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LA COFRADÍA DE LOS TRAIDORES MARIO BERMÚDEZ
El dinero compra cualquier cosa, compra
traidores y los hace más viles, compra consciencias y hace vende patrias, más si es en dólares.
El general Alcibíades Castro descendió agitado cuando
escuchó que alguien llamaba a la puerta con premura.
¿Quién es?
Papá, soy yo contestó Fernando desde afuera.
El general abrió rápidamente.
¿Qué pasa?
La gente se alborotó y como no pudieron apedrear el Palacio de San Carlos1, la emprendieron contra la residencia de
don Lorenzo Marroquín2. Es peligroso que haya una gran revuelta.
Era de esperarse, hijo dijo el general Alcibíades Castro.
Todos avanzan con palos y piedras, el comercio ha cerrado
por temor a que la turba los ataque y los saquee.
1 Era, entonces, la sede de los presidentes.
2 Hijo del presidente Marroquín, dueño del Castillo Marroquín, junto con su padre,
edificación que aún se mantiene en pie en la Caro, al norte de Bogotá. Lorenzo también fue escritor con la novela Pax, una obra acerca de la Guerra de los Mil Días, y que fue reimpresa varias veces.
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El presidente Marroquín se quedó con los brazos cruzados, y vea lo que está pasando.
El pueblo grita enfurecido: ¡Panamá es Colombia! ¡Panamá
es nuestra!
Yo sí escuché algunos gritos, pero no me imaginé por qué
motivo eran. Estaba en la parte de atrás de la casa repuso el general Alcibíades Castro.
La gente le está exigiendo al gobierno que mande al
ejército a recuperar a Panamá.
El señor presidente está en mora de hacerlo. ¿No entiendo
por qué tanta desidia para hacerlo?
Corren rumores de que el gobierno también fue sobornado
para permitir el despojo dijo Fernando.
Nada de extraño hay. En el gobierno andan como si nada hubiese pasado. Ahora los ejércitos liberales y conservadores no
salen a defender la soberanía. ¡Llámenlos a pelearse entre hermanos y verá que quién dijo miedo!
Pero sí corrieron a defender el palacio y la casa de don
Lorenzo repuso Fernando.
Apuesto que en contra de los manifestantes sí la
emprenden.
Ya están metiendo gente a la guandoca.
Si tuviera unos años menos y ningún problema de salud, iría presto a la defensa de la soberanía.
Cómo son las cosas, papá, ahora no hay reclutamiento
forzado, y eso que la gente se está ofreciendo voluntariamente. ¡Como no es para la guerra fratricida!
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¿Dónde están los valerosos generales conservadores y liberales?
Nadie da razón de ellos, parece que se los hubiera tragado
la tierra.
Padre e hijo subieron por las escaleras hasta el estudio.
Yo estoy dispuesto a ofrecerme como voluntario y Pedro también.
Yo los apoyo replicó el general Alcibíades Castro. Pues si no puedo ir a defender la soberanía, bien será que lo hagan
mis hijos con orgullo patrio.
Los dos hombres observaron por el balcón hacia la Plaza de
Bolívar. Afuera el ejército había hecho algunos tiros al aire, y un batallón contenía a la multitud enfurecida por la calle 11 con
carrera 7ª.
Esperemos a ver qué hace el señor presidente, en cambio
de estar escribiendo versitos dijo Fernando Castro.
La historia de la expoliación había comenzado exactamente en primer el gobierno del general Tomás Cipriano de
Mosquera, que avaló el tratado Mallarino-Bidlack para que los yanquis construyeran el ferrocarril transístmico que uniría el
Atlántico con el Pacífico desde Colón hasta Ciudad de Panamá.
En ese entonces, se les regaló totalmente la soberanía a los gringos sobre toda la franja del ferrocarril a cambio de un
irrisorio tres por ciento sobre las utilidades y por un tiempo de cincuenta años. Nueve años después, el ferrocarril fue
terminado y los gringos estacionaron sus barcos en cada océano para disfrutar de un canal seco, y transportar sus mercancías de
un lado a otro, o cobrar el portazgo para cruzar mercaderías de otros países de un mar al otro.
