GOTA DE SOL
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GOTA DE SOL
WALTHER CORBERT
A mis queridos padres, por su amor, trabajo y sacrificio
en todos estos años; y a cada una de las personas que
me apoyaron y compartieron este largo camino a mi lado.
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Mira que a veces el demonio nos engaña con la verdad, y nos trae la perdición envuelta en dones que parecen inocentes.
William Shakespeare, Macbeth
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Corbert, Walther
Gota de sol. - 1a ed. – Buenos Aires: el autor, 2015.
253 p. ; 21x15 cm.
ISBN 978-987-33-7229-2
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título
CDD A863
Este libro fue impreso en: "La Imprenta Digital SRL"
www.laimprentadigital.com.ar
Calle Melo 3711 Florida, Provincia de Buenos Aires
En el mes de (MES) del año (AÑO)
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PRIMERA PARTE
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Capítulo I
Imagínate si revelaras información referida a personas
que están involucradas en asuntos muy importantes, casi
tan serios, que les darían cadena perpetua por cada uno de
los homicidios que han cometido. Imagínate si los delata-
rías… Estarías acabado pronto, ¿verdad? Pero yo, de todas
maneras, ya estoy muerto. Pronto me marcharé de este
mundo y es por eso que escribo este relato sin censura. No
espero que todos me entiendan; solo uno, al menos uno,
entenderá por qué lo hago.
Me encuentro en un departamento alquilado en la ca-
pital de Argentina, alejado y escondido de todo aquello
que me hace mal, escribiendo de mi puño y letra en este
sucio y arrugado papel que encontré tirado en el suelo de
esta asquerosa, barata y repugnante habitación. Solo y
aislado de todos mis seres amados, de todas aquellas per-
sonas que fueron y serán mis grandes amores donde quie-
ran que estén.
No lo hago por odio, ni rencor ni nada por el estilo;
simplemente lo hago porque así es como tiene que ser, no
tengo otra salida; es por mi propio bien y el de los demás.
Al fin podré descansar en paz.
Hasta aquí llegué. Me despido con estas últimas pa-
labras mientras estoy sentado en la esquina del colchón,
junto a una botella vacía de whisky barato, observando
cómo se escapa el humo del cigarro aplastado en este
deteriorado piso de madera.
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Observo la última imagen que tengo ante mis ojos esta
noche, cuando falta tan solo un minuto para las cero ho-
ras del nuevo año. Desde el décimo piso miro una gran
parte de la increíble ciudad de Buenos Aires, a través del
antiguo ventanal que está abierto de par en par con las
cortinas largas y blancas arrinconadas hacia un costado.
Tantos son mis nervios que me detengo a escuchar el es-
trujado sonido del ventilador que está justo detrás de mi
cabeza, mientras espero el destello de los fuegos artificia-
les por los cielos de esta apagada y triste noche, para así
despedirme de este mundo de una maldita vez.
BRUCE NATHANIEL COLLINS
Esa fue la carta que mi padre dejó junto a su cadáver
antes de que tomara el revólver y gatillara en su cabeza
justo a las cero horas y un segundo del primer día de
enero, camuflando el fuerte y sólido sonido del disparo
entre los estruendos de todos los fuegos artificiales.
Al día siguiente, el conserje del edifico notó que algo
extraño sucedía en la habitación de mi padre y decidió
abrir la puerta. Tal fue su sorpresa que se quedó paraliza-
do, sin poder reaccionar. Llamó a la policía inmediatamen-
te. El cadáver de mi padre, con un agujero en la sien, esta-
ba tendido sobre la cama repleta de sangre. Hallaron el
arma junto a él. La única bala que había en la habitación
fue la que terminó dentro de su cabeza.
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Mi madre me ha mencionado una vez que mi padre
nunca supo de mi existencia, pues se marchó antes de que
yo naciera. En verdad, jamás conocí el motivo de su parti-
da; sin embargo, llevo su apellido por decisión de mi ma-
dre. La única y última noticia suya fue cuando tenía quin-
ce años, cuando descubrí esta carta que escribió antes de
suicidarse.
Quiero que sepan que lo que escribo acerca de él es
porque ahora yo me encuentro en la misma situación que
mi padre, en diferente tiempo y espacio. Tengo un revól-
ver viejo y gastado junto a mí con una sola bala en su inte-
rior destinada a mi cabeza… Pero no volveré a hacer lo
que mi padre hizo… No me rendiré; lucharé hasta el últi-
mo momento, hasta que mi cuerpo ya no resista. Pelearé
por esto, esto que es hermoso y único, demasiado corto
por desgracia. Hablo de ella… “la vida…”. Es una sola y
no pienso desperdiciarla.
Me pregunto si estará escrito mi destino. No lo sé. So-
lo puedo asegurarles una cosa: somos dueños de nuestro
propio destino; controlamos nuestros pensamientos y
nuestras acciones, pues elegimos siempre cuál es el pró-
ximo paso que daremos, cada año, mes, día, hora, minuto
y segundo. No debemos perder el control sobre nosotros
mismos… Todo está en nuestras manos.
Decidí contarles esta historia porque pienso que puede
ser leída por muchas personas. Así entenderán el porqué
estoy aquí encerrado, en este preciso momento. Aquellos a
los que no les guste o que no tengan ganas de leerla, pues
no la lean. Aunque no lo creo, porque precisamente la gen-
te que siempre anda detrás de las explicaciones es la más
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curiosa, y pienso que ninguno de ustedes se perderá la
oportunidad de leer el relato de los sucesos que me traje-
ron hasta aquí.
La tristeza que hay en mi interior hoy golpea fuerte-
mente en mi pecho. Me hace mirar hacia atrás y hacia ade-
lante al mismo tiempo. Me produce una sensación de va-
cío, tan liso y tan perfecto que indica que no hay nada den-
tro de mí. Solo pienso en lograr sobrevivir y hacer lo me-
jor que pueda para sentirme bien conmigo mismo a partir
de ahora. Perdí el interés en seguir preocupándome por
cosas simples o sinsentido. Entiendo que aunque yo ya no
esté aquí, en este mundo, nada se detendrá; todo seguirá
marchando como el transcurso natural de las cosas. Solo la
luz se apagará para mí, todo se oscurecerá y terminará de
una vez. ¿Quién sabe lo que me espera en la eterna y terri-
ble oscuridad que yace sobre cada uno de nosotros?
¿Quién sabe qué sucede cuando nuestro maldito cerebro
deja de funcionar? Solo pienso en seguir adelante hasta el
último suspiro de mi vida.
No sé cómo empezar a contarles todo esto que está su-
cediendo o, en otras palabras, este hecho trágico que me
ha tocado vivir y que me trajo hasta aquí. Ante todo quiero
que sepan la frase que escribí con mi dedo sobre la sucia
pared de este horrendo lugar. Cada vez que levanto la ca-
beza, la miro y leo: “No te rindas ni aún vencido. Suelta tu
imaginación y lograrás cambiar tu propio destino”.
Es lo único en lo que puedo reflexionar ahora para no
sufrir o moriré aquí encerrado y abandonado. Constante-
mente pienso que la puerta se abrirá en cualquier momento
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y que alguien vendrá a rescatarme… Lo sé, no dudo ni un
segundo de ello.
Nunca pensé que podría sucederme a mí. Es decir,
siempre lo vemos o lo escuchamos en las noticias o cuan-
do le ocurre a alguien cercano a nosotros, pero nunca ima-
ginamos protagonizar historias como esta. Sin embargo,
aquí estoy, prisionero de un psicópata. Todo puede cam-
biar de un día para el otro; las cosas cambian rotundamen-
te. Cualquier hecho, acontecimiento o suceso puede cam-
biar nuestros destinos para siempre, ya sea para bien o
para mal… Simplemente, las cosas cambian.
La situación en la que estoy es algo difícil de explicar;
aunque todo parezca estar perdido, creo y confío firme-
mente en que lo que ocurra sea para bien. Mi fe permanece
intacta. No sé si en el momento en que la puerta se abra
seguiré vivo, pero aún así tengo esperanzas…
Antes de adelantarme, quiero decirles cuál es el moti-
vo por el que escribo esto: simplemente porque es mi úni-
ca salida. Si no lo hiciera estaría agonizando y suplicando,
pensando de qué manera moriré aquí dentro o, peor aún,
estudiando una y otra vez la idea de volarme la cabeza con
el revólver. Maldigo toda esta mierda, pero sé que no per-
deré el control mientras escriba y mantenga ocupada mi
mente. Así logro dominar mis debilidades y mis impulsos
para no perder la razón. Ocupo mi tiempo en otra activi-
dad que no sea mi propia muerte. Todos deberíamos saber
controlarlo; no digo que yo sepa hacerlo, solo lo estoy
intentando mediante esto que vosotros leéis en este mo-
mento. Se trata de emplear mi tiempo en redactar o en
quedarme con los brazos cruzados y esperar que suceda
algo.
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Mi nombre es Bruce Collins, igual que el de mi padre.
Mi madre lo debió haber amado demasiado, no me cabe
duda de eso.
Fui secuestrado y luego encerrado en una repugnante
habitación. Escribo esperanzado en que aquella persona
que encuentre mis notas, en caso de que pierda la vida,
pueda difundirlas y explicar el motivo de mi muerte.
Recuerdo desde el primer momento que me trajeron
aquí: dos sujetos corpulentos me sujetaron fuertemente de
ambos brazos, arrastraron mi cuerpo casi en el aire dejan-
do que las puntas de mis pies rocen el suelo. Podía sentir
cómo apretaban con fuerza mis brazos mientras camina-
ban presurosos y en silencio por un recto y largo pasillo.
En ese momento no podía ver nada, estaba semidor-
mido. Era como si me despertara de una anestesia comple-
tamente desorientado. No entendía qué estaba sucediendo,
ni siquiera tenía fuerzas para mover ni un músculo de mi
cuerpo, hasta que de pronto escuché el sonido de un pica-
porte y luego el ruido de una puerta que rayaba fuertemen-
te contra el piso al abrirse. De un fuerte empujón me lan-
zaron hacia dentro.
No podía ver nada a causa de una venda que cubría
mis ojos. Solo sentí el fuerte impacto que sufrió mi cuerpo
debilitado al caer al suelo; ni siquiera tenía fuerzas para
mantenerme en pie. Estaba exhausto y casi inconsciente.
Sin embargo, en el momento que caí, escuché una voz que
me llamó la atención; una voz que me resultó muy familiar
y que me traía una sensación de confianza y de esperanza,
pero jamás pensé que aquella persona, diría: “Piensa lo
que vas a hacer. Es por tu bien y el de los demás. Termina
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de una vez con todo esto; ya sabes lo que tienes que ha-
cer”.
La situación se había revertido totalmente. Todo era
cada vez más confuso. Sus palabras me descolocaron por
completo, produciéndome dolores fuertes en el estómago y
en la cabeza.
Al caer al suelo y al escuchar la voz de Josep Bueno
diciendo esas palabras, me quité la venda que cubría mis
ojos e intenté mirar hacia la puerta de donde provenía
aquella voz. Pero todo estaba tan oscuro que no pude ver
siquiera mis manos; solo escuché el sonido al cerrar la
puerta, seguido de la cerradura. Ya estaba aprisionado y
atrapado, no había nada que hubiese podido hacer a partir
de ese momento.
Interiormente sabía que este era un plan preparado y
diseñado por una persona que sabía muy bien lo que hacía.
No dejaría ni un detalle que lo pudiera perjudicar. Sería
inútil golpear las paredes con la poca fuerza que tenía o
gritar hasta quedarme sin voz. No habría nadie del otro
lado que pudiera escucharme pues, seguramente, estaba en
un lugar abandonado.
Me quedé sentado sobre el suelo, tratando de tranqui-
lizarme y armonizar mi cuerpo hasta que comenzaron a
caer las primeras gotas de la lluvia que se avecinaba. Ya
no tenía fuerzas, por eso me recosté en el suelo mientras
oía las gotas golpear sobre el techo. Era tanta opacidad
que la única luz que había era de la luna que se filtraba por
una pequeña ventana de ventilación sobre el techo, a unos
cinco metros de altura aproximadamente del piso. Exhaus-
to y cansado, tanto física como mentalmente, arrojado
sobre el suelo, me desvanecí, dejando que mis sueños fue-
ran mi única salida de esta cruda y triste realidad.
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Desperté sin saber cuánto tiempo había estado incons-
ciente. Solo recuerdo el rayo de sol que daba sobre mi
rostro. Al abrir los ojos deseé creer que había despertado
de una horrible pesadilla, pero ahí estaba, sentado en me-
dio de una sucia y malolienta habitación repleta de polvo.
Intenté ponerme de pie lentamente con el impulso de mis
débiles piernas. La camisa blanca que llevaba puesta, ob-
sequio de mi madre cuando me mudé a vivir solo por pri-
mera vez a Nueva York, estaba cubierta de tierra. Había
tanta suciedad en el lugar que ni siquiera se podía ver el
verdadero color del suelo.
No recordaba nada de lo ocurrido aquella noche, solo
las últimas palabras de Josep Bueno; no podía dejar de
pensar en eso y sentía mucho temor. Sabía que no había
ninguna salida; estaba atrapado entre esas cuatro paredes,
un lugar que, seguramente, debió haber sido una oficina y
en ese momento era una pocilga abandonada.
Una vez de pie, tambaleando, el pánico se apoderó de
mí. Comencé a dar pequeños pasos hacia atrás, mientras
observaba todo el lugar, sin darme cuenta de lo que estaba
haciendo hasta que mi espalda impactó contra la pared,
apoyé las manos y sentí la tierra que se desprendía de la
fría pared cubierta de azulejos blancos. Luego comencé a
dejar caer mi cuerpo hasta quedar sentado. Me tomé el
cabello con ambas manos maldiciendo lo que se me cru-
zaba por la mente, sin creer aún todo lo me estaba suce-
diendo.
Me distraje durante varias horas sentado observando la
pequeña ventana que había cerca del techo, mi única salida
directa al exterior. Por allí entraba un poco de aire. No
sentía frío, pero tampoco calor. Traté de observarme a mí
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mismo; intenté verme a través de otro sujeto para poder
pensar de una manera diferente… Recordaba haber leído:
“Mira y observa cómo eres y lo que haces, enfócate desde
otro punto de vista paralelo a ti, como si fueras tu propio
espejo. Crea a alguien paralelo a ti y entra en él”. De esta
forma traté de apaciguar y serenar mi cuerpo y mi alma.
Comencé a recordar los momentos que forjaron mi vi-
da, aquellos en los que alguna vez fui feliz. Vino a mi
memoria la cena familiar en vísperas de Año Nuevo junto
a mi familia, chocando las copas, escuchando el sonido
perfecto de esos cristales al tocarse para brindar junto con
las personas que en ese momento extrañaba más que nun-
ca: mi madre. ¡Oh, mi madre! Cómo la amaba… Aunque
cada vez estábamos más distanciados, siempre permanece-
ría a mi lado. Cómo no recordar los momentos con mis
grandes y queridos amigos. Quería estar reunido con ellos
en ese momento; verdaderamente los extrañaba. Pero si
había algo que anhelaba en lo más profundo de mi ser era
a esa persona que amo con toda mi alma, alguien que cura
mis heridas con solo acariciarlas, la que eleva mi espíritu
hasta lo más alto de las montañas con un simple beso en
mi mejilla. Ella… que es mi faro en medio de una tormen-
ta en el océano; mis ganas de vivir: María Loren, la mujer
que con su amor había conquistado mi corazón.
Había conocido a María Loren en primer año de la
Universidad de Derecho, en la gran ciudad de New York.
Pasaron unos cuatro años desde que su mirada y su sonrisa
pasearon ante mi vista por primera vez, deslumbrándome
y transformándome en un completo idiota. Maravillosa
magia la de una encantadora y hermosa mujer. Es el poder
más fabuloso que existe en este mundo. El encantamiento
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de una dama puede volar cualquier cabeza a su paso.
¿Cómo es posible que una simple mirada, una voz, una
pequeña sonrisa cambien las piezas de mi cerebro? No
existe respuesta a esto. Ella era la motivación que me ha-
cía seguir adelante, pero aquí me detengo, pues ya les con-
taré acerca de María Loren más adelante.
Luego de varias horas de estar aprisionado, la lluvia
cesó. La luz del día comenzó a infiltrarse cada vez más y
más hasta quedar completamente visible la pequeña habi-
tación.
Apoyándome en mis manos me levanté del suelo y di
unos cortos pasos. A cada paso, la tierra del suelo se le-
vantaba y volaba por los aires. Me acerqué a la pared y la
miré en detalle; froté mis dedos sobre la tierra y los sacudí
lo suficiente para volver a ver los cerámicos blancos de las
paredes. Me acerqué a la esquina y vi un pequeño charco
de agua producto de la lluvia de esa eterna anoche. A su
lado había un balde rebalsado de un agua repugnante, pero
que en ese momento era mi única bebida para poder so-
brevivir ya que no tenía alimentos ni bebidas para consu-
mir. Debía saber aprovechar aquella agua. Recordé haber
leído acerca de personas que murieron por no beber ni
ingerir ningún alimento. Si carecía de ambos fallecería en
muy poco tiempo, pero lo importante era proveer siempre
al cuerpo de algún líquido, pues solo así tendría posibili-
dades de sobrevivir.
Por último, me dirigí hacia otro elemento importante
que había en la habitación: una máquina de escribir; tam-
bién había unas cuantas hojas que alguna vez fueron blan-
cas y en ese momento eran casi amarillas debido a los
años que permanecieron guardadas en un cajón. Me acer-
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qué a la pequeña mesita de madera, podrida por su desgas-
te y repleta de telarañas en sus esquinas, y coloqué la pri-
mera hoja. Giré la perilla y comencé a golpear las viejas
teclas, probando una por una…
Con ella estoy escribiendo estas palabras.
La única razón por la que estoy aquí y con esa estúpi-
da máquina de escribir es por un simple código, que aun-
que resulte insignificante, es tan importante como la vida
de muchas personas. Estoy seguro de que la persona que
quiere obtenerlo, está en este mismo momento ofreciendo
mi vida a cambio de los códigos restantes. Sin embargo,
hay una cosa que ella no puede saber… nunca encontrará
lo que busca si yo no escribo lo que sé, y en este momento
no pienso hacerlo.
Solo hay una cosa más que aún no les he contado. En
este cuarto hay algo más que puede acabar con mi vida en
un instante.
Cuando desperté vi en la otra esquina de la habitación
un bulto negro. No quise acercarme ya que suponía lo que
podría encontrar, pero la incertidumbre que sentí superó
mi razón y fui directamente hacia allí para asegurarme de
lo que era. Me paré a su lado, lo miré desde arriba y lo
levanté del suelo. Soplé por encima para quitar el polvo
que tenía y despejé todas mis dudas: era un revólver cali-
bre treinta y ocho. Abrí el tambor y solo había una bala
que ya estaba destinada a mí.
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CAPÍTULO II
Mi televisor estaba programado para que los trescien-
tos sesenta y cinco días del año se encendiera automática-
mente a las 9 de la mañana; es el despertador más fiel que
encontré hasta el momento.
Al despertar, el canal informativo aseguró aquella fría
y lluviosa mañana de noviembre: «…se calcula que dos de
cada diez hombres poseen la cualidad de psicópatas. Están
por cualquier lugar y jamás podrán enterarse; desde una
persona que administra una empresa, un chofer de trans-
porte público, o hasta una persona que nos gobierna. Hay
una frase que dice: “No son todos los que están, ni están
todos los que son”, la cual se refiere a que no todos los que
se encuentran en un hospital psiquiátrico son “locos”, y no
todos los “locos” que existen están encerrados. Un psicó-
pata es una persona que padece un trastorno antisocial en
su personalidad; estas personas no sienten empatía por el
prójimo, ni remordimiento por sus acciones. Viven en un
mundo con sus propias normas y solo sienten culpa cuan-
do rompen con ellas. No tienen reparos en mentir, manipu-
lar o lastimar para conseguir lo que tienen en mente. Tie-
nen gran oratoria y encanto; son simpáticos y conquistado-
res en primera instancia. Poseen una autoestima exagerada
y se creen mejores que el resto todo el tiempo. También
necesitan constantemente estímulos ya que caen con faci-
lidad en el aburrimiento. Si dañar o herir a otra persona no
está en su sistema, no lo harán. El problema es cuando
esto es inevitable, ya que luego de que llevan a cabo su
cometido y son penados por la ley, desde el punto de vista
penal, como conscientes de sus actos, son imputables. Pe-
ro a diferencia de un reo normal, no existe posibilidad de
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corregir su conducta, por lo que la rehabilitación se basa
en fomentar una forma de vida que les reporte beneficios y
evite penas...».
Si tan solo pensamos un minuto en este interesante in-
forme periodístico, nos daremos cuenta de cómo la mani-
pulación de la mente humana nos arrastra todo el tiempo
hacia donde ella aspira y ambiciona llegar.
Fue lo primero que oí al despertar cuando mi televisor
se encendió aquella helada mañana. Muy a menudo olvido
fácilmente lo que oigo todos los días en el noticiero. Sin
embargo, ¡vaya comentario el de aquel día! Lo recuerdo
de principio a fin hasta hoy, y no lo he podido quitar de mi
mente. Debo admitir que estoy de acuerdo con el informe
que realizó aquel periodista cuando dijo: «…jamás se po-
drá tratar con una persona que no tiene control ni cordura
de sí misma…».
Lo recuerdo todo. Quizás sea porque aquel día tendría
que haber sido uno de los más importantes de mi vida.
Estaba muy contento, pero al mismo tiempo nervioso. Al
levantarme de la cama aquel 27 de noviembre fue cuando
todo comenzó hasta el día de hoy y mi vida cambió ines-
peradamente.
Ya ven, estoy aquí encerrado entre cuatro paredes,
mientras escribo en unas sucias y polvorientas hojas. Lo
único que pienso es que se abra la maldita puerta y pueda
largarme de aquí para hacer justicia con mis propias ma-
nos contra los responsables de esta tortura que me toca
vivir.
Al levantarme, caminé descalzo sintiendo el frío suelo
de mi habitación, hasta llegar semidormido a la ventana;
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luego corrí la cortina hacia un lado y miré a través del vi-
drio empañado la lluvia que envolvía Nueva York. Acer-
qué mi frente hasta que quedó pegada al vidrio, respiré
profundamente dejando que mi aliento tibio fluyera y em-
pañara aún más la ventana, para luego alejar mi cara y
escribir con mi dedo sobre el vidrio congelado: “M a r í
a”.
En ese mismo instante, recordé cuando conocí a Ma-
ría Loren; desde entonces ya pasaron tres años.
Era mi primer día en la Universidad de Nueva York.
Debía entrar a primera hora de la mañana, pero estaba re-
trasado a causa de una copiosa lluvia. Debo admitir y
agradecer haber llegado tarde aquel día. Hasta hoy agra-
dezco también no haber comprado un paraguas, pues hu-
biese sido una desgracia no cruzarme con María Loren,
con la que me topé por primera vez justo al cruzar la calle,
camino hacia la facultad. Se ofreció humildemente para
protegerme de las gotas que mojaban toda mi ropa. Con su
pequeño paraguas cruzamos juntos la calle hasta llegar a la
entrada de la universidad. Cuando la miré pude ver los
ojos más incandescentes y bonitos que pudieran existir.
Cerró el paraguas y, al sacudirlo, rió instantáneamente al
verme empapado de todas formas.
Desde entonces me tiene enredado y atado con canda-
dos de acero a su corazón. Me entristece recordar todo
esto, pero los recuerdos invaden mi mente y alma, y vol-
carlos en esta hoja, me hace sentir un poco mejor.
Como les dije, era un tiempo muy especial para mí.
Era el día en que le propondría a María Loren si quería ser
mi compañera de vida. Aunque no convivimos muchos
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años juntos, siento que mi vida pasada fue junto a ella. La
verdad es que la amo, es todo lo que puedo decir a mi fa-
vor, con eso alcanza y sobra. Quizás no me entiendan, o
crean que estoy loco, pues si es así, entonces no me impor-
ta decir que estoy loco por amar intensamente a una per-
sona que pudo cautivar todo mi ser.
Me dirigí al placar de mi pieza, deslice la puerta y abrí
el primer cajón que estaba frente a mí. Tomé una pequeña
cajita de terciopelo negro del tamaño de mi mano, luego
me senté sobre la cama, la abrí, y me detuve unos segun-
dos para mirar detenidamente los anillos de compromiso
que había comprado para nosotros y que pensaba inter-
cambiar con María Loren en la velada de aquella noche.
Como todos los que han vivido una situación similar, pen-
sé en la reacción y en la contestación que daría María
cuando le propusiera matrimonio.
Luego de proyectar la imagen de lo hermoso que sería
vernos juntos, cerré la caja, respiré profundo, me puse de
pie y dejé los anillos sobre la cama para ir asearme al baño
como era la rutina habitual de todas mis mañanas.
El día se me hacía eterno y las horas no pasaban. An-
siaba la llegada de la noche como un niño que espera que
su madre lo pase a recoger justo a tiempo por donde lo
había dejado. Había reservado una mesa especial para dos
personas en un restaurante llamado La Casa del Tío Tom,
a pocas cuadras de aquí. No era de lo más elegante, pero
sin embargo servían unos platos deliciosos y magníficos y
también contaba con un decorado bellísimo en su interior.
Para la tarde, la lluvia había cesado. Faltaba poco
tiempo para ver a María Loren, pues la había citado en el
restaurante a las 21 en punto. Me afeité y luego coloqué
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fijador de cabello por todo mi pelo, me peiné hacia atrás.
Me observé en el espejo y contemple viejos recuerdos de
amor que pase junto a ella. Ya preparado, quité del perche-
ro una camisa clara y un pantalón oscuro. Miré el reloj y
aún faltaba más de media hora para la cita. Si iba cami-
nando tardaría unos quince minutos. Tomé mis llaves y la
billetera y decidí salir un rato antes para caminar y tomar
un poco de aire fresco que no me vendría nada mal. Pero
en el preciso momento en el que estaba girando la cerradu-
ra de la puerta para abrirla recordé que me faltaban los
elementos más importantes de toda la noche: los anillos.
Regresé a buscarlos sobre la cama donde los había de-
jado más temprano, pero cuando me disponía a recogerlos
escuché golpear la puerta tres veces. Sorprendido por
quien podría ser a esa hora, me acerqué y pregunté entre-
cortadamente:
–¿Quién es?
–Por favor, Bruce, ¡soy yo!… Adler… –respondió con
la voz aguda y asustada.
Abrí la puerta sin pensar. Era la señora Adler, una mu-
jer de setenta años de edad, que vivía en el departamento
de al lado, junto al mío.
–¿Cómo está, señora Adler? Qué gusto verla.
–Bien hijo, bien... Perdona que te moleste a esta ho-
ra… Es que la gata se escapó por la ventana otra vez, se ha
quedado inmóvil en el balcón y todo está muy resbaloso
allí. ¿Podrías ayudarme a entrarla, Bruce? Por favor…
–Por supuesto, señora Adler. Muéstreme dónde se en-
cuentra la gata.
No podía decirle que no a la señora Adler, pues ella
muchas veces estuvo cuando la necesité. Me ha preparado
la comida docenas de veces y siempre me preguntaba si
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precisaba algo. Nos ayudábamos mutuamente en lo que
podíamos. Era una muy buena persona que lamentable-
mente enviudó hace unos años y tenía a su único hijo ca-
sado que vivía en otra ciudad, lejos de aquí, y venía a visi-
tarla con muy poca frecuencia.
Caminé hasta el balcón y me paré junto a ella. Era
muy angosto y resbaladizo. Lentamente me acerqué a la
gata que estaba sentada muy tranquila a un costado de la
ventana, observando cómo pasaban las horas desde arriba
de la ciudad. Cuando miré hacia abajo pensé que, si se
caía desde esa altura, difícilmente sobreviviera a tan fuerte
impacto.
Debo confesar que no quería estropear mi camisa al
tomar la gata con ambas manos, ya que era muy probable
que me ensuciara fácilmente con sus garras. Por suerte el
felino me miró con esos ojos verdes vivos y gruñó, advir-
tiéndome lo que me pasaría si intentaba tocarlo siquiera.
Solo vio que junto a mí estaba la señora Adler, exprimien-
do ambas manos, rezando para que no se cayera por el
abismo del quinto piso. Por milagro, sin causar ningún
problema, la gata dio un simple y ligero salto hacia noso-
tros, aterrizando en el suelo del balcón como si fuese un
profesional de las caídas, para luego entrar caminando
velozmente por la ventana corrediza que daba a la sala
principal.
Me alegré en verdad de no tener que lidiar con ella.
Fue bastante rápido después de todo, ya que no tenía sufi-
ciente tiempo, de hecho faltaban tan solo treinta minutos
para mi cita. El tiempo pasó tan rápido que no me di cuen-
ta.
–Todo vuelve a estar en orden, señora Adler.
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–Gracias, Bruce. Estaba desesperada y no sabía a
quién recurrir.
–No tiene por qué agradecerme. Estoy seguro de que
usted haría lo mismo por mí.
–Qué buen chico eres, Bruce –dijo la señora Adler
mientras se dirigía a la cocina.
–Debo irme ahora mismo, tengo una cita pronto y no
quiero retrasarme.
–Bueno, está bien, Bruce. Cuídate mucho y pasa por
aquí cuantas veces gustes...
Saludé a la señora Adler y sin más retrasos, cerré la
puerta del departamento. Miré mi reloj y me puse nervioso
al ver que faltaban casi veinte minutos para las 21. No
quise esperar el viejo ascensor que funcionaba cuando
tenía ganas, así que bajé corriendo rápidamente para no
dejar esperando a María Loren ni un minuto. Era algo que
me irritaba. Sin embargo, siempre cuando uno está apura-
do olvida lo más importante. Antes de llegar a la esquina
de mi departamento, recordé que había dejado los anillos
sobre la cama. Regresé inmediatamente corriendo al cuar-
to para buscarlos. Volteé las sábanas esperando encontrar
la cajita de terciopelo. De pronto la vi saltar por los aires y
caer al suelo. La recogí, controlé que estuvieran dentro las
alianzas y me apresuré nuevamente a salir para poder lle-
gar lo más rápido posible al encuentro con mi futura espo-
sa.
Aunque de todas formas, ya era tarde. María Loren
había llegado unos cuantos minutos antes al restaurante;
para ser preciso, justo en el momento en el que yo salía del
edificio. Me esperó sentada en la barra principal donde
había varias banquetas giratorias de madera barnizada a lo
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largo de toda la mesada. Se cruzó de piernas, miró su reloj
y levantó la vista hacia la entrada esperando mi llegada.
Mientras María Loren aguardaba ansiosa, un hombre
de más edad se cruzó caminando por delante de ella. Se lo
notaba muy nervioso e intranquilo, hablando solo y con la
cabeza hacia abajo. Vestía un elegante traje negro, una
camisa blanca y una corbata a rayas rojas. El hombre se
dirigió hacia el teléfono público ubicado a un costado de la
barra, a muy pocos pasos de donde se encontraba sentada
María Loren. Levantó el tuvo con su mano izquierda, se
tocó una y otra vez el bolsillo con su otra mano y extrajo
un pañuelo doblado en varias partes. Luego lo abrió y lim-
pió el sudor que caía por su frente y por su curtida cara.
Guardó el pañuelo en su bolsillo y sacó unas monedas que
insertó en el aparato.
Se notaba que aquel hombre estaba muy nervioso ya
que le temblaban no solo las manos sino también su aguda
voz. Dijo unas palabras tartamudeando con mucho temor,
luego miró hacia abajo como si se lamentara de algo muy
importante y colgó el tubo desganado y preocupado. Vol-
vió a usar su pañuelo, luego dejó caer sus vencidos y lar-
gos brazos, respiró profundo, miró hacia la salida y cami-
nó en esa dirección.
A unas cuadras de allí comenzaron a sonar las sirenas
de la policía. El hombre sabía que venían por él, así que se
marchó mirando a ambos lados con mucha cautela y luego
comenzó a alejarse con disimulo como cualquier transeún-
te que pasaba por la vereda en ese momento. Los sonidos
de las sirenas se acercaban más y más. Volteó hacia atrás y
vio que los dos autos policiales pasaban lentamente por la
puerta del restaurante. Por desgracia, las personas que es-
taban allí no lo ayudaron y lo delataron en seguida; señala-
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ron y juzgaron a este pobre viejo que caminaba solo por la
vereda tratando de esfumarse del lugar en ese instante.
¡En ese momento mi vida cambió de rumbo drástica-
mente! Yo era la única persona que transitaba por esa ve-
reda en el preciso segundo en el que el hombre se alejaba
y la policía se acercaba poco a poco detrás de él. Venía de
frente hacia mí. Podía ver por completo su rostro aterrori-
zado y alarmado. Sin embargo, nunca imaginé que este
anciano abrumaba por el pánico, me sorprendiera por de-
trás y que me tomara de rehén, apuntándome con un re-
vólver en el cráneo.
Me paralicé por completo al sentir la punta de cañón
en mi cabeza; tan solo rogaba que no apretara el maldito
gatillo o volaría mi cerebro en mil pedazos. Estaba a su
merced, pues él controlaba todo mi cuerpo. Todo en mí se
bloqueó y se nubló de golpe. Pero segundos después co-
mencé a recuperar la razón de a poco al sentir su brazo
sujetándome y presionando fuerte mi cuello. Sus gritos
incontrolables aturdían mis oídos; exigía a todos que se
alejaran o acabaría con mi vida sin pensarlo.
Ahora aquí, encerrado, pienso que hubiese sido una
muerte rápida y sin dolor, si comparo esa situación con la
que estoy padeciendo aquí adentro aprisionado.
Fui su última esperanza para escapar de la policía. El
pulso de su mano sosteniendo el arma era incontrolable;
todo su cuerpo temblaba y su sudor era constante. Estaba
muy tensionado. Jamás hubiera imaginado que aquel
hombre mayor pudiera hacer algo de esa magnitud.
–¡Levante las manos, señor, y todo saldrá bien! No
queremos que nadie salga herido –clamó la policía, mien-
tras le apuntaban.
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–¡No soy idiota, déjenme en paz o lo mato! –
respondió el hombre enfadado, haciendo un movimiento
amenazador y brusco con su arma en mi cabeza–. ¡Soy
inocente y ustedes lo saben muy bien!
–Baje el arma, por favor, señor. Lo hablaremos como
personas civilizadas. Todo saldrá bien.
–¡A la mierda todos! Lo mataré si se atreven hacer un
movimiento estúpido –volvió a amenazar.
La policía no podía hacer nada; yo era su prisionero y
ellos jamás podían poner en riesgo mi vida. Sentí escalo-
fríos por todo el cuerpo, desde la punta de los pies hasta el
último pelo de mi cabeza; los nervios invadieron todos mis
sentidos.
El hombre asustado me arrastró con él mientras daba
unos pasos hacia atrás, sujetándome con su brazo en mi
garganta. Dijo en mi oído mascullando los dientes muy
despacio:
–Muévete o te mataré, ¿entiendes?
Nunca dejó de apuntarme. Si me liberaba, su vida aca-
baría en un segundo. Era su comodín, no me haría daño y
él era muy consciente de eso. Mientras caminábamos con
cautela hacia atrás, nos detuvimos un momento en el me-
dio de la calle, hasta que pasó un auto y frenó ante noso-
tros que estábamos invadiendo el paso. El anciano no tuvo
mejor idea que obstruir el paso y apuntar con su arma al
frente del vehículo haciendo señas a la mujer que maneja-
ba para que descendiera inmediatamente, mientras que mi
cuerpo era su escudo frente a las probables balas de la po-
licía.
Una vez que logró que la conductora del moderno co-
che rojo bajara corriendo atemorizada y asustada, los uni-
formados avanzaron sigilosamente y con cuidado hacia
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nosotros, tratando de hacer el menor ruido posible para no
llamar la atención. Pero fue inútil: el viejo astuto impidió
totalmente que se acercaran lo suficiente para actuar. Sa-
bía que no harían nada a cierta distancia y menos con un
rehén en sus manos.
Cuando la mujer delgada y alta abandonó su vehículo,
el viejo le dio la espalda a la puerta y me empujó hacia el
asiento del acompañante, luego subió y se ubicó frente al
volante. El motor ya estaba encendido así que no tardó en
huir a máxima velocidad. Aunque no sería fácil escapar de
la policía, continúo conduciendo de ese modo por la carre-
tera esquivando todos los vehículos que tenía a su paso,
pero su suerte no duró mucho tiempo, pues las sirenas de
las patrullas que lo perseguían comenzaron a sonar detrás
nuestro.
–Mantente en el lugar y no te haré daño –dijo el viejo
mientras conducía exaltado–. Ahora presta mucha aten-
ción a lo que te voy a decir. ¡No hay mucho tiempo, ¿en-
tiendes?! Me quieren incriminar de un crimen que no co-
metí, jamás he lastimado a alguien en mi vida.
–¿Por qué lo quieren perjudicar entonces? –pregunté
solo para contestarle sin interés en lo que me respondiera e
intentar escapar del coche en cuanto pudiese.
El viejo sacó un sobre blanco del bolsillo interior del
saco que traía puesto:
–¡Por esto! –respondió mientras arrojaba el sobre entre
mis piernas, sin darme oportunidad de rechazarlo–. Ahora,
guárdalo en un lugar seguro, por favor. Lamento lo que
estás pasando por mi culpa y por la responsabilidad que te
acabo de entregar. Aunque tú no tengas nada que ver en
todo este asunto tengo fe en que todo saldrá bien, te lo
puedo garantizar.
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Detuvo bruscamente el auto en medio de la calle de-
jando oír el ruido de las ruedas quemar en el asfalto al
frenar y agregó:
–En minutos no estaré con vida. No se lo entregues a
nadie, ocúltalo en un buen lugar, donde ni siquiera tú lo
recuerdes. Pronto vendrán a buscarlo, tú solo sigue la co-
rriente y, por sobre todo, ten fe.
Segundos después abrió la puerta y bajó del auto. Ex-
trajo de su otro bolsillo un fajo de dólares y lo arrojó en su
asiento, me miró fijamente a los ojos y noté en su mirada
que sabía que estaba viviendo sus últimos momentos.
Corrió por la vereda con el revólver en su mano y se
metió por un callejón oscuro y angosto sin salida. Los po-
licías ya estaban en el lugar, no tenía escapatoria, pero
cuando lo iban a apresar, colocó el revólver en su sien y se
escuchó un sólido y fuerte disparo.
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CAPÍTULO III
Hoy, seis meses después de aquel extraño episodio,
solo puedo decir que tengo en mi poder un simple y senci-
llo sobre blanco, el que me entregó el sujeto misterioso
segundos antes de volarse los sesos de un disparo.
La única noticia que tuve hasta el momento fue la nota
publicada al día siguiente en el periódico The New York
Times, titulada: “Misterioso suicidio de Alfred Lordon
minutos antes de ser capturado por la policía”.
Sin entender qué sucedía, completamente desorientado
y aturdido, declaré todo lo que había pasado. Por supuesto,
oculté lo que el sujeto me dijo y que me había entregado el
sobre. En el fondo sabía que el hombre era inocente, pues
realmente creí todo lo que me había contado. Leí en su
mirada la honestidad y la sinceridad con la que hablaba,
similar a la franqueza que tiene un inocente cuando decla-
ra ante un juez.
Antes de continuar, no puedo dejar de mencionar a
María Loren, pues con solo pensar en ella puedo sentir
libres mi alma y espíritu, mientras estoy acorralado e in-
comunicado en este horrendo lugar. Algunas horas des-
pués del suceso narrado, ella, había aceptado ser mi espo-
sa.
Aquel día, cuando todo se normalizó, regresé a mi de-
partamento y me senté en el sofá del living; estaba exhaus-
to y fatigado. Extraje del bolsillo trasero de mi pantalón el
sobre blanco que me había entregado el sujeto misterioso
llamado Alfred Lordon. Lo abrí despacio por el borde y
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saqué una de las dos hojas dobladas que había en su inte-
rior. En ella estaba escrito:
A ti te hago entrega de esta llave. Guárdala como si
fuera más valiosa que un mapa para buscar algún tesoro.
Ya sabes, como todo tesoro, la gente irá tras él y tratará
de obtenerlo sin importar el riesgo que causare.
Te lo encargo a ti, pues es así como tenía que ser.
Fuiste el ángel que apareció justo en mi camino. Tengo fe
en que todo dará un giro y tendrá un buen final, no dudo
ni un segundo en ello.
Los dólares que te di son para que tomes un descanso
fuera de la ciudad hasta que las cosas se tranquilicen.
Pronto vendrán pistas hacia ti y sabrás qué hacer. Nunca
olvides que estaré contigo, siempre.
Todavía no voy a revelarles el código que estaba escri-
to en la otra hoja. Como ya saben, esa es la razón por la
cual me han encerrado y por la que aún no me han matado:
para que transcriba ese estúpido código.
Varios meses después, una noche calurosa de junio, a
finales del cuatrimestre en la Universidad de Derecho, me
encontraba preparando la materia Derecho Penal, pues
rendía examen la mañana siguiente. Recuerdo haber leído
toda la noche. Bebí suficiente café para poder mantenerme
despierto y concentrado durante toda la madrugada, pero
faltando pocas horas me adormecí recostado en el sillón.
Al despertar, ya no quise saber más nada referido a lo
que había estudiado. Solo me di un baño con agua tibia
como todas las mañanas, me vestí y salí del departamento
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más temprano de lo habitual para poder llegar antes al
examen, ya que el profesor y abogado Frederick Millstein
siempre era muy puntual. Además prefería tomar el metro
en el horario en que viaja menos cantidad de gente, ya que
más tarde las personas se amontonan para llegar a tiempo
a sus trabajos.
Admito que estaba un poco nervioso por el parcial, pe-
ro nada fuera de lo normal. Ese estado anímico previo a un
examen lo sobrellevan todos los estudiantes de Derecho,
como también los de las demás carreras. Siempre cuando
hay un parcial, tendemos a olvidar todo lo que hemos es-
tudiado durante largas horas. El miedo bloquea por com-
pleto muy a menudo nuestro sistema cognitivo y eso nos
juega en contra. Lo mejor es intentar tranquilizarse, pero
nunca es fácil hacerlo. Suena bien decir: “Me calmaré…”,
mas la pregunta es: “¿Cómo diablos hacer que te cal-
mes?”. Yo prefiero pensar que no pierdo nada con tan solo
rendir un simple examen. Por otro lado, ponerse nervioso
es algo natural en todas las personas.
Cuando salí a paso lento por la calle en la mañana
fresca y húmeda, aún no se veían demasiadas personas
transitar por la vereda. Caminé dos cuadras hasta llegar a
la estación del metro, luego descendí apresuradamente por
la escalera mecánica cuando lo escuché detenerse; sin em-
bargo, no llegué a tiempo por culpa del molinete que me
demoró en leer la tarjeta de acceso al andén. Las puertas se
cerraron dos metros delante de mí; estaba solo en el largo
andén. Tardaría cinco minutos como máximo hasta que
pasara el siguiente, así que tome los auriculares de mi bol-
so y los coloqué en mis oídos para escuchar una linda me-
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lodía clásica que me distrajera al menos hasta entrar en la
universidad, para luego dar un último repaso.
Mientras esperaba parado con la vista hacia lo oscuro
y largo del túnel por donde vendría la impactante luz del
frente de la carrocería, noté que una mujer con vestido
rojo y largo hasta la altura de sus rodillas y con muy lindos
rasgos físicos, comenzó a bajar deprisa por la escalera,
pero no demostró apuro por llegar y tomar el vagón. Su
rostro denotaba preocupación y susto. Algo extraño estaba
sucediendo. Pasó corriendo por debajo del molinete sin
pagar y con sus tacos altos se dirigió hacia mí. Miró a su
alrededor exaltada y se colocó detrás de una cabina verde
oscura de modo que no pudiese ser vista. Respiró profun-
damente.
Yo la podía ver desde donde estaba parado, igual que
ella a mí. Me miró con sus ojos verdes fulminantes que
resaltaban aún más por su delicado y delineado rostro,
para luego hacer señal de silencio con su dedo índice ta-
pando sus resaltados labios. Segundos después, un hombre
corpulento que vestía un traje oscuro con las cejas enfure-
cidas, saltó el molinete y miró hacia ambos lados tratando
de deducir por dónde se había escapado la hermosa mujer.
Me observó de forma provocativa y amenazante, esperan-
do que le diera al menos una señal del camino elegido por
la dama para huir; sin embargo, yo no le devolví la mira-
da.
Era una situación bastante incómoda y desesperante,
pues yo no tenía nada que ver en ello y, aún así, sentía que
estaba involucrado en ese maldito problema como si ya
fuera parte de él. El hombre caminó lentamente con su
bruñido rostro hacia mí mientras observaba todo a su alre-
dedor, aproximándose también al escondite de la mujer. Si
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volteaba hacia la derecha la descubriría. Ella me miró
asustada por detrás de él, con ambas manos cruzadas y
gesticulando con la boca pidiendo ayuda.
El hombre logró ponerme nervioso. Miré disimulada-
mente a lo largo de las vías para ver si llegaba el metro y
por suerte comenzó a verse la pequeña luz amarilla a lo
lejos, que se aproximaba cada vez más rápido. La situa-
ción no daba para más, grité muy fuerte:
–¡Ya era hora de que apareciera este maldito carro!
Solo lo hice para tratar de romper la tensión que flota-
ba en el aire.
Por suerte ya había otros usuarios más. De todos mo-
dos, el tipo seguía ahí parado cerca de mí, esperando una
mínima reacción de mi parte. Debía mantenerlo ocupado
unos cuantos segundos más, por lo menos, hasta que arri-
base el metro.
Cuando la formación abrió sus puertas todos los usua-
rios entraron. La mujer aprovechó la oportunidad y corrió
deprisa por detrás del sujeto tratando de pasar desapercibi-
da. Lamentablemente, aunque haya logrado entrar al va-
gón, no le serviría de nada ya que, debido al llamativo
vestido rojo que llevaba puesto, sería muy difícil que no la
descubriera. Desafortunadamente, el hombre la había visto
ingresar en el metro.
No debería haber hecho lo que hice, así no me hubiese
metido en problemas ajenos, pero me era difícil no ayudar
en lo que pudiese a esa dama, al menos tratando de detener
al sujeto un instante para que ella pudiese escapar. Por lo
tanto, lo primero que se me vino a la mente fue distraer al
hombre, así que lo tomé por el hombro y clamé:
–¡Cálmese, señor! Será mejor que no se meta en pro-
blemas. Hay policías merodeando en la zona.
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–No molestes, cretino –respondió enojado e irritado.
Miró de reojo mi mano cuando toqué su traje, y con su
brazo derecho me dio un empujón tan fuerte que caí senta-
do en el suelo. Luego corrió, logrando salir del vagón. Por
la ventana lo vi gesticular acaloradamente mientras me
maldecía. Luego observé a la mujer del vestido rojo cami-
nando con sus tacos negros brillosos hacia mí. Me alegré
en verdad al ver que había logrado escapar de aquel bra-
vucón.
Ella levantó mi libro que se había caído del bolso que
colgaba de mi hombro y dijo, mirándome a los ojos:
–Gracias…
Me levanté del suelo y sacudí la tierra de mis pantalo-
nes. Pensé que solo le daría un saludo de despedida y todo
terminaría allí. Sin embargo, tomó fuerte mi mano y agre-
gó:
–¡Hay que salir de aquí, ahora mismo! Tienes que
ayudarme... Ya te han visto. ¡Regresarán por ti! Antes de
que llegue el próximo metro te perseguirán hasta que les
hayas dicho por qué razón me has ayudado.
No estaba seguro de que fuera cierto lo que decía, pero
aunque resultase un poco extraño, podía tener razón. Así
que huí del lugar con ella; fuimos hacia la salida y
subimos por la escalera mecánica apresuradamente antes
de que llegara algún otro bravucón. De todas maneras ya
era tarde, otro hombre alto de traje negro estaba del otro
lado de la calle, apoyado en un vehículo de color oscuro
mientras fumaba un cigarrillo. Reaccionó en el instante en
que nos vio salir de la boca del metro, arrojó el cigarrillo
por los aires y corrió rabiosamente hacia nosotros, saltan-
do los autos que se le cruzaban en el camino.
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Me había involucrado en una situación que desconocía
totalmente. Ya estaba atrapado en este asunto, no podía
separarme de esta mujer como si nada, vendrían hacia mí
de todas formas y me torturarían para que les dijera todo
lo que sabía sobre ella o lo que fuese, y ese era precisa-
mente el problema: yo no sabía absolutamente nada y ellos
no me creerían eso.
La única idea que se me ocurrió fue correr una cuadra
junto con ella y perder a ese sujeto al entrar a mi edificio y
ocultarnos en mi departamento, si teníamos la suerte de
que no nos viera ingresar. Así que con firmeza le dije a la
mujer que me siguiera y escapamos como presas cuando
huyen de su predador.
Cruzamos por entre los autos que ocasionaban el in-
tenso tráfico de la mañana. Ya casi doblábamos la esquina
y a menos de diez metros estaba la entrada del edificio.
Sabía que el portero siempre dejaba abierta las puertas a
esa hora, ya que estaría barriendo la entrada como habi-
tualmente lo hacía.
A dos pasos de llegar y de entrar, volteé hacia atrás y
miré con atención si el sujeto nos seguía persiguiendo,
pero no lo vi. Subimos por la escalera sin descansar hasta
mi departamento en el quinto piso. Ingresamos rápidamen-
te para sentirnos a salvo. Cerré y trabé la puerta.
Esperaba que la dama al menos me diera una simple
explicación de todo lo sucedido, pero dejó caer su cuerpo
en el sofá y se tomó la cabeza con ambas manos como si
estuviera aturdida y padeciera de fuerte dolores. Se tiró el
pelo colorado hacia atrás y respiró profundamente con los
ojos cerrados, luego fue expulsando el aire lentamente. Fui
en busca de un vaso de agua a la cocina, tomé una silla y
- 39 -
me senté junto a ella. Le entregué el vaso y una pastilla
para el dolor de cabeza:
–Toma, esto te hará sentir mejor.
–Gracias.
Segundos después dijo bruscamente:
–¡Tengo ganas de vomitar!
Se levantó deprisa y corrió al baño que se podía ver
desde el sofá porque tenía la puerta corrediza abierta, entro
y la cerró.
Yo estaba anonadado, miré el reloj que colgaba de la
pared y las agujas me indicaban que ya había pasado casi
media hora. Mi tiempo era muy escaso, pronto tenía que
rendir el examen y ese era el lapso de tiempo justo que me
demandaría llegar a la universidad: media hora. Debía
salir en ese momento o perdería el examen, pero la mujer
aún no salía del baño. No quería dejarla en el departamen-
to, pero echarla groseramente no era lo apropiado. Pensé
un segundo en las cosas de valor que tenía y en verdad no
había ni dinero ni joyas; pensé en llamar al portero o a la
señora Adler para que viniesen al menos un rato hasta que
se sintiera mejor la dama y luego se marchara, pero no
quería comprometer a nadie por mi culpa.
