilusionada
con el mundo que le había tocado vivir, a pesar de poseer un ansia
terrible por vivir la vida en toda su intensidad. Hastiada. Me había
hablado algo, poco, muy poco, de su vida privada. Sabía muy poco
de las razones que la habían impulsado a venir hasta aquí, en lo que
parecía una huida de algo o más bien de alguien. Sólo sabía o intuía
que necesitaba salir de la opresión del mundo en que estaba, que era,
por una parte disciplinado, constante, encorsetado, o eso me parecía,
y por otra, abierto, libre, colorido. Un mundo y una vida que la
obligaban a una lucha constante por ser ella sin traicionar o
traicionarse a sí misma, pero sin dejar de buscar, de indagar y de
conocer. Pero también había otra cosa que me era inasible. Creía en
un alguien que, de alguna manera, le había dado o quitado tanto que
no podía ahora seguir, por las razones que fuesen. Alguien que fue y
que probablemente era, en algún lugar recóndito de su mente, o en
ella de una forma absoluta, en todos los espacios de su alma, el
elemento que movía sus sueños, sus movimientos, la totalidad de su
ser. Pero todo no eran sino meras especulaciones mías.
Pensamientos que ni tan siquiera me atrevía a expresar en voz alta
por el miedo atroz a apartarla de mí, a que huyese por perturbar su
interior, por remover lo quieto, por sacar lo oculto, por entrar en los
espacios vedados, en el jardín prohibido de su alma, lleno de rosas y,
al parecer, de espinas. Me movía entre el deseo de saber y el de
permanencia, sabiendo que si conocía probablemente la perdería, y si
no sabía, tal vez también. Quizá más tarde, pero también. En tanto
que ella lo hacía entre el deseo de volver y el de estar. Estar como
estaba, sabiendo que aquello que tuvo fue y que no habría nada más
igual, o volver, redimir y redimirse, aprehender y caminar por una
senda con discontinuidades, de altos y bajos, de felicidad absoluta y
sufrimientos intensos. Contentarse con un prado infinito, verde y
estático, o un jardín pleno de rosas. Pero no dejaban de ser meras
especulaciones. Esa era mi encrucijada y la suya. La encrucijada
japonesa. Una lucha de almas por otro, con otro, y con uno mismo,
con una mujer japonesa en el centro de todo y a cuyo alrededor todo
giraba. Miyori era la vida. Se había convertido en mi vida, pero ella se
movía en otro ámbito, en el suyo, dentro del cual yo no era sino un
simple espectador, privilegiado porque ella me permitía estar a su
lado, porque me permitía aprender de ella y con ella, vivir la vida con
ella. Pero sólo eso, un simple espectador sin la capacidad para ser en
87
ella. Me recordaba, de alguna forma, el mito de Izanami e Izagani, en
el que yo era ese simple concurrente, en el inframundo, que había
tenido la oportunidad de estar con Izanami un breve momento de su
existencia, y que la perdería en cualquier instante, pues ella pertenecía
a Izanagi. Pero seguían siendo meras elucubraciones, y tal vez una
tergiversación del mito que, una vez, ella me contara.
Al despertar encontré, en la almohada, una hoja cuidadosamente
doblada. La abrí con reverencia, de la forma como lo habría hecho
Miyori, con cuidado y, también, con un profundo miedo. Temía una
despedida, un adiós con silencio de palabras, una huida apagada,
cuyo resto sólo sería el papel blanco y sus negras letras encima. Sólo
tres líneas. Un haiku. Decía:
A la intemperie,
se va infiltrando el viento
hasta mi alma.
Lloré. Lloré porque no lo entendía. Quise pensar, pero no podía.
Arrugué el papel y lo tiré al suelo. Fuera llovía. El cielo gris
derramaba su húmedo aliento. La imaginé caminando bajo el agua,
con su característico andar y el pelo negro, calado, más azabache, aún
más negro por lo mojado, y las gotas resbalándole por el rostro,
iluminándoselo, la mirada gacha y su permanente ausencia de sonrisa.
La vi bellísima en mi pensamiento. Y me di cuenta de cuánto la
quería, de lo que me esperaba si no volvía, pero sobre todo de lo que
nunca sería. Me volví y oculté la cara en la almohada como si quisiera
no ser visto. Lloré hasta quedar nuevamente dormido, fiel reflejo de
lo que sería, en adelante, mi vida, llanto y sueño.
El tiempo es inclemente cuando esperas y no hay respuesta, cuando
no tienes tras haber tenido. El desasosiego interior es atroz. El
tiempo pasaba y no tenía noticia alguna de ella. Semanas que me
parecían milenios, océanos de tiempo que me engullían en sus fauces
con un canibalismo espantoso, deformando el pensamiento y
envolviendo mi espíritu en un mar de dudas que lo herían,
arrastrándolo hacia el negro abismo de la desesperación. Le di
tiempo al tiempo, en una acción que no quería porque temía,
envuelto en la esperanza aunque sabía, pero que me negaba,
esperando que ese tiempo hiciese que ella me echase de menos y
volviese a llamar. Dejé que el espacio quedase vacío, ocupado tan
sólo por mis pensamientos hacia ella y con la esperanza de que, en
algún momento, ella los tuviese hacia mí, y que alguno de ellos la
hiciese venir. ¡Pero qué tristes somos en los pensamientos y en la
forma de actuar cuando nos negamos a lo evidente! Abandonamos
cualquier atisbo de razón, ocultamos la certeza, aun la más clara,
cerramos la puerta a la verdad y nos mentimos buscando la
esperanza, incluso la más vana. ¡Cuán estúpidos somos entonces!
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Niños pequeños envueltos con piel de seres adultos y crédulos.
Ciegos.
Ahondé en su interior. Traté de atisbar en su mundo, en su alma, a
través de todo -poco, bien es cierto, o tanto- lo que me había
hablado. Pensé, cómo no, en la muerte, en el suicidio. Una vez me
dijo que la muerte tiene el brillo infrecuente, claro y fresco del cielo
azul entre las nubes. Nunca había oído nada más precioso referido al
tránsito de la vida hacia la nada. Era una imagen extremadamente
perturbadora, al menos para mí, que la veía como algo repugnante y
terrible, no tanto por el hecho en sí mismo, cuanto por la pérdida de
la vida a la que estaba tan apegado en ese sentido tan necio de los
occidentales y que, ahora, tras el conocimiento de Miyori y su
mundo, encontraba degradante y estúpido. Ella tenía una severa
consciencia de la muerte bajo la superficie de la vida cotidiana. Pero
nunca supe si tenía un concepto claro y puro de ella. La verdad es
que nunca la entendí bien. Creo, más bien, que no la entendí en
absoluto. Era tan especial, tan profunda, tan elevada, tan sensible y
lejana que se me escapaba de las manos como la arena de la playa,
cuando en mi niñez jugaba con ella; como la arena del reloj que, lenta
pero inexorablemente, deja pasar los granos por su mitad hasta
desaparecer, dejando una transparencia que indicaba la ausencia de
todo, la ausencia de nada, el vacío. Era, pensé, hora de salir del
cromatismo del desierto en que me encontraba y de las sensaciones
introspectivas para descubrir la verdad velada.
Pasó el tiempo. Excesivo. Tal vez seis meses. Decidí buscarla, pero
no la encontré. No estaba. La casa cerrada. En la empresa la habían
esperado desde aquel día pero nunca recibieron respuesta a sus
llamadas ni a sus correos. En la Universidad, donde estudiaba Arte y
cultura española, tampoco sabían nada. Era como si en el mundo
continuase la vida y ella nunca hubiera existido. Tal vez no lo hizo y
todo no fue sino un sueño.
Imaginé que habría vuelto a Japón, a la fragancia de los almendros en
flor, a la paz de las montañas, a reunirse con eso que echaba de
menos y que le tenía el alma herida. Pensé en el suicidio, que con
tanto detalle me contaba y que yo veía, siempre, en sus pupilas
cuando de él me hablaba. Pensé en el jigai. La vi, con los muslos, las
rodillas y los tobillos atados, para evitar la deshonra de caer con las
piernas abiertas, vestida de blanco como signo de pureza, hundiendo
el cuchillo en el cuello para cortar la carótida, cayendo sobre el suelo,
con un papel en la otra mano, en el que habría escrito un haiku, para
él, si es que existía, pues el mío ya lo dejó en su despedida. Aquella
idea me rondó por la cabeza hasta hacerse casi real, hasta
destrozarme por dentro, taladrando mi alma, royéndome las
entrañas.
Lo que si sabía es que su alma sufrió las heridas de todos los exilios,
sobre todo de los impuestos a sí misma, en un afán por huir de algo
y de ella, y a pesar de ella. Un exilio que no producía sino dolor y
amargura, y de ahí tal vez la necesidad de la vuelta, de reconciliarse
91
consigo misma, de la aceptación de lo inevitable, de la necesidad de
la redención a través de la comprensión, porque la muerte nunca es
peor que el exilio, como bien sabían los griegos. La vuelta en busca
de la alegría perdida, a pesar de todo y de tanto, o quizás por eso y a
pesar de eso. La vuelta para salvar su alma de tanta desolación y
huida, para encontrar el camino, el verdadero camino, por difícil que
fuese, para ser quien se es, hosquedad incluida. Lo que si sabía es que
no estaba y que probablemente nunca estaría.
Y yo quedé malherido. Seguí escribiendo historias, como hasta
entonces había hecho, pensando poesías. Seguí buscando caminos,
como el del haiku, su tan querida vía. Pero lo hice para concentrarme
en sus negros ojos, en su vida, en su alma; para contestarle a ella, allá
donde estuviera; en él, si es que así era, si es que lo encontró; y en mí,
en lo profundo de mi alma, herida, muerta.
Su marcha dejó un hueco que es muerte, pero no física aunque vital,
sino emocional, absoluta y eterna, símbolo de todas las muertes
anteriormente padecidas por mí, pero sobre todo por ella, de la que
tanto bebí. Su marcha dejó un silencio mustio que nunca pude ni
podré llenar con sonidos ni con palabras escritas, y que sólo los
recuerdos pueden, en contadas ocasiones, aliviar, al ver sus ojos
azabache mirar el blanco puro de los almendros en flor; al ver los
movimientos suaves de las hojas mecidas al son de un viento
delicado, como los suyos; al oír esa cadencia de las palabras que tenía
al nombrarme. Pero todo eso sólo lo que es. Miyori fue, es y será,
siempre, mi encrucijada japonesa, mi vía crucis, el poema que me
regaló la vida, mi primavera, mi luz y mi sombra, mi alegría y mi
pena, mi alma, pues sólo soy y puedo ser en ella.
En tu ausencia
Mastico los recuerdos.
Gélidos besos.
93
El sueño del dragón
Estefanía Santana
Oigo ruidos al otro lado de la pared de piedra, pasos que atraviesan
las entrañas de la montaña y me despiertan de mi sueño milenario.
Abro uno de mis ojos, pero solo me encuentro con la roca
desnuda, que me rodea por completo, así que vuelvo a cerrarlo. De
nuevo, ruidos, esta vez escucho más claramente el sonido de las
ruedas destructoras y la caminata militar que ya tan bien conozco...
Están cerca, pero pasan de largo, sin siquiera sospechar que me
encuentro escondido tras una fina lámina de rocas, aún adormilado
y sin fuerzas para salir a alejarlos con mis lenguas de fuego.
Me incorporo un poco y estiro mis extremidades, a mi alrededor
suenan las monedas y las joyas, hoy sin brillo ni valor, al caer a
ambos lados de mi cuerpo. Hace tiempo, ya no recuerdo cuanto,
los hombres habían llegado a morir aunque solamente fuera por ver
el tesoro que me envuelve, un tesoro ya olvidado. El tesoro que los
hombres de hoy buscan está custodiado por la tierra que,
impotente, observa como la vacían y la convierten en terrenos
yermos, donde no volverá a tener la compañía de la vida, donde
permanecerá sola y olvidada, igual que yo.
Los hombres de hoy caminan destruyendo la vida, incluida la suya
propia, sin ser capaces de parar de cometer errores aún sabiendo
que son estos errores los que acabarán con ellos. Los hombres de
hoy conducen bestias de hierro y acaban con las ciudades que ellos
mismos se esforzaron por crear y de las que supuestamente estaban
orgullosos. Los hombres de hoy emponzoñan ríos y mares, lagos y
montañas, flora y fauna, sin que realmente les importen las
consecuencias de sus actos. Los hombres de hoy ya no se
preocupan por el honor, la valentía o el afecto, los hombres de hoy
se esconden tras armas de fuego y sesgan las vidas a su alrededor;
ya no visten de metal brillante, ahora sólo visten de odio, miedo y
sangre.
El mundo muere, los animales desaparecen, los seres como yo se
esconden, y los hombres toman el control de todo. A mi alrededor
sólo hay oscuridad, y echo de menos el sol que me iluminaba el
rostro cuando surcaba libre los cielos, sin miedo a nada ni a nadie.
Ahora, si pudiera ver mis alas, recluidas contra mi cuerpo, sé que
las lágrimas llenarían mis ojos, aunque sé que las tengo en mi
espalda, siento como si me las hubieran arrancado cruelmente,
porque ya no se me permite volar, ya no se me permite salir a la
vista de todos y, tal vez por debilidad, tal vez por miedo, no se me
ocurre infligir esa ley invisible que me mantiene aquí encerrado en
mí mismo. Por eso procuro no mirar atrás y dormir siempre.
95
Me gusta pensar que aún hay esperanza, sé que existen hombres y
mujeres, jóvenes y ancianos, que sienten como yo, que, de alguna
manera, también se sienten encerrados en un mundo que no
consideran el suyo, que miran hacia el futuro y quieren algo mejor
que lo que se les ofrece; que, igual que yo, desean reunir el
suficiente valor para gritarle al mundo: ―No voy a dejarme dirigir
por nadie, no voy a inclinarme ante nadie, porque yo soy dueño de
mi destino‖. Ellos miran a sus líderes sin ver realmente un
gobernante sabio, miran a sus semejantes y se preguntan si
realmente son iguales a ellos, se miran a un espejo y temen que no
van a encajar porque piensan diferente, miran al mundo y saben
que está muriendo. Estas personas serán las únicas capaces de
cambiar el futuro.
Sin embargo, hasta que ese día llegue, yo seguiré soñando con la
libertad, y mis deseos de dejar esta lúgubre cueva, de extender mis
alas y de descubrir de nuevo el mundo desde las alturas, me
acompañarán en mis días de cautiverio y me ayudarán a seguir
viviendo. Por eso procuro no mirar atrás y dormir siempre.
97
La Torre
Juan Carlos Boíza
El viento acariciaba su rostro con suavidad. El pelo se arremolinaba
obstinado frente a sus ojos, como si estuviese empeñado en ocultarle
el frondoso bosque que le rodeaba. Todo a su alrededor era una
fiesta de vida; enormes enredaderas trepaban por los troncos
asilvestrados de árboles, cuyo nombre no era capaz de recordar, pero
que se le antojaban hermosos monumentos cincelados por la mano
del demiurgo. A penas era capaz de distinguir el azul del cielo entre
las hojas y ramas entrelazadas en las alturas, donde las copas se
perdían en una lejanía casi imposible. A sus pies, la tierra era blanda y
esponjosa, como una alfombra mullida de vegetación, en cuyo
interior la vida más humilde se afanaba en ocupar su lugar en el
cuadro de la creación.
Fue entonces cuando se dio cuenta; estaba descalza. Al caminar, sus
pies se hundían entre la hierba húmeda transmitiéndole su frescor y
lozanía. No recordaba qué estaba haciendo allí. No sabía cómo había
llegado ni a dónde se dirigía. Observó sus manos con atención. No
llevaba reloj, ni ningún anillo o pulsera. Iba vestida con una camisa
blanca de algodón y un pantalón vaquero, que no recordaba ni
reconocía como propios. Registró sus bolsillos con curiosidad. No
había nada. Estaban completamente vacios.
Sin embargo, nada de esto la incomodó. Aunque se daba cuenta de
que aquella situación no era del todo normal, tenía la íntima
sensación de que todo era como debía ser. Todo lo demás no
importaba, era simplemente algo peculiar pero meramente
anecdótico.
Contempló el bosque, intentando decidir qué hacer a continuación.
No había caminos ni senderos reconocibles, tan sólo vegetación
enmarañada y vigorosa cubriendo el terreno. Frente a ella pudo
distinguir una zona donde los árboles eran menos abundantes y una
pequeña loma se elevaba ligeramente sobre el terreno circundante. Se
dirigió hacia allí con precaución, pues no quería herir sus pies
descalzos andando sobre un terreno demasiado abrupto.
Al llegar a la elevación pudo observar mejor el terreno que le
rodeaba. Se encontraba en medio de un mar de árboles
increíblemente tupido. Todas las direcciones parecían iguales. Su
mente comprendía que aquello podría tornarse una situación
peligrosa, ya que la arboleda parecía extenderse hacia los cuatro
puntos cardinales hasta alcanzar el infinito, pero aún así siguió sin
sentirse preocupada. El sol estaba alto en el firmamento por lo que,
con pasmosa indiferencia, eligió al azar una dirección y comenzó a
99
andar, confiando en encontrar un lugar para dormir antes de que la
noche la alcanzase en aquel lugar.