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Desde los tiempos de la colonia se vio la necesidad de construir un canal en América, asunto que cada vez se dilataba
más porque no había recursos técnicos ni económicos para emprender semejante obra. La primera compañía fracasó tan
rápido como empezó por falta de recursos, y vino la compañía francesa Lessaps, que ya habían construido el Canal del Suez3, a
tratar de torcerle el destino al Canal de los imposibles topográficos y económicos, pero tampoco pudo y las obras
tuvieron que ser paradas en medio de la quiebra, hasta que apareció el mercenario franchute Philippe Buenau-Varilla con la
maravillosa idea de rescatar para los franceses lo perdido. Entonces, los gringos ya prácticamente habían decidido la
construcción de su propio canal en Nicaragua, hasta que misié
Buenau-Varilla le hizo caer en la cuenta al comisionista gringo Nelson William Crowell de que en el país Nico había un
peligroso volcán, el Mount Pelée, que era capaz de cubrir con su eventual lava la construcción y terminar con la ilusión de las
maravillas tecnológicas acuáticas. Pero el argumento, de por sí, no tenía la suficiente fuerza para hacer que los gringos
cambiaran de opinión y se decidieran por la opción en Panamá, en donde ya habían comenzado algunas obras que ahora estaba
detenidas en el tiempo listas a recuperar algo de la inversión. Los truhanes se reunieron con el jefe de campaña del candidato
a la presidencia del imperio, el senador Hanna, y compraron con un millón de dólares la consciencia del presidente
McKinley para que en el Senado cambiara mágicamente de
opinión sobre la construcción del canal en Nicaragua por su ejecución en Panamá. Entonces, el propio Crowell se presentó al
Senado con unas estampillas de Nicaragua en donde se mostraba la imponencia, supuestamente catastrófica, del volcán
3 Uno de los enemigos más acérrimos de los constructores fue el malsano clima tropical, a
comparación del clima en Egipto, a pesar de los territorios desérticos, pues son más peligrosos los terrenos selváticos.
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Mount Péele, y sus frases fueron tan convincentes, tanto como sus dólares, y el Senado autorizó para que el gobierno de los
yanquis entrara en negociaciones con el gobierno de Bogotá con el fin de comprar a la compañía mohosa de los franceses. El
negocio era simple: misié Bunau-Varilla le vendería al fiado la compañía del Canal a míster Crowell, y éste a la vez la vendería
al gobierno de los yanquis, de tal forma que los franceses recuperaran su inversión y míster Crowell realizara la
negociación del siglo, por eso no escatimó en hacer correr dinero a raudales para comprar las consciencias de todos
cuantos tuvieran que ver algo con el Canal, con Panamá y hasta con el gobierno central de Colombia, según se sospechó por la
pigricia ante la abominación, pues la actitud desmedidamente
pusilánime del gobierno de José Manuel Marroquín y de todo el estamento militar colombiano, incluidos los liberales, no indicó
otra cosa, extrañamente. En 1901, escasamente al año de haber asumido el poder, el presidente McKinley fue asesinado,
asumiendo el vicepresidente Theodore Roosevelt4, un afiebrado que había ayudado para que los yanquis le arrebataran la isla
de Cuba a los chapetones con el fin de convertirla en su prostíbulo particular para desquiciar su impertérrita doble
moral. Además, la belleza de los gringos ya se había apoderado de Guam, Puerto Rico y Filipinas, al derrotar en una guerra
rápida a España. Míster Roosevelt, entonces, ostentaba el gran título de héroe nacional. ¡Por allá, como en todos lados, los que
roban y asesinan en nombre de los poderosos se hacen héroes
nacionales!
Experto como era míster Roosevelt en consumar despojos, se
dejó seducir por los dólares de demás en su cuenta y continuó dando la pelea para que el gobierno de Bogotá firmara un
4 Este crápula dijo, tiempos después del robo de Panamá, la famosa y descarada frase que
lo hizo famoso: I took Panamá (Yo tomé a Panamá).
