PIERRE BOSSIER
HENRY DUNANT
INSTITUTO
HENRY-DUNANT
GINEBRA
1974
Documento Facilitado
Por WILLIAMS
GUZMAN
PRÓLOGO
Carecíamos de una biografía sucinta de Henry
Dunant dirigida a todos los públicos. Por azar
providencial, Pierre Bossier, director de Instituto que lleva
el nombre del promotor de la de la Cruz Roja, había
dictado un texto de esa índole poco antes de su muerte. La
víspera misma del trágico accidente que había de privarnos
de su presencia, revisó el boceto y pidió a la señora Ivonne
de Pourtalés que le completase y le diese forma definitiva,
Ella ha cumplido el encargo con competencia y talento.
Jean Pictet
Presidente del Instituto
Henry-Dunant
Detesta a los fariseos y a los hipócritas. Quiere
que «le entierren como a un perro», después de su
muerte, sin las ceremonias que para él ya nada
significan. En el Hospital de Heiden, ocupa la
habitación número 12.
Cuando la oportunidad pasa, es preciso saber
aprovecharla. George Baumberger no la
desperdiciará. ¡Qué ganga para una joven
periodista! Se entera de que Henry Dunant, el
fundador de la Cruz Roja, vive aún. ¡Qué noticia!
Todos creían que había muerto. Desde hacía varios
años, nadie pronunciaba su nombre. Y sin embargo,
he aquí que desde hace una vida recluso en una
aldea de la Suiza Alemana. Baumberger se apresura
a llegar allí. En el hospital, se le dice que se dirija a
la habitación número 12.
Ante aquel reportero tan lleno de curiosidad, el
patriarca duda primeramente en confiarse. Después,
de pronto, como si el peso de los recuerdos le
venciese, se abandona. La voz es un poco cascada,
el párpado oculta un poco la mirada, pero ¡Qué
fuego todavía, que tumulto interior en ese hombre
que hace, de una vez, el relato de la existencia más
singular, mas zarandeada, que nunca hubo!
El Artículo de Baumberger causó sensación;
reproducido por numerosas publicaciones periódicas
dio, en unos días, la vuelta a Europa.
Aquel año de 1895, todo el mundo conocía la
Cruz Roja. Después de Europa, había pasado a
América, a África, a Asia; 37 países tenían
sociedades nacionales de la Cruz Roja, Algunas de
la cuales eran potencias considerables que poseían,
en propiedad, hospitales, escuelas. Trenes sanitarios.
La Cruz Roja había intervenido 38 conflictos
armados, inscribiendo en los hechos su divisa que
parece un reto: Inter Arma Caritas. Cientos de miles
de heridos de guerra que sin ella, hubiesen muerte
abandonados en el campo heridos de guerra que,
habían sido devueltos a la vida.
El convenio de Ginebra sobre los heridos fue
firmado por 42 Estado y los juristas empiezan a
percatarse de que es uno de los más sólidos bastiones
del derecho internacional.
¡Qué contraste entre ese despliegue
prestigioso y aquel personaje miserable que, de
repente, sale de la sombra! ¿No es él, sin embargo,
quién fundó todo eso?
Unos meses más tarde, el 8 de mayo de 1896,
con motivo de su LXVIII aniversario, es la
apoteosis. Llegan, del mundo entero, mensajes
emocionados y administrativos a Dunant. El Papa
le escribe de su puño y letra. Otros grandes
personajes, también. Recibe testimonios tangibles de
la gratitud que merece de todo el mundo. Alemania
organiza una suscripción en su favor. Un congreso
de mil médicos rusos le adjudica el premio de
Moscú, por los servicios prestados a la humanidad
doliente. Suiza y varios países le proporcionan
ayuda. Muchas sociedades Nacionales de la Cruz
Roja e instituciones benéficas le nombran su
miembro o presidente de honor.
De la noche a la mañana, Dunant volvió a ser
famoso. Indiferente a la gloria, cerró su puerta a los
visitantes ilustres, se atrincheró contra los intrusos,
se abalanzo con el entusiasmo de antaño en el
combate a favor del arbitraje internacional, del
desarme y de la paz.
Europa vibra otra vez por estos llamamientos
y el parlamento noruego le concede, en 1901, el
primer Premio Nobel de la Paz compartido con su
antiguo compañero de lucha, el gran pacifista
Frédéric Passy.
Pero Dunant conoce el valor de los honores.
De todas las disposiciones oportunas para legar su
fortuna, en la cual no quiere tener parte, a obras
filantrópicas en Suiza y en Noruega; escribe páginas
proféticas sobre «El Porvenir Sangriento» del mundo
en el siglo XX; recibe a algunos niños, a muy pocos
amigos, y muere el 30 de octubre de 1910, el mismo
año en que mueren dos grandes figuras por las
cuales él sentía idéntica admiración; Florence
Nightingale y León Tolstoi.
Henry Dunant nació el 8 de mayo de 1928 en
Ginebra. De esa ciudad y de la buena burguesía de
que procedía, recibió en herencia su trato social, su
amplitud de miras y una estricta educación
protestante.
Su madre, hermana del célebre físico Daniel
Colladon, tuvo, como escribiría sus memorias, gran
influencia sobre si persona.
Una obra humanitaria tan grande, tan universal, no
surge, como por casualidad, de las circunstancias. Es
precioso, en primer lugar, que el instrumento empleado esté
preparado de antemano para el trabajo que ha de realizar.1
Ella despierta en él
Un vivo interés por los desgraciados, los
menesterosos, los humildes los oprimidos. Desde los 18
años (Dunant) dedica su tiempo libre a visitar a los
indigentes, a los enfermos, a los moribundos, llevándoles
socorro y consuelo. A los 20 años, pasa sus tardes de
domingo enfrascado en lecturas de viajes, de historia, de
ciencia elemental, y visita a los condenados en la prisión de
Ginebra. En una palabra había comenzado a preocuparse
por los heridos de la vida, en tiempo de paz, mucho antes
de ocuparse de los heridos de guerra.