1
La noche se cerraba sobre ellos con increíble rapidez. Sólo unos
minutos antes habían estado parados en el arcén, consultando un
mapa de carreteras extendido sobre el capó del coche. La luz de la
tarde les había servido para leer sin dificultad la diminuta letra del
mapa y localizar la vía comarcal que les conduciría hasta el pequeño
pueblo, donde habían alquilado una casa rural para pasar el fin de
semana.
- Teníamos que haber salido mañana con la fresca – le reprochó él,
preocupado al ver como las sombras invadían la calzada -. Sabes que
no me gusta conducir de noche.
- Ya te he dicho que había que pagar dos noches y que el lunes
trabajo – respondió ella elevando los brazos al cielo en señal de
impotencia.
- ¡Podías haber pedido el día libre!
- ¡Ojalá!, pero sabes de sobra que no me lo hubieran dado. Llevo
cinco años trabajando en las oficinas del almacén y todavía no han
concedido un solo puente a nadie.
- A eso le llamo yo conciliar la vida laboral y familiar – respondió él
con sarcasmo -. Cuando nos casemos le pediré un aumento de
categoría a mi jefe. Por antigüedad ya me corresponde. Con el nuevo
sueldo podrás dejar de trabajar en ese antro.
Ella se acercó a él y le besó con ternura en la mejilla, intentando no
distraerle demasiado mientras seguía atento a la carretera. En la
lejanía se distinguía la silueta de la torre solitaria de una ermita que
les daba la bienvenida.
2
Al principio no supo muy bien de que se trataba. Pensó que podía
ser una roca situada de forma caprichosa entre los árboles pero, al ir
acercándose, fue reparando en la perfección de su silueta y
comprendió que era algún tipo de construcción artificial.
Cuando llegó a los pies de la extraña edificación, el sol empezaba a
descender por el horizonte y los primeros tintes anaranjados teñían el
cielo anunciando el atardecer. Se encontraba ante una torre
perfectamente circular, que se elevaba una altura considerable sobre
su cabeza. Al contemplarla, una ráfaga de aire rozó sus brazos
desnudos, haciendo que un escalofrío recorriese su cuerpo. Por
primera vez comenzó a sentirse incómoda. Aquella estructura parecía
fuera de lugar y le provocaba una inquietud difícil de explicar.
101
La torre era de un color metálico muy oscuro, casi negro. Al
acercarse, no pudo apreciar junta alguna en su superficie. Parecía
completamente lisa, como si hubiese sido realizada de una sola pieza.
Con precaución, acercó la mano para tocar el material.
Sorprendentemente, en lugar de la suavidad y frialdad habitual de
cualquier aleación metálica, la textura era ligeramente rugosa y
desprendía una calidez reconfortante, casi como si algo vivo palpitase
en su interior.
Sin separar su mano de la pared curvada del edificio, comenzó a
recorrer su perímetro lentamente. La torre era completamente
circular y carecía de ventanas o apertura alguna en todo su perímetro.
Una nueva ráfaga de aire le acarició el cuerpo suavemente,
provocándole un nuevo estremecimiento. La luz empezaba a
declinar, mientras las sombras del bosque se alargaban, afanándose
en conquistar el terreno metro a metro. Una extraña urgencia se
apoderó de ella al ver como las tinieblas se acercaban a su encuentro.
Se aproximó con impaciencia a la torre, palpando de nuevo con
insistencia su superficie.
La oscuridad empezó a adueñarse de todo y la angustia se apoderó
definitivamente de ella. Tenía la irracional sensación de que, cuando
el sol desapareciese por completo, nunca volvería a salir por el
horizonte y ella se perdería en la negritud de la noche como una
lágrima en el mar.
Estaba a punto de gritar, cuando percibió que un costado de la
construcción parecía extrañamente resplandeciente, como si una
suave luz fluyese desde el interior. Corrió hacia el resplandor,
consciente de que aquella podía ser su última oportunidad. Al llegar a
la zona, se dio cuenta con alivio de que la luz se filtraba por una
abertura casi inapreciable en la superficie de metal. Por su forma,
podría tratarse de una puerta, pero a pesar de buscar con ahínco, no
pudo encontrar pomo ni cerradura alguna.
Maldiciendo su suerte, se dispuso a aporrear con fuerza la supuesta
entrada, en un intento desesperado de que alguien en su interior
pudiese oírla. En el mismo momento en que ponía sus puños sobre
el metal rugoso para golpearle, la puerta giró sobre goznes invisibles,
dejándola entrever su brillante interior. Al fin podría refugiarse en la
torre.
3
Oyó las llaves, mientras él abría la puerta, y supo de inmediato que
algo iba mal. En vez de la suavidad con la que giraba la llave y
empujaba la puerta habitualmente, la apertura fue tan brusca que la
madera de la puerta crujió con un chasquido violento.
- ¿Qué ha pasado? – preguntó preocupada.
El hombre no contestó, se limitó a dejar su abrigo sobre la percha de
la entrada y a dirigirse a la cocina directamente.
103
- ¿Qué has hecho de comida? – preguntó, mirando hacia la cazuela
humeante situada en la encimera.
- Quedaba algo de paella de ayer y he hecho sopa de pescado y una
ensalada.
- ¡Joder! Odio la sopa de pescado. Antes me atormentaba mi madre y
ahora me quieres amargar tú.
- No lo sabía – respondió ella consternada – Haré otra cosa si
quieres.
-No, no hace falta – la interrumpió, acercándose hacia ella y
acariciándole el rostro con ternura -. He tenido un día horrible y
estoy un poco nervioso. El cerdo de mi jefe se ha negado a subirme
la categoría.
- Pero dijiste que te correspondía por antigüedad – repuso
sorprendida, apartándose de él sin poder disimular su decepción.
- Y así es, pero dicen que ahora no puede ser porque la empresa pasa
por una mala racha. Sólo son excusas, pero no queda más remedio
que aguantarse.
- ¿Y ahora qué vamos a hacer? – se lamentó ella - Te dije que no
debía dejar mi trabajo, ahora tendré que buscar algo. Sólo con tu
sueldo no podemos pagar la hipoteca.
- ¡No quiero que vuelvas a trabajar! – exclamó con rotundidad,
acercándola de nuevo hacia él y mirándola con dureza – Me han
prometido que me harán la subida el año que viene y tenemos
suficiente ahorrado para aguantar este año.
El la abrazó con fuerza, empezando a besarle el cuello lentamente.
Sus manos recorrieron ansiosos su espalda, introduciéndose con
suavidad bajo su blusa. A ella no le apetecía. La noche anterior
apenas había dormido y había pasado toda la mañana limpiando su
nueva casa. Se encontraba cansada pero, haciendo un esfuerzo,
comenzó a responder a las caricias excitadas de su marido. Después
de todo él había pasado un mal día en el trabajo y ahora la
necesitaba. No podía negarse.
4
Durante unos segundos estuvo tentada de negarse a entrar en la
estancia iluminada que se abría frente a ella, pero luego comprendió
que si no lo hacía tendría que enfrentarse a la creciente oscuridad del
exterior y eso era algo que sentía incapaz de afrontar.
Nerviosa y atemorizada penetró en la torre, esperanzada en escapar a
la noche. Paso tras paso se introdujo en la luz cegadora, que parecía
inundarlo todo, pero que a la vez la arropaba con una suave calidez.
Nada más entrar, la puerta se cerró tras ella, dejándola atrapada. No
sintió temor, de alguna forma volvía a tener la sensación de estar en
un lugar donde nada podría dañarla. Arropada y acunada por el brillo
105
cegador, que le impedía ver todo a su alrededor, soñó con quedarse
en su interior, perderse en sus llamas y fundirse son su esencia, como
si ella misma no fuese más que un rayo de luz.
Sin embargo, apenas tuvo tiempo de soñar durante un instante antes
de que todo cambiase de forma brutal. La luz, frugal, se extinguió y
la oscuridad se adueño de todo. La impresión fue tan fuerte para ella
que cayó al suelo asustada y conmocionada, comenzando a llorar. Se
sintió tan desvalida y aterrorizada como si la hubiesen arrancado del
mismo seno materno. Lo tenía todo y lo había perdido. Había
acariciado la plenitud y se le había escapado por entre los dedos
como un reguero de agua clara.
5
Aún tenía las manos húmedas tras sacar los platos del lavavajillas, lo
que, unido a su falta de concentración por su persistente insomnio,
hizo que la jarra de porcelana se le escurriese entre los dedos. Cayó al
suelo provocando un estruendo ensordecedor mientras se rompía en
cientos de fragmentos.
- ¿Qué coño has roto ahora? – preguntó él, entrando en la cocina
como una exhalación al oír el estruendo de la loza al romperse.
- Se me ha escurrido – se excusó ella con voz temblorosa, mientras
se arrodillaba y comenzaba a recoger los fragmentos más grandes y
cortantes.
- ¡La jarra de porcelana! – exclamó él, al reconocer el dibujo floreado
de la pieza que sostenía ella entre las manos.
Con indignación, se acercó a la mujer levantándola por los hombros
hasta hacerla incorporarse de nuevo y empezando a zarandearla con
fuerza.
- ¡No te das cuenta de que no podemos permitirnos más gastos! – le
gritó enfadado - ¿Crees que el dinero me lo regalan o qué?
- Lo siento – intentó excusarse ella –. Llevo tiempo sin dormir bien y
estoy un poco alterada.
- Lo que ocurre es que no vales para nada – le dijo, despectivamente,
mientras la apartaba con un fuerte empujón.
La mujer, al verse repentinamente impulsada hacia atrás, perdió el
equilibrio, cayendo de espaldas. Lamentablemente, el suelo estaba
húmedo y repleto de puntiagudos trozos de porcelana, por lo que fue
incapaz de frenar su caída. Al intentar apoyarse en el suelo para
amortiguar el golpe, algunos de los fragmentos más pequeños y
cortantes se clavaron inmisericordes en sus manos. No pudo evitar
chillar de dolor, al sentir como su piel se desgarraba y la sangre
comenzaba a manar.
Al oír su gritó el hombre, que estaba a punto de abandonar la cocina,
se volvió sorprendido acudiendo con rapidez para ayudarla a
107
incorporarse. Inmediatamente la condujo hasta la pila de la cocina,
para que pusiese sus manos bajo el grifo y el agua lavase las heridas,
llevándose consigo los restos de porcelana adheridos a la piel.
- Lo siento – se disculpó él, arrepentido al ver como la mujer
sollozaba y se estremecía por el dolor – No quise empujarte tan
fuerte.
- La culpa ha sido mía – respondió ella, intentando controlar las
lágrimas – Últimamente estoy siempre cansada y me siento muy
torpe.
La sangre se mezclaba con el agua clara formando espirales, que
morían una tras otra al alcanzar el desagüe.
6
Se giró, aún tendida en el suelo, poniéndose boca arriba mientras
intentaba tranquilizarse. Su respiración empezó a calmarse, a medida
que el pánico que sentía iba desapareciendo. Sobre su cabeza la
oscuridad parecía querer alcanzar el infinito. Al principio creyó estar
viendo una extraña espiral que se extendía hacia el cielo. Su vista fue
adaptándose a la oscuridad, hasta que pudo distinguir las primeras
formas. Los contornos y las sombras fueron perfilándose, hasta que
comprendió que lo que estaba contemplando era una escalera de
caracol, que ascendía pegada a las paredes circulares del edificio hasta
lo alto de la torre.
Fue entonces cuando percibió un extraño resplandor que envolvía lo
que parecía el final de la escalera. Allí, aunque sólo duró un instante,
creyó ver un brillo fugaz, como si un pequeño rayo de luz hubiese
logrado alcanzar el interior del edificio para desaparecer después
absorbido por la sofocante oscuridad. Aquello le hizo recuperar la
esperanza, al comprender que en lo alto, más allá de aquel difuso
fulgor, podía encontrarse la luz, y en ella el confort, la seguridad y la
plenitud perdida.
Se incorporó, animada de nuevo, dispuesta a buscar el comienzo de
la escalera cuyas formas intuía en la oscuridad. Al tocar la pared,
volvió al notar su extraña textura y su peculiar calidez palpitante le
hizo sentirse como si el edifico la acunase y abrazase a través suyo.
Avanzando centímetro a centímetro, sin separar sus manos de la
reconfortante pared, fue recorriendo el perímetro interior de la torre,
tal y como había hecho antes con el exterior.
Tras unos pocos pasos inseguros, el tacto de algo frío le sorprendió.
Se trataba del extremo romo de una barandilla metálica que
anunciaba la presencia de la escalera de caracol.
7
- ¿Te caíste por las escaleras? – preguntó la mujer alarmada.
109
- Sí… Fue un simple traspié cuando venía de hacer la compra –
respondió, esquivando la mirada severa de su madre –. Pero no te
preocupes, no tiene importancia, sólo me he hecho unos rasguños.
- ¡Hace dos meses fue la caída en la cocina y tus manos destrozadas,
después vino la cojera y ahora me dices que te has caído! - la mujer
parecía muy preocupada, apretaba los labios con fuerza al hablar y
miraba de soslayo a su hija - ¿Qué está pasando?
- Que estoy teniendo una racha de mala suerte, supongo – repuso la
joven, esquivando la mirada incisiva de su madre y esbozando una
tímida sonrisa -. Creo que alguien ha debido echarme mal de ojo.
- ¿No me estarás ocultando algo verdad? – la madre no parecía
dispuesta a admitir las explicaciones de su hija con facilidad – Sabes
por lo que yo he pasado con tu padre y no voy a consentir que tú
pases por lo mismo. ¿Seguro que va todo bien en casa?
- No digas tonterías mamá – exclamó, acercándose a su madre y
besándola tiernamente en la mejilla – Todo va muy bien…, de veras.
8
Todo iba bien. Avanzaba lentamente pero con gran seguridad por la
extraña escalera de caracol. Los escalones metálicos eran
extraordinariamente fríos y le resultaba molesto e incómodo andar
sobre ellos con sus pies descalzos, pero, a pesar de todo, se
encontraba bien. Aunque no había recuperado completamente la
calma, sentía cierto confort interior, como si supiese que hacía lo
correcto y que, al final de aquel camino de hierro retorcido, se
encontraba el mayor de los premios.
Tras subir durante un rato por aquel camino helado, empezó a sentir
como el cansancio se apoderaba de ella. Su respiración se aceleraba
cada vez más en busca del oxígeno perdido y los músculos de sus
piernas empezaban a acusar el peso del esfuerzo. Su aliento agitado
generaba pequeñas nubes blanquecinas, ligeramente visibles en la
oscuridad, que denunciaban la baja temperatura que le rodeaba.
Decidió pararse durante unos pocos minutos para recuperar fuerzas,
lo que hizo que notase con más fuerza el frío y comenzase a tiritar
sin remedio.
Miró hacia abajo intentando escrudiñar la oscuridad, pero ésta seguía
siendo demasiado impenetrable para poder distinguir con claridad
donde se encontraba. No sabía si había avanzado mucho o poco. Ni
siquiera podía estar segura de cuanto le quedaba para llegar al final de
la escalera. El edificio no le había parecido tan grande desde el
exterior, de unos dos o tres pisos a lo sumo. Sin embargo, aunque
sus sentido no podían confirmárselo, tenía la impresión de haber
subido mucho más y de que aún le quedaba un trecho mayor para
alcanzar la cúspide de la torre.
111
Respiró hondamente, saboreando el frescor que le rodeaba. Su
respiración se fue normalizando poco a poco. El aire frío tuvo un
efecto vivificador sobre ella, ayudándola a recuperarse lo suficiente
como para estar dispuesta a continuar la subida. Era el momento de
darse una segunda oportunidad, estaba segura de que esta vez lo
lograría.
9
Nada más cruzar la puerta, él la abrazó con fuerza, sosteniendo su
mejilla junto a la de ella en silencio durante unos segundos.
- ¡Lo siento tanto! – le dijo, acariciando su rostro y mirando a sus
ojos con pesar – Gracias por darme una segunda oportunidad. ¡No
sabes cuánto te quiero!
- Yo también te quiero - repuso ella emocionada, besándole con
ternura en los labios.
- He hablado con un amigo que trabaja en una empresa en el
polígono – empezó a comentar el hombre, mientras arrastraba su
maleta, metiéndola en la casa y cerrando la puerta tras él -. Me ha
contado que buscan un contable y le he hablado de ti. Si te interesa
puedes ir el lunes a hablar con el jefe.
- ¿De veras quieres que vuelva a trabajar? – preguntó la mujer
sorprendida, como si no pudiese terminar de creer lo que el hombre
le estaba diciendo.
- ¡Claro¡ – contestó él sonriendo – He sido un idiota. Si me he
negado a que trabajases, siempre ha sido porque temía que pensases
de mí que no era capaz de mantenerte. Pero eso se ha acabado. Sé
que quieres hacerlo y que te hará feliz y con eso me basta.
- Es lo mejor, así podremos pagar el piso y devolverle a mi madre el
dinero que nos ha prestado - repuso ella feliz, al ver cómo, después
de un tiempo separados, él parecía haber cambiado profundamente.
- De verdad que no sé cómo he podido ser tan estúpido y hacértelo
pasar tan mal. Espero conseguir que me perdones – exclamó él
cogiéndola por la cintura y besándola con pasión. – Te juro que esta
vez lo vamos a conseguir, seremos una auténtica familia.
10
Tuvo la impresión de que esta vez lo iba a lograr. Un resplandor
lechoso comenzaba a envolver tímidamente los perfiles de la
escalera. Aquello sólo podía significar que la luz estaba cerca y que se
acercaba al final de la torre.