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tratado ventajoso para él. Pero fue más allá, y su mente calenturienta por el dinero de míster Crowell se desbocó y,
entonces, planeó robarse a Panamá, así, simple y llanamente, así, de forma literal, asunto que no impidió para nada que le
dieran el Premio Nobel de la Paz en 1906. El plan era también muy sencillo: La patria estaba en la fatídica Guerra de los Mil
Días y el general Benjamín Herrera había entrado a Panamá y estaba haciendo de las suyas, hasta el punto que puso en jaque
al gobierno colombiano, quien justificó el desembarco de los gringos dizque para cuidar sus intereses. Se podía argumentar
que la guerra, la apatía del gobierno por el departamento de Panamá y el supuesto inconformismo de los panameños con la
triste situación, sería la disculpa perfecta para que se diera el
grito de independencia y se hiciera efectiva la separación sin necesidad de darle el dinero de un eventual tratado a los
colombianos. La idea era tener a Panamá para sí, como una estancia más de los gringos. Entonces, los dólares de míster
Crowell comenzaron a correr fantásticamente, repartidos con esmero y generosamente por misié Bunau-Varilla, y ante eso no
hay patriotismo que valga, y los sobornados son capaces de vender hasta su propia madrecita, atreviéndose a verla
ahorcada con tal de tener los bolsillos llenos de dinero, más si este es en dólares.
Cuando don José Vicente Concha fue embajador de Colombia ante Washington, se continuó con la negación con
míster Hay y todo lo cedió, él apenas decía «yes, míster». Muy
habilidosamente adelantó el tratado y para evitarse la molestia del acto y delito consumado, se retiró al final del camino sin
firmar nada, dejándole la papa caliente a don Tomás Herrán, a quien no le tembló la mano para nada y firmó el tratado que le
regalaba a perpetuidad, en algo que inexplicablemente llamaron arrendamiento, una extensa franja de lado a lado en
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Panamá y que le daba la soberanía en todo el departamento, a los gringos, quienes podían intervenir militarmente con solo
sentir algún pálpito que evidenciara que se estaban afectando sus intereses imperialistas. Cuando la guerra de los Mil Días no
había terminado oficialmente, al comenzar 1903, y en el momento en que las armas todavía humeaban, se firmó el
miserable tratado. A la sombra del conflicto apátrida y fratricida se realizaba infamemente el tratado vende patrias.
No es conveniente, oportuno ni de espíritu práctico asumir en este momento actitud abierta a la pretensión de los Estados
Unidos dijo aquella vez don José Vicente Concha, dando a entender su cobarde sumisión hacia los yanquis perversos.
El gran patriota Tomás Herrán era hijo de nadie más y nadie menos que del general Pedro Alcántara Herrán y nieto del
general Tomás Cipriano de Mosquera, pues el general Herrán se había casado con Amelia, la hija de Mascachochas5. Así que
desde el mismo instante en que se había firmado el tratado Herrán-Hay, la plantación del robo iba por buen camino, y el
presidente Marroquín avaló el convenio pero, a la vez, manejó hábilmente la situación en el Congreso. En el país había una
serie de trabas legales, puesto que el gobierno colombiano no podía firmar nada en concreto con los yanquis , ya que el
contrato con los franceses no se había finiquitado. Con el fin de
sacar alguna buena partida, el gobierno conservador dilató las conversaciones esperanzado en negociar directamente con los
gringos. Para marzo de 1900 ya se había comprado las acciones y creado la nueva compañía gringa que se haría cargo
definitivamente de la construcción del Canal, y los comisionistas obtuvieron un usufructo de cuarenta millones de
dólares, después de haber pagado a los franchutes solamente
5 Comenzaban a conformarse las pocas familias dinásticas que, no solo gobernarían a
Colombia, sino que se harían ricas a expensas del poder.
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tres millones y medio. Había mucha, pero mucha platica para pagarle a los traidores.
Y como siempre, los rumores tienen implícita la fuerza de la verdad, todo el mundo comenzó a enterarse de que un grupo
de «patriotas» panameños quería, ahora sí, separarse de Colombia y emprender el rumbo de manera autónoma,
aprovechando los recursos que se iban a obtener por el arrendamiento a perpetuidad de la zona del Canal. Si eran
capaces de vender hasta la propia madre, también eran capaces de convertirse en ejemplares patriotas panameños, siempre y
cuando se pagara muy bien la traición. ¡Motivos hay, señoras y señores! El general Pedro Sicard se las olió, e inmediatamente
anunció en Bogotá las sospechas de que el mal llamado Batallón
Colombia, acantonado en Panamá, iba a efectuar la traición, sí, nada más y nada menos que el Batallón Colombia, señoras y
señores. Pero, extrañamente, el presidente Marroquín continuó como si nada, sin tomar medida alguna de precaución, y el
felón de Esteban Huertas continuó comandando al ingrato Batallón Colombia. Esteban Huertas, quien no mereció sino la
horca por su descarada traición a cambio de un puñado de dólares, era oriundo del departamento de Boyacá y aprovechó
su situación para confabularse a favor de los yanquis y sumarse a la revuelta de la separación, pues de la noche a la mañana se
había hecho más panameño que cualquier panameño de verdad. ¡Los dólares convierten el plomo en oro!
