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EL ANTIFEMINISMO
DE PEREZ DE AYALA
Sara Suárez Solís
Pérez de Ayala parece hablar por boca de don Amaranto cuando afirma, en el prólogo de Belarmino y Apolonio, que «la mujer, advierte San Agustín, nisi mater,
instrumentum voluptatis; o vemos en ella a la madre, o nos rebajamos a tomarla como mero instrumento de voluptuosidad» (1). ¿Es esta actitud un resto de la misógina educación que, al parecer, impartían los jesuitas? ¿Es un reflejo, quizá subconsciente, de la carencia de cuidados maternales que, según dicen, padeció? (2). A estas dos posibles causas habrá que añadir otra más importante todavía: la influencia de una sociedad que marcaba fuertemente los roles de cada uno de los sexos y relegaba a la mujer a las funciones del hogar o a las del prostíbulo.
Porque no es casualidad, sin duda, que sean prostitutas las primeras mujeres que aparecen en la obra ayalina. Es el tipo más abundante en sus novelas. Así lo vemos iniciar su andadura literaria con «esas que Cervantes llamó mujeres cortesanas, o por otro nombre trabajadoras o enamoradas; a quienes los gacetilleros, con blando y amable eufemismo, dicen palomas torcaces, y el vulgo, mujeres, a secas, y por antonomasia» (3). También para Pérez de Ayala parecen ser las mujeres por antonomasia, a juzgar por la preponde-rancia de que gozan en su obra.
La alegre (¿realmente alegre?) caravana, formada por la Luqui, la Paya, Ramona, Remedios y Rosina, acompaña a los señoritos ociosos de Pilares, en Tinieblas en las cumbres, a contemplar el eclipse de sol en lo alto de Pajares. La burda tosquedad de estas mozas de burdel y de sus clientes queda retratada por la proxeneta Mariquita cuando, al ver desnuda a Rosina, lamenta que su belleza física sea un defecto para la profesión: «No creas que eso es lo que más gusta aquí. Son unos puercos. Ofréceles carne, mucha carne, y senos hasta las rodillas, y caderazas, y piernotas, y no te darás abasto a complacer a todos. Pero no entran, no entran por los cuerpos finos y las formas pequeñas» (4).
Solamente el protagonista, Alberto Díaz de Guzmán, mucho menos superficial y tosco que sus amigos, es el único capaz de compasión y de sentimientos delicados hacia aquellas desdichadas, sobre todo hacia la novata Rosina; pero conviene considerar la brutalidad y el desprecio con que los señoritos, especialmente Jiménez, tratan al ga-
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nado de las vulpejas. Las brutales y humillantes burlas de que las hacen víctimas hieren la sensibilidad más encallecida: la triste historia de la Brazuelo, contada como chiste de burdel (5), el gato lanzado contra el brazo de la Gardenia (6), o los sádicos episodios de la Paya recibiendo en pleno rostro un trozo de tortilla o empujada a perder el equilibrio, al bajar del tren, hasta que «cayó de medio lado sobre las piedras puntiagudas, aullando lastimosamente», mientras los señoritos se ríen a carcajadas de sus «amargos lamentos» (7), bastan para que meditemos sobre el grado de sensibilidad de tantos críticos y lectores que han considerado a Tinieblas en las cumbres una divertida, alegre, jocunda ·novela lupanaria. Puede que' merezca todos esos adjetivos para quienes consideren a las protagonistas, no personas humanas, sino ganado (así se las llama en la obra), única forma de no ver en la novela el componente sádico y machista que la configura. Y como ganado parece mirar también Pérez de Ayala a las meretrices, huríes o niñas (entre los varios nombres que se les adjudican) que pueblan sus relatos, sin que en ningún momento el escritor se cuestione el grave problema de la prostitución. Tanto él como su alter ego Alberto Díaz de Guzmán prefiere disertar, en el Coloquio superfluo con Yiddy, sobre la Vida, la Creación, el Alma, la Inmortalidad y otras sutilezas filosóficas, más importantes, al parecer, que la vidriosa situación a que se veían atadas sus «alegres» compañeras de excursión.