Golpeé la puerta del baño y pregunté:
–¿Te encuentras bien?
–Sí, solo dame unos minutos, ya salgo.
No podía seguir esperando. Seguro tardaría más de un
minuto.
–Debo salir ahora mismo, enseguida regreso. Dejaré la
puerta abierta, ¿sabes? Si viene la señora Adler que vive
aquí al lado, no te preocupes.
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–Está bien. En cuanto me sienta mejor, me iré… Gra-
cias por lo que estás haciendo por mí. Olvidé decírtelo.
–No te preocupes, ya te repondrás…
Salí inmediatamente del departamento con mucha pre-
caución por si veía a alguno de los bravucones cerca. Cru-
cé las calles con cuidado y con disimulo hasta llegar a la
estación del metro. Cuando bajé las escalinatas, por suerte
esta vez el carro ya estaba ahí.
Llegué quince minutos tarde a la universidad; no tuve
tiempo para repasar un poco. Mis pensamientos en ese
momento vagaban por todas partes, desde lo que estaría
haciendo aquella mujer en mi departamento hasta las pre-
guntas que me tomarían en el examen.
Cuando ingresé en el aula, el parcial ya había comen-
zado. Todos estaban muy concentrados escribiendo en sus
hojas. Algunos ni siquiera notaron mi llegada. Cuando uno
se enfoca en algo importante es difícil distraerse con cosas
pequeñas y estúpidas. Intenté explicarle al profesor Frede-
rick Millstein el motivo de mi retraso, pero me interrum-
pió diciendo:
–Buen día, Collins.
Me entregó la hoja del examen y agregó:
–Ubícate donde puedas.
Yo tenía una buena relación con el profesor. Más de
una vez mantuvimos breves charlas en el horario de rece-
so. Además, él también conocía a mi amada María Loren,
pues había sido su profesor el cuatrimestre anterior cuando
comenzó a trabajar en la Universidad. Aunque su actitud
era un poco inestable, se adaptó muy bien a su tarea.
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Apenas escribí la última palabra en la hoja del exa-
men, me paré y dejé el parcial sobre el escritorio del pro-
fesor Millstein.
–¿Seguro que no quieres revisar el examen, Collins?
Aún tienes unos cuantos minutos para controlar todo…
–Así está bien, profesor. Ya lo he revisado. Tengo
otras cosas que resolver ahora, gracias.
–¿Está todo bien, Bruce?
–Sí, profesor. Son solo unas cosas que dejé sin termi-
nar antes de venir.
–Entiendo. Te deseo suerte, Bruce. La semana próxi-
ma daré las notas de los exámenes.
–Perfecto. Hasta pronto, profesor.
Siempre noté algo extraño en el profesor Millstein.
Tenía una forma de expresarse muy hábil y serena, pero a
la vez permanentemente estaba tenso y nervioso cuando
me dirigía la palabra.
Regresé a mi departamento para saber qué había suce-
dido con la dama de vestido rojo que apareció en mi ca-
mino de la nada. Supuse que al llegar ella, ya se habría
marchado y que al menos habría dejado una nota sobre la
mesada o, a lo sumo, la encontraría recostada en el sofá.
Sin embargo, cuando arribé al edificio había algo que no
estaba bien. Había una ambulancia estacionada en la en-
trada. Se me erizó la piel con solo pensar que estaba allí
por algo relacionado con lo sucedido esa mañana. Me
acerqué enseguida para saber qué ocurría y vi que sacaban
una camilla del edificio. Me arrimé para ver de quién se
trataba… ¡Era la señora Adler! Llevaba colocado un cue-
llo ortopédico y estaba inconsciente.
- 42 -
Me quedé en silencio por un momento, tratando de en-
tender qué había pasado, pero era imposible. Lo primero
que hice fue preguntarle al encargado de la portería del
edificio:
–Esteban, ¿qué sucedió?
–Al parecer, la señora Adler tropezó al salir de su de-
partamento. Por suerte, agradecemos a Dios que no se ha-
ya caído por la escalera. Hubiese sido fatal para una mujer
de setenta años.
Yo no estaba muy seguro de esa versión. Quizás era lo
que él y las demás personas pensaban, pero allí había pa-
sado otra cosa, de eso estaba seguro y lo iba a averiguar.
Me acerqué al personal encargado de llevar la camilla
en la que trasladaban a la señora Adler y les dije:
–Soy su vecino. Necesito saber si estará bien la señora
Adler. ¿Se fracturó alguna parte del cuerpo?
Quería saber el estado en el que se encontraba. Estaba
muy eufórico e impulsivo por dentro y totalmente descon-
certado ante esa situación.
–Aún no podemos saber qué es lo que tiene exacta-
mente, señor. La caída no le ha producido demasiados
daños. Fue un pequeño golpe en la cabeza con la puerta al
desplomarse su cuerpo hacia atrás lo que la dejó incons-
ciente. No parece presentar signos de fractura por el mo-
mento, pero cualquier novedad le avisaremos. Con permi-
so –dijo al abrir paso para subir la camilla a la ambulancia
para trasladarla al hospital.
Es una señora mayor. Cualquier caída podía provocar-
le una fractura fácilmente. Al menos, me tranquilizó bas-
tante saber que no le había pasado nada grave. Quise
acompañarla, pero no me dejaron subir por el reducido
espacio del vehículo. Decidí ir al hospital por mi cuenta,
- 43 -
pero primero debía subir a mi departamento y ver cómo se
encontraba todo.
Habían pasado dos horas aproximadamente desde que
me había marchado de allí, por lo que no esperaba encon-
trar muchos cambios. Cuando subí por la escalera y llegué,
la puerta estaba cerrada sin llave, tal cual la había dejado.
Cuando apenas la abrí, observé el estado en el que estaban
todas las cosas. Quedé totalmente sosegado, impotente y
abatido al ver que todo el maldito departamento se encon-
traba completamente revuelto. Hasta el último cajón esta-
ba tumbado en el suelo, lo mismo que la ropa, mis libros,
la cama, los muebles. ¡Era un completo desastre!
Cerré la puerta desganado, caminé deprimido y des-
animado por encima de las cosas que estaban en el piso
hasta llegar al sofá que estaba volteado. Lo levanté y luego
dejé caer mi cuerpo sin contención, y allí me quedé mi-
rando el techo atontado y confundido, hasta quedarme
plenamente dormido.
Cuando me desperté estaba desorientado. Ya era de
tarde. Por un momento observé detalladamente todo el
desorden que había a mi alrededor. Me detuve un instante
cuando vi el estuche del reloj que me había regalado María
Loren para mi cumpleaños. Lo tomé con las manos y
cuando lo abrí, el reloj aún seguía allí. Era lujoso y caro
realmente. Luego eché otro vistazo a las cosas que pudie-
sen tener valor y todas estaban ahí; no faltaba absoluta-
mente nada. Enseguida comencé a dudar sobre lo que es-
taba sucediendo pues, era evidente que no se trataba de un
simple robo.
Caminé unos pequeños pasos más por la sala de estar
observando el desastre que inundaba el piso, hasta que
- 44 -
escuché el sonido de mis pies estrujar un portarretratos
negro tirado invertido sobre el suelo. Cuando me agaché y
lo levanté, lo di vuelta y allí estábamos con María Loren,
con el paisaje de la Estatua de la Libertad detrás nuestro.
A pesar de recordar a María Loren permanentemente, lo
más importante es que había un mensaje escrito con lápiz
labial rojo sobre la foto, que decía: “Huye de aquí cuanto
antes con tu hermosa María Loren”.
Entonces, después de reflexionar, rápidamente reme-
moré aquel episodio que había olvidado hasta ese día,
cuando el sujeto misterioso llamado Alfred Lordon me
tomó de rehén y dejó en mi poder el sobre que contenía el
secreto que muchas personas estaban buscando.
Recuerdo que me deshice del sobre y de la carta al día
siguiente, pero escribí el código en un lugar muy seguro
con un lápiz. Busqué un libro específico entre todos los
que estaban esparcidos en el suelo, uno de Conan Doyle.
Lo abrí en la página veintisiete, que era la fecha en que el
código había llegado a mis manos. Allí estaba como lo
había dejado, aún escrito sobre esa página. Jamás lo en-
contrarían ahí aunque lo buscaran largas horas.
Lo primero que hice ante esta situación tan problemá-
tica fue darme una ducha con agua tibia para tratar de rela-
jarme y lograr pensar con claridad lo que debía hacer. Era
viernes. No asistí al trabajo por licencia de estudio. Por
cierto, olvidé mencionar que trabajo durante las mañanas
en el área administrativa de una empresa, completando y
cargando formularios todos los días. Necesito un sustento
para afrontar mis gastos.
Pensé una y otra vez mientras escuchaba el sonido de
las gotas de agua impactar en mi cuerpo dentro de la bañe-
ra. Aunque fuera muy duro, reflexioné sobre lo que sería
- 45 -
mejor para María Loren y para mí en ese momento. Decidí
alejarla de todo ese embrollo inmediatamente.
El mensaje escrito en una foto en la que estaba con
ella me hizo pensar que, tarde o temprano, irían tras ella
también, y eso era lo último que quería que sucediera. Ni
siquiera podía acudir a la policía ya que no tenía pruebas,
pues tampoco se habían llevado algo de valor, por lo que
sería inútil pedir su ayuda.
Ya era hora de marcharme de allí, aunque el temor in-
vadía mi ser esa noche calurosa de junio. Debía salir del
edificio para no abrumarme y alterarme más de lo que
estaba. Desconocía el peligro que se avecinaba; ni siquiera
tenía alguna simple y mínima certeza de cómo continuar.
Llamé por teléfono a María Loren y le dije que fuera
inmediatamente al bar ubicado en una esquina frente a la
plaza, a pocas cuadras de mi departamento. Aduje un mo-
tivo urgente. Tomé todo el dinero que tenía escondido en
uno de los lugares más seguros de la casa: una de las dos
pequeñas masetas que estaban en el balcón. Volqué la tie-
rra hasta que cayó el fajo de dinero que había escondido
en el fondo. Era el que me había entregado junto con el
sobre Alfred Lordon. Recordé que me dijo que lo usara
para una ocasión especial, y esa lo era.
Por un momento dudé en quedarme encerrado en mi
hogar, esperando a que se calmaran las aguas, pero de na-
da serviría. Solo sería un cobarde enjaulado aguardando
que sucediera un milagro. Corrí las cortinas suavemente y
espié por la ventana para ver si alguien me estaba vigilan-
do desde algún lugar recóndito. Pronto me harté. Vi mi
rostro reflejado en el vidrio de la ventana y me pregunté:
“¿Por qué no me permito hacer las cosas que hago habi-
- 46 -
tualmente? ¿Por culpa de unos malditos que ni siquiera
conozco?”.
Decidido, me vestí con un pantalón de jean negro, una
remera blanca que encontré tirada en el suelo entre el
montón de ropa, tomé las llaves y la billetera, y salí de mi
departamento. Pensé que lo mejor sería dejar que suceda
lo que tuviera que suceder. Era extraño no tener miedo,
preocupación o desconfianza al salir a la calle, después de
que me habían revisado todo el departamento en busca de
algo en particular y que aún no habían podido encontrar.
Con seguridad volverían a intentar contactarse conmigo
hasta obtener lo que tanto deseaban. Me intrigaba saber
cuán importante era y hasta dónde serían capaces de lle-
gar, pues desde el inicio de mi intervención en esta histo-
ria ya había muerto una persona.
Mientras bajaba por el ascensor pensaba mil cosas a la
vez. Me sentía tan perseguido que me topé con un hombre
que vivía en un departamento del piso de arriba del mío y
con el que jamás nos saludábamos. Ciertamente nunca
tuve importancia, ni interés en hacer amistad con los de-
más vecinos, quizás no sea por mi personalidad, sino más
bien porque últimamente estoy poco tiempo en el edificio.
Casi siempre llego por la noche para descansar y durante
el día estoy ocupado haciendo mis deberes rutinarios. Sin
embargo, al ver a mi vecino parado en el ascensor a mi
lado, sentí que tal vez podría llegar a estar involucrado en
este rompecabezas. Sospechaba de todo el mundo, no po-
día confiar en nadie. Quizás era un pensamiento paranoi-
co, pero debía ser lo más prudente posible a partir de ese
momento.
Al salir observé por segunda vez la presencia de un
hombre alto, de sombrero oscuro, que fumaba un cigarrillo
- 47 -
junto al poste de la esquina. No era posible ver su rostro.
Pensaba entregarle todo el dinero a María Loren y pedirle
que se tomara unas pequeñas vacaciones lejos, hasta que
todo este asunto terminara de una vez.
Sabía que no sería nada fácil proponerle algo así, pero
por suerte ella es muy inteligente y confía en mí. Segura-
mente entendería la gravedad del asunto. Además, ya casi
era fin de semana y no tendría que ausentarse del trabajo
por mucho tiempo. Tenía que hacerlo por el inmenso amor
que tengo por ella. Lo último que quiero en mi vida es que
se vea involucrada y salga lastimada; no me lo perdonaría
jamás.
Mi cerebro no se detenía ni por un segundo. Estaba tan
sensible que mis oídos captaban todos los sonidos que se
producían alrededor mío: los motores de los autos que
pasaban por la calle, los tacos de mujer al impactar contra
el suelo una y otra vez, las palabras que decían las perso-
nas que pasaban caminando, la sirena de la ambulancia a
unas cuadras de allí; todo llamaba mi atención. También
por momentos regresaba a mi mente la imagen del mensa-
je escrito con lápiz labial rojo en el portarretratos: “Huye
de aquí cuanto antes con tu hermosa María Loren”. “¡Por
mil demonios! Espero que no suceda nada terrible”, pensé
exaltado. Apresuré el paso hasta llegar al bar. Ya no
aguantaba un segundo más estar sin María. Al acercarme
la vi: estaba parada esperándome en la entrada del bar.
Estrechamos nuestros cuerpos en un fuerte abrazo, palpa-
mos nuestros labios y nos miramos a los ojos con un in-
menso amor. Noté en su rostro esa mirada inquieta llena
de incertidumbre. Me preguntó con su tono de voz preo-
cupada y angustiada:
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–¿Qué está sucediendo, Bruce?
–Entremos un minuto. No estemos parados aquí afue-
ra, puede ser peligroso. Hay poco tiempo...
Nos sentamos en una mesa y le expliqué exactamente
todo lo que había ocurrido, sin ocultarle nada, pues es la
persona en la que más confío en este mundo. Saqué de mi
bolsillo un sobre de papel madera que contenía una buena
suma de dinero para que se marchara de allí unos días.
–Sal de la ciudad esta misma noche, usa este dinero.
Todo estará bien, amor, te lo prometo.
–No voy a dejarte, Bruce ¡Me quedaré contigo! Juntos
saldremos de esta situación. Déjame pensar… podemos
recurrir a la policía, ellos nos ayudarán.
–¿¡No entiendes!? Ellos harán cualquier tipo de mal-
dad para obtener lo que quieren. Vendrán por ti si es nece-
sario, no te pondré en riesgo nunca. Por favor, confía en
mí. No hay más tiempo, debo ir al hospital para saber el
estado en el que se encuentra la señora Adler. Pronto ven-
drán por mí nuevamente, de eso estoy seguro, y para en-
tonces tú ya te habrás marchado de aquí.
–¿Por qué haces esto, Bruce? Déjame quedarme con-
tigo. Nos ayudaremos mutuamente, por favor...
–Ya lo he decidido.
Me paré firmemente decisivo, pese a que mi ánimo es-
taba destrozado y luego la ayudé a levantar a María mien-
tras limpiaba con una servilleta las lágrimas que corrían
por su hermoso rostro. Salimos sin decirnos una palabra y
detuve el primer taxi que vi. Abrí la puerta para que subie-
ra al auto. Al despedirnos, María Loren dijo:
–Te amo, Bruce. Eres todo para mí. ¿Lo sabes? Quiero
que te cuides mucho…
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–Yo también te amo, María Loren. Anhelo toda una
vida junto a ti. No soportaría perderte, espero que lo en-
tiendas.
Nos miramos con la esperanza de que pronto nos vol-
viéramos a ver y podríamos abrazarnos para volver a sen-
tir que el tiempo no existe cuando estamos juntos.
Por unos instantes, mi mirada quedó fija en el vidrio
trasero del taxi, mientras veía partir a María Loren. Refle-
xioné de nuevo sobre la decisión que había tomado y aún
pienso que fue la mejor. Tenía un nudo en la garganta al
dejarla ir; intenté respirar profundo y seguir adelante con
lo que había planeado.
Tomé otro taxi que había estacionado justo allí, del
cual bajaron dos pasajeros. Me subí antes de que pudieran
cerrar la puerta y le dije al chofer:
–Hasta el hospital más cercano, por favor.
–Por supuesto –respondió muy cortante.
Iría a ver en qué estado se encontraba la señora Adler.
Al llegar, pregunté en qué cuarto estaba, pero como era de
noche me informaron que ya no era horario de visitas. Sin
embargo, como era la única persona que había ido a visi-
tarla en todo el día, hicieron una excepción y me permitie-
ron pasar. Pensé que quizás la señora Adler podría estar
durmiendo. Ingresé despacio para no hacer ruido y me
acerqué a ella. Cuando miré su rostro abatido, abrió sua-
vemente los ojos. Sentí tristeza en mi corazón cuando ob-
servé los tubos a su alrededor y las agujas clavadas en sus
venas. Es una persona muy grande, ni siquiera estaba al-
guien de su familia para contenerla. Era una situación muy
triste.
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Su brazo se movió despacio y alcanzó a tomar mi
mano con la poca fuerza que tenía y dijo, sin levantar la
voz:
–Qué alegría verte, Bruce. Lo lamento mucho, no los
pude detener…
Fue lo primero que dijo. Quedé paralizado. Confirmé
enseguida lo que había sucedido. Sentí mucha ira por den-
tro. Ella no tropezó, esos desgraciados fueron los que pro-
vocaron que la señora Adler se encontrara aquí, por culpa
mía. Estaba muy enfurecido, traté de controlar mis impul-
sos mientras estaba junto a ella.
–No se preocupe, todo está bien, señora Adler. Quiero
que usted se mejore lo antes posible y me prepare un rico
plato de comida como acostumbra a hacer siempre –dije
con una pequeña sonrisa en mi rostro, para hacerla sentir
mejor.
–Prometo que cuando salga de aquí te prepararé un
plato especialmente para ti, Bruce.
–¿Cómo se siente ahora? –pregunté.
–Me siento como cualquier persona de setenta años,
solo que aún mejor –respondió sonriente.
–¿Qué fue lo que sucedió? –quería estar seguro de lo
que había pasado.
–Al salir de mi casa había dos sujetos de traje entran-
do a tu departamento. Intenté detenerlos, pero de un sim-
ple empujón mis piernas no resistieron y caí al suelo.
–Es usted muy valiente, señora Adler.
Ingresó la enfermera y me preguntó:
–Disculpe, ¿es usted el señor Bruce Collins?
–Así es.
–Dejaron esta carta para usted.
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–Enseguida regreso –le dije a la señora Adler.
Me acerqué a la enfermera; salimos al pasillo y en un
tono suave, para que la señora Adler no escuchara y no
causarle más problemas, le pregunté:
–¿Quién la dejó?
–Un hombre vestido con un traje, hace una hora apro-
ximadamente. La dejó en la recepción y se marchó ense-
guida. Dijo que vendría una persona a visitar a este pa-
ciente, y pidió por favor que le entregaran este sobre sella-
do.
–Gracias por su gentileza –respondí a la enfermera pa-
ra dejarla continuar con su trabajo y poder abrir el sobre
en privado.
Tomé asiento en el corredor y, con cuidado y ansie-
dad, lo fui abriendo por el borde, hasta extraer la hoja que
contenía. En ella estaba escrito:
“SI DESEAS QUE LA SEÑORA ADLER CONTI-
NÚE CON VIDA, LLEVA EL CÓDIGO MAÑANA, TÚ
SOLO, AL HOTEL “THE ROOSEVELT” A LAS 11:00
HORAS, HABITACION NÚMERO 513”.
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CAPÍTULO IV
La luz de la mañana comenzó a filtrarse por la peque-
ña y única ventana de esta sucia habitación, anunciando la
llegada de un nuevo día. Había pasado otra noche… Otra
noche en la que me mantuve en vela con las mismas pre-
guntas atormentándome una y otra vez sin cesar: “¿Cuán-
tos días habían pasado ya? ¿Cuatro? ¿Cinco?”. Las imáge-
nes que guardaba en mi memoria eran borrosas debido al
insomnio; todos mis recuerdos se mezclaban y desordena-
ban mi mente.
Durante toda la noche pensé en lo primero que debía
hacer con la nota que habían dejado para mí en el hospital.
Querían que fuera a un cuarto de un hotel que ni siquiera
conocía, además de no tener ni la más remota idea de con
quién diablos estaba tratando. ¿Cómo podía saber si no me
aniquilarían una vez que les entregara lo que buscaban?
Después de todo, yo había leído el código y podía contár-
selo a quien quisiese. De todas maneras me encontrarían
tarde o temprano si no cumpliría. No olvidaba que la vida
de la señora Adler estaba en peligro por mi culpa; no po-
día correr ningún riesgo. Debía planear todo a la perfec-
ción.
Tenía un nudo en el estómago; los nervios y el dolor
de cabeza me producían un efecto de intranquilidad y de-
sesperación. Debía tomar una decisión, y pronto, pues se
acercaba la hora en la que había sido citado. Pensé en lla-
mar a la policía, pero recordé que ellos también estaban
involucrados, aunque sabía que no todos. De todas mane-
ras, no me podría arriesgar. Si se enteraban, sería aún peor
de lo que ya era. Pensé en pedirle a un amigo para que me
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acompañara, pero descarté esa idea, ya que sería mi cóm-
plice y partícipe de esta horrible y cruda realidad expo-
niéndolo al peligro. Las alternativas eran pocas, al igual
que el tiempo que tenía para determinar qué iba a hacer o
qué era lo que “debía” hacer. Por suerte, María Loren ya
estaba muy lejos de allí. Había podido apartarla de todo
este asunto; saber eso era lo único que me hacía sentir más
tranquilo y seguro para pensar con serenidad.
Sin más remedio iría hasta el hotel y entregaría el so-
bre de una vez. Solo que antes de dejárselo en sus manos,
primero debería resguardar mi vida y trataría de conven-
cerlos para que no vuelvan a contactarse nunca más con-
migo. Para eso tenía que idear un plan claro y eficiente.
Decidí no llevar nada escrito por temor a que, una vez
entregado, me mataran.
Leí una y otra vez el código, hasta memorizarlo, de
ese modo no me eliminarían hasta que se los dijera. Esa
era mi única salida y mi vía de escape. Me senté con mu-
cha incertidumbre en el sillón, tomé mi cabeza con ambas
manos mientras pensaba cómo actuar y reaccionar con
estos tipos. No sería nada fácil tratar con ellos; lo único
que esperaba era no tener que volver a lidiar jamás.
“Ya es hora de enfrentarlos, que la suerte me acompa-
ñe. Será lo que tenga que ser”, pensé. Muy decidido, me
levanté con firmeza y, tomé varios vasos de agua para
controlar y calmar los nervios. Repasé por última vez el
código hasta tenerlo bien memorizado. Luego arranqué la
hoja para eliminarla y que el secreto quedara grabado solo
en mi memoria. Arrojé el libro entre el montón de todos
los objetos que habían quedado esparcidos en el suelo y
me marché del lugar.
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La mañana estaba cubierta de nubes grises que tapa-
ban toda la ciudad. El hotel quedaba a unas tres millas
aproximadamente. Era probable que al salir del edificio
estuvieran vigilándome, pues ellos querrían saber qué ha-
ría. Debían controlarme para ver si cumplía con todo lo
que ellos pedían.
Caminé disimuladamente hasta llegar a la esquina, sin
detenerme a mirar si alguien me estaba siguiendo. Allí me
detuve un instante para observar todo a mi alrededor y
tratar de tomar desprevenido a aquel que me estuviera es-
piando. Sin embargo, había demasiadas personas en todas
partes, por lo que era muy difícil advertir quién me estaba
siguiendo, por eso decidí tomar el primer taxi que pasaba
por delante de mí. Faltaban cuarenta minutos para las once
de la mañana, solo quería distraerlos. Subí al taxi y le in-
diqué al chofer:
–Conduzca veinte minutos por donde quiera, luego dé-
jeme en el Hotel The Roosevelt, por favor.
–Como tú digas… –respondió sin importarle por qué
le dije eso–. El tiempo mejorará, el sol saldrá en unas ho-
ras –agregó.
Seguidamente, comenzó a silbar al ritmo de la música
que sonaba en su autoestéreo...
–Me alegro de oír eso, señor –respondí, para no ser
grosero.
–Este es mi último viaje, ¿sabes? –dijo el taxista,
mientras notaba el cansancio de sus ojos por el espejo re-
trovisor–. Quizás das vueltas por un rato en la avenida y
no encuentras nada, luego vas de regreso a tu hogar cuan-
do finaliza el día y un sujeto estira su mano para detener el
auto y te pide que lo lleves…
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–Podrá suceder seguido, señor, pero seguro el que
busca incansablemente obtiene el mejor resultado, tarde o
temprano, alguien aparecerá.
–Espero que nadie aparezca cuando pase a buscar a mi
mujer más temprano que lo habitual –dijo el taxista y se
echó a reír...
Dos cuadras antes de llegar al hotel, le indiqué:
–Deténgase justo aquí, señor. Por favor, dígame,
¿cuánto es?
–¿Estás seguro? Aún faltan dos cuadras para llegar al
hotel –respondió el chofer.
–No se preocupe, estoy bien de tiempo. Gracias.
Pagué lo que marcaba el reloj del taxi y le dejé que
conservara el cambio. Bajé del auto mirando a mi alrede-
dor y comprobé que nadie me estaba persiguiendo o es-
piando. Empecé a caminar con las manos en los bolsillos
de una manera natural para pasar totalmente desapercibi-
do, hasta llegar a la entrada gigante y luminosa del hotel.
Allí entraban y salían personas constantemente con sus
maletas y trajes de alto nivel. Cuando estaba a punto de
subir el único escalón para ingresar por la puerta principal,
pasaron mil cosas por mi cabeza, infinidad de pensamien-
tos me arrastraban a huir corriendo del lugar y esperar otra
buena y mejor oportunidad. Sin embargo, recordé lo que
una vez dijo mi abuelo, días antes de que su alma se mar-
chara de esta vida llena de ilusiones y deseos: “No debes
esconderte de tu destino. Eso sí, siempre piensa bien lo
que harás en todo momento y nunca olvides preguntarte: si
el miedo no existiera en tu vida, ¿qué harías?”
Debía ignorar el pánico que padecía en mi interior; no
tenía más opciones, pues de todas maneras, tarde o tem-
prano, tendría que enfrentarlos. Decidí seguir adelante con
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mi plan. Sin pensarlo más, entré al hotel y observé a to-
dos… Bueno, a la mayoría de las personas que estaban en
la sala principal. Para mí todos eran sospechosos, desde el
administrador, el conserje, los turistas, las personas que
solo estaban por negocios, hasta el personal de limpieza...
No podía confiar en nadie.
Muy nervioso miré el reloj que colgaba de la pared de
la sala de espera y aún faltaban unos cuantos minutos para
las once en punto de la mañana. Decidí que lo mejor sería
ir subiendo por las escaleras cuidadosamente y no utilizar
el ascensor.
Al llegar al segundo piso me crucé con toda clase de
personas: algunas que reían asquerosamente con sus ele-
gantes trajes, otras que bajaban con el ceño fruncido, otras
con la vista hacia delante sin advertir que yo pasaba a su
lado. Cada vez que terminaba de subir cada tramo de la
escalera, volteaba para ver si había alguien siguiéndome.
En el quinto piso me sorprendió un carrito que pasaba a
gran velocidad repleto de platos sucios y restos de comida.
La empleada que lo transportaba me ignoró totalmente,
como si yo no estuviese allí; luego continuó su recorrido
por la alfombra roja hasta llegar al final del pasillo con sus
dos manos sobre el carro. Allí empujó con él, en el centro
de las dos puertas y entró.
Mi corazón comenzó a latir cada vez más y más fuer-
te; podía sentir el sudor de mis manos y el de mi frente
dejando pegajosa mi piel. No podía quedarme parado y
quieto por mucho tiempo en el pasillo pues sería una acti-
tud muy sospechosa, pero pensándolo bien, ellos ya sa-
brían que yo estaba ahí, estaba todo perfectamente calcu-
lado y bien planeado. Me armé de coraje y de valor para
caminar hacia la puerta número quinientos trece sin dudar
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ni un segundo más. Mis pasos eran tan lentos que pude
advertir por un instante toda la sensibilidad que había en
mi cuerpo. Continué de todas maneras sin darle importan-
cia hasta detenerme frente a la puerta. Miré el número, me
froté ambas manos para darme una sensación de estar bien
preparado para lo que iba a venir y, en el preciso momento
en que iba a golpear la puerta, escuché el sonido del as-
censor que se detuvo a pocos metros de donde yo estaba.
La luz roja que indica la apertura de las puertas se encen-
dió, miré si alguien bajaba en ese piso ya que podía tratar-
se de alguien involucrado en esto, pero simplemente salió
un muchacho de traje que comenzó a caminar normalmen-
te. Pasó al lado mío y luego entró por una de las puertas
que había más adelante. No le di importancia y continúe
con mi plan.
Todo me llamaba la atención. Era inevitable pensar
que alguien pudiera estar fuera de esto. Respiré profundo
para calmar mis nervios, luego expulsé el aire lentamente
y, decidido al fin, levanté mi mano para golpear la puerta
pensando en que la persona que estuviera del otro lado
simplemente me pediría la información que tanto deseaba
y yo podría llevar a cabo mi estrategia para que mi vida no
acabe en esa estúpida ocasión.
Golpeé tres veces con suavidad para anunciar mi lle-
gada. La puerta se abrió un poco. Pensé qué debía hacer y
entré a la habitación. Primero empujé la puerta muy des-
pacio para ver qué sucedía adentro. No se notaba ningún
movimiento extraño, a lo mejor debido a la poca luz que
me impedía ver bien; todo estaba muy oscuro. Debía en-
trar en ese momento, aunque quizás no era la mejor op-
ción. Cuando di el primer paso para ingresar inesperada-
mente se abrieron dos cortinas largas y blancas, dejando
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entrar la luz matinal en todo el cuarto. Cuando todo se veía
con claridad, se me hizo un nudo en el estómago, sentí
desesperación y arrepentimiento de haberme metido allí.
Ya no había escapatoria. Allí estaba una persona a quien
jamás hubiera esperado encontrar: la mujer de vestido rojo
a la que había llevado a mi apartamento aquel día. Estaba
sentada en una silla, con los pies y las manos amarradas.
Tenía la cabeza inclinada hacia el suelo. Su largo y des-
arreglado cabello me impedían ver su rostro. Estaba total-
mente inmovilizada. Fue verdaderamente impactante; en
ese momento no sabía qué pensar. Quizás ella estuviera
desmayada o sin vida. Quedé anonadado y desorientado.
–¿Te encuentras bien? – le pregunté. Mi intención era
saber si aún estaba con vida.
Había alguien más en la habitación. De pronto, ella le-
vantó lentamente su rostro y vi sus impactantes y radiantes
ojos verdes que una vez me deslumbraron, morados por
los golpes e inundados de lágrimas. Su boca estaba sellada
con una cinta de embalar. El maquillaje había sido erosio-
nado por las lágrimas que habían formado una oscura
cuenca que discurría por sus mejillas. Mientras observaba
su rostro desilusionado y consumido, se abrió una puerta e
ingresó en la sala un sujeto alto y grandote con un elegante
traje negro. Me atrevo a decir que era el mismo que vi
cuando escapamos del metro aquella mañana, aunque no
estaba demasiado seguro de ello.
Sabía que esto iba a suceder, de hecho estaba esperan-
do que sucediera, que apareciera alguien y que me dijera
los pasos que debía seguir. Pero lo que jamás imaginé fue
ver a una persona amarrada y torturada en una silla.
Me miró fijamente a los ojos, con una mirada seria y
violenta se acercó a un teléfono que había sobre una pe-
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queña mesita de luz negra junto a la cama y levantó el
tubo. Marcó tres dígitos y dijo en voz baja y calma:
–Ya está aquí.
Recibió una respuesta de su interlocutor y presionó un
botón del teléfono para dejarlo en alta voz así todos po-
díamos escuchar lo que esa persona diría. Una voz distor-
sionada y serena se dirigió hacia mí:
–Bruce, espero que no cometas ningún error y no
pienses hacer ninguna estupidez.
–¡¿Qué diablos quieres?! –respondí enfurecido.
Por un momento olvidé todo lo que tenía planeado.
Me resultaba imposible mantener la calma y poder pensar
con claridad.
–Bruce, ya sabes lo que quiero. ¿Lo has traído?
Cuando preguntó de una maldita vez lo que yo espera-
ba escuchar desde un principio, el sujeto de traje que esta-
ba junto al teléfono se desabrochó los botones del saco y
me mostró el arma que llevaba en la cintura, antes de que
yo respondiera. Me quedé en silencio unos segundos. Es-
taba bloqueado completamente; intenté recordar lo que
debía decir, pero las palabras no salían de mi boca. No
tenía salida. El hombre de traje se hartó y, enfurecido, ex-
trajo el arma de su cintura y golpeó con la culata la cabeza
de la mujer.
–¡Solo entrega lo que pide, muchacho, y vete de aquí!
–Les daré lo que buscan, pero antes quiero que liberen
a la dama –dije, aunque sabía que existían pocas probabi-
lidades de que cumplieran mi pedido–. ¿Cómo sé si sal-
dremos con vida de aquí?
–Eres terco, joven… –dijo la voz del teléfono–. Sal-
drán de la misma manera que tú has entrado.
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No sabía qué hacer. ¿Cómo confiar en alguien que no
conoces, alguien que tiene una mujer atada a una silla?
Esa situación no me gustaba nada.
–Te lo daré, pero primero saldré de aquí con ella –dije,
y les manifesté mis indicaciones–. Me pararé en frente del
hotel y arrojaré el código escrito en un papel dentro del
tacho de basura azul que hay junto al poste.
–¡Basta de tonterías! –respondió enfurecido desde el
teléfono–. Ya sabes qué hacer, Martin.
–Sí, señor, con mucho gusto.
Con su arma en la mano, se dirigió lentamente hacia la
dama, me miró fijamente y le dio una tremenda bofetada
en la mejilla, dejando caer su cuerpo junto con la silla al
suelo como una bolsa pesada. Siguiendo mis impulsos,
intenté acercarme, pero el sujeto me advirtió:
–Ni lo intentes. Solo haz lo que te piden…
Sentí mucha impotencia y rabia. No había nada que yo
pudiera hacer, solamente entregarle lo que tanto desean y
correr el riesgo de lo que sucedería luego. Pensé en todas
las posibilidades que tenía y decidí que la mejor opción
sería entregarles el estúpido código. Martin me volvió a
mirar esperando alguna reacción de mi parte, pero solo
logré agotar su paciencia nuevamente. Se agachó, extrajo
una navaja que tenía en el tobillo y me amenazó:
–Ya se te acaba el tiempo, muchacho.
Me producía pánico tan solo pensar que esa arma
blanca punzante podría perforar cualquier parte del cuerpo
con tan solo un simple rose. Debía hacer algo de inmedia-
to si no quería ver cómo utilizaba la maldita navaja contra
la mujer. Limpié el sudor de mi frente con mi antebrazo,
tomé aire y, rendido, dije:
- 61 -
–Anota lo que voy a decir...
Una risa irónica y sarcástica se dibujó en el rostro de
Martin, cerró la navaja y la guardó. Tomó un lápiz y una
hoja de la mesa de luz, esperando que escupiera el código
de una vez, pero seguramente el tipo que estaba en el telé-
fono también estaba escuchando muy ansioso. No me im-
portó si Martin lo copiaba o no. A punto de que las pala-
bras escapasen de mi boca, golpearon la puerta súbitamen-
te. Fueron dos simples golpes fuertes. Recuerdo que la
puerta no estaba del todo cerrada, pues la había dejado
entreabierta para el caso de que tuviera que huir inmedia-
tamente de allí. Por eso, al golpearla se abrió suavemente
unos pocos centímetros.
La cara de Martin era desconcertante, no entendía ab-
solutamente nada de lo que estaba sucediendo. Esos sim-
ples golpes me descolocaron por completo. Martin se de-
tuvo un segundo para pensar qué debía hacer. Caminó
decidido hacia la puerta con su arma en la mano, escondi-
da detrás de la cintura y, una vez cerca, asomó la cabeza
lentamente para intentar espiar… Pero de pronto un brutal
golpe hizo que la puerta se estrellara en su nariz y cayó
sentado en el piso.
Yo quedé totalmente sorprendido. No tenía idea de
qué diablos estaba pasando. Cuando la puerta se abrió por
completo había un sujeto parado junto a ella, de no más de
treinta años de edad. Era alto, pero no tan robusto. Entró
serenamente a la habitación y dijo:
–Lo siento, no quería hacerle daño.
Rápidamente desenvainó un arma de su cintura, le
apuntó a Martin antes de que hiciera algún movimiento y
le advirtió:
- 62 -
–Ni siquiera lo intentes. Nosotros ya nos largaremos
de aquí.
Dirigiéndose a mí, preguntó:
–Bruce, ¿verdad?
–Sí –respondí, mientras tragaba saliva–. ¿Quién eres y
qué quieres?
–Perfecto –respondió mientras mantenía su arma
apuntando a Martin, sin dejarlo hacer ningún movimiento.
–Te encontraremos –le dijo Martin muy irritado.
–Ya lo creo, pero no será ahora.
Miró a la dama sentada en la silla y agregó:
–Por supuesto, tú eres Amina.
Ella lo miró con odio e intentó levantarse inmediata-
mente. Todo se volvió más confuso aún para mí.
El extraño sujeto me advirtió:
–Nos vamos o mueres, tú decides. Tienes tres segun-
dos para elegir.
No tenía más opción que confiar en él, pues quedarme
allí no era una buena idea. Salir de ese lugar era todo lo
que quería.
En el rostro de aquel hombre no se advertía maldad,
pero sabía que tampoco podía confiar en él. A esa altura
no me fiaba de nadie, pero en ese momento era el que me
ofrecía la única salida. No tenía más alternativas.
La cara de Martin se endureció como una piedra. Aún
había alguien del otro lado del teléfono pues seguía des-
colgado y esa persona no tardaría en enviar refuerzos.
Miré al joven y dije:
–Larguémonos de aquí ahora mismo.
–Sígueme –respondió.
- 63 -
–¿Acaso te olvidas de tu vecina, la señora Adler? –me
preguntó Martin, irónicamente.
–¡Ella falleció anoche, maldito desgraciado!
Se quedó paralizado al escuchar esa noticia. No tar-
damos ni un segundo más y nos largamos de allí corrien-
do. Nuestras vidas estaban en peligro. Por suerte ya no
estaba solo en esto, o al menos eso era lo que quería creer,
dado que este joven también debía huir. Miré hacia lo lar-
go del pasillo y me dirigí a la escalera, aunque el ascensor
estaba más cerca, peros seguramente nos tenderían una
emboscada si lo utilizábamos. El muchacho tomó mi brazo
y muy seguro, me ordenó:
–¡Vamos por el ascensor, rápido! Ellos seguro estarán
subiendo por la escalera.
Las puertas del ascensor se abrieron en ese preciso
momento. En él se encontraban dos señores mayores que,
asustados al ver que mi acompañante estaba armado, ins-
tintivamente descendieron al instante.
–No se preocupen, soy policía –dijo el joven extraño
para tranquilizarlos mientras presionaba el botón del se-
gundo piso reiteradas veces.
Pudimos ver a dos sujetos corpulentos correr hacia no-
sotros a gran velocidad, pero por suerte las puertas se ce-
rraron antes de que llegaran. Seguramente bajarían por la
escalera para alcanzarnos en la planta baja. Fue entonces
cuando comprendí por qué el muchacho había presionado
el botón del segundo piso.
–Tranquilo, Bruce, todo está saliendo a la perfección –
comentó para tratar de calmar mis nervios–. Por cierto,
disculpa mis malos modales, no me he presentado; mi
nombre es Ethan Ford.
- 64 -
El verlo tan seguro de sí mismo, como un profesional
cuando ejerce su trabajo, hizo que decidiera confiar en él.
Solo nos enfocamos en huir de allí. Una vez que el ascen-
sor llegó al segundo piso, dijo:
–Sígueme deprisa. No querrás quedarte atrás. Nos
perseguirán como lobos hambrientos…
–¡Entendido!
Salimos del elevador. Seguí a Ethan Ford pues com-
prendí que era mi única vía de escape. En ese momento
estaba todo bajo su control. Si me retrasaba me matarían
en pocos segundos. Venían detrás nuestro persiguiéndonos
como bestias feroces. Me sorprendió ver que no se dirigió
hacia la escalera principal, sino que se encaminó hacia la
otra punta del pasillo, a la última puerta. Justo antes de
llegar, la empleada de limpieza entraba por una puerta
plegable con el carrito repleto de sábanas y toallas blancas
amontonadas para lavar.
–Bajaremos por la escalera de servicio que lleva al es-
tacionamiento del subsuelo –dijo Ethan mientras corría-
mos.
Unos metros antes de entrar por la puerta al final del
pasillo, oímos gritos detrás de nosotros:
–¡Se escapan por la lavandería!
Volteé un segundo para ver dónde estaban estos suje-
tos y comprobé que no estaban muy lejos. También vi que
cada uno tenía un radiotransmisor. Me preocupó pensar
que otros pudieran estar esperándonos escondidos, ya que
sabrían nuestra ruta de escape, pues era evidente que entre
ellos mantenían una comunicación directa.
Ethan abrió las dos puertas plegables al mismo tiem-
po. Había unos cuantos empleados dedicados a la limpieza
de las sábanas; otros fumaban y reían junto a la ventana,
- 65 -
dejando escapar el humo de sus cigarrillos para evitar que
se sintiera el olor. Al vernos, quedaron completamente
sorprendidos, sus rostros se volvieron pálidos. Puesto que
Ethan llevaba el arma entre sus manos, era muy difícil que
no se espantaran.
–¡Todo está bajo control! –alertó Ethan seriamente
con voz gruesa como la de una persona que establece or-
den en medio de un alboroto. Luego preguntó:
–¿Dónde está la escalera que conduce al estaciona-
miento?
Nadie respondía nada, todos habían enmudecido, hasta
que un señor canoso y con la piel arrugada, apartado de
todos, levantó su brazo temerosamente para señalar con su
dedo índice la puerta de la salida de emergencia. Estoy
seguro de que comprendió que no éramos los malos en
todo esto.
–¡Gracias, buen hombre! –respondió Ethan. Dirigién-
dose a los fumadores les advirtió:
–Será mejor que dejen de fumar ustedes, porque el en-
cargado viene hacia aquí ahora mismo.
–¡Sí, señor! –respondieron algunos y arrojaron sus ci-
garrillos por la ventana. Luego hicieron un poco de viento
con una toalla blanca que tenían cerca para que no quedara
olor.
Bajamos rápidamente por la angosta escalera hacia el
subsuelo. Reconozco no tener un buen estado físico, pero
luego de bajar tres pisos corriendo, no me sentía cansado.
Al llegar, Ethan trabó la puerta de la escalera con un poste
amarillo que estaba al costado que decía: “Prohibido esta-
cionar”.
–Esto los detendrá unos segundos –dijo–. Vamos por
mi auto.
- 66 -
Nos dirigimos al vehículo para que no nos alcanzaran
nuestros perseguidores, pero al llegar vimos a un hombre
parado frente a nosotros para no dejarnos avanzar ni un
paso más y, con una sonrisa asquerosa, preguntó:
–¿A dónde creen que van?
–¡Maldición! –murmuró Ethan. Sacó el arma de la cin-
tura rápidamente y le apuntó con las dos manos. Dirigién-
dose a mí, dijo:
–Esto no estaba en nuestros planes, será mejor que co-
rras y te escondas ahora mismo, Bruce.
Ethan perdió la tranquilidad en un santiamén. Yo era
el único desarmado; los demás sujetos que nos perseguían
ya venían en camino, de hecho se escuchaban golpes tra-
tando abrir la puerta que Ethan había trabado. Ambos co-
rrimos hacia un costado para escapar de la línea de fuego,
ocultándonos detrás de una enorme columna blanca.
–¡Déjanos pasar! ¡Ninguno querrá salir lastimado de
aquí! –gritó Ethan.
–El único que saldrá muerto de aquí eres tú –
respondió el hombre con rabia.
–Sabes bien que no puedes hacernos daño o tu jefe no
obtendrá lo que tanto busca. Si cometes un error, te matará
–le advirtió.
A modo de respuesta el sujeto se rió sarcásticamente y
de manera inesperada comenzó a gatillar su arma contra
nosotros, pero sus tiros rebotaron en la columna. Lo pri-
mero que hice fue encoger mi cuerpo. Mientras tanto, Et-
han sujetaba con fuerza su arma con ambas manos y man-
tenía su espalda pegada a la columna.
- 67 -
–¡Toma! –dijo, y me entregó las llaves de su vehícu-
lo–. Contaré hasta tres y correrás hacia el auto, lo encien-
des y me recoges, ¿¡entendido!? Yo te cubriré.
–¡Sí! ¿Cómo sabré cuál es?
–Es la única coupé negra que está justo aquí dere-
cho… ¡Uno… dos... tres…!
Ethan giró bruscamente quedando su cuerpo totalmen-
te al descubierto y comenzó a disparar sin parar mientras
yo iba en busca del auto, con el corazón latiendo a mil
revoluciones por minuto.
De pronto escuchamos abrirse de un golpe la puerta
por la que habíamos bajado. Entraron al estacionamiento
dos sujetos más vestidos de traje. Yo ya casi había logrado
encender el motor. Por suerte era un auto bastante mo-
derno y costoso. Los disparos habían cesado; sin embargo,
no veía a Ethan por ninguna parte. Sin más vueltas, pasé
de cambio y fui a gran velocidad hacia donde nos había-
mos separado. Los demás autos estacionados tapaban por
completo mi visión. Al acercarme, observé por la ventani-
lla al sujeto que unos cuantos segundos atrás disparaba
continuamente hacia nosotros tendido en el suelo con dos
disparos en el estómago, sangrando profusamente. Su ros-
tro se transformaba a causa del dolor. Ethan estaba sobre
él revisando los bolsillos internos del saco que traía pues-
to.
–¡Larguémonos ya! ¡¿Qué esperas?! –le grité.
A pocos metros se acercaban los demás con sus armas.
No dudarían un segundo en apuntar y disparar contra no-
sotros. Ethan, con una sonrisa de satisfacción extrajo del
saco una pequeña libreta. Me miró contento y dijo:
–Este es nuestro siguiente paso, muchacho. Ahora lar-
guémonos de aquí. Yo conduciré, pásate de asiento…
- 68 -
Una vez dentro del vehículo, aceleró tan fuerte que lo
hizo girar ciento ochenta grados, quedando frente a frente
con todos los sujetos armados que nos perseguían. Pudie-
ron haber disparado; sin embargo, no les convenía vernos
muertos hasta tener lo que buscaban. Ethan los miró fijo
un instante, tomó el volante con ambas manos y, muy en-
fadado, aceleró con tanta intensidad que los hombres que
nos enfrentaban saltaron hacia un costado para que no les
pasara por encima.
Por suerte, habíamos escapado de aquella peligrosa y
arriesgada situación, pero lo peor vendría después...
–¿Qué tienes ahí? – pregunté a Ethan refiriéndome a la
libreta.
–Esta es la dirección hacia donde nos dirigimos ahora.
Tenemos que encontrar a un sujeto llamado Frank Miller,
antes de que sea tarde. Estos hombres no dejarán de perse-
guirnos a partir de ahora, pero les será difícil alcanzarnos
con este auto veloz, aunque de seguro ellos irían directo
hacia donde nosotros también vamos…
- 69 -
CAPÍTULO V
Ya no tengo noción de cuántos días pasaron desde que
me trajeron aquí. Si estuviesen en mi lugar podrían sentir
y entender este dolor que padezco. Puedo notar los sínto-
mas que mi cuerpo comienza a generar: mi estómago pro-
duce ruidos a causa del hambre, mi cabeza se quiebra en
mil pedazos. Estoy en una situación muy grave. No sé
cuánto tiempo más podré resistir encerrado y aislado. In-
tento hacer todo lo que puedo para distraerme y no pensar
en ciertas cosas negativas que pasan por mi cabeza en este
momento, pero no logro evadirme de la realidad. Mi cere-
bro emite imágenes de felicidad y de deseo, imágines de
paz y de armonía junto con mis seres queridos… Recuerdo
los olores de las mañanas de los domingos junto con el
sonido de los gorjeos de los pájaros que anidaban en los
árboles del campo, donde visitábamos a menudo a la fami-
lia de mi madre; recuerdo estar parado frente al acantilado
más grande que jamás había visto, contemplando el vuelo
de las aves en el cielo, mientras mis oídos se deleitaban
con el golpe del mar estrechándose contras las gigantescas
rocas, acompañado de la suave brisa del viento oceánico.
Tantos recuerdos… Volcarlos en esta hoja me produce
un nudo en la garganta que está a punto de estallar. Siento
que voy a quebrarme como un niño recién nacido cuando
lo separan de su madre…
Cuando escapé del hotel junto a Ethan, era un comple-
to extraño para mí, ni siquiera sabía cuál era su propósito
en todo ese embrollo. Simplemente seguí sus órdenes,
sentí una esperanza o una corazonada, como quieran lla-
marlo. Solo sabía que tenía que enfrentar esa difícil situa-
- 70 -
ción y que esa era la única forma de poder acabar con esto
de una vez por todas.
–Me imagino que no debes entender nada, ¿verdad? –
preguntó Ethan, a medida que nos alejábamos del hotel.
–Así es… –respondí con mucha incertidumbre.
–No te preocupes por eso, Bruce. Ya sabrás todo lo
que está sucediendo…
Conducía a alta velocidad. Con ese auto era poco pro-
bable que nos alcanzaran, siempre y cuando el tránsito no
nos detuviéra.
–¿Hacia dónde nos dirigimos? –pregunté ansioso. Solo
quería escuchar alguna simple respuesta que pudiera tran-
quilizarme.
Del bolsillo del pantalón sacó una tarjeta de identifi-
cación, y dijo:
–En busca de él… Frank Miller.