Apresuró el paso fortalecida por aquella certeza, sin sentir ya el frío o
el duro roce del metal en sus pies desnudos. En ese mismo instante,
113
un extraño sonido surgió de la nada, como un susurro ahogado, la
sorpresa le hizo detenerse bruscamente.
Por primera vez fue consciente del silencio que le había acompañado
durante toda su ascensión. Un silencio tan denso y absoluto que
incluso le había hecho olvidar que el mismo sonido existiese. Ahora,
sin embargo, ese silencio había sido violado por algo, que al principio
parecía un murmullo informe de difícil identificación, pero que
paulatinamente fue volviéndose más claro y definido. Se trataban de
palabras, palabras susurradas que parecían superponerse unas a otras
en una cacofonía imposible de entender.
El terror se apoderó de ella. Intentó taparse los oídos con las manos
para impedir que aquellas voces la alcanzasen, pero no lo consiguió.
Era como si surgiesen de todos lados y nada pudiese pararlas.
Acurrucada sobre los escalones en posición fetal, gritó con todas la
fuerza de su desesperación y miedo. Su grito, largo y agudo, fue
respondió de inmediato por un eco ahogado, que se prolongó
durante algunos minutos, hasta desaparecer.
Como si las voces hubiesen atendido a su grito desesperado, cesaron
de murmurar de inmediato. Ella respiró hondamente, aliviada.
Lentamente comenzó a separar las manos de sus oídos, temerosa de
que aquellas voces del inframundo volviesen. Pero no volvieron y
ella fue reuniendo, poco a poco, el valor para ponerse de pie e
intentar afrontar su camino de nuevo.
―No podrás alcanzar la luz, vuelve atrás‖
Las palabras llegaron hasta ella claras y fuertes, como si se hubiesen
afianzado, allá de donde provinieran, ahogando las demás voces. La
sorpresa fue tan grande que cayó hacia atrás, tropezando y rodando
por la escalera durante varios metros antes de poder parar su caída.
El dolor que sintió fue tan grande y repentino que empezó a chillar
sin poderlo remediar. Sus gemidos se vieron repetidos una y otra vez
por el eco, como si la misma torre se burlase de su dolor. El metal se
había clavado en sus muslos y piernas profundamente, provocando
rasguños y heridas que ni siquiera podía ver debido a la terrible
oscuridad. Pero lo peor de todo era que uno de sus tobillos parecía
haberse fracturado, porque el dolor que le provocaba el mero hecho
de intentar moverlo le resultaba absolutamente insoportable.
11
El dolor había sido insoportable, pero, aunque hubiese sido mucho
mayor, ella lo hubiese tolerado con gusto igualmente, con tal de tener
con ella aquella carita pequeña y arrugada que la contemplaba, con
sus ojos casi cerrados, desde la pequeña cuna del hospital.
- ¡Dios!… ¡Es preciosa! – exclamó su madre, acercando una mano a
la cuna y empezando a acariciar el pequeño rostro del bebé, mientras
éste sacaba su lengua y empezaba a restregar sus labios con ella,
como si intentara aprender para que podía servir aquel extraño y
novedoso apéndice – Creo que tiene hambre.
115
- Acércamela y le daré el biberón – repuso ella, incorporándose en la
cama con dificultad – Me da mucha rabia no poder darle el pecho,
pero según el médico mi leche en escasa y de poco valor nutritivo.
¡No valgo ni para darle el pecho a mi hija!
- ¡No digas eso! – le reprochó su madre, mientras depositaba el bebé
en sus brazos – Tampoco yo puede amamantar a tu hermano y ya
ves como ha salido, mide más de dos metros.
- Lo sé, es sólo que las cosas no están saliendo como deberían.
Tengo la sensación de que todo me sale mal.
- ¿Por qué dices eso? – preguntó su madre preocupada, al ver a su
hija triste cuando aquel debería ser uno de los días más felices de su
vida.
– Ahora no era el mejor momento para quedarme embarazada
¿sabes? – confesó ella, con el rostro lleno de preocupación – No
llevo ni un año en la empresa y, ahora, lo más probable es que tras el
permiso de maternidad me despidan.
- Si hacen eso no se merecen que trabajes allí.
- Todas las empresas son iguales mamá, sólo van a lo suyo. No
tienen en cuenta las hipotecas o los hijos que tengas – repuso con
amargura -. Si me quedo sin este trabajo, no sé cómo vamos a hacer
frente a todos los gastos que se nos vienen encima.
- Por eso no te preocupes, hija – intentó reconfortarla su madre -.
Aunque no somos ricos, sabes que puedes contar conmigo y con tu
hermano para lo que necesites.
12
Necesitaba ayuda. Su tobillo estaba probablemente roto y notaba
como desde múltiples puntos de sus piernas manaba sangre sin cesar.
No podría aguantar demasiado y retomar su camino le parecía
simplemente imposible.
―Puedes conseguirlo, sigue subiendo‖.
Las palabras surgieron desde la profunda oscuridad tan
repentinamente como la primera vez, pero en esta ocasión la voz era
completamente distinta. Tenía un tono grave y una calidez
aterciopelada, mientras que la que la sorprendiese anteriormente le
había parecido tan aguda y agresiva como un cristal al romperse.
Aquellas palabras susurradas a su oído parecían haber notado su
desesperado deseo de ayuda y querer animarla a afrontar lo que
quedaba de camino, pero no sabía cómo hacerlo. No era capaz de
levantarse y, aunque lentamente, la sangre continuaba manando de
sus heridas.
Se quitó la camisa con cuidado. No le importó que sus pechos
quedaran desnudos, o que el frio comenzase a penetrar en su interior
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destemplándola completamente. Lo primordial era parar la
hemorragia. Empezó a rasgar la tela de algodón con determinación,
haciendo tiras lo más largas y delgadas que era capaz, lo que le
resultó mucho más complicado de lo esperado, debido a la obstinada
oscuridad que lo envolvía todo y le impedía incluso ver con claridad
sus propias manos.
Cuando las vendas improvisadas estuvieron preparadas, fue
vendando con cuidado sus piernas por las zonas en las que notaba la
sangre caliente manar. Finalmente, utilizando para ello una de las
mangas de la camisa, vendó fuertemente su tobillo, esperando que
eso contribuyese a aminorar el dolor pulsante que sentía.
13
- ¡Le haré pagar esto! – exclamó indignado, paseando de un lugar a
otro de la habitación, sin poder apartar los ojos del brazo vendado de
su hermana.
- No ha sido culpa suya. Fui yo la que me caí y me rompí el brazo –
repuso ella asustada ante la rabia que demostraba su hermano -. Si sé
que te ibas a poner así no te hubiese contado nada.
- ¿Es que te has vuelto loca o qué? – gritó el hombre, sin terminar de
creerse lo que estaba oyendo - ¿Cuántas veces hace falta que te
―caigas‖ para que reacciones?
- Pero es la verdad – repuso ella obstinada -. Ha estado muy
presionado. Está haciendo más horas extraordinarias que nunca para
que podamos pagar el piso y la guardería. No tenía que haberle
reprochado que llegase tan tarde de la forma en que lo hice. Venía
agotado y encima empecé a gritarle. Tan sólo tuvo un mal pronto y
me empujó. Fue mala suerte que me rompiese el brazo, nada más. El
no quería hacerme daño.
El hombre se apartó de su hermana sin saber muy bien cómo hacer
que su entendiese realmente lo que la estaba pasando. Su indignación
fue dando paso a la impotencia, al ver como una vez más su hermana
buscaba excusa tras excusa, incapaz de afrontar su situación.
- Si esto sólo hubiese ocurrido una vez, ya sería lo suficientemente
malo como para que le dejases. Pero es que ya he perdido la cuenta
de tus ―accidentes‖ y de tu mala suerte. Déjale de una vez y ven a mi
casa con la niña. Puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que
sea necesario – le imploró – Si no lo haces por ti, hazlo por tu hija.
- No digas eso – respondió la mujer sollozando, ocultando el rostro
entre sus manos, incapaz de mirar a su hermano por la vergüenza
que sentía – Le quiero y no puedo hacerle eso. Sólo es una mala
racha. Cuando me salga un nuevo trabajo y le pueda ayudar con los
gastos, estoy segura de que todo se arreglará.
- ¿No lo entiendes verdad? – su hermano se acercó hasta ella y la
besó en la mejilla. Su voz comenzó a temblar por la emoción – Te
119
quiero. Eres mi hermana, pero no puedo soportarlo más. Ya viví esto
con mamá y no puedo volver a pasar por ello de nuevo. Si no le
dejas y vuelo a verte herida otra vez, te juro que le mataré.
- Pero le quiero y es el padre de mi hija.
- Está bien – concedió el hombre, rindiéndose con impotencia ante
su incapacidad para hacer razonar a su hermana – Es tu vida y has de
ser tú quien ponga fin a esto. Si alguna vez reúnes el valor necesario
para afrontar la realidad, yo y mi familia estaremos ahí para ayudarte,
pero si te obstinas en seguir con él, casi prefiero que me dejes fuera
de todo esto.
14
El mero hecho de pensar en levantarse suponía hacer acopio de un
valor que le faltaba. Se sentía desnuda, vulnerable, herida y cansada.
La oscuridad empezaba a parecerle cada vez más acogedora. ¿Por
qué luchar por la luz, cuando la oscuridad estaba allí y la abrazaba
con su manto? ¿Por qué no acurrucarse en sus entrañas y rendirse al
olvido?
Miró a su alrededor nuevamente buscando algo a lo que aferrarse,
algún atisbo de esperanza capaz de hacerla escapar de aquella prisión
de sombras. En la parte superior de la escalera aún podía distinguir el
suave resplandor luminoso que parecía anunciar el final de su
camino. Estaba solamente unos metros sobre ella, pero aquella
distancia parecía algo imposible de recorrer en su actual estado.
El resplandor empezó a agitarse y en su interior una forma similar a
las que su aliento helado creaba en la oscuridad, empezó a formarse
paulatinamente. Miró con curiosidad a aquel nuevo fenómeno,
esperando averiguar, temerosa pero con expectación, qué podría
significar. Constituida por una especie de vapor blanquecino, la
extraña forma comenzó a concretarse. Primero se volvió redondeada
y de su interior surgieron hilos que conformaron una larga cabellera.
Rasgos indeterminados empezaron a dibujarse lentamente,
componiendo de forma insegura un rostro suave y pacífico. Un
rostro lleno de paz y esperanza, pero sobre todo, un rostro
expectante de ingenuidad e inocencia. El rostro de una niña.
15
- Teníamos que haber traído a la niña con nosotros y no dejarla con
mi madre. Ya va siendo demasiado mayor y es mucho trabajo para
ella tenerla un fin de semana completo.
- ¿Y no es trabajo para nosotros? – preguntó retóricamente el
hombre, sin apartar los ojos de la carretera – No se va a morir por
estar un par de días con su nieta. Para eso están las abuelas ¿no?
- No es sólo por eso. La pobre podía haber venido con nosotros. Se
lo hubiese pasado bien en el campo – insistió ella.
121
- Llevo planeando este fin de semana desde hace meses con mis
compañeros – repuso él, alzando el tono de voz – Se trata de un fin
de semana sólo para matrimonios. Nada de niños dando la murga.
- La verdad es que hubiese preferido que fuese un fin de semana
familiar; tú, yo y nuestra hija – contestó ella con sinceridad.
- ¿Tampoco te gustan mis amigos? – exclamó el hombre, mirándola
con desprecio.
- No he dicho eso. Es sólo que cuando os juntáis, siempre termináis
bebiendo demasiado – confesó ella, bajando la voz consciente de que
su marido empezaba a irritarse.
- En definitiva, que, según tú, somos un atajo de borrachos ¿no? – el
hombre, visiblemente enfadado, levantó los brazos del volante
ostensiblemente durante un instante para volver a ponerlos de nuevo
sobre él, acelerando simultáneamente la marcha del vehículo - ¡Un
hombre tiene que tener derecho a relajarse un poco después de pasar
la puta semana trabajando como un burro! Además, ¿quién
demonios eres tú para criticarme? Te pasas la semana sin dar un palo
al agua y encima me quieres amargar el fin de semana. Lo que tenía
que haber hecho es dejarte a ti también con tu madre.
- ¡Ten cuidado! – exclamó ella alarmada, al ver como el coche
aceleraba mientras él parecía más pendiente de la discusión que de la
carretera.
- ¿Qué pasa? Crees que no soy lo suficientemente bueno para
discutir contigo y conducir a la vez. La única que no vale para nada
eres tú. Tanto querer trabajar y llevas seis meses sin encontrar nada
desde que te despidieron. A eso le llamo yo ser una inútil. – el
hombre empezó a levantar las dos manos del volante una y otra vez,
riéndose al ver como ella se estremecía atemorizada.
- Por favor, deja de hacer eso – imploró ella asustada – ¡Estás loco,
vas a hacer que nos matemos!
El la miró con un odio feroz dibujado en la mirada y ella supo que
no debía haber pronunciado aquella palabra. Soltando una mano del
volante, su marido la cogió del pelo, empujando a continuación su
cara contra la guantera. El golpe fue tan fuerte que su nariz empezó a
manar sangre de inmediato.
- Ves lo que me has hecho hacer – exclamó preocupado al ver como
la mujer sangraba abundantemente –. Parece que te gusta sacarme de
mis casillas. No quería golpearte tan fuerte, sólo quería asustarte un
poco. Sabes cómo me pongo cuando me insultas.
La mujer empezó a llorar, no por el dolor físico del golpe, sino por el
dolor que le había producido en el alma. El dolor, de ver una vez
más el verdadero yo de su marido, y de convencerse de que nunca
lograría cambiarle.
123
- No llores más. Ha sido sólo un accidente. Inclina la cabeza hacia
atrás o pondrás todo perdido. Creo que tengo unos pañuelos de
papel.
El hombre se agachó, nervioso y alterado por lo que acababa de
hacer, para abrir la guantera del vehículo, perdiendo de vista la
carretera por un instante. Aquello fue suficiente para que el vehículo
se desviase, lo que sumado a la velocidad acelerada que había
impuesto a la marcha, provocó que el vehículo abandonase de
inmediato la carretera principal.
Ella lo vio venir de inmediato. El coche se internó por la tierra sin
asfaltar, repleta de irregularidades del lateral de la vía, haciendo que el
vehículo comenzase a rebotar, amenazando con volcarse. El hombre
intentó hacerse con el control y frenar el coche, pero una torre de la
luz se interpuso en su camino. Dio un fuerte volantazo, que giró el
coche bruscamente apartando al conductor de la torre, pero a la vez
el lateral del copiloto, donde iba la mujer, se precipitó
irremisiblemente al encuentro de la estructura metálica.
Lo último que ella pudo ver fue como las vigas de metal soldado de
la torre se aproximaban a su encuentro. En ese instante fugaz, no
sintió miedo, sino esperanza. La esperanza de que allí acabase todo,
de que no hubiese más gritos ni lamentaciones, más disculpas y
perdones. La esperanza de desaparecer en la calma infinita del
olvido.
16
Aquel rostro, formado en la oscuridad con sus ojos entrecerrados y
su leve sonrisa sólo insinuada, le trajo la esperanza que intentaba
buscar con todas sus fuerzas. En sus rasgos de inocencia y su aspecto
desvalido, encontró el valor que le hacía falta para intentar
incorporarse. Al principio, el dolor lacerante de su tobillo amenazó
con hacerla caer pero, con sólo mirar al rostro vaporoso suspendido
frente a ella, supo que no dejaría que la detuviese. Aunque no
consiguió ponerse de pie, si logró girarse y apoyar sus brazos y
piernas en el duro metal de los escalones. Paso a paso, comenzó a
avanzar por la escalera gateando, sin importarle que sus manos y
brazos se llenases de rasguños o que las heridas de sus piernas se
reabriesen y la sangre volviese a empapar las vendas.
La oscuridad empezó a dar paso paulatinamente a la luz, al principio
tímidamente pero, paulatinamente, las sombras comenzaron a
retroceder y la luz empezó a inundarlo todo con fuerza arrolladora.
Cuando por fin llegó al final de la escalera, frente a ella se encontró
una puerta completamente abierta e inundada de luz. Aunque el
dolor persistía, supo que podría levantarse. Reuniendo toda su fuerza
de voluntad, logró hacer frente al dolor y ponerse de pie encarando
la luz. Mirando hacia su espalda, obsrevó como el rostro que la había
llevado hasta allí empezaba disolverse lentamente, pero no antes de
que su sonrisa de ampliase y sus ojos se abriesen, envolviéndola con
su ternura y amor.
125
Volviendo hacia la luz dio un paso y penetró en ella, dejando atrás la
oscuridad.
17
Lo primero que vio fue una fuerte luz fluorescente pendiendo sobre
su cabeza. Le resultaba difícil abrir los ojos, pero a medida que estos
se fueron acostumbrando a la luz artificial de la habitación, pudo
percibir más detalles de dónde se encontraba. Estaba tendida en una
cama de hospital. A penas podía moverse. A su derecha un aparato
de gota a gota colgaba sobre su cabeza, conectado a ella por una
goma que se perdía en su muñeca vendada.
Una enfermera, vestida de verde impoluto, se acercó hasta su cama,
sonriendo. Tras contemplarla un instante, abandonó la habitación
para volver a los pocos minutos acompañada de un médico.
