El desastre: asuntos yucatecos, la obra revolucionaria ... . Rosado Vega, Luis, 1876-1958.
EL DESASTRE
ASUNTOS YUCATECOS
LA OBRA REVOLUCIONARIA DEL
GENERAL SALVADOR ALVARADO
HABANA
IMPRENTA IEI. SIGLO XX»
DE LA
SOCIEDAD EDITORIAL CUBA CONTEMPORÁNEA
TENIENTE REY, 27
1919
"...la decepción que ha sufrido la Nación
al ver nuestra incapacidad para satisfacer sus
necesidades, faltando a las promesas que hizo
la revolución, y al comprobar la falta de leal-
tad y nobleza de muchos revolucionarios para
con ella. La falta de fe y de confianza en loa
revolucionarios y en lo que de ellos ha emana-
do se debe a que el país no ha podido certifi-
car hasta hoy sino la parte destructora de la
Revolución, pues de ella todavía no hemos mos-
trado el aspecto evolutivo, de reconstrucción,
de estudio, de desprendimiento y de sacrificio."
'' Las revoluciones que no satisfacen las ne-
cesidades generales que les dan vida, son una
maldición para los pueblos; destruir es muy
sencillo, pues cualquiera está en aptitud de di-
namitar un tren, talar arboledas o destruir un
sembrado. En cambio para construir o reedifi-
car se requieren conocimientos y virtudes de
que para desgracia del país y para vergüenza
nuestra nos hemos mostrado tan ayunos."
Fragmentos de una CARTA ABIERTA del
Gral. Salvador Alvarado, publicada con fecha
13 de agosto de este año en "El Heraldo de
México".
A LA LIGA DE ACCIÓN SOCIAL
Dedicamos este libro a la Liga de Acción Social de
Yucatán. Esta corporación que ha sido uno de los mejores
exponentes de cultura en nuestra tierra, estuvo con heroi-
co empeño allá en pasados años de mayor tranquilidad,
laborando en pro de sus laudables propósitos, y aun llegó
a realizar algunos trabajos de no escasa importancia den-
tro de cierto orden de ideas.
Sinembargo, no dió de sí todo lo que pudo y debió ha-
ber dado. Y juzgamos que fué así, en primer lugar por la
sorda indiferencia con que nuestros públicos miran y re-
ciben empeños de esa naturaleza, empeños, como indica el
nombre de aquel mismo organismo, tendentes a procurar
el mayor y mejor desenvolvimiento social dentro de los
nuevos campos que día a día va abonando la civilización
mediante el natural conducto de las ideas, cada vez más
emancipadas, de los hombres. En segundo lugar, y valga
la franqueza en gracia de la buena intención que lleva de
señalar un error propendiendo a corregirlo, por lo limi-
tado del cenáculo en que tomó forma corporal aquella be-
nemérita sociedad, lo que necesariamente llegó a restarle
la elasticidad tan útil y a veces hasta indispensable a
agrupaciones de la índole de la que nos ocupa, cual es la
de esparcir en la forma más amplia posible, en todas las
formas posibles de amplitud, el beneficio de sus esfuer-
zos, por lo que a la postre llegó a asumir el carácter de-
masiado serio y recogido de una Academia.
Tenemos entendido que si existe actualmente ya no
labora, lo cual es de deplorarse hoy más que nunca. Por-
que nunca como hoy se deja sentir en nuestra tierra la
necesidad de una organización semejante, pero en comple-
ta y proficua actividad, para enfrentarse a la desorienta-
ción, indecisión, nerviosidad y temor que caracterizan la
hora presente, manifestándose en los problemas que hoy
conturban a Yucatán, y cuya naturaleza encaja precisa-
mente en el espíritu de la Liga.
Enfrentarse a ellos valientemente, con toda decisión,
estudiarlos con afán, discutirlos con la amplitud de cri-
terio y de corazón que es de suponerse en nuestros hom-
bres más cultos e ilustrados, y dispersar todo lo más posible
los conocimientos y las conclusiones que de dichos estudios
logre, es la misión que debe avocarse. Más aun; está obli-
gada a ello, tiene esa deuda contraída consigo misma y
con la sociedad. Esa obligación es ineludible, y lo fué
desde que anunció su aparición y publicó sus propósitos
como factor que venía a tomar parte principalísima en la
vida social yucateca para empujarla a mayor progreso;
y lo ha seguido siendo por cuanto si bien en receso, por
decir así, desde hace algún tiempo, por fortuna no ha des-
aparecido; y sobre todo, porque hoy hace más falta su
acción, so pena si ha de permanecer en el silencio, de que
se diga, y harta razón tendría ese decir, que abandonó el
campo al empeñarse la batalla.
Si en años anteriores la existencia de la Liga de Acción
Social respondía gallardamente al progreso cultural de
nuestra tierra, honrando con el sólo hecho de su existen-
cia el suelo natal, en la actualidad su actuación es, a nues-
tro modo de ver, de tal manera necesaria, que si no exis-
tiera debería creársela, ya que nunca como en estos mo-
mentos la capacidad intelectual de Yucatán está llamada
urgentemente a ejercer influencia y servir de fanal en me-
dio del desorden de ideas y tendencias que pueden condu-
cir a nuestra tierra por caminos extraviados.
Entendemos que la Liga de Acción Social abrió en su
vida el paréntesis dentro del cual sigue silenciosa toda-
vía, compelida por las circunstancias, por el ambiente casi
bárbaro que pesó sobre Yucatán durante el período en que
gimió bajo la bota despótica del Gral. Salvador Alvarado...
Ciertamente una atmósfera así, de brutal pretorianismo,
en la que el sable lo recorre todo resonando estrepitosa-
mente sobre todas las cosas, no es propicia a las nobles
lides del pensamiento y de la pluma, cuyas batallas no se
libran contra el pecho de las enemigos, sino buscando su
conciencia para esclarecerla.
Todo esto puede exculpar el retraimiento de la Liga.
Pero actualmente aquella atmósfera, aquel nublado espe-
so y obscuro ha ido como desvaneciéndose, como replegán-
dose, como volviendo al abismo de su ser, dejando al re-
tirarse las vicisitudes e incertidumbres que hoy entorpecen
el camino, no de otro modo como cuando al retirarse el mar
después de una borrasca, deja al descubierto la playa, pero
después de haber amontonado en ella las vegetaciones ex-
trañas que arrancara de su seno al encresparse.
Cumple, pues^ a la Liga vindicar su puesto en la so-
ciedad yucateca. Y si de nuevo, como desgraciadamente
no es difícil que ocurra, la indiferencia o la hostilidad la
circundan, no debe importarle... Habrá que hacer como
si se comenzara; habrá que hacer como si se tuviera en-
tendido que todavía no hay ganado ni un palmo de terre-
no. Si así sucediera ello querrá decir que es más nece-
saria su labor y que está más obligada a ella... A veces
esa es la misión del pensamiento. Volver a empezar desde
el principio... Golpear, golpear siempre, hasta conseguir
que en el muro se abra la brecha...
Hace algunos meses pasamos algunos días de inolvida-
ble recuerdo en nuestra tierra. Pero el amor a ella, y la
alegría insuperable de sentirnos entre los nuestros no en-
eegueció nuestros ojos. A través de ese amor, acaso por lo
mismo que es muy grande, y a través de esa alegría in-
mensa, sentimos la punzadora impresión de que Yucatán
está como abandonado en el laberinto de una selva, y de
que más que nada ha perdido el sentido de la orienta-
ción. Los mismos síntomas de relajamiento que a nadie
pueden pasar inadvertidos y que fué lo más lamentable
que pudimos observar, no son sino producto de eso. Ello
es natural que hubiera ocurrido así, después de aquel tiem-
po en que se le pervirtió y estragó moral y socialmente,
como nunca lo fuera. Hoy, arrojado en un camino de ta-
lud, no tiene donde asirse. Resbalar es fácil, y las caídas
no son más que consecuencias indispensables. Todo indi-
ca, pues, la suma falta de una vigorosa acción social, y
nadie con más derecho a ejercerla supuestos sus antece-
dentes, y nadie con más obligación de echarse esa carga
encima, supuestos los fines para que fué creada, que la
Liga de Acción Social.
Obra urgente y obra de patriotismo es la que estamos
sugiriendo, y si bien es sumamente ardua, no es imposi-
ble desde el punto de vista, sobre todo, de la buena vo-
luntad de las componentes de aquella asociación, y espe-
cialmente la de su Presidente el Lie. Gonzalo Cámara,
quien desde esa nuestra visita nos exponía sus viejos pero
siempre inmarcesibles entusiasmos, por emprender de nue-
vo la jornada.
Por otra parte como además de las consideraciones que
se refieren con especialidad a Yucatán, sugeridas por sus
problemas meramente interiores, otras de este libro deri-
van de modalidades de mayor extensión, fuerza es tener
presente esto también como un nuevo estímulo al esfuerzo
que proponemos. Estamos en una hora inequívocamente
histórica, en la que cada quien debe tomar el puesto que le
corresponda, o sea aquel para el cual se sienta llamado.
No es lícito sustraerse a este deber. La humanidad cami-
na, es indiscutible, aunque dando tumbos que a veces la
hacen detenerse y hasta retroceder a veces. Permanecer
estacionario no es ni siquiera quedarse sentado a la vera
del camino, es algo peor dentro del concepto de la civiliza-
ción ; es regresar...
Una transformación social se avecina, o por lo menos
parece avecinarse. ¿Será eficiente esa transformación pa-
ra hacer surgir la nueva humanidad que se anhela tan-
to?... ¿no será más que nada superficial y aparente?...
Sería aventurado predecir nada. Lo cierto es que los tiem-
pos actuales se presentan con síntomas que no dan lugar
a duda respecto a que hay una profunda remoción en
las bases fundamentales de la sociedad. Y es justo y es
hasta necesario que así sea. Los viejos moldes ya están
cansados, resquebrajados y casi hasta inservibles. Las as-
piraciones son otras y otras por consiguiente las esperan-
zas. En materia social puede decirse que la humanidad se
ha venido alimentando de su propio cadáver. Esto no im-
porta porque de esa misma descomposición orgánica sur-
girá el nuevo ser, así al menos debe ocurrir, el nuevo es-
píritu, obedeciendo a la Ley inmortal de la transformación
que genera la vida en el mismo crisol que la muerte...
Al comenzar el siglo XX no ha habido más remedio
que confesar el estridente fracaso de los principales va-
lores que sustentaban a la sociedad humana. Dentro del
orden político porque la libertad sigue siendo una cumbre
inaccesible, a pesar de los esfuerzos en que se agota el
hombre por ascender hasta ella. En el orden social por-
que el desequilibrio, si bien necesario hasta cierto punto,
ya es tan grande, tan sensible, sobrepasó tanto a como de-
biera ser, como no lo estuviera nunca, con características
de suma injusticia, de sumo egoísmo por un lado, y de
suma angustia por el otro. Dentro del orden religioso,
porque no ha bastado ninguna de las religiones a las que
férvidamente se ha abrazado el mundo, a contener la pa-
sión brutal del hombre contra el hombre; porque no han
bastado a encadenar a la fiera humana, pronta siempre a
romper las barreras de su dorada civilización, para saltar
jadeante y enloquecida cada vez que haya oportunidad
para ello, oportunidad que siempre se procura, infamando
la Historia con guerras de exterminio y desalación, ins-
piradas invariablemente en el más bajo de los apetitos, la
ambición; porque no han logrado, en fin, hacer al hombre
hermano del hombre, sino que sigue siendo su propio lobo.
Dentro del orden económico porque éste no ha sabido sino
fundar dos castas, una que es la Miseria y otra que es la
Abundancia, y que echadas en el platillo de la balanza,
baja el primero con peso tal que da en el fango, y el otro
sube con tan ligeras alas que da en el cielo... Y entre-
tanto en el fiel de la balanza el odio como un trágico ín-
dice señala las diferencias... Y consecuente con todo es-
to, dentro del orden moral un fracaso también y también
muy grande.
El mundo ha venido sustentándose sobre una montaña
de esas mentiras convencionales de que habla Max Nordau;
y las cuales acaso hubo un momento en la Historia en que
aunque mentiras, tuvieron su razón de ser y fueron quizá
hasta necesarias... Pero el Tiempo marcha... la monta-
ña va cediendo, debe ceder, es natural que ceda bajo el
peso cada vez más agobiante de la humanidad y de sus
siempre renovados anhelos, y sus necesidades siempre re-
novadas. Cuidemos que cuando ceda no nos aplaste bajo
sus escombros.
Y aquí de los hombres de fuerte corazón y mentalidad
emancipada. Cumple a ellos preparar el camino, desabro-
jarlo, levantar a los caídos, azuzar a los rezagados, con-
vencer a los remisos. Ponerse al frente de la caravana y
marchar hacia los nuevos horizontes.
En Yucatán hay muchos viejos prejuicios que urge ir
abatiendo, aunque poco a poco. Todavía, es claro, hay
ideas ídolos, hay fetichismos, hay dogales, hay sueños de
regresión, tanto más explicable todo esto cuanto que siem-
pre ha estado bajo el yugo de dictaduras en todo orden de
ideas, en todo. Aventar esos prejuicios, abatir esas ideas
ídolos, descabezar esos fetichismos, enfrentarse a todas las
dictaduras, entiéndase bien, a todas, aunque todos esos
prejuicios, esos ídolos, esos fetichismos, esas dictaduras se
nos vinieran encima en forma de vituperios o de calumnias
o hasta de odios, es la labor histórica de este momento...
Y ningún organismo más adecuado para ella por medio
de una labor tesonera que la Liga de Acción Social.
Se ha entendido muy erróneamente que la mayor exte-
riorización de valor cívico es esgrimir la pluma contra los
gobiernos y los mandatarios. Parécenos gran error, ya que
los gobiernos no son más que una simple modalidad so-
cial, perfectamente sintetizada en el conocido proverbio
de que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen...
Nosotros entendemos que lo que urge atacar son los vie-
jos vicios sociales, obra para la cual se necesita mucho más
valor y más abnegación que para la otra, y obra mucho
más meritoria, más laudable, más profunda, más patrió-
tica y la única verdadera.
Al dedicar este libro a la Liga de Acción Social y ha-
cerlo en los términos en que lo venimos haciendo, pudiera
creerse que los temas que aquí vamos a tratar responden
a los tópicos más en boga hoy en todo el mundo o sea a
las cuestiones políticas y sociales en general. No es así, o
por lo menos no es así en su mayor parte.
Nuestra idea fundamental está vinculada únicamente
a la situación yucateca desde el punto de vista del desas-
tre que nuestra tierra ha sufrido en varios conceptos. Así,
pues, al pretender estudiar esa situación, muchos de sus
rasgos, por fuerza de su misma característica enteramente
local, se escapan del plano de esos principios generales que
hoy se debaten en todas partes. Pero como a pesar de esto
varios de los puntos aquí cuestionados, no pueden dejar de
estar relacionados con esos otros principios de carácter
universal, como la cuestión socialista, por ejemplo, por
eso, decimos, nos hemos detenido un punto a hacer las
consideraciones que anteceden.
Y es que si bien la situación creada en Yucatán lo fué
por concepciones falsas, descabelladas, mal digeridas y mal
dirigidas, y muchas veces por la malicia desarrollada den-
tro de hechos de violencia innecesaria, estribando en todo
esto la verdadera fuente originaria de tal mísera situación,
no por eso en algunos de sus aspectos, por lo menos, deje de
estar influída en algo por el espíritu que actualmente do-
mina y apasiona a todo el mundo; espíritu de franca re-
volución, pero sin plan fijo todavía, o no bien determi-
nado, y en nuestro caso como en otros muchos, influencia-
do por el contagio que viene del exterior.
Es claro que si manos más expertas o siquiera menos
incapaces hubieran guiado nuestra nave en estos últimos
tiempos, siempre Yucatán no presentaría la apariencia
tranquilizadora de una linfa sosegada, pues en algo tenía
que repercutir en nuestro suelo como seguramente reper-
cute hasta en el pueblo más ínfimo del planeta, la vibra-
ción acelerada de la hora actual. Pero también es claro
que nuestra situación por más intranquila y nerviosa que
fuera sería distinta. Esa intranquilidad reinante se hu-
biera traducido entre nosotros en forma de menos pesa-
dumbre, de menos temor, de menos desesperación, y nun-
ca sobre todo, en la forma de ruina y abatimiento así mo-
ral como material, que hoy pesa sobre nuestra tierra, for-
ma que no era necesaria para acordar desde nuestro medio
la pulsación de Yucatán con la pulsación universal. A
veces, en efecto, no ha parecido nuestra tierra estar den-
tro de los temblores de una transformación, sino dentro de
los temblores de una agonía.
Esa fué la innoble tarea de los que rigieron a Yucatán
en los años últimos. Se aprovecharon, explotándolo en be-
neficio de sus propósitos personales, turbios y ajenos al
mejoramiento comunal, del momento histórico en que el
mundo trastabillea en su afán de buscarse un equilibrio
en la Justicia y en la Libertad, para sobre la infirmeza de
ese mismo instante, echar sobre nuestra tierra, no funda-
mentos de justicia y libertad, sino todo lo contrario, esto
es, gérmenes de disolución, elementos de torpeza, de ma-
nera que unidos ambos extremos, la hora presente natu-
ralmente inquieta, y el explotarla para arrastrar a Yuca-
tán cruelmente por descarriados caminos, el derrumba-
miento, el desastre eran inevitables... Por eso la labor
de quienes tal hicieron fué abusiva y execrable.
Sucedió que en el momento más difícil, en el momento
en que más necesitan los pueblos de verdaderos conducto-
res, de hombres fanales, que los conduzcan y los iluminen,
no tuvimos sino la Incapacidad y la Malicia como únicos
elementos guiadores, esto es, elementos que usurparon el
puesto que reclamaban conciencias mejor alumbradas, más
honrados corazones y brazos más capacitados.
Pues por lo mismo toca a los hombres de buena vo-
luntad, a organizaciones de la índole de la Liga de Acción
Social, salir al encuentro de esta hora que es solemne,
máxime si se tiene en cuenta que en Yucatán esperan el
estudio y el consejo de los hombres aptos, no sólo nuestros
problemas genuinamente locales, sí que también y en la
parte que nos corresponden, aquellos otros de carácter ge-
neral, sensiblemente desnaturalizados en nuestra tierra en
virtud de las circunstancias que por desgracia concurrie-
ron a desnaturalizarlos, y por la ineptitud y maldad de
los hombres a cuyo cargo estuvo el dirigirlos y el adaptar-
los a nuestro medio.
En el caso de esos problemas hoy universales está la
cuestión socialista, tratada aquí cómo creemos que puede y
debe ser en nuestro ambiente; y en el caso de esos otros
problemas de índole local está la cuestión indígena. Am-
bos puntos los ventilamos en estas páginas con nuestras
muy escasas fuerzas, y desde luego más escasa competen-
cia, pero asesorados por una innegable buena voluntad, y
los ventilamos apenas superficialmente, y más bien con el
propósito de examinarlos en. relación con la obra alvara-
dista.
Esos dos tópicos son los que cuadran tan ajustada-
mente al carácter de la Liga, que nos causa extrañeza que
actualmente no los debata, y que no hayan conseguido ser-
virle de acicate para volver briosamente a la palestra.
Además ya de antaño realizó esa corporación alguno»
muy laudables trabajos en tal sentido, sobre todo en lo
que se refiere a la cuestión indígena, y aunque infruc-
tuosos por las razones que más adelante haremos ver, ¿ por
qué detenerse cuando ya se había emprendido el cami-
no?... ¿por qué romper el hilo que pudiera conducirnos
a la salida del laberinto?.. No podría fundarse en la rea-
lización de esos trabajos de antaño una absolución a la
actual quietud de la Liga, diciendo que ya hizo lo que
debió hacer, en primer lugar porque poco o nada se ha
conseguido todavía, y en segundo lugar porque hoy más
que antes es cuando esos problemas se han presentado en
su mayor amplitud y en su mayor efervescencia.
Ojalá, pues, que nuestra voz conminatoria tenga el don
de llegar a los oídos de la Liga de Acción Social y tocán-
dola en las fibras más sensibles, la lleve a arrogarse el
papel trascendental y bellamente histórico de aquella que
fué en Yucatán la inolvidable agrupación sanjuanista, a-
través de la cual como a través de un puente bien cimen-
tado, pasó nuestra tierra de un estado político a otro, de-
jando en nuestra historia huellas indelebles sobre las cua-
les desearíamos ver caminar a nuestros hombres más ca-
paces de hoy... Ojalá, decimos, que llegue nuestra voz a
la Liga y que en llegando vuelva al stadium, pero dentro
de un ambiente más amplio, más democrático, como re-
quieren los tiempos actuales, abriendo de par en par sus
puertas a todos los hombres bien dispuestos a ayudar en
la obra de orientación que debe ser su característica, sin
exclusión alguna doctrinaria ni dogmática, de modo que
venga a ser lugar en que se discutan todos los pensamien-
tos, todas las doctrinas, todas las tendencias, bajo una égi-
da : la del alma yucateca.
A MODO DE VANGUARDIA
Este libro no viene a hacer precisamente la historia
de lo que ha ocurrido en Yucatán durante estos últimos
años. Hacemos desde luego la aclaración por cuanto que
pudiera pensarse que tal ha sido nuestro propósito, habida
cuenta de que hay quienes saben que tenemos emprendido
un modesto ensayo histórico sobre nuestra tierra. No; eso
para un poco más tarde, cuando con un más completo aco-
pio de datos y un poco más lejos de la hora histórica para
más discreción, puedan las referencias sobre hechos, per-
sonas y circunstancias ascender inmutablemente a la Ver-
dad definitiva.
Aquí no haremos, en suma, más que repasar muy li-
geramente, a flor de labio apenas, ciertas generalidades,
ciertos hechos que más de relieve se han impuesto en la
vida pública de Yucatán en estos últimos tiempos y que
levantados primero por manos indoctas o victimarias co-
mo banderas de victoria, han caído luego como paños fú-
nebres sobre un cadáver.
Si damos desde luego a la publicidad este trabajo es
primero por el deseo de hacer ese repaso como ya expre-
samos, y después porque de todos modos la situación de
nuestra tierra tiende a ser objeto de alguna modifica-
ción, muy lenta seguramente, pero que se presiente. Sa-
limos del primer acto de nuestro drama, estamos en el se-
gundo todavía, y quizá haya un tercero, y está bien el ir
epilogando tales actos.
No tenemos la absurda pretensión de ser infalibles. No
tenemos, afortunadamente, nada de dioses, papel que de-
be ser muy aburrido en eso de hacer de jueces inapelables.
No venimos a pontificar, venimos a decir apenas. No tene-
mos la creencia de ser inteligentes, y ni siquiera la de
que vamos a decir algo nuevo. Los tópicos aquí tratados
ya fueron muchos de ellos manoseados sobradamente. Lo
único que hacemos dentro de nuestra muy modesta con-
dición humana, susceptible al error y hasta a todos los
errores, es recoger en estas páginas una impresión perso-
nal muy nuestra. No tenemos, pues, pretensión alguna
fuera de la que nos asiste para que se nos crea imparcia-
les. No tenemos más que ese derecho, pero eso sí, por lo
mismo que es el único lo reclamamos desde luego y si es
preciso lo exigimos como se exige una cosa cuya posesión
es indiscutible.
Desde nuestra lejana Tebaida, como desde un tablado
muy alto, hemos presenciado el drama y la comedia. Cuan-
do lo primero con un gran dolor en el alma como si la
golpearan cien martillos. Cuando lo segundo con un gesto
de compasión o de ironía, pero sintiendo siempre un sa-
bor muy amargo entre los labios, por cuanto que drama o
comedia, todo ha contribuído a llevar a nuestra tierra has-
ta la piedra de los sacrificios... De todas maneras, la le-
janía es propicia a la serenidad del juicio. Además el
campo visual se ensancha, se aprecian mejor los conjun-
tos, se contemplan más amplios los horizontes. Esa leja-
nía nos ha permitido no contaminarnos del hervor pasio-
nal de la hora, y ver y sentir lo que hemos sentido y visto
a través del éter que, lleno de sol, lo purifica todo.
Por otra parte no abrigamos ningún resentimiento per-
sonal contra nadie, ni es nuestro temperamento el del ren-
cor ni el de la inquina, que no sentimos, que no hemos
sentido nunca aun cuando en ocasiones fuera explicable
el sentirlos. Ni contra el mismo Gral. Salvador Alvara-
do, generador directo de la situación en que se ha venido
debatiendo Yucatán. Lejos de él no tuvimos ocasión de-
sentir sobre nuestra cerviz su guante de hierro de sátrapa
antiguo. Pero en cambio tuvo a su alcance nuestros muy
exiguos medios de trabajo y de subsistencia y no los tocó,
y eso que tenemos entendido que nos clasificó entre sus ene-
migos, y en momentos en que los intereses particulares
quedaban afectos a responsabilidades de índole política
más o menos evidentes.
No hay, pues, en nuestra pluma ningún corrosivo, nin-
gún sentimiento personal, ni apasionado ni interesado. Po-
demos estar equivocados en las apreciaciones que aquí va-
mos a hacer, pero nuestra entera buena fe nos salva, por
lo menos ante nuestra misma conciencia que es el primer
juez a que recurrimos. De todas maneras será necesario
para probar que no es justo lo que aquí quedará escrito
que se nos demuestre que no son ciertos los hechos que
han dado margen a nuestros comentarios, pero que esa de-
mostración se funde no en palabras sino en hechos reales.
Puede la calentura de la misma emoción, ya que tra-
zamos estas líneas con el recuerdo puesto en Yucatán, co-
municar a veces un calor intenso a nuestras palabras y
a nuestras aseveraciones, porque al fin no somos de pie-
dra y fuera hipócrita proclamarnos tales; pero téngase
entendido que el comentario no es el hecho que se comen-
ta, y que éste no lo hemos de tergiversar nunca, aunque
por no desnaturalizarlo nos constituyamos en alguna oca-
sión en defensores o acusadores de alguien o de algo que
en el sentir general no lo merezca. Y por último, que ese
comentario, por más ardiente que llegue a ser, no estará
sino desprendido de la lógica del mismo suceso que lo
motive.
Sin debernos a nada ni a nadie, sin cuidarnos para
nada de los de arriba ni de los de abajo, de ricos ni po-
bres, gobernantes ni gobernados, con el pensamiento y con
el alma toda puestos en Yucatán y en Yucatán nada más,
nuestra inolvidable tierra cuyo amor elevamos sobre to-
das las cosas, aspirando únicamente a su ventura y persi-
guiéndola con ahinco, hemos de apuntar aquí lo que a
nuestro juicio haya sido o sea un mal, un error, un vi-
cio, una perversión, sin importarnos dónde ni en quién
los encontremos... Y es claro que hemos de hallarlos, y
algunos muy graves y muy hondos.
Tenemos al frente un hecho innegable: la situación de
angustia en que gime nuestra tierra bajo una enormidad
de pesadumbre, a pesar de tal cual modificación que pue-
da presentirse como ya indicamos. He ahí el hecho que
no es posible negar, pues que lo saben y lo sienten hasta
las piedras de nuestras calles. Esa situación entraña ne-
cesariamente una responsabilidad, pues no ha venido de
un brote espontáneo. A reflexionar sobre esa responsabi-
lidad hemos venido.
Creemos sinceramente que en el turbión de desgracias
que han afligido a nuestra tierra, además del grupo de per-
sonas demasiado característico, de sobra conocido y califica-
do ya, que han actuado en nuestro escenario como las par-
tes principales de la farándula, y que son las más
inmediatamente, las más directamente responsables, con el
Gral. Salvador Alvarado a la cabeza, todos, quien más,
quien menos, hemos contribuído en algo a situación tan
negra. Todos, por lo menos por la cómplice pasividad con
que se vió cómo se iba incubando el gran desastre. Reco-
nocer y aceptar cada quien su parte de responsabilidad es
un principio de justicia y es necesario que así sea para
poder luego aplicarla implacablemente contra quienes fue-
ron los factores eficientes de cuanto ha ocurrido.
Esa pasividad general no puede quedar absuelta por
el hecho de que últimamente se hayan desatado campañas
más o menos recias contra la obra destructora del Gral. Al-
varado y su comparsa, como no nos absuelve tampoco de la
parte que a nosotros nos toca, el publicar hoy este libro,
con la única diferencia de que si lo publicamos hoy, es que
fué nuestro propósito no marginar sino epilogar aquel pe-
ríodo administrativo.
No; esas campañas no pueden absolver, porque se han
librado cuando ya el mal estaba consumado. Porque no
han servido para prevenir ni para remediar siquiera, sino
únicamente para condenar. Porque no se han librado si-
no cuando ya la desesperación llegó a su colmo, y por úl-
timo porque más se han dirigido contra la angustiosa si-
tuación económica, cuidándose muy poco de otros aspectos
igualmente deplorables que tuvo y que nos legó la admi-
nistración del Gral. Alvarado.
Esa pasividad a que ya aludimos tuvo dos ramas y
consiguientemente tiene dos explicaciones. Una, la del
terror que sembraba en las almas el rudo cesarismo del
Gral. Alvarado; aquellos fusilamientos y ahorcamientos y
demás procedimientos admirables con que aquel manda-
tario emprendió y desarrolló la obra de regeneración, sal-
vación, libertad, nacionalización, civismo, cultura y pro-
greso de nuestro desventurado suelo. Esa pasiva compli-
cidad que llamaremos la pálida complicidad del miedo, es
naturalmente la más excusable, pues ella derivaba del ins-
tinto de conservación que cada quien tiene muy dentro de
sí en la cantidad con que le plugo a la naturaleza el do-
tarlo... Era lo menos que podía pedirse, el silencio...
aunque también hay casos en que el silencio es una pro-
testa.
Provenía la otra de un egoísmo recalcitrante, de un
egoísmo de piedra, atento a la conservación del peso, pre-
firiéndose hasta el sacrificio de la misma dignidad que es
o debe ser algo más caro que la vida, que el sacrificio del
bolsillo. Esta forma de complicidad a veces iba más allá;
salía del silencio expectante y cauto para llegar a la adu-
lación gratuita, oficiosa, regalada. El decoro, la dignidad,
la vergüenza, la estimación a sí mismo, todo esto queda-
ba relegado a un plano secundario, o mejor dicho, queda-
ba fuera de todo plano como algo inútil o perjudicial,
para sólo dar paso al arca de oro que era necesario de-
fender aunque fuera hundiendo las rodillas y la frente
en el polvo que pisaba nuestro gran Dominador. Se pu-
dieron ver cosas estupendas, abajamientos increíbles en
algunas gentes de las que parecían más endiosadas, preci-
samente en algunas de las que menos tenían por qué en-
fangarse. Gentes que la fortuna había encumbrado de an-
temano, orgullosas, vanidosas, huecas, insolentes con los
humildes, despreciadoras de la clase media, besar melosa-
mente como una reliquia, la punta del pie que se compla-
cía en tundirlas. Pero regularmente la penitencia les al-
canzaba muy pronto cayendo el salivajo del César, a tra-
vés de la injuria, sobre la cabeza humillada ante sus plan-
tas. Esa complicidad es asquerosa. Más que complicidad
fué también autora de los sufrimientos de Yucatán. Esa
complicidad pronta al aplauso servil para todas las ge-
niadas del déspota fué un estímulo para la infanda tarea
de arrastrar a nuestra tierra.
Dentro de este orden de ideas el Gobierno del Gral. Al-
varado proporcionó un bien innegable. Por él se dieron a
conocer muchas almas que no se habían podido ver a tra-
vés de los trajes de irreprochable corte. Se asistió así a
un muy interesante desnudamiento, como en las alcobas
de las impuras, cuando caída la última tela de finísima
batista, aparecen en los cuerpos marchitos las terribles
huellas.
En Yucatán falta desgraciadamente el sentido de la
defensa común. No es cierto que lo mismo ocurra en to-
das partes. Decir esto no es más que querer buscar una
salida a un modo de ser imperdonable. Cada quien se
cuida a sí mismo sin importarle nada los demás. Si cuan-
do alguien es atropellado se pensara que ese atropello al-
canza a todos, pues sienta el precedente, desde el momento
en que se realiza, de que luego sea igualmente atropellado
el que hoy no lo es, si cuando eso ocurre, decimos, cada
quien obrase como en defensa propia para evitar el aten-
tado, si se realizara la defensa común, indudablemente se
conseguiría más respeto a la comunidad y por consiguiente
mayor garantía para cada quien.
En las clases llamadas distinguidas ese egoísmo de sín-
toma tan personal, es más profundo... En este sentido las
clases artesanas les han dado más de un ejemplo de soli-
daridad en la defensa del interés común...
Hay un hecho digno de observación. En los primeros
días de la estancia del Gral. Alvarado en Yucatán, su tra-
to con las gentes fué en cierto modo cauteloso. Indudable-
mente las observaba, observaba su carácter y su idiosin-
cracia... Y para nadie ha pasado inadvertido que mien-
tras más fué pasando el tiempo el Gral. Alvarado fué en-
dureciéndose más, hasta llegar a donde se le permitió lle-
gar ... y llegó a donde quiso.
En aquellos tiempos, en los primeros tiempos del Ge-
neral Alvarado, esto es, hasta antes de entrar en escena
el Coronel Mena Brito, hubo alguna que otra protesta pri-
vada, cuyo origen hay que ir a buscar en la defensa de
muy particulares intereses, pero en fin, las hubo y aunque
en la menor cantidad posible, y a cambio de aquellas otras
actitudes de quienes para defender lo suyo prefirieron en-
cenegarse. De todas maneras es un consuelo.
La protesta pública fué algo más exótico, y cuando sur-
gió, surgió de un humilde. Recordamos la de Manuel Ma.
Escoffié, un humilde, repetimos, que protestó en hojas suel-
tas contra el arrasamiento de los templos, y que en pleno
teatro Peón Contreras se enfrentó al Gral. Alvarado pro-
clamándose su enemigo. Y Manuel Ma. Escoffié no es ca-
tólico, y tuvo ese gesto que no tuvieron nuestros varones
que gozan en nuestra tierra de olor de santidad...
Hubo otra protesta pública contra aquel mismo aten-
tado, y hay que confesarla ruborosamente; la de un grupo
de damas, disperso valerosamente en plena vía pública por
los sicarios armados del tirano.
Moralmente quienes se aventuraron en plena época del
terror a aquellas protestas, se han puesto muy por encima
de quienes las dejaron de hacer, sobre todo de aquellos que
estaban más obligados a realizarlas por ser los vejados, los
perjudicados, los escupidos.
Es fuerza ir diciendo todo esto, porque todo esto con
otras cosas, fué formando la madeja en que como entre
una tela de araña, pero no frágil sino recia, quedó apri-
sionada nuestra tierra a la entera disposición del Preto-
riano que usó y abusó de ella como de una tierra inicua-
mente conquistada. Es fuerza ir diciendo todo esto, por-
que hay que ir separando poco a poco los hilos de esa
madeja para dar a cada quien el suyo. Sí, es fuerza de-
cir todas estas cosas, siquiera en gracia a la intención que
llevamos al decirlas, que es la de sacudir la conciencia yu-
cateca en previsión de que el Destino prepare a Yucatán
días semejantes a aquellos.
En el cuadro sombrío de Yucatán durante estos últi-
mos años ha habido de todo. Cosas que mueven a llanto,
que mueven a indignación o que mueven a risa. Ha habi-
do de todo como en una feria. No otra cosa fué en efecto
que una feria, con sus lonas de circo trashumante donde
muchas gentes se exhibieron en piruetas asombrosas; mu-
cho trampolín para asirse de un salto a la escurridisa ca-
bellera de la diosa Fortuna; mucha cuerda floja para man-
tenerse en equilibrio, mucha pantomima al final de las fun-
ciones ... Y sobre todo, una feria en la que muchos mer-
caderes hicieron ópimos agostos... Eso sí, una feria con
sus accidentes lamentables, con sus víctimas, sus charcos
de sangre, sus lágrimas de duelo, y síntesis de todos estos
percances de dolor, Yucatán.
Allá por el mes de octubre de 1917 estuvimos de paso en
Yucatán. Nos tocó la inesperada suerte de presenciar el
arribo del Coronel Bernardino Mena Brito, candidato li-
beral al gobierno del Estado de Yucatán, en la primera
lucha electoral que se realizaba después de una revolu-
ción harto abundante en sangre por cosas de libertad y de-
mocracia, y contrincante del Gral. Alvarado, que si ya no
era candidato al mismo gobierno por vedárselo la Consti-
tución, era enteramente igual a que si lo hubiese sido, pues
estaba en plena mangoneadura de nuestros destinos.
El espectáculo fué estupendo. Llegó el Coronel Mena
Brito, y pim..., pum..., pam..., lo indefectible, la cohe-
tería en acción, las banderitas y la murga... Pisándole
los talones como en la ansia de no llegar tardíamente,
llegó también el Gral. Alvarado de vuelta de una de sus
expediciones napoleónicas. Llegó este militar y más pim...,
pum..., pam..., más banderitas y más murga. Al cabo
de los años, y después de tan vasta y devastadora revo-
lución, los procedimientos para fabricar candidatos y sos-
tenerlos eran los mismos. Una de aquellas pintorescas en-
tradas de gremios en la ya extinta fiesta del Cristo santo de
las Ampollas... Eran los mismos en la exteriorización de
los hechos que en la interioridad, pues todos sabíamos que
ya la suerte estaba echada. Al cabo de los años, sobre las
tumbas de tantos hermanos muertos, la sombra del Gene-
ral Díaz, del gran Dictador, se levantaba espectral y adus-
ta para dirigir el clásico sainete..., como siempre. Todo
esto era cómico, hilarante y grotesco, pero en el fondo de
la bufonada una gran tristeza invadía necesariamente los
espíritus que ilusamente se habían asido a la Esperanza.
Meses después supimos desde nuestra aislada torre de
observación, que la lucha democrática en aquella cente-
llante campaña electoral, cansada al fin del pim, pum,
pam, de la murga y de las banderitas, dejaba este ca-
mino para aventurarse en procedimientos de más alta no-
vedad, vinculados en los cañones de las pistolas y en las
hojas afiladas de los puñales...
El candidato liberal había estado a punto de caer co-
mo los antiguos gladiadores, valientemente sobre su escu-
do, en el balcón histórico donde las balas habían ido a ad-
vertirle el glorioso advenimiento de una gran era de Li-
bertad y de Democracia... Después, la cárcel..., luego,
el mar de por medio... Más tarde una lengua de acero
puso en el vientre del Lie. Víctor J. Manzanilla, líder
principal del partido menista, todo él un audaz y un en-
tero corazón, la fría impresión de que las entrañas de los
hombres corren a veees riesgos inminentes cuando se las
aventura en cosas electorales...
El sufragio, sancta sanctorum de nuestras libertades, en
manos del Gral. Salvador Alvarado y flanqueado a ma-
nera de guardia por un sable y un fusil, fué naturalmente
alzado majestuosamente como en una ceremonia ritual
hasta el pináculo de su voluntad suprema...
Madame Democracia, entretanto, empinada en el pun-
to más elevado de nuestra noble Emérita, reía gozosa y
satisfecha, sintiendo en sus carnes el divino calosfrío del
deleite que la impulsaba a bajar a ratos en aquellas no-
ches que fueron saturnales, a acostarse como siempre en
el lecho de todas las concupiscencias. Esto también era
cómico..., pero también muy triste.
A vuelta de dos años el Gral. Salvador Alvarado, de
pie sobre la cumbre de la Paradoja, entona en su famosa
Carta Abierta esta ardiente aleluya en recuerdo de su ac-
tuación de 1917: "Muy común es el caso de que los go-
bernadores, de acuerdo con los Jefes de armas, impongan
de la manera más descarada a candidatos de consigna..."...
El Gral. Alvarado era gobernador y jefe de armas de Yu-
catán en aquellas elecciones... Puede hacer el reproche,
pues él no tuvo que ponerse de acuerdo sino consigo mismo.
Al calor de la situación creada en nuestra tierra por
los más malos, aplaudida por los más egoístas, lamida por
la adulación de los más indignos, consentida por el silen-
cio de los más prudentes, fueron tomando forma tres mo-
dalidades principales dentro de las cuales se han reasumi-
do todas las otras de menos importancia, y que en reali-
dad no han sido sino manifestaciones de aquéllas. Tres
modalidades que son las que dan realce y color al cuadro
de la situación yucateca, y que son la irrisoriamente lla-
mada libertad del indio, el movimiento socialista y la ca-
tástrofe económica.
Al derredor de ellas vamos, pues, a dibujar en algunas
líneas generales nuestra impresión muy personal. Y co-
mo esto lo haremos dentro de la más pura franqueza, bus-
cando decir la verdad, o por lo menos aquello que cree-
mos que es la verdad, sin que nos empuje a ocultarla en
pro ni en contra de nadie consideraciones de ninguna es-
pecie, damos por de contado que a muy pocos hemos de
dejar satisfechos ni conformes siquiera.
Posiblemente se conteste a nuestras aseveraciones. Sean
muy bien venidas esas réplicas si vienen con el ánimo de
dilucidar mejor los puntos de vista aquí tocados. Sean
muy bien venidas, pues ya confesamos que somos como
cualquiera susceptibles al error y a todos los errores, y a
esto agregamos hoy que sustentamos el criterio y lo em-
pleamos antes que con nadie con nosotros mismos, de que
asirse al error una vez demostrado éste, es propio de ne-
cios o malvados. En cuanto lo primero siempre hemos
hecho lo posible porque no se nos tache de tales; cuanto
a lo segundo, nunca lo hemos sido, ni lo somos, ni creemos
posible llegar nunca a tal extremo.
Posiblemente se prefiera también abatirnos con el si-
lencio agobiador y desdeñoso. La confabulación del silen-
cio en ocasiones aplasta más que una montaña..., cuando
la montaña tiene algo que aplastar. Ya también contamos
con él, pero de todas maneras nos tendrá muy sin cuidado,
pues si no rehuimos la polémica tampoco la buscamos ni
la necesitamos, bastando a nuestro propósito el dejar con-
signado en este libro lo que nos parece con nuestra abso-
luta independencia de criterio y para que lo lea quien
quiera leerlo.
Por último es posible que si se nos contesta, esas con-
testaciones vengan, unas con aroma de santidad por tal
o cual pedruzco que se nos haya caído sobre los ministros
de la Iglesia, para quienes todo es dogmático, hasta la His-
toria, como si la Verdad fuera privilegio de álguien...
Otras acaso huelan a campo, a verde henequenal, para
desmentir todo aquello que hubiese enfadado a nuestros
proceres rurales... Otras a pólvora para condenarnos
por no encontrar siempre el summum de la perfección en
todo lo que atañe a nuestras aventuras socialistas... Otras
a zahumerio puro de fabricación local, o de importación
nacional, para demostrar que el Gral. Alvarado sí fué un
redentor de nuestros indios, y su bálsamo y su consuelo,
algo así como aquel inmortal domínico, un Bartolomé de
las Casas con presillas de gran Capitán... Otras a tinta
biliosa, la que empleen aquellos escritores cuya desver-
güenza sientan aquí aludida, para proclamar en revancha
muy sabrosa que somos unos ignorantes y que hacemos
versos detestables... Pueda que hasta algún viejo maes-
tro nos insulte solapada y valientemente... Es probable
que haya quien nos grite reaccionarios, y que haya quien
al propio tiempo nos grite bolchevicks... Todo esto será
muy divertido y de gran movimiento como una rumba.
Pero como si tales contestaciones vienen en tal guisa,
no a discutir, sino sólo a desmentir por medio de infladas
arengas, ello querrá decir que entre nosotros todo ha es-
tado muy bien, todo ha sido muy bueno, muy santo y
muy perfecto, lo mejor que podremos hacer con ellas será
un dulce libro de oraciones al que como introito pondre-
mos un fervorín de nuestra cosecha, y lo recomendare-
mos a las personas piadosas, si es que quedan algunas to-
davía, para que por las noches lo recen al acostarse y pue-
dan conciliar el sueño, y ascender a la gloria en llegando
la hora suprema de la muerte. Amén.
EL RESIDUO COLONIAL
Confesemos lo malo que teníamos para poder denun-
ciar luego lo peor que se nos ha hecho tener.
Para llegar a las conclusiones que más abajo encontra-
rá el lector fuerza es repetir lo que se ha dicho mucho, y
en todos los tonos, respecto al sistema del trabajo agríco-
la en Yucatán, o más claramente al modo de ser que re-
gulaba las relaciones entre el propietario rural y el jor-
nalero indígena, y que prevaleció hasta no hace mucho
tiempo entre nosotros. ,
El tópico se ha repiqueteado hasta el agobio. Ya lo sa-
bemos, pero hemos de golpear nuevamente sobre él, pues
tiene que ser nuestro punto de partida, sin el cual no se
entenderían muchas cosas. Y siquiera en esta ocasión si
lo exponemos es con el laudable propósito de buscar si no
una exculpante a aquel sistema, pues ello nunca sería po-
sible, sí por lo menos una explicación histórica. Y en esto
se diferencia de la intención que en las más de las veces
ha habido al exponer la misma cosa, intención regular-
mente depresiva para nuestro Estado, y puesta de relieve
precisamente por quienes más han cuidado de ver la paja
en el ojo ajeno olvidando el pajar que en el suyo tienen.
La condición social que guardaba el indio jornalero de
nuestros campos y al cual vino a libertar el Gral. Alva-
rado estaba plasmada dentro de un espíritu francamente
feudalista. Algunas veces se ha hablado del vasallaje a
que estaban reducidos los indios jornaleros de Yucatán.
No era un vasallaje; era algo peor. En el sistema feudal
existía una especie de contrato o una concesión median-
te la cual el señor cedía una heredad al vasallo, quien
tributaba por la explotación de aquella tierra, que-
dando sujeto también a la obediencia a su señor y al
servicio de las armas del mismo. Tal era el caso de los
vasallos quienes eran también nobles. Pero a veces el se-
ñor laboraba sus tierras por medio de desgraciados que
no sólo no recibían remuneración alguna fuera de la ali-
mentación, sino que estaban afectos a todas las sumisio-
nes. Cuando el señor vendía la heredad la vendía con to-
do y sus peones. Estos eran gentes salidas de las capas
sociales más humildes. Era el caso de los siervos cuya con-
dición social era, pues, ínfima.
Salvo, naturalmente, las diferencias insubstanciales y
aparentes que nuestra época imponía, en el caso de aque-
lla servidumbre estaba el peonaje indígena. Ciertamente
el trabajador de nuestros campos recibía una paga mez-
quina por su trabajo, pero de ella sacaba su alimentación,
no siendo, pues, sensible la diferencia, pues si el siervo
feudal no recibía paga alguna, recibía en cambio su ali-
mentación. Por lo demás todo era igual.
El gastado remoquete de que el jornalero indígena te-
nía buena casa, esmerada atención médica en caso de en-
fermedad, los regalos anuales del amo consistentes en pre-
carias vestimentas, el no menos especioso de que el traba-
jador estaba plenamente satisfecho con la condición que
guardaba, y el igualmente rebruñido de que en otras partes
el peón rural estaba en menos buenas o más malas condi-
ciones, no quiere decir absolutamente nada en favor de la
moralidad, legalidad y justicia de aquel sistema que era el
nuestro.
De hecho nuestro peón de campo, como todos saben,
no tenía libertad de residencia, que es o debe de ser uno
de los más intangibles atributos de la libertad del hom-
bre; que las autoridades contra todo lo que las leyes hu-
manas y divinas disponían, no eran sino las más activas
cómplices de aquel estado de cosas; que lo exiguo de sus
jornales imponía al indio el recurso suicida de los présta-
mos al amo, estableciéndose con ellos el famoso sistema de
las carta-cuentas, deudas que cuando no las adquiría el
indio se buscaba la manera de que las adquiriese, pues
quedaba sujeto al pago de ellas por medio de su trabajo en
la finca, etc., etc Esto es lo innegable y de esto tra-
tamos.
Nadie duda que establecidas ciertas comparaciones en-
contraríamos en otras partes, en el interior de nuestra Re-
pública, por ejemplo, procedimientos peores, jornales más
bajos, viviendas más míseras, trato más despótico; pero el
mal del vecino por mayor que se le suponga no puede en
modo alguno lavarnos del nuestro por menor que también
se le suponga, si es que queremos reflexionar sobre estas
cosas dentro de la moral de cualquier filosofía. Juzgar
por el sistema de relación en cosas de esta índole acusa
un criterio o muy acomodaticio o muy descarriado, dentro
del cual nunca podríamos corregirnos de nuestros errores,
pues por muy malo que se suponga lo nuestro siempre en-
contraríamos algo peor.
Suponemos que no habrá lector que no entienda que
así en estas consideraciones como en todas las demás que
en adelante hagamos, establecemos tésis generales, pues no
en otra forma se tratan cuestiones de la naturaleza de la
que nos ocupa hoy. Ya sabemos que ha habido y hay en
Yucatán terratenientes de honorabilidad indiscutible, ha-
cendados de bien puesto corazón y conciencia más cris-
tiana, (conocemos íntimamente a varios de ellos), en cuyas
fincas el jornalero ha estado relativamente en mejores con-
diciones. Pero eran los menos y pues podía citárseles co-
mo las excepciones, fuerza es ir a buscar la regla en el otro
extremo.
Ese modo de ser de las relaciones entre el hacendado
y el jornalero indígena tenía el veredicto favorable de to-
da la sociedad, y es interesante fijarse en esto para darse
cuenta de cómo era difícil conseguir una transformación
esencial en aquel orden de cosas. Por lo menos la socie-
dad era indiferente, lo que acusaba desde luego un con-
sentimiento tácito.
Naturalmente al que menos se le preguntaba su pare-
cer era al indio que era, sinembargo, el más directamente
interesado y el único que hubiera podido resolver la cues-
tión. Se daba por entendido que estaba encantado con el
sistema y no había por qué inquirir más. Y si se enten-
día lo contrario tampoco era el caso de ir a preguntarle
nada, es decir, menos entonces se le hubiera consultado.
Por otra parte si se le hubiera preguntado tampoco hu-
biera sabido el infeliz qué responder, pues apenas si es
dable imaginarse la línea geométrica que dividía y sigue
dividiendo en su cerebro la inconsciencia de la conciencia.
Y así dentro de este statu quo de orígenes tan lejanos se
iba viviendo tranquilamente.
Y ahora vamos a decir algo que creemos que es la ver-
dad. Generalmente quienes se han ocupado de estas co-
sas, les buscan una explicación ya desde el viejo prejuicio
del hacendado negrero, ser utópico dentro del rigor del
concepto, o la buscan en las facultades mentales tan com-
pletamente negativas del infeliz maya, cuya condición de
cosa queda en tal caso suficientemente explicada como un
resultado de sí mismo.
Son dos extremos que se repelen, dejando vacío el tér-
mino medio dentro del cual podría encontrarse quizá la
verdadera causa. El egoísmo y la estulticia existen, es
claro, pero no son sino dos factores cuyo papel ha sido el
robustecer la causa existente de antaño.
Nosotros creemos que en nuestra tierra en lo que se
refiere a esas dos clases sociales extremas, la del terrate-
niente y la del jornalero indígena, ambas han debido ser
redimidas del mismo vicio de constitución histórica. Co-
locadas en los puntos extremos del plano social, moral e
históricamente se unen en un nexo secular: la Encomienda.
El sistema de colonización de nuestros países de abo-
longo hispánico no fué sino un espejo del sistema feu-
dal..., un espejo demasiado transparente, inequívoco, a
pesar de tal cual aparente diferencia que la época impo-
nía. Una Encomienda no era en puridad sino un feudo.
Una finca de campo de nuestros actuales tiempos tiene
igualmente todas las trazas del feudo y de la Encomien-
da, en lo que se refiere a las relaciones entre amos y jor-
naleros.
Esclavo o siervo salió el indio maya del seno de la co-
lonia para entrar a una era de libertad más bien artifi-
ciosa que real, no propicia, por consiguiente, a sacudirlo
de la servidumbre como hubiera debido ser, y amo o señor
salió el terrateniente del mismo seno colonial, y tampoco
encontró dentro de aquella mentirosa libertad obstáculo
alguno para modificar sus costumbres en el sentido de la
servidumbre india. Y así, ese mismo espíritu ha subsistido
a través de los años en ambos elementos.
Ambos, el hacendado y el indio, son un residuo histó-
rico y nada más, que si ha podido subsistir ha sido porque
el medio, contra lo que debía ser, ha resultado favorable a
esa especie de prolongación de otros siglos en la vida de
ambos.
No absolvemos los hechos. Tratamos únicamente de ex-
plicarlos según nuestro humilde modo de observar las co-
sas. Una vez formulada esa explicación, fuerza es hacer
las consideraciones que se desprenden de la misma.
No es que el hacendado aparte, naturalmente, el sen-
timiento egoísta peculiar no sólo a él sino a todas las cla-
ses ricas, haya gustado de ser un tirano o lo haya sido de-
liberadamente. Es seguro que en muchas ocasiones lo ha
sido sin plena conciencia de serlo, o ha creído que lo debía
ser, que no tenía más remedio que serlo, en aras de su
provecho propio primero, esto es innegable, y secundaria-
mente por llegar hasta a creer que así convenía aun a su
mismo jornalero. El hacendado ha considerado imposibles
otros procedimientos... Y es que dentro de él se ha le-
vantado, austera, grave, conminatoria y muy clara la voz
de la Encomienda.
El pasado es una cadena que pesa mucho. La tradi-
ción no es una vana palabra. Es algo real. Es esencial
en el alma de los pueblos. Estos mientras procuran ir más
acordes con el momento en que viven, van expulsándola o
por lo menos debilitándola hasta que se sustraen de su
influencia. La tradición no sólo palpita en los libros y en
el recuerdo de los hombres. Tanto más se dilata su in-
fluencia, es tanto más resistente como la más dura raigam-
bre, mientras haya menos hachas que la derriben como si
fueran troneos viejos, pero recios, o mientras haya menos
ráfagas que la recojan como el polvo de los rincones para
echarla fuera y esparcirla y dejarla como en su asiento
natural, en las sabrosas narraciones de los siglos que
fueron.
Para esta tarea de liberación nada como el libro inspi-
rado en las ideas modernas, en las ideas libres de toda tu-
tela, libro, permitidnos el decirlo, ausente del bagaje inte-
lectual y espiritual de nuestros terratenientes, hablando en
tésis general. Libro igualmente necesario para asegurar
las libertades que las leyes acuerdan, y en este sentido
también demasiado lejano de nuestros mandatarios. , El
tronco, pues, aunque viejo estaba duro, y el polvo perma-
necía en los rincones. He aquí por qué hemos dicho que
también el hacendado ha debido ser redimido.
De no estarlo es de donde vino a parar en esos múl-
tiples errores que lo redujeron a quedar estacionado en
ese espíritu feudo-colonial. Esos errores son, entre otros,
el de creer que solamente el indio maya es capaz de so-
portar el trabajo de las fincas henequeneras, y el de creer
que sólo dentro de aquel sistema podía ese jornalero con-
tinuar en la faena. De ahí que haya llegado a la conclu-
sión siguiente que viene a fundar en su favor una razón
aparente y nada más: —Si pues no podemos contar más
que con el jornalero maya, y éste sólo es apto para el tra-
bajo dentro del sistema que hemos usado siempre, y que
los años han sancionado ya, luego es fuerza continuar así,
pues lo contrario significaría el abandono del trabajo ru-
ral, el empobrecimiento de nuestros campos, la extinción
de nuestra única fuente de riqueza, el henequén, y fatal-
mente la depauperización de todos.
Dentro de estos dos errores de apreciación sostenía dán-
dolas por muy cuerdas dos situaciones falsas y dos escla-
vitudes. La del jornalero y la suya propia. Llegaba hasta
a olvidar su propia conveniencia, descuidando algo muy
interesante a su situación. Dando por cierto que sólo el
jornalero indígena era capaz para el trabajo de las fincas
henequeneras, se creaba desde luego una esclavitud. Sal-
vaba al hacendado de las consecuencias de esta peligrosa
situación en que voluntariamente se colocaba, la ignoran-
cia del indio, cosa que el hacendado sabía muy bien.
Se fundó, pues a sí mismo una posición difícil
dándole el carácter de estable, y apoyándola al mismo tiem-
po, y he aquí su absoluta falta de previsión, en una con-
dición que por muchas razones podía ser transitoria: la
condición del indio. Así sucedió que cuando menos se lo
esperaba, el indio no fué redimido, ¡ qué va! pero sí arran-
cado de la zona de sujeción del hacendado.
Asoma el nexo colonial. Aquel modo de pensar en es-
tos tiempos era un error profundo. Pero ese era el modo
de pensar en tiempos de la colonia, sólo que entonces no
era un error. En el laboreo de los campos en aquellos
tiempos sólo podía emplearse al indio y nada más. En
primer lugar y sobre todas las cosas porque estaban prohi-
bidas las inmigraciones extranjeras a las colonias; en se-
gundo lugar porque de no ser los indios quienes se ocu-
pasen en aquellas faenas hubieran tenido que ser los mis-
mos colonizadores, cosa harto imposible, por no ser ni con
mucho en número suficiente para aquellos trabajos, y por
el muy natural orgullo de que estaban poseídos como raza
superior y conquistadora. No podía, pues, ser otro más que
el indio maya, en su mísera calidad de conquistado, el que
trabajase entonces los campos.
Kespecto al sistema de sujección a que se le tenía re-
ducido, muy cruel y duro, también se explica aunque no se
justifica, pues la crueldad nunca puede ser justificada. El
indio siempre fué un rebelde y a duras penas se rendía
a la fuerza del castigo. Y como en el fondo, a pesar de
cuanto se ha dicho y se siga diciendo, no hubo para él
civilización alguna, su espíritu naturalmente estaba pron-
to al alzamiento o a la fuga.
Sinembargo, pasaron los años..., pasó todo un siglo,
cambiaron las instituciones, cambió todo, pero nuestro ha-
cendado, como hemos visto, siguió reflexionando a través
del pensamiento del Encomendero fundando esos dos erro-
res capitales; el necesarismo y la sujeción tiránica, am-
bas cosas exóticas ya dentro de nuestro tiempo y de los
recursos que el progreso da al hombre para solucionar to-
da dificultad.
Actualmente toda aquella manera de reflexionar ti-
morata y prejuicial, no ha sido más que un leve castillo
de naipes. Nada puede asegurar al hacendado que sólo
el indio pueda ser empleado en el trabajo de las fincas he-
nequeneras. Se nos argüirá probablemente que en varias
ocasiones se ha procurado la inmigración nacional o ex-
tranjera para ese trabajo, y que no ha dado resultado.
Hasta hoy lo único que ha habido en ese sentido, han sido
tanteos sin importancia alguna, ensayos de inmigración y
malos. Malos por la forma precaria en que se han inten-
tado y malos porque por lo regular más han servido para
el provecho personal de agentes y enganchadores, quienes
de lo que menos han cuidado ha sido de la selección de
tales inmigraciones. Sobre lo hecho hasta hoy en esa ma-
teria no puede basarse nada definitivo, ni servir para for-
mular una última palabra ni mucho menos.
Téngase entendido también que los problemas inmi-
gratorios no son para resueltos inopinadamente, en una
conversación o a lo sumo en un cambio de impresiones, o
por la plumada de un gobernante, ni para confiados en
cualesquier manos. Ellos requieren estudios y procedimien-
tos científicos si ha de hacerse algo sólido, algo eficiente,
algo que, en efecto, traiga el beneficio de una transfor-
mación. A los Gobiernos y a los elementos vitales de los
países cultos les preocupa tanto el asunto como cualquiera
otro de los más importantes que fijan su atención. Re-
quiere estudios de raza, de clima, de trabajo, de medios
de comunicación, de alimentación, de ambiente, de costum-
bres, de aptitudes y de idioma. Y no estudios superficia-
les, sino serios y concienzudos. Y así..., así no se ha tra-
tado nunca en Yucatán la cuestión cada vez más urgente
de la inmigración.
Todo eso de que nuestro clima es imposible, el trabajo
agrícola de nuestros campos demasiado duro y especial, y
nuestras costumbres demasiado exóticas para gentes de
otras partes, no son más que fantasmas que apenas se con-
cibe que aludan a ellos gentes de mediana inteligencia si-
quiera. Hace años que vivimos en un país en que hemos
podido ver que la inmigración extranjera lo hace todo en
el campo, y que por ella es un país sobradamente rico por
su producción agrícola. Nos referimos a Cuba, donde el
trabajo de corte y molienda de caña no es menos penoso
que el trabajo de corte y molienda de henequén. País
que tiene nuestras mismas costumbres, y en donde el sol
que tuesta sus campos es el mismo que incendia los
campos yucatecos. No vemos, pues, la razón de por qué
la inmigración no sólo es posible, sino tan eficiente en
una parte y en otra sea imposible, teniendo ambas condi-
ciones tan parecidas.
Lo que en realidad ha habido en el fondo, es que el
hacendado yucateco hubiera querido una inmigración, pe-
ro que se sujetara en lo más posible al sistema del tra-
bajo agrícola en Yucatán, es decir, a aquel modo de ser,
repugnándole, aunque naturalmente sin manifestarlo, cual-
quier otro, ya por no considerarlo eficiente o ya por no
convenirle, y entendía difícil sujetar a un inmigrante ex-
tranjero a aquellas condiciones. Téngase presente que el
hombre es un animal de adaptación, y sólo requiere una
merecida remuneración a su labor que le permita no sólo
comer, sino comer hasta llenarse, y no sólo comer hasta
llenarse, sino vivir, lo cual es diferente, aunque parezca lo
contrario, para dedicarse a cualquier labor que sea y en
donde sea. En el mismo corazón del África hay colonias
de trabajadores europeos.
Por otra parte el considerar que el indio sólo podía
continuar en el trabajo rural dentro del sistema de su-
jeción a que estaba obligado es otro error. ¿Cambió al-
guna vez de sistema el hacendado y tuvo que arrepen-
tirse ?... Creemos que nunca hubo cambio alguno ni lo
intentó siquiera, de manera que todo no es más que una
suposición sin fundamento. Que en las precarias condi-
ciones sociales y económicas en que se encontraba el in-
dio, sólo podía continuar en el trabajo mediante esa su-
jeción, claro está que sí; pero hubiera continuado tam-
bién con toda seguridad aun dentro de otro sistema si
aquellas condiciones se le hubieran suavizado siquiera.
No vale a probar lo contrario el hecho de que actualmen-
te, rotas ya aquellas sus ligaduras, apenas si es dable dis-
poner de él para las faenas de las haciendas, pues tra-
baja cuando y como quiere, y trabaja mal, y esto ganando
más que antes. Si esto es así, no es precisamente porque ya
no tiene la mano de hierro encima, sino por las arengas de
revuelta y de venganza con que se le condujo a su liber-
tad, y nada más. Si se le hubiesen ido modificando insen-
siblemente las condiciones duras en que se le tuve tántos
años, cuidando en lo posible de su instrucción desde su
infancia, introduciéndolo al mismo tiempo a una buena
sociedad inmigratoria, seguramente hubiera continuado
con más ahinco en el trabajo, pues a su alrededor no hu-
biera hallado sino elementos que lo estimularan. Si así se
hubiera procurado a su tiempo, es indudable que los ha-
cendados no hubieran tenido que deplorar todo lo que han
deplorado después por el desatentado camino que se ha
dado a la libertad indígena.
