Nunca se sabe
(c) Mar Echenique
(c) Edición Digital LITyART 2017
Imagen de portada: Detalle de una obra de la pintora polaca Tamara de Lempicka.
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LA BASE
Fue providencial que a mediados de mi octavo bienio,
Smoon, la chica nueva, se incorporara a nuestra cápsula de
producción. Andábamos necesitados de compañerismo,
porque las cosas habían tomado rumbos hostiles en los úl-
timos tiempos, y, para qué engañarnos, ya no nos aguantá-
bamos los unos a los otros. Por eso, cada mañana, ver la
sonrisa de Smoon nos reconfortaba y en cierto modo nos
reconciliaba con nuestra misión. Saber que había una per-
sona dispuesta siempre a colaborar, que todavía gozaba de
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la ingenuidad suficiente para creer en la importancia de la
dedicación y el compromiso con la tarea bien hecha, nos
hacía sentirnos a todos un poco mejores. Apenas sin dar-
nos cuenta, empezamos a olvidar nuestras rencillas y a in-
tentar superarnos en nuestro trabajo, porque en el fondo,
casi sin saberlo, todos empezamos a buscar la aprobación
de Smoon. Queríamos que ella se identificara con nosotros
o, quizá, lo que de verdad ansiábamos era reconocernos en
ella, volver a sentir el ímpetu de los viejos tiempos, cuan-
do nos iniciamos en este rutinario oficio, tan lejano de la
vida cotidiana que nunca habíamos vivido y que, sin em-
bargo, añorábamos.
Smoon era una persona delicada, la más joven de no-
sotros y la de apariencia más frágil. Había nacido con una
malformación en la cadera que las múltiples operaciones
de implantación de prótesis no habían conseguido corregir.
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Al caminar se veía obligada a arrastrar la pierna izquierda
ayudándose de un bonito bastón con empuñadura de plata.
La prótesis le producía molestias que ella intentaba disi-
mular con su perenne sonrisa y su afán por ayudar a los
demás. Quizá fuese eso, su capacidad de entrega, lo que la
llevaba a olvidarse de sus problemas, a no sentir lástima
de sí misma y a soportar con valentía el dolor lacerante
que a veces se le dibujaba en el gesto: una pequeña con-
tracción de los ojos, una simple mueca que desaparecía ca-
si en el mismo instante de haberse producido y ¡zas!... ya
estaba de nuevo su sonrisa. Era apenas perceptible, pero
en ese momento, si la mirabas fijamente, comprendías lo
mucho que sufría.
Pero a mí, lo que más me admiraba era su paciencia
con aquellos a los que todos rehuíamos, esos que llevaban
ya más de quince o veinte bienios en la misión y se habían
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instalado en la queja permanente, en los reproches conti-
nuos. No entendía cómo aquella chica frágil y generosa,
trabajadora incansable, sincera y optimista, podía soportar
las retahílas de amargura con las que Alexio y su pequeño
grupo de incondicionales le obsequiaban cada poco tiem-
po. Se daba el caso además de que los que más se queja-
ban, los que más incrédulos se mostraban con nuestra mi-
sión, eran quienes con mayor ahínco se deshacían en ama-
bilidades cuando los supervisores internos visitaban la ba-
se. Yo no podía aguantar tanta hipocresía, pero Smoon, sí.
Ella hablaba con todos, con los rezongones, con los pesa-
dos, con los críticos, con los resabiados, con los ariscos y
con los cretinos, y para todos tenía una palabra amable, un
gesto de apoyo y, siempre, su maravillosa sonrisa.
Yo al principio me mantuve a una distancia pruden-
cial. No gozaba de buenas relaciones con ninguno de mis
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compañeros, pero tampoco me gustaba sermonearlos o in-
disponerme claramente. Mi instinto me decía que era me-
jor la soledad, apartarme de las zonas comunes siempre
que fuera posible. Y así, en cuanto se interrumpía la jorna-
da, en lugar de ir al comedor, me dirigía al bosque sideral.