Luego arrojó la credencial en mis piernas para que la
observara. La foto era de un hombre de más de sesenta y
cinco años, evidentemente consumido. Los huesos de su
rostro, sus ojos caídos y su mirada cansada mostraban una
posible enfermedad.
–¿Quién es Frank Miller?
–Mira, Bruce… Tú tienes un código, ¿cierto?
–Sí... ¿Cómo lo sabes?
–Bueno, tú no eres el único que tiene un código. Solo
tienes un fragmento de ese código. Ese código es parte de
un mapa, un mapa que revela algo que es inalcanzable y
tiene un costo altísimo. No puedo decirte qué es porque en
verdad no lo sé. Solo puedo decirte que fue dividido en
varias partes y que yo tengo otro fragmento en mi poder.
- 71 -
Si los cálculos no me fallan, el sujeto que iremos a visitar
también tiene otro fragmento de la llave de ese tesoro.
–Una vez reunidos todos los códigos, ¿nos dará con
certeza el lugar exacto de lo que tanto anhelan estas perso-
nas?
–A eso me refiero. Hay gente muy poderosa metida en
este embrollo y no se detendrán hasta conseguirlo…
Me detuve unos minutos a pensar, mientras mis ojos
se escapaban observando la increíble ciudad que aparecía
del otro lado de la ventanilla. Hasta que de pronto se me
cruzó por la cabeza Amina, la mujer de vestido rojo que
estaba sentada en la habitación. En ese momento advertí
que Ethan la había reconocido.
–¿Qué hay de Amina, la mujer atada a la silla? –
pregunté.
–Esa mujer es venenosa y encantadora como una sire-
na. Ya me la he cruzado una vez. Recuerdo que estaba en
un bar bebiendo una cerveza fría, disfrutando de la música
que pasaba el tocadiscos del lugar, sin importarme en ab-
soluto lo que estaba sucediendo a mí alrededor; simple-
mente quería escuchar la melodía que provenía de los an-
tiguos parlantes. Estaba sentado junto al gran ventanal que
daba a la calle. Siempre me gustaba sentarme cerca de la
ventana. Sentí que algo sucedía afuera de aquel luminoso
y flamante bar. Mucha gente transitaba por allí. Observé
que entraba una mujer muy bella y elegante, de piel blanca
y cabello oscuro. Llevaba puesto un radiante vestido rojo
con unos altos tacos negros. No estaba sola, iba acompa-
ñada de dos sujetos. Hasta ese momento no le había dado
importancia hasta que vi su ardiente mirada como cenizas
de cigarrillos aún prendidas fuego, capaces de penetrar en
- 72 -
cualquier persona que la mirara. Me observó fijamente
mientras reía y bebía su trago con aquellos dos hombres.
No quise entrar en su juego, o quizás esa era su manera de
mirar a todos, no solo a mí. Jamás la había visto en ese
bar, y yo concurría allí una o dos noches por semana. Vol-
teé la cabeza para mirar hacia la calle nuevamente, bus-
cando alguna distracción, hasta que minutos después sentí
que las puntas de unos dedos largos con sus uñas crecidas
que golpeaban suavemente mi hombro. Giré y miré de
reojo para ver quién era y allí estaba ella, parada detrás de
mí. Me preguntó si podía sentarse conmigo pues sus ami-
gos ya estaban ebrios y estaba fastidiada. La miré por un
instante fijamente a los ojos e intenté ver más allá a través
de ellos para saber qué escondían… Le respondí que sí,
señalándole la silla desocupada. Extendí mi mano para
saludarla y me presenté:
–Thomas Clayton, mucho gusto.
»Noté sorpresa en su rostro al escuchar mi nombre;
luego río irónicamente y respondió:
»– Sophia Banner, es un placer.
»Entablamos un breve diálogo:
»–Es la primera vez que te veo por aquí. No vienes
muy a menudo, ¿verdad? –le pregunté.
»–No soy de aquí, estoy conociendo la ciudad.
»Estoy seguro de que si hubiera mencionado mi ver-
dadero nombre hubiera tenido a esos dos sujetos sobre mi
espalda. Mi respuesta la tomó por sorpresa, simplemente
porque no era lo que esperaba oír.
»–Yo tampoco soy de aquí –respondí–. Solo estoy de
visita por un tiempo…
- 73 -
»Yo trataba de saber una cosa, por eso le seguí la
conversación. Quería saber quiénes eran esas personas y
qué querían de mí. Hasta que, por suerte, logré obtener
algo…
»Ella, sin darme mucha importancia y sin estar segura
de quién era yo, a los pocos minutos se levantó y se mar-
chó diciendo que tenía que ir al baño. Con su rostro de-
silusionado se alejó lentamente. Quizás tenía que llamar a
su jefe para notificarle lo sucedido. Luego, de repente,
empujó la puerta de entrada con ambas manos y salió del
bar como si nada hubiese pasado, acompañada por los dos
sujetos. Alcancé a leer la patente del auto que la recogió.
»Pocos días antes de aquel encuentro en el bar con
aquella dama encantadora, un fragmento del código llegó
a mi poder. Estaba advertido de que me buscarían, pero yo
era quien quería encontrarlos. Esta vez yo sería el cazador
y ellos mis presas. Así logré conseguir mi objetivo y ave-
riguar más sobre este grupo que hoy nos está buscando.
Cada paso fue pensado detenidamente: fui al bar dos veces
por semana a la misma hora durante casi un mes pues sa-
bía que ahí era donde me buscarían y me encontrarían. Y
finalmente pude saber con quién estaba tratando, Bruce.
Esa mujer hermosa, a la que tú llamas Amina, la que lle-
vaba puesto el mismo vestido rojo para atraer la atención
de todos fácilmente, era esa mujer. Lamento decirte que
Amina te engañó. No te culpo, es en verdad muy hermosa
y encantadora.
»Comencé a seguir los rastros de estos sujetos y eso
fue lo que me trajo hasta ti. Pocos días atrás, el auto negro
estacionó en la puerta del hotel y bajó de él una persona a
la que observé con cuidado cuando ingresaba por la puerta
principal. Fui directamente a hablar al área administrativa.
- 74 -
Ellos habían reservado una habitación allí. Sabía que algo
estaban tramando. Solo sé que están bajo el mando de una
persona muy adinerada. Tienen un único jefe que decide
todo lo que hacen. Aún no puedo saber quién es, jamás
apareció en los lugares de los hechos. Con seguridad se
trata de alguien muy inteligente y muy poderoso para ac-
ceder a todo lo que quiere…
»Lo único que ansío es acabar con esto de una maldita
vez. Todos buscamos lo mismo, Bruce, y lo conseguire-
mos muy pronto.
Nos encontrábamos aproximadamente a ciento veinti-
cuatro millas de distancia del domicilio de Frank Miller.
–Pararemos un momento –dijo Ethan–. Cargaré com-
bustible…
Por suerte, yo traía conmigo mi tarjeta de crédito y al-
go de dinero en la billetera; no sabía si los iba a necesitar.
A decir verdad, jamás imaginé estar en una situación como
esa. Pensé en escapar nuevamente, ya que no era prisione-
ro de Ethan, simplemente estábamos unidos por la misma
razón y por la misma causa.
Una vez que vimos el cartel de una estación de servi-
cio, ingresamos con el auto por la segunda carretera que
era la vía de acceso a ella. Al detenernos, miramos a nues-
tro alrededor y comprobamos que todo era un gran desier-
to.
Había un anciano sentado en una silla de madera anti-
gua, con un sombrero de paja estilo tejano, muy ancho y
agujereado por todas partes, al igual que su ropa manchada
de grasa y de aceite. Su mirada impactaba de lleno en no-
sotros, como si supiese todo lo que íbamos hacer, mientras
paseaba de lado a lado por su boca un largo y fino palillo
- 75 -
de madera. Se levantó despacio y caminó lentamente hacia
nosotros; no parecían importarle los rayos potentes y ful-
minantes del sol ese día tan caluroso, pues tenía la piel tan
curtida que ya no sentía la diferencia entre la sombra y el
sol.
–Llénelo, por favor –dijo Ethan cuando el viejo estaba
a pocos pasos del auto.
Yo me quedé parado con las manos en los bolsillos
apreciando el interminable paisaje que había a nuestro
alrededor. El hombre con su cansada mirada, sin decir una
sola palabra, observaba fijamente el auto, pensando o su-
poniendo a qué nos dedicábamos para conducir ese coche
de gran valor… pero ni siquiera yo lo sabía.
–¿El baño, señor? –le preguntó Ethan.
El viejo lo miró y, sin decir una palabra, levantó muy
despacio su brazo derecho y señaló con su estropeado de-
do índice una casilla con la puerta de chapa oxidada y de-
teriorada, a pocos metros de los surtidores.
–Perfecto, ya regreso.
Yo también tenía ganas de ir al baño, pero dado el es-
tado del sanitario prefería retener el líquido hasta llegar a
la ciudad.
Cuando Ethan salió con el pelo mojado y peinado ha-
cia atrás, regresó, abrió la guantera y extrajo un mapa y un
marcador negro; luego se apoyo cómodamente sobre el
techo del auto. Parecía no importarle dañar la pintura con
la punta del marcador trazando una línea curva que indi-
caba el camino que debíamos tomar.
–Este es el camino, Bruce –dijo señalando la trayecto-
ria que haríamos–. Tardaremos una hora aproximadamen-
te.
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Dobló el mapa y me lo entregó para que lo guiara has-
ta la casa de Frank Miller.
Pregunté en voz baja, para que el viejo no escuchara:
–¿El baño está muy sucio?
–Claro que no, Bruce –respondió con una sonrisa de
confianza y optimismo.
Entonces decidí no esperar a la próxima ciudad y fui.
Cuando ingresé al sanitario comprobé que su estado era
deplorable. Un increíble olor a orina y a estiércol domina-
ba la casilla. Una gran cantidad de moscas volaban y zum-
baban por todas partes. La luz provenía de la única venta-
na cuyos vidrios estaban destrozados. Imaginé lo mal que
se sentiría una persona que necesitara entrar allí de noche.
Luego de orinar me limpié bien ambas manos con el del-
gado chorro de agua que emanaba de la canilla y mojé mi
rostro y mi pelo para soportar mejor el calor de ese cruel
verano.
Ethan ya estaba dentro del coche con el motor encen-
dido para partir. Con sus manos al volante dijo:
–Ven, ya vámonos.
El tanque de combustible estaba lleno y no había nada
más que nos detuviese hasta llegar a la casa de Frank Mi-
ller.
Retomamos la carretera y Ethan encendió la radio.
Sonaba un tema de la grandiosa banda Creedence, el cual
me hizo recordar cuando solía visitar a mi tío en su estan-
cia junto con mi madre… Qué hermosos momentos…
Ethan conducía a casi ciento veinte kilómetros por ho-
ra y aún así se lo veía muy tranquilo y calmado. Por suerte
- 77 -
había pocos autos en la ruta, lo que nos permitiría llegar
antes a nuestro destino.
El paisaje del campo y el aire fresco me dejaban ano-
nadado por largos minutos, anhelando que esa situación
terminara de una vez para poder contemplar y abrazar a mi
hermosa María Loren.
Más tarde, mientras Ethan conducía, observé el mapa
detalladamente y calculé que llegaríamos pronto.
–Ya estamos cerca –comenté.
–Espero que alguien esté en la casa –respondió–.
Además mi estómago ya comienza a pedir comida…
Ethan tenía algo muy particular: siempre era muy op-
timista y lograba dejar a un lado todas las cosas negativas
que estábamos viviendo. En verdad tenía una gran perso-
nalidad. Yo solo pensaba en encontrar a Frank Miller para
que nos diera una respuesta rápida y válida y pudiéramos
huir de allí antes de que llegasen los demás.
Cuando arribamos al vecindario, observamos las pre-
carias casas que había en el lugar. Algunos lugareños que
nos veían pasar nos miraban desconfiados e intrigados por
el motivo de nuestra llegada. Seguramente, estaban acos-
tumbrados a ver casi siempre a las mismas personas, ya
que en esos pequeños poblados todos se conocen.
Ethan sacó la identificación de Frank Miller y la le-
vantó a la altura de sus ojos:
–Busca la calle Melville 1452–me indicó.
Consulté la guía que tenía en la guantera y la ubiqué
enseguida. Nos desviamos hacia esa dirección y una vez
que la encontramos, buscamos el número que indicaba el
documento.
- 78 -
La mayoria de las casas tenían un jardín al frente muy
bien decorado y cuidado. Miramos una por una, hasta que
por fin llegamos a la dirección. Detuvimos el auto justo en
la entrada de la casa y la inspeccionamos desde afuera
para ver si notábamos algo extraño en el lugar. Ethan en-
focó su mirada en el letrero que indicaba la numeración 1452 y confirmó:
–¡Aquí es!
La casa estaba rodeada por un gran pastizal seco y
descuidado. La pintura exterior estaba muy dañada; la
puerta era de madera blanca y junto a ella había una ven-
tana.
–Bueno… aquí estamos. Esperemos tener suerte –dijo
Ethan–. Déjame hablar a mí. Trataré de explicarle lo mejor
posible la situación y veré si puedo tener más datos.
–Lo dejo en tus manos –respondí.
Al bajar del auto, Ethan tomó el arma y se la colocó en
la cintura; luego nos paramos frente al portón de madera y
aplaudimos insistentemente esperando que alguien saliera
de la casa, pero nadie apareció.
–Parece que no hay nadie –dijo Ethan.
Deslizó una pequeña traba que había en el portón y lo
abrió. Caminó despacio hasta la puerta y golpeó tres veces
y no obtuvo ningún resultado. Entonces se asomó por la
ventana y miró hacia adentro por los bordes que la cortina
no llegaba a cubrir.
–Si hubiera alguien ya habrían corrido esa cortina para
que entrara la luz…
Primero yo esperé afuera, pero luego entré y miré ha-
cia el fondo de la casa. Pude notar que había una especie
de galpón.
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–Quizás haya alguien en el fondo –dije.
–Pues averigüémoslo.
A medida que nos acercábamos, el sonido de nuestras
pisadas en el pasto era inevitable. Cuanto más cerca está-
bamos de la casilla, se escuchaba con mayor nitidez un
pequeño sonido similar al de una máquina soldadora. Era
evidente que allí dentro había alguien que no advirtió
nuestra llegada.
El sonido de la máquina se detuvo unos pasos antes de
que llegáramos a la entrada, donde la puerta de chapa es-
taba abierta de par en par. Ethan se anunció con vos fuerte
para que lo escucharan:
–¡Buenas tardes! ¿Se encuentra alguien allí? Estamos
buscando al señor Frank Miller.
Nadie respondió. Nos acercamos un poco más y cuan-
do ya casi estábamos en la entrada del taller, Ethan golpeó
la puerta de chapa y nos sorprendió un muchacho que es-
taba al costado, con la punta de un revólver apuntando
hacia nuestras cabezas y dijo:
–Si no se marchan en diez segundos apretaré el gatillo
sin pensarlo… Uno… dos… tres…
Teníamos diez segundos para explicarle a esa persona
qué hacíamos dentro de su morada. En verdad sería difícil
porque el sujeto no era Frank Miller, el hombre de la foto.
Este tendría unos veinticinco años y era casi de mi estatu-
ra, cuerpo robusto, con una crecida barba muy desprolija.
Llevaba puesta una remera oscura cortada en ambas man-
gas, manchada de grasa con varios agujeros.
Cuando comenzó a contar hasta diez, me quedé mudo.
Solo esperaba que Ethan decidiera que nos marcháramos
de allí para evitar problemas.
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–Cálmate –le dijo Ethan, con las manos en alto.
–Cuatro… cinco…
–Buscamos a Frank Miller –dije.
–Seis... siete…
Cuando faltaban pocos segundos para que disparara,
debíamos convencerlo, pero ¿Cómo?, ni siquiera quería
escuchar lo que decíamos, eso sería muy difícil.
–Ocho… nueve…
Manteniendo los brazos en alto, Ethan comenzó a
acercarse al muchacho, mientras le decía:
–No venimos a hacerte daño. Necesitamos tu ayuda.
El joven no respondió. Apuntó a Ethan en el pecho y,
cuando iba a disparar, este pudo golpear el revólver, que
de todas formas se gatilló. La bala traspasó el techo de
chapa y siguió en dirección ascendente. Luego inmovilizó
al muchacho sosteniéndolo por detrás, pero ambos cayeron
al suelo. El arma estaba al costado. El joven se levantó
exaltado, escupió saliva en el piso y muy enojado miró a
Ethan, se río y sin pensar se arrojó sobre él.
–Si este es el único remedio, peleemos… –dijo Ethan.
Apenas sus cuerpos impactaron, me harté de esta mal-
dita estupidez, tomé el revólver del suelo y también la
identificación de Frank Miller que se le cayó a Ethan del
bolsillo, di un disparo hacia arriba, con la intención de que
el fuerte ruido los detuviera y me prestaran atención.
–¡Dejen de perder el tiempo! –grité.
Ambos me miraron con asombro. Sabía que disponía
de pocos segundos y me dirigí al muchacho:
–¿Ves esta identificación? Es por esto que estamos
aquí. No somos asesinos, ni ladrones ni nada por el estilo.
Llegamos hasta aquí por la dirección que está escrita en
- 81 -
esta credencial. Si la persona que buscamos, Frank Miller,
no se encuentra aquí, entonces nos retiraremos ya mismo,
¿de acuerdo?
Ambos se separaron.
–¿Por qué no has dicho eso desde un principio, Bruce?
–dijo Ethan, mientras limpiaba la tierra de su cara con el
brazo.
El muchacho, desorientado ante mi pregunta y con
muchas reservas, inquirió:
–¿Por qué diablos buscan a ese hombre?
–Bueno, es una historia larga… –contestó Ethan.
–Lo importante –interrumpí– es que tiene algo que nos
interesa y nos puede ayudar a todos.
–¿Algo como qué? –volvió a preguntar a la defensiva.
–Algo que muchos están buscando, que tiene mucho
valor. Es por eso que necesitamos encontrarlo.
Arrojé el revólver al suelo nuevamente. Si este mu-
chacho mostraba un poco de interés era porque ya sabía de
qué estábamos hablando, de lo contrario nos hubiera dicho
que nos fuéramos al infierno. Nos miró con las cejas frun-
cidas y, segundos después, dijo:
–Síganme por aquí…
Con Ethan nos miramos. Seguramente, obtendríamos
alguna información. El joven nos dio la espalda y se diri-
gió hacia la entrada de la casa mientras lo seguíamos.
Abrió la puerta y nos indicó que ingresáramos.
Entramos a un pequeño y caluroso ambiente. El mobi-
liario se limitaba a una mesa de madera y cuatro sillas, por
lo que supuse que no recibiría muchas visitas. También
había una heladera y un televisor antiguo.
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–Tomen asiento –dijo, mientras sacaba tres vasos y
una jarra con agua de la nevera. Sirvió el líquido, se sentó
con nosotros a la mesa y nos miró pensativo. Luego nos
informó:
–Frank Miller falleció hace nueve meses por una en-
fermedad.
Extendió su brazo hasta un pequeño modular y tomó
un portarretratos; lo colocó sobre la mesa frente a noso-
tros.
–Él era Frank Miller, yo soy Víctor Miller. Frank era
mi padre. Vivíamos los dos aquí. Mi madre nos abandonó
cuando yo era tan solo un niño y desde entonces él se ocu-
po de mí. No tengo palabras para describir todo lo que
hizo por mí. Todo lo que sé, lo aprendí de él.
Se detuvo un instante para mirar la foto del portarre-
tratos, como cuando una persona ama con el alma a otra;
tragó saliva y continuó:
–Trabajábamos en el taller. Siempre teníamos trabajo,
a veces demasiado y otras muy poco. Desde aquella en-
fermedad terminal perdimos casi todos nuestros ahorros en
una operación para tratar de salvarlo, pero no lo logramos.
Tan solo no puedes detener la enfermedad y la persona se
va de esta vida. Es una horrible y desesperante situación
saber que nada puedes hacer. Estaba internado, hasta que
un día ya no volvió a abrir los ojos… Ahora he quedado
solo y el trabajo es tan escaso que no alcanza para pagar
los impuestos. La casa tiene una deuda por una suma im-
portante de dinero, del cual no dispongo. Mi padre nunca
me mencionó nada sobre esa deuda; nunca quiso que me
hiciera problema. Hasta que llegó la intimación de pago.
Les comento esto porque antes de morir me dejó una carta.
En ella había escrito que algún día me traería alegría a mi
- 83 -
vida; también me aseguraba que algunas personas ven-
drían a buscar esto tarde o temprano. Podrían ser opresores
o todo lo contrario, y aseguraba que yo sabría distinguir-
los. También me pedía que luchara por él y que siguiera su
camino hasta el final. Y eso es lo que haré.
En el ambiente reinaba una gran tensión. Permaneci-
mos en silencio, hasta que Ethan dijo:
–Permíteme presentarme, Víctor. Me llamo Ethan
Ford. Lamento lo sucedido hace minutos atrás, jamás qui-
se golpearte.
–Yo soy Bruce Collins…
Ethan me interrumpió y agregó:
–Ya habrás imaginado la razón por la que estamos
aquí. Discúlpenme ambos, pero iré directo al grano, mu-
chachos. Algunas personas ya están en camino, no pode-
mos perder más tiempo. Cada uno de nosotros tiene un
fragmento y, reuniéndolos, completaremos el código que
abre una puerta a algo que tiene un precio altísimo y que
muchas personas buscan. Aún no sabemos qué es, pero
seguro tiene mucho valor. Hasta que no logremos reunir
los códigos, jamás podremos encontrarlo.
–El tiempo que tenemos es corto –interrumpí–. Ya es-
tán en camino varios sujetos en busca de Frank Miller.
Debemos marcharnos cuanto antes de aquí. No pienses
que eres el único que no entiende nada de todo esto, Víc-
tor. Tan solo un día atrás yo me involucré en este asunto
sin saber dónde me estaba metiendo.
Ethan agregó:
–De nada nos serviría huir de ellos, porque tarde o
temprano nos buscarían nuevamente. La mejor forma de
acabar con esto y salir ganando es enfrentarlos. No hay
- 84 -
otra salida; es la mejor solución. Si alguno tiene otra idea
mejor, los escucho atentamente…
Nos quedamos en silencio pensativos.
Desconocía cuáles eran sus propósitos; solo sabía que
cada vez me alejaba más de poder acabar con esto. Yo no
lo hacía por dinero, sino simplemente por mi vida y por la
de mi amada María Loren. No quería que volvieran a apa-
recer y a molestarnos nunca más…
–Les propongo buscar los tres la pieza que falta –dijo
Ethan–. Mantendremos siempre mucha precaución en to-
dos los pasos que daremos. Cada uno conservará su código
hasta que hallemos el que falta. ¿De acuerdo, muchachos?
Víctor respondió:
–Estoy adentro, cuenten conmigo...
–Creo que no me queda más remedio que seguir con
esto –opiné–. Aunque el dinero no me importa, de todas
formas no puedo volver a mi casa en paz pues, vendrán
por mí; no me cabe la menor duda, así que estoy con uste-
des.
–Bien, ahora veamos el siguiente paso –dijo Ethan–.
Nuestro objetivo es lograr obtener el último código. No
podremos enfrentarnos a ellos hoy. Primero hay que ave-
riguar quién está detrás de todo esto e ir por él, antes de
que él venga hacia nosotros.
La situación era confusa y difícil. Había tantos campos
sin cubrir y contábamos con poca información, lo que nos
causaba mucha incertidumbre. Los sujetos que venían en
busca de Frank Miller ya estarían muy cerca. Debíamos
movernos cuanto antes…
–¿Qué haremos? –preguntó Víctor.
- 85 -
–Bueno... Supongo que esperar a que lleguen. Si te-
nemos algo de suerte podremos capturar a uno de ellos y
hacerlo hablar –dijo Ethan.
–Un momento –interrumpió Víctor–. Dentro del sobre,
detrás de la carta, había un nombre escrito: “Josep
Bueno”. Quizás mi padre lo escribió por alguna razón…
–Quizás sea cualquier nombre –dijo Ethan.
–Pero aún así es lo único que tenemos hasta el mo-
mento –dije.
Todo era muy extraño desde un principio. En ese mo-
mento me encontraba con dos sujetos que ni siquiera co-
nocía, pero sentía que eran las únicas personas en las que
podía confiar en esos momentos. Jamás me hubiera imagi-
nado teniendo que seguir unas pistas para encontrar algo
por lo que algunas personas matarían.
Esa situación se había convertido en una pesadilla.
Nunca pensé que podría estar amenazado de muerte y ante
una encrucijada así. Cuando creemos que todo transcurre
de manera normal, de golpe la vida cambia y nos sorpren-
de. Todo se vuelve borroso y oscuro. Pero aún así, quería
creer que todo terminaría bien.
Mientras discutíamos qué debíamos hacer, el tiempo
se nos escurría entre las manos sin darnos cuenta. Nos
sorprendió ver que a una cuadra de distancia dos vehículos
negros se dirigían a gran velocidad hacia la casa. Ya sa-
bíamos de quiénes se trataban y a qué venían…
- 86 -
CAPÍTULO VI
Aprendemos a apreciar la vida cuando menos lo ima-
ginamos, justo en esos momentos críticos en los que lu-
chamos por ella hasta el último instante. Nunca sabemos
cuándo es ese momento en que sentiremos el sabor de la
lucha que tanto nos inspira a seguir con la fuerza que te-
nemos guardada en lo más íntimo de nuestro ser… Y, ¿pa-
ra qué? Toda esa lucha es para seguir con vida...
Al anochecer aún estábamos en la casa de Víctor junto
con Ethan debatiendo qué íbamos a hacer. Aunque demo-
ramos unos minutos, ya habíamos decidido cuál sería
nuestro siguiente paso.
Los autos estaban a menos de cien metros de la casa.
Llegaron en pocos segundos, pero no lograron encontrar a
nadie. Ya habíamos escapado. Nos superaban en cantidad
de personas y de armas. Hubiera sido muy estúpido que-
darse y enfrentarlos.
Al sentir que los autos llegaban, inmediatamente Et-
han se levantó, tomó sus llaves y con seguridad, dijo:
–¡Larguémonos de aquí cuanto antes!
–¿Qué tienes en mente? –le pregunté.
–Primero, huir de aquí y, segundo, encontrar a Josep
Bueno.
Los tres, sin hacer ninguna objeción sobre la cuestión,
escapamos inmediatamente hacia el auto. Sin embargo,
justo cuando íbamos a subir, Víctor se detuvo un segundo,
pensó y dijo:
–Los seguiré en mi moto.
- 87 -
Regresó corriendo al taller mientras nosotros ingresá-
bamos al coche.
Ya era demasiado tarde, los dos autos negros polariza-
dos estaban demasiado cerca.
Aunque no encontraron a nadie dentro de la casa, nos
habían visto huir.
Ethan aceleró haciendo rugir el motor, llamando la
atención de los agresores, con la intención de que nos si-
guieran para así distraerlos y darle tiempo a Víctor para
que escapara con su moto sin que lo descubrieran.
Aceleró tanto que apenas al doblar la esquina ya ha-
bíamos desaparecido de su vista. De todas formas, no tar-
daron mucho en reaparecer. Por suerte, el coche de Ethan
era muy veloz, pero los de ellos tampoco se quedaban
atrás. Desconocíamos el camino completamente; jamás
había estado en ese lugar. Solo escapamos hacia el asfalto
para retomar la ruta.
Los autos cada vez se nos acercaban más. Intenté ver
el mapa para encontrar alguna salida rápida, pero me era
imposible. De pronto nos sorprendió escuchar un fuerte
disparo.
–¡Maldición! –gruñó Ethan–. Ya han comenzado a
disparar. Necesito que tomes el volante cuando lleguemos
a la esquina.
Extrajo su arma de la cintura. Sin dudar un segundo,
tomé el volante y dejé todo en sus manos. Debía confiar en
él, como él confiaba en mí.
–¡¿Listo?! –grité.
–¡¡Ahora!!
- 88 -
Cuando tomé el volante, Ethan giró rápidamente, sacó
una parte de su cuerpo por la ventanilla y, quedando casi
al descubierto, comenzó a disparar. Escuché dos tiros;
luego se acomodó nuevamente en el coche y retomó el
control del vehículo. Cuando volteé hacia atrás para ver a
través del vidrio trasero lo que había sucedido, increíble-
mente pude ver que había impactado en la llanta de unos
de los autos, haciendo que derrapara en medio la calle y
dejándolo fuera del camino.
Solo teníamos un auto muy pegado a nosotros. Cuan-
do pensamos que nos alcanzaría, sorpresivamente una mo-
to se nos atravesó unos cuantos metros delante, justo en la
intersección de las cuatro esquinas. El conductor llevaba
puesto un casco oscuro, el cual nos impedía poder ver su
rostro… Enseguida extrajo un revólver de su cintura y,
justo antes de toparnos contra él, nos apuntó y disparó.
–¿Qué diablos sucede…? –preguntó Ethan desorienta-
do.
–¡Es Víctor! –respondí. Sabía que era Víctor, segura-
mente nos halló por el sonido de los disparos.
Sus tiros pasaron a pocos centímetros del auto de Et-
han y dieron contra el parabrisas del otro auto, que al venir
de frente, no tuvo más opciones que girar para protegerse
de las balas, logrando dejar el paso libre para que pudié-
ramos escapar de una maldita vez…
Víctor guardó su arma y aceleró la moto hasta quedar
a la par nuestra. Se levantó el casco y desde el costado del
auto, a la altura de la ventanilla de Ethan, preguntó:
–¿Qué haremos ahora?
–Josep Bueno –respondió Ethan secamente–. Averi-
guaremos quién es...
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–Será mejor que nos detengamos en un lugar tranquilo
–propuso Víctor–. Por la carretera principal, antes de la
ciudad, hay un bar donde también podremos buscar en la
guía los datos de Josep Bueno.
–Perfecto. Te seguiremos…
Víctor pasó con su moto por delante del auto y nos di-
rigimos por la carretera hasta el bar que había menciona-
do.
Anocheció. Mi mente estaba colmada de dudas. Pero
lo que me hacía sentir mejor era saber que ya no estaba
solo en esa extraña situación, o al menos eso era lo que
pensaba.
Antes de llegar, ya podía verse un cartel muy llamati-
vo, de luces multicolores que indicaba el nombre del bar:
The Clover. Cuando nos aproximamos, había una gran
variedad de personas, la mayoría adolescentes que proba-
blemente concurrían para beber un trago ya que era sába-
do. También había muchas mujeres que paseaban al lado
de los coches, algunas vestidas de forma provocativa con
polleras cortas, otras con la panza descubierta o con esco-
tes amplios y ajustados que marcaban sus pronunciados y
llamativos pechos.
Víctor estacionó al lado de otras motos que había allí.
Sin embargo, nosotros decidimos no dejar el auto en el
estacionamiento principal, sino un poco más alejado y
escondido, pues temíamos que pasaran por aquí los sujetos
que nos estaban buscando. Si veían el vehículo, estaríamos
en la ruina.
Ubicamos el auto en un lugar apropiado y caminamos
a lo largo del estacionamiento hasta llegar a Víctor. La
mayoría de los dueños de los autos eran jóvenes. Todos
- 90 -
vestían ropa informal y cómoda. Yo traía puesta la misma
camisa y el mismo pantalón con los que había ido al hotel
y posteriormente a la casa de Víctor. (De hecho, ahora
mismo, escribo estas palabras con el mismo atuendo...).
Ethan vestía un jean oscuro, una remera blanca debajo de
una camisa a cuadros azules y Víctor una simple remera
negra y un pantalón claro.
Cuando nos reunimos, Ethan dudó y dijo:
–Creo que será difícil que nos encuentren aquí.
–Tranquilos, muchachos –agregó Víctor–. Aquí, no
nos encontrarán.
–Yo creo que lo mejor será buscar información en las
guías para ubicar a Josep Bueno cuanto antes –intervine.
–Por supuesto, Bruce –respondió Ethan–. Eso es lo
que haremos. Pediremos prestada la guía telefónica del
bar, además, no está mal relajarse un poco y tomar unos
tragos. Esta noche invito yo muchachos…
Ingresamos por la puerta principal y observamos a una
chica rubia con un hermoso rostro y cuerpo perfecto, de
piel caribeña que resaltaba más aún con su remera escota-
da rosa y el jean claro que marcaba sus partes íntimas.
Advertimos que actuaba de una forma extraña, pues pare-
cía estar muy enfadada e irritada. Caminó enojada y an-
gustiada hacia la salida, justo por donde nosotros pasába-
mos. Tras ella iba un muchacho joven, alto y forzudo, cu-
yo cuerpo era similar al de un jugador de futbol ameri-
cano; la seguía muy malhumorado. En un momento, la
tomó bruscamente del brazo impidiendo que ella pudiera
reaccionar y le dijo:
- 91 -
–¿Adónde crees que vas, maldita zorra? No tienes un
centavo y ni un pito que te lleve a ningún lado…Vamos,
ven aquí…
Los tres nos quedamos parados en la puerta sorprendi-
dos por lo que estaba sucediendo. Comenzaba a sentir re-
pugnancia por este idiota. Ethan observaba con mucha
atención lo que estaba sucediendo. A nadie más alrededor
parecía importarle… El ambiente estaba viciado por el
humo de los cigarrillos. La música de fondo provenía de
una máquina de un metro y medio de altura, con la parte
superior muy iluminada y de varios colores en el frente y
en sus laterales, una de esas que funcionan al introducir
una moneda y permiten elegir las canciones que se desea
escuchar.
Había diferentes grupos de personas sentadas en las
mesas. También había algunos billares, todos ocupados.
Cada uno estaba inmerso en su mundo.
La chica se movía y retorcía para poder zafarse del su-
jeto que la amedrentaba, hasta que nos miró pidiendo auxi-
lio. Esto provocó que el muchacho advirtiera nuestra pre-
sencia detrás de él. La soltó de inmediato, se volteó impul-
sivamente hacia nosotros y, mirándonos con rudeza, pre-
guntó:
–Ustedes, ¿qué diablos miran, imbéciles? Será mejor
que se larguen de aquí si no quieren terminar heridos.
Yo quería evitar problemas, de hecho no sería nada in-
teligente tener un altercado y arriesgarnos a ser detenidos
por la policía. Sin embargo, Víctor y Ethan estaban muy
decididos a golpear a ese infeliz, pero por suerte intervine
a tiempo para detenerlos:
–Vamos, muchachos... No es asunto nuestro y él no la
ha lastimado. No queremos problemas, no olviden eso.
- 92 -
Aunque sus miradas seguían fijamente a la de este jo-
ven, pude evitar que se pelearan en el bar. Los empujé
para que fuéramos a sentarnos a alguna mesa que estuviera
desocupada. Ethan se acercó al cantinero y le pidió una
ronda de cerveza. Luego echó un vistazo al lugar y le indi-
có:
–Estaremos sentados en la mesa que está junto a la
ventana.
El cantinero tenía un aspecto similar al de la gente de
la zona: barba prolija, cabello ondulado y peinado con gel
y con un peine fino hacia un costado. Mientras secaba con
un trapo las copas de vidrio, respondió muy cortante con
una mirada aburrida:
–Enseguida las llevarán, caballero.
La camarera se aproximó a la barra para dejar dos va-
sos sucios. El hombre, con voz ronca, le ordenó:
–Tres frías, mesa seis.
–Ya se las alcanzo –dijo y luego se apresuró para con-
tinuar con los otros pedidos.
Nos sentamos a la mesa elegida antes de que la ocupa-
sen, pero como había dos sillas, me acerqué al tipo de la
mesa que estaba detrás de nosotros pues uno de los asien-
tos estaba desocupado. El muchacho estaba solo. Su as-
pecto me llamó la atención: abundantes rulos largos, acné
en su rostro; usaba anteojos de lectura, inapropiados para
el lugar en el que nos encontrábamos. Me acerqué y le
pregunté:
–¿Está ocupada esta silla?
–No –respondió muy nervioso con la mirada hacia
abajo.
–¿Puedo usarla, por favor?
- 93 -
–Sí.
–Gracias.
Noté en él cierto temor al hablar. Me pareció muy in-
trovertido. Seguramente sería como esos jóvenes que la
pasan muy mal en la escuela a causa del maltrato y de las
bromas de sus compañeros.
Ubiqué la silla en nuestra mesa y me senté. Estaba
agotado.
–Qué tipo extraño, pero amable –comenté.
–Aquí todos somos extraños, Bruce –dijo Ethan–. Ca-
da persona es extraña y vive en su propio mundo. La nor-
malidad es muy rara, a menos que sepas fingirla muy bien.
–Allí vienen las cervezas frías –intervino Víctor ansio-
so.
Yo no suelo consumir con frecuencia bebidas alcohó-
licas. Trato de controlar mi mente en todo momento y de
no perder la cordura.
Justo cuando la camarera apoyó las cervezas en la me-
sa y las destapó una por una, vi que, por detrás de ella, a
pocos pasos de la mesa de billar, nuevamente discutían la
chica rubia con el mismo joven. Esa vez no le dimos im-
portancia.
–Señores, lo primero es lo primero –dijo Ethan con su
mano pegada al vaso de cerveza–. Antes de mirar a esas
hermosas damas, debemos conseguir la guía para poder
ubicar a Josep Bueno.
–En la parte trasera del bar están los teléfonos públi-
cos –comentó Víctor–. Quizás allí haya una.
–Excelente, no demoraré –dijo Ethan, mientras se le-
vantaba del asiento con su vaso en la mano. Antes de ir
hacia el teléfono público, se dirigió a la barra y comenzó a
- 94 -
conversar con el cantinero, quien dejó la copa que estaba
lavando sobre la mesada, lo miró fijamente y se le acercó
al oído para decirle unas palabras. Luego Ethan se enca-
minó hacia el teléfono público. Nos miró sonriendo y le-
vantó su cerveza triunfante, Luego lo perdimos de vista.
–¿Cómo lo conociste? –preguntó Víctor, aprovechan-
do su ausencia.
–Él me ha salvado la vida o por lo menos, eso creo.
De hecho lo conocí esta mañana, así que no tienes de qué
preocuparte ya que “todos somos extraños aquí”, como
dijo Ethan…
–Hay una cosa que no entiendo y me provoca dudas –
dijo Víctor–. ¿Cómo han conseguido la identificación de
mi padre?
–Esta mañana escapamos de los mismos sujetos que
fueron a buscarnos a tu casa, pero antes de eso, Ethan to-
mó esa identificación de uno de los bolsillos de ellos; de
esa manera fue como llegamos hasta tu casa en busca de
Frank Miller. No sabíamos con qué nos íbamos a encon-
trar. Como puedes ver, ahora tú estás aquí con nosotros y,
seguramente, jamás lo hubieras imaginado…
–Solo espero que todo esto valga la pena, Bruce.
–Quédate tranquilo. Siento que todo saldrá bien, con-
fío en Ethan; aunque no lo conozco demasiado, siento que
podemos contar con él.
Dimos unos sorbos a nuestros vasos mientras, en si-
lencio, cada uno pensaba algo distinto sobre lo que estaba
sucediendo. Víctor levantó la mirada y dijo:
–Mira, allí está la rubia de nuevo coqueteando con
aquel idiota.
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Volteé mi cabeza para mirar disimuladamente y allí
estaban los dos como si minutos atrás nada hubiese suce-
dido.
–Qué chica tan tonta –dijo Víctor enojado–. Con lo
bella que es podría estar con el hombre que ella quisiera.
Y mira… ya ves, anda con ese imbécil.
–Tienes razón. Cada uno sabe lo que hace… –
respondí.
El hombre la trataba como si fuera su dueño. Había
tres muchachos y dos chicas con ellos. Todos tenían el
mismo aspecto. Me hubiera atrevido a decir que ellos eran
del equipo de fútbol americano de la zona, y las mujeres
cumplían el rol de animadoras. Tomaban cerveza y reían
repugnantemente, sentados sobre la mesa de billar como si
fueran los dueños de todo esto.
–Será el grupo el que determine quién sea cada uno –
dijo Víctor y rió.
Mientras charlaban y jugaban al villar, la chica rubia
se apoyó suavemente con ambos codos sobre la mesa, in-
clinó su cuerpo de modo tal que podían observarse sus
perfectas curvas y su pequeña cintura. Su figura era la de
una modelo. Era inevitable no ojear al menos un segundo
ese encantador y provocativo cuerpo.
A pocos pasos de la mesa de billar estaba la mesa del
joven solitario. Tuvo la mala suerte de que cuando miró
los llamativos rasgos de la mujer, el sujeto con el que la
hermosa rubia se encontraba le clavó una mirada penetran-
te. Enojado, se apartó del billar y se acercó enfurecido
hacia el pobre muchacho, que sabiendo lo que iba a suce-
der, agachó la cabeza, para no volver levantar la vista y
evitar ver a ese idiota. El joven musculoso apoyó un brazo
en la silla y el otro en la mesa, y le gritó impulsivamente:
- 96 -
–¡Oye! ¡Pedazo de marica! ¿Qué mierda haces miran-
do a mi novia? Seguro te masturbas con ella, ¡¿no es así?!
El chico no atinó a responder una sola palabra y, sin
siquiera mirarlo, logró que el alterado sujeto se enfureciera
aún más. Apretó y estrujó sus dos manos, hasta que el
inocente muchacho respondió aterrado:
–Yo no la miré, Stewart...
–¡¿Crees que puedes mentirme a mí y en mi propia ca-
ra?! ¡Qué diablos te sucede!
La situación se había tornado insostenible y había lla-
mado la atención de todos. Con Víctor no podíamos dejar
que eso continuara o ese idiota llamado Stewart terminaría
dándole una paliza, pues era mucho más alto y grandote.
Seguramente lo acabaría de tan solo un golpe. Esa situa-
ción no me agradaba para nada; cada vez me enfurecía
más, al igual que Víctor.
Stewart continuó con su abuso. Le arrancó los ante-
ojos y le dijo:
–¡Mírame maricón!
Lo tomó de los pelos y lo alzó lentamente...
Yo no podía soportar más presenciar ese maltrato. Me
levanté bruscamente y, sin pensarlo, empujé con fuerza a
Stewart, haciéndolo caer sobre una mesa que estaba a un
costado. No sabía lo que estaba haciendo, simplemente
sentí que debía hacerlo. No pude controlar mi ira y tampo-
co pensé en las consecuencias que producirían mis actos.
Luego le grité:
–¡Ya déjalo en paz de una vez por todas!
Sentí que mi corazón latía mucho más rápido de lo
normal, estaba muy agitado. Logré atraer la mirada de
- 97 -
todos. Se produjo un profundo silencio. Víctor se levantó
de la silla y, sorprendido, dijo:
–¡Mierda!
Stewart cayó sobre la mesa, se levantó despacio y con
rabia, me miró a los ojos fijamente, me señaló con su dedo
índice erguido y tembloroso de los nervios, y vociferó:
–¡Has cavado tu propia tumba!
Me llevaba casi una cabeza. Seguro perdería en una
pelea contra él, pero ya no había vuelta atrás. El joven
solitario también se paró, pero se ubicó detrás de Víctor,
ya que tenía una apariencia más ruda que la mía. Segura-
mente, vio más protección en él que en mí.
Detrás de Stewart comenzó a pararse un grupo de jó-
venes para apoyarlo en la decisión que tomara. Nos supe-
raban en número. Stewart chocó sus puños y dio un apre-
tón. Me miró fijamente y corrió de un golpe la silla que
estaba entre nosotros. No sabía cómo responder ante esa
provocación, solo intentaría defenderme en cuanto comen-
zara a atacarme. Esa era mi única opción, pues con esos
tipos es imposible hablar.
La chica rubia se acercó a Stewart y le pidió:
–¡Por favor, detente! Déjalo en paz, no tiene sentido.
Vámonos de este horrible bar.
Intentó hacer todo lo posible para calmarlo y evitar
problemas, pero el increíble idiota la empujó hacia un cos-
tado para que no estorbara y ella perdió el equilibrio. Sor-
presivamente, una persona de entre la multitud la atajó con
sus manos antes de que cayera al piso y evitó que se lasti-
mara. Una vez que la chica se paró, el defensor dio un
paso hacia adelante. Cuando vi su rostro advertí que era
Ethan. Me tranquilizó verlo con nosotros compartiendo
esa delicada situación. Justo antes de que todo explotara
- 98 -
en el bar, Ethan se acercó a Stewart y a su grupo de ami-
gos y preguntó:
–¿Qué tenemos aquí? Lamento llegar tarde, mucha-
chos.
Luego, dirigiéndose a Víctor y a mí, murmuró:
–Díganme, ¿qué demonios han hecho? Como pueden
ver, nos superan en número.
Comenzó a señalar con el dedo índice uno por uno a
los hombres que estaban junto a Stewart y contó en voz
alta:
–Uno, dos, tres, cuatro... Ya nos superan, así que no
podremos pelear. Lo lamento, muchachos, pero hoy no
podrá ser.
Luego giró hacia nosotros, dando la espalda a Stewart,
pero este, sin entender lo que Ethan estaba haciendo, muy
enfurecido le gritó:
–¿Qué diablos crees que haces, pedazo de mierda?
Quítate a un lado, esto es entre él y yo.
–Tienes razón, pero lamento decirte que al haberme
insultado de esa manera, ahora ya tienes un problema
conmigo y es muy personal, y peor aún, al haber empujado
salvajemente a esa hermosa dama –respondió Ethan mien-
tras miraba a la chica rubia que estaba a su lado.
Se había producido un momento de mucha tensión. La
joven que estaba con Stewart sonrió sorprendida por lo
que Ethan había dicho. Ethan y Stewart estaban frente a
frente en el centro del bar y todos los jóvenes a su alrede-
dor formaban un círculo esperando ver un poco de acción.
–Espero tu respuesta –dijo Ethan–. Tú decides, mu-
chacho.
- 99 -
–Yo decido que acabaremos con ustedes tres y con el
maricón de anteojos –respondió, mientras sus amigos se
colocaban detrás de él en fila, con sus miradas clavadas en
nosotros.
–Bueno, tú lo quisiste, Stewart –dijo Ethan irónica-
mente–. Tendré que usar a mi mejor amigo para igualar la
situación, ¿te parece?
No logré entender qué diablos decía dado que los úni-
cos que estábamos con él éramos Víctor, el chico de los
anteojos y yo. A nadie se le movió un pelo para que esta
situación terminara. Inesperadamente, Ethan extrajo de su
cintura el arma y jaló la corredera hacia atrás con la clara
intención de asustar a su contrincante. Todos quedaron
impactados; algunos desaparecieron del lugar y otros bus-
caron rápidamente lugares seguros para protegerse. Yo
jamás hubiese imaginado que sacaría su arma en medio de
toda esa gente; de todas formas, también estaba seguro de
que no sería tan estúpido como para apretar el gatillo ahí.
Era evidente que lo hacía para asustar a Stewart y a sus
amigos, y lo había conseguido.
Nosotros nos acercamos y tratamos de contenerlo para
que bajara el arma, pero Ethan se dirigió a Stewart y le
dijo:
–Es increíble cómo cambió tu cara en tan solo milési-
mas de segundos. No creerás que usaré esta arma contra ti.
No será necesario, niño…
Justo en ese momento el gordo y barbudo cocinero
apareció delante de todos con una escopeta en la mano, y
con una voz muy ronca bramó:
–Ya se han divertido bastante y tendrán una anécdota
para contar. Ahora, ¡largo de aquí!
- 100 -
–Disculpa –le dijo Ethan mientras guardaba nueva-
mente el arma en la cintura–. Ya nos iremos, pero antes
debo terminar este asunto.
Dirigiéndose a Stewart, agregó:
–Pelearás conmigo fuera del bar. Así al menos podrás
defender tu propio honor por lo que le has hecho a tu da-
ma. Será solo entre tú y yo, ¿qué respondes?
El orgullo de ese idiota pudo más que su razón y, muy
decidido, respondió enojado:
–Afuera, ¡ahora!
No solo salimos los involucrados en el conflicto, sino
todos los presentes en el bar. Cuando llegaron a la parte
trasera, todos los rodearon. Ethan se acerco a mí, me en-
tregó su arma y en voz baja me dijo:
–Guárdamela tan solo un minuto.
–¿Sabes lo que haces? –le pregunté.
–¿Seguro que quieres hacerlo? –agregó Víctor–. Si
quieres podemos largarnos de aquí ahora mismo y evita-
remos todo este problema.
–Tranquilos, amigos –respondió Ethan con una sonrisa
demostrando mucha confianza–. La muchacha me cae
bien; acabemos con esto y luego seguiremos con lo nues-
tro, ¿está bien?
Ethan caminó hacia el centro y comenzó a entrar en
calor sus brazos moviéndolos en forma circular. Se paró
en el medio, hizo sonar su cuello de un lado hacia el otro,
estiró sus dedos hacia adelante y luego dio dos pequeños
saltos. Ya estaba preparado. Luego espero a que Stewart
se sacara la chaqueta, mientras se escuchaban las voces del
público que animaban a su amigo:
- 101 -
–Acábalo… Tú puedes, Stewart… Enséñale quién
manda…
Muy confiado, el muchacho se acercó al centro son-
riendo con el apoyo de sus compañeros.
Aunque los dos eran casi de la misma estatura, Ste-
wart lo superaba en masa muscular, pues era más corpu-
lento que Ethan, y eso ya de por sí era un punto a su favor.
Se paró a pocos centímetros de la cara de su rival, lo miró
a los ojos mientras hacía gestos repugnantes con su boca.
Ethan le dijo:
–Si gano, dejarás a la muchacha en paz y, si ella lo
desea, soportarás que me siente a tomar un trago con ella.
Si tú ganas, podrás quedarte con aquel auto negro deporti-
vo que está al fondo del estacionamiento. ¿Qué te parece?
–Eres un completo imbécil –respondió Stewart mien-
tras se estrujaba los dedos, muy seguro de sí–. ¡Trato he-
cho!
Nosotros estábamos muy sorprendidos de la estupidez
que acababa de hacer Ethan. La chica se enfureció por la
respuesta de Stewart, estaba decepcionada y confundida
pues era evidente que la había tratado como si fuese un
premio.
Ethan extrajo de su bolsillo las llaves del coche, se las
lanzó a Víctor, y dijo:
–Si me derrota en menos de un minuto, se las entre-
gas, ¿de acuerdo?
–Espero que sepas lo que haces… –respondió Víctor.
–Bueno, basta de palabras –dijo Ethan–. Muéstrame lo
que tienes, niña...
