w w w . m e d i a c i o n e s . n e t
Los tiempos del teleteatro
Género televisivo y modernidad cultural
Germán Rey
(en: : Mapas nocturnos. Diálogos con la obra
de Jesús Martín-Barbero, M. C. Laverde y
R. Reguillo (eds.), 1998, pp.135-154)
« De naturaleza paradójica, el teleteatro se asomaba a un medio que permitía difusiones masivas sólo alcanzadas por la radio, mientras que muy pronto navegaba presionado por las exigencias comerciales y una vocación cultural originaria. Combinó así productos provenientes de la tradición culta –hasta entonces reservados a públicos seleccionados– con el carácter masivo, la puesta en escena teatral con las condiciones asignadas por las narrativas audiovisuales de la televisión. En el fondo de esta simbiosis subsistía una utopía peligrosa de la cual no se desprenden aún las discusiones sobre la televisión: sería posible acercar la cultura al pueblo, ampliar las tendencias de la sensibilidad hacia terrenos nuevos, someter las rutinas estabilizadoras a la conmoción de otras estéticas. Con lo cual, la simbiosis nacía con una doble y también paradójica intención: permitir la entrada de mucha gente a los productos culturales de la modernidad y a la vez tratar de hallar una identidad propia y diferenciadora.»
Los tiempos del teleteatro – G. Rey
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Resaltar un lugar
La aparición en 1987 de De los medios a las mediaciones signi-
ficó una disposición nueva de la reflexión comunicológica
colombiana. Venidos de una tradición en que primaban las
versiones historiográficas, cuando no apologéticas y/o prag-máticas de los medios, el horizonte conceptual de esta obra
significaba una orientación diferente del pensamiento sobre
la comunicación en el país. Por una parte se reubicaba el
papel de los medios pero, sobre todo, se demostraba que la comunicación en una versión moderna trataba también
otros asuntos y exigía otros modos de abordarlos. La co-
municación pasaba a enterarse de la constitución de iden-tidades, de la vida en la ciudad, así como de los impactos
que en lo social producían las expansiones de los mercados
o, en los ámbitos de la cultura, estimulaban los fenómenos de la globalización.
Entre estos “modos” estaban la conexión de los proble-mas de la comunicación con el desarrollo de las ciencias sociales y con las marcas históricas que hacían de ellos problemas insertables dentro de redes de explicación social
mucho más complejas y ciertamente menos lineales y previ-sibles. Las dos tareas no eran fáciles. Aunque parezca ex-
traño, las intersecciones con el debate de las ciencias socia-les sufrían de incomprensiones desde uno y otro lado. Desde el de la comunicación, ahogada en análisis de conte-nido, en visiones demasiado descriptivas o en abigarrados
análisis textuales que terminaban por reducir los problemas comunicacionales y, lo que es aún peor, por hacerles perder
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vitalidad y sentido histórico. Pero también desde los territo-rios de las ciencias sociales, que muy pocas veces habían podido resaltar dentro de sus análisis el sentido de lo comu-
nicativo, que aparece como una dimensión que hay que
tener en cuenta pero que suele ser inasible cuando no abso-lutamente instrumental. En numerosos textos Martín-Bar-
bero ha develado esta situación, mostrando la miopía de
aquellos estudiosos que no han sabido ver las conexiones entre política y comunicación, entre dinámicas sociales y
cultura, o que han cerrado infructuosamente un debate fri-
volizando o anatematizando expresiones populares que re-
ducen a la condición de lo que ni siquiera merece la aten-ción de los saberes canónicos. “Mal de ojo”1 es la acepción
afortunada que utilizó en una polémica sobre el significado
de la telenovela, que es observada por algunos intelectuales como un producto definitivamente banal, de una masividad
sospechosa y de consecuencias culturales francamente de-
leznables. El “mal de ojo”, tal como en la acepción popular,
denota una visión fatal que es capaz de producir desastres y maleficios si no se tiene a la mano la “contra” que impide
su acción devastadora, y significaría tanto una restricción
de la mirada como una dificultad crónica para comprender lo que hay, por ejemplo, en el melodrama de testimonio so-
bre un país, sus mixturas, el itinerario de sus relaciones sociales más profundas.
Un mal de ojo del que por el contrario no sufrirán mu-chos de los pioneros de la televisión colombiana –como lo demostraré más adelante–, que con mayor previsión y luci-dez que muchos políticos y bastantes intelectuales, com-
prendieron muy rápidamente el carácter moderno de me-dios como la radio y la televisión, las exigencias de nuevos lenguajes (las posibilidades de conectar una cultura endo-gámica con el “afuera”), la interacción de los productos cul-
1 Martín-Barbero, “La televisión o el mal de ojo de los intelectuales”,
pp. 37-42.
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turales con la ampliación de los gustos; las renovaciones que, aunque lentamente, se estaban produciendo en la sen-sibilidad y en la inteligibilidad de la sociedad colombiana de
mitad de siglo. Los mismos pioneros que, en el centro de la
“segunda modernidad”, sufrieron intensamente el conflicto entre las expansiones comerciales de los medios –una tradi-
ción con la cual deseaban romper–, y la contrastación de
unos rasgos culturales que naufragaban entre sus propias limitaciones discriminantes, frente a otros trazos que tími-
damente empezaban a representar un país más moderno,
menos excluyente en algunos campos y un poco más per-
meable a las presencias plurales.
Las marcas históricas que antes eran cronología, ahora
pasan a ser actores centrales de la indagación comunicoló-gica; como sucede con las reflexiones sobre las conexiones
entre los populismos y los procesos de constitución de iden-
tidad nacional en países como Argentina y Brasil, o en las
constataciones del desarrollo de manifestaciones populares que solo pueden ser entendidas si se revelan sus dispositivos
de exclusión, su formas de ganar legitimidad o sus maneras
singulares de apropiación. Es el caso de la investigación dedicada al melodrama que hace su recorrido desde las
novelas de entrega europeas, pasando por nuestra literatura de cordel, las lecturas en voz alta en las tabaquerías cuba-nas, la trashumancia del circo o del teatro ambulante hasta llegar a la radionovela y la telenovela, en un orden que no
es simplemente la confirmación de una continuidad estilís-tica o narrativa sino histórica, de tensiones comprobadas, de verificación de las evoluciones de una época y, sobre todo, de unos procedimientos sociales de aprehensión, de
significación. Al delinear estos itinerarios lo que se está
resaltando es mucho más que una familiaridad entre pro-ductos culturales; se dibujan, en efecto, mediaciones, usos de textos muchas veces marginales a las culturas promovi-das por las élites. Porque el circo, el folletín o la telenovela
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definitivamente forman parte de esas otras memorias que, corriendo muchas veces paralelas a las oficiales, interpretan de una manera más veraz y contundente las ilusiones, las
expectativas y los conflictos de amplios sectores sociales.