Esas ligas de sujeción con que se le ataba a la finca y
al trabajo, tenía entre otros, un aspecto muy curioso, y
muy interesante, por donde también hay que remontarse
hasta muy lejos para desentrañar el origen histórico
de todo el sistema empleado: el paternalismo. Ese pater-
nalismo que se ostentaba tánto como un timbre de gloria
y hasta de inefable amor cristiano, y al amparo del cual
realizaba el hacendado actos de dominación sobre su jor-
nalero, no ha sido más que una mixtificación que debió
haberse extirpado desde hace tiempo como un paso indis-
pensable para cualquier mejoramiento.
Ese paternalismo implicaba tutelaje, extensión inmo-
derada de autoridad entre seres que la naturaleza, la re-
ligión y las instituciones suponen iguales. En el hacenda-
do se traducía naturalmente en invariable expresión, de
mando y autoridad extremas, como es la de padre a hijo,
y en el maya se traducía consiguientemente en sumisión
nunca discutida, en ciego acatamiento, en respetuosidad
abyecta de besamano, en resignación de bestia. Se ar-
güirá que ese paternalismo era lo indicado, era lo menos
malo en el trato con gentes de tan deplorable nivel men-
tal que las hacía y las hace casi irresponsables, casi in-
conscientes como niños. Pero a esto replicamos que man-
teniendo ese modo de pensar era como se sostenía ese
círculo vicioso en cuyo centro se debatía el infeliz maya,
pues de no acabarse una cosa no se podía acabar la otra,
y la iniciativa de acabarla correspondía al hacendado, su-
puesto que era el superior y el ilustrado.
De usar tal procedimiento paternal venía precisamente
el conservar al indio en aquella inconsciencia y en aquella
irresponsabilidad. No hay que olvidar que las funciones
paternales van cambiando de grados y matices, según se
hace necesario. Lo indicado para ir concluyendo con un
tan triste estado es nada menos que enseñando al hombre
la responsabilidad de sus acciones para lo cual es indis-
pensable soltarle de la mano, como se dice, no de otra ma-
nera que hace un padre con sus hijos en llegando éstos a
cierta edad, y cuando quiere hacerlos aptos para la lucha
por la vida, cuando quiere hacerlos hombres según la ex-
presión vulgar, pero muy atinada. Sólo que para el ha-
cendado nunca llegaba esa edad en el indio jornalero...
Pues ese paternalismo viene rectilíneamente del pasado
colonial. Es a través de los años la voz del fraile ense-
ñando al indio a prestar sumisión de hijo al amo, y a
éste a considerar al indio como a un hijo..., como a un
hijo, sí, pero sólo para las consecuencias de esa sumisión
absoluta. Es la voz de aquellos tiempos que todavía en
los nuestros encontraba ecos muy claros en el sermón del
sacerdote predicando al jornalero indígena que debía a
su amo o patrón una filial obediencia, un filial respeto,
una filial mansedumbre, porque era su padre, o hasta un
poco más, un encargado de Dios para velar por él.
Esas funciones paternales, limitadas naturalmente al
sentido egoísta de la sumisión, tenían características harto
curiosas. En nombre de ellas en caso de enfermedad, se le
impartían atenciones médicas hasta en la misma casa del
hacendado, lo que en realidad no representaba más que
un muy natural deseo de que el trabajador sanase para
que pudiera seguir trabajando y produciendo, cosa no re-
probable, y que al primero que beneficiaba era al mismo
indio por cuanto que se le volvía a la salud, pero que no
debía desnaturalizarse atribuyéndole ideas de otra índo-
le. En nombre de esas funciones aquel obsequio periódi-
co de humildes prendas de vestir. En nombre de ellas
aquello de ser el hacendado quien regularmente dispusiese
si no directa, sí indirectamente por medio de su adminis-
trador o mayordomo, el matrimonio del indio, llegando a
veces hasta a escogerle mujer. En nombre de ellas aquel
ir a besar el indio la mano del amo, si por casualidad es-
taba éste presente cuando aquel recibía algún castigo, y
en nombre de ellas también, el hecho no raro, pero estu-
pendo y estrictamente cierto, de haber indios que juzga-
ban que si no se les castigaba era que no se les quería.
Vuelve a asomar el nexo colonial. ¿Queréis ver un es-
pejo de esto último que acabamos de citar, allí donde pre-
cisamente la colonia tuvo más carácter, esto es, en el
Perú ?... Oid lo que dicen en sus Noticias Secretas de
América D. Jorge Juan y D. Antonio de Ulloa:
"La continuación del castigo se ha hecho en aquellos
naturales una costumbre tal, que además de haberle per-
dido el temor, se les hace extraño cuando tiene alguna
tregua; los cholitos que crían los curas y otros particula-
res suelen entristecerse, y aun se huyen cuando pasa mu-
cho tiempo sin castigarlos; y cuando se les hace cargo de
la causa de su disgusto o de su fuga, responden con ino-
cencia que les parece que no los quieren porque no los cas-
tigan. El fundamento de esto no nace ni de su simplici-
dad ni de que los indios grandes tengan amor al castigo,
sino es que acostumbrados a este trato desde el tiempo de
la conquista, han imaginado que los españoles son gente
de tal naturaleza, que sus agasajos y cariños son golpes y
azotes; y esto o no es error o es excusable en los indios,
porque después de castigarlos aun con la mayor inhuma-
nidad, les dicen siempre que los castigan porque los quie-
ren, y el simple indio ha creído literalmente la bárbara
expresión. Los padres instruyen a los hijos en ello, y la
inocencia de éstos se persuade con sencillez a creer por
beneficio el que los hagan llorar y bañarse en lágrimas de
dolor; de aquí nace el que vayan a dar las gracias al que
los castiga, hincándose de rodillas delante de su verdugo, y
que le besen la mano."
Sí... Desde los tiempos de la conquista que hace más
de cuatrocientos años... Al cabo de ellos seguía lo mismo.
Una de las características más acentuadas del sistema
del trabajo rural, fué la carta cuenta de que ya hicimos
mención. Anticipos hechos al jornalero que quedaba obli-
gado a pagar con su trabajo personal. Otra vez asoma el
nudo colonial. Hablando de los repartimientos dice D. Eli-gio Ancona: " Consistía este tráfico escandaloso en adelan-
tar a los indios de ambos sexos cantidades en especie o
numerario o en ambas formas a la vez, para que en tiem-
po determinado las pagasen con una fuerte usura, entre-
gando aquellos géneros o productos de la tierra en que
consistía el comercio de los colonos." En nuestro caso ese
producto era el henequén, y la usura podía muy bien es-
tar representada por el jornal mezquino y los adelantos
de dinero a cuenta de trabajo. Afirma D. Eligio Ancona
que el único remedio que encontraba alguna vez el in-
dio para sustraerse a aquella vejación era la de huir a
los bosques. En nuestros tiempos era también el único
remedio que usaba el maya, huir..., pero las autoridades
acudían prestas a restituirlo en virtud de las famosas deu-
das ...
Explicando en sus Noticias Secretas de América los
Sres. Juan y Ulloa, las diversas formas en que se adeuda-
ba el indio peruano, como el que se le proporcionase tela
para sus capisayos, maíz para su alimentación, o cosas de
enterramiento de sus deudos, etc., etc. dicen así: "...al
cabo del año está adeudado en más de lo que gana... el
amo adquiere derecho sobre su persona, le obliga a con-
tinuar en su servicio activo hasta que le pague la deuda, y
siendo físicamente imposible que el pobre indio pueda ha-
cerlo, queda hecho esclavo para toda su vida..."
¿Habrá, por ventura, quien se atreva a negar que
nuestro sistema rural no fué sino una prolongación del
sistema colonial?...
Un cuarto de siglo después de la independencia toda-
vía se usaban en México en cosas del trabajo rural y en
las de la enseñanza cristiana, procedimientos instituídos
por el mismo Cortés trescientos y pico de años antes. A
este respecto D. Lucas Alamán en sus Disertaciones trae
este párrafo: "El número de horas de trabajo diario es
el mismo que ahora se usa en las haciendas de campo, en
las que no sólo subsiste en observancia esta parte del re- *!
glamento de Cortés, sino también lo que previno acerca de °
la oración e instrucción cristiana que había de preceder a
la salida al campo, a lo que ha substituído el cantar del
alabado luego que se reúnen las cuadrillas antes de em-
pezar las labores. Es una cosa interesante sin duda, en-
contrar al cabo de trescientos años en uso lo que entonces
se mandó... "
Nuestros historiadores, y aun los extranjeros, general-
mente han acordado al indio maya algunas muy buenas
cualidades, sobre todo en el orden orgánico. Casi todos
están contestes en que es sobrio, frugal, de gran resisten-
cia para el trabajo, fuerte en sus desventuras, etc., etc.,
suprimiendo nosotros exprofesamente lo de su resignación,
su humildad y su obediencia para con sus superiores, cua-
lidades que también se le acuerdan entre las excelentes, por
parecemos que no siempre (entiéndase bien, no siempre),
la resignación, la humildad y la obediencia sean cualida-
des que dignifiquen al hombre, sino que regularmente lo
llevan al borde de la esclavitud. La resignación, la hu-
mildad, la obediencia en los hombres esclavizados, no es
nada laudable, sino antes al contrario, son síntomas de
abyección.
En el indio, por ejemplo, esa resignación no tiene otra
psicología que el entender que la Fatalidad es la que pre-
side su triste suerte. Es la fría resignación que se siente
ante la muerte en los momentos en que ya no es posible
evadirla. Una resignación que vale bien poco aunque cau-
se la admiración de las gentes. Y esa humildad, esa obe-
diencia en el maya no tienen igualmente otra explicación
que la de ser el producto de los siglos de sujeción a que
ha estado reducido. Negamos, pues, resueltamente, que
esas cualidades sean edificantes en nuestro indio, sin que
nos importe contrariar con esto a cuantos escritores hayan
dicho o digan lo contrario así aparezcan revestidos de la
más grande autoridad.
Al lado de aquellas buenas cualidades que innegable-
mente posee, se le acuerdan defectos y taras muy pro-
fundas de que igualmente adolece, y que en efecto, son
muy ciertas, tales como su aplastante pasividad en las co-
sas que atañen al embellecimiento de la vida, su falta de
ambición, su indiferencia y hasta aversión a todo lo que
no se reduzca al pequeño lugar en que nace, vive y mue-
re, su aversión también a todo lo que propenda a elevarlo
intelectualmente, repugnando la escuela y la civilización,
en suma, su falta absoluta de ideales. Parece, y en efecto
lo es, un ser anquilosado.
No hay ninguna contradicción entre aquellas buenas
cualidades que posee y las malas de que acabamos de tra-
tar. Todo ello quiere decir que orgánicamente el indio es
fuerte, e intelectual y moralmente es un guiñapo. En su-
ma, un primitivo. Esta es precisamente una característica
de los seres inferiores. Hay animales irracionales de inne-
gable resistencia para el trabajo, sobrios en sus costum-
bres y de índole obediente y mansa, pero que como tales
animales que son, nada les importa fuera de su pesebre y
fuera de su pienso cuotidiano. Y en esas condiciones ha
estado el indio maya, casi limítrofes a la de la bestia, y así
y no más así, se explica que teniendo aquellas buenas cua-
lidades físicas, tenga en cambio otras perfectamente nega-
tivas, las que acusan precisamente la falta del ente ra-
cional, del sujeto consciente.
Y desde este punto de vista hasta algunas de esas be-
llas cualidades físicas que adornan al maya, pierden den-
tro de la filosofía y de la moral su valor intrínseco, si es
que ha de juzgarse del valor de las cosas en el orden hu-
mano, en razón directa a la conciencia con que se les eje-
cuta. El trabajo y la constancia y la resistencia en él
son indudablemente un gran bien para el hombre, pero a
condición de que sean un aliento, un estímulo, un con-
ducto, el más puro de los conductos para arribar a un me-
joramiento. Si no hay ese estímulo, ese aliento, entonces
el trabajo es ciego, adquiere un carácter literalmente bes-
tial. El indio maya no ha estado sino dentro de estas con-
diciones que no pueden ser más deplorables. Por eso tam-
bién, y nada más por eso, se ha estimado que nuestro in-
dio es un animal de trabajo y nada más. No de otro modo
fué estimado durante la Colonia, a pesar de los constantes
esfuerzos de los monarcas españoles por sacarlo de esa
condición. Se le estimó como animal de carga, dedicándolo,
como se sabe, hasta a los transportes de carga sobre sus
lomos y a pie a través de grandes distancias, uso que poco
a poco y merced a grandes esfuerzos se fué acabando, sin
que quiera decir esto que al concluirse no siguiera siendo
el indio colonial, un animal de trabajo.
En muchas ocasiones, se ha externado la opinión de
que los rasgos deprimentes del indio, como aquella su
falta de aspiraciones, su limitación al lugar en que vive,
su indiferencia adusta por todo, son idiosincráticos... Y
es que al hablar así se tiene como por una especie de ob-
sesión fija la vista en el pasado; es porque al hablar así
se recuerda que así era el indio de la Colonia, he ahí de
nuevo el nexo secular... Pero no es posible aceptar ta-
maña afirmación tan arbitraria. Esos rasgos que lo de-
primen no son de raza, no son de temperamento, por lo
menos de su temperamento original. En todo caso se le
habrá formado artificialmente un nuevo temperamento en
virtud de las circunstancias de que se le rodearon, y de que
se le siguió rodeando en nuestros días, precisamente por
quienes piensan que son idiosincráticos en él esos rasgos, o
quienes sin siquiera creerlo, lo dicen por convenir así. Y
en efecto, la formación de un temperamento artificial, yux-
tapuesto al originario, es lo que en realidad ha aconte-
cido.
Racialmente debemos vindicar al indio maya de esos
estigmas. Sin necesidad de recurrir a la antigua raza yu-
cateca que dejó regado nuestro suelo de tantos magníficos
monumentos que por sí solos le han dado una patente de
raza superior entre las aborígenes de la América, obli-
gando la atención de sabios de todo el mundo, sino cir-
cunscribiéndonos al estado en que se encontraba al con-
quistarla los españoles, es necesario recordar que aun den-
tro de la decadencia en que ya se encontraba en compara-
ción con sus antecesores, se distinguía por la actividad en
muchas de sus variadas manifestaciones, y que ciertamente
no pueden ser peculiares, sino antagónicas, a la apatía, in-
diferencia, y suma falta de aspiración y de bienestar.
Nuestra raza maya tenía aun en los momentos de su
conquista una civilización bastante defectuosa, claro está,
cotejada con nuestra moderna civilización, y adolecía de
los defectos y de los vicios de todo pueblo que se encuentra
en el estado que en aquel entonces se encontraba, tales co-
mo la idolatría, los sacrificios humanos y la servidumbre
a que la tenían reducida sus príncipes y sus sacerdotes.
Pero así y todo radicaban en ella muy estimables cuali-
dades. Tenía cierto instinto y hasta cierta educación es-
tética, residuos acaso que le legara su antepasado desapa-
recido ya, algo como una constitución social y política,
ciertos conocimientos de la Astronomía, afición al arte, a
la medicina, a la escritura... En suma un caudal de
buenas cualidades, todo lo rudimentarias y defectuosas
que se quiera, pero que existían y que le han dado en la
Historia la fama de que goza con justicia de bastante ade-
lantada dentro de su estado y de su tiempo.
Era guerrera, cosa que no se compagina con esa suma
falta de ambición, y esa apatía y esa indiferencia que hoy
la degradan. Su amor a la libertad de su tierra y a su
propia libertad' en el sentido de no sacrificarla a yugos
extranjeros, no merece ni ser discutido bastando sólo el
recordar la lucha larga, cruenta, a veces epopéyica, que
sostuvo contra sus conquistadores, más tesoneramente sos-
tenida que ninguna otra de las registradas en todo el
Anahuac con el igual motivo de la conquista. Ese amor a
la libertad de su tierra y a su propia libertad, aun den-
tro de la postración en que esa raza se encuentra hoy, lo
seguimos viendo en ocasiones avivarse como el fuego en
el rescoldo, en el indio rebelde que aun puebla nuestros
bosques en sus extremidades del sur y del oriente.
Pues hijo de esa raza conquistada por los españoles, y
nieto de esa que regó nuestra tierra de monumentos impe-
recederos que han asombrado al mundo científico, es el
indio actual. No puede, pues, bajo ningún pretexto acha-
cársele a su ancestro las deplorables condiciones morales
de que hoy sufre y en que hoy vegeta, como han preten-
dido quienes han querido más que dar una explicación a
ese estado, buscar un pretexto a los procedimientos segui-
dos con el indio maya.
No de otra manera a como fué el indio maya, a como
lo encontraron los conquistadores españoles, esto es, ado-
leciendo de los vicios del salvajismo, fueron otros pueblos
en la misma Europa, como apunta muy acertadamente
nuestro historiador D. Eligio Ancona, y aunque no lo
apuntara, la Historia Universal lo dice; pueblos que luego
en el transcurso de los años, dentro de la civilización que
los conquistara, no sólo no han degenerado, sino se han
modificado mejorándose sensiblemente. Puede decirse que
esa es la historia de los pueblos todos...
De aquellas buenas cualidades que adornaban al indio
maya en los momentos de su conquista, ya no pregunta-
mos cuáles se han aquilatado, sino cuáles siquiera le que-
dan. ¿A dónde fueron a parar?... ¿Qué se hizo de
ellas ?... Apenas si alguna pasa como un débil reflejo
en su larga noche de claudicación y abatimiento.
Vino la conquista, luego la Colonia, y el indio maya
se fué degradando hasta quedar como el producto inequí-
voco de una relajación. Cierto, se le evangelizó y diz que se
le cristianizó; pero esto que pudo y debió haber sido el fun-
damento de su civilización, no lo fué, pues se detuvo en los
primeros pasos, es decir, hasta allí donde se creyó conve-
niente que se detuviera. Fué una cristianización en modo
tan rudimentario, tan imperfecto, que esta es la hora que
no acaba de comprender su nueva religión como lo prue-
ban las grotescas supersticiones que mezcla en sus hoy lia-
mados ritos cristianos. Se le llamó cristianizado, y como
tal quedó en la historia porque se le bautizó, se le enseñó
la adoración de la Cruz y se le leyó la Doctrina Cristia-
na. Todavía después de ese bautizo, después de esa ado-
ración, después de las lecturas de esa Doctrina, sus evan-
gelizadores lo sorprendían en sus vicios de idolatría, vi-
cios que fueron al fin abandonando, no por convicción, hay
que tener el valor de decirlo, sino por temor al castigo, y
más tarde por costumbre.
Si por cristianizar hemos de entender algo más que
tal cual práctica material, impuesta más que nada por la
sujeción, algo en que entren de por mucho, con carácter
esencial, las funciones del espíritu, del libre albedrío, del
sentimiento y de la conciencia, si por cristianizar hemos de
entender que lo primero y fundamental es tener concien-
cia de que se es cristiano, y por qué se es cristiano, y
para qué se es cristiano, en suma tener conciencia cabal
de la religión que se abraza, fuerza es colegir que la obra
de evangelización entre nuestros indios, como en todos los
indios de nuestra América, se detuvo en los primeros pa-
sos. Fué una cristianización en apariencia, y para cercio-
rarse basta llamar a cualquiera de nuestros indios del cam-
po y examinarle siquiera ligeramente la conciencia.
Miles de indios fueron bautizados, miles de indios acu-
dían a la Doctrina, pero esto no quiere decir que hubiesen
sido convertidos. El indio nunca fué un convertido. Fué
un obligado a punta de castigo a hacer todo eso. Y si en
las cosas que atañen a la conciencia es indispensable, es
esencial que intervenga de primero la voluntad, la convic-
ción, ¿ cómo puede decirse que fué un convertido o un
convencido, si su llamada cristianización fué a zurriagazo
limpio y constante ?...
El Informe contra los idólatras de Yucatán del Dr. Pe-
dro Sánchez de Aguilar, Deán de Yucatán y rendido en
1613, no es sino una variada exposición de las formas de
castigo que debían aplicarse al indio para hacerlo aban-
donar la idolatría y llevarlo al redil cristiano, y de quié-
nes eran los llamados a aplicar esos castigos. En ese In-
forme se roproduce una Cédula Real que hace referencia
a una carta del mismo Dr. Sánchez de Aguilar en que
informa sobre tales cosas de idolatría y sus castigos. He
aquí un pequeño fragmento de esa cédula: "...y que el
castigo y penitencia que ha visto dar a los que han incurri-
do en este pecado (idolatría) siendo bautizados, y hijos
de católicos, es muy leue para tan gran culpa; porque so-,
lamente se les han dado cien azotes... y que habiendo
comunicado con personas doctas del remedio, que para
euitarlo se podría hazer, ha hallado ser el más vtil y ne-
cessario castigarlos con mucho rigor..." Esto no lo de-
cía el rey; se refería al informe que se le había dado.
Entre las notas que al pie de aquella cédula pone el Deán
Sánchez de Aguilar, hay las siguientes: "El autor (el
mismo Deán) siempre creyó que "los idólatras eran cas-
tigados con leve pena" (cien azotes). "El autor (el mismo
Deán) creyó que debía aumentarse el castigo por este pe-
cado." "El autor pidió a la real y católica persona el
aumento del castigo."
Esa fué la cristianización del indio. Y no seguramente
porque los misioneros no hubieran preferido el dulce ca-
mino de la persuación. Probablemente lo preferían. Pero
no siendo quizá el más fácil o el más adecuado, aunque sí
el más cristiano, hubieron de optar por el del castigo y el
terror con ayuda de las autoridades, cuyo concurso fué
frecuentemente solicitado para obligar al indio contra toda
su voluntad a la nueva religión.
Y si ni siquiera se le cristianizó en forma, menos pue-
de decirse que se le haya civilizado. Sería impudor el ase-
gurarlo; sería una locura aventurarse a tal afirmación,
pues en cada indio, con siquiera verlo, habría la más in-
mediata y la más absoluta demostración de lo contrario.
No basta decir las cosas para que sean un hecho o para
creerlas. Hoy ya no se creen las cosas porque sí, sino por-
que se demuestren. Hoy ya no hay autoridades en estas
materias; hoy la única autoridad que se conoce es la Ver-
dad, venga de donde venga y dígala quien la diga. Por
eso en este terreno cada día el hombre es más inflexible y
más exigente, buscando la verdad ya no en el mero valor
de las palabras, ni en la altura de las personas que las
pronuncien, sino en los mismos hechos que las motivan.
Para probar que la colonización civilizó al indio, no
basta decirlo, es fuerza demostrarlo, y como el elemento
principal para esa demostración lo tenemos a mano, será
cosa ya no de palabras sino sencillamente de presentar
ese elemento. Nosotros si se nos redujera a probar nuestra
tesis, no tendríamos, en efecto, que gastar palabras, nos
bastaría presentar al indio. El documento que exhibiría-
mos, sería el mejor de todos: un documento humano.
Ni se nos venga con el pueril recurso de citarnos los
nombres de algunos indígenas que hubiesen descollado en
las artes, las ciencias o en cualquiera otra de las manifes-
taciones del intelecto. Sería infantil y poco serio, y ape-
nas es creíble que puediera ocurrir. No se trata, no puede
tratarse de las excepciones, que en último caso no son sino
elementos de prueba también en nuestro favor, pues don-
de hay una excepción hay una regla. Para emparejar dig-
namente ese procedimiento "que sería ridículo, habría que
citar por nuestro lado a todos los indios que están en el
caso extremo.
Continuamos. Al mismo tiempo que se detenía en sus
dinteles aquella instrucción, caía el indio disputado como
un botín, como el único botín posible en la esterilidad de
nuestro suelo, en la explotación y codicia de las encomien-
das, las obvenciones, los repartimientos y la cofradías. Que
estas instituciones no llevaron al ser decretadas el espí-
ritu de explotar y esclavizar al indio, ya lo sabemos de
sobra; pero también hemos dicho que es necesario no
enamorarse de las palabras, ya que a veces resultan en
pugna abierta con los hechos que ellas mismas determi-
nan, y que al amparo de ellas se realizan. No llevaron
ese espíritu, pero es harto sabido que de hecho esas insti-
tuciones no fueron sino el conducto en apariencia lega-
lizado, por el cual se ejercitaron sobre el pueblo conquis-
tado toda clase de vejaciones y toda clase de explotación.
Las contínuas disidencias, los contínuos disgustos, los
contínuos pleitos, las contínuas representaciones, acusa-
ciones, y viajes a la Corte, suscitados entre encomende-
ros, frailes y sacerdotes, hechos de que está profusamen-
te sembrada nuestra historia colonial, no tienen otro ori-
gen sino la rivalidad, a veces furiosa, entablada entre
unos y otros por el afán de ser los primeros o los más
beneficiados en aquella explotación. Así el encomende-
ro quería acabar con las obvenciones, y el fraile con las
encomiendas.
Que hubo frailes y sacerdotes ejemplares, modelos de
amor y caridad que se convirtieron en ángeles protecto-
res de los indios, ni quien lo dude; como también hubo
Capitanes Generales ejemplos de templanza y de justi-
cia, pero volvemos a lo mismo, es decir al caso de las
excepciones sobre las cuales no es posible seguir tratando.
Ni se nos venga tampoco citándonos Leyes, Cédulas
y Ordenanzas libradas por la Corte en favor de los in-
dios para protejerlos de castigos y explotaciones, y pro-
veer más eficientemente a su instrucción, porque también
ya sabemos muy sobradamente que nunca se vió empeño
más noble, más grande, insistencia más contínua, preocu-
pación más alerta que la de los monarcas españoles en
en eso de procurar a los indios tratamientos más huma-
nos, y procurarles más amor y prevenir con castigos a
los colonos que tal no hiciesen... El nombre de los Eeyes
españoles en este sentido está muy por encima de toda
duda y de todo reproche. Pero también sabemos que si
tan celosos, tan tenaces, tan prontos se mostraron siem-
pre en proveer a la protección del subdito conquistado,
fué precisamente porque llegaban a escandalizar, llega-
ban a alarmar los abusos e iniquidades de los coloniza-
dores, y que no llegaron a cortarse apesar de tanto ce-
lo y tan innegable y constante buena voluntad de los
soberanos.
Por lo demás no hay para qué asombrarse, ni qué ex-
trañar siquiera que tales abusos ocurrieran, como ocu-
rrían en todas partes, en todas las colonias, así en las de
España, como en las de las otras naciones conquistadoras
o colonizadoras.
Todo eso era el producto de la época. Era el alma
feudal que todavía proyectaba sus últimas sombras sobre
el pensamiento de los nombres y sobre sus instituciones.
Era el espíritu de entonces duro y agrio, templado junto
con el acero que en aventuras y correrías nunca estaba
ocioso, o alimentado en las celdas sombrías de los claus-
tros. El cuartel y el convento eran las dos instituciones
básicas de aquellas sociedades y aquellos Gobiernos, las
dos recias .columnas que sustentaban el pesado edificio
del absolutismo. Era el prejuicio de la cuna alzando como
ásperos murallones orgullos indomeñables de clases, pro-
cedencias y abolengos... Y por eso también aparece más
grande, más levantada,. más noble, la actitud de los mo-
narcas hispanos procurando sobreponerse, aunque sin con-
seguirlo, al ambiente de la época.
Pues degradado en la servidumbre de encomenderos
y frailes, servidumbre de tres siglos, salió el indio maya
para entrar en nuestra nominal era de libertad, llegando
a ella tan siervo como había sido en la Colonia, y pa-
ralelamente a él, el encomendero colonial siguió viviendo
como en una transmigración del espíritu, en el terrete-
niente que ha llegado hasta nuestros días, y que no cono-
ciendo otros medios en sus relaciones con el indígena, o
no procurándoselos aunque los conociera o se los imagina-
ra, por el santo temor a lo no experimentado, y hallando
en el indio maya un tipo ya perfectamente modelado
dentro de aquel modo de ser, encontró más cómodo, se-
guro y provechoso, y más en consonancia con su espíritu
feudo-colonial, continuar sobre el mismo camino, arras-
trado por la misma fuerza de la impulsión inicial, y a la
que no pudo, no supo o no quiso, echar el freno que la
contuviera.
La relajación sufrida por el indio maya no es un fe-
nómeno. Todo animal, y hasta las plantas están condena-
das a ella cuando concurren en ellos circunstancias que
la provoquen. Encadenad a un animal y acabaréis por
quebrantar en él sus condiciones primitivas. Sujetad una
planta a tratamientos depresivos, y acaso no la veréis mo-
rir, pero si la veréis degenerar, sin que en ninguno de
ambos casos se puedan achacar las nuevas y precarias con-
diciones a que se reduzcan a la especie misma, como han
pretendido quienes asignan las condiciones depresivas y
míseras del actual indio maya a razones idiosincráticas o
ancestrales... El hombre como todos los demás seres, no
es mas que una manifestación de la naturaleza y no esca-
pa a la inmutabilidad de sus leyes.
Naturalmente no es privativo de Yucatán ese sueño
cataléptico en el pasado secular. Con seguridad en la ma-
yor parte de nuestros países hermanos acontece lo propio,
pero como hemos expresado ello no envuelve una abso-
lución. Además los cien años transcurridos desde la eman-
cipación de dichos países de la Corona española, no han
sido lo más a propósito para una rehabilitación. Tén-
gase en cuenta que esos cien años los han pasado en el
hirviente crisol de su formación como entidades libres,
entre feroces luchas intestinas y dictaduras tanto o más
sombrías que el más despótico y retrógrado absolutismo,
medio-ambiente por completo desfavorable a transforma-
ciones que moralmente tienen que sustentarse en la Li-
bertad y en la Justicia.
Nuestros pueblos de troncalidad indohispánica tienen
una civilización a base franciscana, como advierte muy
bien en uno de sus libros el Señor Obispo Carrilo y An-
cona, aunque en son de elogio y referencia a que fueron
los religiosos franciscanos los primeros en enseñar en las
tierras conquistadas, (enseñanza que, decimos nosotros,
nunca llegó al indio en forma siquiera medianamente
eficiente). Nunca intentaremos negar la verdad de esa ob-
servación, pues reconocemos los grandes beneficios que
esa enseñanza prestó como elemento básico a la civili-
zación de nuestros países, a su civilización en general, en-
tiéndase bien, pero seguir caminando sobre esas huellas,
ya iba siendo en verdad algo anacrónico y reñido con el
espíritu que hoy alienta a la humanidad.
Es innegable que una enseñanza eficiente, desde lue-
go no esa tan nominal, tan nula, tan de sobra que se le
ha impartido y diz que se le imparte hoy, y que es una
muy absoluta farsa, así se diga que hay cien mil* es-
cuelas fundadas en nuestros campos, pues ya sabemos to-
dos que juntas las cien mil no podrían formar una sola
que mereceria tal nombre de escuela, pues hasta hay no
pocas de ellas en las cuales es necesario empezar por en-
señar al maestro, es innegable, decimos, que una enseñan-
za en forma sería un gran factor para mejorar la condi-
ción social e intelectual del indio. Pero nos aventuramos
a decir que con ser mucho no sería todo, ni siquiera lo
bastante. Es que ya no hay campo para el provecho de
esa enseñanza abandonada a sus propias fuerzas. Ya no
hay materia mental suficiente a asimilársela. El infeliz
maya tiene ya tan quebrantadas, tan casi extinguidas por
la servidumbre y la humillación sus facultades psiquícas,
se le ha formado, como decíamos antes, un temperamento
tan anodino, se le ha acercado tanto a la mísera condición
de cosa, que ha llegado al punto de ser necesario en él
el ingerto de elementos superiores.
Una inmigración selecta hasta donde fuera posible,
de siquiera cierta superioridad mental sobre la del indio,
y la escuela en su plena misión, harían la obra. No estri-
'baría únicamente en la penetración material de un ele-
mento con otro. El mismo trato diario con gentes de otra
índole, de otras .costumbres, de otro modo de ser y de pen-
sar, acabarían forzosamente por crear al rededor de él
un nuevo ambiente, al cual por un fenómeno natural de
adaptación iría entrando poco a poco, y así hasta conse-
guir poco a poco también su regeneración.
Sin alardes proféticos que fueran necios, pues la re-
flexión que vamos a hacer se desprende de la misma na-
turaleza de las cosas, téngase en cuenta que sólo por esos
medios, y nada más que por ellos, podrá no sólo el in-
dio maya conseguir su redención, su verdadera redención,
sino que por esos mismos medios también, y nada más
que por ellos, puede el hacendado yucateco conseguir la
suya.
RECTIFICACIONES.
Acaso parezca fuera de lugar este capítulo. No lo está,
sin embargo, atendiendo a que venimos estudiando la si-
tuación del indio, así durante la colonia como en nuestra
época actual, para establecer la relación entre una y otra.
Nada, pues, que se refiera a esa situación resulta de sobra,
y máxime tratándose de lo que asentamos ya varias veces,
y es la sensible falta de su civilización no realizada o des-
cuidada absolutamente por sus conquistadores.
Hay otra consideración que da a este capítulo por
lo menos el don de la oportunidad, y es que en relación
con ese mismo tópico viene rectificando al mismo tiempo
una apreciación histórica sobre algo que fué muy trasce-
dental entre nosotros: la guerra de castas.
El que fué ilustre Obispo de Yucatán, y afanoso his-
toriador nuestro, don Crescencio Carrillo y Ancona, en su
"Vida del Venerable Fray Manuel Martínez", reconoce
esa falta de instrucción en el indio maya de la colonia,
pero la reconoce a medias, y como a la fuerza, para fun-
dar una explicación, bajo muchos conceptos insostenible,
a nuestra referida guerra de castas, forzando por decir
así una consideración histórica para adaptarla a su cri-
terio estrechamente dogmático. Considera y asegura que
si pudo surgir la guerra de castas en Yucatán, fué por
haber quedado inconcluída la obra de civilización cris-
tiana emprendida en el indio por el fraile franciscano,
y por haberse suplido esa enseñanza en aquél con ideas
anticatólicas y revolucionarias.
Dice así: "Cortar de repente a raíz como se hizo en
1821 el árbol benéfico que tal fruto producía (se refiere
a la enseñanza franciscana) y extinguiendo los conventos
y obligando a los monjes a secularizarse y a desaparecer,
propagándose e infiltrándose al mismo tiempo por todas
las capas sociales (como se ve incluye al indio) las ideas
anticatólicas y revolucionarias que califican de fanático
al perfecto cristiano, de inútil y pernicioso al monje, de
despreciable la doctrina cristiana, y en fin, de enemiga
del Estado a la Iglesia, ¿qué había de producir sino el
desorden social, la discordia civil entre los hijos de los
conquistadores y la guerra de castas rebelándose los abo-
rígenes contra todas las demás razas? Sin los misioneros
franciscanos, la conquista española en Yucatán no se ha-
bría consumado de una manera justa, digna y beneficiosa,
así para el conquistador como para el conquistado, y pues-
to que a los tres siglos no habían concluido los misioneros
la obra trascedental y grandiosa de connaturalizar a los
indios con la esencia de la civilización, y consiguiente-
mente de facilitar y concluir su amalgama con la raza
blanca, el suprimirlos, a los franciscanos, era cegar el
único manantial de que pendía la salud y el engrande-
cimiento de nuestro pueblo, y de aquí volvemos a decir,
tenía que resultar necesariamente la discordia civil y la
guerra de castas, a no ser que imitando a la América dal
Norte, y teniendo el mismo poder que allí tienen los hi-
jos de los conquistadores, hubiésemos seguido la práctica
antihumanitaria, anticristiana y anticivilizadora, de ex-
terminar a la raza indígena, arrogándonos después el dic-
tado antonomásico de americanos (!)."
Las palabras que en esta cita aparecen subrayadas,
las hemos subrayado nosotros para fijar la atención del
lector de una manera especial.
Cálida es esa requisitoria del Prelado yucateco, y grave
capítulo de cargos el que hace a los hombres de aquella
época. Pero requisitoria y capítulos de cargos se deshacen
deleznablemente con el más pequeño exámen. Son mu-
chas y asoman a primera vista las razones que hay en con-
tra de tantos puntos de vista tergiversados en tan pocas
lineas. Supone el señor Carrillo que se dejó de civilizar
cristianamente al indio para inculcarle ideas liberales, an-
ticatólicas, revolucionarias... No sabemos cuando se haya
hecho semejante cosa con el indio ni quién la haya hecho.
Hasta la fecha que cita, 1821, nadie jamás se había ocu-
pado de liberalizar al indio ni inculcarle ideas anticris-
tianas. .. Siempre estuvo hasta nuestros días en manos
de los sacerdotes su llamada educación doctrinaria. Esto
lo sabemos todos, lo sabe todo el mundo... No es sino a
muy últimas fechas cuando se le han no diremos incul-
cado, sino predicado ideas anticatólicas, no liberales en-
tiéndase bien, pues más han sido ideas subversivas que
otra cosa.
Supone que después de tres siglos no había concluído
el fraile franciscano la obra de la civilización del indio,
no habiéndolo podido connaturalizar con la esencia de
ella. Después de tres siglos de esa enseñanza surgió la gue-
rra de castas en la que aparecieron en el indio sus instin-
tos primitivos de ferocidad y barbarie, asolando, queman-
do, martirizando, descuartizando niños, mujeres y ancia-
nos ... Si después de tres siglos aquella enseñanza
no había logrado modificar esos caractéres, esos instintos
de barbarie y salvajismo que lo caracterizó en aque-
lla guerra inolvidable, hay que confesar, aunque no se
quisiese, o que no hubo tal enseñanza o que fué un fra-
caso completo, pues sólo así podría explicarse que a vuel-
ta de trescientos años ofreciera el maya el lastimoso es-
pectáculo de estar inspirado todavía por aquellos instin-
tos primitivos de barbarie. Y si después de tres siglos esa
enseñanza no había logrado modificar esos caracteres, esos
instintos, francamente ya se podía perder toda esperanza
de que más tarde lo lograra, y por consiguiente sobra-
ba el conservar la orden al menos para tales fines de ins-
trucción al indio. Téngase en cuenta que esos trescientos
años suponen varias generaciones, y que por lo menos
las últimas desde su infancia las tuvo el franciscano en-
tre sus manos, y si ni así pudo civilizar al indio y cris-
tianizarlo suquiera hasta destruír en él sus hábitos sal-
vajes, ¿ qué se podía esperar entonces ?... ¿Ya eso lla-
ma el señor Carrillo y Ancona no haberlo acercado todavía
a la esencia de la civilización ?... ¡ Oh! no se necesita tan-
to, no se necesita llegar a esa esencia para dejar de come-
ter tamaños actos de salvajismo como los que cometió
entonces el indio...
Es decir, así debiera ser; es lo menos que puede pe-
dirse a una civilización siquiera mediana... Desgracia-
damente para vergüenza de la especie, hay casos en que el
hombre cae en los excesos salvajes más execrables, sin que
sea parte a evitarlo la religión, por más cristiana que se la
suponga... Remitimos al lector a una descripción del
padre Landa, que encontrará más abajo.
En los demás países de la América española, existen
y siguen existiendo razas indígenas en el mismo estado
que la nuestra. Las ideas liberales entraron también a
esos países en la misma época que en el nuestro, y hasta
hoy no ha habido en ninguno de ellos una guerra de
castas como la que registra nuestra historia. Ello no quie-
re decir que Ice indios de esos otros países estén más civi-
lizados que el nuestro, pues permanecen en el mismo gra-
do de ignorancia, pero si quiere decir en forma irrepüca-
ble que es pueril ir a buscar la causa de nuestra guerra de
castas en las razones que aduce el señor Carrillo. Si igua-
les causas producen iguales efectos, sería notablemente
raro que solamente, únicamente en Yucatán se produjera
esa guerra por tales motivos... ¿ Por qué, pues, asentar
tan rotundamente que por esas razones que da el señor
Carrillo "tenía que resultar necesariamente la discordia
civil y la guerra de castas"?...
Es igualmente infantil achacar nuestras discordias
civiles a esa supresión de los conventos y de la enseñan-
za cristiana. Esto es lo mismo que decir que en los paí-
ses de civilización cristiana nunca hay luchas intestinas,
y creemos que no habrá nadie, por más audaz que sea,
que se atreva a afirmar tal cosa. En primer lugar nues-
tras discordias civiles fueron meramente políticas y el as-
pecto religioso apenas si sirvió de pretexto en alguna
de ellas. En segundo lugar no hay quien ignore que las
luchas religiosas, muchas de ellas de carácter esencial-
mente cristiano, son las que más han devastado al mundo.
De manera que hay que negar de la manera más absoluta
y más contundente que la fé o la enseñanza o la civili-
zación cristiana hayan podido nunca evitar las discordias
intestinas. Tenemos a mano precisamente una estadísti-
ca proporcionada por el Barón de Holbach en su libro
"El nuevo Dios", que arroja un total de 9.468,800 muertos
a causa de las guerras religiosas a contar desde el triun-
fo del Cristianismo, y este cómputo está hecho reducien-
do a la mitad el resultado total, y sin contar los miles y
miles de víctimas que en 1643 se registraron en Irlanda
por la lucha entre protestantes y católicos, todos cristianos.
Por otra parte ni la supresión de los Conventos, ni
la secularización de los monjes debían influír en menos-
cabar la enseñanza cristiana al indio, pues con o sin con-
ventos, con hábito o sin él, monje o cura que fuese, éstos
fueron los únicos encargados de esa llamada enseñanza, y
por más liberal que el señor Carrillo intente suponer a
aquella época, todavía no lo era tánto que no fuese la reli-
gión católica uno de los principales factores en nuestra
sociedad.
Por último todos saben hasta la saciedad las causas
inmediatas que provocaron el levantamiento maya para em-
peñarse en la horrible guerra de castas... Todos saben
que fué una consecuencia natural de habérsele aprove-
chado imprudentemente en nuestras luchas intestinas,
de carácter enteramente político. La última, aquella du-
rante la cual vino el alzamiento del maya contra la raza
blanca, fué la provocada por la cuestión de la neutrali-
dad en la guerra norte-americana con México. Diga quien
quiera si en una discordia intestina de tal naturaleza
tenía algo que ver la cuestión religiosa. Esas fueron las
causas inmediatas. Las más lejanas hay que ir a desen-
trañarlas precisamente en el rigor que los conquistadores
y colonizadores usaron para con el indio. Este a pesar de
su conquista, de su bautizo, de su llamada cristianiza-
ción, nunca estuvo reducido en lo absoluto. Durante to-
do el tiempo de la dominación española siempre que pu-
do exteriorizar su enemistad y su odio a sus conquistado-
res y a sus hijos, no excusó de hacerlo. Varios fueron los
levantamientos de indios que se registraron durante aquel
tiempo.Recuérdese que la primera vez que se utilizó al
indio maya para emplearlo en nuestras revueltas locales,
hubo que ofrecérsele la supresión precisamente de algo
que venía muy directamente de esa su cristianización:
la obvención, cosa de la que repugnó siempre.
Son demasiados los puntos débiles en que se apoya la
argumentación del inolvidable Prelado yucateco, y como
siempre lo abonaron mucha inteligencia, mucha ilustra-
ción y mucho talento, es necesario buscar una explicación
a esos sus fallos en la materia de que venimos tratando.
El señor Carrillo, por otros conceptos sumamente
estimable como historiador aunque a las veces dema-
siado imaginativo, se encontró frente a un árduo dilema
que seguramente llegó a afligirlo, y del que no encontró
otro recurso para salir más que echando por el camino de
en medio, como el único que podía acomodar a su criterio
y a sus deseos, atento su carácter eclesiástico.
Cuando nos habla de que el indio yucateco todavía
no llegaba a la esencia de la civilización mediante la en-
señanza franciscana, no es posible entender otra cosa sino
que ya estaba bastante adelantado, es decir, que iba para
el summum, para la perfección, para la esencia... El señor
Carrillo hubiera preferido decir con toda claridad que
el indio maya estaba ya civilizado para sacar airosa la
obra misionera de la Orden, pues era lo menos que podía
pedírsele después de tres centurias de enseñanza... Pe-
ro so le interpuso al autor la guerra de castas. Aparece
en ella el indio totalmente regresivo, como el tipo bárbaro,
como el tipo salvaje, en suma como el tipo primitivo.
¿Cómo había podido ser esto después de tres siglos de
una constante enseñanza civilizadora influída nada menos
que por las prácticas cristianas ?...
Surgió el conflicto en el alma profundamente cató-
lica del Ilustre Obispo de Yucatán. Desde aquel momento
ya no podía hablar con toda holgura de la civilización del
indio, pues le salía al encuentro una prueba contraria
que ponía en interdicto la eficiencia de aquella enseñan-
za, de aquella educación y de aquella cristianización, y
por consiguiente en evidencia la figura del fraile y la
del colonizador. Confesar de plano que no había tal en-
señanza o que si la hubo fué muy deficiente, le era impo-
sible porque era echar abajo la que se reputa obra reden-
tora y civilizadora de tres siglos del fraile franciscano
para con el indígena de estas tierras.
Y tomó por el atajo, con lo que si bien no resolvía el
problema de una manera satisfactoria, salía del atolladero
en la mejor forma posible. Ni proclamar la civilización
del indio ni negarla, con la ventaja de poder formular
un nuevo alegato en defensa de la enseñanza franciscana,
aprvechándose de la guerra de castas para exaltar esa
enseñanza...
Ya lo dijimos y no tenemos empacho en repetirlo cuan-
tas veces se quiera. Mucho debe la civilización hispano-
americana a la obra de aquella enseñanza. No solamente
al fraile de la Seráfica Orden. También al domínico, tam-
bién al jesuíta, pero en otros conceptos, en los que se re-
fieren a la civilización de las demás razas, la blanca o las
procedentes de ella, que han poblado este continente. Esos
misioneros fundaron las primeras escuelas, los primeros
colegios, los primeros institutos, y aunque siempre restrin-
gida dentro del Dogma, ello no podía ser de otro modo
habida cuenta de la época. Pero de todas maneras echó
los cimientos de nuestra civilización. Varias generaciones
se educaron y aprendieron en las cátedras de esos maes-
tros entre los cuales los hubo meritísimos y hasta benemé-
ritos. Toda nuestra cultura, toda nuestra educación ac-
tual no tienen otro fundamento que esas escuelas y esos
maestros. Es más; en la cuestión de la evangelización in-
dígena hubo misioneros llenos de abnegación y de sacri-
ficio que a través de penalidades y peligros sin cuento
entre tribus feroces, comiendo raíces y durmiendo en ple-
no campo, se dieron a la obra de la conversión indígena,
pero esto que glorifica a aquellos misioneros no quiere
decir que la obra hubiera resultado eficiente, ni mucho
menos...
Es sensible que las creencias cualesquiera que ellas
sean lleven a veces hasta la ceguera de no poder estable-
cer las distinciones que reclama la Verdad, y sobre todo
en materias históricas que no reconocen más autoridad
que esa. En la obra de nuestra civilización en general,
la enseñanza franciscana y otras de igual índole religiosa,
levantaron un gran monumento que será imperecedero.
En lo que se refiere al indio fué precaria, y la prueba la te-
nemos a diario, cada vez que el sol alumbra, en la con-
templación de lo que es nuestro indio...
En realidad lo que el indio debe a la enseñanza reli-
giosa colonial fué el haberle ésta suavizado las costumbres,
el haberlo apartado hasta cierto punto de la idolatría...,
hasta cierto punto, repetimos, y el haberlo sustraído del
todo de los inmundos sacrificios humanos. ¿Que esto ya
es mucho 1... Todo lo mucho que se quiera, pero eso fué
todo, sin que eso por grande que sea haya bastado a cris-
tianizarlo efectivamente y a civilizarlo. Quedó así prepa-
rado para su cristianización, y por consiguiente en la po-
sibilidad de ser civilizado, y así seguramente hubiera po-
dido llegar a ser, si al mismo tiempo no hubiese caído en
la degradación por la esclavitud a que lo tuvieron sujeto
sus dominadores, sobre la que ya había pesado sobre el
mismo cuando estuvo sujeto a los príncipes de su raza. Y
allí quedó el indio, aletargado en tal punto, y en tan so-
porífero letargo que hasta hoy permanece hundido en él,
con menos mengua ya de la civilización colonial de hace
varios siglos, que de la nuestra que se dice madura ya, y
que por lo mismo no ha debido consentir en semejante es-
tancamiento.
Entre las fuentes históricas para estudiar las cosas
de nuestra América española, y sobre todo las que se re-
fieren a los indios, hay una reputada con sobra de ra-
zón como de las mejores, por los antecedentes que la mo-
tivaron. Esa fuente histórica corre bajo el título de "No-
ticias Secretas de América" escrita por los marinos es-
pañoles don Jorge Juan y don Antonio Ulloa, obra a la
cual ya antes hicimos referencia pero muy de paso. Es con-
veniente referir esos antecedentes para que el lector pue-
da apreciarla en lo que vale. Los marinos don Jorge Juan
y don Antonio Ulloa fueron dos sabios españoles, Tenien-
tes Generales de la Real Armada, y miembros de la Real
Sociedad de Londres, y de las Reales Academias de Pa-
rís, Berlín y Estokolmo.
En 1735 se les confirió una alta misión científica de
carácter internacional consistente en averiguar el verda-
dero valor de un grado terrestre sobre el Ecuador, en
tanto que se hacía lo mismo en el Norte de Europa para
establecer la forma de la tierra. Con motivo de esa expe-
dición, el Marqués de la Ensenada, entonces primer Se-
cretario de Estado de Fernando VI, dió a los señores Juan
y Ulloa instrucciones precisas para que concluída su mi-
sión científica se dedicasen a averiguar el estado que guar-
daban las cosas de las colonias en aquellas tierras que eran
las de Sud América, para presentar el informe respectivo
al Rey, pero que aquella información se realizara dentro
de la verdad más extricta.
Concluídos sus trabajos científicos se dieron a aquella
escrupulosa tarea en los reinos del Perú y provincias de
Quito, costas de Nueva Granada y Chile, dedicando espe-
cial atención al Perú. Redactado el informe se elevó al Rey
Fernando VI, pero el tal informe era de tan naturaleza,
encerraba tantas denuncias de hechos de los cuales ha-
bían sido testigos los mismos Juan y Ulloa, que el Go-
bierno español juzgó más prudente archivar el informe.
En los archivos permanecieron enterrados aquellos do-
cumentos durante mucho tiempo, hasta que en 1823 un
americanista, M. David Barry, estando en Madrid y que
había estado viajando mucho por tierras de la América
española, consiguió los manuscritos y los sacó a la luz
en 1826 en Londres, con un prólogo harto explicativo y
con profusión de comentarios en el texto. Después de esa
edición, no se había hecho otra sino hasta el año próximo
pasado 1918, por la Biblioteca Ayacucho. En esta segun-
da edición se reproduce íntegra la portada de la prime-
ra y se la acompaña de una nota que dice: "La primera
y única edición de esta célebre obra, fundamental para
el estudio de América en el siglo XVIII, se hizo en Londres
en 1826."
Don Lucas Alamán en sus "Disertaciones" dice que
el conocimiento de los hechos contenidos en ese informe
fué el principio de las muchas y útiles reformas que se
hicieron en la administración de las posesiones ultrama-
rinas.
Creemos que merecían ser sabidos esos antecedentes,
pues aunque esa obra es bastante conocida y citada
siempre por quienes se han ocupado de estudiar la co-
lonización española, nuestro público peninsular o igno-
raba su existencia o estaba muy poco familiarizado con
ella. Hemos expuesto tales antecedentes para llamar la
atención hacía la calidad testimonial que encierra. Se
trata de dos sabios que fueron eminentes y que ningún
interés tenían en tergiversar los hechos por ellos vistos
y narrados, pues no eran colonos, ni empleados en las
colonias, ni representaban en fin, nada que pudiera ha-
ser sospechosos sus juicios, como regularmente ha ocu-
rrido con historiadores y cronistas de esos tiempos.
Ahora bien, si esos informes se refieren a los entonces
reinos del Perú, y provincias de Quito, y costas de Nue-
va Granada y Chile, como el sistema de colonización fué
uno solo, sobre todo en materia de enseñanza religiosa,
claro está que esos informes responden al fin que nos pro-
ponemos y al que nos obliga la verdad histórica muchas
veces adulterada en el sentido de que venimos hablando,
y el cual fin es el de probar la deficencia, o la nulidad
mejor dicho, de la enseñanza del indio, y por consi-
guiente de su civilización en las que fueron colonias es-
pañolas. No hubo en Yucatán ni un don Jorge Juan ni
un don Antonio de Ulloa que recibieran tan especial en-
cargo, ni en tales condiciones de la más absoluta neu-
tralidad. Todos o casi todos nuestros historiadores, con-
temporáneos de nuestra época colonial, fueron precisa-
mente religiosos, y no será nunca en esas fuentes don-
de podríamos encontrar la verdad en toda su pureza en
lo que atañe a cosas que a ellos mismos se refieren. Aun
así no ha faltado alguno que apunte más de una atroci-
dad cometida por los colonizadores, pero entonces y con
grande asombro vemos como hay historiadores de nues-
tros días que los llamen exagerados, como si más intere-
sados estuvieran éstos en ocultar ciertas verdades que
los mismos autores que las relatan. Algo semejante ha
ocurrido con las noticias proporcionadas por el padre
Landa... Pero en cuanto a la deficencia o nulidad de
de la cristianización, naturalmente, no hay uno de esos
historiadores o cronistas de la época colonial que la con-
fiesen.
Pues bien, he aquí como encontraron don Jorge Juan
y don Antonio de Ulloa que se practicaba la enseñanza
cristiana entre los indios de aquellos países: "La doctrina
se dice unas veces en la lengua del Inca o de los indios,
que es lo más común, y otras veces se dice en la lengua
castellana, que para ninguno de ellos es inteligible; este
rezo dura poco más de media hora, y a esto se reduce
toda la instrucción cristiana que se le da a los indios,
de cuyo método se saca tan poco fruto, que los viejos de
sesenta años no saben más que los cholitos pequeños de
seis años; y ni éstos ni aquellos aprenden más que hicie-
ran los papagayos si se les enseñara, porque ni se les pre-
gunta en particular, ni se les explican los misterios de
la fe con la formalidad necesaria, ni se examinan para ver
si comprenden lo que dicen, ni dárselo a entender con
con mayor claridad a los que por su rudeza lo necesitan,
circunstancia tanto más precisa en aquella nación cuanto
es menos el estímulo que tienen en sus conciencias pa-
ra instruirse y mayor la tibieza propia de sus genios pa-
ra las cosas de religión. Así como toda la enseñanza se
reduce más al aire de la tonada que al sentido de las pala-
bras, solamente cantando saben por sí solos repetir a reta-
zos algunas cosas, pero cuando se les pregunta por algún
punto no aciertan a concertar palabra, teniendo de lo
poco que saben tan escasa compresión y firmeza de su
sentido, que cuando se les pregunta quien es la Santí-
sima Trinidad, unas veces responden que el Padre y otras
que la Virgen María"
¿Puede hacerse pintura más fiel y al mismo tiempo
más desconsoladora de lo que fué la tan famosa obra de
evangelización y civilización indígena ?... ¿ Quién en
efecto no sabe que poco más o menos esa y no otra ha sido
la forma empleada en todas partes para enseñar al in-
dio ?... ¿ Quién osará afirmar que hay alguna diferencia
entre el sistema empleado en el Perú y otros lugares y
denunciado por los señores Juan y Ulloa y el empleado
con el indio yucateco ?... ¿ Quién llevaría su audacia has-
ta asegurar que Yucatán pudo haber sido una gloriosa
excepción?... ¿Ya eso se ha llamado instruir?... ¿ Y
a eso se ha llamado civilizar ?... ¿Ya eso se ha llamado
cristianizar ?...
Sin embargo, para qué hacer, suposiciones si tenemos
el testimonio de Fray Diego López de Cogolludo pro-
vincial que fué de la Orden Franciscana en Yucatán,
y por consiguiente autoridad insospechable en la mate-
ria?... "Come van entrando (los indios a la Iglesia), se
apartan los varones al lado del evangelio, las mujeres al
lado de la epístola, y habiendo hecho oración al Santí-
simo Sacramento, se sientan en el suelo y las justicias
tienen sus bancos en que sentarse. Recogida la mayor par-
te salen dos sacristanes con sobrepellices, debajo sus ropas
coloradas, y puestos en pie en el fin de la capilla mayor,
principio del cuerpo de la iglesia, cantan las cuatro ora-
ciones en séptimo tono, repitiendo el pueblo lo que los
sacristanes dicen. Lo restante de la doctrina cristiana se
canta en tono llano... En habiéndose dado principio a
cantar la doctrina, dos tupiles o alguaciles de ella se ponen
a las puertas de la iglesia con una disciplina en la mano,
y al que llega tarde, con algún azote que le alcanza al
entrar, hacen que reconozca la pereza que ha tenido en
venir al santo ejercicio." Historia de Yucatán.
¿Teníamos razón o no al asegurar que esta es la hora
que el infeliz maya no comprende, no digamos los mis-
terios, ni el sentido de los más sencillos ritos de la reli-
gión que se le obligó a abrazar?... ¿No está en el mismo
caso del indio peruano que respondía unas veces que la
Trinidad era el Padre y otros la Virgen María ?... Y so-
bre todo ¿habrá quién no vea en el actual indio yucateco
y en el indio de todas estas tierras, el resultado natural
de esa tan célebre pero tan nula enseñanza ?...
¿Podría decirnos alguien en qué se diferencia la des-
cripción de Cogolludo a la de los señores Juan y Ulloa?...
Tenga en cuenta el lector que los informes proporcio-
nados por aquellos sabios marinos españoles se refieren
al año de 1735, es decir, dos siglos después de comenzada
la obra de la colonización...
Pero ya hasta en los mismos instantes en que las colo-
nias americanas se iban a desprender de la corona espa-
ñola ocurría y se hacían las mismas denuncias por digna-
tarios o enviados españoles que resultan gentes de más con-
ciencia y más humanitarias que quienes por un mal cal-
culado dogmatismo prefieren desvirtuar esencialmente la
verdad.
En 1800 el Ministro de Indias, don Miguel Cayetano
Soler, envió a don Demetrio O. Higgins, ilustre apellido,
de intendente a Cuamanea, intendencia del Perú com-
puesta de ocho provincias, con el encargo especial de que
le informase cuidadosamente de cuanto encontrase en la
visita que debía girar a toda la intendencia. Girada ésta
rindió el informe, y cuando dos años después volvió a
girar otra visita, esto es en 1802, rindió una nueva infor-
mación, y en esta segunda se lee lo siguiente:
"En el expediente de mi anterior visita expuse lo
cportuno sobre esta materia (la cristianización del indio);
mas como en Real Cédula de 21 de Marzo de 1787 se pre-
viene por su Majestad que cada dos años, o de tres en
tres, se le de cuenta de los adelantamientos espirituales que
tengan en sus respectivas provincias, (los indios), me es
forzoso manifestar que absolutamente se ha logrado ven-
taja alguna en esta conversión, y sólo el dispendio del
ramo destinado a ese fin.
No era extraño, pues, que con tan precaria enseñanza,
el demonio destruyese en un día todo lo adelantado en
un año, como hizo observar el tercer Concilio de Lima:
"Para exterminar de la fé cristiana la peste que ince-
: antemente están fomentando entre la tierna grey de
Cristo, los adivinos y pervertísimos flámines de los demo-
nios, cuya maldad es tan grande que en un día destruyen
cuanto en un año han edificado los sacerdotes de Cristo.. "
Esto en 1582. En 1800 seguían probablemente los flámines
del demonio destruyendo en un día lo que se adelantaba en
un año... "Desde que empezaron las conversiones en la
frontera de Guanta agrega el señor O. Higgins, que hace
muchos años, hasta hoy (1802) no se ha visto la más mí-
nima población de infieles catequizados, siendo ésta la
más eficaz prueba del ningún fruto que se ha conse-
guido".
Ochenta años después de su conversión recaían los
indios en la idolatría, pero no por falta de predicadores,
no porque no estuviesen bien cristianizados, sino por in-
solentes. En 1636 en el informe contra "Idolorun Culto-
res", del Obispado de Yucatán, rendido al Rey por el
Dean Sánchez de Aguilar, se lee: "... debe asentarse y
publicarse respecto de los indios de esta provincia (Yuca-
tán) que por 80 años, según lo que dije en el primer fun-
damento, conocieron nuestra Pe mediante la gran doc-
trina de varones religiosísimos de la Orden de San Fran-
cisco y de algunos clérigos que hasta hoy cuidan de este
rebaño. Y han recaído en su idolatría no por falta de
predicadores, sino debe decirse, por su insolencia, perti-
nacia y pereza..." No sabíamos que la insolencia y la
pereza pudieran ser causa de que un catequizado pudiera
a los ochenta años de su conversión volver a su estado pri-
mitivo, y en cuanto a la pertinacia, ésta era precisamen-
te la que debía haber evitado ya esa enseñanza cristiana,
pues de no evitarla, entonces ¿ para qué servía ?...
Ya sabemos que se nos pueden traer a colación ejem-
plos, citársenos personalidades indias, que han descolla-
do en la Iglesia, y hasta en las ciencias. Sí, se nos pueden
citar nombres. Pero eso es dar en las excepciones, no en
la regla. Nosotros, sin embargo las aceptamos, pero las
aceptamos, precisamente para sostener nuestra tésis de
que el indio sí es susceptible de progreso y civilización.
Esas citas son ejemplares para el caso. Pero si individual-
mente fundan excepciones, es precisamente porque por ex-
cepción se ha puesto al indio en tal camino.
Ocurre con esto una cosa curiosa, pero que descubre
cierta falta de honradez en la apreciación: Cuando se sos-
tiene que el indio idiosincráticamente es un incapaz y que
está destinado a ser lo que es, porque su constitución ét-
nica es de piedra, cuando en estos casos, decimos, se citan
esas excepciones a que nos hemos referido, se contesta in-
variablemente que no pueden tomarse en consideración,
por lo mismo de ser excepcionales. Y cuando se habla de
su cristianización y de su civilización por los misioneros,
entonces se citan como ejemplos esos casos, para fundar
en ellos como una verdad que sí hubo tal cristianización y
tal civilización. Entonces, ¿en qué quedamos?...
Volvamos nuevamente al párrafo del Sr. Obispo Carri
lio: Afirma que tenía que surgir necesariamente la guerra
de castas por las razones que tan a la ligera apunta, y
concluye: "a no ser que imitando a la América del Norte,
y teniendo el mismo poder que allí tienen los hijos de los
conquistadores, hubiésemos seguido la práctica antihuma-
nitaria, anticristiana y anticivilizadora, de exterminar a
la raza indígena"... El Sr. Carrillo establece, pues, este
postulado: La colonización sajona exterminó al indio. La
colonización española, no.