Su padre, Jean-Jacques Dunant, negociante y juez
en la Cámara Tutelar, le enseña a contar al mismo tiempo
que le incita a obrar el bien. A su salida del colegio,
Dunant sigue un cursillo bancario. Pero a partir de 1849,
inspirado por el espíritu de Rével y con una fe personal
ardiente, forma parte del grupo juvenil de la Iglesia Libre;
se pone en relaciones epistolares con grupos semejantes de
Inglaterra, de Francia, de Alemania, de Holanda y de
Estados Unidos. Enseguida entrevé la posibilidad de un
movimiento internacional y ecuménico y funda, en 1855,
con sus amigos reunidos en París para la Exposición
Universal, la Alianza Universal de la Uniones Cristianas
de Jóvenes, más conocida con el nombre de YMCA.
A la primera ocasión, sale de Ginebra. Va a buscar
en Argelia, Conquistada unos veinte años antes por los
ejércitos de Luis Felipe. Aquella tierra ofrecida al espíritu
de empresa le apasiona inmediatamente. La recorre como
observador muy perspicaz. Llega hasta Túnez y escribe
acerca de este país un libro modestamente titulado « Notice
sur la Régence de Tunis», donde manifiesta ya la vivacidad
de su estilo. Estudia con detención el Islam y, a
diferencia de la mayoría de los cristianos de la
época, se acerca a esa religión, denominada pagana,
con el mayor respeto y no oculta y la admiración
que le merece en muchos aspectos. Incluso tomado
lecciones de árabe y hace difíciles ejercicios de
caligrafía. Más todavía, se deja de ganar por el
aprecio hacia aquella población Djémila, una gran
explotación agrícola, se promete que, con él, el
obrero argelino será feliz y estará bien pagado.
Eso era no tener en cuenta la mala voluntad
de los poderes públicos. La Sociedad Anónima De
Molinos de Mons – Djémila, que Dunant funda en
1858, reúne todas las condiciones para tener. El
lugar había sido se sensatamente elegido, el capital
era suficiente; el molino mismo estado equipado de
la manera más moderna. No quedaba más que
seguir las tierras que habrían de proporcionar el
grano. Por desgracia, las oficinas eran de obras de
oído. Aunque Dunant las espoleaba y multiplicaba
las propias gestiones, no había nada que hacer.
Apuntando más alto, se erige entonces a París,
donde insiste en los ministerios; recibe siempre las
mismas respuestas dilatorias.
Más arriba todavía, no quedaba sino una sola
institución: el emperador en persona.
Desafortunadamente, Napoleón III estaba muy lejos
de las Tullerías. Había tomado el partido y favorecía
la causa de la independencia italiana y, a la cabeza
de los ejércitos franceses, combatía contra las fuerzas
austríacas mandadas por el joven Emperador
Francisco José.
Así pues, Dunant irá a Lombardía.
Cuando Dunant llegó aquellas regiones
azotadas por la guerra, ya habían tenido lugar en
varios combates: Montebello, Palestro, Magenta.
Todos perciben claramente que el encuentro
decisivo no tardará.
Esa batalla, la más sangrienta que Europa
conociese después de Waterloo, comienza el 24 de
junio de 1859, en las proximidades de Solferino.
Dunant estaba bien cerca. En su carricoche, lanzado
al galope, hoy es perfectamente el cañón. Unos
instantes más, y recibirá el mayor choque de toda su
vida.
Al anochecer, entra en Castiglione. Está allí,
en la confusión y el desorden, donde está
amontonada buena parte de los pedidos llegados
desde el vecino campo de batalla. Nueve mil de ellos
pululan en las calles, en las plazas, en las iglesias. Es
el encuentro inesperado brutal, con los horrores de
la guerra.
Aterrado, Dunant se apea. Recorrer la ciudad,
sube por el camino hacia la iglesia, la Chiesa
Maggiore. A todo lo largo de aquella pendiente, por
un alcantarillado hecho para canalizar el agua de
lluvia, fluye sin interrupción, durante días y días, la
sangre.
Dunant entra a la iglesia. Hay heridos por
doquier. Unos llorosos o postrados, otros gritando
de dolor. La nave del templo está llena de nubes de
moscas y de un olor atroz causado por las
deyecciones y por la gangrena.
No tenía conocimiento médico alguno; se
esforzaba en limpiar las tierras, e improvisar
apósitos y en acomodar un tanto las yacijas de los
heridos, mezclados de cualquier manera en el suelo.
Todos aquellos desdichados parecía la tortura de la
sed. Dunant iba a las fuentes para llevarles deber.
Recogía las últimas voluntades de los moribundos,
pasaba su brazo bajo la cabeza de ellos y les daba un
último consuelo. Consiguió hacerse ayudado por
algunas mujeres del lugar. Vacilaban ellas, al
principio, en atender a los militares franceses,
porque temían de regreso triunfante de los austriacos
que, pensaban, las castigarían por haber asistido a 1 Esta citación y las siguientes fueron traducidas del texto original francés.
soldados enemigos. Pero Dunant las persuadió de
que el sufrimiento es el mismo para todos y que sólo
eso cuenta. Bien pronto ellas repiten que él: Tutti
Fratelli
Al lado de la compasión, hay otro sentimiento
que crece en Dunant: la indignación. En los labios
de todos aquellos heridos de los que él no se aparta
ni de noche ni de día, brotar, sin cesar, una frase:
¡Ah!, Señor, hemos peleado bien y ahora se nos abandona.
He aquí lo que y como edad Dunant: el
abandono. En el campo de batalla, apenas hay unos
pocos mulos para ir a buscar algunos heridos. Los
otros quedan abandonados a los salteadores que,
llegada la noche, no dudan en despojarlos de sus
ropas. Morirán de agotamiento y sed. Por lo que se
refiere a los heridos que tienen la suerte de encontrar
a un camarada compasivo, o que logran arrastrarse
hacia los lugares en que esperan hallar asistencia, su
situación no es mucho mejor.