A estos énfasis los acompaña un descentramiento y a la
vez una reubicación de las líneas de investigación y de los
topos habituales. Se trata, como lo anuncia el autor, de “cambiar el lugar de las preguntas”, lo que significa la apa-
rición de nuevos temas pero también la reconsideración de
los más permanentes y la dislocación de unos territorios
disciplinares supuestamente autónomos para convocar las reflexiones las ciencias sociales.
Uno de esos temas centrales que recorre la obra de Mar-tín-Barbero es su preocupación por los significados del me-
lodrama y, en particular, por el sentido social y cultural de
la telenovela. No era habitual arriesgarse a mostrar los vínculos entre melodrama y dinámicas sociales, a valorizar
sin idealizaciones indebidas a la telenovela como un pro-
ducto cultural importante, cuando fácilmente se la asimi-
laba a una condición frívola y superficial que representaba y reiteraba pasiones elementales, repeticiones previsibles, di-
seños de tipos supuestamente sin ningún contenido ni ra-cionalidad; un producto, además, que pertenecía a un me-dio advenedizo, signado por la espectacularización vacía y un histerismo a toda prueba. El mal de ojo, que es también
mal de apreciación, ha utilizado una cierta compasión para
enfrentar estas manifestaciones que no en cuadran con sus cánones, que se escapan de los órdenes reconocidos.
Por el contrario, la valorización del melodrama que hace Martín-Barbero en su complejidad social, cultural y política,
la recuperación de un género más allá de las lógicas comer-
ciales que muy rápidamente vieron su potencial de penetra-ción y de sintonía con las audiencias mayoritarias, y parti-cularmente su revelamiento de los procesos de mediación
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involucrados en la lectura y apropiación del melodrama, significaron un cambio de lugar de la pregunta, una varia-ción de la mirada con una significativa carga de revelación
social y de reconsideración política. Detrás de la supuesta
banalidad hay imaginarios sociales, estrategias narrativas, relaciones con matices culturales profundas, desenvolvi-
mientos de una temporalidad que confronta ficción y vida,
y hasta expresiones de una resistencia que encuentra opor-tunidades de expansión por los caminos de la imaginación,
que no están tan cerrados y restringidos como los de la
participación social.
En De los medios a las mediaciones la preocupación por el
folletín y el melodrama es totalmente coherente con el aná-
lisis juicioso que el autor hace de los diversos abordajes teóricos que componen el mapa de los estudios comunico-
lógicos, con sus aportes y sus limitaciones, así como con su
reflexión sobre la constitución del concepto de pueblo y de
lo popular que rastrea en las percepciones de los románti-cos, de los teóricos de Frankfurt, en los escritos de W. Ben-
jamin o de Gramsci. Se podría afirmar, sin peligro de equi-
vocación, que el análisis del melodrama es una conse-cuencia lógica de la descentración conceptual que produce
el trabajo de Martín-Barbero en los ámbitos de la investiga-ción comunicológica.
La oportunidad de acercarse a la telenovela sin las pre-venciones habituales y los lugares comunes lo lleva a una caracterización, posiblemente sin precedentes, del melo-drama nacional y al sorprendente ejercicio de leer desde allí
un país que se consideraba únicamente objeto de los análisis sociales, económicos o políticos. El lugar valorizado de la telenovela se convierte entonces en un lugar privilegiado para mirar las transformaciones del país, el contraste dra-
mático que surge en una sociedad que empieza a dejar el sello rural de su funcionamiento para encontrarse con nue-vas relaciones de carácter semi urbano, con rasgos aún
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fuertes de su pasado campesino y tremendas exigencias de inserción en un medio urbanizado, con otras formas de interacción laboral, de movilidad y jerarquización, de roles
y demandas. Un país semi urbano en medio de grandes
urbes; porque el momento de esta segunda modernidad en el inicio de la década de los cincuenta estuvo marcado por
el comienzo de un largo y doloroso período –que aún no
termina– de violencia y muerte que produjo la expulsión de grandes grupos de habitantes del campo hacia la ciudad. Un
período en el que se encuentran gestos de modernización,
avances culturales de significación, fracaso profundo de los
proyectos políticos, abismos entre la clase dirigente y la gran mayoría de ciudadanos pobres, y una vivencia desme-
surada de intolerancia que, medio siglo después, aún per-
vive en estas épocas de rituales de terror, desplazados y guerra. De ese país habla la obra de Martín-Barbero, sólo
que lo hace a través de la telenovela en lo que ésta significa
como testimonio de la heterogeneidad cultural, de las dis-
continuidades y los des-tiempos, de los intercambios entre el país rural y el país urbano. Una telenovela que revela
nuevas formas de relación social y que en sus palabras hace
de una narrativa arcaica el albergue de propuestas moderni-zadoras de algunas dimensiones de la vida2 y contribuye, a
su manera, a la construcción de un imaginario nacional. Obras por las que pasan los estereotipos que unos y otros tenemos sobre las regiones, que muestran las fuertes incom-prensiones que un hombre venido del campo tiene de las
lógicas urbanas tan diferentes de aquellas en las que nació y creció; que ironiza, con una fuerza que va más allá del costumbrismo y que alcanza a convertirse en una modali-dad de crítica social, las costumbres predominantes los va-
lores hegemónicos; que se burla con comprensible humor
de unos rituales normativos impuestos y que con el tiempo
2 Martín-Barbero, Televisión y melodrama, p. 71.
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pueden parecer tan anacrónicos como el mismo género en que se relatan.
Refiriéndose al drama del “reconocimiento”, una de las
claves centrales del melodrama, Martín-Barbero se pregunta si “no estará ahí, en el drama del reconocimiento, la secreta
conexión del melodrama con la historia de este subconti-
nente”. Una pregunta de fondo que encuentra inmediata-mente eco en las apreciaciones políticas más contemporá-
neas que afirman, como lo hace Nancy Frazer3, la necesaria
convergencia en la era postsocialista entre una política so-
cial afianzada en la redistribución y una política del reco-nocimiento preocupada por los sistemas de comunicación,
interpretación y representación de los diversos grupos que
conforman la sociedad.
Lo que se observa en ese inmenso salón de espejos que es
la telenovela, en ese reenvío de imágenes a medio camino entre la realidad y la ficción, entre las certezas y las ilusio-
nes, entre las comprobaciones y las distorsiones, es una
sociedad que además es leída diariamente por millones de
televidentes, que a su vez son capaces de conectar esos mundos con los propios, sobre todo porque no son mundos
extraños. Mundos en los que se comprueban semejantes a otros, que logran empatía con sus proyectos de vida, con sus propias creencias y con sus más secretas esperanzas.
