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Jimenez Nueñes, A.: (1997) Etnocentrismo y relativismo cultural. Memo Ministerio de Educación. Madrid.

ETNOCENTRISMO Y RELATIVISMO CULTURAL

Etnocentrismo: disposición, actitud universal de considerar nuestra cultura en conjunto o cualquiera de sus aspectos o rasgos, como superior o preferible en comparación con las demás culturas, así como nuestro comportamiento social y –por extensión– nuestro grupo, en el centro o eje desde el cual contemplamos con curiosidad, perplejidad o desprecio a los que no son como nosotros. Es natural que así sea. La explicación la encontramos en la propia naturaleza de la personalidad individual y colectiva y en los procesos de aprendizaje y modelización que llevan al desarrollo de dicha personalidad.

El individuo internaliza un conjunto de valores, se habitúa a una serie de prácticas, se aficiona a unos determinados gustos, adopta como propias e indiscutibles unas maneras de comportamiento. Tras todo este proceso, no sorprende que la reacción del individuo sea etnocéntrica.

El proceso total de aprendizaje o enculturación –ya sea informal o formal- constituye una fuerza prácticamente irresistible en favor del etnocentrismo. Al mismo tiempo hay que reconocer el valor efectivo, la funcionalidad, del etnocentrismo mientras no se lleve a sus últimas consecuencias. Tanto a nivel social como individual, el etnocentrismo es un sentimiento positivo. La profunda y sincera identificación del individuo con su cultura, es la fuerza con que la sociedad cuenta para mantener el orden social y la integración de sus miembros.

En el extremo opuesto al etnocentrismo nos hallamos con el relativismo cultural. En este caso no se trata de un fenómeno sino de un concepto y hasta de una teoría.

El relativismo cultural nos lleva a la concepción de la cultura como sistema, como conjunto organizado de elementos interdependientes que tienen su propia coherencia y su propio sentido interno.

Debemos aceptar el relativismo cultural como postulado o actitud que nos permita entender y respetar los comportamientos y valores de otros, de los que no comparten nuestra cultura.

En síntesis, el relativismo cultural nos dice que no debemos juzgar otras culturas desde los postulados o principios de nuestra propia cultura. Es natural la comparación -e incluso necesario para la ciencia antropológica que elabora su teoría sobre la base de estudios comparativos-. Pero comparar no puede ser enjuiciar y menos condenar.

El relativismo cultural no dice que no podemos considerar y menos evaluar un aspecto concreto de una cultura cualquiera -incluida la nuestra- sin tener en cuenta el contexto total de esa cultura y la relación que dicho aspecto guarda con los demás.

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Según esta posición relativista no hay culturas buenas ni malas, superiores o inferiores, tampoco hay aspectos en otras culturas cuya calidad o moralidad podamos medir con los patrones y medidas de nuestro propio sistema. Es cierto que hay -y por ello la teoría del relativismo cultural no debe llevarse a sus últimas consecuencias- como unos principios universales expresados a veces en un derecho natural y en unos mínimos de coincidencia entre todas las sociedades, cualquiera que sea su cultura. Es cierto también que es posible cuantificar y calificar unas culturas como más avanzadas que otras o más complejas o más efectivas en la consecución de ciertos fines o en la satisfacción de ciertas necesidades.

Pero cada cultura está creada y funciona al servicio de una determinada sociedad, bajo una determinada sociedad, bajo unas determinadas circunstancias y aspiraciones, de tal manera que los juicios emitidos desde fuera de esa cultura pueden ser, en el menos grave de los casos, irrelevantes o incomprensibles para los portadores de la cultura extraña a nosotros, y en el peor de los casos, nuestros juicios pueden resultar insultantes o humillantes.

El único criterio válido para evaluar una cultura, sería su capacidad para satisfacer las necesidades materiales, afectivas, morales, etc., que sienten y se plantean sus miembros. Es, en una palabra, el criterio de “funcionalidad” el que regiría en la evaluación de cualquier cultura, pues en el orden subjetivo y a causa del etnocentrismo, cada sociedad y ase cada uno de sus miembros siente una especial supervaloración de todo lo que le es propio.

Ser relativista no supone carecer ni renunciar a los principios y valores que nos son propios; no significa ignorar las enormes diferencias cuantitativas que existen todavía en el mundo; no supone tampoco caer en una especie de agnosticismo cultural que conduzca a una crisis interna o a un desapego o indiferencia respecto de lo que es nuestro y de lo que podamos prescindir sin desgarrarnos poder dentro.

Ser relativista, desde la posición de la antropología cultural, es especialmente y sobre todo aceptar de buen grado la rica y jugosa variedad de la cultura humana, representado por un mosaico cultural; implica, como consecuencia necesaria, sentir un gran respeto por las formas de vida de los demás, y nada puede aumentar más este respeto que el conocimiento mutuo, la introducción en otros mundos culturales con objetividad y hasta con afecto.

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