Allí, sentada sobre la plataforma de simulación, daba
cuenta de los monótonos y escasos víveres que los demás
comían juntos, lamentándose a coro del sabor plástico y
enlatado de los alimentos, que hacía imposible distinguir
una ensalada de brócoli de una tartaleta de fresas. Pero
peor que la comida era escucharles a ellos: las mismas le-
tanías durante bienios, las mismas bromas que de tan gas-
tadas se quedaban a medias, ¿hay alguien capaz de reírse
de que Alexio, una vez más, y con esta van ya setecientas
treinta y dos, levante las delgadas láminas de embutido pa-
ra demostrar que puede verse a través de ellas?
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En el bosque yo me encontraba a gusto, sola con mis
pensamientos. Ese momento de sosiego me daba fuerzas
para continuar la jornada, para sentirme diferente. Necesi-
taba pensar que yo no formaba parte de esa masa homogé-
nea de trabajadores de la base, que vestíamos casi igual,
comíamos lo mismo, hacíamos trabajos idénticos y con-
templábamos un único paisaje.
Un día ella me siguió hasta mi rincón en el bosque.
Reconozco que me disgustó verla pues temí que buscara
algún tipo de intimidad, que imaginara que mi aislamiento
se debía a problemas o roces con los demás y quisiera
brindarme su apoyo.
–Qué bien se está aquí, Silvana, ¿te importa que me
quede a comer contigo?
–No, claro, siéntate.
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–Hay veces que una necesita salir y respirar, en el
comedor hay un ruido ensordecedor –dijo, mientras me di-
rigía una de sus características sonrisas.
–Sí, la verdad es que a mí me agobia mucho y suelo
venir siempre aquí –respondí–. Menos cuando llueve, cla-
ro.
–Es una idea estupenda, parece que hasta la fruta me-
jora aquí. Mira qué sabrosa está la sandía...
Y era cierto, la sonrisa de Smoon dejaba escapar un
poco de jugo rosa y brillante que se deslizaba con suavi-
dad hacia su barbilla. De pronto empecé a sentirme bien,
como si fuésemos dos amigas disfrutando de una de esas
meriendas campestres que se veían en las viejas películas
del siglo XX.
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A partir de ese día, Smoon empezó a comer en el
bosque conmigo una o dos veces por semana. Yo notaba
que a ella le gustaba y que hubiera preferido hacerlo con
mayor asiduidad. Pero era lógico que no viniera más a
menudo, porque todos en la base disfrutaban con su pre-
sencia y ella era bondadosa y no privaba a nadie de su
compañía.
Con todo, lo mejor de Smoon no era para mí su gene-
rosidad y su permanente alegría, cualidades ambas que yo
admiraba, sino su discreción. Jamás me preguntaba abier-
tamente por algo, sino que, entre ambas, se fue creando
una corriente de camaradería donde las opiniones fluían de
una a otra. Poco a poco me vi esperando, cada vez con
mayor ilusión, los días de la semana en que las dos co-
míamos juntas, y empecé a darme cuenta de que nuestra
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relación debía de formar parte de aquello que en el mundo
antiguo se conocía como amistad.
Fue entonces cuando noté también cómo aquel pe-
queño gesto de sufrimiento, casi imperceptible para todos,
duraba unos segundos más cuando estábamos solas. Claro,
conmigo no tenía que disimular, yo era su amiga y si la
prótesis oprimía de golpe algún nervio, yo podía ser cóm-
plice de su dolor, de la misma manera que ella acompaña-
ba a todos los demás en sus problemas reales o, en la ma-
yoría de los casos, imaginarios. Por detalles como este, yo
me daba cuenta de que a mí me consideraba alguien espe-
cial, que conmigo se sentía realmente cómoda, que nuestra
relación era de verdadera amistad y no movida por su
enorme capacidad para cooperar y comprender a los de-
más. Conmigo podía relajarse, porque yo en ningún mo-
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mento demandé su ayuda ni la presioné con mis quejas
como hacían la mayoría de los compañeros de la base.
Hablábamos de cualquier cosa y el tiempo pasaba de-
prisa, gozoso. Un día le pregunté por la música:
–Smoon, ¿conoces la vieja escala musical?
Era la víspera del equinoccio de Júpiter y en nuestro
sitio favorito del bosque soplaba una brisa de mediodía
que hacía que nos sintiéramos a gusto, tumbadas las dos
sobre la cálida plataforma y rodeadas de una vegetación
incipiente.