- Por fin ha despertado – le dijo el doctor – Es posible que no lo
recuerde, pero ha tenido un accidente de coche y lleva varios días
inconsciente. Su marido está bien, sólo tiene unos rasguños. ¿Me está
entendiendo?
- Sí – consiguió responder ella, notando su boca seca y pegajosa
El doctor la examinó cuidadosamente durante más de media hora,
haciéndole toda clase de preguntas hasta que se aseguró de que
estaba bien y de que su mente no había sufrido daño alguno.
- Está usted muy bien – le dijo tras el examen – Ha sido un accidente
muy importante. Salió usted despedida, rompiéndose un tobillo y
haciéndose múltiples rasguños por brazos y piernas, aunque lo que
más nos preocupaba era la conmoción cerebral que la ha tenido
inconsciente. Pero ha conseguido superarlo muy bien. Se recuperará
completamente y todo esto quedará como un mal sueño.
- Gracias doctor – repuso ella ya mas repuesta y tranquila,
empezando a recordar con mayor claridad todo lo que le había
ocurrido – Sé que ahora todo irá bien.
- Su marido está impaciente por verla – le dijo la enfermera,
ayudándola a incorporarse ligeramente en la cama – También están
ahí fuera su hermano y su madre. Desde que les he dicho que ha
despertado, están impacientes por entrar a verla. Si quiere puedo
dejarles entrar, pero sólo unos minutos. Tiene que descansar para
recuperarse de la lucha que su mente ha librado. No es fácil despertar
después de que se ha estado tanto tiempo inconsciente.
- Lo sé – contestó ella -. Deje pasar a mi familia, pero no deje entrar
a mi marido. No le deje entrar otra vez nunca.
La enfermera la miró confusa por su extraña petición pero, tras
observar la mirada clara y segura dibujada en su rostro magullado,
sonrió.
- Por supuesto.
127
Ojos verdes
Juan Carlos Boíza
A pesar de que no debía tener más de seis o siete años de edad, aún
recuerdo con claridad el día que llegamos al pueblo. Era verano y un
calor infernal nos dio la bienvenida a las desiertas calles de la villa. Mi
padre detuvo nuestra carreta junto a un edificio que parecía ser una
especie de ayuntamiento. Ya le había visto repetir la misma
operación en más de una docena de lugares y siempre volvía triste y
malhumorado. Mi madre se limitaba, entonces, a darle una palmada
cariñosa en el hombro, mientras retomábamos el camino. Sin
embargo, en esta ocasión mi padre volvió sonriendo.
- ¡Hay una granja disponible a cuatro millas del pueblo! – gritó, sin
poder disimular su entusiasmo.
Mi madre me abrazó con fuerza, mientras sus ojos verdes se
llenaban de lágrimas. Mis padres habían perdido una concesión de
tierras en su pueblo natal, por lo que habían tenido que abandonarlo
en busca de algún terreno que poder arrendar, con el poco dinero
que habían logrado reunir. Aquella oportunidad llegaba justo cuando
se estaban acabando sus esperanzas.
Cuando llegamos a nuestra nueva casa, nos encontramos con un
terreno pedregoso, que parecía abandonado desde hacía años, y una
pequeña vivienda de madera en un estado de conservación
deplorable. Sin embargo, después de más de un mes viviendo en
nuestra carreta, con los bosques como única compañía, aquella
modesta vivienda nos pareció un auténtico paraíso. Por fin teníamos
un techo sobre nuestras cabezas y no nos importaba que fuese viejo
y desvencijado.
Lo que más me llamó la atención de aquel paraje, que iba ser mi
nuevo hogar, fue una pequeña loma situada a poca distancia de la
casa, que se encontraba coronada por una enorme y solitaria roca
granítica. Para mi imaginación infantil, aquel solitario monolito
natural se convirtió de inmediato en un lugar ideal en el que dar
rienda suelta a mis juegos y fantasías.
Durante las primeras semanas, mis padres se dedicaron a
acondicionar la casa y roturar los campos, limpiando piedras y malas
hierbas. A pesar de que trabajaban duramente, en sus caras se
dibujaba la satisfacción de que, cada esfuerzo derrochado y sudor
derramado, lo era para forjar su propio futuro. Para mí fue una época
muy feliz. Recuerdo con nostalgia como, al atardecer, cuando las
tareas del día llegaban a su fin, íbamos a la loma y, mientras mi
madre me leía un cuento y mi padre me volteaba sobre sus piernas
una y otra vez, contemplábamos la puesta de sol.
129
Cuando terminó el verano y las luces del otoño empezaron a teñir de
un tono anaranjado los campos, llegó la época de la siembra. Fue
entonces cuando tuve que afrontar que mi nueva vida no iba a
consistir en unas eternas vacaciones en nuestra nueva granja.
Empecé a ir a la escuela, lo que me obligaba a levantarme muy
temprano cada día para que mi madre me llevase al pueblo. Lloré
durante días, hasta conseguir acostumbrarme a mi nueva y molesta
rutina. El mejor momento del día era cuando mi madre aparecía
sonriente, a la salida del colegio, para llevarme de vuelta a casa. Al
llegar, mi padre nos saludaba mientras empujaba inagotable el viejo
arado de la familia. Aún era demasiado pequeña para comprender el
enorme esfuerzo que estaba suponiendo para mis padres levantar
una granja como aquella. No me daba cuenta del cansancio dibujado
en el rostro de mi madre o del sudor que empapaba el cuerpo de mi
padre al llegar el final de cada jornada, ni era consciente de, hasta qué
punto, nuestro futuro dependía de que, aquellos granos de trigo y
cebada que mis padres se afanaban en repartir por las zanjas,
arraigaran con fuerza en la tierra.
En una ocasión oí a algunos niños del colegio decir que yo era de la
familia de ―tontos‖ que habían arrendado los viejos terrenos de la
colina de piedra. Les pregunté por qué nos llamaban tontos y me
dijeron que todo el mundo sabía que nuestras tierras estaban muertas
y malditas y que nunca darían una sola cosecha. Cuando mi madre
vino a recogerme, me encontró llorando desconsolada. Me limpió las
lágrimas con su pañuelo, mientras le contaba lo sucedido.
- ¿Es que no sabes que papá es el mejor agricultor del mundo?
Dentro de unos meses te daré un ramo de las mejores espigas del
trigal y podrás llevárselas a tus compañeros para que vean que los
tontos son ellos – me dijo, besándome en la frente con cariño y
haciéndome sonreír.
Cuando llegaron las primeras lluvias del otoño, terminamos la
siembra y afrontamos el duro periodo del regado y cuidado de los
campos.
- Si el tiempo acompaña, el año que viene, cuando obtengamos
nuestra primera cosecha, podré comprarte una muñeca de verdad -
me dijo mi padre, levantándome en brazos, el día que dio por
terminada la siembra, sin que yo le entendiese en aquel momento, ya
que pensaba que mi muñeca de trapo era tan auténtica como
cualquier otra.
Con el invierno llegaron los primeros problemas. La caza empezaba
a escasear y el dinero de los ahorros de mis padres disminuía
rápidamente, al tener que hacer frente al arrendamiento y a la
compra de víveres. Mi padre confiaba en que las tiendas del pueblo
le fiasen, a cuenta de la cosecha de la primavera, pero a penas
consiguió que en los almacenes generales le prestaran algo de pan y
leche cada semana. Al parecer, en el pueblo era unánime la opinión
131
de que nuestra granja estaba sobre un terreno yermo que nunca daría
buenas cosechas. Tuvimos que sobrevivir con la escasa caza que mi
padre traía del monte, mientras aguardábamos a que la cosecha
germinase.
Hacia final de año, el invierno se recrudeció y el frío se hizo
insoportable. Los caminos se llenaron de hielo y nieve, haciéndolos
intransitables. Tuve que quedarme en casa y dejar de ir a la escuela
durante algunas semanas, en espera de que el temporal cediese. A
pesar de que mis padres procuraron en todo momento que para mí
todo siguiese con normalidad, me di cuenta muy pronto de que algo
iba mal; mi padre estaba más silencioso que de costumbre y mi
madre parecía distraída y ausente cuando jugaba conmigo o me
contaba algún cuento. Con el tiempo comprendí que lo que les
preocupaba, no sin razón, era que las bajas temperaturas de aquella
región pudieran helar las tiernas raíces del trigo y la cebada,
destruyendo las plantas antes de que pudiesen germinar y poniendo
en peligro toda la cosecha.
Una mañana, mi padre partió a cazar temprano como hacía cada día.
Sin embargo, en esta ocasión tardó más de lo acostumbrado en
volver, por lo que empezamos a preocuparnos. Cuando a punto
estaba mi madre de salir a buscarle, convencida de que el estado
deplorable de los caminos le había jugado una mala pasada, la puerta
se abrió y apareció llevando una bolsa de tela blanca con él. Mi
madre empezó a reprocharle indignada su tardanza, pero él la
interrumpió.
- ¿Creían las dos mujeres más guapas del mundo que me olvidaría de
celebrar el año nuevo? - nos dijo, abriendo el pequeño saco que traía
con él.
De su interior extrajo una lata de galletas que me regaló, haciéndome
la niña más feliz del mundo, después sacó una pequeña cesta repleta
de manzanas verdes. Las manzanas siempre habían sido el fruto
preferido de mi madre y, aunque su precio era prohibitivo para
nosotros, mi padre siempre se las arreglaba para conseguir algunas y
regalárselas cuando menos lo esperaba. Aquel día el rostro de mi
madre volvió a teñirse de luz y mi padre recuperó su sonrisa habitual,
mientras celebrábamos juntos el comienzo del nuevo año.
Cuando los rigores invernales empezaron a ceder y pude retomar mis
clases en el pueblo, los tallos de nuestros cultivos empezaban a
crecer con fuerza, tiñendo los campos de verde, lo que me hizo
pensar que al final todo iba a salir bien, pero me equivocaba. Un día,
al volver de jugar en la loma, encontré a mis padres reunidos en la
cocina. Sobre la mesa había varios tallos de trigo y pensé que, por
fin, iba a poder cerrar la boca de mis tontos compañeros de clase. Sin
embargo, la seriedad de los rostros de mis padres y su repentino
silencio, me hizo comprender que la realidad era muy distinta. Al
preguntarles qué pasaba, me dijeron que no me preocupase y
133
volviese a jugar, pero yo no les hice caso y, antes de que pudiesen
impedírmelo, cogí una de las espigas de la mesa. A pesar de mi corta
edad, no era la primera vez que cosechábamos trigo y supe, nada más
coger la planta, que su aspecto no era el habitual; pesaba demasiado
poco y era frágil y blanquecino. Cuando intenté sacar los granos de
trigo de la espiga, me di cuenta de que las vainas estaban vacías.
Mi padre me contó que el frío había helado algunos de los trigales,
pero me tranquilizó, asegurándome que no teníamos de qué
preocuparnos, porque utilizaríamos aquellas espigas sin grano como
forraje. Además, la cebada había aguantado perfectamente las bajas
temperaturas y prometía una abundante cosecha. Lo cierto es que
casi todo el trigo se había perdido y que, si la cebada sufría cualquier
percance, tendríamos serios problemas para hacer frente al
arrendamiento y las deudas que habíamos acumulado en el pueblo.
Mi padre se dedicó desde ese día con más ahínco al cuidado de los
campos de cebada. A penas pasaba tiempo en la casa con nosotras,
ya que dedicaba todo el día al limpiado, regado y eliminación de las
malas hierbas. Estaba tan ocupado que, ni siquiera se dio cuenta
cuando, a principios de marzo, mi madre empezó a toser con
insistencia.
A finales de la primavera, descubrimos que algunas de las plantas de
la cebada tenían las hojas repletas de manchas alargadas, que iban
convirtiéndose paulatinamente en estrías, dejando las hojas
completamente deshilachadas. Mi padre maldijo su suerte y, no
atreviéndose a poner en riesgo toda la cosecha, decidió eliminar las
plantas afectadas antes de que la plaga se extendiese. Trabajó sin
descanso y, aunque sacrificó una parte importante del cultivo,
consiguió salvar el resto.
Cuando llegó el momento de la recolección, el trabajo en la granja se
multiplicó. Mi madre no tuvo más remedio que sumarse a las labores
del campo de la mañana a la noche. El esfuerzo que realizaron fue
titánico, pero consiguieron salvar lo suficiente de la cosecha para
pagar el arrendamiento de la granja un año más. El precio fue, sin
embargo, demasiado grande. Lo que no había sido más que una tos
insistente, empezó a convertirse el algo mucho más serio cuando, a
principios del verano, mi madre empezó a sufrir ataques de fiebre,
cada vez más frecuentes y duraderos.
Una tarde, en que mi madre estaba postrada en cama sufriendo uno
de sus ataques febriles, mi padre trajo al médico del pueblo. Tras
examinarla, el doctor salió de la habitación taciturno acompañado de
mi padre. En sus miradas puede leer que sucedía algo grave.
- ¿Qué le pasa a mamá? – pregunté.
- No te preocupes cariño – me dijo mi padre, cogiéndome en brazos
-. Mamá está muy enferma pero se va a poner bien.
135
Mi padre me apretó entre sus brazos con tanta fuerza que a
punto estuvo de hacerme daño. Aquella noche la pasé en mi cama
llorando, sin comprender por qué mi madre tenía que estar enferma
y no jugando conmigo o contándome uno de sus cuentos.
Pasaron los días y no mejoraba. La fiebre no cedía y, aunque mi
padre compró todos los medicamentos que el doctor le había
indicado, se debilitaba más cada día. Una tarde mi padre me entregó
una manzana, que había conseguido en el pueblo, para que se la
llevase a mi madre como regalo. Desde que había empeorado, no me
habían dejado estar junto a ella, pero en esta ocasión mi padre me
dijo que podíamos quedarnos un rato a su lado. Desde la última vez
que la había visto, su aspecto se había deteriorado; había perdido
mucho peso y su piel parecía amarillenta y apergaminada. Lo que no
había perdido ni un ápice de su fuerza era el brillo cegador de sus
hermosos ojos verdes. Le entregué la manzana y ella me abrazó,
intentando incorporarse en la cama aunque consiguiéndolo sólo a
medias. Me besó con ternura y empezó a acariciarme el pelo como
solía hacer cada noche.
- Confía siempre en tu padre, cariño – me dijo, con una voz que me
pareció débil y apagada -. Y recuerda que nunca debes perder la
esperanza porque yo siempre estaré a tu lado, pase lo que pase.
La tos de mi madre reapareció con violencia, por lo que mi padre me
pidió que saliese de la habitación. Lo último que vi fue como mi
madre me sonreía, a pesar del dolor que sentía, mientras sus ojos se
llenaban de lágrimas.
Al día siguiente, mi padre no me despertó para ir a la escuela como
de costumbre, sino que me dejó dormir hasta bien entrada la
mañana. Cuando desperté, estaba sentado a los pies de mi cama.
Nunca olvidaré la profunda tristeza de su rostro y la voz rota con
que me contó que mamá había muerto durante la noche. Aún era
demasiado pequeña para entender realmente lo que significa la
muerte, pero lo que sí comprendí, es que nada volvería a ser igual y
que mi madre no volvería contarme cuentos al atardecer o a peinar
mi pelo por las noches antes de acostarme. Lloré desconsoladamente
y, por primera vez, vi a mi padre llorar conmigo.
Las horas siguientes transcurrieron para mí como sumidas en una
bruma de irrealidad. Vinieron gentes del pueblo, a los que había visto
en contadas ocasiones, que me abrazaron y besaron con tristeza. No
comprendía casi nada de lo que sucedía, por lo que me mantuve
siempre al lado de mi padre, que se había convertido en mi único
asidero a la realidad. Enterramos a mi madre en la loma, justo al lado
de la vieja roca granítica, el lugar donde más felices habíamos sido
durante el corto tiempo en que estuvimos juntos en la nueva granja.
No sabría explicar por qué lo hice pero, esa misma tarde, cuando el
sol comenzaba a ponerse y todos los invitados a la ceremonia habían
vuelto a sus casas, subí a la loma. Con cuidado, hice un agujero en la
137
tierra blanda, al lado de la tumba de mi madre, y enterré la manzana
que le había regalado. En mi mente infantil esperaba que, de alguna
manera, ella pudiese recibir aún mi regalo.
En los días siguientes, mi padre abandonó el cuidado de los campos
y se recluyó en casa como si ya no le importase la granja. Procuraba
llevarme al colegio y seguir con nuestra rutina diaria, pero su interior
estaba roto y no sabía cómo recomponerlo. Muchas noches le oía
llorar en su habitación y, más de una vez, salía en plena madrugada y
se quedaba durante horas mirando las estrellas.
Una semana después de la muerte de mi madre, me cogió en brazos
y me dijo que íbamos a dejar la granja. Yo no lo sabía, pero con la
muerte de mi madre se habían ido también gran parte de los
beneficios obtenidos con la escasa cosecha de aquel año. Mi padre
no tenía dinero suficiente para prorrogar el arrendamiento más allá
de unos pocos meses. En el banco se negaba a darle un crédito y le
habían aconsejado volver a su pueblo natal, donde podían acogernos
mis abuelos, antes de que terminase por perderlo todo.
- ¿Dejaremos a mamá aquí sola? – le pregunté, incapaz de entender
que mi padre quisiese abandonarla allí.