Dunant estar bien situado para comprobarlo
no hay sino seis médicos militares franceses para
prestar asistencia a los 9,000 heridos de Castiglione.
No es ello el defecto de unas al desafortunado. Con
horror se entera de que siempre ocurre así. Esa
desproporción monstruosa sede de arte los servicios
sanitarios de los ejércitos son irrisorios. Casi
inexistente un el soldado que ya no puede batirse no
interesa a nadie.
El viaje de Henry Dunant, hombre de
negocios, fue un fracaso. La entrevista tan esperada
con Napoleón III no tuvo lugar. De regreso a París,
reanudó su lucha contra la inercia de las
administraciones. Pasaron de ese modo dos años, de
antecámara y antecámara. ¿Se es humana la
vivienda de Castiglione en el olvido? ¡No! Le
hostigan las escenas de las que fue testigo
horrorizado; le persiguen con oscuras exigencias,
como si él tuviera ya sé todavía algo…
Bruscamente, no resiste más; regresa a ginebra
y se encierra en su habitación. Arrastrado por una
inspiración irresistible, escribe un libro: Recuerdo de
Solferino.
El choque recibido al descubrir los aspectos de
la guerra que, en General, se intentan disimular y
ocultar, quisiera turnan a hacerlo sentir a sus
lectores. Les hará penetrar, tras él, en los medios del
campo de batalla, en la pestilencia y en la sangre. Es
un éxito. Es, incluso una obra maestra, de las más
bellas páginas de la escuela naturalista. Los
Hermanos Goncould, críticos tan acervos de
ordinario, anotan en su diario:
Estas páginas dos Colman emoción. La sublimidad
toca en el fondo de la fibra. Es más hermoso, mil veces más
hermoso que Homero, de la Retirada de los Diez Mil, que
Todo… Terminada la lectura de este libro, se maldice la
guerra.
Tal maldición, donan la siente más que nadie y
nadie puede leer en su relato sin compartir ese
sentimiento. Pero no es ésa la finalidad perseguida.
Su objetivo se cifra en mostrar lo que hay de odioso
en movilizar a soldados, exponiendo los a mil
fatigas, a mil peligros, para dejarlos morir después
como perros, cuando el fuego del enemigo los haya
puesto fuera de combate.
Dirige, pues, un llamamiento a la opinión
pública:
Por siguiente, hay que hacer un llamamiento…
A los hombres de todos los países y a todas las clases
sociales, tanto a los poderosos de este mundo, los
más humildes artesanos. Se erige tanto a las mujeres,
los hombres… Hoy y dando al General, el mariscal
de campo, al filántropo y al escritor…
Y Dunant hace propuestas concretas:
… Habrían de aprovecharse ocasiones
extraordinarias de reunión de los jefes militares
pertenecientes a nacionalidades distintas en una especie de
congreso para formular algún principio internacional,
convencional y sagrado, que, una vez aceptado y ratificado,
serviría de base para las sociedades de socorro en pro de los
heridos en diversos países de Europa.
La humanidad y la civilización existen
imperiosamente una obra como esa, ¿Qué príncipe,
que es soberano negará su apoyo…? ¿Qué estado se
negara a prestar su protección a quienes quieren así
preservar la vida de ciudadanos útiles a su país…?
¿Qué oficial, en General…, que intendente militar,
el cirujano mayor…? ¿No habría un medio durante
el tiempo de paz y el tranquilidad, para formar
sociedades de socorro cuya finalidad pues heladas el
que se preste asistencia a los heridos, en tiempos de
guerra, por voluntarios abnegados, incondicionales y
bien cualificados para una obra de esa índole?...
He ahí la cuestión.
Innumerables cartas, llegadas de toda Europa,
le muestran a Dunant que él había sabido tocar la
fibra romántica, tan sensible en aquella mitad del
siglo XIX. Pero hay un hombre para quien derramar
lágrimas no basta.
Gustave Moynier tenía apenas poca más edad
que Dunant. En aquel año de 1862, cuando apareció
Recuerdo Solferino, contaba 36 años. Trabajador
infatigable, este jurista decidido entregarse a la causa
el de bienestar ajeno. Estudiaba a fondo los
problemas sociales y, una actividad entre otras
tantas, presidía la respetable sociedad de Utilidad
Pública.
Una vez leído Recuerdo Solferino y habiendo
probado su conclusión, Moynier era un hombre que
no podía permanecer inactivo. Vista a Dunant; estos
dos hombres son complementarios y, por lo demás,
tan diferentes como es posible, por eso, jamás se
comprenderán. Sin embargo, se pone de acuerdo: es
necesario fundar, en Ginebra, un pequeño comité
que sirva para poner en práctica las ideas de Dunant.
Formado en febrero de 1863, este comité está
integrado, ¡oh sabiduría!, Por cinco personas
solamente:
El General Dufour, primer Presidente,
Gustave Moynier, que lo presidía a continuación,,
no de Hierro, durante medio siglo, Henry Dunant,
secretario, El Dr. Louis Appia, apasionado por la
cirugía de guerra, y el Doctor Theodore Maunior.
Estos cinco « Señores de Ginebra » conciertan
en seguida su plan de acción.
Con Dunant, piensan que todos los países
deberían organizar sociedades que dispusieran, ya
en tiempo de paz, de «Socorristas voluntarios»
formados por ellas, de depósitos de material médico,
de camillas, de apósitos. En caso de sobrevenir una
guerra, tales sociedades habrían de acudieron
inmediatamente al teatro de operaciones para
secundar a los exiguos servicios de sanidad de los
ejércitos respectivos.