Antes de responder, me dedicó una sonrisa muy espe-
cial. Sentí que hacía tiempo que ella deseaba que le hiciera
esa pregunta y, aunque estábamos completamente solas,
descendió el tono alegre de su voz:
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–¿Cuál? ¿la de las siete notas?. Do re mi... La aprendí
de pequeña. Mi madre me enseñó. Soy de Llancia.
–¿De Llancia? Entonces, ¿conociste a tu madre y el
tiempo antiguo?
–Sí –susurró ella-. Por eso es por lo que tengo el pro-
blema en la cadera, porque nací de parto natural.
–¡Oh!. Vaya, es increíble. Nunca había vuelto a co-
nocer a nadie de Llancia desde que Marcos se marchó de
la base. Él fue quien me enseñó la vieja escala musical y
algunas melodías que incluso llevaban letras incorporadas.
–Claro, las viejas canciones —dijo Smoon con año-
ranza—. Mi madre sabía muchas. Pero, un momento —
añadió con una sonrisa de complicidad— ¿quién es ese tal
Marcos?
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–Un compañero. Era alguien estupendo. El mejor
compañero que he tenido. Hace dos bienios le destinaron a
Oriol... Es raro, todavía no he tenido noticias suyas y ya
hace tiempo que debería haber contactado conmigo. Pro-
metió avisarme en cuanto se despertara.
–No te preocupes. A lo mejor continúa durmiendo
plácidamente en su cápsula atemporal.
Cogió mi mano entre las suyas y añadió:
–Créeme. Estoy segura de que muy pronto recibirás
un mensaje. Quizá mañana mismo tengas noticias su-
yas...Por favor, Silvana, volvamos a hablar de música. La
echo tanto de menos ¿No tendrás alguna partitura?
Dudé unos instantes al recordar las advertencias de
Marcos: nunca debíamos desvelar nuestro secreto. Corrían
tiempos extraños y cualquier cosa podía ser mal interpre-
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tada. Sólo podíamos confiar el uno en el otro. Pero, claro,
eso era porque Marcos no había llegado a conocer a
Smoon. Además, ella también era de Llancia y...
–Sí –respondí–, Marcos me dejó tres partituras antes
de marcharse, y también un instrumento para hacer músi-
ca. Se llama flauta y la hizo él mismo con un palo de haya
que encontró en el bosque. Lo enterré todo al lado de la
nave en ruinas y no he vuelto jamás. No sé si todavía me
acordaré de las notas.
–Seguro que sí, esas cosas no se olvidan, ¿Quieres
que lo busquemos e intentemos tocar alguna melodía?
–Me encantaría. Si quieres, el próximo día que co-
mamos juntas vamos a desenterrarlo. Hoy ya no tenemos
tiempo.
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–Es una idea estupenda. Entonces lo haremos mañana
sin falta. No creo que pueda esperar un día más.
Aquella noche me acosté nerviosa. No es que antes
de la llegada de Smoon me sintiera mal. Estaba cómoda
con mi soledad. Pero ahora disfrutaba de verdad. Tenía
una amiga. Compartíamos secretos y mañana mismo íba-
mos a poder sentarnos a tocar juntas las viejas partituras
de Marcos. Seguro que él lo aprobaría. Qué distinta sona-
ba aquella música a los ritmos de la base. Era algo com-
pletamente diferente a lo que se utilizaba ahora: ritmo de
trabajo, ritmo de entretenimiento, ritmo de relajación.
Unas resonancias que, como la comida, parecían enlatadas
y monótonas. Las melodías que Marcos me enseñaba te-
nían un sonido limpio, puro, que te transportaba a otro lu-
gar, y las canciones estaban formadas por palabras muy
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bellas que componían rimas para expresar viejos senti-
mientos como el amor o la libertad.
Cuando desperté, me noté descansada y liviana. Du-
rante el desayuno tuve ganas de sonreír a todos mis com-
pañeros. Me sentía feliz. Nada más llegar a mi puesto, vi
que la luz roja de alarma se encendía intermitentemente:
me llamaban de supervisión. No me preocupé en absoluto.
Sabía que, como siempre, había hecho bien mi trabajo.
