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CUENTO
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ILUSTRACIN: Detalle de Puesto de avanzada cosaco,
de Ludwig Gedlek
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PLVORAS DE ALERTA, 2012
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NDICE
EL LUNAR .................................................................................................. 5
SANGRE DE SHIBALOK............................................................................. 18
EL GUARDA DEL MELONAR ...................................................................... 25
UN PADRE DE FAMILIA............................................................................. 42
EL SENDERO TORCIDO ............................................................................. 51
LA BGAMA .............................................................................................. 64
EL POTRILLO ........................................................................................... 87
LA CARCOMA ........................................................................................... 97
LA ESTEPA AZUL .................................................................................... 116
SANGRE EXTRAA ................................................................................. 128
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EL LUNAR
I
La mesa est cubierta de cartuchos que todava huelen a pl-
vora, un hueso de carnero, un plano, un parte, una brida que
apesta a sudor de caballo, una rebanada de pan. Todo eso es
lo que hay en la mesa. En el banco, de madera acepillada y cu-
bierto de moho producto de la humedad que invade la pa-red, se halla sentado el jefe de escuadrn Nikolka Koshe-voi, recostado de espaldas al antepecho de la ventana. Sus
dedos, agarrotados por el fro, apenas si pueden sujetar el l-
piz. Junto a unos carteles viejos extendidos sobre la mesa, un
cuestionario a medio llenar. El rugoso papel es lacnico en sus
explicaciones: Koshevoi, Nikoli. Jefe de escuadrn. Miembro
de la Unin de Juventudes Comunistas.
Frente al apartado Edad, el lpiz traza lentamente: 18 aos.
Nikolka es ancho de hombros, aparenta ms aos de los
que tiene. Le hacen de ms edad las arrugas de los ojos y la
espalda, cargada a la manera de los viejos.
Es un chiquillo, un mocoso dicen de l en el escua-drn, en broma. Pero a ver dnde hay otro que se le parez-ca, que casi sin prdidas haya sabido acabar con dos bandas.
Hace ya medio ao que conduce el escuadrn de combate tan
bien como podra hacerlo un comandante veterano!
Nikolka siente vergenza de sus dieciocho aos. Siem-
pre ocurre lo mismo: al llegar al odioso apartado Edad, el l-piz se desliza, deteniendo su carrera, y las mejillas de Nikol-
ka se encienden en un rubor irritado. El padre de Nikolka era
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cosaco; l tambin lo es. Recuerda como un sueo que, cuan-
do tena cinco a seis aos, su padre le mont en el caballo:
Agrrate de la crin, hijo! le grit, mientras la ma-dre, desde la puerta de la cocina, plida y con los ojos muy
abiertos, miraba sonriente las piernecitas del chiquillo pega-
das al saliente espinazo del animal y al padre, que sujetaba
la brida.
Haca mucho de eso. El padre de Nikolka haba desapa-
recido en la guerra contra los alemanes sin dejar rastro. No
volvi a saberse nada de l. La madre muri. De su padre, Ni-
kolka haba heredado el amor a los caballos, un valor a toda
prueba y un lunar, lo mismo que el del padre, del tamao de
un huevo de paloma, en la pierna izquierda, encima del tobi-
llo. Hasta los quince aos anduvo de bracero de aqu para all;
luego consigui un capote de largos faldones y, con un regi-
miento rojo que pasaba por la stanitsa1, se march a comba-
tir contra Wrangel2.
Aquel verano, Nikolka se haba baado en el Don con el
comisario. Este, tartamudeando y torciendo el cuello, en el
que haba recibido una fuerte contusin, coment, dando una
palmada en la espalda de Nikolka, inclinada y renegrida por
el sol:
T... t... eres feliz. S, s, feliz! El lunar, segn dicen, da buena suerte.
Nikolka mostr sus blancos dientes, se zambull, dio un
resoplido al salir a la superficie y grit desde el agua:
Eso son estupideces! Me qued hurfano muy pronto, toda mi vida me romp el espinazo trabajando. Vaya una suer-
te!...
Y nad hacia la lengua de arena amarillenta que bordea-
1 Stanitsa: Cabeza de distrito en las regiones cosacas. 2 Piotr Nikolievich, barn de Wrangel (1878-1928), militar ruso, de origen noble,
nacido en San Petersburgo. En las postrimeras de 1917 se uni a las fuerzas anti-
bolcheviques del Ejrcito Blanco, en el sur de Rusia, y se convirti en su comandan-
te en jefe a principios de 1920.
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ba el Don.
II
La casa donde Nikolka se aloja se halla sobre la alta y abrup-
ta pendiente del Don. Desde las ventanas se ve la orilla ver-
de batida por las ondas y el negro acero del agua. Por las no-
ches, cuando hay tormenta, las olas chocan al pie de la pen-
diente, las maderas de las ventanas gimen y se hinchan y
Nikolka se imagina que el agua se filtra por las rendijas del
suelo, sube de nivel y sacude la casa.
Quiso cambiar de alojamiento, pero no lleg a hacerlo, y
se haba quedado all hasta el otoo. Una maana helada, Ni-
kolka sali al portal, rompiendo el frgil silencio con el ruido
de sus botas claveteadas. Baj hasta el huerto de los cerezos
y se tumb en la hierba cubierta de lgrimas y toda gris a con-
secuencia del roco. En el cobertizo, l poda orlo, la duea
de la casa peda a la vaca que se estuviese quieta, el ternero
muga en tono bajo e imperioso y los chorros de leche resona-
ban en la pared del cubo.
En el patio rechin el portillo, el perro gru. Oyse la voz
de un jefe de seccin:
Est el comandante en casa? Nikolka se incorpor sobre los codos:
Aqu estoy! Qu pasa? Ha venido un propio de la stanitsa. Segn dice, por el
distrito de Salsk se ha abierto paso una banda. Se ha apode-
rado del sovjs3. Grushinski...
Trelo aqu. El propio tira hacia la cuadra del caballo baado en ar-
diente sudor. En medio del patio, el caballo cae sobre las pa-
tas delanteras, luego de costado, lanza un gemido ronco y bre-
3 Sovjs: Hacienda agrcola sovitica que, a diferencia del koljs, era propiedad del
Estado.
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ve y se queda muerto, mirando con ojos vidriosos al perro su-
jeto a la cadena, que ladra furiosamente. Ha muerto porque
en el sobre trado por el propio haba tres cruces y el propio
haba cubierto sin descansar cuarenta verstas al galope.
Nikolka ley que el presidente le peda que acudiera con
el escuadrn en ayuda y se dirigi hacia la casa, cindose el
sable mientras pensaba cansadamente: Debera ir a estu-diar a cualquier sitio, y ahora nos viene esta banda... El comi-
sario no cesa de reprocharme que estoy al mando de un es-
cuadrn y no s escribir una palabra a derechas... Qu cul-
pa tengo yo, si no termin siquiera los estudios en la escuela
parroquial? Tiene unas cosas... Y ahora otra banda... Otra vez
sangre, estoy harto de esta vida... Me cansa todo... Sali al portal, cargando la carabina sobre la marcha, y
sus pensamientos galopaban como el caballo por un camino
bien pisado: Debera ir a la ciudad... Debera estudiar... Por delante del caballo muerto se dirigi a la cuadra, mi-
r la cinta negra de sangre que flua de las polvorientas na-
rices del animal y volvi la cabeza.
III
A lo largo del desigual camino, por las rodadas de los carros,
lamido por los vientos, el musculoso llantn se retuerce; el
armuelle y el lampazo parece que vayan a estallar. En otros
tiempos, por este camino llevaban el heno hasta las eras, que
se extendan por la estepa como salpicaduras de mbar, mien-
tras que los postes del telgrafo avanzaban paralelos a la ca-
rretera. Van pasando ahora los postes en la neblina otoal,
como lechosa, a travs de vaguadas y barrancas, y junto a los
postes, por la carretera reluciente, el atamn conduce a su
banda: una cincuentena de cosacos del Don y del Kubn des-
contentos con el Poder Sovitico. Tres das llevan retroce-
diendo, como el lobo que sembr la calamidad en el rebao de
ovejas, por caminos y a travs de la estepa virgen; tras ellos,
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pisndoles los talones, va el destacamento de Nikolka Koshe-
voi.
La banda la integra gente segura, veteranos que se vie-
ron en los ms duros trances, y sin embargo, el atamn da
muestras de gran preocupacin: se pone en pie sobre los es-
tribos, recorre la estepa con la vista, cuenta las verstas has-
ta el borde azulado del bosque que se extiende al otro lado del
Don.
As se retiran, como lobos, y tras ellos el escuadrn de Ni-
kolka Koshevoi, que les va pisando los talones.
En los das calurosos del verano, bajo el cielo denso y
transparente de las estepas del Don, las espigas se balan-
cean y llaman con un sonido de plata. Es en vsperas de la
siega, cuando las espigas de grueso grano de trigo ven ne-
grear sus aristas como el bigotillo de un mozo de diecisiete
aos, mientras que el centeno sigue hacia arriba, tratando de
sobrepasar al hombre en altura.
Los barbudos cosacos siembran pequeos campos de cen-
teno en las tierras arcillosas y arenosas, junto a los bosques
anegadizos de la orilla. Jams se dieron all buenas cosechas,
la desiatina4 no dio nunca ms de treinta medidas, pero lo
siembran porque ese centeno les proporciona un vodka ms
claro que las lgrimas de una doncella; porque todos bebie-
ron de siempre, sus abuelos y sus bisabuelos; porque, no en
vano, en el escudo de la Regin de las Tropas del Don figura
un cosaco ebrio y desnudo a caballo en una cuba. Jutores5 y
stanitsas se hallan sumidos el otoo entero en los vapores del
alcohol, los gorros de tapa roja se balancean inseguros sobre
las cercas de mimbre.
Por eso mismo, el atamn no pasa un da sereno; por eso
mismo, todos los cocheros y servidores de ametralladora se
acurrucan, borrachos, en los carricoches de ballesta.
4 Desiatina: Medida de superficie equivalente a 1,092 Ha. 5 Jtores: Poblados cosacos.
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Siete aos haca que el atamn no haba visto su tierra
natal. Prisionero de los alemanes, luego Wrangel, Constanti-
nopla derretida bajo el sol, el campo cercado de alambre de
espino, el falucho turco de ala manchada de brea y de sal, los
juncos del Kubn con sus esplndidos penachos, y la banda.