El senador colombiano Pérez y Soto, nacido él en Panamá y
representante en el congreso por ese departamento, escribió: «La masa de la población istmeña no está en este
procedimiento. Es evidente que el Canal lo desea todo el mundo; pero que esto sea a condición de quedar bajo el
dominio despótico yanqui, a costa del vasallaje extranjero, es falso, falsísimo».
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Independientemente de que se aprobara el tratado de la doble HP, digo, hache, el señor presidente Roosevelt y míster
Crowell acordaron que, pasara lo que pasara, la separación de Panamá continuaría, pues con cualquier argumento, y la guerra
era uno de ellos, serviría para consumar el robo del siglo. Las cosas desde Bogotá se iban dando misteriosa y casualmente
para que todo continuara avante, y en medio de ese mar de sospechas, el gobernador de Panamá, el señor Mutis Durán, fue
destituido fulminantemente y sin aparente causa que justificara el acto. Se nombró como gobernador y maliciosamente estafeta
del gobierno, a un traidor y vende patrias más, infame de la más baja calaña, llamado José Domingo Obaldía, quien no tuvo
el más mínimo recato al decir:
Qué me importa estar bajo el dominio de Estados Unidos, de España o de la China, con tal de que mis novillos se vendan bien.
La riqueza se medía, entonces, por el ganado y las acciones de alguna que otra compañía. Todos los prohombres de la
patria comerciaban, lícita o ilícitamente, con la ganadería,
trasteando a los becerros de lado a lado y obteniendo opíparas ganancias; de hecho, el mismo general Benjamín Herrera
comerciaba con ganado entre Santander y Venezuela. El nuevo gobernador Obaldía recibió en su despacho la visita de misié
Bunau-Varilla, quien llegó con un maletín lleno de billetes verdes y se lo entregó al despreciable proditor. Para octubre,
días antes de cumplirse un año de la firma del tratado de Neerlandia entre el general Uribe y el general Manjarrés, el
presidente Roosevelt le escribió a misié Bunau informándole que debía proceder con mayor diligencia puesto que la
separación de Panamá ya estaba decidida, y nadie iba a echar
pié atrás. «Qué importa si el parlamento colombiano firma o no, da igual porque de todas formas tomaré a Panamá». Con el fin
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de evitar sospechas, misié Bunau salió hacia Nueva York y en el hotel Waldorff Astoria se reunió con el más felón de todos, con
Manuel Amador Guerrero, un panameño nacido en Cartagena de Indias, y le dijo.
Ahí te doy estos cien mil dólares para que seas el primer presidente de la República de Panamá y para que le pagues a
todos los funcionarios del gobierno colombiano que nos están ayudando en esta noble empresa.
El Senado colombiano, en una actitud decididamente patriótica y a sabiendas de que iba a ser el Florero de Llorente
de la separación, improbó el tratado Herrán-Hay. El propio ex presidente Miguel Antonio Caro, el indomable autor de la Ley
de los Caballos, que reprimía sin consideración a los opositores, sacó a relucir la dureza y brillantez de su verbo para denunciar
que el tratado era un vil atentado en contra de la soberanía de la patria que entregaba todo a cambia nada. Lo propio hizo el
senador Joaquín F. Vélez, quien apoyó, en compañía del ahora buen patriota y excelso literato, el señor Caro, la proclama del
senador Juan Bautista Pérez y Soto. El parlamentario dijo que
Tomás Herrán había ultrajado la majestad de la patria, había mancillado su nombre con una bofetada en el rostro, y que era
merecedor de la horca. Don Tomás Herrán ni apareció por ahí, firmó la infamia que se venía fraguando desde atrás con don
Carlos Martínez Silva y don José Vicente Concha y se esfumó. ¿Qué fue de él? No vale la pena recordar a los sicofantes. La
improbación por el congreso colombiano fue el pretexto, servido en bandeja de oro, para que la pandilla de Roosevelt,
Crowell y Bunau-Varilla azuzaran el levantamiento y se consumara de forma definitiva el robo de Panamá.