–Eres hombre muerto –respondió furioso Stewart y,
sin esperar más, impulsivamente le lanzó un derechazo
- 102 -
con toda su fuerza, llevando su cuerpo hacia adelante para
intentar darle en el rostro. Sin embargo, Ethan, que era tan
hábil y rápido de reflejos como un boxeador profesional,
se echó hacia atrás en menos de un segundo, dejando que
el puño de Stewart golpeara al aire y quedara desestabili-
zado. Stewart se volvió a parar firme rápidamente, mien-
tras Ethan comenzó a moverse hacia los costados. Todos
los amigos de Stewart comenzaron murmurar nuevamente:
–Ya lo tienes, acábalo…
Ethan se puso en guardia y esperó nuevamente su ata-
que. Stewart, enfurecido y confiado, volvió a tirar otro
puñetazo aún más fuerte al centro del rostro de Ethan,
quien nuevamente logró esquivarlo dejando su cuerpo en
el lugar e inclinando sus piernas, pasó por debajo del bra-
zo de Stewart y le propinó un asertivo gancho con su puño
derecho golpeando así el mentón, haciéndole perder la
estabilidad y logrando que cayera al suelo casi inconscien-
te.
La multitud enmudeció sorprendida. Ethan se volvió a
poner firme, miró a los amigos de Stewart y les dijo:
–Ya pueden ayudarlo, muchachos. En menos de un
minuto recuperará la conciencia.
Luego miró fijamente a la chica, pero ella no hizo nin-
gún gesto y muy sorprendida se fue entre la multitud. Jus-
to cuando la pelea había finalizado comenzaron a sonar las
sirenas de una patrulla policial. Todos empezaron a correr
para desaparecer del lugar cuanto antes. Nosotros ya de-
bíamos partir, así que les dije a Víctor y a Ethan:
–¡Larguémonos de aquí ya mismo! No es conveniente
que la policía nos detenga justo ahora…
- 103 -
–De acuerdo –respondió Ethan–. Toma tu moto y sí-
gueme, Víctor. Pararemos en la gasolinera más cercana.
Luego te explico.
Cuando corríamos dirigiéndonos a nuestro auto, el jo-
ven solitario de anteojos nos detuvo y dijo muy nervioso:
–Gracias por salvarme la vida. Tomen, les dejo mi tar-
jeta por si algún día necesitan ayuda con la tecnología.
Estudio ingeniería en informática en la Universidad de
Nueva York...
La verdad es que no le dimos importancia. De todas
maneras tomé la tarjeta y luego la arrojé en la guantera del
auto. Lo único que queríamos era salir del maldito bar. Así
que le agradecí y nos despedimos con un apretón de ma-
nos. Ethan puso en marcha el auto, estábamos a punto de
arrancar, cuando la chica rubia se paró delante de noso-
tros.
–¡Cielos! –dijo Ethan–. Por poco la atropello.
La chica, con la cara muy seria, se acercó a la ventani-
lla de Ethan, se apoyó con los codos, le arrojó una serville-
ta doblada y le dijo:
–Llámame.
Besó suavemente la mejilla de Ethan, dejándolo com-
pletamente atontado; luego dio media vuelta y se marchó.
Ethan abrió la servilleta y leyó el nombre de la chica y
un número de teléfono. Con un suspiro, dijo por lo bajo:
–Por supuesto que lo haré…
Luego reaccionó y exclamó:
–Bueno… ¡Basta, larguémonos de una vez!
Puso reversa, condujo hacia atrás y luego aceleró diri-
giéndose hacia el asfalto, mientras Víctor ya estaba ubica-
do detrás de nosotros en su moto.
- 104 -
Tan solo esperábamos que Ethan nos dijera lo que ha-
bía descubierto de Josep Bueno en el bar…
- 105 -
CAPÍTULO VII
Me encuentro triste al escribir estas palabras. Lagrimas
caen lentamente por mi rostro. Hoy quisiera poder abrazar
a mi madre y decirle que la amo; quisiera estar con María
y besarla eternamente. Quisiera agradecer a todas aquellas
personas que alguna vez formaron parte de mi vida y de-
cirles gracias… gracias por hacerme feliz. Ya pronto lle-
gare al final de esta historia y, tan solo espero estar con
vida para poder contarla.
Huimos de la ciudad antes de que la policía nos detu-
viera y nos retrasara con nuestro objetivo principal. Con-
dujimos por la recta carretera sin detenernos a través de la
profundidad de la noche hasta llegar a la gasolinera más
cercana que estaba a las afuera de la ciudad. Al nacer el
amanecer, pude notar como el sueño comenzaba a domi-
nar a Ethan por la radiante y enérgica luz del sol a primera
hora impactando contra el parabrisas.
–Resiste, pronto llegaremos a la gasolinera –dije a Et-
han.
–Lo sé. Desde aquí puedo verla.
–Será mejor que descansemos un poco. Luego segui-
remos nuestro camino. Aun tenemos un largo tramo por
delante…
–De acuerdo –concluyo Ethan.
Al llegar, con las luces del auto encendidas que ilumi-
naban el camino, anunciando nuestra llegada al lugar, Et-
han se estaciono a un costado de los surtidores. La esta-
ción era muy luminosa y parecía estar bien equipada. Ha-
- 106 -
bía una tienda con un cartel blanco con letras rojas que
colgaba de la puerta de vidrio, que leía: “Abierto las 24
horas”. Mientras Víctor cargaba combustible a su moto,
con Ethan bajamos del auto y nos dirigimos a la tienda
para comprar algo de comer y beber.
Cuando entramos, Víctor nos alcanzo y Ethan dijo:
–Tomen lo que necesiten. Tenemos 155 millas hasta
llegar a la casa de Josep Bueno.
Mientras caminábamos por las góndolas tomando ali-
mentos para comer durante el largo viaje, Víctor preguntó
a Ethan:
–¿Como te sientes para seguir conduciendo?
–Descansaremos unas horas antes de partir. Evitare-
mos ser deslumbrado por el brillante sol.
–Me parece la mejor idea… –consintió Víctor.
Cuando ya tomamos todo lo necesario de la tienda,
caminamos directo a la caja registradora. Había un em-
pleado joven que llevaba puesto unos grandes anteojos,
que estaba leyendo una revista de Cómics. Nos acercamos
mientras el joven pasaba muy vagamente las hojas. Debe
ser devastador trabajar a estas horas, pero seguro el pago
es mayor. Compramos tres cafés y tres sándwiches. Luego
al salir de la tienda Ethan me lanzo las llaves de su auto y
dijo:
–Colócalo detrás de los surtidores. Iré al baño, no me
tardo.
Camine con las llaves en mi mano hasta el auto, me
senté en el cómodo asiento y lo encendí. No he conducido
mucho, aún así, sin tener conocimientos del tema me atre-
vo a decir que este auto tiene una gran potencia.
Por suerte el lugar era desértico. Alrededor de la gaso-
linera no había nada en varias millas de distancia. Puse
- 107 -
primera y despacio comencé a mover el auto lentamente.
De pronto, Víctor me sorprendió a mi lado, junto a la ven-
tanilla y me indico:
–Vas bien, vas bien... sigue así.
Luego continuo caminando a la par mientras comía su
sándwich con ambas manos. Se apresuro en adelantarse
unos metros mas adelante para observar el espacio que
había detrás de la gasolinera. Se detuvo en un lugar y me
señalo en donde estacionar.
La ubicación era adecuada. Tenía la sombra de un ár-
bol muy robusto y alto, además estaba oculto de la carrete-
ra. Baje del auto, me paré a un paso mientras lo miraba y
dije:
–Excelente.
–Ya veo –respondió Víctor mientras le echaba un ojo a
todo su interior.
–Lindo ¿verdad? –Sorprendió Ethan por la espalda–.
Dormiré una siesta y luego lo conducirás unos cuantos
kilómetros ¿quieres? Yo iré en tu moto...
–Como digas– contestó Víctor muy ansioso por mane-
jar ese caro auto.
Ethan se recostó en el asiento de su auto y juntó sus
pestañas poniendo fin aquel día. Víctor se alejó, se sentó
en el piso sobre una larga pared blanca detrás de la tienda
y se acomodó hasta quedar adormecido.
–Descansa tu también, Bruce –dijo Ethan al verme pa-
rado observando el bello paisaje.
–Lo intentaré –respondí–. Primero le echaré un vistazo
al lugar, así respiro un poco de este hermoso aire y pienso
con claridad algunos temas.
–Tomate tu tiempo. Aquí estaré si necesitas conversar
con alguien.
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Caminé pausadamente hacia el paisaje, minado de pe-
queños árboles con sus coloridas hojas verdes y un largo e
interminable pastizal. A lo lejos se podía ver un eterno
campo que chocaba contra enormes montañas. Al dar los
primeros pasos en la tierra colorada, enseguida note que a
unos cuantos pies había una enorme roca, junto al árbol
más gordo y alto que llegue a conocer en mi vida.
La soledad que había en aquel sitio, era muy triste y
muy calma. Al sentarme en la enorme piedra, recapitulé
un momento sobre todo lo que estaba sucediendo. Respiré
profundo la brisa de aquella reciente mañana, sentado en
la solitaria y única piedra. Levanté la mirada y allí estaba
ella. Su rostro reflejado entre los voluminosos pastizales
que había delante de mí. María, con su cuerpo tan peculiar
y hermoso. Su rostro incandescente me miraba y oía su
dulce voz pronunciando mi nombre suavemente. Incons-
cientemente le hable. Le aseguré que pronto acabaría con
esta pesadilla y que volveríamos a estar juntos para siem-
pre, pero debía tener paciencia y dejar que las cosas fluyan
hasta que lleguen a su fin.
Minutos después, el suave viento deslizándose por los
aires golpeaba en mi rostro, sintiendo esa frescura intensa
que me dejaba totalmente anonadado. Recosté mi espalda
en lo largo de la monstruosa piedra, mientras recordaba
momentos de mi vida junto a María...
Había quedado totalmente dormido, casi dos horas
después abrí los ojos y escuche la voz de Víctor:
–Hermoso lugar ¿verdad? –Se acomodo y se sentó en
la punta de la roca.
–Que piensas: ¿Crees que estemos haciendo lo correc-
to?
- 109 -
–No lo sé... Esperemos que así sea. No lo sabremos
ahora, sino mas adelante cuando miremos hacia atrás. Lo
único que podemos hacer es confiar en que vamos por la
senda correcta.
Luego de un intenso descanso, interrumpió el silencio
la bocina del auto de Ethan. Miramos instantáneamente.
Estaba Ethan parado pegado a la puerta mirando hacia
nosotros:
–Lamento cortar su encantador momento –grito–. Ya
amaneció y tenemos un largo viaje. Será mejor que nos
larguemos de aquí…
Una vez listos para partir, entré al auto y cuando Víc-
tor iba camino por su moto, Ethan lo detiene y dice:
–Toma las llaves del auto. Condúcelo.
–Calculo que no habrá problemas –respondió Víctor–.
Solo unos pocos kilómetros en la recta.
–No tienes de que preocuparte, a mí, me fascinan las
motos… –dijo Ethan con entusiasmo.
Víctor entrego sus llaves de la moro a Ethan, las toma
con una pequeña sonrisa y sube muy ligeramente confia-
do.
–Veamos qué es lo que tienes princesa…
Aunque se notaba que Víctor estaba intranquilo, en el
fondo le tenía confianza a Ethan. A demás, de todas mane-
ras el también estaba muy ansioso por conducir ese bellí-
simo auto.
Una vez los motores encendidos, Ethan se acerca al
auto con la moto, acomoda el espejo retrovisor y luego se
acomoda el cabello hacia atrás:
–Bueno muchachos, ya es hora. Larguémonos de aquí.
Síganme…
- 110 -
Al acelerar Víctor noto la increíble potencia del auto,
se sintió muy a gusto por dentro.
Ya en la carretera, ambos comenzaron acelerar cada
vez más, hasta alcanzar una velocidad muy alta. Hasta que
de pronto se pusieron a la par. Redujeron la velocidad
cuando se veía que a lo lejos se aproximaba un camión. Al
pasar junto a nosotros el largo camión que transportaba
materiales de hierro, Ethan se adelantó y dio la señal para
que disminuyéramos aún más la velocidad, hasta quedar
completamente detenido fuera del asfalto.
Ethan bajo de la moto y la afirmo para que no cayera.
Se quitó el casco y caminó sobre la tierra hasta nosotros.
–Lamento frenar de esa manera, pero recién al pasar
aquel camión a gran velocidad, pensé que con tan solo un
mal movimiento podríamos haber muerto. Fue cuando se
me cruzó por la mente la idea de que hay que tomar las
precauciones necesarias. Lo que me llevó a recordar una
cosa que tenía olvidada hasta ahora –apoyó el casco sobre
el techo y continuó–. Verán… Cuando estábamos en el
bar, pregunté al cantinero donde se encontraba la guía,
para buscar el nombre de Josep Bueno. Luego de decirme
que estaba al fondo junto al baño de damas, me dirigí
hacia la parte trasera y, ahí fue cuando justo en el momen-
to que encontré su dirección, la puerta del baño de damas
se abrió bruscamente y escucho la conversación de dos
mujeres muy exaltadas diciendo que habría una riña. Dejé
a un lado lo que estaba haciendo y me acerqué para saber
de qué se trataba. Cuando vi que ustedes eran los protago-
nistas, disparé inmediatamente hacia allí. Ya sabemos el
resto... ¿saben por qué les cuento eso? Porque al huir del
bar cuando la policía ya estaba en el lugar, de seguro han
preguntado por nosotros tres al cantinero, y lo único que
- 111 -
pudo haber contado es lo que hicimos mientras estábamos
en el bar. Lamentablemente, una de esas cosas fue consul-
tarle donde estaba la guía, por lo tanto es probable que la
policía lo revise. Recuerdo que olvide cerrar el libro de las
direcciones. No digo que justo aquellos policías serían los
corruptos que nos están buscando, Solo que al momento
de informar por la radio policial, existe una mínima posi-
bilidad que las personas que nos estén buscando sepan
hacia donde nos estemos dirigiendo. De todas formas ire-
mos, solo que tendremos que ser más precavidos y estar
bien protegidos los tres. Una de la mejor protección que
tenemos, es un arma. Víctor y yo tenemos, por eso déjen-
me buscar un segundo aquí... –abrió el baúl, comenzó a
revolver y agregó–. ¡Aquí estas!
Extrajo un arma de calibre 9 mm. Continuó revolvien-
do mientras apoyaba elementos sobre el techo. Extrajo un
cargador y una caja con municiones. Por último se acercó
al interior del auto y tomo dos pequeñas latas vacías que
estaban tiradas en el asiento trasero.
– ¡Ahora sí! –afirmó mientras cargaba el arma.
Se acercó y Víctor preguntó con una sonrisa irónica en
su rostro:
– ¿Nos usaras de blanco?
–No me conviene, aún los necesito –contestó-. Es todo
tuyo Bruce.
En mi vida había usado un arma. La única vez que dis-
paré fue ayer con el revólver de Víctor. No es que no me
gusten, sino que jamás tuve la necesidad y la oportunidad
de tener una. Aunque al disparar ayer, me hizo sentir muy
reconfortante. Es una sensación extraña y peligrosa que
causa mucha adrenalina.
- 112 -
–Ahora los tres estamos armados –comentó Víctor.
–Así es –confirmó Ethan–. Esperemos a no tener que
usarlas. Pero nunca se sabe cuándo es el momento justo.
Preferible prevenir que lamentar.
–Bueno empecemos…–dijo Ethan.
Tomó el arma con su mano y la giro de lado a lado pa-
ra explicarme su funcionamiento.
–Esta es una pistola Glock calibre 9 mm, con diecisiete
municiones de carga automática. Recuerda no apuntar si
no es necesario. Para efectuar el disparo tienes que soste-
ner firmemente la pistola con ambas manos y presionar el
gatillo suavemente. Ya te acostumbraras…
Ethan desarmó el arma delante de mí y quitó todas sus
municiones.
–Colócalas tú –ordenó.
Tome con cuidado cada pieza del arma y las coloqué
lentamente en su lugar. No era muy complicado. Luego
tiré la corredera hacia atrás y la dejé lista para disparar.
Apunte al vacío del largo campo, pero antes de que intente
disparar, Ethan me detuvo.
–Espera un momento.
–Tomó las latas, camino unos pasos hacia los pastiza-
les y las coloco sobre un viejo tronco caído hace varios
años. Regreso tomando una distancia apropiada y observo
cuidadosamente.
–Yo también entro –intervino Víctor y extrajo su re-
vólver de la cintura.
–Bueno, dejemos primero al aprendiz –dijo Ethan.
Al posicionarme cerré un ojo y apunte con el otro a
través de la pequeña mira que tienen todas las pistolas.
Estire los brazos y dispare. Salió un fuerte y sólido sonido,
tan retumbante que logro ahuyentar a las aves del lugar.
- 113 -
No le di a ninguna de las latas, pero tampoco esperaba
acertar.
–Bastante bien –dijo Ethan, y Víctor consintió.
Luego tome un poco mas de confianza. Volví apuntar
y dispare. Esta vez el tiro hizo volar un pedazo del tronco.
– ¡Bien! de apoco iras adquiriendo una mejor puntería
– dijo Ethan.
–Bueno, es mi turno… –interpuso Víctor cansado de
esperar.
Apunto con su revólver y con su seño fruncido. Sin
tardar demasiado, gatilló. Pego en el tronco a centímetros
de las latas.
–Diablos –maldijo Víctor–. Por muy poco.
–Debes apuntar mejor y relajarte un poco mas –
mascullo Ethan con una sonrisa.
Víctor ignoro su comentario y volvió a disparar. Tam-
poco acertó. Sin embargo, muy impaciente disparó por
tercera vez. Dio justo en la lata. Rió y sopló la punta del
revolver como si fuese apagar una vela y, comento:
–La tercera, siempre es la vencida.
Ethan lo miro confiado y respondió:
–Bueno… parece ser mi turno.
Se posiciono y comenzó a explicar:
–Primero apuntan, luego respiran profundo y exhalan
el aire de apoco…
La bala del arma de Ethan hizo explotar de un solo tiro
la única lata que había. No esperaba menos de él. Sabía
que tenía algunas habilidades especiales para ciertas cosas.
Guardo nuevamente su arma en la cintura sin presumir y
dijo:
–Solo es cuestión de práctica y confianza, luego el res-
to vendrá por sí solo. Lo importante por lo que estamos
aquí, no es para ver quien tiene mejor puntería, si no para
- 114 -
que comiences a tener un poco de confianza con tu arma,
Bruce.
Cada uno regresó a su vehículo y partimos hacia la ca-
sa de Josep Bueno sin más retrasos. Sin saber con qué nos
iríamos a encontrar, tan solo esperábamos que sean buenas
noticias.
- 115 -
CAPÍTULO VIII
Eran las diez de la mañana del domingo cuando lle-
gamos al vecindario donde vivía Josep Bueno. El sol alar-
deaba sobre nosotros en el tranquilo vecindario, la mayo-
ría de las casas era de clase media, ni muy lujosas ni muy
modestas. Siempre éramos extraños en cualquier lugar,
más con esa clase de auto y con la moto de Víctor, pues
los lugareños nos seguían con sus miradas hasta perdernos
de vista por las calles.
Mientras buscaba la dirección que Ethan escribió de la
casa de Josep Bueno en la guía que tenía dentro de la
guantera, dije:
–Qué suerte que tenemos esta guía; nos ha ahorrado
mucho tiempo.
–En momentos como estos hay que estar preparado
para todo, Bruce. Siempre es bueno tener una guía, así
jamás te perderás.
–Solo espero no tener que volver a usarla para este ti-
po de casos.
–Todo saldrá bien, no te preocupes. Tengo un buen
presentimiento…
Ubiqué rápidamente la calle donde vivía Josep Bueno.
Bordeamos un enorme lago; en su orilla unos niños juga-
ban mientras los adultos conversaban distraídos. Hicimos
cinco cuadras derecho y luego tres hacia la izquierda, has-
ta detenernos enfrente de la casa de Josep Bueno. Estaba
un poco alejada del centro, en un barrio muy agradable,
con calles arboladas y limpias.
- 116 -
No sabíamos si él se encontraba allí, ni siquiera si aún
seguía con vida. Salimos del auto y esperamos la llegada
de Víctor, quien, al ver la casa, preguntó asombrado:
–¿Esa es la casa de Josep Bueno?
–Así parece –respondió Ethan, muy atento y mirando
en todas direcciones.
Los tres estábamos desconcertados. Jamás esperamos
ver una vivienda tan abandonada en ese vecindario; de
hecho, era la única en este estado. Estaba tapada por las
largas ramas de los árboles. Cruzamos la calle hasta la
entrada. Tenía una cerca de madera que permitía ver el
jardín delantero. La casa estaba a unos quince metros de la
puerta de acceso, con un fino camino de piedras que con-
ducía a la puerta, rodeado de altos pastizales. La vivienda
era de madera rústica, completamente deteriorada por los
musgos.
Ethan gritó y aplaudió varias veces esperando que al-
guien contestase, pero era absurdo. Nos preguntábamos si
quizás esa no era la dirección correcta. Ethan aseguraba
que era la que figuraba en la guía. Sin más vueltas, decidió
deslizar la traba del angosto portón para poder entrar. To-
do alrededor de la cerca estaba rodeado de filosos alam-
bres de púas para impedir que alguien ingresara con facili-
dad.
Logró abrir el portón y con la palma de su mano lo
empujó con fuerza para abrirlo, ya que se estaba trabado
por los pastos altos. Entramos y lo cerramos nuevamente
para no llamar la atención. Rápidamente caminamos hasta
la entrada para ver si encontrábamos alguna información
que nos pudiese ayudar. Debíamos manejarnos con mucha
precaución por si se trataba de una emboscada, pues los
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hombres que nos habían perseguido supondrían que iría-
mos allí.
Sigilosamente caminamos hacia la puerta. Al acercar-
nos observamos que la cerradura estaba cubierta por tela-
rañas, lo que revelaba que no había nadie en el lugar. Et-
han se adelantó un poco más y se acercó a la ventana. Ex-
trajo con cuidado el arma de su cintura y con la punta co-
rrió a un lado los hilos de la planta que la cubrían inten-
tando mirar hacia el interior, lo que resultó imposible por
la suciedad de los vidrios.
Mientras, Víctor y yo nos acercamos a la otra ventana
que estaba junto a la puerta y procuramos ver por los re-
covecos. De pronto, nos sorprendió un sonido que venía
de muy cerca. Era como si alguien estuviera pisando el
pasto seco y lo quebrara. Inmediatamente, todos tomamos
nuestras armas por si se presentaba algo inesperado. Ethan
nos hizo señas con la mano para que rodeáramos la casa.
Aunque no me pareció una idea brillante, era lo único plan
razonable en esos instantes. Si eran varios estaríamos aca-
bados en menos de un segundo.
Minuciosamente caminé junto con Víctor, pegados a
la pared, hasta que él se detuvo, bajó el arma y comenzó a
olfatear.
–Es olor a marihuana –dijo, mientras olía de lado a
lado.
Volvió a caminar hasta que el final de la pared. Al do-
blar vio a un sujeto recostado entre los yuyos y le apuntó.
Era evidente que el sujeto estaba drogado. Tenía el cabello
y la barba largos, cubiertos con pequeños trozos de hojas
secas. La remera le quedaba chica y el pantalón era prácti-
camente una mancha gigante de mugre. Al vernos, pareció
como si hubiese visto una desgracia. Enseguida se puso de
- 118 -
pie. Su cuerpo temblaba del susto. Sorprendido, arrojó el
cigarrillo de marihuana que estaba fumando entre el pasti-
zal y exclamó:
–¡Mierda!
Giró bruscamente e intentó correr hacia el otro lado,
pero Ethan apareció de golpe y le apuntó con su arma a la
cabeza.
–Tranquilo… –le dijo–. ¿A dónde corres tan deprisa?
Pensé que no era necesario que Ethan siguiera apun-
tándolo ya que, después de todo, solo era un simple hippie
que estaba allí drogándose.
El sujeto estaba tan atemorizado que no podía pronun-
ciar una palabra. Me acerqué a Ethan y le bajé el brazo.
–No te haremos daño. ¿Quién eres? –le pregunté.
–Me llamo Raymond, soy un buen ciudadano. Lléven-
selo todo y déjenme ir, por favor –suplicó mientras se cu-
bría la cabeza con las manos.
–¿Conoces a Josep Bueno? –lo interrogó Ethan seria-
mente.
–Por favor, déjenme ir –repitió aterrado.
Ethan le apuntó nuevamente a la cabeza y le ordenó:
–Responde lo que te pregunto si no quieres que te lle-
ne la cabeza de plomo, ¿entiendes?
–¡No lo conozco! ¡Lo juro!
–¿No te suena familiar ese nombre? –preguntó Víctor–
. Es el dueño de esta propiedad y tú estás invadiéndola,
idiota.
–¡Ah! Sí, por supuesto. Ya recuerdo. Ahora que lo di-
cen, lo había olvidado… Era un anciano que vivía aquí
con su esposa, pero esto fue unos años atrás.
- 119 -
–¡Diablos! –murmuró Ethan–. ¿Qué sabes de él?
Cuéntanos todo si no quieres que te llevemos a la policía
para explicar qué haces aquí.
–¡Les dije todo lo que sé! Lo juro –respondió con
miedo–. Recuerdo que eran personas agradables, no tenían
problemas con nadie, pero no se los veía a menudo por las
calles. Creo que un día el hombre se volvió loco y asesinó
a su mujer, pero no estoy seguro. Es todo lo que sé… ¡Dé-
jenme ir, por favor!
–Responde una pregunta más y te podrás ir. ¿Cuánto
años lleva abierta la tienda que está en la otra cuadra de
aquí?
–No recuerdo bien... Siempre estuvo ahí, ahora que lo
pienso…
–Ya vete de aquí, drogadicto –dijo Ethan.
El sujeto corrió lo más rápido que pudo hacia la salida,
tanto que se le caían los pantalones.
–Él no solo viene a drogarse aquí, también cosecha
marihuana. Miren allí –dijo Víctor señalando a un costado.
Había tres plantas de casi un metro de altura. Yo no lo
habría advertido. El hombre aprovechaba que el lugar es-
taba abandonado para sembrar. ¿Quién lo molestaría allí?
–¿Iremos a la tienda, verdad? –pregunté a Ethan.
–Así es –respondió–. Veremos qué es lo que saben…
Salimos cuidadosamente de la casa abandonada. Mi-
ramos hacia todas partes por si había alguien vigilándonos,
pero afuera todo estaba muy tranquilo. Dejamos el portón
de madera cerrado como cuando ingresamos y nos dirigi-
mos hacia la tienda que estaba a pocos metros. Ethan nos
indicó:
- 120 -
–Simulen que vienen a comprar. Tomen alimentos y
bebidas, o lo que ustedes gusten, luego déjenlo en la caja y
yo me encargaré del resto.
Al entrar notamos que no era muy grande, pero se po-
día decir que había de todo un poco. Con Víctor tomamos
algunas cosas para almorzar y las colocamos tal como Et-
han dijo. Saqué dinero de mi bolsillo para pagar, pero se
rehúso a recibirlo y dijo:
–Yo pago. Guarden su dinero, lo podrán necesitar más
adelante.
Se ubicó en la caja para abonar. Nos atendió una an-
ciana a la que le preguntó:
–¿Cuánto es, por favor?
La señora, con una sonrisa angelical, respondió ama-
blemente mientras pasaba los productos por la máquina
registradora:
–Buen día, chicos. En unos segundos ya les digo…
Tenía la voz gastada y afónica.
–Hermoso día, ¿verdad? –dijo Ethan.
La señora lo miró por encima de sus lentes mientras
cobraba las cosas y respondió:
–Sí, esperemos que siga así hasta el próximo mes.
–Así será, se lo aseguro.
Luego tomó una de las tantas bolsas que había colga-
das de un gancho pequeño y largo debajo del mostrador, y
comenzó a poner los productos uno por uno muy despacio.
–Por favor, deje que mis hermanos se encarguen de
eso –dijo Ethan. Sacó el dinero y abonó la compra.
–Gracias, caballeros –dijo la señora–. No los he visto
jamás por aquí. ¿Qué se les ofrece por esta hermosa ciu-
dad?
- 121 -
–Estábamos de paso por la zona y quisimos visitar al
primo de nuestra madre al que hace muchos años que no
vemos. Se llama Josep Bueno. Vivía en la casa de allí en-
frente –dijo Ethan y la señaló a través del vidrio que te-
níamos delante de nosotros.
La anciana se quitó los anteojos, temblorosa los apoyó
sobre el mostrador y, lamentándose, dijo:
–Lo siento mucho. Jamás pensamos que sucedería al-
go así. Yo los conocía. Casi todas las mañanas muy tem-
prano salían a caminar, luego se quedaban en su casa y no
volvían a salir hasta la mañana siguiente. Eran muy bue-
nos vecinos. ¿Cómo se encuentra Josep?
Los tres nos miramos. Existía la posibilidad de que el
hombre aún estuviera vivo y eso sería fantástico.
–Lamento decirle que, desde aquella vez, no hemos
tenido información sobre Josep –dijo Ethan–. Nuestra ma-
dre es una persona mayor y está enferma. Con el paso del
tiempo perdió relación con ellos y hace mucho que no
sabemos nada.
–Entiendo... –consintió la anciana.
–Por casualidad… ¿usted supo algo más sobre Josep?
A lo mejor aquí los rumores corren más rápido que en el
otro lado de la ciudad –intervine en la conversación.
–Tengo la misma información que ustedes –dijo la se-
ñora con tono de frustración–. Desde que lo encerraron en
el loquero nunca más se volvió a hablar de él por aquí.
Que yo sepa, ustedes son los primeros que lo han venido a
visitar desde entonces.
–Espero que se encuentre bien –agregó Ethan.
- 122 -
No sabíamos qué había hecho ese hombre para que lo
encerraran, solo las palabras del drogadicto: “Creo que un
día el hombre se volvió loco y asesinó a su esposa”.
Para poder dar nuestro siguiente paso necesitábamos
saber la dirección del manicomio en el que estaba interna-
do Josep Bueno.
–Disculpe que la molestemos con otra pregunta, pero
por casualidad, ¿recuerda el lugar donde está internado
Josep? –interrumpí nuevamente para terminar con esa far-
sa.
–Lo lamento, joven –negó la anciana con su cabeza
cerrando los ojos–. No lo sé, pero lo más probable es que
se encuentre internado en el hospital psiquiátrico más cer-
cano, al otro lado de la ciudad, casi a treinta millas de
aquí.
–Bueno, muchas gracias. Veremos qué podemos hacer
–dijo Ethan.
–No hay de qué. Que tengan suerte y buen viaje.
–Usted también. Hasta pronto.
Salimos de la tienda con la mercadería que habíamos
comprado y la poca información recabada acerca de Josep
Bueno. Cuando nos dirigíamos a nuestros vehículos vimos
una moto deportiva negra de gran cilindrada que se aso-
maba. No podíamos identificar a su conductor pues lleva-
ba puesto un casco oscuro. Algo extraño sucedía, quizás
era lo que pensábamos.
Ethan enseguida percibió lo que estaba ocurriendo,
desenfundó su arma y se adelantó. Sin hacer ruido, como
los pasos de un felino, llegó hasta la moto tratando de que
el hombre no se diera cuenta. Fue en vano pues el sujeto
nos vio. Víctor estaba a un paso de Ethan, con su revólver
- 123 -
en la mano, pero ya era tarde; la moto aceleró y huyó rápi-
damente antes de que nos aproximáramos más.
–¡Maldita sea! –dijo Ethan–. Nos han seguido. Pronto
vendrán los demás. Debemos marcharnos de aquí cuantos
antes.
–Directo al manicomio, ¿verdad? –pregunté.
–Sí, será fácil encontrar la dirección –respondió–. La
operadora nos dará la ubicación enseguida. Lo importante
es encontrarlo con vida y que aún esté lúcido.
- 124 -
CAPÍTULO IX
Ya teníamos la dirección del hospital neuropsiquiátri-
co donde esperábamos encontrar a Josep Bueno, si es que
aún estaba vivo. No era tan lejos como habíamos pensado.
Viajamos por la desolada carretera durante una hora
aproximadamente. Era una hermosa tarde de domingo.
Todo parecía estar muy tranquilo por la zona. No había
muchos transeúntes ni vehículos circulando por la calle.
Al llegar, no sería conveniente estacionar en la entrada
del hospital o cerca de allí teniendo en cuenta que un gru-
po de personas estaba persiguiéndonos. Decidimos dejar el
auto detrás del edificio, en una calle angosta y poco transi-
tada. Víctor se detuvo y ubicó su moto cerca del auto.
Nos pusimos de acuerdo y caminamos rodeando el gi-
gante hospital. Desde afuera se lo veía viejo y estropeado,
con muy poco mantenimiento. En la entrada tenía varios
escalones finos y largos, junto con una rampa tan ancha
que podían pasar dos personas en sillas de ruedas sin ro-
zarse. Seguramente, debía haber más personas internadas
de lo que imaginábamos por la cantidad de ventanas que
se veían en los pisos altos.
Cada paciente tendría una historia diferente en su ca-
beza. Supongo que cada uno se rebelaba ante lo imposible,
a lo que solo él le encontraba una solución pues, segura-
mente, proyectaban una respuesta imaginaria a todos sus
problemas. Quizás eran enfermos temporales o no, pero
allí estaban encerrados con otros pacientes con diferentes
problemas, incluso con intentos de suicidio. Era un lugar
lúgubre, abandonado; con muros despintados, que tiempo
atrás habrían sido blancos e impecables.
- 125 -
Nos paramos frente a la entrada del hospital ideando
un plan para llevar a cabo nuestro cometido: encontrar e
interrogar a Josep Bueno.
Estaba seguro de que cada uno ya había pensado cómo
debíamos actuar. Entonces fue cuando Ethan dijo:
–Muchachos, seguro que una vez que subamos las es-
caleras y traspasemos aquella puerta nos preguntarán qué
necesitamos.
–Tendremos que pasar al guardia –agregó Víctor–.
Una vez que obtengamos su permiso, un doctor nos con-
ducirá a Josep Bueno o, si tenemos mejor suerte, el mismo
guardia nos llevará a él.
–No olvidemos que ni siquiera sabemos si se encuen-
tra en este hospital –agregué.
–Lo mejor será improvisar –dijo Ethan–. Y si no fun-
ciona, recurriremos al plan B.
–¿Cuál es el plan B? –pregunté.
–Aquel que nunca falla: el dinero –dijo sonriendo.
Víctor y yo no confiábamos mucho en esa idea, pero a
Ethan se lo notaba muy seguro. Siempre tenía esa actitud:
suponer que todo saldría bien. Reconozco que lo admiraba
por esa virtud.
Ya propuestos a enfrentar la situación, subimos las es-
calinatas paso a paso, con la misma tensión que se tiene al
escalar una montaña. Empujamos las puertas de vidrio e
ingresamos. Vimos una gran mesa blanca y a dos mujeres
escribiendo anotaciones en sus respectivos libros, muy
concentradas. Levantaron las cabezas y nos observaron. El
guardia se encontraba a pocos metros, coqueteando con la
enfermera de guardapolvo blanco, riendo a carcajadas co-
mo si no hubiese nadie en el lugar. Los tres permanecimos
- 126 -
varados en la entrada, esperando a que Ethan diera el pri-
mer paso de los que tenía planeados. Se detuvo y observó
todo a su alrededor lentamente. Perdidos, esperando una
reacción de él, nos detuvimos frente a la mesa y, sin más
remedio, le dije a la empleada:
–Buenas tardes, mi nombre es Bruce Collins. Vinimos
a visitar a un pariente nuestro.
La mujer de cabello oscuro ondulado y ojos castaños
nos miró y, sin dejar de mascar su chicle, respondió:
–¿A quién buscan?
–Al señor Josep Bueno.
–Mmm... El señor Josep Bueno… ¡Sí, el viejo Josep
Bueno! Déjenme ver un segundo…
Dimos un suspiro de alivio mientras ella buscaba en
un libro que extrajo de un armario.
–¡Aquí esta! –dijo con entusiasmo–. Se encuentra en
pleno tratamiento en estos momentos.
Cerró el libro y, sin disimular sus sospechas, nos pre-
guntó:
–Ustedes… ¿qué relación tienen con el señor Josep
Bueno?
Durante cinco interminables segundos ninguno res-
pondió hasta que Víctor, inesperadamente, contestó:
–Somos sus sobrinos.
–¿Sus sobrinos? –dudó la empleada un instante–. Por
años nadie ha venido a visitar a Josep.
–Verá, señora, tenemos nuestra madre enferma y des-
de entonces…
Víctor comenzó hablar, pero a la joven parecía no gus-
tarle nada que le dijeran “señora”. Con seguridad sospe-
chaba que no éramos sus sobrinos. En medio de la charla
- 127 -
se abrió una puerta con una pequeña ventanilla en forma
circular y entró a la sala un doctor que llevaba un cua-
derno en su mano. Tenía unos cincuenta años de edad
aproximadamente, con bastante barba y canas. Vestía un
guardapolvo blanco y llevaba lentes que le colgaban del
cuello.
En cuanto Ethan lo vio, caminó sigilosamente hacia
él, como un gato que no quiere que lo descubran, lo chocó
con su hombro, pues el doctor venía distraído leyendo su
cuadernillo, mientras anotaba con una lapicera algunas
tildes.
–Disculpe, doctor, cuánto lo siento. Déjeme ayudarlo,
por favor… –dijo Ethan y se agachó para levantar la lapi-
cera y el cuaderno que habían caído al suelo; se los dio y
agregó:
–Estaba distraído, perdón. Creí ver a mi tío, Josep
Bueno, a través de esa pequeña ventana.
Yo estaba parado entre Ethan y Víctor. Mientras uno
estaba tratando de convencer a la empleada, el otro procu-
raba persuadir al doctor.
–Descuida –dijo el doctor mientras recogía las cosas y
preguntó con interés mientras se colocaba sus anteojos
para ver con más claridad–. ¿Sobrino de Josep Bueno?
–Sí, doctor. Ellos son mis hermanos. No hemos podi-
do venir antes porque así fue como nuestra madre lo orde-
nó. Pero ahora ella está muy enferma y no sabemos si ma-
ñana estará con vida. Creo que el único pariente que tiene
debería saberlo, ¿no cree?
–La verdad es que nunca ha recibido visitas en estos
últimos años y desde que ingresó aquí no ha mejorado, así
que no es una mala idea que pueda conversar con alguien
- 128 -
–dijo el doctor pensativo mientras se rascaba su larga bar-
ba–. Aguárdenme aquí. Enseguida regreso.
Dio media vuelta y se retiró por la misma puerta por la
que había ingresado.
Esperamos sentados a que regresara. Víctor siguió
conversando con la joven, luego se acercó para decirnos
que para poder acceder a la visita de un paciente necesitá-
bamos la autorización previa firmada por el doctor. Pero,
por suerte, cinco minutos más tarde, el médico retornó. No
sabíamos cuál sería su respuesta.
–¡Al fin! Ya era hora –dije impaciente.
Nos acercamos al doctor y este nos informó:
–Enseguida los llevaré con el paciente. Aguárdenme
un momento, por favor.
Caminó hacia la secretaria. Tomó una planilla y la
firmó. Regresó donde estábamos los tres esperando ansio-
samente que nos llevara con Josep Bueno.
–Síganme por aquí, jóvenes.
Caminamos por un largo pasillo, con muchas puertas a
ambos lados, todas cerradas con trabas. A cada paso que
dábamos, a Ethan se lo notaba cada vez más serio.
Estábamos sorprendidos. Víctor observaba por la ven-
tanilla de cada habitación. Al caminar por ese largo corre-
dor, nos intrigaba conocer la historia de cada persona que
estaba encerrada allí. ¿Qué habrán sido? ¿Qué fue lo que
los trajo al hospital? ¡¿Qué diablos hacían allí?! En un
momento me detuve un segundo a mirar a través de una
pequeña ventana una habitación casi vacía y despintada,
donde solo había una cama individual. Me llamó la aten-
ción ver a un paciente sentado de cuclillas en la esquina de
la habitación con su vista pegada a la pared que tenía un
- 129 -
metro delante de él ¿Qué le estaba sucediendo a este pobre
sujeto? En verdad, caminar por sitios como ese es depri-
mente y causa una sensación de sofocación el saber que el
ser humano puede encerrar su mente en un espacio tan
reducido, y que pocas veces logra escapar de allí. Lo único
que les queda son sus pensamientos, que se evaden por las
pequeñas ventanas de cada habitación y vuelan por los
cielos, rompiendo las nubes como si fueran grandes aves.
¿Quién sabe la maldita verdad? ¿Por qué dejar a aquel
hombre solitario, sentado a centímetros de la pared?, que
solo la mira con desesperación durante horas y horas, o
aún peor, durante días. ¡Odiaba eso! El verlo me hacía
sentir impotencia. No se trataba solo de aquel sujeto sino
de que en los demás cuartos había personas acostadas boca
arriba, con la vista pegada al techo, sin saber siquiera que
estábamos pasando por la puerta y los espiábamos de reojo
por la ventana. Era obvio que estaban dopados con cal-
mantes para facilitar la tarea de los que trabajaban allí.
Quizás, recordar la impotencia que sentí al ver eso es
lo que me produce este fastidio que siento ahora: el saber
que estoy encerrado, tratando de no perder la cordura den-
tro de estas cuatro paredes en la que estoy. Si estuvieran
en mi lugar entenderían el porqué de mi comportamiento.
Experimento la sensación de lo que es estar aislado e in-
comunicado. Creo saber que tan solo han pasado dos días
desde que me encerraron. Solo vi el anochecer dos veces,
y pronto comienza a oscurecer nuevamente. Cada vez me
entristezco más. Mi situación es crítica; lo único que me
salva en este momento es saber que al menos puedo escri-
bir estas líneas, con la esperanza de saber que ustedes las
leerán.
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Trato de mantenerme ocupado el mayor tiempo posi-
ble, aunque debo admitir que hay momentos en que mi
cuerpo se desarma sobre el suelo, y solo dejo que mis pen-
samientos escapen y se disuelvan por el aire de esta pe-
queña y sucia habitación. Este ambiente que hoy me en-
vuelve y abraza todos mis dolores, convirtiéndolos en me-
lancolía. Poco a poco siento cómo las paredes me sacan la
energía, como si yo fuera una simple pila que lentamente
se descarga, hasta que en algún momento se agotará.
Todo se mantiene en un límite, una línea perfecta y
larga. Es la línea de nuestras vidas. Quisiéramos que fuera
infinita, pero un día esa línea llega a su fin. Es cuestión de
saber aprovechar el tiempo.
Ya ven, yo estoy aquí, dejando caer una lágrima sobre
estos papeles. Pronto acabará, y tan solo todo se volverá
polvo y quedará en un simple recuerdo para aquellas per-
sonas que hoy me aman. ¡Aprovechen su tiempo, por fa-
vor! Disfrútenlo en las cosas que anhelan o que desearon
alguna vez y creen que ya es tarde, las cosas que siempre
quisieron hacer. Tómense un momento para pensarlo y
saquen sus propias conclusiones. No interesa si me hacen
caso; solo quiero que sepan que les planteo mi situación
aunque ya sé que estoy muerto. Si tuviera una oportunidad
más la aprovecharía para hacer algo que siempre tuve ga-
nas. Abracen la felicidad que alguna vez estuvo encendida
en ustedes, cada uno sabe de qué se trata. Todos creemos
ser sabios en ese tema, sin embargo esto se derrumba
cuanto más sabemos y aprendemos, como dijo Sócrates
alguna vez. Quedamos destapados sin saber absolutamente
nada. ¿Y para qué saberlo? Si tan solo lo importante es
estar bien, feliz y en paz.
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Cuando llegamos al final del largo pasillo doblamos a
la izquierda y continuamos caminando, pero había un de-
talle: en este tramo algunas puertas estaban abiertas y no
más de tres pacientes vagaban por el lugar. El doctor, sin
decir una palabra, se adelantó unos pasos y se detuvo en
una, miró por la ventanilla, se volteó hacia nosotros y dijo:
–Aquí es, señores… Antes de que entren, quiero co-
mentarles que Josep ha estado actuando muy extraño estos
últimos días. No ha querido salir de aquí dentro y come
muy poco. Hemos tenido que subirle la dosis diaria de
alimento. Ha estado quieto, sentado en la misma banqueta
por unos cuantos días. No ha querido hablar con nadie
desde hace tiempo, solo se apoya en la única ventana que
da a la calle y queda hipnotizado durante largas horas,
tanto en la mañana como en la noche. ¿Por qué les digo
esto? Porque en el caso de que Josep no diga una sola pa-
labra, no deben forzarlo para que lo haga, ¿entendieron?
–Entendido, doctor –respondió Ethan.
El doctor abrió la puerta y nos pidió que esperáramos
un momento. Ingresó en el cuarto y luego nos hizo señas
con la mano para que entráramos. Allí estaba Josep, cano-
so, de ojos celestes y descuidada barba blanca. Tenía la
piel baqueteada y los hombros derrotados y caídos, sin
ganas de pelear. Miraba por la ventana, sin importarle que
nosotros estuviéramos allí.
La habitación era angosta al igual que las otras, con
una ventana pequeña que daba a la calle, por la cual entra-
ba toda la iluminación del cuarto.
–Ellos son tus parientes, Josep. Te han venido a visitar
desde muy lejos –dijo el médico.
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Josep no hizo ni un movimiento ni un gesto, solo man-
tenía la vista apuntando hacia la ventana, sentado sobre la
única banqueta de madera.
Apenas entramos a la habitación, lo observamos unos
instantes. Tan solo esperábamos que nos mirase un segun-
do, pero no lo hizo. Tampoco sabíamos qué decir en ese
momento. ¡Ni siquiera sabíamos quién era Josep Bueno!
Lo más difícil era que debíamos preguntarle y llegar a una
conclusión de por qué su nombre estaba escrito detrás de
uno de los sobres que dejó el padre de Víctor…
En un primer momento advertí que sería imposible
tratar de conversar con él sobre el motivo de su encierro
en ese lugar; después de todo, no era de nuestra incum-
bencia. La mejor opción era ir al grano con todo ese asun-
to y contarle la verdad por la cual estábamos allí; quizás
eso lo haría cambiar de actitud.
–Perdone, doctor… –interrumpió Ethan–. ¿Podríamos
quedarnos un minuto a solas con Josep? Solo un minuto,
por favor.
–Verán… Esto no es parte del protocolo –respondió.
–Quizás no quiera hablar porque está usted aquí –dijo
Ethan–. Le prometo que no le haremos daño. De hecho,
usted se puede quedar detrás de la puerta observando que
todo esté en orden.
Pensativo y mirando el suelo, mientras se rascaba la
barba, el profesional agregó:
–Hasta ahora, Josep no ha mejorado; quizás esto sea lo
mejor, espero no equivocarme. Tienen quince minutos
como máximo y empiezan a correr desde ahora. Cualquier
cosa que necesiten, aquí estaré.
Desde un principio, el doctor nos ayudó bastante. Su
aspecto era el de una persona comprensiva y virtuosa. Al
- 133 -
salir miró el reloj que llevaba puesto en su muñeca dere-
cha. Con seguridad cumpliría lo dicho, así que ese era el
momento que debíamos aprovechar para tratar de conver-
sar con Josep Bueno.
Una vez que nos quedamos solos con él, Ethan le ha-
bló esperando que se diera vuelta:
–La verdad es que no lo conocemos, señor. Estamos
aquí por una simple razón: solo queremos saber si nos
puede ayudar con cierta información.
–Su nombre está escrito detrás de una nota muy im-
portante –interrumpí al instante.
Justo cuando no esperábamos ninguna reacción, Josep
abrió los ojos, se volteó hacia nosotros y nos miró. Luego
se paró lentamente, mientras mantenía las manos juntas,
como si tuviera algo dentro de ellas. Miró hacia el exte-
rior, apoyó las manos unidas en la pequeña ventana abier-
ta, cerró los ojos, sopló apenas entre sus manos y dejó
volar una mariposa amarilla con pequeñas manchas negras
que escondía entre sus manos. Muy despacio y con un hilo
de voz, le dijo:
–Hasta pronto…
Dio media vuelta y se paró frente a nosotros. Dijo sus
primeras palabras mirándonos a los ojos y con el seño
fruncido:
–Vaya, vaya, vaya... ¿Pues miren a quiénes tenemos
aquí? Si son nada más ni nada menos que “¡Los caballeros
de la noche!”. Han venido a rescatarme de este oscuro
cementerio.
Mientras pronunciaba esas palabras, pensamos que
había perdido la cordura al permanecer encerrado allí tanto
tiempo. Me produjo exasperación y enojo al mismo tiem-
po, pues era evidente que estábamos perdidos y que ten-
- 134 -
dríamos que buscar otras pistas. Ni siquiera sabíamos por
dónde empezar. Todo eso no se terminaba más. Hasta que
de pronto Josep se sentó sobre el acolchado de la cama y
dijo nuevamente:
–Vaya, vaya, vaya… Miren a quién tenemos aquí, pe-
ro si eres casi idéntico a tu padre, Miller, ¿cierto?
Cuando pronunció esas simples palabras nuestras ca-
ras volvieron a tomar color, más aún la cara de Víctor al
comprobar que el sujeto recordaba a su padre. Enseguida
supimos que nos podría brindar alguna información.
–Y ustedes dos, ¿quiénes son? –preguntó–. Sus apelli-
dos, por favor...
–Yo soy Ethan Ford y él es Bruce Collins.
–¡Vaya, vaya, vaya…! Con que tú eres Ford, el hijo de
Sarah y Harry. Conocí muy bien a tu padre, lamento lo del
accidente. En verdad lo siento mucho joven.
Las palabras sepultaron la pequeña habitación en un
largo silencio. Quedamos totalmente sorprendidos por lo
que acababa de decir. Nunca esperamos aquella respuesta.
Todos estábamos desconcertados, pero Ethan especial-
mente. Actuaba muy extraño, mantenía la vista fija en el
suelo, como si no deseara recordar su pasado. Sin embar-
go, eso le era imposible. Se podía notar como sus oídos se
aislaron de la habitación. Se concentraba dentro de su pro-
pio mundo. Parecía estar envuelto de una nube, una nube
en la que estaban guardados aquellos viejos recuerdos que
lo perturbaban.
Ni siquiera Víctor y yo sabíamos algo sobre Ethan,
pues jamás nos contó algo acerca de su familia. En la pre-
mura por lograr nuestro objetivo y acabar con toda esa
situación de una vez, nos habíamos salteado cosas básicas
e importantes como prestar atención al pasado de Ethan.
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Comencé a sospechar que todo eso se relacionaba. So-
lo había que unir las líneas en los lugares correctos para
poder entender... Por un lado, los padres de Ethan habían
fallecido en un accidente y, por el otro, el padre de Víctor
murió por una enfermedad, en fechas cercanas. Lo más
extraño era que Josep conocía a los padres de ambos. Lue-
go, también al poco tiempo, Josep fue encerrado allí. Todo
se volvió confuso y claro a la vez. Tan solo traté de sacar
conclusiones y hallar pistas a través de simples deduccio-
nes. No soy un genio ni nada por el estilo, pero el miedo
me permitió crear respuestas, aunque probablemente no
fueran válidas.