Esa es la vida del atamn si se vuelve a mirar por enci-
ma del hombro. Su alma se ha endurecido lo mismo que du-
rante el verano, en pleno calor, se endurecen las huellas de
las pezuas abiertas de los bueyes junto a las charcas de la
estepa. Un dolor extrao e incomprensible le roe las entra-
as, las nuseas se apoderan de sus msculos, y el atamn
lo siente: el vodka no ser capaz de ahogar los recuerdos de
su azarosa vida. Pero bebe, ni un solo da permanece sereno;
bebe porque el centeno florece con un olor penetrante y dulce
en las estepas del Don, abiertas sus vidas entraas al sol, y
las mujeres de morenas mejillas, cuyos maridos no han vuel-
to de la guerra, destilan un vodka tan transparente que na-
die lo distinguira del agua que brota del manantial.
IV
Al amanecer llegaron las primeras heladas. Un gris de plata
salpic las anchas hojas de los nenfares, y en la rueda del
molino, por la maana, Lkich advirti unos finos carmba-
nos de diversos tonos, como de mica.
Lkich se haba levantado de mal cuerpo: le dolan los ri-
ones y los pies, como de plomo, no queran separarse del sue-
lo. Al caminar por el molino, el cuerpo se desplazaba con gran
esfuerzo, cual si no quisiera seguir a los huesos. De la sec-
cin del mijo asom la cabeza una cra del ratn; los ojos la-
crimosos del abuelo miraron hacia arriba: desde el travesao
del techo, un palomo dejaba caer el repiqueteo rpido de su
arrullo. Las aletas de su nariz, como moldeadas en arcilla, se
ensancharon al aspirar el pegajoso olor a humedad y a cente-
no molido, se par a escuchar el siniestro rumor del agua que
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lama los pilotes y estruj, pensativo, su barba de estropajo.
En el colmenar, Lkich se tumb a descansar un rato. Bajo el
capotn, se durmi atravesado, con la boca abierta. Una sa-
liva pegajosa y templada empap su barba en las comisuras
de los labios. Las primeras luces tieron de espesos colores la
miserable casa del abuelo, el molino se perdi entre los fle-
cos lechosos de la bruma...
Cuando se despert, del bosque salan dos hombres a ca-
ballo. Uno de ellos grit al abuelo, que caminaba por el col-
menar:
Eh, abuelo, ven aqu! Lkich, receloso, se detuvo. En aquellos aos confusos
haban pasado por all muchos hombres armados como esos
que ahora se acercaban, gente que, sin pedir permiso, se lle-
vaban el grano y la harina. A todos ellos, sin distincin algu-
na, los aborreca.
Date prisa, vejestorio! Lkich avanz por entre las colmenas medio hundidas
en el suelo; suavemente, sin ruido, tosi sin despegar los la-
bios, unidos por la saliva al secarse, y se detuvo apartado de
los visitantes, observndolos de reojo.
Nosotros somos rojos, abuelo... No tengas miedo di-jo pacficamente el atamn. Perseguimos a una banda, nos hemos rezagado de los nuestros... Viste por casualidad si ayer
pas por aqu un destacamento?
No s quines eran, pero pasaron. Hacia dnde se fueron, abuelo? No tengo ni idea. Ninguno de ellos se qued en el molino? Ninguno dijo Lkich brevemente, y se volvi de es-
paldas.
Espera, viejo. El atamn descabalg de un salto, se balance sobre sus piernas curvadas y con voz de borracho,
lanzando un aliento que apestaba a vodka, dijo: Nosotros, abuelo, nos dedicamos a matar comunistas... Para que lo se-
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pas... Nada te importe quines somos nosotros, pero eso no
es cosa tuya! Dio un tropezn y dej escapar la brida. De lo que debes preocuparte es de preparar pienso para se-
tenta caballos y de no abrir los labios... Quiero tenerlo aho-
ra mismo!... Has comprendido? Dnde guardas el grano?
No tengo dijo Lkich, volviendo la vista. Y en ese granero, qu hay? Trastos viejos... No hay grano. Vamos a verlo! Agarr al viejo del cuello y de un rodillazo lo empuj ha-
cia el granero, una dependencia que se cuarteaba como hun-
dida en el suelo. Abri la puerta de par en par. Las arcas es-
taban llenas de trigo y de cebada.
Y esto qu es, maldito viejo? Grano, bienhechor mo... Es la maquila... Un ao en-
tero me ha costado el reunirlo, y t quieres que lo estropeen
las bestias...
Prefieres que nuestros caballos revienten de ham-bre? Eres partidario de los rojos? Buscas la muerte?
Ten compasin de este desgraciado! Por qu me vas a matar? Lkich se quit el gorro, cay de rodillas, se apo-der de las velludas manos del atamn, las bes...
Di, eres de los rojos? Ten piedad de m!... No hagas caso de lo que he dicho,
soy un ignorante. Perdname, no me mates gritaba el vie-jo, abrazando las piernas del atamn.
Jura que no eres de los rojos... Santguate, y come tie-rra!...
El abuelo toma un puado de arena, la mastica con su bo-
ca sin dientes y la moja con sus lgrimas.
Bueno, ahora te creo, Levntate, viejo! Y el atamn re al ver que las piernas se niegan a soste-
ner al viejo. Los jinetes que acaban de llegar, sacan del gra-
nero la cebada y el trigo, lo echan a los pies de los caballos y
el patio se ve cubierto de una capa de dorado grano.
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V
La aurora se anunciaba apenas entre la niebla hmeda y es-
pesa.
Lkich evit el centinela y por un sendero del bosque que
l solo conoca se dirigi hacia el jtor a travs de las torren-
teras y a travs del bosque, alertado en el leve dormitar que
precede al da.
Lleg, mal que bien, hasta el molino de viento, quiso tor-
cer por un atajo hacia la calleja, pero ante sus ojos surgieron
las siluetas confusas de unos jinetes.
Quin va? pregunt una voz, turbando el silencio. Soy yo... balbuci Lkich, espantado y tembloroso. Quin eres? Traes pase? Por qu andas danzando a
estas horas?
Soy molinero... Del molino de agua de ah cerca. Tena necesidad de venir al jtor.
De qu se trata? Ea, vente con nosotros, te llevaremos al jefe. Ve delante... grit uno, echndole encima el caba-llo.
Lkich sinti en el cuello el clido belfo del animal y, co-
jeando, se encamin hacia el jtor.
En la plaza, ante una casa de pobre aspecto, se detuvie-
ron. El jinete, carraspeando, ech pie a tierra, at el caballo
a la valla y, haciendo resonar su sable, subi los escalones de
la entrada.
Sgueme... Una lucecita llameaba en las ventanas. Entraron.
Lkich estornud al verse en aquella atmsfera de humo
de tabaco, se quit el gorro y se apresur a persignarse vuelto
hacia el rincn ms prximo.
Hemos detenido a este viejo. Vena al jtor. Nikolka levant de la mesa la cabeza de revuelta cabelle-
ra salpicada de plumas. Con voz de sueo, pero severa, pre-
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gunt:
Adnde ibas? Lkich dio un paso adelante y pareci que se volva loco
de alegra.
Querido, sois vosotros..., yo cre que otra vez eran esos enemigos y me entr miedo. No me atreva a preguntar... Soy
el molinero. Cuando pasabais por el bosque de Mitrojin os pa-
rasteis en mi casa, te di leche... Lo has olvidado?...
Bien, y qu me dices? Escucha lo que voy a decirte, amigo: ayer, antes de ha-
cerse de da, llegaron esas bandas y todo el grano que tena
se lo dieron a los caballos... Se burlaron de m... Su jefe esta-
ba empeado en hacerme jurarles fidelidad, me oblig a co-
mer tierra.
Y dnde estn ahora? All. Traan vodka y no paran de beber y de ensuciarlo
todo. Yo he venido a informaros. Acaso encontris la manera
de meterlos en cintura.
Di que ensillen!.... Nikolka se puso en pie, sonrien-do al viejo, y meti con aire de cansancio el brazo por la man-
ga del capote.
VI
Haba amanecido.
Nikolka, con las mejillas de color verdoso a consecuencia
de las noches pasadas en vela, galop hacia el cochecillo que
transportaba la ametralladora.
En cuanto vayamos al ataque, tirad sobre el flanco de-recho. Tenemos que partirles el ala!
Y volvi hacia el escuadrn, ya desplegado.
Tras una aglomeracin de robles raquticos, en la carre-
tera apareci un grupo montado, de a cuatro en fondo y con
los carros en el centro de la columna.
Al galope! grit Nikolka, y sintiendo a su espalda el
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estruendo creciente de los cascos, dio un fustazo a su potro.
La ametralladora traquete desesperadamente a la sali-
da del bosque. Los de la carretera desplegaron rpidamente,
como si se tratase de un ejercicio. A la salida del bosque.
* * *
De entre los matorrales de la loma salt un lobo con los
flancos llenos de cardos. Inclin la cabeza hacia delante, pres-
tando atencin. Los disparos repiqueteaban en las cercanas
y un clamor de gritos estremeca el aire.
Tuc!, caa en el grupo de alisos una bala, y al otro lado de
la loma, ms all de las tierras de labor, el eco balbuceaba r-
pido: tac!
Y de nuevo, ahora en rpida sucesin: tuc, tuc, tuc! Al
otro lado de la loma contestaban: Tac, tac, tac!...
El lobo se qued quieto unos instantes y sin prisa, al tro-
te corto, se dirigi hacia la vaguada, perdindose entre los al-
tos matorrales amarillentos de los carices...
Teneos firmes!... No abandonis los carros!... Al bos-que... Al bosque, hijos de mala madre! gritaba el atamn, ponindose de pie sobre los estribos.
Pero conductores y tiradores de ametralladora se agita-
ban ya junto a los carros, cortando los tirantes, y la lnea de
tiradores, rota por el fuego constante de ametralladora, hua
ya sin que nada pudiera detenerla.
El atamn dio la vuelta, sobre l volaba un jinete que
blanda su sable. Por los prismticos que le bailaban en el pe-
cho y por la burka6, el atamn adivin que no se trataba de
un simple soldado rojo y tir de la brida. Desde lejos vio la ca-
ra joven e imberbe, desfigurada por la clera, y los ojos casi
cerrados por el viento. El caballo del atamn piaf, sentn-
dose sobre las patas traseras; l tir de la pistola, que se ha-
6 Burka: Capote caucasiano de pelo de cabra.
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ba enganchado en el cinturn, mientras gritaba:
Cachorro... Agita, agita el sable, ahora vers lo que es bueno...