Incurre el Prelado yucateco en un error muy frecuente
en el vulgo de tomar como verdades absolutas, casi axio-
máticas, las que de serlo lo son con una escasa relatividad.
Esa del exterminio del indio, por el colonizador inglés, y
la del no exterminio del indio por el colonizador hispano,
pertenecen a esa clase de verdades que han cobrado pa-
tentes de absolutas porque sí y nada más porque sí.
Si el Illmo. Sr. Carrillo antes de lanzar en forma tan
rotunda esa afirmación hubiese vuelto los ojos a las An-
tillas, seguramente se hubiese cuidado de hacer esa de-
claración, tanto más cuanto que no tenía necesidad de ha-
cerla. Si hubiese vuelto la mirada a las Antillas hubiese
visto que allí ya no existe ni un solo indio, y que su des-
aparición no data de nuestros tiempos modernos, sino des-
de poco después del descubrimiento de esas tierras. Y
hubiese recordado, pues seguramente no lo ignoraba,
que la extinción del indio antillano fué precisamente la
causa que originó la inmigración africana a esos países,
en su repugnante forma de esclavitud. Y si después de
esa ojeada a la porción antillana hubiese vuelto los ojos
a los Estados Unidos, se hubiera encontrado con que allí
todavía existen tribus indígenas, muy mermadas, todo lo
mermadas que se quiera, pero existen, y en las islas anti-
llanas no. Y existían en mayor número en 1821, fecha a
que hace referencia el autor de quien nos venimos ocu-
pando. De manera que si se estableciera la comparación
entre las Antillas, de abolengo hispánico, y los Estados
Unidos de Norte América, de abolengo británico, vendría
a pararse en que la verdad sería lo contrario de lo afirmado
por el Sr. Carrillo.
Un gran español, una de las mentalidades más altas,
más ecuánimes, más patrióticas, más cultas, y hasta más
videntes de la madre patria, D. Rafael Ma. de Labra, cuya
autoridad en estas materias nunca nadie ha puesto a dis-
cusión, ni podría ponerse, pues no se trata de considerar
opiniones, sino hechos realizados, dijo así en las que fue-
ron aquellas sus famosas conferencias en el Ateneo de
Madrid, recogidas luego en el volumen titulado La Coloni-
zación en la Historia: "Aun no pasados doce años (habla
del descubrimiento de Santo Domingo), aquella tierra tan
bella, tan dulce, tan adorable, había sido teatro de las lu-
chas internas de los europeos devorados por todas las ma-
las pasiones, y de la persecución y el sacrificio de los bon-
dadosos indios por parte de sus huéspedes al punto de que
de la primitiva población de la isla, apenas quedara la
tercera parte..." "La despoblación de la Antilla, re-
sultado a la vez de los famosos repartimientos o destrui-
mientos de indios (como ya se les llamó en el siglo
XVI)..."
Claro está que no habrán perecido por exterminio los
millones de habitantes que tenía Santo Domingo al ser
descubierto, pues sería mucho suponer ni tal es nuestro '
intento; habrá que descontar las víctimas de los desastres
naturales sufridos por la isla durante aquellos tiempos,
pero sí puede asegurarse que la crueldad en el trato fué
factor muy principal.
El mismo D. Rafael Ma. de Labra dice en otro lugar de
su obra: "Valverde en su Idea del valor de la isla espa-
ñola (Santo Domingo), publicada en 1785, daba a ésta en
los días del descubrimiento unos cinco millones de habi-
tantes. El padre Las Casas dice en 1542 (a los cincuenta
años) que allí no había más de doscientos indígenas..."
Y comenta así el autor: "El crimen era estupendo, se-
ñores ... ¡Y fué consumado!''
Nuestro D. Lucas Alamán, autoridad igualmente insos-
pechable en estas materias, dice en sus Disertaciones: "Los
encomenderos en vez de ocuparse de la instrucción reli-
giosa de los naturales que les habían sido repartidos, no
trataron más que de aprovecharse de su trabajo para sus
granjerías y negociaciones particulares, lo que vino a ser
el motivo de la destrucción de los antiguos habitantes de
las islas Antillas, cuya falta se trató de suplir con las ca-
cerías de hombres que se hacían en la costa firme y demás
puntos del continente que se iban descubriendo."
Otra pequeña ojeada a las Noticias Secretas de Amé-
rica nos hará dar con este informe de los Sres. Juan y
Ulloa: "No alcanzando el salario de los indios a pagarlo
a un precio tan alto, (el maíz), ni teniendo bienes ni otros
recursos para comprarlo fuera de lo que produce su tra-
bajo personal, se hallan privados de sustento porque los
amos venden todo el maíz en los pueblos para convertirlo
en plata, conducta cruel que deja a los desvalidos indios,
que trabajan en sus casas y para ellos (los amos), aban-
donados sin caridad a perecer de hambre. Esto se experi-
mentó en la provincia de Quito durante los años de 1743
y 1744, cuando nosotros estábamos allá; la escasez de los
granos fué mucha, y la impiedad con que los amos trata-
ron a los mismos indios fué tan horrible, que les suspen-
dieron aquel su único alimento para venderlo a precios
altos, de lo que provino una mortandad de indios en todas
las haciendas, además de la que se experimentó en los pue-
blos, muchos de los cuales quedaron casi asolados."
Sobre el trato inhumano sobre toda ponderación que
se daba a los indios en los llamados obrajes, dicen aquellos
mismos autores: "La consecuencia de este trato es que
aquellos indios se enferman a poco tiempo de estar en
aquel lugar, y consumida su naturaleza, por una parte con
la falta de alimento, por otra con la repetición del cruel
castigo, así como por la enfermedad que contraen con la
mala calidad de alimento, mueren aun antes de haber po-
dido pagar el tributo con los jornales de su trabajo. El
indio pierde la vida y el país aquel habitante, de lo cual
se origina la disminución tan grande que se advierte en
la población peruana. Tal es la lástima que causan cuan-
do los sacan muertos, que conmoviera a compasión a los
corazones despiadados. Sólo se ve en ellos un esqueleto
que está diciendo la causa y motivo de haber perecido, y
la mayor parte de éstos mueren en los mismos obrajes
con las tareas en las manos."
Refiriéndose los mismos autores a las mitas, especie de
repartimientos, se expresan así: "Lo que se ha referido
debe convencer que los españoles de aquellos países han
ponderado la ociosidad de los indios para hacer indispen-
sable la necesidad de la mita por beneficio de su propia
utilidad, lo que resulta directamente en perjuicio de los
indios y gravamen de la Real Hacienda, porque siendo
considerable el número de los que perecen en ella por
el desmesurado rigor, por la falta de alimento y por la
ninguna caridad que se tiene con ellos, cuanto más se dis-
minuye el número de los indios, tanto más se acorta el
producto de los tributos y se reducen las poblaciones."
El comentarista de la obra de Juan y Ulloa y que fué
quien la sacó a luz, M. David Barry, y quien como hemos
dicho vivió varios años en aquellas tierras, se expresa así
de la mita: "¡Mita! Voz horrible, de la que no pueden
tener justa idea los que no han estado en aquellos paí-
ses... Conscripción anual por la que un crecido número
de hombres nacidos y reputados por libres, son arrastra-
dos de sus pueblos y del seno de sus familias a distancias
de más de cien leguas para forzarlos al trabajo nocivo de
las minas, al de las fábricas y otros ejercicios violentos,
de los cuales apenas sobrevivía una décima parte para vol-
ver a sus casas."
Respecto al despojo que esos indios sufrían de sus tie-
rras y a la formación de las haciendas de los colonos, dicen
las Noticias Secretas: "Dos beneficios grandes consiguen
los dueños de haciendas en despojar a los indios de las
tierras que poseen: uno, el agrandar las suyas como que-
da dicho (acordaos del nexo colonial de que hemos habla-
do al principiar este tratado...), y otro es que aquellos
indios que han quedado imposibilitados de trabajar de
cuenta suya, se ven precisados a hacer mita voluntaria...
Viéndose el infeliz (el indio) perseguido, sin medios para
mantener a su familia, ni para pagar el tributo cuando se
le cumple el plazo, huyendo de perecer en un obraje, se
ve precisado a venderse en una hacienda para que su amo
lo satisfaga por él; de lo que resulta la despoblación de
aquellos naturales, porque la miseria, el pesar y el mucho
trabajo va arruinando la salud de toda aquella familia,
hasta que consumidos, mueren."
"Estas dos especies de tiranía (la proveniente de las
minas y de las haciendas), dice Barry, han causado una
disminución sin ejemplar en la población de los indios del
Perú sujetos al yugo español."
Por último, las estadísticas suponen que por lo menos
tenía el imperio inca, al efectuarse la conquista, unos seis
millones de habitantes, número demasiado bajo si se pien-
sa en lo grande de aquel imperio. El censo hecho en 1796
por orden del entonces Virrey del Perú, Gil y Lemos,
apenas arrojó un total de 608.899 indios. Al tiempo de la
emancipación este número ya estaba reducido considera-
blemente.
Cuando Mr. de Paw hace referencia a que se calcu-
laban en 200,000 los indios americanos muertos en un año
por el transporte de carga, achacando esto a la falta de
fuerza de aquéllos, Clavijero en su Historia de México
refuta la causa expuesta por Mr. Paw, y explica que no
por no ser fuertes morían, produciéndose así: "Como pe-
recieron aquellos 200,000 hombres americanos, hubieran
perecido 200,000 prusianos, si se les hubiese obligado a
hacer un viaje de 300 a 400 o más millas, con cien libras
de peso en los hombros de cada uno; si hubieran llevado
al cuello gruesas argollas, sujetas con cadena de hierro,
obligándolos a caminar por montes y asperezas, cortando
la cabeza a los que se cansaban, o a los que se les rompían
las piernas, para que no detuviesen a los otros, y dando
a todos un mezquinísimo alimento para sobrellevar tan enor-
me fatiga."
Si todas estas crueldades, si todos estos abusos, si todo
lo que hemos relatado por medio de citas respetables, no
son procedimientos de exterminio, entonces nada tenemos
que reprochar al párrafo del Sr. Carrillo y Ancona...
Hemos traído a colación todos los datos que anteceden
para combatir esa que es creencia demasiado generaliza-
da de que la colonización española no exterminó a los in-
dios y la sajona sí, fundando en esto la mayor diferencia
entre una y otra. Por lo demás, es cierto que si bien en
las cosas que se referían a la instrucción del indio no cabe
hacer distingos, pues el sistema de enseñanza fué igual
en todas las colonias hispanas de este lado de los mares, y
por eso el actual indio de todas ellas presenta los mismos
síntomas y caractéres de ignorancia y decadencia, tam-
bién es cierto que la crueldad de los colonizadores tuvo en
algunos lugares mayor fuerza y aspectos más sombríos
que en otros, según el trabajo a que se veían reducidos
los indios dada la naturaleza del suelo que habitaban o
a alguna otra circunstancia. Perú, y las Antillas, fueron
acaso las más castigadas, hasta el punto de desaparecer
completamente la población indígena de las segundas y
quedar considerablemente rebajada la de la primera. Se-
guramente fué así en el caso del Perú por las minas, y en
el de las Antillas, porque habiendo sido las primeras en
ser descubiertas, la ambición y crueldad de conquistadores
y colonizadores no tenían el freno de las disposiciones que
más tarde fueron dictando los monarcas españoles precisa-
mente para contener tanto atropello, y que si bien es cierto
que de muy poco sirvieron, pues nunca cortaron el mal,
en algo debían influir para siquiera hacer menos excesiva
la crueldad en el trato con el indio conquistado.
Yucatán puede decirse que no fué de las tierras más
martirizadas en ese sentido. No le alcanzó esa crueldad
hasta los límites tan repugnantes que se advierten en otras
partes, o por lo menos no llegó a ser sistemática... La
hubo sinembargo algunas veces y aun con esos caractéres
de exterminio y destrucción.
Escuchad. El padre Landa, en su Relación de las cosas
de Yucatán, trae este párrafo acalambrante: "Que los in-
dios recibían pesadamente el iugo de la servidumbre; mas
los españoles tenían bien repartidos sus pueblos que abra-
gavan la tierra, aunque no faltaba entre los indios quien
los alterase, sobre lo cual se hizieron castigos muy crueles
que fué causa que se apocasse la gente. Quemaron vivos
algunos principales de la provincia de Cupul, y ahorca-
ron otros. Hízose información contra los de Yobaín, pue-
blo de los Cheles, y prendieron la gente principal y me-
tiéronlos en una casa de cepos y pegaron fuego a la casa
y se abrazaron vivos con la mayor inhumanidad del mun-
do y dize este Diego de Landa que él vió un gran arbol
cerca del pueblo en el cual un capitán ahorcó muchas
mugeres indias en las ramas, y de los piés dellas los niños
sus hijos y que en este mismo pueblo y en otro que dicen
Verey, dos leguas del, ahorcaron dos indias, la una don-
cella y la otra recién casada... Que se alteraron los in-
dios de la provincia de Gochuá y Chetemal y que los es-
pañoles los apaziguaron de tal manera que siendo dos
provincias las más pobladas y llenas de gente, quedaron
las más desventuradas de toda aquella tierra, haziendo en
ellas crueldades inauditas, cortando manos, bracos y pier-
nas, y a las mujeres los pechos y echándolas en lagunas
hondas con calabazas atadas a los piés, y dando estocadas
a niños porque no andavan tanto como las madres; y si
los que llevavan en colleras enfermaban o no andavan tan-
to como los otros, cortávanles las cabegas, por no pararse
a soltarlos... " "Que los españoles se disculpan con dezir
que siendo ellos pocos, no podían sujetar tanta gente sin
ponerles miedo con castigos terribles y traen exemplo de
historias y de la pasada de los Hebreos a la tierra de pro-
misión con grandes crueldades, por mandado de Dios..."
Cuando después de leer estas cosas y otras de las ya
antes narradas se vuelve la vista al párrafo del Sr. Obis-
po Carrillo, en que dice que necesariamente tenía que ocu-
rrir la guerra de castas por no estar concluída en el indio
su enseñanza cristiana, llénase el alma de pesadumbre al
considerar, como ya antes hicimos notar, que no siempre la
civilización ni por muy avanzada ni por muy cristiana que
se la suponga, es suficiente a extirpar en el hombre ciertos
impulsos regresivos que lo vuelven a las épocas más bárba-
ras. Por no estar suficientemente civilizado el indio y por
habérsele influenciado de ideas anticristianas según el sen-
tir del Prelado yucateco, dió en la guerra de castas, bár-
bara, muy bárbara, y en la que se distinguió precisamente
haciendo eso mismo que narra el padre Landa que hicieron
los españoles, esto es, matar, incendiar, torturar, cortar los
miembros a los cuerpos de sus víctimas, traspasar niños,
etc., etc.... y esos españoles sí estaban civilizados, y den-
tro de una civilización harto cristiana... ¡ Qué magnífico
ejemplo el que daban a sus discípulos!... ¡Y qué nega-
ción más terminante de la tesis del Sr. Carrillo!...
Sí, ya sabemos que se tacha al padre Landa de exa-
gerado en sus relatos, como también se tacha de lo mismo
al inmortal domínico Las Casas. Volvemos a advertir que
los historiadores y cronistas, testigos o personajes o con-
temporáneos que fueron de la época colonial, todos o casi
todos fueron religiosos, de modo que si se tacha de exa-
gerados a los únicos que se aventuraban a hacer denun-
cias tales, ya no queda ciertamente recursos a que apelar.
Pero lo curioso del caso es que algunos historiadores mo-
dernos de aquella época, cuando algún otro historiador
condena aquellos abusos, se dice que lo hace por exalta-
ciones liberales, y cuando tienen necesidad de referirse a
la condenación hecha por un Las Casas o un Landa, reli-
giosos, se dice que la hacen por demasiado celo en su re-
ligión, de donde resulta que nunca, hay término medio...
Si por tratarse de algún historiador liberal, por liberal;
si por tratarse de algún historiador religioso, por dema-
siado celo religioso...
Todo esto de buscar estas salidas en tales materias,
en lo que a la América Española se refiere en lo general,
puede disimularse en cuanto no se llega a los Sres. D. Jor-
ge Juan y D. Antonio de Ulloa, pero en llegando a éstos
no sabemos qué pueda reprocharse, porque aquellos que
fueron testigos de las cosas que relatan ni eran liberales,
ni eran religiosos, ni estaban interesados en las cosas de
las colonias, en las que si se encontraron fué de una ma-
nera ocasional y con una misión originaria muy ajena a
tales cosas... Por eso cuidó tanto el Gobierno español en
tener cerrados en sus archivos sin consentir en su publi-
cación, los documentos de aquellos señores, hasta que la
habilidad y audacia de Barry logró subrepticiamente la
extracción de los originales, y acaso por eso también no
sean siempre citados en algunas historias en que debían
serlo a haber sido escritas con más espíritu de verdad que
de doctrina.
Alguna vez se ha dicho que la publicación de esos in-
formes se hizo para fomentar la revolución de las colonias
por su independencia de la Corona española. Perfecta-
mente ... Pero aunque así fuese, eso explica el por qué de
la publicación, pero no quita nada a la calidad testimo-
nial que caracteriza dichos informes y que ha sido la que
les dió la fama que tienen. En todo caso por eso segura-
mente se creyó eficiente para aquel propósito la referida
publicación, pues no había de ser por el simple hecho de
denunciar abusos, pues ya lo habían sido por otros auto-
res, pero no en las irreprochables condiciones en que es-
tuvieron para ello los Sres. Juan y Ulloa... Por lo de-
más bueno es tener presente que si esos informes denun-
ciaron los malos tratos con los indios, no fueron éstos sino
los criollos los que hicieron el movimiento de emancipación.
Respecto de la exterminación del indio en las colonias
británicas es otra verdad relativa, muy relativa. Sí, el
conquistador inglés tendió a exterminarlo, y lo procuró y
realizó muchas veces, pero no siempre fué así. En otras
ocasiones se contentó con arrojarlo lejos de sí expulsán-
dolo a las montañas, y de ahí que se conserven aun tri
bus indígenas. El colonizador sajón no contó con el indio
para nada, ni para el trabajo ni para tratar de instruir-
lo y por eso o lo destruyó o lo lanzó fuera de sus zonas
conquistadas. Pero es más; varios de los territorios que
después fueron colonias británicas fueron adquiridos por
los colonos ingleses mediante tratos hechos con los mismos
indios.
Donde hubo un colonizador llamado Guillermo Penn,
que llega a llamar la atención por el amor con que trató
a los indios, comprándoles terrenos de orillas del Delaware
que fueron más tarde parte de Pennsilvania, y que fundó
Piladelfia, nombre que significa amor fraternal aludiendo
al espíritu profundamente humanitario de su fundador,
ciertamente ya no puede hablarse de una manera absoluta
de exterminio.
El Illmo. Sr. Carrillo se olvidó también de otro hecho
que es imprescindible tener en cuenta. La extinción del
indio o exterminio si así quiere llamársele, en las colo-
nias británicas fué cosa fácil... Los conquistadores y co-
lonizadores no encontraron allí sino una cantidad de indios
relativamente pequeña y dispersa en tribus inquietas y
vagabundas. El conquistador y el colonizador español en
cambio se enfrentó a pueblos enteros, se encontró con ver-
daderas organizaciones de gobierno. Ni la extinción ni el
exterminio eran fáciles en las colonias hispánicas, así por el
número de indios que habitaban esas tierras cuanto porque
estaban constituídos y establecidos firmemente.
Y puestos a rectificar, concretándonos a lo que hemos
creído estrictamente necesario y justo, no es posible pasar
por alto, ya que en parte la hemos citado, una apreciación
de otro de nuestros historiadores, D. Eligio Ancona. Pre-
sume que las granjerías de los repartimientos fué exclusiva
de Yucatán: " A todo lo que acabamos de decir, expone en
su Historia, hay que añadir todavía la granjería de los
repartimientos que seguramente fué exclusiva de Yucatán,
porque no hemos encontrado ninguna disposición sobre
ella en la Recopilación de Indias. Consistía este tráfico es-
candaloso en adelantar a los indios de ambos sexos canti-
dades en especie o numerario, o en ambas formas a la vez,
para que en tiempo determinado las pagasen con una fuer-
te usura, entregando aquellos géneros o productos de la
tierra en que consistía el comercio de los colonos."
Los repartimientos se instituyeron en todas las colo-
nias de España en América, y siempre fueron objeto de las
mayores granjerías. Esto es tan harto sabido que no acer-
tamos a entender la observación del citado autor.
En México los hubo no bien apenas consumada la con-
quista: "Cortés, dice D. Lucas Alamán en sus Disertacio-
nes, se decidió por el extremo de los repartimientos..."
Y si bien dice que Cortés los reglamentó en forma de que
no se prestaran a las exacciones y abusos como había ocu-
rrido en las Antillas, al reproducir las razones que alegó
el conquistador para instituirlos, se desprende que la idea
fué virtualmente la de su explotación. Las razones que dio
Cortés al Rey fueron las siguientes: "Vistos los muchos y
continuados gastos de Vuestra Majestad, y que antes de-
bíamos acrecentar sus rentas, que dar causa a las gas-
tar; y visto también el mucho tiempo que hemos andado
en las guerras y las necesidades y deudas en que a causa
de ellas todos estábamos puestos..."
"Una vez adoptada la base de los repartimientos, dice
el mismo autor en otra parte de su misma obra, toda la
organización del país debía ser una consecuencia de este
principio..." Y en su Historia de México, dice el propio
autor: "A los repartimientos de indios habían sucedido
los gobiernos, corregimientos y alcaldías mayores", y
agrega que el aprovechamiento principal de estas alcal-
días, esto es, de sus Alcaldes, "provenía de los comercios
y granjerías que hacían a pretexto de hacer trabajar a los
indios como les estaba recomendado por las leyes, distri-
buyéndoles tareas y recibiendo a bajo precio los frutos de
su industria, para darles en pago los artículos necesarios
para su vestuario y alimentos a precios excesivos; y como
tenían la autoridad en sus manos los obligaban a cumplir
con todo rigor estos contratos usurarios, resultando de aquí
grandes utilidades para los que hacían este tráfico..."
Los hubo igualmente en el Perú. Casi todo el capítulo
primero de la segunda parte del primer tomo de las Noti-
cias Secretas de América está dedicado a tratar de ellos, y
de los abusos usurarios a que se prestaban. Tomamos al
azar: '' La tiranía de los repartimientos no está reducida
a los precios enormes a que obligan a comprar a los in-
dios, pues es aun mucho mayor con respecto a las especies
que les reparten..."
Los hubo en las Antillas: "La esclavitud de los in-
dios, dice D. Rafael Ma. de Labra, principió por ser una
causa de perturbación y de guerra de los europeos entre
sí; porque los repartimientos y encomiendas son el motivo
perenne de los alborotos y luchas de los colonos de la Es-
pañola, Cuba y Puerto Rico." Antes hemos visto que el
mismo autor dice que ya en el siglo XVI se les llamaba
repartimientos o destruimientos de indios."
Hemos citado México, Perú y las Antillas... ¿ para
qué más ?... Y no sólo nos hemos referido a la existen-
cia en esas colonias de los repartimientos, sino a que tu-
vieron con más o menos poca diferencia, las mismas tra-
zas de explotación.
Respecto a que en la Recopilación de Indias no hubiese
encontrado D. Eligio Ancona ninguna disposición sobre
el particular, he aquí algunas que también tomamos al
azar de la citada Recopilación: Ley X, título I del libro
I, (de Felipe II) "Ordenamos a los prelados de nuestras
Indias que en los repartimientos, lugares de indios..."
Ley XXXV, título V, del libro VI (del mismo D. Fe-
lipe II), "Como fueren vacando los repartimientos antes
que se vuelvan a encomendar, si no estuviesen tasados, se
haga con citación de nuestro fiscal, porque estando vacos,
será sin cotradicción y los que han de recibirlos en enco-
mienda se ajustarán de buena voluntad a la tasa que se
les diere..."
Ley XIX, título XII del libro VI (del Bey D. Fer-
nando III), "En atención a la común y pública utilidad
permitimos que se hagan repartimientos de los indios ne-
cesarios para labrar los campos..."
Suponemos que D. Eligio Ancona no trató de encon-
trar en las Leyes de Indias instrucciones sobre la usura,
exacciones y demás abusos con que fueron explotados los
repartimientos, pues nunca fué el pensamiento de los mo-
narcas españoles, el consentirlos, ni menos el decretarlos y
reglamentarlos, y si lo hubiera sido jamás lo hubieran ex-
presado en sus leyes.
La encomienda y el repartimiento, como no debía igno-
rar D. Eligio Ancona, venían a confundirse en una misma
cosa, o en algo muy parecido, pues puede decirse que una
suponía la otra, y en todas partes y con muy insensibles
diferencias tuvieron unas y otros los mismos rasgos.
Hablando de la organización de México por Cortés, dice
D. Lucas Alamán: "Para ella se había ofrecido desde lue-
go la cuestión de los repartimientos o encomiendas."
"A esto se unió, dice D. Rafael Ma. de Labra, la teoría
del derecho señorial de los Reyes de España sobre las
tierras conquistadas a los infieles, conforme al cual pu-
dieron repartirse muchos terrenos entre los europeos, dán-
doles a la par encomendados... Y ved ahí el origen de
las encomiendas y repartimientos, bases de la esclavitud
con que desde los primeros días obsequiamos a los incul-
tos, pero libres y felices habitantes de Santo Domingo."
La expresión de D. Eligio Ancona no está suficiente-
mente clara. No se sabe si lo que quiso decir fué que el
repartimiento, que fué una granjería (también lo fueron,.
o sirvieron de tales, las encomiendas, las obvenciones, las
cofradías), fué exclusivo de Yucatán, y no es lo más pro-
bable que esta haya sido su intención, teniendo en cuen-
ta que no hay quien ignore que el repartimiento fué una
institución general en las colonias; o si exclusivamente
en nuestra tierra tuvo como característica la granjería.
Por si acaso y como en cualquiera de ambas interpreta-
ciones el error existe, hemos cuidado de aclararlo desde los
dos puntos de vista. Si lo primero ya se vió que hubo
tales repartimientos en todas las tierras de España en ,
ultramar; si lo segundo hemos visto igualmente que en to-
das ellas los repartimientos fueron una granjería que sir-
vió para explotaciones y tráficos usurarios.
Las naturales diferencias en detalle, por razones de lu-
gar, de un medio a otro, son inapreciables y no pueden ser
tomadas en cuenta para fundar un caso especial y exclusivo
respecto a Yucatán, pues no modifican el carácter esencial
de explotación, usura, abuso, etc., que tanto los reparti-
mientos como las demás instituciones de semejante índole
tuvieron en todas partes.
Si nos hemos venido refiriendo al indio de las diver-
sas colonias que tuvo España en América, y no exclusiva-
mente al indio yucateco, por más que la condición de
éste sea la que motive esta parte de nuestro trabajo, es
porque sustentamos una tesis en general, por una parte;
por otra porque las rectificaciones que hemos apuntado se
refieren a observaciones hechas en términos generales, y
por último porque en todas esas modalidades que consti-
tuyeron el modo de ser colonial, se encuentran los facto-
res que necesariamente concurrieron para hacer del indio
de tales tierras, incluso el de Yucatán, lo que es hoy, un
producto inequívoco de tales factores.
No entra en nuestro ánimo amontonar cargos contra
la obra de la colonización española, por el simple gusto
de hacerlo, sino buscando una explicación racional a la te-
sis que hemos venido sustentando sobre el indio. Bien sa-
bemos que hay que cargar mucho en cuenta a la época. Por
otra parte siempre hemos creído que España, a pesar de
todo, fué una gran nación colonizadora, cuya obra en
tal sentido está muy por encima de la del colonizador
inglés desde otros puntos de vista.
Pero por lo mismo, ¿qué necesidad hay de ir a buscar
una diferencia entre la colonización hispana y la sajona,
para fundar una excelencia en favor de la primera pre-
cisamente allí donde no existe, cuando la hay y muy gran-
de, y por completo favorable a España, en otros aspec-
tos V... ¿ No es eso torcer el camino dando margen a las
consiguientes desagradables rectificaciones?...
Y seguramente no se torcería ese camino si en el ánimo
de algunos historiadores, no fuera más fuerte el espíritu
doctrinario que la pura verdad histórica de donde viene
el sacrificarse ésta al primero. Quienes así han obrado no lo
han hecho, no, porque el amor a la madre patria les lleve
al camino descarriado de ocultar verdades que pudieran las-
timarla; lo han hecho sin tener a España para nada en
cuenta, sino únicamente atentos a la idea religiosa. Pero
así no se sirve ninguna causa, sino antes bien se la pone
en peligro, porque se la desnaturaliza... Así, ocultando
ciertos hechos, absolviendo otros, disimulando muchos, apa-
rentando ignorar no pocos, más se hace un daño que un
bien a la misma doctrina que trata de defenderse. Dentro
del puro espíritu cristiano siempre será más respetable
Fray Bartolomé de las Casas que esos malos defensores
de la religión, quienes más resultan emulando a un Ginés
de Sepúlveda abogando por la esclavitud india, que al ilus-
tre domínico, o a un padre Landa en las colonias hispa-
nas.
Si apartándose del camino doctrinario acudieran a bus-
car la verdadera supremacía de una colonización sobre
otra, darían con ella en seguida y así harían un bien ma-
yor a España y a su obra estupenda.
La enorme diferencia entre una y otra, diferencia tras-
cendental, y que es la reconocida y ampliamente tratada
en la historia de este continente, viene desde los descubri-
mientos de ambas porciones del suelo americano. En los
que realizó Colón los monarcas españoles fueron parte
principalísima. Fueron, por decir así, compañeros del Al-
mirante genovés en la colosal empresa. Se identificaron
con ella. Ellos la ampararon, ellos la ayudaron, ellos la
costearon. La gran Reina Isabel de España empeñando sus
joyas para subvenir la expedición, llenó por este simple
hecho la Historia, y desde ese momento fué el alma es-
pañola la que voló a América.
Los de las colonias británicas desde los realizados por
los venecianos Juan y Sebastián Cabotto descubriendo
Terranova y el Canadá, y el de Sir Walter Raleigh des-
cubriendo la Virginia, llamada así en recuerdo de la Reina
virgen de Inglaterra, fueron empresas llevadas a cabo por
cuenta y riesgo particularísimos de los descubridores y ex-
ploradores, sin que la Corona inglesa interviniese para nada
en ellos como no haya sido para expresar simplemente su
simpatía y su consentimiento y para cobrar el quinto del
oro y la plata que produjesen aquellas tierras. Hubo co-
lonia, la de Maryland, que como único símbolo de suje-
ción ofrecía anualmente al rey dos fiechas indias...
Establecidas las colonias, éstas vivieron una vida de
perfecta autonomía, gobernándose a sí mismas con una
muy escasa y relativa ingerencia del Trono inglés en ellas.
Se fundan las primitivas colonias dentro de tal espíritu
de libertad, que hasta se gobiernan distintamente entre sí,
con distintas constituciones. Unas en forma de gobiernos
provinciales, con Cámara alta nombrada por la Corona y
Cámara baja formada por los Colonos, otras en forma de
los entonces llamados Gobiernos de propietarios, que fue-
ron las colonias cedidas a~ particulares, quienes nombra-
ban gobernador y Consejo, y otras, en fin, bajo el siste-
ma del gobierno de cartas que eran las colonias cedidas a
Compañías y en ellas el Gobernador y el Consejo eran ele-
gidos por las Asambleas Generales de las Compañías.
Por otra parte la mira de los colonizadores se redujo
exclusivamente a la explotación mercantil, industrial, co-
mercial, y nada más. No se dió a conquistar ni a instruir
a nadie, ni regularmente llamó al indio en su ayuda. El
colonizador ingles sólo atendió al negocio valiéndose a sí
mismo para todo, y fundando más que colonias, estableci-
mientos mercantiles, factorías, pesquerías, etc.
No usando Inglaterra la política de la puerta cerrada
con sus colonias como no fuera en cosas de comercio, dejó
franca la entrada a la inmigración extranjera. Así ocurre
que aportan a esas colonias, o fundan algunas de ellas, ya
no sólo ingleses e irlandeses, sino alemanes, suecos, fran-
ceses, holandeses, etc.
La libertad de que se gozó desde un principio en las
colonias británicas, mayor de la que se gozaba en la mis-
ma Inglaterra, se explica perfectamente. La intransigen-
cia religiosa de aquella época hizo precisamente inmigrar
a muchos de los que fueron sus colonizadores, buscando la
tolerancia religiosa que desde luego se estableció en las
nuevas tierras.
La libertad y el comercio fueron, pues, los dos únicos
factores, que fundaron esas colonias. Hizo así Inglaterra
una tierra de hombres libres y comerciantes, provenientes
de todas partes.
¡ Qué enorme diferencia la de la colonización española,
repetimos... España tuvo una idea más alta, más tras-
cendental de su misión colonizadora en América. Cierto
que hubo crueldades inauditas, cierto que no permitió la
libertad en sus colonias, cierto que no permitió la inmi-
gración extranjera, cierto que explotó al indio, y ni lo
cristianizó en la verdadera acepción de la palabra, ni me-
nos lo civilizó. Pero España a cambio de todos aquellos
sus errores, frutos de la época o como quiera llamárseles,
fundó un nuevo pueblo, fundó una nueva raza.
El Gobierno español se interesó muy directa y activa-
mente desde un principio en todas las cosas de América.
Las controló todas, las dirigió todas. No hubo un instante
durante los siglos de su dominación que no se ocupara y
se preocupara de sus tierras de América en todo orden de
ideas. Llegó a considerar sus posesiones ultramarinas co-
mo parte integrante de la Nación española. En la Corte
los asuntos coloniales fueron siempre principalísimos y
constantes. Las gobernó y administró a todas dentro de
un mismo espíritu y con las mismas leyes. Hizo, en fin, de
sus colonias hijas suyas. Inglaterra hizo de las suyas algo
así como un socio mercantil.
Si no se cristianizó, si no se civilizó al indio, si el co-
lonizador fué cruel con él, si al igual que el colonizador
inglés muchas veces llegó a exterminarlo, no deliberada-
mente, pero sí por el durísimo trato que le dió, no fué
porque la Corona española lo quisiese así. Su mayor de-
seo fué siempre lo contrario. Se explotó a la colonia, pero
no sólo se la explotó, también se la formó política y social-
mente dentro de un principio de unidad. En suma, Es-
paña llevó a sus tierras del Nuevo Mundo el alma es-
pañola, la hizo palpitar fuertemente en ella. Fundó así
una nueva España en sus dominios americanos.
Esas diferencias que se notan entre una y otra empresa
colonizadora, caracterizan todo el tiempo colonial de am-
bas, y acaban por dar carácter también a la emancipación
de ambas porciones coloniales. La emancipación de las co-
lonias británicas tiene una causa originariamente comer-
cial. La de las colonias españolas una causa política. La
primera es determinada por el bilí del timbre y poco des-
pués por los impuestos sobre el vidrio, los colores, el plo-
mo, y especialmente sobre el té, y otras exacciones de ca-
rácter comercial que atrepellaban al mismo tiempo la li-
bertad de las dichas colonias. La segunda es determinada
más bien por la exclusión de los criollos del manejo del
gobierno. Ambas causas venían a confundirse en un mis-
mo anhelo de libertad, es claro, pero cuán distintas sus
respectivas génesis...
La libertad de que se gozó desde un principio en las
colonias británicas, y al mismo tiempo el fin puramente
comercial que tuvieron éstas, dió al cabo en que se tra-
dujera en una libertad egoísta, inspirada dentro de un
gran sentimiento de ambición... Así ha llegado a hacerse
tradicional en los modernos Estados Unidos. Libertad pa-
ra ellos y nada más para ellos y para los fines exclusivos
de su conveniencia y engrandecimiento, a cambio de no
respetarla en los demás pueblos. De ahí el caso paradó-
jico de que siendo considerados los Estados Unidos como
el país de la Libertad por antonomasia, se hayan vuelto
la Nación depredadora por excelencia en nuestro conti-
nente.
Pero en los Estados Unidos no hay la unidad étnica
que crea el alma nacional y hace a los pueblos imperece-
deros. País formado con aventureros y refugiados reli-
giosos de varias razas, ese mismo espíritu de cosmopoli-
tismo ha perdurado en ellos hasta hoy...
Al cabo de los siglos los Estados Unidos presentan el
espectáculo más heterogéneo posible... Las estrellas de
su bandera no son ciertamente una constelación, sino es-
trellas arrancadas a otras constelaciones. Está hecha a
retazos de otras banderas. Por eso también, faltando un
alma nacional, es un país de ideales subordinados al uti-
litarismo comercial.
En cambio España fundó una unidad nacional, dió a
sus pueblos de América los vínculos indestructibles, los
de la sangre, de la religión, del alma en fin. Formamos
una gran patria que no hemos sabido utilizar, pero la for-
mamos. Por eso el hispano-americano se siente en tierras
de España como en la suya propia, y lo mismo el español
en nuestras Américas. En cambio, y dígase lo que se quie-
ra, el norte-americano no se siente en Inglaterra como en
su tierra, ni tiene por qué sentirse, pues a lo mejor ese
norte-americano no es inglés, ni por consiguiente el inglés
se siente en los Estados Unidos como en la tierra propia,
pues también puede pasar que no se encuentre en tierra
que haya sido inglesa primitivamente. Antes al contra-
rio, tradicionalmente separan a esos dos países un ine-
quívoco sentimiento de animadversión y antipatía, que a
veces las circunstancias y las conveniencias diplomáticas
disimulan, pero que existe.
Nunca ni en los preliminares de la emancipación de
las colonias hispánicas, ni cuando dieron remate a esa
emancipación, se oyeron frases semejantes contra la ma-
dre patria que las que pronunció contra Inglaterra el di-
putado virginiano Lee en el Congreso de 1776 al presentar
la moción de la independencia norte-americana: "No oiga-
mos ya la voz de Inglaterra: sus promesas son traiciones.
No confiemos en su fe tantas veces violada, esa fe britá-
nica que será más vergonzantemente célebre que la fe pú-
nica. .." No se podía declarar nada más duro, nada más
acerbo. Quienes así hablaban estaban dispuestos induda-
blemente a romper con Inglaterra política como moral-
mente.
En cambio las colonias hispanas hacen su independen-
cia principiando muchas de ellas por proclamar para so-
beranos de sus respectivos pueblos independientes a per-
sonas de la familia real española, y a través de los años,
lejos de suscitarse ningún sentimiento de encono, ni de re-
celo, perdura el amor de los hispano-americanos a Es-
paña, y es que ésta sí es la madre patria...
Los Estados Unidos podrán ser muy grandes, muy prós-
peros, muy poderosos, muy lo que se quiera, pero for-
man la menos cantidad de patria posible, apenas forman
un pueblo. Los Estados Unidos, por eso siempre estarán
más al margen de la disasociación que los pueblos hispano-
americanos. Por eso también es imperdonable en estos
nuestros pueblos que son uno solo en sangre y alma y en
todo, no se unan más estrechamente, más materialmente,
para hacerse lo que han debido ser, lo que estaban llama-
dos a ser, un solo pueblo formidable capaz de hacerse res-
petar siempre y por siempre de todo el mundo.
Esas son las enormes diferencias entre una y otra obra
colonizadoras y sus resultados, y en ellas es en donde debe
ir a buscarse la gloria inmortal de España, y no en los
tratos más o menos duros, más o menos crueles con los
indios, pues dentro de estos términos todas las naciones
colonizadoras de entonces, todas, España como Inglaterra,
como Portugal, como Francia, como Holanda, poco más
o menos fueron iguales, y quizá quien fué un poco más
allá en eso de la dureza para con el conquistado fué pre-
cisamente España, y acaso un poco más Portugal.
La obra de la colonización española es grande, es in-
mensa, es imperecedera, por todas esas razones apuntadas
que son las que reconoce la Historia, y las que han levan-
tado a España el más bello, el más grande monumento...
Ese es su mérito, no otro...
¿EVOLUCIÓN?... ¿DONDE?... ¿CUANDO?... ¿COMO?...
Algunas veces se ha dicho, y hasta en alguna se ha
publicado, que el sistema agrícola en Yucatán, o sea ese
modo de ser de las relaciones entre patronos y jornaleros
indígenas iba siendo ya objeto de saludables modificacio-
nes. Un conocido e inteligente escritor, amigo nuestro,
D. Francisco Barrera Lavalle, en un artículo que publi-
có a principios de este año en la Revista de'Yucatán, ins-
pirado en el mismo asunto, tiene entre otras, la siguiente
frase: "si bien hubo abusos muy censurables en pasados
tiempos, la verdad es que en los nuestros la sabia evolu-
ción estaba realizando una notable reforma social que la
revolución vino a turbar."
No por contrariar a nuestro amigo y conterráneo el
Sr. Barrera Lavalle, publicista de innegables méritos, y
que ha publicado sobre los asuntos yucatecos meritísimos
trabajos, sino porque, como ya dijimos, no es raro oir la
misma opinión en otras personas, y para no dejar sentado
un error más de apreciación que de malicia, vamos a de-
tenernos un poco sobre estos particulares.
Pero antes expliquemos por qué consideramos ese error
como de apreciación y no de malicia. Quienes han opi-
nado así se han dejado arrastrar del sentimiento a través
de una visión meramente subjetiva. Han comparado la
situación actual que guarda el trabajo agrícola en Yuca-
tán, y todos los puntos inherentes a ella como la libertad
del indio, con la que guardaba antes de que llegara a
nuestra tierra el Gral. Salvador Alvarado a hacerse cargo
de su gobierno. Y pareciéndoles demasiado violentos, in-
consultos, atentatorios, descaminados, y sobre todo inefica-
ces, agregamos nosotros, los procedimientos empleados por
aquel mandatario, para libertar al indio y reformar por
consiguiente el sistema del trabajo agrícola en los cam-
pos yucatecos, y los míseros resultados que han dado, han
caído en el extremo de considerar bueno lo anterior en
vista de que lo presente les ha parecido malo. Debieron
sencillamente a nuestro entender considerar peor lo ac-
tual. En efecto, más en lo justo hubieran estado recono-
ciendo todo lo que de muy malo ha quedado de la labor
alvaradista, sin dejar por eso de reconocer también todo
lo malo que existía antes.
Y vamos adelante: En primer lugar, las revoluciones
no detienen las evoluciones. Antes al contrario, las im-
ponen. Dejar a cargo solamente del pensamiento la tarea
de reformar un orden social, es confiar en algo difícil.
Pueda que ocurra, pero entonces la transformación será
una labor de siglos, una labor de generaciones, que habrá
de realizarse escalonadamente, en forma insensible y pa-
ciente, como la gota de agua horadando una roca. Ni po-
dría ser de otra manera, pues el terreno de la convicción
es harto pasivo.
Regularmente no acontece así. Como obedeciendo a la
Ley de determinación, una evolución no va sola, sino que
da en la revolución, usando de ésta como elemento con-
tundente para imponerse. Se entiende que hablamos de
esas evoluciones y revoluciones que trastornan todo un or-
den social, que crean nuevos valores no sólo en el orden
material, sino sobre todo en el espiritual; no hablamos de
los estados medios que en suma no son sino complemen-
tarios de esos grandes movimientos. La evolución deter-
mina un movimiento de ideas, y ello es necesario, convir-
tiéndose en el ambiente de la revolución. Esta es el pun-
to medio, o por decir así el vértice de un ángulo. Estalla
porque ya la ha preparado el pensamiento, y si no se des-
naturaliza su idea, si cumple sus fines, y si el estado so-
cial ya estaba debidamente preparado para recibirla, si se
sentía la necesidad de la transformación, entonces la revo-
lución no habrá hecho sino afirmar la evolución, afirmarla
en el terreno real, pues después de ella seguirá la evolu-
ción afirmándola en las conciencias. No puede, pues, nun-
ca una evolución ser turbada por una revolución, pues
ésta no es sino una modalidad, la exteriorización mate-
rial de aquélla.
Si la revolución desnaturaliza sus fines, si se la pros-
tituye, o si el estado social no estaba preparado a reci-
birla, por no sentir la necesidad de la transformación que
persigue, entonces se produce la reacción. Y es natural, la
sociedad en tal caso escupe lejos de sí algo que le resulta
exótico, ya sea por no necesitarlo, por no desearlo o por
no estar preparada a recibirlo, o ya sea porque se sienta
burlada, y en la desorientación en que viene a encontrarse,
antes que permanecer en ella, antes que caer, por un ins-
tinto de conservación prefiere, y en efecto no le queda otro
camino, volver a asirse al punto de apoyo que más inme-
diatamente tiene a mano, esto es, su estado anterior. Por
esto es imprescindible a toda revolución la oportunidad;
saber escoger el momento, y después cuidar de no desna-
turalizarla.
Se entiende que al decir sociedad no nos referimos a
una parte de ella, a lo que el vulgo llama sociedad, sino a
su mayor parte, a la mayoría, y es interesante tener esto
presente por lo que hemos de decir más adelante.
Pero aun suponiendo desnaturalizada la revolución,
siempre no turbaría una evolución; ésta seguiría su curso
natural, a pesar del movimiento de regresión o reacciona-
rio de la sociedad, pues éste no sería sino un movimiento
del instante, de mera defensa, que no alcanzaría a des-
truir lo que ya se hubiese ganado en el terreno de las ideas.
Es más; aun desnaturalizada la revolución, aun viéndose
compelida la sociedad a expulsarla de su seno con tal mo-
tivo, aprovecharía, sacaría de ella algunos elementos que
conviniesen a su obra evolutiva. Esto es innegable.
Son, pues, dos factores que se completan para formar
un gran todo. Los movimientos más trascedentales que
registra la Historia no enseñan otra cosa. El cristianismo
no triunfó con sus precursores y sus apóstoles. Triunfó
mucho después de Jesús. Triunfó hasta que se hizo fran-
camente revolucionario. El gran movimiento de 1789 a
1793 que conmovió al mundo, no triunfó con la enci-
clopedia, que fué la que lo preparó, sino con la formi-
dable revolución francesa.
Si esos grandes movimientos se desnaturalizaron lue-
go, como en efecto ocurrió, ello no quiere decir nada. No
detuvieron por eso la marcha ascendente de la Huma-
nidad. Extrajo de ellos el pensamiento humano todo
lo que pudo extraer en su beneficio, poco o mucho que
fuese, y sigió su curso evolutivo.
Por lo demás se explica muy sencillamente esa unión
estrecha entre ambos conceptos, el evolutivo y el re-
volucionario. El uno es el cerebro que piensa, el otro el
brazo que ejecuta. Una evolución no es sino un movi-
miento hacía una transformación, hacía la creación de
nuevos valores morales, sociales, políticos, religiosos o
económicos. Viene, pues, destruyendo un estado para su-
plantarlo con otro. Esta suplantación tiene que encon-
trar la ruda resistencia de la tradición que no es otra
cosa que el conservadurismo. Este reside en las clases
privilegiadas, pero reside de tan adherido modo en ellas
que es el elemento más vital de su existencia. Para esas
clases tradicionalistas o conservadoras, la evolución sig-
nifica la destrucción de sus privilegios, o de alguno de
sus privilegios, el sacrificio de algo que consideraban co-
mo muy suyo, el derribamiento de un estado en el que
estaban muy ancha y cómodamente... y en todo caso, y
suponiendo lo menos, un cambio de su situación, lleno
de dudas, lleno de misterio para sus intereses particula-
res, en cambio de una situación que ya conocían y pala-
deaban como muy buena, como excelente, como inmejo-
rabie. Naturalmente tienen que resistir, y como esas cla-
ses, si no son las más, si son la minoría, si forman apenas
una pequeña parte de la unidad social, sí son podero-
sas, la resistencia que oponen es formidable. Las ideas
por sí solas no bastarán a abatir esa resistencia, pero
sí para conmover las masas populares, que es la única fuer-
za capaz por el número de los elementos que la constitu-
yen, y por la misma impetuosidad brutal de sus agresio-
nes, de oponerse hasta debelar aquella feroz resistencia.
He ahí la revolución.
En Yucatán sólo había y en estado latente, porque
no había para qué que lo estuviera en otra forma, esa
resistencia, pues no había ninguna evolución en el sen-
tido de tranformar el estado social del indio. Ni era
fácil que la hubiese. No la había ni aún en principio.
Para siquiera pretender con esperanza de éxito una evo-
lución, es indispensable contar desde luego y en primer
lugar, con el elemento a quien más directamente deba
aprovecharle. Es necesario que este elemento se vuelva
el factor más poderoso para intentarla y más aún para
conseguirla. En nuestro caso ese elemento es el indio, el
cual por sus facultades intelectuales tan anquilosadas
si no destruídas, el cual virtualmente ignorante, no po-
día ni ayudar siquiera a un movimiento en su favor,
dentro del mero sentido de la evolución. No había, no
hay en él, el factor principal, la conciencia. Tenemos,
pues, que debiendo ser el elemeto más indispensable de
ayuda, hay sin embargo que deshecharlo como tal, con
lo cual queda desde luego perdida la mitad o más de la
mitad de la posibilidad de éxito en la tendencia evolu-
tiva.
El caso como se ve es excepcional, y no hay que per-
der este punto de vista. Esa evoluciónl (entiéndase que
estamos hablando dentro del sentido evolutivo, esto es,
dentro de la posibilidad de que las ideas transformasen
aquel estado de cosas, que es lo que está expresado en
el párrafo del autor que citamos, y que refleja parte de
la opinión de nuestro público) esa evolución, decimos,
debía efectuarse en favor del indio, a él debía aprove-
charle más que a nadie, y sinembargo no en él sino
en el elemento contrario, precisament en el elemento
de resistencia, era donde había que hacerla. Ese gran be-
neficio sólo podía recibirlo el indio por derivación, y
nada más que por derivación, sin que él fuese parte a
prcurárselo, lo cual le da a la cuestión un aspecto muy
interesante.
Había en suma, sin contar con él, qué prepararle esa
evolución, que hacérsela y que llevársela. Y para que
fuera posible todo esto había que contar con los elementos
con los cuales, por muy naturales razones de ambiente,
de conservadurismo, y hasta históricas, como ya demos-
tramos, no se contaba ni podía contarse. Porque en los
hacendados no sólo no había el deseo de esa evolución,
sino al contrario, un santo temor a ella, por razones
igualmente explicadas ya. Es claro que les hubiera con-
venido, tanto como al mismo jornalero indígena propen-
der a aquella evolución, pero no lo veían así, no lo sen-
tían así, tenían todavía echado al cuello el nudo histó-
rico, consideraban lo mejor aquello y consideraban im-
posible otra cosa, o por lo menos peligrosa. Tenemos pues
que desheehar igualmente este elemento tan imprescindi-
ble para que hubiese sido verdad el movimiento evolu-
tivo. Había un tercer elemento que hubiera podido pro-
vocar o apoyar esa evolución; el Gobierno. Pero ya sa-
bemos que no era más que un decidido cómplice de la
situación, luego también, por consiguiente hay que des-
echarlo. La misma sociedad en general, si no era con-
traria, era por lo menos perfectamente indiferente al
asunto. Pues, sin base, sin elemento alguno para sustentar-
la, ¿ dónde, pues, estaba esa evolución, ni cómo era po-
sible?...
Repetimos que el hecho de que algunos hacendados
empleasen procedimientos mejores en sus fincas, no quie-
re decir nada. Ellos significaban excepciones ejempla-
res, pero no una modificación en el sistema y era en
éste en donde urgía la evolución. Excepciones así se-
guramente siempre las hubo, pero el 'sistema seguía y
siguió siendo el mismo hasta que la revolución vino a
golpear frenéticamente sobre las herrumbrosas puertas
tras las cuales nos amparaba nuestro pasado.
Hasta 1914 ese sistema rural había sido el mismo,
esto es innegable, con harta imprudencia, pues ya se sen-
tía la atmósfera copiosamente cargada, y no sólo car-
gada, sino que la revolución maderista ya había dado
el alerta. De 1914 a la fecha es cuando se han regis-
trado cambios, y muy sensibles, en aquel sistema, pero
de 1914 a la fecha cuanto ha ocurrido en Yucatán so-
bre la materia, ha sido obra exclusivamente revolucio-
naria. Decir, o pretender otra cosa es pueril. De manera
que en nuestro caso la revolución no sólo no vino a tur-
bar ninguna evolución en ese sentido, sino que vino a
hacerlo todo. Buena o mala que haya hecho esa obra,
eso lo veremos en el capítulo siguiente, a ella se debe
únicamente, si la hizo bien para agradecérsela, si la
hizo mal para anatematizarla y hacerla la única respon-
sable.
El autor que hemos citado alude en apoyo de su tesis
a ciertos trabajos emprendidos por la Prensa Asociada
de los Estados", y por la "Liga de Acción Social" de
Yucatán. Los de la primera, tendentes a la mayor pro-
pagación de escuelas rurales en todo el territorio na-
cional, y los de la segunda al establecimiento de dichas
escuelas en el Estado, y a pulsar la opinión en el sentido
de mejorar el sistema agrícola en nuestras fincas hene-
queneras o sea el modo de ser de las relaciones entre te-
rratenientes y peones indígenas.
Pertenecimos a ambas Asociaciones y con mucho amor
y empeño, y hasta recayó en nosotros la Presidencia del
primer Congreso de la Prensa Asociada de los Estados,
celebrado en Aguascalientes, y no seguramente por nues-
tros méritos, que no teníamos ninguno, sino por haber
llevado la representación de la para nosotros inolvidable
Revista de Mérida, decana entonces de la prensa nacional,
y dirigida ya en aquel tiempo por el más infatigable, más
batallador, más perseguido y más periodista de los pe-
riodistas que ha habido en Yucatán: Carlos R. Menéndez.
Pero los trabajos de ambas Asociaciones en el sen-
tido ya indicado, fueron por fuerza de las circunstan-
cias más que nada académicos, teóricos, a pesar de la pro-
paganda que hacían de sus muy nobles, muy altruistas y
muy humanitarios propósitos. Tanto la Prensa Asonada
de los Estados, como la Liga, tropezaron siempre con la
incuria reaccionaria de los Gobiernos, o con la resis-
tencia igualmente reaccionaria de las llamadas clases di-
rigentes, que eran las llamadas a llevar a la práctica la
mejora que se pretendía. Sus esfuerzos se estrellaban siem-
pre contra esa resistencia, impasible y sorda, pero inque-
brantable, y lo que es peor, contra la indiferencia circun-
dante de nuestros públicos. Mil veces deploramos junta-
mente con el Presidente de la Liga, esa muda, glacial, y
egoísta indiferencia, capaz de ahogar las mejores tenta-
tivas. Por lo que hace a la Prensa Asociada de los Estados
cabe asignarle un papel significativo en el despertar de la
conciencia nacional, pero desde el punto de vista polí-
tico, no que hubiese conseguido nada en la materia de
que venimos tratando.
Así, pues, esa pretendida evolución, ocupaba el pen-
samiento de algunos y determinados elementos intelec-
tuales de nuestra sociedad, llamados a concebirla, a de-
searla, hasta a procurarla, pero nunca a poder realizarla
por su sólo esfuerzo, y ni siquiera a hacerla aceptar en prin-
cipio, y no hay que confundir el deseo de una cosa y
hasta el empeño por alcanzarla, con la cosa misma.
Recapitulando tenemos, pues, que hasta 1914, año
en que llegó a Yucatán la revolución, la situación eco-
nómica y social del indio, era la siguiente: Tenía en la
misma finca donde trabajaba una humilde choza para
vivir en condiciones más o menos buenas de habitabili-
dad, periódicamente algunos presentes del amo en pren-
das de vestir, asistencia médica en caso de enfermedad,
un pequeño terreno para cultivar en provecho propio,
todo esto gratuítamente, y a cambio de estas pocas gran-
jerías trabajaba todo el día, desde el toque de alba, por
jornales mezquinos; cubría las necesidades ocasionales de
la vida con los préstamos al amo, que constituían las
carta-cuentas, una especie de hipoteca sobre la perso-
na del mismo trabajador, pues este quedaba afecto al
pago de esas deudas con su trabajo personal, y como se
cuidaba que siempre debiese, estaba de hecho arraigado
en la finca. Si la abandonaba la autoridad acudía pre-
surosa a volverlo al redil por medio de la fuerza pú-
blica. Tal la situación del jornalero indígena hasta esa
época. Menos mala que en otras partes, sobre todo del
interior de la República, donde el trabajador rural ga-
naba salarios más miserables, la sujección a que se le
tenía reducido cobraba formas más brutales, y llevaba
en fin, una vida más perra. Pero así y todo, la de nues-
tro indio presentaba los lineamientos de la más opro-
biosa sumisión.
Tenía como único aliciente, como única alegría, como
única ambición, como único esparcimiento, como único
descanso, la embriaguez habitualmente dominguera,...
en ocasiones excepcionales la "jarana" en la finca, que
no era sino el pretexto para la embriaguez..., como
único horizonte para su pobre espíritu nebuloso y cie-
go, casi a punto de desaparecer, una Cruz,... y como
única esperanza, la muerte.
EL LIBERTADOR
Ha sido necesario exponer todo lo antes expuesto,
y exponerlo con la desnudez de la verdad, para darse
cabal cuenta de la obra realizada luego por el General
Salvador Alvarado, en lo que respecta a la emancipa-
ción del indio maya.
Pero entre ese estado en que se encontraba el jor-
nalero indígena, al punto en que lo encontró el General
Alvarado, hay un pequeño paréntesis al cual es indis-
pensable referirse, pues tiende como un puente entre un
punto y otro.
A fines de 1914 llegó a Yucatán el primer Gobernador
revolucionario constitucionalista, el Ingeniero Eleute-
rio Avila, yucateco de nacimiento, militar, aunque por
temperamento lo menos militar posible, y lo menos afec-
to a los extremos revolucionarios, a las violencias revolu-
cionarias, usando de los. procedimientos de la revolu-
ción, en el grado y medida que se imponían en cada
caso.
Anticipemos que desde que llegó a Yucatán el Inge-
niero Avila, o mejor dicho, desde antes de llegar, des-
de que se anunció su nombramiento para el cargo de
gobernador, surgió un vivo descontento entre ciertos
elementos que perseguían el evocarse el manejo del go-
bierno en Yucatán, hecho acerca del cual tenmos en
cartera para nuestros trabajos posteriores, datos muy
preciosos. Es indispensable tener en cuenta ésto, pues
puede decirse que desde entonces se creó el negro porvenir
de nuestra tierra.
El primer paso de dicho gobernante, fué decretar
la libertad del jornalero indígena. Esa libertad signifi-
caba abolición de las carta-cuentas en el servicio rural,
dándose por canceladas las existentes hasta entonces,
y libertad en el trabajador indígena para escojer el
lugar de su residencia y de su trabajo. Esa libertad
se decretó dentro de ese amplísimo sentido y casi ense-
guida de haberse hecho cargo del Gobierno el Ingeniero
Avila, y se decretó a nuestro entender festinadamente,
pues con desear nosotros muy vivamente como quien
más esa emancipación del 'indio, fuimos 'entonces de
opinión que debía dedicársele al asunto algún estudio
previo, supuesto que el problema comprendía muchas
modalidades que afectaban a la situación en general de
nuestro Estado, por un lado, y por otro porque las
mismas condiciones en que se encontraba moral e inte-
lectualmente el jornalero indígena, obligaban a estudiar
en él mismo el asunto que se debatía. Entendíamos que
ese estudio era indispensable si se quería hacer una obra
eficiente, sólida, de verdadera emancipación, que implicase
una verdadera transformación social, y no una simple pin-
celada impresionista de aquel gobierno revolucionario, si
se quería hacer, en fin, una obra de verdad provechosa al
mismo indio.
Pero la revolución estaba impaciente, y en Yucatán la
principal, la inmediata característica que debía asumir era
esa libertad, y se decretó desde luego en los términos ya
expuestos.
Al muy poco tiempo, como sospechábamos que ocurri-
ría, se empezaron a palpar los resultados, viéndose en la
práctica que urgía una reglamentación a la ley respec-
tiva. Había ocurrido que, deslumbrado el indio, como te-
nía que suceder, con una libertad que le venía de pronto,
después de más de cuatro siglos de servidumbre, quiso,
como era muy natural, gozar de ella desde luego en toda
su plenitud, hacérsela inmediatamente tangible, darse cuen-
ta en seguida de que se trataba de un hecho real, y sin
la suficiente capacidad de discernimiento para medir na-
da, para calcular nada, se dió desde luego a disfrutarla,
como si hubiera querido empalagarse con ella, escogiendo
el medio más indicado para hacérsela más palpable, el me-
dio que debía representarle de una vez por todas, la ma-
yor eficacia, la mayor expresión, la verdadera expresión
de esa libertad: el abandono del trabajo, esto es, el aban-
dono de las fincas. Pero no era esto lo más malo con serlo
mucho por la forma desatentada en que ocurría, sino que
fué más allá, tendiendo muchas veces a volver a su vida
nómade.
Era natural que el indio obrase así. Quería darse
cuenta de que no se le engañaba y tiró por aquel ex-
tremo. No podía pedírsele más. No podía pedírsele co-
sas de juicio y de reflexión. Era lo más indicado, porque
el indio maya, por más nulificadas que tenga las faculta-
des psíquicas, no es un ser muerto, sino es todavía un
organismo vivo, cuya principal manifestación de vida, co-
mo en todos los seres, es el movimiento, y aunque éste
resultase desordenado y confuso, tenía que usarlo en todos
sus extremos al sentir que se le soltaban los cordeles que
por tanto tiempo lo habían sujetado.
Vióse, entonces, decimos, que muchos abandonaban las
fincas donde trabajaban y no para ir a trabajar a otras, o
para dedicarse a otros menesteres, sino en muchas ocasio-
nes al menos, para internarse en los bosques... No hay
que olvidar estas circunstancias, pues ya veremos luego
cómo más tarde el mismo Gral. Alvarado reconoce esta
manera de proceder del jornalero indígena y llega a do-
lerse de ella.
A corregir esos inconvenientes que en la práctica pre-
sentó el nuevo orden de cosas, el gobierno dictó entonces
una reglamentación a la ley respectiva. Esa reglamenta-
ción no abolía, como se ha dicho con el más absoluto des-
conocimiento de causa, o con una maliciosa perversidad,
la libertad del indio. Esa reglamentación no hacía sino
prevenir que cuando el jornalero tratase de dejar la finca
avisase con quince días de anticipación a su patrono, y
si era éste el que quisiese separar al jornalero le avisara
igualmente con quince días de antelación. Era, pues, una
mutua obligación para ambos, y en garantía de ambos.
En el comercio, y en los establecimientos industriales,
existe ya esa obligación entre dependientes y patronos, sin
que a nadie se le haya ocurrido motejarla de destructora
de la libertad de nadie.