Luego del perturbador y largo silencio, Josep me miró
a los ojos y dijo:
–A ti no te conozco, muchacho. ¿Cómo es que has lle-
gado a involucrarte en esto?
En ese momento el doctor ingresó y, señalando el re-
loj, nos advirtió:
–Quedan cinco minutos más…
Debíamos apresurarnos. Al ver que nadie pronunciaba
una sola palabra, sin más vueltas, dije:
–Necesitamos su ayuda. No disponemos de mucho
tiempo.
–Lo sacaremos de aquí, ahora mismo –interrumpió
Ethan.
–Vaya, vaya, vaya... Conque en verdad son “Los caba-
lleros de la noche”. Lamento decirles que no les será fácil
sacarme de aquí.
–¿Acaso no quiere salir de este apestoso lugar? –le
preguntó Víctor.
- 136 -
–Pues… ¿qué tengo allá afuera...? Ya no queda nada
para mí en este estúpido y repugnante mundo.
–Lo necesitamos –repetí–. Tenemos los códigos secre-
tos. Usted sabe de lo que estoy hablando. Los códigos han
llegado por error a nuestras manos. Su nombre estaba es-
crito detrás de uno de ellos, y ahora varios sujetos nos vie-
nen persiguiendo. La única salida que nos queda es enfren-
tarlos, y sin usted será difícil seguir adelante.
Josep nos miró en silencio, se acercó y, con dificultad,
articuló:
–¡Santo Dios! ¿Saben en lo que se han metido? ¿Có-
mo diablos han conseguido esos códigos? ¡Oh, mi Dios!
Él los encontrará, matará a cada uno y, si todavía no lo ha
hecho, es porque quiere mantenerlos con vida. Ahora sa-
ben algo que no tenían que enterarse jamás. A él no le im-
porta quiénes son. Siempre obtiene lo que quiere. ¡Es un
maldito maniático enfermo! Solo lo hace por diversión.
No le importa tener que asesinar, no tiene sentimientos. Le
gusta hacer sufrir a las personas o jugar con ellas. ¡Un
completo psicópata! Díganme, ¿los han seguido hasta
aquí?
Josep se alteró, sus manos temblaban más y frunció
las cejas.
–No lo sabemos. Pero lamento decirle que él sabe
quién es usted. Entonces es probable que sepa que estamos
aquí –respondí.
–Vaya, vaya, vaya… Déjenme pensar… No creo que
salgamos con vida de esto, pero estaría bien hacer un últi-
mo intento… ¡Qué más da! –concluyó más calmo.
De pronto, cuando todo parecía estar saliendo como
esperábamos, Víctor abrió la puerta de la habitación y,
contrariamente a lo que esperábamos, el doctor no estaba
- 137 -
allí. Reinaba un profundo silencio. Víctor volteó y nos
alistó sin pensar que algo extraño sucedía allí afuera.
Josep estaba de pie al lado de Ethan, dio unos pasos,
asomó la cabeza para ver el largo pasillo y dijo muy segu-
ro:
–Vaya, vaya, vaya… Ya llegaron por nosotros.
–No se preocupe, lo sacaremos de aquí – contestó Et-
han.
–Bueno… ya es hora de irnos –indicó Josep. Estiró su
espalda haciendo sonar los huesos, luego los dedos, realizó
algunos movimientos de cintura. Víctor, apurándolo, dijo:
–Larguémonos de aquí ya mismo, antes de que las co-
sas se pongan feas.
Ethan extrajo el arma de la cintura, jaló el martillo ha-
cia atrás y la dejó preparada con la bala en la recámara,
lista para disparar. Se puso en primera fila y dio la señal:
–Ahora, ¡muévanse!
–¡Espera un segundo! ¿Por dónde piensas huir? –
interrumpió Josep–. La entrada principal sin duda estará
bloqueada. Llevo años aquí y ya varias veces pensé que
este día llegaría. Será mejor que me sigan.
–De acuerdo –respondió Ethan–. Lo cubriremos, no se
preocupe. Los tres estamos armados.
Josep nos miró como si eso no fuera suficiente contra
todos ellos. Comenzamos a andar en la dirección contraria
a la que habíamos llegado.
–¿Hacia dónde vamos? –pregunto Víctor.
–Bajaremos al sótano y saldremos por ahí. Es la mejor
opción –respondió Josep mientras caminaba aprisa.
Cuando caminábamos por el corredor escuchamos el
fuerte sonido de la puerta principal estrellándose contra la
- 138 -
pared al abrirse brutalmente. Giré la cabeza para ver qué
sucedía y al principio del angosto corredor vi dos sujetos
corpulentos, vestidos de traje, que nos miraban. No duda-
ron en comenzar a correr hacia nosotros velozmente.
También se escuchó cómo uno de ellos informó nuestra
huida a través de la radio que llevaba. Presentí que cada
vez nos encerraban más en ese edificio preparando nues-
tras tumbas.
Al llegar al final del pasillo doblamos hacia la izquier-
da. Todos seguíamos a Josep, que por desgracia no estaba
muy bien de salud y le resultaba sumamente difícil mover-
se más rápido.
–¡Será mejor que nos apresuremos! –dijo Víctor al ver
a los sujetos cada vez más cerca.
–¡Maldición! –bramó Josep mientras lo seguíamos–.
¡No recuerdo con exactitud cuál es la puerta del sótano!
Nos dirigimos hacia otro pasillo más pequeño donde
tampoco había nadie, solo éramos nosotros y aquellos
hombres persiguiéndonos.
–¡No hay tiempo, Josep! ¡¿Dónde es?! –gritó Ethan al
ver que los hombres se aproximaban rápidamente.
Esta vez sí estábamos en serios problemas. En el mo-
mento en el que Josep se detuvo frente a dos puertas tra-
tando de recordar cuál era la correcta, yo extraje el arma
rápidamente y la cargué. Quizás el miedo me provocó esa
desesperación y anuló mi pensamiento. Solo sabía una
cosa: no dudaría un segundo en usarla al ver a los dos su-
jetos armados venir hacia nosotros. Eran nuestras vidas o
las de ellos.
–¡Bingo! –gritó Josep–. ¡Aquí es! Estoy seguro.
La puerta de chapa estaba completamente despintada y
en muy mal estado, no tenía cartel ni indicación alguna.
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Apenas Josep la vio, puso su mano en el picaporte e inten-
tó abrirla. De inmediato exclamó:
–¡Está cerrada!
Ethan dio un paso adelante y, sin pensarlo, la golpeó
con fuerza y logró abrirla.
–¡Vamos, entren! –nos ordenó.
Primero pasó Josep, luego yo y, por último, Víctor.
Mientras, Ethan se mantuvo firme junto a la puerta apun-
tando con su arma hacia el pasillo. Él jamás hubiera queri-
do disparar allí dentro, pues no deseaba que supieran dón-
de estábamos. Sin embargo, ellos ya estaban muy cerca.
No tuvo más remedio que jalar el gatillo y disparar tres
veces. Logró que ambos sujetos se ocultaran rápidamente
detrás de la pared más cercana, dejándonos unos segundos
más para poder escapar. Luego Ethan tomó del suelo un
fierro largo y ancho completamente oxidado; lo colocó
detrás de la puerta haciendo presión para que no pudieran
entrar fácilmente. Mientras, nosotros observábamos a Jo-
sep esperando que nos señalara la salida hacia la calle. Ese
lugar era un depósito muy oscuro y polvoriento; había
muchos materiales de limpieza y enormes aparatos oxida-
dos que controlaban la electricidad de todo el edificio.
También había varios barriles repletos de basura.
–¡Allí! –gritó Josep señalando una pequeña chapa in-
clinada–. ¡Esa es la salida!
Aunque resultaba extraño, todo iba saliendo tal como
Josep había dicho. Los guardias del hospital jamás apare-
cieron; quizás habían sido sobornados por los sujetos o,
peor aún, fueron amenazados al igual que el doctor.
- 140 -
Cuando nos acercamos hacia la puerta de chapa,
subimos dos escalones e intentamos abrirla, lo que resultó
inútil pues tenía colocado un candado.
–Yo me encargaré de esto –dijo Víctor.
Tomó una barra de fierro que estaba tirada en el suelo,
la pasó por dentro del candado, y luego hizo un simple
movimiento fuerte y seco, empujando la barra hacia abajo.
No logró abrirla, pero la movió permitiendo el ingreso de
la luz exterior por sus bordes. Un segundo después, volvió
a intentarlo: retorció la varilla y la puerta comenzó a do-
blarse por la presión que Víctor ejercía...
–Será mejor que se apresuren o nos rodearán ensegui-
da –dijo Ethan, sosteniendo la puerta con el peso de su
cuerpo para que no pudieran entrar.
–Solo un poco más… –respondió Víctor, mientras for-
zaba la puerta hacia el exterior.
Muy enojado, presionó con todo su cuerpo la varilla
hasta que la cerradura voló por los aires. Todos escapamos
inmediatamente de allí… Ethan fue el último en salir del
oscuro cuarto de mantenimiento. El picaporte comenzó a
moverse; seguramente, del otro lado estaban los sujetos
queriendo entrar. Sin embargo, Ethan no dudó un segundo
en volver a disparar dos veces directo hacia la puerta.
Ya estábamos todos afuera. Víctor colocó nuevamente
la varilla para trabar la salida al exterior de modo que,
cuando los dos sujetos quisieran abrirla desde adentro, no
pudieran. De todas maneras, esa resistencia no duraría
mucho tiempo.
Al salir, aparecimos en el callejón de la parte trasera
del hospital. Allí había tachos gigantes repletos de bolsas
de basura. Estaba mugriento; era muy oscuro y con muros
muy altos. En el asfalto había charcos de aceite y de agua
- 141 -
por todas partes. Solo tenía una salida. Si nos encerraban,
estaríamos acabados.
Rápidamente nos acercamos a la salida del callejón y
espiamos para ver qué sucedía del otro lado: estaban los
dos autos negros que nos perseguían desde el principio.
Rodeando los autos había cuatro hombres de traje fuman-
do mientras conversaban sin siquiera saber que nosotros
estábamos a tan solo un paso de ellos.
–Si no hacemos algo pronto estaremos acabados –
murmuré.
–No hay muchas opciones –dijo Ethan–. Protejan a Jo-
sep. Yo iré por el auto, ¿entendido? ¡No hay tiempo! Si
vienen hacia aquí, no duden en disparar…
Sin decir una palabra más, corrió agachado con el ma-
yor disimulo posible para no ser visto, dirigiéndose al lado
contrario del que estaban los hombres de traje. Mientras,
Víctor y yo protegíamos a Josep, rezando para que Ethan
llegara a tiempo por nosotros.
–Vaya, vaya, vaya... Estamos en serios problemas... –
reflexionó el anciano.
Todos miramos hacia la puerta por la que habíamos
escapado, cuando escuchamos el sonido de la varilla ha-
ciendo presión contra la chapa, intentando abrirla. Los
sujetos estaban del otro lado haciendo fuerza para poder
salir al callejón. Corrimos inmediatamente con Víctor ha-
cia allí y la sostuvimos para que no lograran su objetivo.
De pronto, la puerta dejó de moverse. Temí lo peor,
pues sabía que tenían radio para comunicarse entre ellos,
lo que me hizo pensar que ya habían informado donde
estábamos. Si Ethan no llegaba a tiempo sería nuestro fin.
Ni siquiera sabíamos si él se encontraba bien.
- 142 -
Sin pensar, dejé de sostener la puerta y caminé hasta el
final del callejón para poder ver que estaba sucediendo
allí. Por un lado vi tres muros altos de ladrillo sin ninguna
vía de escape. Mientras, Víctor y Josep trataban de mante-
ner la puerta cerrada. Permanecí en la esquina, escondido
tras la pared observando cómo los cuatro sujetos que ha-
bían estado fumando junto a los autos, venían armados
hacia nosotros. Podía sentir el latido de mi corazón; mis
pulsaciones aumentaron. En ese instante, solo escuchaba
mi respiración. Extraje el arma de mi cintura, la tomé con
fuerza, los apunté y abrí fuego sin pensar.
- 143 -
CAPÍTULO X
Pensé que ese era el final de todo. Víctor y Josep ya
no podían contener la puerta del sótano. En el callejón
había una única salida, la cual estaba rodeada. Los hom-
bres se escondieron detrás de unos autos y de los postes de
luz para evitar que mis disparos los alcanzaran. Al cesar
los tiros, comenzaron a acercase cada vez más con cuida-
do, apuntando sus armas hacia nosotros. Disparé la última
bala que tenía sin apuntar, pues tampoco esperaba herir a
ninguno, solo quería ganar tiempo. Sin duda, pronto esta-
rían sobre nosotros y nos aniquilarían.
Cuando creí que estaríamos acabados, un auto a toda
velocidad apareció al final del callejón. Era Ethan. Venía
tan rápido que, al llegar hizo un giro clavando el pie en el
freno a la vez, dejando derrapar el auto hasta quedar con la
puerta del acompañante de nuestro lado. Él se acomodó,
sacó su arma por la ventanilla y comenzó a disparar.
Víctor y Josep corrieron hacia el auto y entraron. In-
mediatamente, yo los seguí. Sentí que las balas pasaban
sobre mi cabeza. Habían logrado abrir la puerta del sótano.
Los dos sujetos se sumaron al grupo que intentaba captu-
rarnos.
Estábamos rodeados, todos apuntaban al auto. Éramos
el blanco de todas las armas. Sin embargo, algo muy ex-
traño sucedió: los disparos habían cesado justo cuando
tenían al auto completamente rodeado. Seguramente, al-
guien les ordenó detener el fuego. Nos necesitaban con
vida, si no jamás encontrarían lo que tanto deseaban.
Ethan presionó fuertemente el acelerador como si es-
tuviera en una carrera y en menos de cuatro segundos es-
- 144 -
capamos del lugar. Pensamos que nos seguirían con sus
autos, como en la ocasión anterior, pero esta vez decidie-
ron no hacerlo, quizás también obedeciendo una orden, o
tal vez porque sabían que a esa velocidad no lograrían
alcanzarnos.
Al alejarnos recordamos que la moto de Víctor había
quedado estacionada detrás del hospital. No podíamos
regresar por ella en esos críticos momentos. Lo importante
era escondernos y aclarar toda esta situación con la ayuda
de Josep Bueno.
Cuando estuvimos seguros de que nadie nos perse-
guía, estacionamos el auto dentro de un garaje exclusivo
para clientes de una importante tienda de comidas, a casi
tres millas de distancia. Bajamos y nos dirigimos hacia un
pequeño bar poco concurrido ubicado en una esquina lla-
mado The Edison.
Al entrar, las pocas personas que había nos miraron de
pies a cabeza. Algunos conversaban, otros leían el diario,
y también había dos personas mayores jugando al ajedrez
en un rincón. Era temprano para cenar, así que solo nos
servirían un café o algo para beber.
Nos sentamos en una vieja mesa de madera verde os-
curo a la que se le notaban las rajaduras. Esperamos que el
cantinero se acercara para hacer el pedido, pero Ethan,
luego de varios minutos y al ver que nadie venía, se dirigió
a la barra y preguntó:
–¿Qué hay para cenar hoy?
–Aún no han llegado los cocineros, señor. Es muy
temprano, llegarán en menos de una hora –respondió un
joven con un delantal mientras escurría un trapo en un
balde de agua.
- 145 -
–Disculpe, mi amigo. No somos de por aquí, si por fa-
vor tendrían algo de comida para servirnos se lo agradece-
ría mucho.
–Mmm... Déjenme ver… Si quieren puedo prepararles
una pizza.
–Me parece bien. Que sean dos, por favor.
–¿Qué desean beber?
Miró hacia la heladera y le pidió cuatro pequeñas bo-
tellas de vidrio de jugo de naranja. Luego regresó a la me-
sa.
–Enseguida traerán las pizzas –dijo.
–Ahora bien… –interrumpí y miré a Josep–. Estamos
aquí por una simple razón: necesitamos información, nues-
tras vidas corren peligro. Precisamos que nos cuente todo
lo que sabe.
–Se nos acaba el tiempo –agregó Víctor.
Todos callamos y dejamos que Josep dijera algo. No
había pronunciado una palabra desde que escapamos del
hospital. Era como si estuviera paralizado o pensando todo
el tiempo. Esperamos unos minutos. Simplemente por eso
estábamos allí: para que nos dijera todo lo que sabía. Solo
expresó:
–Estamos en una situación difícil, amigos míos.
Ya eran casi las dieciocho horas. Hacía calor y a me-
dida que pasaba el tiempo teníamos menos ganas de seguir
con eso. Yo tan solo quería volver a mi casa y ver a María
Loren una vez más... Era por ella que seguía adelante… Si
no hubiera sido por ella… ¡al diablo con todo!
Mientras cada uno sudaba en su silla reflexionaba so-
bre cosas diferentes, pero al final del camino todos nues-
tros pensamientos se unían en el mismo tema. Josep se
- 146 -
miraba las manos fijamente; la transpiración de su frente
caía lentamente entre las arrugas de su rostro. Minutos
después, dijo:
–Vaya, vaya, vaya... Al parecer no tengo otra opción.
Bueno, caballeros, les contaré lo poco o mucho que sé.
Tomó el vaso con su mano temblorosa, bebió un poco
de jugo y siguió:
–Han pasado unos ocho años desde que mi hijo Tho-
mas fue arrestado y, posteriormente condenado y penado.
Al poco tiempo que comenzó a cumplir su condena fue
asesinado en su celda. Trabajaba de chofer, tenía solo
veintinueve años, era muy inteligente, más de lo que ima-
ginan. Su cuarto estaba minado de libros. Le encantaba la
literatura clásica, los poemas, las novelas y también había
muchos libros de historia. Jamás quiso estudiar en una
universidad; a él solo le encantaba leer cuando llegaba del
trabajo. Luego de comer, todos los días recogía un libro
diferente de su repisa, se sentaba cómodamente en el sofá
y comenzaba a leer por largas horas... Todos los días se
levantaba muy temprano para recoger a sus pasajeros y
llevarlos a destino. Siempre dijo que era el chofer de una
empresa muy importante, que solo lleva pasajeros con un
nivel adquisitivo muy alto. Nunca le dimos importancia a
eso… Solo sabíamos que estaba a gusto con su trabajo y
eso era más que suficiente para mi esposa y para mí.
»Recuerdo que solo se enamoró una vez; ella era una
joven muy hermosa. Fueron novios varios años, pero al
final no resultó ser la chica adecuada para él, de modo que
la relación terminó cuando las cosas ya no iban bien. No
parecía molestarle estar solo, pues era un joven que le gus-
taba la soledad y estar tranquilo, sin que nadie lo molesta-
ra. Recuerdo que Thomas siempre estaba predispuesto a
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ayudar cuando se lo necesitaba, era muy amable con to-
dos. Aunque resulte extraño, en los últimos tiempos co-
mencé a notarlo un poco más cerrado en sí mismo, ya no
conversaba tanto como antes, pero si él se sentía bien así,
¿para qué íbamos a pedirle que cambiara?, ¿no es cierto?
Cada uno elige lo que desea hacer y no hacer. Todos so-
mos capaces de cambiar las cosas si nos enfocamos bien
en lo que queremos. Siempre respeté su voluntad. Era un
muchacho excelente.
»Mi esposa Nora lo amaba con el alma. A los dos les
encantaba leer; fue de ella de quien heredó el gusto por la
literatura. Nora a menudo compraba libros de toda clase.
»Todo parecía estar en su lugar. Las cosas fluían de
manera tan natural, hasta que un día se acabó: todo se per-
dió, se hundió como un gigantesco barco que cae en las
profundidades del océano, sin poder detener esa masa
enorme de energía que lo arrastra hacia el fondo.
»Recuerdo aquella mañana como si fuese ayer: Tho-
mas se marchó a trabajar unas horas más temprano que de
costumbre. Al llegar la noche esperábamos que regresara,
con la comida servida en la mesa como todos los días,
pero jamás volvió. Nora se comenzó angustiar, ella en el
fondo sabía que algo malo estaba ocurriendo. Lo noté en
el brillo de sus ojos cuando miraba el retrato de nuestro
hijo colgado en la pared de la cocina. Algo no estaba bien.
Cuando levantó el plato de la mesa pude notar una tristeza
inmensa dentro de ella, estaba decaída y abatida. Intenté
consolarla como pude, pero no quería escuchar, estaba
abstraída y en silencio. Terminó de lavar y de secar los
platos, se recostó en la cama manteniendo sus manos apre-
tadas por el sufrimiento que sentía por dentro.
- 148 -
»Esperé un largo rato sentado en el sillón, preocupado
porque mi hijo no regresaba, hasta que comencé a sentir
sueño. Fui al dormitorio, le di un beso en la frente a mi
esposa y me quedé dormido. Al despertar, Nora no estaba
en la cama. Me asomé en silencio a la cocina y aún no la
veía. De pronto escuché un suave llanto en el comedor y
cuando me dirigí hacia allí la vi llorando amargamente
junto al teléfono. Me acerqué para saber qué sucedía y fue
cuando me dio la triste noticia de que nuestro hijo había
sido detenido por un asesinato. No podía creer lo que aca-
baba de decirme. Sin pensar ni un segundo, tomé las llaves
de la camioneta para ir a la comisaría y que me dijeran qué
estaba ocurriendo. Thomas era incapaz de asesinar a al-
guien, estaba completamente seguro de ello. Antes de to-
mar la carretera, Nora corrió y se detuvo frente al vehícu-
lo, me hizo señas para que frenara y me rogó que no fuera
a ningún lado porque ella había hablado con Thomas y él
le había suplicado que le prometiera que no nos metería-
mos en ese asunto, que las cosas se solucionarían muy
pronto. Jamás desconfiamos de nuestro hijo. Nos llevába-
mos muy bien; siempre nos bastó con decir solo una vez
las cosas para entenderlas. Por eso, aunque estaba comple-
tamente en desacuerdo con Nora, accedí a su pedido.
»Me senté en el sofá y estuve todo el día pensando y
tratando de controlar mis nervios. Por la noche me era
muy difícil dormir; no podía dejar de pensar en la difícil
situación por la que nuestro hijo estaba pasando.
»Devastados por la noticia, agobiados por la angustia
y cansados de esperar sufriendo todo el día, el dolor pudo
más que nosotros, y decidimos ir a la comisaría para que
nos explicaran cuál era la situación de nuestro hijo. Al
llegar pedimos hablar con el oficial de guardia. Esperamos
- 149 -
sentados casi media hora hasta que un agente nos informó
que, aunque no estaba permitido, podíamos verlo veinte
minutos. Seguramente nos dieron ese permiso por ser sus
padres y para calmar nuestra desesperación. Además nos
informaron que Thomas sería trasladado a una penitencia-
ría. Caminamos por un pasillo largo hasta llegar a una
puerta. El oficial se detuvo y volvió a recordarnos que
teníamos poco tiempo para hablar con él. Abrió la puerta
de la sala de interrogatorios. El cuarto era muy pequeño,
estaba vacío y muy oscuro, solo había una mesa y tres
sillas alrededor. Luego de estar unos segundos allí espe-
rando a que Thomas apareciera, el oficial abrió la puerta y
lo dejó entrar. Estaba esposado y con la ropa muy estro-
peada. Apenas lo vimos, Nora corrió hacia él y lo abrazó.
Llorando, le dijo que no se preocupara, que lo sacaríamos
de ahí. Thomas hacía fuerza para contener las lágrimas.
Yo también lo abracé y sentí mucho dolor y pena dentro
de mí. El tiempo pasaba rápido. Aunque quisiéramos que
lo sacaran de allí sería imposible sin saber primero qué
había ocurrido. Tomamos asiento y entre llantos le pre-
gunté qué había sucedido para que lo encerraran. Mientras
Nora le sujetaba fuertemente las manos, dijo sin más vuel-
tas:
»Al salir de casa temprano aquella mañana, reemplacé
a un compañero que estaba enfermo. El trabajo que me
encargaron lamentablemente era ilegal, pero yo no lo sa-
bía, me enteré después de aceptar el viaje.
»Pasé a buscar a un pasajero y lo llevé al lugar que me
indicó. El sujeto era robusto. Vestía un traje negro, una
camisa del mismo color, y del bolsillo superior del saco
asomaba un pañuelo rojo luminoso. Cuando arribamos
presencié algo terrible: el asesinato de un hombre de color
- 150 -
de un disparo por la espalda, en la cabeza. El pobre les
había rogado de rodillas por su vida a sus verdugos, pero
estos ya tenían decidida su suerte. Le quitaron un diamante
que tenía en el bolsillo del pantalón holgado y sucio. Se
trataba de un diamante amarillo vivo y radiante como ja-
más he visto en mi vida. Era una piedra preciosa que por
su talla y por su pureza debía ser única en el mundo. Lue-
go supe que la llamaban “Gota de sol”.
»Ellos no lo sabían, pero en la escena del crimen esta-
ban presentes varios policías.
»Yo no debía estar allí. El asesino observó la piedra,
sonrió y se acercó al sujeto que llevaba como pasajero; le
dijo unas palabras al oído y le entregó el diamante. Este lo
guardó en un bolsillo del saco, esperó a que el hombre se
diera vuelta y comenzara a alejarse, sacó un arma compac-
ta de caño corto, calibre treinta y ocho, y le disparó dos
tiros por la espalda. Luego apoyó el arma en mi cabeza y,
amenazándome, me obligó a conducir por el camino que
me indicaba.
»Al partir miré por el espejo retrovisor y vi a la poli-
cía cargando los dos cuerpos en el baúl de la patrulla. Se-
guí manejando mientras me preguntaba cómo terminaría
todo eso. Presentía que me matarían en cualquier momen-
to, pues jamás debí haber visto ese homicidio. Fue un
error, yo no debía tomar aquel trabajo ese día. Seguramen-
te el otro chofer sabía de qué se trataba y por eso faltó. En
su lugar me encargaron el viaje a mí. Lo que no sabían era
que yo no dejaría que eso terminara de esa manera. Así
que, luego de sacar mis conclusiones, tratando de controlar
mis nervios y mi miedo, creí que la mejor decisión era
acelerar y luego, en medio de la ruta, pisar el freno impul-
sivamente para sorprender al sujeto que mantenía el arma
- 151 -
en sus manos, logrando que su pesado cuerpo cayera hacia
delante, dándome la oportunidad de quitarle la pistola y
golpearlo. Y eso fue lo que hice. Pero al mirar sus ojos
repugnantes llenos de odio, no pude resistir el impulso de
apretar el gatillo de su propia arma y le disparé directo al
pecho. El sujeto se estaba muriendo desangrado.
»Había demasiadas personas con poder detrás de todo
eso. Supuse que la historia no terminaría allí. Ya que no
podía escapar y decidí enfrentar la situación. La piedra que
tenía ese sujeto era de un valor inalcanzable, con ella po-
dría ayudar a muchas personas. Saqué el diamante de su
bolsillo, y luego empujé el cuerpo fuera del vehículo. No
podía regresar a casa. Dos autos me perseguían velozmen-
te. Estaba completamente solo y perdido. Tenía una piedra
millonaria en mis manos que cualquier codicioso mataría
por obtenerla. Lo mejor era deshacerme de ella antes de
que me aniquilaran. Aceleré el auto y huí a toda velocidad;
pensé que lo mejor sería dejarla en buenas manos y confiar
en que la usaran para una causa justa, claro que no se la
dejaría a una sola persona, pues estaría cavando su tumba.
»Lo primero que hice fue escapar de los dos vehículos
que me perseguían, lo que me resultó fácil pues, como
verán, el auto es el mejor arma que sé usar. Ingresé a la
ciudad, di varias vueltas y me oculté. Momentáneamente
había logrado deshacerme de ellos, pero sabía que no po-
dría ocultarme mucho tiempo. Con seguridad irían a bus-
carme a casa y eso era lo último que quería. Cuando estaba
a unos cuantos kilómetros, decidí esconder la piedra en un
lugar en el cual no pudieran encontrarla, pero que sí resul-
tara fácil hallarla con la ayuda del mensaje que dejé. Ese
mensaje lo dividí en cuatro partes; solo obteniéndolos to-
- 152 -
das, podrá armarse el rompecabezas y llegar hasta el dia-
mante.
»Solo quiero que entiendan por qué lo hice. Voy a pe-
dirles que se vayan de aquí ahora mismo y que se cuiden
mucho. Todo saldrá bien...
Josep se detuvo un segundo, contuvo la respiración,
luego tomó aire, bebió otro trago de jugo y continuó:
–Nora y yo nos fuimos con un dolor inexplicable. No
se imaginan cuánto sufrimos desde aquel día; hasta hoy no
he podido descansar ni un solo día en paz. Nuestra vida
terminó aquel día nefasto. Las cosas no volvieron a ser
como antes. Lamentablemente, minutos antes de marcha-
mos de la comisaría, al abrazar con fuerza a nuestro hijo,
Thomas le entregó un papel a Nora y le explicó que, aun-
que nosotros no tuviéramos información, ellos vendrían a
buscar pistas de todas maneras a la casa, pero se largarían
al comprobar que allí no había absolutamente nada. Él
confiaba en que llegaría gente con buenas intenciones.
Decía que haciendo un buen uso de esa piedra, podían
cambiarse muchas cosas. Nos pidió que jamás cayera en
manos perversas y malvadas nuevamente. Dijo que había
distribuido las cuatro partes entre personas que eran muy
importantes en nuestras vidas. Pero detrás de las paredes,
como Thomas dijo, unos sujetos escucharon todo lo que
contó y no tardaron mucho en llegar a nuestro hogar.
Luego Josep Bueno volvió a callar un instante mien-
tras todos reflexionábamos respecto a lo que nos había
narrado y aclarábamos nuestras dudas. Cuando el silencio
dominaba la mesa, Ethan preguntó:
–¿Cómo conoció usted a nuestros padres?
- 153 -
–A tus padres los conocí en la secundaria. Egresamos
juntos, éramos muy buenos amigos y nos teníamos mucha
confianza. Años más tarde, por diferentes motivos nos
fuimos alejando poco a poco, aunque no del todo. Algunos
se enamoraron y siguieron el camino que su corazón de-
terminó, otros por razones de trabajo se mudaron lejos de
la ciudad, y bueno… a pesar de la distancia, hace unos
años volvimos a reunirnos por última vez. Yo llevé a
Thomas conmigo para que los conociera. Fuimos de pesca
los cuatro y mi hijo, pasamos un fin de semana juntos
riendo y charlando, recordando viejas historias toda la
noche junto a la leña que calentaba nuestras manos conge-
ladas. Así fue mi conclusión de cómo Thomas distribuyó
los fragmentos. Muy ingenioso, ¿verdad? Intentó reunir a
los cuatro nuevamente: un fragmento fue para mí; otro
para tu padre, Ethan; otro para el tuyo, Víctor y el último
para Alfred Bordón y que luego seguramente ha llegado a
tus manos, Bruce.
»Lo que me resulta muy extraño es cómo los ha en-
contrado el misterioso sujeto a cada uno de sus padres.
Thomas intuyó que cuando nos volviéramos a reunir, con-
versaríamos acerca de lo sucedido; así hallaríamos la pie-
dra fácilmente y la tendríamos en nuestras manos. Sabía
que entre nosotros cuatro no había secretos y nos teníamos
suma confianza. Lamentablemente, sus planes resultaron
de manera diferente. Este sujeto los ha encontrado prime-
ro. Ahora entiendo la promesa de Thomas de que en unos
años los encontraríamos, de eso estaba seguro.
»Sin embargo, las cosas cambiaron. Al regresar a casa
el día que visitamos a Thomas en la comisaría ya todo era
diferente. Para ser sincero, ya no podíamos dormir tranqui-
los, teníamos un mal presentimiento. Nora comenzó a me-
- 154 -
dicarse para descansar. Quería visitar a nuestro hijo en la
penitenciaría para saber de él, aunque Thomas le pidió por
favor que no lo hiciera. Sabíamos que al estar encerrado la
estaba pasando muy mal. Lo más triste era que no tenía-
mos muchas opciones. La impotencia me dominaba al
sentir que no podía ayudarlo. No podíamos hacer nada, no
teníamos ninguna opción. Si en un tiempo esa situación no
se modificaba, llamaría a un buen abogado para que inten-
tara hacer todo lo posible a fin de sacar a Thomas de allí y
demostrara su inocencia. Pero al cuarto día todo se acabó;
nuestras vidas perdieron sentido pues, cuando creímos en
la justicia nos dimos cuenta de que ¡todo era pura basura!
Esa mañana el teléfono sonó luego de tres largos días de
espera, Nora atendió ansiosa esperando buenas noticias,
pero cuando noté la expresión de su rostro y que estaba
parada e inmóvil con el teléfono en la mano, mirando fi-
jamente la foto de nuestro hijo de un portarretrato que ha-
bía junto al aparato, bajo la luz del velador, fue el momen-
to en el que supe que todo se había ido al infierno. Las
lágrimas comenzaron a caer lentamente por su rostro; en-
mudeció y dejó caer su cuerpo sobre el sofá.
»Fue la peor noticia que escuché en toda mi vida. In-
formaron que Thomas aparentemente se había suicidado
en la celda. Estaba desolado; me arrepentí de haber obede-
cido sus palabras. Hasta el día de hoy siento culpa por
ello; debí ayudarlo cuando podía.
»Luego no supimos nada más sobre el tema; intenta-
mos averiguar, pero jamás nos dieron una explicación.
Cerraron el asunto bajo candado, sin respuestas.
»Estoy seguro de que Thomas nunca se quitaría la vi-
da, no era capaz de eso. A partir de ese momento las cosas
cambiaron. Algo era distinto en nosotros. Quiero decir...
- 155 -
no es fácil olvidar que hacía veintiocho años que Tomas
había llegado a nuestro hogar, iluminando con su sonrisa y
alimentando nuestras almas de alegría. Así fue cómo,
siendo aún joven, terminé de esta manera…
»Espero que entiendan de qué les estoy hablando.
Cuando aman tanto a una persona, un hueco profundo
queda dentro de nosotros, tan profundo que jamás la olvi-
darán…
Josep se detuvo sin decir una palabra más y sus lágri-
mas recorrían tristemente su rostro, derramando en cada
gota el recuerdo de su trágico pasado.
Luego de que terminó su narración, esperé unos minu-
tos y dije:
–Hay algo que no entiendo… ¿Cómo es que terminó
encerrado en un hospital psiquiátrico? Permítame decirle
que usted no parece estar fuera de sus cabales.
Aunque Víctor y Ethan me miraron con desaprobación
por haber formulado esa pregunta, sabía que en el fondo
ellos también querían saber. Además tenía la intuición de
que la respuesta estaba relacionada con todo este asunto.
Josep se limpió las lágrimas con la servilleta y respon-
dió:
–Creo que ya ni siquiera puedo tener el perdón de
Dios. No todo terminó el día de la muerte de Thomas. Las
cosas empeoraron. Un año más tarde, una mañana abrí el
buzón y extraje de él una extraña carta, la cual me produjo
desconcierto y confusión. Me senté intranquilo, me colo-
qué los anteojos y rompí el borde con cuidado. Decía sim-
plemente: “SI DESEAN CONTINUAR CON VIDA, SE-
RÁ MEJOR QUE ENTREGUEN LA PIEDRA”.
- 156 -
»Quedé desorientado y dolorido al recordar lo que es-
taban pidiendo. Seguía escuchando las palabras de Tho-
mas cuando lo visitamos. Él sabía que ese día llegaría.
»Él había asegurado que el diamante estaría en buenas
manos. Esta carta quería decir que la piedra aún no había
sido hallada. Nosotros no la teníamos y ni siquiera sabía-
mos dónde estaba; el problema era que ellos no lo sabían.
Oculté la carta para que Nora no la viera pues seguro se
aterrorizaría. A la mañana siguiente, sonó el timbre a pri-
mera hora. No había pegado un ojo en toda la noche pen-
sando en la carta que había llegado. Nora se estaba dando
un baño, así que me levanté y miré por la ventana. Había
dos policías parados en la puerta. Me vestí con lo primero
que encontré y me acerqué hasta la entrada observándolos
detalladamente. Ya casi en la puerta, miré el móvil esta-
cionado a un costado, donde otro oficial estaba sentado
frente al volante hablando por la radio policial.
»–Buen día, oficial. ¿En qué puedo ayudarlo?
»–Usted es el padre de Thomas Bueno, ¿verdad?
»–Así es...
»–Entonces iré al grano, sin dar vueltas. Odio perder
el tiempo. Estamos buscando algo que Thomas dejó en la
casa antes de suicidarse. Usted sabe de qué estamos ha-
blando…
»–Tendrá que disculparme, pero no sé de qué está ha-
blando, oficial.
»–Dejemos las estupideces a un lado –respondió agre-
sivamente.
»Sabía qué era lo que venían a buscar. Sin embargo, le
respondí la verdad aunque ellos no me creyeron. Yo des-
conocía dónde estaba la “Gota de sol”.
- 157 -
»–Lamento no poder ayudarlo, oficial. Quizás se ha
equivocado de vivienda.
»–¿Cómo se lo explico? –dijo el oficial nervioso,
mientras se rascaba la nuca–. ¿Usted tiene idea de que hay
muchas personas poderosas buscando esto, verdad? No
creerá que seamos los únicos. La gente que vendrá no ten-
drá compasión, se lo puedo asegurar. Será mejor que lo
piense, quizás recuerde algo mañana por la mañana...
»Sin decir una palabra más, ambos subieron al móvil
y se marcharon. Me quedé parado en la entrada reflexio-
nando sobre lo que me había dicho. Quizás entregándoles
lo único que teníamos referido al diamante nos dejarían en
paz. De lo contrario, seguirían insistiendo tarde o tem-
prano.
»Le conté lo ocurrido a Nora y decidimos entregarles
el papel que nuestro hijo nos confió. Los días siguientes
esperamos muy asustados a que los policías regresaran
como habían anunciado, pero jamás volvieron. Igual nos
mantuvimos alerta por si retornaban.
»Era razonable pensar que, por ser los padres de
Thomas, supusieran que había escondido la piedra en
nuestra casa. Desde la visita de la policía, nos sentimos
inquietos y amenazados. Trataba de dormir con un ojo
abierto por las noches por si intentaban entrar en la casa.
»A causa de ese maldito temor hice algo que jamás
me perdonaré... Fue una noche trágica y desgraciada, que
me convirtió en la persona más infeliz del mundo. En mi
desesperación por salvar nuestras vidas, le disparé a Nora,
mi amada esposa. Esa noche de luna llena nos desperta-
mos varias veces debido a los ruidos que escuchábamos
alrededor de la casa. Los continuos ladridos de los perros
y el viento que golpeaba las ventanas motivaron que bus-
- 158 -
cara el arma que tenía escondida dentro del armario y la
dejara a mano, por si algo desafortunado llegaba a suce-
der. Más tarde, al cesar los ladridos, logré dormir, pero
desperté súbitamente al escuchar el ruido del pasador de la
puerta. Me levanté y vi la sombra de alguien que ingresaba
a mi dormitorio muy despacio. De inmediato y sin dudarlo
tomé el revólver y, sin tiempo para reflexionar, disparé
una vez al cuerpo que se acercó a la cama. La bala fue
directa a su pecho y luego el cuerpo cayó. No podía ver
con claridad; la pieza estaba casi completamente a oscu-
ras, pues solo un haz de luz de la luna traspasaba las corti-
nas de la ventana. Con mi mano tambaleante, giré para
tranquilizar a mi esposa, pero ella no estaba en la cama.
Pensando lo peor, corrí rápidamente y encendí la luz. Al
iluminar el cuarto la vi: Nora estaba tirada en el piso cu-
bierta de sangre. Llamé a los médicos, pero ya era dema-
siado tarde…
»Jamás volví a ser el mismo hombre. Mis días ahora
son grises y tormentosos, y nunca cambiarán. Nada volvió
a tener sentido. Mi intentos de suicidio me han llevado
donde ustedes me encontraron. Perdí a mis dos amores en
poco tiempo; todo ha sido muy duro para mí. Ya no tenía
motivos para seguir luchando. Pero ahora puedo terminar
con aquellos horribles recuerdos. Me queda algo por hacer
antes de irme de este maldito mundo. Una última misión y
creo, caballeros, que este es el momento justo para reali-
zarla; es mi última oportunidad.
- 159 -
CAPÍTULO XI
Teníamos que avanzar, eso fue lo primero que decidi-
mos los cuatro, aunque no teníamos ni pistas ni rastros que
seguir. Estábamos a la deriva. Ni siquiera sabíamos quié-
nes eran los sujetos que nos perseguían. La única certeza
que teníamos era que la policía estaba metida en ese em-
brollo y que nos hacía las cosas más difíciles.
Solo pensábamos continuar con la única información
que conocíamos hasta ese momento. Debíamos comenzar
a actuar antes de que ellos lo hicieran. No alcanzaba con
estar un paso adelante; al menos debíamos estar a cinco.
No podíamos detenernos, pues si no nos encontrarían.
Evaluamos la poca información de la que disponía-
mos: las personas que asesinaron a Thomas. Seguramente,
alguien en la penitenciaría donde los asesinaron debía te-
ner más datos. Solo si los obteníamos podríamos armar ese
rompecabezas.
–Haremos lo siguiente –planteó Ethan–. Hay aproxi-
madamente una hora desde aquí hasta la penitenciaría de
Nueva York y ya es de tarde; sería en vano ir ahora. Lo
mejor será hacerlo mañana. Llegar allí es fácil; el proble-
ma será cómo entrar y obtener información acerca de un
hecho que transcurrió hace unos años atrás…
–Un momento –interrumpí luego de recordar algo que
podría ayudar bastante–. Mi profesor de Derecho Penal
mencionó en varias oportunidades esa penitenciaría. Estoy
seguro de que tiene contactos allí. A lo mejor, él puede
brindarnos algún dato o darnos el nombre de alguna per-
sona con la que podamos hablar.
–¿Cómo podemos ubicarlo? –preguntó Víctor.
- 160 -
–Aguárdenme un instante –respondí–. Buscaré su nú-
mero en la guía telefónica. Ya regreso...
Salí del bar y crucé la calle hasta el teléfono público
que estaba en la vereda de enfrente. Tomé la guía y lo
busqué por su apellido: Millstein, no recordaba bien su
nombre de pila; creía que era Frederick, pero no estaba
seguro. Encontré varias personas con ese apellido. Llamé
al primer número de la lista. Era equivocado. El segundo
llamado fue atendido por una voz aguda:
–Hola… ¿Hola?...
–Buenas noches. ¿Profesor Frederick Millstein?
–¿Quién habla?
–¡Profesor! Disculpe que lo moleste a esta hora. Soy
Bruce Collins, fui su alumno en su clase de Derecho Pe-
nal, ¿me recuerda? Llegué tarde el día del último parcial…
–¿Bruce Collins…?
–Así es, profesor.
–Ah, ¡Bruce! Ya te recuerdo… Entre tantos alumnos
siempre es difícil saber quién es quién enseguida. Qué
sorpresa. Jamás hubiese esperado que llamaras por telé-
fono a esta hora. ¿Sucede algo grave, Bruce?
–En verdad no es urgente, profesor, pero sí muy im-
portante. Lamento tener que molestarlo para pedirle un
gran favor, que nos sería de mucha ayuda en estos mo-
mentos.
–Pues dime, Bruce, ¿en qué te puedo ayudar?
–Usted mencionó varias veces la penitenciaría de
Nueva York. Supuse que tal vez conoce a alguna autoridad
de allí. Necesito averiguar qué le sucedió a un familiar
lejano que al parecer falleció allí hace unos años.
- 161 -
–Entiendo... Déjame ver qué puedo hacer, Bruce. No
te prometo nada.
–Gracias, profesor. De todas formas, iremos allí ma-
ñana a primera hora.
–Mmm.... Ya veo… Bueno, vuelve a llamarme en me-
dia hora, por favor, a ver si ya tengo alguna respuesta.
–Claro. Entonces en media hora me volveré a poner en
contacto con usted, profesor…
Colgué el teléfono y regresé con los demás para in-
formarles las buenas noticias. Ya eran casi las ocho de la
noche. El sol había desaparecido y la noche empezaba a
dominar el lugar. Mientras nosotros seguíamos sentados
allí, comenzó a llegar cada vez más gente. Sin darnos
cuenta, habíamos pasado más de dos horas allí.
–Será mejor largarnos de aquí –dijo Ethan.
–¿Y dónde iremos? –preguntó Víctor.
–Lo primero que haremos será ir con el auto a buscar
tu motocicleta. Luego pasaremos la noche en un hotel en
las afueras de la ciudad. Trataremos de no llamar la aten-
ción, y por la mañana iremos a la prisión.
–Estoy de acuerdo –agregué–. Pero… ¿desde dónde
llamaré por teléfono al profesor?
–Pararemos en el camino, donde haya algún teléfono
público –respondió Ethan.
Una vez acordado nuestro plan, los cuatro nos levan-
tamos del bar y fuimos en busca de la moto de Víctor.
Antes de llegar al lugar donde estaba la moto, Ethan
dio varias vueltas a la redonda para comprobar si había
movimientos extraños en la zona. Quizás el vehículo de
Víctor podía haberse transformado en una trampa. Sin
- 162 -
embargo, llegamos y nada sucedió. A lo mejor olvidaron
que la moto estaba allí o quizás pensaron que no volve-
ríamos por ella. De todas maneras, no debíamos descui-
darnos. Esos sujetos eran demasiado inteligentes, no deja-
rían ni un detalle librado al azar.
–Déjame aquí –dijo Víctor.
–Aún no he llegado al lugar, es en la otra cuadra –
respondió Ethan.
–Aquí está bien. Si alguien nos está esperando, no le
será tan fácil advertirnos si no ve el auto. Es mejor no lla-
mar la atención. Caminaré con cuidado hasta la moto.
–Víctor, te dejaré exactamente donde está la moto. Si
hay alguien esperando, te verá caminar y no dudará en
tratar de hacerte daño o secuestrarte para obtener informa-
ción. Tendremos que ir por ti de todas maneras y estaría-
mos en serios problemas. Si están allí, será mejor que se
preparen, porque no pienso ahorrar balas esta noche. So-
lamente trata de encender y acelerar la moto lo más rápido
que puedas para escapar cuanto antes.
–Opino lo mismo que Ethan –dije.
–Bueno, caballeros, ¿qué esperan? –preguntó Josep
luego de permanecer callado un largo rato.
– Perfecto –asintió Víctor.
Una cuadra antes de llegar, Víctor y yo teníamos las
armas preparadas por si nos estaban esperando. Ethan ace-
leró y se detuvo donde estaba la moto. Víctor subió rápi-
damente mientras nosotros mirábamos hacia todos lados,
pero al parecer no había nadie en ese oscuro lugar.
Al huir tomamos por la carretera principal de la ciudad
buscando un hotel. Casi veinte minutos después, encon-
tramos uno en las afueras. Ethan entró a la playa de esta-
- 163 -
cionamiento sin pensarlo y estacionó en el último lugar
disponible. Era un hotel de tres estrellas. Solo necesitába-
mos cuatro camas individuales, nada más.
Mientras Víctor y Josep se encargaban de reservar las
habitaciones, Ethan y yo caminamos hasta el teléfono más
cercano para llamar al profesor. Introduje la moneda, mar-
qué el número y aguardé. Ethan tenía su espalda apoyada
en la cabina.
–Lo molesto nuevamente, profesor.
–No me incomodas, Bruce. He hablado con el jefe de
la penitenciaría, lo conozco desde hace muchos años. Le
informé que mañana irán a primera hora para que les brin-
den la información que están buscando.
–¡No me alcanzan las palabras para agradecerle! Estoy
en deuda con usted.
–No me debes nada, Bruce. Si tienes algún problema,
no dudes en llamar. Espero que encuentren lo que están
buscando...
–Esperemos que sí.
–Bueno, ya debo colgar, Bruce. Luego llámame para
saber cómo te ha ido. Hasta pronto...
–Entendido, profesor. Muchas gracias por todo. Hasta
pronto.
Con una sonrisa triunfante en mi rostro, miré a Ethan
y le conté palabra por palabra lo que me había dicho el
profesor. Él sonrió y dijo:
–Ya estamos cada vez más cerca…
Dimos media vuelta y regresamos caminando muy
tranquilos al hotel. Entonces aproveché el momento para
hacerle una pregunta, pues sentía curiosidad sobre cómo
habían fallecido sus padres.
- 164 -
–Allí hay una máquina expendedora de bebidas –le di-
je–. Enseguida regreso…
Apuré el paso hasta la máquina y extraje dos frías la-
tas de soda ideales para esa noche tan calurosa. Alcancé
nuevamente a Ethan y le di una.
–Salud...–dije mientras abría la lata.
–Gracias, Bruce.
Caminamos hacia el hotel, pero antes nos sentamos en
un banco largo y blanco ubicado en la entrada principal.
No había mucho movimiento por la zona, todo estaba muy
calmo y tranquilo esa noche. Aproveche la oportunidad
para preguntarle a Ethan acerca de ese hecho. Además no
comprendía por qué Ethan, que había heredado una gran
riqueza y podía escapar de esa situación muy fácilmente,
no deseaba hacerlo. Pero era uno de esos hombres que
constantemente arriesga todo, como si no tuviese nada que
perder. Mientras bebíamos la soda sentados cómodamente
en aquel banco, dije:
–Debo hacerte una pregunta, pero si no quieres contes-
tarla, no hay ningún problema, no insistiré.
Justo en ese instante nos interrumpió Víctor:
–¡Aquí están! Preciosa noche, ¿verdad, muchachos?
Josep ya se ha recostado en su dormitorio. Dijo que quería
descansar, así que lo dejé durmiendo tranquilo.
–Perfecto –le respondió Ethan–. Dime, Bruce, ¿qué
está dando vueltas en tu mente?
–Varias veces me pregunté qué le sucedió a tus pa-
dres.
Era como si Ethan estuviera esperando esa pregunta.
Muy calmo, dijo:
- 165 -
–Ambos murieron en el mismo accidente. Recuerdo
aquella noche como si fuese ayer –se detuvo un segundo,
levantó la cabeza y miró el cielo fijamente, sin pestañear–.
Ese día me había levantado muy temprano. Estaba com-
pletamente nublado y hacía mucho frío. Me había quedado
dormido en el sofá y desperté junto al calor de la chimenea
con el fuerte y persistente sonido de alguien golpeando la
puerta de madera gruesa una y otra vez. Me levanté con un
abrigo cubriendo mi espalda desnuda y descalzo me acer-
qué a la ventana para ver quién tocaba con tanta insisten-
cia. Inesperadamente, vi una patrulla policial. Aunque no
lo crean, aquella noche mientras dormía, sentí que mi alma
quedaba vacía, que caía en un pozo ciego muy oscuro.
Supuse que me darían una mala noticia. Sentí que un balde
de agua fría caería sobre mí en aquel congelado invierno.