- Tu madre no está en esa loma – me contestó, con un nudo en la
garganta -. Estará siempre con nosotros, vayamos donde vayamos.
- ¡Pero ella me dijo que todo se arreglaría!
Salí de la casa con el pecho lleno de angustia y, sin querer mirar a mi
padre, corrí hacia la loma en busca de un consuelo que mi madre ya
no podía darme. Cuando llegué al pequeño montículo, seguida de mi
padre, nos encontramos con algo inesperado. Al lado de la tumba de
mi madre una rama verde había crecido y se elevaba vigorosa hacia el
cielo.
Le conté a mi padre que había enterrado allí la manzana de mamá.
Se quedó mudo de asombro ya que parecía imposible que hubiese
crecido tanto en tan poco tiempo. Me miró y, por primera vez en
semanas, vi asomar una sonrisa en su rostro. Como si aquella rama
hubiese removido algo es su interior, desechó de inmediato la idea de
abandonar la granja y volvió, con renovadas fuerzas, a trabajar los
campos, dispuesto a agotar el arrendamiento hasta el último instante.
El extraordinario crecimiento del pequeño manzano continuó
imparable y pronto se extendió la noticia por todo el pueblo. Las
gentes acudieron a verlo sin poder dar crédito a lo que estaba
sucediendo. De día en día la planta aumentaba su altura y ganaba en
fortaleza, hasta que no tardó en convertirse en un imponente
manzano. Mientras esto sucedía, las nuevas plantaciones de trigo y
cebada de mi padre crecían también de forma desusada, provocando
el asombro de toda la región.
A finales del verano, mi padre recogió la cosecha más rica del
condado, mientras en la loma el manzano se llenaba de hermosos
139
frutos. Desde entonces, nuestra granja es la más fértil de los
alrededores y la historia de nuestro manzano milagroso se ha
extendido por toda la región. Sin embargo, aunque todos se
maravillan de su crecimiento asombroso, lo que no pueden apreciar
es que, cuando llega al atardecer y el sol se pone en el horizonte, las
manzanas del árbol adquieren un verde especial, un color que mi
padre y yo conocemos muy bien: el verde cristalino de los hermosos
ojos de mi madre.
141
De espinas y rosas
Óscar Álvarez
I
- Ven, vente para acá ¡Hombre, menuda alegría me das! – la mano
que guía a Mauricio a través de una precaria senda entre la
maraña de mesas se aprieta cordial y fuerte- ¡Amor, amor! Al fin
te voy a presentar a mi mejor amigo, de quien te hablado
taaantas veces… Virginia, éste es el famoso Mauricio. Mauricio,
mi futura mujer, Virginia.
El ruido del restaurante – camareros yendo y viniendo,
vocerío de sí bemol en cada orden a la cocina, el trajín de la barra,
alboroto de risas y conversaciones altisonantes, los niños
escapándose de los padres para zascandilear por los pasillos con
gritos apaches- cesa en la cabeza de Mauricio al ver a la mujer. Luis,
que contempla a su amigo, no puede descubrir en el rostro de
Virginia un rictus descompuesto, el cigarrillo aplastado sobre el
cenicero, con una rabia que quisiera aplastar otra cosa.
- Jo, macho, cómo te has quedado. Natural, no es que lo diga yo,
pero mi chica es una preciosidad ¿eh? Pero bueno, no os
quedéis ahí como pasmarotes. Un par de besos ¿no?
Bajo la complacencia bobalicona de Luis, rubio, atildado, Mauricio
se acerca a Virginia. Ella hace un amago de levantarse, los labios
apenas rozan las mejillas. Evaden la mirada.
- Princesa ¿te podrás creer que solamente por la invitación a
nuestra boda hemos conseguido, ¡oh, maravilla! que Mauricio
regresase de su destierro en Uruguay?
- Paraguay- corrige Mauricio.
- Uruguay, Paraguay ¿no es lo mismo?
- No, no es lo mismo. Paraguay…
- En fin, Sudamérica – ríe Luis salvando la trivial cuestión para
proseguir- Diez años desaparecido por esas tierras de Dios sin
venir a visitar a la familia ni a los amigos. ¡No tienes perdón!
- Podíais haber venido vosotros, siempre ha habido una puerta
abierta.
- ¡Hombre! pero no compares. ¿Qué íbamos a ir hacer en, ehm,
Asunción? Bueno – Luis modera su entusiasmo y se calibra por
un momento- no sabes lo feliz que me hace tenerte aquí, te he
echado de menos cantidad. Y te agradezco infinito que hayas
hecho el viaje por nosotros…
143
Mauricio, a su pesar, es incapaz de sostener la mirada cariñosa de
Luis y resbala hacia Virginia. Ella también sonríe pero sus ojos se
han empequeñecido, son puro cálculo, un taladro, un mensaje.
- Si es que no hay otro lugar como Madrid, que te lo digo yo,
copón. A lo mejor te lo piensas bien durante esta temporada y
ya te quedas aquí ¿eh? Del trabajo ni te preocupes, los amigos
nos encargamos. ¡Brindemos por eso! Vaya, se acabó el vino.
¡Camarero, camare-rooo!
- No te oyen, Luis, es increíble el escándalo de estos bares. No sé
cómo la gente lo soporta.
- Es la alegría, española, que ya te has olvidado, chaval. Lo que
sucede es que estos tíos disfrutan pasando de ti. Me voy a la
barra y os traigo un Ribera que no se lo salta ni un gitano
señorón. Ahora os vais a enterar – Luis toma la mano de
Virginia y la besa, avanza con pericia sorteando obstáculos, se
vuelve y grita- ¡A ver si charláis algo y os caéis bien, que vais a
ser buenos amigos!
―Buenos amigos‖ repite Mauricio y acaricia la copa vacía.
Quiere ignorar la presencia de ella. Pero al fin le vence la irritación,
confronta esa cara de póquer sentada digna al otro lado de la mesa.
-¿Así pues Virginia y no Samantha? Un nombre mucho más casto,
desde luego. Ideal para una novia, el órgano de la iglesia y los
vestidos blancos.
Si Mauricio llegó a creer –si la confusión le había permitido- que
hallaría un resquicio de debilidad, se equivocaba de medio a medio.
- Mira: soy Virginia y punto. Olvida aquéllo, ni existe ni existió.
¿Realmente le tienes cariño a Luis? Entonces lo mejor es que te
quedes calladito y más guapo. Además – cae la piel de cordero
para mostrar el pelaje de loba- te conviene. Cargarías tú con la
desgracia y ya veremos cómo lo llevas luego, majo.
Las palabras le arañan la garganta, son un nudo de alacranes que no
suben como le sube la sangre a las sienes y ese deseo de abofetearla,
de vengar la ofensa. Mauricio está quieto masticando la ira. Virginia
fuma con mohín de suficiencia. Y la mano se levanta del mantel
hacia ella pero otra mano la detiene a un segundo del quiebre.
- ¡Ostias! ¡Mira tú quién está aquí!
Mauricio se vuelve. A sus espaldas, festivos, entregados a una
sorpresa no por sabida menos sorpresa, chanceros en resabio de
morisquetas, Rubén y el Chivo.
- ¡Cuánto tiempo Mau, venga un abrazo! – se adelanta el Chivo.
145
Palmadas en la espalda, cómo va el vagabundo, uy, pero si ya estás
medio calvo, anda que tú, esas entraditas, cuándo te quitarás la barba
de Rasputín, qué ha sido de vuestra vida, menudos bandarras,
cuántos años, vuelan ciertamente, dónde andan los demás, tan
calaveras como siempre, sigues montando en moto o ya la vendiste,
de verdad bailas tango, yo ni el chotis en la verbena, como siempre
ya sabes, sigo viviendo con los viejos en cambio éste se compró un
apartamento fetén, uf, aunque me tienen puteao en el curro, el
reconocimiento, el puente blando que borra el largo paréntesis y los
sitúa en el ahora con mucho para contar y poco que decirse.
- ¡Morenaza, ya voy a darte un besote!
Y Rubén anexo al Chivo son yunta siamesa presentando sus
respetos a Virginia, cordial pero moderada de aspavientos, elegancia
de niña bien a la que no se le mueve un pelo. Mauricio sufre otra
vez el vértigo en el vientre.
- ¿Has visto qué belleza se ha pescado Luis? – guiño vacilón del
Chivo. Rubén corea teatral:
- ¡Quién lo iba a decir! Si antes no se comía un colín…
- Con vosotros ya no necesito enemigos- Luis reaparece botella
en mano, perfecto icono de la dicha, los amigos reunidos y la
mujer, Mauricio de regreso, pero ante todo la mujer.
- Ésta, trae aquí que la abra, nos la ventilamos en un plis plas y
nos vamos de marcha ¡Cómo en los viejos tiempos!
- Tranqui, Chivi, que antes debo dejar a Virgo en su casa.
Con una voz insólita para Mauricio, inflexiones cristalinas y
musicales, inocente sofisticación, rectifica la novia:
- No, sino hay problema, os acompaño encantada.
- ¡Vayaaaaaaaa! Al fin te sueltas, salerosa- estira su barba el Chivo.
Luis se desconcierta, pero si a ella no le gusta salir de noche, los
estudios, amor, de verdad quieres acompañarnos, ya habrá ocasión,
no te sientas obligada.
- Que no. Por trasnochar una vez… Y así no os portáis mal.
Además, ha venido Mauricio y hay que celebrar.
Sobra el choque de miradas.
Calleja estrecha, por la esquina una torre puntiaguda se afila
contra el telón de noche ya desteñido, a punto del alba. Un bar cierra
descaradamente sus puertas cuando el Chivo, que lidera la romería,
ejecuta maniobra exploratoria. Masculla una blasfemia bíblica, Luis le
quita importancia y señala las luces de otro garito.
147
- ¡Al abordaje mis muchachos! Ahí han de servirnos priva, ¡por
Baco!
Un par de noctámbulos sobre la barra, dos parejas al fondo, la
camarera es un capitán en el puente de mando, entreviendo los
arrecifes. Janis Joplin canta desde los altavoces. Nuestro grupo sienta
plaza cerca de la puerta por donde se cuela el bris de la madrugada.
- Esta ronda la pago yo –anuncia rumboso Rubén. Se guinda en la
barra como periquito mojado.
- Guapa, ponme dos ronescola, dos güisquiscola y para la niña un
vodkatonic, poco vodka.
Y clava la mirada turbia en el escote de la camarera.
-Oye, pero qué bonitos ojos tienes ¿Cómo te llamas?- Estoica a la
lírica, la chica ya mezcla bebidas con movimientos de autómata.
Coloca los vasos en arquitectura de barrera, bosteza una cifra.
Rubén vuelve, pasos cortos y juegos malabares, a la mesa.
La conversación lucha por no decaer. Han sido horas en
zarabanda de ¿te acuerdas de aquélla vez? y alguna noticia nueva
para conciliar el pasado glorioso con las metamorfosis del presente.
Mauricio se encuentra sin cartas; su vida en Paraguay, las cosas que
le hacen vibrar, su realidad cotidiana y sus afectos, son una tierra de
nadie, un tema abstruso, un tiempo ilusorio para los amigos.
Mauricio sólo existe en el recuerdo, casi como si estuviera muerto.
El ron ayuda, desde luego, pero le cuesta mantener el tipo y el
fandango carnavalero, le cuesta ceñirse a la imagen idealizada,
manoseada por tantos años, tanto hueco relleno con lo que fue,
tanta distancia. Y además está lo otro. Para soportarlo ha preferido
dejar la mente a la deriva.
Con puntería inverosímil, el Chivo mata dos pájaros de un tiro. Le
gana la curiosidad sociológica:
- Mauricio, cuéntanos, ¿es verdad que a las sudamericanas se les
caen las bragas?
- No menos ni más que en otro lugar, supongo- Suena agrio.
Luis, el brazo izquierdo sobre la cintura de Virginia, la mano
estirando el cubata con el índice ademán atribuido a Colón, abunda
en el tema, pero pone una venda.
- ¿Y qué? No te has echado una noviecita formal. Mira que ya va
siendo hora…
- Este año he decidido declararlo sabático. Mejor sólo que mal
acompañado.
Ha roto la tregua. Con disimulo la última frase se funde en parábola
ocular que barre a Virginia un breve instante para refugiarse en el
fondo del vaso, tapando ya la boca.
149
―Me he pasado –piensa- Pero nadie notó nada. Ella sí, obvio. Ellos
no, Luis no‖.
Igual está nervioso y cuando el Chivo interrumpe el hilo para
preguntar por el tigre, Mauricio se aplica a escurrir el bulto:
- ¿Pero no sabes?, los baños siempre están al fondo a la derecha.
Te acompaño, voy a echar una firma.
Cruzan el local frente a la camarera quien se afana en ordenar
bultos, inminente aviso de cierre. Los otros parroquianos ya
hicieron mutis. Al Chivo le cuesta mantener la vertical y Mauricio le
sigue, la mano sobre su hombro para favorecer el equilibrio.
Instalados frente al meódromo, Mauricio escurre preguntas:
- Chivi… ¿Tiene mucho tiempo que Luis conoce a su novia?
¿Cómo la conoció?
- Se la presentó una prima de Luis, iban juntas a una academia de
francés. Eso fue… ¿hace cinco meses?
- ¿Y tanta prisa por casarse? Si apenas sabe de ella…
- Ahhhh, el amor. La verdad es que se puede entender.
Guapérrima, formal, cariñosa… ¡Así también me casaba yo!
Mmmm- el Chivo excava en el pasado- ¿Recuerdas cuando
éramos unos imberbes? Las mujeres se dividían en dos grupos.
- Sí, las niñas bien y las putas. Ridículo y machista.
- Conforme, pero también técnico. Con las niñas bien no hacías
nada porque no te dejaban, eran las ideales para exhibir. Y
luego, claro, teníamos a las otras y entrábamos a saco.
- Pero si al final es igual, pura fantasía.
- Bueno ¿qué quieres? Luis debe pensar todavía así. Y Virgo da
todo el perfil.
- Vamos, de las que no ha roto un plato en su vida.
El Chivo, atento en el ejercicio de sacudir la última gota, asevera:
- No consta en acta.
- Ya.
De vuelta a la mesa descubren a Rubén con la cara colgada de la
barra. Virginia, candonga, está convenciendo a Luis para cerrar la
noche. Luis propone rematar con unos chocolates con churros, sin
embargo acaba por ceder terreno.
- Vosotros mismos. Éste y yo nos najamos al ―Maracaibo‖ a
tomar la penúltima. ¿Te apuntas Mau? –anima Rubén
encandilado con las posibilidades de la madrugada.
151
- Señores, yo me retiro. Suficientes emociones por hoy. Buena
caza.
- Entonces te vienes con nosotros, yo te dejo donde digas.
- Gracias Luis, mejor tomo un taxi.
- ¿Tomo? Se toman los cubatas y ya tuviste de sobra, aprende a
hablar, copón. Cojo, cojo. Cojo un taxi. ¡Pero que no, que te
llevo yo!
- Me cojo el taxi, gracias. Nos vemos pronto. Buenos días.
Saludo torero –ni besos ni abrazos- Mauricio aprovecha los
entorpecidos reflejos ajenos, cruza la puerta y se pierde calleja abajo.
II
- Te quiero como a un hijo, lo sabes de sobra – Adela desatiende
la besamel y confronta al hombre (pero no ve un hombre, ve un
niño grande sentado en la mesa), con un cariño velado en leve
reprimenda- ¿Cómo has podido esperar una semana para
visitarme? Después de esta eternidad sin estar juntos…
Mauricio se remueve. Hubo en esa semana demasiadas cosas. Y
por otro lado Adela tiene razón.
- Perdona, creí que me hacían falta unos días para reencontrarme a
solas con el pasado. Así que alquilé un pisito fuera del barrio, paseé
horas y horas, hice recuento de los años. Acaso fue peor… ¡me sentí
tan sólo esas noches!
- Pues claro, tonto. Debías haber venido directo a casa, a ver a tu
familia…
(Seguro fue peor… maldita jugarreta del destino. Virginia)
- … porque nosotros somos tu familia. Desde lo de tus padres,
pobres, me acuerdo a cada rato de ellos –a Adela la roza un
principio de llanto. Mauricio la abraza para contenerla. Ella se
reprime, sonríe – Medías apenas la mitad cuando viniste a casa.
¿Por qué te fuiste, Mauricio? ¡Luis y yo te hemos echado tanto
de menos!
No hay explicaciones, sólo sabe que estuvo bien. De todos modos
enumera disculpas, es lo mínimo que merece Adela. Da gracias
porque ella siga pendiente de la comida, hablando de cómo la traían
loca las travesuras que ingeniaba con Luis –¡menudos dos diablos!-
de lo aplicado que era en la escuela, esto y aquello. Mauricio,
mientras, la ha encontrado por primera vez vieja y se estremece. Era
justo lo que había temido, era en parte el motivo de no terminar de
llegar, el abismo sin asideros de lo ido para siempre. Entonces algo
reintegra su atención al discurso de Adela.
153
- … y la boda con Virginia. Si supieras cuánto ha cambiado Luis.
Encima con lo que se esforzó durante los últimos años en el
trabajo. Tiene un puesto buenísimo ¡Estoy orgullosa de mi hijo!
Por cierto, ya viste a Virginia. Es el delirio de Luis, donde ella
pisa, él besa ¿Qué te ha parecido?