Eso parece simple, pero faltaba saber si los
gobiernos, los estados mayores, la intendencia
tolerarían la presencia de personas civiles, de
aficionados, en el campo de batalla. Ante todo había
que cerciorarse.
Al igual que para Guillermo I de Prusia, quien
confiaba al Zar de Rusia que no resultaba fácil ser
rey bajo el canciller Bismarck, no resultaba cómodo
para Moynier a ser Presidente Bauer secretario
Dunant, pero Dunant le empujaba a emprender una
nueva aventura.
He aquí el asunto: departiendo sobre la guerra
y hablando con su amigo holandés, el Dr. Basting,
Dunant se había enterado de que, si un médico
militar avanza la entre las líneas, el enemigo no
dudaba en disparar sobre el mismo. Y ¿por qué no
habría de hacerlo? Nada indicaba que el ser militar
llegarse hasta allí para transportar a heridos. Si era
médico en la infantería, lleva Valor informe de
oficial de infantería si era médico en la caballería,
tenían un informe y oficial de caballería: era, pues,
una diana admitida. Dígase otro tanto para el caso
de un furgón enemigo que pasará: se intentaría
destruirlo. ¿Habría heridos en su interior? ¿Cómo se
podía saber? Y he aquí que, detrás de las líneas
enemigas, hay una tasa alrededor de la cual se ven
soldados en faena: un objetivo que habrá de
alcanzarse. Es lástima que no se pudiera saber que
estaba allí una enfermería de campaña. Éste hubiera
sabido, no se habría disparado. ¿Por qué abatir a
unos desdichados que ya estaban en condiciones de
no causar perjuicios?
El mérito inmenso de Dunant consistió en
haber dado con el medio de poner fin a situaciones a
la vez crueles y absurdas. Y el medio por él
propuesto es tan sencillo que todos extrañan de no
haber pensado antes en lo mismo: es el sello que
distingue la solución genial.
Bastará adoptar un signo que no sea el mismo
para todos los ejércitos sino que habrán de llevar los
médicos y los enfermeros; se lo pondrá en los
vehículos de ambulancia; flota en lo alto de lazaretos
y de hospitales de campaña; en una palabra, el
emblema habría de designar a todos aquellos que,
aun formando parte los ejércitos, no participase en,
de modo alguno, en los combates, y que, por esa
misma razón, nada justificaba que fuesen
combatidos. El signo habría de hacer « tabú » a
quien lo llevarse; habría de conferirle un estatuto
jurídico nuevo, que Dunant llama la «Neutralidad».
Resultaba eso tan nuevo que incluso los otros
Miembros Del Comité Internacional recibieron, al
principio, esta idea con mucha frialdad. Por otra
parte, les parecía que tal empresa era
desproporcionada para sus fuerzas. ¿No sería
necesario lograr que los gobiernos se
comprometieran recíprocamente por medio de un
tratado de derecho internacional? Ahora bien, nunca
se había visto tal cosa. Es cierto que había un
derecho consuetudinario de la guerra, que ciertos
usos se imponía, pero un contrato en buena y debida
forma, que modificarse el comportamiento de los
beligerantes en el campo de batalla parecía
inconcebible. ¿No era precisamente la guerra la
ruptura del derecho?
¿Pero cómo resistirá Dunant, sobre todo
cuando sus aliadas eran la lógica y la humanidad?
Recorrió a un medio bien sencillo: escribir a
todos los soberanos de Europa para invitarles a que
se hiciesen representar en una conferencia para la
cual sea el fijaba lugar y fecha: Ginebra, 26 de
octubre de 1863. Después, a primeros de septiembre,
por su propia cuenta, y a pesar de las reticencias de
sus colegas, fue al Congreso Internacional De
Estadísticas de Berlín para exponer sus ideas,
comprobar numerosas simpatías en los ambientes
internacionales, «Hacer agitación». Fue allí donde se
encargó de redactar, con su amigo Basting, una
circular que hice imprimir pagando él los gastos y
por su exclusiva iniciativa, para invitar a que los
gobiernos enviasen universidad delegados a la
Conferencia De Ginebra. Añadió al concordado
puesto por ginebra la idea de la neutralización
infirmó la circular:
« El Comité De Ginebra ».
Durante las recepciones que tuvieron lugar en
el transcurso de aquel congreso, se entrevistó con
personalidades oficiales a las que arrancó la promesa
de intervenir ante los respectivos gobiernos para el
envío de delegados Ginebra. Fue presentado al Rey,
al Príncipe Real, a la Princesa Real; todos habían
leído su libro y le dispensaron una cálida acogida.
Después, se trasladó a Dresde, a Viena, a Munich,
donde fue recibido sucesivamente por el rey Juan de
Sajonia, por el archiduque Rainiero, por el ministro
de la guerra de Baviera, etc. etc.…. Por todas partes,
Dunant suscitó el entusiasmo.
Una nación que no se uniese de esta idea quedaría al
margen de la opinión pública en Europa, un
Le dijo Juan de Sajonia. ¡Qué gran éxito!
El 20 de octubre, Dunant regresó a Ginebra.
La comisión de los cinco se mostró muy reservada
respecto de la circular de Berlín. Moynier le recibió
muy fríamente y consideraba la idea de
neutralización por lo menos prematura.
No obstante, llegaban las respuestas más allá
de toda esperanza.
El 26 de octubre, se abre la Conferencia
Internacional En Ginebra, que corresponde
plenamente a lo que de la misma esperaban sus
organizadores. Fue un éxito inmenso: 18
representantes de 14 gobiernos se estuvieron
presentes. Sin embargo, los oficiales superiores, los
médicos militares, los intendentes que integraban la
asistencia de mostraron al principio, cierta
desconfianza, debía a la novedad y tal atrevimiento
del proyecto que se les presentó. Pero todos
convinieron en que los Servicios De Sanidad de los
ejércitos resultaban insuficientes; admitieron que
sociedades bien organizadas, equipadas ya en
tiempo de paz, podrían prestar valiosos servicios y
salvaron numerosísimas vidas humanas. La
conferencia aprobó finalmente es cierto número de
resoluciones; he aquí las principales:
Art. I – Existe en cada país un comité, cuyo
mandato consiste en ayudar en tiempo de guerra, sí
hay caso, por todos los medios a su alcance, al
servicio de sanidad de los ejércitos.
