Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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Coleccin Emancipacin Obrera IBAGU-TOLIMA 2015
GMM
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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Libro No. 1776. Historia De Una Maestra. Aldecoa, Josefina R. Coleccin E.O.
Junio 6 de 2015.
Ttulo original: Josefina R. Aldecoa. Historia De Una Maestra
Versin Original: Josefina R. Aldecoa. Historia De Una Maestra
Circulacin conocimiento libre, Diseo y edicin digital de Versin original de
textos: Libros Tauro http://www.LibrosTauro.com.ar
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Josefina R. Aldecoa
Historia De Una Maestra
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A mi madre
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como s que los sueos, las ms veces,
son burla de la fantasa y ocio del alma
Quevedo
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Primera parte
EL COMIENZO DEL SUEO
Contar mi vida... No s por dnde empezar. Una vida la recuerdas a saltos, a golpes.
De repente te viene a la memoria un pasaje y se te ilumina la escena del recuerdo. Lo
ves todo transparente, clarsimo y hasta parece que lo entiendes. Entiendes lo que est
pasando all aunque no lo entendieras cuando sucedi...
Otras veces tratas de recordar hechos que fueron importantes, acontecimientos que
marcaron tu vida y no logras recrearlos, sacarlos a la superficie... Si tienes paciencia
y me escuchas y luego te las arreglas para ir poniendo orden en la baraja...
Si t te encargas de buscar explicaciones a tantas cosas que para m estn muy
oscuras, entonces lo intentamos. Pero poco a poco, como me vaya saliendo. No me
pidas que te cuente mi vida desde el principio y luego, todo seguido ao tras ao. No
hay vida que se recuerde as...
Para m, por ejemplo est muy claro el da que di por terminada la carrera. Yo
acababa de cumplir diecinueve aos. Era un da de octubre de 1923. Lloviznaba.
Desde muy temprano haba contemplado por la ventana los rboles del parque
cubiertos de una gasa tenue y abajo, al final de la ladera, un pozo de luz lechosa,
como una nube o un ovillo de hilos enredados que flotaba sobre el suelo.
Al levantar el sol, cuando slo quedaran jirones de niebla enganchados en los
rincones ms sombros, por la ciudad se extendera un clamor de sonidos mezclados;
cascos de caballos, bocinas de automviles, gritos de nios, voces de vendedores
ambulantes.
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La ciudad era Oviedo y yo conoca sus amaneceres porque llevaba mucho tiempo
viviendo all, en la pensin de una familia que, como yo, proceda de un pueblo
leons situado en la lnea de montaas que separa Asturias de la meseta.
En Oviedo estudi tres cursos y ese da y a esa hora que tan bien recuerdo estaba
llegando a una meta. A las diez de la maana en la Escuela Normal, nos reuniramos
las compaeras. Recogeramos libros, certificados; intercambiaramos apuntes que
nos iban a servir algn da para las oposiciones y nos despediramos. Unas seguiran
en la ciudad. Otras emprenderamos el regreso a casa.
A las diez, yo vera una vez ms mi nombre escrito entre otros muchos:
Gabriela Lpez Pardo, Maestra... El fin de una etapa y el comienzo de un sueo
Nunca olvidar aquella maana. bamos muy contentas por la calle todas las
compaeras. Slo una, Remedios, haba suspendido, en junio y en septiembre, pero
tambin ella estaba alegre porque de todos modos iba a casarse y deca:
Qu ms da si antes o despus lo tena que dejar...
bamos hacia el centro de la ciudad y en esto vimos que la gente se agolpaba a los dos
lados de la calle: Ya vienen, decan. De puntillas, tratamos de ver lo que pasaba. A
m me dola el cuello de tanto estirarme. Qu detalles tan tontos puede una recordar...
-La boda -dijo Rosa, como si estuviera al tanto de lo que iba a suceder. Y
efectivamente vimos un coche descubierto y engalanado que se aproximaba por la
calle vaca. Los rumores descendieron. Todo el mundo se concentraba en la
contemplacin del espectculo. Cuando el coche lleg a nuestra altura pudimos ver
con claridad a la pareja.
La novia iba sentada, erguida y arrogante. De vez en cuando recordaba que se
esperaba su sonrisa y la esbozaba apenas. Era morena, delgada. Los ojos no
expresaban sentimiento alguno pero observ que eran unos ojos grandes y luminosos.
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Una diadema le prenda en la frente el velo blanco que caa sobre los hombros y se
deslizaba por la espalda. Con la mano derecha sujetaba un ramo de flores y me fij en
que los nudillos le blanqueaban de la fuerza con que lo apretaba. En la mano
izquierda llevaba un guante puesto y el otro, vaco y desmayado, lo aferraba con el
ramo.
-Ella est triste -inform Rosa-. Dicen que su familia no la dejaba casarse...
A m me pareci que la novia no estaba triste; en todo caso nerviosa, deseando
terminar cuanto antes el paseo para llegar a su casa o al Hotel o dondequiera que
celebraran el banquete.
En el instante en que nos sobrepasaban, me fij en el novio. Un hombre joven, serio,
con un bigote negro que le acentuaba el gesto firme. Un hombre vestido con uniforme
de gala. Miraba por encima del montn de personas que le rodeaban y su mirada se
perda en un punto lejano, ms all de la calle. No s por qu, pens: Parece que
estuviera en otra parte. Y cuando pas el cortejo se lo dije a mis amigas.
-Parece que l est en otra cosa. Como si estuviera en otra parte...
Rosa insista:
-Ella est triste. A la familia, l no le parece bastante...
En seguida nos fuimos cuesta arriba, por los caminos del Parque, y cuando nos
despedamos entre risas y gritos, los novios ya estaban olvidados y slo nos quedaba
la alegra de la nueva vida que bamos a iniciar.
Muchas veces he vuelto a recordar aquella boda. La resea la le a los pocos das en
un peridico pero los nombres no me dijeron nada: ... han contrado matrimonio la
Srta. Carmen Polo y Martnez-Valds y el Teniente Coronel D. Francisco Franco
Bahamonde....
Los nombres no me dijeron nada entonces. Aos despus los oira por todas partes y,
sin yo saberlo, marcaran para siempre mi destino.
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-Seora maestra, le advierto que la van a recibir a palos porque la maestra anterior los
tena muy abandonados...
No supe qu contestar. El hombre coma con parsimonia. Cortaba un trocito de tocino
con la navaja y lo extenda sobre una rebanada de pan. Parece que lo estoy viendo.
Reseco, renegrido, bajo y fuerte. Vena a buscarme de parte del alcalde para llevarme
al pueblo, perdido en la montaa, que hara la tercera de mis interinidades.
Estaba sentado en un banco de la Plaza cuando el coche de lnea se detuvo y de l
bajamos los tres viajeros que quedamos para el final: un viajante de comercio con un
maletn viejo y una capa sucia; un tratante de ganados con pelliza, faja y boina, y yo,
con mi maleta de latn, la misma que mi padre haba usado en sus escasos viajes. La
que le acompa en la guerra de Filipinas, en la de Cuba y en una excursin que hizo
a Madrid a arreglar los papeles para trabajar en la oficina del ferrocarril.
Yo no soy cobarde; entonces, menos. Pero las palabras del hombre me encogieron el
nimo. En medio de aquella Plaza vaca -estaban todos comiendo en sus casas?,
trabajaban en el campo?- sent miedo.
Me acord de Rosa, mi compaera de curso: Yo, si no me dan un pueblo cerca de
casa, no voy, sola decir. Prefiero quedarme y esperar... Esperar a qu?, le
deca yo. Pero ella insista: Esperar. Es verdad que su padre era dueo de una fonda
y all tena ella su medio de vida asegurado y hasta oportunidades de encontrar un
novio conveniente. Como ella deca: Nos interesa encontrar un novio
conveniente...
La memoria selecciona. Archiva la versin de los hechos que hemos dado por buena
y rechaza otras versiones posibles pero inquietantes.
Yo creo que no me acuerdo nunca de la primera escuela que tuve como interina
porque fracas en ella. Fue un fracaso mo, personal, porque no supe, no pude en tan
poco tiempo entrar de verdad en el pueblo. Trato de organizar los recuerdos y se me
escurren, se me escapan entre los dedos como peces todava vivos que se vuelven al
agua al menor descuido.
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Era Tierra de Campos. Veo con claridad el pueblo apareciendo en el horizonte, la
primera vez que llegu acompaada de mi padre. Habamos andado varios kilmetros
desde la Estacin y de pronto en una revuelta del camino, en el regazo de dos colinas
suaves, all estaba el casero pardo amarillento, la Iglesia, los dos rboles a la puerta
del cementerio. Cada vez que me viene a la imaginacin esa estampa me desazona: la
soledad de los campos al atardecer, el color morado del cielo que amenazaba
tormenta. Ya de ah el recuerdo salta a la posada asentada al borde del camino que
daba entrada al pueblo. Me veo encogida al extremo de un banco corrido, ante una
mesa larga que comparta con los trajinantes. Eran hombres cansados del camino.
Beban del porrn y apenas hablaban. Dorman en el pajar y no eran hombres
convenientes, como dira Rosa. Pero me miraban y yo senta que detrs de aquellas
miradas haba hambre de tantas cosas, un hambre y un cansancio inmensos.
En el rompecabezas no encajo unas piezas con otras. De la posada salto a la escuela.
El primer da tena preparado un discurso pero no me sali. nicamente dije:
Quin sabe leer? Y un nio menudito y rubiaco dijo: Yo. Y los dems?,
insist. Los dems no saben, contest l. Si supieran no estaran aqu... Dnde
estaran?, pregunt estpidamente. Y l sonri lacnico y dijo: Trabajando.
Me acuerdo de mis paseos por los caminos polvorientos. Llevaba un libro conmigo,
me sentaba al borde de la cuneta y miraba la tierra ocre y roja que me rodeaba. Al
caer el sol, el cielo se derrumbaba en malvas, rosas, oros y yo senta unas ganas
terribles de llorar.
Nadie se me acercaba. Nadie se interesaba por lo que haca. Slo los nios acudan a
su cita diaria. Yo trataba de atenderlos a todos. Haca y deshaca grupos. Por edades,
por tamaos, por inteligencias. Explicaba y repeta una y otra vez: Entendis?
Asentan con un tmido movimiento de cabeza y me escuchaban.