Pero aquella reglamentación no se sujetaba a ese aviso
solamente. Prevenía también que el jornalero caso de cam-
biar de residencia diera cuenta a la autoridad correspon-
diente de cuál era su nuevo domicilio. Esto, sí, parecía
limitar esa libertad. Pero era forzoso hacerlo así. Ya he-
mos dicho que muchos jornaleros indígenas al separarse
de las fincas volvían a sus bosques. Para explicarse esto
hay que tener en cuenta que el instinto del maya ha sido
siempre restituirse a esa vida, caso que también confirma
lo civilizado que salió de manos de la Colonia; hay que
tener en cuenta que existen todavía, como ya hemos di-
cho, tribus de indios en ese estado, unos en franca rebel-
día, otros llamados pacíficos, pero de hecho todos ellos
sustraídos al gobierno. El maya, ser sin aspiraciones, sin
importarle nada la vida civilizada, frugal, al extremo de
que le bastan a su subsistencia los elementos naturales que
le ofrece la selva, su vida montuosa le es sumamente fácil
y halaga su instinto, viendo en ella el verdadero, acaso
el único aspecto de su libertad. Para evitar esto se dió la
disposición a que hemos hecho referencia. En todo caso era
un bien el que se le procuraba; era como decirle: "ya eres
libre, pero no para volver a ser salvaje". Si hay quienes
entienden que la libertad debe llegar hasta el extremo de
permitir, y no sólo de permitir, sino de facilitar esa re-
gresión, entonces nada tenemos que decir, y nos callamos,
sintiendo una gran piedad para quienes así piensen, pues
con seguridad que ceden a la atracción del bosque...
En esto se estaba cuando el Ing. Avila fué arrojado
del Gobierno por las intrigas, y el juego más que sucio
que se puso de por medio para ese objeto, por quienes no
habiendo conseguido para sí ej. gobierno de Yucatán, se
sintieron envueltos en el más infame de los odios contra
quien, en última cuenta, no había sido el culpable de que no
recayera en otras manos el gobierno yucateco... Bien,
pero dejemos a un lado al Ing. Avila, pues no se trata de
él, y si lo hemos traído a colación ha sido por ser nece-
sario saber a qué atenerse respecto a la situación que guar-
daba el jornalero maya, al llegar el Gral. Alvarado a Yu-
catán. Y dejémoslo también porque seguir tratando de los
sucesos o de los hombres de entonces, sería entrar de lleno
al campo histórico, y ese no es por hoy nuestro propósito,
sino para más adelante como hemos dicho y prometido.
A principios de 1915 llegó el Gral. Alvarado a Yucatán
en las condiciones excepcionales que todos conocen, esto
es, como un guerrero que acababa de debelar una revuelta,
la revuelta argumedista. Entró después de un triunfo
armado, de manera que llegó con el carácter de conquis-
tador de nuestra tierra. Ya este solo hecho lo ponía en
condiciones poco favorables para considerar las cosas de
Yucatán desde su verdadero punto de vista, y desposeído
de toda pasión.
Suponemos que no habrá nadie que deje de entender
que todo problema debe tratarse dentro de las condicio-
nes de su propio medio, para lo cual es indispensable el
estudio de dichas condiciones, sobre todo si se trata de
problemas de tal naturaleza que resultan complicados con
otros. Esto es tan elemental que insistir en ello sería ha-
cer al lector muy poca gracia.
El Ing. Eleuterio Avila es yucateco, por lo cual, em-
pero la que había sido su larga ausencia del país natal,
algún conocimiento había de tener de sus asuntos, por
lo menos más que cualquiera otra persona que no conociese
nuestra tierra más que de oídas. Y así y todo resultó
como hemos demostrado festinada su ley libertaria, por lo
que hubo de reglamentarla para llenar vacíos que segura-
mente con más estudio desde el principio, no hubieran exis-
tido.
Pues el Gral. Salvador Alvarado, que no es yucateco,
y que llegó a Yucatán con el más absoluto desconocimiento
de nuestras cosas, y que traía además sobre los ojos la
venda roja de Blanca Flor y Halachó, se dió prisa en
decretar la libertad de que venimos tratando o sea la del
indio jornalero, sin el menor asomo de estudio, por con-
siguiente sin el rasgo principal que indicase su decisión
de hacer una obra verdaderamente aceptable y sólida.
En el sentido de lo que iba a ser, o de lo que debía
ser su actuación como gobernante, llegó naturalmente, ig-
norándolo todo, absolutamente todo, pues lo único que en
realidad sabía era que debía ocupar una tierra que apa-
recía rebelada. De nuestros asuntos, de nuestros proble-
mas, de nuestro ambiente, de las características del traba-
jo en nuestros campos, de nuestras condiciones económi-
cas, de nuestro comercio con el exterior distinto en lo ab-
soluto al de otras partes de la República por razones de
nuestra producción y de nuestro consumo, y hasta por
razones geográficas, en suma, de todo eso en que se funde
y se modela la vida de un pueblo, era tan ignorante como
cualquier hijo de nuestras Antípodas.
Suponer que un mísero mortal tenga la capacidad de
resolver de un solo trazo, y apenas quiera, y de resolver
bien, problemas de suyo difíciles, y que desconozca en lo
absoluto, es suponer una capacidad que va más allá de la
sabiduría, para elevarse a la cumbre del milagro. Sería
igual esencialmente a esos casos que asombran a las gentes
de niños de muy corta edad, que en las primeras letras to-
davía, resuelven, sinembargo, incontinenti, algún problema
que se les presenta de altas matemáticas, por ejemplo...;
o a esos otros de personas mediums que bajo el sueño es-
pírita llegan a hablar idiomas que desconocen... Y pase
que el Gral. Alvarado sea un sabio, todo lo sabio que se
quiera, pero francamente no creemos que llegue a más
de sabio, hasta convertirse en un inspirado o en un mila-
groso. Si así fuera habría que adorarlo devotamente, y la
Virgen de Izamal tendría un competidor irresistible.
Y dió el decreto de la libertad del indio maya, a raja
tabla, sin taxativa alguna, sin una orientación para afir-
marla de hecho en el mismo indio y en nuestras costum-
bres. Diréis: "pero si ya estaba decretada esa libertad".
Está bien, pero no se consideró así por la reglamentación
que existía. El Gral. Alvarado disparó, pues, un nuevo
decreto que en el fondo no era ni podía ser otro que el
mismo expedido por el Ing. Avila, pero destruyendo toda
reglamentación.
Desde luego, sin necesidad de recurrir a otras consi-
deraciones, cabe decir que esa ley de libertad del jorna-
lero, nació viciada en su origen de un pecado de suma
ignorancia del medio en que se decretaba, y que por
consiguiente no podía tener un fundamento estable ni es-
tatuir nada serio. Esa manía de festinar todo fué carac-
terística de la labor de aquel militar, y de ahí que toda o
casi toda su truculenta y encrespada legislación resultase
un fracaso. Poco tiempo después de la que se refería a
la libertad del indio expedía su ley sobre tierras, e igual-
mente con tan craso desconocimiento de la materia, que
fué, como todos saben, de una imposible realización.
Y hemos llegado al punto en que es lo interesante co-
tejar la condición del jornalero maya antes de la ley re-
dentora del Gral. Alvarado con la que tuvo luego y sigue
teniendo. De hecho y para decirlo todo de una vez, el
trabajador indígena pasó del poder del hacendado a poder
del Gral. sonorense y del alvaradismo. Cambió de pro-
pietario. Triste y ominosa suerte la del infeliz maya con-
denado a sufrir siempre sobre el cuello la planta de al-
gún dominador... ¿Pero empeoró o mejoró?... Nosotros
creemos con la fuerza que da la lógica y con la tangi-
bilidad de los mismos hechos, que empeoró, y empeoró
porque aun suponiendo en el Gral. Alvarado toda la bue-
na voluntad posible, es un hombre a quien, sobre resolver
las cosas intempestivamente, seduce y deslumbra fatal-
mente la superficialidad de las mismas, su apariencia más
o menos vivida, interesándole más el aspecto con que las
presenta o las considera, que el valor real que tienen en
sí. Dentro de esta manera de pensar, de sentir y de ver,
la libertad que dió al indio fué aquella que podía impre-
sionar más, que podía resonar más, y que pudiera conve-
nir mejor a sus fines políticos, aunque en realidad no fue-
ra tal libertad, sino tan sólo en la apariencia. Ese prurito
de ostentación lo encontraremos siempre en la labor de
aquel gobernante y forma la modalidad más decisiva de su
psicología, como veremos luego. Dentro de ese prurito ge-
neró todos los principales actos que realizó en Yucatán, y
creemos que a él debe nuestra tierra la mayor parte de
las desventuras que ha sufrido. Y vamos a cuentas.
Es indudable que hay dos clases de libertad, y que
unidas se completan, o mejor dicho, que la libertad tiene
dos aspectos genuinos: La libertad material, y la libertad
espiritual, o mental, como acaso sea más propio llamarla.
La libertad mental es aquella que permite al hombre pen-
sar libremente, esto es, raciocinar sin prejuicios de nin-
guna clase, que alza sobre el corazón l'a razón que
es inquisidora y fría, en suma, el libre examen. Pue-
de un hombre, sinembargo de gozar de esta libertad,
ser, por alguna u otra causa, un esclavo de la vida.
Es el caso del paria moderno cuyo pensamiento desligado
de toda traba puede apreciar su condición, saber de la
gran injusticia social y moral que reina en el mundo y
propender a sacudirla. Un hombre así, que es consciente,
es un esclavo a medias y un libre a medias. Mañana que
consiga su libertad material, podrá guiarse en la vida por-
que ya tuvo la disciplina de la libertad mental. Es un
hombre que vive en la desgracia, pero no en la sombra.
La libertad material es aquella por la cual disfruta el
hombre libremente de todas sus acciones, sin más taxativa
que la que necesariamente separa el bien del mal. Un
hombre en tales condiciones puede, sinembargo, por razo-
nes de ambiente, de educación, o simplemente por igno-
rancia, tener esclavizados la mente y el espíritu a ideas
regularmente abstractas. Obrará siempre con el corazón,
o sea con lo que Gustavo Lebon llama la lógica afectiva,
excluyendo la razón de los actos que ejecute. Este indi-
viduo no ejecutará las acciones que deba ejecutar, aquellas
que la razón o la conciencia le dictarían que ejecutara, a
tener libres la razón y la conciencia, sino aquellas que sus
sentimientos o su fe le manden ejecutar. No preguntará
si son buenas o malas las acciones que realice, pues no
las restringirá a la moral fundamental de las cosas, sino
querrá lo contrario, esto es, a justar la moral a sus accio-
nes. Más claro, las considerará buenas, aunque sean ma-
las, y entenderá que la moral es esa que responde a sus
sentimientos y no otra alguna. Este es el caso de los fa-
náticos en cualquier orden de ideas. Este hombre también
es un esclavo a medias y un libre a medias. Este tipo de
hombre, con parecer más pasivo, es sinembargo más peli-
groso que el- primero. No vive en la desgracia, pero vive
en la sombra.
Cuando se tienen las dos libertades, es cuando entonces,
y sólo entonces, puede llamarse un hombre perfectamente
libre, y perfectamente esclavo cuando no se tiene ningu-
na. Pero hay una diferencia muy grande entre ambos
tipos. El hombre mentalmente libre está siempre al mar-
gen de adquirir la otra libertad. El hombre mentalmente
esclavo, aunque libre materialmente, está siempre al mar-
gen de caer en la esclavitud perfecta. Desde luego no sólo
sus pensamientos, sino hasta sus acciones, están esclaviza-
dos aunque involuntariamente. Puede citarse como un
ejemplo el caso de quienes guían su vida por conducto de
los llamados directores espirituales.
¿A cuál de estos tipos correspondía y sigue correspon-
diendo el tipo maya 1... ¿ pero acaso es necesario la pre-
gunta t... La misma digresión en que acabamos de dete-
nernos no era necesaria, y antes bien la expusimos por no
dejar... No cabe buscar comparación alguna... El in-
dio maya estaba como aun lo está, confinado a una com-
pleta negación en libertad y en inteligencia.
Pero se nos dirá: ¿ por el hecho de no ser un hombre
mentalmente libre, por el hecho de ser ignorante un hom-
bre, va a dejar de proporcionársele, habiendo oportunidad
para ello, siquiera su libertad material, máxime si debe
entenderse que dentro de ésta puede más fácilmente ir
consiguiendo la otra ?... Claro que no debe dejar de pro-
porcionársele por semejante consideración. Pretender lo
contrario sería aceptar como principio el que por no po-
derse hacer un bien total deje de hacerse relativo siquie-
ra, y nunca ha sido nuestra mente sostener tal cosa. Pero
es claro también que la inteligencia más mediana entiende
que los procedimientos a seguir para proporcionar la li-
bertad material a un individuo tan mentalmente esclavo
en su extremo más deplorable, que es el de la supina ig-
norancia, tienen que ser distintos a los que se empleen
con un sujeto ya de antemano mentalmente libre, o si-
quiera medianamente inteligente y capaz. Pero para el
Gral. Alvarado no existían estas distinciones con todo y
ser inherentes a la esencia de estas cosas.
Dar a un hombre una absoluta libertad material, sin
que exista en su pensamiento ni siquiera un poco de luz
para guiarse, es lo mismo que hacer un pájaro ciego. La
ley de correspondencia es inmanente a la vida. Nadie ni
nada puede sustraerse a ella, so pena de caer en la uto-
pía, en la locura o en el mal. Se tratan las cosas conforme
corresponde tratarlas, no como se quiera tratarlas. Por
eso no se tratan todas de un mismo modo, ni aunque esen-
cialmente se trate de las mismas. Una misma enfermedad
se trata y se cura con específicos distintos, según el orga-
nismo del individuo que la padece. En una clínica óptica
un operado de la vista requerirá más tiempo y otro pro-
cedimiento para descubrírsele los ojos a la plena luz que
otro operado. Todo esto es fundamental, todo esto es ex-
perimental, todo esto tiene obligación de saberlo el hom-
bre que se considera capacitado para operar como médico
o cirujano ya sea del cuerpo como del alma... Pero el
Gral. Alvarado, repetimos, parecía ignorar todo esto.
Mejor dicho, no lo ignoraba, no lo ignora, no puede igno-
rarlo, y por eso mismo la responsabilidad que cae sobre él
es mayor. Dió al indio una libertad de bestia, nada más
que de bestia. Le deshizo el freno, le arreó un latigazo so-
bre los hijares y lo lanzó sobre la campiña. Decir a un hom-
bre, esclavo de cuatro siglos, decir a un hombre ciego, ciego
de ignorancia: "Anda, ya eres libre, abandona el trabajo,
trabaja si quieres y cuando quieras o no trabajes, revienta
a tu patrono, humíllalo, deténtalo, avasállalo, haz lo que
quieras y como quieras, sin taxativa alguna, sin distinción
alguna de mal ni bien, pide y exige sin margen y si no
te dan, desnuda y alza el machete, y mata si quieres...,
anda, ya eres libre, hoy tú eres el rey, quema y tala si
quieres, y si no quieres debes quererlo así para que te
des cuenta de tu poderío..., anda, emborráchate de tu li-
bertad en la forma que te plazca y sin que nada te de-
tenga, ni Dios porque no debes creer en Dios, ni la ley
porque la ley no se hizo para castigarte a ti en ningún
caso, ni la moral, porque ésta es cosa de viejas y no de
hombres... ", decir así a un ente que ha estado sumido en
la esclavitud y en la ignorancia, ¿qué otra cosa es sino
acordarle una libertad de bestia, latigueándola sobre los
lomos para que se dispare en carrera desenfrenada 1...
i Y es esto hacer un bien ?... ¿ Y es esto un libertador ?...
¡ Qué barbaridad!...
Ya escuchamos correr a nuestras espaldas la jauría a
sueldo, ladrándonos y enseñándonos los colmillos donde
van enredadas aun las piltrafas que el amo les ha echa-
do... Ello no importa. Para nuestra fortuna, no hay
yucateco, no hay un solo yucateco, a quien no conste que
así fué la libertad que se dió al indio. Sobraría, pues,
cualquier intento siquiera de rectificación, pues no sabe-
mos ante quién iba a hacerse.
Repetimos: el Gral. Alvarado no es un ignorante. Pu-
do haber dicho al indio: "Ya eres libre, ya puedes sepa-
rarte de la finca en que trabajas, si así lo quieres, sin que
nadie pueda impedírtelo; ya eres libre para reclamar un
mayor jornal para subvenir en un todo a tus necesida-
des; ya eres libre para exigir de tu patrono menos horas
de trabajo, y debes exigir todo eso; ya eres libre, en fin,
para hacer lo que te plazca, siempre que lo que te plazca
no sea en tu daño ni en el daño de otros; ya eres libre
sin que tu libertad destruya la de nadie. Ya eres libre,
pero trabaja, pide y trabaja, con la laboriosidad de siem-
pre, que en tu trabajo entra en mucho tu redención. Pide,
exige, pero también es necesario que des. Pide, exige que
se te respete, pero es necesario que sepas respetar también.
Y cuando no se te cumpla, cuando se te hostigue, cuando
se te veje, cuando no se te respete, entonces ven a mí, ven
a mí, que yo y las leyes que la revolución ha dado, sa-
bremos ampararte..." Si así hubiera hablado el Gral. Al-
varado, nada habría que reprocharle, y es seguro que un
aplauso general, al menos el aplauso de las gentes de bien,
de las gentes de corazón, de las gentes honradas, hubiera
glosado su obra que sería memorable gratamente.
Sí, y aquí entra el carácter idiosincrático de aquel mi-
litar, sí, pero si hubiera obrado dentro de esos términos,
la libertad que hubiese dado al indio, hubiera resultado
demasiado silenciosa para complacer ■ esa su idiosincracia
dada a lo más resonante. Más que esos aplausos compla-
cen al Gral. Alvarado las auroras centellantes y deslum-
bradoras. Dentro de aquellas razones el indio no hubiera
abandonado las fincas, o por mejor decir no hubiera aban-
donado el trabajo. Aparentemente hubieran seguido igual
las cosas. Esa libertad no hubiera, por consiguiente, so-
nado tanto, escandalizado tanto, y el temperamento del
divisionario sonorense no hubiera quedado complacido...
¡ Oh! hay que seguir muy de cerca ese temperamento para
darse cuenta de muchas cosas...
Claro que una libertad como la que ofreció al indio,
tenía que dar más juego, producir más escándalo, como
sucedió en efecto. Era una libertad alarmante, y la alar-
ma era en el Gral. Alvarado un instrumento sine qua non
para sus actos y sus actitudes. Al abandono del trabajo
debía suceder, naturalmente, la alarma entre los hacen-
dados; a la actitud hostil que asumió el indio tenía que
suceder la alarma ya no sólo del hacendado, sino de toda
la gente; al crimen que realizara tenía que suceder la alar-
la, la alarma, y la alarma es cosa que suena, que resue-
na..., y dentro de esa resonante alarma la figura del
Gral. Alvarado cobraba necesariamente más proporciones.
Era una libertad tronante, y dentro de sus truenos el
Libertador tenía que aparecer como un nuevo Júpiter con
el haz de rayos en la diestra... Esta era la libertad que
convenía al prurito ostentador del Gral. Alvarado, y esa
en efecto, fué la que dió al indio.
Pero una libertad así no redime a nadie.
Así como asentamos antes y aseguraremos siempre que
antes de la revolución no había habido en Yucatán evo-
lución alguna en lo que se refiere a la condición social del
jornalero indígena, así también fuerza es asentar que la
revolución está muy lejos de haberlo redimido ni que lo
esté redimiendo, ni que tenga siquiera el propósito de re-
dimirlo.
La libertad del indio no puede significarse únicamente
en que pueda abandonar la finca donde trabaje, ni en que
trabaje cuando, como y donde quiera, o no trabaje si no
quiere, y hasta vuelva al corazón de sus bosques si lo pre-
fiere así. Toda esta libertad de acción, es un atributo muy
importante, es cierto, de la libertad del hombre, pero no
es sino uno de tantos atributos. La libertad del indio no
podía significarse en la agresión al patrono, ni en el in-
cendio y la tala de sus propiedades..., a no ser que se
trate, ya no de libertad sino de una obra exclusivamente
de venganza... ¡Ah! pero la venganza tiene que estar
reñida con la libertad racional.., Sinembargo, dentro
de este desorden de libertades fué la que se dió al traba-
jador indígena.
Entienden todas las gentes de siquiera mediana cul-
tura, y de siquiera mediana inteligencia, que sin la con-
ciencia y responsabilidad de sus acciones, nadie puede
ser libre, pues sin esas condiciones que son esenciales se
estará siempre a merced de la voluntad de cualquiera pa-
ra ser utilizado como un miserable instrumento. Y los
hombres instrumentos no son hombres libres. Y el indio
maya hoy no es sino un instrumento... Sin el conoci-
miento de las obligaciones como de los derechos no puede
en manera alguna exigirse éstos, pues un concepto incluye
forzosamente el otro. Y cuando no hay esa posibilidad
moral de exigir un derecho, y es fundamental que no la
haya cuando se carece del conocimiento de la obligación,
no se puede ser libre.
La libertad es algo que por lo mismo que es el mayor
don de que puede disfrutar el hombre, es indispensable
que lo disfrute para sí y sin cortar en los demás ese be-
neficio. Otra libertad, repetimos, tendría características
brutales, pues sería establecer la lucha primitiva de la
fuerza. Y al indio se le ha puesto en esas condiciones des-
de el momento que se le brindó una libertad a base de
destruir la de otros. En este sentido si el indio no sabe res-
petar la libertad ajena, no habrá por qué extrañarse que
no se respete la suya... Pero el Gral. Alvarado lo habrá
querido así.
El Gral. Alvarado lo impuso de los derechos que él y
sólo él creyó conveniente, pero no sabemos cuándo le ha-
bló de sus obligaciones. Es decir, estragando el concepto
de tales obligaciones le sugirió la idea de que su obliga-
ción era esa: alzar el machete, matar, detentar, quemar...
¡ Magnífico!... En suma, todo el bien que pudo haberle
hecho con desligarlo del hacendado, es decir, con desligar-
lo de los apretados lazos de la servidumbre feudo-colonial,
quedó desvirtuado, pues colocó al infeliz llevado a tal
trance en un plano más inferior todavía. Sobre no redi-
mirlo substancialmente aumentó su infortunio con otros
nuevos. Además de dejarlo dentro de otras esclavitudes
que él mismo le fundó, lo empujó al crimen.
Ya sabemos hasta la saciedad que no era posible trocar
al indio de la noche a la mañana de profundo ignorante
en un sabio. Sería necio suponérsenos tal pretensión. Pero
entendemos que así como se le predicaron aquellos discur-
sos de demagogia y de agresión, los menos indicados para
seres sumidos en la condición del infeliz indígena, bien
pudieron predicársele consejos saludables, los necesarios,
los imprescindibles, para llevar a su mente siquiera un
pequeñito rayo de luz en la hora en que más la necesi-
taba.
Esas predicaciones, esas arengas de violencia y agre-
sión, ese aconsejar el abandono del trabajo, i no eran lo mis-
mo que despertar en el indio su antiguo instinto al bos-
que, al aduar, a la vida fiera y nómade, desligada de todo
elemento de civilización, alejándolo de ésta más todavía de
lo que lo estaba ?... ¿ no era lo mismo que remover en
él el instinto bélico de raza inconforme que lo levantó en
1847?... i Y qué quería el Gral. Alvarado?... 4 hacer
del indio maya en lugar de un esclavo un hombre libre í...
¿ en lugar de un abyecto un ser consciente ?... 40 resti-
tuirlo a sus hábitos salvajes, sin patria, Dios, ni ley f...
De ese mal aconsejado uso de su libertad ha venido,
como nadie ignora, el irreflexivo abandono del trabajo
agrícola en muchas zonas de nuestro Estado, con lo que a
seguir se crearía una situación (ya desde hoy es mala) de
malestar y pobreza no sólo para las clases pudientes, que
éstas serían las que menos habrían de sufrir, sino sobre
todo para las clases más necesitadas, incluso el mismo in-
dígena. De ese mal aconsejado uso de esa libertad han
derivado también muchas de las tropelías y hasta excesos
de sangre que se han registrado en el interior del Estado,
y que sin conducir a nada, sólo han contribuído a llevar
. las lágrimas y el dolor a hogares también generalmente de
gentes humildes, pues las víctimas no se han registrado en
otra esfera social sino entre desventurados de la clase me-
dia, y a veces entre los mismos infelices indios. De ese
mal aconsejado uso de la libertad ha venido naturalmente
la desconfianza en los agricultores yucatecos, quienes se
abstienen ya del fomento de sus fincas, ante la siniestra
posibilidad de no ser respetadas ni sus propiedades ni sus
vidas... Y al borde de todo esto tenemos al pobre indio,
el más irresponsable de todo, que ni es más feliz, ni más
consciente, ni menos esclavo que antes, con la única dife-
rencia de que hoy la cadena de su esclavitud pende de otras
manos.
En nuestro caso no sólo era insólito y nefando dar al
jornalero maya la libertad envenenándola con arengas de
venganza y de barbarie, sino que no bastaba con dársela
siquiera a secas. Cualquiera entiende que era urgente,
con toda urgencia, acompañar ese que debía ser el in-
menso beneficio de su redención, con la explicación nece-
saria a hacerle entender lo que es la libertad y cómo ha
de usarse de ella... Naturalmente, hablamos desde el
punto de vista de que hubiera habido el propósito de re-
dimirlo ... Si no fué ese el propósito, si se procedió así
obedeciendo a turbias intenciones, si lo de la libertad fué
un pretexto para utilizar al indio, entonces nada tene-
mos que decir, pero que no se nos venga con el cuento de
esa redención, y que se despoje públicamente el Gral. Al-
varado del manto de libertador, pues le viene tan ancho
que vestido con él más parece un personaje de opereta
bufa.
Es claro que dentro de una revolución es absurdo pe-
dir medidas de orden y de legalidad y ni siquiera de cor-
dura. Es claro que no puede aplicarse un estrecho cri-
terio de moral a tales situaciones. Sería insensato. No
hay, pues, por qué alarmarse de ninguna medida de vio-
lencia en los momentos en que una revolución actúa con
las espadas, los cañones y los fusiles para debelar el tra-
dicionalismo que le resiste con las espadas, los cañones y
los fusiles. Pero concluído este doloroso proceso que se
acepta como una necesidad y nunca como un placer, que
se acepta como un último recurso, y no como uno de tan-
tos recursos, no hay justificación posible para derramar
ni una gota de sangre más, ni para insinuar a otros que
la derramen. Concluído ese proceso es precisamente cuan-
do es más necesario economizar esa sangre, no sólo en be-
neficio de la víctima y el victimario, sino en provecho de
la patria misma a la cual ya es mucho que se le hubiese
hecho sufrir la sangría que se creyó necesaria.
Pues no otra cosa se hacía cuando ya en plena paz,
cuando ya hecha esa llamada redención del indio, (el Ge-
neral Alvarado se cansó a proclamar urbi et orbi que ya
la había hecho), y cuando ya esa llamada libertad había
sido aceptada por todos, pues nadie resistió a ella, se le
predicaba en plazas y en calles aquella literatura malsa-
na y viciosa, vengativa y hostil.
Nadie puede negar estos extremos. No estamos inven-
tando nada. Esas predicaciones no fueron hechas a través
de las rejillas de ningún confesionario. No fueron en el
secreto de un gabinete. Fueron en la vía pública, a la luz
del sol, al aire libre como son las arengas populares.
Existe la teoría de que el bien se genera en el mal.
Es decir, que dada, la mísera condición humana, es nece-
sario utilizar el mal como un expediente para conseguir el
bien. Teoría harto peligrosa para las mentes no prepara-
das rectamente. Esa teoría hace prevalecer, como se ve,
el espíritu del mal sobre el del bien. Es bien triste, pero
tiene en parte harta razón de ser. Ya la misma natura-
leza nos la había dado en la expresión de que la muerte es
necesaria a la vida. Por lo demás es preciso no confun-
dirla con la máxima jesuítica de "el fin justifica los me-
dios", pues no por parecerse no sean fundamentalmente
distintas. Esta es una creación egoísta, ese fin se refiere
a todo lo que sea en beneficio de la institución. La otra
es una creación de la necesidad, y se aplica a condición
de que puestos a ser pesados, resulte más el bien que se
consiga que el mal que haya necesidad de realizar para
conseguirlo. Esa teoría es la filosofía de las revoluciones
y de las guerras. Todo lo que se hace en ellas es malo
fundamentalmente. Se mata, se incendia, se saquea, se ta-
la, se destruye. No hay propiedad, no hay derechos, es
una suspensión de todo lo que es garantía, y por consi-
guiente del curso normal de la vida. Todo es un mal,
pero es un mal que se acepta, y el cual hasta llega a ser
necesario, y hasta se le aplaude y hasta se le ayuda, por-
que por su conducto, como por una vía de dolor (por no
haber otra), hay que ascender al bien...
Pero si cuando llega el momento de llegar a esa cum-
bre, cuando llega el momento de cosechar el bien, se sigue
regando el mal que hubo de utilizarse como una escala
imprescindible, entonces se escapa de la teoría para dar
en el mal por el mal mismo, lo cual es sencillamente mons-
truoso. Aplique el Gral. Alvarado la consecuencia.
Si cuando este militar trataba de dar al indio la liber-
tad hubiera encontrado alguna resistencia para ser rea-
lizada, y la hubiera encontrado hecha acción agresiva, en-
tonces nada más justo, nada más indicado que gritara
al indio que talase, quemase y aun matase, pues ya sabe-
mos que la libertad hay que conquistarla como sea. Pero
cuando el Gral. Alvarado se cansa a repetir que ya había
hecho la obra, y cuando ésta, buena o mala que hubiese
sido, ya estaba aceptada por todos, aun por aquellos que
hubieran tenido interés en combatirla, ¿ qué justificación
hay para haber seguido un camino de maldad o para acon-
sejar seguirlo ?...
Además, asoma una disyuntiva feroz que no puede ser
evadida. ¿No se hizo la revolución para traer a la patria
la justicia ausente de ella hacía mucho tiempo!... ¿No
eretos, disposiciones, ordenanzas, circulares, etc., expedi-
dos por la misma revolución para hacer cumplir sus
fines ?... ¿ No había mandatarios emanados de la misma
revolución, autores de esas mismas leyes, y encargados,
por consiguiente, más que nadie, de hacerlas cumplir y
cumplirlas?... Pues si todo eso había, y había tales
mandatarios, había que confiar en que harían cumplir y
cumplirían con esas leyes, disposiciones, etc. Y una de
dos, o tales mandatarios (en nuestro ca.so el Gral. Al va-
rado) no eran capaces de hacer justicia, no eran capaces
de hacer cumplir sus mismas leyes, destruyendo así la*
obra revolucionaria, y por eso nuestro gobernante reco-
mendaba al indio el hacerse justicia y una justicia sal-
vaje por sus propias manos o si era capaz de aplicarla él
como era su deber, y hacer cumplir sus propias leyes, como
también era su deber, sin otro procedimiento que apli-
cándolas, haciendo así honor a su filiación revoluciona
ria, no había por qué aconsejar a nadie que se hiciera jus-
ticia por sí mismo, cosa en verdad reñida con todo es-
píritu de progreso, de cultura y de civilización... En-
tonces sobraban los mandatarios, las leyes y todo lo de-
más ... ^ Bastaba con aquella justicia netamente troglodita.
El Gral. Alvarado puede optar por lo que guste, pero
fuerza es que opte, pues está entre las tenazas de la dis-
yuntiva. No optará, es claro, pero ello no importa... La
lógica lo empuja fatalmente.
Pero si todo eso pudo ser así, y dentro de esa modali-
dad ha seguido, no sólo ha sido por la mala obra del Ge-
neral Alvarado. Esta pudo fructificar porque encontró un
terreno propicio. Es que no había habido esa evolución
que tan a la ligera se aventuran algunos a asegurar que
había. De haberla habido, en favor del jornalero indígena
naturalmente, hubieran sido inútiles, en gran parte al me-
nos, las prédicas sediciosas con que se dió a ese jornalero
su llamada libertad. Nadie ni los animales se echan al
fuego por su sólo gusto, y no otra cosa hubiera hecho el
jornalero indígena sino echarse al fuego, lanzándose a los
extremos que se le predicaron, si hubiera estado dentro de
una situación más digna, o siquiera menos ominosa.
El mismo Gral. Alvarado ha producido una verdad
como un puño cuando ha dicho en la defensa que hi-
zo de su labor administrativa, en Yucatán, que si la
libertad del indio produjo aquellos excesos, ello se debía
a la falta de preparación en que ese jornalero se en-
contraba para disfrutar rectamente de esa libertad, por-
que las clases sociales llamadas a hacer esa preparación
no la habían hecho. Es muy cierto. Pero esa declaración
en labios del mismo militar tiene un valor precioso y no
entendemos cómo la aduce en un documento destinado a
su defensa, pues antes bien sirve para reafirmar la acu-
sación que se le hace. Esa declaración es una confesión
de que sabía perfectamente la ignorancia suma del indio,
cosa que en nada se opone a su desconocimiento de las
cosas de Yucatán a que antes hicimos referencia, pues
para darse cuenta de esa ignorancia, bastaba un minuto.
Si conocía esa circunstancia, tan digna de ser tomada en
cuenta, ¿cómo se atrevió a ofrecerle una libertad desaten-
tada?... ¿una libertad para la que urgía instruirlo, si-
quiera superficialmente, de ciertas condiciones indispensa-
bles en todo hombre para que pueda gozar de cualquiera
libertad, como no sea la libertad para el mal ?... y sobre
todo, ¿cómo conociendo esa falta de preparación, esa ig-
norancia, no sólo no cuidó de intruirlo, sino, le hizo o
mandó que le hicieran, o consintió en que le fueran hechas,
predicaciones perversas?
El Gral. Alvarado dijo en efecto una verdad, pero la
dijo a medias. Debió haberla completado diciendo que
precisamente por aquella circunstancia era criminal hacer
al indio aquellas malsanas enseñanzas que se le hacían.
Todo esto lo sabía el Gral. Alvarado, y sabía mucho
más, pues como hemos dicho está muy lejos de ser un
ignorante. Prueba al canto. En una carta abierta que pu-
blicó hace poco en el Heraldo de México, diario de su pro-
piedad, se expresa en los siguientes términos, aludiendo a
la desorganización nacional: "La falta de fe y de confian-
za en los revolucionarios y en lo que de ellos ha emanado,
se debe a que el país no ha podido certificar hasta hoy
sino la parte destructora de la revolución, pues de ella
todavía no hemos mostrado el aspecto evolutivo, de recons-
trucción, de estudio, de desprendimiento y de sacrificio."
"Destruir es muy sencillo, pues cualquiera está en apti-
tud de dinamitar un tren, talar arboledas o destruir un
sembrado (o aconsejar a un infeliz indígena que haga to-
do esto y cosas peores, debió agregar). En cambio, para
construir o reefidicar se requieren conocimientos y virtu-
des de que, para desgracia del país y para vergüenza
nuestra, nos hemos mostrado tan ayunos... " Aplique ese
su actual modo de pensar a su labor en Yucatán y díga-
nos qué le parece.
En fin, y para reasumir: El Gral. Alvarado dejó al in
dio en las siguientes condiciones: Le rompió un yugo, un-
cido al cual vegetaba antes. Uncido a él vivía anodina-
mente, como una cosa o como una bestia. Hoy vive tan
anodinamente como antes, siempre como una cosa, pero
como una cosa mala, llena el alma de sedimentos venenosos.
Gana más que antes y trabaja menos. Pero suponemos que
no es sólo el aumento en el jornal y el trabajar lo menos
posible lo que eleva al hombre a la dignidad, sino el
sentimiento de nobles ambiciones para bien utilizar su
ganancia, y no para utilizarla en el sentido de sustraerse
al trabajo todo lo más posible en atención a que con un
día de jornal tenga para subsistir toda una semana. Ade-
más esa alza de jornales va resultando tristemente irri-
soria, por cuanto la descarriada actuación del Gral. Al-
varado en los asuntos económicos del país, la han hecho
imposible de sostener dentro de toda imposibilidad. Le
rompió, repetimos, un yugo, pero lo dejó susceptible a
otras tiranías, pues esta es la hora que el infeliz indígena
es imposible de obrar y pensar por sí mismo. Está, pues,
y estará a merced completa de quienes obren y piensen
por él. Lo desalcoholizó o lo puso en camino de desalcoho-
I izarse, lo que debe aplaudirse de todas veras, pero le de-
jó una embriaguez todavía peor, porque es la del espíritu
y la de la mente, la embriaguez de las palabras de quie-
nes pretendan nuevamente abusar de él. Lo estimuló al
abandono del trabajo orillándolo al parasitarismo, cosa que
degrada al hombre y lo pone al borde de todas las posi-
bles esclavitudes. Removió en él su viejo instinto salva-
je, le puso en las manos un machete y le enseñó la selva.
Y como si todo esto fuera poco, en lugar de hacerlo un
elemento social lo. transformó en un instrumento político,
con la mayor agravante que puede darse, aprovechando
su inconsciencia, y olvidando el más luctuoso episodio de
nuestra historia, marcado por igual estigma. En este sen-
tido hizo con él lo que más debió haber cuidado de no
hacer, habida cuenta de la mentalidad negativa del ma-
ya, y habida cuenta de que son característicos de nuestra
política criolla el tapujo y la trapalería.
Por último, la forma de inusitada violencia empieaaa
y mantenida inoportunamente, creando a esa asendereada
libertad del indio una invariable atmósfera de agresividad
y de venganza, y por otro lado, las míseras condiciones
económicas a que redujo el Estado por su asombrosa ac-
tuación financiera, no han hecho sino crear una inminente
posibilidad reaccionaria que acaso revista caracteres peo-
res que los de antaño... Si desgraciadamente esa reac-
ción viniera, sería harto deplorable, y harto inconveniente
y peligroso... Ojalá y no sucediera... En tal sentido
desearíamos que nuestros mismos hacendados con la con-
moción que han sufrido abrieran mejor los ojos, e hicie-
ran ellos mismos lo que la revolución no pudo hacer en
Yucatán respecto al indio, o lo que no quiso hacer el
Gral. Alvarado...
Al cerrar este capítulo queremos decir al Gral. Sal-
vador Alvarado lo siguiente. Conseguir el mayor bien po-
sible, para el mayor número posible de gentes, dejando el
mal reducido a su más.mínima expresión posible, es lo que
justifica las revoluciones y las hace necesarias, y por eso
tienen, si a eso tienden, el voto favorable de los hombres
de corazón y de conciencia. Y han de ser, deben ser im-
placables en su período destructivo precisamente para con-
cluir más pronto con ese período que la necesidad impone
imperiosamente. Pero es absolutamente indispensable que
sean edificantes en la reconstrucción, pues de otra manera
quedan descalificadas ante la Historia y ante la Huma-
nidad ...
EL SOCIALISMO
Pero si no había habido evolución alguna ni llevaba
trazas de haber, y hasta era muy difícil de intentarse, en
el sistema del trabajo agrícola en Yucatán, que mejorara
la condición del jornalero indígena, no puede decirse lo
mismo de lo que se refiere a la cuestión obrera. El obrero,
ser de un nivel intelectual muy superior al del indio, es-
taba capacitado, no solamente a ayudar a quienes se em-
peñaran en mejorar su situación, sino hasta a no esperar
esos esfuerzos exteriores, pues podía por sí mismo extraer-
los de su propio seno, por su propia iniciativa, obedecien-
do a movimientos espontáneos. Y en efecto, no otra cosa
había ocurrido.
Además, y esto es muy interesante, cualquier mejora-
miento en la condición social, política y económica del
obrero yucateco, en el grado y cantidad que fuese, no ve-
nía a minar por su base ni por parte alguna, un tan viejo
estado de cosas, un tan medio-eval edificio de intereses
creados, y a corregir costumbres inveteradas, como hu-
biera tenido que hacer cualquiera evolución en el siste-
ma del trabajo rural. No tenía, pues, el obrero por qué
encontrar la misma resistencia, y ciertamente no la en-
contró.
Todo lo desfavorables que eran los extremos en el caso
del jornalero indígena, resultaban favorables en el caso
del obrero. En el primero una absoluta incapacidad pa-
ra procurarse nada en su favor, por un lado, y por otro
la silenciosa resistencia de las clases sociales comprometi-
das en el asunto, no sólo a realizar por sí mismas la evo-
lución, sino dispuestas a resistir también cualquier intento
en el mismo sentido. En el segundo, capacidad del obre-
ro, fuerza por lo menos medianamente consciente que le
permitía pensar en sí y trabajar por sí, y ninguna re-
sistencia en la sociedad para impedirlo.
Por otra parte, circunstancia también muy digna de
ser tomada en cuenta, nuestros medios hispano-americanos,
en general, lejos de ser adversos al obrero le son favora-
bles, no de un modo gracioso, se entiende, no porque las
sociedades de estos pueblos sean mejores que las de otras
partes, sino por razones de ambiente, por razones natura-
les, como intentaremos demostrar más adelante, razones
que no ha estado en manos de esas sociedades el poder
variar.
No es de extrañarse, pues, que cuando apareciera en
Yucatán el Gral. Alvarado a hacerse cargo de su gobierno,
encontrara en la cuestión obrera una situación ya hecha,
bastante adelantada en el sentido de su actividad por
crearse una mejor condición social y económica, actividad
bien acentuada en las corporaciones gremiales establecidas
desde hacía ya tiempo, y que funcionaban con toda regu-
laridad. Estas corporaciones habían comenzado a estable-
cerse desde antes de la revolución maderista, y cuando el
período de ésta no hizo la actividad obrera sino aprove-
charse de él, para irse desarrollando más. No fué, pues,
ninguna revolución la que dió margen en Yucatán al mo-
vimiento obrero, y esto no debe olvidarse en honor de nues-
tros mismos gremios.
Es bueno recordar todos estos antecedentes porque el
Gral. Alvarado ha querido apropiarse la paternidad de
ese movimiento, que en realidad no le corresponde, ni le
corresponde a nadie individualmente, sino a la pura ini-
ciativa de nuestros mismos artesanos. El Gral. Alvarado
no tuvo, pues, en este campo oportunidad de convertirse
en redentor, primero porque había poco que redimir, y
segundo porque los obreros yucatecos no estaban en la ne-
cesidad de que les llegaran de fuera sus redentores, pues
ya tenían entre ellos sus apóstoles, y todos, apóstoles y
discípulos, estaban dispuestos a redimirse en cuanto hu-
biera necesidad de ello.
La actuación del Gral. Alvarado en este sentido se li-
mitó a meras apariencias, a la parte espectacular y rui-
dosa. A hacer que esas agrupaciones se llamaran socia-
listas como no se llamaban antes, pero en realidad sin que
el cambio de nombre viniera a variar su programa. A
armarlas en sus mitins y en sus escritos de un subido ra-
dicalismo con tendencia a la demagogia jacobina, cosa que
encantaba al Gral. Alvarado más que nada por lo sonora,
y en consecuencia a procurar que esas corporaciones se re-
vistieran de cierta agresividad en sus demandas, lo que
igualmente le encantaba, por el aspecto alarmante de que
se revestían. Como se observará, nada había mejor que
esto para el Gral. Alvarado, como ya hicimos notar.
Francamente, se diría que ese era el ambiente en que se
encontraba bien.
A hacer que se revistieran de agresividad en sus de-
mandas, acabamos de decir, y así fué en efecto. Diríase
que el Gral. Alvarado les echó encima una piel de puerco
espín. Pero esa agresividad es un arma de doble filo. Por-
que así se hace todo lo posible por suscitarse enemigos, y,
por consiguiente, por entorpecerse el camino. Arrastrado
a ese extremo por el Gral. Alvarado, nuestro socialismo vi-
no a parar en un organismo temible y peligroso, y, en con-
secuancia, a prevenir en su contra a los demás elemen-
tos sociales, entre ellos hasta a muchos de las mismas
clases artesanas. Quien haya observado bien las cosas se
habrá fijado en que por llegar a tal punto es por lo que
ha sido necesaria la intromisión constante de las autorida-
des federales en virtud de esa previsión que se ha tenido la
imprudencia y el error de hacer necesaria. El Gral. Al-
varado le hizo, pues, perder terreno creándole un ambien-
te de desconfianza y temor que antes no tenía. Esto no
es haberlo favorecido, sino haberlo perjudicado.
Le ha hecho olvidar en muchas ocasiones que toda
tiranía es odiosa, es aborrecible, es execrable, venga de
donde viniere, ejérzala quien la ejerza, y así se realice
en nombre de lo que sea. Si se ha tratado de salir de
una situación tiránica para caer en otra, entonces, ¿cuál
ha de ser la ganancia así social como política o moral?...
entonces, ¿en qué puede fundarse racional y justiciera-
mente el deseo y el afán de una transformación ?... en-
tonces, ¿ qué papeles justificativos presenta para su ac-
tuación?... entonces, ¿cómo condenar la reacción?... El
hombre ya está harto de dictaduras y tiranías, y por lo
mismo es por lo que se han hecho posibles cada vez con
más esperanzas de triunfo los movimientos proletarios.
Blanca o negra que sea, venga de abajo o venga de arri-
ba, la tiranía es la tiranía, y como tal está condenada
fatalmente a perecer y a arrastrar con ella a quienes la
realicen. Si los tiranos de ayer han de ser los tiraniza-
dos de hoy, no se habrá ganado nada, absolutamente na-
da, pues de la manera más natural del mundo, los tira-
nizados de hoy seguramente serán los revolucionarios de
mañana y con harta razón. Puestas así las cosas, y así
las puso el Gral. Alvarado, nuestras agrupaciones socia-
listas resultan compelidas a una posición demasiado in-
consistente, y esto no es haberlas favorecido, repetimos,
sino haberlas perjudicado.
Les ha hecho perder igualmente en muchas ocasiones
el sentido, o, mejor dicho, el reconocimiento de la propia
capacidad, y cuando se pierde o no se quiere tener ese
reconocimiento, el fracaso es seguro y ruidoso además.
Sobre que no es lícito al hombre de conciencia el desco-
nocer sus propias facultades, el saber medirlas y el sa-
ber aplicarlas en consecuencia... Arrogarse o aceptar
funciones para las cuales no se está preparado, ni es ho-
norable ni es conveniente, pues nunca puede llevar a buen
término. Antes bien, sólo se consigue quedar tristemente
a descubierto, exhibirse, o, lo que es igual, ser uno mis-
mo, pretendiendo precisamente lo contrario, el denuncia-
dor de su propia incompetencia. Así el enemigo se libra
de hacer ese trabajo, con más la insuperable ventaja de
que realizado, y realizado en el terreno de los hechos na-
da menos que por el mismo adversario, resulta convincen-
te. Esto es lastimoso, muy lastimoso, y no tiene más que
un nombre, ser uno mismo su victimario. ¡ Ah! si mu-
chas personas del elemento socialista que han venido a
colocarse en tales términos pudiesen verse a sí mismas, y
oir el comentario público, picante, mordaz, irónico, que-
mante como un cauterio, probablemente se darían cuen-
ta de lo que decimos... Bajo el ala amparadora del Ge-
neral Alvarado, trepidante y ruidosa como la de un ae-
roplano, es como se han hecho posible muchos casos de
esos a los cuales nos referimos. El Gral. Alvarado no
recordó, o no supo o no quiso recordar que en los perío-
dos de prueba, y no en otro hemos estado, es imprescin-
dible el triunfo, es imprescindible salir airoso del experi-
mento, pues en tal período los fracasos son muy peligro-
sos, pues regularmente se vuelven definitivos... Pero si
el Gral Alvarado olvidó esto, que no lo olviden nuestros
obreros para su muy exclusiva conveniencia.
Pero no pequemos de injustos. Hubo algo en la cues-
tión obrera al parecer de índole más eficiente y seria, y
de génesis completamente alvaradista. La legislación que
dió en favor del obrero. Pero aun dentro de este terreno,
bien examinada esa legislación, la encontraremos vuelta un
castillo de arena. Esa legislación es y sigue siendo algo
impreciso todavía, algo que por esa misma imprecisión
ha quedado sujeta en su interpretación y en su aplica-
ción a una apreciación personal en cada caso, y en efecto,
no de otro modo ha funcionado el Departamento o Tri-
bunal de Trabajo o como quiera llamársele que funciona
en Yucatán. Así, pues, dentro de este sentido no hizo el
Gral. Alvarado nada sólido, pues no puede apreciarse co-
mo tal nada que en materia legislativa, o que debe ser le-
gislativa, quede al arbitrio de los encargados de cumplir-
la. Y por otra parte* téngase presente, que esa legislación
si así quiere llamársele, cae naturalmente bajo la sanción,
y también en cada caso, de las leyes supremas de la Re-
pública o sean las constitucionales, siendo por lo tanto en
éstas y no en las otras en donde habría que ir a buscar el
mayor o menor beneficio que nuestros obreros hubiesen con-
seguido dentro del terreno de la ley. En este campo, pues,
la figura del Gral. Alvarado necesariamente se borra.
Se entiende que venimos hablando desde el punto de
vista del valor real y efectivo de las cosas, es decir, de lo
que pueda estimarse como una base y nunca como un sim-
ple accidente. No sería posible, ni tampoco cuerdo, ate-
nerse para concluir en una expresión fundamental, a ta-
les o cuales casos que hayan podido ser dilucidados y de-
finidos dentro de formas más o menos ilegales y por con-
siguiente atentatorias, pues esto lejos de estatuir base al-
guna, no hace sino, al contrario, enseñar la parte delez-
nable, en la que naturalmente no puede cifrarse éxito al-
guno, ni mejora alguna, ni asegura nada ni para el pre-
sente ni menos para el porvenir de nuestros obreros. De-
bemos suponer que éstos preferirán siempre fundamentar
sus conquistas, cualesquiera que ellas sean, en las institu-
ciones, pues sólo por ese conducto podrían estimarse como
firmes, como duraderas, como respetables. Todo lo demás
no sería sino un éxito aparente.
A todo lo expuesto antes que viene, como se ha dicho,
a esfumar la figura del Gral. Alvarado en las conquistas
más o menos beneficiosas que el obrero haya realizado pa-
ra sí, o concediendo mucho, a colocarlo en un plano muy
secundario, hay que considerar otro aspecto de la cuestión
en el cual aquel ex-mandatario sí se destaca perfecta-
mente, y hasta afirma su influencia de una manera decisi-
va; pero por desgracia para su prurito de reformador y
regenerador, y por desgracia para nuestras asociaciones
socialistas, sobre todo, ese aspecto es precisamente el que
desfavorece y hasta desnaturaliza la situación obrera den-
tro de su espíritu socialista, entiéndase bien. Ese aspecto
es el político.
Pero antes de pasar adelante debemos significar que al
tratar de este aspecto, si bien algunas veces generalizando
nuestras observaciones al movimiento socialista universal,
lo haremos muy especialmente refiriéndonos al incipiente
socialismo de nuestros países hispano-americanos en rela-
ción con la política usada inveteradamente en los mismos,
política sui géneris, como todo el mundo sabe, de modalida-
des muy especiales, política que, hablando en términos ge-
nerales, se entiende, desde la Tierra del Fuego hasta las
orillas del Bravo, no tiene dentro de su máxima expresión
que es el Gobierno, más que un solo principio, la violación
del sufragio; un solo aspecto, el personalismo; un solo
agente, la camarilla; un solo designio, el manejo de la Ha-
cienda Pública; una sola columna, el caudillaje; y casi con
regularidad o con bastante frecuencia, un término común,
el cuartelazo. Y todo ello reasumido en una manifesta-
ción genérica, inevitable, la Dictadura.
Todos esos aspectos positivos, muy positivos, a cambio
de éstos enteramente negativos: Nada de patriotismo, fuera
de la literatura oficial; nada de velar por los intereses ge-
nerales fuera de la misma literatura; nada de sacrificio,
fuera también de esa literatura... Pero ¡ oh! irrisión, to-
do dentro de la vieja fórmula sancionada por cien años de
hipocresía política, o sea negando, rotundamente, aquellos
aspectos que son los únicos positivos, y asegurando más
rotundamente todavía, como reales, los que son entera-
mente los negativos. En suma, un carnaval.
Pues bien, dentro de un ambiente así, y nadie tendrá
el impudor de negar que ese es el ambiente de la política
en nuestros desventurados países de Hispano-América, ves-
tidos pomposamente de una Democracia soi disant, que
sólo ha servido para disfrazar el atropello y facilitar la
intrusión del chauvinista político, nada que sea noble, le-
vantado, altruista, de vastos horizontes, de inmensa fra-
ternalización, como debe ser el socialismo, puede ya no
sólo prosperar, engrandecerse, fructificar, hacer el bien que
persigue, sino que ni dejar de prostituirse, degenerar, des-
naturalizarse.
Pues ese es el único valor de la obra del Gral. Alvarado
en la cuestión obrera. Le preocupaba bastante a lo que pa-
rece ese aspecto en su actuación en Yucatán. Hizo de la
llamada redención del indio maya un instrumento políti-
co, e hizo de las organizaciones obreras otro elemento de
igual clase... Por lo cual fuerza es concluir que la idea
revolucionaria del Gral. Alvarado fué enteramente polí-
tica y no social como ha dicho tanto.
Claro está que hablamos a condición de que se trate
de un verdadero socialismo, no de una mixtificación. Si
no es así, si se trata simplemente de un nombre, entonces
nada hay que decir, porque sobraría todo lo que se dijese
en el sentido en que lo venimos haciendo, sino únicamente
lamentar la falta de franqueza para ostentarse lo que en
efecto se sea.
En otros países donde se procede con más lógica por
lo menos, hay y siempre ha habido partidos políticos. Su
existencia es efectiva, no nominal; es permanente, no oca-
sional. Son organismos que dirigen constantemente la po-
lítica hacia las modalidades que los caracterizan y les dan
nombre.
En el fondo ninguno de ellos se preocupa del bien pro-
comunal, pero tienen un programa de Gobierno y son con-
secuentes con él y de ese programa hacen irradiar todas sus
actividades.
Esos partidos que no dejan nunca de laborar, en lle-
gando las épocas electorales, discuten a sus posibles candi-
datos, a los que consideran más capaces para desarrollar,
realizar, sacar adelante, en suma, el programa de la colec-
tividad, desde el puesto público para el cual se pretende
que sea electo. Al fin, reunidos en magnas asambleas, de-
signan definitivamente al candidato.
Este surge, pues, del seno del partido y después de
haberse significado como ardiente y leal adepto de él en
cuantas ocasiones ha podido. El candidato, como se ve,
es un producto de la colectividad política, un representan-
te, un agente de ella. La aceptación de su candidatura
significa el compromiso de hacer cumplir el programa. Su
personalidad privada queda, pues, descartada para refun-
dirse en su personalidad política, o sea la del partido. No
es, pues, el candidato el que personalmente triunfa, dado
caso de que triunfe, sino el partido al cual pertenece.
Una vez en el poder si cumple con el programa, la
colectividad que lo elevó le ratificará su confianza. Si no
lo cumple, se la retirará, lo abandonará, y por último lo
irradiará de su seno. Para todo esto, naturalmente, es in-
dispensable la disciplina política.
Y ni en los Estados Unidos, por ejemplo, tratándose de
América, ni en Francia tratándose de Europa, y con re-
ferencia a la Presidencia como Repúblicas que son, ni en
otros países refiriéndose a otros altos cargos de elección
popular como en las monarquías constitucionales, se eligen
candidatos, ni se lleva a nadie al poder, sin que dichos
candidatos hubiesen demostrado antes su competencia pa-
ra las funciones a las cuales se les destina, sin que antes
hayan pasado por muy altos puestos públicos en que han
tenido oportunidad de poner de relieve no sólo su capaci-
dad política en general, sino también su capacidad y su
decisión de sacar avante el programa del partido... El
advenedizo, pues, no tiene entrada allí.
Pero en nuestras muy flamantes y libérrimas Repúbli-
cas o por lo menos en la mayor parte de ellas, países en-
fermos como dijo un escritor boliviano, políticamente en-
fermos, o concediendo mucho, países todavía en su dolorosa
y ya larga gestación como entidades soberanas, las cosas se
hacen a la inversa.
No hay en todo el mundo países como los nuestros con
instituciones más liberales ni más democráticas... No
hay en todo el mundo países como los nuestros en que se
haga menos caso de las instituciones.
En materia electoral los procedimientos son admira-
bles... Mientras no llega la época electoral no hay parti-
dos políticos. Lo que hay son dos bandos: uno el gobier-
nista, otro el de la oposición... ambos sin más tendencia,
sin más aspiración política que conservarse en el poder, o
encalarlo. Cuando llega el tiempo electoral entonces sur-
gen como partidos políticos, pero he aquí cómo.
Hay tres maneras de fabricar candidatos. Una: el go-
bierno reinante hasta entonces designa a su sucesor. EJ
elemento gubernamental toma entonces a su cargo la cam-
paña. Esta es la forma más socorrida de hacer candida-
tos, porque es también la que tiene más seguro el triunfo.
E& la más usual. Otra: los amigos íntimos de D. Juan o de
D. Pedro piensan en que éste puede ser candidato para
la Presidencia, para un Gobierno de Estado o departa-
mento o para lo. que sea, y corren a proponérselo. Se so-
livianta la vanidad o ambición del agraciado, contesta con-
movido que está dispuesto a sacrificarse por la patria, ob-
sequia a sus desinteresados amigos con una copa de buen
licor, y empieza la campaña. Otra: es el mismo D. Juan
o D. Pedro el que piensa por sí mismo que puede ser Pre-
sidente, Gobernador o lo que sea... Llama a sus buenos
amigos, les suelta la pretensión, y si los amigos ven una
posibilidad de triunfo lo abrazan y hasta lloran de emo-
ción. Si no la ven, le aconsejan que no se sacrifique y que
espere épocas más puras y más dignas de él... A veces
son abnegados y aceptan al candidato aun a riesgo del
fracaso. Esto no es lo común, pero hay casos...
Naturalmente ya sea que la candidatura de D. Juan o
de D. Pedro sea obra de los amigos u obra del mismo can-
didato, lo primero que se hace, el primer paso que se da,
el más indispensable es ir a consultar o a pulsar siquiera
la opinión del Gobierno que esté en el poder en aquellos
momentos... Y lo que se tiene como triunfo mayor es sa-
car una consigna...
En todos los tres casos que hemos descrito, ya sea el
elemento oficial, ya sean los amigos de D. Juan o de D.
Pedro, se reúnen y se funda entonces el Gran Partido tal
o cual y empieza la zarabanda...
Pero hay algo más curioso todavía. Una vez surgido el
candidato éste hace su programa. Lo lee en una mani-
festación o mitin a sus presuntos electores, y éstos aplau-
den. Como se ve el procedimiento es a la inversa que en
aquellos otros países. Entre nosotros en lugar de ser el
candidato el que acepte el programa de sus electores, son
éstos los que deben aceptar el programa de su hombre...
¡ Estupendo!... A pesar de tamaña aberración, las co-
lectividades que entran en campaña electoral, tendrán el
impudor de llamarse Gran Partido Liberal o Democrático,
o lo que sea...
Naturalmente como no hay entre unos y otros parti-
dos de esta índole ninguna diferencia, pues la única aspi-
ración, la única tendencia es llegar al poder sea como sea,
sucede que todos los auto-programas son iguales. Todos
responden al mismo modelo. Es natural. Las ofertas son
invariables: mucha justicia para todos, mucho respetar los
derechos ciudadanos, mucho atender la instrucción públi-
ca, mucha libertad, muchas mejoras materiales, mucho sa-
crificarse por el bien general, mucha ayuda al comercio, a
las industrias, etc.... mucho velar por las instituciones,
mucho patriotismo, y ¡ oh!... ¡ oh!... mucho amor al pue-
blo, ¡ muchísimo amor!... Todos los programas son igua-
les, todos..., aunque pertenezcan a candidatos de distin-
tos partidos... ¡ Divino!
Entre tanto en el tibio seno de la amistad política se
hacen listas para repartir las canongías y los puestos pú-
blicos... Para esto el procedimiento invariable es el si-
guiente. Que el agraciado sea hombre de la confianza del
candidato. Puede ser lo menos apropósito para el cargo
que se le destina, pero ello no importa, es lo de menos con
tal que "se cuente con él"... También se hacen otras lis-
tas, las de los enemigos, para tenerlos presentes a la hora
de repartir "piñazos"...
Mientras ocurre todo esto las masas populares son so-
licitadas con delirio. Una gran parte de ellas son traídas
y llevadas como con cencerro. No sabe ni de qué se trata,
ni hace falta que lo sepa. Lo urgente es que grite, que
gesticule, y que firmen las papeletas de votación aquellos
de sus componentes que saben firmar, y los que no, tam-
bién. Son factores indispensables para todo esto como ya
hicimos notar, la tarola, el cornetín, los trapos de colores
y el cohete... En esos días de sudor político esas masas
son el "amado pueblo" del candidato... En ocasiones
este personaje hasta reparte entre ellas apretones de ma-
nos, y en horas de mayor emoción hasta abrazos estrechos.
¡ Qué democracia más conmovedora!... Después,... des-
pués, hasta la próxima '' amado pueblo "...
Triunfa al fin uno de los candidatos, aquel cuyo éxito
ya estaba en cartera. Regularmente es el menos popular,
pues el triunfo lo discierne el Gobierno bajo cuyo amparo
se realizan las elecciones, y como esto ya se sabe de ante-
mano, el hecho es el más apropósito para que el pueblo
que instintivamente es antigobiernista, lo repudie.
Y allí se acaban los flamantes partidos políticos... Se
liquidan cuentas de casa para el club, de imprenta, de si-
llas, de veladas, etc.,... etc.,... etc.... y hasta las próxi-
mas elecciones, señores... El programa va a parar a las
pulperías para envolver garbanzos o acaba en otros usos
más indecorosos... Los que ganaron a repartirse las pre-
bendas, las canongías, el botín, en suma... A los perdi-
dosos les quedan dos caminos. Uno, plegarse al nuevo man-
datario, que como es el más cómodo, el más provechoso, es
consiguientemente el preferido. Otro, levantarse en ar-
mas. .. si pueden.
Todo esto es perfectamente natural que sea así, pues
en realidad no ha habido tales partidos políticos... Y de
ahí también, de no haberlos, el hecho asombroso de que se
estime como un gran rasgo de independencia el que los
candidatos en sus programas comiencen por proclamarse
orgullosamente libres de todo compromiso. Esto se aplau-
de... Y esto, sinembargo, es la mayor aberración que
conocemos, pues no se entiende un candidato político sin
compromisos con los principios políticos de su partido y,
por consiguiente, con el partido mismo. Pero como no
hay principios, ni partidos, ni cosa que se le parezca, ya
quedó entre nosotros como un galardón, lo que en reali-
dad no es sino un repugnante síntoma del más perfecto
personalismo.
Eso son nuestros partidos políticos.
Eso son nuestros candidatos.
Esa nuestra farsa electoral.
Esa nuestra política.
Esa nuestra democracia.