El atamn dispar contra la negra burka, que iba aumen-
tando en tamao. La montura, despus de recorrer ocho bra-
zas, cay. Nikolka se deshizo de la burka y, sin cesar de dis-
parar, sigui hacia el atamn, acercndose ms y ms...
Tras el bosquecillo, alguien lanz un chillido de fiera, que
se vio cortado de sbito. El sol qued oculto por una nube y
sobre la estepa, sobre el camino y sobre el bosque, desmele-
nado por los vientos de otoo, cayeron sombras de inciertos
contornos.
Sabe muy poco, es un mocoso, se acalora y eso le va a cos-tar la vida, cruz por la mente del atamn, que, esperando a que el otro agotara el cargador, afloj la brida y se arroj con-
tra l como un milano.
Inclinndose sobre la silla, descarg un sablazo y por un
instante sinti que el cuerpo se reblandeca al percibir el gol-
pe y caa lentamente de bruces. El atamn salt a tierra, qui-
t al muerto los prismticos, mir sus piernas sacudidas por
un leve temblor, lanz una ojeada alrededor y se puso en cu-
clillas para despojar al cadver de sus botas. La primera la
sac pronto, sin dificultad, apoyando su pie en la crujiente ro-
dilla del muerto. Pero la otra no sala de ninguna manera:
como si la media formase un tapn dentro. Tir con rabia,
con un juramento, y sac media bota de una vez. En la pier-
na, por encima del tobillo, vio un lunar del tamao de un hue-
vo de paloma. Despacio, como temiendo despertarlo, dio vuelta
a la cabeza, que se iba quedando fra, sus manos se empapa-
ron de la sangre que brotaba a borbotones de la boca del muer-
to, mir fijamente y slo entonces abraz torpemente los hom-
bros cados y dijo con voz sorda:
Hijo!... Niklushka!... Sangre de mi sangre... Con-gestionado, grit: Pero di una palabra siquiera! Cmo ha podido ser esto?
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Cay sin apartar la vista de los ojos que se haban apa-
gado; levant los prpados manchados de sangre, sacudi el
cuerpo inerte... Pero Nikolka se haba mordido fuertemente
la punta de su lengua azulenca, como si temiese decir algo
que no debiera, algo de una importancia inmensa.
Apretndolas a su pecho, bes el atamn las manos fras
de su hijo y, mordiendo el acero empaado de la pistola, se dis-
par en la boca...
* * *
Al anochecer, cuando al otro lado del bosquecillo apare-
cieron las siluetas de unos jinetes, cuando el viento trajo sus
voces, los resoplidos de las monturas y el ruido de los estri-
bos, un cuervo sali volando, sin ganas, de la hirsuta cabeza
del atamn. Remont el vuelo y se diluy en el cielo gris e in-
coloro del otoo.
1924
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SANGRE DE SHIBALOK
Eres una mujer instruida, llevas gafas, pero no lo quieres entender... Qu voy a hacer con l?...
Nuestro destacamento se encuentra a cosa de cuarenta
verstas de aqu, he venido andando, lo he trado en brazos.
Ves la piel de los pies toda lacerada? T eres la directora de
esta casa de nios, hazte, pues, cargo de la criatura! Que no
hay sitio? Y yo, qu voy a hacer con l? Bastantes fatigas me
ha costado. No sabes cunto he sufrido... S, es mi hijo, mi san-
gre... Va para los dos aos y no tiene madre. Lo de ella es una
historia aparte. El ao antepasado me encontraba yo en una
sotnia1 encargada de misiones especiales. Por aquel entonces
perseguamos en las stanitsas del Alto Don a la banda de Ig-
ntiev. Yo era justamente tirador de ametralladora. Haba-
mos salido de un pueblo y alrededor se extenda la estepa des-
nuda como una cabeza calva, el calor era insoportable. Cru-
zamos una loma y empezamos la bajada hacia un bosqueci-
llo; yo era de los primeros en el carro donde iba montada la
ametralladora. Me pareci que cerca del camino haba una
mujer tendida. Arre los caballos y me dirig hacia all. Era
una mujer como cualquiera otra. Yaca tendida boca arriba y
con las faldas subidas hasta ms arriba de la cabeza. Me ape
y vi que estaba viva, respiraba... Le met el sable entre los
dientes para separrselos y le di a beber de la cantimplora.
Acab de reanimarse. En esto se acercaron los cosacos de la
sotnia y empezaron las preguntas:
Quin eres? Por qu ests tendida junto al camino en-
1 Sotnia: Escuadrn de caballera cosaca.
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seando las vergenzas?...
Empez a llorar como si se despidiera de un difunto, a du-
ras penas pudimos sacarle que una banda que vena de los al-
rededores de Astrajan se haba apoderado de ella, se la lleva-
ron en los carros y despus de abusar la haban abandonado
en pleno camino... Yo les dije a los compaeros:
Hermanos, permitidme que, como vctima que es de los bandidos, la lleve con nosotros en el carro.
Recgela, Shibalok. Las mujeres tienen siete vidas, las muy zorras; que se reponga un poco, y despus ya veremos lo
que se hace.
Qu te creas? Aunque no me gusta ir oliendo las faldas
de las mujeres, sent lstima y la recog para mi desgracia.
Se repuso, se acostumbr a nosotros: lavaba la ropa a los co-
sacos, remendaba sus calzones, haca trabajos propios de mu-
jer. A nosotros nos daba reparo tenerla en la sotnia. El jefe no
cesaba de renegar:
Agrrala del rabo y arrale una patada en el c...! A m me daba mucha lstima. Empec a decirle:
Vete de aqu, Daria, vete por las buenas. Cualquier da puede alcanzarte una bala y entonces sabrs lo que es llo-
rar...
Ella empezaba a gritar y a lamentarse:
Fusiladme aqu mismo, queridos cosacos, pero no me separar de vosotros.
Al poco tiempo mataron a mi conductor y me vino con una
cuestin an ms espinosa:
Ponme de conductor. S manejar los caballos tan bien como otro cualquiera.
Le entregu las riendas y le dije:
En cuanto empiece el combate, da la vuelta y te quedas con la trasera hacia delante. Pero debes hacerlo en un segun-
do. De lo contrario, tenlo por seguro, te moler a golpes.
Todos los cosacos veteranos quedaron maravillados de la
forma en que se desenvolva, nadie dira que era mujer. Al
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colocarnos en posicin, haca girar a los caballos en redondo.
Y conforme el tiempo pasaba, mejor era su comportamiento.
Acabamos por enredarnos ella y yo. Bueno, hasta que qued
embarazada. As estuvimos como cosa de ocho meses persi-
guiendo a la banda. Los cosacos de la sotnia se burlaban de
m:
Mira, Shibalok, tu conductor engorda tanto con el ran-cho, que ya no cabe en el pescante.
As las cosas, en una ocasin se nos acabaron los cartu-
chos. Y los del servicio de municionamiento que no venan.
La banda se encontraba en un extremo de un jtor y noso-
tros en el otro. En el pueblo nadie saba que estbamos sin
cartuchos, lo guardbamos con mucho secreto. Pero alguien
nos hizo traicin. Yo estaba de puesto y a medianoche o un
ruido: pareca que la tierra temblaba. Venan sobre nosotros
como un alud con el propsito de envolvernos. Avanzaban a
cuerpo descubierto, sin temor alguno, y hasta se permitan
gritar:
Rendos, cosacos rojos! !Sabemos que se os han acaba-do los cartuchos! De lo contrario, os daremos una buena ca-
rrera!...
Y nos la dieron... Nos retorcieron el rabo de tal modo que
tuvimos que salir loma arriba a ua de caballo. A la maana
siguiente nos reunimos a unas quince verstas del jtor, en
un bosque. Faltaba ms de la mitad de la gente. Los dems ha-
ban muerto a sablazos. La pena me abrumaba. Y para colmo,
Daria se sinti mal. Haba pasado la noche a caballo, galo-
pando, y ahora estaba con la cara desfigurada, morada. Dio
unas vueltas y se apart del campamento, metindose en lo
ms espeso del bosque. Comprend de qu se trataba y me fui
tras ella. Entr en un barranco, encontr un hoyo, lo cubri
con hojas secas, como una loba, y se acost, primero de bru-
ces y luego se volvi de espaldas. Se quejaba con los prime-
ros dolores del parto, mientras que yo permaneca sin mo-
verme detrs de unos arbustos, mirando por entre las ra-
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PLVORAS DE ALERTA
21
mas... Primero se quejaba, luego empez a gritar, las lgri-
mas corran por sus mejillas, con la cara lvida y los ojos que
pareca que se le iban a salir. Haca fuerzas, como si le hu-
biera dado un calambre. No es cosa de hombres, pero me di
cuenta de que no podra parir ella sola, que iba a morirse...
Sal del arbusto y corr hacia ella, tratando de ver la manera
de ayudarla. Me inclin, me arremangu, pero era tal el mie-
do que senta que el cuerpo se me cubri de sudor. He mata-
do sin la menor vacilacin, pero eso... Procur atenderla, ella
dej de gritar y me vino con semejante salida:
Sabes, Yasha, quin ha dicho a la banda que se nos ha-ban acabado los cartuchos? y se me qued mirando muy seria.
Quin? pregunt a mi vez. Yo. No seas estpida. Has comido algo malo? Cllate y es-
tate quieta. No es momento de conversaciones...
Ella insisti:
La muerte est a mi cabecera, quiero confesar mi cul-pa, Yasha... No sabes t a qu clase de vbora dabas calor ba-
jo tu camisa...
Est bien, confisalo y vete al diablo dije yo. Y me lo revel todo. Mientras lo contaba no cesaba de dar cabezadas
contra el suelo.
Yo me explic estaba en la banda por mi volun-tad, y me entenda con el jefe de ellos, Igntiev... Hace un ao
me mandaron a vuestra sotnia para que les proporcionara
toda clase de informes vuestros. Para disimular fing lo de que
me haban violado... Me muero, pero, de lo contrario, habra
logrado acabar con toda la sotnia...
Sent que el corazn se me encenda y no pude contener-
me: le di una patada y empez a echar sangre por la boca.
Pero en esto le empezaron otra vez los dolores y vi que entre
las piernas asomaba la criatura... Era una cosa hmeda que
lanzaba vagidos como la liebre entre los dientes del zorro...
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Daria lloraba y rea, se arrastraba hacia m y trataba de abra-
zarme las rodillas... Yo di la vuelta y me fui a la sotnia. Les
cont a los cosacos todo cuanto haba pasado...