En la fonda tena un cuarto pequeo y encalado con una cama y una silla por todo
amueblamiento. La cama tena sbanas gruesas de hilo casero. El colchn era de
arena de ro. Ms limpio y menos duro que la paja que se clava en las costillas, me
explic la mesonera. Antes de acostarme acercaba la silla a la ventana y miraba hacia
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fuera. Las noches brillantes y limpias me traan olor a cereal, a humo, a pan cocido en
hornos caseros. Sera ste mi futuro?, me preguntaba. Sera ste mi sueo?
Los nios progresaban. Una tercera parte ya lean a los dos meses de estar conmigo.
Estoy empezando a ser maestra, pensaba, pero me falta mucho todava.
Un da vino el Alcalde y me dijo: Se tiene que ir. La semana que entra viene la
propietaria. Y me ense un papel de la inspeccin. Slo haba hablado con l dos
veces: el da que llegu y me acompa mi padre a saludarle y otro da que nunca
olvidar. Andaba yo paseando y me lo encuentro recogiendo los granos de trigo que
haban quedado prisioneros en los rastrojos. Los arrancaba con la navaja y los iba
metiendo en un saquito de lienzo. Aprovecho el tiempo y me entretengo, me
confes. Yo sent una opresin angustiosa en el pecho cuando pens en los das que
necesitara para llenar el saquito. Era el rico del pueblo pero se inclinaba mil veces
por no renunciar a un solo grano.
Si tuviera que buscar una imagen para recordar aquel pueblo, elegira sta, la del
viejo con el traje de pana gastada, el sombrero negro calado hasta las cejas, inclinado
sobre la tierra.
Y si poco me acuerdo de ese pueblo, menos del segundo.
Era un pueblo de vino y empec en septiembre. Los diez nios del primer da se
convirtieron en tres en seguida. Dnde estn los otros?, pregunt.
Vendimiando, me contestaron. Empezaban a incorporarse a la escuela cuando me
mandaron a casa. Dos meses escasos, cmo me voy a acordar? Estuve una
temporada esperando y al fin me dieron la tercera escuela. Esta me iba a durar. Nadie
pide los pueblos perdidos en la montaa. A nadie le interesa enterrarse en la nieve.
As que para all me fui con inters, con ilusin. Y mira por donde, cuando voy a
tocar tierra firme, viene el hombre que me mandan como gua y me suelta aquello:
Seora maestra, le advierto que la van a recibir a palos... El hombre coma y de vez
en cuando echaba un trago de la bota de vino. Quiere?, haba sido su ltimo
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ofrecimiento. Y sealaba el pan con tocino y la bota. Yo dije que no con la cabeza.
Cuando termin el almuerzo, limpi la navaja en el pan que le quedaba, la cerr de
un golpe seco y envolvi el resto de comida en un trapo de limpieza dudosa. Lo
coloc en el zurrn que colgaba a su espalda y trab en l la corrella de la bota de
vino. Luego dijo: Vamos, y me seal el caballo que permaneca atado a una de las
columnas de piedra de la Plaza.
No s cmo, me encontr sentada en lo alto, la espalda erguida, las piernas colgando
hacia un lado.
-As va bien, a mujeriegas -dijo una mujer salida de las sombras de la Plaza.
El gua sujet la maleta con una cuerda a mi lado. Yo me apoy en ella y me sent
protegida por aquel cofre que guardaba mis tesoros, todo lo que me una a mi casa,
mi familia, mi mundo.
El gua dijo: Arre. Y el caballo empez a andar lentamente. Por las ltimas callejas
del pueblo sonaban los cascos: cloc, cloc, cloc. El gua corra entre los cantos
desiguales del empedrado y me salpicaba el paete de los zapatos nuevos. Por el
camino en cuesta bajamos hasta un puente de madera que cruzaba un ro estrecho de
aguas turbulentas. Yo me agarr bien a la manta y me dije: No me puedo caer. Al
vaivn de la marcha se me incrustaba en la cadera la esquina de la maleta y el dolor
intermitente del golpeteo me daba ganas de llorar. Pero yo segu pensando: No me
voy a caer y tampoco voy a llorar. Nadie me va a recibir a palos. Tengo todos mis
papeles en regla. El Alcalde ha recibido el oficio comunicando mi llegada...
Al ritmo de la marcha, la indignacin me suba a la garganta y ahogaba la angustia y
la sensacin de lejana que me haba invadido desde que contempl el circo de
montaas que rodeaba al pueblo grande.
-Detrs de las primeras, las ms altas, dando un rodeo, est su pueblo -me haba dicho
el conductor al ayudarme a bajar del autobs.
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Ahora, por un camino angosto, tropezando a cada momento, marchbamos los tres: el
hombre que iba a pie, sujetando las riendas del caballo; el caballo acostumbrado con
toda seguridad a cargas ms pesadas y yo, pegada a mi maleta.
Las peas grises aparecan moteadas del verde que brotaba entre sus grietas. Por el
cielo cruz un guila, vol rauda sobre nuestras cabezas. Al avanzar, el paso se iba
cerrando cada vez ms hasta llegar a convertirse en un desfiladero. Un riachuelo
discurra abajo, sus riberas eran minsculas, apenas una breve pradera fileteando el
curso del agua.
-Truchas. Muy buenas -dijo mi acompaante.
Y aadi al poco rato:
-Esto en invierno no hay quien lo cruce. Fjese ahora, en buen tiempo y estamos
empezando el viaje como aquel que dice. En invierno y con nieve, meses aislados...
Eran unos treinta. Me miraban inexpresivos, callados. En primera fila estaban los
pequeos, sentados en el suelo. Detrs, en bancos con pupitres, los medianos. Y al
fondo, de pie, los mayores. Treinta nios entre seis y catorce aos, indicaba la lista
que haba encontrado sobre la mesa. Escuela unitaria, mixta, as rezaba mi destino.
Yo les sonre. Soy la nueva maestra, dije, como si alguno lo ignorara, como si no
hubieran estado el da antes acechando mi llegada. Recordaba al ms alto, el del
fondo. Pareca tener ms de catorce aos. Estaba medio subido a un rbol, cuando
pas ante l. Ahora me miraba en silencio. Le pregunt: Eres el mayor, verdad?
Neg con la cabeza y seal a una nia ms pequea en apariencia.
Cmo te llamas?, insist. Genaro, el del molino, contest. Pero cmo te
apellidas? Farfull algo entre dientes. Est bien, Genaro. T vas a ser mi
ayudante. No se mova y tuve que pedirle: Ven a mi lado. Sali de su fila, avanz
por el corto pasillo entre los bancos y la pared y se detuvo cerca de m sin acercarse
del todo.
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-La escuela est vieja y sucia -dije a todos- y la vamos a arreglar. No podemos
trabajar en un lugar tan feo.
Luego me dirig a Genaro.
-A la salida busca cal y una brocha y di a cuatro de los mayores que se queden con
nosotros.
Despus pregunt cuntos saban leer y escribir y slo una pequea parte levantaron
la mano. As que los divid en grupos, puse cerca de m a los ms pequeos y les dije:
-No podis sentaros en el suelo. Maana cada nio traer una silla y una tablita para
apoyar su cuaderno.
Como ninguno tena cuaderno, arranqu una hoja de mi Diario para apuntar: Pedir al
pueblo grande treinta cuadernos y treinta lapiceros.
Aquel mismo da, cuando la tarde caa y las montaas envolvan en sombras
anticipadas el valle, se abri la puerta de la cocina de Mara y all estaba el Alcalde,
malhumorado y hosco. Sin quitarse la gorra, sin pasar de la puerta, me seal con la
cachaba y dijo:
-Aqu no ha venido usted a pintar la escuela. Aqu ha venido usted a tener a los
chicos bien enseados. As que djese de pinturas...
Y se march. Me acerqu al umbral y le vi perderse por la calleja adelante. Una
media luna plida apareci entre dos montes. Por el ro ladraron perros. Contestaban
otros en el pueblo. Me parecan ladridos tristes, ululantes. Respir hondo el aire
fresco que vena a rachas cargado de olores campesinos, yerba seca de los pajares,
abono, leche agria.
Siempre que me pongo a recapacitar sobre aquellos pueblos de mi juventud lo
primero que me viene a la memoria son los olores, los colores, las sensaciones ms
elementales. Aunque yo diga: pensaba esto o lo otro, seguro que no era as, seguro
que eso me lo imagino yo ahora, al paso del tiempo. Pero de lo que s estoy segura es
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de las sensaciones. Por eso cuando hablo de la visita del Alcalde vuelvo a sentir el
olor y el frescor de aquella noche.
En la Normal tenamos un profesor muy aficionado a las arengas. Pona los ojos en
blanco cuando nos hablaba de la importancia de nuestra funcin como educadoras.
La joya ms preciosa carece de valor si la comparamos con un nio. La planta ms
hermosa es slo una pincelada de verdor; la mquina ms complicada es imperfecta
al lado de ese pequeo ser que piensa, re y llora., Y ese ser maravilloso, ese hombre
en potencia ante el cual se doblega la Naturaleza, os ha sido confiado, mejor dicho, os
ser confiado a vosotras...
Don Ernesto se llamaba, y pareca que su misin no era otra que la de insuflarnos el
entusiasmo que nuestra profesin nos iba a exigir. Muchas veces me he acordado de
l. He rememorado con amargura o con humor aquellas ampulosas afirmaciones
suyas:
La patria, la sociedad, los padres, esperan de vosotras el milagro, la chispa que
encienda la inteligencia y forje el carcter de esos futuros ciudadanos...
Qu hubiera dicho l si hubiera visto el recibimiento que me hicieron el da que
llegu al pueblo...!
Ya de lejos, me haba dicho mi acompaante: -Ah a la vuelta, en cuanto doblemos
esa loma...
El valle era chiquito. Abajo, al borde del ro haba pocas casas. La mayora trepaban
por las laderas del monte, huyendo de las riadas, pens yo, o queriendo protegerse de
una invasin imaginaria. El caso es que el pueblo apareca de pronto, y se vena
encima sin aviso, sin seal alguna que anunciara su existencia.
Entramos por la primera calleja que desembocaba en un cruce de calles mal trazadas,
una especie de ensanchamiento en el centro del cual haba una fuente.
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-Esta es la Plaza -dijo mi gua.
Haba gente. Hombres, mujeres y nios vestidos con ropas pardas iluminadas a veces
por el rosa fuerte de un jersey o el verde violento de un pauelo. Parecan reunidos,
esperndome. Pero no daban muestras de relacin alguna entre s.
No hablaban, no comentaban, no rean. Simplemente permanecan de pie, cerca unos
de otros como buscando un mutuo apoyo para hacer ms descansada la espera.