Art. 5. – En caso de guerra, un comité de las
naciones beligerantes suministran, en la medida de
sus recursos, socorros en a sus ejércitos respectivos;
en particular, organizar y ponen en actividad a los
enfermeros voluntarios, dígase en preparada, de
acuerdo con la autoridad militar, locales para cuidar
a los heridos.
¿En qué se reconocería a tales
auxiliares?¿Cómo se en los distinguiría de las
simples personas civiles? Consultemos todavía las
Resoluciones:
Art. 8. – Los enfermeros voluntarios llegan, en
todos los países, como signo distintivo uniforme, un
brazo al blanco con una cruz roja.
¿Y la neutralización, tiende a tan cara Dunant?
Entre los tres votos emitidos por la
conferencia, he aquí el segundo:
Que la neutralización de las ambulancias y de los
hospitales militares sea proclamada, en tiempo de guerra,
por las naciones beligerantes, y que sería igualmente
admitida del modo más completo, para el personal
sanitario oficial, para los enfermeros voluntarios, para los
habitantes del país que acudan a socorrer a los heridos y
para los heridos mismos.
P tengamos la fecha que figura bajo este texto
fundamental: 29 de octubre de 1863. Es el día que en
que nació la Cruz Roja.
Menos de dos meses después, el « Comité
Internacional De Socorros Para Los Militares
Heridos » - tal es en adelante la denominación del
comité de los cinco – tiene la satisfacción de
enterarse de que había sido fundada en Wurtenberg
la primera Sociedad De Socorros. A continuación,
las cosas se suceden en unas a otras muy
rápidamente. En menos de un año, aparecen diez
nuevas Sociedades: en el Ducado de Oldenburgo,
en Bélgica, en Pusía, en Dinamarca, en Francia, e
Italia (Milanesado), en Mecklenburgo, en España y
en Hamburgo.
Para Moynier, aceptar una idea era poderse
al trabajo. Y, de nuevo, Dunant y el comparten la
tarea. Moynier redactaría el texto de aquel
tratado que quería conseguirse. En cuanto a
Dunant, se ilustra, una vez más, en lo que hoy
llamaríamos « Relaciones públicas ».
El medio clásico, para llegar a la firma de
un tratado, es la reunión de una conferencia
diplomática. Pero eso era superior a la
competencia de unos simples particulares. Se
necesitaba la mediación un gobierno que cursase
las invitaciones. Ese gobierno serial de suiza, que
siempre se prestó a la maniobra y afectó convocar
la conferencia; no en Berna, capital de Suiza, sino
de Ginebra, ciudad que había visto nacer la Cruz
Roja. Quedaba crear la atmósfera, suscitar el
interés de las cancillerías, convencerlas para que
enviasen, ginebra diplomáticos debidamente
habilitados para firmar el nuevo instrumento
internacional. De ellos se encargó Dunant. Dado
que Alemania ya se había adherido ampliamente
a sus ideas, era en forma ansía donde tenía que
actuar. Llevó a cabo con tal acierto sus gestiones
que consiguió hacer entrar en su juego al ministro
de Asuntos Exteriores de Francia, Drouyn de
Lhuys. Las embajadas de Francia recibieron la
instrucción de daré a conocer a los gobiernos ante
los cuales estaban acreditadas que el Emperador
Napoleón III tenía un interés personal por la
neutralización de los Servicios De Sanidad. No
haría falta más que los otros países de Europa
emprendiesen ese mismo camino.
Abierta el 8 de agosto de 1864, la
conferencia al grupo a los representantes de 16
gobiernos, que ya habían estudiado una
documentación preparadas por El Comité
Internacional. Desde los primeros instantes, se
sentía que estaban animados por un sincero deseo
de lograr resultados positivos. El proyecto de
tratado, que Moynier redactara, estaba también
he hecho que no exigía, por parte de los
congregados, sino retoques de pormenores. Unos
días bastaron, pues, a los plenipotenciarios,
reunidos en el viejo Ayuntamiento de Ginebra,
para ponerse de acuerdo sobre el texto definitivo.
Art. 1. – Las ambulancias y los hospitales
militares serán reconocidos neutrales, y como
tales, protegidos y respetados por los beligerantes
mientras haya en ellos heridos o enfermos.
Art. 2. – El personal de los hospitales y de
las ambulancias, incluso la Intendencia, de los
servicios de Sanidad, de administración, de
transporte de heridos, así como los capellanes,
participaran del beneficio de la neutralidad
cuando ejerzan sus funciones y mientras haya
heridos que recoger o socorrer.
Art. 7. – Se adoptara una bandera distintiva
y uniforme para los hospitales, las ambulancias y
evacuaciones que, en todo caso, irá acompañada
de la bandera nacional.
Tambien se admitirá un brazal para el
personal considerado neutral; pero la entrega de
este distintivo será de la competencia de las
autoridades militares.
La bandera y el brazal llevaran Cruz Roja
en fondo blanco.
He aquí como reapareció el emblema de la
Cruz Roja. Un año antes, no servía más que para
designar a los auxiliares voluntarios afiliados a las
Sociedades de Socorro para los heridos. Ahora,
tenía una significación totalmente distinta;
confería a quien los llevase, al vehículo que del
mismo fuese provisto o al edificio sobre el cual
ondease, un estatuto particular; les protegía en
virtud de un acuerdo firmado por las potencias:
Convenio de Ginebra de 22 de agosto de 1864
para el mejoramiento de la suerte de los militares
heridos en los ejércitos en campaña.