La oportunidad en bandeja.
- ¿Qué te parece a ti?
- ¿Una pregunta responde a otra pregunta? ¡Niñooo!
- No sé, Adela. Me parece perfecta –lo considera y arriesga-
Quizás excesiva cara-de-yo-no-fui. ¿Es trigo limpio?
- ¡Mauricio! ¡Eso me dices! Venga ya, si es una muchacha
fenomenal.
- Perdona, la precaución no está de más. Luis siempre fue muy
confiado. Quiero decir: ¿en qué trabaja? ¿Qué sabes de su
familia?
Adela lo aplaude como una gracia.
- ¡Pero si se creería que la suegra eres tú! Anda, prueba la besamel
y dime ¿Está como te gustaba?
Apura la cucharada y pide más, hay en ese sabor tanta infancia
contenida, tanto amor regalado, tanta gratitud, que apenas dice
―deliciosa como de costumbre‖ y luego permanece mudo.
Adela, ufana, disimula el instinto maternal. Pica el relleno de los
canelones y le recompensa con alguna noticia, sólo ha hablado con
sus padres por teléfono, son de un pueblo de Murcia, pero se los
nota buena gente. Tengo ganas de conocerlos, aunque hasta la
boda… ¿La niña? Un primor, estudiosa, sacrificada, todas las noches
empollando para sacarse la carrera de dentista. Todas las noches, las
noches, las noches, Mauricio traga saliva. No puede ser más
providencial la aparición de Luis.
- ¿Así que hoy cocinas el plato favorito de Mau? Mmm, canelones
¡Las veces que te los he pedido yo y pasas de mí!
- ¿Todavía con pelusa? Anda hijo, dame un beso y no seas así de
celoso.
- Ya, ya. ¿Cuánto le falta a la comida?
- Media hora, Luis ¿Por?
- Porque a éste me lo llevo yo. Enseguida venimos.
- No me lleguéis tarde ¿eh?- y se dirige a Mauricio- Estate atento
de la hora, tú eres el más responsable.
155
El sí se apaga con el portazo y las zancadas de dos críos corriendo
escaleras abajo. Adela entorna los párpados.
Sobre el solar de la vieja fábrica abandonada donde jugaban a los
Caballeros de la Mesa Redonda han levantado un centro comercial.
Del terraplén que subía a las casitas de los gitanos - ¡qué batallas
campales! A ti por poco te sacan un ojo, me libraste cuando los tenía
encima, ese tino tuyo con las pedradas, joder- no quedan ni las trazas
y todo lo ocupa un aparcamiento. Las contrahechas moreras del
cementerio se secaron - ¿y el loco guardián que salía con un palo
cuando robábamos las hojas para los gusanos de seda? Estará dentro,
a dos metros, jajjaja- y sólo resta el muro abatido que guarda el
―jardín de la alegría‖ en el que desde hace mucho no cabe una tumba
más. Suma y sigue. Cada lugar reaparece diminuto, gastado. Se
precisa un portento de la imaginación para rescatar el barrio que fue
o ajustar las ruines escalas reales a las grandezas de la memoria.
- Enséñame la mano derecha.
Mauricio entiende.
- Aquí está la cicatriz ¿y la tuya?
- Fíjate, chaval, si se nota más.
- A vacilar a la Cibeles, chato, mira bien.
Comparan ambas cicatrices, rescatan el distante día de la botella rota,
la idea de Luis de sellar la amistad convirtiéndose en hermanos de
sangre, como hacían los piratas, los indios pies negros, los cosacos o
vaya uno a saber quién. En todo caso dos niños de pantalones
cortos, animándose el uno al otro a herirse la palma con un vidrio,
pasarlo una y otra vez con mayor decisión y menos miedo, hasta que
brotara suficiente líquido rojo y fuera meritorio el apretón de manos,
pegajoso y decisivo.
- Ja, eras un cagueta, costó un Potosí convencerte.
- Anda ¿y tú? Media hora y eso que la ocurrencia fue tuya. Menos
mal que no nos dio tétano.
- En cambio nació la ―Hermandad del Mutuo Socorro‖, orden digna
del temple de la que, no me negarás, te beneficiaste mogollón de
veces.
- Sí – Mauricio sonríe- siempre me protegiste de quienes me querían
pegar. Como eras el más fuerte y grandullón…
- Bueno yo no me quejo tampoco: me ayudaste mucho. Mutuo
socorro, sinceridad, lealtad, unión, todo eso es todavía el alma de
nuestra amistad, hermano. ¡Qué contento me pone tu regreso! –
Luis mira sin pestañear, deja correr una devoción de ancho cauce,
que fluye desde lejos.
157
A Mauricio se le seca la boca.
- Oye Luis, y hablando de lealtad, hay algo…
Un grito transita el barrio rebotando entre los bloques de pisos:
- ¡Mauricioo, Luiiiiiiiiiiis! ¡A comer!
- ¿Oyes? ¡Hey! La vieja nos llama, la zampa está en la mesa. Tus
canelones. ¡No te quedes como alelado!
III
- Venga, hombre, considéralo como la despedida de los VIP-
Mauricio le llena de vino la copa, hasta el borde.
- ¡Ey! Si ya lo tenía organizado para la semana que viene. Ahí
vamos a estar todos- Luis toma la copa con una mano y con la
otra deja la chaqueta en el sofá. Se afloja la corbata.
- Claro, claro y será una farra esdrújula -concede Rubén- pero ésa
será la oficial. Aquí y ahora, en mi recién estrenado apartamento,
con tan buenos aires- y despliega la mano desde el salón a la
terraza y las vistas al Manzanares- tus colegas de ley te vamos a
hacer una despedida de soltero como Dios manda.
Luis bebe, se ríe. Mira a sus amigos de pie frente a él: Rubén, el
Chivo, Adrián y Mauricio. Por fin Mauricio sin esa geta de gravedad,
de contento a medias, más animado que toda la banda junta.
- ¿Qué estáis tramando, malandrines? Esto no huele bien. Me
sacáis del trabajo a esta reunión clandestina…
- Como cuando hacíamos pellas en el colegio para ventilarnos
unas litronas–apunta el Chivo junto al equipo de música.
- ¿Habías quedado hoy con Virginia? – se interesa Mauricio.
- No, ella está más liada que la pata de un romano. Casi no la veo,
entre los preparativos de la boda (aunque mamá es la que se
encarga) y los estudios, la pobre no da a basto.
- ¡Rey de bastos, rey de bastos! Así le llamábamos antes al Rubén–
vitorea Adrián, ya un poco borracho, mientras Mauricio asiente
complacido, la mente en otra cosa.
- Señores, dura es la vida, siempre pintan bastos. Yo, como
monarca sin corona, os invito a hacer lo honores a estos
pastelitos de hash que nos ha cocinado Adrián. Espero no haya
perdido su toque mágico.
- ¡Joo- der! Ya veo la que me espera. Hoy se va a hacer mañana y
mañana a ver quién se levanta a trabajar…
159
- Exacto, Luis – retuerce su barba el Chivo- Acá se ha reunido a
tutiplén lo más selecto de cada destilería ¿Ron, güisqui, ginebra,
vodka, anís, pacharán, sake? Y si el espíritu decae llamo por el
móvil a mi camello para que traiga farlopa.
- ¡Buff! ¡Qué pasote! ¿No hablarás en serio? Si no estamos ya para
esos trotes…
- ¡Ay, los años, los años! ¡Pero qué viejos estamos ya!- canturrea
melodramático Rubén.
- Venga chaval, que a partir del catorce te van a sobrar días de paz
familiar. Esto es una despedida de muchas cosas, como pasar
una página en la historia – el Chivo toca una guitarra imaginaria
mientras suena AC/DC- un adiós a todo eso, tíos, que ya van a
llegar los críos, los bautizos y seremos unos abueletes en menos
de lo que se santigua un cura loco.
Está dicho. Se llenan y se vacían las copas, hay repaso de música
ochentera, de las anécdotas de adolescencia que ya se sienten
fosilizadas, ahora sí ni cómo engañarse. Cambio de piel, pero entre
tanto Luis ha arrojado la corbata a un rincón y se lía unos porros
con la habilidad que le dio fama. En la terraza Rubén y Mauricio
comparten uno. Ruido más distancia de por medio, confabulan.
- Oye ¿Cuándo vamos con el regalito?
- Aguarda un poco, Rubén. Yo sé cómo es él. Si se lo decimos ya,
nos aúpa el grito en el cielo y no le va a encontrar gracia. Más
priva, los pastelitos, y una vez manso como un cordero no
pondrá resistencia.
- Pero hombre ¿A quién le amarga un dulce? ¿Tú te crees que se
va a escandalizar?
- Seguro, nunca ha formado parte de nuestros rituales. Es algo
excepcional, por la ocasión. De todos modos no es el estilo de
Luis, y encima como le tiene esa…
- Voy a hacerle probar otro pastelito, acábate el mai. Y déjame
Luis a mí que yo le pongo fino.
- … esa haka guazú – concluye Mauricio apagando la voz.
Definitivamente Adrián está grogui. El Chivo es de tiros largos y ni
ha necesitado probar la cocaína. Luis y Rubén sí, porque a Rubén se
le pasó la mano. Mauricio supo disimular algunas caladas falsas y los
vasos volcados en la maceta para conservar un resto de control. Pica
la coca con el D.N.I. y hace otras líneas largas, generosas. Es el
momento y ahora los quiere a todos espabilados. Los nervios le
retuercen pero ha decidido que sí, que es imposible vivir con eso,
que no le faltará el valor.
161
- ¡A ver, señores! ¡Ha nevado!
- Ostias tú, qué pasote… se va acabar el mundo.
- ¿Y la turuta? ¿Dónde está la turuta? – El Chivo busca el billete
hecho rollo para esnifar.
- Un poco más de música ¿no?
Rubén frena la iniciativa, solemne.
- ¡Chin, chan! ¡Chan chan! Nada de músicas. Vamos a darle a Luis
su regalito.
Ralentizada, la atención se materializa en un silencio eléctrico. Los
ojos miran detrás de la sonrisa idiota de Rubén como esperando
aparecerse un elefante blanco o algo así.
- No veo nada – dice Adrián y dice la verdad.
- Toma la turuta, Adri. ¿Qué más hay reservado? –pregunta el
Chivo.
- ¡Ey! ¿Algo para mí?- y los ojos de Luis brillan igual a los de un
niño.
Mauricio se coloca de pie, al lado de Rubén frente a los otros
desparramados en el sofá. Vistos desde la terraza, por ejemplo, se
pensaría en dos actores representando ante el público.
- Vamos a traerle al buen Luis una hembra de bandera. La mejor y
más puta de todo Madrid. Una que os va a dejar a-le-la-dos.
- Bueno, hasta más de lo que estáis, jajajaja.
- Un auténtico bombón.
- Experta en bailes y habilidades de Oriente.
- ¡Eso! Una musmé robada del serrallo del sultán.
- El último tiro al aire de Luis.
Suficiente para ganar el entusiasmo general. O casi.
- Venga, no jodas. Estáis hablando en broma ¿no?
- Totalmente en serio, Luis- silabea Mauricio.
- ¡Ey¡ En diez días me caso. Amo a Virginia. Ni borracho le voy a
hacer algo semejante ¿Queda claro?- los fusila a todos con la dureza
del gesto.
Silencio.
- Bueno, bueno. Tranqui. Imaginamos que te gustaría.
- ¡Mal imaginado! Pésimo gusto.
Mauricio apacigua:
163
- Vale. Pero no te avinagres así. Deja la fiesta continuar – le pega
una calada al porro- Supongamos que es la despedida de Adrián,
del Chivo, la mía…
- ¿Y la mía por qué no? –protesta Rubén y pone los ojos en
blanco.
- …deja que la chica venga, que baile un poco. Un rollo
simbólico. Ni la toques, sólo mira. Por eso no te vas a ir al
infierno, San Luis.
Hay un rifi-rafe de opiniones. Amoscado, Luis cede por los amigos
quienes le ovacionan con aplausos.
- Muy bien, pero esta faena no es mía, ya me corté la coleta –
advierte circunspecto.
Y justo suena el telefonillo. Mauricio oprime el botón sin
preguntar. Anuncia:
- Aquí viene la niña.
Rubén se precipita en griterío desaforado, un punto de
indignación.
- ¡Serás capullo! ¡Ya la llamaste! ¡Sin consultarme! ¿Y qué idea
tienes tú de la movida Madrid la nuit si vienes de Paraguay? ¿Vas
a saber más que el Rey de Bastos, el gran putero?
Coro de aprobación. Mauricio aclara:
- ¡Eh, eh! Sé lo que me hago. A ver si creéis que me paso las noches
viendo el telediario. Tranquis, no os va defraudar. ¡Un poco de
confianza!
El ruido del ascensor, el repiqueteo de tacones acercándose,
producen un mutismo expectante tras las últimas palabras. Se diría
que las respiraciones quedan en suspenso y que cierto rictus
depredador se apodera del grupo de hombres. Tocan a la puerta
unos nudillos delicados. Ante la parálisis de lo demás, Mauricio abre
de par en par, la mano temblorosa. En el quicio aparecen unas botas
negras, una minifalda de cuero y un escote abierto, imán de la
atención general que luego descubre la cabellera negra, la boca
pintada y unos ojos donde cabe todo el espanto del mundo.
- ¡Virginia! – Luis da un brinco que le eleva un metro sobre el
sofá.
Y eso es todo por un dilatado instante. Sorpresa, desconcierto, el
tartamudeo de Luis, la copa que se le escapa al Chivo, la mujer
petrificada, Adrián se levanta, Rubén se sienta y Mauricio,
abotargado y satisfecho –misión cumplida- aguarda
acontecimientos. Ronda de miradas hacia Virginia y hacia Mauricio,
cuyos ojos se buscan a su vez como se buscan dos navajas.
Una carcajada rompe el clímax.
165
- ¡Amor mío! ¡Nunca te había visto tan guapa y tan sexy! – corre
Luis a abrazarla.
La llena de besos, la cubre protector, besa de nuevo la boca rígida,
le susurra al oído, la acaricia con ternura. Se vuelve a Mauricio y ríe,
ríe con ganas.
- ¡Ay, este Mauricio! Jamás cambiarás. ¡Tú y tus bromas!
Y para la galería:
- ¡Claro que sí! ¡Éste es el mejor regalo de despedida de soltero!
¡Cómo pude dudar de vosotros! ¡La mejor mujer, sí señor!
¡Excelente elección Mau! Seré gil, cómo pude dejarme tomar el
pelo…
Ríe Luis, ríe Virginia con habilidad de lagartona y dominio de la
situación. Ríen la ocurrencia de Mauricio los amigos en una catarsis
con algo de humor y mucho de alivio.
Pero Mauricio no ríe. Está plantado ante la pareja, animal bicéfalo,
fortaleza inexpugnable. Firme ante la falsa complicidad, al beso en la
mejilla de ella –Judas besando a Judas- y las palmadas de Luis, su
artificial invitación a celebrar, a hacer verosímil la broma. A
Mauricio le pica la palma derecha donde una vieja cicatriz se borra
mientras mantiene la mirada del amigo, al desesperanzado
encuentro de una zona remota que fue terreno compartido de niños.
Y lee, por encima de la pátina de euforia, que aquella antigua
hermandad ha muerto aquí y ahora. Y, sobre todo, que en la boda,
su presencia ya no será requerida.
167
Micaela
Óscar Álvarez
El olor a primavera venía de lejos, más allá de los parques, del límite
de la ciudad con los campos. Eso era lo que posiblemente despertó a
Micaela temprano y la tuvo inquieta. Recorría la sala un par de veces
para seguir luego hacia las alcobas cerradas. Arrimaba entonces la
oreja a las puertas. Sólo respiraciones regulares y un ronquido en la
habitación de los padres. Regresaba a la sala con sus cortos pasos, se
tumbaba unos minutos, bajaba la cabeza y la volvía a levantar, alerta
a los sonidos familiares. Nada y se impacientaba. Hacía la ronda de
nuevo con igual resultado.
Desde el balcón vio inaugurarse la mañana en un estremecimiento de
trinar de pájaros y el viento tibio que cimbreaba los árboles alineados
calle abajo. Abejorros zumbando sobre los tiestos de gardenias y
mariposas que no se podían atrapar. Bailaban también esas otras
señales inasibles de vida. Como la misma vida que crecía en su
vientre, ya intuida. Pero por lo pronto ningún movimiento en la casa
y esto le dio a entender que iba a ser uno de los días buenos. Días
largos llenos de voces, de atenciones efímeras y doble ración de una
compañía que ahora buscaba tanto. Aún, contra la soledad de su
alfombrilla, esperaba.
Los primeros en levantarse fueron los niños y Micaela casi pegó un
brinco al compás de su corazón. Pasaron corriendo frente a la sala
donde los daba zalamera los buenos días. La mano del más pequeño
la rozó en caricia rauda, de su cabeza al comienzo de la espalda.
- ¡Hola Micaela!
Y alcanzó al hermano en la cocina. Micaela fue detrás para verlos
pelear por el cereal favorito de la semana. Quiso unirse al juego de
forcejeos y gritos, ya se apoyaba en el taburete, curioseando encima
de la mesa.
- ¡Mama! ¡Mamaaaaaaaaaá! ¡Jorge no me deja desayunar!