Algunos chicos estaban encaramados en rboles raquticos. Otros en tapias de piedra
que protegan el huerto, el patio o la cuadra.
Se destac un hombre mayor, recio y sombro y me dijo:
-Yo soy el Alcalde y aqu estamos todos que los he llamado a concejo a ver quin la
quiere meter en su casa.
El gua me haba ayudado a bajar del caballo y al poner pie a tierra se me doblaron
las rodillas y casi me caigo despus de las horas de tensin, subida a la grupa del
animal. Me sent ridcula al hacer aquella entrada tan poco airosa. Trat de sonrer.
-Buenas tardes -dije al Alcalde-. Soy Gabriela Lpez.
El insisti:
-A ver ahora que est aqu todo el gento, quin se decide a tenerla...
Pareca enfadado y ms que ayuda era como si estuviera formulando un desafo.
Como si dijera: A ver quin se atreve... Los dems callaban. Una vieja a mi lado me
habl en voz baja:
-Dice don Wenceslao... -fue lo nico que pude entender.
Me cogi de la mano y me sac del grupo. All quedaron todos hostiles o
indiferentes. El gua dio un grito:
-A ver la maleta, quin la coge...
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La mujer se acerc a buscarla.
-Raimunda, no tropieces -murmur socarrn.
Ella no contest, pero le lanz una mirada de odio. Entre charcos y piedras me fue
conduciendo la mujer, cuesta arriba hasta un casern que marcaba el final del camino.
-Aqu vive don Wenceslao -dijo. Y me empuj suavemente hacia el portn de roble
guarnecido de clavos. Sobre la puerta un escudo sencillo de piedra carcomida,
distingua y dignificaba la fachada.
Detrs, el monte avanzaba sobre el pueblo en forma de bosque frondoso de escajos y
hayas.
Llevaba ya una semana en el pueblo cuando apareci el Cura en la puerta de la
escuela. Los nios estaban en el recreo y corrieron a besarle la mano.
-Buenos das, seor Cura -cantaron todos con la misma musiquilla. Genaro estaba
dentro de la clase y me ayudaba a colocar los bancos alrededor de las paredes.
-Qu hace usted, seora maestra? -pregunt el Cura. Y su cuerpo ocup todo el
umbral.
-Ya ve, colocar los bancos contra la pared.
-Y eso para qu, hija ma? -pregunt interesado.
Yo me haba acercado a l y l me extendi la mano, elevada, acercndola para que la
besara. La aprision en el aire y la estrech con un movimiento forzado. El segua
mirando los bancos y el espacio vaco que haba quedado en el centro de la
habitacin.
-Qu va a hacer usted? -pregunt otra vez.
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Me qued un poco indecisa ante el tono inquisitivo del visitante.
-Voy a hacer teatro con los nios. Teatro y canciones. Vamos a representar un
cuento...
-Muchas modernidades trae usted para este pueblo -dijo el Cura sacudiendo la
cabeza. Pero en seguida cambi de actitud y se volvi amable, casi zalamero-: Hoy
me tocaba confesin en el pueblo de al lado y me dije: Habr que ir a echar un
vistazo a la seora maestra...
Yo sonre cortsmente.
-Y cmo ha encontrado a estos mozos en Catecismo? -pregunt a continuacin.
-Los encuentro mal en casi todo -dije evasivamente.
-Pues a ver si los mejora -dijo el Cura. Y el tono se haba vuelto astuto y desconfiado.
Se recogi el manteo y se lo ech al hombro. Con las dos manos se alz un poco los
bordes de la sotana para no arrastrarla por el barro y se fue poco a poco por la calle
adelante.
A las doce, cuando cerr la escuela para irme a comer vi el caballo del Cura atado
junto a la casa del Alcalde.
-Estarn comiendo -dijo Genaro que caminaba a mi lado-. Comen y se lo apaan todo
juntos -continu-. Ellos mandaron que usted no se quedara en casa de don
Wenceslao...
Mi padre tena la cabeza muy clara y me haba educado con libertad, pero tambin
con prudencia. Mi madre era una mujer bondadosa, pero desdibujada. Dej mi
educacin en manos de mi padre, a quien admiraba sin reservas. Yo todo lo que soy,
o por lo menos lo que era entonces, se lo debo a mi padre. Era un modesto
funcionario de ferrocarriles que consuma sus das tras una mesa de escritorio,
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dibujando con su perfecta caligrafa relaciones de mercancas, horarios de trenes,
fechas de referencia. Y cuando llegaba a casa se encerraba a leer.
An ahora que lo contemplo con la frialdad de los aos pasados, valoro su pasin por
el saber, el ansia por alcanzar fines nobles que proyect en m. Dios no existe, me
deca y le brillaban los ojos con el fervor del descubrimiento. Dios no existe como
lo ven los que creen en l. Si hay una forma de divinidad est en todo lo que nos
rodea: el mar y el monte y el hombre son Dios... Mi madre escuchaba y guardaba
silencio. Una noche les o hablar. Es una nia, deca mi madre, y va a tener
muchos disgustos con las ideas que le metes en la cabeza.
Solamos pasear juntos por la carretera que sala del pueblo hacia el Norte. O
subamos a los montes cercanos por caminos que l conoca muy bien. Eran los
mejores momentos, aquellos en que los dos solos hablbamos o hablaba l y yo
escuchaba o interrumpa para que me aclarara alguna duda.
A veces se quedaba pensativo, detena su marcha y me miraba.
T crees que estoy loco?, me preguntaba. Yo me apresuraba a negar esa locura; le
coga de la mano y le sonrea. Es muy difcil aceptar la incongruencia de la vida,
me deca. Por eso debes entender que haya gente que necesita religiones para dar
respuesta a sus temores. Yo no lo entenda bien entonces. Pero reciba el mensaje
de mi padre: Respeta a los dems, respeta y trata de comprender a los otros.
Trat de comprender que no deba quedarme a vivir en la casa de don Wenceslao
pero no lo consegu. Fue una imposicin, un abuso de poder, una coaccin. Acababa
de entrar en la casa, empujada por la mujer que llevaba mi maleta, y ya se oa tras de
nosotras un cloqueo de madreas, repiqueteando sobre las piedras de la calle. Pase,
pase, adelante, me dijo Raimunda. Y me sealaba una puerta cerrada al fondo del
portal. Fui hacia la puerta, la abr y una sala luminosa y clida apareci ante mis ojos.
Las lmparas encendidas en varios puntos de la enorme habitacin despedan un leve
olor a petrleo quemado. Cerca de la chimenea encendida un anciano sentado en una
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butaca, ms bien hundido en ella, me contemplaba. No hizo ademn de levantarse.
Acrquese, orden. Y su voz era firme y ms joven que el cuerpo del que proceda.
Me fui acercando y me extendi la mano. Es usted una nia. Vaya maestra!, dijo.
Sostuvo mi mano entre las suyas por un instante. Luego me invit a sentarme. Nadie
le quiere, eh? La verdad es que no han tenido mucha suerte. La ltima maestra se
pasaba la vida en su pueblo, no muy lejos de aqu...
Tena unos ojos vivos que me examinaron con un par de giros rpidos, de arriba
abajo, de derecha a izquierda.
-T querras quedarte con nosotros? La casa es grande y sobra sitio. Raimunda te la
ensear. No hay otra decente en este pueblo...
En el portal se oan voces. Hablaban varias personas a la vez. A poco Raimunda entr
sin llamar:
-Don Wenceslao, dice el Alcalde que Mara la de la herrera se queda con ella. -Y me
sealaba como si fuera un objeto en una subasta que ha encontrado, finalmente,
comprador.
-Ya entiendo -dijo el anciano-. Nadie quera pero al fin ha surgido un voluntario...
Haga lo que quiera. Si no le van bien las cosas esta casa est abierta para usted...
Cerr los ojos como dando por terminada la entrevista. Mi desconcierto iba en
aumento. Deba irme o quedarme? Rechazaba el alojamiento o lo aceptaba sin
discusin? Mi anfitrin no estaba dispuesto a intervenir. Me dejaba a solas con la
decisin. Raimunda esperaba.
-Est bien. Ir. Buenas noches.
El anciano murmur algo y con la mano hizo un gesto de despedida.
No haba sido una eleccin. Genaro tena razn: ellos haban decidido por m que no
me quedara en la casa que se me ofreca.
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-Y t por qu crees que no queran? -pregunt a Genaro. Se qued callado
reflexionando. Buscaba las palabras porque no dudaba de lo que iba a decir sino de la
forma de decirlo.
-Yo creo que les parece pecado, quedarse all usted sola con ese hombre.
Creo, me escribi mi padre que lo hacen movidos por escrpulos de moral. Son
estrechos de mente e ignorantes, no lo olvides. Trata de que sus hijos se conviertan en
algo diferente.
Como Genaro, mi padre opinaba que haba razones ticas para impedir mi estancia en
la casona de don Wenceslao. Era una forma de velar por mi buen nombre o un deseo
de impedir que me convirtiera en un mal ejemplo. De todos modos, me pareca que
aquellas razones tenan un punto de nobleza que no acababa de aceptar.
La verdadera causa de aquella imposicin la fui descubriendo poco a poco. Tena que
ver con la amplitud de espritu de don Wenceslao y con el miedo a que, si yo la
comparta, ambos nos convirtiramos en una fuerza peligrosa en el pueblo; la fuerza
de la inteligencia.
Todos los das antes de acostarme, escriba a la luz de la vela mi Diario de Clase.
He dividido a los nios en tres grupos. Los que no saben ni las letras. Los que estn
torpes de lectura y escritura pero ya van sabiendo dominar estos mecanismos y por
ltimo los que leen y escriben con cierta soltura. Mientras unos trabajan en clculo y
los otros hacen ejercicios de lenguaje, los ms atrasados trabajan directamente
conmigo. Estoy empleando el mtodo de la lectura por la escritura y me da buenos
resultados.
Luego voy cambiando de actividad: enseo a contar a los ltimos, hago leer en voz
alta al grupo intermedio y los ms adelantados escriben una redaccin. Despus del
recreo, la ltima hora de la maana hago una explicacin para todos de temas muy
elementales, un da de ciencias, otro de geografa, otro de historia.
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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El estado de ignorancia es tan general que empleo el mismo vocabulario y los
mismos recursos para los tres grupos.