Por ser así las cosas, y así lo son en la mayor parte de
nuestros países criollos, es por lo que en ellos las perso-
nas que se consideran más serias, más discretas, más hono-
rables, tienen como lema invariable el no mezclarse en po-
lítica. Consideran lo contrario un sambenito, un anatema.
Indudablemente tienen razón en principio, pues un am-
biente de tanta farsa y de tanta promiscuidad no se com-
pagina con la seriedad, la discreción, ni menos la hono-
rabilidad. Es un ambiente mefítico. Una escuela de alta
mixtificación.
Sinembargo, hacen mal. Es un narcisismo moral que
linda con un acabado egoísmo. Para esas personas la idea
de patria desaparece. Hacen mal, porque hay ocasiones en
que el sacrificio es un deber. En que es necesario sobre-
ponerse, arrostrar un peligro, un disgusto, una contrarie-
dad, en aras de la colectividad. No se necesita sacrificar
esa seriedad, esa discreción, esa honorabilidad, sino antes
al contrario, precisamente por contar con ellas, debieran
broqueladas en tan excelentes cualidades entrar resuelta-
mente al pantano, aunque sea tapándose las narices, para
procurar cegarlo.
Hacen mal, porque de sustraerse es de donde ha venido
que la política en nuestros desventurados países quede co-
mo patrimonio de unos cuantos y hagan y deshagan de
ella a su antojo, como de cosa propia, cuando que no es
de nadie y es de todos... De ahí esa serie de calamidades
que se experimenta en la materia, calamidades que no se
limitan al modo de ser político de nuestros dichos países,
esto es, a su política solamente, sino que necesariamente se
reflejan en todas sus actividades, por cuanto que todo for-
ma un solo engranaje... De ahí que la política en ellos
haya llegado al punto lastimoso de ser convertida en pro-
fesión, cuando debiera ser una obligación cívica para todos.
Examinadas las cosas desde este punto de vista, tan vi-
tuperable es la obra de los unos, de los que hacen de la
política la mejor granjería, el más cómodo medio de lucro,
como la obra pasiva de los otros, de los serios, de los dis-
cretos, de los honorables, que con su imperdonable falta
de acción no hacen sino consentir tácitamente en que los
otros conviertan la política en tan baja cosa... Realmente
la falta de patriotismo está en ambos extremos.
No es lógico, pues, que se quejen (y siempre se que-
jan ) esas personas serias, discretas y honorables... Nos-
otros les preguntaríamos: ¿Qué habéis hecho para que las
cosas no ocurran así 1... ¿ Queréis que estén perfectamen-
te ?... Pues para eso todos tienen la obligación impres-
cindible de allegar su concurso... Entre tanto, adoraos
mentalmente.
El socialismo.
Transformación de la sociedad.
Vuelta de los bienes de la comunidad al seno de ésta.
Los elementos de trabajo y producción en manos de la
misma comunidad.
Afuera todo privilegio.
Afuera todo individualismo.
Las funciones del Estado en beneficio directo de la co-
lectividad.
El bien de ésta, consiguientemente sobrepuesto a cual-
quiera otro.
Amor,... fraternidad,... unión,... justicia,... liber-
tad...
Tomad todo esto, reunidlo con aquellos nuestros incom-
parables ingredientes políticos a que ya hicimos referen-
cia, meneadlo todo para que se emulsione bien, echadlo a
una cazuela, metedlo al horno, y decidnos qué pastel reti-
raremos luego.
Un pastel de engrudo capaz de hacer la fama de cual-
quier repostería.
Magnífica mezcla... Magnífica boda...
A ver, tú, filósofo sinopita, tú, viejo hombre del tonel,
que lo escudriñas todo, y de todo te ríes cínicamente, i viste
también quién es el padrino de esa boda ?...
—Sí; el hombre de la espada y de los lentes áureos.
El socialismo dentro de nuestra política es algo mons-
truoso, pues con ser una doctrina concebida por la gene-
rosidad de algunas muy altas mentalidades para traer a
la humana sociedad el mayor bien posible, al mayor nú-
mero posible de hombres, se le hace derivar dentro del
precario cauce de nuestra política al punto en que ese bien-
estar tiene que quedar egoístamente vinculado a una mo-
dalidad nada más, y a una modalidad la más odiosa: el
privilegio. No importa que el privilegiado sea el rico de
todos los días, o el pobre que de pronto se encontró en la
posibilidad de gozar de ese privilegio. El socialismo re-
pugna de una manera natural todo privilegio, le es anti-
tético, pues precisamente su objeto es acabar con él. Pues
dentro de nuestra política todo gobierno no es más que un
productor de privilegios, y un grupo de hombres privile-
giados.
Además, no hay razón alguna, sino antes la hay en
contra, como venimos demostrando, en que pueda funda-
mentar su intromisión en la política, y sobre todo en
nuestra política. No son las formas de gobierno, ni las
plataformas de los gobernantes, ni las viejas fórmulas po-
líticas, las que cambiarán la faz del mundo mejorándolo
en provecho de los desheredados, sino la transformación
social, y por eso es por lo que el socialismo se llama así, y
socialista al que profesa la doctrina. No debe propender,
no es posible que propenda, so pena de desnaturalizarse,
al beneficio de un grupo, pues un grupo no es todo el agre-
gado social, ni mucho menos, y es para éste para quien
trabaja el socialismo, o por lo menos para su in-
mensa mayoría formada de las clases desheredadas, de ma-
nera que aunque un grupo de estas clases resultara bene-
ficiado, favorecido, el problema quedaría en pie, pues en
realidad nada se habría adelantado con que se enrique-
ciera o siquiera se aliviase una mínima parte de esas clases
desheredadas. Pensar lo contrario, y obrar en consecuen-
cia, no denunciaría sino un espíritu profundamente mez-
quino y egoísta, cualidades imposibles de suponer en la
concepción socialista, pues sería minarla por su misma
base.
Una liga política vincula un compromiso. Si se llega
a quebrantar, y siempre habrá lugar a que se quebrante,
socialísticamente hablando, se habrá caído en la infiden-
cia, cosa que es bochornosa e irrecomendable. Si no se
quebranta, aunque haya lugar al quebrantamiento, y ne-
cesariamente lo ha de haber, se habrá pospuesto al interés
político, al partidarista, al personalista, al de unos cuan-
tos en fin, el interés de la entidad social que representa
la concepción socialista, y se habrá venido a parar en otra
infidencia mayor, en la infidencia consigo mismo, con las
convicciones, que desde ese punto dejan de ser tales, y
en la infidencia con los demás, con los correligionarios que
no hayan degenerado en infidentes.
Ya sabemos perfectamente que hay quienes sostienen
que el tránsito natural del socialismo para su completo es-
tablecimiento en la sociedad humana es el Gobierno. Con-
sideran, pues, éste como un conducto natural. Pero quie-
nes han formulado esa opinión lo han hecho desde el pun-
to de vista de políticas y gobiernos de muy distinta índole
de los nuestros. Políticas de principios en lo posibla, en-
tiéndase bien, en lo posible, y gobiernos regidos regular-
mente por sistemas parlamentarios, que es el sistema más
libre dentro de la relativa libertad de estas cosas, que ha
podido conseguirse en formas de gobierno, y dentro del
cual, sin asegurarlo, podría suponérseles una elasticidad
tal que llegaran a formarse dichos gobiernos de mayorías
socialistas, lo que nunca ha ocurrido hasta hoy, ni hay tra-
zas de que ocurra, salvo en casos anormales muy conocidos,
y a los que después haremos alusión.
Aunque se suponga posible que pueda ocurrir así, no
es ese nuestro caso, como queda dicho, pues nuestros paí-
ses no tienen políticas ni gobiernos que pudieran favorecer
ese tránsito dentro del verdadero sentido socialista, sino al
contrario, no serían sino instrumentos para la creación de
nuevas y peores tiranías.
El socialista no debe perder de vista, si tal quiere lla-
marse, que el socialismo, más que un partido, forma una
clase, y por eso es imponente, y por eso es fuerte. Es la
clase de los desheredados de la vida que suman la inmen-
sa mayoría. No es, pues, un privilegio de nadie. No es
meramente obrero. El obrero es nada más uno de sus ele-
mentos constitutivos, importante, muy importante, pero no
menos que los demás. El socialismo lo forman ..todos los
humildes, todos los pobres, todos los desamparados, todos
los perseguidos, todos los que por cualquier motivo son
víctimas de la injusticia social; entran en él hasta los pe-
queños propietarios rurales detentados siempre por los
grandes. Las legiones socialistas se recluían entre los obre-
ros con o sin trabajo, entre los campesinos, entre la hu-
milde burocracia, el empleado, el dependiente, entre esa
clase llamada media, tan numerosa, tan abnegada, tan
sufrida, tan silenciosa, y tan fuerte en sí misma, supuesto
que es en ella en donde reside la materia pensante, la ma-
teria intelectual, la que necesariamente ha de ser la fuerza
motriz que empuje la colosal máquina que ha de aplastar
en su día la vieja organización social, y factor sin el cual
será imposible dentro de todas las imposibilidades pretender
ningún éxito.
Sería, pues, un error muy profundo suponer que el so-
cialismo es sólo un movimiento obrero. Si así fuera esta-
ría condenado a perecer, pues no es fácil comprender có-
mo por ningún medio, ni por los revolucionarios, ni por la
evolución gradual podría imponerse no representando más
que una parte de los elementos sociales, grande en sí, pero
pequeña en comparación con la suma total de los demás.
La agresividad fuera de su hora por decir así, la agresi-
vidad sistemática, es otro error, como ya expresamos. No
es aumentando el número de enemigos el camino por donde
se va a ningún éxito. En su labor de propaganda, y toda-
vía está en ese período, su misión es de convicción, de
atracción, de hacer entender que los fines que lo guían son
altamente constructivos. No debe presentarse odiando la
riqueza ni la propiedad, sino la forma en que actualmen-
te están organizados, es decir, la riqueza y la propiedad
individualmente capitalistas. Por lo demás debe cuidar
de ambas cosas, pues le son elementos absolutamente nece-
sarias para el bienestar general que persigue. A sus mis-
mos enemigos debe atraérselos, y considerarlos como tales
únicamente cuando a pesar del empeño que ponga en su-
marlos a sí, se resistan y signifiquen su irreconciliable ene-
mistad. Su misión es humana, no lo olvide. Es para todos
los hombres.
Estas palabras no las arrancamos al vacío. Estás res-
paldadas por grandes eminencias socialistas, de alta men-
talidad y grandiosa visión de la inmensa obra que en el
porvenir está llamado a desempeñar el socialismo.
"Los hombres, dueños finalmente de su propio modo
de asociación, dice Federico Engels (compañero que fué
nada menos que de Carlos Marx, uno de los fundadores,
como se sabe, del socialismo moderno), se vuelven señores
de la naturaleza, señores de sí mismos, libres... Comple-
tar ese acto que manumitirá al mundo, he ahí la misión
histórica del proletariado moderno."
Y otro gran socialista alemán (Alemania es, como se
sabe, el país socialista por excelencia, dentro de lo más
culto y levantado que puede darse), Liebknecht, tiene en
el sentido de que venimos hablando conceptos admirables.
Es oportunísimo copiar algunos fragmentos de ellos: "En
la clase obrera deben ser comprendidos, además de los tra-
bajadores asalariados, la clase de aldeanos y esa pequeña
burguesía que cae cada vez más en el proletariado, es de-
cir, todos los que sufren las consecuencias del sistema ac-
tual de producción..." " sólo una minoría ínfima ha pe-
dido que el movimiento socialista estuviese limitado a los
asalariados... Las frases violentas y teatrales de estos fa-
náticos ocultaban un fondo de maquiavelismo feudal y po-
liciaco... El socialismo hiper-revolucionario que sólo lla-
ma a las manos callosas (esto es, las asalariadas, las obre-
ras), tiene dos ventajas para la reacción: en primer lu-
gar limita el movimiento a una clase, y en segundo lugar,
suministra un excelente medio para asustar a la gran ma-
sa del pueblo..." "no hay que preguntar: ¿ eres asalaria-
■ do ?, sino: ¿ eres socialista ?... " " reducido a los asalaria-
dos, el socialismo es incapaz de vencer. Compuesto por el
conjunto del pueblo que trabaja y por la élite moral e in-
telectual de la nación, su victoria es segura..." "no
reducir, ensanchar, he aquí cuál debe ser nuestra divisa.
Cada vez debe ensancharse más el círculo del socialismo,
hasta que hayamos convertido a la mayoría de nuestros
adversarios en nuestros amigos..." " tenemos de los de-
beres del Estado hacia los individuos una idea más alta
que nuestros adversarios, y no nos separaremos de ellos
aun cuando sean enemigos nuestros los que tengamos en-
frente. .." "el pueblo debe saber que el socialismo no es
solamente la reglamentación de las condiciones del traba-
jo y de la producción, que no se propone solamente inter-
venir en las funciones económicas del Estado y del orga-
nismo social, sino que tiene a la vista el desenvolvimiento
más completo del individuo y de la individualidad..."
"es en la unión y en la fusión de los más sublimes fines
donde reside la alta significación del socialismo".
Otro gran socialista, francés, modernísimo,"Jean Jaurés,
comentando al mismo Liebknecht, dice: "el socialismo ha-
rá, si puede decirse así, sus pruebas de amplia compren-
sión, en que aparecerá como un partido de interés general
y en que acostumbrará así a todos los altos espíritus, a
todas las nobles conciencias, a la pequeña burguesía y a
los campesinos, a seguirle hasta el fin de su doctrina y de
su ideal, sin repugnancia y sin miedo."
Y otra eminente autoridad socialista, también moderní-
sima y también francesa, M. Jonhaux, dice refiriéndose
a la que debe ser la orientación del agudo movimiento pro-
letario que viene caracterizando este siglo: "No consiste
en derribar. No estriba en destruir. No basta con desor-
ganizar. Hay que fabricar antes el nuevo engranaje eco-
nómico. Hay que preparar la nueva organización."
Al punto a que ha llegado la actividad socialista en
todo el mundo, y en el puesto que ha llegado a conquistar,
ya le es indispensable aclarar todos esos extremos. Ya hay
derecho a exigírselo así y ya tiene la obligación de resol-
verlos. Si no lo hace retrocederá hasta caer, pues es locu-
ra pensar que el mundo fuera a entregarse a hombres que
no pudieran decir a qué vienen.
Indudablemente es muy fácil gritar: "Abajo el capi-
tal ... Aquí estamos nosotros... Abajo los ricos... Aquí
estamos nosotros... Quítense de ahí porque aquí estamos
nosotros..." Todo esto es muy fácil y cualquiera puede ha-
cerlo ... Para eso no se requiere más que una buena voz,
mientras más estentórea mejor, un poco o un mucho de
relampagueo en las miradas y una cabellera desmelena-
da... Pero el mundo no se dará a nadie que sólo traiga
estas patentes.
Cuando ese mismo M. Jonhaux, nada menos que Secre-
tario de la Confederación General del Trabajo, dando por
hecho cierto la más o menos próxima revolución social, pre-
guntaba qué habría después de dicha revolución, pregunta
que llegó a inquietar a todos, no hacía sino dar un agudo
alerta a sus correligionarios, no hacía más que preguntar-
les si estaban preparados, no para encaramarse, pues esto
es lo más fácil, sino para la creación de la nueva socie-
dad, y para la salvación de ella. Esa pregunta tan sen-
cillamente hecha produjo más de una confusión, a través
de ella se advirtió nada menos que un profundo abismo...
Esa pregunta, que era una advertencia, quería decir:
i Nuestra capacidad ya es tal que nos permita edificar so-
bre lo que vamos a destruir?... Es así como se prestan
servicios eminentes a las causas que se abrazan...
No teníamos por qué citar palabras y profesiones de
fe de quienes han sido considerados altas mentalidades so-
cialistas, pues aquellos sus conceptos son de naturaleza tal
que se desprenden de la misma lógica de la idea socialista
que responde a un movimiento generosamente, fraternal-
mente universal... Lo hemos hecho, sinembargo, en gra-
cia a la desconfianza de que regularmente están llenos nues-
tros obreros, cosa muy explicable por cuanto que todavía
van tanteando en la inexperiencia del camino, y se les an-
tojan encrucijadas, las que no son tales, pero la cual des-
confianza de subsistir llegaría a indicar poca seguridad en
su fe y en sus procedimientos.
Pues dentro de una comprensión tan vasta, tan vasta
como nunca se ha presentado idea alguna propicia y capaz
de unir a la mayoría de los hombres, dentro de una co-
mún aspiración tan noble, tan generosa, tan constructiva,
tan universal, ¿cómo ha de comprenderse dentro de la
razón, una liga con algo que en sí mismo es tan mezqui-
no, tan individualista, tan estrecho, tan innoble, tan anti-
democrático, tan bajo, tan sucio, como es la política en
nuestros medios, la cual por todos esos sombríos lincamien-
tos que presenta ha cobrado cuanto hace la más triste de
las famas en todas partes 1...
Antes, cuando las masas populares estaban menos ex-
perimentadas, se tenía entendido que dentro de los lla-
mados partidos republicano, liberal y demócrata, era más
fácil al proletario alcanzar su rehabilitación. Era natural
que se entendiera así, supuesto que el espíritu de esos par-
tidos debía ser una más amplia libertad que la que podía
suponerse en los partidos conservadores o reaccionarios,
un espíritu del que debía esperarse un mayor acercamien-
to del pueblo a las funciones del Estado en el sentido de
recibir de ellas todo el beneficio posible... Y aquellas ma-
sas populares bajo la palabra magnética del lider, aluci-
nadas ante la visión que se les ofrecía, trémulas de espe-
ranza, ansiosas de redención, corrían tras el primer ciu-
dadano que bajaba de la tribuna popular para ir con él a
ungir con sus votos en las urnas electorales a los cuasi di-
vinos candidatos... No de otra manera los corderos de
Panurgo se echaron al mar en oyendo balar al primero
que había sido arrojado al agua intencionalmente, como
un señuelo para atraer a los otros... Llegó, aunque no
muy pronto, el desengaño. Se vió al fin que todos los par-
tidos, todos, aunque de distinta fisonomía, no tenían sino
una sola alma. Ya en el poder todos eran iguales..'. A
gozar, a gozar en familia, en alegre compañerismo, en
compadrería oficial... Y las masas populares, los electo-
res, los que habían bajado la cerviz y presentado los lo-
mos para hacer de ellos la gradería por donde se empinara
el grupo del partido, el dirigente..., a contentarse con el
lejano perfume del banquete... El desengaño no podía
ser más cruel.
Por eso también de algún tiempo a esta parte, ya no
suenan para nada en el socialismo esas desinencias de va-
lor tan relativo. Ya no se oye hablar dentro de las acti-
vidades populares que han tomado su mayor expresión en
el socialismo, de republicanos, demócratas o liberales. Na-
da de eso, nada de palabras vacuas para el sentido socia-
lista. Hoy se habla de socialistas moderados, radicales,
ultra-radicales, anarquistas, comunistas, revolucionarios,
todo lo que se quiera, pero siempre socialistas. Y si tal
ocurre en general, ¿con cuánta más razón no debe ocurrir
dentro de nuestro deplorable modo de ser político, en que
republicanismo quiere decir posibilidad de ser PresidentB
de Estado, liberalismo quiere decir clerofobia, y democracia
quiere decir cualquierismo, arrivismo, etc., etcí
"Todos los partidos forman una sola masa reaccionaria
enfrente del socialismo", dijo Liebknecht, palabras que ex-
presan toda una sentencia. Y téngase en cuenta que se pro-
ducían estas ideas en lo más culto de Europa.
Esos vínculos, esas ligas con la política, y sobre todo
con nuestra política, inficionante como un pantano, dan
margen a otra consideración no menos importante, que se
desprende de un hecho de importancia histórica, tan digno
de tomarse en cuenta que él explica con harta frecuencia
el fracaso de muchos de los movimientos populares, aun
dentro de sus triunfos más o menos aparentes.
Esos vínculos, esas ligas, esos pactos políticos, son el
camino natural por donde han llegado los intrusos a bur-
lar al pueblo todos sus posibles triunfos. Apoyados en esas'
ligas, el advenedizo, el explotador profesional, el elemento
contrario, hasta el espía que es lo más repugnante, encuen-
tran asequible su intromisión. A veces su papel no es otro1
que el de escamotear con más o menos habilidad cualquier
triunfo popular. De todas maneras su papel es servil y
asqueroso.
Esos intrusos, esos advenedizos, ^ue se escurren so ca-
pa de la política en todas las situaciones, son los escribas
y los fariseos modernos. Un poco peor que aquellos de los
tiempos antiguos. Primitivamente hasta la perversión te-
nía caracteres más sencillos. Era, por lo menos, más fran-
ca. Hoy la invención de la moda permite y hasta exige a
todas las desnudeces los más variados atavíos. Pero
no os fiéis de los trajes Acordáos de los sepulcros
blanqueados... Nuestros escribas y fariseos modernos son
más hipócritas que los de ayer, pero en cambio son más
sinvergüenzas. Son más ricos que los de ayer, pero en
cambio son más avarientos. Son más malos que los de
ayer, pero en cambio son más solapados... Se han sen-
tado mil veces en el Sanhedrín para pedir la condenación
del Justo, pero esto no impide que se agarren a su tú-
nica cuando les parezca conveniente, y hasta lo sigan a la
montaña para aplaudir sus sermones. Han apedreado a
Jesús, lo han apaleado, lo han escupido, lo han escarnecido,
han pedido a Pilatos que lo crucifique a cambio de la vida
de un bribón, de todos los bribones, pero lo adorarán, se
postrarán ante él apenas vean que abandone el Gólgota
por el Tabor, y querrán ascender con él hasta lo más alto
de la montaña transfiguradora...
No importa la época, no importa la situación creada...
Vienen a través de la Historia, haciendo sonar sus mandí-
bulas en una trepidación de hambre que jamás se harta...
Son los de siempre... Ayer..., hoy..., mañana será
igual... Derramad la vista a vuestro alrededor y los en-
contraréis siempre husmeando la mesa para coger lugar
con caras de Pantagrueles, ávido el vientre, ávidas las na-
rices, ávidos los labios, ávidas las manos...
Ese escriba, ese fariseo que así escupe como adora al
Justo, según la ocasión, ha sido en nuestros tiempos
modernos el monárquico, el absolutista, el constitucional,
el moderado, el libre-pensador, el conservador, el li-
beral, el republicano, el demócrata, el católico, el masón,
en suma, todo lo que hay que ser, absolutamente todo,
siempre que ha podido coser sus labios voraces a los
pechos de la patria, y chuparla, chuparla para amaman-
tarse hasta vaciarle las entrañas. Este tipo de hombre des-
preciable, y que reasume en sí todos los malos tipos de
nuestra especie, querrá también ser socialista, pero a con-
dición de que las turbas le brinden, no la fatiga y la san-
gre de sus jornadas de justicia, sino la oportunidad del
botín, para escamoteárselo todo..., todo.
Derramad la vista..., es la comparsa histórica..., es,
la cáfila abyecta, que recorre el camino de la impudicia
llevando en el rostro en lugar de piel una máscara. Ea
la cáfila abyecta, pero no importa, quienes la forman vie-
nen a parar al fin en dueños de todas las situaciones...
Así desde el principio del mundo; así en todas las épo-
cas; así en todas partes...
Cuando vemos en estos casos hombres que hasta ayer
odiaban y perseguían a muerte toda intención popular rei-
vindicadora, hombres que hasta ayer usaban del látigo
para arrear a los desgraciados de cuyo sudor se alimenta-
ban, hombres que hasta ayer eran la be-<tia de oro, y lo
siguen y lo seguirán siendo, cuando los vemos alzarse so-
bre el pavés popular y hablar de justicias, de redencio-
nes, de derechos, sentimos unas náuseas incomparables.
Pues esos eternos detentadores, esos eternos escamotea-
dores, esos eternos explotadores, están detrás de todas las
puertas, al acecho felino de la presa, y dada nuestra po-
lítica de chanchullo y farsa, no tienen mejor conducto
que ese para escurrirse dentro de cualquier situación, y
cumplir su miserable misión histórica... Derramad la vis-,
ta...
Ensanchando el campo en el sentido de que venimos
hablando, fuerza es concluir en la lógica irremisible de
los hechos, por lo que respecta a los Gobiernos cuya es
la finalidad de la política. Dentro de una sociedad neta-
mente burguesa, como es la sociedad actual, todo gobierno
tiene necesariamente que ser burgués. No puede ser de
otra manera. No puede haber gobiernos socialistas, aun-
que se les quiera llamar así.
Todo gobierno por el mero hecho de serlo, dentro de
nuestro tiempo, aunque nazca de la cepa socialista, tendrá'
que convertirse en conservador. Primero en provecho pro-
pio, después por crearse una muy grande suma de respon-
sabilidades con la sociedad tan defectuosamente consti-
tuída a cuyo servicio queda obligado desde el momento que
es gobierno. Busca la alianza del capital por razones eco-
nómicas. Y estas razones económicas tienen que estar ajus-
tadas al sistema social actual. Esto es, fundadas en la ma-
nera de ser del capitalismo. El capitalismo tal como se le
entiende hoy, y como en realidad es, no es más que una
centralización del dinero. Y un gobierno no es ni puede
ser actualmente, más que una oficina de cuentas en que se
centralizan los dineros del pueblo. Todo gobierno actual
necesariamente, fatalmente es capitalista, es hacendista, es
rentista, acumula capital, en fin, porque esa acumulación le
es indispensable para vivir. No debe estar al día, sino con
el mayor sobrante posible. Un gobierno al día ya es en
principio un gobierno en bancarrota, y un gobierno así ya
no es gobierno.
Desde que la burguesía está en el poder, todas las mo-
dalidades, todos los aspectos de los gobiernos se han subor-
dinado al económico. Tenía que ser así, pues también des-
de eso todos los aspectos de la vida se han subordinado a
ese mismo, cuya principal característica es el egoísmo. Por
ser esto así, es precisamente por lo que actúa el socia-
lismo, para librar a la sociedad humana de ese egoís-
mo que ha fundado dos clases fuera de las naturales, y
que por consiguiente no tienen razón de ser. La clase de
los afortunados y la de los desvalidos. La una represen-
tada por una minoría tan ínfima que es un grano de are-
na, y la otra por la inmensa mayoría de los hombres, dan-
do lugar así a la suprema desigualdad, a la suprema in-
justicia, al supremo desequilibrio...
Todo gobierno dentro de nuestros tiempos, por el solo
hecho de serlo es militarista, por razones de orden y de
conservación también. De conservación, porque si no es
fuerte por las armas estará siempre a merced de los pe-
ligros exteriores primero, y después en la posibilidad de
ser depuesto en la primera algarada del primer caudillo, y
en nuestros países esa posibilidad es inminente, ya no
puede llamarse posibilidad sino hecho seguro. Y por ra-
zones de orden, como ya dijimos; pero ya se sabe de quí
orden. No del que a ese gobierno se le antoje. El gobierno
en este sentido no tiene derecho a interpretar, ni a crear
órdenes conforme a su gusto. Sino de ese orden ya per-
fectamente clasificado, de ese orden primoroso al que des-
de hace tiempo le fijó una etiqueta de marca de fábrica
esa misma sociedad a quien el gobierno sirve. Y como el
nervio, el summum, la acción ejecutiva de esa sociedad es-
tá representada por las clases pudientes que son la bur-
guesía, y ellas son profundamente egoístas, medularmente
avarientas, sobradamente individualistas, ese orden, esa
marca de fábrica, esa etiqueta que le han puesto a ese
orden inventado, organizado, legalizado, para su exclusivo
beneficio, no tiene más que esta sencilla divisa: "Arriba
yo, y lo demás que se hunda..." Todo lo que no corres-
ponda a esta admirable leyenda, todo lo que no sea soste-
nerla, ya no es orden, sino al contrario, desorden, atentado,
atropello, subversión, anarquía, rebeldía, etc., etc....
Y como precisamente el socialismo va contra ese orden
etiquetado tan egoísta y criminalmente, contra ese orden
tan egoísta y criminalmente legalizado, para sustituirlo
eon otro cuya divisa diga: "Debemos comer todos antes
que nada; debemos participar todos, siquiera sea en una
mínima cantidad, de la alegría de vivir", no se comprende
que el socialismo haga ligas con el guardián de ese orden
que no otra cosa es un gobierno y con quien tiene o ha de
tener a su disposición los elementos para hacer subsistir ese.
mismo orden, elementos que a la fuerza tiene que moverj
aunque sea en sus formas más violentas, para sostenerlo.
Y no se nos diga que en eso estriba precisamente la ra-
zón de ser de esa liga, o el procurar ser gobierno, esto es,
para estar en condiciones de utilizar esos elementos contra
ese orden egoísta, y sustituirlo con aquel otro, cumplien-
do así el socialismo sus altos y humanitarios fines. No se
nos diga tal, porque esto sería suponer el absurdo de que
ol gobierno es algo que está sobre la sociedad, y que ésta
está a su merced, cuando es precisamente lo contrario.
Todo gobierno no es, en suma, sino un servidor, un
mero empleado de la sociedad cuyos intereses cuida, y
tiene forzosamente que llevar en la librea la escarapela del
amo. Es decir, aquella etiqueta. Porque un gobierno no
es un antecedente, es una consecuencia, no es sino un pro-
ducto, un efecto, nunca una causa, de la misma sociedad
de cuyo seno ha surgido por voluntad de esa sociedad, y
tiene naturalmente por la misma relación que hay de cau-
sa a efecto, que adolecer de los mismos defectos, de los
mismos egoísmos, de los mismos vicios, en fin, de la mis-
ma manera de ser de esa sociedad. No es el gobierno el
que modela a una sociedad, sino ésta la que modela a los
gobiernos. Creer lo contrario, es desconocer la esencia de
<¡llos. El gobierno no es más que la representación ente-
ramente policial y administrativa de la sociedad. La con-
cepción del Estado, de nuestro actual Estado, de génesis
romana, como nadie ignora, la ideó y le dió forma una
sociedad naturalmente despótica... Y el mismo espíritu
ha subsistido en ella, aunque transformado en cierto or-
den de ideas, y por consiguiente en el Estado. En suma,
los gobiernos no sostienen a las sociedades, sino las socie-
dades son las que sostienen a los gobiernos.
Pues pretender dentro de una sociedad ser gobierno o
hacer ligas con un gobierno para dirigirla, con una orien-
tación, una moral, una justicia distintas a aquellas que
informan la organización de esa sociedad, es un desatino,
es lo mismo que pretender dirigir una nave de vela contra
el viento que reine.
Sí, ya sabemos que la hora es muy oportuna para ci-
tarnos algunos ejemplos. El caso ruso, el alemán y el
austro-húngaro. Pero tened cuidado, ved que no citáis
sino un gran desquiciamiento, que en último caso va en
contra precisamente de quienes hagan tal cita como ejem-
plar ... En primer lugar el gobierno ruso, si gobierno
quiere llamársele a eso que hasta hoy nadie ha podido
calificar con toda propiedad, no es un gobierno socialis-
ta, sino bolchevick, lo que es absolutamente distinto, pues
el espíritu del socialismo es eminentemente constructivo:
Umversalmente se le conoce con el nombre de el colapso
ruso. Aquello es un desbarajuste, un remolino de mise-
ria y de sangre dentro del cual se ahogan lo mismo el pe-*
bre que el rico, y no hay que olvidar que la mayor parte
de sus víctimas ha salido de las clases humildes. Gente del
pueblo, soldados y campesinos es la que ha llenado los
cadalsos. Es una ruina, no edifica, arrasa. La capacidad,
que es primordial en todas las cosas de la vida para que
sean provechosas, allí está desterrada. Los porteros de los
Bancos son los actuales financieros, y naturalmente no hay
finanzas. Los mozos de las escuelas son hoy los directores
de las mismas, y naturalmente, no hay instrucción pública.
Los reclutas son los mariscales y, naturalmente, no hay ejér-
cito. .. La nación, por consiguiente, dada al traste. El pro-
letariado que debía ser el directamente beneficiado si el go-
bierno fuera socialista, perece de hambre, porque las indus-
trias, el comercio, la agricultura, todo está en ruinas, todo
ha muerto... Allí no hay nada más que sangre, destrucción
y muerte... Y ocurre lo que ya preveían todos. Concluída
la guerra mundial, concluído el estado anormal de la si-
tuación que creó, comienza el bolchevikismo ruso a desapa-
recer violentamente. Cada día pierde una nueva plaza,
al grado de estar reducido ya a un pequeño campo de ac-
ción. Dentro de la misma Rusia se levantan ejércitos for-
midables que lo empujan a diario a sus últimos atrinche-
ramientos. Son las mismas organizaciones obreras rusas
las que se levantan contra él. Son los mismos soldados
rusos que desertan a diario de las filas bolcheviks para ir
a aumentar las filas contrarias. Se pronuncian contra él,
no sólo el menchevik ruso, sino hacen lo mismo los labo-
ristas ingleses, los socialistas franceses, y en la misma Ale-
mania trucidada, conmovida por su desgracia, los socia-
listas acaban a tiros con su intentona de intromisión. Toda
Europa establece el cordón sanitario contra la Rusia bolj
chevik... Quiso irrumpir en América y no sólo no lo
consiguió, y esto que América pasa por ser tierra de la li-
bertad, sino que provocó un sentimiento general de pro-
testa. En fin, lejos de haberse ensanchado, ha disminuído
y disminuye cada día más... Y téngase en cuenta que
ha hecho esfuerzos inauditos por ensancharse, téngase en
cuenta que en su propaganda universal ha derramado mi-
llones de rublos..., millones robados a las instituciones
Üe la patria... Y bien, 4puede este caso fundar un ejem-
plo recomendable?... ¿se puede desear ser gobierno asíT...
El caso alemán y el austro-húngaro, no forman sino
tino solo. Uno solo que nació de una catástrofe nacional,
de la más horrible y amarga catástrofe nacional, que ja-
más pueblo alguno había sufrido. Nació para rubricar la
humillación de la patria. Cuando nadie quería echarse a
cuestas esa responsabilidad estupenda, pesada como una
cruz y como una cruz supliciatoria. Nació de la afrenta,
nació de la humillación. Y como Alemania y Austria son
países excepcionalmente cultos, como en ellos tiene el so-
cialismo su más alta representación intelectual, la más pu-
rificada, la mejor constituída, y es en efecto, sobre todo
en Alemania, donde está más avanzado, tenemos el caso
excepcional de que siendo socialista el gobierno lo está
siendo en la forma menos socialista posible, advertido de
que está en un trance, advertido de que está cumpliendo
no una misión socialista, sino de necesidad más perento-
ria, la de salvar a la patria. Allí el socialismo se está ju-
gando acaso su último naipe. Si la salva, ¡ qué gran paso
habrá dado, y con él el socialismo universal!... Si no la
salva, se habrá hundido... Dios haga que la salve. Pero
de todas maneras es un caso anormal, y además de anor-
mal, lo menos socialista posible... 4 Habrá quien desee
ser gobierno así ?... ¿ Ser gobierno en tan penosas condi-
ciones ?... 4 Ser gobierno nada más para enjugar lágri-
mas, curar heridas, y para firmar una humillación na-
cional 1... 4 pueden servir de ejemplos los casos anor-
males ?...
Pero volvamos a nuestra tesis. Podrá de un núcleo so-
cialista salir un gobernante. Nada más fácil, sobre todo en
nuestros medios políticos donde no hay regla alguna, don-
de no hay partidos, donde no hay nada. Pero no será por
eso el socialismo el que gobierne, sino un socialista que a
poco dejará de serlo, quizá sin darse cuenta del cambio
que se opere en él, o con el más acerbo dolor de su alma,
porque se encontrará colocado como en una ergástula den-
tro de un medio social tan adverso, que acabará o por as-
fixiarse y morir, o por moldearse a él como la cera en las
manos del escultor. Seguramente querrá al principio ir
contra todo aquello que pugne contra su doctrina, pero po-
co tardará en palpar que eso no le es posible, y que no le
queda más recurso que irse por donde vino o sujetarse a
la formidable presión del medio ambiente. No hará lo
primero, y no por motivos de ambición quizá, sino porque
pensará que es un mal paso abandonar una posición que
cree que ha conquistado, a su partido. Sin embargo no
es una posición la que han ganado él y sil causa, sino que
la posición la ha ganado la sociedad que le es adversa a
la causa. La ha ganado con poner a su servicio a un ene-
migo ajustándolo a la manera de ser de ella. Y así es en
efecto.
i Y por qué no traer el ejemplo de nuestra tierra,si es-
pecialmente escribimos para ella y por ella 1... En nues-
tro pequeño terruño, en nuestro pequeño Yucatán, es go-
bernante un hombre salido de las filas socialistas. Es un
hombre humilde, y conocido como honrado y bueno. Por
honrado, por bueno, por humilde, vamos a hablarle el len-
guaje de la verdad. Acaso si estuviera encumbrado en
otras esferas, en grandezas de abolengo y de fortuna no
lo haríamos porque no son esas alturas las más propicias
para oir otra voz que no sea la de la adulación. Pues bien,
su gobierno será lo que se quiera menos socialista. Y no
es seguramente, que D. Carlos Castro Morales no quiera
conducirlo por la posta socialista. Es que no puede, él
mismo sabe que no puede, sabe bien que pretenderlo se-
ría lo mismo que pretender romper con un actual ordeD
de cosas que no está en sus manos el romper so pena de
producir un desquiciamiento que a nadie aprovecharía,
que de nada serviría porque a poco todo recobraba su ni-
vel. Nó, su gobierno ha sido, como siempre en nuestra tie-
rra y en todas nuestras tierras hermanas, de camarilla, y
en nuestro caso de una camarilla dorada, netamente, ho-
rrorosamente burguesa. Camarilla que, como todas, tras
aprovecharse de la situación, a la hora de las responsabi-
lidades concluirá con la canturía del niño de escuela: "si
no fuí yo... " No lo olvide nuestro actual gobernante.
Quisiéramos que nuestras palabras no mortificasen al
Sr. Castro Morales a quien no tenemos por qué mortificar,
y de quien pensamos que seguramente no se encuentra en
un lecho de rosas sino antes bien en un lecho de fuego, pues
el momento no es el más favorable para disfrutar de un
gobierno. Y quisiéramos que en el silencio de la noche,
en la paz amante del hogar, en la dulce quietud de la alco-
ba, en la serenidad de su espíritu, cuando se sienta más
apartado del tráfago gubernamental, se diera a re-
flexionar un par de horas, una hora siquiera sobre estas
cosas, y se diera a desentrañar el por qué de los principa-
les actos que ha ejecutado como gobernante, el punto de
vista desde el cual los ha ejecutado, qué cosas o qué perso-
nas se los inspiraron, bajo qué influencias ha desarro-
llado sil gobierno, y nos dijera si ha pensado algu-
na vez en que puede llegar a ser víctima del medio que lo
rodea, que cotejara en fin su manera actual de ver las co-
sas, con su manera de verlas cuando era socialista y nada
más que socialista. Y después, honradamente, ingénuamen-
te, con el corazón y el.alma y el pensamiento abiertos a
la más pura franqueza, como debe ser si en efecto es un
hombre bueno y honrado, cualidades que son suficientes
a poner a cualquiera en materia de franqueza sobre todas
las eminencias y gerarquías de los todopoderosos, nos di-
jera si cree que su gobierno es socialista y que el socia-
lismo es el que por su conducto gobierna en Yucatán...
No, no lo es, sin que esto deba afligirlo ni contrariarlo.
pues pretender que lo sea es lo mismo que pretender que
riñera con la sociedad cuyos destinos atiende. No, no lo
es, no puede serlo, sin que el descubrimiento deba afligir-
lo, repetimos, ni asombrarlo, no lo es porque la sociedad
que gobierna es todavía virtualmente antagónica al socia-
lismo.
Pero tenga presente esto el señor Castro, y llámelo
advertencia, profesía, o como quiera, procure guardarlo
en el lugar más firme de su memoria: Cuando cumpla su
período gubernamental, cuando se retire cansado, abru-
mado, desengañado, más abrumado que otros por el mo-
mento más difícil que le tocó, cuando eso sea, sus correli-
gionarios le dirán: "nos abandonaste", y quienes lo ro-
dearon, su camarilla le dirá volviéndole las espaldas: "tu
no eres de los nuestros"... Los unos no tendrán la sufi-
ciente abnegación de pensar que no estuvo en las manos
de ese gobernante hacer todo lo que quizá hubiera querido
hacer en pro de la causa, y los otros, más egoístas, olvi-
darán que fueron ellos el todo... No lo olvide el señor
Castro.
Tenemos también un Congreso llamado orondamente
socialista, porque muchos de sus componentes son de los
más tenaces y ardientes partidarios de la causa. Pero tam-
bién hay allí elementos que tienen de socialista lo que te-
nemos nosotros de matemáticos. Y estos últimos son la
fuerza dirigente, la que se impone, la que da su veto o
su voto a las leyes. También es natural que sea así. No
podía ser de otra manera. Cede al medio, cede a la época,
cede a lo fatal, si no fuera todo esto, esos elementos bur-
guesísimos tampoco estarían allí. Ya quisiéramos ver a
nuestro Congreso legislando sobre materias socialistas, si-
quiera sobre las fundamentales, y legislando en forma que
no contraríe el Código fundamental de la Nación. ¿Co-
noce siquiera ese Congreso, el programa de Carlos Marx?
Sus postulados son 10 y caen bajo la acción legislativa.
Se refieren, condensándolos para no alargar, a la expro-
piación de la propiedad territorial, y a la aplicación de
la renta territorial a los gastos del Estado; al impuesto
progresivo , a la abolición de las herencias, a la confis-
cación de bienes de los enemigos; a la centralización del
crédito en manos del Estado, a la centralización de las
industrias, a la multiplicación de las manufacturas y de
los instrumentos de producción, y a la roturación de las
tierras, al trabajo obligatorio, a la organización de ejér-
citos industriales, a la reunión de la agricultura y de
la industria tendiendo a destruír la diferencia entre la
ciudad y el campo, a la educación pública gratuíta y a
la reunión de la educación con la producción material...
Y téngase en cuenta que se trata nada más de lo esen-
cial; que ese programa está muy lejos de asumir todo
el vasto programa que en el transcurso de los años ha
ido elaborando el socialismo con la incorporación de nue-
vas ideas, de nuevas aspiraciones...
¿ Cuando nuestro Congreso legisla sobre algunas de esas
cosas, siquiera sobre alguna ?... ¿ No puede porque sería
ir contra el medio?... Entonces es un Congreso exótico
dentro de este medio; resulta una cosa descentralizada...
¿ No puede porque es un Congreso local y tiene enfrente
la Constitución Federal ?... Entonces sobra que sea un
Congreso socialista ?... 4 Qué se ha ganado ?... i El nom-
bre nada más t...
Hay dos elementos factores de esa situación falsa. Uno
de culpabilidad, la del medio-ambiente que impone a las
cosas forzosamente su modo de ser. Otro de impaciencia,
la del socialismo por llegar a dirigir lo que todavía no está
en sus manos el dirigir. Y un solo autor, un autor atra-
biliario de todo esto, el General Salvador Alvarado que
siempre se empeñó en salir del plano real de las cosas para
caer en lo utópico... algunas veces, otras para echarse
en brazos de su conveniencia y de sus planes políticos.
Es innegable que ha mejorado la condición social del
obrero sobre todo en algunos países con tal cual legisla-
ción obrera más o menos liberal. Pero esto se ha consegui-
do, no al amparo de ligas políticas, no al amparo del vo-
to en los sufragios, ni siquiera por la presencia en los par-
lamentos de algún lider socialista, aunque éste haya apa-
recido ser el conducto. Se ha conseguido exclusivamente
por la imposición de la colectividad. Por el sindicalismo.
Ese y no otro es el terreno donde debe trabajar el socia-
lismo. Nada conseguiría con tener representantes en las
Cámaras que nunca formarían la mayoría, sino no contara
con la gran fuerza sindicalista que le permite exigir y
conseguir lo más posible dentro del actual orden de cosas,
y por ese camino es por donde poco a poco pero va avan-
zando. En cambio no le hace falta tener esos representan-
tes, si cuenta con esa fuerza. Pues esa fuerza sólo puede
ir acumulándola cada vez más, fuera del campo político.
No nos cansaremos de repetirlo, pues ya lo escribimos
en otras ocasiones. Porque hasta hoy no ha habido real-
mente una transformación social desde el punto de vista
humanitario, es por lo que ningún bienestar sensible, nin-
gún bienestar de hecho han conseguido las clases menes-
terosas, a pesar del formidable ruido que en la Historia
han formado los principales cambios sociales.
Triunfó el cristianismo, pero para triunfar tuvo que
hacerse abiertamente revolucionario. El trabajo de los
precursores y de los apóstoles incluso Jesús, no fué si-
no de preparación. Ellos echaron la simiente. Triunfó
cuando se hizo revolucionario mediante un movimiento in-
mnesamente popular, alistando bajo sus banderas a to-
dos los oprimidos, a todos los desheredados, a todos los
perseguidos. Esclavos, contribuyentes agobiados por los
censos, pueblos vencidos o perseguidos, ilotas, pordiose-
ros, la gleba buena y la gleba mala, pues las revolucio-
nes no hacen con ángeles, formaron las grandes legiones
cristianas revolucionarias. Era toda el alma continental
esclava de Roma que ansiaba sustraerse de la mísera con-
dición en que yacía. En la nueva religión encontró su
bandera, y allí fué tras ella.
Después... después la figura de Constantino no es en
la Historia sino la figura de la vieja sociedad que resiste
toda innovación, y que cuando no puede resistirla por la
fuerza, la resiste por la diplomacia. Es la figura del pacto
político, del eterno pacto... La leyenda del Hoc signo
vinces no es maravillosa como se pretende. '' Con este signo
vencerás"... Esto es, si la Cruz es tu enemiga invencible
alíate a la Cruz... No hace mas que explicar la claudica-
ción del Emperador y General romano. En nuestros días
eso se llama astucia y habilidad política... Pero el cris-
tianismo, como movimiento de reivindicación popular des-
de ese momento quedó burlado... El proletario siguió,
como siempre, gimiendo sus desventuras.
Más de diez siglos de Edad Media no bastaron tam-
poco a sacarlo ni a mejorarlo siquiera de su triste con-
dición ... Y es que la sociedad derivó hacia otros cauces
igualmente egoístas y estériles. Ciertamente los mil y tan-
tos años de esa Edad son los que más han aproximado la
humanidad a la espiritualización. Pero cayó tan comple-
tamente en el misticismo que se hizo ciega. Su egoísmo en-
tonces derivó hacia las cosas divinas. Nada fuera de éstas
importaba nada. La humanidad se hizo ascética. El sufri-
miento, la miseria, el dolor, fueron por decir así hasta co-
sas deseables como medio de purificación. La paz, la ale-
gría, la dicha, la salud, la felicidad, no eran para este mun-
do, sino para el otro y para llegar al otro había que su-
frir. Y la humanidad se hizo resignada. Por acercarse de-
masiado a Dios concluyó por alejarse demasiado de El, des-
naturalizándose por olvidar que Dios la había creado para
vivir en la naturaleza.
Pesaron al fin demasiado esos diez siglos sobre la con-
ciencia de los hombres. Salieron las almas de su éxtasis.
Los enciclopedistas franceses dieron las últimas tremendas
sacudidas desmoronando los últimos reductos del sistema
feudal. Pero como en los últimos años de la Edad Media,
se había formado una clase medianamente instruída,
ambiciosa, dedicada a la explotación, al comercio, a la in-
dustria, y ésta encontraba un dique a sus aspiraciones en
el sistema feudal, en la nobleza, pensó y pensó acerta-
damente en aprovecharse de la tempestad que venía, y
fué ella, esa clase burguesa quien más la alimentó, fué
su principal factor, y el desheredado, como siempre, pre-
sentó los hombros...
Y triunfó la Revolución. Se proclamaron los Derechos
del Hombre. Sobre los escombros de la Bastilla se alzaron
los altares del pueblo, y éste colocó encima a sus nuevos
ídolos. La diosa Razón, la diosa Igualdad, la diosa Jus-
ticia, la diosa Libertad..., todo un Olimpo liberal y fe-
menino ... Sobre las cabezas de estas vírgenes invictas no
había el halo de luz que en las figuras bizantinas que or-
naban los templos cristianos. Había algo que se conside-
raba superior: Un gorro frigio, emblema del pueblo re-
publicano. Y sobre los senos en lugar del medallón y el
amuleto, una verde rama de laurel, emblema de la victo-
ria. ..
Los infelices, los humillados, los hambrientos, los parias,
en fin, celebraron bravamente la victoria. Se embriagaron
del triunfo mezclando en sus libaciones licor y sangre de
reyes. Sacudió al mundo un inmenso temblor. Había ama-
necido. En la noche de la vieja sociedad había salido el
sol... Ciudadano, ¡ viva la libertad!
Después... después, ¡ bah!... Había caido la Bastilla,
es cierto, pero se vió que en suma no era más que la ca-
ída de una prisión, como sucede en nuestros días en to-
das las algaradas populares. No habían caído todas las
prisiones, ni había caído la Prisión. Las ejecuciones de
Luis XVI y de María Antonieta no tenían más significa-
ción que la muerte de un rey incapaz y de una reina concu-
piscente. El trono de San Luis estaba huérfano, pero hi-
jos espurios vendrían a sentarse cómodamente sobre sus
cojines, sin cetro, sin corona, pero en el trono...
Después... después, la carne de batalla, la que se
había destrozado en las barricadas, la que había aguzado
las picas para ensartar cabezas de nobles, la que había
conducido las carretas de los que iban a la guillotina, en
fin, los descamisados de París, los que habían hecho el
formidable movimiento, volvieron a sus tugurios de siem-
pre donde pensaban seguir dándose gusto, pues habían
triunfado...
La burguesía se abrió paso. Después de todo era natu-
ral, era lógico. Ella había hecho en realidad la revolución.
Las masas populares no habían hecho sino cumplir su
misión de escalera... El nuevo poder, el nuevo tirano,
fué viniendo por sus pasos contados. El Directorio, el Con-
sulado con su 18 Brumario, el Imperio, Luis XVIII, Luis
Felipe, el Tercer Imperio, todo un camino de reacción.
Estaciones de tránsito de la nueva Majestad. La burguesía
había dado pruebas de rara habilidad y de rara cautela.
Todo un proceso sigiloso... Vino al fin definitiva-
mente la República... pero el proletario siguió mascando
sus miserias y tragándose la hiel de sus desventuras.
¿ Qué había ocurrido entonces al cabo de cerca de dos
mil años ?... ¿ Cómo llenaba la Historia el tiempo trans-
currido entre Jesús el nazareno y Mr. Thiers ?... Muy fa-
cilmente. Con un cambio de tiranías. Cayó el Imperio de
Roma para alzarse el Imperio Papal. Cayó éste para al-
zarse el Imperio del Capital, más formidable que todos.
Naturalmente, el proletario a través de todas estas des-
composiciones, toma también nuevos nombres. Esclavo bajo
el yugo de los patricios, siervo bajo el yugo de los señores,
asalariado bajo el yugo de los capitalistas.
¿ Igualdad y justicia para todos ante la Ley ?... i Don-
de ?... En la letra de la Declaración... en la letra de los
Códigos y nada más... Pero infeliz de tí ciudadano, si al
reclamar esos derechos, por los cuales diste tu sangre,
no tienes los bolsillos harto repletos para pagar a quien
te evite caer en las celadas y en las salidas falsas de que
previsoramente está llena esa Ley... Infeliz de tí si acu-
des ante ella contendiendo con el poderoso... Entonces
ya puedes reirte de la Igualdad y de la Justicia.
jLibertad para todos?... ¿Donde?... Para los pobres
sí, sí, la libertad de que habla no recordamos qué escritor...
la libertad para morirse de hambre... Ciudadano, La li-
bertad se compra. Si no tienes los bolsillos harto reple-
tos, y no los tendrás si no tienes trabajo, y a veces, aunque
lo tengas, esclavízate, porque no hay otro remedio...
Y si todo esto ha podido ser así, y decir que no es así
sería mentir, y no debe mentirse, sobre todo en los mo-
mentos en que entramos en otra gran época histórica,
si todo eso ha podido ser así, es porque en el fondo la
sociedad humana ha seguido siendo la misma en sus egois-
mos y en sus miserias, sin que haya sufrido ningún cambió
esencial. El más sensible fué, como ya dijimos, el de la
Edad Media, en que se desmaterializó pero también se des-
humanizó, se desnaturalizó, y caída en el misticismo, caída
en el éxtasis, no pudo practicar el amor hacia los seme-
jantes. . .Hoy a vuelta de dos mil años, la sociedad antigua,
y la moderna, se saludan inclinando mutuamente la c abeza
sobre el abismo de la Edad Media. A vuelta de dos mil
años, la sociedad actual presenta los mismos caracteres
de la romana y los mismos síntomas de decadencia... Se
aproxima indudablemente el desenlace. Y este no será otro
que la revolución social.
Realmente el gran triunfo de la Revolución fran-
cesa, fué la emancipación del pensamiento. Muy grande
en verdad, pero que no ha servido para redimir ni ali-
viar siquiera al paria. Reconozcamos sin embargo que esa
emancipación ha preparado el camino, y ya es mucho, ya .
es bastante para cantarle el más ardiente hozana, a pe-
sar de los vacíos que no pudo llenar.
Si la revolución social, si la revolución proletaria, ha
caido no ya sobre el plano de la posibilidad, sino de los
hechos inminentes, es también por todo eso. Porque to-
davía la Humanidad siente la necesidad de redimirse; por-
que todavía tiene las mismas ansias que nunca ha visto sa-
tisfechas. Si en llegando la hora, esa revolución es capaz
de remover hasta en sus últimos fondos el espíritu de
la egoísta sociedad actual, si es capaz de transformarla
esencialmente, desmetalizándola, y si lograda la victoria es
capaz de no dejársela escamotear, como siempre ha ocurri-
do, quizá por la misma razón de no existir en realidad esa
transformación, habrá triunfado y habrá hecho un gran bien
a la especie humana, el más inmenso bien que puede darse.
Pero si no es así, a pesar de cualquier triunfo aparente
que la violencia le dé, no haremos más que presenciar una
nueva repetición de la Historia, repetición a la que hasta
hoy ha parecido estar condenada fatalmente la pobre hu-
manidad que sufre.
OTROS ASPECTOS
Hay otro error muy común entre los socialistas, y sobre
todo entre los socialistas enrage y entre los menos bien
preparados. Y es esa "perfecta igualdad" en la que dicen
creer o en la que creen efectivamente. Esa "absolutísima"
igualdad como la llamó una vez gentilmente irónico don
Rafael de Zayas Enriquez desde las columnas de "La Re-
vista de Yucatán".
Esa "absolutísima y sabrosísima igualdad" que desde
luego quiere dar al traste con una cosa con la cual no puede
dar al traste, que es la capacidad y desde este punto de
vista del que nunca podrá prescindirse, con la clasificación
natural de hombres aptos y hombres ineptos, y por consi-
guiente con las forzosas diferencias entre unos y otros, favo-
rables a los primeros, esa quimérica igualdad, decimos, para
los hombres de mala fé empeñados en la empresa socia-
lista, que como siempre ocurre en estas cosas, no son pocos,
es un admirable instrumento para cazar incautos como se
cazan mariposas y también para cometer en su nombre
muchas barbaridades... Para los hombres honrados, para
los socialistas de buena fé que en tal cosa creen, y no son
pocos también, es una ilusión, una ilusión de esas que a
fuerza de tenerlas metidas en el alma y en el pensamiento
acaban por tomar ante la vista obsesionada las proporcio-
nes de la realidad. Y se preparan así el más amargo de los
desengaños.
Si quienes creen en tal cosa se pusieran a reflexionar si-
quiera algunos minutos sobre tópico tan alucinante, prefi-
riendo a la ardida frase del orador que la proclama, y a sus
encrespadas admoniciones, el solo consejo de su sentido
común, y de su experiencia diaria, desde la más insigni-
ficante manifestación de su vida, a la más trascedental,
seguramente no tardarían en curarse de su imponible
sueño.
Hay algo que está junto a nosotros, al rededor de
nosotros, bastante a sacar a cualquiera que quiera ver,
tocar y sentir, de ese tan profundo error. Y ese algo es
la misma naturaleza. Todo en ella es relación y gradua-
ción. Todo en ella es gerarquía. En nuestro planeta lo es
en todos sus reinos, en todas sus manifestaciones, y en
todas sus demás manifestaciones en todo el Universo.
En el reino animal va desde el microzoario apenas per-
ceptible con el microscopio, hasta el enorme proboscidio.
Y tampoco es el microzoario la última palabra... En el
campo celeste desde la estrella más pequeñita hasta los
soles más inmensos y más radiantes... Y así en todo...
Diferencias sin límites... Y tanto es así que desde hace
tiempo hubo necesidad de concluir en que en esa misma
constante graduación, en esa misma desigualdad, en ese
mismo y eterno desequilibrio, está precisamente el equili-
brio de la vida misma. Roto ese desequilibrio, la vida con-
cluiría.
Pues necesariamente también habrá siempre micro-
zoarios sociales y proboscidios sociales y perdónesenos la
comparación. Conseguir que esos microzoarios sean los me-
nos microzoarios posible, y esos proboscidios lo menos pro-
boscidios posible, es lo que cumple al socialismo, porque es
lo único que está dentro de la posibilidad de las cosas, pero
destruir las especies, destruirlas por completo para for-
mar una sola, es una locura.
Forzosamente hay que concluir, pues, en que ese dese-
quilibrio tiene que estar fatalmente en todas las manifes-
taciones de la vida, absolutamente en todas, sin que sea
posible hacer excepción alguna, en sus manifestaciones
orgánicas y en sus manifestaciones intelectuales, sociales,
morales, etc., que a la postre no son sino una mínima par-
te, Tin aspecto, una pequeña modalidad de su manifestación
general.
El mismo proletario a quien encontramos hecho un
ascua en un mitin, contra las injusticias sociales, y finca
en la igualdad el desideratum del hosco problema, no tiene
más que derramar su vista al rededor de él, y en todas
partes le saldrá al paso la realidad abatiendo su desmesu-
rado empeño. Verá y oirá junto a él a otros correligionarios,
a muchos correligionarios, gritando lo mismo pero que es-
tando en mejor condición social y económica considera-
rían un absurdo cambiar con él de situación. Y otros en
peor condición que él, considerando también absurdo el
cambiar con ellos, y ya no el cambiar pero hasta el nive-
larse siquiera. Ese mismo proletario cuando salga del mitin
y llegue al hogar haría bien en observar la gerarquía que
ha establecido del modo más natural del mundo. Obliga-
rá al respeto a su esposa, y más a sus hijos, y más todavía
al criado si lo tiene, y lo hará por cuanto considerándo-
se el jefe de ese grupo, supone y con razón, que la cabeza
es algo que va más alto que todos los demás órganos del
cuerpo; no lo supone, lo ve... Y piensa, y con razón, que
esa cabeza cuya altura no puede modificar, es indispensa-
ble, pues sin ella no se podría vivir.
Realmente la igualdad que el proletario busca, no es
la igualdad por la igualdad misma, es la igualdad dentro
de lo más posible, nunca dentro de otro sentido. Es pues,
una igualdad relativa. Si se dijera a quienes ganan 5 pesos
que se alzaran para igualarse a los que ganan 4, se reirían
y se rebelarían contra la sola idea, y tendrían mucha ra-
zón, pues sería necio, y ya no sería obedecer a un deseo
de mejoramiento. Puede que se alzaran entonces para
hacer que los que ganen 4 ganen 5 y buscar así la nivela-
ción, y ello es lo racional. Pero si entendieran que el úni-
co medio para llegar a la igualdad es la rebaja en su jor-
nal, preferirían, es claro, que las cosas quedaran en el
punto en que estuviesen, y considerarían un atropello el
que se les obligase a aquella "igualdad," aunque ésta se
fuera a rodar. Pues la simple reflexión sobre esto, el simple
hecho de que no hay quien en la vida no lo piense y lo
acepte así, es un reconocimiento tácito de que la desigual-
dad está latente en todo, y aceptada desde luego en princi-
pio por todos, y de que la igualdad que se busca, y la
única que se acepta es la conveniente y en el grado que es
posible alcanzarla, y en cuanto es susceptible a la condición
humana, es decir, no es igualdad. Que haya la menos desi-
gualdad posible, el menos desequilibrio posible, eso es to-
do.
Por último en las mismas religiones que son lo más
grande que ha inventado el hombre para buscarse en ellas
la felicidad, lo que considera como lo más perfecto, y por
ello las pone fuera del alcance terrestre, buscándolas en el
cielo, en lo sobrenatural, en lo excelso, en lo divino, en eso
que es el mismo ideal del hombre, que lo supone como el
summum de todo lo bueno y lo perfecto, en que cifra sus
últimas esperanzas, en las religiones en las que funda el
hombre su consuelo máximo y en las que se ampara con-
tra las injusticias de la vida, pues hasta en ellas no halla-
mos sino una constitución perfectamente gerárquica.
Un gran Ser, el Absoluto, el Inmenso, el inmenso en Po-
der, en Fuerza, en Virtud, en Amor, en todo, reinando
sobre todos los demás seres celestes, y éstos en gradación
constante, de arriba para abajo, hasta llegar a confundirse
con los simples mortales. No se dice que el cielo es una
Corte, una Corte celestial 1... Pues nada hay más gerár-
quico que una Corte.
Todo, pues, lo que mueve al hombre, lo real como lo
metafísico, dentro del mundo visible y el invisible, dice
inequívocamente que esa absoluta igualdad es una quime-
ra, una gran quimera, que a penas se comprende como haya
quien crea en ella.
Hay dos socialismos. El utópico y el racional. El pri-
mero creado dentro de bellas imposibilidades, no ha servido
sino para retardar la marcha del otro. Por quimérico ha
servido hasta para despertar recelos y sospechas contra el
que sí tiene derecho a que se le crea, se le juzgue, se le
considere. No hay nada mejor, nada más aprovechable pa-
ra los enemigos del socialismo que ese que por su misma
naturaleza se presta al ataque y al ataque eficaz. Fuera,
pues, toda insensatez que sólo sirve para debilitar una cau-
sa que en sí es fuerte, noble, digna. El otro, el racional,
el práctico, el que cayó desde hace tiempo en el campo
científico y es objeto de estudio de eminentes sociólogos,
de eminentes políticos, de eminentes moralistas, tiene un
plan, tiene un programa, el cual sin salirse del plano real
de la vida es susceptible a ser llevado a la práctica, me-
diante la buena voluntad, la abnegación, la perseverancia
de sus hombres. Ese socialismo racional, ese socialismo po-
sible no ha descuidado nada. Ha estudiado la política, la
economía, la ética, la religión, ha estudiado, en fin, todos
los resortes que juzga que son de moverse, y ha visto has-
ta dónde y cómo son de moverse. No se reduce al mitin
ni a la hoja incendiaria. Esto está bien para atraer a las
masas, para engrosarse, y es indispensable este aspecto de
propaganda. Pero está muy lejos de ser el único ni el
principal. Publica libros, folletos, explicando sus alcan-
ces, explicando los motivos que tiene de ser, procurando
convencer a todos. Es la propaganda simpática, de atrac-
ción por la misma nobleza de la doctrina. ¡Ay! del so-
cialismo si sólo hubiera contado, si sólo contara con la
propaganda agresiva... Si ha conseguido arrastrar tras
sí en gran parte a la flor intelectual de los principales
países es por eso, porque se ha presentado por su aspecto
simpático y humano. Ha procurado aislar cada vez más
a sus enemigos, hacerlos cada vez menos en lo posible,
porque es indudable que hay muchos que lo han sido y
lo siguen siendo, porque sólo conocen del socialismo la vi-
sión temible, la hostil, la que injuria, la que amenaza,
la que acomete, la que sólo ha servido para darle cariz de
venganza o de ambición, extremos que no pudiendo nunca
ser laudables, confinan al cabo al socialismo, entendámo-
nos, al socialismo propagado así, a la categoría de las ma-
las pasiones...