Seguramente querrían felicitarme o promocionarme a en-
cargada de misión. Era un día perfecto. Quizás hasta era
posible que Smoon hubiese acertado al pensar que hoy
mismo recibiría alguna noticia de Marcos.
Al llegar al final del pasillo, las puertas se deslizaron
para dejarme pasar. Reunidos en la mesa octogonal, los
doce mandos supremos rodeaban al gran supervisor. En el
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asiento contiguo se encontraba mi amiga, llevaba puestos
los galones de controladora de recursos humanos y, por
primera vez desde que yo la conocía, no sonreía. Se levan-
tó y se dirigió hacia mí atléticamente, sin cojera alguna,
sin necesidad de apoyarse en su bonito bastón con empu-
ñadura de plata. Su voz sonó dura, metálica, una voz que
nada tenía que ver con el tono alegre que todos conocía-
mos:
–Silvana, querida, agradecemos el esfuerzo y la dedi-
cación que has prestado a esta base durante ocho bienios.
Pero habiendo podido conocer lo inadecuado de tus gustos
y aficiones, consideramos que lo más conveniente para
nuestra misión es prescindir de tus servicios.
Hizo un leve gesto con la mano y una bandeja rotato-
ria depositó a mi lado los tres libros de partituras y la flau-
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ta de madera de haya que Marcos me había regalado antes
de marchar a Oriol.
Smoon se giró hacia el gran supervisor, señaló con
desprecio la bandeja y siguió hablando:
–No creo que sirva de nada enviarle a otra base o a
una celda de castigo, porque he comprobado que está ab-
solutamente contaminada por el romanticismo del mundo
antiguo y es peligrosa para nuestra misión. Mi recomenda-
ción es que sea eliminada por el sistema de transformación
en residuos cósmicos.
–Teniente Smoon, ha sido un placer tenerla entre no-
sotros —respondió de inmediato el gran supervisor—. Sus
técnicas de control son cada vez más sofisticadas. En este
breve periodo ha conseguido usted detectar dieciocho su-
jetos subversivos y peligrosos que serán eliminados de
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inmediato. Informaremos, como siempre, de que han sido
destinados a la nueva base de Oriol. Le estamos muy
agradecidos.
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CAFÉ SOLO, BIEN CARGADO Y CON DOS DE
AZÚCAR
–¿Qué harán ahí metidos? –preguntó ella–. ¿Esperar a
que escampe?
–Nosotros, desde luego, no vamos a esperar –
respondió el chico con una sonrisa, mientras agarraba su
impermeable y salía del coche.
Ella le siguió con su gran paraguas rojo. El AX quedó
incrustado en el pequeño espacio que un anticuado Merce-
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des color beige, ocupado por un hombre y dos mujeres,
dejaba disponible en la abrupta playa. Aunque el ambiente
estaba cargado de humedad, el cielo sólo mostraba un pe-
queño cúmulo de nubes pasajeras. Pronto volvería a salir
el sol y podrían disfrutar de sus bocatas en ese lugar per-
dido de la costa cantábrica, que por la mañana habían ele-
gido en el mapa.
Ana y Mario trabajaban juntos en una agencia de pu-
blicidad. Se habían conocido hacía seis meses, cuando tu-
vieron que preparar juntos la campaña de los yogures. El
encargo lo había recibido la agencia con más prisa de la
habitual. Se trataba, por tanto, de una auténtica locura. A
pesar de ello, los jefes aceptaron y pusieron a Mario y Ana
al frente. Apenas se habían cruzado un par de veces en los
pasillos. Pero pronto se vieron abocados a estar juntos día
y noche durante cuatro tensas jornadas. El resultado fue la
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presentación de un proyecto que entusiasmó a los dueños
de los yogures. Para entonces Ana y Mario, ya se habían
enamorado.
La situación, sin embargo, no era fácil para ninguno
de los dos. Hacía sólo dos meses que ella vivía con Pedro,
su novio. Por fin habían conseguido, con el aval de sus
padres, ser titulares de una estupenda hipoteca que dentro
de cuarenta años les daría la propiedad absoluta de un pre-
cioso ático de cuarenta metros cuadrados. Un año de traba-
jo y letras por cada metro de la exigua vivienda. Estaban
satisfechos. No disponer de casa propia había sido su pe-
sadilla durante los últimos años. La hipoteca se llevaba
más del cincuenta por ciento de sus sueldos de mileuristas,
pero no les importaba. Se apañarían y, con el tiempo, se
supone que irían mejorando.