Nunca han odo estos nios una explicacin sobre el lugar que ocupa la Tierra en el
Universo, Europa en la Tierra, Espaa en Europa. Creo que ni siquiera estn seguros
del punto de Espaa en que se encuentran. Les entusiasma el descubrimiento de los
movimientos de la Tierra, el paso del da a la noche, la marcha de las estaciones. He
encargado a Lucas, el mandadero, el gua que me trajo, un globo terrqueo...
Por Genaro me mand don Wenceslao un recado: que no comprara el globo, que l
tena uno y que en el pueblo grande tampoco iba a encontrarlo. Que pasara a
recogerlo cuando quisiera...
Era tarde y no pens acercarme a la Casona, pero ya estaba Mara murmurando: No
son horas. Y luego me indic hacindome sitio entre los pucheros.
-Se prepare la cena, seora maestra.
Acerqu a la brasa el cazuelo desportillado que me haba prestado para la leche y en
el tazn de loza fueron cayendo las rebanadas finas de la hogaza que para mi tena
apartada.
-Hay miel -me haba dicho-. Si quiere le aparto un pocillo para usted.
Yo tena mi pan, mi miel, mi plato, mi cuchara. Todo aparte. Pagara por todo a la
mujer que me haba acogido y que me advirti desde el principio: Usted me pide lo
que yo tenga y yo se lo voy poniendo aparte y le llevo la cuenta en mi cabeza de lo
que me debe.
Al atardecer me afliga una sombra de angustia. Yo vena de un pueblo, estaba
acostumbrada a la vida tranquila y limitada de los pueblos. Pero el mo tena una
carretera importante, pasaban gentes, automviles, carros, caballeras. Haba Estacin
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de ferrocarril y cuatro trenes diarios, dos hacia arriba, hacia el Norte, y dos hacia
abajo, hacia Castilla.
Desde mi ventana yo vea pasar los trenes, los del da y los de la noche, y mi fantasa
volaba tras el humo de la locomotora. Mi pueblo era alegre. Haba un gran mercado
todos los sbados. Venan las mujeres de los caseros aislados en el monte. Traan
pollos y conejos vivos, manojitos de cebollas, judas verdes, tomates. Los buhoneros,
los ganaderos, los negociantes tomaban en la taberna de la estacin su copa de orujo
maanero y se instalaban luego para el trato y el regateo y la venta que terminaba
hacia el comienzo de la tarde.
Yo tenia amigas, parientes, conocidos y en la calle me saludaban sin cesar, se
detenan conmigo, me hacan preguntas, me contaban sucesos y rumores. Mi pueblo
estaba vivo pero yo siempre haba imaginado que lo dejara, que mis estudios y mi
carrera me serviran para ensanchar horizontes, me llevaran a lugares ms amplios y
mejores, no a esta tristeza del anochecer en un lugar perdido entre los montes.
Trataba de hablar con Mara. Le haca preguntas sobre el pueblo, sobre la gente, pero
ella se resista y slo contestaba aquellas que exigan un si o un no concretos. Viva
sola, por eso me haba aceptado. Era viuda del herrero y no tena hijos. La herrera
estaba en la misma casa. Tena un yunque silencioso y un horno apagado. El yunque
fue un da sonoro, y el hogar brillara al rojo vivo. Pero Mara no saba explicarme lo
que haba sido su vida y creo que tampoco era capaz de distinguir entre su soledad
actual y la soledad de su hombre y ella, cuando dorman juntos y coman juntos y
callaban juntos. Para subir a mi cuarto, por la noche, me daba una palmatoria con un
cabo de vela. Yo quera una luz para leer pero nunca se lo dije. Con frecuencia
encargaba velas a Lucas y era el momento en que Mara dejaba or sus indescifrables
murmullos, mezcla de gruido animal y lenguaje humano propiamente dicho.
.., ms que un entierro..., lograba descifrar yo. Y saba que se refera a las velas.
Entre la incapacidad de expresin oral y la poca necesidad de comunicacin que
tenan mis nuevos convecinos, transcurran los das en un aislamiento parecido al de
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Robinsn Crusoe. Se me ocurri que se era un libro bueno para leer con los nios.
Pero en seguida rechac la idea y devolv el libro a don Wenceslao, mi proveedor.
Porque me pareca imposible hacer llegar a mis alumnos la sensacin de
desgajamiento social que el nufrago literario haba sentido al verse arrojado a la isla
desierta. Slo tratando de explicar mi propio destierro, acertara a interesarles por una
situacin que tan lejana les era. Aunque ellos fueran, sin saberlo, autnticos
robinsones en una tierra aislada de la civilizacin y del progreso.
-Seora maestra, a ver si usted sabe qu le pasa a la nia, que cada vez la veo ms
ruin, que se me va a morir...
La mujer plaa y se llevaba a los ojos secos un pauelo de yerbas. Pareca una
anciana, arrugada y sin dientes, y, sin embargo, la criatura que sostena entre los
brazos era suya. Me estaba esperando a la salida de la escuela y, ante mi estupor, me
haca una consulta mdica. No supe qu decir pero mir a la nia que vena
arrebujada en un mantn de lana negra. Era menuda y plida y por su tamao pareca
tener muy pocos meses. ... la tengo siempre as, como dormida...
-Mejor el mdico -murmur.
Y la mujer se revolvi furiosa.
-El mdico nos tiene abandonados. Siete pueblos a su cargo y al nuestro nunca le toca
-dijo chillando.
-Qu tiempo tiene la nia? -me encontr preguntando, atrapada en la farsa de mi
sabidura.
-Seis meses -dijo la madre. Se haba puesto seria y se concentraba para contestar con
repentino inters.
-Qu come? -pregunt invocando datos rudimentarios de mi libro de Puericultura.
-Pecho -me contest sealando la planicie de su tronco esculido.
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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-Tomaba pecho al principio, pero ahora ni eso. Ni fuerza para agarrarlo tiene...
-Hambre -dije-. Yo creo que puede tener hambre.
La palabra me pareci terrible. No era una acusacin pero sonaba a tal y tem la
reaccin de la madre.
-Cinco he criado con la misma leche -dijo la mujer-. Y todos han medrado que hasta
el ao no les daba ms...
Contest en voz baja, pero no estaba ofendida. Se haba apagado, desilusionada ante
la escasez de mis conocimientos o decepcionada por la falta de ayuda.
-Por qu no prueba a darle leche de vaca hervida y aclarada con agua? Poco a poco,
a ver si la va tomando...
Me volvi la espalda y se march con su nia sin contestarme. Le cont a Mara el
encuentro y ella sali de su habitual silencio para decirme.
-Ha criado a cinco, es verdad, pero se le han muerto ya tres.
Hablaba con la misma indiferencia con que hablara del ganado, con la misma
frialdad.
-Vende la leche, la poca que ordea de la vaca -me dijo Genaro, cuando trat de saber
algo ms de la mujer.
Y cuando llegu a don Wenceslao con mis preguntas, movi la cabeza con desaliento.
-Ignorancia -dijo- y el abandono en el que viven. Slo el veterinario viene de vez en
cuando por la cuenta que le tiene. Cobra una iguala por los animales de cada vecino.
Pero el mdico no, el mdico no cobra igualas y viene cuando puede. Se pasa la vida
montado en el caballo, de pueblo en pueblo por esos riscos. Qu quiere usted? De no
ser algo muy grave...
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Un nio iba a morir y eso no era muy grave. Hasta el propio don Wenceslao opinaba
eso? Me dej consternada y se dio cuenta.
-No se desanime, mujer. La nia saldr adelante. Ya lo ver...
Lo vi. A los diez o doce das all estaba la madre esperndome otra vez. Un esbozo de
sonrisa se dibujaba en la boca desdentada.
-Que si, que s, que la ha recetado muy bien. Que ya come y se revuelve...
Mi fama creci rpidamente y sin saber cmo, al mes de instalarme en la escuela,
siempre haba alguna mujer esperndome a la salida. Sus consultas eran variadas, no
siempre de medicina. La mayor parte pude resolverlas con sentido comn y buena
voluntad. Se me ocurri dar a la nueva situacin una salida ms eficaz. Fui a ver al
Alcalde y le dije:
-Si no le parece mal pensaba organizar clases de adultos. Las mujeres vienen muchas
veces a hacerme consultas y me parece mejor que cuenten con una hora fija. Les ir
preparando charlas sobre lo que ms les pueda interesar...
Su primitiva hostilidad no haba desaparecido.
-Y qu tienen que aprender las mujeres -dijo-. Tarea les sobra con atender la casa y
los animales.
No insist. Estaba dispuesta a seguir adelante. El esperaba tener que rebatir mis
argumentos y al ver que stos no llegaban su reaccin fue ms suave.
-Haga lo que quiera. Siempre se tiene que salir con la suya...
Yo saba que estara informado de mi actuacin y que si algo haba en ella que no le
gustara, me lo hara saber. De modo que un da a la semana, los jueves, reun a las
mujeres que quisieron venir. Empec por la higiene domstica. Al principio eran
cuatro o cinco. Al cabo de un tiempo llegaron a diez.
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A finales de octubre el tiempo empeor. Los cielos azules del otoo se cubrieron de
nubes y un cierzo helado azot los montes y los valles. El da de Todos los Santos
amaneci nevado. Abr el portillo y vi pasar gentes aisladas que se dirigan al
cementerio. Algunos llevaban en la mano manojitos de flores malvas y rosadas, flores
silvestres que hasta haca poco tiempo resistan en las praderas altas de la montaa. O
geranios rojos, cultivados en macetas de lata, en un rincn abrigado del portal. Las
campanas tocaron a muerto.
Mara se fue a la Iglesia con una vela. Valdr ms que las flores, murmur. Cerr
la puerta al salir y desde fuera me dijo:
-Qutese de ah que va a coger un pasmo.
Segu su consejo y ajust el portillo. La cocina estaba oscura y slo las brasas del
hogar difundan un leve resplandor, un parpadeo que se apagaba y se encenda al
consumirse la lea lentamente.
La amenaza del invierno ya estaba empezando a cumplirse. Se haban acabado los
paseos a los bosques cercanos, la suavidad del sol de octubre que brue las hojas de
los rboles. La primera nevada era el anuncio de muchos das grises, y era tambin el
aislamiento definitivo. A veces, durante meses, ni las cartas llegaban al pueblo,
inaccesible para los caballos y los hombres.