El 3 de noviembre de 1903, días antes de cumplirse el primer
año de la firma del tratado de Wisconsin entre el general Benjamín Herrera y el general Víctor M. Salazar, Amador
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Guerrero se desgañotó dando el grito de independencia, y como para que no quedara ninguna duda que el perdulario
Theodore sí se estaba robando a Panamá, los acorazados Nushville y Dixi, coincidencialmente, protegían el
levantamiento de independencia grita el mundo americano. Se nombró la Junta Provisional de Gobierno, mientras Obaldía
pensaba qué iba a comprarse con el dinero que le había entregado misié Bunau, y el concejo municipal de Ciudad de
Panamá acudía raudo a reconocer el nuevo gobierno enteramente nacionalista. Y como para que no hubieran más
dudas del robo, la Central and South Americam Telegrapry Company suspendió el servicio de cable submarino con el fin de
que en Bogotá la noticia de la separación no se supiera
inmediatamente. ¡Vivos! ¡Qué avispados son los ladrones! La indignación entre el pueblo bogotano, más no en el gobierno, se
dio siete días después del fraguado grito de independencia, panameño cuando se supo la infame noticia por la vía de
Quito.
Para seguirse sumando a la miserable cofradía de traidores,
al otro día de la proclamación de la independencia orquestada por Roosevelt, Crowell y Bunau-Varilla de forma enteramente
magistral, Esteban Huertas, el boyacense, recibió treinta mil dólares, algo así como las treinta monedas de plata que recibió
Judas Iscariote, en la oficina de la comandancia del Batallón Colombia, y de inmediato se fue a rendirle honores al nuevo
presidente Amador Guerrero, saliendo al frente de la tropa a
gritar vivas furibundos a la nueva República.
¡Por fin somos libres!
¡Viva la República de Panamá!
Abajo el gobierno despótico de Colombia.
¡Viva la nueva patria!
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Había hacerle creer al mundo entero el cuento chino de que el levantamiento era en virtud del más arraigado sentimiento
patriótico de los panameños ante la indolencia, el abandono y la violencia de los colombianos, quienes eran los únicos que
deseaban sacar provecho de los beneficios del Canal, dejando a los oriundos con un palmo de narices. ¡Mentira excelentemente
fabricada!
Y así debe escribirse en los libros de la historia oficial.
Con semejante actitud de maléficos los colombianos ¿quién no se va a separar?
Con la pigricia más descarada, los generales Juan B. Tovar y
Ramón Amaya llegaron a Colón en el crucero Cartagena al
mando de sólo quinientos desnutridos soldados con la intención de ir a reclamar la soberanía, pero como todo estaba
debidamente planeado por míster Theodore y míster Crowell, la compañía del ferrocarril le negó el transporte al grueso de la
tropa, y solamente aseguró el traslado de los generales para meterlos de patitas en la trampa, porque en el momento en que
los desprotegidos oficiales llegaron a Ciudad de Panamá, fueron hechos prisioneros incontinenti por el traidor Esteban
Huertas. Entre tanto, el coronel Eliseo Torres, quien había quedado al mando del crucero Cartagena, sólo se limitó a
proferir amenazas que jamás cumplió para ir a rescatar a sus
superiores ni, mucho menos, tratar de recuperar el istmo. Hizo unos tiros de cañón que mataron a un desprevenido ciudadano
chino que transitaba cerca y a un burro que ni cuenta se dio de lo que estaba sucediendo a consecuencia de los apátridas que
siempre han gobernado a esta nación colombiana, y de los pillos imperialistas. Cómo se notaba el patriotismo que
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caracterizó al mariscal López6 de Paraguay, quien a sabiendas de que iba a morir irremediablemente a manos de un enemigo
gigantesco y poderoso, jamás claudicó, y al lado de sus desarrapados soldados ofrendaron la vida por la patria con
honor y cariño. ¡Eso sí es verdadero patriotismo! ¡La vida por encima de la patria y jamás por debajo de los dólares! ¡Los
ideales nobles no se apegan ni de la más grande fortuna mundana! Pero estos bellacos arguyeron que se enfrentaban a
un enemigo poderoso; no, señor, se arrodillaban ante los yanquis como siempre han tenido la costumbre, rindiéndose a