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Por su parte, Mario y Elena que llevaban cuatro años
viviendo en un piso alquilado, iban a ser padres. El emba-
razo, conseguido gracias a las técnicas de reproducción
asistida, les había costado muchos esfuerzos y demasiado
tiempo. También dinero. Pero ambos estaban convencidos
de que querían tener un hijo. Se sentían satisfechos: por
fin lo habían conseguido.
Llegó la campaña de los yogures y a Ana y a Mario la
vida les dio la vuelta. El proyecto fue un éxito y no cabía
duda de que ellos estaban hechos el uno para el otro.
Coincidían en todo, hasta en la forma de tomar el café: so-
lo, bien cargado y con dos de azúcar. Ana nunca había co-
nocido a nadie tan ambicioso y astuto como ella misma. Y
Mario jamás había imaginado que pudiese existir alguien
que compartiera, no sólo su peculiar sentido del humor,
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sino también su manera práctica y expeditiva de afrontar
la vida. Lo tuvieron claro: juntos triunfarían.
–Estupendo, ya sale el sol –exclamó Ana–. Comere-
mos en esas rocas.
Tras media hora de marcha por un sendero sinuoso
que tan pronto les acercaba como les alejaba de la costa,
habían alcanzado por fin una explanada desde la que se
divisaba toda la bahía.
–¿Y los bocatas? –preguntó Mario–.Yo no los llevo,
¿y tú?
–Pues habrá que volver a por ellos –rió Ana–. Con la
que estaba cayendo, se nos ha olvidado cogerlos.
–Todavía está ahí el Mercedes –observó Mario al
darse la vuelta.
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–Mira, también hay un barco acercándose a la playa –
señaló Ana–. Nosotros que creíamos que estábamos casi
en el fin del mundo.
......................
Entre la mediana marejada, Brais, un muchacho re-
suelto y de sonrisa fácil, maneja con destreza el timón de
la lancha motora. En el interior de la cabina viajan dos
hombres, más bien jóvenes, de pelo liso y engominado;
ambos con gafas oscuras y americanas a rayas. Ninguno
lleva corbata. Ninguno sonríe. El más bajo muestra un
semblante blanco, al borde del mareo. El más alto se man-
tiene erguido, con la mirada desafiante sobre el oleaje. Su
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mano derecha no deja de palpar una y otra vez el bulto que
esconde bajo su chaqueta:
–Te juro que me los cargo, no me vale ninguna excu-
sa más –dice a su compañero, que asiente a duras penas-.
O traen toda la pasta o los liquido. Bastante nos hemos
arriesgado ya nosotros. ¿O no es así, Tomás?
–Claro, hermano, así es.
Mientras responde, el rostro de Tomás parece desarti-
cularse al reprimir en la garganta una terrible arcada. An-
tes de vaciar su estómago por encima de la borda, consi-
gue el tiempo necesario para balbucear su preocupación:
–¿Por qué habrá dos coches?
El hermano de Tomás vuelve a palparse el bulto bajo
el traje. Su rostro no se inmuta.
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–A lo mejor quieren tendernos una trampa. ¡Serán hi-
jos de puta! Yo me los cargo. ¡Me los cargo a todos!
Mientras tanto, el joven Brais, ajeno a la conversa-
ción de sus dos pasajeros, comienza las maniobras de
acercamiento a la playa. Parece llevar toda la vida a bordo
y, desde luego, las olas no tienen secretos para él. Sabe
bien cómo escorarlas. La lancha aparenta hundirse por es-
tribor y un instante después ya está a flote encaramada a
una cresta de espuma y, a continuación, vuelve a ladearse,
esta vez hacia babor. Desde que cumplió los dieciséis años
su vida se reduce al mar y a esa motora que heredó de su
padre. Transporta pasajeros y mercancías huyendo siem-
pre de la vigilancia de los guardacostas y de la curiosidad
de los escasos turistas que de vez en cuando se dejan caer
por allí. Hace bien su trabajo. Navega seguro, rotundo y
suave. Y lo más importante: apenas habla, jamás pregunta,
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ni siquiera parece escuchar. Le basta con cobrar. Se saca
una buena tajada con cada entrega y sueña. Sueña con de-
jar un día esa costa abrupta e inhóspita e instalarse tierra
adentro, entre colinas redondeadas y amables; olvidarse
para siempre de ese mar traicionero que al final, invaria-
blemente, termina por cobrar todo aquello que te ofrece; y
construirse una hermosa casa de amplias estancias y larga
galería sobre un soleado jardín orientado al sur, de espal-
das al mar.