La escuela sera mi nico recurso. Por entonces, ya empezaba a sentir esa profunda e
incomparable plenitud, que produce la entrega al propio oficio. Me sumerga en mi
trabajo y el trabajo me estimulaba para emprender nuevos caminos. Cada da surga
un nuevo obstculo y, a la vez, el reto de resolverlo. Los nios avanzaban, vibraban,
aprendan. Y yo me senta enardecida con los resultados de ese aprendizaje que era al
mismo tiempo el mo.
Nunca he vuelto a sentir con mayor intensidad el valor de lo que estaba haciendo. Era
consciente de que poda llenar mi vida slo con mi escuela. Cerraba la puerta tras de
m al entrar en ella cada da. Y las miradas de los nios, las sonrisas, la atencin
contenida, la avidez que mostraban por los nuevos descubrimientos que juntos ,
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bamos a hacer, me trastornaban, me embriagaban. Leamos, contbamos, jugbamos,
pintbamos, nos asombamos a mundos lejanos en el tiempo y el espacio; nos
sumergamos en mundos diminutos y cercanos que encerraban milagros naturales.
Tras el descubrimiento de Amrica, corra veloz el descubrimiento de la circulacin
de la sangre. Tras la solucin de un problema aritmtico, le reflexin sobre un poema.
Y luego, por qu brillan las estrellas, por qu el hombre ha conseguido volar. Por qu,
por qu...
Yo me deca: No puede existir dedicacin ms hermosa que sta. Compartir con los
nios lo que yo saba, despertar en ellos el deseo de averiguar por su cuenta las
causas de los fenmenos, las razones de los hechos histricos. Ese era el milagro de
una profesin que estaba empezando a vivir y que me mantena contenta a pesar de la
nieve y la cocina oscura, a pesar de lo poco que aparentemente me daban y lo mucho
que yo tena que dar. O quizs por eso mismo. Una exaltacin juvenil me trastornaba
y un aura de herona me rodeaba ante mis ojos. Tena que pasar mucho tiempo hasta
que yo me diera cuenta de que lo que me daban los nios vala ms que todo lo que
ellos reciban de m.
El molino de Genaro estaba abajo, a la orilla del ro. Una casita blanca unida a la
acea, que se vea desde la escuela. Un da pregunt al nio: De dnde sacis el
trigo?
-Del mercado del valle -me contest-. El trigo se compra a los del llano y se cambia
por cosas de madera que hacemos en el invierno. Venga usted al molino y mi padre
se lo explica.
No me explic mucho, pero la visita tuvo otro inters para m. Al ver la casa de
Genaro y al conocer al padre pude imaginar mejor lo que deba de ser su vida.
En la nica pieza habitable haba un camastro, una mesa y un escao. All vivan los
dos hombres, solos desde la muerte de la madre.
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Genaro me quera obsequiar. Trajo un puadito de arndanos y me los puso delante
para que los probara.
-Los cojo en la braa del Oso cuando voy con las cabras...
El padre me pareci reservado, hurao. El nio pareca orgulloso de l, satisfecho de
la facilidad con que cargaba los sacos de trigo.
-Puede con mucho peso -me dijo.
Haba algo en Genaro que me haba chocado desde el principio. En medio de la
torpeza de expresin que mostraban mis alumnos slo l hablaba con cierta fluidez.
Conoca los nombres de las cosas, tena un vocabulario aceptable, discurra con
rapidez y agudeza y saba contar historias.
En este pueblo, me encontr reflexionando, slo se puede conversar con Genaro y
con don Wenceslao.
La asociacin de los dos personajes me revel un descubrimiento que me pareci
fascinante. Los dos tenan la misma mirada, parecida manera de adelantar la barbilla
para escuchar, la misma sonrisa.
Le imita, me dije. Ha comprendido que don Wenceslao es la nica persona digna
de ser imitada...
-El que no sale a la raza se le mata -fue el crptico comentario de Mara cuando le
confi mi impresin. Sola buscar ocasiones de dirigirme a ella para tratar de romper
su lejana.
Yo estaba cogiendo el puchero de leche que se calentaba colgado de la plegancia.
-No entiendo -dije. Y ella:
-A buen entendedor...
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Casi dejo caer el tazn al suelo. Las preguntas se me agolpaban en los labios: Pero
cmo, cundo, dnde...?
-Ella trabajaba para l. El era un hombrn todava. Todava no se haba sentado en el
silln que ah se qued clavado cuando ella muri y no se ha vuelto a levantar.
-Y el marido, el padre de Genaro?
-Se qued con el nio. Tena cuatro aos cuando muri ella pero ni or de drselo al
viejo. El viejo fue al molino y se encerraron a hablar y el otro no s qu le dira pero
el nio se qued con l. Y con l sigue...
-Lo sabe Genaro? -pregunt.
Mara se encogi de hombros, agotada por el inusitado esfuerzo que haba hecho. Se
vea que la historia haba despertado en ella la pasin de unos sucesos que
conmovieron la vida del pueblo.
-Si no lo sabe, se enterar cuando l se muera y herede. Porque eso s, la herencia no
se la quita nadie, segn dicen...
Haban pasado unos das desde mi visita al molino cuando me mand recado el
Alcalde: que fuera a su casa que estaba all una seora Maestra que me quera
conocer.
Entre perpleja y curiosa, me dirig al Ayuntamiento, una habitacin con silla, mesa y
una carpeta con pocos papeles. El resto era la vivienda del Alcalde.
Atraves el portal oscuro y llam con los nudillos al portn. Abri una vieja y me
condujo sin palabras hasta el fondo de la casa. All, en un comedor hmedo, en torno
a una mesa con restos de comida, estaban sentados el Alcalde y su mujer y otra
persona, una mancha negra y gris, un cuerpo menudo vestido de luto y una cabeza
con el pelo corto manchado de canas.
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Me qued de pie, esperando, pero nadie me invit a sentarme.
-Aqu la tienes, Elisa, sta es la nueva maestra.
Elisa me mir con sus ojillos sepultados bajo una maraa de cejas blanquinegras.
-Hola, muchacha -dijo-, qu tal te va por el pueblo?
-Bien -contest.
-Al principio te ser difcil pero ya te irs acostumbrando. Los chicos son como
animales pero hay que domarles. Y cuando no respondan, palo...
No contest. Seguan sin invitarme a tomar asiento y me contemplaban con
indiferencia como si no acabaran de decidirse a tenerme en cuenta pero tampoco a
despedirme.
-Mi cuada Elisa acaba de jubilarse y ha venido a visitarnos. Esta s que ha sido
buena maestra. En la escuela que estaba los chicos no se le movan. Y menudo
respeto le tenan...
Era el Alcalde quien hablaba y me dirigi una media sonrisa socarrona e impertinente
de modo que no dudara que la alabanza de la vieja cuada iba dirigida a criticarme a
m.
-Si no me necesitan... -dije haciendo ademn de marcharme.
En aquel momento se oyeron voces fuera y la vieja que me haba abierto la puerta
apareci en el umbral. A sus espaldas se dibujaba la figura de una mujer con un bulto
en los brazos.
-Se me muri la nia -grit-. Se me muri -repiti dirigindose al Alcalde- y aqu la
tienes. No me quisiste avisar al mdico y ahora la entierras t...
Pero no soltaba el cuerpo inerte, lo mantena agarrado con fuerza ante los tres
comensales, que no se movieron ni articularon palabra.
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La mujer me vio y se dirigi a m con el mismo tono violento y agudo.
-Ya no me tomaba la leche. Pareca que s, pero en seguida volvi a amurriarse...
La cog del brazo suavemente, la fui sacando afuera. Yo no quera mirar el cuerpo sin
vida de la nia. La mujer insisti:
-Ya no tomaba la leche. Pareca que s, al principio, pero luego...
La boca sin dientes de la madre se qued abierta, sin emitir un sonido ms. Me
miraba en silencio, dolorida, y me pareci que me haca una pregunta muda: De qu
me han servido tus consejos? Y adems quin eres t para dar consejos?
De una casa cercana sali una mujer que se acerc a nosotras.
Un poco ms lejos apareci otra y ya ramos un pequeo cortejo tras la madre con su
liviana carga.
Al llegar a casa, Mara coment:
-Ya le dije que ha enterrado a tres. Y ahora sta. Pero seguir teniendo ms...
A Mara le ense a hacer diferentes clases de punto: liso, con dibujos, con calados.
Tena una manos torpes. En los dedos speros se le enganchaba la lana retorcida,
hilada por ella en las veladas del invierno. Lana blanca de oveja que utilizaban las
mujeres para tejer calcetines, escarpines, chalecos. Pero no saban tricotar. A los
pocos das vinieron dos vecinas, igualmente desmaadas y entusiastas, y a medida
que los das disminuan y las tardes sombras del otoo se desplomaban sobre el
pueblo, mi pequeo grupo de alumnas aumentaba: Ensee a las nias, me decan,
que esto les va a valer ms que las letras. A Lucas tuve que encargarle varias
agujas porque con las mas no era bastante. Y una tarde a la semana, en la escuela,
inici a las nias mayores con una advertencia previa.
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-Las letras y los nmeros y las lecciones que hacemos son ms importantes, pero
tambin tenis que saber estas cosas.
Los nios tambin queran aprender y no tuve inconveniente en ensearles. A las
pocas sesiones ya me lleg a travs de Genaro la noticia: Que dicen en la taberna
que usted quiere hacer a los chicos, chicas, para que pierdan la fuerza y no trabajen
en cosas de hombres...
Fueron desapareciendo los muchachos y me qued solo con mis nias. Aprovech la
ocasin para hacerles ver que, a pesar de todo lo que oyeran, el hombre y la mujer no
son diferentes por la inteligencia ni la habilidad, sino por la fisiologa. Se me
quedaban mirando con asombro convencidas como estaban de la absoluta
superioridad de sus hombres, que lo mismo cazaban jabales, que arrancaban los
rboles a hachazos. La fuerza fsica es una cosa, les expliqu. Pero hay otra fuerza
que es la que nos hace discurrir y resolver situaciones difciles..
Estoy convencida de que lo entendan. Y aprend una cosa ms: que tan importantes
eran esas lecciones como las otras, las oficiales, las obligadas por principio, porque
todas guardaban relacin entre s, si pretendamos educar de verdad a aquellos
hombres y mujeres en ciernes.
A travs de Genaro, don Wenceslao me enviaba constantemente pequeos obsequios
para la escuela. El nio deba de contarle nuestras luchas con la falta de material
escolar, nuestro ingenio para resolver esas carencias.