sus caprichos y entregándoles todo lo que ellos pidan. ¿Era cobardía? No tanto, eran oscuros intereses, y la palabra de
honor de la que tanto se preció el general Tovar en el momento
de defender a Rafael Uribe, quien había llevado al país a la más sangrienta y necia guerra, no se sintió, aquella vez, siquiera
como el más débil susurro. Los generales Tovar y Amaya fueron devueltos a Colón con una gran custodia, reunidos con
el coronel Amaya quien dejó de amenazar, embarcados en el
6 Sucesor del Doctor Francia, el único gobernante americano que fue honesto, sencillo,
verdaderamente socialista a su estilo, que le puso el tate quieto a las oligarquías españolas (prohibió el matrimonio entre autóctonos y chapetones), criollas, militares (no había grado de oficiales, para evitar sobresaltos traidores) y eclesiásticas a favor de los más
necesitados. Vivió adustamente en una casa común y corriente, con un salario ínfimo para su cargo, y llevaba de su puño y letra, las cuentas de la Nación, para que nadie se robara el erario. Creó las Estancias de la Patria, en donde se cultivaba para todos, cuyo resultado fue la desaparición de la mendicidad, la indigencia y el desempleo, tres perlas que sí
tienen ‘nuestras consagradas democracias’. No le tembló la mano para aplicar justicia a quien infringiera la ley, aún con más rigor si era un ciudadano prestante o algún allegado familiar. El general López, de las mismas virtudes que su antecesor, murió heroicamente, al frente
de un ejército de niños a quienes les pintaban bigotes para que se vieran mayores (ya habían muerto la mayoría de los soldados adultos), a manos del poderoso ejército de la Triple Alianza, conformada por los ‘democráticos’ gobiernos de Brasil , Argentina y
Uruguay. Muerto el general López, Paraguay se volvió un ‘país democrático’, y comenzaron los golpes de Estado, aparecieron las castas oligárquicas y surgió la mendicidad, la indigencia, y el desempleo, mientras los poderosos se enriquecieron para que los pobres fueran mayoría: delicias de la democracia.
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Orinoco, porque el Cartagena fue decomisado, y devueltos como animalitos asustados, sin que siquiera hubieran hecho un
disparo para defender la soberanía. Ah, y aparte de eso, tuvieron que pagar como extranjeros indeseables que eran,
entonces, la suma de ocho mil dólares por sus breves vacaciones en la nueva República de Panamá.
Los valientes, patrióticos y apóstoles generales del liberalismo en tablas, según ellos, no aparecieron por ningún
lado a defender la soberanía. Como no los habían invitado a matar conservadores. Tal vez estaban plácidamente negociando
sus novillos y desempolvando las riquezas que la guerra les dejó. El general Rafael Uribe, ahora estaba empecinado en
labrarse un mejor futuro político, pero como a él jamás le
interesó la patria como tal, teniendo más actitudes apátridas, que otra cosa, cuando se reunió con los tiranos de Cipriano
Castro, Eloy Alfaro y Zelaya7 para ver qué parte de la nación podía negociar, permaneció indiferente ante el gran robo. Esa
era la consecuencia más grande de la guerra del Trienio Mortal, que, tanto liberales como conservadores propiciaron claramente
la expoliación y se convirtieron en el flaco argumento para que los yanquis se robaran descaradamente a Panamá.
En Bogotá, la multitud fue escuchada a regañadientes y el general Rafael Reyes, Cocobolo, fue nombrado, nada más y
nada menos, generalísimo de un ejército de cien mil soldados que marcharía hacía el Istmo a recuperarlo. El único general
liberal que se comprometió con la causa fue Lucas Caballero, un
incondicional de Benjamín Herrera, pero la trama de la comedia
7 Fueron tres dictadores de mala laya, con los que Rafael Uribe conversó para, dizque,
formar la gran nación Sudamericana. Castro de Venezuela, Alfaro de Ecuador y Zelaya de
Nicaragua, país que siempre ha tenido y tiene intenciones expansionistas, especialmente con Colombia (que lo digan los últimos acontecimientos de la ‘falla’ de la Haya, en donde los ‘nicos’ hicieron su loby despojador, para que no haya más soberanía colombiana en los mares que siempre nos han pertenecido).
