El libro de la biblioteca de Móstoles
Título: Zanahorias para emprendedores. Colección: Autor:
Editado por Grupo Zinc[inc]
Primera Edición: Diciembre 2011
©2011: Nombre de autores Inscripción R.T.P.I.: S-512364/2011 [email protected] www.autor.com
ISBN: 972-23-421567-2-1 Depósito Legal: S-33254-2011 Impresión: Imprenta imprenta. Madrid. Impreso en España.
Diseño y fotografía: Roberto Angulo www.roberto.com www.otroderoberto.com
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en toda ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de infor-mación, en ninguna forma ni por ningún medio, sin el permiso escrito del propieta-rio de los derechos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitu-tiva de delito contra la propiedad intelectual (artículo 270 del Código Penal).
“Deseamos expresar nuestro reconocimiento a cuantas personas nos han ayudado en la realización de este libro, especialmente a Fulanito y Menganito.”
Los escritores
§Índice
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · · 15Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 19
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · · 25Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 29
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · · 35Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 39
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · · 45Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 49
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · · 55Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 59
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · · 65Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 69
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · · 75Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 79
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · · 85Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 89
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · · 95Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 99
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · 105Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 109
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · 115Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 119
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · 125Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 129
El libro de la biblioteca de Móstoles
Alejandro Pérez GarcíaÉl quería estudiar · · · · · · · · · 135Volver · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 139
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Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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§Alejandro Pérez García
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Volver
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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§Alejandro Pérez García
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
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Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
36
El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
37
§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
38
El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Volver
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
41
§Seg
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Volver
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
61
§Seg
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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§Seg
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
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Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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§Seg
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
137
§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
138
El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Volver
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
141
§Seg
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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§Seg
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
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Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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§Seg
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
187
§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
188
El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Volver
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
191
§Seg
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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195
Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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§Seg
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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§Seg
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
238
El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Volver
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
241
§Seg
y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
244
245
Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
Alejandro Pérez García
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Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos
necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpá-ramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescien-tas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Él quería estudiar
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No esta-ba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siem-pre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Em-pezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrí-cula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corrien-te de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bí-blias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
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—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el
mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchí-simos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mor-discos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluo-rescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
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El libro de la biblioteca de Móstoles
Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecu-ción de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.
—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
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Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la eje-cución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el
sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.
—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.
Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una cha-puza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.
Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.
Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoya-do en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.
Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear
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El libro de la biblioteca de Móstoles
un rato, se acercó a las taquillas.—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole
con dificultades para razonar, le atendió al momento.—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te
despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras. —Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas. Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no
encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.
A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en direc-ción contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.
“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Ha-brá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.
El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.
Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacer-le entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.
—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificul-tad.
Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.
Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante,
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y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes. Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra.
Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.
Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.
Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la pri-mera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.
La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:
—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.
Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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