De vez en cuando, me invitaba a merendar. Raimunda nos serva chocolate y
rebanadas de pan con mantequilla y la charla transcurra deliciosa hasta que se
acercaba la hora de cenar. Yo me retiraba temprano porque tema las reticencias del
Alcalde y los vecinos respecto a mi estancia en la casa de un hombre soltero.
Como yo era muy joven, me pareca que el seor de la Casona era un verdadero
anciano. Pero a pesar del silln y su permanente afincamiento en l, don Wenceslao
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pasaba poco de los sesenta aos. Ya s que su padre ser ms joven, me deca
Raimunda, pero si usted quisiera, hija, si usted quisiera, se quedaba de seora en
esta casa. Djese de chiquillos y de escuelas. De seora la quera ver yo aqu...
Yo me rea de los sueos de Raimunda que me parecan disparates de su rstica
imaginacin.
Un da que el seor se retir pronto, Raimunda me retuvo y me cont su historia que
yo apenas haba entresacado de nuestras conversaciones.
Era as: Don Wenceslao vena de una familia del pueblo. Seores de horca y cuchillo,
deca Raimunda, de cuando el pueblo era ms importante que ahora y haba ganados
para vender en toda Castilla. Si seran importantes que aqu ha dormido un Obispo
en tiempos de la madre de don Wenceslao. El padre se haba ido a Guinea llevado por
no s qu pariente lejano que tena all negocios y plantaciones de caf. Cay
enfermo y no volva y la madre llora que te llora y hasta que no mand al hijo no
par. A don Wenceslao le haba tenido interno en la capital y bien que lo haba
educado. Pues a Guinea lo mand y cuando muri el padre, all se qued ms aos de
los que ella pensaba, que no regres hasta la muerte de ella. Para enterrarla vino y
luego se qued en la casa como perro sin amo, sin que nadie supiera si se volva a las
tierras aquellas o se quedaba aqu administrando el capital que tena, que no era poco.
Slo en lea, se admiraba Raimunda, los rboles que tiene esa familia... Y mira por
donde se meti por medio la madre de Genaro, que era joven y guapa y mal casada
porque con el marido no tena hijos. Y se mete a servir aqu, que andaba aburrida en
el molino y con poco que hacer... Y vino lo que vino, y pas lo que pas, aunque
nadie lo puede demostrar... Pero usted dir. De la noche a la maana, ella aparece con
la tripa y don Wenceslao ms meloso que nadie con ella, que no trabaje, que venga
otra y as fue el entrar yo por esa puerta...
Cuando yo llegu, la madre de Genaro se fue con el marido, arrepentida o no, pero
temerosa desde luego, porque para m que el marido le dijo o te vienes o te mato. Y
ella se fue como si todo hubiera sido de ley y como si al final su hombre hubiera
cumplido y eso es imposible porque uno de aqu que le conoce bien y que hizo con l
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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la mili dice que se qued intil de una cornada que le dio en sus partes un toro
cuando era zagal...
A veces don Wenceslao me contaba historias de Guinea. Me hablaba de aquellas
tierras calurosas y un eco de melancola le arrastraba la voz hacia selvas, mares,
cielos redondos colmados de estrellas...
-Qu tierra aquella, Gabriela. Si algn da, qu raro sera, pero si algn da cae por
all, recuerde la hacienda de los Pealba en el continente, atravesando una buena
parte del bosque Fang, all tiene su casa que la lleva mi buen Francisco Gmez, mi
encargado y amigo...
Slo un da reneg de Guinea. Estbamos charlando tranquilamente con nuestro
chocolate por medio y una fuerte sacudida le conmovi. Se le cambi la cara que se
le puso plida y luego empez a tiritar. Daba diente con diente y me dijo: Llame a
Raimunda, hija ma. Ella entr y me hizo una seal como de que me fuera y me
explic luego: Es el ataque de las fiebres esas que trajo de frica. Se pone mal y
mal hasta que le hacen efecto sus medicamentos, pero eso le envejece y le asusta, el
ataque de la fiebre...
La escuela estaba limpia y arreglada. Adems de pintar, habamos colocado, en las
cuatro esquinas, cuatro arbolitos del monte en unos cubos. Por la maana los
sacbamos al sol. Cuando empezaba a hacer fro los encerrbamos en la escuela y yo
aprovechaba para explicarles la vida del reino vegetal, de la que ellos tenan
conocimientos tan directos y tan poco cientficos.
Para nuestras clases de trabajos manuales llegaban con las cosas ms inesperadas.
Trozos de soga, clavos, cortezas de rbol blandas para tallar con sus navajas; juncos
del ro con los que hacer cestos. Me enseaban y les enseaba y el intercambio de
habilidades se converta en un juego.
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Decorbamos la clase con sus dibujos, con sus maderas, con los costureros que las
nias bordaban en el lienzo tejido por sus madres.
Inici lo que apenas me atreva a llamar una biblioteca. Sobre un banco bamos
colocando los libros y peridicos que podamos conseguir. Pocos, muy pocos, pero ya
tenan su lugar especial en la clase. Me conmova profundamente cuando uno de mis
nios deca: Puedo usar la Biblioteca? Y le vea revisar vidamente el montoncito de
papel impreso que era un tesoro y sobre todo un smbolo de otros tesoros lejanos y
difciles de alcanzar.
Alguna tarde los llevaba de excursin. Pasado el pueblo, en lo alto de la pea ms
cercana haba una pradera y desde all se vea la cadena de montaas que se perdan
en un horizonte neblinoso. Pareca imposible salir de aquella cordillera. Desde all,
desde lo alto, se haca ms evidente nuestro aislamiento. Al otro lado, la meseta
prometa caminos despejados pero nosotros vivamos encerrados en el circo de
montaas, prisioneros de la geografa y la miseria.
No me march del pueblo por cobarda ni por cansancio.
Fue un corte brusco, una decisin repentina tomada por mi padre cuando vino a
verme y me encontr agotada, convaleciente de lo que debi de ser una pulmona,
aunque nadie la hubiera diagnosticado.
Todo empez despus de las vacaciones de Navidad. Yo regresaba de casa de mis
padres y haba cado una gran nevada que tena al pueblo incomunicado. Tocaron a
concejo y un grupo de vecinos me fue a rescatar al pueblo grande. Las caballeras
pasaban con dificultad por las hoces, as que slo llevaron una para m y los hombres
marchaban unos detrs y otros delante del animal, protegindome y cuidando de que
no nos desperamos. Nos cost horas llegar y al alcanzar el pueblo slo se vean
columnitas de humo porque las casas haban desaparecido cubiertas por la fuerte
nevada. Entramos por el tejado a la casa de Mara y bajamos hasta el primer piso por
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unos escalones hechos en la nieve casi helada. Todas las casas estaban sometidas al
mismo enterramiento invernal.
Al da siguiente para ir a la escuela, los nios hicieron una cadena, cogidos de la
mano, y tiraban de m como un juego en el que todos patinbamos. Me haban
regalado pieles de rebeco completas para mi cuarto y tiras de otras pieles de animales
pequeos para que forrara con ellas las abarcas. Genaro me esperaba mustio y
callado. Qu pasa?, le pregunt. Y l: Mi padre que est malo. Fue al monte y
cay rodando y se manc la pierna y la espalda.
Mara regateaba el carburo. Me meta en la cama y tiritaba de fro aunque entraba
forrada de jersis de lana gruesa, con escarpines y una piedra envuelta en trapos que
haba calentado a la lumbre.
Una noche que tembl el techo y las vigas de roble gimieron, cre que haba llegado
el fin, que nos hundiramos sepultados en la nieve. Pero no fue as. Haban llega do
las lluvias -agua de Galicia, sentenci Mara-; y la nieve se fue deshaciendo aunque
quedaban neveros slidos en la umbra de la montaa.
Me fui a visitar a Genaro que no vena a la escuela ocupado en cuidar al padre y
atender al molino y al ganado.
Encontr al nio silencioso y remoto, como si se hubiera alejado de m, como si
estuviera viviendo una experiencia no compartida con nadie. Esta vez no me ofreci
arndanos ni asiento. El padre yaca en el camastro y emiti un gruido de
agradecimiento. Me fui en seguida y Genaro se qued en la puerta del molino. Me vio
trepar torpemente pero no acudi en mi ayuda.
Al llegar a casa sent que tena fiebre. Yo creo que aquello vena de antes, del da de
mi llegada y el recorrido de horas a caballo, y entre la nieve. Mara me llev a la
cama leche caliente con miel y como tosa me puso cataplasmas y ungentos que me
abrasaron la piel.
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Al da siguiente vino Raimunda y me trajo coac de parte del amo. El coac me
hizo sentirme estimulada y fuerte y, por un momento, entre la fiebre y el alcohol me
cre curada. Pero no fue as. La fiebre cada vez era ms alta y pas un tiempo, nunca
sabr cunto, medio inconsciente e incorporada a medias en la cama para no
ahogarme.
El primer da que tuve fuerzas para levantarme, cuando le anunciaba a Mara que
pronto volvera, muy abrigada, a la escuela, se abri la puerta y apareci mi padre
avisado por no s quin.
-Ya habl con el Alcalde -me dijo.
Y me oblig a seguirle bien abrigada, s, pero no a la escuela, sino al pueblo mayor
desde donde regresaramos a casa.
No me desped de Genaro ni de don Wenceslao. Slo de Mara que se qued a la
puerta de su casa, mientras Lucas se colocaba a un lado y mi padre a otro del caballo
que me transportaba. Por las ltimas revueltas de la calleja aparecieron nios. Me
miraban marchar pero ninguno dijo una palabra. Yo les deca adis con la mano. Tan
dbil estaba que apenas poda sostenerme en la grupa. La maleta sujeta a mis espaldas
me serva de apoyo y, tambin, se me clavaba en las costillas a cada paso del animal.
La convalecencia fue larga. El mdico me tena sometida a un reposo exagerado.
Pero hay que evitar la tuberculosis, porque ya sabe usted, usted no ignora, le deca
a mi padre, que la tuberculosis es la muerte inevitable.
Cuando me dieron por curada ya era verano. En septiembre empec a preparar
oposiciones y durante un curso todo fue estudiar y estudiar bajo el cuidado amoroso y
la vigilancia previsora de mis padres. Volv a Oviedo cuando lleg el momento. Me
examin y lo mismo que un da apareci mi nombre en la lista de final de carrera,
tambin ahora lo vi brillar en otra lista: Gabriela Lpez Pardo, Maestra en propiedad.
Haban pasado pocos aos entre las dos listas. Pero ya haba llegado el momento de
elegir, con todos los derechos, mi escuela.