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continuó cada vez con más visos de sospecha, negligencia y falta de amor verdadero por la bandera de la patria. Pues la
mohatra se fraguó como para aplacar al pueblo enardecido de la capital y de otros lugares, por ejemplo, en la costa Atlántica.
El nuevo generalísimo Rafael Reyes, el invencible de las guerras de 1885 y de 1895, salió por el Río Grande de la Magdalena en
compañía de los generales Lucas Caballero, Pedro Nel Ospina y del ex presidente Jorge Holguín, pero misteriosamente se les
cuajó todo y en una voltereta inexplicable, se hicieron los asustados al ver once buques gringos dispuestos a defender su
nueva propiedad. ¡Once buques! El generalísimo Reyes se acordó de su afinidad con los yanquis a quienes había llamado
la «raza seleccionada», sin aclarar que era para causarle
desgracias al mundo durante su existencia con el cuento lábil de la democracia, la paz, la ciencia, el progreso y la globalización
de Occidente, y sin pensarlo dos veces, renunció a su pomposo título de generalísimo e indujo a los otros para que también
asumieran su actitud apátrida y pusilánime.
La paz se obtiene por medios pacíficos dijo el cobarde .
De manera racional, como gente civilizada que somos, les solicitaré a mis amigos gringos que nos devuelvan a Panamá.
¡Como si el ladrón buenamente devolviera lo robado!
El general Reyes salió en misión diplomática desde Ciudad
de Panamá hasta Washington a pedir cacao en el imposible de la devolución, pero ya no había nada qué hacer, porque los
gringos argumentaron tiernamente que ellos respetaban y apoyaban la soberanía panameña como fruto de la libre
determinación de los pueblos, nacida del sentimiento más puro de los istmeños. Reyes salvó su pellejo, sus riquezas, pero
perdió el honor de patria. Les faltó algo de lo que sí tuvieron
Tomás Cipriano de Mosquera y Julio Arboleda, una pizca de
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verdadero amor patrio, claro está que los ecuatorianos o los peruanos no son gringos.
Los apátridas fueron las figuras más descollantes de la guerra decimonónica, bien por acción o por omisión, pero el pueblo
colombiano tenía orgullo y estaba dispuesto a la defensa nacional, sólo que los mismos que habían hecho la guerra,
ahora se hacían los cojonudos ante el robo, acometiendo triquiñuelas disfrazadas de acciones tibias que mostraban los
oscuros intereses muy a las claras. Sin embargo, el general Daniel Ortiz, por su propia cuenta y riesgo, consiguió
quinientos soldados voluntarios, decididamente patriotas y dispuestos a hacerse bajar la cabeza de los gringos y de la otra
sarta de víboras traidoras, y corrió valientemente a la aldea de
Titumarte en el Golfo de Urabá, situada en el costado oriental del istmo. El general Aldana se iba a unir al general Antonio
Roa con el fin de marchar por los caminos de la selva, guiados por indígenas panameños que adoraban a la bandera
colombiana, hacia la ciudad de Panamá. Los indígenas de San Blas eran dirigidos voluntariamente por el coronel Inanaquiña,
y estaban dispuestos a hacerse desollar por ver limpio el honor de la patria, mancillado vilmente por la cofradía de traidores
armada por los yanquis. El general Roa había conformado un batallón bajo el auspicio del senador Juan B. Pérez, quien
todavía no se resistía a la malévola idea de perder a Panamá a manos de los gringos. El viaje era posible, explorando la ruta de
Balboa, se podía lograr el objetivo de caerle a los traidores
sorpresivamente por tierra, asunto que no se esperaban. El general Daniel Ortiz esperó más de seis meses, y cuando la
naturaleza comenzó a hacer mella en el ejército, y fueron abandonados por el gobierno a su suerte, decidió disolver las
tropas y cejar en la prístina intención, pues intuyó que hasta sus mismos compatriotas en el gobierno y en el ejército eran
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capaces de degollarlo para satisfacer los intereses gringos. Todo el mundo sabía, y era lo más lógico por la capacidad bélica y
sanguinaria de los yanquis, que los colombianos hubieran podido ser barridos de la faz de la tierra; pero un solo muerto
colombiano, uno solo siquiera, a manos de los yanquis hubiera sido una gran mácula de ignominia para ellos en la historia. La
cosas se dieron en un estado calamitoso de complicidad disfrazada de precaución e ineptitud, como si el mayordomo y
los vigilantes de la finca hubieron contribuido con los ladrones, echándoles entre la barjuleta lo robado. De otra suerte, al menos
el ratoncillo hubiese mordido una pata del elefante aunque fuera destripado de un iracundo pisón del paquidermo.
