7/31/2019 El Origen de La Sangre Maldita3
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El origen de la sangre maldita
Un relato basado en La Marca del Guerrero
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III.
Huetza Aivanek no era una mujer particularmente hermosa. Tampoco era la sacerdotisa ms rica
ni la ms influyente, aunque indudablemente tena poder. Su voz era suave sin llegar a ser melodiosa y
sus rasgos y sus gestos, comunes. Sin embargo, nadie poda decir que fuese una mujer corriente.
Su mirada era tan penetrante que cualquiera observado por ella se senta atravesado y
descubierto. Siempre encontraba las palabras adecuadas para convencer a quien fuese necesario de que
tena que hacer algo que antes ni se hubiera planteado. Su capacidad para calmar los nimos o enfrentar
amistades era ya legendaria.
Estas cualidades la llevaron a ascender rpidamente en la - en teora inexistente - jerarqua de la
Institucin. No estorbaba tampoco, desde luego, que perteneciese a la familia Aivanek que, adems de
ser casa mayor, estaba ligada en matrimonio con el rey. El guila carmes le daba su apoyo, su ayuda y
una buena renta para que fuese capaz de alcanzar su objetivo: Ser la Suma Sacerdotisa.
No era tarea sencilla, desde luego. La mayora haban dedicado toda una vida para lograr ese
puesto. Adems, el actual Sumo Sacerdote defendera su posicin con la vehemencia que fuese
necesario. De hecho, Huetza haba tenido que recorrer con todo cuidado su camino de rpida ascensin,
temiendo que el mando supremo de la Institucin encontrase una razn para acusarla de hereja. El
pueblo llano poda pecar y se le daba la oportunidad de enmendarse, sin embargo, no haba razones
para que un sacerdote o sacerdotisa, firmemente educados en la fe, pecasen. Adems, eran la
representacin de los dioses ms visible en el plano terrenal, y no poda permitirse que esa imagen
fuera mancillada. Cualquier pecado cometido por un sacerdote era considerado hereja. Y a los herejes
se les quemaba, desollaba, evisceraba y otros mtodos no ms agradables de dar muerte.
Sin embargo, hasta el momento, el Sumo Sacerdote no haba dado muestras de querer acusarla de
hereja. De hecho, pareca haberse decidido a ignorarla (decisin que muchos consideraron peligrosa) y
simplemente rechazaba con amabilidad todas sus solicitudes para hablar con l. Despus de todo, se
deca que era capaz de convencer a un caballo de matarse a cabezazos contra la pared. De hecho,
circulaban varias historias al respecto entre el pueblo llano, que siempre ha sido dado a inventar cuando
no encuentra respuestas.
Huetza no tena la menor idea de para qu iba a querer ella que un pobre caballo se rompiese el
crneo, pero no desmenta la historia. A veces, la ilusin del poder es poder en s mismo.
Aquella maana se haba dedicado, tras los oficios, a revisar algunas de las peticiones que sus
fieles haban dejado en la caja de ruegos que haba colgada a su puerta. Mediado el da ya haba resuelto
tres enfrentamientos familiares y se encontraba agotada. Al llegar de nuevo a su ostentoso hogar,
encontr una carta que haba sido introducida por debajo de la puerta. Llevaba un sello lacrado en rojo,
el guila de su familia.
Huetza saba que a ellos no poda hacerles esperar as que, en lugar de descansar, se sent junto al
fuego y ley la carta.
La misiva indicaba que deba desplazarse hacia el Sur, a una pequea ciudad cercana a la frontera
con los Balliot y al lado del lago Ninfa. Al parecer, tenan en ese lugar ciertos problemas que deban
resolverse de manera inmediata.
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Saban que tardara en llegar y haban enviado a un sacerdote a su comunidad para que sus fieles
no quedaran desatendidos mientras ella permaneca ausente. Segn su to, que era quien escriba, era
imprescindible que llegase cuanto antes a su destino.
Huetza Aivanek se permiti espirar un hondo suspiro. No le apeteca marcharse, pero a su familia
nadie le deca que no, nadie se negaba a aceptar una peticin de los Aivanek, ni siquiera ella, que era
parte de su misma sangre. No encontraran ningn problema en negare a seguir concedindola una alta
renta si ella desobedeca, as que prepar su marcha.
El pequeo carro, cargado slo con algunas provisiones, rebotaba contra las piedras del camino al
avanzar. Sobre l, llevando las riendas, estaba la sacerdotisa, cubierta con una capa larga con capucha.