En el origen, el teleteatro
Estos planteamientos de Martín-Barbero son promisorios.
A su manera también producen una serie de preguntas, de
nuevas indagaciones, de enlaces para encontrar resonan-cias sociales y culturales inéditas. Por ello es decididamente aleccionador incursionar en los orígenes de estas manifesta-
3 Frazer. Iustitia interrupta, , 1997.
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ciones culturales así como en sus giros más contemporá-neos. Quizás el seguimiento de las variaciones del género, de los cambios de fisonomía de estos productos culturales,
aporten elementos para continuar el desciframiento de un
país lleno de complejidades. Un desciframiento desde un objeto cultural que aún ahora, cuando se ha internacionali-
zado y afianzado todavía más la infraestructura técnica y
económica de su producción, cuando ha descubierto algu-nas vetas de originalidad, continúa siendo mal visto.
Planteémoslo desde ya: entre la radionovela y la telenove-
la colombiana hay que considerar el desarrollo del teleteatro y el auge parcial de la comedia satírica musical. Una consi-
deración que no sólo facilita la articulación de una conti-
nuidad expresiva y cultural, sino que dibuja un importante momento en la evolución modernizadora del país.
El encuentro tensionante entre modos diferentes de vivir, la irrupción de otros actores que hasta entonces eran consi-
derados advenedizos, o simplemente no tenidos en cuenta,
y la aparición de ciertos movimientos que desde la sensibi-
lidad apuntaban a la construcción de un país diferente al que hasta entonces habían diseñado las diversas élites na-cionales, son algunas señas sociales que coinciden con el
teleteatro.
El teleteatro apareció prácticamente con la creación de la
televisión colombiana. De 1955 a mediados de los sesenta
fue el esfuerzo televisivo más importante por la convergen-cia de los recursos técnicos incipientes, la orientación crea-tiva de los pioneros, la ubicación dentro de la franja horaria,
el apoyo estatal y la acogida de una audiencia que apenas empezaba a perfilarse.
De naturaleza paradójica, el teleteatro se asomaba a un medio que permitía difusiones masivas sólo alcanzadas por la radio, mientras que muy pronto navegaba presionado por
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las exigencias comerciales y una vocación cultural origina-ria. Combinó así productos provenientes de la tradición culta –hasta entonces reservados a públicos seleccionados–
con el carácter masivo, la puesta en escena teatral con las
condiciones asignadas por las narrativas audiovisuales de la televisión. En el fondo de esta simbiosis subsistía una utopía
peligrosa de la cual no se desprenden aún las discusiones
sobre la televisión: sería posible acercar la cultura al pueblo, ampliar las tendencias de la sensibilidad hacia terrenos
nuevos, someter las rutinas estabilizadoras a la conmoción
de otras estéticas. Con lo cual, la simbiosis nacía con una
doble y también paradójica intención: permitir la entrada de mucha gente a los productos culturales de la modernidad y
a la vez tratar de hallar una identidad propia y diferenciado-
ra. Mientras Carlos José Reyes escribió que...
[...] [el programa] de radioteatro de la Radiodifusora Na-
cional de Colombia [de Bernardo Romero Lozano] sirvió
para difundir las obras maestras del teatro universal, dar a
conocer importantes corrientes renovadoras del teatro con-
temporáneo y descubrir nuevos autores colombianos del
momento como fue el caso de Arturo Laguado o Rafael
Guizado4.
El propio Bernardo Romero Lozano sostenía “que los pueblos jóvenes vamos hacia la conquista de una cultura propia a través de medios que la civilización y el progreso ponen en nuestras manos”.
La distancia de una tradición. Una aproximación a lo
moderno
A diferencia de muchos intelectuales de su época, Ber-nardo Romero Lozano percibió claramente el carácter mo-derno de la radio y de la televisión. “Yo no he escrito sino
4 Reyes, “Cien años de teatro en Colombia” , p. 223.
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para los medios modernos de la radio y de la televisión”, afirmaba en una entrevista publicada por El Espectador en
diciembre de 1959; lo que significaba producir una escritura
particular adaptable a las nuevas condiciones de los medios
electrónicos, así como profesionalizar un oficio que no coincidía en ese momento con las tipologías reconocidas de
la creación artística.
La ruptura y el reto eran aún más decisivos si se observa
que Romero Lozano provenía del teatro, medio en el que
llevó a cabo al mismo tiempo un distanciamiento y una pro-
puesta. Se distancia de una tradición conservadora, católica y española a la que eran afectas las élites de su momento, y
se propone sacar al teatro de su encerramiento provinciano
y ligero para conectarlo con el movimiento internacional. Esta diferenciación es uno de los elementos que los analis-
tas consideran como central para la aparición de un movi-
miento teatral moderno en Colombia. En sus “Notas sobre
la iniciación del teatro moderno en Colombia”, Eduardo Gómez indica que antes de Seki Sano el “teatro colombiano
fue una serie dispersa de representaciones tal vez afortuna-
das esporádicamente pero en donde predominaba la heren-cia de teatro declamatorio y comercial”5. Jaime Mejía Du-
que escribe, por su parte:
[...] hasta mediados de la década de los sesenta y de los setenta la actividad teatral en Colombia se había reducido a
las esporádicas giras de compañías españolas, cuyo reperto-
rio raramente incluía obras de autores distintos de los
clásicos peninsulares y de algunos autores contemporáneos también españoles6.
Bernardo Romero Lozano se apartaría conscientemente de esta tradición en tres registros relacionados, aunque cla-
ramente diferentes, de su trabajo: la participación en la
5 Gómez, en: Materiales para la historia del teatro en Colombia, p. 362.
6 Mejía Duque, “El nuevo teatro en Colombia”, p. 462.
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creación de grupos teatrales como El Búho, la dirección de radioteatro en la Radiodifusora Nacional de Colombia y la dirección durante casi una década del teleteatro. “A mí
jamás me gustó el teatro que se hacía en Colombia, nunca
creí en él”, confiesa en la misma entrevista a El Espectador
de finales de los cincuenta, mientras que a continuación
revela que “me di entonces a la tarea de descubrir autores
nuevos con exclusión absoluta del teatro español posterior a la edad de oro”.
Lo moderno se concibe entonces como lo nuevo, lo dife-
rente, lo que genera rupturas, lo que amplía las perspec-tivas; pero también como lo que se adentra en territorios
desconocidos, fomenta lenguajes inéditos, extiende sus co-
berturas de expansión e impacta en otros órdenes de la vida social. Esto último hace que desde las manifestaciones cul-
turales se ponga en cuestión un país en la forma que adop-
tan sus relaciones, sus sistemas de creencias, los límites
normativos y los horizontes de interpretación que imponen los sectores hegemónicos hasta llegar, inclusive, a dudar de
la propia legitimidad que los sustenta.