Hay otro error de que han padecido los obreros hasta
hoy, pero del cual vemos cómo ya se van sacudiendo rá-
pidamente. La huelga, pero no la huelga en sí, sino desde
el punto de vista que la anima generalmente. La que exige
el aumento de jornales. No sabemos si muchos habrán ob-
servado el hecho, quizá^uien menos lo ha observado es el
mismo obrero, por más que ya hay organizaciones obre-
ras que habiéndose dado cuenta de él, lo significan ya en
su labor. Ese hecho se refiere a la facilidad con que gene-
ralmente aceptan los patronos las exigencias de sus tra-
bajadores. Esa aceptación, naturalmente, no es de golpe,
pues si lo hubiera sido así, haría tiempo que se hubiese
hecho sospechosa. Hay pasos más o menos de comedia, ac-
titudes hostiles, frases duras, amenazas, un violento estira
y encoje, pero al final, y este final no tarda, el patrono
cede en las más de las veces.
Y es que el patrono obra con astucia y con artería. En
primer lugar porque dada la psicología, que tiene mucho
de infantil, del elemento obrero, éste queda así más conten-
to, por cuanto considera que ha ganado una victoria, y que
si tenía derecho a aquel aumento no sería tanto cuando ha
provocado una situación tirante. Si inmediatamente ce-
diera el patrón, el obrero se imaginaría que su derecho
era perfectísimo, amplísimo, y que hasta había tardado
en hacerlo valer, y entonces quedaría pensando en que
acaso se había quedado corto... Pero la principal razón
de la aquiescencia patronal es otra. No cede por puro
gusto, no, ni por espíritu de bondad, ni porque esté dis-
puesto nunca a sacrificar ni una mínima parte de sus ga-
nancias en favor del obrero ni de nadie. Sabe además que
podía resistir, que tiene varios recursos para resistir. Las
legislaciones más adelantadas hasta donde han llegado es
hasta discernir a obreros y patronos iguales derechos e
igual libertad de acción con la libre contratación de
trabajo, cosa que no puede ser abjurada por ningún Có-
digo civilizado. Sabe también que su sola pasividad sería
una fuerza aplastante, y que ella bastaría a debelar cual-
quier movimiento huelguista. Es decir, el patrón se podía
declarar también en huelga. El patrón, con muchísimos
más recursos que el obrero, puede resistir un tiempo más
O" menos indefinido sin producir. Ello no le interrumpe la
vida ni la de los suyos. Seguiría comiendo, y gozando.
Le implicaría no más dejar de ganar durante algún tiem-
po. El obrero, por el contrario, sólo puede subsistir en
huelga unos pocos días en medio de duras calamidades. El
obrero en este caso podía llegar al atentado, pero como el
atentado está penado por nuestras leyes, rara vez llega a
él por no agravar su situación.
En algunos países ya hay Asociaciones patronales con
ese objeto, de combatir la huelga con la huelga, y no hace
mucho en España presentaron una situación muy difícil
a este respecto algunas Asociaciones de esa índole. Cuan-
do Mirabeau pronunció sus célebres frases: "Tened
cuidado, no irritéis al pueblo que todo lo produce
y que para ser formidable no tendría más que perma-
necer inmóvil", en tiempos en que ni se imaginaba nadie
la posibilidad de la paralización del trabajo, resultó un
profeta, pero a medias, pues su gran visión no le llevó
sinembargo, a ver el adverso que hoy se está viendo, y es
esa otra pasividad, la del patrono, tanto o más formidable
que la otra. Creemos que de allí ha de surgir el último
movimiento, el último gran choque, el que decida en su
día la revolución social. Al aparecer las agremiacio-
nes patronales no se ha dado sino un paso hacia el final
del drama. Llegará el momento en que ambas fuerzas de
resistencia no puedan más, y vendrá la coalición, la rup-
tura final. Pero entretanto esto ocurre, allí están y son
poderosas y son una amenaza.
Sinembargo, hoy por hoy estas agremiaciones patrona-
les más tienen un carácter de previsión para el futuro,
pues no han hecho sentir su poder con la fuerza con que
pueden hacerlo, prefiriendo permanecer a la expectativa,
y cediendo regularmente a las exigencias del obrero. Y
aquí está el busilis a que hicimos referencia. A una huel-
ga, sobre todo, a las huelgas llamadas generales, por au-
mento de jornal, sucede indefectiblemente un alza en los
mercados. Sube, si la huelga se ha reducido a una sola
industria, el producto de esa industria, y si ha sido gene-
ral, sube todo. Y desde este punto, y a él se llega en se-
guida, ya no es el patrón el que paga el aumento que ha
concedido, sino el público, entre el cual está el mismo
obrero.
Pero es más. La alza motivada por la huelga no está
ni siquiera en relación con el aumento acordado, sino es ma-
yor todavía, de manera que si el patrón realizaba antes
del aumento de jornal una ganancia de un 20/00 por
ejemplo, después del aumento la realiza de un 25. Ese es
todo el secreto de esa final resignación del patrón a acep-
tar siempre el aumento. En realidad las huelgas lo favo-
recen más que al obrero. A éste llegan a serle hasta per-
judiciales. El patrón no hace sino explotar en su bene-
ficio la huelga.
Sucede como consecuencia del alza de los jornales que
el obrero que antes del aumento de su jornal llenaba su
presupuesto más o menos trabajosamente con tres pesos
diarios, pongamos por caso, después del aumento a tres
y medio, v. g., se encuentra con que sigue teniendo las
mismas dificultades y a veces con que no le bastan los tres
y medio que ya gana. Y le confunde tamaña anomalía, no
se explica cómo ganando más tenga más estrecheces, y es
que no advierte el juego. Y se queja ya no del patrón,
sino de la carestía de la vida, sin ver que él, el mismo
obrero, ha sido un factor a esa carestía. Si hiciera cuen-
tas vería que si el patrón le ha aumentado, por ejemplo,
un 10/00 sobre su antiguo jornal, y en cambio ha subido
su mercancía un 15/00, esa diferencia del 5 representa
una disminución en su jornal, una disminución que no
tenía en su jornal antiguo, y una excedencia más en la
ganancia del patrón. Pero esto no lo ve el obrero. No se
cuida de saber si ha aumentado el patrón el precio de sus
productos, y sinembargo allí está el quid de todo.
De ahí viene también el jamás concluirse las huelgas
por asunto de jornales o salarios. El nunca estar satisfe-
cho el obrero, pues realmente no queda en situación me-
jor, y el continuo encarecimiento de la vida. A una huel-
ga suceden otra, y otra, y se establece así un círculo vi-
cioso ... Esas alzas las resisten divinamente las clases ri-
cas, pero las asalariadas, y sobre todo las menesterosas,
esas revientan porque no les queda otro término. Una
de las causas a que se achaca hoy la cada día más deses-
perante carestía de la vida, es precisamente a los movi-
mientos obreros...
Sepan los obreros, por si quieren saber algo que les in-
teresa mucho, que huelgas ha habido instigadas en la som-
bra por los mismos patronos o productores para justificar
un alza en el precio de sus mercancías y realizar mayores
utilidades. Hace poco todavía anunció el cable la pronta
solución de la última gran huelga de trabajadores de Fe-
rrocarril en los Estados Unidos, favorable a dichos traba-
jadores, y comentaba el hecho de que si había podido ser
así fué porque eso le permitiría a las empresas ferroviarias
subir sus tarifas, cosa que antes no habían podido hacer.
Esa alza en las tarifas, en los transportes, no significa otra
cosa que alza mayor en las subsistencias.
Si el obrero reflexionara más calmadamente sobre estas
cosas se acordaría de que el valor real de la moneda no es-
triba precisamente en la mayor o menor cantidad que de
ella se recibe, sino en su poder adquisitivo, y que tiene
más valor un peso cuando con ese peso puede comprarse
una libra de carne, que un peso veinte y cinco centavos,
cuando hay que emplear toda esta cantidad o más de esta
cantidad para conseguir lo mismo. En realidad lo que en
el orden económico se necesita para prosperar, para estar
mejor, no es precisamente ganar más, sino no tener que
gastar todo lo que se gana. Siempre estará en mejor con-
dición quien ganando tres pesos sólo tenga que gastar dos
y medio, que quien ganando tres y medio tenga que gas-
tar cuatro o siquiera los tres y medio.
Los obreros ya van reconociendo, como hemos dicho,
estos aspectos interesantes de su actividad, y ya ha habido
en los Estados Unidos gremios que presenten el problema
de alza de jornales o baja en las subsistencias. Cuando
antes de llegar a un extremo de estos tomen el lápiz y ha-
gan números y comparaciones y establezcan diferencias y
relatividades entre lo que piden, lo que les puedan dar, y
lo que el patrón pida en cambio al público por ese au-
mento, y vean lo que a ellos, a los obreros, les quitará ese
tanto más que pedirá el patrón, seguramente se orientarán
mejor.
Y no es que pretendamos declararnos impugnadores de
la huelga. Ya sabemos que es la principal arma defen-
siva y ofensiva de los obreros, y que cobró un aspecto muy
importante desde que fué reconocido legalmente el dere-
cho a ella. Pero por lo mismo hay que hacerla eficiente.
El escritor socialista que hemos citado, Jean Jaurés, re-
comienda, como indispensables para que una huelga pueda
ser útil, las tres siguientes condiciones: "1? Es preciso
que el objeto por el cual se ha declarado apasione real y
profundamente a la clase obrera. 2? Es preciso que una
gran parte de la opinión esté dispuesta a reconocer la le-
gitimidad de este objeto. 3? Es preciso que la huelga no
aparezca como un disfraz de la violencia y que sea sim-
plemente el ejercicio del derecho legal de huelga, pero más
sistemático y más vasto y con un carácter de clase más
marcado."
Pues bien, como los públicos se han dado ya perfecta
cuenta de que las huelgas, sobre todo las provocadas por
alza de jornales, traen consigo inevitablemente un alza en
los precios de las subsistencias, y para mucha parte de ese
público el aumento de los jornales obreros no le representa
aumento alguno en sus ingresos, pero sí se lo representa
en sus gastos, ya no hay o cada vez hay menos simpatía
hacia huelgas de esa clase. Nosotros hemos tenido oportu-
nidad de palpar esto en muchas de las últimas huelgas
que han fracasado en la Habana, no teniendo ese fracaso
más explicación que esa.
La huelga ha pasado por varios períodos naturalmente,
según ha ido avanzando el obrero en el camino que ha
emprendido para su rehabilitación. Primero fué la huelga
del taller; agremiados los obreros de todos los talleres de
una misma industria vino la huelga de todos los obreros
de esa industria. Luego con las corporaciones generales
y con los sindicatos han venido las huelgas de carácter ge-
neral. Está recorriendo su proceso evolutivo. Hoy ya la
huelga no se cuida mucho del jornal, sino de la vida, de
hacer al obrero más fácil la vida, y ya va más contra la
especulación pública que es el cáncer que la corroe hoy.
Contra el acaparamiento criminal de los artículos de pri-
mera necesidad, contra las manos intermediarias, en fin,
contra toda esa serie de sinvergüenserías de que se vale
la especulación para comerciar con el hambre. Esta es la
misión que se va imponiendo, mientras llega, claro está, a
expedientes más definitivos... Y éstos serán utilizar a lo
último la huelga como el instrumento natural de la revo-
lución social. Cuando eso sea no hay duda que comenzará
por una inmensa huelga, pacífica primero, armada des-
pués. Será la batalla decisiva...
Nada más justo que el obrero reclame como jornal
todo lo que necesite para cubrir sus necesidades y hasta
con un margen que le permita el ahorro, cosa indispensa-
ble a la vida. Pero que lo reclame hasta el punto que le
sea provechoso, y este punto no es otro sino que después
de conseguir el último aumento se declarara inmediata-
mente en favor del público y de él mismo impidiendo por
cuantas formas estén a su alcance el alza en los precios
de las subsistencias.
Tal como está hoy constituído el capitalismo, a base de
la mayor explotación posible del hombre y del público en
general, nada conseguiría el obrero con que esa explota-
ción aparentemente terminara en lo que se refiere a él,
en sus relaciones con el patrono, pues debe recordar que
es parte y parte muy principal de ese mismo público.
Si los patronos o productores llegasen a entender que
el trabajo del hombre no es una mercancía, y sólo desde
este punto de vista lo han considerado, sino un elemento
cuyo valor no está en 'relación con la ley de la oferta y la
demanda, que es la que regula el comercio, sino en rela-
ción con la misma vida, no pagarían a sus jornaleros lo
menos posible, sino lo más posible. Esa ley de la oferta
y la demanda es la que norma sus tratos con el obrero.
La demanda de trabajo es mucha, y tiene que ser supues-
to que los menesterosos son la inmensa mayoría de la
humanidad, pues la oferta es poca. Y así como se re-
gatea el precio de un objeto que abunda, así se regatea
el jornal del trabajador. Pero eso está bien para una mer-
cancía, que no tiene necesidades que cubrir para sí misma.
Eso está bien para lo que no es más que una cosa. Pero
no puede, no debe aplicarse igual punto de vista al hom-
bre que sí tiene necesidades y que éstas se van modificando
en el sentido de aumentar con el transcurso de los años.
Esas sus necesidades no están en relación con la mayor o
menor demanda de trabajo. Si lo hay y lo hay suficiente,
podrá remediarlas, pero si no lo hay o no lo hay suficiente
o no se le paga bien, siguen subsistiendo esas necesidades.
Son inmanentes a la vida.
Hay que confesar que el trabajo, aunque lo encuentre,
no garantiza hoy la vida del obrero. Es decir, la garantiza
a medias. La garantiza en el supuesto de que el jornal
le alcance para él y para los suyos, mientras el obrero esté
en la fábrica o en el taller y mientras esté en aptitud de
trabajar. Ciertamente esto no es más que una garantía
ocasional.
Cuando el obrero se quede sin trabajo quedará des-
amparado mientras no vuelva a encontrarlo. Cuando el
obrero enferme quedará desamparado mientras no sane.
Cuando el obrero se inutilice quedará desamparado. Cuan-
do el obrero ya esté viejo quedará desamparado. Ante sus
ojos, pues, no se abre, sino un sombrío porvenir lleno de
duda. ¿Cuál puede ser el término de su travesía por el
mundo ?... El que ha sido con mucha frecuencia: La mi-
seria para él y los suyos, la mendicidad para él y los su-
yos, y lo mejor que puede pasarle, el hospital para él y
los suyos. Al patrono o productor le ha parecido bastante
con alimentar a su obrero. Pero vivir no es vegetar y me-
nos vegetar fatigosamente.
Si el jornal del obrero le facilitase el ahorro, entonces
sí tendría en parte al menos garantizada su vida contra
las inesperadas contingencias y los achaques naturales. Pe-
ro para conseguir ese ahorro necesita dos cosas: que su
jornal se lo permita, lo cual depende de su patrón, y que
se lo permita también la especulación comercial. Lo que
bien visto no son ambas sino una sola cosa.
Pero no hay trazas de una variación fundamental. To-
das las explotaciones de que son víctimas las clases pobres
seguirán su curso fatal. Por ser así es como han podido
levantarse esos capitales que en algunas partes del mundo
adquieren trazas de fabulosos, y cuyo modus facendi se
encierra en esta sencilla fórmula: '' Coger lo más y dar lo
menos." No será distinto, porque el corazón del hombre
lejos de suavizarse en el amor hacia sus semejantes lo
endurece cada día más la avaricia. Aun hoy mismo, en
estas horas que son las más significativas, las más graves,
cuando las masas populares tuercen más agriamente el
gesto y levantan más alto las manos amenazadoras, en es-
tas mismas horas que debieran ser de advertencia, es cuan-
do la especulación, la explotación en todas sus formas,
trafica más con el hambre de los pobres haciéndoles cada
día más imposible la vida.
Se nos dirá que siendo tan numerosas las clases me-
nesterosas en todas partes, el industrialismo, aunque in-
menso, no podría dar trabajo a todos los individuos que
componen dichas clases, y menos con jornales suficiente-
mente remunerativos que les permitiera hasta el ahorro.
Estamos conformes. Pero en primer lugar el que no pue-
da el industrialismo dar trabajo a todos, no quiere decir
que no recompense en esa forma a aquellos a quienes se
los tiene dado. En segundo lugar, no es sólo el industria-
lismo la esfera de la actividad humana. Sin detenernos a
pensar en otras, ahí está la agricultura, que es la más ge-
nuina a alimentar al hombre. La madre común, la madre
tierra, no tiene más hijos de los que puede alimentar...
Pero tampoco hay esperanza por este lado, mientras haya
próceres rurales dueños de miles y miles de leguas de tie-
rra, muchas veces improductivas, a cambio de gentes mí-
seras que apenas tienen donde echar el enflaquecido cuer-
po para descansar de su descomunal fatiga. Esto no debe
ser, esto no es natural que sea. Esto tiene todas las tra-
zas de algo sombríamente artificial creado por la codicia
del hombre.
Ya sabemos muy bien que en algunos países, sobre to-
do en los Estados Unidos, algunas empresas multimillo-
narias han mejorado la condición de sus trabajadores, ya
estableciéndoles fondos de reserva, ya fundándoles asilos,
ya levantándoles colonias... Pero este es un aspecto me-
ramente particular, forma una excepción que no puede
tomarse en cuenta en el juicio que se desprende de la con-
dición general que han venido guardando las clases tra-
bajadoras. Sería necesario que todo eso se universalizara,
más aun, que se sistematizara, que se sancionara obligato-
riamente por las leyes, y que dejara de ser una gracia,
que no tuviera el carácter benéfico que tan hipócritamente
se le ha dado. Que se convirtiera, en suma, en derecho pa-
ra el trabajador y en obligación para el patrono.
Si el capital en todas sus manifestaciones, el indus-
trial, el comercial, el agrícola, se repartiera mejor entre
sus elementos creadores..., no sabemos qué harían los
trabajadores. Seguramente seguirían reclamando más, pues
es condición humana la inconformidad eterna, pero enton-
ces, y esto es sumamente interesante, ya no tendrían razón
que alegar, ya esa revolución social proletaria, hoy tan inmi-
nente, no tendría razón de ser, y con sólo esto, con no
tener razón de ser, se la imposibilitaría. Posiblemente se
la intentaría siempre, pero estaría destinada a ser el fra-
caso más ruidoso, pues es indispensable a movimientos de
esa naturaleza, que les asista la razón para poder cobrar
toda la fuerza moral que necesitan para arrastrar y apa-
sionar a las mayorías hasta imponerlos. El mismo traba-
jador se sentiría sin entusiasmo para llevarla a cabo. No
se jugaría su positivo bienestar en una aventura. Si hoy
está dispuesto a jugársela es porque sabe que sucediéndote
lo peor, que sería morir en la demanda, no pierde nada,
sino antes gana con sustraerse a una vida que llega a pe-
sarle tanto que lo derriba.
Por no ser así, porque no será así, es precisamente por
lo que esa revolución proletaria se siente venir cada vez
más rápidamente. Se siente ya en la atmósfera su aliento
encendido. Nos pisa los talones. Ciego el que no lo vea.
Y ha podido ser así, porque la verdad de las cosas, es que
toda la razón, absolutamente toda, ha estado de parte del
proletario. Ha adquirido, sin pensarlo, las mejores posi-
ciones para librar el combate, y esas posiciones, es la co-
dicia del hombre, la codicia del mismo capital, la que se
las ha brindado por su ciega intemperancia.
NUESTRO MEDIO AMBIENTE
En las líneas precedentes, escapándonos de nuestro pun-
to de vista local, hemos generalizado nuestro modo de ver
y de sentir estas cuestiones, y en tal sentido deben ser
tomadas.
Regresando a nuestro lugar de partida, ese aspecto ge-
neral toma ciertas modalidades de localismo, muy especia-
les, que es imposible pasar por alto. Dijimos al principiar
a tratar de estos asuntos que nuestros medios son favora-
bles al obrero, lejos de serle hostiles, y estamos obligados,
si no a conseguir probarlo, por lo menos a intentarlo. Pe-
ro es conveniente advertir que lo haremos con las reser-
vas del caso. Lo que digamos no será nunca un testimo-
nio de que si hasta hoy nuestros medio-ambientes han si-
do favorables al obrero, no puedan dejar de serlo, aunque
ocasionalmente, a veces, por causas de psicología distintas
a las que generalmente motivan la condición precaria de
las clases trabajadoras. La posibilidad del mal por muy
distintas causas está en todas partes.
Algunas veces se ha externado algo impensadamente la
opinión de que Yucatán está, si no en pleno bolchevikismo,
sí en una situación que tiene síntomas de ello, atendiendo
a tal o cual desmán público cuyos autores han resultado
ser elementos del pueblo. Esto es opinar porque sí y nada
más, sin tomarse el trabajo quienes así piensan de estu-
diar las causas que han dado motivo a esos desmanes. Ade
más, el bolchevikismo no es sólo eso. No es sólo ni precisa-
mente el asalto en la vía pública...
Ya hicimos notar antes que el Gobierno actual no em-
pece su genealogía, y cuanto se quiera decir en contra-
rio, no ha podido moverse sino dentro del más profundo
reaccionarismo, habida cuenta del ambiente de camarilla,
tan conocida como descalificada que es la única que ha he-
cho y deshecho en las cosas importantes de Yucatán.
Pues si nuestro gobierno no ha sido ni siquiera so-
cialista, como pudiera creerse y esperarse, menos, pues,
puede suponerse el bolchevikismo prosperando en nuestro
medio. Nosotros opinaríamos que de haber bolchevikismo
lo habría por el lado que ha correspondido a esa camari-
lla, es decir, por el lado del bolchevikismo capitalista, que
también lo hay, en nuestro caso de carácter esencialmente
privado, más aun, esencialmente reducido, el de la camari-
lla que ha imperado, y sus adláteres. Pero no es a este
bolchevikismo silencioso y escurridizo al que se hace refe-
.rencia, sino al otro.
Repugnamos íntimamente el bolchevikismo, y no por
otra cosa sino por no ser posible ver en él sino el anverso
del socialismo en su acepción noble y humanitaria, que es
la única que debe dársele. Lo repugnamos, precisamente
por no caracterizarlo fines redentores, sino antes al con-
trario, esclavizadores y ruines, fines destructores, no de un
orden social defectuosamente establecido, sino de las bases
de la misma vida. Lo repugnamos, en fin, por ser a los
mismos proletarios a quienes más destruye, sin que esto
quiera decir que no lo repugnemos por sus demás odiosos
caractéres.
Pues bien, a pesar de todo esto, supongamos por un
instante justa la situación bolchevik planteada en algunas
partes de Europa. Pues aun así, para poderle dar carta
de naturalización en nuestros pueblos, sería necesario an-
tes cotejar la situación que en nuestros países de este la-
do del mar ha guardado el obrero, y en general el prole-
tario, con la que han guardado esos mismos elementos so-
ciales en Europa. Del resultado de esa comparación ha-
bría de deducirse sí es posible, y sobre todo racional, el
bolchevikismo en nuestros países indo-hispánicos. Porque
no vamos a ponernos un sombrero por el mero hecho de
que se lo ponga un vecino nuestro más o menos lejano,
aunque no se conforme a nuestra cabeza. De hacerlo así
o el viento nos lo llevaría en seguida o daríamos en as-
pecto de disfraz. De todos modos, sería ridículo.
Sostenemos que nuestro ambiente es refractario a ese
movimiento, y que de intentarse vendría en seguida al*
suelo por su propio peso, por indefectible ley de grave-
dad, por razones naturales, por razones de ambiente que
son indispensables para todo cultivo. .
Porque en nuestros pueblos de estirpe hispánica el pro-
blema obrero es de mejoramiento, al cual tiene un sagra-
do derecho a aspirar, y hasta una ineludible obligación, -
aspiración nobilísima en la cual debe ayudársele, estimu-
lársele, sin reservas ni egoísmos de ninguna especie, pero
de todas maneras, es de mejoramiento... Y lo es así,
porque no hay entre nosotros los elementos productores de
miseria que en Europa, y que la sociología ha dividido en
dos principales, como no ignoran los afectos a enterarse de
estas cosas.
Uno de esos elementos productores de miseria, cuyo
mejor exponente es la famosa Ley de Malthus, universal-'
mente conocida y apasionadamente comentada en pro y*
en contra, es la que discierne a la superabundancia de las
poblaciones la miseria que en ellas se registra. Partiendo
de este extremo la ley malthusiana llega al punto de con-
siderar necesario restringir la natalidad hasta equiparar-
la cantidad de la población a sus medios de producción y
subsistencia. Esta conclusión no deja de ser horrible, y
nosotros la repugnamos, pues va encaminada a limitar la
especie, lo que es antinatural y profundamente egoísta.
Pero contra esto se pregunta qué es lo preferible, si una
especie numerosísima desgraciada, o limitada pero ven-»
turosa. La contestación ha de ser dura de todas maneras^
y allí queda para el filósofo más filósofo que se atreva con
ella, por más que pensemos que esto es suponer que la mi-"
Beria ne tiene sino un único remedio, que es ese de limi-
tar la natalidad, siendo así que acaso tenga otros, si no
suficientes a concluir con ella, sí al menos a aliviarla.
El otro elemento cardinal de la miseria es esa concen-
tración de enormes capitales industriales, concentración
que se empezó a formar desde que el hombre comenzó a
arrebatar al hombre la propiedad de los implementos de
trabajo, de los medios de producción, hasta acumularlos
en algunas manos, convirtiendo así al hombre de servidor
de sí mismo que era cuando disponía de esos elementos de
producción, en servidor detentado del hombre que le arre-
bató esos instrumentos. Esa concentración de enormes ca-
pitales que ha caído bajo la denominación genérica de ca-
pitalismo industrial, está caracterizada por la máquina y
los trusts.
Naturalmente, las clases ricas, las clases productoras,
las privilegiadas, se acogen a la doctrina malthusiana co-
mo la mejor explicación que las exculpa de la miseria rei-
nante. Para esas clases Malthus formuló un Evangelio.
La naturaleza es la causa de la miseria, si se quiere Dios
mismo, y en tal concepto no tiene remedio, y es necio e
inútil el buscárselo, como no sea detentando a la misma
Naturaleza, reduciendo la multiplicación de la especie.
Nada hay más cómodo. Para las clases trabajadoras, para
las proletarias, la verdad se encierra en lo ultimo, es decir,
en que el capitalismo es el fínico productor de la mise-
ria. En este caso no son ni la naturaleza ni Dios los res-
ponsables, sino los hombres.
Es muy natural esta división de pareceres. Cada quien
se ha puesto de! lado de sus intereses. Aplicada la causa
de la miseria a la naturaleza o a Dios no hay para qué
pensar en componer lo que no está en nuestras manos com-
poner. Hay que dejar, pues, las cosas como están, o a lo
sumo ir a buscar el remedio en la extinción del hombre
mismo, egoísmo insuperable, sin advertir con ello que así
se va precisamente contra la misma Naturaleza y contra
Dios. Esto es lo conveniente a las clases acomodadas que
seguramente no pensarían así si no lo fueran. Aplicada
la causa al capitalista, esto es, a un hombre como todos
los demás hombres, la cosa varía. Ya se puede componer,
porque el hombre moralmente es susceptible de perfección.
Componerlo es lo conveniente al proletario, e hizo suya la
doctrina.
Entre ambos extremos, según nuestro humilde modo
de ver las cosas, debe buscarse la causa total de la mise-
ria. La superabundancia de la población tiene forzosa-
mente que gravitar sobre la misma. En los mismos hogar
res tenemos a diario el ejemplo más fatídico. Mientras
menos prole más anchura en la vida, o por lo menos más
liviana la carga. La organización actual del capital tiene
también que producir miseria, porque su objeto hasta hoy
ha sido el de desposeer. Juntos ambos deplorables extre-
mos han tenido que dar por resultado ese máximo, ese in*
superable desequilibrio social.
Pero sea como sea, todo eso que ocurre en Europa, y
hasta en los Estados Unidos de Norte América, no ocurre
ni ha ocurrido nunca entre nosotros. No hay entre noso-
tros ni uno de esos grandes elementos de miseria. No hay
ese exceso de población, ni mucho menos. En Europa es
característico, y de allí esa continua ola migratoria que
deriva a nuestros países. Esto explica dos cosas. Que allí
hay esa superabundancia y que aquí no la hay. Si estu-i
viéramos en las mismas condiciones, ese flujo migratorio
ya se hubiera detenido de un modo mecánico. Pero lejos
de ser así cada vez se acentúa más, viene más grueso, se
asienta en nuestro suelo, y esa inmigración trabaja y pros-
pera en nuestros medios, dándose no pocos casos de inmi-
grantes que lleguen a levantar fortunas millonadas. Luer
go el medio no es adverso al trabajo, sino antes al contra-
rio, requiriéndose sólo la capacidad necesaria en todas las
manifestaciones de la vida, y de la que no puede prescin-
dirse. Si estuviéramos en las mismas condiciones de Eu-
ropa, esa inmigración no sólo ya se hubiese detenido, sino
que nuestros pueblos estuvieran en su caso, es decir, tam-
bién inmigrarían, pues es un impulso incontenible en el
hombre de todas las altitudes el recorrer la tierra en bus-
ca de mejores y más seguras condiciones de vida.
En Europa esa superabundancia de población quiere
decir competencia feroz, despiadada, en el trabajo que no
alcanza para todos, y por consiguiente, jornales mínimos.
Es la lucha horrible por la presa que ha de alimentar.
En nuestros países hispano-americanos, lejos de haber esa
superabundancia de población, y por consiguiente de tra-
bajadores, hay excesiva, deplorable escasez. No puede ha-
ber, y en efecto no la hay, esa tremenda competencia, y no
habiéndola los jornales tienen que ser mucho mejores, co-
mo en efecto lo son. Nuestros países son campos casi vír-
genes para la laboriosidad del hombre.
Tampoco hay entre nosotros esos amontonamientos es-
tupendos de capital industrial originados por la máquina
y el trust. La máquina, como está umversalmente reco-
nocido, es la mayor enemiga del obrero, con lo que parece
que es condición fatal de la civilización producir más mi-
seria. La máquina no expande el trabajo, antes al contra-
rio, lo simplifica, hasta reducirlo a las menos manos posi-
bles, y aT menor tiempo posible. Y si es verdad que hay
legiones y legiones de obreros uncidos a la máquina, no
es menos cierto que son más los que no tienen trabajo, o
lo tienen en su forma más precaria. El trust significa dos
cosas. Palta de competencia en la venta de los productos
y por consiguiente precios al arbitrio de los productores,
y significa también los elementos de producción en sólo
algunas manos organizadas inhumanitariamente para ex-
plotar el monopolio de esta propiedad. Por esto último a
veces se recuerdan con amor las comunidades de trabaja-
dores de la Edad Media, porque los instrumentos de tra-
bajo eran de los mismos trabajadores, pero también es
cierto que entonces el producto no era mercancía, no era
objeto de comercio, sino simplemente de cambio mutuo,
de consumo particular. Y no hay que olvidar que esas
comunidades no fueron sino el principio de todo, el prin-
cipio del capitalismo actual. Hubo un momento en que
la producción tuvo sobrantes, y ya no fué desde eso sim-
ple objeto de cambio o de consumo particular, llegó así a
ser mercancía, a convertirse en objeto de comercio y de
explotación. En ese momento se produjo el primer latido
de la avaricia burguesa y vino el ir reconcentrando poco
a poco, el ir reduciendo poco a poco esas comunidades, y
el ir centralizando cada vez más en menos manos la pro-
piedad de los instrumentos de trabajo, hasta que conside-
rándose fuerte, rompió francamente con los antiguos mol-
des, y se encaramó en el vértice económico del mundo que
es en donde está todavía.
Proseguimos. Sería locura decir que hay en nuestros
países hispano-americanos esos elementos productores de
miseria, cuando precisamente sus condiciones son las con-
trarias. Siendo, pues, unos y otros países, los hispano-
americanos y los europeos, tan diametralmente opuestos
en tal sentido, fuerza es concluir que nuestros medios tie-
nen que ser refractarios a situaciones que les son ajenas,
y que si se llegaran a registrar habría que confesar que
sería por ese triste espíritu de imitación que ha hecho de-
cir algunas veces que el hombre se parece al mono en eso
de asumir actitudes. Pero esto no es nada serio.
Hace algunos meses con motivo del brote de tendencias
que diz que diz fueron bolcheviks, descubierto en Cuba y
en algunos otros de nuestros países, escribimos, entre otras
cosas, el siguiente fragmento que juzgamos muy oportuno
reproducir aquí:
"Nuestros pueblos no tienen idea ni aproximada de lo
que es el proletario europeo, sobre todo en sus últimas ca-
pas. .. No saben, no, que allí, en Europaa, hay rebaños de
seres humanos que apenas sí merecen ya este nombre, que
perecen de hambre y de frío. No saben que allí es cosa
corriente que un padre de familia se cierre con su esposa
y con sus hijos, y abriendo las llaves del gas busque en la
asfixia la única liberación posible a su infortunio y al de
los suyos... No saben, no, que la policía recoge a diario
en los infectos suburbios de las grandes capitales gentes a
quienes la falta de alimento abate sobre el arroyo, y que
a veces no recoge seres que la debilidad inmoviliza, sino
seres inmóviles ya en la muerte... No saben, no, que allí,
lo mismo que animales abandonados, hay seres fantasma-
les que en las sombras de la noche huronean en los basu-
reros públicos para sacar entre las bascosidades y las in-
mundicias el pestilente mendrugo con que distraer el ham-
bre que asesina... No saben, no, que en los estribos de
los grandes puentes viven una vida de perpetuo desam-
paro sin más abrigo para sus carnes laceradas que el im-
pasible firmamento, que no siempre es buen amparador pa-
ra miseria tanta, gentes que las heladas entumecen, seres
vecinos de los cadáveres flotantes de otros que en la do-
ble noche de la naturaleza y de su desgracia buscaron en
las aguas de los ríos el único remedio de que disponían
para su liberación... El que esto escribe ha podido ver
algunos de esos extremos y horripilarse, y ha levantado la
vista y los puños al cielo, buscando a Dios para deman-
darle el por qué de tanta desventura, cuando nos dicen
que desde hace dos mil años triunfó en su Hijo sobre la
conciencia y el corazón de los hombres... No, nuestros
pueblos no tienen una idea ni lejana de estas cosas. Ni
siquiera han soñado en la posibilidad de pasar nunca por
semejantes trances de tanto dolor y miseria tanta... "
Y ello es lo ciertp... Todavía en la segunda mitad del
siglo último, llamado el siglo de las luces, se transcribía
en el hondon Daüy Telegraph el informe del Magistrado
Broughton capaz de poner frío en un corazón de mármol.
Se cita en él el hecho de que hacia las dos o tres de la
madrugada niños de nueve a diez años eran sacados de sus
lechos y obligados a trabajar en una fábrica de puntillas
inglesa, hasta las diez o más de la noche, recibiendo por
todo jornal una sola comida al día... ¡Qué infamia! Y
esto se declaraba con ocasión de un mitin en que se pedía
que las horas de trabajo se redujeran a diez y ocho!...
¡ Parece increíble!
EL DESASTRE 191
En materia de robos de tierras y latifundios se regis-
tran cosas no menos monstruosas. Malato, quien copia el
hecho que acabamos de citar más arriba, dice que en 30
años los landlors en Escocia arrebataron sin indemniza-
ción a los campesinos 3.511,770 acres de tierra, y dice que
una miserable, la duquesa de Sutherland, ella sola expro-
pió en seis años a tres mil familias que hacían un total de
quince mil personas condenadas a la más espantosa mise-
ria por aquella millonaria. Dentro de esa expropiación se
contaron aldeas enteras...
Si a pesar de tratarse de hechos y no de simples apre-
ciaciones la autoridad de aquel autor es tachada por su
conocido radicalismo, seguramente no lo será la de dos sa-
bios profesores de la cultísima Universidad de Bruselas,
Vandervelde y Massart, en cuya obra Los parásitos de la
sociedad se encuentran confirmados tales repugnantes ex-
tremos. La mitad de Inglaterra y del país de Gales, dicen
textualmente, está en poder de 4,500 personas; la mitad de
Irlanda en manos de 744 personas y la mitad de Escocia
solamente en manos de 70... ¡ Qué barbaridad! decimos
nosotros.
Por último, hasta antes de la guerra europea, según
cálculos y estadísticas que se han publicado, la producción
mundial había llegado hasta poder abastecer tres veces
más la población del orbe... Sinembargo, no era así...
Las dos terceras partes por lo menos continuaba perecien-
do de hambre, o sufriendo angustias de miseria, porque
los productores, antes que dar toda la expansión necesa-
ria a sus productos, antes que derramarlos, lo que hubiera
implicado baja en los precios, preferían que una gran par-
te se descompusiese y tirarla, para sostener los precios al-
tos ... ¡ Cuánta infamia!... ¡ cuánta infamia!...
En Europa el problema es también de mejora-
miento para aquel proletario campesino o ciudadano que
ha conseguido condiciones de vida menos precarias. Pero
hay otro proletario, ese a que hemos hecho alusión, que
no es el menos, sino posiblemente el más, y que se recluta
entre obreros sin trabajo, mendicantes y desvalidos, para
el cual hasta hoy sigue siendo un sombrío problema el de
su redención y el de su misma vida. Junto a ese prole-
tariado de ínfima escala, está la gleba criminal, el hampa
feroz y amoral, carne de presidio, de burdel y de taberna,
que ambula en las sombras de la noche en las callejas te-
nebrosas, en los muelles, en los prostíbulos más infectos y
en los fríos sótanos donde el aguardiente y la sangre son
una misma cosa, olfateando presas que plagiar, que robar,
que acuchillar... Este detritus social, característico de
las grandes poblaciones europeas, y que en nuestros paí-
ses no tiene afortunadamente similar, capaz de los ma-
yores crímenes y de las más grandes villanías, por un fe-
nómeno de simpatía creado por dos miserias que aunque
de distinta índole son miserias al cabo y se debaten jun-
tas en el fango, une su odio morboso a la sociedad, con el
odio lleno de justicia del proletario hambriento y hara-
poso, honrado quizá si pudiera serlo, pero que la infeli-
cidad y la injusticia social acaban por arrojarlo al cri-
men ... Esos dos odios reunidos en un solo deseo de ven-
ganza son como esos cuerpos químicos que al juntarse pro-
ducen reacciones terribles capaces de esparcir la muerte en
cuanto encuentren a su alrededor...
Pues por todo eso, allá en esa Europa, tan llagada y
tan sombría en ese sentido, se explica que a veces ocurran
convulsiones que lleguen a revestir formas de insania y
exterminio, en que el hombre parece llegar a perder el
instinto de conservación.
Pero por ventura, ¿algo parecido, siquiera lejanamente
parecido, ocurre o ha ocurrido nunca en nuestros países!...
¿Nuestro proletario, aun el más desdichado, es comparable
a ese proletario, que hemos descrito, siendo su descripción
rigurosamente exacta ?...
Hay un hecho palpitante aun, que es la mejor confirma-
ción de cuanto llevamos dicho. En las agitaciones de sa-
bor bolchevik descubiertas hace no mucho en los Estados
Unidos, en la Argentina, Cuba y otros países, los agita-
EL DESASTRE 193
dores resultaron extranjeros en su muy inmensa mayoría,
tan grande que llegó a arrojar un porcentaje del 80 por
20... ¿ Esto no quiere decir nada ?... ¿No habla esto
más alto que cualquiera razón que pudiera aducirse ?...
Hicimos antes de examinar nuestro medio-ambiente las
reservas del caso en el sentido de que si bien hasta hoy
ha sido favorable al obrero, no pueda dejar de serlo si-
quiera sea ocasionalmente por causas de psicología distinta
a las que generalmente motivan la miseria; y porque la
posibilidad del mal está en todas partes.
Hasta hoy ese nuestro medio-ambiente continúa siendo
el mismo; pero por desgracia, como en todos los medios,
subsisten otros elementos que pueden hacer miseria, no
miseria obrera precisamente, pero que sí son elementos de
dolor y hasta algunas veces de hambre.
No es necesario que existan grandes trusts para que
exista la inicua explotación del hambre. La del trust en
gran escala es sistematizada, la otra es ocasional, pero
también hace víctimas. No es bastante que haya suficiente
trabajo para el pueblo y dinero para pagarlo, es también
necesario que sea suficiente ese dinero a abastecer a las cla-
ses trabajadoras, y es necesario que los menesterosos no se
mueran de hambre. No basta con que los mercados estén
bien abastecidos de mercancías, sino que esas mercancías
estén al alcance de todos.
Actualmente ocurre algo que ha llegado a preocupar
mucho. Se creyó que terminada la guerra intercontinen-
tal, la vida normal se restablecería o se suavizaría al me-
nos la dureza que adquirió durante la gran catástrofe.
No ha sido así, sinembargo, sino que ha adquirido mayor
dureza, pues el encarecimiento de las subsistencias ha con-
tinuado cada vez más. Se ha dado como razón que la gue-
rra sustrajo a la agricultura y a las industrias muchos
brazos. Ciertamente hubo esa sustracción y fué de varios
millones de hombres, pero esa sustracción es igualmente
aplicable al otro extremo, y es que ya es menos la pobla-
ción del mundo para alimentar. Agrégúese a esa sustrac-
ción la otra no menos magna de la falta de natalidad de-
rivada ya no sólo de los hombres muertos sino de todos
los combatientes, y esto durante cuatro años, y sube de
punto la reflexión... Los malthusianos deberían estar en-
cantados. ..
Se dice también que por los continuos movimientos obre-
ros. Sí, pero esos movimientos toman como base precisa-
mente la carestía de la vida.
No; en el fondo lo que ha ocurrido es que la explota-
ción, la especulación, se han desatado más ferozmente que
nunca. Es el afán inmoderado de hacerse rico de la no-
che a la mañana estimulado por una situación que fué
transitoria, pero que ha dejado en ese sentido efectos que
no concluyen ni llevan trazas de concluir. Esa situación
creada por la guerra fué explotada a maravilla por la
codicia de la especulación. Son incalculables las fortu-
nas levantadas inesperadamente al amparo de aquella
anormalidad. La sangre y la muerte han sido los facto-
res principales para levantarlas... Y no bastando, se tor-
na cada vez más insaciable ese afán. Terminada la guerra,
busca nuevos pretextos en que basarse para seguir expri-
miendo sobre todo a las gentes pobres. Hay muchos ne-
gociantes a quienes ha entristecido la conclusión de la
guerra...
Esa explotación, esa especulación pública, que hoy se
observa en todas partes, crean una situación falsa, arti-
ficial, en pueblos en que como en los nuestros no existen
las razones esenciales de la miseria. Son sus caracterís-
ticas el agio, el negocio sucio sobre valores, el acapara-
miento de artículos de primera necesidad, la liquidación
arbitraria de facturas, se llega a perder el cálculo en lo
que debiera ser la ganancia.
Cuando se presenta una situación así, las clases po-
bres son compelidas irremisiblemente a la angustia. Chi-
lian, como es natural, y entonces ocurre que viene en se-
guida la admonición oficial, reclamando orden, cordura y
patriotismo. Pero esta admonición puede llegar al punto
en que sea inútil. Si la situación se alarga, hay que te-
ner en cuenta que el pueblo no se alimenta de orden, cor-
dura ni patriotismo. Es necesario que tenga fuerzas para
poder pensar en todas esas cosas y realizarlas. Primero
necesita comer para fijarse después en que si las causas
que originan su malestar son o no transitorias.
No es cuerdo, no es discreto, no es patriótico vivir al
aire libre, bajo la bóveda inmensa del cielo, porque las
rentas de casas sean ya inaccesibles a los inquilinos po-
bres. En primer lugar porque aquel mismo orden ya eti-
quetado de que hablamos antes, prohibe ese salvaje modo
de vivir, y en segundo lugar porque durmiendo sobre los
bancos de los parques públicos, lo menos que puede cogerse
es un constipado.
No es cuerdo, no es discreto, no es patriótico ir por las
calles en paños menores o sin paños, porque ya no haya
dinero suficiente para adquirir ropas, y quede el vestir
como un privilegio de los ricos, porque también aquel
mismo orden prohibe ese desacato a la moral para soste-
ner la cual se necesita de algún dinero, y en segundo lu-
gar porque sigue el peligro del constipado.
No es cuerdo, no es discreto, no es patriótico dejarse
morir de hambre, porque aunque se gane mucho ya no
baste para alimentarse. Dejarse morir de hambre es cosa
que no aprovecha a nadie, ni a las funerarias, porque es
claro que quien se deja morir de hambre no deja para
cubrir los gastos del más modesto enterramiento. Dejarse
morir de hambre es un suicidio, el peor de los suicidios,
porque es el más lento de todos. Y el suicidio es el peor
crimen que puede cometer el hombre, porque en realidad
el que se suicida atenta no sólo contra sí, sino contra la
especie misma, tiende a destruir el instinto de conserva-
ción. Y esto es monstruoso.
Y por último, para creer que eso pueda contener una
situación de esas, o dar tiempo al tiempo hasta que se so-
lucione, es suponer candidamente que todos los infelices
estarían dispuestos a vivir al aire libre, a andar como
modelos de desnudo, y todo mientras reventaban de ham-
bre, pero eso sí, halagados con las exclamaciones de: "qué
cuerdos, qué discretos, qué patriotas son..." Pues no
otra cosa se pide cuando en tales circunstancias se llama
a esos sentimientos para esperar con calma. Esa llamada
la hacen los que de antemano han satisfecho todas sus ne-
cesidades. .. (1).
No; en estos casos lo que se necesita es más ejecución
y menos palabrería. Lo que se necesita es que los gobier-
nos ocurran a la raíz del mal y lo extirpen sea como sea.
Estas líneas generales, aplicables hoy a todas partes
del mundo, adquieren en cada localidad las modalidades
especiales de su ambiente. Y a veces esa situación resulta
agravada, por tal o cual motivo peculiarísimo, como su-
cede entre nosotros o sea en Yucatán, con la cuestión del
papel moneda, gravedad que ya no puede achacarse a la
situación general, sino a la deplorable administración que
hemos padecido; la alvaradista.
Hay además de estas causas que pueden llamarse oca-
sionales y transitorias, pero que pueden durar más o me-
nos hasta provocar serios conflictos, otras más permanen-
tes de latrocinio que también producen en su esfera miserias
(1) Cuando corregíamos ya las últimas pruebas de este libro,
llegó a nosotros la muy esperada noticia de haberse confirmado dos
de nuestras presunciones. En Mérida las turbas por el malestar eco-
nómico a causa de la depreciación del papel moneda que obligó al co-
mercio a cerrar provisionalmente, produciendo el problema de las sub-
sistencias, habían asaltado el palacio del Gobierno realizando atentados
y violencias... |Se olvidó lo del patriotismo, la discreción y la cor-
dura, empinándose sobre todas1 estas bellas expresiones la voz im-
perativa del estómago... Luego algunos grupos de esas turbas
hicieron tal cual manifestación para pedir la .renuncia del actual socia-
lista gobernador... Ya no tiene el señor Castro Morales por qué
guardar en la memoria nuestras palabras, pues los hechos se anticipan
a la publicación de nuestras suposiciones.
y dolores y no pocos. Esas causas están representadas por
los explotadores tradicionales, tipo de ladrón social que
prospera en todas partes y se adapta a todos los climas, lo
mismo en Europa que en América y echa mano a todos
los recursos.
Este tipo es muy conocido, pero hasta hoy se le ha da-
do poca importancia. Es el pequeño negociante adinerado
que es capaz de especular hasta con su misma vida. Esta
clase de mercaderes escapa del plano del grande y opu-
lento capitalista, cuyos medios de explotación son otros,
naturalmente, y más llamativos. Ese otro tipo es aliado
de todos. Del gran capitalista y del humilde jornalero.
Es el chanchullero, el agiotista en mayor o menor esca-
la, el que fía subiendo su mercancía un 50 por ciento, el
que compra créditos de inmediata realización y que no
pudiendo serlo por alguna circunstancia del momento se
aprovecha del supremo instante del ahogo para consumar
un despojo, el descontador de pagarés a tipo incalcula-
ble, el adulterador de mercancías, el burlador de fami-
lias con algún patrimonio, el explotador de huérfanos al
amparo del tutelaje, el rábula que anda por presidios y
audiencias buscando infelices que han caído o se les ha
hecho caer bajo la guillotina de la ley, para sacarles cuan-
to tengan, si es que tienen algo, a cambio de echarlos a
la calle libres, y a cambio de no echarlos pronto para que
dure más la explotación... En fin, toda esa punta de
bribones que infestan todas las ciudades, y que no lo son
menos que el que escala un muro para apoderarse de lo
ajeno, con más aquello de que siquiera este último expone
la vida en la aventura, y los otros realizan el despojo
en plena seguridad, y regularmente al amparo de los Có-
digos.
Este repugnante tipo de ladrón social es también un
generador de miseria pública. Porque no es uno el que
hay ni es uno solo el despojo que cometen. Levantan una
fortuna de algunos cientos de millares de pesos, que no
pudiendo, que no siendo capaces de levantarla lícitamen-
te, la levantan robando a su modo, y esa fortuna repre-
senta las lágrimas de muchos hogares.
Al amparo de los Códigos, sí, y lo que es peor, al amparo
o por lo menos a favor del disimulo de la sociedad, que lo
único que exige para abrir sus puertas y tender la mano
enguantada, es que las bribonadas vengan de arriba, que se
realicen cubriendo las formas, y que quien las haga vaya
bien vestido... Los pillos a que hemos hecho referencia, y
con éstos todos los demás de levita y corbata blanca, ya
irán al templo, a romperse el pecho ebetados de unción,
y caer de hinojos ante el confesonario, para salir después,
reconciliados con Dios, con una cruciforme absolución so-
bre la cabeza purificada y las manos expertas prontas de
nuevo a desplumar incautos o desesperados... Y la con-
sideración social, que tiene en ocasiones tan visibles tra-
zas de alcahuetería, se inclinará respetuosa y complacida
ante gentes de virtud tan acrisolada...
El gran capitalista es regularmente soberbio, altanero,
trata indirectamente con sus víctimas, se le ve poco, pues
para eso tiene legiones de servidores bien pagados. El
pequeño tipo del explotador público a que hemos hecho
referencia, es complaciente, es untuoso, simpático, servi-
cial, gasta bromas, gusta de las cosas democráticas y po-
pulares, lo que no impide que se arrastre al rico, es adu-
lador, es servil, en suma, un asco... La clase meneste-
rosa se ha fijado muy poco hasta hoj' en este que es su
enemigo también y muy inmediato.
Para esas gentes debieran estar abiertos los presidios.
No lo están, sinembargo, no lo están por lo defectuoso de
nuestras leyes que a veces se vuelven cómplices. Y es como
siguen haciendo dolores, haciendo lágrimas, haciendo mi-
serias.
Estos males son de los que dijimos que están en todas
partes... en todas.
Vamos a cerrar este capítulo con una gota de hiel que
sin querer se nos cae al vaso. Sí; es mucha la injusticia
social que hay; enorme el desequilibrio, espantosa la mi-
seria. .. Y el socialismo puede caber desde el punto de
vista racional en que lo predican sus mejores adeptos...
Nosotros preferimos suponerlo así, honrado y que propen-
de al bien general. Pero ¿no será que ese deseo del menor
desequilibrio posible, ese deseo de la mayor felicidad po-
sible, exista solamente en el pobre, y solamente mientras
es pobre, y que si busca por ese conducto esa felicidad,
esa justicia, es porque individualmente no la ha encontra-
do?... ¿no será que por esto es por lo único que piensa en
los demás?... ¿Será posible el caso de que un socialista
vuelto de pronto rico, siga predicando la misma doctrina,
y sobre todo la practique ?... Y si no es así, ¿ entonces
no será que todo eso, aunque muy hermoso, muy noble,
muy humanitario, y hasta no difícil dentro de cierto or-
den de ideas, no sea más que un pretexto descubierto por
el mismo hombre para ocultar su ambición meramente per-
sonal ?... ¿el deseo de su bienestar personal y nada más,
muy justo, pero que nada tenga que ver con la felicidad
ajena?...
Entonces, se nos dirá, ¿cómo es que con ese sentimien-
to de duda y pesimismo hemos podido escribir cuanto he-
mos escrito?... ¿Pero en dónde no está la duda?... ¿y
en qué no cabe el pesimismo ?... Si a pesar de ello he-
mos escrito lo que hemos escrito, es porque, dígase lo que
se quiera, hay sobrada razón para esa causa de redención y
de justicia tomada, claro está, desde los elevados propósitos
con que la predican sus más inteligentes y honrados soste-
nedores. Si a pesar de todo es sólo un pretexto..., siem-
pre preferiremos no creerlo así, siempre nos esforzaremos
por no creerlo así, ya que" es más consolador, más noble,
tomar las cosas por el lado bueno con que se las presenta.
Quizá se nos llame ilusos. No importa... No lo so-
mos tanto sinembargo. Ya sabemos que dentro del socia-
lismo ni son todos los que están, ni están todos los que
son... Ya sabemos que una doctrina de tal índole es lo
más susceptible a la mixtificación y a la intromisión de fal-
sificadores y pérfidos. Ya sabemos que si se hiciera un re-
cuento vendría a pararse en que habría que eliminar a
muchos, a muchísimos..., quién sabe a cuántos... Ya sa-
bemos que son muchos los traficantes... Ya sabemos esto
perfectamente y muchas cosas más, pero esto no quita na-
da a la justicia de la doctrina. Además, los falsos predi-
cadores, los falsos apóstoles, los falsos sacerdotes, están en
todas partes, no siendo un triste privilegio del socialismo,
por más que en éste es en donde con más facilidad pueden
caber...
Por todas estas razones, aun en nuestros momentos de
mayor decepción, de mayor duda y mayor pesimismo, aun
en los instantes en que cae dentro de nuestro vaso aquella
gota de hiel de que hablábamos antes, preferimos a la pos-
tre seguir creyendo...
Liquidemos...
Por lo que a nuestro socialismo se refiere, debe decirse
en primer lugar que no es cierto, aunque el Gral. Alvarado
lo diga así, que él dió vida a nuestras organizaciones obre-
ras de Yucatán, pues ya existían de antemano funcionando
regularmente. Suponemos que no serán dichas organiza-
ciones quienes por un espíritu de política mal entendido,
por una debilidad partidarista, por un falso concepto de
la consecuencia, sacrifiquen ese que debe ser su principal
orgullo y la más pura razón de su existencia. Caer en la
debilidad de aceptar esa intervención como explicativa de
su existencia, sería lo mismo que aceptar su incapacidad
para constituirse por sí mismas. Sería lo mismo que pro-
clamar la necesidad de la tutela, y esto sería un error
muy profundo. Sería lo mismo que ponerse al nivel del
indígena de nuestros campos, sería descender voluntaria-
mente.
En segundo lugar, que la actuación del Gral. Alvarado
en la cuestión de referencia ha enmascarado el verdadero
aspecto que debiera asumir dentro de la concepción so-
cialista, haciéndola derivar a la política, mejor dicho, a la
politiquería, que es peor, a nuestra politiquería, y para
más gravedad y mayor descrédito en momentos de deso-
rientación, en que así el éxito como el fracaso son igual-
mente posibles... Tenga en cuenta nuestro socialismo que
un fracaso político a estas horas se le tomaría muy en
cuenta..., le costaría muy caro. Cuánto más franca, cuán-
to más amplia no sería su situación en otros términos. En
una lucha política está bien que se gane o se pierda; pero
comprometerse en una lucha política en nombre de una ac-
tividad social, es peligroso. Así hizo posible el Gral. Al-
varado ese estupendo maridaje que no acabaremos de com-
prender nunca, de elementos socialistas con elementos ne-
tamente burgueses, obstruccionistas, reaccionarios, rapa-
ces, dentro de una modalidad común, la del Gobierno;
maridaje del cual no han salido el socialismo, ni las clases
pobres en general, favorecidas ni medianamente, sino todo
lo contrario, sirvió para las granjerías de los otros. Mari-
daje que asombra y que repugna al mismo tiempo, y que
desconceptúa y desnaturaliza el sentido socialista.
En tercer lugar, que si el socialismo yucateco ha dado
en algunas ocasiones motivos de alarma por tales o cuales
atropellos y desórdenes que se le achacan, no ha sido cier-
tamente por inclinación instintiva del obrero yucateco,
quien siempre tuvo muy limpias sus patentes de seriedad y
buen juicio y dentro de las cuales venía laborando pacien-
temente, pero con más seguridad.
No, no es por inclinación natural, ni es en realidad el
genuino obrero yucateco el protagonista, sino elementos
extraños, y hasta éstos han obedecido a la sugestión mal-
sana de los procedimientos alvaradistas y al contagio de
sus predicaciones incendiarias.
Quedamos, pues, en que lo que nuestro socialismo debe
a su falso Cirineo, el Gral. Salvador Alvarado es: El haberlo
hecho un instrumento de política, lo que en nuestro medio
además de ser sinónimo de división, reducción, privilegio,
etc., también significa peldaño; lo hizo sistemáticamente
agresivo y hostil, convirtiéndolo en algo así como un so-
cialismo erizado de continuo. Esa agresividad cuando es
necesaria, y algunas veces lo es, no tiene reproche, pero
cuando sin serlo se usa de ella de una manera sistemati-
zada, da en la manía o en la maldad, y no es así como se
convence de la bondad de una causa.
Ese desatentado prurito de acometividad con el cual
nuestro socialismo parecía empeñarse deplorablemente en
dar al traste con su misma conveniencia, y que no era en
el fondo sino una inoportuna ostentación de su poder,
que recibía como por acción refleja del mismo afán de
ostentación y poderío del Gral. Alvarado, tuvo su máximo
desbordamiento en las elecciones ratoneras de 1917 en que
el partido liberal si bien disputó valientemente el terreno
palmo a palmo, fué arrinconado por la mano despótica de
aquel militar... Esa victoria shiembargo costó caro al
alvaradismo, pues desde entonces comenzó moralmente a
deshacerse. Quien hubiera observado bien las cosas, y
todos la observaron, menos quizá aquellos a quienes más
les convenía observarlas, esas elecciones dieron margen a
que el partido liberal demostrara y de una vez para siem-
pre al alvaradismo del aspecto terrorífico con el que se
había impuesto aplanando los espíritus... Una vez hecha
la raspadura apareció el cobre, con lo que ese partido prestó
así un gran servicio al Estado que yacía en el suelo en
estado de coma bajo el garrote implacable de su tirano.. .
Así quedó demostrado que el terror que imponía el Gral.
Alvarado estaba en relación directa con el grado de pa-
sividad y miedo con que se le toleraba. Desde entonces
se rompió el hechizo y desde entonces también Yucatán
ha venido reaccionando.
Pero no pararon allí las cosas. El partido socialista
cometió entonces el estupendo error de creer (también lo
creía el Gral. Alvarado), que nunca jamás se modificaría
aquel ambiente. Más reflexivo, mejor aconsejado debió
haber pensado, primero que no hay nada eterno en la vida
y menos las anormalidades, y segundo que precisamente
el hecho de haberse disipado la negra pesadilla hacía más
factible una modificación. Bien es verdad que si no se
daba cuenta de que el maleficio se disipaba, menos podía
creer en un cambio. Y de ahí que persistiera locamente
en crear un estado de zozobra, es decir, en infundir recelos
y temores, en lugar de conquistarse con procedimientos
niás lógicos la opinión pública; y hay que desengañarse,
aun cuando temporalmente pueda imponerse una situación
semejante, jamás será posible sostenerla indefinidamente
ni hacer popular una causa sostenida así, pues contra ella
tiene indefectiblemente que revelase al fin el mismo instinto
de conservación, hasta el de los mismos causantes, cons-
cientes o inconscientes, de una situación semejante.
Pues todo esto lo debe el partido socialista de Yucatán
a su ángel tutelar el Gral. Alvarado, así como cualquier
desastre político o social que llegara a sufrir, y así como
también le debe el innegable cariz de extranjería con que
aparecía revestido siempre ese su empeño de acometividad
y de epilepsia.
Le dió una legislación que nada o muy poco le asegura,
orillada siempre a provocar el amparo de las leyes supre-
mas; dió margen a que suscitara la intromisión constante
de autoridades que no son las locales, a manera de previ-
sión y auxilio, y que en realidad son un dique levantado
frente a esas nuestras agrupaciones socialistas; y por úl-
timo, si no siempre, por lo menos en muchas ocasiones, las
arrastró hasta lo absurdo en cosas en que no es lícito, ni
lícito ni posible, abjurar de la capacidad.
Todo esto, fuerza es que se convenza quien no lo es-
té, perjudica y no favorece, no puede favorecer de ningún
modo, a nuestras dichas agrupaciones socialistas... En-
tonces, i qué hizo el Gral. Alvarado en favor de ellas ?...
Quizá nuestros obreros socialistas no se den cuenta de
muchas de estas cosas, y aun les enoje el que se les diga.
Todo ello es, sinembargo, en su provecho y nada más en
su provecho. Quizá no se den cuenta; primero porque
aun están, aunque así no lo sientan, bajo la alucinación
demasiado féerica del artificio alvaradista, y segundo
porque no se les ha hablado el lenguaje puro y sencillo de
la verdad, no oyendo más que la calenturienta palabra de
sus mitins, por un lado, por el suyo, y por el otro la no
menos encendida condenación de sus enemigos.
Por lo demás, cuando oímos criticar, censurándolo, a
nuestro socialismo, motejándolo de ignorancia, y compa-
rándolo a otros, no hemos podido menos que sonreir. Fue-
ra de la marca alvaradista con que se ostenta, nuestro so-
cialismo no es menos bueno ni menos malo que el de todas
partes del mundo. En los grandes núcleos de gentes for-
mados por individuos de la clase pobre, y que no tiene
por qué ser la más instruída, sino lo contrario, supuesto
que ni su condición social ni sus recursos le permiten pro-
porcionarse una ilustración eficiente, es necio pedir cosas
que corresponden a los espíritus instruídos y cultos. Sa-
ben en el caso de que tratamos que necesitan de redención
o por lo menos de mejora, porque sienten esa necesidad, no
la aprenden, y ella basta para justificar su actitud.