Llevaba un farol encendido a su diestra, aunque esperaba llegar pronto a algn pueblecito, puesto que
no quera pasar la noche viajando o durmiendo al raso.
An tuvo que seguir el camino durante varias horas antes de encontrar lo que buscaba, un pueblo
donde alojarse.
Realmente, era una villa, pequea y de granjas dispersas. No obstante, tena dinero de sobra en la
bolsa como para que alguno de sus habitantes se mostrara encantado de ofrecerla dormir bajo su techo
aquella oscura noche sin luna.
Se desvi del camino principal por uno de los senderos, que conduca a la granja ms cercana.
Hizo frenar a los caballos a buena distancia y baj del carro, tirando a pie de las riendas para guiar a los
animales. Antes de que tuviese tiempo de decir nada, un joven de no ms de diecinueve aos sali del
granero con un tridente en la mano. Al verla, lo agarr en posicin defensiva.
- No os acerquis, os lo advierto, rufin! dijo, amenazador.
Huetza sonri bajo la capucha antes de retirarla de su cabeza.
- Nada has de temer, jovencito, nada en absoluto. Ni soy un rufin ni vengo a causarte dao alguno,
slo busco un lugar donde descansar del largo viaje que hasta aqu me ha trado.
El joven la mir, dubitativo, antes de clavar la hoz en el suelo.
- Mucho me temo que no tenemos espacio decente para albergaros, seora dijo -. Adems, mi
madre no est en casa y ella nunca lo permitira.
- Y tu padre? -- pregunt ella.
- Mi padre - el desconocido gir a un lado la cabeza, con gesto sombro y un evidente rencor -. Mi
padre se fue, ya no est casado con madre.
Huetza saba lo que aquello significaba. Significaba que uno de los contrayentes haba roto los
votos que haba hecho frente a los dioses. Una mala decisin, sin duda, y triste. No obstante, lo que ella
necesitaba en ese momento era ser acogida.
- Si no est, entonces eres t el hombre de la casa. Apidate de una pobre mujer en el camino, de
noche y sola. Tengo monedas para pagarte por las molestias.
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La mencin a la bolsa que llevaba al cinto pareci despertar finalmente el inters del joven, que
mir con ojos renovados la proposicin. Se pas la lengua por los labios, pensativo, y luego mir hacia el
sitio por el que su madre se haba marchado, aunque an tardara en regresar. Supuso que no le hara
mal ni l ni a sus parientes conseguir algo de dinero, slo esperaba que no se lo tomasen a mal.
- No me gustara que os ocurriese nada. Pasad, dejar los caballos en un sitio resguardado.
Por supuesto, aquella familia no tena no tena una cuadra. Para qu iba a quererla? La mayora
de las personas que vivan en lugares como ese slo vean caballos cuando vena el reclutador o por
algn que otro comerciante de viaje.
Huetza se introdujo en la desvencijada y mohosa casa de madera. Era extraordinariamente amplia
y estaba plagada de lechos de paja. Seguramente all viva una familia grande, que por alguna razn
haba salido, dejando al cargo al joven que acababa de conocer y que no tard en regresar y preparar
algo de cena para su husped. No cocinaba demasiado bien, pero Huetza no interpuso queja alguna. Ella
no era de la clase de personas que se quejan. Uno puede conformarse o actuar, pero quejarse no suele
ser productivo. As pensaba.
Avanz la noche y el anfitrin la llev a la parte de arriba a travs de unas precarias escaleras. En
la boardilla haba varios espacios separados que deban servir de habitaciones para los miembros de la
familia ms afortunados y, en aquella noche, tambin para ella. El joven puso una sabana limpia aunque
rada sobre el montn de paja, e incluso proporcion a la sacerdotisa una linterna por si deseaba salir en
la noche a hacer sus necesidades.
La mujer, que en ningn momento se haba desembarazad de su capa a pesar de calor, para poder
mantener en secreto su oficio, agradeci el gesto y dej que el joven se marchase antes de cambiarse de
ropa. Se puso un camisn de lino, en lugar de su caracterstica tnica blanca y morada, y se ech usando
la capa como manta.
Tras unas cuantas oraciones, se dispuso a dormir.
No escuch los pasos ni la despertaron los susurros. Tampoco oy el crujido de la madera cuando
ascendan por la escalera, ni las respiraciones. De hecho, hasta que no levantaron un poco la capa para
ver mejor, Huetza dorma plcidamente.