Ejemplo típico es la superficialidad con que está visto el descenso de Rosina a la categoría de prostituta, como la cosa más natural del mundo después de haber tenido una hija de soltera y haber huido de su casa «prefiriendo la muerte a la vergüenza» (8). Rosina, cuya descripción física cae en los tópicos líricos propios del autor cuando quiere idealizar a una mujer ( «tenía la dulcedumbre de las palomas duendas y la pompa humilde de los rosales silvestres. Su cabello era de un oro de miel, ensortijado y dócil; negros los ojos y de mucho brillo; las mejillas de fuego, atenuado tras un vapor de ámbar; gordezuelos los labios; los dientes unánimes, menudos, blanquísimos») (9) se entrega fácilmente a la tarea y pronto se compenetra con ella porque comprende que «el ejercicio rutinario de la prostitución era como coser a la máquina o embalar escabeche, aunque más pingüe» (10).
Realmente, este oficio es una constante en todos los relatos de Pérez de Ayala; se diría una obsesión o un leit-motiv que llega hasta una de las más interesantes novelas del autor, Belarmino y Apolonio, donde Angustias descenderá a la prostitución por motivos similares a los de Rosina, con quien tiene parecida trayectoria vital, aunque ninguna similitud espiritual: ambas recurren a la prostitución por necesidad extrema al verse marginadas de la familia tras una primera y única caída con el hombre amado, al que siempre añoran y al que terminan encontrando nuevamente. Por lo
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QAMON PEREZ DE AYALA
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NOVELA
Portada de Penagos.
Ilustración de Bartolozzi para «La triste Adriana».
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demás, sólo presentan diferencias: Angustias no llega nunca a prosperar en su vil oficio, se mantiene pasiva, sometida a un chulo, sin esperanzas ni ambiciones.
Las protagonistas de Troteras y danzaderas no dejan de ser, al menos en sus orígenes, prostitutas, ascendidas por méritos de su belleza o por algún pícaro arte. Pero hay un episodio donde la prostitución, por una vez, aparece vista desde un punto nuevo: Márgara pretende dedicarse a tan lucrativo oficio para llegar a prosperar como Rosina. A fin de hacerla desistir de su empeño, la llevan a contemplar varios lupanares madrileños donde la Opulencia, la Coral, la Leopolda y otras suripantas «ostentaban dolorosa estolidez y apenas si se les descubrían atisbos de racionalidad». Márgara, ante aquel «abyecto concurso de mujeres perdidas sin remisión» (11) reacciona pasándose al otro extremo: ingresa monja. Para las protagonistas de Pérez de Ayala no hay términos medios.
El monjío es, precisamente, uno de los estados ideales de la mujer, en Pérez de Ayala: aquel a que tiene que entregarse toda protagonista que no puede realizar en la vida su única aspiración posible, que es, desde luego, la maternidad, de acuerdo, sin duda, con el principio de San Agustín ya citado. Es el estado que adopta, por ejemplo, la desdichada Felicita, al final de Belarmino y Apolonio, tras la muerte de su amado. Pero tiene que ser un monjío sucedáneo de la maternidad malograda, es decir, entregado al cuidado del prójimo; en el caso de Felicita, ese prójimo son los ancianos del asilo.
Sucedáneo de maternidad también es la condición de tía, nodriza, criada vieja, etc., que son personajes típicos y tópicos muy repetidos en la obra de Pérez de Ayala, aunque nunca como protagonistas, sino en la misma posición secundaria que les asignó la vida. Todos ellos funcionan como sustitutos de la madre.