En la década de los cincuenta se da una confluencia sin-gular entre la renovación del movimiento teatral, la apari-ción de Mito, una revista definitiva –un “salto en la historia
cultural de Colombia” según la califica Rafael Gutiérrez Girardot– y el desarrollo del teleteatro. Fenómenos de di-versa naturaleza y con proyecciones diferentes. Mientras
que en el teatro se empieza a generar un público más am-plio de clase media, estudiantil y universitario, Mito es una
revista que se dirige a una población letrada y que rompe con los esquemas de las publicaciones de la época; y el
teleteatro incursiona en un medio totalmente nuevo en el país al que van ingresando progresivamente los sectores más diferentes de la sociedad incluyendo, por supuesto, a los populares que antes habían quedado excluidos de nume-rosas expresiones culturales y discriminados por las propias.
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Las confluencias, entonces, entre el teleteatro, el movi-miento teatral y Mito que se pueden observar con mayor
detalle en la distancia histórica no son pocas. Mientras los
festivales de teatro significaron un evidente distanciamiento
de sus parámetros reconocidos, es decir, de la representa-ción declamatoria, de tipos y actores hipostados y de un
represamiento estilístico que obviamente iba mucho más
allá de un problema de elección, Mito abrió las compuertas
hacia un diálogo con las expresiones más vivas del pensa-
miento y la literatura; y el teleteatro optó muy rápidamente
por un repertorio en que no faltaron las adaptaciones de
obras vanguardistas.
Mientras los festivales de teatro resaltaron la oposición
entre experimentalismo y tradición, el radioteatro de los cuarenta y comienzos de los cincuenta (precedente inmedia-
to del teleteatro) adoptó para sí una selección del teatro
experimental de la posguerra. Hacia 1954 Bernardo Rome-
ro Lozano había fundado el teatro experimental de la Universidad Nacional (venía de dirigir los radioteatros de la
Radiodifusora Nacional entre 1943 y 1950), y Fausto Ca-
brera la Escuela de Teatro del Distrito, en el mismo año. El sentido “experimental” fue sin duda uno de los tonos que simbolizó más precisamente la transformación cultural mo-
derna de los cincuenta; porque “experimental” remitía a
nuevo, diferente, opuesto a las tradiciones establecidas, abi-erto a otros temas y metodologías. Los festivales de teatro agudizaron las diferencias:
Los incidentes ocasionados [a partir del primer festival, en
1957,] mostraron simplemente el conflicto entre dos pers-
pectivas de trabajo teatral. Para los partidarios de Víctor
Mallarino, director de la Escuela de Arte Dramático, la
presencia de quienes se proclamaban experimentales era
motivo de rechazo. Gracias a Mallarino, en la Escuela de
Arte Dramático vegetaba penosamente un teatro arraigado
en la tradición señorial del país aldeano que desde 1930 se
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pugnaba por superar. Por eso la instalación repentina de los
grupos experimentales en el Teatro Colón se asumía como
amenaza a esas tradiciones7.
Las diferencias eran, por supuesto, mucho más profun-
das. Oponían la tradición de un país que se resistía a cam-
biar, a otro que había empezado a ingresar en la moderni-dad; un país que se resistía, como lo afirma Valencia Goel-
kel, a una vida intelectual dura, inflexible, rígida y ñoña. La
expulsión de Seki Sano por comunista, las excomuniones
episcopales a ciertas obras de teatro y el desgano, cuando no el rechazo, de las élites sobre las que Ferenc Vajta escri-
bía que “más que la indiferencia oficial nos duele la abso-
luta falta de interés de esa capa social que por su presencia en la sociedad colombiana debería con todo su interés y
entusiasmo promover, ayudar y sostener el teatro nacio-
nal”8.
Si Mito tenía una reflexión política que trascendía lo par-
tidista y que estaba de algún modo expuesta en La revolución
invisible de Gaitán Durán, y en el giro hacia los documentos
sobre el país y los testimonios cotidianos que aparecieron en sus diferentes entregas, el movimiento teatral muy pronto
encontraría nexos explícitos e implícitos con la crítica so-cial; nexos que se podrían dibujar en el paso de Stanislavski a las influencias de Brecht, como también en la transición de un público de élite a un público universitario que poco a
poco se involucraría en los movimientos políticos y sociales
de los sesenta y los setenta, así como en las migraciones juveniles hacia los movimientos guerrilleros en esas mismas décadas. Mientras unos y otros vislumbraban la transforma-
ción cultural que se estaba viviendo, quizá tímida y aisla-damente a través de estas expresiones, solamente algunos
7 Arcila, Nuevo teatro en Colombia. Actividad creadora y política cultural, p.
26. 8 Ibid, p.47.
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pudieron visualizar con antelación el sentido moderno de los medios (radio y TV), y sobre todo su significación cultu-ral hacia el futuro.
Pedro Gómez Valderrama sostenía que se estaba empe-zando a dar un teatro colombiano y que “cuando un país
empieza a tener teatro, está entrando en una etapa nueva e
importante de su evolución cultural, está cambiando el tono de su vida”9. Y Hernando Valencia Goelkel, en una mirada
retrospectiva a la significación de Mito, reconoce que no
percibieron adecuadamente por entonces el papel de la te-
levisión. Su testimonio subraya con una impresionante cla-rividencia lo que ha sido una cierta constante en la apro-
ximación de los intelectuales a la televisión:
Yo me encontré [dice] y, creo que Gaitán también, con que
aquí había una cosa de la cual nunca nos enteramos muy
bien a lo largo de la existencia de Mito, que se llamaba tele-
visión. Existía la fascinante posibilidad de escuchar al
propio General Rojas Pinilla, de escuchar al propio padre
García Herreros y de escuchar las telenovelas de Alicia del
Carpio10.
Pero mientras que Mito se preocupaba por entonces del
jazz y del cine, dos expresiones culturales y estéticas mo-
dernas, “No teníamos ni idea, dice el mismo Valencia Goel-kel, fuera de alguna alusión muy inteligente de Hernando Salcedo, de lo que se venía encima con la televisión. La televisión nos parecía un fenómeno secundario, pintoresco,
prácticamente prescindible”11.
Y esta es una confluencia que nace poco después de la fe-
cha emblemática del 9 de abril, en la que queda demostrado el fracaso de la dirigencia, la ausencia de un proyecto de
9 Ibid, p. 26.
10 Valencia Goelkel, “Nuestra experiencia de Mito”, p. 113.
11 Ibid, p. 117.
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nación, el formalismo estéril de unos partidos sin rumbo más allá de la propia concentración de poder y la enorme fragilidad de un tejido social sobresaltado por la intoleran-
cia.