El escndalo fue fenomenal. La primera intencin fue la
de pegarme cuatro tiros, luego me dijeron:
T saliste en su defensa, Shibalok, t debes terminar con ella y con el recin nacido. De lo contrario, te haremos pi-
cadillo...
Yo me puse de rodillas y les dije:
Hermanos! A ella la matar no por miedo, sino por-que as me lo dice la conciencia. Por los camaradas a los que
su traicin cost la vida. Pero tened compasin de la criatu-
ra. El nio es de ella y mo por mitad, es sangre ma: que que-
de con vida. Todos vosotros tenis mujer e hijos. Yo no tengo
a nadie ms que a l...
Supliqu a la sotnia, bes el suelo. Ellos sintieron lsti-
ma de m y dijeron:
Est bien, sea! Que tu sangre crezca y que de ella sal-ga un tirador de ametralladora tan valiente como t, Shiba-
lok. Pero a la mujer la tienes que matar!
Volv hacia Daria. Ella estaba sentada, ya compuesta y
con la criatura en brazos.
Le dije as:
No permitir que acerques la criatura a tus pechos. Naci en una poca calamitosa y no debe probar la leche de la
madre. Y a ti, Daria, debo matarte por ser enemiga de nues-
tro Poder Sovitico. Ponte de espaldas al barranco!...
Y el nio, Yasha? Es carne tuya. Si me matas queda-r sin leche y morir tambin. Deja que lo cre y luego podrs
matarme. No me importa...
No le dije, la sotnia me ha dado una orden muy severa. En cuanto al nio, no te preocupes. Lo criar con le-
che de yegua, no dejar que se me muera.
Me ech dos pasos atrs y prepar el fusil. Ella se abra-
z a mis piernas, me besaba las botas...
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Me alej sin mirar. Me temblaban las manos, las piernas
se me doblaban, se me caa la criatura, aquella cosa desnuda
y resbaladiza...
Cinco das despus de eso volvimos a pasar por aquellos
lugares. En la hondonada, sobre los rboles, vimos una nube
de cuervos... No puedes imaginarte las fatigas que me ha cos-
tado esta criatura.
Agrralo de los pies y estrllalo contra una rueda. Por qu te preocupas tanto de l, Shibalok? me decan los co-sacos.
A m me daba mucha compasin el diablillo. Pensaba as:
Que crezca; si al padre le retuercen el pescuezo, el hijo sa-br defender el Poder Sovitico. Quedar un recuerdo de Y-
kov Shibalok, no morir como una mala hierba, dejar des-
cendencia... Al principio, puedes creerme, buena ciudadana, lloraba por culpa de l, y eso que nunca haba vertido una l-
grima. En la sotnia pari una yegua, al potrillo le pegamos
un tiro y as tuvimos leche. l se resista a mamar, lloraba,
pero luego se acostumbr y chupaba como cualquier chico del
pecho de su madre.
Le hice una camisa de unos calzoncillos mos. Se le ha que-
dado pequea, pero no importa, ya se arreglar...
Y ahora ponte en mi situacin: qu quieres que haga con
l? Que es demasiado pequeo? Es muy listo y come de to-
do... Qudatelo, evtale ms calamidades! Te quedas con l?...
Gracias, ciudadana!... Yo, en cuanto aplastemos a la banda
de Fomn, vendr a ver cmo marcha.
Adis, hijo, sangre de Shibalok!... Hazte fuerte... Ah,
hijo de perra! Por qu le tiras de la barba a tu padre? No te
he cuidado? No te he dado todos los mimos? Por qu buscas
ahora pelea? Ea, deja que como despedida te d un beso en la
cabecita...
No se preocupe, buena ciudadana, piensa que va a llo-
rar? No... Tiene algo de bolchevique: morder s que muerde,
no voy a negarlo, pero en cuanto a lgrimas, no hay quien le
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haga verter una sola!...
1925
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EL GUARDA DEL MELONAR
I
El padre lleg de la entrevista con el atamn de la stanitsa
satisfecho, como si le hubieran proporcionado una gran ale-
gra. La risa pareca haberse enredado entre sus espesas ce-
jas, los labios se arrugaban en una sonrisa que era incapaz
de contener. Haca mucho tiempo que Mitka no haba visto
as a su padre. Desde que volvi del frente siempre se haba
mostrado serio, ceudo; no escatimaba los bofetones con Mit-
ka, un muchacho de catorce aos, y pasaba largos ratos aca-
ricindose pensativo su pelirroja barba. Y ahora como el sol cuando sale por entre las nubes dijo sonriente y burln a Mitka, que haba aparecido junto a l en la entrada de la
casa:
Eh, rapaz!... Corre al huerto y di a madre que es la ho-ra de comer!
La comida reuni a toda la familia: el padre bajo los ico-
nos, la madre encogida en el borde del banco, cerca del hor-
no, y Mitka al lado de Fidor, el hermano mayor. Cuando hu-
bieron dado fin a la modesta sopa de col, el padre abri su bar-
ba en dos mitades de dura pelambrera y de nuevo sonri, arru-
gando sus azulencos labios:
Debo dar a la familia una noticia excelente: hoy he si-do nombrado comandante del tribunal militar de la stanit-
sa... Y agreg despus de una pausa: En la guerra con-tra los alemanes tambin me gan con toda justicia los galo-
nes, el grado de oficial y las medallas. Mis superiores no lo
han olvidado.
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Y enrojeciendo, con la cara inyectada de sangre, se vol-
vi furioso hacia Fidor:
Por qu bajas la cabeza, canalla? No te alegra ver contento a tu padre? Ten mucho cuidado, Fedka... Crees que
no veo cmo andas con los mujiks1? Por tu culpa, miserable,
el atamn me ha echado una reprimenda. Usted, Ansim Petrvich me ha dicho, es fiel, realmente, al honor de los cosacos, pero su hijo Fidor mantiene tratos con los bol-
cheviques. El mozo ha cumplido los veinte aos y es una ls-
tima, podra salir perjudicado... Di, hijo de perra, es cierto que andas con los mujiks?
S. A Mitka le dio un vuelco el corazn, pens que el padre
iba a golpear a Fidor, pero se limit a echarse hacia delan-
te, sobre la mesa, y a apretar los puos. Grit:
Y sabes, maldito rojo, que maana tus amigos van a ser detenidos? Sabes que el sastre Egorka y el herrero Gr-
mov van a ser fusilados maana mismo?
Y de nuevo oy Mitka la voz firme de su hermano, que
haba palidecido:
No, no lo saba, pero ahora ya lo s. Antes que la madre pudiera ponerse en medio, antes que
Mitka pudiera lanzar un grito, el padre, con toda su fuerza,
arroj sobre Fidor la pesada jarra de cobre. El borde aguza-
do del asa rota se clav algo ms arriba del ojo del hermano.
La sangre brot como un fino escupitajo. En silencio, Fidor
se cubri con la mano el ojo cubierto de sangre. La madre, llo-
rosa, abraz su cabeza, mientras que el padre derribaba con
gran estruendo el banco y sala de la casa dando un portazo.
Hasta que se hizo de noche la madre no ces de trajinar.
Sac del arca un mazo de pescado seco, puso abundante pro-
visin de galleta de pan en una bolsa y luego se sent junto a
la ventana a remendar la ropa de Fidor. Pasando de largo,
1 Mujiks: Campesinos rusos.
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Mitka vio que su madre se haba quedado inmvil, con la ca-
beza hundida entre el revoltijo de prendas; sus hombros, ba-
jo la rada blusa de satn, se juntaban y se separaban convul-
sos.
El padre lleg de la direccin de la stanitsa cuando ya se
haba hecho de noche; sin cenar y sin desnudarse, se tumb
en la cama. Fidor, tratando que las tablas del piso no crujie-
sen, de puntillas, se dirigi al cuarto trasero, sac de l una
silla de montar y unas bridas, y sali al patio.
Mitka, ven aqu. Mitka estaba recogiendo los terneros; tir la rama que
llevaba en la mano y se acerc a Fidor. Tena la vaga sospe-
cha de que su hermano quera irse con los bolcheviques al
otro lado del Don, all donde todos los das, al amanecer, re-
sonaba el rumor sordo del caoneo, que luego se extenda en
oleadas por toda la stanitsa. Fidor pregunt, mirando a un
lado:
Est cerrada la cuadra? S... Por qu quieres saberlo? Necesito entrar. Fidor hizo una pausa, dej esca-
par un silbido entre los dientes y explic, bajando inespera-
damente la voz: La llave la guarda padre debajo de la al-mohada... qutasela... quiero irme...
Adnde? A la Guardia Roja... T eres pequeo para compren-
der quin tiene la razn... Yo quiero ir a pelear para que los
pobres conquisten la tierra, para que todos sean lo mismo,
que no haya ni ricos ni pobres y todos sean iguales.
Fidor solt de entre sus manos la cabeza de Mitka y pre-
gunt, severo:
Cogers la llave? Mitka contest sin vacilar:
S, la coger dio la espalda a Fidor, y sin volver la vista atrs se dirigi a la casa.
La habitacin estaba sumida en la penumbra; del techo
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llegaba el zumbido de las moscas, medio dormidas. Al llegar
a la puerta Mitka se descalz, apretando el picaporte para que no hiciera ruido, abri la puerta y se acerc sigilosa-mente a la cama.
Su padre estaba echado boca arriba, con la cabeza vuel-
ta hacia la ventana. Una mano la tena metida en el bolsillo;
la otra le colgaba, dejando ver una ua grande y amarillen-
ta por el humo del tabaco. Conteniendo la respiracin, Mitka
lleg a la cama, atento a los resoplidos del padre. Un silencio
denso e inmvil... En la barba del padre haban quedado unas
migas de pan y un trozo de cscara de huevo; de su boca, abier-
ta, sala un olor nauseabundo a alcohol; de la parte ms hon-
da de la garganta, la tos haca esfuerzos por brotar al exte-
rior.
Mitka alarg la mano a la almohada, su corazn no se de-
tena: tac-tac-tac-tac...
Y la sangre, que se le haba subido toda a la cabeza, le
zumbaba en los odos con un punzante repiqueteo. Meti un
dedo bajo la sucia almohada, luego otro. Toc la escurridiza
correa y el manojo fro de las llaves, tir de l suavemente.
En ese momento, el padre agarr a Mitka del cuello de la ca-
misa:
Qu haces aqu, canalla? Te voy a arrancar hasta el ltimo pelo!