Porque, claro está, para el autor la mujer auténtica sólo se completa y perfecciona con el hijo. Simona, en Los trabajos de Urbano y Simona, concluye su historia con el anuncio del embarazo. Otro tanto le ocurre a la Herminia de Tigre Juan con el nacimiento de su hijo. A Rosina le salva su amor maternal. Son madres jóvenes, puras o impuras, eso no importa, porque están purificadas por el hijo santificador. Cumplen el ideal de don Leoncio, padre de Urbano, que profesaba «el culto de idolatría por la Madre, en abstracto; por todas las madres» (12).
Pérez de Ayala, contradictorio siempre, también parece sustentar esta idolatría, pero sólo por las madres jóvenes de niños pequeños, porque, en cambio, las madres maduras de sus protagonistas son odiosas e insoportables; parecen la encarnación de la tópica suegra. Prototipo de ellas es la madre de Urbano, doña Micaela, «acecinada, aplastado el seno por un justillo de dril, vestida de negro, parecía la efigie de un viernes de cua-
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resma» (13). Estas madres son dominantes, dogmáticas, obstinadas, gobiernan la acción desde la sombra. Suelen reflejar en los hijos sus frustraciones para lograr, a través de él, lo que ellas no consiguieron. Así, doña Micaela pretende que su hijo Urbano vaya al matrimonio totalmente ignorante, porque «yo lo sabía todo a los ocho años; mi hijo se casará sin saber nada, puro como un ángel» (14).
La madre de Verónica, en Troleras y danzaderas, «de pergeño embrujado, acecinada, aguileña, sin dientes y con largas uñas, era repulsiva» (15) y pertenece al grupo de madres que alcahuetan la prostitución de las hijas, figuras también frecuentes en la obra del autor. Otro tipo similar lo hallamos ya en la doña Consuelo de La pata de la raposa, madre de Toñita, que «daba la impresión de un águila enjaulada, consumida por el tedio, e infundía a las gentes una gran inquietud» (16).
Recuérdese que, en las primeras novelas, Alberto Díaz de Guzmán es huérlano de madre, y que tampoco aparece la figura de la madre en las novelas poemáticas. En Tigre Juan son huérlanos los principales protagonistas: Herminia, Colás, Carmina. También lo son Pedro y Angustias en Belarmino y Apolonio. Solamente en Luna de miel, luna de hiel hallaremos madres que no sean sólo personajes secundarios, sino que tengan relieve: son las madres respectivas de Urbano y Simona, pero, si la una es figura antipática por déspota, la otra lo es por frívola.
Está visto que las funciones de madre, en la obra de Pérez de Ayala, o la ejercen los padres (¡con cuánta maternal ternura atienden a sus hijos Belarmino y Tigre Juan!), o corren a cargo de figuras mercenarias o subsidiarias: tías, criadas, amas· de cría, fondistas, vecinas ... ; pero los huérfanos llevan siempre, en su tristeza, en su desamparo, la huella del vacío sufrido.
Dentro del grupo de estas madres subsidiarias, quizá no haya personaje menos simpático que el de la duquesa de Berlarmino y Apolonio, en su función maternal hacia el huérlano Pedrito. No faltan eminentes críticos que la consideran el personaje más humano y real de la novela. El más real, no sé; pero el más antipático, sin duda. Su marido y su hijo quedan en la sombra; es ella la que se alza, señera y poderosa, dominando la acción y disponiendo de los que la rodean como peones o siervos, llena de buenas intenciones y pésimos resultados, por su incapacidad para tener en cuenta los sentimientos ajenos. Esta Beatriz de Valdedulla es, a la vez, hombruna y femenina, campechana y aristocrática, déspota y maternal, calculadora y afectiva. Su retrato lo hace don Guillén (Pedrito) cuando la presenta paternalista y «celosa de la jerarquía» en el capítulo IV, con la nota desagradable que va a manchar al personaje: «El orgullo de casta, aunque envuelto en blandas maneras, era el único ángulo rígido de su carácter, y por ese lado llegaba en ocasiones a extremos de dureza e insensibilidad, inconscientemente, y, por
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lo tanto, sin remordimiento» (17). Recuérdese la « bochornosa operación» a que somete habitualmente al magistrado don Hermenegildo, en el capítulo IV, así como sus maliciosas burlas sobre Apolonio. Hay en ella, sin duda, muchas reminiscencias de los duques del Quijote. Su despotismo culmina en el modo de disponer el porvenir de Pedrito y Angustias, con absoluto desprecio hacia los sentimientos de los dos jóvenes amantes y mayor aún hacía el dolor y la vergüenza de Angustias, cuya pérdida jamás parece pesar sobre su conciencia. Hay en ella algo de nietzcheano en su desdén a los débiles, a las virtudes más estimadas
' por la sociedad cristiana de la época (la virginidad de Angustias, por ejemplo) en su ansia de poder y dominio para Pedro, al que dice amar como a un hijo. Cuales sean los métodos de acceso a ese poder no le importa poco ni mucho. Como una parodia del superhombre, Pérez de Ayala parece haber intentado algo así como una antipática supermujer.