El fro la hizo revolverse unos segundos antes de despertarse. Vio al joven que le haba cobrado
por guarecerla en su casa, y con l un hombre unos aos mayor, rondando la treintena. Ambos soltaronla capa, cubrindola de nuevo, cuando les mir.
- Pues s era verdad, por las nieblas del infierno - farfull el recin llegado -. Te has coronado esta
vez, rapaz.
El joven sonri torvamente, inseguro, y lanz una mirada intensa pero indescifrable a la
sacerdotisa, que se mantuvo en silencio, completamente despejada al instante, sintiendo el hormigueo
provocado por una amenaza cercana recorrindole el cuerpo.
- No es muy hermosa, pero es una mujer dijo con una sonrisa ladeada aqul que no conoca.
- Por eso te he llamado, Pit - se justific su anfitrin, Colin, claramente buscando la aprobacin de
su interlocutor.
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Y su interlocutor, que era un gran manipulador y conocedor de las cosas que no se dicen, y de las
que se dicen sin ser dichas, le recompens con lo que buscaba.
- Y has hecho bien, amigo mo, has hecho bien - dijo, con el tono de un comerciante palmeando el
cuello de su mula. Luego mir a la sacerdotisa, aunque por el momento l desconoca que lo fuese -. No
trates de gritar, si no te importa. De todas formas, nadie puede orte aqu.
Ella le mir durante varios segundos, y luego respondi con voz firme.
-- Y quin ha dicho que vaya a gritar?
El tal Pit sonri con tal brillo complacido en los ojos que a Huetza la recorri un escalofro. De
inmediato se dio cuenta de que aquellas palabras slo provocaran ms placer al demonio que aquel
hombre guardaba en su interior.
- Ests seguro de esto? - pregunt el ms joven que, a su vez, se sinti amedrentado por la
entereza de la dama.
Ella le mir frotarse las manos, nervioso, mirar a los lados, cauto, evitar el contacto visual,
avergonzado y un punto temeroso. Obviamente era la primera vez que haca algo como aquello. Pit, en
cambio, pareca un experto y le respondi ocultando su hasto y mostrndose condescendiente.
- No te preocupes de nada. Slo ven aqu y aydame a sujetarla.
En el momento en que la pusieron las manos encima, ella se debati, contonendose para librarse
de las cuatro manos que aferraban sus muecas y tobillos.
- Calma, calma - dijo Pit -. Esto no tiene que acabar mal, slo queremos divertirnos un rato.
Huetza saba que menta. Colin no.
- T primero - indic Pit con un cabeceo -. No quiero que me mires juzgndolo antes de probarlo.
Por fin el joven la mir a los ojos y ella pudo distinguir en ellos la ansiedad, la culpa, el deseo y una
rabia incontenible que le llevaba a actuar de una forma irracional. Se acerc a ella ocultando su
indecisin tras una falsa determinacin y la levant el camisn. Ella analiz lo poco que poda deducir
de su comportamiento y actu a ciegas, confiando en tener suerte.
- -- Lo que te hizo no tuvo justificacin, pero tampoco la tendr si lo haces t. Abandona este
camino ahora que an puedes, no esperes a convertirte en la clase de monstruo que odias.
El joven Colin dio un respingo, retrocediendo y mirndola con los ojos desorbitados. Bien, haba
acertado. Pero el muchacho era el mal menor. No sera tan fcil con el desquiciado Pit, que solt un
gruido de frustracin y at las manos de la mujer diciendo:
- Estpido rapaz, quita de en medio, te mostrar cmo se hace.
Huetza ech un rpido vistazo a su agresor, pero supo enseguida que poco podra hacer contra l,
as que mir de nuevo a Colin, que observaba todo aquello con gesto desencajado y ausente, mezclando
la penosa realidad con duros recuerdos. La sacerdotisa era una mujer compasiva y sacrificada, pero no
encontr otra opcin que aprovechar su debilidad de mente.
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- Es esto lo que quieres? - le pregunt, y al ver cmo miraba hacia otro lado le reproch - Acaso
piensas que de no verlo dejar de ocurrir? Estoy aqu slo a un paso de ti. No te atrevas a marcharte!
Regresa, enfrenta lo que ests haciendo. Porque lo haces, Colin, an si no participas activamente,
consientes y colaboras, eres culpable de sus acciones tanto como l, al menos qudate y que sean dos los
que disfruten de mi tormento. Pasaste una dura prueba que en la vida que ningn nio debera pasar,
pero ahora qudate ah, sin hacer nada, para que esos momentos ocurrieran en balde. Deja que estopase y ser como si aprobases tu propio sufrimiento, y entonces s ser de justicia que te ocurriese.