Padre! Querido! Vena a buscar la llave de la cua-dra... No quera despertarte...
Los ojos hinchados y amarillentos del padre se clavaron
en Mitka.
Para qu la necesitas? Parece que los caballos estn nerviosos... Haberlo dicho antes... El padre tir al suelo el ma-
nojo de llaves, se volvi de cara a la pared y un instante des-
pus volva a resoplar como antes.
Mitka sali como una bala al patio y se acerc a Fidor,
que aguardaba en el cobertizo. Le puso las llaves en la mano
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PLVORAS DE ALERTA
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y pregunt:
Qu caballo te vas a llevar? El potro. Mitka, caminando tras Fidor, lanz un suspiro y dijo a
media voz:
Y si padre me pega?... Fidor, como si no hubiese odo nada, sac de la cuadra
al potro, lo ensill, estuvo largo rato antes de acertar a me-
ter el pie en el rebelde estribo, y ya al salir del portn mur-
mur, inclinndose en la silla:
Aguanta, Mitka! Se acabarn nuestros sufrimientos. Y a nuestro padre, Ansim Petrvich, le dices de mi parte que
si te toca a ti o a madre lo ms mnimo, se acordar de m
toda la vida...
Y sali a la calle, espoleando al potro al emprender su lar-
go camino. Mitka, al otro lado de la cerca, se puso en cucli-
llas. Mir hacia Fidor, que se alejaba, pero sus ojos estaban
cubiertos por un velo salado y el nudo que se le haba forma-
do en la garganta no le dejaba respirar.
II
El padre segua lanzando el borboteo de sus ronquidos. Mit-
ka haba madrugado ms que de costumbre, haba pasado la
almohada al bayo y lo haba llevado al Don a abrevar y darle
un bao. La greda reseca se deshaca rumorosa bajo los cas-
cos del animal. Se acerc hasta el agua al pie de la barranca,
quit la cabezada al caballo, se despoj de la ropa y, encogi-
do por la humedad brumosa de la maana, oy cmo sobre el
agua se extenda, viniendo de muy lejos, el sordo ruido del
caoneo, que se iba hasta perderse ro abajo. Se zambull de
cabeza en el agua, tan fra que sinti como si le pinchasen to-
do el cuerpo, y sonri al pensar: Ahora Fidor estar ya con los bolcheviques... Hace su servicio en la Guardia Roja...
La alegra se apag como la chispa en el viento cuando
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PLVORAS DE ALERTA
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sus pensamientos volvieron hacia la casa, hacia el padre. El
regreso lo hizo con la cabeza gacha y los ojos apagados.
Ya en las proximidades de la casa se le ocurri: Debera marcharme all.... con los bolcheviques... Fidor deca que
ellos defienden la justicia... Con ellos me entendera bien.
Ahora padre me arrancar el pellejo... me har sangrar por la
nariz... Al pie del portal quit al caballo la cabezada y entr len-
tamente en la casa. El padre le pregunt desde su cuarto con
voz ronca:
Por qu no has llevado a baar al potro? Mitka lanz una mirada rpida a su madre, encogida jun-
to al horno, y sinti que la sangre escapaba presurosa de su
corazn.
El potro no est en la cuadra... Dnde est? No lo s. Y Fidor? No lo he visto. En el cuarto resonaron las botas del padre al calzarse.
Sus ojos, inflamados por el sueo, echaban chispas cuando
cruz la cocina hacia el cuarto trasero.
Dnde est la silla?... atron desde el zagun. Mitka se acerc a su madre y, como haca muchos aos,
en los aos de la infancia, se agarr de su mano. El padre en-
tr en la cocina estrujando una correa.
A quin diste las llaves? La madre se puso delante de Mitka.
No lo toques, Ansim Petrvich. Por Cristo te lo pido, no le pegues!... No tienes compasin de tu hijo?
Djame, canalla del diablo!... Djame te digo!... Apart a la madre, tir a Mitka al suelo y lo pate larga-
mente, cruelmente, como quien hace un trabajo. Lo pate has-
ta que de la garganta de Mitka cesaron de salir sus gritos y
sus sordos gemidos.
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III
Cada vez se oa ms distinto el tronar de los caones. Por las
maanas, cuando sacaban la dula al campo, Mitka perma-
neca largo rato sentado a la orilla del camino, al pie del vie-
jo molino de viento. Las rfagas hacan chirriar las aspas y
la chapa que lo cubra; el chirrido de las aspas era fastidioso
y prolongado. Y elevndose sobre todos los pequeos ruidos,
al otro lado de la loma retumbaba: bu-u-m!
El trueno se extenda y tardaba largo rato en extinguirse
sobre la stanitsa y en las barrancas teidas de azul del ama-
necer. A travs de la stanitsa, todas las maanas se dirigan
hacia el Don largos convoyes con proyectiles de can, cartu-
chos y alambre espinoso. De vuelta traan cosacos heridos y
piojosos que dejaban en plena plaza, frente a la direccin de
la stanitsa. Las gallinas, curiosas, escarbaban diligentes en
las puntas de cigarrillos, en las vendas teidas de rojo, en los
algodones con pegotes de sangre coagulada, y prestaban odo
atento a los gemidos, al llanto y a las sordas imprecaciones
de los heridos.
Mitka trataba de no ponerse a la vista de su padre.
Despus del desayuno se iba con la caa de pescar al Don,
y sentado en la orilla vea pasar por el puente la caballera en
largas filas, los carros con las ametralladoras y la infantera
envuelta en una nube de polvo. A casa volva a la cada de la
tarde.
Un da, a esa hora, llevaban a la stanitsa un nutrido gru-
po de rojos prisioneros. Marchaban apretados, abatidos, des-
calzos, con los capotes desgarrados. Las mujeres salan a la
calle y les escupan en las caras grises por el polvo, los cu-
bran de obscenos denuestos entre las risotadas de los cosa-
cos y de los hombres de la escolta. Mitka los sigui, tragando
el polvo acre que levantaban los pies de los prisioneros; su co-
razn, oprimido, lata agitado... l miraba cada par de ojos en-
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marcados en crculos violceos, recorra las caras imberbes y
esperaba que en una de ellas iba a reconocer a su hermano
Fidor.
En la plaza, cerca del granero donde antes se guardaba el
trigo de la comunidad, los prisioneros hicieron alto. Mitka
vio que del portal de la direccin sala su padre, jugando con
la mano izquierda con la corrella del sable. Grit:
Fuera gorros!... Despacio, sin prisa, los guardias rojos se quitaron los go-
rros, con las hirsutas cabezas bajas y cambiando alguna fra-
se de tarde en tarde. De nuevo la voz conocida y amenazado-
ra:
A formar!... De prisa, canalla roja! Los pies descalzos de los prisioneros levantan un rumor
sordo al moverse. La fila gris de caras extenuadas se extien-
de hasta el portal de la direccin.
Numerarse! Voces enronquecidas. El giro automtico de las cabezas.
Mitka nota que en la garganta se le hace un nudo, siente com-
pasin hacia esos hombres, al parecer extraos, una compa-
sin que le produce vivo dolor, que le sofoca, y por primera
vez en toda su vida experimenta un odio corrosivo a su pa-
dre, a su sonrisa de hombre satisfecho de s mismo, hacia su
barba de dura pelambrera rojiza.
Al granero, de frente march! Se acercaron de uno en uno al gaznate negro y abierto
de la puerta. El ltimo, un mozo de escasa talla, se tamba-
lea, y el padre de Mitka le da un golpe en la cabeza con la vai-
na del sable; el mozo corre cinco pasos, tropezando y tamba-
lendose, y cae pesadamente de bruces en el duro suelo, api-
sonado por tantos pies. En la plaza estalla un coro de risas,
un rumor de voces; las bocas de las mujeres se estrechan en
una risa babosa. Un grito sordo y desgarrado se escapa de la
garganta de Mitka, con sus manos fras se tapa la cara y, tro-
pezando con la gente, corre por la calle.
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33
IV
La madre terminaba de preparar la cena en el horno. Mitka
se acerc de costado y dijo, rehuyendo la mirada de ella:
Madre... haz algo de pan... yo se lo llevara a sos, a los que hay encerrados... a los prisioneros.
Una pelcula hmeda cubri los ojos de la madre.
Llvaselo, hijo, tambin nuestro Fidor puede sufrir en alguna parte... Y los prisioneros tienen madre, es seguro que
las lgrimas mojan sus almohadas por la noche.
Y si padre se entera? No querr Dios! T, Mitka, llvalo cuando se haga de
noche. Se lo das a los cosacos de la guardia y les dices que lo
entreguen a los prisioneros...
El sol, como a propio intento, frenaba su marcha y se arras-
traba lentamente sobre la stanitsa, imperturbable e indife-
rente a la impaciencia de Mitka. Se hizo, por fin, oscuro; se
acerc a la plaza, deslizndose como una lagartija por entre
el alambre de espino hacia la puerta. Su mano apretaba con-
tra el pecho el hatillo con la comida.
Quin va? Alto o disparo! Soy yo... traigo comida para los prisioneros. Quin eres? Da la vuelta antes que te eche de un cu-
latazo! Cmo se te ocurre venir de noche? Te parece poco
trarsela de da?
Espera, Prjorich, es el muchacho del comandante. Eres hijo de Ansim Petrvich? S... Quin te ha mandado? Tu padre? No-o-o... Yo mismo. Dos cosacos se acercaron a Mitka. El de graduacin su-
perior, un hombre barbudo, agarr a Mitka de la oreja.
Quin te ha enseado a traer comida a los prisione-ros? No puedes comprender que son nuestros peores ene-
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migos? Y si se lo digo a tu padre? Te quedara un buen re-
cuerdo.
Djalo, Prjorich! Te da lstima el pan ajeno? Es lo mismo, slo tienes una boca. Coge la comida y se la entrega-
remos.
Y si llega a odos de Ansim Petrvich? A ti puede im-portarte poco, eres solo, pero yo tengo familia. Por cosas como
sta mandan al frente, y adems le dan a uno una mano de
vergajazos...
No llores de esa manera, diablo!... Eh, chico, no te es-capes! Trae aqu eso, yo se lo pasar.
Mitka puso el hatillo en las manos del joven. ste se in-
clin y le dijo al odo:
Estoy de guardia los mircoles y los viernes... Puedes traer ms.