Esa es una fecha que también es preciso
retener, pues este pequeño convenio de diez
artículos marca un hito en la historia de la
humanidad; abre la puerta e todo el derecho
convencional de la guerra y también a todo el
derecho humanitario. De él parten los Convenios
de la Haya y, más directamente aun, los
convenios de Ginebra.
Si Dunant no intervino ya oficialmente en
las sucesivas conferencias internacionales – a
excepción de la celebrada en Paris, el año 1867,
en la cual aceptó ser relator sobre la cuestión de
los prisioneros de guerra – trabajo solo, contra el
viento y marea, para propagar sus ideas y hacer
que se protegiese, mediante convenios
diplomáticos o acuerdos internacionales, a los
prisioneros de guerra a los heridos y a los
naufrago de la Marina, así como también a
ciertas personas civiles. Pasarías mucho tiempo
para conseguirse eso mismo sin él.
Ya en esa época,
habían surgido disensiones
en el seno del Comité De
Ginebra; se hacían
reproches a Dunant, que él
se negaba a refutar;
Moynier a no confiada en
él. Cansado, Dunant
dirigió, el 29 de mayo de
1864, poco antes de la
apertura de la conferencia, a Moynier en esta
carta:
Ahora, Señor, Creo haber hecho todo lo que me
era posible para hacer avanzar nuestra obra y hacerla
progresar; deseo es aparecer completamente. Así pues,
no cuente conmigo para una colaboración activa; vuelvo
a la sombra. La obra está avanzada; yo he sido sino un
instrumento en las manos de Dios; ahora corresponde a
otros más calificados fomentarla y hacer que mejore.
Moynier no aspecto esta dimisión; Dunant
se dio a sus instancias. Así, seguirá como
secretario del Comité Internacional hasta 1867.
En junio de 1866 estalló la guerra entre
producía y Austria.
El viejo imperio austriaco mostraba lentitud
en solemnes: no había aún, en Viena, Sociedad
De Socorros para los heridos; el gobierno no se
había adherido al Convenio De Ginebra la
situación, por lo que respecta a Prusia, era
totalmente contraria: allí estaban ya
admirablemente organizadas las sociedades de la
Cruz Roja; todos conocían el Convenio De
Ginebra. Así pues, habrá diferencias, que serán
grandísimas. Por una
parte, un servicio de
Sanidad insuficientes;
por la otra, médicos y
enfermos militares a
los que se agregarán
numerosos equipos
perfectamente
formados y
admirablemente
equipados. El
gobierno austriaco y
se aplicará a la letra del Convenio De Ginebra,
sin exigir reciprocidad por parte del enemigo. El
balance se refleja en vidas humanas; es tan
elocuente, incluso antes de finalizar esta hierba
que duró siete semanas, Austria se adquirió al
Convenio De Ginebra.
Berlín recibió el triunfo a las tropas que
regresaban victoriosas de Bohemia. La ciudad se
presentaba engalanada; el ejército desfiló bajo las
banderas y los arcos triunfales. En el palco real,
entre el esplendor colorista de los uniformes,
estaba un hombre en levita negra: Henry Dunant.
Le había invitado a la reina Augusta, quien había
asistido personalmente a los heridos y conocía las
ventajas de la obra colocada bajo el signo de la
Cruz Roja.
Por la
tarde, Dunant
fue huésped de
la familia real.
Guillermo I le
expresó su
admiración, así
como la
importancia que
para él tenía el
Convenio De
Ginebra. Dos días más tarde, Dunant fue recibido
del nuevo en palacio. La reina llevaba un brazal
con la Cruz Roja, en su honor. Terminada la
comida ella conversó prolongadamente con
Henry Dunant; rememoró la emoción con la cual
había leído recuerdo de Solferino; le digo que era
su discípula y por ello, a despecho del cólera,
había sentido al deber de acudir al lado de los
heridos. Dunant estaba en el colmo de la dicha.
Recibía la recompensa de vida a toda su
pesadumbre. ¿Podía su obra ser refrendada de
modo más halagador? Era el Capitolio. La Roca
Tarpella está a dos pasos.
Hay asuntos que se solventan por sí
mismos. Desafortunadamente, la sociedad
anónima de molinos de Mons-Djémila no era uno
de esos, y los cuatro años dedicados por su
director a la salvación de los heridos de hierba no
había mejorado la situación. Era el final; una
sacudida podía hacer que el edificio se
derrumbarse. En 1867, se declaró en quiebra un
banco del que Dunant era uno de los
administradores: le Grédit de Genevois. El
tribunal de comercio dictó hoy, contra los
administradores del establecimiento, un fallo
severo. Pero el nombre de Dunant no figuraba.
Un año más tarde, en segunda instancia, el
tribunal civil condenó a todos los administradores
de la sociedad, pero únicamente Dunant fue
considerado responsable por haber« engañado a
sabiendas» a sus colaboradores.
Era la ruina repentina y total, con una
deuda que ascendía a casi un millón. Dunant
conoció la noticia en París. Jamás volvería a ver
en su ciudad natal.
Narrará, pasando el tiempo, en que miseria
había caído, obligado, a veces, a dormir por la
noche en los bancos de los paseos públicos o en
las salas de espera de las estaciones ferroviarias.
Su estómago, lacerado por el hambre, ese día
satisfacción ante una panadería. Sus calcetines
estaban agujereados; teñía sus talones con tinta
china.
Y, sin embargo, fue convocado, por la
emperatriz Eugenia, en aquellas circunstancias, le
dimos a Monterrey a las Tullerías para pedirle
que el convenio de ginebra no ampliará a la
marina. Defendió la causa de los prisioneros de
guerra.