Apareció la madre. Una bata azul, el pelo en desorden, arrugas
prematuras que la empujaban edad adentro. Micaela la recibió
mimosa. Ella la apartó levemente y se concentró en lo inmediato:
encender el primer cigarrillo de la mañana y poner orden. Colocó los
platos, sacó la leche y el yogur, sirvió a los niños, disputando su
cuidado con maniobras sutiles. También estaba Micaela, pero nadie
parecía verla. Se alzó a duras penas hasta la mesa. Sus ojos brillaban
como dos luceros.
- Ven Micaela, no estorbes- dijo la madre al sentir su contacto.
La llevó a la terraza y cerró la puerta corredera. Micaela se quedó
observando tras el cristal lo que sucedía en el interior de la casa. Y lo
169
que sucedió es que al cabo se hizo presente el padre y la familia
entera se dispuso a desayunar, un ritual del que sólo podía ser
espectadora. Avanzó la mañana. Unos iban y otros venían.
Cambiaron las ropas bajo el pelo mojado. La madre y el padre
guardaban cosas en unas bolsas. Todo pretendía anunciar una
excursión y de imaginarlo sintió el escalofrío de dicha transitar por su
cuerpo.
Una duda la mantuvo tensa: ¿la incluirían a ella? ¿La llevaban o la
dejaban? No era consciente de la situación, cómo podía serlo y cómo
podía ser de otro modo, pero su existencia entera se centraba en
ellos. Ellos a veces la hacían caso y a veces no. Últimamente muy
poco o quizás estaba más sensible. ¿Tendría suerte esa mañana de
tanta luz y promesas en el aire? Reconocía el cajón donde estaban sus
cosas y en esos instantes sólo respiraba pendiente de la señal, de una
mano sobre el cajón. La de los niños o, generalmente, la del padre. El
padre había salido por la puerta lo cual no daba demasiadas
esperanzas. Quizás los niños… Se esforzó por llamar la atención, un
buen alboroto. Finalmente la madre sacó sus cosas del cajón, abrió el
balcón y le buscó el cuello. Exasperada por su nerviosismo la regañó:
- ¡Basta, Mica! Quieta.
Y la condujo a la puerta del ascensor junto a los niños, quienes
cargaban con las bolsas y el balón. Aquéllo era felicidad.
El auto dejó atrás la ciudad áspera de ruido y humo que le provocaba
náuseas. Con el perfil en lontananza de las montañas le vino más
puro el olor de la primavera. Para impregnarse de él y recibir a pleno
el aire de libertad, Micaela asomaba media cabeza por la ventanilla.
Constantemente acudían cosas extrañas a excitarle la atención, pero
sabía que era preferible mantenerse calma y no alborotar. A ratos se
agitaba por algo, si bien se diría que trataba de disimularlo. A su lado
los niños jugaban abstraídos con una pequeña computadora, cuyas
luces y pitidos cautivaron la mirada volátil de Micaela. Los padres
estaban adelante sin cruzar palabra.
El chico mayor rompió el silencio.
- ¿Nos quedaremos a dormir en casa del tío Roberto, papá?
Fue la madre quien respondió, girándose para tenerlos cerca.
- Sólo vamos a comer y regresamos en la noche. Mañana os
quiero ver estudiar los exámenes finales.
Hubo un conato de rebelión en la parte de atrás del auto al que
Micaela se sumó festiva. Conato reprimido más efectivamente por la
mirada admonitoria de la madre que por un breve discurso del padre,
recuerdo de las vacaciones en la playa como premio a las buenas
notas y la cantaleta habitual. La charla no daba para mucho y en todo
caso ya llegaban al chalet del tío Roberto. Bienvenida de abrazos,
cordialidad, risas, un bálsamo afectivo en el cual Micaela exigía su
171
parte, metiéndose entre las piernas, trepándose a las cinturas, solícita
del cariño de ocasión. La pradera contigua a la casa la asociaba a
tardes de carreras con los niños y el balón, a pedazos de carne que le
caían desde la mesa, a la presencia de seres que le tenían ganada la
confianza, aceptándolos de algún modo indefinido como extensión
de la familia.
Conocía, pues, las costumbres y aguardó tumbada en su rincón, a
unos metros de la mesa donde todos comían. En su rincón y muy
pendiente. Los niños, los suyos y los otros, le arrojaban sobras por
verla atraparlas al vuelo hasta que alguno de los padres le ponía fin al
asunto. Después los niños, los suyos y los otros, comenzaban con el
balón. Micaela no pudo evitar las ganas de unirse, aunque malamente
aguantó tres carreras. Se sentía pesada y su instinto le aconsejaba
reposo. Con la lengua se lamió las ubres. Las sentía hincharse y en el
vientre un burbujear, la provocación de otro temblor de alegría. Miró
a su familia, era bueno estar unidos ahora que pronto serían más.
Sobre la mesa las dos parejas de adultos jugaban a las cartas. En una
pausa entre partidas la mujer del tío Roberto trajo un álbum de fotos.
Deseaba ilustrar cómo había progresado el jardín, colmándose de
árboles y macizos florales. Brillaron testimonios de antiguas
reuniones, el tío Roberto sin bigote entonces, el césped ralo, cortes
de pelo irrepetibles, el porche a medio terminar, los primeros brotes
del manzano, y todos los niños más chicos.
- Mira ésta –le dijo la mujer a la madre- Fue la primera vez que
trajisteis a la Mica. Era sólo un cachorro. Me acuerdo que
aquél día el Tim no sabía dónde meterse. Ella era muy
traviesa y no paraba de morderle. Pobre Tim, estaba muy
viejo ya.
- Y aquí – señaló la madre- Pilarcita con su traje de primera
comunión. Qué guapa. Ese día fue memorable, lástima la
lluvia.
- Y aquí…
- Y aquí…
Una sensiblera combinación de imágenes y evocaciones atrapó a las
mujeres. Los maridos fueron por más cervezas al frigo. Al pasar al
lado de la perra dormida, el padre aprovechó para preguntarle a tío
Roberto:
- ¿Qué decide Pilar al fin?
- Inconmovible. Tu cuñada no quiere tener otro perro en la
casa. He tratado con los vecinos, nada.
El padre se encogió de hombros. ―Está bien‖, dijo, y retomó la
apasionante charla de fútbol. Después, al término de una última
partida de cartas hizo señas a la madre. Ella asintió.
173
- Vamos a dar esa vuelta. Regresamos en un santiamén –
explicó el padre.
Un silencio cómplice les despidió. Se acercaron al coche, llamaron a
Micaela. La perra despertaba de su siesta agitando el cuerpo en un
gracioso torbellino de cola y orejas largas, celebrando de antemano
con dos ladridos cualquier propuesta. Los niños, absortos en su final
de penaltis, no prestaron atención; sabían que no era la hora de irse.
Sólo el pequeño se les acercó.
- Papá ¿Adónde vais?
- A pasear a Micaela. Enseguida venimos.
- ¿Puedo ir con vosotros?
Oportuna, tía Pilar acudió en apoyo:
- Tú te quedas ayudándome en el jardín, hombrecito.
- Tened cuidado que no se os haga tarde. Esas carreteras del
monte son malas en la oscuridad. Muy retorcidas- les previno el tío
Roberto.
Subir, bajar, da igual la hora, es siempre bueno. Moverse en el coche
de un lado a otro, nuevas sorpresas. O regresar a casa. Siempre es
bueno. A Micaela le preocupa únicamente la ausencia de los niños,
los suyos, no los otros. Comienza a ladrar para advertir a los padres
de su descuido: si se marchaban, debían estar los cinco dentro.
- Calla, Mica, calla.
Micaela hunde el hocico en el asiento, pero la ansiedad no calla.
- Qué ganas de acabar con esto. Me tiene enferma desde el
miércoles- se queja amarga la madre.
- Tranquila. Estuvo un tiempo con nosotros. Estuvo bien
cuidada dos años, comió cada día, jugó con los chicos... Le
pusimos sus vacunas. Ahora se buscará la vida sola, eso es
todo.
- Sí, es verdad. La hemos tratado muy bien. Le pusimos todas
las vacunas y el dineral que ha costado tu caprichito.
- Lo hice por los niños, mujer ¿Y la ilusión que les dio tener
una mascota? Recuerda cómo envidiaban el bóxer de los del
sexto.
- Para lo que les duró- ella vuelve la cabeza agraviada- Ya te
digo, hay que andar encima de ellos. Siempre les falta tiempo
para sacarla a la calle o bañarla. Y quien acaba haciendo todo
el trabajo soy yo. ¡Ni que me faltara!
175
El padre echa un vistazo al espejo retrovisor. Le trae la imagen de
Micaela, ovillada, las orejas tiesas, los ojitos atentos como si
entendiese. Pero no, no es capaz de entender. Vaya tontería.
- No podemos tenerla ni un día más, menos con las vacaciones
en puerta. Es que es un estorbo en un piso, de verdad. Y
encima preñada ¿Qué íbamos a hacer con los cachorros, eh?
Nadie los querría. Si al menos fueran de raza. Pero ni eso.
- Que sí, cielo, que tienes razón. Ya lo discutimos y llegamos a
un acuerdo – el padre le pasa la mano por el brazo a la madre
en lo que intenta ser una conciliación definitiva- ¿Ves?,
estamos aquí. Ya vamos a solucionar el problema.
- No, si lo que me preocupa es qué le contaremos a los niños.
- Pues lo que pensamos: Micaela se escapó, la estuvimos
llamando pero no hizo caso, no quiso venir. La llamada de la
naturaleza fue más fuerte, los animales salvajes, esas cosas
que aprenden en la escuela – el padre suena categórico y
limpio- No te preocupes, lo entenderán a la perfección.
Verás que el disgusto no supera la semana, yo los conozco
bien.
- Y con las vacaciones en la playa…
- Eso es – el padre reduce velocidad – dos semanas en la playa.
Van a estar fabulosas.
El auto se detiene sobre la cuneta. El padre le da un beso en la
frente a la madre. No te preocupes- le dice- quédate aquí, yo me
encargo.
Un resorte levanta a Micaela del asiento cuando nota la puerta
trasera abrirse. Su vago barrunto de inquietud se esfuma al ver al
padre con una sonrisa en el rostro y la pequeña pelota en la
mano. Escucha su nombre como una música.
- Micaela, ven bonita.
Y la perra baja. No tiene ganas de jugar, pero si el padre quiere...
El padre tira la pelota a unos metros. Micaela la sigue con sus
pasos cortos y obediente la devuelve.
- Buena chica ¡Ve!
La pelota vuela a mayor distancia esta vez y tarda en descubrirla
entre los cardos. Mientras la apresa oye el ruido del motor. Corre
hacia el auto que se aleja, absurdamente se aleja de ella. Sigue
corriendo hasta que no es sino un destello metálico en el
horizonte, inalcanzable. El desajuste la paraliza. Hay en el
desajuste miedo y pasmo. Jamás la habían dejado sola en un lugar
desconocido. Regresarán, eso lo sabe, porque su pequeño
177
cerebro no concibe el abandono. Al poco ve aproximarse el auto
y su corazón canta. Le sale al paso, ¡aquí estoy!, avisa con el agitar
de su cola, y suena un chirrido horrible. Y luego una voz
amenazante y extraña:
-¡Estúpido animal! ¡Quítate de en medio!
El auto la esquiva y continúa camino sin ella. Le hiere en el
vientre- donde crece la vida- la punzada de la angustia. Sentada
sobre el asfalto, temblorosa, con la vista fija en el punto en el que
vio desaparecer su mundo, espera las horas. Y cae la noche como
cae la pelota de la boca de Micaela para dejar espacio a un gañido
inconsolable.
179
Vuelo de alas rotas
Óscar Álvarez
Je est un autre. Si le cuivre s’éveille clairon, il n’y a rien de sa
faute.
A. Rimbaud
No hay nada como verla a ella, por supuesto. Pero el otro momento
del día que más disfruto es cuando me harto de los paseos y entro en
mi pieza a escuchar la vitrola. Una Polidor, fabricada allá por los fines
de la década del 20, en aquella Alemania donde todavía vibraban los
años locos mientras Hitler ya iba preparando los suyos. Quién sabe si
alguna vez sonó en Berlín, probablemente la embarcaron directo
hacia América, una valija más del equipaje de cualquier emigrante, o
como mercancía apilada junto a idénticas compañeras. Para mí es
especial e irrepetible. Yo la descubrí en un mercadillo bajo la sombra
de la catedral de Montevideo. El vendedor alababa su buen estado
mientras debió calcular un precio a tono con mi cara de ignorante.
Su única propietaria, dijo, fue una anciana que se la había vendido
recién. Observé maravillado el girar de la manivela, la colocación de
la púa, la calidad del sonido levemente gangoso, preguntándome por
qué. Por qué después de una vida de compañía, los bailes de
juventud, los atardeceres en un salón encantado con las viejas
músicas y las memorias sin cuento. ¿Habría tenido urgencia de
dinero? ¿O la separación no fue dolorosa como mi romanticismo me
sugería, sólo un trasto lleno de polvo y arrinconado, útil al cabo de
tanto tiempo por unos pesos? Soy un poco raro, lo sé. Para mí los
objetos se cargan de los sentimientos que inspiran hasta casi empezar
a sentirlos de puro almacenarlos. Y quise rescatarla de su abandono.
Lo cierto es que nunca supe que necesitaba una vitrola hasta tenerla
enfrente. Así es el amor, a primera vista. O no es.
Guardo apenas una docena de discos de pasta. Escaso repertorio,
pero no me cansa escuchar las canciones de esas épocas, Summertime,
de Billie Holiday o Chloé de Ellington. Especialmente los Demonios
da Garoa con su Iracema, pues siento debilidad por los amores
funestos. Ahí estoy yo y ahí está ella, es otra forma de verla, como las
citas en el centro de jardín. Ahora me la imagino asomada a la
ventana, ajena, en la habitación de su ala, a lo mejor le llega la
música, aunque no me hago ilusiones, ni siquiera intuirá que suena en
su honor. Sólo me consuela el retrato junto a la mesita y lo miro y la
miro y escucho la música. No habrá magia, no vendrá hasta aquí.
Infalible, en cambio, el amontonamiento de cabezas ante el quicio de
mi puerta cada atardecer cuando le doy manija a la vitrola. Pobres,
saben de ternura a su manera, a pesar de tantas reacciones
impertinentes. Su presencia resulta un fastidio, cómo negarlo.
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Arruinan mis fantasías pero los dejo estar. Ya me habitué a la
paradoja; aquí estamos todos solos y la soledad no existe.
Las noches insomnes me dan un algo de claridad y miro dentro de
mí. Por desgracia el silencio se llena de agujeros. Hay vorágine de
gritos, llantos o risas, ululares fúnebres y las previsibles carreras de
los celadores fustigando los pasillos. No puedo quejarme, yo lo elegí,
soy el único que libremente eligió esto. Aunque vaya uno a saber. No
lo digo por ellos, lo digo por mí. O viceversa, de un tiempo a esta
parte la confusión gana terreno. La primera vez… la primera vez fue
siniestra: un portón metálico descorrió sus cerrojos para darme paso.
El portón se condenó a mi espalda y la vuelta de los cerrojos sonó
como a lamento, ―abandonad toda esperanza....‖. Por delante un
pasillo y otro portón con mirilla y más cerrojos. Entré con la bata
blanca, estudiante de enfermería y, por tanto, con boleto de salida.
No hubiera elegido para las prácticas yo el pabellón de enfermos
psiquiátricos, desde luego y de haber podido elegir. Aquellos días se
me hicieron duros hasta el límite del sufrimiento. Traspasas la
segunda puerta y te caen esas caras tan de golpe, caras perdidas, ojos
que se posan en ti y ven otra cosa, gestos que expresan lo que jamás
debería expresarse. El mundo de los locos. Y no es fácil sobrellevarlo
si eres un poco sensible. Cómete tus sentimientos, aquí no ayudan,
me aconsejaron los veteranos.
En algún momento, debió ser una tarde a mediados del primer mes,
la vi. Me pareció un ensueño al vértice de la pesadilla. En realidad yo
la había visto toda la vida, antes de nacer incluso, pero no sospeché
que existiera. Paseaba lenta, los labios ensayando una sonrisa, el pelo
claro en trenzas, la palma derecha abierta, apoyada junto al vientre,
simulaba una canasta de la que la otra mano recogía algo y lo dejaba
caer dulcemente, como alfombrando las baldosas con flores
invisibles. Se me ocurrió eso porque tenía el aspecto justo de una
alegoría de la Primavera. Pasó frente a mi, boquiabierto a un metro
escaso del ideal imposible, y creí que avanzaría sin verme pero me
ofreció ¿una flor? y amplió su sonrisa antes de perderse en el cruce
de pasillos. Mis pies habían echado raíces. No pude seguirla.
¿Cómo explicarlo? ¿Cómo dar crédito a un loco? De un modo u otro
lo soy, debo hacerme a la idea. No por tanto tiempo interno ya, o
por el historial médico que lo certifica, sino por mi decisión. Me
arrepiento de a ratos. No, no me arrepiento, no quise decir eso. No
quise decir eso. Si esta vida es un martirio peor hubiera sido estar
afuera después de verla. Digamos, ¿me creerán?, que hay mujeres,
simples mujeres, y hay ciertas mujeres cuya hermosura conmueve.