Misié Philippe Bunau-Varilla fue nombrado embajador de
Panamá en Washington, pues ya era más panameño que cualquier otro, e inmediatamente firmó el tratado con míster
Hay, entregándole el Canal y toda la soberanía panameña en caso de riesgo de los intereses yanquis, que quede bien clarito,
que es solamente en caso de riesgo, que es siempre, a los yanquis. Se firmó un tratado por arrendamiento a perpetuidad,
es decir, se legalizó el robo, y el arrendamiento a perpetuidad no era más que el sofisma de propiedad por siempre,
salpicando las migas a los nuevos hombres libres e independientes de la naciente República. Con misié Bunau-
Varilla como embajador y tratadista, quedó demostrado que se orquestó un plan magistral para que los gringos se robaran a
Panamá.
En enero del año siguiente, el general Pompilio Gutiérrez estaba dedicado tranquilamente a negociar ganado con la isla
de Cuba, que ya se la habían robado los gringos también, y cuando cruzó por Magangué le pusieron a frente un grupo de
soldados para que fueran a proteger la soberanía. El general Gutiérrez se negó a tomar el mando, argumentando que debía
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ir a negociar con sus toros y sus vacas, por lo cual la población se disgustó enormemente y lo sacó corriendo a piedra,
intentando lincharlo, asunto que bien merecía un traidor de esos. Otro intento de linchamiento ocurrió en Cartagena de
Indias en donde el consulado de los gringos fue apedreado, como para que ¡salgan de aquí, yanquis ladrones!, e
inmediatamente fue enviado el buque insignia Newark a defender al señor cónsul de la saña de mulatos y criollos que
osaban enfrentar su dignidad de raza S. S., superior y seleccionada.
Míster Crowell tuvo la desfachatez, como si no hubiera ganado nada, de cobrarle a la nueva compañía del Canal la
suma de trescientos mil dólares por servicios robados, digo,
prestados. ¡Otra prueba irrefutable, señoras y señores!
El miserable del Esteban Huertas, villano, vil, traidor,
crápula, vende patrias, mezquino, malnacido, bigardo, camastrón, delator, oprobioso, mala leche, ralea de baja calaña,
rata, depravado, sicofante, zaino, vulpino, peor que el judas que nunca existió, chupó las hieles de que la traición genera traición
y fue puesto de patitas fuera de su cargo y destituido como jefe militar; se le acusó de promover una asonada en contra del
gobierno legítimo de la República de Panamá, y algo de cierto tendría la acusación porque entre zainos la traición es su
pensamiento y cotidianidad. ¿Para qué gritó tanto a favor de los panameños azuzados por los gringos? Tuvo que esconderse
porque de haber aparecido por la nación colombiana, hubiese
sido desollado, lavado con sal y cruzado con espetones al rojo vivo para limpiar el mancillado nombre de la patria. Nadie de
los de arriba movió un dedo siquiera para castigar, aunque fuera con un pellizco, al felón mal nacido. Dicen que, muchos
años después, se arrepintió, pero el arrepentimiento de los traidores es peor que su traición.
19
En Bogotá se intentaba en el Congreso hacerle un juicio político a todos los traidores, pero un poeta muy famoso,
llamado Guillermo Valencia, siempre los poetas y literatos de estirpe conservadora, se valió de los argumentos más infames
para echar atrás el pretendido juicio que algunos verdaderos patriotas intentaban hacer en contra de los felones. Y en esos
remanentes locos y poco prácticos, más bien utópicos, aunque de buena intención, el embajador Diego Mendoza Pérez le
exigió al secretario de Estado gringo, Elihu Root, la devolución de Panamá, asunto que lo hizo quedar en ridículo, porque el
propio general Reyes acusó de traidor al embajador Mendoza por las palabras tan ofensivas lanzadas en contra de uno de los
integrantes de la raza seleccionada. El señor embajador fue
destituido muy a pesar del gobierno ante sus palabras irresponsables e inoportunas. ¿Cómo la ve, don Manuel?
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