Brais da por concluida la maniobra y los dos hombres
descienden a la playa. El rostro de Tomás, pálido y desen-
cajado. El de Nicolás, su hermano, fiero y decidido. Es él
quien habla:
–No nos esperes, chaval, cogeremos el coche que te-
nemos escondido junto a la casa del noruego.
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El hombre del Mercedes ha salido a recibir a los dos
hermanos. Su semblante, más blanco que el de Tomás; su
barbilla, bajo los efectos de un temblor que no es capaz de
controlar. Nicolás se lleva la mano al bulto que esconde
bajo el bolsillo de la americana. El hombre, que hace ya
años que dejó de ser joven, empieza a murmurar la prime-
ra excusa. Nicolás desenfunda el arma y apunta. El hom-
bre levanta las manos en actitud suplicante. No tiene tiem-
po de iniciar una segunda disculpa. Nicolás está harto de
patrañas. Un trato es un trato. Dispara. El cuerpo del hom-
bre cae sobre la arena sin apenas emitir sonido alguno.
Tomás, el hermano, mira con incredulidad:
–Pero, ¿qué has hecho, hombre? –y de pronto parece
darse cuenta de lo que va a suceder–. No, a ellas no. Ya
basta. Es suficiente, hermano.
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Nicolás no escucha, aligera el paso y se dirige, pistola
en mano, hacia los dos vehículos aparcados. Las mujeres
permanecen en el interior del Mercedes. Nicolás pega un
tiro a la cerradura, que vuela por los aires.
–Lo siento mucho, pero no hay más plazos. Habéis
agotado nuestra paciencia y ya hemos arriesgado demasia-
do. ¿Qué hace aquí ese otro coche? ¿De quién es?
Su arma apunta directamente a la cabeza de una de
ellas. Es la otra quien responde:
–Te juro que vamos a pagar. No nos hagas nada, por
favor. Te juro que mañana mismo pagamos. Todo ha sido
culpa de Toño, era él quien quería engañaros. Por nosotras
no debéis preocuparos. Pagaremos y somos de las que sa-
bemos tener la boca cerrada.
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–¿De quién es el coche? –insiste Nicolás y su voz
suena como un terrible rugido.
Su mirada es implacable. Tampoco va a haber un
nuevo plazo para ellas.
–Son sólo unos turistas, salieron a pasear por el acan-
tilado y...
Suena un disparo, después otro. La cara de la primera
mujer se cubre de sangre, mientras la segunda emite un
largo quejido, al tiempo que intenta taponar, poniendo sus
manos sobre el estómago, el principio de una gran hemo-
rragia.
Tomás tira del brazo de su hermano.
–Vámonos, Nicolás. Corre. Vamos, venga. Nadie nos
ha visto.
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Los dos hombres se alejan deprisa hacia la casa del
noruego, única edificación visible en muchos kilómetros a
la redonda.
.......................
–¿Has oído eso? –preguntó Mario–. Parecen disparos.
–Habrá alguien cazando –respondió Ana, encogién-
dose de hombros–. Lo que nos faltaba, pues sí que hemos
elegido bien nuestro lugar solitario.
–Creo que, en cuanto giremos ese recodo –dijo Ma-
rio–, estaremos ya en la playa.
Al dar la vuelta al último tramo del camino vieron los
dos coches. Cuando se acercaron, contemplaron también
el cuerpo sin vida del hombre de mediana edad tirado so-
bre la playa y pudieron escuchar con claridad la voz de
una de las mujeres que, desde el Mercedes, solicitaba au-
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xilio, mientras intentaba sujetarse el vientre con las manos
rojas de sangre.