En todo caso en lugar de estigmatizarlas de ignoran-
cia, en lugar de hacer comparaciones inútiles, debieran em-
prender esos que así reprochan a las multitudes su pecado
de ignorancia y su inferioridad respecto a otras, inferio-
ridad que de hecho no existe, debieran emprender, repe-
timos, la más noble tarea de encaminarlas y de enseñarlas
eso que dicen que ignoran... ¿ Que no harían caso ?...
Perfectamente, aceptamos la suposición, pero de todas ma-
neras se habrá cumplido con un deber de conciencia.
Las masas populares no obran ni pueden obrar nunca
en ninguna parte por reflexión y por estudio. Son abso-
lutamente sentimentales. Obran con la pasión, no con la
cabeza, y por eso el moverlas crea una enorme responsa-
bilidad para quienes las mueven. Una responsabilidad in-
mensa, no sólo ante todos los demás elementos sociales, si-
no ante todo y sobre todo ante la misma multitud a la que
se ha movido, la cual indudable, indefectiblemente será la
primera en exigir esa responsabilidad... De ahí que esté
llena la Historia universal de ídolos arrastrados por la
misma muchedumbre y que un día antes todavía levan-
taba enloquecida de entusiasmo sobre sus hombros.
Por eso si en la anónima alma popular no es dable exi-
gir una comprensión completa y a veces ni mediana de
la doctrina a cuyo nombre se le congrega y se le ofrecen
alentadoras esperanzas, sus directores sí deben estar ca-
pacitados, deben aparecer diáfanamente vinculados a la
doctrina de la que se hacen abanderados, deben recordar
siempre su papel de guías, y comprendida y estimada esa
doctrina, exteriorizar siempre y siempre esa comprensión
y esa estimación.
El mitin no es el mejor conducto para la divulgación
doctrinaria. El mitin tiene una misión distinta, y cum-
ple con ser como es. No puede servir sino para producir
movimientos de contagio para alentar a los remisos, para
llevar calor a las almas escépticas, en fin, para sostener en
pie la causa que de otra manera acabaría por desfallecer.
Por eso, atenta sobre todo la primera condición, re-
ducir el mitin a los correligionarios es un error muy gran-
de. Debe siempre ser a puertas abiertas, y para todos, ab-
solutamente para todos, y todos, hasta los enemigos, han
de ser muy bien recibidos, pues es el primer paso a su
conquista, ya que entre los adversarios los haya acaso hon-
radamente, de buena fe, por falta de convicción.
No; el conducto de la divulgación doctrinaria no es el
mitin, y es torpe pretender que lo sea. Ese conducto es
la prensa, es el folleto, es el libro, que se leen serena-
mente y dan margen a la reflexión. Es la conferencia
dentro de la seriedad que debe caracterizarla, cuidando de
no convertirla en mitin, y junto con todo esto, los mismos
hechos, la manera de obrar de quienes se encargan de esa
divulgación doctrinaria, el ejemplo, que como es lo más
visible, es lo que más impresiona al pueblo, enseñanza ob-
jetiva de la cual saca más consecuencias del orden natural,
que son las más lógicas, que cuantas pueda sacar de la
lectura, y muchas más de las que pueda sacar de las ar-
dientes arengas de un mitin.
Si nuestro socialismo y sus directores, no están bajo
influencias extrañas y obscuras, sea para su provecho; pero
es necesario que lo demuestre colocándose en terrenos más
serios y firmes, dentro de un juicio más sereno, es-
pulgándose de todo aquello que antes lo descalifica sin
aprovecharle. Si, como parece lo más probable, está den-
tro de esas influencias, nuestro voto es que se sacuda de ellas
por innecesarias y lesivas, y porque no necesita otra influen-
cia que la que emana de la misma doctrina que dice profe-
sar, suficientemente amplia, para que sea necesario que su-
gestiones interesadas vengan a retocarla, a interpretarla a
su modo y conforme a su conveniencia, y de todas maneras
a desnaturalizarla... Y eso, y no otra cosa, fué el patri-
monio que le dejó S. Excelencia, el Gral. divisionario Sal-
vador Alvarado.
Dice un verso caraqueño:
Bolívar tumbó a los godos,
y desde ese infausto día
por un tirano que había
se hicieron tiranos todos.
Naturalmente, queda a salvo la pequeña diferencia que
hay entre nuestro divisionario, y el héroe de Carabobo y
Libertador de América... ¿Verdad, Excelencia?...
LA CUESTIÓN ECONÓMICA
Empezamos por confesar que no sabemos, que no en-
tendemos nada de finanzas, nada de Economía, nada de
Hacienda. Ni nuestra afición, ni nuestro temperamento,
ni nuestras lecturas nos han arrastrado nunca por tan
áridos caminos.
Ello no importa, pues tampoco, a lo que parece, es ne-
cesario. No somos más neófitos en esas materias que al-
gunos señores de esos que han tenido últimamente entre
las manos, no en la inteligencia, pues esto era imposible,
nuestras finanzas, y que no han tenido inconveniente en
exhibirse en nuestra tierra y en el extranjero, en copio-
sos, admirables y sugestivos discursos financistas.
Nuestro caso queda, pues, justificado perfectamente.
Es un caso de contagio, y es nuestro mejor exculpante.
Antes no nos hubiéramos atrevido a poner nuestra pluma
sobre cuestiones de esa naturaleza. Pero es que antes te-
níamos la debilidad de creer que era necesario siquiera un
poco de conocimiento en el asunto que tomaba uno a su
cargo... Error profundo. El tiempo, gran depurador de
conceptos falsos, nos redimió del nuestro... En Yucatán,
con los procedimientos revolucionarios del Gral. Salvador
Alvarado, quedó ampliamente demostrado que lo que me-
nos se necesita para avocarse el conocimiento de una cosa,
es entender algo de la misma. Y sobre todo en materia de
finanzas..., acaso por ser la más sencilla.
Pero hay algo que nos abona más todavía. Y es que
aquí sólo nos reducimos a emitir opiniones, con lo cual el
único mal que podremos hacer será a nosotros mismos, ex-
hibiéndonos como ignorantes en la materia. Nuestros pro-
digiosos financieros de la última hornada no se contenta-
ban con tan poca cosa. Iban más allá del discurso, se cons-
tituían, o los constituían, directores de nuestra vida finan-
ciera, hacían y deshacían, eran los factores, los omnímo-
dos, los insustituíbles, y se exhibían, y exhibían a Yuca-
tán, y como un pequeño sobrante lo arrastraban a la ban-
carrota y al descrédito...
Muchos años antes de Cristo, Apeles había fustigado
la audacia del zapatero criticón, con aquello de: "zapa-
tero, a tus zapatos". Las palabras de Apeles habían sido
sublimes. La raza de Adán alzó las manos para aplau-
dir... "Zapatero, a tus zapatos..." La humanidad
había encontrado en aquella simple expresión, aunque olía
un poco a curtiembre, la expresión de un dogma. Era
la consagración de la Capacidad alzada sobre los hom-
bros de la Evidencia, y fué levantada hasta lo Inapelable.
Aquellas inolvidables frases penetraron en todas las con-
ciencias, se apoderaron de todos los corazones... Eran
toda una teoría filosófica que dejaba muy abajo a los más
modernos filósofos alemanes... Recordando aquella sen-
tencia que inmortalizó a Apeles más que sus creaciones
artísticas, se sienten ganas de llorar, porque hasta enter-
necen ..., y también, en determinadas ocasiones, ganas de
reir...
Pero la Humanidad camina de sorpresa en sorpresa, y
un día gris, recibió el testarazo de ver abatido aquel dog-
ma que consideraba como verdad indestructible. El pin-
tor de Efeso pasó a la categoría de mero charlatán. Lo
de: "zapatero, a tus zapatos" pudo ser sustituído con este
otro postulado: "zapatero, a lo que sea".
No es extraño por otra parte. No otra cosa es el Pro-
greso sino la destrucción de lo que pasaba como Verdad
para ser sustituído con verdades más flamantes, y dejar
las otras relegadas a la categoría de miserables errores.
Hace muchos años la Humanidad tenía la desfachatez de
creer que la tierra se parecía a un plato. Como se ve, la
Humanidad siempre se va por algo que le recuerde la
merienda. Pero llegó Galileo y advirtió que no había tal
sino que era redonda, tan redonda como la cabeza de al-
gunos de esos de nuestros más hábiles financieros de los
últimos años. Pero con una diferencia esencial. La tierra
giraba también, y las cabezas a que nos referimos no gi-
raban.
Pues con motivo de la revolución creada en la Lógica
al venir abajo la sentencia de Apeles, nuestros financistas
más conocidos fueron enviados a cazar grillos, profesión
todavía no muy en boga en Yucatán, y nuestros zapateros
o cosa parecida a dirigir nuestras finanzas.
Además, nuestra democracia y la obra infinitamente
revolucionaria del Gral. Alvarado no permitían otra cosa.
Debían acabar con los monopolios, y es un infame mono-
polio también eso de que sólo los hombres entendidos en
una cosa sean los que la manejen, como no deja igualmente
de ser un monopolio el que sólo los zapateros puedan ha-
cer zapatos. La capacidad, si bien se examina, es un mo-
nopolio, un monopolio repugnante, y había que dar al
traste con ella.
Este spech histórico filosófico no sobra, aunque haya
resultado un poco extenso. No sobra, porque nos urge
quedar disculpados en eso de meternos en cosas que no
son de nuestra cuerda, y por ello nos hemos visto preci-
sados a exponer los antecedentes. No sobra, porque esa
es una de las cosas en que está encerrado el secreto (no
es tal secreto), que han llevado a Yucatán al estado de
ruina y miseria económica en que se encuentra.
Y esto ya va en serio. Atónitas las miradas, Yucatán
ha visto como en la contemplación de algo imposible, co-
mo se ve en ocasiones sobre la pantalla cinematográfica el
rápido desfilar de personajes inverosímiles, ha visto, deci-
mos, en sus horas de mayor amargura económica, desfilar
toda una teoría beocia para avocarse en casa y en el ex-
tranjero la solución de problemas de tal índole, que sólo
correspondía a personas expertas en esos problemas.
Ha sido un desfile heroico. Hacendados, muy señores
nuestros, que si saben mucho en eso de sus siembras de
henequén, no saben nada del tejemaneje en los mercados
en que se expende y sobre todo en horas de mayor com-
plicación. Médicos, buenos o malos, esto no importa ni
viene al caso, pues no se trata de su competencia profe-
sional, la cual podríamos hasta reconocer como intachable,
sino de su competencia en aquellos otros asuntos. Estima-
bles horteras que hasta ayer, con el mandil ceñido al vien-
tre, atendían al cliente cuotidiano. Empleados de segun-
da categoría buenos para rasca-papeles oficinistas..., ahí
iban todos, ahí iban a descifrar el logogrif o..., y a pa-
sear displiscentes por las congestionadas avenidas de la bu-
lliciosa N. York, sus nostalgias de la hamaca criolla y del
insuperable frijol con puerco...
Unas frases más en favor de nuestra vindicación. La
situación económica del Estado de Yucatán, situación de
miseria y de tristeza, ha sido generada por causas tan sim-
ples, tan a la vista, tan fáciles de entender, que no se ne-
cesita saber de finanzas, ni de economía, ni de nada de
eso, para formular un veredicto, del mismo modo que no
se necesita ser panadero para saber si el pan que se come
es pan de mesa o panqué.
Y vamos al grano. Por si acaso va este libro a ma-
nos de algún lector no peninsular, vaya un pequeño ante-
cedente. Yucatán, nuestra tierra, es un estado monocul-
tor... monísimo. Su agricultura está significada única-
mente en el henequén, que exporta en rama. Es su único
artículo de exportación. Este artículo no tiene más que un
consumidor, el mercado norte-americano. Además compi-
ten con ese textil otras fibras similares, que también con-
sume el comprador yanqui. De manera que nuestro hene-
quén tiene sobre sí todas las desventajas posibles, por nin-
guna en cambio, y por consiguiente es fundamental en
su manejo la mucha prudencia y la habilidad. Cuando no se
tiene más que un producto de exportación, y en él se finca
toda la vida económica de un pueblo, como sucede con el
nuestro, no se cuenta más que con un solo consumidor, y
además ese artículo tiene competidores, forzosamente se es-
tá siempre en la posibilidad de la esclavitud económica.
Ese peligro puede sortearse con habilidad, inteligencia, y
mucho conocimiento de la psicología del negocio. No se
necesita ser financiero para entender estas cosas. Pero sí
se necesita serlo, y de alcances, para sortear ese peligro.
Por otra parte, Yucatán necesita para subsistir impor-
tar todo lo que consume, y todo lo que consume lo importa
del mismo mercado norte-americano. De manera que bien
visto, el Estado está cogido entre ambos extremos, como
entre las dos tenazas de una tijera. Su esclavitud econó-
mica, es y siempre será inminente mientras pesen sobre él
circunstancias tan estrechas.
Y exhibido así lo que es Yucatán en su aspecto econó-
mico, vamos al cuento de las mil y una noches.
Hace tres o cuatro años poco más o menos, la situación
financiera del Estado de Yucatán, estaba bellamente em-
paquetada como una linda caja de bombones, y el Gene-
ral Salvador Alvarado, nuestro gobernante entonces, la
exhibía a la admiración universal, con el orgullo y la sa-
tisfacción con que se exhibe un objeto de exquisita se-
lección destinado a un presente... Pero quien más, quien
menos, habida cuenta de cómo se había conseguido aque-
lla caja de bombones, todos sospechaban que dentro
del divino estuche, a pesar de la artística envoltura, los
cintajos de seda, y los estampados áureos, arrinconada en
el fondo se escondía una serpiente en aceche de la hora
en que pudiera escapar para ahogar a Yucatán... La ho-
ra llegó fatalmente, se escapó el horrible ofidio, y hoy
nuestra tierra se debate en espasmos agónicos, entre sus
anillos constrictores.
La explicación es muy sencilla y ahí va ella para en-
tendimiento siempre de nuestros lectores no yucatecos.
Hay en nuestra tierra una institución llamada Comisión
Reguladora del Mercado de Henequén, cuya misión, como
indica su nombre, es regular el precio de la fibra y pro-
veer a todo aquello que tienda a crearle y sostenerle una
buena situación. Es presidente de dicha Comisión el Go-
bernador del Estado, quien tiene facultades de remover
d Consejo de Administración de la Reguladora y vetar sus
acuerdos.
Vestido de omnipotencia pisó tierra yucateca el afor-
tunado Gral. sonorense, después de sus históricos triunfos
de armas de Pocboc, Blanca Flor y Halachó. Hasta en-
tonces la Reguladora funcionaba libremente. Un úkase
fulminado a raíz de la llegada del invicto divisionario
obligó a los hacendados yucatecos a. no entregar el hene-
quén que producían, sino única y exclusivamente a la Co-
misión Reguladora.
Armado de estas armas de innegable contundencia, ar-
mado como un caballero medio-eval, el militar gobernante
se presentó a la liza y sus heraldos publicaron al son de
trompetas áureas el reto singular. Ese reto no era a otro
que al consumidor norte-americano, el cual entendiendo
poco de eso de caballerías y justas, se sonrió irónicamente,
guiñó un ojo, y dejando llegar al paladín se le dió desde
luego por vencido, rodilla en tierra, sin lanza y sin rodela.
Bajó el caballero vencedor, hincó sobre el vencido la lan-
za en actitud de traspasarle el pecho, y un inmenso clamor
se levantó de todas partes proclamando la victoria del pa-
ladín insuperable... Los heraldos sudaban, jadeaban,
trompeteaban...
Lo que en romance vulgar quiere decir que: La guerra
europea presentaba la mejor coyuntura para obligar al con-
sumidor a todas las exigencias. Facilitaba la mayor hos-
tilidad en el precio. El yanqui tenía que quedarse con el
textil o resignarse a pagar lo que al Gral. Alvarado le
diera la gana. Optó por esto último, pues no en vano la
necesidad tiene rostro de hereje. El dogal se le había echa-
do al cuello y el lazador apretaba, apretaba... El rubi-
cundo mercader aceptó el lazo, pero desde entonces preparó
el puño para quebrantarnos los huesos apenas pudiera.
Y vino el oro. Fué entonces aquella orgía de dóllares
la cual para lo que menos sirvió fué para preparar una
buena situación a Yucatán, en previsión de muy probables
días malos. Hubo un derroche salomónico. Surgieron co-
mo por obra de encantamiento otras vastas empresas, crea-
das y alimentadas con fondos de la Reguladora, pero aje-
nas a ella sinembargo, y un sólo grupo, un sólo grupo de
individuos, lo cual es harto repugnante en todas partes, se
dió al manejo de todos, absolutamente de todos los nego-
cios... ¿Qué opina de esto nuestro flamante socialis-
mo ?... Aquel grupo era un grupo de burgueses, desde
la coronilla a los juanetes... ¿ Qué os parece, mis queridos
socialistas ?...
Y fué el ir y venir de Yucatán a N. York, y de N.
York a Yucatán, con representaciones, comisiones, delega-
ciones, agencias, etc. y los viajes dispendiosos, y las ofici-
nas y las más dispendiosas propagandas. Y fué entonces
aquel enseñar las cajas de la Reguladora preñadas como
un vientre fecundo de áureas monedas. Y fué cuando apa-
reció la teoría beocia...
Pero ¡ oh! mutabilidad de las cosas humanas... Ter-
minó la guerra. Y así como los beligerantes empezaron a
tornar a sus hogares, así los dóllares fueron tomando tam-
bién camino de la repatriación, y otros caminos... En
las cajas de la Reguladora se inició un pasmo como en un
vientre enfermo. Se hizo enjuto... La anormalidad ha-
bía pasado. La hora había llegado... El consumidor ame-
ricano se sacudió, botó al jinete con lazo, espuela y todo,
repartió de coces, y bajo la pata inmisericordiosa aplastó
a Yucatán... Comenzó el calvario.
Lo que ocurría tenía también una muy fácil explica-
ción. Todo lo que ha pasado en la cuestión económica es
sumamente fácil de explicarse como irá notando el lector.
El yanqui apenas pudo puso en práctica el bíblico pro-
verbio de '' ojo por ojo y diente por diente..." El con-
sumidor se armaba con armas contundentes y sin impor-
tarle quién se las había hecho sino a quién había de co-
brárselas, fué él entonces quien echando sobre nuestra
malaventurada tierra el dogal asfixiante comenzó a apre-
tar. Al yanqui no le importan justas ni torneos, él no en-
tiende de aventuras caballerescas, él sólo entiende su ne-
gocio..., y sin las faramallas de épica contienda, sin he-
raldos que retasen en su nombre, ni trompeteos ensorde-
cedores, tiró a nuestro paladín, el cual en final de cuentas
vino a quedar maltrecho como D. Quijote, en la ridícula
apostura en que quedó después de la paliza de los bata-
nes. .. Pero lo malo es que el paladín cayó desde las cum-
bres de la gloria, pero Yucatán fué quien sufrió la tritu-
ración de los huesos.
La caída, como decimos, comenzó rápidamente; fué a
grandes saltos, botando no de escala en escala, sino sal-
tando tramos. El henequén se dejó de vender, es decir, se
dejó de comprar o se empezó a comprar a precios cada
vez más bajos... Se prefirió entonces no vender, en es-
pera de una reacción saludable, y como se dejó de ven-
der, y se seguía produciendo, vino la acumulación, y la
mayor imposibilidad consiguientemente, de alcanzar esa
reacción. Se presentó la crisis. Una crisis sin precedente.
Y parece imposible, ya así las cosas, todavía se insistía en
la desatentada actitud de hostilidad para el que nos te-
nía ya agarrotados entre sus manos... La teoría beocia
estaba a la obra... Ya veces parecía como que le conve-
nía que así estuvieran las cosas.
Es claro que la contingencia de la guerra había sido
admirable para manejar el henequén en la forma de vio-
lencia con que fué manejado por el GraT. Alvarado y sus
sirvientes de carpeta, hasta reducir al consumidor ameri-
cano a lo último, hasta arrinconarlo, poniéndole la rodi-
lla sobre los pectorales, pero también es claro como la luz
de los días más claros, que un ojo más experto, un pensa-
miento capacitado para ver siquiera un poquito más allá,
una mediana inteligencia, hubieran recordado todas las
circunstancias que concurren como enemigas para hacer
del henequén un artículo de peligroso manejo en su es-
peculación con el mercado norte-americano..., y no hu-
biera tratado como enemigo, y explotando una situación
de implacable necesidad como la creada por la guerra, pre-
cisamente a quien era fuerza tratar como amigo, o sim-
plemente como comerciante. No por razones de simpatía,
pues nunca ha habido ni hay para qué, sino sencillamente
por razones de conveniencia comercial, como se tratan en
el comercio todas las cosas. Si nuestras condiciones hu-
bieran sido otras, si no fueran de tal naturaleza, y ya las
hemos explicado, que nos permitieran no estar a merced
del yanqui, sino movernos siempre en cualquier circuns-
tancia libremente, entonces nada habría que decir... Pe-
ro es criminal que por echarse vientos de gloria, ínfulas
de topoderoso... y por otras cosas, en que, como siem-
pre, aparece la política, se arrastre a un pueblo, como se
ha arrastrado al de Yucatán, al abismo de penuria a que
fué arrastrado.
Ahora bien, pueda que el Gral. Alvarado no se hubiese
dado muy cabal cuenta de la situación que se estaba in-
cubando cuando la incubaba en aquellos tiempos de la im-
premeditada hostilidad al consumidor americano. Y deci-
mos esto, porque al Gral. Alvarado no podía suponérsele
ya no un acabado, pero ni siquiera un mediano conocimien-
to, del aspecto económico de nuestra tierra y de sus di-
versas modalidades, entre las que hay que contar la ma-
nera de tratar la cuestión henequenera en el mercado ex-
tranjero, y menos aun cómo debía tratarse en aquellos
días. Primero, porque no se avienen mucho las funciones de
las armas con las funciones financistas, y en segundo lugar
porque acababa de llegar a nuestra tierra. Pero si cabe
suponer todo esto en el Gral. Alvarado, suponiendo que
al principio obró por desconocimiento de causa, y después
por sus impulsos de soberbia y engreimiento, cosas de que
padece en alto grado, no cabe suponer lo mismo de todas
las personas que lo acompañaron en aquella deplorable ta-
rea, y si no de todas, por lo menos de algunas, porque al-
gunas, a pesar de toda la ignorancia que pueda suponér-
seles, sí podían, siquiera por el hecho de ser yucatecas,
tener un poco más de conocimiento de las cosas de su
país... Para nosotros estas personas son más respon-
sables.
No es posible suponer que el Gral. Alvarado hubiese
obrado sin consejo en cosas que le eran tan desconocidas.
Entraba al manejo de una situación extraña para él en
todo sentido, esencialmente extraña hasta en sus detalles
más pequeños. Y si esto es así, aun suponiéndole condi-
ciones para un caso que ya de suyo le era difícil, ¿ cuánto
más no será recordando, que no tenía tales condiciones,
hasta entonces al menos, pues no sabemos que antes el
Gral. Alvarado se hubiese dedicado siquiera temporalmen-
te a asuntos de semejante índole ? La consecuencia es, pues,
implacable.
Como Yucatán ya va siendo la tierra de las anomalías,
la península es el único punto de la República mexicana
que hasta la hora en que escribimos estas líneas no cuen-
ta moneda metálica, resultando el más peregrino ca-
so que conocemos, de una entidad federativa no sujeta
a la unidad monetaria de la Nación. Cuenta en cam-
bio con un papel moneda emitido por la Comisión Re-
guladora del Mercado de Henequén, expedido para ser con-
vertible a su presentación al tipo de 50 es. dóllar por peso
papel, y así fué durante algún tiempo... La converti-
bilidad de ese papel y en esas condiciones estaba asegura-
da con la venta del henequén. La labor desastrosa del
Gral. Alvarado y de sus muy ilustres seides creó la si-
tuación difícil que ya bosquejamos, entre el productor y
el consumidor. Este decretó nuestra muerte en son de
revancha por la presión de que se le hizo víctima. Podía
ya hacerlo. La guerra europea había terminado, las nece-
sidades ya no eran ni son las mismas, se las había arre-
glado en lo posible con otras fibras. Quería, y quiere, en
suma, arrastrarnos al abismo. Este designio del consu-
midor americano quedaba expedito también con las gran-
des acumulaciones de henequén. Y vino, es claro, la baja
rápida, implacable, la venta a precios irrisorios, y con ello
la depreciación del papel de la Reguladora, y por último
la no expedición de giros.
La consecuencia ha sido la que todos esperaban. La
paralización en los negocios, la depauperización del Esta-
do, la angustia económica en su más alto grado, la crisis
como nunca, el encarecimiento de la vida a alturas insos-
pechables, la postración de la agricultura, la desespera-
ción del comercio, la agonía de las industrias, el descré-
dito en el exterior, la desconfianza por todas partes, en
fin, la debacle.
A esto le llama el Gral. Alvarado haber librado a Yu-
catán del monopolio y los trusts extranjeros, y a esto lla-
ma haber dado a Yucatán la libertad económica, y haber
creado la prosperidad del Estado, y le llama nivelación
económica, y la verdadera independencia de la industria
henequenera...
Aquí no hay suposiciones. Los hechos están a la vista.
Vaya quien quiera a Yucatán y véalo. Las palabras so-
brarían, pues, para negar tales extremos. Pero, repeti-
mos, no es el Gral. Alvarado ni el único ni el más res-
ponsable.
Porque lo más grave es que el Gral. Alvarado vinculó
una dinastía. Trató al Estado de Yucatán enteramente
como un feudo, en que fué, él lo sabe muy bien, dueño
omnímodo de vidas y haciendas. Trató a Yucatán como
una finca de campo, y a sus habitantes en la misma for-
ma o peor que los terratenientes a sus jornaleros. Ase-
guramos que peor. Al retirarse, pues, el Gral. Alvarado
(se retiró cuando todavía no fructificaba su obra), la dejó
en herencia. Y no al gobernante actual que será también
una víctima, sino a la corte áulica que se había formado
y que remató la gran catástrofe.
Se ha creído en Yucatán que la cuestión de la perso-
nalidad influya en hacer menos tirante la situación, y al
efecto todos los empeños se pusieron en conseguir la re-
nuncia del Consejo de la Reguladora, espejo del Gral. Al-
varado ... Nosotros no lo creemos así. Si así fuera la si-
tuación tendría un porvenir menos sombrío. Suponer tal
es desconocer la psicología del comerciante, y sobre todo
del comerciante norte-americano, convenenciero como el que
más. Una sonrisa amable o un gesto avinagrado de ese co-
merciante, no significan nada para la situación. Con o
sin la sonrisa nos habrá de detentar. Habrá de aprove-
charse de una situación creada de antemano, y la apro-
vechará en su sólo y en su mayor beneficio. Ese comer-
ciante habrá de explotarnos como sea, con la mano abier-
ta sobre nuestros hombros como una caricia, en gracia a
que sean amigos los que vayan a tratar con él, o con la
punta de la bota sobre nuestra cerviz si todavía viera en
quienes con él traten a aquellos que lo presionaron hasta
obligarlo a todo. Pero habrá de explotarnos...
La situación creada por el Gral. Alvarado en la cues-
tión henequenera la compararíamos a una de esas máquinas
infernales preparadas por medio de una hábil combina-
ción cronométrica para hacerla estallar a hora determi-
nada. Esa máquina se colocó dentro de un cesto de rosas,
pero el sol avanzaba sobre el meridiano..., el tiempo co-
rría, la hora llegó y estalló a pesar de las rosas entre las
cuales estaba oculta, regando la destrucción sobre el suelo
yuca teco.
El viejo Consejo de la Reguladora, hechura del Gene,
ral Salvador Alvarado, y que parecía tener un asiento de
basalto, que desafiaba briosamente todas las rachas, se
cambió al fin, muy a últimas fechas, en momentos en que
cerrábamos este libro, tanto es así que este párrafo es un
añadido. Se cambió porque el peso de la opinión pública
ya era tan formidable, que de no haber sido así, segura
mente se hubiera provocado un conflicto... Es muy lau>
dable, pero insistimos en creer que por más eficiente, poi
más capaz, por mejor intencionado que se suponga al nua
vo, poco habrá de influir para conjurar una situación ya
irremediable. El mal ya estaba hecho... Bien visto el
nuevo Consejo no ha recibido entre sus brazos sino un ca-
dáver. .. El nuevo Consejo tiene, sinembargo, una misión
que cumplir y es imprescindible que la cumpla. El de de-
nunciar a la faz pública, ante el pueblo yucateco y ante
la Nación toda, todo lo que de turbio encuentre en el ma-
nejo de la situación económica del Estado de Yucatán
durante estos últimos años. De no hacerlo así, esos nuevos
Consejeros no han debido aceptar.
Hasta hace algunos meses, ese cambio en el Consejo de
la Reguladora hubiera tenido acaso alguna eficiencia.
Hoy viene a hacer el papel un poco lúgubre de sepultu-
rero. En realidad, el antiguo Consejo dió una prueba de
rara habilidad. Aguantó incólume la parada; resistió el
vendabal; sufrió la granizada de ataques y dicterios...,
sufrió todo, y cuando consideró llegada la hora, cuando
entendió que ya no se podía más, cuando vió que irremisi-
blemente el enfermo se moría, entonces..., entonces cedió,
entonces lo soltó en las manos que hacía tiempo se ten-
dían afanosas e iracundas... Hoy podrá decir que el en-
fermo no se le murió a él, sino a los otros. De un brinco
quedó, pues, del otro lado, dejando en el puesto en la hora
peor, en la hora de la hipercrisis, y cuando ya no hay re-
medio alguno al nuevo Consejo, flamante, muy flamante,
pero reducido al papel de sacasillas... Naturalmente, hoy
las exigencias públicas se volverán contra los nuevos Con-
sejeros, quienes no es difícil que lleguen a resultar víc-
timas. .. (1).
Es claro que las circunstancias, el hecho de haberse
concluído la guerra, vinieron a ser factores muy favora-
bles a ese consumidor para imponerse sin cuidar de nues-
tra suerte, y es claro que esas circunstancias las hubiera
(1) Como hemos advertido, los acontecimientos se precipitan
en nuestra tierra. Ya comenzado el tiraje de este libro nos llega
la nueva de que la Comisión Reguladora ha entrada al fin en estado
de liquidación. Lo dicho; los antiguos Consejeros no hicieron sino
entregar un cadáver... No se le ha enterrado hasta en los momen-
tos en que escribimos esta nota... Pero ya está en depósito. De
todas maneras es harto deplorable la desaparición de ese organismo
que manejado disttintamentte a cómo se le manejó hubiera sido un
gran factor en la vida económica del Estado de Yucatán.
aprovechado de todas maneras. Pero también es claro que
si la política seguida por el Gral. Alvarado y su magnífico
cónclave hubiera sido otra, hubiera sido de más pruden-
cia, de más previsión, dejando las actitudes heroicas y de
reto para los campos de batalla, esas circunstancias que se
alzan hoy en contra de Yucatán, serían menos, no exis-
tiría esa atmósfera de revancha y resarcimiento desde cu-
yo punto de vista quiere moverse el consumidor, y se mueve
en efecto...
Además, y téngase en cuenta para poder estimar me-
jor el daño hecho a la agricultura yucateca, esa presión
ejercida sobre el mercado norte-americano dió margen a
que los consumidores derramasen la vista hacia otros ho-
rizontes, y en previsión de nuevas exacciones se ocupe, co-
mo se ha venido ocupando, en provocar en otras partes la
plantación de henequén, tendiendo visiblemente a sustraer-
se de la necesidad del mercado yucateco para abastecerse.
La herencia que nos dejó en este sentido el Gral. Alvara-
do y sus áulicos no podía ser peor.
Por último, toda esa serie de cosas dió margen a que
se trataran y ventilaran en tribunales de los Estados Uni-
dos, en tribunales extranjeros, estos mismos asuntos que
/io debieron de haber pasado nunca del seno nacional, dán-
dose así el muy lastimoso caso de que veredictos de auto-
ridades extranjeras, en tierras extranjeras, vinieran a pe-
Bar sobre asuntos enteramente nuestros, con mengua de
nuestras instituciones y mengua de nuestro nombre de ciu-
dadanos de una República libre. Desde este punto de vis-
ta nunca tendremos frases suficientes para condenar el
que se nos haya arrastrado a extremo tan lastimoso.
Planteada ya la angustiosa situación, frente al pro-
blema sombrío, frente a la interrogación implacable, era
de esperarse, pues así lo ordenaban imperativamente, la
necesidad, la discreción, la conveniencia, y sobre todo la
suerte del mismo Estado, que siquiera entonces se diera
paso a la capacidad, al desinterés, al sacrificio, a la abne-
gación, y algo, siquiera algo de amor al nativo terruño,
para esforzarse en salvarlo del naufragio.
No fué así... A través de la distancia y del tiempo
seguía pesando la influencia invicta... Había quedado
flotando en el ambiente... No de otra manera rige a ve-
ces un organismo una influencia atmosférica.
No fué así, nó... La capacidad siguió descartada, y
parecía estarlo para siempre, quizá por inútil..., quizá
por inconveniente. El desinterés, el sacrificio, la abnega-
ción, también parecían haber escapado y para siempre...
Diógenes desconsolado había apagado su linterna, y acu-
rrucado en su tonel, su calva, vista desde arriba y empe-
queñecida por la distancia, parecía una reluciente moneda
de plata.
Entretanto la situación llegó a parar en algo así como
un stadium de Juegos Olímpicos en que dos bandos con-
tendientes se*enseñaban los puños y se preparaban a des-
quijararse. De un lado los que ciertamente reclamaban lo
suyo, Asociación de Hacendados... Del otro el rebelde,
armado de la hasta entonces influencia benéfica... Comi-
sión Reguladora...
Entretanto Yucatán se debatía presa de asfixias mar-
tirizantes ... Pero aun había esplendores para iluminar-
las. Aun habían oficinas fastuosas, con presupuestos dis-
pendiosos como listas reales, y los viajes..., los viajes in-
cesantes de la caterva homérida... Sobre su espalda mo-
vible como una inmensa jalea, el golfo mexicano sentía el
jaleo, el paso casi semanalmente de los Inmortales.
Yucatán se debatía... Y mientras, por otros caminos,
los denunciadores de la situación, los acusadores de los
otros, emprendían bravas romerías a la capital histórica,
estableciéndose así como un carrousel pintoresco, sobre las
azules ondas del mar que reían locamente... Iban (no
las olas), cargados de legajos, denuncias, explicaciones y
gestos fieros en pos de la enceguecida Thémis raptada por
Mercurio, a sacudir el sillón presidencial, a argüir ante
nuestro Ministro de Cuentas, a encrespar oleajes de tem-
pestad en la prensa nacional, y a inflar querellas ante los
más altos tribunales de la Nación... Después volvían, co-
mo la paloma del arca, con una rama verde como la espe-
ranza, en el pico de ámbar.
Y Yucatán se seguía debatiendo... Se sigue debatien-
do. El personal, en fin, ha cambiado. Pero la situación
no. Era, como hemos dicho, una situación hecha ya. Hay
casos en que los médicos llegan nada más que a librar el
certificado de defunción... Tal el punto a que ha llegado
nuestra triste tierra... Tal el punto a que se la ha con-
ducido ... Tal el punto al que se le venía conduciendo
desde hace tres años o más... El lecho de Procusto.
Al calor de la cámara mortuoria de Yucatán han sur-
gido como al calor de una incubadora, con la diferencia
de que en ésta es calor de vida, y en nuestro caso ese calor
lo producen los cirios y los blandones, han surgido o se
han acrecentado algunas buenas maneras de «vivir... Pa-
ra pagar un responso al muerto habrá que ir a empeñar
su misma mortaja... Lo llevarán sobre sus hombros, ca-
mino del cementerio, aquellos de sus hijos que aun tienen
corazón, y afortunadamente los hay... Y de vez en cuan-
do la afligida caravana se detendrá, atónita, para oir cómo
en las ráfagas del viento vienen, en ocasiones, los ecos de
los festines...
La epopéyica salvación, manumisión, nivelación, libe-
ración, redención económica de Yucatán, la llevó a cabo,
según dijo, el Gral. Alvarado sobre la base de destruir el
monopolio extranjero o sea el del acaparador norte-
americano, que estaba representado por su agente D. Ave-
lino Montes.
Aun sin querer, fuerza es referirse a esto, pues el mis-
mo General lo hace necesario así para quien como nosotros
examina su actuación, y hace que así sea, decimos, por-
que ese aspecto de la cuestión le sirvió de base y centro
para sus desmesuradas campañas económicas. En todos
sus actos, en todos sus escritos, hacía sonar, resonar, y
ralver a sonar hasta lo infinito al Trust, al Ogro, y a la
Casta Divina.
Pero apenas sí haremos referencia a estas cosas. Ade-
más no será necesario que seamos nosotros quienes las ha-
gamos. Sobran ya quienes las hagan... Eso ha conse-
guido el Gral. Alvarado.
Ha pasado el tiempo..., las luminarias de pirotecnia
se deshacen..., los oropeles se los lleva el viento... La
función termina... En el escenario asoma un payaso que
haciendo una mueca dice al respetable público: "La co-
media e finito..." Los espectadores se retiran silencio-
sos, cabizbajos..., acaso más de un episodio los ha hecho
ílorar... Sobre el escenario pasa como un soplo de deso-
lación... Han quedado sobre él trajes de fantasía desco-
sidos y sucios, tela barata imitando túnicas y mantos rea-
les..., coronas, cetros y doseles de cartón..., joyas de es-
taño y cobre..., se acabó el ensueño... La realidad de
la vida entrando a ejercer su misión habitual nos da sobre
la nuca un formidable golpe para que despierten los que
aun siguen durmiendo... Y con la realidad vienen ráfa-
gas de añoranza...
. La decoración es encantadora... En ocasiones la línea
del Malecón, sinuosa como las curvas de una mujer guapa,
frente a la maravilla del mar azul y cantante... A veces
bajo los árboles del Prado, cerca de los gorriones que pían
y los niños que alborotan en la tarde dulce y clara, mien-
tras en los bancos de mármol parejas de enamorados se
cambian los alientos entre cálidas promesas de besos y po-
sesiones. .. A veces a través de los repartos pintorescos,
por las blancas y anchas avenidas flanqueadas de árboles,
por entre los caseríos de tejas rojas o historiados mirado-
res, los boscajes verdinegros, las palmas pensativas y susu-
rrantes, y los jardines en flor... A veces entre el ajetreo
de un café elegante, mientras la orquesta toca Los Cuentos
de Hoffman o una danza criolla, y mujeres bellas y fas-
tuosas embrujan con sus ojos negros...
Y una voz confidencial, una voz confesadora, ayer una,
noy otra, mañana será otra, nos saca de pronto del ensi-
mismamiento que nos producen estas cosas bellas y vo-
luptuosas, para hilvanar una amarga charla. Esa voz tiene
inflexiones delatoras. Es triste, es temblorosa, a veces fie-
ra..., pero siempre delata la inconformidad... Esa voz
tiene dejos del terruño amado, tanto más amado cuanto
mas abatido... Esa voz es la de un conterráneo amigo,
hacendado a veces, otras no importa lo que sea, el caso es
que viene de allá...
Y esa voz cae al fin en el recuerdo, y del recuerdo da
en la confidencia. Nada más natural... Y viene, quién
lo creyera, el rememorar los tiempos de la Casa de A.
Montes, tan combatida entonces, hasta de nosotros mis-
mos, en los periódicos de la época, por entenderse que
obligaba a los productores de henequén a todo lo más en
sacrificio, sin conseguir de los consumidores todo lo más
en precio... Y se abren paso las comparaciones, y hasta
más de una vez hemos oído la reflexión siguiente: " El Ge-
neral Alvarado hizo al fin lo que se quería que hiciera Mon-
tes..., y nos ha hundido... " (textual). Y oímos la voz que
dice que a pesar de los pesares nunca se había presentado en
Yucatán una situación semejante a la actual..., y etc.,
etc., etc.... Y viene el comparar épocas, y el comparar
monopolios. Y oímos asombrados lo que hace años hubiera
sido imposible oir... Oímos hablar de un monopolio de
carácter meramente comercial, que nunca llevó a Yucatán
por el actual camino de desolación y muerte... Y luego
oímos hablar del otro, del alvaradista, impuesto por la ley,
¡ qué aberración! y sostenido con la espada y el fusil y ade-
más con la constante diatriba, la constante humillación al
gremio... ¡ Oh!... hay cosas que parecen imposibles y
que sólo porque las oímos y las presenciamos las creemos.
¿ Será posible que el Gral. Alvarado se haya convertido
de hecho, aun contra todo el torrente de su voluntad, en
un justificador de la Casa de A. Montes ?... ¿ Será posi-
ble que al final de cuentas, y de tanta alharaca, haya venido
con sus procedimientos a dar la razón a los procedimientos
de la Casa de A. Montes?... ¿Se esperaba nada parecido
el Gral. Alvarado ?...
Y escuchamos, seguimos escuchando las dolientes con-
fidencias, descubriendo a través de ellas extrañas y nebu-
losas psicologías.
Y ambos inclinamos la cabeza... Nuestro acompañante
para soportar mejor el asalto de los recuerdos implaca-
bles ..., nosotros para abismarnos en reflexiones sombrías,
sobre nuestras cosas, sobre nuestras gentes, sobre nuestro
pasado, nuestro presente y nuestro porvenir...
Cuanto ha pasado vincula una lección que la realidad
de las cosas nos ha impuesto y que sería imperdonable el
no atender y más aun, el olvidar... Yucatán se ha deba-
tido entre dos extremos... La enfermedad más que en
ninguna otra parte, la lleva en las entrañas y no
en la piel. Los trances últimos han sido admirablemente
experimentales... Ha sucedido que en realidad la esen-
cia de su esclavitud económica radica en las mismas pe-
ligrosas condiciones que concurren en el henequén, con re-
lación a su venta. Radica en eso de ser el único producto
que exporta Yucatán. Radica en eso de no tener en cam-
bio más que un consumidor, y el más comerciante de todos
los comerciantes, el menos sentimental, el más negociante.
Radica en que ese nuestro único producto que tiene un
solo consumidor, como si ya esto no fuera bastante, tiene
también similares que lo compiten. Radica en todo eso...
El monopolio que haya existido o que exista en lo fu-
turo no hará otra cosa sino aprovecharse de esas circuns-
tancias, cosa lógica, hay que desengañarse, cosa muy na-
tural, irremediable en todo comercio, pues los comercios
no son tratos de amor sino de pura conveniencia. Esta
estará siempre donde las circunstancias la favorezcan.
Realmente el monopolio siempre lo hemos tenido encima
y lo seguiremos teniendo mientras las circunstancias no se
modifiquen. El aspecto personal es el de menos... Cuan-
do en ocasiones como en el caso del Gral. Alvarado se ha
podido imponer a voluntad el precio en la fibra, se ha po-
dido hacer así no por el hombre, no por la Reguladora,
sino por la anormalidad del momento dado. Pasadas esas
condiciones el desengaño vino pronto.
Por tales desfavorables condiciones Yucatán estará
siempre avocado a esa esclavitud económica cuya forma
puede ser más o menos dura, según los tiempos, pero ha-
brá de soportarla siempre que se presente al consumidor
yanqui ocasión de hacérsela soportar... Es de temerse
que de hoy en adelante esas oportunidades sean más fre-
cuentes, y ese es el mal más grave que a nuestro entender se
ha inflingido a nuestra tierra.
Porque aquellas condiciones ya de suyo muy malas y
muy peligrosas, han empeorado porque se ha dado oca-
sión a que el mercado americano las empeore, buscando
con más ahinco que nunca el fomento del henequén en
otras tierras.
Es indiscutible, como asentamos en otro lugar, que cir-
cunstancias especiales vinieron en esta vez a crear a la
situación un carácter de aguda violencia, y la decisión en
el comprador yanqui de hundir como nunca en Yucatán
la garra... Se dió lugar a esa violencia y a esa decisión.
Eso fué lo punible, lo condenable..., esa fué la mala
obra... Pero de todas maneras quedó demostrado que ese
comprador pudo hacerlo, y que si antes no lo hizo fué por
la guerra mundial y de ninguna manera por la actuación
de la Reguladora. Pero ni hay guerras todos los días, ni
menos es de esperarse que diariamente estén comprome-
tidos los Estados Unidos en alguna guerra... De ahí tam-
bién la mixtificación que el Gral. Alvarado ha querido ha-
cer de su obra, adjudicando a su labor el haberse con-
seguido aquellos muy altos precios cuando la guerra. Na-
da más falso. Nada más audaz como el afirmarlo. Nada
más necio que el creerlo...
No; nunca podrá Yucatán hacerse fuerte económica-
mente con sólo querer o sólo exigir. Es necesario crearle
a su producción las condiciones indispensables para fun-
dar sobre ellas la fuerza, la exigencia, la imposición o si-
quiera la conveniencia del Estado... Es iluso, muy iluso,
muy absurdo, esperar que la venta del henequén no se
trate comercialmente, sino desde el punto de vista de cier-
tas consideraciones y contemplaciones.
El comprador no averiguará lo que cuesta al hacenda-
do la producción de su henequén para pagársela en forma
que le deje la utilidad que el hacendado desee o crea justa
tomando en cuenta el costo de la producción. Así sería
si se invirtieran los papeles, o por lo menos si ambos ele-
mentos estuvieran en las mismas condiciones. Entonces
vendría el arreglo equitativo. Pero si no es así el compra-
dor ofrecerá lo que crea conveniente y nada más. Si está
en la posibilidad de no variar su oferta habrá de impo-
nerse al cabo, si el hacendado en cambio no está en posibi-
lidad de no dejarse detentar.
Puede que la voluntad de ese comprador lo lleve algu-
na vez por las buenas a pagar lo que se le pida. Pero no
debe confundirse un hecho que se realiza por la mera vo-
luntad, con el que se realizaría mediante la imposición de
las circunstancias favorables, y permanentes, no ocasiona-
les, que se creasen al henequén. Lo primero nunca sería
una base. Lo segundo sí.
Parécenos que la redención de esa esclavitud sólo es
dable buscarla procurando a la fibra yucateca nuevos mer-
cados, varios mercados. En poner cuanta energía es po-
sible en manufacturar en el mismo Yucatán el henequén.
En ninguna parte del mundo se comprendería el por qué
no se hace así. Y en procurar el fomento de nuestra agri-
cultura en los otros ramos, siquiera sea para hacerla pro-
ducir lo que nuestra misma tierra necesita para vivir, co-
sa no imposible, aunque se diga lo contrario o se aparente
creer, por cuanto que en otros tiempos, con menos medios,
con menos adelantos en la perfección de los instrumentos
de labranza, pudo hacerse... Dice el refrán que la ava-
ricia rompe el saco... Sí, el henequén ha dado más que
nada, pero pueda que ya no siga dando lo mismo... Pue-
da que se rompa el saco al fin...
Si no se hace así, acaso el tiempo nos haga despertar,
pero demasiado tarde. Acaso se ha concluído una época
para comenzar otra... Quizá el henequén ha recorrido,
como todo en la vida, el ciclo que le correspondía como
magnífico negocio. Vea con la imaginación quien quiera
ver la perspectiva a través del tiempo... Vea ya cose-
chándose en otros lugares grandes plantaciones de hene-
quén, y a eso se va, no hay duda, no debe dudarse, es pre-
ferible que no se dude, aunque no resultara así, milagro-
samente ... aunque así no fuera debería obrarse como si
hubiera de resultar así.
Ya sabemos que cuando se han expresado estos temo-
res, pues se han repetido en múltiples ocasiones, se ha res-
pondido con un maravilloso optimismo, que para que eso
sea se necesita tiempo, porque el henequén desde que se
siembra hasta que produce necesita tiempo y tiempo lar-
go. Esto del tiempo largo es relativo. Cinco, ocho años
no es un tiempo largo si ha de transformarse en ellos la
vida económica de un pueblo. Más que fuesen no es un
tiempo largo. Además, eso es suponer que hoy todavía
han comenzado esas siembras. Y por último eso es resig-
narse a asegurar el porvenir de Yucatán sólo por un tiem-
po más o menos corto.
La riqueza de Yucatán, una riqueza como la suya ba-
sada en condiciones tan peligrosas como las ya apuntadas,
y las cuales la han caracterizado hasta hoy, tiene que ser
falsa, en cuanto que más o menos tarde un soplo más o me-
nos fuerte la puede echar al suelo como un castillo levan-
tado sobre arena.
Del mal recibido extraigamos el bien posible aprove-
chando la experiencia. Si se hace así será cosa de dar las
gracias al Gral. Salvador Alvarado por habernos puesto en
el caso de abrir los ojos, aunque nos los haya hecho abrir a
golpe limpio.
UN POCO DE PSICOLOGIA DEL GRAL. AL VARADO
No juzgaríamos completo este trabajo si no nos detu-
viéramos por un momento a examinar, lo más brevemente
que nos sea posible, la causa determinante de los más ca-
racterizados actos que el Gral. Salvador Alvarado ejecutó
en Yucatán, o por mejor decir, el carácter que dió a esos
actos. Porque además de la causa inmediata en cuyo nom-
bre los realizó y que fué la revolución, existe otra, no pre-
cisamente de los actos en sí, sino de la forma en que fue-
ron realizados, esto es, la causa subconsciente que los mo-
deló y les dió aspecto.
Este punto es de sumo interés tratándose del General
Alvarado, porque, sea lo que sea, no es un cualquiera. Tie-
ne rasgos propios demasiado acentuados para que pueda
confundírsele entre el montón humano.
Tan propios, tan especiales, tan clasificados que bastan
algunos de sus actos para haberse podido formular poco
tiempo después de haberse hecho cargo del Gobierno, una
definición segura de su carácter, de su temperamento, de
su idiosincraeia, en fin, de su psicología.
Hay quienes lo califican de ignorante. Ello es falso de
toda falsedad. Está muy lejos de ser un ignorante, y aun
sus hechos que parecerían justificar esa aserción, si se les
examina bien, se les encontrará otra causa. Además, a
través de sus escritos se descubre fácilmente que es hom-
bre que ha leído. Pero no sólo no ha sabido digerir sus
lecturas, sino que las ha querido amoldar de golpe y po-
rrazo en ambientes y en hombres no preparados todavía, y
haciéndolas encarnar en una revolución que está muy le-
jos de haber sumado las grandes ideales humanos.
Hay quienes lo creen un perverso. Nos atreveríamos
a asegurar que aun suponiéndole mucha perversidad, es
menos de lo que aparece. Aun más; a veces se descubre
on él un empeño absurdo en aparecer más malo de lo que
pudiera ser en realidad. Era sí, extremoso en el castigo,
como lo fué en todo... Leyendo su Defensa sobre su ac-
tuación revolucionaria en Yucatán es corriente que sal-
ten en sus páginas la frase violenta, áspera, mordaz, el
concepto que insulta, el coraje que reta..., asoma en ellas
el hombre irascible, medularmente irascible... Pero tam-
bién se encuentra a veces en ese libro, en algunas de sus
páginas, algo como un dejo de amargura que no se puede
escapar a quienes lean con el empeño de descubrir en esas
hojas no al amigo ni al enemigo, sino al hombre y nada
más al hombre. Salpican ese libro ese dejo de amargura,
algo como el dolor de un desengaño, y siempre el deseo
de hacer comprender que hubo en él la mejor intención
de hacer a Yucatán todo el bien posible... Todo esto se
descubre quizá sin él pretenderlo o hasta no queriéndolo.
A ese hombre le han dolido indudablemente los ataques de
que necesariamente ha sido objeto, y esto es algo. Tén-
gase en cuenta que, según nuestro modo de ver, no ha sido
a él a quien ha aprovechado más el desastre yucateco.
En viaje que de Yucatán a México hicimos en compa-
ñía de D. Adolfo de la Huerta, hace algún tiempo, y pre-
cisamente cuando el Gral. Alvarado parecía más intole-
rante, de la Huerta, que tenemos entendido que es su
muy antiguo amigo, nos aseguraba que el Gral. Alvarado
le decía sentir un gran afecto por Yucatán, y que se ha-
bía llegado a identificar tanto con nuestra tierra como con
la suya propia, al grado de haber contraído matrimonio
en Yucatán, no sólo por sentimientos de amor, sino con
el deseo también de entrar a la familia yucateca... Ya
sabemos que quienes oigan esto habrán de sonreír. Pue-
de que no sea cierto, pero los hechos de violencia, dureza
y aun de desprecio a la sociedad yucateca que tuvo el
Gral. Alvarado tampoco querrían decir lo contrario. Hay
psiquis muy complicadas. Hay quien manifiesta su amor
humillándose, pero hay quienes sádicamente manifiestan
su cariño. Nada tendría de extraño que este fuera el caso
de su amor a Yucatán. Sería el amor a palos...
Hay quienes lo tildan de farsante. No es cierto. Nada
de farsante hay en él, si por farsa hemos de entender
obrar contra lo que se piense o se cree. El Gral. Alvarado
bien o mal que hiciera las cosas, las hacía así porque creía
que así debía hacerlas. Si las hacía mal y se le juzga un far-
sante, entonces habría que concluir de una vez por todas
en que dentro de él hay otro Alvarado mejor que el que
conocemos. Regularmente la farsa se vale del bien para
actuar; hay que fijarse en esto.
Por último, hay quienes lo juzgan como un hombre
vanidoso sencillamente... Para nuestro sentir éstos son
los que más se acercan a la verdad. Pero no es un hombre
vanidoso sencillamente, sino complicadamente, y en la for-
ma más desmesurada posible. Es un vanidoso de la peor
especie.
Desde lejos no ha habido acto suyo que no obligara
nuestra atención, más que por el acto en sí, por desentra-
ñar la causa moral que influía en él. Nos atraía
demasiado el tipo de hombre. Nos parecía moverse a ve-
ces dentro de concepciones contradictorias. Esta contra-
dicción le es característica y puede advertirse en él, en
sus últimos escritos, en relación con sus actos. En fin, te-
nía geniadas, como vulgarmente se dice. El Gral. Alvara-
do tiene madera de enemigo más que de amigo, y por el
sólo gusto de la contradicción y de la lucha. Apostaría-
mos a que el Gral. Alvarado siempre será enemigo de
cuanto gobierno haya, aunque él ayude a encumbrarlo...
Hay hombres así.
Pues bien, el Gral. Alvarado es el tipo del hombre so-
berbio, tipo perfectamente definido por la psiquiatría. No
con la soberbia vulgar. En él la soberbia es su esencia.
Su soberbia es genuina, es clasificada, cae bajo el estudio
de las ciencias psicológicas. La soberbia, como se sabe,
tiene varias manifestaciones, y una de sus más caracte-
rísticas, es la megalomanía. Todos los megalómanos, si no
son soberbios, están al borde de serlo. Todos los sober-
bios, si no son megalómanos, están igualmente orillados a
serlo. Y a veces ambas cosas se juntan completando todo
un cuadro clínico. En el Gral. Alvarado es visible ese
cuadro.
Se manifiesta en el más mínimo de sus actos y de sus
ideas. Sueña con ser un genio, y siente el encumbramien-
to excelso. Baja de las alturas, y si se ofrece, aunque la
necesidad no lo imponga así, duerme sobre un jergón y
se alimenta de raíces, emulando así la austeridad de un
Catón o de un Cincinato. Sus castigos revisten el máximo
de crueldad, despreciando los términos medios. Sus leyes
no explican, notifican. Sus mandatos no consienten es-
peras. Sus resoluciones son inapelables... Todo esto le
da madera de tirano. Nadie mejor constituído como él
para tirano. Esta es precisamente una de las caracterís-
ticas de la megalomanía... Ser el Gran Dominador...
La expresión mejor, lo que no deja lugar a duda acer-
ca de su megalomanía, fué la propaganda estallante, abru-
madora, de que rodeó su administración. Para su constitu-
ción psicológica esa propaganda le era tan necesaria como
el alimento. Le hubiera sido imposible prescindir de ella
aun suponiéndole una inmensa voluntad para que no fuera
así. Siente hacia el anuncio impreso una atracción irre-
sistible ... Ya sabemos que él dice que no. Pero los hom-
bres no se ven. Se les ve. No pueden estudiarse a sí mis-
mos. Se les estudia.
Esa megalomanía, ese prurito ostentador, ese hacer las
cosas en grande, es en donde hay que ir a buscar la gé-
nesis de cuanto ha ocurrido en Yucatán, y de la dura si-
tuación a que hoy estamos reducidos.
Naturalmente esa tara, porque la megalomanía es una
tara, es algo de lo más susceptible a la adulación. Ese
prurito de la propaganda es lo más propicio a la adula-
ción. Descubierto en él el lado flaco, la adulación corrió
presurosa a explotarlo. El Gral. Alvarado hace gala pre-
cisamente de no dejarse adular. Ningún gobernante he-
mos tenido como él que se empeñe tanto en ostentarse así.
Y en efecto, el Gral. Alvarado realizó actos que parecían
obedecer a esa repugnancia que dice sentir hacia los adu-
ladores. Lo vimos varias veces expulsar de su lado gen-
tes que un día antes eran como sus favoritos y que no
habían hecho sino adularlo. Todo esto es la más pura
verdad. Pero puede asegurarse que, generalmente, cuando
la adulación llegaba a sus oídos, y llegaba siempre, no la
consideraba tal adulación, sino la expresión justa y senci-
lla de la verdad... Gran vanidad, insuperable vanidad
implica esto, pero precisamente es una manifestación de la
soberbia y de la megalomanía. En tal caso para el General
Alvarado esos aduladores, no eran tales, sino expositores
francos de sus méritos y nada más. No pueden juzgarse de
estas cosas desde nuestro punto de vista, sino desde el pun-
to de vista de los sentimientos del Gral. Alvarado.
Puede, repetimos, que no se diera cuenta de la adula-
ción. Esto no vendría sino a justificar nuestra tesis de su
soberbia y su megalomanía. Quien se da cuenta de la
adulación, ya el sólo hecho de advertirla y reconocerle su
carácter, implica cierto reconocimiento tácito de que no
es muy grande el mérito, pues de lo contrario no se con-
sideraría adulación la adulación, sino expresión neta de la
verdad. Ese reconocimiento puede ser el principio del
camino de la modestia, y el Gral. Alvarado puede ser to-
do, hasta Pontífice, menos un hombre modesto..., no lo
es ni podrá serlo nunca.
Así pues, con o sin su conocimiento, repugnándole o
no, el hecho es que la adulación corrió a explotarlo. Puede
que esa adulación, dada la manera de ser del Gral. Alva-
rado, no le cobrara directamente la indispensable e inme-
diata recompensa, sino que la cobrara por otros medios.
En fin, hemos supuesto cuanto ha sido posible en su fa-
vor. Pero nada quita el hecho de que la adulación a él, fué
insuperable.
Una de las más visibles modalidades de que se revis-
tió esa adulación fué aquel famoso Sueño de muy picante
sabor oriental y que, aunque corrió bajo la firma de aquel
militar, se dice que no es obra suya, sino de quien quiso
repicarle muy recio las campanillas de la adulación. De
ser ciertas las versiones callejeras, seguramente fué así,
no por no poder el Gral. Alvarado escribirlo, pues no tie-
ne nada de extraordinario, sino porque sus ocupaciones
en aquel tiempo, tan abrumadoras, tan complicadas, no le
dieran tiempo ni calma. No sería, pues, nada difícil, nada
extraordinario, nada vituperable, que encargara a alguno
de sus subditos el pastiche, con idea de presentar al pú-
blico, como en una cristalización de sus intenciones, el
plan de mejoras materiales que se proponía llevar a cabo.
Fué una oportunidad admirable. La adulación tendió el
hocico, venteó..., y descubrió la presa... Siguió un ras-
gueo de pluma sobre la nitidez del papel, y a los oídos del
Gral., susurró melifluamente: "Tú eres genio... Tú eres
poseedor de la vara mágica..." La psicología del Gene-
ral Alvarado apareció entonces toda entera aceptando
aquello. Otro hubiera visto en eso una vulgar, aunque des-
mesurada adulación. A él le pareció un reconocimiento.
Sólo así, porque las taras son ciegas, y la soberbia es
una de las más, se explica que el Gral. Alvarado hubiese
aceptado prohijar aquella patente de delirio. Y si no fué
así, contra lo que aseguran los díceres callejeros con toda
insistencia, si el Gral. Alvarado fué el verdadero autor de
ese Mi Sueño, nada quita a nuestras observaciones sino las
fortifica más. De todas maneras, los que no creían en el
delirio de grandeza del Gral. Alvarado, después de leído
aquel escrito, dudaron por lo menos, y los que antes du-
daban acabaron en creer. Escrito por él o no escrito por
él, corre bajo su firma, y eso es bastante para que ya no
haya lugar a duda de que realmente aquel ex-gobernante
padecía de la obsesión de grandeza.
Ese Sueño que tuvo el don de alcanzar una triste po-
pularidad, es un canevá de bordaduras inverosímiles des-
tinadas a mostrar cómo el Gral. Alvarado transformaría
como por obra de magia nuestra tierra en lo más grande
y encumbrado en todo orden de progreso, bienestar, civi-
lización, etc. Leyéndolo se siente la impresión de que es
el producto de una mentalidad enferma, o de alguien que,
en efecto, quiso deslumbrarlo, o posiblemente, sin que esto
sea lo más seguro, de alguien que quiso pasar un buen
rato a cargo del mismo militar.
Naturalmente aquel amontonamiento de grandezas que
de la noche a la mañana debía colársenos por la ventana
al solo conjuro de aquel divisionario, aún suponiéndolo po-
sible, fuerza era que se asentara en algo. Ese algo tenía
que ser el precio del henequén, muy alto entonces, conquis-
tado a punta de tranca en el mercado norte-americano.
Para un cerebro medianamente despejado esa base para
una obra tan estupenda tenía que ser falsa, toda vez que
se levantaba sobre una situación transitoria en la abso-
luto. Tan grande era lo que se ofrecía que cualquiera hu-
biera podido adivinar que con aquella base había el peli-
gro inminente, la seguridad de que la magna transforma-
ción se quedaría en sueño delirante. Esto debió haber
sido lo bastante para siquiera no asumir en la relación
de ese Sueño actitudes proféticas y voces de seguridad in-
amovible. Hubiera sido cuerdo recordar que cuando un
profeta fracasa ya no vuelve a levantarse. Y que sobre
la base que tenía todo aquello nada era más fácil que el
que fracasara y fracasara ruidosamente, dejando al pro-
feta en una postura muy poca airosa, como en efecto
ocurrió.
Pues con ese Mi Sueño caso de nó ser como lo ha de-
nunciado la voz pública, obra del General Alvarado, la
adulación llenó una de sus formas más históricas y profi-
cientes, la de alucinar la mente de la persona a quien se
adula. Nosotros creemos que fué más allá. Un poco más
las espaldas, y nó hubiera caido de tan alto nuestro ex-
mandatario, ¿ Fué falta de inteligencia ?... i Fué mali-
cia ?... ¿ Fué traición ?... No, nada de eso. La misma adu-
lación quiso ir tan lejos que cegó también. Pero al General
Alvarado lo hizo despeñarse.