Entretanto, el Comité Internacional se
inquietaba. El verano de 1867, antes del juicio del
Tribunal de Primera Instancia, Moynier e intentó
deshacerse de Dunant. Durante la Exposición
Universal en París en el transcurso de Las
Conferencias Sociedades De La Cruz Roja,
escribió a su Madre, con fecha de 25 de agosto:
Yo hice como que no veía al Sr. Moynier y,
puesto que éste no se erigió a mí, no nos vimos ni nos
hablamos.
No obstante, en la primera sesión, Dunant
fue nombrado miembro honor de los Comités de
Austria, de Holanda, de Suecia, de Prusia y de
España. Recibió, con Gustave Moynier y el
General Dufour, la medalla de oro de la
Exposición.
Anticipándose, escribió Dunant, el 25 de
agosto, una carta al Comité Internacional, carta
que gusta de Moynier leyó en sesión el 8 de
septiembre; en ella presentaba su dimisión como
secretario del Comité se añade en las actas:
Se le responderá y que su dimisión se acepta no
sólo como secretario sino también como miembro del
comité.
Tal era el descrédito moral que acompañaba a
una quiebra financiera en aquel final del siglo XIX.
Tales eran las consecuencias en la ciudad de
Calvino.
Sobrevino la guerra de 1870 entre Francia y
Prusia. Financieramente, a Dunant no le iba mucho
mejor. ¿Con qué esfuerzos, por qué milagro
consiguió salir de su insignificancia? ¡Ministerio!
Pero, para socorrer de nuevo a los heridos, en la
superficie.
Dunant había conversado largamente ya,
como se recordará, con la emperatriz Eugenia, que
le había convocado al palacio de las Tullerías, el 7
de julio de 1867, para hablarle de su deseo de ver
«Participar en el
beneficio de la
neutralidad,
proclamado en el
Convenio de
Ginebra, a los
marinos heridos, a
los soldados
náufragos asi como
los edificios y a al
personal designado
para socorrerlos en
las marinas de todas las naciones.»
Dunant escribió a la Emperatriz, el 20 de
agosto de 1870, para comunicarle una nueva idea,
que es prolongación del convenio de Ginebra:
Su Majestad La Emperatriz considerará tal vez
esencialmente útil por oponer a por lucía la neutralización
de cierto número de ciudades en las que se alojarán los
heridos, quienes se encontrarán, así, protegidos contra los
avatares de los combates.
Esta sugerencia quedó sin respuesta; pero la
idea estaba lanzada aquí, en varias ocasiones, los
beligerantes conseguirán, ulteriormente, habilitar
tales zonas de seguridad, en las cuales heridos y
refugiados habían de encontrar acogida.
Tanto y tan bien actuó Dunant que el gobierno
francés, demasiado olvidadizo del Convenio De
Ginebra, se decidió a publicar el texto. Y sobre
todo, Dunant ser multiplicaba a favor de los heridos.
Tomaban parte activa en el envío de ambulancias
que la sociedad francesa de socorros a los heridos
asignada para los campos de batalla.
Como antaño en Castiglione, visitaba y
reconfortada a los heridos trasladados a París.
Innovó la aplicación de la placa de identidad que
había de permitir identificar a los muertos. Se
ocupaba en hacer reconocer como beligerantes a los
cuerpos francos y a la guardia móvil que, como él
dice, va vestida de blusa y no tiene un informe, para que
no se les fusile igual que a campesinos indebidamente
armados. Era ya a proteger a los «guerrilleros» lo que
él intentaba que se aceptase.
Durante la comuna, no solamente dio pruebas
de calidad sino también de heroísmo. Común a
sangre fría extraordinaria, arrancó numerosas vidas
al furor de los Federados. Y, para prevenir los
excesos que temía por parte de los Versalleses,
atravesada las líneas como peligro de su vida he
intercedió ante el Señor Thiers. Sin embargo, le
cercaban las sospechas: ¿quién era ese hombre? ¿Un
espía al servicio Alemania, un miembro de la
«internacional» que todos los gobiernos de Europa
convendrían en arrestar, aprisionar y fusilar?
Confusión entre la «Internacional De Los
Trabajadores» y la «Obra Internacional» de la Cruz
Roja. La policía no estaba dispuesta a hacer
distinciones tan sutiles…
Restablecida la paz, Dunant, indignado por
todo lo que había visto de egoísmo y cobardía, se
hunde otra vez en la miseria. Don Quijote sin
Rocinante y sin escudero, escapa hacia horizontes
más amplios. Su pensamiento está lleno de
proyectos a escala mundial; entre ve lo que podría
ser el mundo si los conflictos fuesen tratados por
entidades internacionales, sobre las bases del
derecho internacional, ante un alto tribunal de
arbitraje. Para ello hay que educar a la población,
dará apertura el pensamiento, oriental y la
perfección con miras a la construcción de la paz.
Resultaba imposible volver sobre proyecto de
biblioteca internacional, que él había lanzado en
1866. Las primeras publicaciones, aparecidas en
parís el año 1869, precedieron por poco a la guerra.
No le quedaba sino un «recibo» por sigue mil
francos, que no cobrará jamás.
Mi tiempo y mi trabajo se han perdido. La
idea, sin embargo, era buena…
De hecho, era el pensamiento precursor de la
UNESCO.
Se hará, en cambio el Campeón ambulantes de
otros dos grandes proyectos que le persiguen desde,
por lo menos, 1866: «La repoblación de Palestina
por el pueblo judío» y la protección de los
prisioneros de guerra. Su programa relativo a
Palestina se adelanta tanto a su tiempo, por su
realismo y su inteligencia profética, que nadie lo
comprenderá. Únicamente los sionistas y le
considerarán como un pionero, lo que ellos
declararan en el Primer Congreso Sionista, en
Basilea, el año 1897, en la voz de Theodore Herzl.
Hoy, en las colinas de Jerusalén, trece, en
medio del bosque de árboles dedicados a los
bienhechores estén la humanidad, el de Henry
Dunant. Pero sus ideas distan mucho de haberse
realizado todas. Sin duda, podrían servir todavía de
base a soluciones pacíficas para los problemas
pendientes en medio oriente.