Caminé lentamente desconcertado hacia la puerta, corrí la
traba y, al abrir, el policía que sostenía su gorra a la altura
del pecho me preguntó mi nombre. Sin decir una palabra,
asentí con la cabeza. Me olvidé por completo del frío que
ingresaba por mis pies y subía por mi cuerpo. Quería es-
cuchar ya mismo la noticia, pero a la vez no quería oír
nada malo. El policía continuó:
»–Quizás esto sea muy difícil y duro para ti, pero es
mi deber darte la noticia. Lamentablemente, tus padres han
tenido un accidente con el automóvil. Fueron trasladados
de urgencia al hospital, pero ya era tarde, no había nada
que se pudiera hacer. Lo lamento mucho, hijo…
»Fue el peor momento de mi vida. Aquellas palabras
me cambiaron para siempre. Sentí que algo dentro de mí
se quebró por completo. Estaba mudo y paralizado por
fuera, pero por dentro estaban todas las piezas fuera de su
lugar. Era como si hubiese explotado una bomba en mi
- 166 -
interior. Mi mundo estalló en mil pedazos… Ya pasaron
unos cuantos años desde aquel duro momento y, aún así,
recuerdo hasta el olor que había en la casa esa mañana.
»¿Saben? Hay cosas que no te olvidas jamás en la vi-
da, las guardas dentro de ti y jamás saldrán de allí. Re-
cuerdos de tu infancia que serán fundamentales en tu futu-
ro. Ellos eran todo lo que yo tenía, eran parte de mis sue-
ños. Jamás pensé vivir una situación así; nunca imaginé
que crecería sin mis padres.
»Siempre quise ser como mi padre; me ha enseñado
todo en esta vida. Y el amor incondicional de mi madre no
tiene precio alguno. Nunca sabemos cuándo nuestros seres
amados van a desaparecer. Quién sabe dónde estarán aho-
ra mismo y si volveremos a verlos una vez más. Nadie lo
sabe... Había quedado totalmente solo, sin ambiciones, sin
planes y sin objetivos de vida…
–En verdad lo lamento mucho, Ethan –dije.
Nos quedamos los tres sentados mirando el inmenso
cielo unos largos minutos en silencio. Cada uno se desvío
en sus propios pensamientos, sumergidos en lo profundo
de nuestra mente, quizás buscando y acariciando esos
momentos de alegría.
Cada vez que me tomo esos momentos para pensar,
ella siempre está ahí. La imagen de María Loren se pre-
senta en los cielos. Ella me da el valor para continuar con
todo esto. Ella es mi ambición y mi sentido de ser. Es por
ella que deseo acabar con esto para acariciarla tan solo una
vez más…
–Deberíamos ir a dormir –dijo Víctor–. Mañana ten-
dremos un largo día…
- 167 -
–De acuerdo –respondió Ethan–. Ya es tarde, hay que
descansar...
Miré a ambos y sonreí al recordar cuando Josep Bueno
nos llamó “Los caballeros de la noche”.
–Los caballeros de la noche… –dije mirando el cielo–.
Vaya uno a saber en quiénes habrá pensado Josep al decir
esas palabras…
–Vaya a saber uno… Ustedes entren tranquilos, yo en-
seguida voy –dijo Ethan.
Víctor y yo nos levantamos del banco y él permaneció
sentado terminando su soda, pensando y reflexionando
acerca de su aturdido pasado.
A las ocho y media de la mañana del día siguiente, es-
tábamos reunidos terminando de desayunar en el hotel.
Solo faltaba Ethan, que se había levantado más temprano y
nos había dejado una nota en la que nos explicaba que
había salido de compras y nos pedía que lo esperáramos en
la entrada del hotel, que no tardaría mucho en volver. A
pesar de haber dormido pocas horas, estábamos bastante
descansados. Con un baño nos despabilamos. Luego espe-
ramos el regreso de Ethan sentados en el banco de la en-
trada.
Pocos minutos después llegó y se detuvo ante noso-
tros. Bajó del auto y antes de que dijera una palabra, Víc-
tor le preguntó:
–¿Dónde has ido?
–A comprar algo de ropa para Josep. No puede seguir
con esa ropa, ¿no creen?
- 168 -
Todos miramos a Josep, hasta él mismo se observó.
Aún tenía puesta la gastada y arrugada ropa del hospital
psiquiátrico.
–Vaya, vaya, vaya... Es muy cómoda –dijo Josep.
–Pues, esta también lo es –y le lanzó una bolsa para
que la tomara con las manos.
–A ver qué tenemos aquí…–dijo Josep.
Abrió la bolsa y sacó una camisa azul con mangas cor-
tas y un pantalón muy fino, color crema.
–Creo que me podré acostumbrar a esto...
Inmediatamente se cambió, mientras nosotros buscá-
bamos el camino en el mapa para llegar a la Penitenciaría
Central de Nueva York.
–Síguenos, Víctor –ordenó Ethan.
Ya estaban los motores encendidos cuando Josep vol-
vió con su nueva vestimenta. Parecía otra persona; su as-
pecto había cambiado por completo. Ethan acertó cuando
dijo que era justo para él.
–¿Qué has hecho con la ropa vieja? –le preguntó al ver
que Josep se sentaba en el auto con las manos vacía.
–La tiré en el cesto. No la volveré a usar jamás –dijo
muy seguro.
Mientras Ethan y yo reíamos al escuchar decir a Josep
esas palabras, Víctor dio la señal de partida camino a la
prisión.
–Esta vez no pararemos hasta llegar –propuso Ethan–.
Presiento que tendremos buenos resultados...
- 169 -
CAPÍTULO XII
Comienzo a sentirme cada vez más devastado por den-
tro mientras transpiro y tiemblo aquí encerrado. No solo
me refiero a los sentimientos sino a los síntomas que mi
cuerpo comienza a generar por la falta de alimento y de
bebida. Me falta el aire, el que hay aquí dentro no es sufi-
ciente.
He olvidado cuánto tiempo ha pasado desde que entré
a este lugar. Estoy padeciendo un malestar como jamás lo
había sentido en toda mi vida. A causa del dolor y del su-
frimiento empiezo a creer que este deterioro me llevará a
la muerte.
No sé cuánto tiempo más podré resistir. Seguiré tra-
tando de distraer y de engañar mis pensamientos mientras
narro estos hechos desgraciados.
Pienso y me arrepiento por las cosas que no hice
cuando tenía la oportunidad. A veces, sin darnos cuenta
perdemos nuestro valioso tiempo viviendo la vida de
otros, soportando sus pensamientos irónicos y efusivos
que nos dañan sin saberlo; sin embargo, una y otra vez
tratamos de hacer lo mejor que podemos. Y… ¿para qué?
Para tratar de no defraudarlos. A la vez, si volteamos un
momento, verán que hemos olvidado que tenemos seres
que nos aman y que siempre estarán con nosotros en los
malos momentos.
También creo que jamás debemos olvidar nuestras raí-
ces, en las que se basó nuestro crecimiento y se desarrolló
nuestra historia. Cada uno tiene su propia historia y es
dueño de ella. La mía puede ser que ya tenga su punto
final en esta vida. Hoy solo me queda decir que amo y
- 170 -
anhelo mi vida y que pelearé por ella. Como también amo
a María Loren y mi fiel corazón siempre estará junto a
ella, donde quiera que esté.
Estoy contento de haber conocido a Ethan, Víctor y
Josep, pues estoy completamente seguro de que existe una
razón por la que ellos se cruzaron en mi camino y tuvieron
un papel fundamental en mi historia.
Luego de conducir casi una hora, al fin llegamos a la
Prisión de Nueva York. Era un edificio muy grande. Segu-
ramente allí se alojaban muchos reos. Estaba cercada con
un muro de ladrillos muy alto seguido de alambres de
púas. Escaparse de ahí era casi imposible.
Estacionamos a metros de la entrada y caminamos
hasta la puerta principal. Nos topamos con un portón de
alambrado casi tan alto como el muro. Desde ahí ya se
podía ver la estructura interior: había varias cercas de
alambre más para poder ingresar. Cuando nos detuvimos
frente a la entrada, vimos a dos guardias con los rifles cru-
zados en sus espaldas, uno a cada lado de la puerta, con la
vista fija al frente. Pronto se abrió la puerta de una peque-
ña cabina de vidrio espejado, de modo que no se podía ver
hacia adentro. De allí salió un guardia y los dos que esta-
ban en la puerta inmediatamente se pararon firmes y salu-
daron a su superior, levantaron sus manos a la altura de la
cabeza. El hombre se acercó y muy amablemente nos pre-
guntó:
–Buen día, señores. ¿En qué los puedo ayudar?
–Buen día, señor –respondí–. Estamos aquí por un te-
ma privado. Venimos a ver al jefe de la penitenciaría. Él
ya está al tanto de nuestra visita, según me han informado.
- 171 -
–Un segundo, por favor…–dijo el guardia y entró
nuevamente a la cabina. Enseguida salió con un cuaderno
y una lapicera en sus manos–. Díganme sus nombres y
apellidos, por favor.
–Bruce Collins, señor. Venimos de parte del profesor
Frederick Millstein. Ellos son Ethan Ford, Víctor Miller y
Josep Bueno.
El guardia ingresó nuevamente a la cabina. Los cuatro
esperábamos una señal de aprobación. Pero algo en Josep
no estaba bien; notamos que algo extraño le estaba suce-
diendo. Se quedó inmóvil, asustado y apartado de nosotros
tres. Comenzó a tocarse su pecho con la palma de la mano
abierta y a respirar cada vez más fuerte con la vista hacia
el piso. Corrimos hacia él inmediatamente. Con seguridad,
los recuerdos lo atormentaban, ya que ahí mismo habían
asesinado a su hijo Thomas. Por suerte fue una falsa alar-
ma; Josep levantó la mano derecha, haciéndonos entender
que todo estaba bien. No obstante, sabíamos que estaba
muy angustiado, además de que era una persona mayor.
Sus recuerdos le jugaban en contra; lo mejor sería que se
quedara allí afuera y que esperara a que nosotros regresá-
ramos.
Ethan se acercó, extrajo del bolsillo la llave de su auto
y le ordenó:
–Recuéstese en el auto. Atrás hay una botella de agua,
por si quiere beber algo. Nosotros enseguida regresamos,
una vez que tengamos la información que necesitamos
para poder continuar.
–De acuerdo –asintió–. Lamento no poder entrar con
ustedes, caballeros. Mi pecho golpea de dolor al recordar
aquel desdichado episodio. Lo siento…
- 172 -
–No tiene de qué preocuparse –agregó Víctor–. Yo me
quedaré aquí también así no se siente solo.
–Te lo agradezco, pero necesito estar solo un momen-
to. No es nada contra nadie, solo que así es como yo viví
mis últimos años. Además, es conveniente que tú también
ingreses con ellos, podrías ser de gran ayuda. Tres cabezas
piensan más que dos...
De pronto interrumpió el guardia con un gran manojo
de llaves en sus manos, se acercó a la entrada y utilizó tres
llaves distintas para abrir las cerraduras del inmenso por-
tón.
–Adelante, señores, el jefe los espera.
Les hizo una señal con su mano a unos de los dos
guardias que estaba parado junto a la puerta para que se
acercara y luego le ordenó:
–Acompáñelos hasta la oficina del jefe.
–Comprendido, señor –respondió el guardia.
Ingresamos y caminamos detrás del guardia. Cruza-
mos un largo patio por un camino fino rodeado de un her-
moso jardín muy bien mantenido, luego traspasamos otro
portón de alambre y a pocos metros una puerta que daba al
área administrativa. Recorrimos un pasillo limpio, lleno de
grandes cuadros y de oficinas a ambos lados. Dimos unos
cuantos pasos hasta que el guardia se detuvo y dijo:
–Aquí es.
Golpeó la puerta y desde adentro se escuchó una voz
serena que dijo:
–¡Adelante!
El guardia la abrió, se presentó ante el jefe de la peni-
tenciaría y luego le informó sobre nuestra presencia. El
- 173 -
hombre, sentado cómodamente mientras revisaba unos
papeles, le ordenó que nos hiciera pasar. Entramos y luego
pidió permiso para retirarse.
–Buen día, señor –le dije–. Soy Bruce Collins y ellos
son Víctor Miller y Ethan Ford.
–Por favor, jóvenes, adelante... Tomen asiento… –dijo
amablemente–. El profesor Millstein me llamó y me contó
que estaban buscando alguna clase de información espe-
cial, ¿puede ser?
–Así es, señor –respondí–. Necesitamos información
sobre una persona que falleció en esta penitenciaría hace
unos años atrás. Su nombre era Thomas Bueno.
–Thomas Bueno... –repitió, mientras se rascaba su ra-
surado mentón y pensaba–. Ya veo... Acompáñenme por
aquí.
Se levantó y salimos de la oficina. Lo seguimos por el
pasillo en silencio. Mientras caminábamos, todo el perso-
nal que estaba trabajando saludaba al jefe con mucho res-
peto. Llegamos al final, doblamos y nos dirigimos hacia
una puerta que correspondía a la oficina Legajos. El jefe
golpeó una sola vez y entró. Allí había un joven de casi
treinta años, con anteojos y un guardapolvo blanco, escri-
biendo en una computadora muy atentamente. Al verlo se
paró de inmediato y extendió su brazo para saludarlo.
–¡Buen día, señor!
–Buen día, Michael… Necesito que les brindes a estos
muchachos la información que están buscando, por favor.
–Entendido, señor.
- 174 -
–Bueno, jóvenes, espero que encuentren lo que necesi-
tan. Quedan en manos de Michael. Cualquier duda que
tengan, estaré en mi oficina.
–Gracias, señor –dijo Ethan.
–No tienen de qué. El profesor es mi amigo y le debo
varios favores.
Luego se retiró por el pasillo. Se lo notaba un poco
nervioso y algo apurado.
Michael se acomodó en su silla giratoria y dijo muy
relajado:
–Díganme en qué los puedo ayudar.
–Estamos buscando toda la información que haya so-
bre Thomas Bueno. Falleció en esta prisión hace unos
cuantos años atrás –respondí.
–Mmm… Déjenme ver… Será un poco complicado,
pues su expediente debe estar archivado. Acompáñenme
por aquí…
Caminamos entre grandes estanterías repletas de libros
viejos. Luego descendimos por una escalera hasta el sub-
suelo. Michael bajaba muy confiado, seguramente ya esta-
ba acostumbrado. Nosotros lo hicimos con suma precau-
ción. Se escuchaba el sonido crujiente de los escalones de
metal oxidados y antiguos. El lugar estaba a oscuras. Mi-
chael levantó una perilla y encendió varios tubos de luz
blanca. Había unos veinte armarios altos y llenos de carpe-
tas y de documentos viejos cubiertos de polvo. Se sentó,
prendió una computadora muy antigua que había sobre
una mesa y tecleó el nombre “Thomas Bueno”.
–Veremos qué tenemos… Como pueden ver, esta má-
quina es vieja, pero aún funciona a la perfección…
Esperamos un instante hasta que exclamó:
- 175 -
–¡Eureka! Aquí lo tengo…
Extrajo un marcador de su bolsillo y un pequeño papel
para anotar el número de legajo. Luego se levanto y pidió
que lo esperáramos mientras lo buscaba en uno de los gi-
gantes y viejos armarios. Pocos minutos después regresó
con una carpeta en la mano. La apoyó sobre la mesa, sopló
para quitarle el polvo que la cubría, la abrió y dijo:
–Aquí la tienen… “Thomas Bueno”. ¿Qué es precisa-
mente lo que desean saber?
–Si me lo permite, ¿puedo revisar todo el material que
hay acerca de él? –dijo Ethan.
–Es todo suyo… –respondió Michael.
Ethan se paró frente al legajo y cómodamente comen-
zó a leer… Luego dijo:
–Cuatro días después de que Thomas Bueno ingresó a
la prisión murió misteriosamente. Había tres sujetos sos-
pechosos en el lugar, se llamaban Enrique Zuesc, John
Zosda y Manuel Fuskren. Thomas fue encontrado en el
baño del pabellón cuatro, atado de ambas manos con ca-
bles de una deteriorada instalación eléctrica que provenían
de un enchufe. Sus pies, también atados, estaban dentro de
un balde con agua. Thomas agonizó electrocutado hasta
quedar completamente inconsciente ante la vista y las car-
cajadas de estos tres reos.
–¡Maldita sea! –masculló Víctor–. Seguramente Josep
sabía lo que había ocurrido, pero fue incapaz de contárnos-
lo.
–Josep amaba a su hijo, Víctor –dijo Ethan–. No contó
nada sobre esto porque recordar este hecho podría perjudi-
car su estado mental en tan solo un instante. Además, estos
tres sujetos fueron descubiertos luego de una investigación
- 176 -
interna, por lo tanto fue con posterioridad a la muerte de
su hijo. Josep jamás se enteró de esto…
–Disculpe, Michael –dijo Ethan–. ¿Podríamos pedirle
un último favor para no tener que molestar nuevamente al
jefe?
–Dígame qué necesita. Si está a mi alcance, no hay
ningún problema.
–Necesitaríamos toda la información posible acerca de
los tres reos que estaban el día que murió Thomas Bueno.
–No hay problema, pero quizás no estén cargados en
la base de datos. A lo mejor fueron transferidos a otra pe-
nitenciaría o vaya a saber… Déjame buscarlos en el orde-
nador.
Michael se acomodó en la silla y comenzó a tipear el
primer nombre de la lista: “Enrique Zuesc”.
–¡Buenas noticias para ustedes y malas para “Enrique
Zuesc”! –exclamó.
Anotó en el mismo papel la ubicación del legajo y se
levantó para ir a buscarlo, pero Ethan lo interrumpió:
–Por favor, antes de ir hacia allá, busque los otros dos
nombres también: “John Zosda” y “Manuel Fuskren”, así
no pierde tiempo.
–Buena idea –contestó Michael.
Volvió a sentarse y los escribió.
–Bueno… Vaya casualidad… ¡Los tres asesinos están
muertos!
Anotó los números de ubicación y se retiró a buscar
los legajos. Cuando los encontró, regresó. Ethan tomó uno,
Víctor otro y yo el que restaba. De esa manera podríamos
marcharnos de ahí cuanto antes. El que yo tenía era el de
John Zosda.
- 177 -
–John Zosda –comencé a leer–. Muere al ingerir por
vía oral varias hojas filosas de maquinita de afeitar. Sin
embargo, lo más impactante es que él fue detenido por
colocar varias hojas de afeitar en toboganes de las plazas
para luego ver cómo los niños se cortaban cuando se desli-
zaban por ellos.
–Manuel Fuskren –dijo Ethan–. Muere de seis apuña-
ladas en el corazón. Fue condenado por asesinar a su espo-
sa con exactamente ¡seis puñaladas! Increíble...
–Ya sabemos que Enrique Zuesc está muerto también
–dijo Víctor–. Honestamente, no quiero saber qué le suce-
dió. Si alguno quiere leerlo, aquí lo tiene.
Con cara de repudio arrojó el legajo sobre la mesa y se
dio media vuelta.
–Tampoco me interesa –respondió Ethan–. Ya es sufi-
ciente con esto.
–Perfecto –intervine–. Muchas gracias por su gentile-
za, Michael.
Era el momento de marcharnos, pues ya habíamos
averiguado todo lo que podíamos, de nada servía seguir
molestando a Michael. Nos retiramos pensando qué más
podíamos hacer. Decepcionados, comprendimos que nece-
sitábamos encontrar alguna otra pista para continuar, pe-
ro… ¿dónde?
Cuando nos aproximamos al auto vimos que la puerta
del lado del acompañante estaba abierta, lo que nos alertó.
–¡Cretinos! –maldijo Ethan y los tres corrimos hacia
allí. Josep Bueno ya no estaba en el maldito vehículo. Et-
han, enfurecido, golpeó el techo.
–¿¡Lo secuestraron!? –preguntó Víctor.
- 178 -
–Seguramente –respondió Ethan–. Sabían que estaba
con nosotros y, justo aquí, rodeados de policías, no atenta-
rían contra alguno de nosotros, pero pensaron que Josep
tenía alguna información o les serviría para extorsionarnos
y por eso se lo llevaron.
Estábamos completamente perdidos. En medio de un
océano rodeado de tiburones que esperaban atacar al me-
nor descuido. Sin ninguna pista, tan solo teníamos que
esperar que ellos vinieran hacia nosotros. Debíamos prepa-
rarnos para ese momento.
Mientras estábamos parados en el estacionamiento,
pensando qué era lo primero que debíamos hacer, Víctor
miró hacia el interior del auto y observó que el pañuelo
que Ethan le había comprado a Josep estaba tirado en el
suelo. Abrió la puerta y lo levantó. Estaba hecho un bollo,
lo estiró y vio que tenía un mensaje escrito con marcador
rojo y letras muy grandes. Inmediatamente nos acercamos
y leímos: “Busquen en mi casa. Allí está lo que desean.
Josep”.
- 179 -
CAPÍTULO XIII
Encontrar el pañuelo de Josep Bueno con ese extraño
mensaje escrito en él fue totalmente inesperado. Se nos
ocurrieron varias opciones: quizás ese era el próximo paso
que debíamos dar, o a lo mejor solo se trataba de una
trampa, una perfecta emboscada. Confiábamos en que Jo-
sep estaría aún con vida. Las muertes de su hijo y de su
esposa habían envenenado su alma y por eso deseaba ven-
garse de los asesinos de Thomas.
No podíamos fiarnos de que Josep hubiera escrito ese
mensaje; era muy probable que lo hiciera otra persona.
Al fin y al cabo, habíamos fracasado. Lo único que te-
níamos para continuar con ese rompecabezas era la desa-
parición de Josep y el mensaje.
–¡Josep no escribió eso! –aseguró Ethan.
–¡Es una maldita trampa! –agregó Víctor–. Pero qui-
zás él lo haya escrito, no podemos saberlo.
–Es cierto –dije–. No sabemos si Josep lo ha escrito o
no. A lo mejor vio cuando los sujetos se le acercaban y lo
primero que hizo fue dejarnos un mensaje en lo único que
tenia a la vista, luego bajó del auto y esos malditos lo se-
cuestraron.
–Thomas Bueno vivía en esa casa –dijo Víctor–. Qui-
zás encontremos alguna información allí...
–Esto no me gusta para nada –comentó Ethan–. Sin
embargo, no tenemos otra opción. Regresaremos a la casa
de Josep y revisaremos para ver si existe algún dato que
nos pueda servir; pero no iremos ahora mismo, sino maña-
na a primera hora. No les será fácil si piensan hacernos
una emboscada. Ahora deben estar esperándonos allí.
- 180 -
–Estoy de acuerdo –dije–. Solo propongo que viaje-
mos ahora para poder analizar el campo de batalla. Nos
ocultaremos por los alrededores para pasar por desaperci-
bidos y mañana temprano entraremos. Hoy podremos ob-
servar si hay movimientos extraños dentro y fuera de la
casa.
–¿Y cómo haremos con el auto y con la moto? –
preguntó Víctor–. De lejos nos reconocerán fácilmente...
Ethan se alejó de nosotros, observó el auto detenida-
mente.
–Increíble… Creo que han colocado un rastreador jus-
to aquí abajo –dijo mientras seguía con la mirada un ele-
mento fuera de lo común debajo del vehículo–. Además,
¿por qué no se lo han llevado? Si tuvieron la oportunidad
de robarlo y dejarnos a pie para que no huyamos de aquí.
–Quieren saber todos nuestros movimientos –concluyó
Víctor.
–Así es –confirmó Ethan–. De nada les sirve dejarnos
sin auto. Atacarán cuando estemos cerca de encontrar lo
que tanto buscan.
–¿Dices que tiene un rastreador? Si es así hay que qui-
tarlo de inmediato –propuse.
–Mmm… yo no lo haría –dijo Ethan–. Ellos se darían
cuenta, estarían alerta todo el tiempo esperando nuestra
llegada a la casa; en cambio, con el rastreador en el auto,
sabrán el momento justo de nuestra llegada. En este caso,
yo utilizaría el jiu-jitsu.
–¿Te refieres al arte marcial? –preguntó Víctor.
–¡El mismo! Utilizaremos la fuerza del oponente con-
tra ellos mismos. Dejaremos que las cosas sean tal como
ellos esperan. Viajaremos ahora mismo hasta allí; ellos
- 181 -
esperaran la llegada del auto junto con la moto, pero dudo
que la moto tenga colocado otro rastreador, sería muy fácil
detectarlo. Por lo tanto, la moto llegará mucho antes. Ellos
jamás esperarían eso, así les haremos creer que tienen todo
bajo control. Entonces, al pensar que nosotros aún no he-
mos llegado, podrás fácilmente y con discreción observar
si en la casa hay algún movimiento extraño. ¿De acuerdo?
–Buena idea –respondió Víctor–. Solo necesito saber
bien el camino para llegar allá.
–No te preocupes –le dije a Víctor–. Yo iré contigo.
Recuerdo muy bien el camino.
–¡Perfecto! –exclamó Ethan–. Si estamos todos de
acuerdo… ¡que se pongan en marcha los motores! Yo lle-
garé alrededor de las 22. Si parten ya mismo, arribarán una
hora antes. Dejarán la moto lejos de la casa, luego camina-
rán por la sombra y, si ven algo que les parece peligroso y
arriesgado, esperen mi llegada. ¿De acuerdo?
–¿Dónde nos encontraremos? –pregunté.
–Estacionaré a no más de cinco cuadras de la casa y
me marcharé. Esos malditos se quedarán esperándonos.
Víctor me recogerá con la moto a cinco cuadras de la casa,
sobre la misma calle en dirección al norte, exactamente a
las 22. Luego nos reuniremos todos en el bar Nathans que
vi cuando llegamos anteriormente a la casa de Josep, sobre
la calle Surf ave, a unas quince cuadras. Recuerden…
cuando lleguen al lugar, solo pasen caminando una vez por
la vereda de enfrente, no más de eso.
–¡En marcha! –dije con optimismo y con la ilusión de
que todo iba a terminar muy pronto…
Las ruedas de la moto rodaron velozmente por el as-
falto y el motor se mantuvo rugiente durante el largo tra-
yecto hasta la casa de Josep. Anochecía.
- 182 -
Pocas cuadras antes de llegar a la casa, le dije a Víc-
tor:
–Será mejor que nos detengamos aquí y caminemos
con cuidado. Si reconocen la moto estaremos acabados…
Dejamos la moto en la entrada de una pequeña casa a
tres cuadras. Luego, armándonos de valor y de coraje, nos
dirigimos hacia el lugar.
Sin saber qué podíamos encontrar, muy nerviosos,
caminamos con nuestras armas en la cintura, sin sus segu-
ros, listas para disparar en caso de que surgiera algo ines-
perado. Mirábamos hacia todos lados, incluso volteábamos
cada diez pasos para ver si nos estaban siguiendo y obser-
vábamos detenidamente todo lo que nos resultaba sospe-
choso.
Justo en la esquina de la casa nos detuvimos cinco se-
gundos, nos miramos y decidimos avanzar hacia lo de Jo-
sep con tranquilidad para no llamar la atención. No tenía-
mos capuchas ni nada que nos cubriera los rostros para no
ser vistos. Lo único que nos favorecía era la oscuridad
cerrada de esa noche.
Miramos atentamente desde la vereda de enfrente de
la casa. Todo estaba callado y quieto, sin ningún extraño
movimiento.
–¡Espera! –dijo Víctor–. Me ataré los cordones.
–¿Qué diablos haces? –pregunté.
–Tú solo observa…
Exaltado e inquieto, miré hacia la casa; observé los
vidrios, la puerta principal y todo lo demás, pero nada se
movía. Todo estaba en perfecto orden. Luego Víctor se
volvió a levantar y continuamos caminando.
- 183 -
–Por ahora, todo parece normal –dijo.
Segundos después, un sujeto de mediana estatura apa-
reció en la esquina. Venía hacia nosotros con la vista fija
en el suelo. Víctor, exaltado, metros antes de que se acer-
cara ya había puesto su mano en el arma.
–¡Tómalo con calma, Víctor! Quizás sea un simple
vecino –dije.
No debíamos perder la cordura en esos momentos. El
hombre avanzó hacia nosotros y cuando estaba a menos de
dos pasos, se palpó los bolsillos, sacó un cigarrillo, nos
miró y preguntó:
–Disculpen, señores, ¿tienen fuego?
–No fumamos –respondí al instante, mientras Víctor
empuñaba el arma detrás de su espalda.
–Gracias, ya conseguiré…
El sujeto siguió su camino y nosotros el nuestro. Ha-
bía algo en él que me llamó la atención, aunque no podría
definir qué. Tuve el presentimiento de que algo no estaba
bien. La casa de Josep tenía un gran parque en la entrada,
podrían estar escondidos en cualquier lugar y jamás lo
sabríamos. Si había alguien en la casa, se tendría que ver
algún movimiento desde afuera, o a lo mejor realmente el
mensaje era de Josep antes de marcharse del auto. De to-
das formas, tendríamos que esperar la llegada de Ethan
para poder continuar con el plan, por lo que decidimos
regresar a la moto.
Víctor condujo hasta detenernos en el bar Nathans
donde nos encontraríamos con Ethan. Era un sitio muy
luminoso y moderno, con gran cantidad de mesas y dife-
rentes platos para comer. Había un considerable número
de personas cenando.
- 184 -
Luego de estacionar la moto cerca de la entrada ingre-
samos, nos ubicamos en la barra y le ordenamos al canti-
nero que nos sirviera dos tragos mientras esperábamos.
Variadas botellas de bebidas alcohólicas se exhibían en los
estantes ubicados detrás, sobre un gran espejo que cubría
toda la pared, donde se reflejaba gran parte del lugar.
Todo marchaba según lo planeado. De pronto vi en el
espejo un auto negro polarizado con las luces altas encen-
didas. Estaba estacionado en la esquina del bar. Era idénti-
co al de los bandidos que nos venían persiguiendo. Sin
perder la cordura, rápidamente me levanté del asiento y
caminé hacia la entrada; ya era tarde, se habían marchado.
Víctor dijo que seguramente lo había imaginado o que se
trataba de un error… pero no estaba equivocado.
El reloj que colgaba en lo alto de una columna del bar
marcaba las 21:45. Solo faltaban quince minutos para que
Víctor fuera a recoger a Ethan en el lugar acordado.
–Es hora de que vayas a traer a Ethan; no querrá estar
esperando allí ni un solo segundo demás…
–Ya mismo voy para allá –respondió.
Bebió el sorbo que le quedaba de su trago y rápida-
mente se puso de pie. Revolvió su bolsillo hasta encontrar
las llaves de la moto.
–Mientras tú traes a Ethan, aprovecharé para llamar a
mi profesor y decirle que todo ha salido como lo esperá-
bamos y para agradecerle el favor –le dije.
–De acuerdo, Bruce. Ten mucho cuidado.
–Despreocúpate, cuando regresen estaré aquí esperán-
dolos.
- 185 -
Víctor partió en busca de Ethan y yo debía llamar a mi
profesor. Esperaba que no fuera tarde, pero temía no poder
hacerlo en otro momento.
El cantinero estaba de espaldas a la barra, lavando las
copas. Lo interrumpí:
–Disculpe, señor… ¿Sabe dónde puedo hallar un telé-
fono público?
El hombre giró, se acercó para oír mejor y con voz
gruesa repitió:
–¿Un teléfono?
–Sí, señor.
–Hay uno a una cuadra y media de aquí; camina dere-
cho por esta calle y lo encontrarás.
Salí del bar y comencé a caminar por la vereda ilumi-
nada por las estrellas. Eso me dio el presentimiento de que
todo marchaba bien y de que esa terrible situación pronto
terminaría.
Iba pensando en las palabras de agradecimiento que le
diría al profesor Frederick Millstein, pero unos metros
antes de llegar al final de la calle, justo antes cruzar la
avenida, una anciana de piel clara con su largo y fino ca-
bello blanco ondulado sentada en una silla de ruedas apa-
reció en mi camino. Me miró con sus ojos celestes lumi-
nosos, con la expresión de haberlo visto absolutamente
todo en esta vida, me pidió con voz serena que la ayudara
a cruzar la calle. Mientras lo hacía, observé que llevaba
entre sus manos arrugadas una bolsa enrollada con algo
dentro. Al subir el cordón, la anciana giró su cabeza y ha-
ciendo un gran esfuerzo me dijo:
–No creo haberte visto por aquí antes…
- 186 -
–Es la primera vez que vengo. Solo estoy de paso –
respondí.
–¿Te molesta si te pido un último favor?
–Dígame en qué la puedo ayudar.
–A cuatro cuadras está el gran muelle y, como verás,
tengo los brazos cansados y débiles; cada vez me cuesta
más trasladarme. ¿Serías tan amable de llevarme hasta
allí?
Sentía que de algún lado la conocía, que había visto
esa mirada en otro lugar. No iba a decirle que no. Tenía el
presentimiento de que por algo me la he cruzado aquella
noche. No era una simple casualidad. Si la acompañaba y
me demoraba, Ethan y Víctor no me encontrarían y co-
menzarían a preocuparse; me irían a buscar al teléfono
público o esperarían que regresara. Tardaría pocos minu-
tos en llevarla hasta allí y luego volvería. Sin embargo,
antes de hacerlo, decidí primero hacer la llamada para no
demorar más.
–No hay problema. La acompañaré, pero debo dete-
nerme en aquel teléfono público. No tardaré demasiado…
–Perfecto, hijo, haz lo que tengas que hacer.
Conversamos hasta llegar al teléfono. Entré en la ca-
bina, coloqué la moneda y marqué el número.
–Hola… –respondió al tercer llamado.
–Buenas noches, profesor. Soy Bruce Collins, disculpe
la hora nuevamente...
–Bruce… ¡Qué gusto escucharte! No te preocupes, a
menudo me acuesto muy tarde. Dime… ¿cómo te ha ido?
¿Han podido conseguir lo que buscaban?
–Sí. Lo llamaba para agradecerle y comunicarle que
todo ha salido muy bien.
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–Me alegro. ¿Aún sigues fuera de la ciudad?
–Estoy de paso por Coney Island. Pronto regresaré a
casa.
–He estado allí en varias oportunidades, muy lindo lu-
gar. Mis tíos vivían allí y cuando era niño siempre íbamos
en el verano a visitarlos.
–Es muy agradable. La gente es muy amable.
–Ya lo creo, Bruce. ¿De dónde me llamas? Se escucha
un poco de ruido...
–De un teléfono público, a pocas cuadras del gran
muelle.
–Hermoso muelle. Debes visitarlo, su vista es magní-
fica cuando llegas al final del camino… Bueno, no dudes
en llamarme si necesitas otra cosa.
–De acuerdo, profesor. Hasta pronto...
Cuando salí de la cabina, la anciana me miraba fija-
mente a los ojos.
–Continuemos –le dije.
–Me llamo Ángela, ¿y tú?
–Bruce.
–Muy bonito nombre… Bruce… Seguro tus padres te
adoran como a nadie más en el mundo. Los nombres pue-
den decir muchas cosas... Solo si viajas al momento en
que ellos lo escogen, podrás ver con el amor que lo han
elegido.
–Hace varios meses que no veo a mi madre. Pronto iré
a visitarla…
–No deberías dejar pasar el tiempo Bruce, nunca se
sabe lo que puede suceder. Jamás pierdas las esperanzas,
hijo.
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Ángela hablaba de una forma extraña. Mientras cami-
nábamos hacia el muelle estábamos solos. Sentí que me
transmitía un mensaje de esperanza. Todo lo que decía
estaba relacionado con lo que me estaba sucediendo en
aquel momento.
–No las perderé, Ángela –respondí muy seguro.
–Quiero que conozcas a alguien, Bruce. Su nombre es
Perly.
–¿Quién es?
–Es alguien que nunca perdió la esperanza y jamás lo
hará...
–¿Es por él que ahora estamos yendo hacia el muelle?
–Así es. Todas las noches vengo a traerle su comida.
Ahora sabía lo que contenía la bolsa que traía consigo.
Ya estábamos entrando al gran muelle. La vista era mara-
villosa. La noche estaba resplandeciente: las estrellas bri-
llaban como jamás antes las había observado y la luna
llena se veía mucho más grande de lo habitual. Ayudé a
Ángela a subir por el camino de robustas maderas para
avanzar por el largo muelle.
El mar estaba calmo. Daba gusto pasear por allí.
Llegamos al final del muelle, a unos cincuenta pies de
la orilla. Ángela me tocó suavemente la mano y me indicó:
–Allí está, Bruce, como todas las noches...
Ahí estaba, sentado como si fuese una persona adulta,
casi al borde del muelle, mirando fijo hacia el eterno mar.
Era blanco con manchas marrones. Era un perro callejero
anciano que ni siquiera se dio cuenta de nuestra llegada.
–El viejo Perly… –dijo Ángela–. Te pido que esperes
aquí un segundo, Bruce.
–Por supuesto.
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–Ten su comida, ya regreso.
Me entregó la bolsa que traía con ella y luego avanzó
despacio hacia Perly. Al llegar, Perly volteó y alegremente
comenzó a moverse alrededor de ella, zarandeando su cola
de lado a lado. Ángela lo acarició y luego, inesperadamen-
te, comenzó a hacer fuerza con sus débiles brazos para
intentar levantar su cuerpo de la silla. Pretendía ponerse de
pie, pero sus blancas y tambaleantes piernas no se lo per-
mitían. Jamás pensé que haría algo así. Al apoyar los pies
en el suelo no logró mantenerse firme ni dos segundos y
su cuerpo cayó sin control hacia la plataforma de madera
del muelle. Corrí para ayudarla, pero al acercarme, Perly
comenzó a aullar incesantemente. Enloqueció como cual-
quier mascota que vuelve a ver a su amo después de largo
tiempo. Ángela, con su cuerpo en el suelo, se inclinó y
sonrío mientras la ayudaba a levantarse.
–¡Lo sabía…! –exclamó–. Tienes el aura de su viejo
amo, Bruce.
–¿Dónde está él?
–Murió hace un año. Era pesquero y Perly fue mucho
tiempo su fiel compañía. Tenía mi edad, pero estaba en-
fermo. Sabía que llegaba su fin. Decidió salir con su barco
desde aquí, dejando que la corriente lo llevara lejos del
muelle y jamás regreso. Desde entonces, Perly sigue espe-
rando aquel barco todos los días en este mismo lugar…
–¿Usted lo conocía?
–Sí, Bruce, era una maravillosa persona. Me ayudó
mucho; jamás tuve la oportunidad de agradecérselo, siem-
pre estaré en deuda con él. Alimentar a Perly es lo más
satisfactorio que he sentido desde que él se fue. El amor
que sentía por él era incondicional. Perly aún no pierde la
esperanza; aún se siente unido a su amo. Cuando te vi en
- 190 -
aquella esquina quedé sorprendida, eres igual a su amo
cuando era joven. Tienes la misma sonrisa y su mirada.
Mientras Perly aullaba de alegría con el movimiento
intermitente de su cola, me quedé sin palabras. Lamía mis
manos como si fuera su dueño. Era la primera vez que me
sucedía algo así.
Abrí la bolsa que Ángela me entregó y la volteé para
que cayera el alimento. Todo lo que había hecho Ángela
aquella noche fue simplemente para relacionarme con
Perly.
–¿Ha planeado esto, verdad?
–Desde el primer momento que te vi, Bruce. Supe que
eras la esperanza que Perly aguardaba hace tiempo. Esta
era mi misión, tarde o temprano, volver a traerle la felici-
dad que alguna vez perdió.
–¿Cómo supo que yo era el indicado?
–Algo me decía que eras tú, hijo. No tiene explica-
ción, simplemente esperaba tu llegada. Por algún motivo
él te escogió a ti. También debo decirte algo muy impor-
tante que va a suceder y que es imposible evitar. Todo
oscurecerá y se nublará; no encontrarás la salida por nin-
guna parte. Sin embargo, todo depende de ti, de lo que tú
decidas hacer. No debí decirte esto, sin embargo tengo
esperanzas en ti. Estarás atormentado por ideas que pue-
den llevarte a la muerte y deberás lidiar con ellas hasta
encontrar la única salida. Tú vas a decidir tú futuro, tú y
nadie más.
Quedé asombrado por las inesperadas y sorpresivas
palabras de Ángela, hasta que de pronto comencé a tener
desconfianza. Quizás fuera una clarividente y tuviera la
capacidad de poder percibir los acontecimientos del futu-
ro.
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–Debo regresar con mis amigos, me están esperando y
no quiero preocuparlos –dije.
–Ya tuvimos el tiempo suficiente, Bruce, volvamos...
Tomé la silla de Ángela y la llevé nuevamente hacia la
orilla sin decir una palabra. Perly nos acompañó todo el
camino. Comencé a pensar que no se separaría de mí y que
me seguiría a todas partes. Luego decidiría con Ethan y
con Víctor qué haríamos con él.
Al bajar por la rampa de madera con Ángela, unos me-
tros antes de cruzar la calle, ella dijo:
–Hasta aquí llegamos, Bruce. Continúa tu camino.
Gracias por acompañarme, hijo.
–Puedo acompañarla unas cuadras más. Es de noche y
puede ser peligroso...
–No te preocupes. Todas las noches vengo sola hasta
aquí. Ya has hecho demasiado por mí.
Me miró fijamente y pude ver cómo sus ojos se envol-
vieron en lágrimas. Saludó a Perly con una suave acaricia
en la cabeza y, antes de marcharse, me dijo:
–Cuídate.
Luego se marchó en su silla de ruedas bordeando el
inmenso mar.
–¡Hasta pronto! –respondí mientras se alejaba.
Perly se sentó junto a mí, tal como lo imaginaba.
–¿Qué haré contigo? –le pregunté con un largo suspi-
ro–. Vamos, te presentaré a mis amigos...
Regresé caminando al bar Nathans acompañado por
Perly.
Había demorado veinte minutos en regresar. Seguro
que Ethan y Víctor estarían preocupados. Decidí apurar el
- 192 -
paso. Mientras caminaba y observaba las atracciones para
niños que estaban a pasos del muelle, sentí que mis manos
estaban impregnadas del olor de la comida de Perly, en-
tonces decidí limpiarme con el pañuelo que Josep había
dejado escrito en el auto. Al quitarlo del bolsillo del panta-
lón, nuevamente lo abrí para leer detenidamente el mensa-
je y advertí que un auto negro con vidrios polarizados pa-
saba a mi lado.
Entonces sucedió lo que me trajo hasta aquí. Cuando
comprendí la situación ya era tarde; me habían rodeado.
Intenté correr para escapar, pero ya no tenía tiempo ni si-
quiera para sacar el arma de la cintura. Dos tipos altos,
vestidos con trajes, con sonrisas diabólicas en sus rostros
se colocaron frente de mí con una pistola eléctrica, me
apuntaron a la cintura y, antes de disparar, uno me dijo:
–Dulces sueños...
He aquí el final… Hasta aquí he llegado. Ya no re-
cuerdo nada más desde el momento en que fui secuestrado
por aquellos hombres. Desperté casi inconsciente tirado en
el suelo, sin poder abrir los ojos. Lo último que recuerdo
es que un sujeto me sostenía mientras el otro abría una
puerta y luego me arrojaron como una bolsa de cemento
aquí dentro.
He hecho todo lo posible para sobrevivir, pero ya no
puedo continuar así. Estoy confundido, hambriento y can-
sado.
El polvo, el olor, la soledad, todo lo que me rodea no
ayuda a mi ánimo. Ya no puedo sostenerme en pie, estoy
muy débil.
Si alguien lee esto, espero que entienda que hice todo
lo posible para seguir con vida. Quiero aclarar que, aunque
- 193 -
esté perdido físicamente, aún tengo esperanzas. Confío en
que todo saldrá bien.
Cuando estamos completamente solos, lo único que
nos queda es tener fe y esperanza. Si perdemos eso, todo
se irá al maldito demonio. No es fácil pensar que la situa-
ción tomará un nuevo rumbo cuando todo ya está casi
completamente perdido.
Aquí he pensado en muchas cosas. He estado tirado en
el suelo durante horas maldiciendo todo esto. He querido
destrozar estas estúpidas hojas y tirar todo, pero intento no
pensar más.
Consideré la posibilidad de entregar el maldito código
para que me dejen ir, pero... ¿de qué serviría dejar de lu-
char? Debo confesar que he llorado al sentir miedo y al
evocar momentos felices, también por aquel momento en
que me topé con aquel extraño hombre, justo antes de ver
a mi amada María Loren. Me repito que si no hubiese ido
caminando o si hubiera tardado un poco más, las cosas
hubiesen resultado de diferente manera.
No elegí estar aquí. Las cosas se dieron así, pero no
me arrepiento de nada. Sé que actué lo mejor que pude.
Nunca había estado en una situación similar a esta. No es
una experiencia agradable, pero me ha permitido com-
prender muchas cosas de mi vida. Todo sirve para algo,
nunca nos quedamos sin nada.
Tengo el arma entre mis manos. Sin pensarlo más la
usaré de una maldita vez. Ojalá la bala llegue a su destino
sin desviarse. Me cansé de todo esto y de esperar otro
amanecer.
María Loren, te buscaré por cientos de mundos y mi-
les de vidas hasta encontrarte. Te amo. Hasta pronto…
- 194 -
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SEGUNDA PARTE
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- 197 -
CAPÍTULO XIV
Como verán, he sobrevivido al encierro. Ahora tan so-
lo quiero terminar de contar esta historia, mi historia, que
tuvo un papel muy importante en mi vida y en la de mu-
chas otras personas.
Al quedar completamente desvanecido en el suelo de
aquel oscuro y mugriento cuarto, todo dentro de mí se
apagó, quedando dormido en una profunda y eterna oscu-
ridad sin principio ni final. Viajé por lugares que jamás
supuse que existían, lugares que uno ve solo en su muerte.
Tres días después desde la pérdida total de mis senti-
dos, comencé a despertar lentamente. Recuerdo estar re-
costado en una camilla, con la molesta y fuerte luz del
tubo blanco que iluminaba la habitación justo arriba de mí.
Tenía colocada una guía de suero y mi cuerpo estaba co-
nectado a varios cables que informaban a los doctores mis
latidos. Por suerte no había perdido la razón, pues no hu-
biera reconocido a Ethan y Víctor sentados y dormidos a
un costado de la habitación.
Los médicos dijeron que una de cada diez personas
sobrevive a estas situaciones y, por suerte, yo fui una de
ellas. He estado inconsciente, no recuerdo nada, solo un
sueño, un sueño que va más allá de cualquier realidad. Fue
tan claro como el agua. Sentí que era tan cierto como cada
unos de vosotros que lee estas palabras. Ahí estaba él; no
pude verlo nítidamente debido a la radiante luz que ema-
naba de todo su cuerpo. Era mi padre, quien me acompañó
y guió por el camino que me trajo de nuevo a esta vida.
- 198 -
No podía terminar así. No debemos darnos por venci-
dos tan fácilmente, por eso decidí seguir luchando ahora
más que nunca. Aquí no termina esto.
–Comenzó a mejorar… ¡Increíble!
Escuché la voz del doctor que estaba parado junto a la
camilla, con su largo y blanco guardapolvo. Al abrir mis
ojos por completo, me miraba fijamente y, con una sonrisa
dijo:
–Estarás bien, no tienes de qué preocuparte. Ahora si-
gue descansando.
No pude decir ni una palabra; no tenía fuerzas. Sin
poder hacer nada, mis ojos se cerraron y volví a quedarme
dormido.
Cuando desperté, Víctor estaba parado junto a la cami-
lla y con una sonrisa en su rostro, exclamó:
–¡Ya era hora, Bruce! ¡Qué gusto me da volver a ver-
te, amigo! Hemos estado muy preocupados por ti, sobre
todo Ethan.
Me sentía mejor.
–¿Cómo he llegado hasta aquí?
–Es una larga e increíble historia, Bruce. Ya habrá
tiempo para eso… Ahora, según los planes de Ethan, de-
bemos sacarte de aquí cuanto antes. Es muy peligroso que
continúes en este sitio.
–Lo entiendo... –respondí. Sabía que no era seguro
mantenerme allí pues había sido secuestrado y jamás había
revelado el código.
- 199 -
–Tu caso fue excepcional. Bruce. Son pocos los que
sobreviven a esto. Debes sentirte muy contento de seguir
con vida.
–Quizás fue un poco de suerte o un milagro –dije–.
¿Dónde está Ethan?
–Está en el pasillo hablando con los médicos y vigi-
lando que no entre nadie sospechoso. Según él, vendrán
por nosotros en cualquier momento. Se encuentra muy
nervioso y angustiado últimamente...
–¿Qué saben de Josep?
–No tenemos noticias de él, Bruce, lo lamento...
–Llama a Ethan, tenemos que huir de aquí cuanto an-
tes.
Víctor se sorprendió con la energía que hablaba y salió
de la habitación. Observé todo lo que colgaba de mi cuer-
po. Por un momento me sentí débil, aunque poco a poco
mi voz y mi estado anímico mejoraban sensiblemente.
Sabía que ese era el momento en que debíamos enfrentar-
los. No quedan más opciones. Esta vez sí estaba muy
enojado. Había estado al borde de la muerte y ya no nos
esconderíamos más. Era el momento de actuar.
La puerta de la habitación se abrió y entró Ethan son-
riendo.
–¿Cómo te sientes? –me preguntó.
–Larguémonos de este maldito hospital –respondí con
entusiasmo.
–Eso es lo que quería escuchar. Víctor, cuida el pasi-
llo, en menos de una hora nos iremos de aquí.
Cuando Víctor salió de la habitación, Ethan me volvió
a preguntar cómo me sentía.
- 200 -
–Mejor de lo que te imaginas –le respondí.
–Ya veo, no te esfuerces demasiado. Toma esto…
Ethan sacó de su bolsillo una píldora de color miel y
me la entregó.
–Esto te hará sentir mucho mejor, confía en mí.
Luego me alcanzó un vaso de agua para que la tomara.
Yo no sabía qué me estaba dando, pero Ethan y Víctor
eran las personas en las que más confiaba en esos momen-
tos. Además, si hubiera querido asesinarme, ya lo hubiera
hecho sin ningún problema.
Tomé la píldora y le pregunté:
–¿Cómo me han rescatado de allí?
–Un perro, Bruce… ¡Un simple y ordinario perro!
¡¿Puedes creerlo?! Luego de que yo estacionara el auto,
Víctor me recogió tal como lo habíamos planeado. Regre-
samos al bar, pero tú no estabas. Esperamos unos cuantos
minutos impacientes a que regresaras, pero presentíamos
que algo no estaba bien.