El teleteatro es una de esas experiencias culturales desde
las cuales se puede rastrear lo que significa el ingreso de una
sociedad a lo moderno y desde lo moderno, así como las reacciones y reacomodamientos que despierta esta entrada.
Pero el teleteatro es una –y solo una– de las manifestaciones
culturales que permiten a un país adoptar un carácter mo-
derno en medio de una historia de barbarie, contrastar la imaginación con la enorme y dramática precariedad de la
convivencia.
En primer lugar, el teleteatro se diferencia de una tradi-
ción signada por el costumbrismo y la comedia ligera que
habían entronizado la representación superficial de los com-portamientos y un deleite moralista sin mayores compromi-
sos. A pesar de que algunas obras colombianas como las de
Luis Enrique Osorio (1896-1966) habían formado parte de
los famosos viernes culturales gaitanistas que se celebraban en el Teatro Municipal, y que abocaron la sátira de los tipos políticos como la contemplación mordaz de la demagogia y
el desgreño administrativo, su teatro ubicado “entre las ne-cesidades comerciales de un teatro de taquilla y un popu-
lismo de corte liberal”12, “no buscaba [según Carlos José Reyes] criticar ni transformar o educar a ese público, ni plantearle conflictos que pudieran comprometerlo, sino dar-le gusto, muchas veces en forma simple y en extremo com-
placiente”13.
Al emprender la tarea de confrontar el conformismo, la
mediocridad, el inmovilismo y la burocracia, tal como Juan
12 Reyes, op. cit., p. 224.
13 Ibid, p. 223.
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Gustavo Cobo Borda afirma que hizo Mito, lo que se pro-duce es una profunda desmitificación del poder y de quie-nes lo ejercen, de las comprensiones que hasta el momento
operaban como prescriptivas y legítimas, de los ordena-
mientos impuestos por las élites políticas, religiosas o socia-les del momento. Las acusaciones de comunista a Seki Sano
y su expulsión del país, y las reacciones de escándalo y
repudio de las jerarquías eclesiásticas frente a los festivales de teatro, son solo algunas muestras de las conmociones
producidas y de sus reacciones inmediatas. Reacciones si-
milares a las que tuvo, por ejemplo, el gobierno conservador
de Laureano Gómez, al acabar esa experiencia notable e innovadora en la historia de la educación y la ciencia co-
lombianas que fue la Escuela Normal Superior, en los mis-
mos años a que nos estamos refiriendo.
Este desenmascaramiento (caída de máscaras) de Mito fue
consecuente con el ideario que la originó y que fue consig-
nado por sus creadores en la primera editorial de la revista:
[...] solo aceptamos el mito en su plenitud –escribían– para
mejor desmitificarlo y más fácilmente torcerle el cuello. Es-
te plan de acción implica, desde luego, ciertos supuestos
básicos. Rechazamos todo dogmatismo, todo sectarismo,
todo sistema de prejuicios... Podemos hablar y discutir con gentes de todas las opiniones y de todas las creencias. Esta
será nuestra libertad.
Una actitud radicalmente diferente a las capillas reinan-tes.
Rafael Gutiérrez Girardot en su análisis de la literatura colombiana del siglo XX escribió que Mito “desenmascaró
indirectamente a los figurones intelectuales de la política, al historiador de legajos canónicos y jurídicos, al ensayista
florido, a los poetas para veladas escolares, a los sociólogos predicadores de encíclicas, a los críticos lacrimosos, en su-
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ma, a la poderosa infraestructura cultural, que satisface las necesidades ornamentales del retroprogresismo”14.
Aires nuevos para un movimiento en ciernes
En segundo lugar, con sus precariedades y limitaciones el
teleteatro formó parte de la decisión de abrir la escena a las corrientes más contemporáneas del teatro, así como a in-
cursionar en metodologías dramaturgicas innovadoras que
iban más allá de los procedimientos técnicos para estimular
la experimentación, el riesgo personal y la crítica social. Eugene O’Neill, Kafka, G.B. Shaw, Strindberg, Wilde,
Steinbeck, Gorki, Tom Wolfe15, formaron parte del listado
de autores que fueron representados en los primeros años de la televisión con una dedicación que hacía de cada obra un
original y de cada experiencia televisiva un aprendizaje co-
lectivo. Obras que, además, empezaron a promover el inte-
rés de los televidentes en formación, algunos de ellos per-fectamente neófitos y alejados de las expresiones culturales
hasta entonces, y que semanalmente eran motivo de análisis y polémica en la prensa escrita. Ya desde entonces empieza a presentarse la interacción entre medios que ha alcanzado
niveles de autorreferencia preocupantemente altos.
Como hemos anotado, esta intención de encontrar auto-res nuevos y rebasar los límites del teatro declamatorio y comercial pertenecía a los propósitos explícitos de Bernardo
Romero Lozano, la figura sin duda más importante del teleteatro nacional de los años cincuenta. Pero también ha-
14 Gutiérrez Girardot, “La literatura colombiana en siglo XX”, p. 535.
15 Entre 1955 y 1959 se llevaron a cabo 129 teleteatros, de los cuales so-
lo 29 fueron repeticiones. Algunos de los teleteatros presentados fueron: El cartero del rey de R. Tagore (en 1955), Espectros de Ibsen, (1956), Todos
los hijos de Dios tienen alas de E. O’Neill (1956), El matrimonio de Gogol,
El enemigo del pueblo de Ibsen, y Padre de Strindberg (las tres en 1961).
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bía formado parte de su itinerario creativo mucho antes de empeñarse en la realización de los teleteatros. En su análisis de la actividad teatral de 1940 a 1950, Gerardo Valencia
confirma la influencia que el radioteatro de la Radiodifuso-
ra Nacional de Colombia tuvo en la actividad teatral pos-terior a los años cuarenta:
Desde la fundación de la emisora, en febrero de 1940, Ra-
fael Guizado, su primer director, dio una importancia es-pecial a la difusión del teatro y a la formación de intérpre-
tes. No era, desde luego, teatro escénico, pero pronto
habría de salir a las tablas. En él hizo sus primeras armas
Bernardo Romero Lozano16.
Las diferentes orientaciones del teatro mundial, su senti-
do didáctico, la creación de elementos como la música in-cidental, específicamente compuesta para las obras, y la
generación de escuela son algunos de los aportes que Va-
lencia encuentra en el trabajo pionero de Rafael Guizado y
Bernardo Romero Lozano en el radioteatro.