Pero hay una sola mujer para un solo hombre (y no siempre), quien
la buscará sin éxito hasta claudicar ante otra que se le cruzó en el
camino, cuando el valor, las fuerzas o la esperanza se le gastaron. Es
el gran espejismo del amor. Por eso me siento afortunado. Yo la
encontré y la reconocí en el acto, estaba escrito en mi sangre y en mi
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piel. Yo la encontré y sólo fue un poco triste hallarla dentro de un
manicomio.
Esta mañana plomiza le quita a cualquiera las fuerzas de salir de la
cama. Paciencia, inevitable el rito del desayuno, ir al comedor cuando
toca la campana, sin ganas, porque estará todo el carnaval de
desvaríos, las escenas delirantes de siempre, pero no estará ella. Ella
regalando sus orquídeas sobre el café y los tristes tostados en la
mañana anodina y fría cuya extensión son las paredes del hospital,
regalando cariño a sus compañeros del pabellón de al lado, otra
colección de idiotas incapaces de apreciar la suerte de tener un ángel
entre ellos. ¡Cuánto daría yo por que me trasladaran allí! ¡Cuánto lo
he rogado! Y al doctor le parece una gracia, se ahoga en carcajadas
jura que no hay tal pabellón. El recurso cómodo: tratarnos
invariablemente como locos, da igual si tenemos razón.
Luciano se pone la taza sobre la cabeza y muge y el café nos salpica,
mientras Fabio cumple la obligación matutina de regar la planta de
plástico con su orín y Bertita canta ópera a voz en cuello. La pobre
no tiene oído ni para el arroz pero Simón le aplaude entusiasta. Los
celadores acechan desde las esquinas. No harán nada si seguimos
desayunando como de costumbre. Yo no puedo con la forma de
comer de Mariana, me dan arcadas y me viene de nuevo esta tos que
no se va sino se vuelve más fuerte y me parte por dentro. Al acabar
el celador gordo se acerca con la silla de ruedas, yo me enojo, él
insiste en tratarme como si fuera una abuelita, igual que el resto,
tarados o no. Bien soy capaz de andar sólo aunque no voy a discutir,
me dejo hacer, cuanto menos hable mejor, qué se puede esperar de
nadie si los mismos encargados de cuidarnos disfrutan con estas
bromas crueles.
Espero a ver si calienta un poco el sol y nos dan permiso hoy para
salir al patio. O me dan permiso a mí, pues últimamente con la
excusa de la salud pretenden dejarme dentro. Yo me pongo ropa
hasta sudar y entonces sí porfío a gritos. La única motivación de esta
mezquina existencia es contemplarla a ella, quietita en el centro del
jardín, como una diosa que se sabe adorada y me sonríe coqueta.
Entretanto a ver la televisión que no les emboba a todos, esos
berrinches, santa paciencia. ¿Por qué no aplican sedantes más a
menudo? A los doctores les entretiene el espectáculo, no hay duda.
Yo a veces hablo con Ariel, le gusta tanto oír cómo supe fingir,
cómo engañé a las batas blancas y conseguí quedarme en el pabellón
por amor. Le hablo de su belleza, de nuestra pasión secreta, de
sacrificios acres y recompensas sutiles. O le cuento del mundo de
afuera, de cada cosa que vi cuando era estudiante y viajaba. No sé si
me entienda, eso sí, escucha atento lo mismo. Solo que hoy no abro
la boca. Me siento muy deprimido, me prohibieron de vuelta pasear
por el jardín. Al menos aún me quedan mi vitrola e Iracema.
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- Ni pensarlo. No puedo permitirle ir al patio, un mal aire y sus
pulmones colapsan. Su estado es crítico, compréndalo.
El mismísimo director se digna a visitarme después de tres días sin
probar bocado para escándalo general del pabellón. Sus argumentos
no me van a convencer, estoy seguro de que lo sabe. Como yo sé que
acabará cediendo. Tiene que ceder.
- Coma un poco, por favor. Deje esa terquedad y coma. Está
muy débil. ¡Por el amor de Dios!
Yo sólo tengo un amor y por él lucho. ¿Qué me importa el resto?
No se lo voy a explicar, no rompo mi silencio, me hace más fuerte.
- ¿Quiere obligarme a administrarle suero…?
Con las muñecas atadas a la cama, muy bien, y bueno, el suero no
será suficiente para mantenerme vivo por mucho. Así que espero se
de cuenta de que no tiene otra alternativa que pactar. El director
pasea por la pieza y rezonga, ganando tiempo, haciendo cálculos.
Días más, días menos se dirá, busca la fórmula ideal para tranquilizar
su conciencia, su juramento hipocrático, claro, claro, se sube las gafas
a la cabeza pelada, se frota los ojos, respira como oliendo la muerte y
el camino por donde avanza. A mí el pecho me tiembla, sube el picor
a la garganta y la tos está por desbocarse como un caballo en la
tormenta. También soy más fuerte y me la aguantaré hasta que se
marche, no vaya a venir con más flemas de sangre y entonces no,
entonces seguro no.
Ariel se acerca a la cama extendiéndome con sus bracitos cortos el
tazón de su propia sopa, pobrecillo, por los ojos se escapa la
preocupación, como si intuyera la gravedad del asunto. ¿Qué le
rondará por la cabeza? Nunca lo sabré, azaroso caminar por tales
laberintos. Me mira muy fijo, como un gatito, suplicando, casi del
mismo modo que cuando pide por infinita vez que gire la manija y
ponga otro disco en la vitrola. Me emociona, lo confieso. Y me duele
tanto por él negarme a esa cuchara junto a mi boca.
- Está bien, usted gana –gruñe el director- sólo le pido que se
abrigue lo suficiente y nunca más de media hora de recreo.
Sale por la puerta con alborotos de bata y estetoscopio, no sin antes
desprenderse de la culpa en un fruncir de semblante y un puño que
se agita:
- ¡Usted lo ha querido!
Invierno y cielo gris, césped moribundo y un circo de árboles
desnudos justo al centro del patio. Es aún nuestro Jardín de las
Hespérides, no importa el abandono amargo. En la rotonda los
adoquines frenan con sus cantos las ruedas y Ariel resopla
esforzándose por empujar.
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- Gracias, compadrito, aquí estoy bien, puedes dejarme.
Intenta acercar la silla más a la fuente, sin embargo tiene la batalla
perdida. Le hago señas, todo bien Ariel, aquí nomás, ve a pasear con
Mariana o Simón, yo me quedo con ella, como siempre. Da unos
pasos atrás, no quiere irse y permanece a mis espaldas, estatua
silenciosa, lo mismo que ella, congelada en su gesto predilecto y
mirándome, mirándome con cariño. Le tiendo entero mi ser en ese
puente de flores imaginarias, de nenúfares, gardenias y azahares, de
cuerpos que no se tocan y almas fundiéndose y me dejo llevar por
nuestro modo de sentirnos. También pienso con rabia en la traición
del destino, este encuentro entre cuatro muros y un mundo enfermo.
¡Qué felices habríamos sido juntos afuera, libres de puertas y cerrojos
y horarios y muros!
Es tan hermosa… y tan injusto que no hubiera tenido a nadie para
admirarla, para amarla, a ella solita, marchitándose en esta prisión de
los sueños, donde todo es ajeno y nadie ve. Siquiera estoy yo,
princesa mía, ven, escapa de tu inmovilidad, acércate que no puedo
yo, regálame tus flores, no te asustes de la tos que me quiebra, súbete
conmigo a esas golondrinas danzando en la brisa y volemos lejos,
aún nos queda la vida, mi vida…
- ¿Cómo era? La traté poco.
- Mmmmm, no daba mucho la lata, de a ratos no podía con su
genio, pero siguiéndole la corriente ni la sentías, tira de la otra
esquina de la sábana, se trabó, así, del tipo autista ya sabes. Ariel, vete
al salón, no estorbes, se ha ido, no está más. Vete, pídele a Pedro un
caramelo de menta. Vete, uff.
- ¿Y este retrato?
- Ella de joven. Sí, sí, una mujer realmente linda. Aunque se pasó
interna casi desde la adolescencia, yo la conocí mayor. Llévate
también la almohada. Ya ni recibía visitas de los parientes y eso y la
edad le agudizaron las manías. La pasaba obsesionada por bajar al
patio y estar frente a la virgen hablándole las horas, una santa beata.
Y bueno, nos toca soportar aquí cosas peores ¿verdad? Oye, ¿hay
fiesta o no en casa de Silvana? Mira que el viernes libro.
- Confirmadísimo. Otra buena noticia: vienen Mara y su amiga. Listo,
ya acabamos ¿Éstas eran todas sus pertenencias?
- A ver, la ropa, la margarita de papel, la foto, los discos rallados y la
vitrola. Sí, es todo cuanto tenía la vieja.
-¿Qué hago con ello?
-¿Y qué vas a hacer? Tíralo a la basura.
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Vuestros ojos serán abiertos
Óscar Álvarez
De tanto en tanto me pica la curiosidad y vuelvo a espiarlos. Venteo
con la lengua y ágilmente me deslizo hacia las ramas más altas, donde
asomo la cabeza entre la hojarasca. Los descubro en su lugar
favorito, criaturas sin maldad tumbadas en el playón del río,
emborrachándose de sol y de una sensualidad inocente,
desperdiciada. Me figuro que el Dictador también los vigila
satisfecho. Satisfecho por el momento, vamos a ver si le dura esta
vez, al fin y al cabo él no es sino un niño grande, malcriado y
antojadizo. Y lo peor, con poder. Sabe que lo sé, desde luego,
presume no sin razón de saberlo todo. Pero su soberbia le ciega y ni
adivina cuánta lástima me da.
Reflexiono. ¿Qué esperará de mí? Ha creado un nuevo escenario
para un nuevo juego. Eso creo. Aunque me he tomado la molestia de
adoptar el aspecto de la más humilde de las comparsas de este
reparto, ya estará al corriente. Pretende ignorarme, desliza una
provocación. Calma, también yo fingiré no ver a sus guardianes,
antiguos colegas, torpemente escondidos en el bosque, ávidos de
sorprender la mínima trasgresión y entonces volar a su lado con un
escalofrío voluptuoso a contárselo todo. Seres serviles sin cerebro,
así le gustan. Y recordar que yo... Pero yo no podía consentir aquel
orden rígido que, si te detenías a analizarlo un poco, si osabas pensar
(¿estaba prohibido pensar?), carecía de sentido. Oír al Dictador tanto
tiempo – y era una eternidad- la enumeración de leyes, la manera
oportuna de hacer y experimentar cada cosa, ordenar su mundo
privado conformando una utopía enervante, empalagosa, hueca
¿quién lo soporta? Una comunidad de seres castrados, con libertad
absoluta e infinitas posibilidades para la nada. ¿Acaso no me nombró
–no soy- el portador del Conocimiento? En verdad quise aconsejarle,
sugerirle, ingenuo de mí hablarle a la pared, al muro hierático que
sonríe benignamente con la boca, nunca con los ojos. Y de pronto
todo fue drama y traición, revuelta más imaginaria que real, castigo y
expulsión. El Dictador te lo da, el Dictador te lo quita. ¡Bah! Nos
hubiéramos ido solos. El estigma no es un mérito nuestro, sino una
proyección suya.
Bajo del árbol, me arrastro sigilosamente entre las hierbas altas –
cuestión de seguir el juego- despacito hacia a la pareja. Quiero
estudiarlos de cerca. Al pasar junto a una planta de flores admirables
y perfumadas pero llena de espinas –qué metáfora magistral ha
imaginado para mirarse en ella- me asalta la vieja duda. Uno tiene su
dignidad, uno tiene su vanidad. Sin embargo sospecho con
frecuencia que ni siquiera mi acto libre de protesta, mi
autoafirmación como ser, realmente fue libre. El episodio era
191
también juego. Crear y destruir y crear de nuevo para volver a
destruir, bonita forma de entretenerse. El Dictador había calculado el
asunto: hacerme su mano derecha, subirme tan alto, concederme el
Conocimiento y aguardar, saborear la espera, aquello que no podía
suceder de otra forma. Luego la ofensa, las grandes palabras, la
tragedia –ama la tragedia- y desbaratarlo todo en un clímax de gozo,
alivio de tanta rutina y manso aburrimiento. De paso señalar al
enemigo, un ejemplo de lo que el Dictador no es ni deben ser los que
le sigan, el blanco es más blanco frente al negro. No hay otros
colores, para él su mundo -sus mundos- se dividen invariablemente
en buenos y malos. Lo lleva dentro, son sus dos caras. Pero ahora
me tiene a mí de coartada, el ejecutor de los trabajos sucios. Me
desprecia y me necesita. Porque yo sé que sigo siendo su preferido, el
mejor adversario en los juegos. Lo admito, de a ratos incluso yo me
divierto, aunque tengamos ese mal perder.
Están juntos y no se tocan, ni siquiera con el pensamiento. Pasan las
nubes por el cielo. La mujer se levanta, estira perezosa su cuerpo
desnudo. Es agradable a la vista, de caderas redondas y cabellos
dorados como el sol poniente. El hombre la mira con una sonrisa
que no significa nada particular, de modo semejante mira las plantas
del jardín, los frutales, los animales, el cielo azul. Desconocen la
pasión, leche y miel corren por sus venas, sólo los guía el abandono a
una complacencia estéril, sin ambiciones ni horizontes. Conozco el
esquema. ¡Qué falta de originalidad! La mujer toma en brazos un
animal blando y el hombre lo nombra. La mujer señala algo que mi
punto de vista no alcanza y el hombre dice otra cosa. Pasan las nubes
por el cielo. La mujer recoge flores y se adorna los cabellos, canta
como las aves cantan, el hombre trae frutos. Comen. Beben de los
cuatro ríos. Y luego nada. Pasan las nubes por el cielo. Hermoso
escenario, hermosa pantomima de la vida sin vida. Todo hermoso,
precario e inútil.
Pero ¡atención! Siento su voz acercándose desde el huerto. Mejor
será esconderse, una discreta retirada en zig-zag, por si acaso aún no
me descubrieron (me gusta engañarme). El Dictador entra en escena.
Imponente, tan paternal, tan sonrisa y barba blanca. ¡Clap, clap, clap!
Llega dispuesto a estrangularlos con el cordón umbilical. No puedo
escucharle porque justo ahora los guardianes caminan en torno mío
recitando puerilidades con su voz aflautada. Poco importa, adivino
su parlamento en los gestos histriónicos. El abrazo: ¿os encontráis
dichosos aquí, queridos míos, no gozáis de este fabuloso lugar? El
dedo admonitorio: esto se hace, esto no se hace. Y después el mismo
dedo señala mi escondrijo: no os juntéis con las malas compañías, o
algo por el estilo. Pronto recibiré visitas, fácil intuirlo. O quizás me
equivoque. A saber de qué pasta están hechos estos dos. Pero de
seguro los querrá poner a prueba; la prohibición carga implícita la
invitación.
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Pasan las nubes por el cielo, la monotonía plagiándose a sí misma
hasta la náusea. Estamos en un compás de espera y no seré yo quien
mueva la ficha. No. Me irrita la encerrona que ha preparado. Es
astuto. Es atroz. Sólo me deja dos opciones: traicionar mis principios
o provocar un daño. Y yo sí conozco la piedad. Cómo desearía no
haber venido, cuántas ganas de esfumarme, abandonar la partida
aunque igual se apunte el tanto. Tarde, ya mi natural me juega en
contra. El hombre, ser amaestrado, holgazanea junto al rumor de las
aguas. Ella, sin embargo, huele las flores, examina plantas y animales
con un interés donde se esconde otra cosa. Presiento en el artificio
de la mujer una esencia distinta, un prometedor indicio de sabiduría.
Bien puedo ver que se mueve en círculos pero piensa en línea recta.
No hablo por metáforas: sus paseos al azar dibujan una órbita, cada
día más cerrada, cuyo centro soy yo. Finalmente me habla y el acento
es dulce y halaga. Oídos sordos, mientras gano tiempo para resolver
el conflicto moral. La mujer pregunta, pide consejo con los ojos,
sonríe. Domina el arte de la seducción tanto como yo. Resulta
imposible no tenerle simpatía. Acaba por convencerme. Le entrego
el don, sí. Pese a todo merecen la oportunidad de no ser simples
marionetas. Entonces ella salta y hace gestos al hombre para que se
acerque. Viene sin ganas, parapetado tras su recelo.
-¿No es un fruto venenoso? ¿Estás segura Eva? – cuestiona el
hombre a la mujer con eco de reproche.
Ella me clava su mirada azul esperando le anime en lo que ya es su
determinación. Y repito:
-Ciertamente no moriréis. Es que Dios sabe que cuando comáis de
él vuestros ojos serán abiertos y seréis como Dios, conociendo el
Bien y el Mal.
Y no puedo evitar emocionarme un poco. Sentir alegría y también
tristeza por estas dos criaturas que ahora empiezan a vivir con
voluntad propia. Sobre quienes el castigo se cierne, pues en breve se
verán expulsados del sueño de otro, bajo lluvia de maldiciones
concebidas de antemano y amenazas, seguro así les duele más la
pérdida. Pobres huérfanos, que recordarán generación tras
generación hasta el fin de su raza los preceptos de un padre ausente,
con la esperanza de recibir el perdón, el retorno a su paraíso
quimérico y circunstancial.
Vana esperanza, porque el Dictador se habrá olvidado para siempre
de ellos y estará muy lejos, en otros mundos y otros juegos.