Todos los mircoles y viernes, al hacerse de noche, se
acercaba Mitka a la plaza. Procurando no engancharse en el
alambre de espino, cruzaba las defensas, entregaba su hati-
llo al centinela y volva a casa, arrimado a las cercas y mi-
rando a un lado y a otro.
V
Todos los das, en cuanto la noche empezaba a extenderse
como un tapiz de vivas manchas doradas, sacaban del encie-
rro a un grupo de prisioneros rojos y los conducan a la este-
pa, a las barrancas envueltas en una niebla blanquecina. El
estampido de las descargas y de los disparos sueltos de fusil
vena con el viento hasta la misma stanitsa. Cuando los pri-
sioneros eran ms de veinte, los segua, rechinando las rue-
das, un carricoche en el que iba emplazada una ametrallado-
ra. Los servidores dormitaban en el ancho pescante, el con-
ductor daba chupadas al pitillo y meneaba perezoso las rien-
das; los caballos marchaban de mala gana, cada uno a su pa-
so, y la ametralladora, sin funda, despeda un brillo turbio
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PLVORAS DE ALERTA
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por el agujero de la boca, como si lanzase un bostezo al aca-
bar de despertarse. Media hora ms tarde, en las barrancas,
la ametralladora disparaba unas rfagas secas, el conductor
descargaba su ltigo sobre los caballos, que resoplaban en-
cabritados, los servidores bailaban en el pescante y la troika
se detena de golpe frente a la comandancia, que miraba a la
calle dormida con sus tres ventanas iluminadas.
Un mircoles por la tarde, el padre dijo a Mitka:
Sigues haciendo el vago? Saca a pastar esta misma no-che al bayo, pero cuida mucho de que no entre en la mies. A
la primera que vea, te doy una paliza que te deslomo...
Mitka puso la cabezada al bayo y apenas si tuvo tiempo de
susurrar a su madre:
Lleva la comida t misma... Dsela al centinela. Se fue con otros chicos del pueblo, que tambin sacaban a
pastar a sus caballos en las afueras, ms all de las tierras
comunales. Al da siguiente, antes de la salida del sol, esta-
ba ya de vuelta. Abri el portillo, quit la cabezada al bayo,
le dio una palmada en la tripa hinchada por la hierba y se di-
rigi a la casa. Al entrar en la cocina, en el suelo y en las pa-
redes vio sangre. Una esquina del horno presentaba una man-
cha blanco-rojiza. Del cuarto sala un continuo estertor, co-
mo un mugido... Pas al cuarto y encontr a su madre, que
yaca en el suelo baada en sangre; su cara estaba rojiza y
tumefacta, el pelo le caa sobre los ojos formando unos ca-
rmbanos sanguinolentos. Al ver a Mitka lanz un mugido,
se estremeci, pero sin poder articular ni una sola palabra.
Su lengua, violcea, se mova entre los labios inflamados; sus
ojos parecan rer con una risa salvaje y estpida. De su boca
crispada sala una espuma roscea...
Mi... Mi... Mitka... Y de nuevo la risa sorda y quejumbrosa...
Mitka cay de rodillas, bes las manos de su madre, los ojos
cubiertos de negra sangre. Abraz su cabeza y en los dedos se
le quedaron unas manchas de sangre y unos grumos blancos y
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suaves... En el suelo estaba el revlver del padre con la cula-
ta manchada de rojo...
Sali escapado, sin darse cuenta de lo que haca. Cay
junto a la cerca y el vecino le dijo:
Vete a donde puedas, querido! Tu padre ha sabido que ella llevaba comida a los prisioneros, la ha matado y amena-
za con matarte a ti.
VI
Haca un mes que Mitka se haba contratado de vigilante, pa-
ra guardar la cosecha de los melonares. Una choza en lo alto
del cerro le serva de vivienda. Desde all se vea la cinta blan-
ca lechosa del Don, la stanitsa agazapada en la parte baja y
el cementerio con las manchas pardas de las tumbas. Cuan-
do l pretendi colocarse, muchos cosacos protestaron:
Es el hijo de Ansim! No lo queremos! Su hermano es-t en la Guardia Roja y la perra de su madre llevaba comida
a los prisioneros. Hay que colgarlo de un pino, y no tomarlo
de guarda!
No pide paga alguna, seores ancianos. Dice que cui-dar los huertos gratis. Si le damos un trozo de pan lo reci-
bir, y si no, se aguantar...
No se lo daremos, que reviente!... Pero acabaron por escuchar la voz del atamn. Lo con-
trataron. Cmo no iban a hacerlo? No peda remuneracin
alguna y guardara gratis los melonares de la stanitsa el ve-
rano entero. El beneficio era evidente...
Maduraban y se hinchaban al sol los amarillos melones
y las sandas de manchas y franjas blancas. Mitka iba por
los huertos abatido, con la cabeza baja, espantando los gra-
jos a gritos y con la sonora matraca. Por la maana, al salir
de la choza, se tumbaba sobre los secos hierbajos de las inme-
diaciones y, con los ojos velados por las lgrimas, miraba lar-
gamente hacia el lugar del Don de donde vena el ruido de los
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caonazos.
El camino, plagado de baches, reptaba hacia arriba, a lo
largo de los huertos y las abruptas barrancas de paredes gre-
dosas. Por l transportaban los cosacos el heno durante el ve-
rano, por l llevaban a fusilar a los prisioneros rojos. De no-
che, muy a menudo, Mitka era despertado por los gritos ron-
cos y los disparos que se oan all abajo, tras las arboledas,
tras el denso muro de los sauces. Despus de los disparos oa
el aullido de los perros y por el camino se alejaba el ruido de
pasos, a veces el traqueteo del carricoche de la ametrallado-
ra, y el rumor de conversaciones a media voz.
En cierta ocasin se acerc Mitka al lugar donde en con-
fuso nudo se juntaban las sinuosas barrancas. En el declive
vio sangre seca y en el fondo pedregoso, donde el agua haba
barrido la escasa tierra que cubra una fosa, un pie descalzo
que asomaba; la planta estaba seca y arrugada. El viento de
la estepa, al adentrarse por las barrancas, difunda el olor a
cadver. No volvi por aquellos lugares...
Aquel da el grupo de prisioneros apareci en el camino,
saliendo de la stanitsa, antes que de costumbre: los cosacos
de la escolta a los lados y, en el centro de ellos, los guardias
rojos con los capotes echados sobre los hombros. El sol se su-
merga en la resplandeciente blancura del Don despacio, co-
mo si quisiera contemplar lo que iba a ocurrir a la luz del
da. Nubes negras de grajos se posaban en las copas de los
sauces de las arboledas. Un silencio tenso se extenda por los
huertos. Desde su choza, Mitka acompa con la vista hasta
la revuelta, a los que marchaban por el camino. Sbitamen-
te oy un grito, varios disparos, ms, ms...
Mitka se acerc de un salto a la altura cercana y vio que
unos guardias rojos corran por el camino hacia las barran-
cas; los cosacos, rodilla en tierra, disparaban con prisas; dos
de ellos, blandiendo los sables, corran tras los fugitivos...
Los disparos revolvieron el tranquilo silencio.
Tac-tac, tac-tac... Tac-tac...
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Uno de los que escapaban tropez, cay sobre las manos,
se puso en pie de un salto, de nuevo ech a correr...
Ya, ya... El brillo del sable describi un semicrculo y ca-
y sobre la cabeza... se repitieron los tajos sobre el cado...
Los ojos de Mitka se nublaron, la boca se le llen de fue-
go.
VII
Hacia medianoche, tres jinetes se acercaron a la choza.
Eh, guarda! Sal un momento! Mitka sali.
No viste esta tarde hacia dnde corran tres con ca-pote de soldado?
No, no lo vi. No mientas. Te costara caro! No he visto nada... no s... Ea, aqu no hay nada que hacer. Debemos ir por las ba-
rrancas hasta el bosque de Filnovo. Lo cercaremos y atra-
paremos a esos canallas...
En marcha, Bogachov... Mitka no peg los ojos en toda la noche. Por el Este re-
tumbaba el trueno, nubarrones plomizos y desgarrados cu-
bran el cielo, cegaban los relmpagos. Empez a llover.
Poco antes del amanecer, Mitka oy cerca de la choza un
rumor de pasos y un gemido.
Prest atencin, procurando no moverse. El terror haba
paralizado su cuerpo. Nuevos rumores y un gemido prolon-
gado.
Quin va? Sal, buen hombre, por el amor de Dios... Mitka sali con paso inseguro, las piernas le temblaban.
En la parte de atrs de la choza vio a alguien cado de bruces.
Quin eres? No me denuncies... me mataran... Ayer me escap cuan-
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do me iban a fusilar... los cosacos me buscan... en la pierna...
tengo un balazo...
Mitka quiso decir algo, pero un nudo le atenaz la gar-
ganta. Se puso de rodillas, se arrastr a gatas y abraz las
piernas ceidas por las vendas de infantera.
Fidor... Hermano! Querido... Recogi y llev a la choza una brazada de hojas de pano-
cha a medio secar, coloc a Fidor en un rincn, lo cubri con
hierbajos y girasoles y se fue a hacer su recorrido por los me-
lonares. Hasta medioda estuvo espantando de las franjas ri-
zosas y verdes los grajos que las asediaban, venciendo los de-
seos de acercarse a la choza, contemplar los ojos de su her-
mano, escuchar otra y otra vez el relato de sus desventuras
y sus alegras. Lo haban decidido en firme: en cuanto oscu-
reciese, Fidor se vendara lo ms apretado posible la pierna
herida y por los senderos del bosque, dando un rodeo, iran
hasta el Don; iran al otro lado, a unirse con quienes lucha-
ban contra los cosacos para conquistar la tierra, en defensa
de los pobres. Desde por la maana hasta mediado el da no
cesaron de pasar cosacos que venan por el camino de la sta-
nitsa; un par de veces torcieron hacia la choza para pedirle
agua a Mitka. A la cada de la tarde ste vio que desde lo al-
to del montculo de arena, que reluca como una calva, baja-
ban ocho hombres a caballo; sus monturas, visiblemente fa-
tigadas, marchaban al paso. Mitka se sent delante de la cho-
za y sigui con la vista las siluetas encorvadas de los jinetes.
Sin volver la cabeza, dijo a Fidor:
No te muevas! Uno viene por los huertos hacia la cho-za.
Por debajo de las hierbas reson, sorda, la voz de Fidor:
Y los dems le esperan o se han ido a la stanitsa? Los otros se alejan al trote, han desaparecido detrs
del cerro... Sigue quieto.