¿Los prisioneros de guerra? Desde 1863, antes
de la primera Conferencia Diplomática, Dunant se
había preocupado de ellos; en 1867, había hecho un
informe en las conferencias de parís. Labor vana.
Reanudó la lucha, fundó un comité especial en
París, desde donde escribió a su familia en junio de
1872:
¡Ah! Sí ellos supieran de mis inquietudes, de mis
tormentos, de mi angustia, De mis pesares y de mi
abandono absoluto… Heme aquí Presidente del comité
permanente internacional para realizar un convenio que
regule la suerte que han de correr a los prisioneros de guerra
en todas las naciones civilizadas.
París no estaba dispuesta a oírle; así es que
Dunant irá a Londres. En el transcurso de la
conferencia queda en agosto de 1872, tiene tanta
hambre que no consigue llegar al final de su
discurso. Unos días después, sin embargo, dará otro
en Plymouth sobre el arbitraje internacional y en ella
expone el proyecto de un alto tribunal internacional
de arbitraje: grano caído en tierra…
Tantas pruebas no son inútiles, escribía él a su
familia el 31 de diciembre de 1873:
Estas pruebas nos purifican y nos capacitan para el
reino de Dios; pero son difíciles de soportar, no por las
privaciones materiales y la preocupación por el mañana,
sino por el sufrimiento moral que me embarga pensando en
vosotros, en los cuidados, inquietudes, en las molestias que
tenéis por mi causa; yo no hablo de eso, pero me parece a
veces que resultará imposible soportar tales pesares…
El Zar patrocinaba y alentaba la reunión del
Congreso. Propuso que Rusia fuese la potencia
invitadora y que la conferencia se reuniese en
Bruselas el mes de agosto de 1874. Sin embargo, las
intenciones de Alejandro II y en sus ministros
difieran de las que Dunant; este quería ampliar en
los debates y consignar en los términos de un
«Reglamento General de las relaciones
internacionales en tiempo de guerra».
La hostilidad de Inglaterra impedirá la realización
de un entendimiento diplomático sobre este particular entre
las potencias europeas, observa Dunant.
Será preciso esperar que la primera guerra
mundial haya arrojado en campamentos a miles y
miles de prisioneros para que el convenio deseado
por Dunant sea, por fin, firmado en 1929.
Las deliberaciones se orientaban hacia la
población de un derecho de la guerra. He aquí el
resultado, según Dunant:
El congreso terminará sus secciones esta semana. He
combatido, a lo largo de todos los debates, a Rusia, porque
Rusia quiere reglamentar la guerra haciendo ver que es el
estado normal perpetuo para la humanidad, mientras que
yo y la sociedad de prisioneros de guerra (como la de los
heridos) queremos disminuir los horrores inevitables de la
guerra, ese azote terrible que las generaciones futuras
considerarán como una insensata perturbación.
Tal era la de seguridad de su intuición, queda
más se equivocaba. Sí, se fundara un tribunal de
arbitraje; sí, habrá un convenio sobre los prisioneros
de guerra; sí, los judíos regresara a palestina; sí, se
traducirá a todos los idiomas las obras maestras de
las grandes literaturas. Pero, ¡quieto oro el combate!
Una fecha todavía, y la vida pública de donan
habrá terminado. El 1º de febrero de 1875, se reunió
en Londres un congreso internacional para «La
abolición completa y definitiva de la trata de negros
y del comercio de esclavos». Fue convocado por «La
Alianza Universal Del Orden Y De La
Civilización», fundada por Dunant en París,
trasladada a después a Londres, al finalizar la guerra
de 1870. Ocupándose de los más miserables entre los
hombres sus Hermanos, Dunant lanzar el último
grito de su llamamiento a la conciencia humana ante
los sufrimientos de la humanidad.
Comienza los años errantes: diez años de
miseria total. Vagando, viajan a pie por Alsacia, por
Alemania, por Italia. Vive de la caridad, a veces de
la hospitalidad de algunos amigos. Entre éstos, una
mujer, la Señora Kastner, hasta su muerte en 1888,
le sostendrá, a pesar de los ataques y de las
calumnias de que, en la sombra, sigue él siendo la
diana. La envidia y el rencor o le persiguen como
furias.
Habrá de pasar de largo tiempo todavía antes
de que los estudios serios en curso a Rubén una luz
exacta sobre la actividad intelectual de Dunant
durante ese periodo de su existencia. Límite bonos,
por el momento, a referir los efectos de Heiden, al
término de su carrera, en el esplendor en de un
pensamiento llegado a su plena madurez, la de un
genio superior a las luchas, a las esperanzas, a las
vicisitudes, de sus siglo para proponer al mundo a
las únicas soluciones posibles respecto de su
supervivencia cuando, en los enfrentamientos
titánicos del siglo XX, tome conciencia de su
unidad, de la solidaridad de la familia humana y,
por fin, haga surgir la Paz.
Existencia singular: tenía 34 años de una vida
de preparación interior, de reflexiones, de esfuerzos
sin brillo. Tras la aparición de Recuerdo De Solfelino,
al quebrar el Crédit Genevois, cinco años de
celebridad y de éxito. A continuación, 28 años te
miseria, de errabundeo, de reclusión. Por último,
quince años de gloria sin salir de la habitación
número doce del hospital de Heiden.
Henry Dunant murió el 30 de octubre de 1910.
No hablemos de final; sería contrario a la evidencia.
Parece, más bien, que ahora actúa más libre todavía,
en el mundo entero. Continúa suscitando
vocaciones, sirviendo de ejemplo, salvando a
desdichados. El gesto de Dunant se repite todos los
días, en innumerables lugares, allí donde hombres y
mujeres se inclinen sobre el ser que sufra, sin
preguntarle su procedencia, a quien sirve, sino
solamente: ¿cuál es tu mal?
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