Dejando aparte algunas figuras inclasificables, secundarias, como la bobalicona señora Neira de Belarmino y Apolonio o algunas arpías como Xantipa (estériles ambas, naturalmente), entramos en el grupo más antifeminista de Pérez de Ayala: las mujeres idealizadas. Porque antifemenino es pretender que la mujer no sea mujer, sino ángel, que supere sus propias posibilidades de ser humano de carne y hueso, que responda a un canon ideal creado en la mente del hombre al margen de la realidad, juzgarla de acuerdo con ese canon, al que ha de someterse de grado o por fuerza sin que los hombres se hayan preguntado nunca si está de
· acuerdo con asumir tanta perlección como ellossuponen que debe poseer. Es contradictorio quesiempre se haya aceptado, como un dogma, que lamujer es inferior al hombre, pero, también comoun dogma, se haya dado por sentado que ese serinferior ha de poseer virtudes y cualidades muysuperiores a las que el hombre se exige a símismo. Y para juzgar el antifeminismo de Pérezde Ayala hemos de tener en cuenta también lainfluencia que ejerció sobre él la educación religiosa recibida de una Iglesia Católica que hapuesto de modelo para todas las desdichadas hijasde Eva nada menos que a una Virgen-Madre deDios ensalzada hasta los cuernos de la luna. Setrata de colocar el listón tan alto que nadie puedasaltarlo; bonita forma de condenar al fracaso a lascorredoras. De ahí las frustraciones, el masoquismo, el complejo de culpa, las neurosis de lasmujeres ayalinas (y de las demás, muchas veces) aquienes tanto se exige sin que la naturaleza ni lasociedad les concedan medios para lograrlo. Todoesto se refleja en Pérez de Ayala al inventar suspersonajes femeninos, que responden plenamentea los ideales del antifeminismo católico que impregna toda su obra.
Dentro de este grupo de mujeres idealizadas, laprimera, cronológicamente, quizá sea Josefina, lanovia de Alberto en La pata de la raposa, descrita
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con los típicos rasgos ideales que corresponden a un ángel encarnado en mujer: «La serenidad clásica de sus líneas, el sosiego de sus grandes ojos, la sonrisa apenas esbozada y el decoro de su expresión» (18) no nos dicen gran cosa sobre su aspecto. Sus palabras al novio («Sin ti, ¿para qué quiero vivir? Mira, si no me hubieras querido, te juro que me hubiera hecho monja») (19) nos revelan lo monolítico de sus sentimientos, y su extremada pureza angelical se manifiesta en sus labios ante el beso de Alberto: «Duros, tersos, fríos, húmedos, castos» (20). Alberto se despide de ella con una iljLa más admirable y pura de las mujeres!» (21);como Tigre Juan piensa de doña Iluminada: «Mi madre, la madre de Dios y ella son las únicas mujeres de que hago cuenta» (22). Pero, por si acaso, los dos escapan de tanta perfección.