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Los nios eran todos negros. La ma era la escuela nacional y gratuita y slo los
negros la frecuentaban. Todos dijeron que estaba loca cuando la eleg. Yo tena
veinticuatro aos y afn de aventuras. Si fuera hombre... pensaba. Un hombre es
libre. Pero yo era mujer y estaba atada por mi juventud, por mis padres, por la falta de
dinero, por la poca. Era el ao 1928. En la oposicin haba sacado un excelente
nmero: la tercera entre cincuenta. Mir los mapas y el punto ms lejano de la tierra
al que poda llevarme mi carrera estaba all, en la lnea del Ecuador. Una franja
pequesima de frica, unas islas, un nombre que cruzaba sobre el mar y se
adentraba en el continente: Guinea Ecuatorial. Aqul sera mi destino. Pens en don
Wenceslao: Si algn da..., me haba dicho y en seguida haba rectificado: Pero
usted nunca va a caer por all. No puedo decir que me influyera el recuerdo del viejo
amigo. Hasta su Guinea me pareca distinta de la que yo estaba eligiendo. Yo no iba a
negociar ni a hacer fortuna. Yo iba a ensear y al mismo tiempo a aprender, a buscar
paisajes nuevos, nuevas experiencias, en un pas que adems de extico era nuestro.
As que lo arregl todo, deso los consejos y los llantos familiares y me baj hasta
Cdiz para embarcar. Cdiz era el extremo sur, el final de mi mundo. De Cdiz
arranqu un da de septiembre y atrs dejaba lmites y ataduras. Y el recuerdo de una
escuela perdida entre montaas.
Cuando el barco zarp yo vea la tierra alejarse desde el puente. No quera pensar en
lo que abandonaba. Necesitaba la fuerza de los emigrantes, el valor de los
conquistadores. Record el ltimo consejo de mi padre, arrancado de una de sus
lecturas:
La aventura puede ser loca, el aventurero no. Y un respingo de emocin me asalt
mientras la costa espaola se desdibujaba a lo lejos.
Con los embites de las olas, todo el barco cruja. Era un barco viejo y pareca que iba
a partirse en dos a cada instante. Al tercer da estall una tormenta que nos mantuvo
encerrados durante doce horas en los camarotes, reducidos y sofocantes. En el mo
haba plazas para cuatro, pero bamos slo tres: la mujer de un empleado de
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telgrafos de Santa Isabel, que se pasaba el tiempo maldiciendo; su hija, una
muchacha de mi edad que vomitaba a todas horas, y yo, que sufra y aguantaba con
paciencia las inclemencias de la navegacin.
Macilentos y ajados avistamos un da la tierra de Guinea. Ya escaseaba el agua y la
comida disminua por momentos en cantidad y calidad. El calor nos quitaba el apetito
y nadie hubiera osado protestar, desmadejados como andbamos todos, del puente al
camarote; del saln aliviado con las hlices del ventilador que colgaba del techo, al
comedor por el que discurran sudorosos los camareros repartiendo t y caf en
pesados recipientes.
El da antes de llegar a Santa Isabel me llamaron de primera y me entregaron un
telegrama de la Delegacin anuncindome que me esperaban en el muelle.
Al clarear el da siguiente, vimos la costa, con grandes elevaciones, pero todava
faltaban unas horas para divisar Santa Isabel.
Recuerdo la llegada. El puerto. Y a lo lejos el rumor de las voces que anunciaban el
barco. El paso por el puente balanceante que me llevaba a tierra firme. La espera de
mi bal que no llegaba nunca. Me rodeaban mozos, negros harapientos que ofrecan
sus servicios en un defectuoso castellano: Hola seora, hola mujer. Apareci un
funcionario blanco y lacnico: Seorita Gabriela Lpez; s, de la Delegacin, s, la
acompao, vmonos pronto...
Y luego la noche de insomnio en un Hotel de indescriptible suciedad. El calor, la gasa
rota del mosquitero, el obsesivo girar de las aspas sobre mi cabeza; ruidos
indescifrables arriba y abajo; la puerta sin cerrojo ni llave; un lavabo roto con un
jarrn desportillado como nico suministro de agua.
Al fin el nuevo da y el mismo funcionario que me espera en el vestbulo del Hotel y
me conduce al puerto y al barco, alemn, que iba a llevarme a la ltima etapa de mi
viaje.
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Apoyada en la cubierta, vea los contornos montaosos de la isla de Fernando Poo,
los torrentes que se deslizan desde lo alto hasta el mar, la exuberancia forestal de la
costa.
A mi lado se haba instalado un joven negro. Apoyaba, como yo, los brazos en la
barandilla y miraba en silencio la costa. El cielo estaba gris azulado, el aire era
sofocante pero yo me resista a retirarme a la sombra no menos calurosa.
-Hermosa isla -dijo el hombre sin dirigirse a m, pero estbamos solos y tuve que
darme por aludida.
-Muy hermosa -contest.
Me mir de frente y sonri con una sonrisa blanqusima que ilumin su rostro oscuro.
Su espaol era suave y melodioso. Hablaba como una persona educada. Su lenguaje
guardaba relacin con el traje blanco, de corte europeo, y con su forma especial,
reservada y cordial al mismo tiempo, de dirigirse a m.
-Soy mdico -me dijo- y regreso a mi hospital. El continente es muy distinto a esto. -
Y sealaba la isla brumosa y cercana. Cuando supo la razn de mi viaje volvi a
sonrer-. La necesitamos -afirm-. Necesitamos medicinas y escuelas. Pero slo nos
mandan hombres de negocios... Los nios la estarn esperando.
Me esperaban. Todos eran negros y sonrieron. Sus sonrisas me devolvieron la
esperanza. Aqulla era mi primera escuela en propiedad. Nunca la olvidar. La tengo
aqu, metida en la cabeza. Una choza de calab, como todas las del poblado, con el
techo de hojas de nipa entrelazadas sobre el armazn de bamb. Estaba un poco en
alto, rodeada de un bosquecillo ralo de palmeras. Desde all se vea el mar. Los nios
negros me miraban sonrientes y desde ese primer momento supe que no me haba
equivocado.
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En noches de verano, cuando el calor no me deja dormir, cierro los ojos y me veo all,
bajo el techo de palma entretejida, tumbada en el chinchorro que se mueve despacio
esperando la caricia del mar en la amanecida. Manuel se empea en mover un
abanico sobre m. Quieto, Manuel, le digo, vete a dormir. Se arrastra hasta la
arena de la playa, desaparece en la pendiente que desciende brusca, hasta el agua.
Bate, me dice todos los das, bate y saldrs del calor. Manuel, mi criado, me
cuida y pretende calmar, a su manera, mi desazn. Agua, de la barrica, bien
fresquita... un poquito de coco...
Pero el calor me aplasta. Un bao de vapor, una opresin en los pulmones que se
resisten a filtrar el oxgeno. Mi casa era como todas: una cama de bamb, sin ropas ni
almohada; un banco y una mesa tambin de bamb y canastos distribuidos por la
choza en la que guardaba mi ropa y mis objetos personales.
Pero mi lugar preferido era el chinchorro que colgaba a la entrada, bajo la sombra del
tejado, que avanza y sobresale como un pequeo toldo vegetal.
Empezbamos temprano. El frescor de la hora primersima haca soportable respirar.
En seguida el aire se volva denso, pastoso. Yo trataba de olvidarla dureza del clima,
el traje de hilo empapado en sudor, la pesadez de mi cabeza. Y trabajaba.
Ningn nio saba espaol suficiente para seguir una explicacin. Yo dibujaba en la
pizarra las cosas con sus nombres e intentaba que ellos reconocieran las palabras
cuando borraba los dibujos. Una pizarra griscea y desconchada, apoyada en el suelo,
era la nica ayuda. Ms adelante, de mi bal salieron libros, cuadernos, lapiceros y
mapas. Retrocedan. Era su manera de mostrar extraeza y precaucin. Luego se iban
acercando y tocaban los nuevos objetos para comprobar su inocuidad.
Aferraban los lapiceros con sus manos oscuras, las uas rotas, las palmas rosadas y
sucias. La aparicin del color en el papel al presionar la mina del lpiz, produca en
ellos exclamaciones de excitacin. Palmera verde, deca yo. Y sealaba la palmera
y el color correspondiente. Comprendan rpidamente. Trataban de reproducir la
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imagen del rbol desmelenado, verde gris, verde tostado, verde. Palmera verde, mar
azul, sol amarillo, sangre roja, blancos los dientes y la carne tersa del coco.
Aprendan.
Los das transcurran bajo el peso del calor que me dejaba exhausta y me llevaba al
final de la jornada hasta la hamaca de palmito que flotaba en el porche de mi cabaa.
Cantbamos. Yo buscaba en el repertorio aprendido en la infancia y ampliado ms
tarde en la Normal. A travs de las canciones trataba de explicarles el paso de las
estaciones, el brillo de la nieve en el invierno, el largo viaje hacia la primavera que
estalla un da en hierba y flores, el otoo que dora y enrojece los bosques. Slo el
verano los aproximaba a nosotros y al calor de nuestro sur lejano.
Les enseaba mis canciones y ellos me enseaban las suyas.
Bailaban y cantaban, atrs y adelante, adelante y atrs, con vigoroso ritmo. Me
enseaban los nombres de sus rboles, calab, ceiba, ukola; de sus comidas, ame,
malanga, yuca; de sus animales y sus enseres.
Pero yo no estaba all para aprender su idioma, sino para ensearles el mo que les
corresponda por derecho propio, aunque todava lo ignorasen.
He contado muchas veces los recuerdos que me quedan de Guinea. Tantas, que llego
a pensar si los transformo y los complico o, por el contrario, los simplifico
demasiado. Cuando vivimos sin testigos que nos ayuden a recordar es difcil ser un
buen notario. Levantamos actas confusas o contradictorias, segn el poso que el
tiempo haya dejado en los recodos de la memoria.
Por eso, cada vez que la ma regresa a aquella tierra, me pregunto si reconstruyo de
verdad los sucesos, si registro de modo fiable las sensaciones; es decir, si recuerdo o
fabulo. He llegado a incorporar a mi historia las historias de Guinea. Parte de lo que
fui despus, empez a nacer all. Quizs altero ancdotas, fechas, nombres, pero algo
ms profundo permanece grabado en la mdula del sentimiento. Algo que acaba
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echando races y ramas y se enmaraa a medida que el calor del recuerdo lo hace
crecer.