Esta posibilidad de crear movimiento, es decir, de poner
las bases para el desarrollo de una verdadera tradición cul-tural propia, renovadora y en permanente interacción con
las variaciones de la sensibilidad mundial, constituye un tercer elemento de la tarea moderna cohesionada por el teleteatro. En el caso del teatro se debe recordar que a fina-les de los mismos años cincuenta se empezaron a dar signos
muy importantes, como la realización de los Festivales Na-cionales de Teatro, dirigidos inicialmente por el húngaro Ferenc Vajta y después por el mismo Bernardo Romero Lozano; la creación de los primeros grupos estables de
teatro; la renovación del repertorio; el interés por la forma-
ción, el intercambio de experiencias y la profesionalización de la actividad teatral.
16 Gerardo Valencia, “La actividad teatral en los años de 1940 a 1950”,
en: Materiales para una historia del teatro en Colombia, p. 275.
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Los festivales promovieron además la exhibición de di-versas tendencias teatrales, la participación de un público diferente al que habitualmente asistía a las representaciones
y la afirmación de grupos e instituciones de formación.
Entre los nuevos grupos se pueden destacar El Búho, el TEC, la Escuela de Teatro del Distrito y la Escuela Nacional
de Arte Dramático. En el repertorio se vive una idéntica
renovación a la que se estaba experimentando en el teletea-tro.
El teatro de carácter costumbrista o la comedia sin mayores
complicaciones como la que podían traer compañías co-
merciales en gira por América Latina es sustituido por nue-
vas búsquedas. La intención fundamental es la de “ponerse a la altura de los tiempos” montando obras de “teatro de
vanguardia” que en aquel momento incluían autores de
muy diversas y aún opuestas corrientes como el realismo, el
expresionismo, el teatro político, el ‘teatro del absurdo’ y el
‘teatro épico’ de Bertold Brecht17.
Este comienzo de la televisión nacional de la mano de un
teleteatro, que presentaba a sus audiencias (cada vez más grandes) obras totalmente inéditas para sus consumos cultu-rales habituales, es lo que Jaime Mejía Duque llama la “bi-
sagra”, o la transición de una importancia histórica innega-ble para el nuevo teatro y especialmente para la vivencia de
otras formas de conocimiento y de sensibilidad.
Eduardo Gómez, por su parte, se refiere a la tarea cum-plida por Romero Lozano y Enrique Buenaventura como pioneros en una labor que ofrecería condiciones aptas al
desarrollo de las propuestas de Seki Sano: “La influencia de Romero fue indirecta [escribe], ya que su actividad predo-
minante fue el radioteatro, pero muy eficaz en lo que se refiere a la escogencia de las obras (Sófocles, Shakespeare,
17 Reyes, op. cit., p. 227.
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Ibsen, Chejov, Arthur Miller, Kafka, etc.), en la dicción, entonación, efectos sonoros”18.
La formación y, sobre todo, la aplicación de metodologí-
as teatrales rigurosas, componen también el panorama cambiante del “movimiento”. En un país retórico la falta de
rigor es reemplazada por prácticas más sistemáticas y por
una profesionalización más decidida; conclusión ésta que había formado parte ya de la fuerza renovadora que se vivió
en la década de los treinta en el campo de la enseñanza
básica y en la universitaria, cuando fue clara la importancia
tanto de la fundamentación científica de los saberes, como de su intersección, su observación de la sociedad y la prepa-
ración seria de los formadores. Sin embargo, acá tenía otros
sentidos probablemente tan radicales como aquellos: se trataba de convertir una manifestación como el teatro en
una labor profesional que requería de un entrenamiento
preciso y exigente.
La televisión y el teleteatro debieron afrontar muy pronto
una serie de requerimientos de profesionalización –solo que
se trató de una profesionalización empírica, hecha más de práctica que de conceptos, de talento arrollador que de aprendizaje sistemático– que ha dejado sus huellas en el
desarrollo posterior de la televisión nacional.
Ante la ausencia de conocimientos técnicos sobre el nue-
vo medio y la rapidez de su implantación, se recurrió a un
grupo importante de técnicos cubanos, a los actores y actri-ces que provenían del radioteatro y a algunos otros que fueron contratados por Romero Lozano en Argentina. En
estos primeros años se produce por parte de los técnicos colombianos un aprendizaje práctico acelerado, un comple-
jo sincretismo entre radio, teatro y televisión. El montaje
18 Eduardo Gómez, “Notas sobre la iniciación del teatro moderno en
Colombia”, en: op. cit, p. 362.
Los tiempos del teleteatro – G. Rey
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del teleteatro significaba un proceso de adaptación orienta-do por condiciones de la televisión como el tamaño de los estudios, el manejo del sonido, las cámaras, las luces y la
escenografía, todas absolutamente diferentes a las de la ra-
dio y el teatro, así como por procedimientos de actuación que ya poco tenían que ver con el histrionismo hipostado
del teatro o los énfasis de entonación y dicción del actor del
radioteatro.
En el caso de Mito, Gutiérrez Girardot destaca como ras-
gos también diferenciadores la apertura a la diversidad de
tendencias estéticas y de pensamiento, el rigor con que se asume el trabajo intelectual, “una sinceridad robesperria-
na”, la voluntad insobornable de claridad, la ruptura del
cerco de la mediocridad, la crítica y conciencia de la fun-ción del intelectual. En este último aspecto, llama la aten-
ción la perspicacia con que los pioneros de la televisión
colombiana visualizaron temas como su capacidad de in-
fluencia social, el juego de los intereses que el medio ponía en movimiento, la importancia de construir una televisión
pública diferenciada de la comercial y la oportunidad edu-
cativa del medio.
La presencia del japonés Seki Sano en Colombia sería
otro de los hitos de esta avanzada modernizadora de lo
cultural en los años cincuenta. Seki Sano nació en Japón en enero de 1905 y muy pronto estuvo rodeado de un ambiente político liberal cercano a manifestaciones culturales univer-
sales y de vanguardia; como lo señala Michiko Tanaka en el documental Seki Sano. Actor del exilio de Clara Inés Cár-
denas, el director practica el “teatro de maleta” que llevaba a grupos obreros y mitines sindicales. Arrestado en 1930 por sus ideas, emprende un largo exilio por Estados Unidos, Londres, París, Alemania y la URSS, de donde es expulsado
en 1937. Llega a México en abril de 1939 y allí crea el Tea-tro de las Artes apoyado por el sindicato de electricistas. Interesado en el movimiento de teatro popular, dirige la
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Escuela Dramática de México, un importante centro de formación de actores. Cuando es traído a Colombia para dedicarse a esa misma tarea ya es reconocido como uno de
los más importantes directores del continente. Expulsado
por sus ideas marxistas durante el gobierno de Rojas Pinilla, según Carlos José Reyes su permanencia significó sobre
todo un cambio profundo de mentalidad. Como lo señala el
mismo Reyes, Seki Sano no se dedicaría solamente a la formación de actores sino también a la creación de una
escuela alrededor de las propuestas del “método de la vi-
vencia” de Constantin Stanislavski.