Incorporado sobre los estribos, el cuerpo del cosaco se
mueve atrs y adelante, agita la fusta, el caballo est baado
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en sudor.
Mitka, palideciendo, murmur:
Fedor... es nuestro padre... La barba cobriza del padre estaba mojada, su cara curti-
da por el sol era de un rojo violceo. Detuvo el caballo delan-
te de la choza, ech pie a tierra y se acerc a Mitka.
Di, dnde est Fidor? Sus ojos inyectados en sangre se clavaron en el rostro pa-
lidecido de Mitka. Su guerrera azul de cosaco ola intensa-
mente a sudor y a naftalina.
Estuvo esta noche contigo? No. Y esa sangre que hay cerca de la choza? El padre se inclin hacia el suelo. Su cuello, encendido,
formaba gruesos pliegues, oprimido por el uniforme.
Vamos ah. Entraron, el padre delante y Mitka, lvido, detrs de l.
Ten mucho cuidado, vbora... Si ocultas a Fidor te arrancar el alma...
Yo no s nada... Qu hay ah en el rincn? Es donde yo duermo. Veremos. El padre se acerc al rincn, se puso en cuclillas y empe-
z a remover lentamente las crujientes hierbas y las cabezas
de girasol.
Mitka estaba a sus espaldas. La guerrera azul, ceida en
la espalda, pareca dar vueltas lentamente.
Unos instantes despus de la boca del padre sali una ex-
clamacin ronca:
Hola... Qu es esto? El pie descalzo de Fidor haba quedado al descubierto en-
tre los tallos parduscos. El padre se llev la mano derecha al
costado en busca de la funda del revlver. Balancendose,
Mitka dio un brinco, agarr el hacha que colgaba en la pared
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y aspirando fatigosamente una bocanada de aire, sintiendo
que se ahogaba, la descarg con fuerza sobre la nuca del pa-
dre...
* * *
Cubrieron el cuerpo, ya fro, con los hierbajos, y se fue-
ron de all, por las barrancas, por lugares que abundaban en
rboles tronzados por el viento y en espesos espinos, abrin-
dose difcilmente paso. A unas ocho verstas de la stanitsa, en
un lugar donde el Don hace una cerrada curva, apoyndose
en la griscea pendiente, bajaron hasta el agua. Nadaron ha-
cia un islote de arena; el agua, enfriada durante la noche,
los arrastraba rpidamente. Fidor gema y se sujetaba al
hombro de Mitka.
Ya en el islote descansaron largamente, tumbados en la
arena gruesa y hmeda.
Ya es hora, Fidor! No es mucho lo que nos queda. Se metieron en el agua. El Don lami de nuevo sus caras
y sus cuellos. Los brazos, descansados, cortaban vigorosamen-
te las ondas.
Hicieron pie. La espesura del bosque permaneca inm-
vil en la oscuridad. Reanudaron presurosos la marcha...
Clareaba. Muy cerca de ellos retumb un caonazo. En
el Este asomaba el festn rosado del amanecer.
1925
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UN PADRE DE FAMILIA
El sol se oculta a las afueras de la stanista, entre el dbil ver-
dor de las erizadas ramas. Voy de la stanitsa hacia el vado del
Don. Bajo los pies, la arena hmeda huele a podredumbre,
hace recordar el olor de un rbol descompuesto e hinchado
bajo el agua. El camino, como la confusa huella que deja la
liebre, se desliza por los matorrales. El sol, que ha aumenta-
do de volumen y se ha hecho de un color bermejo, se ha es-
condido tras el cementerio, y, siguiendo mis pasos, el ano-
checer azul envuelve las ramas.
La barca est amarrada al embarcadero, el agua violcea
chapotea contra ella; bailando e inclinndose, gimen los re-
mos en los toletes.
El barquero, provisto de un cubo, achica el agua que cu-
bre el fondo como de gamuza. Levantando la cabeza, me mi-
ra con sus ojos oblicuos y amarillentos. Grue con desgana:
Vas a la otra orilla? Ahora mismo salimos, suelta la amarra!
Deberemos remar los dos? Hay que hacerlo. La noche se echa encima y no se sabe
si vendr o no vendr ms gente.
Remangndose los calzones, me mira de nuevo y pre-
gunta:
T no eres de estos lugares... De dnde te trae Dios? Vengo del ejrcito, voy a casa. El barquero se quita la gorra, echa hacia atrs el pelo con
un movimiento de cabeza. Es un pelo parecido a la plata nie-
lada del Cucaso. Me guia un ojo y muestra unos dientes
comidos por las caries.
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Cmo vienes?, con permiso o te has escapado? Desmovilizado. Han licenciado a mi quinta. Ya, as es ms tranquilo... Empuamos los remos. El Don, como jugando, nos arras-
tra hacia un bosquecillo inundado de la orilla opuesta. El agua
roza con sonido seco el rugoso fondo de la barca. Los pies des-
calzos del barquero, surcados por unos tendones azules, se
hinchan en fajos de msculos; las plantas lvidas resbalan al
apoyarse en el travesao. Sus manos son largas y huesudas,
con unos dedos de articulaciones muy abultadas. l es alto,
estrecho de espaldas, su manera de remar es torpe, se encor-
va mucho, pero el remo cae dcilmente sobre la cresta de las
ondas y penetra profundamente en el agua.
Yo escucho su respiracin acompasada; su camiseta de
lana despide un penetrante olor a sudor, a tabaco y al agua del
ro. Suelta el remo y se vuelve hacia m.
Me parece que nos vamos a meter entre los rboles. Es una broma pesada, pero no hay nada que hacer, muchacho.
La corriente es ms fuerte en el centro. La barca da un
brinco, sacude desobediente la parte trasera y tuerce hacia el
bosque. Media hora despus llegamos a los sauces casi hun-
didos en el agua. Los remos se han roto. Uno de los pedazos
se mueve enfadado en el tolete. El agua se filtra, rumorosa,
por una pequea va. Nosotros nos vemos obligados a insta-
larnos en un rbol y pasar all la noche. El barquero rompe
con los pies unas ramas y se acomoda a mi lado. Sin cesar de
dar chupadas a su pipa de barro, habla, a la vez que presta
atencin al batir de las alas de los gansos, que cortan la vis-
cosa oscuridad sobre nuestras cabezas:
Vas a tu casa, a reunirte con la familia... Tu madre, se-guramente, te est esperando: vuelve el hijo, el sostn de la
casa, el que dar calor a su vejez. Pero t es seguro que no
piensas debidamente en que ella, tu madre, pasa los das sus-
pirando, pensando en ti, y de noche se deshace en lgrimas Todos vosotros, los hijos, sois as... Hasta que no tenis hijos
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vuestros y vuestra alma conoce los sufrimientos de los padres.
Y no es poco lo que a cada uno le toca pasar!...
A veces, cuando la mujer abre un pescado, rompe la hiel.
Uno lo come, pero el guiso tiene un sabor amargo que no se
puede sufrir. Pues eso me ocurre a m: vivo, pero a la hora
de comer siempre me toca lo ms amargo. En ocasiones uno
se dice: Cundo va a terminar esta vida? T no eres de aqu, eres forastero. Dime tal y como te dic-
te la razn: en qu dogal he de meter la cabeza?
Tengo una hija, Natashka, que este ao va a cumplir las
diecisiete primaveras. Pues bien, me suele decir:
Me resulta imposible, padre, sentarme a la mesa a co-mer contigo. En cuanto miro tus manos, recuerdo que con ellas
has dado muerte a mis hermanos y siento ganas de vomi-
tar...
La perra no comprende por qu lo hice. Todo fue por ellos
mismos, por los hijos!
Me cas joven. Mi mujer era muy paridora, me trajo ocho
pequeos, y al dar a luz el noveno falleci. Lo tuvo, s, pero
al quinto da la mataron las calenturas... Me qued ms solo
que una chocha en el pantano, aunque de los hijos Dios no se
llev a ninguno por mucho que yo se lo peda... El mayor se
llamaba Ivn... Se pareca a m, era muy moreno y bien pa-
recido... Un cosaco de buena planta y muy trabajador. Otro
de los hijos, cuatro aos ms joven que Ivn, sali a la ma-
dre: bajo, corpulento, de pelo rubio, casi blanco, y ojos casta-
os. Era mi favorito, el que yo quera ms. Se llamaba Dani-
lo... El resto eran chicas y gente menuda. Cas a Ivn con una
moza de nuestro jtor y no tard en tener un hijo. Tambin
tena pensado casar a Danilo, pero vinieron unos tiempos
revueltos. En nuestra stanitsa se produjo un levantamiento
contra el poder sovitico! Al da siguiente se present Ivn
en mi casa.
Padre me dijo, vmonos con los rojos. Por Dios se lo pido! Debemos ponernos de su parte, es un poder que no
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puede ser ms justo.
Danilo insisti en lo mismo. Durante largo rato trataron
de convencerme, pero yo les dije:
No os fuerzo, idos si queris, yo no me mover de aqu. Adems de vosotros tengo a otros siete y cada boca pide un bo-
cado.
Ellos se fueron del lugar y nuestra stanitsa se arm co-
mo pudo. A m me agarraron y me mandaron al frente. Yo
haba dicho ante la asamblea:
Seores ancianos, todos vosotros sabis que yo soy pa-dre de familia. Tengo a mi cargo siete hijos pequeos. Si me
matan, quin se va a hacer cargo de mi familia?
Insist que si esto, que si aquello, pero intilmente... Me
movilizaron, sin hacer caso a mis palabras, y me mandaron
al frente.
La primera lnea pasaba justamente por las afueras de
nuestro jtor. Y en una ocasin, en vsperas de Pascuas, tra-
jeron nueve prisioneros. Entre ellos estaba Danilushka, mi
tesoro querido... Los condujeron a la plaza, al comandante.
Los cosacos salieron a la calle alborotando:
Hay que matar a ese canalla! En cuanto los saquen del interrogatorio, duro con ellos!...
Yo estaba entre ellos y las rodillas me temblaban, pero
trataba de disimular mis sentimientos. Danilushka... Mir
alrededor y vi que los cosacos cuchicheaban y me sealaban
con la cabeza... El sargento Arkashka se me acerc, pregun-
tando:
Di, Mikishara, ayudars a matar a los comunistas? S ayudar a matar a esos criminales, a esos hijos de
perra!...
Toma, pues, esta bayoneta y colcate junto al portal. Me dio la bayoneta y aadi riendo: Te estaremos obser-vando, Mikishara... Mira cmo te portas, o te ir mal.