Cmo olvidar la lucha por la supervivencia de unos pueblos asediados por el hambre,
la enfermedad, el miedo. Cmo olvidar a los nios.
Mis esfuerzos por ensearles ciencias o geografa o historia chocaban con una
incomprensin que iba ms all del idioma. Eran despiertos pero no podan
comprender la prehistoria. Acaso no vivan en ella? Hasta qu punto les aadira
felicidad el descubrimiento de los avances tcnicos que invadan el mundo
civilizado? Rachas de pesimismo me embargaban. Me pareca que haba un desajuste
entre los programas oficiales que hablaban de una cultura ajena y la necesidad de
aprender cosas relacionadas con su medio ambiente, sus orgenes, su propia cultura.
Yo trataba de armonizar ambos caminos: el que les llevara al conocimiento de los
hallazgos culturales del hombre y aquel otro que les ayudara a conocerse mejor
como pueblo y les preparara para trabajar por su pas.
De todo esto tuve ocasin de hablar muchas veces con una persona que haba entrado
de modo casual en mi vida desde el da que llegu: Emile, el mdico que conoc en el
barco y que se convirti en mi amigo, mi gua y mi interlocutor en aquella isla
fascinante y angustiosa.
En seguida pude observar que haba muy pocas mujeres blancas, en aquella pequea
ciudad, un ncleo urbano que era el centro de los poblados cercanos.
De modo que mi presencia no pasaba desapercibida. Mi traje de hilo crudo, mi
sombrilla, mi manera de andar me identificaban desde lejos. Ah va la maestra,
deban de decir en su idioma los negros. Y los blancos que llegaban a hacer compras
desde sus fincas. No era difcil reconocerme y no fue raro que me encontrase frente a
mi compaero del barco.
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-Qu tal su escuela? -me pregunt sonriente, con aquella sonrisa distendida y
anchsima.
-Muy bien -le dije.
Pero debi de observar mi cara de cansancio, mis ojeras, mi delgadez.
El calor era tan intenso que no se poda estar de pie en la calle, as que me indic con
un gesto un edificio cuyo porche era soportado por cuatro columnas.
-Pase. Trabajo aqu.
Era un centro sanitario y en la oficina de entrada haba dos hombres blancos ante una
mesa llena de papeles que el ventilador desordenaba.
-Hola -dijo uno de los hombres.
Y Emile contest:
-Buenos das, doctor.
Me hizo sentar y quiso saber si haba resuelto de la mejor manera mi alojamiento y
mi comida.
El segundo hombre le mir con una sonrisa torcida.
-Mal, muy mal -dijo-. Se niega a venir al rancho con nosotros. Se queda en el
poblado...
Era el Administrador del Hospital, uno de los personajes de quien me haban hablado
al llegar. Emile estaba sorprendido.
-No saba nada porque llevo muchos das por las plantaciones. Pero maana pasar
por su escuela y le dir si puede o no seguir viviendo all.
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Al da siguiente me visit como haba prometido. Habl con los nios en aquella
lengua incomprensible para m, les mir los ojos y los dientes y busc ganglios
inflamados.
-Estn muy limpios -intervine yo-. Son limpios -rectifiqu. Y era verdad.
Resplandecan cuando llegaban a la escuela. En contraste con otras facetas de su
ignorancia, tenan una tendencia natural a la limpieza que yo reforzaba con mis
consejos de higiene. Se lo explicaba a Emile mientras l visitaba mi choza y pareca
que no me escuchaba.
-Imposible que siga usted aqu -me dijo seriamente, casi ofendido-. No s cmo se lo
han permitido. No crea que ha venido a cumplir una misin sobrenatural. Usted viene
a trabajar y necesita vivir en condiciones dignas...
Trat de decirle que me pareca bien vivir como mis nios.
-De ninguna manera -replic-, usted carece de defensas para habitar un medio tan
ajeno al suyo. Y necesita mucha salud para llevar adelante su tarea...
De forma que al poco tiempo me vi instalada donde al principio me haban propuesto:
en una habitacin de una casa colonial con ventanas protegidas por mosquiteros, olor
a desinfectante, ventiladores por todas partes y, en la planta baja, el comedor
colectivo al que acudan los funcionarios de la metrpoli que tambin vivan all.
-Menos extico -me dijo el primer da el Administrador del Hospital- pero ms
conveniente...
Me miraba y sonrea, entre burln y suficiente. Me pareci que mi presencia all le
disgustaba aunque era l quien la haba propiciado.
Me limit a asentir y me retir a mi habitacin.
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Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, Emile me invit a acompaarle a sus
inspecciones sanitarias: las fincas estaban cerca de la ciudad pero generalmente haba
que llegar a ellas en bote porque los caminos eran malos y difciles. Las plantaciones
de cacao se extienden a lo largo de kilmetros. Al internarse por ellas se va siempre a
la sombra de las grandes hojas del cacaotero y no se ve el horizonte ms all de unos
pocos metros.
Entre los cacaoteros tambin hay abundantes platanales, cocoteros, palmas de aceite,
mangos y rboles maderables de gran tamao:
-La vida del bracero es muy dura -me explic Emile-. Pero lo ms grave es que sean
atrapados por la enfermedad del sueo. Por eso les tomamos sangre cada tres meses
para analizarla y controlar si han sido picados por la mosca ts-ts. Adems necesitan
la tarjeta de sanidad para seguir trabajando porque es una enfermedad muy
contagiosa.
Me presentaba a los dueos o administradores de las plantaciones, todos europeos, y
ellos, entre amables y sorprendidos, me besaban la mano o me la apretaban con
fuerza.
Al regresar el primer da de nuestra excursin sanitaria, Emile despidi al practicante
negro que nos haba acompaado y me invit a visitar su casa. Viva con su madre,
cerca del Hospital. La madre me recibi con extraeza y mir a su hijo con un
silencioso reproche. El me invit a sentarme y me ofreci un refresco frutal y
azucarado.
-Dentro de pocos das -me dijo-, ser vino pero an es slo una bebida refrescante...
Me ense sus libros y una coleccin de revistas de viajes y el peridico El Sol que
reciba de la Pennsula. Charlamos bajo la mirada severa de la madre y el zumbido
del ventilador que giraba en el techo.
-Mi madre no cree en los blancos. Desconfa de ellos -aclar al despedirnos.
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Nunca, antes, me haba detenido a analizar el significado de la palabra racismo, pero
no tardara mucho tiempo en comprender que la reaccin de la madre de mi amigo no
era un hecho aislado y caprichoso sino la consecuencia de una realidad ampliamente
extendida.
El prroco me haba hecho llamar y acud a visitarle.
-Hija ma -me dijo-, usted sabe que estos negros practican religiones salvajes. Nuestra
misin ha sido siempre cristianizarlos. Hoy estn muchos bautizados, sobre todo los
que viven en las ciudades y sus cercanas, pero queda mucho por hacer. Ustedes, los
maestros, tienen que ayudarnos...
Se me quej despus de la persistencia de los negros en sus antiguas creencias y de la
mezcla ingenua de los ritos cristianos con los suyos. Me peda que, cercana la
Navidad, acudiese a la Iglesia con los nios a rezar y a cantar villancicos. En un
intento de convivencia tranquila, acept su sugerencia, aunque estaba descansando en
mis vacaciones y no vea clara mi obligacin misionera.
La noche del 24 asist a la Misa del Gallo y me coloqu detrs de los nios que
haban aprendido varios villancicos con facilidad y bastante entusiasmo. Cuando
termin el oficio religioso sal a la calle y en la oscuridad me tropec con Emile. Me
salud efusivo y a continuacin me invit a seguirle.
-Quiero que vea nuestra verdadera fiesta...
Por toda la ciudad, recogida en torno a la baha, resonaba la msica de los negros.
Los cnticos, los golpes obsesivos de los bongos, los bailes enfervorizados.
Slo ellos habitaban las calles. Seguan la fiesta comenzada en la Iglesia y la
transformaban en algo exclusivamente suyo que brotaba al calor de la msica y del
alcohol fermentado de la palma. Por calles y callejas, el rumor penetraba en las casas
de los blancos que celebraban dentro su propio jbilo ritual.
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Pasebamos silenciosos cerca del agua, por el puerto donde descansan los barcos, y
los lanchones y el frentico fluir de la msica nos rodeaba.
-Todo esto es nuestro -dijo Emile-, nos pertenece y nadie puede quitrnoslo, pero nos
destruirn si no salimos de la ignorancia y la esclavitud en que vivimos...
Se haba puesto triste y cuando me retir a mi alojamiento, sus palabras volvan una y
otra vez a mis odos. Llevaba viviendo suficiente tiempo en la isla para comprender
que sus problemas tenan mal arreglo. Nadie, que yo supiera, estaba interesado en
resolverlo y pocos, entre ellos mismos, eran conscientes de las races de sus males.
Cuando empujaba la puerta de mi cuarto para entrar en l, una sombra sali de la
oscuridad del pasillo. Cre que era Manuel porque la sombra se mova con torpeza y
pens que estaba bajo los efectos de las bebidas de la fiesta.
-Manuel -grit-. Manuel.
Nadie contest. Entr en mi cuarto y trat de correr el desvencijado cerrojillo que me
protega del exterior. Pero la sombra, de un empujn, abri la puerta y me ech a un
lado.
-Manuel -volv a gritar asustada.
No era Manuel. Su cara desencajada se acerc a la ma y pude distinguir, a la dbil
luz que se filtraba por la ventana, la cara blanca, las manos blancas, las oscuras
palabras del Administrador del Hospital.
Me abrazaba con fuerza y pretenda besarme, me escupa su aliento de borracho,
murmurando con furia:
-Si eres buena para el negro tambin lo sers para m...
Forceje como pude y trat de desembarazarme de l pero no lo consegu y ya senta
su cuerpo sudoroso sobre el mo cuando pude gritar. Mi grito reson por encima de la
msica, la fiesta, la ciudad negra. La puerta se abri y ahora s, era Manuel, Manuel
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que se qued mudo e inmvil en el umbral. Pero fue suficiente para que mi agresor
reaccionara. Se alej de m y de un manotazo lanz contra la pared a Manuel. Cuando
desapareci me tumb en la cama y me ech a llorar mientras Manuel cerraba la
puerta y se retiraba escaleras abajo, respetando mi soledad y mi dolor.
Los blancos vivamos pendientes de la llegada de los barcos. La correspondencia, los
vveres, los objetos de primera necesidad llegaban por mar. Generalmente eran barcos
extranjeros:
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