La acogida de esta tendencia significaba aceptar al actor
como co-creador, la aplicación de leyes psicofísicas para la
actuación, la exploración de la realidad circundante como un aspecto central para lograr una actuación significativa y
el conocimiento profundo del personaje que se iba a inter-
pretar. Tal como lo corrobora Eduardo Gómez, la metodo-
logía de Stanislavski, traída por Seki Sano, insiste en la necesidad de reconocer la idea dominante y el hilo de la
acción de la obra e “inaugura una dramaturgia de vanguar-
dia, en la cual el análisis y la investigación, los ejercicios y la concentración en determinados aspectos fundamentales,
profundizan y amplían las posibilidades de la intuición y la sensibilidad”19.
Los “ilotas” ven a Strindberg
Junto a la generación de un movimiento en la tarea tea-
tral y también –por qué no– en la producción intelectual y
artística de quienes conformaron el grupo de promotores y colaboradores de Mito, está un cuarto elemento del proyecto moderno del teleteatro: la creación de nuevos públicos. La
19 Ibid, p.361.
Los tiempos del teleteatro – G. Rey
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irrupción de todos estos nuevos modos de expresión cultu-ral va generando audiencias con características, exigencias y demandas diferentes. Por una parte, los públicos podían ser
más numerosos, mucho más heterogéneos y diferentes a los
que pertenecían, por costumbre y por discriminación evi-dentes, a las manifestaciones culturales tradicionales.
Este ingreso de nuevos espectadores tenía una indudable carga de desestabilización. Ya no eran solamente los ilus-
trados, los ricos o los entendidos los que podían disfrutar de
los bienes culturales, sino también los televidentes anóni-
mos, los sectores de clase media e inclusive los analfabetos. Lo que debió parecer irritante a quienes usufructuaban se-
lectivamente manifestaciones como el teatro era la entrada
de advenedizos, la masificación del gusto y, por lo tanto, la implosión de las “distinciones” selectivas, la aparición de
estéticas que los descentraban por su capacidad de crítica y
de ironía a lo establecido, así como por su propuesta de
nuevos y diferentes modos de vivir. Una historia de los públicos debería demostrar estos impactos.
La televisión permitía divulgar masivamente manifesta-ciones artísticas reservadas a públicos minoritarios, hacer presentes otros órdenes del gusto que se calificaban como
“chabacanos” o de la “chusma”, validar poco a poco expre-siones culturales que hasta el momento estaban excluidas de
los cánones aceptables (como el humor, la música popular, o la farsa), introducir una noción de espectáculo que se desconocía hasta entonces, contrastar maneras de vivir diversas e incluso antagónicas a las que proponían la escue-
la, la familia o la iglesia como modelos, y modificar la oferta cultural desde las lógicas comerciales y las del con-sumo masivo.
La radio primero, hacia los años treinta, y después la te-levisión en los años cincuenta, permitieron mucho más que la prensa escrita: la creación de nuevos públicos con meca-
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nismos de afiliación que ya no estaban determinados ni por la congregación física ni por los requisitos tan poco exten-didos entonces de la escritura, que se había convertido ya en
motivo de diferenciación entre los pocos letrados y las gran-
des masas de analfabetos. Fueron esas grandes masas las que de pronto se vieron reconocidas por los medios –porque
lo eran muy poco por la política–, entre el escándalo y el
repudio de unos y los intentos salvadores de otros.
En su ensayo sobre el 9 de abril, recogido en El saqueo de
una ilusión, Antonio Caballero insiste en que Gaitán “ese
enemigo de los políticos que fracasó en su empeño, es el político más importante que ha habido en Colombia en este
siglo que ya se está acabando; más importante que los que
lo precedieron y los que vinieron después, por una sola razón: inventó al pueblo”20. Una invención sui generis, plena
de ambigüedades, vaga, imprecisa, pero definitiva para un
país en que el pueblo no existía como interlocutor activo,
legítimo, participante. El horror a la chusma de que habla Caballero es bastante similar (con carga política diferente,
por supuesto), al horror por las audiencias a que daba lugar
–también ambiguo, vago e impreciso– un nuevo medio co-mo la televisión.
Jorge Eliécer Gaitán había cometido el impensable sacrile-
gio, de imprevisibles consecuencias para el orden, de darle
la palabra al pueblo. De abrirle el acceso a la política, cuan-
do la política había consistido siempre en mantener al pueblo al margen. Ellos, liberales, conservadores, o los efí-
meros republicanos (“algodón entre dos vidrios”), habían
tenido siempre de la política un concepto de club privado,
censitario, con derecho de admisión reservado. La “demo-
cracia” colombiana debía ser como la ateniense: sin los ilo-
tas. Era lo que había existido siempre, y a la cual –tras la
Violencia y gracias a ella– se volvería después21.
20 Antonio Caballero, “El hombre que inventó un pueblo”, p. 76.
21 Ibid, p. 73.
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Los “ilotas”, viendo a Strindberg en los aparatos de tele-visión vendidos por el Banco Popular, tenían que ser des-
estabilizadores en términos de la composición de un nuevo
imaginario simbólico, aun cuando este intento obedeciera ya a la idea –muy debatible– de que “la cultura hay que
llevarla al pueblo”. Strindberg, Brecht, Pirandello, Ibsen,
Shaw, Cocteau o Anonilh significaban no sólo diferentes
opciones teatrales –ahora ofrecidas a un número mayor de personas– sino otra forma de pensar, una renovación de lo
establecido y la presencia de preocupaciones, perspectivas
de interpretación y problemas nuevos. Formas que, sin ser mayoritarias ni de incidencias profundas, sí señalaban la
marca de una manera de vivir nueva. Se coloca así el acento
en el futuro y se toman severas cuentas del pasado.
La relación con lo internacional, que en el teleteatro se
consigue a través del repertorio y también de la procedencia
de quienes participaban en él (cubanos, argentinos, españo-les, chilenos, italianos que intervenían como actores, lumi-
notécnicos, coordinadores de estudio, maquilladores), no
disminuye el interés por lo nacional y la recreación de tex-
tos clásicos. Todo lo contrario. En cuanto a lo primero, se va dando una transición de la pieza teatral al texto para televisión, que tiene su consolidación definitiva en la déca-
da de los sesenta y más concretamente con el surgimiento de la telenovela, la cual impone una lógica televisiva más
implacable por sus características de género, las estrategias narrativas, el desenvolvimiento temporal y su emisión pe-riódica. Algunos de los primeros teleteatros fueron adapta-ciones de guiones radiofónicos y de obras teatrales: en 1956,
con actuación de Aldemar García como Efraín y Dora Ca-david como María, Bernardo Romero Lozano realiza la pri-mera adaptación de una obra importante de la literatura nacional para la televisión, María, de Jorge Isaacs (obra que
décadas después se volvería a realizar en formato de drama-
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tizado, con guiones de Gabriel García Márquez y dirección de Lisandro Duque).