- No! bram el muchacho, iracundo.
- Deja de escucharla, como si no oyeses nada - le aconsej el temible Pit, que ya acariciaba la piel
de la mujer con morbosidad.
- Observa, observa y recuerda - insisti ella.
Por un instante, un brillo extrao se reflej en sus ojos y entonces Colin record vvidamente
aquel momento oscuro y terrible, y nadie haba all para defenderle, nadie excepto l mismo. Inducido
por un trance casi hipntico, recogi un madero medio podrido del suelo y lo estamp contra la cabeza
de Pit. El madero se dobl con el golpe sordo y luego chirri y se parti en varios pedazos.
Pit aull de dolor un momento, como deban aullar los lobos cuando todava poblaban el reino. Se
volvi, no obstante, aparentemente sin acusar el golpe, y agarr a Colin del cuello, golpendole contra
una de las vigas una y otra vez hasta que perdi el conocimiento. Luego le dejo caer al suelo, sin sentido,
y escupi junto a l. Su saliva estaba mezclada con sangre, porque se haba mordido la lengua debido al
golpe.
- Tienes suerte de que te necesite para enterrar el cuerpo, mocoso - farfull.
Estir la dolorida espalda e hizo crujir el cuello. Cuando se volvi hacia la mujer, ella se haba
puesto en pie y le miraba fijamente a los ojos. Intento esquivarle y salir de la estancia.
- A dnde queris ir, bella dama?
- Te lo suplico, deja que me marche.
- Luego - sonri l complacido -. Si te portas bien.
Los dioses saban que no le gustaba actuar as, que no quera daar a nadie ni abusar de poder,
pero tambin deban saber que no poda hacer otra cosa en aquel momento. Saba que el alma de aquel
hombre estaba en tinieblas, que difcilmente distingua el dolor ajeno y que su arrojo slo poda sercalificado de temeridad. Un miedo racional no actuara contra l. No, tendra que hacer algo mucho ms
intenso, despertar en l un terror irracional y atvico.
- Yo no soy la primera, pero s ser la ltima. Oddeim est cerca de ti, sintelo, te busca. Los dioses
estn furiosos contra ti.
- Los dioses no existen - replic l siseante.
- Existen y han venido a buscarte - dijo. Pit mir ha un lado, donde algn ratn haba hecho crujir
la paja -. Estn preparados, todos estn preparados. Tus vctimas te estn esperando al otro lado, a ellas
te lanzar Oddeim para que te hagan pagar con justicia, sangre por sangre.
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Una sombra cruz la ventana, o eso le pareci a Pit, que se gir bruscamente.
Con valor se aproxim a la ventana, pero no vio a nadie afuera. El tejado era alto y era imposible
que alguien hubiese llegado hasta all sin los asideros necesarios. Pero entonces Qu haba visto?
- Eres una bruja! - la seal, acusador, iracundo.
- No soy una bruja, los dioses me han enviado aqu para darte la ltima oportunidad, y has fallado
en tu prueba, Pit. Escchalos, ya estn cerca.
El hombre sinti que el bello se le erizaba cuando las voces de trece mujeres, susurrantes y
amenazadoras, se extendieron por la estancia. Cuando volvi a mirar a Huetza, los ojos de la sacerdotisa
brillaban, tornasolados, con un resplandor dorado.
*Oddeim, t que eres ms sabio, gua sus pasos a donde deban ir. Tuya es la decisin y yo soy tu
sierva*
Las sombras se agitaron, las acusaciones se entremezclaron, aumentaron en intensidad einsistencia, le agobiaron, agotaron su temple. Empez a sentir manos que le agarraban y traban de
retenerle. Grit, pero como bien haba dicho nadie le oira all. Perdi el dominio sobre s mismo y sali
corriendo hacia la ventana, por la que salt desesperado, en pnico.
Dio una vuelta en el aire, en el breve espacio de un piso hasta el suelo, y cay de cabeza
rompindose el cuello, dejando as en evidencia la firme decisin del dios de la muerte a quien
humildemente haba acudido Huetza.
*Sabio eres y en tu sabidura confo. Ten piedad de su alma si es que la merece* concluy, tras
contemplarle por la ventana.
Atendi al muchacho herido, cortando la hemorragia, y se march de all antes de que despertase,
dejndole una nota de agradecimiento por la hospitalidad. Como si nada hubiese ocurrido, sobre la mesa
dej las monedas que le haba prometido antes de seguir su camino.
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