Me puse junto al portal, pensando: Pursima Virgen, es posible que vaya a matar a mi propio hijo?
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O que dentro del edificio daban una orden. Sacaron a
los prisioneros. El primero de ellos era mi Danilo... Le mir y
se me hel el alma... Su cabeza estaba hinchada, del tamao
de un cubo, como si la hubieran desollado... La sangre se le
haba hecho un pegote. Se la protega con unos guantes muy
gruesos para que no le golpeasen en ella... Los guantes se ha-
ban empapado de sangre y estaban adheridos al pelo... En
el camino hasta el jtor no haban cesado de pegarles... Al pa-
sar por el zagun se tambaleaba. Me mir y alarg las ma-
nos...
Quera sonrer, pero sus ojos estaban cubiertos de carde-
nales, y uno lleno de sangre...
Lo comprend todo: si yo no le golpeaba, me mataran a
m y los pequeos se quedaran hurfanos... Lleg junto a m.
Adis, querido padre! dijo. Las lgrimas le lavaban la sangre de la cara, yo... a du-
ras penas, pude levantar la mano... como si se hubiera hecho
de piedra... En el puo apretaba la bayoneta. Le golpe con
la parte que encaja en el can del fusil. Le pegu algo ms
arriba de la oreja... l lanzo un grito, trat de protegerse la
cara con las manos y cay por los peldaos del portal... Los
cosacos se echaron a rer:
Dale fuerte, Mikishara! Parece que sientes compa-sin de tu Danilka!... Pgale, o te sacaremos la sangre!...
El comandante sali al portal. Aunque cubri a los cosa-
cos de denuestos, en sus ojos se vea la risa... Cuando empe-
zaron a golpearlos con las bayonetas, se me enturbi la vis-
ta. Ech a correr hacia una calleja, al volverme vi que a mi
Danilushka lo arrastraban por el suelo. El sargento le haba
clavado la bayoneta en la garganta y nicamente se oa un
estertor: grrr.
Abajo, bajo la presin del agua, crujan las tablas de la
barca; el agua no cesaba de entrar. El sauce temblaba y re-
chinaba largamente. Mikishara toc con el pie la proa de la
barca, que se haba levantado, y dijo, dejando escapar de la
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pipa un haz de chispas amarillas:
Nuestra barca se hunde, tendremos que permanecer en el sauce hasta maana al medioda. Vaya suerte!...
Permaneci largo rato en silencio y luego, bajando el to-
no, dijo con voz ronca:
Esto me vali el ascenso a cabo primero... Mucha agua ha corrido por el Don desde entonces, pero
hasta hoy da, en ocasiones, de noche me parece escuchar un
estertor de alguien que se ahoga... Es como entonces, cuando
sala corriendo, que o el estertor de Danilushka... Es la con-
ciencia, que me est matando...
Hasta la primavera sostuvimos el frente contra los rojos.
Luego se nos uni el general Sekretiov y echamos a los
rojos a la otra orilla del Don, a la provincia de Sartov. Yo soy
padre de familia, pero no me hicieron concesin alguna, por-
que mis hijos se haban ido con los bolcheviques. Llegamos
hasta la ciudad de Balashov. De Ivn el hijo mayor no tena la menor noticia. No s cmo los cosacos se enteraron
de que se haba ido de los rojos y prestaba servicio en nues-
tra batera nmero treinta y seis. Los paisanos me amenaza-
ban: Si encontramos a Vanka le sacaremos el alma del cuer-po.
Un da ocupamos una aldea. La treinta y seis estaba all...
Encontraron a mi Ivn y, maniatado, lo condujeron a la
sotnia. Los cosacos lo molieron a palos y me dijeron:
Llvalo al puesto de mando del regimiento! El puesto de mando se encontraba a unas doce verstas
de esta aldea. El jefe me dio un papel y me dijo, sin mirarme
a los ojos:
Aqu tienes este papel, Mikishara. Lleva a tu hijo al puesto de mando: contigo ir ms seguro, no tratar de esca-
par de su padre...
El Seor me ilumin en aquel momento. Me di cuenta:
me mandaban a m pensando que yo dejara escapar a mi hi-
jo. Luego lo agarraran y me mataran a m...
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Llegu a la casa en que tenan preso a Ivn y dije a la gen-
te de la guardia:
Entregadme al detenido, debo llevarlo al puesto de man-do.
Tmalo dijeron. No tenemos inconveniente. Ivn se ech el capote sobre los hombros; el gorro lo cogi,
le dio unas vueltas entre las manos y acab por dejarlo en el
banco. Salimos de la aldea. Subimos a la loma vecina, l ca-
llado y yo callado tambin. Volv la vista atrs, quera con-
vencerme de si nos seguan. Llegamos a la mitad del campo,
dejamos atrs una capilla, a nuestras espaldas no se vea a
nadie. Ivn se volvi hacia m y dijo con voz lastimera:
Padre, es lo mismo, en el puesto de mando acabarn conmigo. Es que tienes la conciencia dormida?
No, Vania le dije, no la tengo dormida. Y no te da pena de m? S, me da pena, hijo, mi corazn siente una angustia
mortal...
Pues si es as, djame marchar... Es tan poco lo que he vivido en este mundo!
Se dej caer en medio del camino y me hizo tres profun-
das inclinaciones. Yo le contest:
Cuando lleguemos a los barrancos, hijo, t echa a co-rrer. Yo, para cubrir las apariencias, disparar contra ti un
par de veces...
Figrate que cuando era pequeo nunca se le poda sa-
car una palabra de cario. Pues entonces se arroj sobre m
y empez a besarme las manos... Seguimos un par de vers-
tas, l callado y yo callado tambin. Nos acercamos a los ba-
rrancos, l se detuvo.
Bueno, despidmonos, padre! Si salgo de sta con vi-da, te guardar respeto hasta la muerte, jams oirs de m
una palabra grosera...
Me abraz, mi corazn sangraba.
Vete, hijo! le dije.
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Corri hacia los barrancos, no cesaba de volver la vista
atrs y de decirme adis con la mano.
Dej que se alejara veinte brazas, me ech el fusil a la ca-
ra, y rodilla en tierra para que no temblara la mano, dispar
contra l... por la espalda...
Mikishara estuvo largo rato buscando la bolsa del taba-
co, tard largo rato en hacer fuego con el pedernal. Encendi
la pipa, haciendo chascar los labios. En el hueco de la mano
brillaba la yesca, los msculos se movan en la cara del bar-
quero. Bajo los prpados hinchados los ojos oblicuos miraban
con dureza, sin una sombra de arrepentimiento.
Pues como iba diciendo... Dio un brinco, sigui corrien-do como unas ocho brazas, se llev las manos al vientre y se
volvi hacia m:
Por qu lo has hecho, padre? y cay, contrayendo las piernas.
Me acerqu, me inclin sobre l: tena los ojos en blanco
y una espuma de sangre le cubra los labios. Pens que esta-
ba en las ltimas, pero l se incorpor y dijo, agarrndome la
mano:
Padre, tengo mujer y un hijo La cabeza se le dobl a un lado, de nuevo cay redondo.
Con los dedos se comprima la herida, pero era imposible ha-
cer nada... La sangre no cesaba de salir entre los dedos... De-
j escapar un gemido, se tumb de espaldas, me mir muy se-
rio, la lengua no le obedeca... Quera decir algo, pero no ce-
saba de repetir: Padre... pa... pa... dre... Las lgrimas me vi-nieron a los ojos y empec a hablar:
Acepta por m, Vaniushka, la corona del martirio. T tienes mujer y un hijo, yo tengo siete pequeos. Si te hubiera
dejado escapar, los cosacos me habran dado muerte, y los
nios habran tenido que ir por el mundo a pedir limosna...
Despus de un rato expir sin soltar mi mano, que apre-
taba entre las suyas... Le quit el capote y las botas, le tap la
cara con un pauelo y me volv a la aldea...
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Y ahora jzganos, buen hombre! He sufrido tanto a cau-
sa de los pequeos, que el pelo se me ha vuelto blanco. Para
darles un trozo de pan no conozco la tranquilidad ni de da
ni de noche, y de ellos... Natashka, mi hija, por ejemplo, dice:
Me resulta imposible, padre, sentarme a la mesa a comer con-tigo.
Cmo soportar todo eso ahora?
Con la cabeza colgando, el barquero Mikishara me mira
con una mirada pesada y fija; a sus espaldas, un turbio ama-
necer comienza. En la orilla derecha, en la negra masa de la-
mos rizados, el parpar de los patos se confunde con el grito
ronco y sooliento:
Mi-ki-sha-ra! Dia-blo! Trae la bar-ca!
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EL SENDERO TORCIDO
Pareca ayer cuando Niurka era an una mozuela torpe y zan-
quilarga. Andaba sin gracia, pisaba con los pies torcidos y mo-
va mucho los largos brazos. Al encontrarse con un extrao
se haca a un lado y miraba bajo el pauelo con unos ojos tur-
bados y como salvajes. Pues bien, ahora se haba cruzado en
el camino de Vaska una moza de amplios senos y esbelta, al
andar miraba de frente y con una leve sonrisa en los labios.
Vaska sinti como si una brisa templada de primavera le die-
se en la cara.
Por un instante arrug los prpados, luego se volvi, la
sigui con la mirada hasta la curva y puso el caballo al trote.
Ya en el abrevadero, mientras quitaba la brida a su montu-
ra, sonri, recordando el encuentro. Ante sus ojos, sin poder
explicarse la razn, tena los brazos de Niurka rodeando seguros y suaves el pintarrajeado balancn, y los cubos ver-des que se balanceaban al comps del paso. A partir de en-
tonces trat de verla todo lo posible. Al ro iba, de propio in-
tento, por la ltima calle, donde estaba la casa del padre de
Niurka, y cuando la vea tras la cerca o en el hueco de la ven-
tana, un clido sentimiento de alegra inundaba su pecho;
tiraba de la brida y trataba de frenar el paso del caballo.
El viernes de la semana siguiente, montado, se acerc a
los prados a ver cmo se encontraba el heno. Despus de la llu-
via, de l sala un ligero vapor y ola dulcemente a fermento.
Junto a los almiares de los Avdiev vio a Niurka. Caminaba
recogindose la falda y jugueteando con una rama. Se acerc
a ella.
Hola, preciosa!
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Hola, si no vienes en son de broma. Y sonri. Vaska salt del caballo y tir la brida.
Qu buscas, Niurka? Nuestro te
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