La recreación de obras clásicas –de teatro y literarias– fue
otra de las tendencias del teleteatro; desde Sófocles, pasan-do por Cervantes y hasta llegar a Kafka. Muy temprana-
mente se hizo una adaptación heroica de El Proceso, posi-
blemente la primera obra totalmente realizada por técnicos y actores colombianos, gracias a la renuencia de los técnicos
cubanos a participar en el montaje por diferencias salariales
con los directivos de la Televisora Nacional.
Como sucede frecuentemente con otros acontecimientos
sociales, la desaparición del teleteatro obedeció también a
una convergencia de varios factores. Una decisión del go-bierno en 1963, una huelga y la aparición de la telenovela,
fueron algunos de los elementos desencadenantes de la
disminución de su importancia; pero, sin duda, también lo
fueron las transformaciones internas de la televisión, los cambios tecnológicos, la competencia de géneros y las evi-
dentes variaciones de los gustos de las audiencias.
Apenas comenzando 1963, el 2 de enero, se ordenó la
suspensión por ocho días de la Televisora Nacional para “revisión de equipo y ajuste de la programación”. La medi-da –una importante restricción presupuestal por problemas fiscales– afectaba directamente la programación de planta, y
dentro de ella al teleteatro, cuya realización era completa-
mente en vivo y en directo. Pero lo que había en el fondo de la cuestión, que provocó una inmediata reacción de protesta del sindicato de actores, era una de esas tensiones que de
una o de otra manera han persistido a través de la historia de la televisión: las confusiones del Estado con relación a su
papel en la televisión y, sobre todo, las fronteras entre sus responsabilidades y las de la empresa privada.
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La solución que en ese entonces propuso el gobierno ante la protesta de sindicatos como el CICA fue mantener la pro-gramación viva financiada por la iniciativa privada. El de-
bate producido por la decisión recoge desde ese entonces
algunos de los tópicos más importantes de una discusión que aún hoy no cesa: la relación entre calidad y audiencia,
la competencia entre televisión pública y televisión comer-
cial, el sentido de lo cultural, la función social del Estado en materia televisiva; algunos de ellos, temas que habían sido
preocupaciones muy claras para los pioneros de la televi-
sión. Las declaraciones de Arturo Zúñiga, jefe de progra-
mación en ese entonces y ex presidente del CICA, son de una actualidad persistente:
Si se acepta la concepción del Estado como un guardián del
bienestar físico e intelectual de los asociados [decía], no pueden estimarse como pérdidas las inversiones en divul-
gación intelectual. Porque yo preguntaría: ¿qué utilidad
económica dan las escuelas, colegios y universidades oficia-
les? ¿Cuánto gana el gobierno en la Radio Nacional o en el
Teatro Colón? ¿O es que el Estado debe percibir utilidad
alguna por cumplir con sus deberes? Me parece que hablar
de “pérdidas” en el caso de la televisión oficial –medio es-
tupendo de expansión cultural– es tratar de imponer un
criterio mercantilista, utilitarista, perjudicial y aberrante en
la administración. En vez de recortar el presupuesto para
estas cosas de la cultura y de la educación, el gobierno de-bería aumentarlo, encomendar su dirección a personas ca-
paces, aptas, o por lo menos cultas, y cederle a las empresas
privadas las ideas de los genios financieros, que pretenden
convertir al Estado en un negocio, como un restaurante, un
almacén o una finca22.
No es casual que la aparición de la telenovela esté unida a la pronta decadencia del teleteatro. Cuando en 1963, con un
22 El Espectador (6 de enero de 1993), citado en: Historia de una travesía, p.
107.
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libreto de radioteatro adaptado por Eduardo Gutiérrez se realizó En nombre del amor, la primera telenovela colombia-
na, comienza el desarrollo de un género que en las siguien-
tes dos décadas llegará a ser el producto televisivo más im-
portante.
Las diferencias entre la telenovela y el teleteatro se empe-
zaron a notar muy rápidamente: la primera se inserta en las lógicas comerciales con acogida creciente y repercusiones
económicas y de publicidad evidentes; mientras que el tele-
teatro no tiene exactamente el mismo potencial masivo,
puesto que su naturaleza aún guarda demasiadas ataduras con una comprensión restringida de lo cultural. La conti-
nuidad temporal de la telenovela, que progresivamente ex-
tiende sus capítulos a varios días a la semana y después a todos los días, su duración, y sobre todo su estructura narra-
tiva melodramática, la imponen como la realización televi-
siva por excelencia. El lenguaje más estereotipado del tele-
teatro tenía que sucumbir ante un género que se adaptó velozmente, tanto en sus rutinas productivas como en su
consumo, a los cambios tecnológicos, las demandas comer-
ciales y las fluctuaciones de los gustos. Adaptación que sig-nificaba escoger determinadas obras, subrayar personajes
específicos, enfatizar ciertos elementos dramaturgicos. Las dificultades económicas vividas por el teleteatro en este mismo año son superadas pronto por la telenovela. En efec-to, El 0597 está ocupado, una telenovela transmitida los lunes,
miércoles y viernes a las siete de la noche por Punch, es patrocinada por Colgate Palmolive, la misma empresa que
cuatro décadas después sigue siendo la primera en inversión
publicitaria en Colombia y es dueña, además, de las marcas con mayor recordación en los consumidores nacionales. El Diario de una enfermera de Corin Tellado (1966); será ya de noventa capítulos, mientras que el capítulo final de Desti-
no… la ciudad, de Efraín Arce Aragón (1967), se transmitió
fuera de estudios, desde el Teatro México. En 1968 se produ-
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ce El buen salvaje, la novela de Eduardo Caballero Calderón y ese mismo año Casi un extraño de Bernardo Romero Perei-
ro (RTI), empieza a emitirse a diario. Una obra en la que
actuaría, unos años antes de morir el maestro Bernardo Ro-
mero Lozano, su padre.
Sin embargo, esa conjugación de cambios tecnológicos
(aparición del videotape, grabación en remoto, apuntador),
diversificación de géneros y modificación de gustos unidos
a un país que se transforma velozmente, probablemente
expliquen de manera más acertada la paulatina desapari-
ción del teleteatro. Un género que, a medio camino entre la radionovela y la telenovela, hizo su aporte desde una televi-
sión naciente, a la modernidad cultural de este país.
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