Víctor dijo que irías a llamar a tu profesor, así que
preguntamos al cantinero dónde había un teléfono público
y comentó que tú ya se lo habías preguntado. Inmediata-
mente salimos a buscarte, pero no había rastros de ti, Bru-
ce. Con la moto recorrimos todas las calles durante un
largo rato y lo único que encontramos que nos llamó la
atención fue un perro… un perro bastante viejo, de hecho
se encuentra en el auto ahora mismo. ¡El perro estaba sen-
tado inmóvil junto al pañuelo que le había regalado a Jo-
sep, donde estaba escrito el mensaje! Solo teníamos dos
pistas: un perro y un pañuelo. Lo más extraño fue que
cuando tomé el pañuelo del suelo, el perro comenzó a gru-
ñir…
- 201 -
–Él fue quien me halló, ¿verdad? –interrumpí a Ethan.
–Así es, Bruce. Sabes… creí en ese perro desde que lo
vi al lado del pañuelo. Algo extraño había en él. Sabía que
nos llevaría a ti tarde o temprano.
–Él estaba en el momento que fui secuestrado, Et-
han…
–¡Lo sabía! –respondió Ethan–. Te encontramos en
una fábrica en construcción junto al mar que pronto será
remodelada, no muy lejos de donde estaba el perro junto al
pañuelo. Era una estructura grande; el perro se metió co-
rriendo allí tan rápido que lo perdimos de vista. Entramos
con Víctor cuidadosamente. Todo estaba abandonado y
muy deteriorado; las cerámicas de las paredes se caían a
pedazos con tan solo tocarlas. Caminamos hacia donde se
escuchaban los ladridos continuados del perro; subimos
una escalera y luego de dar unos cuantos pasos por un fino
pasillo, él estaba ladrando enloquecido frente a una vieja
puerta. Intentamos derribarla con golpes y con empujones,
pero era imposible. Víctor extrajo su arma de la cintura y
disparó varias veces en la cerradura hasta que hizo volar el
cerrojo y la puerta quedó semiabierta. Primero entró el
perro, luego nosotros. Allí dentro, todo estaba muy oscuro
ya que era de noche cuando te hallamos. A medida que
dimos los primero pasos empuñando las armas, nuestras
pupilas comenzaron a adaptarse cada vez más al ambiente,
hasta que vimos al perro muy angustiado lamiendo tu ros-
tro, mientras tú estabas tirado inconsciente en el medio de
la mugre que había en el suelo… y el resto ya lo imaginas.
Te diré algo, Bruce, nadie creía que sobrevivirías, pero yo
sí creí en ti. Hay cosas que no se pueden explicar. Todos
sabemos que los perros tienen un olfato extraordinario,
pero este sin duda es el mejor que he visto en mi vida…
- 202 -
Quedé totalmente asombrado… Ese perro… mejor di-
cho, Perly, fue quien me devolvió la vida. No tenía que
terminar ahí, todavía tenía muchas cosas que hacer antes
de marcharme de este mundo.
Pensé en Ángela, aquella anciana extraña que apareció
en mi camino como si nada. A lo mejor era un ángel. Si
las cosas no hubiesen sucedido de esa forma, quizás no
estaría contando esta historia.
La puerta de la habitación se abrió inesperadamente y
entró Víctor, muy ansioso, y nos informó:
–¡Amigos! Creo que este es el mejor momento para
escapar del hospital sin que nadie sospeche nada.
–Antes de marcharnos de aquí, debemos tener un plan
–les dije con firmeza–. Esta vez nosotros seremos los ca-
zadores. Ya he descansado lo suficiente para estar per-
diendo el tiempo aquí. Debemos terminar con esto de una
vez, antes de que a alguno de nosotros le vuelva a suceder
lo que me ocurrió a mí. Tuve suerte hoy… No sabemos si
la tendré de nuevo.
–Estoy de acuerdo contigo –respondió Ethan.
–Cuenten conmigo –intervino Víctor con valentía y
orgullo–. Somos un equipo ahora…
–Ayúdenme a quitarme todas estos cables para mar-
charnos ya mismo de aquí…
Ethan se acercó y con mucho cuidado quitó el suero
de mi vena. Despegué los cables de mi pecho. Me ayuda-
ron a sentarme muy despacio en la camilla. Estaba dolori-
do y débil, como si me hubieran dado un fuerte golpe en el
centro del estómago, pero no lo expresé porque no quería
- 203 -
preocuparlos. El tiempo del que disponíamos era escaso;
luego podría descansar.
–¿Qué haremos ahora? –preguntó Víctor con mucha
incertidumbre–. No tenemos ninguna pista, ni siquiera
sabemos nada de Josep…
–Debo contarles algo muy importante –dije–. Ellos es-
tán un paso más adelante que nosotros todo el tiempo.
Aquella noche estaban en la ciudad esperándonos como
leones hambrientos. Entrar en la casa de Josep hubiese
sido nuestro final. Era una perfecta emboscada… Pero
hubo algo muy extraño en todo esto. Si ellos nos espera-
ban en la casa, ¿por qué decidieron capturarme antes de lo
que habían planeado? No debemos confiar en nadie. Aún
no sabemos nada de Josep. No tiene sentido tener a una
persona mayor encerrada… Hay algo más en todo este
rompecabezas… En el momento en el que fui secuestrado
me dejaron inconsciente mediante un arma eléctrica. Lue-
go, dos sujetos grandotes me arrastraron con un trapo
puesto en la cabeza para que no pudiera ver nada, hasta
que se detuvieron en un lugar y escuché el sonido de una
puerta que se abría. Cuando me lanzaron como un cuerpo
muerto dentro de la habitación, oí una voz que dijo:
»–Pronto estarás sin vida. No durarás mucho tiempo,
hijo. Si quieres acelerar el proceso de tu muerte, escribe el
código y veré qué puedo hacer por ti…
»Lamentablemente, debo decirles que la voz era de
Josep Bueno. Estoy seguro de ello.
–¡Maldición! –gritó Víctor–. Yo creí en él.
–Un momento –interrumpió Ethan–. Esa no es la for-
ma de hablar de Josep, él tiene otra forma de hablar.
–Así es… –dije–. Quizás Josep fue capturado y obli-
gado a decir eso.
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–Todo pudo ser una trampa para ensuciar a Josep –
opinó Ethan–. No debemos dejar de pensar que ellos
siempre sabrán los movimientos que haremos. Quizás Jo-
sep esté unido a ellos y nos haya mentido todo este tiem-
po. Él puede ser el asesino y el que tanto anhela la miste-
riosa piedra... Cuando tú desapareciste, te buscamos por
todas partes, no descansamos un segundo. Pero cuando
decidimos regresar al auto, encontramos una nota en el
parabrisas que decía:
“SI QUIEREN VOLVER A VER CON VIDA A
BRUCE, DEBERÁN ESCRIBIR EL CÓDIGO Y EN-
TREGARLO POR LA MAÑANA EN EL BUZÓN DE
LA CALLE BRIGHTON 2729”
–Esa dirección es la de la casa de Josep Bueno –dijo
Víctor.
–Su plan iba saliendo a la perfección. Así obtendrían
nuestros códigos y el tuyo también al mismo tiempo. Solo
que esa noche, cuando creíamos que todo estaba perdido,
caminamos hacia el lado del mar, pensando lo que debía-
mos hacer. Pero de pronto escuchamos el sonido de un
disparo que venía desde la fábrica donde tú estabas. Nos
llamó la atención y caminamos hacia allí. Fue entonces
cuando el perro corrió velozmente hacia el interior de
aquel lugar abandonado –dijo Ethan.
–Es muy listo. Tiene todo planeado y calculado –
concluí–. Pero cambiaremos su forma de jugar ahora mis-
mo.
–¿Qué haremos? –preguntó Víctor.
- 205 -
–Propongo que le enviemos un mensaje a todos aque-
llos que buscan insaciablemente la piedra. Les daremos los
códigos a cambio de la vida de Josep –propuse.
–Pero… no es cierto, ¿verdad? –inquirió Ethan.
–Así es. Creo que ya sé quién está detrás de todo. No
estoy seguro, pero todo me indica que es él. Además po-
dremos saber si Josep está de nuestro lado o no. El líder de
todo esto nunca se moviliza a ninguna parte; solo da las
órdenes y espera respuestas. Es más listo de lo que imagi-
namos. Quizás en este momento está vigilándonos desde
aquí afuera.
–Entonces lo que haremos exactamente es dejar un
mensaje con hora y lugar –dijo Víctor.
–Exacto –respondí–. Lo dejaremos al salir de aquí.
–¿Cómo has pensado hacerlo? –preguntó Ethan–. Se-
guro ya tienes un plan en mente...
–Víctor, tráeme por favor la toalla blanca que está en
el baño.
–¡Enseguida! –respondió.
Fue a buscarla, la arrojó sobre la camilla y preguntó
ansioso:
–Ahora, ¿cómo sigue?
–Fácil… –respondí–. Dejaremos un mensaje escrito
aquí, como lo han hecho ellos en el pañuelo; la diferencia
es que nosotros lo escribiremos en esta toalla y la arroja-
remos sobre un auto estacionado al salir del hospital. Co-
mo seguramente nos están vigilando la recogerán.
–Me parece bien –dijo Ethan–. Traeré un marcador
oscuro.
- 206 -
El plan comenzaba a ponerse en marcha. Tenía que
pararme. Traté de mantenerme con los brazos apoyados en
la camilla y poco a poco, con la ayuda de Víctor, pude
estabilizarme nuevamente. A decir verdad, estaba mejor
de lo que pensaba, aunque todavía sentía las agujas ente-
rradas en mis venas y me dolía el estómago.
Teníamos poco tiempo. La enfermera podía venir en
cualquier momento y darnos una buena lección a los tres
por la estupidez que estábamos haciendo.
Yo estaba descalzo y con una túnica que me llegaba
hasta las rodillas. No sabía dónde estaba mi ropa. Víctor
abrió una bolsa y sacó otra nueva.
–Cortesía de Ethan.
Eran prendas elegantes y bonitas, tanto que me sentí
renovado cuando terminé de ponérmelas.
–¡Justo para ti! –dijo Ethan al regresar al cuarto–.
Bueno, muchachos, ya es hora de partir.
Tomó la toalla, destapó el marcador negro que traía en
su mano y la desplegó sobre la camilla hasta quedar bien
extendida. Comenzó a escribir:
“¡NOS RENDIMOS! LES ENTREGAREMOS LO
QUE BUSCAN A CAMBIO DE JOSEP BUENO. MA-
ÑANA A LAS 20 EN 110 EWART”.
Sin siquiera saber la dirección que Ethan había escrito,
pregunté:
–¿Dónde es?
–Un lugar que conozco tan bien como la palma de mi
mano, y está muy cerca de aquí.
- 207 -
–Si tú crees que es lo mejor, así será. Ahora largué-
monos de aquí, señores –les dije.
–Yo te cargaré –dijo Víctor.
–Y yo los guiaré… –agregó Ethan.
Caminé muy despacio tomado del hombro de Víctor,
mientras Ethan controlaba el camino más conveniente para
escapar sin ser descubiertos.
–Saldremos por la puerta de ingreso de las ambulan-
cias –dijo Ethan.
Por el ascensor de carga, descendimos desde el segun-
do piso hasta llegar a la planta baja. Comenzaba a haber
bastante movimiento, por lo que no debíamos demorarnos.
En cualquier momento se darían cuenta de nuestra huida.
Pasamos por una puerta en forma de arco y salimos al es-
tacionamiento.
–Enseguida regreso –dijo Ethan–. Aguarden aquí…
Corrió rápidamente entre los autos y en menos de dos
minutos ya estaba de regreso esperando a que subiéramos
al vehículo. Víctor me sostenía del brazo y me ayudó a
sentarme despacio en el asiento del acompañante.
–Los seguiré en la moto –dijo.
–Aquí te espero –respondió Ethan.
Cuando llegó, ya estábamos preparados para partir.
Ese era el momento de arrojar la toalla en un lugar seguro
donde la pudieran ver. Avanzamos hacia la salida. Ethan
la tenía preparada en su mano.
–Sácala por la ventana cuando estemos afuera –le in-
diqué.
–Despreocúpate, Bruce, tengo todo calculado…
El auto salió del garaje. Ethan extendió su brazo fuera
de la ventana, dejando salir la toalla para llamar la aten-
- 208 -
ción. Aceleró poco a poco. Víctor venía detrás nuestro.
Ethan dio una vuelta alrededor del hospital hasta quedar
nuevamente frente a la entrada principal y luego la arrojó
en el parabrisas de un auto que estaba estacionado a pocos
metros.
Tal y como lo habíamos pensado, al acelerar observa-
mos por el espejo retrovisor para ver qué sucedía. Rápi-
damente un sujeto de traje apareció muy exaltado y reco-
gió la toalla mientras nos miraba fijamente desde atrás
como un perro rabioso.
Nos alejamos velozmente, hasta que a una prudente
distancia Ethan se detuvo y le hizo señas a Víctor para que
se acercara con su moto.
–Sígueme –le indicó.
–¿Adónde vamos? –preguntó Víctor.
–Iremos a la dirección que escribí en la toalla…
–Perfecto –respondió Víctor.
Ethan condujo hacia la avenida y en menos de cinco
minutos estábamos lejos de donde todos los problemas
habían comenzado.
–¿Qué has pensado, Ethan? ¿Qué hay en aquella di-
rección que ni siquiera dudaste en escribir? –quise saber.
–Vamos a mi casa… Conozco tanto ese lugar que allí
tendremos más ventajas que ellos. También hay varias
vías de escape por si algo no resulta como lo planeamos.
Esta vez nosotros los encerraremos. Conozco el lugar me-
jor que nadie. Es ahora o nunca, Bruce.
Estábamos dispuestos a todo, sin importar lo que pasa-
ra. No tenía miedo, pues sabía que esta vez todo llegaría a
su fin. Pronto nos reuniríamos con ellos.
- 209 -
CAPÍTULO XV
Me quedé dormido en el auto. La fuerte bocina del
vehículo que pasó cerca de nosotros logró despertarme. Ya
era de noche y la luz de un camión que venía en sentido
contrario impactó de lleno en mi cara. Me incorporé ex-
hausto y desorientado por unos segundos, respiré profun-
damente y traté de ubicarme en tiempo y en espacio.
Había tenido un breve sueño, pero tan profundo que
logró hacerme olvidar por completo dónde estaba y lo que
sucedía.
–Tranquilo, Bruce, ya falta poco. Todo saldrá bien, ya
verás...
–¿Cuánto tiempo he dormido?
–Un buen rato, al igual que el perro... –dijo Ethan y
señaló hacia atrás–. Míralo allí, él sigue durmiendo como
un niño.
Me había olvidado de Perly. No se lo había escuchado
ladrar ni una sola vez.
–Por cierto, su nombre es Perly –dije a Ethan–. ¿Cómo
se ha portado?
–Es un excelente perro. No ha hecho ningún escánda-
lo. Él sabe que tú estás aquí y eso lo tranquiliza. Bajó a
hacer sus necesidades cuando me detuve en una tienda
para comprar alimentos y luego subió al asiento trasero
como si fuese una persona.
Cuando volteé hacia atrás para observar cómo dormía,
me sorprendió con los ojos abiertos y relajados mirándome
fijamente. Le acaricié la cabeza y le dije:
- 210 -
–Me has salvado la vida. Eso jamás lo olvidaré, ami-
go…
Le debía la vida, por lo que no volvería a dejarlo
abandonado. Era lo menos que podía hacer por él.
Faltaban pocas cuadras para llegar a la casa de Ethan.
Era un vecindario poco transitado y luminoso.
–Es aquí.
Subió el auto por la entrada del garaje. Había un por-
tón tan ancho, que cabían dos vehículos. No era una casa,
sino una especie de galpón.
–¿Vives aquí? –pregunté.
–Claro que no. Mi casa está enfrente –respondió mien-
tras me ayudaba a bajar del auto con mucho cuidado–.
Aquí es donde mi padre y yo pasábamos largas horas du-
rante las noches, cuando regresaba del trabajo y también
los fines de semana.
Cuando ya estaba de pie, Perly salió del auto. El rugi-
do de la moto nos anunció la llegada de Víctor, impactan-
do con las luces altas delante de nosotros. Apagó el motor
y descendió. Dio un vistazo general al lugar y dijo:
–Lindo garaje, Ethan... pero pensé que iríamos a tu ca-
sa.
–La de allí enfrente es mi casa –respondo Ethan, seña-
lando con su dedo una enorme y lujosa casa.
Ethan caminó hasta el portón y de un costado levantó
una pequeña tapa y marcó una clave para abrirlo. Este se
deslizó hacia arriba. El lugar era muy amplio, había mu-
chos objetos preciosos ubicados en diferentes repisas.
También había un auto tapado con una gran funda gris y
herramientas de todo tipo.
- 211 -
–Entremos los vehículos –ordenó Ethan a Víctor–. En
cualquier momento vendrán hacia aquí…
–La dirección que has escrito en la toalla no es aquí,
¿verdad? –le preguntó Víctor.
–La dirección es la de mi verdadera casa, la que está
enfrente. Ahora acompáñenme que les mostraré el resto
del lugar.
Recorrimos los diferentes rincones, mientras nos con-
taba qué hacía allí en su tiempo libre. Cuando pasamos
delante de una mesa donde había un bulto tapado con una
larga sábana blanca se detuvo, lo contempló un minuto
conteniendo su respiración y pensando vagamente. Seguro
debió haber recordado algo muy importante y conmove-
dor.
–¿Qué hacían con tu padre aquí todas las noche? –
preguntó Víctor.
–Trabajábamos en este proyecto, nuestro proyecto.
Hasta que desgraciadamente él falleció… Prometí termi-
narlo algún día, y eso es lo que pienso hacer, pero primero
debo cumplir otros objetivos.
Víctor y yo pensamos que necesitaba estar unos minu-
tos a solas, pero Ethan prefirió seguir:
–Vengan por aquí, por favor…
Llegamos a una escalera que nos llevó a un altillo gi-
gante.
Víctor me ayudó a subir lentamente. Perly no se quedo
atrás, Ethan lo alzó y luego lo volvió a dejar sobre el piso
del altillo. No había muchas cosas allí arriba. Era una ha-
bitación poco iluminada, con dos camas marineras, un
póster de una Ferrari roja, una pequeña ventana en forma
- 212 -
circular y un ventilador de techo. Ethan caminó por el piso
de madera crujiente y se detuvo a mirar por la ventana.
–Como les dije, justo aquí enfrente, en la casa más al-
ta, es adonde llegarán mañana a las veinte horas estos
malditos sujetos.
–¿Tus padres vivían ahí? –interrumpió Víctor.
–Así es; durante años vivimos aquí.
–¿Estás seguro de que quieres hacer esto? –le pregun-
té.
–Jamás estuve tan seguro en mi vida, Bruce. Vengaré
la muerte de mis padres en el mejor lugar que pude haber
encontrado –respondió.
Luego de estar callados unos momentos, mirando la
casa desde allí, agregó:
–Saldré un momento. Iré a buscar algo frío para beber.
Acomódense, por favor. Enseguida regreso.
Ethan salió a comprar y a tomar un poco de aire fres-
co, pues necesitaba estar un momento solo. Yo me recosté
en una de las camas.
–Descansaré un rato –le dije a Víctor.
–Yo aprovecharé el tiempo para reparar la moto –
contestó–. En los últimos kilómetros empezó a perder
aceite. Con todas las herramientas que hay aquí creo que
podré solucionarlo. ¿Te despierto para cenar?
–Gracias, pero prefiero descansar bien esta noche.
Aún me siento cansado y un poco débil.
–Como tú digas, Bruce. Estaré abajo por si necesitas
algo…
Perly y yo nos quedamos solos en el altillo. Me senté
en la cama y miré sus ojos cansados. Acaricié su cabeza.
- 213 -
–Espero que no defeques aquí arriba, muchacho… Es-
tarás conmigo hasta el final, lo prometo…
Sentía que estaba en deuda con Perly, una deuda que
jamás podría pagar.
Me recosté muy despacio y me estiré mirando el techo
de madera a dos aguas. Volví a pensar en María Loren, en
la terrible soledad que sentía pues sin ella mi vida no tenía
sentido. Ella me daba las ganas de vivir y de luchar. Tan
solo quería volver a estar con ella y poder decirle todo lo
que sentía.
Cuando desperté por la mañana el sol brillaba. Había
dormido toda la noche. Me sentía mucho mejor; estaba
hambriento. No sabía qué hora era, solo que recién había
amanecido. Perly seguía durmiendo, al igual que Víctor
que estaba acostado en la otra cama. Decidí levantarme sin
hacer ruido para no molestar a los demás, caminé despacio
por el piso de madera y bajé con mucho cuidado por la
escalera. Observé todas las cosas que había en el lugar. Me
detuve un momento cuando noté sobre una mesa muchas
hojas blancas escritas con lapicera azul; también había
revistas y libros de todo tipo. Pero lo que más me llamó la
atención fue una máquina de escribir casi nueva colocada
sobre una repisa. Recordé la que había en la habitación en
la que había estado secuestrado. Evocar aquello me produ-
jo una profunda angustia, había vivido un verdadero in-
fierno.
–¿Linda máquina, verdad? –me sorprendió Ethan pa-
rado detrás de mí.
–Sabes… Cuando estuve encerrado había una…
–Había una máquina de escribir… Lo sé –continuó
con firmeza sin dejarme terminar de completar la oración–
- 214 -
. Debió ser terrible estar esos días encerrado allí. Pero no
volverá a pasar otra vez, Bruce. Ven, quiero mostrarte
algo.
Se acercó a la mesa donde anteriormente se había de-
tenido y quitó la sábana blanca que la cubría.
–Esta es una maqueta del diseño que mi padre pensaba
construir. Un hogar y un hospital para todos los niños que
viven en la calle. Él siempre decía que la base para un
buen Estado es la sociedad, las personas, y que estaba en
nuestras manos el educarlos, pues ellos crecerían y el día
de mañana tomarían importantes decisiones. Ellos son el
futuro, Bruce. ¿Qué mejor que una buena educación, una
excelente alimentación, sin ningún tipo de enfermedades?
Algún día ellos nos enorgullecerán… Pronto continuaré
con ese proyecto.
–Me parece una buena idea. Te apoyaré en todo lo que
necesites… –le dije mientras mirábamos detenidamente la
hermosa maqueta que teníamos ante nosotros.
Luego de pensar unos instantes sobre qué iba a suce-
der dentro de unas horas, proseguí:
–Él no vendrá hoy… Enviará a su gente para que re-
suelvan todo esto.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Ethan.
–La noche que me raptaron, ellos sabían dónde encon-
trarme. Alguien me delató. Solo hablé con cuatro personas
antes de ser secuestrado: el cantinero al que le pregunté
dónde estaba el teléfono, Víctor, una anciana llamada Án-
gela y mi profesor, con el que me comuniqué antes de lle-
gar al muelle. Tengo una corazonada… Lo he pensado
muy bien y creo que es él.
–Entonces… ¿Qué planes tienes en mente?
- 215 -
–A la misma hora de la entrega iré a su casa y lo sor-
prenderé.
–¿Cómo puedes estar seguro de que no vendrá?
–Porque tiene todo planeado. No arriesgará su vida y
tampoco se ensuciaría las manos tan fácilmente. Él siem-
pre sabe lo que hace…. No coloca la bomba, sino que en-
vía a otros a plantarla… Pronto saldré de aquí para ir a su
casa.
–¿Estás seguro de que quieres ir? ¿Quieres que Víctor
o yo te acompañemos? No sé si estás tan bien como para
hacerlo, Bruce.
–Ya me siento mucho mejor. He descansado lo sufi-
ciente y mi alma espera la justa venganza al responsable
de todos los actos maliciosos que han cometido. Gracias,
pero iré solo esta vez. Quiero que ustedes se queden aquí;
no les será fácil enfrentar a toda su gente.
–Aunque no estoy de acuerdo contigo, aceptaré que
vayas. Confiaré en ti, como tú lo has hecho conmigo –dijo
Ethan–. Llévate el auto y guarda este número…
Ethan cortó un trozo de papel blanco de una vieja hoja
que estaba en la mesa, tomó un marcador de una lata, es-
cribió algo y me lo entregó.
–¡Toma! Cuando termines, llama a este número para
reencontrarnos nuevamente.
–De acuerdo –respondí mientras lo guardaba en mi
bolsillo.
Cuando todo estaba decidido, escuchamos el sonido
seco de las pisadas de Víctor bajando por la escalera.
–Buen día, muchachos –dijo y se sentó en una silla gi-
ratoria que estaba cerca de nosotros.
–Hola –respondió Ethan–. ¿Has dormido bien?
- 216 -
–Mejor imposible. Los colchones se encuentran en
muy buen estado.
–Me alegra oír eso. Debes saber que Bruce saldrá en
poco tiempo para ver a una persona, la que probablemente
sea el líder de la banda. Mientras, nosotros dos nos queda-
remos aquí para enfrentar a su gente.
–Si ustedes creen que esa es la mejor idea, no me
opondré. Pero… ¿qué tienes pensado hacer cuando todos
los sujetos lleguen aquí? –preguntó Víctor.
–Es simple –dijo Ethan con claridad–. Dejaremos las
puertas abiertas de la casa de enfrente para que puedan
entrar. Una vez que estén dentro, nos comunicaremos con
ellos desde el teléfono que hay aquí y les pediremos ver a
Josep Bueno antes de continuar con esta operación, de lo
contrario, no habrá trato.
–Pero... ¿si Josep Bueno también está de su lado? –
cuestionó Víctor.
Los tres nos quedamos sin respuestas. Tampoco po-
díamos abandonar a Josep, pues aún no sabíamos si él era
parte de ellos. Luego de pensar un instante, Ethan deter-
minó:
–Correremos ese riesgo. Yo creo en Josep.
Con Víctor nos miramos y consentimos.
–Pues entonces sigamos adelante con el plan, ami-
gos… –dije con esperanza y entusiasmo.
Ya era momento de que partiera. Busqué la dirección
en la guía y luego tracé en un mapa el camino más rápido
y fácil para llegar hasta la casa del profesor. Debía condu-
cir despacio, ya que iría con el auto de Ethan y no tenía
- 217 -
mucha experiencia con ese tipo de vehículos y tampoco
quería que la policía me detuviera.
Cuando todo estaba listo, dije:
–En caso de que no volviera, creo que es hora de po-
ner los códigos sobre la mesa.
Víctor y Ethan se miraron entre ellos y luego pusieron
sus ojos sobre mí. Ya era el momento de confiar definiti-
vamente entre los tres. Yo sabía que ellos no eran traido-
res, pero ahora debíamos tener la certeza de que no había
un traidor en el grupo.
–De acuerdo –dijo Ethan–. Confié en ustedes desde un
principio y lo seguiré haciendo…
Ethan y yo escribimos los fragmentos en una hoja que
había sobre la mesa. Cuando le tocaba a Víctor, dudando,
nos dijo:
–Ya estamos cerca del final… Pásame la hoja que de-
bo escribir mi parte.
Víctor decidió escribir lo que sabía. Solo faltaba un úl-
timo fragmento para tener el código completo, el que tenía
el líder de la banda.
Ya era hora de marcharme. Saludé con una caricia a
Perly y cuando me iba a despedir, pensé que llevarlo con-
migo no sería un problema ya que se podría quedar dentro
del auto, como lo había hecho antes. Y así partí con mi
compañero de viaje.
–Espero que todo termine aquí… –dije cuando estaba
a punto de subir al auto.
–Así será, Bruce –dijo Ethan–. Si las cosas no resultan
fáciles, no hagas ninguna estupidez. Ya habrá otra oportu-
nidad…
- 218 -
–Cuídate, amigo –agregó Víctor y nos dimos un fuerte
apretón de manos–. Estamos contigo.
–Será mejor que ustedes dos también se cuiden. No
será fácil enfrentar a esos sujetos. Escóndanse bien. Les
deseo mucha suerte, “Caballeros”.
Me despedí de ambos. En ese momento, mi objetivo
era ubicarlo a él, al profesor Frederick Millstein…
El sol ardía en la solitaria carretera. No dejaba de pen-
sar en todas las opciones que había… Quizás el profesor
Millstein no era la persona que yo pensaba, aunque todas
mis deducciones me conducían a él.
De todas formas, no podría ir hasta allí sin saber si es-
taba en su casa, así que me detuve en un teléfono público
para que no pudiera rastrear mi llamada y marqué el telé-
fono.
–Hola… Hola… ¿Quién está allí? –respondió una voz.
Al confirmar que había contestado el profesor, subí al
auto nuevamente y, más convencido, me dirigí a su casa.
Todo lo que sucedía fuera del vehículo, me llamaba la
atención: las luces de los autos que venían de frente y pa-
saban a gran velocidad cerca de mí, el conductor de un
vehículo que se adelantó y cuando estaba a la par mío, me
observó para ver mi rostro y luego continuó su camino
como si fuese un maldito insecto que estorbaba.
Conducía a una velocidad normal, pues debía llegar
justo a las veinte, hora que Ethan había escrito en el men-
saje de la toalla.
- 219 -
Quería que ya fuera el día siguiente para qué sucedería
ese largo día. Nunca me sentí tan ansioso como en ese
momento. Tenía ganas de enterarme de toda la maldita y
cruda verdad que escondía esa encrucijada.
Mientras tanto, Víctor y Ethan esperaban nerviosos en
la casa a que llegaran los hombres que había enviado el
profesor Millstein. Ambos espiaban desde la ventana del
ático. Todo estaba preparado. Las puertas de la casa de
enfrente estaban abiertas para que ingresaran sin ningún
problema apenas llegaran.
La hora del encuentro se aproximaba cada vez más.
Solo me faltaba una cuadra para llegar a la casa del profe-
sor. Tomé las medidas de precaución como lo hubiera he-
cho Ethan: al llegar apagué las luces del auto mientras
seguía conduciendo; me detuve a cierta distancia para no
levantar sospechas utilizando el freno de mano para no
alardear con las luces del auto al pisar el freno. Luego bajé
cuidadosamente, miré a Perly y le dije:
–Enseguida regreso. No te muevas de aquí.
Lo acaricié antes de cerrar el auto y caminé hacia la
casa. El corazón me latía como si algo muy fuerte estuvie-
ra a punto de ocurrir, pero no tenía miedo, solo rencor ha-
cia esa persona que solo sentía una estúpida ambición por
conseguir lo que anhelaba, sin importarle a todos los que
lastimó e hizo sufrir. Sentía un profundo odio hacia él.
Llevaba el arma en la cintura, escondida bajo la reme-
ra. Estaba dispuesto a usarla en cualquier momento ya que
él, seguramente, estaría armado. Una persona que asesina
por placer y por dinero, sin una pizca de sentimientos,
sería muy difícil de tratar. Estaba preparado para enfrentar
- 220 -
cualquier situación. Aunque intentara persuadirme con sus
prometedoras palabras, no me dejaría engañar… Solo iba
por una respuesta y un final.
Faltaban tres minutos para las veinte, cuando dos au-
tos negros con vidrios polarizados llegaron a toda prisa
hasta estacionar justo en la dirección que Ethan escribió.
Descendieron cinco hombres armados. Tres de ellos ingre-
saron a la casa apuntando y cubriéndose las espaldas a la
vez. Otro se paró en la puerta, y el último permaneció de
pie al lado del auto, como si estuviera custodiando a una
persona que estaba en su interior. No se veía a Josep por
ningún lado.
Antes de la llegada de los bandidos, Ethan había cru-
zado y entrado en la casa para hacer los preparativos del
plan. Primero vació el salón principal; solo dejó el telé-
fono a la vista sobre una pequeña mesa justo en el centro,
así los que ingresaran seguramente permanecerían allí.
Solo faltaba llamar por teléfono y empezar a interactuar.
Yo estaba parado justo en la entrada de la casa del
profesor Millstein a las veinte en punto. Había un jardín
muy espacioso y bien mantenido; tenía plantas de colores,
un pequeño cerco en la entrada y un muro no muy alto que
rodeaba toda la propiedad.
Caminé hacia la parte trasera de la vivienda y, sin que
nadie me viera, trepé el muro y salté sobre el pasto para
amortiguar mi caída y no hacer ruido, aunque comenzó a
oírse el ladrido del perro. Debo admitir que me asusté, sin
embargo debía conservar la calma. Me incorporé y caminé
rápidamente entre las plantas y los arbustos que rodeaban
la mansión. Sentía una molestia en el tobillo a causa del
- 221 -
impacto en la caída. Me costaba avanzar, pero obvié el
dolor y me enfoqué en cómo iba a entrar a la casa.
Una pequeña luz que se escapaba por una ventana gi-
gante me devolvió el alma al cuerpo. Corrí hacia allí,
mientras se escuchaba el contínuo ladrido del perro cada
vez más fuerte. Eso pondría sobre aviso al profesor de que
algo estaba sucediendo. Inesperadamente, la puerta de la
casa se abrió y aproveché el momento para camuflar el
ruido para abrir la ventana e ingresar a la vivienda mien-
tras él estaba parado en la puerta, mirando con sus ojos de
lado a lado qué sucedía. El perro se detuvo a su lado y
comenzó a ladrar ferozmente mostrando sus filosos dien-
tes. El profesor lo hizo callar de un golpe en su hocico y,
pensativo, volvió a entrar a la casa.
Ese era el momento de actuar, sorprenderlo y lograr
que hablara de una maldita vez mientras lo apuntaba con
el arma en la cabeza.
Mientras tanto, Ethan y Víctor observaban cuidado-
samente el ingreso de los sujetos en la casa.
–Es hora de comenzar el juego –dijo Ethan a Víctor
desde la ventana.
Se dirigió al teléfono y discó una serie de números,
luego esperó ansioso que atendieran.
–Está sonando… –dijo Víctor que vio desde la venta-
na cómo varios sujetos miraron hacia el aparato.
Los hombres giraron bruscamente asustados y alarma-
dos. Al sonar por tercera vez, se miraron entre ellos y uno
se acercó lentamente hasta el teléfono; sin decir una pala-
bra levantó el tubo, lo apoyó en su oreja y escuchó.
–¿Dónde está Josep? –preguntó Ethan.
- 222 -
–¿Dónde están los códigos? –respondió el hombre.
–Hagamos esto sencillo –dijo Ethan–. Nosotros no
queremos problemas y ustedes tampoco, así que denme
una señal de que Josep está con vida y enseguida les daré
los códigos.
El hombre dejó el teléfono y se apartó hacia sus com-
pañeros. Luego de una breve discusión, uno levantó su
brazo y le hizo una señal al sujeto que estaba parado junto
al auto; este consintió y, cuando abrió la puerta trasera,
sucedió algo que no teníamos en nuestros planes. Una mu-
jer alta, con tacos y un vestido negro descendió de él. Era
imposible ver su rostro a causa del sombrero color crema,
con una fina cinta violeta que lo rodeaba y terminaba con
un nudo. Luego de bajar, ayudó a salir del auto a un sujeto
que tenía un trapo oscuro que cubría toda su cabeza.
–¡Es Josep! –exclamó Víctor cuando lo vio desde la
ventana–. Lleva puesta la misma ropa que tú le compraste.
–¿Cómo sabemos que es Josep? –preguntó Ethan muy
pensativo.
–No se arriesgarían a poner a otra persona en su lugar.
–Nunca se sabe… Ellos harían cualquier cosa –dijo
Ethan mientras se acercaba al teléfono para continuar la
negociación.
Yo estaba en un salón dentro de la casa del profesor
Millstein buscando dónde esconderme para luego sorpren-
derlo y apuntarle sin darle tiempo a que reaccionara. Había
una mesa larga y lujosa; en la esquina, una barra con toda
clase de costosos vinos y con muchas copas de vidrio muy
finas; sillones blancos; una alfombra de leopardo en el
centro y varios cuadros de pinturas famosas en la pared.
Decidí escapar de aquel salón, no sabía si el profesor en-
- 223 -
traría allí o si estaba en otra habitación controlando lo que
estaba ocurriendo en la casa de Ethan.
Cuando me asomé para observar que había del otro la-
do, pude ver cuando una puerta doble y corrediza se cerra-
ba al final del pasillo. Caminé hacia allí con cuidado para
no hacer ningún ruido, empuñando el arma. Como no sa-
bía si había otra persona en la casa, debía apresurarme a
ingresar y sorprender al profesor de una maldita vez. To-
mé coraje y, antes de deslizar la puerta, lo sucedido se
cruzó por mi mente en un segundo, desde que todo había
comenzado hasta ese preciso momento.
Abrí la puerta bruscamente y apunté con el arma. Re-
pentinamente, todo estaba completamente oscuro, solo la
luz del pasillo que ingresaba por la puerta corrediza alum-
bró tenuemente el lugar. Lo primero que noté fue un her-
moso escritorio de madera barnizada y una silla alta con
un respaldo de madera rústica orientada hacia la ventana.
–Voltea y mírame la cara de una vez –dije, mientras
apuntaba hacia la silla.
Sin embargo, no se escuchó ni una palabra, solo el
ruido de la silla al girar lentamente, hasta quedar frente a
mí. De pronto, entre la tenue luz que había en el lugar, vi a
alguien que me dejó sin palabras. Desconcertado observé a
Josep Bueno mirándome directamente a los ojos mientras
estaba amarrado con una soga a la silla y una venda en su
boca.
Al distraerme por completo, una voz me sorprendió
por la espalda y sentí la punta de un arma en mi nuca. Di-
jo, con una voz calma y amenazante:
–Suelta el arma o te dispararé…
- 224 -
CAPÍTULO XVI
Ethan y Víctor continuaban negociando por teléfono
acerca del rescate de Josep.
–¿Cómo puedo saber que el sujeto que tiene la cabeza
cubierta con un trapo es Josep Bueno? –preguntó Ethan
con incertidumbre.
–Es tu decisión lo que quieras creer –respondió el su-
jeto muy seguro.
Ellos ya sabían que estaban cerca de allí observando
todo lo que sucedía. Comenzaron a mirar hacia todas par-
tes desde afuera, tratando de encontrarlos en algún lugar.
Sin embargo, les sería muy difícil saber que los espiaban
desde una ventana ubicada enfrente. Ethan lo había pla-
neado todo muy bien.
–¡Basta de juegos! –gritó furioso el sujeto–. Entréga-
nos lo que buscamos y tendrán a Josep Bueno nuevamente
con ustedes.
El tipo que sostenía el teléfono le hizo una señal al que
sujetaba por los brazos al falso Josep Bueno. Este extrajo
su pistola y la colocó en la frente del falso Josep.
Ethan se enmudeció al teléfono por unos segundos,
mientras que Víctor, desesperado, le dijo:
–Tenemos que hacer algo urgente o lo matarán.
Ethan desconfiaba de que Josep fuera ese sujeto. Ha-
bló nuevamente:
–De acuerdo, les daremos lo que buscan, pero ¿cómo
sabremos que no nos aniquilarán luego de obtener lo que
desean?
–Tienes mi palabra...
- 225 -
Ethan, sin saber qué hacer al respecto al igual que Víc-
tor, pensó en las diferentes opciones. Ir hasta allí sería
muy riesgoso, pues seguramente los matarían. Eran dema-
siados contra ellos dos, pero tampoco podían dejar que
disparasen contra el falso Josep Bueno. Había que tomar
una decisión y rápido. Unos segundos después que pare-
cían ser eternos para Ethan, respondió:
–Enseguida llevaré lo que quieren. No le hagan daño.
Colgó el teléfono, sacó el arma y le ordenó a Víctor:
–Quédate aquí.
–Espera, no vayas. No sabemos si se trata de Josep.
Irás a tu propio funeral.
–¡No tenemos opción!
–¡Se me ha ocurrido algo! –exclamó Víctor–. Ellos no
nos matarán hasta que no les hayamos entregado los códi-
gos, ¿verdad?
–Así es.
–Saldré yo solo, con las manos arriba para que no dis-
paren, y veré si ese sujeto es Josep –dijo Víctor–. Les diré
que tú traerás los códigos en la moto para ganar tiempo.
Entonces el portón se abrirá y acelerarás hacia mí. Te haré
una seña para confirmarte si se trata de Josep o de un im-
postor.
–Está bien, pero iré yo –dijo Ethan–. Yo sabré si es
Josep o no. Tú recógeme con la moto cuando te dé la se-
ñal.
–¿Y si intentan dispararte? –volvió a preguntar Víctor.
–No lo harán, tenemos algo que ellos buscan. No in-
tentarán matarme, pero sí capturarme. Es por eso que man-
tendré distancia.
- 226 -
Antes de salir, Ethan revolvió un estante con libros,
sacó un papel y se lo entregó a Víctor:
–Llega con esto en las manos, pensarán que es el
poema, ¿de acuerdo?
–En marcha…
Ethan salió por la puerta y Víctor se quedó esperando
su señal.
En ese momento yo tenía un arma en mi cabeza y una
voz que me amenazaba con que si no arrojaba mi revólver
me mataría.
–No puede matarme, profesor, o jamás conseguirá lo
que busca –dije confiado.
–Pero tampoco dejaré que tú me mates. Antes de eso,
te mato primero yo a ti. Verás, Bruce… El abogado pre-
tende hacer creer que está comunicando sus conocimientos
y el profesor utiliza argumentos de convicción para trans-
mitirlos. Yo me valgo de ambos todo el tiempo. Puedo
oler lo que piensas estando a kilómetros de aquí…
Escuché la corredera del arma hacia atrás, dejándola
lista para disparar, pero inmediatamente lo detuve y ex-
clamé:
–¡Alto! Usted gana. Bajaré el arma.
Lentamente apoyé en el suelo mi pistola y la pateé ha-
cia delante.
–Lo sabía… Ahora camina con las manos en la cabeza
y siéntate en la silla junto con la de Josep –ordenó el pro-
fesor mientras me seguía con la mira de su arma.
Cuando me ubiqué al lado de Josep, lo miré con orgu-
llo y le dije con seguridad:
–Todo saldrá bien, lo prometo...
- 227 -
Josep apenas levantó la mirada; ella reflejaba su su-
frimiento. Ya había perdido la fe en todo.
–Bruce… Bruce… Bruce... –repitió el profesor–. ¿Qué
te hizo pensar que entrarías a mi casa sin que yo me diera
cuenta? Espero que traigas contigo los fragmentos del có-
digo si quieres salir con vida de aquí…
–Es repugnante –respondí con odio–. ¿Cómo sé que
nos dejará ir si se lo entrego? Seguramente, nos matará a
ambos.
–Bruce, te espío desde hace más de un año... Sé todo
sobre ti y con quién te juntas… Conozco a tu novia, María
Loren, y hasta los pasos que haces diariamente… Pues,
¿quién piensas que envío aquel día a la mujer de cabello
rojizo al metro? ¿Por qué crees que justo ese día tenías
examen? ¿Supones que todo fue una coincidencia? ¡No,
Bruce! Las coincidencias no existen en este trabajo.
–¿De qué trabajo habla? ¿El de asesinar y hacer sufrir
a personas inocentes?
–El de la codicia, Bruce. ¡La codicia! Haría lo que
fuese por encontrar lo que busco, sin importar cuáles sean
los obstáculos que se interpongan en mi camino. ¿Entien-
des?
–¿Por eso asesinó a los padres de Ethan Ford, que mis-
teriosamente murieron en un accidente automovilístico?
¿A Alfred Lordon, que me entregó el fragmento antes de
suicidarse en un callejón? ¿A la familia de Josep? ¿Al pa-
dre de Víctor Miller? Pero no, ¡claro que no! Es demasia-
do astuto, jamás relacionarían alguna de esas muertes con
usted, pues no existen pruebas.
–Eres inteligente, Bruce… Al auto del señor y de la
señora Ford le fallaron los frenos. El señor Miller iba a
morir de todas formas por su enfermedad, solo adelanté su
- 228 -
proceso. Alfred Lordon se suicidó porque sabía que no
podía seguir escapando. Pero a Thomas Bueno no lo ase-
siné, pues lo necesitaba con vida para hallar la piedra.
Terminé con la vida de cada uno de los que estaba involu-
crado con la muerte de Thomas en la penitenciaría… Aho-
ra hay algo, Bruce, que deberías saber antes de morir… El
fragmento fue destinado a ti aquel día, ¿cómo? No lo pue-
do saber, pero eras tú quien lo tenía que recibir de alguna
forma… Conocía a tu padre. Tenía una gran deuda de di-
nero con un grupo del cual yo formaba parte. Sabía que no
podía regresar a la ciudad sin ese dinero, entonces huyó
lejos, sin saber que encontraríamos algo que lo hiciera
volver: llamamos a su esposa, que estaba embarazada de ti
en ese momento. Amenazamos su vida y la del niño que
llevaba en su cuerpo si su esposo no traía el dinero. Enton-
ces, cuando tu padre se enteró de lo sucedido, decidió sui-
cidarse pegándose un tiro en la cabeza para terminar con
todo, suponiendo que ya no teníamos forma de recuperar
ese dinero. Existió la idea de asesinar a su esposa embara-
zada, pero yo y otro más nos opusimos al saber que ya no
ganaríamos nada haciendo eso, sería estúpido asesinar sin
sentido, Bruce… Y mírate aquí… Tarde o temprano ter-
minarías en mis manos…
Me quedé sin palabras al enterarme lo que realmente
sucedió con mi padre. Mi madre nunca me contó la ver-
dad, solo me mostró la carta que él dejó antes de morir.
Quedé en shock por la conmovedora noticia. Jamás imagi-
né que me enteraría de lo sucedido con mi padre de esa
manera, mientras que alguien me apuntaba en la cabeza.
Por alguna razón seguí con vida hasta ese momento.
Estaba allí para impedir que esa historia terminara así…
- 229 -
–¡¿Qué es lo que quiere?! ¡Ya es millonario! ¡¿Qué
más busca, maldito?! –le grité.
–¿Cuándo entenderás que lo importante no es lo que
tienes, sino lo que no tienes? Siempre se quiere más y
más... Nunca te alcanza lo que tienes. Es todo tan aburrido
que buscas divertirte con algo tan estúpido como conse-
guir la única e inigualable famosa piedra “Gota de sol”.
Sientes placer cuando consigues lo que buscas. Un triunfo
más, llamémosle...
Hizo una pequeña pausa y luego fue con su revólver
en la mano hacia un gran modular laminado negro. Tomó
uno de los diez libros idénticos que había en un estante. Lo
abrió y sacó un papel.
–Esto, lo que tengo aquí, es la parte del fragmento que
falta. Tómala, te la regalo –dijo con una sonrisa irónica.
Luego hizo un bollo con el papel y me lo lanzó a la cara–.
Ahora me dirás los códigos restantes o dispararé en la ca-
beza a Josep, querido alumno…
El profesor Millstein caminó lentamente y se paró de-
trás de Josep, levantó el arma y le apuntó en la sien.
Estaba acorralado, sentí que todo estaba perdido. In-
troduje la mano en el bolsillo de mi pantalón y saqué el
papel donde estaban escritos los tres fragmentos restantes.
Sabía que esto no me salvaría la vida, pero me daría un
poco más de tiempo para pensar qué hacer.
Miré a Josep de reojo para saber qué estaba pensando
mientras jugaba con su mandíbula como una vaca cuando
mastica pasto y luego consintió con la cabeza. Lo único
que él quería antes de morir era hacer justicia por su fami-
lia.
- 230 -
–Tome, aquí tiene lo que tanto busca, ¡maldito cre-
tino! –le grité con repugnancia–. Pronto arderá en llamas,
se lo puedo asegurar.
–Gracias por tu cooperación. Ahora se podrán ir juntos
de este mundo…
Debía actuar, no tenía más tiempo. Miré a Josep fija-
mente, trasmitiéndole que ese era el momento más ade-
cuado, si no moriríamos. Sabía que apenas tomara el
fragmento lo leería. Tomé las medidas necesarias por si
eso sucedía. Cuando el profesor abrió la hoja, solo decía:
“¡PÚDRETE!”.
Sorprendido, se olvidó de nosotros. Cuando iba a lan-
zarme sobre él, inesperadamente sucedió algo que no ha-
bía planeado. Josep se levantó con las pocas fuerzas que
aún le quedaban y, atado junto a la silla gritó:
–¡Te mataré! –y se arrojó sobre el profesor, quien
apretó el gatillo, pero Josep lo había desestabilizado y la
bala dio contra la pared. Inmediatamente me levanté y,
antes de que el profesor pudiera reaccionar, corrí e impac-
té con mi cuerpo como si fuera un toro enfurecido contra
él, quien al caer, soltó el arma que se deslizó hacia un cos-
tado.
Desaté a Josep y lo ayudé a pararse.
–Vuelves a salvarme, hijo.
–Lo volvería a hacer todas las veces, que fuera necesa-
rio. Ahora nos iremos de aquí; pronto estará en casa.
Pero el profesor, aún en el suelo, sacó una pequeña
pistola de su tobillo. Con los ojos desorbitados, rió iróni-
camente y antes de disparar, dijo:
–Esta vez me toca a mí… Creyeron que les sería fácil,
pero qué ingenuos son… Comencemos por el más joven...
- 231 -
Apuntó a mi pecho. Rápidamente, Josep giró con las
pocas fuerzas que tenía, quedando frente a mis ojos, y di-
jo:
–Ahora es mi turno salvarte, hijo…
Se oyeron dos disparos que dieron en la espalda de Jo-
sep. Él fue mi escudo. Su cuerpo cayó sobre mí. La furia y
la tristeza que sentí en ese momento me hicieron perder la
razón. Corrí a ocultarme detrás del escritorio mientras el
profesor gatilló el arma nuevamente. Debía actuar de ma-
nera rápida o estaría muerto.
–No podrás escapar esta vez… –balbuceó–. Enfrenta
tu destino.
Rápidamente busqué con la vista mi arma, hasta que
logré hallarla. Estaba justo del otro lado del escritorio; era
muy difícil que pudiera llegar allí ya que si me corría un
centímetro sería un blanco fácil. Me estiré por encima del
escritorio para tomar lo primero que encontrara. Mi mano
se topó con una pequeña pirámide de vidrio. Se la arrojé
con todas mis fuerzas. Él disparó dos veces, pero no acertó
ninguno de sus impactos. Arrastre el escritorio con mi
cuerpo pegado a él, y cuando tuve la oportunidad, logré
tomar mi arma; eso me dio cierta seguridad. Ahora está-
bamos en igualdad de condiciones. La situación había
cambiado. A él le quedaban pocas municiones. La mayoría
de las armas chicas solo cargan hasta ocho o diez balas, y
a él, probablemente, ya no le debían quedar más de tres.
Quería terminar con toda esa mierda. Josep se estaba
desangrando en el piso. Sentía impotencia al verlo y no
poder socorrerlo.
El profesor me tenía en la mira esperando que saliera
de atrás del escritorio. Él también se cubrió con un mueble
negro que había cerca de la puerta. Tomé un portarretrato
- 232 -
que había sobre el escritorio y lo usé de espejo. Pude verlo
apuntando hacia mí. Traté de pensar qué planes tenía. Le-
vanté el arma y disparé dos veces sin apuntarle; así logré
que pegara su espalda contra el mueble y se ocultara allí.
Ese era mi momento y mi oportunidad para enfrentarlo.