Según ese Sueño debía convertirse Yucatán en la tie-
rra más admirable, grande y próspera, con la grandeza y
prosperidad de los mejores centros norte-americanos, al
punto de que llegase a ser lo mejor del territorio naciónal,
nervio y corazón de la República. Solamente con eso de
pretender hacer de nuestra tierra algo igual o semejante a
las graneles urbes de Norte América, hay para denunciar la
confusión que sin duda se estableció en la mente del au-
tor y que no le permitió tomar en cuenta las diferencias
esenciales de idiosincracia que hay entre uno y otro pue-
blo, diferencias que tienen invariablemente que reflejarse
en todo aquello que constituye lo suyo.
Pero no es lo más grave el que se pretendiera y aun
se esperara realizar aquel milagro. Lo grave, lo muy gra-
ve para el cuadro sintomático de la dolencia del general
Alvarado es la forma en que ese deseo, ese ofrecimiento,
esa esperanza, están concebidos. En esto es en donde cual-
quier especialista encontraría el specimen.
Vamos a explicarnos. La megalomanía del General Al-
varado había tenido para encumbrarse una alta eminen-
cia: La Comisión Reguladora, en aquel entonces horno de
millones. La fiebre aurea se apoderó de la imaginación
del General Alvarado y la exaltó hasta aceptar como po-
sible aquel Sueño, y si no aceptarlo por ser verdaderamen-
te obra suya, sí hasta inspirárselo. Pongamos también no-
sotros nuestro poquito de imaginación y reconstruiremos
el cuadro en esta forma tangible: De pie sobre la Regula-
dora, sobre aquella eminencia como sobre la cumbre de
un Sinaí, el general Alvarado oyó la voz de Dios que le
decía:"...Y he aquí que te traspaso mis poderes... Je-
rusalén ha caído abatida entre el polvo de los siglos, y
nunca más levantará la frente... Tú eres el Ungido...
Ve y levanta la nueva Tierra de promisión..."
Y descendiendo el Electo, y ciertamente no con las
Tablas de la Ley, sino con un haz de diciplinas en la
punta de su espada carolingia, y acompañado de un grupo
de ángeles, arcángeles y serafines, vulgo sus chambelanes o
colaboradores, se dió a la noble y colosal empresa.
Y que así fué, es exacto. No hay ninguna exageración
en la imagen que nos hemos permitido usar consecuentes
con nuestro propósito de demostrar la razón que nos asiste
en cuanto llevamos dicho. Y para prueba de que no ha
habido tal exageración, he aquí algunos de los fragmen-
tos de ese Sueño.
"...Y pude ver a mi lado un ser resplandeciente y
bello como un dios, formidable como un héroe, nimbado
de luces como una visión de leyenda antigua... Yo soy,
me dijo, el Genio de la Raza... Yo soy quien alza y
conduce a los predestinados y a los redentores de mis
pueblos... Yo infundiré mi espíritu en mis elegidos pa-
ra que puedan cumplir la misión que les deparo y por
eso he venido hoy a hacerte saber los mandatos impe-
riosos de mi voluntad... Todo lo que has visto se rea-
lizará y su enunciación y el conocimiento que tienes de
esa obra te lo he inspirado yo... Piensa que soy (habla
el genio, no hay que olvidarlo), piensa que soy quien in-
crustado en tu ser dirige todos y cada uno de tus actos...
Y si en el libro del Destino está escrito que no te sea dado
alcanzar la meta, no importa, caerás con la soberbia alti-
vez de los antiguos gladiadores, de cara al sol y con el
pensamiento puesto en mí... Ve hijo mío, yo velaré tus
pasos, yo te guiaré..."
Este párrafo es admirable..., admirablemente ridícu-
lo, pero no sólo desde el punto de vista del desmesurado
auto-bombo que encierra, sino desde su simple redacción.
Es un párrafo de literatura no sólo adocenada, pedestre,
sí que también disparatada. Vamos a triturarlo, pues,
aunque muy breve, encierra un disparate en casi cada
línea.
"un ser resplandeciente y bello como un dios..." No
todos los dioses son bellos y resplandecientes. Por ejem-
plo, el Huitzilopochtli mexicano, y el Belfegor y el Mo-
loch de los antiguos pueblos orientales, eran horribles y
monstruosos, y así otros muchos... "nimbado de luces
como una visión de leyenda antigua..." Ya sospechába-
mos que lo que veía el Gral. Alvarado eran visiones...
Pero no nimbadas. Los nimbos son característicos de los
santos y otros seres divinos, y suponemos que no fué nin-
gún santo quien se le presentó al Gral. Alvarado, ni nadie
de la familia celestial, pues desde entonces andaba reñido
con ella... "nimbado de luces..." No podía estar nim-
bado de sombras. Los nimbos tienen que ser de luces...
'' como una visión de leyenda antigua..." ¿ y por qué pre-
cisamente de leyenda antigua?... Las visiones antiguas
y modernas tienen las mismas trazas... "Yo soy, me dijo,
el Genio de la raza..." ¿De qué raza?... Puestas las
cosas en Yucatán, es de suponerse que de la raza maya.
Pues si era el de la raza maya, seguramente no hubiera
sugerido al Gral. Alvarado que modernizara nuestra tie-
rra, sino que resucitara en ella la antigua Itzmal o la an-
tigua Chichén... "yo soy quien alza y conduce a los pre-
destinados y redentores de mis pueblos..." Pero ¿ a dón-
de los conduce?... Hay cosas que no pueden dejar de
decirse. Porque se puede conducir tanto al éxito como al
fracaso... En esta ocasión a dónde ese Genio condujo al
Gral. Alvarado en relación con su Sueño fué al más es-
tupendo fracaso... Resulta que aquel genio o no era tal
o era un mal Genio, un espíritu chocarrero... "todo lo
que has visto se realizará..." Pues si de todas maneras
tenía que realizarse, entonces qué mérito dejaba al General
Alvarado?... Y ya, ya se está realizando..., ya..., ya...
Yucatán es hoy algo así como una Jauja... " piensa que
soy quien incrustado en tu ser..." No puede decirse de
los Genios que se incrustan, sino que se infunden, como
un soplo... En cambio, sí podría decirse, por ejemplo,
que el Gral. Alvarado se incrustó en Yucatán y que en el
Gral. Alvarado se incrustaron los aduladores... "y si en
el libro del Destino está escrito que no te sea dado alcanzar
la meta..." ¿Pues no ya le había dicho el Genio que to-
do lo que había visto se realizaría ?... Resulta un Genio
muy poco formal, del que muy poco o nada podía espe-
rarse. Así hay muchos personajes políticos, que no tan
pronto piensan una cosa como piensan la contraria...
Además, si había la posibilidad de que el predestinado no
alcanzara la meta, entonces, ¿de qué podía servirle ser el
elegido del Genio ?... Para sólo desear, sólo soñar, sólo
pensar o sólo decir hacer una cosa, no hace falta estar
inspirado por el Genio...
No nos gusta hacer de críticos literarios, siquiera en
gracia de que dándola también nosotros por cosas de lite-
ratura, antes de poner en remojo las barbas del vecino
nos vemos las nuestras. Pero aquí hacemos una excepción,
como un caso especialísimo, con la sola idea de enseñar al
Gral. Alvarado cuán fácilmente la adulación puede orillar
al ridículo precisamente a quien trata de encumbrar...
Mirad si no es cierto en lo que sigue.
En aceptar la posibilidad de no llegar a la meta, hay
un asomo de buen juicio y de discreción. Pero éste que-
da nulificado enseguida con este remate que da al Sueño
y quo es un rasgo de soberbia y megalomanía tan insupe-
rable como no conocemos otro. Dice así: "...Medí la ex-
tensión de la obra que se me había confiado (que le ha-
bía confiado el Genio), comprendí las tremendas respon-
sabilidades que había echado sobre mis hombros, calculé mis
fuerzas y formulé ante mi conciencia este solemne ju-
ramento: LO HARÉ A PESAR DE TODO...
Es estupendo. Nótese bien que el mismo Genio acep-
taba la posibilidad de que no pudiese realizar la mara-
villosa obra, pero él, el general Alvarado, no lo aeeptaba.
Iba más allá del Genio...
General Salvador Alvarado: Ha pasado el tiempo, y
no mucho tiempo... Yucatán abatido pasa por muy amar-
gos trances... ¿ No duele a usted que en vez de haberse
realizado A PESAR DE TODO, aquel su Sueño que de-
bía transformar a nuestra tierra en un gran emporio
de felicidad y de prosperidad, como ofreció usted que
lo haría A PESAR DE TODO, haya ocurrido todo lo con-
trario ?... ¿ Y ha reflexionado usted por qué ha podido
ser así T...
¿ No duele al alma de usted, Gral. Alvarado, y a su
mismo amor propio que es muy grande, el extremo en que
ha quedado colocado, cuando después de la publicación
de ese Suefw en que hace profesías y ofertas tan firmes,
tan firmes que las pone encima de todas las contingen-
cias con ese A PESAR DE TODO, Yucatán no tan sólo
no esté como estaba antes, sino que haya venido a parar
en la situación angustiosa en que se haya?... ¿Y ha re-
flexionado usted en la causa que ha dado motivo para que
quedara usted colocado en ese extremo T...
Ha pasado el tiempo, el tiempo que es el gran maes-
tro. .. Si el General Alvarado es capaz de sobreponerse
a sí mismo, si es capaz de sacudirse de esa obsesión de
grandeza que le tiene tan cogida el alma, siquiera lo su-
ficiente para distinguir en un caso como el que hemos
recordado, lo que es verdad, lo que puede ser verdad, o
posibilidad siquiera, de lo que no es más que una alu-
cinación, espontánea a veces (menos mal), o por suges-
tiones extrañas... si es capaz, decimos, de ese sacudi-
miento para el cual es indispensable que se castigue a
sí mismo con la áspera disciplina de la realidad, deshe-
chando toda tentación que de dentro o de fuera le venga,
podrá redimirse muy para provecho suyo de la posibilidad
de caer en otros errores semejantes a muchos de los que
ha cometido, y podrá ser un hombre capacitado para en-
frentarse a la vida....
Mientras eso no sea, a pesar de las demás facultades
que tenga, a pesar de su gran soberbia, de su gran activi-
dad, de su gran tesón, será, y no se asombre, un juguete
de quien quiera que conociéndole esa gran debilidad quie-
ra estimulársela sabiendo de antemano que junto a ella,
toda la fortaleza que pueda distinguirlo en otros concep-
tos, vendrá abajo con sólo la suave presión de un dedo.
En ese Sueño se incubó el desastre económico de Yu-
catan. Para la realización de ese Sueño, se necesitaba oro,
mucho oro, y para conseguirlo en torrentosa abundancia
vino la hostilidad intemperante al consumidor, y luego la
creación de esas magnas empresas que corrían paralelas
con el prurito de hacer de nuestra tierra una New York
por su comercio y sus industrias y sus negocios, una Bag-
dad oriental por su fastuosidad, una Atenas por su cul-
tura, una Roma antigua por su poderío.
Otro aspecto de la megalomanía del Gral. Alvarado
muy significativo y que llena toda la historia de su gobier-
no, fué la propaganda exterior, de la cual no recordamos
otro ejemplo en lo que se refiere a cosas nuestras, ni hay
persona que no la reconozca, ni que la olvide.
Ciertamente no hay frases para expresarla. Se escapa
de lo humanamente posible y la voluntad desfallece ante
la impotencia. Recordando esa propaganda se sienten vér-
tigos. La Apología fué cosa corriente. Sobre ella se fundó
el reinado de la Hipérbole, la que dejó de serlo a fuerza
de hacerse vulgar... Fué una sinfonía estupenda a puro
instrumento de metal y vejiga. Tendió una escala pilifó-
nica entre la Tierra y el Cielo y es creible que los dio-
ser hayan palidecido de envidia... Se apuraron hasta
agotarlas todas las formas de publicidad posibles. El dis-
curso, el periódico, entablaron una pugna de ditirambos
como no se ha visto otra igual ni habrá de verse... Fué
un rastrear de plumas inverosímil.. Fué la glorificación
del Ruido... La Apoteósis del Escándalo... En medio
de todo esto, como un dios formidable, el General Alvara-
do... Detrás la fanfarria épica... Nunca hemos vis-
to más menguada, más vil, la literatura de ciertos escri-
tores, unos de casa, otros de más allá de los mares.
Posiblemente el mismo General Alvarado haya sentido
nauseas más de una vez, pues es imposible creer que un
hombre pueda soportar fríamente que le circunde tanto
abajamiento.
Yucatán fué siempre tierra propicia a los escritores
que hacen de su profesión un objeto de chantage o de mer-
cadería. Una especie de Klondike a donde han llegado
los aventureros de la pluma a escarbar mediante la ex-
plotación impúdica del elogio en la torpe vanidad de mu-
chos de sus gobernantes y otras gentes de gran viso...
Siempre los vimos desfilar entre las candongas de estilo,
los banquetes insoportables, los discursos más insoporta-
bles aún, tal cual correría a alguna de las fincas de campo
para admirarse del sistema de trabajo y del oro verde,
tal cual visita a nuestras ruinas... Después la crónica y
el cheque.
Toda la vida los vimos desfilar en procesión cínica-
mente pedigüeña... Toda la vida. Pero a contar del
General Alvarado a nuestros días, esa volatería chillona
y hambrienta tomó trazas de plaga. Obscureció el sol.
Llegó de los cuatro puntos cardinales hasta nuestras pla-
yas. Venía con gran ruido de alas, traducido en nuestra
prensa en calientes párrafos de bienvenida. Después vol-
vía a sus lares con una sonaja atada a la cola y en el
pico un trozo de carne fiambre. A veces han vuelto algu-
nos de esos volátiles. Así las auras para descansar del
festín hediondo, y dar márgen a la digestión después de
hartas, vuelan a un árbol próximo para bajar apenas con-
sumada aquella vuelve a abrírseles el apetito.
Esa propaganda llevó la fama del General Alvarado
hasta más allá del Universo.
Ganó y avasalló el territorio nacional. Los futuros pre-
sidenciables sintieron escalofrío sospechando tras la estri-
dencia del anuncio al competidor irremisible, y tuvieron
sueños espantosos de exclusión... Hasta el Presidente
mesándose la barba druídica creyó advertir en los pies
del empinado dosel un inquietante roer de lima, y un ges-
to de enfado arrugó el semblante faraónico del que vive
en el alcázar d e los Emperadores aztecas... La estrella
matutina del General Alvarado parpadeó por primera
vez.
Pero no cabe en una cuenca el agua de los mares. No
cabe en una gema toda la luz del sol. No bastó nuestra pa-
tria para la propaganda estupenda... Irrumpió en las de-
más Américas.
En la tierra del yanqui los enormes rotativos se des-
jarretaron para dar abasto...Se abrió paso tempestuosa-
mente en la América meridional, trepó a los Andes, en-
crespó las corrientes del caudaloso Magdalena, corrió de
los Trópicos hasta la región de los vientos alisios, de
Cabo de Hornos hasta punta Gallinas tendió un puente.
Por fin, la clamorosa divulgación asaltó Europa... Fran-
camente nunca vimos la adulación salida de sus fronteras
naturales, de sus fronteras territoriales, viajar tanto, has-
ta realizar victoriosamente el esfuerzo de internacionali-
zarse.
¿Que al General Alvarado le repugnaba la adulación?.
Sus actos realizados dentro del mayor estrépito posible,
delineados desmesuradamente por sus formas de violencia,
lo hacían aparecer demasiado grande, demasiado cesáreo,
demasiado omnímodo, para que la adulación no lo empi-
nase sobre sus hombros al efecto de una exhibición uni-
versal ... Y el General Alvarado no vió, no podía ver en
esto una forma destemplada de adulación, sino el recono-
cimiento universal de sus méritos...
Pero es bueno que el Gral. Alvarado no olvide lo si-
guiente: La adulación no tiene preferencias. Su camino
es continuo... Si mañana cambiase de una manera radi-
cal la situación política de Yucatán, los incensadores, los
aduladores, los turiferarios de la nueva situación no sal-
drían sino de la misma caterva que ya antes lo aduló a él
estupendamente, y con seguridad que no encontrarían na-
da mejor para encumbrar al nuevo mandatario que con-
vertirse en detractores del Gral. Alvarado... ¡Oh! esto
es seguro... Después de todo sería una cosa muy natural
que así sucediese... La adulación se da a todos como las
prostitutas..., a quien la paga... Además, hay hombres-
paletós, hombres que no pueden vivir sin doblarse... Se
les podría llevar doblados sobre el brazo como un paletó...
Soberbia,... obsesión de grandeza... melagomanía...
Estos delirios han dejado sus huellas en todos o en casi
todos los actos del General Alvarado. La libertad que
dió al indio como ya hicimos notar pudo habérsela dado
en formas menos violentas y más eficientes. Pero hu-
biera resultado demasiado silenciosa. Esa libertad den-
tro de formas más calladas no hubiera producido el co-
mentario apasionado y ardiente. La figura de un evan-
gelizador no hubiera encajado nunca en el carácter del
militar sonorense. Jesús fué demasiado tímido. Grande,
inmensa es la figura de un John Brown, predicando la
guerra para abolir la esclavitud, hasta pagar en la horca
su noble empeño. Grande, inmensa es la figura de un
Abraham Lincoln cayendo bajo el puñal asesino de un
mercader de esclavos... Pero el General Alvarado no
tiene madera de apóstol ni de mártir. Además actuaba
en plena paz. Nadie pensaba en levantar horcas en su
contra ni en blandir puñales, y no había otra forma
para hacer crecer su figura dentro de la paz reinante,
que la forma en que hizo esa libertad. Además, y sobre
todo lo demás, más se ajustaba a su temperamento la fi-
gura demagógica de un Marat o de un Saint Just...
Y así como hubo una Carlota Corday que asesinara el
primero, así una anciana estuvo a punto de matar al Ge-
neral Alvarado en Veracruz.
De esa manía de asomar siempre como una figura
gigantesca, vino que la administración del Gral. Alvarado
fuera una administración eminentemente ruidosa, como
decíamos antes.
Parecía desposado con el escándalo... Antes que ser
piedra de escándalo ponte una piedra al cuello y échate
al mar, dice la Biblia... El Gral. Alvarado se hubiera
echado al agua pero a condición de no llevar atada al
cuello una piedra, sino pegado a los labios un caracol.
Para desfanatizar a nuestro pueblo (nuestro pueblo en
materia de religión, esta es la hora que no sabe lo que es),
se arrasan los templos; pero no es esto sólo sino que se
destruye el valioso órgano del primer templo de Yuea-
tán, lo que nos hace sospechar que al Gral. Alvarado le
enfadaba la fanatización con música; pero entonces la
obra no estuvo completa, pues debieron destruirse igual-
mente las gargantas de los maestros de coro y coristas;
se destrozan retablos de valor histórico, y por último se
rompen los osarios que guardaba el templo y se rie-
gan los despojos mortales que encerraban... El General
Alvarado debe interpretar muy bien el papel de Don Juan
Tenorio en eso de ir a golpear sobre las sepulturas... Re-
sultado : gran indignación... y gran escándalo.
Para traer al General Garcilazo preso, da al entrar
a Mérida un espectáculo digno de la Roma de los Césares.
Entró con todo el aparato de un triunfador antiguo: Al
frente él, el General Alvarado, caballero en nervioso cor-
cel, retadora la mirada, airado el entrecejo, erecta la apos-
tura, y tras él, a pie y atado con cuerdas el desventurado
rebelde... Luego la tropa... Detrás y por los flancos
la muchedumbre. Díaz Mirón adivinó aquella escena cuan-
do dijo:
Para el que torna invicto y satisfecho
de la ardua lid, la multitud curiosa
sale a la puerta y se encarama al techo.
Eso de la ardua lid es cosa nuestra porque tratándose
del episodio a que nos referimos queda más gráfica la ex-
presión... Resultado de aquella eutrada que debió haber-
se acompañado de la marcha de Aida... admiración...
y escándalo... Claro, Yucatán sólo había visto en ópera
la vuelta de Radamés.
Para enfrentarse con quien pasa como nuestro más
poderoso hombre de negocios, con Don Avelino Montes, ha-
ce que se invente la más estúpida farsa de falsificación en
la que nadie cree, y amontona al pobre pueblo que no se
da cuenta de la pantomima, frente a la casa en cuyos
bancos se han sentado todos nuestros magnates, o casi
todos, atraídos por el rápido voltejear de una cadenilla y
un llavero. Aquello recordaba al pueblo de París tras las
ventanas de Versalles... gran espectación,... gran escán-
dalo ...
Para prepararse a resistir la invasión nortíe-amerir
cana, cuando se barruntaron nublos peligrosos en el hori-
zonte patrio, discurse un éxodo de epopeya. Como Moisés
al frente de su pueblo para conducirlo a la Palestina, el
General Alvarado se pone a! frente del suyo para con-
ducirlo al Sur del Estado, pero así como Moisés no pasó
del monte Nebo así también el General Alvarado no pa-
só de las sierras sureñas... Bulla insólita... Gran escán-
dalo... Darío hubiera dicho: "La Caravana pasa..."
¿Y para qué seguir, si ya lo demás está dicho en otros
lugares de este libro ?...
Todo esto no tiene sino una causa que acaso ignore el
mismo General Alvarado: Su excesivo afán, casi lírico, de
poderío y grandeza...
Terrible fueron los castigos que inflingió durante su
gobierno. El fusilamiento y la horca sintetisan su labor
correctiva. Es decir, correctiva no, sino destructiva. He
ahí otro síntoma. Los castigos los hacía corresponder no
a la falta o delito que se cometía, sino al poder que osten-
taba en su grado máximo. Ese grado máximo de poder
no es otro que el poder disponer de la vida de los semejan-
tes, aun por un motivo baladí. Es ejemplar el caso de los
policías ahorcados por no obedecer una orden acerca de
algo que ni siquiera entraba en sus funciones. Quien así
podía disponer de la vida humana, tenía que poderlo to-
do... No castigó mucho el General Alvarado, pero cuan-
do castigaba lo hacía en forma que temblase la Naturaleza.
No usó de términos medios, en general, como hemos dicho,
iba directamente al sumun. Prefería en todo caso no casti-
gar a castigar corrientemente. Esto aconteció muchas ve-
ces...
Es también típico el caso del fusilamiento de los jóve-
nes oficiales en la explanada de la Penitenciaría de Mé-
rida, por los aspectos de que hubo de revestirse. Toda la
sociedad se movió, toda; tenemos entendido que hasta las
representaciones consulares, por salvar la vida de aquellos
desventurados cuya juventud conmovía profundamente.
Se hicieron nutridas representaciones populares, se apura-
ron los recursos de la súplica... Uu hombre más dueño de
sí mismo hubiera accedido a tan pública petición, pues
siempre levanta más al hombre el perdonar que el castigar,
sobre todo cuando el perdón se dirige a salvar la vida.
Además los castigos de la Ley no son más que vindictas
públicas. Se imponen en nombre de la sociedad; es la so-
ciedad quien los impone. Cuando como en el caso de que
nos ocupamos todos los elementos sociales, acuden a solici-
tar un perdón, el gobernante bien puede acceder a la de-
manda, pues nunca con más razón indultaría en nombre
de esa sociedad, en cuyo nombre castiga también. Sobra-
ban razones además de todo esto para para conceder el in-
dulto. La principal, la juventud de quienes no eran sino
unos muchachos todavía, de manera que aún suponiendo
como muy cierta su conspiración, su inexperiencia era bas-
tante a ser clemente con ellos.
Cuando supimos de tales manifestaciones, tuvimos la
impresión de que ya era más difícil el que los infelices
se salvasen de la horrible pena. Ya hacía tiempo que
veníamos estudiando el caracter del General Alvarado
y no nos era difícil preveer el resultado de aquellas co-
sas. Así fué en fecto; se fusiló a lo sin ventura en medio
de una gran espectación pública, llenas las calles de gen-
tes que hasta la ultima hora habían estado haciendo to-
do lo humanamente posible por redimir a los condena-
dos a la pena capital... Así el General Alvarado hizo
sentir doblemente la fuerza incontrastable de su poder.
La hizo sentir sobre las victimas y sobre todos los ha-
bitantes de Mérida. Una gran exteriorización de poder.
No se hubiera puesto en duda ese poder aunque hubiera
accedido. Pero el General Alvarado pensó, podríamos
asegurarlo, que cediendo se le hubiera tenido por débil
ante el oleaje inmenso levantado por la opinión pública,
y él gustaba de que se le tuviese como hombre de acero,
inquebrantable... ¡Oh, ceguera!
Como hémos venido a decir la verdad, y nada más
que la verdad ó lo que creémos de muy buena fé que
es la verdad, no la dejaremos de decir, aunque resulte
más o menos favorable al mismo a quien hoy escruta-
mos el corazón y la conciencia, pues está muy lejos de
nosotros el deseo de acumularle cargos. En este senti-
do justo es recordar que el General Alvarado nunca
fué en Yucatán un sistemático perseguidor de nadie.
Sabía muy bien que estaba rodeado de enemigos. Sin-
embargo lo cierto es que no llenó las cárceles y que era
poco afecto a encarcelar. Más, mucho más se persiguió
en este concepto durante otros gobiernos. Cuando se tra-
taba de una prisión ordenada por él era muy corriente
que al poco tiempo quedase en libertad el detenido.
Más gustaba de expatriar, y siempre al poco tiempo per-
mitía al expatriado volver a su hogar. Es más; todos
los expatriados por el movimiento argumedista, preci-
samente aquellos que habían empleado las armas en
combatirlo, regresaron pronto a su tierra, y en general
nunca fueron molestados. Y es más todavía, muchos de
aquellos que en la vil farsa de Ortiz Argumedo fueron
personajes, aunque más o menos de pacotilla, se les vio
ascender a altos puestos públicos junto al General Al-
varado. No; sería injusto, muy injusto decir que el
General Alvarado fué un gran perseguidor de sus ene-
migos ... Durante la lucha electoral de 1917 en que ya
había un poco menos de terror en Yucatán, se escribió
en un periódico de allí, lo que a nuestro juicio fué el
flajelo más recio que hasta entonces había recibida.
Aquellas Tres Coronas, tres coronas de espinas, tres co-
ronas de llamas hechas como ornar a un dios tricéfalo.
El General Alvarado no hizo nada. Más tarde, cuando
la lucha se enconó más, fué cuando se suprimió el perió-
dico. .. Pero si el General Alvarado no la dió cierta-
mente por perseguir a sus enemigos, sí gustaba, sintiendo
en ello verdadera fruición, de humillar a los elementos so-
ciales de más alto relieve de Yucatán.
Este prurito de humillar de palabra o en sus escri-
tos á la gente de más viso, fácil es comprender que obe-
decía no precisamente como se ha creído por quienes
examinan estas cosas superficialmente, por odio a esa
clase social, pues del seno de esta clase y no de otra sa-
có a sus colaboradores, y del seno de esa clase y no de
otra son los que han tenido la situación de Yucatán en
sus manos durante todo este tiempo. Fué porque mien-
tras más elevada fuese la persona a quien humillaba
más se abultaba su poder, pues crecía en relación de la
altura sobre la cual lo hacía sentir...
El General Alvarado ha declarado en alguna oca-
sión, que llamó a su lado a los principales elementos del
país para que colaboraran con él, pero que no acudieron.
Es cierto lo que asevera. Pero debería recordar que
las formas que empleaba en el trato con las gentes de
más significación social, eran vejatorias. Y no es así
como se atrae ni se conquista a nadie. Acaso los enfla-
quecidos ermitaños de la Tebaida hubieran concurrido
buscando en la mayor mortificación posible la peniten-
cia espiritual que los aproximara al reino de los Bien-
aventurados. Pero es ocioso pedir lo mismo a individuos
medianamente equilibrados.
Sin embargo, repetimos, del seno de esa clase, aunque
estableciendo desde esa hora una linea divisoria, salieron
los acólitos... Por lo demás la declaración del General
Alvarado tiene un valor sobradamente interesante, que no
deja muy bien puestos a sus colaboradores, pues traducida
quiere decir que echó mano de ellos porque no hubo otro
remedio...
Si esa obsesión de poderío y de grandeza hubiera sido
llevada por caminos mejores, mucho hubiera podido hacer
en favor de Yucatán. No era facil desgraciadamente que
siguiera otros derroteros. El General Alvarado no había
llegado como un evangelizador y ni siquiera como un me-
diador, sino como un revolucionario en activo. Por el ca-
mino había dejado estelas de pólvora... Todos sus senti-
mientos estaban nutridos de cosas de revolución... Había
entrado a Yucatán revolucionariamente, mediante la fuer-
za. Poned todas estas circunstancias en el alma y en el
pensamiento de un hombre de la idiosincracia del General
Alvarado lleno de soberbia, lleno del delirio de poder y
de grandeza, y el resultado fué lógico... Podía hasta no
tocar a sus enemigos, a quienes habían sido sus enemigos
armados, una vez que los tuvo a su alcance, y a quienes
como hemos dicho, molestó poco; pero no podía olvidar el
hecho...
Más ecuánime hubiera pensado que la rebeldía se ha-
bía quedado allí en Blanca Flor y Halachó, y había que-
dado nada menos que en forma de ser él, el General Alva-
rado el que recogiera las palmas del vencedor... Más
ecuánime hubiera pensado que desde que llegó a Mérida
y todo lo encontró a su más completa disposición, su pa-
pel se trocaba de revolucionario en pacificador, mejor di-
cho en apaciguador, pues la alarma más estupenda con-
movía a todo Yucatán, y esto desde el gobierno del Ge-
neral de los Santos, fundador de esa alarma y generador
de cuanto ocurrió. Desgraciadamente no pensó así...
Al cerrar estos apuntes fuerza es cotejar situaciones.
Hasta hace pocos años, antes de 1915, Yucatán pre-
sentaba un cuadro muy distinto al que ofrece hoy.
Con todos sus errores en el sistema agrícola en que se
fundaban las relaciones entre el jornalero indígena y
el terrateniente; con las deplorables condiciones que lo
obligan de hecho a un verdadero vasallaje en lo que se
refiere a la cuestión henequenera, y por consiguiente al
vasallaje económico, y que ya explicamos; con todo y la
natural intranquilidad de la época, y aún las luchas in-
testinas más o menos importantes que ya se habían re-
gistrado en su suelo a contar desde el surgimiento de don
Francisco I. Madero; con todo y la inestabilidad de sus
gobiernos que a contar de la misma época se fueron su-
cediendo a veces con una rapidez cinematográfica, y no
obstante la cómica incapacidad de muchos de esos go-
biernos... con todo y todo Yucatán vivía.
Antes había épocas malas, había crisis. Es cierto. Pe-
ro nunca lo fueron tan graves, tan hondas, tan pertur-
badoras que adquirieran la magnitud de un desastre pú-
blico como la actual en que se sume nuestra tierra. Nun-
ca llegaron a destruir las fuerzas vivas del país como la
actual las está destruyendo. Entonces se les hacía frente
porque se podía... Había con que hacerles frente, y
capacidad para solucionarlas.
Entonces el trabajo roturando los campos resonaba
en todas partes como una aleluya. La satisfacción reina-
ba en los hogares y presidía la mesa. La hacienda pública
dejaba siempre márgenes suficientes para prevenir las
contingencias. La situación económica, a pesar de mono-
polios, vasallajes y esclavitudes, siempre era normalmente
buena y garantizaba la vida del Estado. No se trabajaba
en el vacío. Las fincas rurales se fomentaban cada vez
más. El comercio y las industrias crecían y se fortifica-
ban. La iniciativa particular en actividad constante, crea-
ba nuevas empresas al amparo de una situación en que
se le respetaba por lo menos. Los servicios públicos se
desempeñaban con la eficiencia posible. Las contribu-
ciones y los impuestos no ahogaban. La seguridad en los
campos y en las ciudades alentaban y sostenían todo
aquel armónico conjunto. Se citaba a Yucatán como un
caso ejemplar de prosperidad y progreso. En fin, se tra-
bajaba, se tenía fe en el porvenir, su esfuerzo se veía re-
compensado, se adelantaba visiblemente.
Dentro de estas condiciones que corresponden al orden
material, en el orden social, moral y político la situación
era deplorable. El indio jornalero era un paria; gemía en
la abyección y en la ruina. La democracia era una farsa
repugnante. La justicia estaba a merced del poderoso y
con ella arrebataba tierras, perseguía al siervo. La prosti-
tuía y la sobornaba. Todo esto es innegable.
Llegó la revolución. La trajo el General Salvador
Alvarado en el filo de su sable. Fuerza era que libertara
al indio; que estableciera la práctica democrática, arre-
batándole el ridículo disfraz con que se presentaba en
los comicios y en todas las manifestaciones de nuestra
vida política; que redimiera a la Justicia deshaciéndole
los cordeles que la sujetaban a las cajas fuertes... Y
por lo menos que las demás condiciones del orden mate-
rial dentro de las cuales Yucatán se desarrollaba, que-
dasen las mismas, sino era capaz a mejorarlas.
Respaldado ese orden material por tan magnífica ga-
nancia en nuestras condiciones sociales y políticas, Yuca-
tán hubiera continuado su marcha ascendente, de cara al
porvenir, sobre más amplios caminos y frente a más di-
latados horizontes, conducido sobre los hombros de la dua-
lidad en que deben fundar los pueblos su grandeza: La Li-
bertad y el Trabajo... Y si así hubiera sido la revolu-
ción hubiera cobrado en nuestra tierra trazas povidencia-
les, y trazas de redentor el General Salvador Alvaardo.
Pero no fué así desgraciadamente... El indio de nues-
tros campos es el mismo ilota de ayer. Se le cambió la
ardiente marca y eso fué todo. También en la antigüedad
los esclavos cambiaban a veces de propiedad. Suponiendo
lo menos malo, la visión libertaria del General Alvarado
resulta tan reducida que apenas si es dable compararla
con el ojo de una aguja. Sólo vió en ella al terrateniente..
Precaria visión es esa. ¿Queréis una visible imagen de
la libertad de nuestro indio ?... Vedla. Suponed a un ig-
norante tanto que ni sepa leer ni escribir. Pero un día
de estrépitos callejeros álguien le hace el presente de un
bello libro, un libro magistral, un gran libro, el que ase-
gurado bajo la sudorosa axila da al infeliz que lo lleva
el aspecto de un magister o de un rábula inverosímil
por la traza. Y el obsequiante lo empuja hacía la admi-
ración pública gritando: Ciudadanos, admiradme, he ahí
a un hombre ilustrado. Es mi obra. Miradlo, va con su li-
bro ...
¿Y la democracia?... ¿Pero es dable tomar ésto en
serio?... ¿No caeremos en la infantilidad de parecer mon-
tados en un carrousel de feria ?... Antes, en nuestras ha-
zañas electorales, se corría el inminente riesgo de dar en
la cárcel o en el exilio, cuando se era de la oposición. Hoy
es la vida la que se juega. Antes seguramente era una
grave falta ser adversario político. Hoy es un delito. An-
tes el porvenir de ese adversario era la bartolina o el
trasatlántico. Hoy la tranca, la piedra, el machete y el
fusil... Revolucionarios demócratas, fundad un viva so-
bre las estelas sangrientas de 1917... y las subsecuentes...
¡ Viva la Democracia!... ¡ Vivan los cadáveres!...
¿Y la Justicia?... ¿La Justicia para cada quién y
para todos ?... Nos gusta fundamentar lo que decimos
más en hechos que en razones... ¿Qué explicación puede
darse a la tan constante, tan diaria y tan necesaria in-
tervención de la autoridad federal representada en nues-
tra tierra por el Juez de Distrito, al grado de que nunca
como en estos tiempos su figura ha cobrado tanto re-
lieve, y su misión actividad tan insuperable?... ¿Por
qué la misma Federación establece algo así como una sv-
pervisoría sobre Yucatán enviando militares de su confian-
za hacia los cuales se vuelven los ojos y las manos como a
un paño de lágrimas ?...
Y a cambio de haber retrocedido en tales aspectos,
y eso que andábamos de revés en ese sentido, ¿cuál pa-
norama se presenta a Yucatán por el otro lado?... El más
consolador y el más edificante. Sus trabajadores agríco-
las en gran parte dispersos, y en gran parte nuestros cam-
pos abandonados, como si ráfagas de desolación los hu-
bisen barrido. Muchas, muchísimas que fueron ayer flo-
ridas plantaciones no son más que malezas. Sus pueblos
del interior deshabitados como si sus pobladores hubie-
sen huído de fantasmas de exterminio. Su crédito con el
exterior arrastrado por los suelos. Sus industrias parali-
zadas. Su comercio claudicante. Su vida económica des-
truída. Su hacienda pública en la inopia. La intranquili-
dad y la alarma en todas partes. La acechanza en la ciu-
dad y en el campo. La familia yucateca dividida. El odio
abriendo abismos y levantando murallas entre los mismos
hijos de nuestra tierra. El cuerpo social inficionado. La
miseria llamando a los hogares, haraposa y hambrienta
como una mendiga. La angustia y la desesperación en
los corazones. Muchas sombras en muchas conciencias.
Recuerdos de sangre y de muerte... más allá, hacia el
porvenir, lo impenetrable...
Y si en el orden material caímos de la altura al abis-
mo, y si en el orden social y político empeoramos, em-
peoramos y empeoramos, ¿a quién habrá de cargarse
las diferencias que resultan del balance?...
Si el beneficio de una revolución no ha de estribar
en las ganancias de las armerías y de las fábricas de ex-
plosivos. .. Si el beneficio de una revolución no ha de es-
tribar en el repentino enriquecimiento de un puñado de
hombres. Si el beneficio de una revolución no ha de estri-
bar en el encumbramiento de la incompetencia hasta fun-
dar el reinado de lo Absurdo. Si el beneficio de una revo-
lución no ha de estribar en la disolución y en la destruc-
ción, Yucatán no ve, no sabe, no comprende, cuáles bene-
ficios le hayan alcanzado.
Quisiéramos que se nos demostrara lo contrario, pero
no con palabras sino con hechos. Ya basta de literatura
revolucionaria que suena mucho, que ataranta, que en-
sordece, pero que no demuestra nada. Ya no es hora de
eso. Se necesitan ejemplos, no vaciedades. Ya es el mo-
mento de la demostración objetiva, no de los gritos. Que-
remos la verdad, no las actitudes estudiadas y trágicas.
Es muy cómodo afirmar. Es muy cómodo llamar reacción
a la inconformidad, todo esto es muy cómodo, pero no
convence a nadie. Mientras no se demuestre palpable-
mente lo contrario ya puede gritarse hasta reventar, ya
puede escandalizarse, ya puede tranquearse y hasta acu-
chillarse, todo esto se puede, lo único que no se puede,
es aturdir a la verdad ni acuchillarla. Y no hay remedio,
no hay otro conducto que la verdad para callar la pro-
testa, porque la protesta no está precisamente en los la-
bios de nadie. Flota en el ambiente, está en las concien-
cias, acusadora c implacable.
La mentira es mentira aunque se diga a gritos y entre
aspavientos. Y en Yucatán, en esto de la revolución, ya
caducó. Ya no puede resucitársela. Es necio, es pueril pre-
tenderlo. Los años han corrido dejando señales inéquivo-
cas a su paso que ya no pueden ni podrán nunca ser bo-
rradas. Antes se podía replicar que estaba comenzándose
la obra y que había que tener paciencia. Hoy ya no pue-
de decirse eso. Ha habido ya una desnudez de hechos,
como también de almas. Hoy ya no es dable mentir ni
en voz baja ni a gritos, ni de ninguna manera. Se miente
cuando todavía puede falsearse o encubrirse la verdad,
cuando esta no es conocida todavía. Entonces, siempre
es malo mentir pero se puede mentir, es dable mentir,
es facil mentir. Hoy sería ridículo...
Nosotros no condenamos la revolución. No la hemos
condenado nunca. Antes bien la considerábamos nece-
caria. con la ardiente esperanza de que fundara una era
nueva, con el ardiente deseo de que trajera entre sus rá-
fagas abrasadas el mejoramiento social, político y eco-
nómico de nuestra tierra y de toda la patria mexicana.
Pero si como hemos visto, no sólo no trajo a Yucatán ese
mejoramiento en ninguno de esos órdenes, ni en otro
alguno, sino al contrario, entonces, ¿cuál es su obra be-
néfica?... qué la garantiza, qué la respalda?... ¿qué
la dignifica?...
Que ya era necesario que la revolución sacudiese a
Yucatán, es cosa que no debe discutirse. Yucatán parecía
ir a la anquilosis, dormido en un Nirvana de prosperidad
material, que había concludo por apagar toda la vida del
espíritu, hundiéndose política y socialmente cada vez
más.
La época del General Díaz, máximo Dictador, había
sido para toda la República una escuela de abyección,
y Yucatán no podía haberse sustraído de esa larga cá-
tedra.
Gran político, gran militar, gran pacificador, gran or-
ganizador y gran admnistrador, y con la innegable ha-
bilidad de haberse sabido rodear de hombres de verda-
dero talento, el General Díaz no pudo, o no supo, sin
embargo, hacer de nuestra patria una tierra de hombres
libres. Este fué su pecado que le reconocen todos, hasta
sus más fieles amigos.
Yucatán, como todos los estados hermanos, política-
mente era un feudo, como lo seguirá siendo pues todavía
no tenemos la enseñanza contraria, en el que nuestros
llamados partidos políticos, liberal y conservador, am-
bos liberales según sus panfletos, sus periódicos y sus dis-
cursos, bailaban cada cuatro años la misma cómica
zarabanda, ante el General Díaz, como ante el ídolo az-
teca de más poder y de mayor prestigio. Así, política-
mente Yucatán era una cosa...
Socialmente, aparte de la cuestión indígena que era
una lepra en nuestro organismo como lo es en todos los de-
más lugares en que existe con las mismas trazas, y aunque
nunca ha habido en Yucatán grandes elementos pro-
ductores de miseria, era la representación de una infatua-
da mediocridad adinerada y egoista, a cuyo alrededor gra-
vitaba todo, y de una "jeunesse doré" inservible y amor-
fa, y en la que no podía cimentarse ni una esperanza ni
un ideal.
Debía, sí, sacudirse a Yucatán del pesado sueño, pero
tomándolo de los hombros, como se despierta a un dor-
mido. Por desgracia no ocurrió así, porque quien vino a
sacudirlo, lo tomó de los pies y para despertarlo lo estre-
lló salvajemente... Ese fué el mal, y por eso en lugar de
quedar de pie, esclarecidos ya la mirada y el cerebro,
cayó abatido...
Y es que en Yucatán la revolución fué desnaturalizada
por completo. Se la desvió, se la prostituyó en el más in-
verecundo personalismo, se la relajó en suma... A nuestro
juicio ningún gobernante ha estado más capacitado para
hacer a nuestra tierra la mayor suma posible de bienes, co-
mo el Gral. Salvador Alvarado, por las innegables dotes de
mando de que está dotado; por la actividad ejecutiva que
lo distingue, y por las facultades ilimitadas de que estuvo
investido en Yucatán. Nadie sinembargo le ha hecho más
daño.
Pero si la Justicia es una sola y una sola la Verdad,
es de verdad y de Justicia estrictas, echar en uno de los
platillos de la balanza toda la responsabilidad que al Ge-
neral Alvarado corresponda y en el otro toda aquella que
corresponda a los que fueron sus colaboradores... No hay
duda que se aproxima la hora de las supremas liquida-
ciones. Cuando ella llegue habrá que descontar del Débito
del General Alvarado muchos antecedentes que será necesa-
rio tener en cuenta, no para exculparlo de su parte, de to-
da su parte de responsabilidad, pues esto sería insólito, sino
para poder establecer ciertas comparaciones que deben ser
fundamentales en la obra de justicia que urge hacer.
Y esos antecedentes son estos:
En primer lugar el General Alvarado no es yucateco.
Sea, pues, cierto o no el amor confesado por él a esta tie-
rra, el caso es que no hay por qué pedirle que sea cierto,
y ni siquiera que sintiese simpatía a una tierra que no
solamente no es la suya, sino que debió considerar como
su enemiga. A una tierra a la cual no entró ciertamente
bajo arcos de triunfo alzados por la admiración y el afec-
to, sino después de las tragedias de Blanca Flor, de Poc-
boc y de Halachó. Su paso hasta nuestros lares está se-
ñalado por huellas de sangre, cosa la menos apropósito
para inspirar amores ni amistad siquiera... Muy bien,
pero los yucatecos que lo acompañaron en la obra, ¿ qué
juicio habrán de merecer ?...
En segundo lugar por el desconocimiento del General
Alvarado de nuestras cosas y de nuestras gentes, desco-
nocimiento que se puso de relieve desde los primeros ac-
tos de aquel nuestro mandatario. Cierto que ya no cabría
tomarse en cuenta atentos al tiempo que actuó el General
Alvarado en Yucatán, lo bastante a enterarlo mejor de
tales cosas y tales gentes, pero cuando esto pudo haber sido
ya estaba en el camino del extravío, el cual ya no le era
facil descorrer, porque el General Alvarado no es hom-
bre capaz de reconocer sus errores, y porque ya se habían
levantado en su alma y en su pensamiento prejuicios enor-
mes, tanto o más grandes que los que decía combatir, y por-
que ya se había formado un ambiente de sequedad y descon-
fianza dentro del cual la reflexión era punto menos que
imposible. Y además el General Alvarado lejos de ser un
reflexivo es un pasional de cuerpo entero... Muy bien,
pero los yucatecos que lo acompañaron en la obra ¿ que
alegan en su descargo... si es que trataran, (no será así)
de alegar algo ?...
En tercer lugar, por las razones acerca de las cuales
tratamos ampliamente en el capítulo anterior, y en las
cuales creemos descubrir la causa principal, la génesis, de
la actuación del General Alvarado en Yucatán, de sus
procedimientos inconsultos y violentos, y por consiguien-
te de todo el encadenamiento de males que hoy afligen
a nuestra tierra... Su soberbia y su megalomanía. Sus
incorregibles sueños de grandeza nos empujaron al de-
sastre económico hasta dar en la espantosa crisis en que
hoy se debate Yucatán... Sus incorregibles sueños de
poder lo empujaron al ciego cesarismo con que manejó a
Yucatán durante su período... Muy bien, ¿ pero los yu-
catecos que lo acompañaron en la obra 1...
En cuarto y último lugar, porque a pesar de lo que
quisiera decirse en contra, ha influído en todas estas co-
sas nuestras, el eterno fantasma, el fantasma tradicional,
el fantasma histórico... el llamado espíritu separatista de
Yucatán... Bien merece este tópico un paréntesis.
A través de los años ese llamado espíritu separatista
de Yucatán, ha sido algo así como un "motivo" de sos-
pechosa magestuosidad wagneriana, que más se nos an-
toja vals de opereta, y a cuyos sones se nos han dedicado
algunas inolvidables serenatas. Ese que llamaremos pre-
juicio a falta de otro nombre más apropiado, se ha fun-
dado unas veces en la malicia para p oder cimentar ciertas
actitudes de recelo y desconfianza a cuyo amparo se nos ha
sometido a pruebas indebidas cuyos rastros bien podemos
encontrar en toda nuestra historia. Otras en el más absoluto
desconocimiento de las causas que dieron margen a los ac-
tos realizados por Yucatán en aquellos tiempos de incom-
parable desbarajuste nacional, causas que .seguramente pre-
fiere ignorar la Historia nacional...
Esa ignorancia por lo demás no es extraña. En nues-
tra misma tierra apenas si hay quienes sepan de esas co-
sas a plena conciencia. Nuestra misma juventud que es la
que menos debiera ignorarlas, las ignora, o no las sabe
bien, o las sabe por referencia, oyéndolas como se oye una
leyenda extraña. Y esto ha sido así, primero porque edu-
cada en nuestro moderno ambiente de utilitarismo y des-
preocupación, lo viejo le importa poco, y después porque
el servilismo de nuestros gobiernos locales para con el Po-
der Federal, grande y único dispensador de credenciales
para gobernar, ha preferido dejar en blanco nuestros tex-
tos de escuela acerca de esos particulares, ante el horrible
peligro de que nuestros Pontífices presidenciales arruguen
el entrecejo...
Existiendo de antemano ese prejuicio surcido por la
ignorancia o la malicia al rededor de nuestros episodios
del 40 al 47, el imponderable movimiento argumedista,
no hizo sino venir a darle nuevos vuelos... Y el General
Alvarado entró a Yucatán debelando ese movimiento...
No hay que olvidarlo. Abel Ortiz Argumedo era lo menos
interesante... Apenas era una figura de cartón... Lo inte-
resante era el prejuicio robustecido entonces con el he-
cho de la algarada... Sin embargo...
Sin embargo, respecto a esa bien llamada parranda ar-
gumedista, de la cual hemos salido por donde hemos sa-
lido, no sabemos a ciencia cierta cual fué la idea que pre-
valeció en el ánimo de D. Abel Ortiz Argumedo cuando se
ciñó al cinto la espada de Tartarín... Probablemente nin-
guna a juzgar por la impecable toilett de sus cabellos cui-
dadosamente oleaginados. No es posible que haya pensa-
mientos libertadores bajo las cabelleras bien peinadas. Pro-
bablemente el flamígero Visitador del Timbre no supo a
qué horas ardió; probablemente no supo ni a qué hora se
convirtió en rebelde, ni contra quién se rebelaba. Fué un
inspirado. Gritó en estado de trance. Y al despertar, pasado
el sueño hipnótico, tocado por los dedos magnéticos de su
plana mayor, alzó banderas por don Venustiano Carranza,
cuya autoridad acaso le pareció puesta en interdicto por
los mandatarios que entonces desgobernaban a Yucatán...
Y nuestro D. Abel entró a Mérida en la gloria de la más
férvida apoteósis, dando vivas a don Venustiano... Y has-
ta vióse al gobierno trípedo, surgido entonces, hacer que las
aguas del seno mexicano se encarrujaran deliciosamente
lanzando en ellas la alígera nave que voló en busca de
la dulce Cuba para de allí cablegrafiar a don Venustiano
Cnirranza que le hacía la merced de reconocerlo a cambio
de que se dejase a Yucatán vivir en paz.
Todo esto ha debido tomarse en cuenta, pero como de-
cimos, la figura abelina era lo menos interesante..., el
prejuicio hallaba pie indudablemente... Ha debido to-
marse en cuenta igualmente que ese movimiento argu-
medista llamado así, no por antonomasia, sino por no to-
marse el trabajo de buscarle un nombre más adecuado,
como por ejemplo, el del derecho del pataleo, que indu-
dablemente le era más propio, no tuvo carácter político
definido. Se caracterizó precisamente por no tenerlo y
eso fué su primera condenación. Tal parece que la incons-
ciencia y la indecisión fueron sus únicos aliados. No hemos
visto nada más desorientado, nada que se meneara más.
Aquello parecía una danza hawaya.
No tuvo plan, no tuvo designios, no tuvo rumbo, y por
no tener no tuvo ni jefes. Ninguno de aquellos incom-
parables dioscuros, ni el incomparable D. Abel Ortiz Ar-
gumedo que dejó a Yucatán en la estacada, ni su incom-
parable lugarteniente don Leandro L. Meléndez, que ya lo
había dejado en la estacada mucho antes que el otro incom-
parable, pueden ser llamados jefes a menos que quiera atre-
pellarse el sentido común.
Todo esto también debió haber sido tomado en cuenta.
Pero el prejuicio dejaría de serlo si fuera capaz de racio-
cinio y de razón... Y en el ambiente flotaba el tradicional
prejuicio. Respecto a la actitud del pueblo yucateco en
aquel escándalo, ya es otra cosa. Esa actitud no debe ser
confundida con la de Abel Ortiz Argumedo y compañeros
mártires. La actitud del pueblo yucateco, de todo el pue-
blo yucateco fué diáfana, fué irreprochable. Sea lo que sea
y dígase lo que se quiera fué una actitud decorosa; uno de
esos gestos que honran a cualquier pueblo aunque pierdan
la vida por asumirlos. Fué un gesto de defensa, de instin-
tiva conservación propia, el mismo que arma la mano del
hombre más pacífico para repeler una agresión que le
sale al paso en una encrucijada.
Fué tan instintiva que el pueblo respondió en masa al
llamamiento de aquellos hombres. Con más espacio, con un
poco de espacio para la reflexión no hubiera acudido, habi-
da cuenta de que todos sabían que eran los menos apropósi-
to para empeños semejantes. Pero no es lícito a la persona
en cuya. garganta se crispa una mano asesina, escojer a
su defensor... Fué tan instintiva esa actitud del pueblo
yucateco que acudió en masa sin preparación alguna ni
confabulación alguna. No se comprenden estos movimientos
sin la conspiración que los prepara. Fué tan instintiva
como inesperada fué la actitud de Abel Ortiz Argumedo...
Todo esto, decimos, ha debido tomarse en cuenta...
Se ha dicho que sí se tuvo en cuenta, pero... nada más
propicio para que el prejuicio tomara alas... No creemos
nunca que haya dejado de influir en el General Alvarado
y en su obra revolucionaria en Yucatán... Y como ese pre-
juicio es nacional, y como fué el General Alvarado el que
debeló la algarada argumedista, cuando aquellas ca-
si infantiles avanzadas yucatecas en nuestras fronteras con
Campeche quemaron hasta el último de sus muy pocos
cartuchos, es casi imposible que el General Alvarado haya
podido conservar la ecuanimidad y la serenidad necesarias
a orientarse mejor entre aquel laberinto... Muy bien. Es-
to tendrá que ser descontado igualmente del Débito del
General Alvarado, no porque hubiese obrado en razón,
sino porque ya era cuestión más que nada de criterio, y el
de aquel ex-gobernante tenía que estar obscurecido...
Bien, bien, todas las circunstancias antes anotadas, de-
berán ser tenidas en cuenta a la hora del balance último, y
hasta más si se quiere y hay más... Todas, porque no que-
remos ni había para qué que el General Alvarado obrara
respecto a Yucatán con el corazón... Fué un enemigo, lle-
gó como un enemigo, y como tal y desde ese punto de vis-
ta, es imposible exigirle más de lo que puede exigírsele a
un enemigo... y a un enemigo de tan complicada psicolo-
gía... Bien ,bien... Pero a los que siendo hijos de la
misma tierra yucateca, bajo la cual y bajo cuyo cielo duer-
men sus mayores el último sueño, a los que siendo hijos de
Yucatán ayudaron en la vitanda tarea de abatirlo... ¿a
esos qué habrá de descontárseles ?...
Necesario es que la Justicia para que lo sea, empiece en
casa. Tiene Yucatán la obligación de ser más exigente con
los suyos que con los de fuera... De otra manera se ha-
ría justicia a medias, o mejor dicho no se haría justicia,
pues ésta es indivisible como todos los principios funda-
mentales en que descansa la Humanidad.
Y hay algo que está sobre todos los demás castigos, la
Historia. La suprema expiación viene de ella. Desde el
momento en que se cae bajo su mirada que lo excruta y
examina todo, ya no es posible sustraerse a ella. Es por ella
por la cual los pueblos siguen viviendo aún después de
desaparecidos. Así los hombres siguen viviendo a través de
ella en el recuerdo que ya se torna imperecedero... La
Historia asume en sí misma todas las consagraciones, todas
las reivindicaciones, y también todas las expíaciones y to-
dos los anatemas... Contra ella nada ni nadie pueden pre-
valecer. ¡Ay! de los hombres que entran a ella señalados
por el índice de las acusaciones populares...
Fundemos en el pasado la más dura de las lecciones...
Pero para ello hay que hacerla inolvidable. Y para que
así sea será menester cuando esa Historia se escriba,
propagarla a los cuatro vientos. Fijarla en tablas en las
calles y en las plazas públicas y con tintas indelebles para
que el pueblo haga de ella su Evangelio. Será menester que
la juventud se la grave tan fuertemente en lo más hondo
del corazón y de la conciencia que no haya nada suficiente
a borrarla. Será menester que esa historia la cuenten los
abuelos al calor de los hogares, con lágrimas en los ojos y
rabia en el corazón, a los hijos, a los nietos, a las mujeres,
agrupados en su derredor como para oir a través de ella
voces conminatorias que saliesen de las entrañas de nues-
tra tierra.
Será menester mojar la pluma en la sangre de los jó-
venes hijos de Yucatán, arrastrados por el engaño y la co-
bardía a la tragedia cruenta, e inmolados luego inútilmente
cuando ya victoriosas entraban las huestes del General
Salvador Alvarado, y llevar a las páginas de esa historia
el acre sabor de esa sangre de expiación y de martirio...
Será menester mojar la pluma en las lágrimas muy amar-
gas de los huérfanos, de las viudas y de las madres yuca-
tecas y humedecer con ese llanto que es sagrado, las pá-
ginas de esa historia... Será menester ir a llamar a las
tumbas de nuestros antepasados para que nos digan lo
que sintieron cuando en una noche de aquelarre, fueron
destrozados sus sepulcros, y aventados sus despojos, y lle-
var a las páginas de esa historia el dolor y el espanto que
sufrieron en aquellos instantes indecibles... Será menester
ir por las noches bajo el árbol del sacrificio incruento, a sor-
prender en las ráfagas del viento al mover el follaje en-
tenebrido, los últimos balbuceos de los que murieron bajo
las ramas fatales colgados como frutos de pesadilla, y lle-
var a las páginas de esa historia el calosfrío de esos muer-
tos. .. Será menester muchas cosas...
Entretanto...
Un gobernante, un hombre no tienen importancia ex-
cepcional ... pasan... Una situación por más mala que
sea también pasa... puede que sobre cadáveres y ruinas,
pero pasa... Lo que no pasa, lo que subsiste es la unidad
social. Es, pues, en ésta donde hay que cuidar que no se
eternicen las dolencias.
Si la sociedad yucateca en llegando la hora, tiene el
valor de sobreponerse a sí misma, si tiene el valor de no
olvidar, recordando que el olvido es la primera y la mayor
de las impunidades, si tiene decimos, el valor, no de odiar
pues el odio es un crimen, pero sí de no olvidar, si sabe
cauterizarse, si aunque padezca angustias de muerte, sabe
hacerse la obra de sanidad social que le urge, para expul-
sar de su organismo la purulencia de la llaga... se habrá
salvado... Pero si nó, si cobardemente cae en la considera-
ción y en el olvido, y no tiene ese valor que es decisivo
en ésta que también ya es hora decisiva... entonces... en-
tonces estará perdida, no habrá hecho más que expeditar el
camino a la posibilidad más o menos frecuente de acae-
cimientos iguales que seguirían el mismo proceso, cada vez
que tuvieran oportunidad de presentarse, pues una ex-
periencia favorable los autorizaría... Si así es, repetimos,
entonces estará perdida, y lo que es peor, ello querrá decir
que tampoco merece la salvación.
No será así, no será así, no es posible que suceda así...
pues aún queda el alma yucateca que es capaz de todas las
redenciones.
Tarde con tarde cuando el sol cae sobre el horizonte
contemplamos el mar desde una terraza humilde, pero muy
alta como si huyendo de las miserias humanas quisiera es-
capar al cielo. Las perspectivas son soberbias... Hacia le-
vante la fortaleza del Morro cual un castillejo medio-eval
se adelanta en el mar como un vigilante. Hacia el medio-día
el nuevo templo del Jesús, destaca sobre el azul purísimo
del cielo su empinada torre de gótica arquitectura. Hacia
el suroeste una blanca avenida asciende en talud hasta los
blancos edificios de la Universidad que dispersos en lo
más alto de la cuesta y asomando entre la arboleda fin-
gen a la imaginación un paisaje de Atenas. Hacia el po-
niente las baterías de Santa Clara... Más allá el risueño
caserío del Vedado... después el horizonte marino... Tras
ese horizonte donde el sol declina, Yucatán...
A veces sobre la inmensidad azul donde las últimas
luces encienden rápidas lumbraradas color de sangre, una
vela latina vuela como el ala de una garza a ras de las
aguas. Acaso viene de la soleada tierra nativa... Acaso
va a ella.
El crepúsculo derrama sobre todas las cosas una dul-
zura de ensueño. Las penetra todas, dejando en todas un
como tinte fugitivo, algo tan espiritual como si todo se
fuera desligando de la vida para morir poco a poco con
la mansedumbre de una suave muerte. La solemnidad y
la tristeza de la hora llenan nuestra alma de una sensación
tan indefinible que nunca podríamos definirla... Acodados
sobre el pretíl de la terraza, sumidos en la vaguedad me-
láncolica del ambiente, volvemos los ojos hacia allí... ha-
cia el horizonte marino en donde el sol declina, y tras él
cual vive y sufre nuestra tierra.
Y el recuerdo se prende tanto a nuestra alma, que va
del alma a los ojos... La obsesión concluye en milagro.. .
Se borran las perspectivas, el nácar ardiente de las nubes
se disuelve, el cielo se confunde con el mar... Ya no hay
mar, ya no hay cielo, ya no hay panoramas... Todo eso
se ha fundido, y surge en lugar de todas esas bellas cosas,
ante la mirada tercamente fija en el punto obsesionador,
algo más bello: Yucatán.
Yucatán, aquel dulce, aquel risueño, aquel blanco, aquel
inolvidable Yucatán, amor de todos nuestros amores y es-
peranza de todas nuestras esperanzas, donde creímos con
la fé más pura porque allí fuimos niños; donde amamos
con el amor más hondo porque allí la juventud nos coro-
nó de rosas, y también donde la vida puso en nuestra fren-
te la primera arruga, porque allí padecimos los primeros
desengaños, y en donde es nuestra voluntad morir y des-
cansar para siempre.
Todo el ambiente que nos rodea es propicio al recuerdo.
A la dulzura del recuerdo inefable, y al supremo dolor del
recuerdo infausto... Y se nos vá oprimiendo lentamente
el alma, se nos vá llenando de angustia poco a poco, como
si fuera un vaso hecho a la amargura... Y cuando desbor-
da ya hay ante nuestros ojos un velo a través del cual pa-
rece que tiembla todo.
Y así siempre, un día tras otro día...
Y vemos a nuestra tierra en la hora de sus sufrimien-
tos máximos. La vemos esclava y triste. La vemos caída
como al pie de una gradería sobre la cual la hubiesen
despeñado desde lo más alto, manos aleves...
¡ Oh! quién pudiera salvarte tierra nuestra... Quién
pudiera al recojerte blandamente, decirte como Jesús a Lá-
zaro: "Levántate y camina"... Y alzarte hasta nuestros
labios, y oprimirte sobre nuestro pecho, y besar sobre tu
frente, y empujarte suavemente hacia adelante... hacia
adelante..., hacia el camino en cuyo término hay un fa-
nal ...
La Habana, de junio a octubre de 1919.
Este libro
se concluyó de imprimir
el 29 de Noviembre de 1919,
en la Imprenta «El Siglo XX'.
Teniente Rey núm. 27,
Habana.