Al final, Josefina, abandonada por Alberto, ni siquiera se va monja. Simplemente, se muere. Es mujer de un solo hombre y de un solo norte en su vida, como Rosina, como Angustias, como Iluminada, como Felicita ... Para ellas no hay más horizonte.
Su antítesis es Meg, la inglesa de La pata de la raposa, que sabe envolver a Alberto en «caricias y besos, complicados y sapientes», que no son sólo para él. Pero Meg es extranjera, y sus moda-
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les no aparecen nunca atribuidos a españolas decentes en las novelas de Pérez de Ayala.
En Luz de domingo, Balbina, «tórtola del Señor», que es «como una azucena», tiene algo de común con Angustias e incluso Rosina: sentirse culpable, sucia y deshonrada por la pérdida de su virginidad. En estas mujeres ayalinas domina la ideología impuesta por siglos: la mujer sufrirá las violaciones, los abusos, la prostitución, y, encima, deberá considerarse culpable, porque ha sido educada para padecer el complejo de culpa, ya que su obligación de mujer cristiana es perder la vida antes que la honestidad. De aquí, la autoacusación y el masoquismo de estas protagonistas. ¿Qué más masoquismo que el de Herminia cuando le dice a su marido Tigre Juan, aquello de «El sufrir se convirtió en una necesidad para mi alma. Me gozaba en mi tormento; lo paladeaba como un elixir de dicha, porque sufriendo por ti empezaba a merecerte. Mi pesar era mi ídolo. Pero no me dejaste sufrir lo bastante. Tengo hambre de ser humillada por ti. Enamórate, Juan, de otra mujer ... Sufriré por ti ... y mi felicidad será colmada. ¡ Humíllame, Juan; hazme sufrir!» (23).
Muy pocas variedades más presentan las mujeres de Pérez de Ayala. En todas sus obras son personajes marginales, pasivos, callados; las que intervienen activamente (la duquesa, Xantipa, doña Micaela ... ) más valdría que se estuvieran quietas, porque tienen la virtud de estropear todo lo que tocan. No, la bonita función de la mujer en la vida, para Pérez de Ayala, está en la dulzura, el sometimiento, la docilidad, la resignación, y, desde luego, la Maternidad, por la que se glorifican. Si no cumplen estos requisitos establecidos, sólo merecen la burla y los golpes de los hombres.
Pérez de Ayala, que tanto y tan finamente pensó y meditó acerca de problemas de la sociedad española (que trató, por ejemplo, de fustigar el donjuanismo en su Tigre Juan), ¿cómo pudo ser tan indiferente ante la situación de la mujer de su tiempo, y de todos los tiempos? ¿Influyó su relación con su madre?, ¿su matrimonio con una extranjera?, ¿su educación en un colegio de religiosos sólo para hombres? El hecho está ahí, pero las causas parecen difíciles de desentrañar. Le preocuparon todos los problemas que afectaran a los hombres, a la sociedad, a las naciones, pero esa mitad de la humanidad que son las mujeres nunca merecieron una revisión. Sin duda, para eél fueron el segundo sexo, marginal y al servicio del primero y sólo el primero me-recía reforma y progreso.
(1) Tomo IV. 15. Para todas las citas, sigo la edición de Obras Completas de Aguilar.
(2) Miguel Pérez Ferrero, «Ramón Pérez de Ayala», Guadarrama, 1973. Pág. 15.
(3) 1, 12. (4) 1, 104. (5) 1, 21. (6) 1, 20. (7) 1, 120. (8) 1, 82.(9) 1, 26. (10) 1, 97. (11) 1, 778. (12) IV, 231. (13) IV, 253. (14)IV, 387. (15) 1, 553. (16) 1, 308. (17) IV, 79. (18) 1, 281. (19) 1,299. (20) 1, 302. (21) 1, 324. (22) IV, 561. (23) IV, 782.
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