Me paré, empuñé mi arma con firmeza y caminé con-
fiado en mi suerte. Le disparé sin saber con certeza si lo
había herido, hasta que su cuerpo cayó al suelo. Un tiro le
había dado en el hombro derecho. Él, sin rendirse y las
pocas fuerzas que le quedaban, me apuntó nuevamente,
pero esta vez el control lo tenía yo. No quería dispararle,
pero me vi obligado a hacerlo. Un solo y último tiro en su
pecho terminó con su vida.
Me acerqué a Josep. Su respiración era débil y tenía
los ojos cerrados. Rogaba que pudiera sobrevivir.
–Resiste… ¡Enseguida te llevaré al hospital!–. Intenté
levantarlo, pero cuando hice un poco de fuerza, Josep to-
sió sangre y abrió apenas sus ojos por unos segundos. Me
miró tristemente, mientras una lágrima caía por su rostro y
dijo:
–Es todo, hijo. Me iré a casa al fin. Allí me esperan
mis seres amados. Ahora podré descansar en paz…
Dejó de respirar entre mis brazos. Ya nada se podía
hacer. Sabía que se había marchado de este mundo. Co-
mencé a llorar. Sabía que Josep había tomado una deci-
sión… Él quería esto, lo quería hace tiempo. Recordé sus
palabras cuando dijo: “Tengo una última tarea antes de
partir…”.
Ethan y Víctor intentaban rescatar al falso Josep
Bueno que tenía un trapo en su cabeza.
- 233 -
Ethan salió decidido por la puerta pequeña que había
en el garaje y caminó con las manos en alto por la calle en
dirección a los sujetos. Cuando lo vieron acercarse, cubrie-
ron a la mujer que llevaba puesto el sombrero. Todos los
que estaban dentro de la casa salieron a la calle de inme-
diato y se pararon en la vereda y le apuntaron. Ethan gritó:
–¡Entréguenmelo y les daré los códigos!
–¡Muéstrame los códigos! –respondió uno con un ala-
rido.
–Antes de hacerlo necesito preguntarle algo a Josep.
De lo contrario, no hay trato...
Todos permanecieron en silencio.
–¡Josep, dime… ¿dónde has comprado la ropa que lle-
vas puesta?!
El falso Josep Bueno que estaba parado junto a ellos,
no respondió. Ethan decidió abortar el plan de inmediato.
La mujer, muy alterada gritó:
–Basta de tonterías.
Se acercó a Josep, lo tomó fuertemente del brazo, le
quitó el arma a unos de los sujetos y le apuntó a la cabeza.
–¡Me darás lo que busco o lo mataré ahora mismo!
Ethan la reconoció enseguida, esa mujer era ¡Amina!
La misma que me crucé en el metro aquella mañana cuan-
do todo comenzó. Él sabía que todo era una trampa y aho-
ra lo había comprobado. Decidió ir al plan B: huir inme-
diatamente del lugar.
–¡Perfecto! Enseguida tendrás lo que buscas…
Giró y levantó su brazo derecho para dar la señal a
Víctor. El portón se abrió y Víctor aceleró la moto hasta
llegar a Ethan. Con un disimulado gesto, este le indicó que
se trataba de una trampa. Víctor se le acercó. Ethan gritó:
- 234 -
–¡Aquí les dejo los códigos!
Lanzó un bollo de papel al cielo para que todos lo si-
guieran con la vista y sacó su arma de la cintura.
–¡Ahora, Víctor, larguémonos de aquí!
Ethan apuntó y disparó hacia los sujetos y la mujer,
quienes buscaron refugio de inmediato.
Amina ordenó:
–¡Atrápenlo! –pero todos se cubrieron para que los ti-
ros de Ethan no dieran en sus cuerpos.
Ellos no dispararían pues aún los necesitaban vivos.
Sería estúpido que los mataran porque jamás encontrarían
los códigos.
Ethan subió a la moto. Cuando los sujetos intentaron
subir rápidamente a los autos, Amina los detuvo. Sería
inútil intentar capturarlos, sabían que no podrían hacerlo.
Miraron con odio la moto mientras se alejaba.
–¿Adónde iremos ahora? –preguntó Víctor.
–Tú conduce, yo te guiaré. Iremos a la casa de un vie-
jo amigo que me debe un gran favor.
Llegaron a un barrio donde había edificios muy hu-
mildes. La zona era muy oscura, ya era de noche. La luz
de la moto llamaba la atención de las pequeñas pandillas
que estaban reunidas en las esquinas.
–Es aquella pequeña casa –señaló Ethan.
Estaba rodeada por un alambrado en la entrada. La
puerta se caía a pedazos. Adentro, sobre el pasto crecido,
había un auto blanco desarmado y oxidado, sin las ruedas
y con los vidrios rotos.
Víctor estacionó y apagó la luz de la moto que daba
justo en la puerta de la casa.
- 235 -
–¿Estás seguro de que es aquí? –preguntó Víctor al ba-
jar.
–Así es. No tienes de qué preocuparte, estaremos a
salvo. Recuerda no mencionar nada de lo que sucedió.
Solo le diremos que me han asaltado.
Se encendió la luz amarilla de un foco que colgaba de
un cable justo arriba de la puerta. Un hombre robusto la
abrió. Tenía una espesa barba y el cabello largo. Se acercó
a la luz con una escopeta en las manos y dijo:
–Será mejor que se larguen si no quieren morir aquí
mismo.
–¡Querido y viejo amigo! –dijo Ethan.
–¿Ethan?
El hombre al haber reconocido su voz, se acercó muy
sorprendido para mirar más de cerca.
–¿Eres tú? ¡Vaya, Ethan! ¡Sí, eres tú! Qué alegría ver-
te...
–Ha pasado un año sin saber de ti –dijo Ethan–. Sigues
igual, Vallon, no has cambiado ni tu escopeta.
–Yo no planeo cambiar –contestó con una carcajada–.
Por favor, pasa...
–Él es Víctor, puedes confiar en él.
–Si es tu amigo, también es mi amigo… –respondió
Vallon con un apretón de manos.
El interior de la vivienda estaba sucio y con olor a en-
cierro. Había latas de cervezas vacías y aplastadas por
todas partes, y un sillón contra la pared frente a una vieja
televisión.
–Siéntense, por favor… –-dijo Vallon–. Dime, ¿qué te
trae por aquí, viejo amigo?
- 236 -
–Gracias por recibirnos. Sabía que podía contar conti-
go –respondió Ethan–. Nos han robado a pocas cuadras de
aquí y las cosas no terminaron bien… y huimos de inme-
diato.
–¡No cambias más, Ethan! Igual que tu padre…Aquí
estarás seguro, no te preocupes.
–Necesito pedirte un favor más.
–Lo que tú digas. Siempre estaré en deuda contigo.
–¿Podríamos pasar la noche aquí? A primera hora nos
marcharemos.
–Mi casa es tu casa, Ethan. Enseguida les acomodaré
algo para que puedan descansar.
–Gracias. No tienes que preocuparte, aquí en el sillón
estaremos bien. Una cosa más, un sujeto llamará por telé-
fono preguntando por mí...
–No hay problema. No preguntaré nada...
Ethan y Víctor estaban resguardados en la casa de Va-
llon, mientras yo permanecía en la casa del profesor junto
a su cuerpo y al de Josep Bueno. No sabía qué hacer, si
llamar a la policía o huir rápidamente. Decidí tomar el
papel que el profesor Millstein me había arrojado y guar-
darlo en el bolsillo. Pensé en llamar por teléfono a Ethan
antes de continuar, pero no quería involucrar a nadie más,
pues podrían rastrear el número con facilidad. Resolví
entonces escapar de inmediato. Odié dejar el cuerpo de
Josep, pero ya no había nada por hacer, y esta historia aún
no terminaba.
Antes de salir de la casa descubrí algo que me sor-
prendió: a pocos metros de la puerta principal encontré un
cuadro colgado en la pared en el que había dos personas
- 237 -
tomadas de la mano, muy enamoradas y riendo felices.
Una de ellas era el profesor y la otra era Amina, la dama
del vestido rojo, quien seguía con vida sin saber que su
esposo había muerto. Seguro cuando descubra quien lo
asesino, querrá venir por mí… y la estaré esperando…
- 238 -
CAPÍTULO XVII
Al abandonar la casa de Millstein me detuve en el
primer teléfono público que encontré. Saqué el pequeño
trozo de papel que me había entregado Ethan y marqué el
número que estaba escrito. Respondió de inmediato la voz
de un hombre:
–Hola… ¿Quién habla…?
–Bruce. ¿Se encuentra Ethan?
–Aguarda, enseguida lo llamo…
Muy alterado, Ethan atendió:
–¡Bruce!, ¿te encuentras bien?
–Sí, todo está bien.
–Mira… Al final no pudimos rescatar a Josep Ellos
nos intentaron engañar con otro sujeto parecido a él, pero
era todo una maldita farsa.
–Ethan, Josep ha muerto… Murió en mis brazos. No
lo pude salvar… No había nada que pudiera hacer en ese
momento.
–¡Maldición! ¿Qué fue lo que sucedió, Bruce…? ¿De
dónde llamas?
–Descubrí quién estaba detrás de todo esto. El líder de
la banda era mi profesor de la universidad, Frederick Mi-
llstein. Cuando me disparó, Josep interpuso entre nosotros
y me protegió con su cuerpo. Las balas impactaron en él;
no tardó mucho en morir desangrado en el suelo.
–¿Dónde está Millstein? –preguntó enfadado.
–También ha muerto…Tenía el cuarto y último frag-
mento del código. Ahora está completo. Lo tengo en mis
manos… Lo he leído y, luego de analizarlo varias veces,
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descubrí dónde Thomas Bueno había ocultado la piedra
antes de morir. Era en un lugar donde la soledad y el amor
caminaban de la mano en un triste desierto.
–Pasa a recogerlo. Luego nos reuniremos.
–¿Seguro? ¿No sienes curiosidad por saber dónde está
el código?
–Mi objetivo principal nunca fue el código, Bruce.
–Entiendo…
Acordamos que pasaría a recoger la piedra e iría a la
dirección donde me esperaban Ethan y Víctor. Al terminar
esa conversación, colgué y llamé a la policía. Les di la
dirección de la casa del profesor y les dije que había escu-
chado varios disparos y gritos que provenían del interior.
De inmediato colgué sin decir una palabra más y me mar-
ché del lugar antes de que llegasen las patrullas de policía.
Después de tantos sufrimientos, al fin tenía la piedra
en mis manos...
A la madrugada llegué a la casa de Vallon. Allí me
esperaban Víctor y Ethan ansiosos. La casa era muy oscu-
ra, por lo que debí apagar las luces del auto para no llamar
la atención. Abrí la puerta y descendí lentamente. Estaban
en la puerta alegres de volver a verme. Lo primero que
hicimos fue darnos un estrujón de manos y nos estrecha-
mos en fuertes abrazos. Sabíamos por todo lo que había-
mos pasado. La nostalgia y la alegría nos invadían al mis-
mo tiempo.
Ya era hora de marcharnos.
Creíamos que todo había acabado con la muerte de
Millstein. Debíamos ir a un lugar seguro y esperar a que se
- 240 -
tranquilicen un poco las cosas. Yo necesitaba descansar al
menos unas horas; estaba exhausto luego de tantos ner-
vios. Por un lado me sentía feliz porque todo había termi-
nado de una vez… pero había algo dentro de mí que no me
dejaba tranquilo...
–Larguémonos de aquí –dije.
–De acuerdo –respondió Víctor.
–Espérame en el auto, enseguida regreso –dijo Ethan–.
Saludaré a Vallon...
Mientras Víctor encendía su moto, Ethan caminó ha-
cia Vallon para despedirse y agradecerle su gentileza.
Luego sacó unos cuantos billetes de su bolsillo y se los
entregó. Vallon no quería aceptarlos, pero Ethan insistió.
–¡Hasta pronto, Vallon! Cuídate.
–¡Tú también, Ethan! Aquí estaré siempre que me ne-
cesites –respondió.
Con los motores encendidos, Víctor se puso a la par de
Ethan con la moto y preguntó:
–¿Qué haremos ahora?
–Debo ir a mi casa –respondió Ethan–. Ya no habrá
nadie allí. El jefe de la banda está muerto y esos sujetos
estarán asustados por un tiempo… Y después ya no ten-
dremos la piedra con nosotros.
–Te sigo –dijo Víctor.
Estábamos a pocas cuadras de la casa de Ethan. No te-
nía idea de qué haríamos con la piedra. Desconocía lo que
pensaban ellos, pues aún no habían dicho nada al respecto,
solo queríamos estar un momento a solas para conversar.
Mientras Ethan conducía hablamos de lo sucedido; no me
- 241 -
preguntó nada acerca de la piedra, solo se interesó por la
muerte del profesor.
–La venganza ya está saldada –dijo.
Le comenté lo poco que me había dicho Millstein
acerca de sus padres: él los había asesinado. Ethan perma-
neció en silencio hasta llegar a su casa.
Cuando nos detuvimos en el garaje abrió el portón pa-
ra entrar el auto y la moto. El sol estaba comenzando a
iluminar la ciudad. El sueño y el cansancio que tenía eran
devastadores. Por suerte, en la cuadra no se observaba
nada extraño.
Ethan fue al baño a mojarse la cara y el cabello. Para
él fue muy duro ese momento, pues por fin había confir-
mado la causa de la muerte de sus padres. Mientras, Víctor
y yo estábamos sentados en las sillas junto a la mesa prin-
cipal. Estaba a punto de darle detalles sobre el asesinato de
sus padres, pero decidí esperar, pues no tenía la informa-
ción exacta sobre lo que les había sucedido. El profesor
solo había dicho que había adelantado la muerte del padre
de Víctor.
Cuando Ethan se unió a nosotros, extraje la piedra de
mi bolsillo y la coloqué sobre la mesa. Era una joya mara-
villosa… Algo que jamás había visto, aunque no sé nada
al respecto. Era increíblemente preciosa… Su color era
impactante.
–“Gota de sol” –dijo Ethan–. ¿Así que tú eres la famo-
sa “Gota de sol? Permiso, amigos...
La tomó cuidadosamente con sus manos, la levantó
para observarla a través de la luz, y volvió a dejarla sobre
la mesa.
–Increíblemente perfecta, hermosa y única –agregó.
- 242 -
Luego Víctor la levantó, la miró desde todos los ángu-
los y la apoyó sobre la mesa como si solo fuera una piedra
más y no dijo nada al respecto.
Ya eran casi las siete de la mañana. Todos estábamos
extenuados mental y físicamente. Decidimos descansar un
par de horas y luego tomar una decisión.
Perly siempre estuvo dentro del auto, esperándome.
En ese momento estaba al lado nuestro, como si fuese una
persona más.
Cuando me recosté pensé en María Loren, mi hermosa
y amada María Loren. Siempre estaba en mi mente. Con
seguridad estaría preocupada pensando dónde estaría, pero
todo lo que hice fue para que no corriera peligro. Su des-
lumbrante y hermoso rostro alumbró mis días grises. La
amo más que a nadie en este mundo. Anhelo caminar to-
mado de su mano por un pasaje de tierra rodeado de her-
mosas flores que se balancean con la suave brisa de una
hermosa mañana. Ver sus labios reír y sus ojos iluminados
de amor, era una sensación única e inigualable. Daría
cualquier cosa por estar con ella.
Despertamos horas después creyendo que todo había
vuelto a la normalidad, hasta que de pronto Víctor subió
rápidamente la escalera y advirtió:
–¡Ethan! Un patrullero se ha detenido en la puerta de
tu casa.
Nos levantamos tan rápido como pudimos y miramos
a través de la ventana hacia la casa de enfrente. Había dos
policías golpeando la puerta y otros dos dentro del vehícu-
lo.
- 243 -
–Quizás quieran hablar contigo de lo que sucedió ayer
–dije.
–Esto no huele bien, muchachos –reflexionó Ethan–.
Generalmente en los móviles policiales se trasladan uno o
dos agentes, y ellos son cuatro. No olviden que la policía
también buscaba la piedra. Ya deben saber que Millstein
está muerto.
–Y los únicos involucrados en esto somos nosotros…
–agregué–. Amina era su esposa y, al ver el cadáver de
Josep Bueno, no habrá tardado en deducir que alguno de
nosotros mató a su marido.
–Si los policías están aquí por lo sucedido ayer, lo ló-
gico hubiera sido que vinieran ayer y no hoy –supuso Víc-
tor.
Mientras mirábamos cómo golpeaban la puerta una y
otra vez, inesperadamente Perly comenzó a ladrar inte-
rrumpiendo el silencio de la mañana. Uno de los policías
giró su cabeza y miró hacia enfrente. Luego se acercó a la
patrulla e hizo una llamada con la radio. Cuando terminó
de hablar, hizo una señal a su compañero para que lo
acompañara. Ambos cruzaron la vereda y caminaron hacia
donde estábamos nosotros.
Perly siguió ladrando hasta que logré contenerlo para
que no hiciera más ruido. Los dos policías ya estaban en la
entrada del garaje. Ethan bajó la escalera muy aprisa y
sigilosamente, y se quedó detrás para escuchar lo que de-
cían. Pronto se oyó un golpe contra el portón. Ethan nos
miraba para que no hiciéramos ningún ruido.
–No están aquí... –dijo uno de los policías, cansado de
esperar que alguien contestara–. Larguémonos, es inútil.
–Se escuchan los ladridos de un perro, pronto tendrán
que alimentarlo… –agregó su compañero.
- 244 -
–No esperaré aquí todo el maldito día… Pronto hará
tanto calor que esto será un infierno.
–Dejaremos una nota. Será mejor que alguien la lea
antes de que sea tarde…
En ese momento presentí algo extraño. Era seguro que
esto no había terminado. Temí por María Loren al oír esas
palabras. ¡Amina la conocía!
Minutos después pasaron por debajo del portón una
hoja doblada en dos. Luego volvieron a la patrulla y se
marcharon.
Los tres nos miramos asombrados, hasta que Ethan sa-
lió, levantó la hoja, la abrió y leyó en voz alta:
“¡SI QUIEREN VOLVER A VER CON VIDA A
MARIA LOREN, ESTA ES SU ÚLTIMA OPORTUNI-
DAD PARA ENTREGAR EL DIAMANTE! COMUNÍ-
QUENSE AL 2122171091”.
Mi mente se puso en blanco, me sentí un imbécil por
haberla involucrado. Me odié tanto que quedé impotente
tirado en el suelo llorando como un niño. Ella no tenía
nada que ver. Era muy injusto que sufriera por algo que
desconocía. ¡Esta vez estaba furioso! Algo dentro de mí
quería destruir todo lo que estaba a mi paso. Quería sentir
el sabor de la venganza; perdí el control completamente.
Odio y rabia brotaban en mi cuerpo. Si le pasaba algo ma-
lo a María no podría seguir viviendo...
Ethan y Víctor recordaron que la había nombrado una
vez. Al ver mi reacción intentaron tranquilizarme, pero no
lo lograron.
- 245 -
–Quédate tranquilo, Bruce –dijo Ethan–. Todo saldrá
bien, lo prometo.
–¡La encontraremos, amigo! –agregó Víctor poniendo
su mano en mi hombro.
Siguiendo un impulso, salí corriendo a la calle para
ver si todavía estaban cerca esos malditos y corruptos po-
licías. No temía enfrentarlos. Furia y dolor corrían por mi
sangre produciéndome una ira incontrolable.
Transcurrió una hora. Logré calmarme para analizar la
situación. Ethan y Víctor también pensaban qué era lo más
conveniente. Finalmente, Ethan habló:
–Tengo un plan… No sé si servirá, pero es lo mejor
que se me ocurrió. No tenemos más opción que llamar y
entregarles la piedra o María Loren sufrirá daños que qui-
zás no pueda resistir. Hasta ahí estamos todos de acuerdo.
Sería genial tenderles una emboscada. Pensé en un lugar
vacío o con poca gente para poder escondernos y verlos
desde lejos y así manejar la situación. Una vez que les
entreguemos la piedra y de que ellos liberen a María Loren
entraremos en acción.
–¿Quieres atacarlos después del intercambio? –
preguntó Víctor.
–No –intervine antes de que Ethan respondiera–. No
seguiremos. Ya hay muchas personas lastimadas. Debe-
mos terminar con esto. Les entregaremos la piedra y que
luego se maten entre ellos o que hagan lo que quieran.
Corrió mucha sangre por ese diamante, no sé cuántas vidas
se malograron por él.
Estaba rendido. Quería despertar de esa maldita pesa-
dilla: primero, aquel señor llamado Alfred Lordon; luego,
Josep Bueno, y ahora, María Loren. Esto ya había llegado
- 246 -
bastante lejos. Lo mejor era acabar con todo. No siempre
se gana en la vida. Hay que saber cuándo parar si no quie-
res seguir perdiendo más cosas.
Víctor y Ethan se quedaron callados. Ya no había nin-
gún plan. Era hora de llamar por teléfono y terminar de
una vez. Levanté el tubo y, mientras esperaba que me
atendieran, miré una foto vieja pegada en la pared con
cinta negra. Era de una revista. Su título decía: “No deses-
peréis. Vivid arduamente. No temáis nada y os sonreirá el
triunfo”.
La foto estaba dividida en dos. En el centro había una
roca gigante. En una de las imágenes se veía un día nubla-
do y oscuro, con tormenta y relámpagos, con la sombra de
una persona que estaba sentada al borde de un extremo de
la roca. La otra presentaba la sombra de una persona sen-
tada en el otro extremo de la piedra, pero en un día res-
plandeciente, soleado, con pájaros volando y el cielo es-
pléndido. Pensé que cada persona decide de qué lado quie-
re estar. Me vi sentado en el lado oscuro; todo era negati-
vo.
Cuando marqué el teléfono había perdido las esperan-
zas y temía no volver a ver a la mujer que amo.
Segundos después, concentrado en la imagen, me
atendió una mujer. No quise preguntarle nada; solo dije
unas palabras y luego corté sin esperar respuesta. Miré a
Víctor y a Ethan que estaban decaídos en sus sillas y les
informé:
–Estén preparados, tendremos el intercambio en tan
solo cuatro horas, en el lugar donde me encerraron… Ten-
go un plan...
Cuando mencioné lo del plan Ethan se puso de pie y
dijo:
- 247 -
–Estoy contigo en cualquier cosa que decidas hacer,
Bruce. Tienes todo mi apoyo.
–Cuenten conmigo para lo que sea –agregó Víctor.
Verlos entusiasmados me hizo sentir más seguro.
–Nos reuniremos en aquella fábrica abandonada cerca
del mar y haremos el intercambio. Una vez que todo esté
bajo control, pondremos manos a la obra.
–¿Tienes en cuenta que intentarán matarnos una vez
que les hayamos entregado la piedra? –preguntó Ethan.
–Pensé en eso, pero no lo harán.
–¿Qué tienes en mente? –quiso saber Víctor.
–Cuando todo haya terminado serán arrestados. No
todos los policías son corruptos, solo irán los que estén
interesados en el diamante, esos son los corruptos.
–¿Cómo los atraparemos? –preguntó Ethan.
Abrí la guantera del auto y saqué una tarjeta.
–¡Aquí está! Ocultaremos cámaras y micrófonos por
todo el lugar y lo transmitiremos en vivo. Los policías
corruptos ya estarán allí; luego llegarán los buenos para
salvarnos, y, si eso no sucede, estaremos perdidos.
Le entregué la tarjeta a Ethan y a Víctor. Al leerla ex-
clamaron:
–¡Alexander!
–Así es. ¿Recuerdan cuando le salvamos el pellejo en
aquel bar? Bueno, aquel joven con anteojos es ingeniero
en informática, trabaja con computadoras y otros compo-
nentes. No lo expondremos, que quede claro, solo le pedi-
remos ayuda. Saldré a buscarlo ya mismo y luego iré di-
recto al lugar de encuentro. No hay tiempo que perder, mi
futura esposa está en peligro. Tenemos cuatro horas para
preparar todo...
- 248 -
–Manos a la obra –dijo Ethan y agregó. Aquí tengo un
rifle con mira, que quizás pueda ser de gran ayuda.
– Déjamelo a mí eso, ahora… ¡Acabemos con esto! –
contestó Víctor muy ansioso.
Ethan y yo fuimos en su auto directo a la universidad
donde se alojaba Alexander. De allí nos trasladaríamos a
la fábrica donde Víctor nos estaría esperando. A Perly lo
dejamos en el garaje para que no le sucediera nada malo.
Al llegar a la universidad, preguntamos en la recep-
ción donde podíamos hallarlo. Nos dijeron que estaba en
la habitación quince del primer piso. Rápidamente
subimos la escalera y caminamos por el pasillo buscando
la habitación.
Cuando la encontramos, llamé a la puerta con fuerza,
pero nadie atendió. Volví a golpear una y otra vez hasta
que se abrió y salió un joven de piel blanca con el cabello
negro largo hasta el cuello; llevaba puesto un arito en el
labio inferior, estaba en cuero, tapado únicamente con una
sábana blanca desde la cintura hasta los pies. Se asomó
por la puerta entreabierta para que no se pudiera ver lo que
pasaba adentro y dijo de mal modo:
–¿¡Qué diablos quieren!?
Intenté mirar el interior de la habitación. Había una
chica en ropa interior color azul acostada sobre una cama
que estaba pegada contra la pared.
–Buscamos a Alexander –respondí.
–¿¡Molestas por ese idiota!? –nos preguntó enojado–.
¡Váyanse al carajo!
Volvió a cerrar la puerta con un fuerte empujón en
nuestra cara. Pero Ethan, muy tranquilo, llamó de nuevo
- 249 -
hasta lograr que la volviera a abrir. Entonces no le dio
tiempo a decir ni una sola palabra, golpeó fuertemente con
sus dos brazos la puerta, haciendo caer al imbécil sentado.
Ethan caminó hacia él, lo tomó del cabello y le dijo agre-
sivamente:
–¡Ahora mismo me dirás dónde está Alexander!
El chico lo miró asustado, sin poder reaccionar, mien-
tras la chica intentaba cubrirse las partes íntimas con la
almohada.
–Está en el laboratorio B, con sus estúpidas máquinas.
–¿Dónde queda? –le volvió a preguntar Ethan, mien-
tras le soltaba el pelo y lo ponía de pie.
–Al final del pasillo, doblando a la derecha. Es la úl-
tima puerta.
–¿Tan difícil era decir eso?
Salimos de la habitación en busca de Alexander.
Cuando llegamos al laboratorio lo encontramos senta-
do frente a una computadora. Nos acercamos por detrás y
lo llamé:
–Alexander…
El muchacho giró y al vernos dijo sorprendido:
–¿¡Qué hacen aquí!? Pensé que me habían olvidado...
–Nos alegra verte, pero no tenemos tiempo para mu-
chas explicaciones. Necesitamos tu ayuda.
–¡Claro! Estoy en deuda con ustedes. ¿En qué puedo
ayudarlos? –dijo excitado y contento, como si todo allí
fuese tan aburrido que el solo hecho de vernos le causó
mucha adrenalina.
–Necesitamos filmar algo en vivo, para transmitirlo a
una red policial.
–¿Ilegal o legal? –respondió.
- 250 -
–Ilegal, pero si todo sale bien, será legal, te lo prometo
–respondí.
–No me dirán qué está ocurriendo, ¿verdad?
–Por ahora no –respondió Ethan con firmeza.
–Bueno... De todas maneras no tengo mucho para ha-
cer aquí, solamente crear algún que otro programa para
computadoras...
–Excelente –respondí–. Larguémonos ya mismo, no
hay tiempo que perder.
–Igualmente, no tenías otra opción –dijo Ethan rien-
do–. Por cierto, ya no tendrás que preocuparte por tu com-
pañero de cuarto.
Alexander parecía estar muy entusiasmado cuando
terminamos de cargar los equipos dentro del auto, y ni
siquiera sabía en lo que se estaba involucrando. No deja-
ríamos que le sucediera algo malo. Solo le pediríamos que
nos ayudara con las cámaras y luego que permaneciera
escondido lejos del lugar para controlar la situación desde
allí.
Mientras nos dirigíamos a la fábrica hizo varias pre-
guntas. Era algo normal ya que, después de todo, esperá-
bamos que en algún momento las hiciera, así que le expli-
camos brevemente lo sucedido. Bueno… no todo, ya que
podía asustarse y negarnos su ayuda.
Al llegar, rodeamos el lugar y estacionamos en la par-
te trasera. Cuando bajamos del auto vimos a Víctor espe-
rándonos sentado en su moto.
Al ingresar traté de evocar cómo era el lugar pero fue
inútil, pues me habían sacado casi dormido y con la cabe-
za cubierta, de modo que no pude ver nada. Aún así, me
- 251 -
trajo muy malos recuerdos. Se me hizo un nudo en el es-
tómago con solo pensar lo que había pasado allí… Pensé
que había sobrevivido una vez y volvería a hacerlo, pero
esta vez ellos no se saldrían con la suya.
El plan era muy arriesgado, pero era lo único que po-
díamos hacer. María Loren no tenía por qué estar pasando
por ese sufrimiento. Nunca se los podría perdonar, ni si-
quiera yo me perdonaría el haberla involucrado en todo
eso. Traté de no pensar más y resolví enfocarme en nues-
tro propósito.
Alexander se quitó los anteojos, los limpió con su re-
mera y luego se los volvió a colocar. Observó atentamente
el lugar y dijo:
–Ya ubiqué el sitio justo para esconder la cámara.
–Espero que haya electricidad aquí, si no nada funcio-
nará –dijo Ethan mientras buscaba en la paredes algún
enchufe.
–¡Encontré los interruptores! –dijo Alexander–. Te-
nemos electricidad, pero no hay suficientes tomas, necesi-
taremos un cable largo. Igual, si mis cálculos no fallan, no
tendremos problemas. Síganme, por favor…
Caminamos detrás de Alexander, mientras a cada paso
medía la distancia que había hasta el centro de la fábrica.
Subimos la escalera; en el primer piso había un balcón que
rodeaba la planta baja. Señaló el único tomacorriente que
encontró y preguntó:
–¿Qué les parece aquí, detrás de esta columna? Colo-
caré la cámara en la barandilla del balcón y la ataré con un
alambre. La transmisión del video en vivo no se podrá ver
con claridad, pero la ventaja será que, desde aquí arriba,
no sospecharán nada y tendrán una imagen casi completa
del lugar…
- 252 -
–Confiamos en ti, Alexander –dije con seguridad–. Si
crees que es lo mejor, así será.
–¡A trabajar entonces! –anunció Ethan–. Pronto esta-
rán aquí y debemos estar preparados.
Dejamos a Alexander trabajar tranquilo mientras no-
sotros tres bajamos para pensar los pasos a seguir.
Sabíamos que no teníamos muchas armas, solo una
cada uno. Sería inútil usarlas contra todos ellos, ya que
con seguridad nos superarían en número. Haríamos todo
tal cual ellos nos lo ordenaran hasta tener a María Loren a
salvo. Eso era lo primordial. Nos preocupaba la idea de
que, luego de entregarles la piedra, intentaran matarnos.
Por lo tanto, decidimos dejar el auto en la puerta trasera de
la fábrica para escapar de inmediato.
Ethan y yo, haríamos el intercambio. Nos pararíamos
en el centro del salón para esperar su llegada. Víctor per-
manecería escondido en un lugar seguro para apuntarle a
Amina por si intentaba hacer algo y para hacerles creer
que no estábamos solos.
Faltaban solo veinte minutos para la hora acordada
cuando ya teníamos todo preparado. Nos reunimos los
cuatro en el centro del lugar, justo donde sería el encuen-
tro.
–Quiero decirles que ha sido un orgullo encontrarme
con ustedes en este camino –dije mirándolos a los ojos–.
Sin importar lo que pase hoy, sepan que hicimos lo mejor
y que siempre los recordaré. Pueden contar conmigo para
lo que sea, “Caballeros de la noche…”.
–Son personas increíbles –continuó Ethan–. Jamás los
olvidaré.
- 253 -
–Hace tiempo que estoy solo, desde la muerte de mi
padre –dijo Víctor–. Ahora no puedo decir lo mismo, pues
sé que siempre tendré a quien recurrir cuando lo necesite.
–Bueno… Yo nunca he tenido amigos y he sido la
burla de todos. Ustedes fueron los únicos que me acepta-
ron como soy, por eso estoy aquí y aquí seguiré apoyándo-
los en lo que necesiten –agregó Alexander.
–¡Por Josep Bueno! –exclamé con orgullo–. ¡Por sus
padres! ¡Por las personas que perdieron la vida! No deja-
remos que esto termine así… Pongámosle un final feliz a
esta historia…
Eran solo unas palabras de aliento que nos ayudarían a
seguir adelante, levantando nuestro ánimo y reforzando
nuestros deseos de triunfo.
Cada uno se ubicó en su puesto. Alexander se ocultó
arriba, donde pudiese controlar desde su computadora la
interferencia de la cámara con la red policial. Llamaría a la
policía local una vez que todos estuvieran en el centro de
la fábrica y daría el canal justo para que pudieran ver en
vivo lo que sucedía.
Víctor se acomodó en un lugar seguro, donde no pu-
diese ser visto para anunciar la llegada de los sujetos.
Ethan y yo nos paramos en el centro, con la piedra
guardada en mi bolsillo, y esperamos a que llegasen de
una maldita vez.
Los autos se aproximaban. Víctor anunció la llegada
de dos patrullas de la policía y la de dos autos negros. To-
dos estábamos en nuestros puestos preparados para el fi-
nal.
- 254 -
Una vez allí, bajaron más de diez personas armadas
con fusiles de alto calibre. Los que vestían trajes se ubica-
ron en diferentes sitios y los policías se mantuvieron
reunidos en su lugar.
Ethan y yo permanecimos parados en la boca del lobo.
Enseguida nos vimos rodeados. Amina descendió de uno
de los autos acompañada de cuatro personas y caminó
unos metros hasta acercarse a nosotros.
–Volvemos a encontrarnos, Bruce… –dijo–. Esta vez
dejemos el juego para otro momento o morirán ambos y
ella también.
–Eso es lo que queremos –respondió Ethan cortante.
–Muéstrenme la piedra, luego les daremos a María Lo-
ren –dijo Amina y dio la señal al sujeto que estaba parado
junto al auto para que abriera la puerta trasera. El hombre
obedeció y sacó brutalmente de un brazo a María Loren.
Allí estaba ella, con la cara descubierta, una cinta pla-
teada en su boca para que no pudiese hablar, con los ojos
hinchados por las lágrimas que habían derramado. Era la
mujer más hermosa y buena que conocí. Había padecido y
soportado el maltrato de estos malnacidos. Tenía un vesti-
do veraniego blanco que le llegaba a las rodillas. Por un
momento sentí que perdía la razón. Solo quería correr ha-
cia ella y darle un abrazo eterno, aunque sería inútil, no
llegaría a ella sin que me disparen. Me contuve y dije fu-
rioso:
–Suéltenla y les prometo que tendrán la piedra.
–Primero la piedra… –replicó Amina.
El punto de la mira del rifle que tenía Víctor apareció
en el centro de la frente de Amina. Desgraciadamente, se
apuró y esto alteró a los bandidos, que de inmediato reac-
cionaron empuñando sus armas hacia nosotros.
- 255 -
–¡Si disparan tú también morirás y nadie verá la piedra
jamás! –le grité a Amina.
Muy serena caminó hasta María Loren y le colocó su
arma a un centímetro de la cabeza.
Me costaba contener mi ira al ver la mirada triste de
María. Toda esta situación se estaba saliendo de control.
Había que hacer algo en ese instante o nos matarían a to-
dos. Ya fuera que les entregáramos el diamante o no, trata-
rían de eliminarnos. La única salida era esperar a que las
cámaras hubieran transmitido lo que estaba ocurriendo al
Departamento de Policía y que ellos estuvieran en camino.
–¡Liberen a María Loren y les prometo que les daré el
maldito diamante que tanto desean!
–Bien. Suéltenla –ordenó Amina.
El sujeto que la sostenía del hombro la soltó. Inmedia-
tamente corrió hacia mí muy asustada y nerviosa. Temí
que le dispararan por la espalda, pero cuando me abrazó
todo a mi alrededor se nubló. Contuve la respiración, tomé
con ambas manos su rostro y le dije:
–Te amo. Cuando dé la orden, corre, ¿de acuerdo? Si
algo malo te pasa no podría vivir…
Ella negó con la cabeza y sin importar lo que podía
sucederle si permanecía a mi lado, me contestó:
–Nunca más me alejaré de ti, mi amor. Si debemos
morir juntos, que así sea.
Sus palabras fueron un sonido resplandeciente en mi
corazón. No tuve tiempo de reaccionar pues Amina inter-
vino rápidamente:
–Tu turno, Bruce –contestó a medida que daba unos
paso lentos hacia nosotros.
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La miré con odio y repugnancia y saqué el diamante
de mi bolsillo.
–¿Esto es lo que quiere, verdad? Por esto han muerto
tantas personas, ¿cierto? Ahora ya lo tiene…
Cuando Amina ya estaba a medio paso de mi, le en-
tregue el diamante en su mano. Aproveche la oportunidad
al ver que estábamos sin salida, la tome impulsivamente
del brazo y le apunte con mi arma por detrás de la cabeza.
–Ahora diles que no disparen, o te matare –dije repul-
sivamente en su oído.
Amina me observo de reojo y dudo si apretaría el gati-
llo. Me vi obligado hacer algo de inmediato. Dispare ins-
tantáneamente hacia el techo.
–¡Dilo! –dije nuevamente mientras tenia mi arma pe-
gada en su nuca.
–¡No disparen! –ordeno Amina enfada.
Aproveche la ocasión y camine con ella hacia la salida
trasera, pero cuando note que a la mayoría de las personas
que estaban allí le era insignificante la vida de Amina, ya
que lo que importaba era la piedra. La empuje y grité:
–¡Ahora!
Los tres corrimos velozmente hacia el auto mientras
todos ellos seguían con la mirada el diamante. Ethan, Ma-
ría y yo estábamos totalmente expuestos a los disparos.
Rogaba que Amina no diera la orden. Sin embargo, no
tardó en gritar:
–¡Que no escapen!
A pocos metros de llegar al vehículo, comenzaron los
disparos. Las enormes columnas nos cubrían, pero no era
suficiente; ellos avanzaban y la muerte nos acechaba a
- 257 -
cada instante. Un tiro pegó en una de las paredes, a menos
de un paso de nosotros.
Ethan me miró fijamente y dijo:
–No nos salvaremos todos. Huye con María, los retra-
saré lo más que pueda…
Me negué, pero ya era demasiado tarde. Ethan se ha-
bía quedado detrás de una columna disparando constante-
mente hacia los sujetos. Cubrió nuestras espaldas hasta
que subimos al auto.
Pisé el acelerador para escapar rápidamente de ahí. La
salida estaba bloqueada. Intenté dar marcha atrás, pero los
disparos destrozaron en mil pedazos el vidrio trasero.
Mantuvimos la cabeza fuera del blanco; presioné nueva-
mente el acelerador y choqué contra un auto negro que se
interpuso en el camino. Estábamos atrapados, era el fin.
Moriría allí, entre las balas, junto con la mujer que amaba.
Le tomé con fuerza la mano y, a pesar de la situación en la
que nos encontrábamos, le dije con una sonrisa:
–Todo saldrá bien, mi amor. Quiero que sepas que lo
más lindo que me pasó en la vida fue haberte conocido.
Las gotas de sudor caían por mi frente. Una lágrima
atravesó mi rostro. Se me taparon los oídos por el fuerte
ruido de los disparos que volaban sobre nosotros y otros
que golpeaban contra la chapa del auto… Cerré los ojos y
la abracé. Fue en ese momento en el que se produjo el mi-
lagro que tanto esperaba: comenzamos a oír las sirenas de
las patrullas policiales que rodeaban la fábrica. También
había llegado un grupo de las fuerzas especiales. Los dis-
paros cesaron de inmediato y se escuchó una voz amplifi-
cada por un megáfono:
–Los tenemos rodeados. No intenten nada más o abri-
remos fuego.
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Los malvivientes arrojaron sus armas al suelo. Todo
salió como lo esperábamos.
Sabía que algo iba a ocurrir, no les puedo explicar
cómo, pero lo sabía. Si tan solo hubieran demorado un
minuto más, nos hubieran encontrado muertos.
Cuando uno tiene fe y esperanza todo es posible.
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Epílogo
Un mes después…
Luego de aquel episodio trágico cada uno regresó a su
hogar.
Yo volví a mi departamento y descansé hasta recupe-
rarme por completo. Reflexioné sobre todas las cosas que
habían ocurrido y traté de mirar el lado positivo en todo
momento.
Llamé a la casa de mi madre, pero no para contarle lo
ocurrido, ya que ella no sabía nada y no la quería hacer
sufrir. Nadie atendió el teléfono; dejé un mensaje en el
contestador diciéndole cuánto la amaba y que iría a verla
para celebrar Noche Buena, para abrazarla y agradecerle
todo lo que había hecho por mí a lo largo de su vida...
Luego salí, tomé el autobús y fui al cementerio para
despedir a Josep Bueno. En la entrada compré un colorido
ramo de flores. Caminé por la angosta senda arbolada has-
ta que vi a Ethan, parado junto a la sepultura, observándo-
la fijamente.
–¡Un verdadero hombre! –le dije sorprendiéndolo por
detrás. Nos dimos un conmovedor abrazo, pero no tan
fuerte pues ese día él recibió un disparo en su hombro de-
recho. Luego miró atentamente la sepultura y dijo:
–Que en paz descanses...
Recordé sus últimos momentos, cuando me salvó la
vida. Pese al poco tiempo que lo traté, puedo decir que era
una excelente persona y un ejemplo a seguir.
De pronto, interrumpió el silencio del lugar el incon-
fundible sonido de la moto de Víctor. Estacionó a unos
- 260 -
metros y se acercó a nosotros con un ramo de hermosos
jazmines. Primero le dio un fuerte apretón de manos a Et-
han mirándolo a los ojos con orgullo y luego a mí. Apoyó
el ramo en la tumba y dijo:
–Siempre te recordaremos…
Yo estaba conmovido profundamente, tenía ganas de
llorar y de reír al mismo tiempo.
–Esto es lo que esperaba Josep antes de partir. En este
momento estará orgulloso de nosotros –dije al recordar
cómo nos llamó cuando lo conocimos: “Los caballeros de
la noche”.
–Lo está, Bruce, lo está –afirmó Ethan–. Ahora des-
cansa en paz con tu familia, donde quiera que estés, viejo
Josep.
Después de varios minutos en silencio, Víctor le pre-
guntó a Ethan:
–¿Cómo está tu hombro?
–Ha mejorado bastante en muy poco tiempo; las se-
cuelas son leves a esta altura.
–Me alegra escuchar eso –intervine–. Tengo algo que
quisiera leerles acá, justo frente a Josep. Es la unión de los
cuatro códigos: un simple poema que descifraba el lugar
donde estaba escondido el diamante “Gota de sol”.
Saqué de mi bolsillo una hoja doblada en cuatro par-
tes. La desplegué y leí en voz alta:
La tierra color sangre se ha entregado
ante el inmenso sol que la ha mirado,
y eternamente anonadado,
él ha quedado.
Ella todo lo absorbe, todo lo carga:
- 261 -
lo que camina, lo que duerme,
lo que retoza y lo que pena;
transporta vivos y lleva muertos.
Ella es mi más querida tierra roja.
Un árbol grande y fornido
que solo y deprimido ha permanecido
por cien años aburrido.
Y en cordial semejanza,
buen árbol, quizá pronto te recuerde,
cuando brote en mi vida alguna esperanza.
Revolviendo en mi alma el recuerdo,
que hoy aquí, dejo en este entierro.
Sobre el seno de una gigante roca
escribo estas calladas estrofas,
adornadas de ensueño e historias rotas.
Porque eres el ejemplo de firmeza
suave y difícil de penetrar
que hoy caes en mi vida
tan rápido y sin pensar.
Roca única en tu especie,
esperas a que alguien te encuentre
y te ame eternamente.
Llegar desde un punto extraño
por una fina y larga carretera,
hasta el punto final más lejano
- 262 -
donde ella me ha arrojado.
Simplemente donde escondo mi dolor
y le sonrío a la vida,
porque no tengo otra opción.
Acompañado de las montañas reverdecidas,
espiadas por el inmenso cielo,
me detengo en el único lugar que puedo.
Para allí esconder esta fuente de vida,
que conmigo llevo.
Al terminar de leer el poema, dije, mientras guardaba
el papel nuevamente en mi bolsillo:
–Increíble, ¿verdad? Nosotros estuvimos sentados allí
y… ¡jamás hubiéramos imaginado que el diamante estaría
debajo de nosotros!
–¡¿Qué?! ¡¿Qué quieres decir?! –tartamudeó Víctor–.
¿Que el diamante estaba detrás de aquella gasolinera, don-
de nos sentamos a descansar en la roca gigante bajo el
único árbol?
–Así es –afirmó Ethan–. Thomas Bueno se detuvo en
ese lugar cuando iba camino al centro de la ciudad, quería
alejarse lo más posible de sus seres amados para no cau-
sarles ningún tipo de problema. Pero ya era tarde y él no lo
sabía.
–Cuando se detuvo, caminó igual que lo hice yo –
intervine–. Al bajar en la estación a cargar combustible,
caminé unos pasos para apreciar el paisaje que había de-
trás de la construcción. Observé el campo y las montañas a
los lejos. Sentí un viento frío y cálido a la vez que pasaba
por todo mi cuerpo. Caminé por la tierra colorada hacia el
solitario árbol y, cuando llegué, me senté en la única roca
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que había allí, observando el amanecer que se presentaba
ante mí en aquel tranquilo y desolado lugar.
–¡Increíble! –exclamó Víctor–. ¡Qué casualidad!
–Dudo de las casualidades –dije–. Todo se nos presen-
tó como tenía que ser. No creo que el destino esté armado,
sino que cada uno elige y arma su propio camino.
De repente una hoja verde se desprendió de una rama
que colgaba sobre mi cabeza y cayó en mi hombro; luego,
balanceándose lentamente siguió hacia el suelo. Miré al
cielo y vi una paloma blanca que aterrizó sobre la misma
rama y después voló hasta la sepultura de Josep Bueno.
Los tres nos quedamos sorprendidos e inmóviles; sabía-
mos que era una señal de que él estaba allí. Segundos des-
pués dije:
–Por último, les mostraré lo que envolvía y protegía al
diamante enterrado en la tierra.
Extraje un segundo un papel arrugado y sucio de mi
bolsillo, y leí:
Cuando lean esto, seguramente ya no estaré aquí. Por
eso entrego al azar de la naturaleza este hermoso diaman-
te, creyendo que todo cambiará para bien, entendiendo
que si hay algo inevitable en esta vida es la muerte. Son
muchas las cosas que van a quedar sin hacer. Es poco el
tiempo que tenemos… Muchos sueños han quedado sin
cumplir y proyectos sin concluir. Tengo tanta vida en mí
que todavía quiero vivir, pero sé que no lo podré hacer.
Disfruten de la vida. Tómenla con las manos, sacúdanla y
disfruten cada segundo. Siempre digan lo que sientan y
hagan lo que piensan. Hoy puede ser la última vez que
vean a los que aman, ya que si el mañana nunca llega,
seguramente lamentarán el día que no se tomaron tiempo
- 264 -
para sonreír, para abrazar, para dar un beso y que estu-
vieron muy ocupados para concederles un último deseo.
Porque aquí veo el final de mi rudo camino, cuando yo fui
el arquitecto de mi propio destino. Tal vez sea lo mejor
terminar con mi vida, para así descansar eternamente en
paz.
Ya todo había terminado. El diamante “Gota de sol”
regresó a su dueño, el que lo expuso en los museos más
importantes del mundo. La empresa de seguros nos dio
una recompensa de quince millones de dólares por haberlo
encontrado y devolverlo a quien le pertenecía.
Decidimos tomar una parte y abrir una organización
totalmente gratis para aquellas personas que sufren graves
enfermedades.
–¿Qué harán con el resto del dinero, amigos? –
preguntó Ethan antes de despedirse, mientras se colocaba
los anteojos de sol.
–Compré un pequeño yate –respondí–. Me iré unos
días a descansar por un mar tranquilo y luego visitaré a mi
madre para las fiestas de fin de año.
–¿Irás solo?
–Claro que no. Viajaré con la persona que transforma
mis mañanas un sueño único, la que me hace tocar el cielo
con tan solo estirar la mano, con la mujer que amo… Ma-
ría Loren y, por supuesto, el viejo Perly vendrá con noso-
tros… Ustedes, ¿qué tienen pensado?
–Primero, ya cancelé todas mis deudas –respondió
Víctor–. Luego abrí un taller de grandes y lujosas motoci-
- 265 -
cletas en el centro de la ciudad y aprovecharé mi tiempo
libre en lo que siempre quise hacer: manejar un auto de-
portivo y viajar sin destino…
–Pues consíguete una mujer pronto –dijo Ethan rien-
do–. Yo llevaré a cabo el proyecto que siempre soñé con
mi padre. Y como verán, señores, una hermosa mujer me
está esperando en el auto.
Nos dimos vuelta para mirar y allí estaba la joven ru-
bia de ojos claros que le dio el número de teléfono en el
bar donde conocimos a Alexander. Por supuesto que no
nos olvidamos de él: le dimos una buena parte del dinero
por ayudarnos a capturar a los corruptos.
Olvidé mencionar que mi vecina, la señora Adler, ¡no
había fallecido! La noche anterior en que fui al hotel The
Roosevelt, logré informar a la enfermera lo que estaba
ocurriendo, la trasladamos a otra habitación y así la ocul-
tamos hasta que pasara el peligro. Hoy la señora Adler se
encuentra descansando en perfectas condiciones en su de-
partamento con una costosa cobertura médica las veinti-
cuatro horas, a mi cargo.
Luego de explicar y probar todo lo que me había ocu-
rrido, en mi trabajo decidieron concederme unos días de
licencia para que me recupere de lo que había sufrido. De
todas maneras, me planteare la idea de volver a ese traba-
jo.
Ahora, y lo más importante de todo: todas las personas
que estaban involucradas en el robo del diamante, tanto
por los asesinatos como por las estafas, fueron condenadas
a pasar sus vidas encerradas en prisión.
Antes de terminar este relato, quiero agradecer a Ethan
y a Víctor que guardaron las notas que escribí durante el
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infierno que padecí en aquella habitación, las que me im-
pulsaron a concluir esta historia.
Ahora estoy escribiendo las últimas palabras dentro
del pequeño yate blanco, mientras disfruto de una hermosa
travesía por las aguas de un pacífico mar, observando un
maravilloso paisaje, junto al viejo Perly recostado en el
suelo. Mientras tanto, frente a un delicioso desayuno ser-
vido en la mesa, espero a que despierte mi querida amante
incondicional, mi prometida y el único amor de mi vida,
María Loren.
Fin
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