Ana y Mario montaron deprisa en su AX. No la soco-
rrerían. No avisarían a nadie. No pedirían ayuda. Desapa-
recerían para siempre de aquella playa siniestra. Tampoco
llamarían a la policía.
Mario miró de reojo a Ana.
–Bastantes preguntas tuvimos que responder…
Ana asintió con la cabeza recordando que, cuando
Pedro, su novio, y Elena, la mujer de Mario, aparecieron
muertos, casi fueron descubiertos en el interrogatorio.
Pararán en la primera fonda que encuentren. Se re-
pondrán tomando un café: solo, bien cargado y con dos de
azúcar. Volverán a mirarse. A partir de ese momento, su
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única obligación consistirá en ser felices. Al fin y al cabo,
¿no era cierto que estaban hechos el uno para el otro?
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FRAGMENTOS
Me he levantado temprano y me he afeitado con dili-
gencia antes de entrar en la ducha. Voy tan pulcro, que ca-
si no podrías reconocerme. Te encantaría.
Aún es pronto, por eso decido no coger el metro.
Tengo tiempo de sobra para ir a verte dando un paseo.
Como es domingo, la ciudad está prácticamente vacía y en
la plaza sólo me cruzo con la anciana del 6, que bosteza,
mientras tira de la correa de sus dos caniches. El quiosco
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de prensa está ya abierto, aunque los paquetes de periódi-
cos esperan todavía a ser desembalados. A estas horas ha-
ce un poco de frío, pero el cielo está azul. Seguro que al
mediodía el sol va a calentar y podré sentarme en la terra-
za del bar a tomar un vermú.
A ti, al principio, te gustaba mucho que tomásemos el
aperitivo los domingos, luego no. Te quejabas de que yo
no sabía parar, de que después de un vermú venía otro y
no había manera de volver a casa, comer la paella y pasar
la tarde tranquilos.
He llegado demasiado pronto. Falta todavía más de
media hora para la visita. Desde mi asiento veo el reloj de
pared y me entretengo con el movimiento circular de las
agujas: un minuto, otro.
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Poco a poco, los familiares de los demás pacientes se
han ido congregando a mí alrededor y el vestíbulo se ha
llenado de gente que espera la llamada del enfermero. Ha
pasado un mes y no he fallado un solo día. Los demás
nombres de la lista han ido cambiando. Sólo el tuyo conti-
núa. Me he acostumbrado a la rutina del hospital. Conozco
a los médicos y a los enfermeros de la UCI, y ellos se han
encariñado conmigo.
Me gusta verte, aunque tú no puedas hablarme, aun-
que no abras los ojos, aunque no te muevas. Llevas treinta
días dormida, rodeada de máquinas y con un tubo en la
boca que mantiene tu respiración constante. Nuestro hijo
viene cuando puede: ya sabes, tiene mucho trabajo; así que
sólo me tienes a mí. Pero no te preocupes, yo estoy dis-
puesto a cuidarte, quiero hacerlo, amor mío.
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Habías hecho la maleta, ¿te acuerdas? He vuelto a co-
locarlo todo en su sitio. Si te despiertas, no podrás andar,
porque en la caída recibiste un golpe que te seccionó parte
de la médula. Ya no irás a ninguna parte. Estarás muy bien
en casa, te sentaré junto a la ventana y podrás ver la calle.
Viviremos tranquilos, como a ti te gusta.
Nadie sabe lo que pasó, quizá ni siquiera tú te acuer-
des, pero aunque así fuera, no podrás contarlo. ¿Qué harías
sola e inválida? Ahora me vas a necesitar a tu lado. Se
acabaron las riñas y las amenazas. Creen que te caíste y
eso es lo mejor para todos, para ti también.
Matilde, estás tan guapa dormida.
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AL OTRO LADO DEL MUNDO
Chang condujo a Tamlyn por el sendero más ale-
jado del bosque. Mientras caminaban, los dos jóvenes
se abrazaban y se besaban impacientes. Chang se sen-
tía seguro de sí mismo. Algo había ese día en la forma
de reír de la bella Tamlyn que le sugería que por fin
iba a ceder a sus deseos y que, cuando el sol se pusiera,
harían el amor por primera vez.
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Eva se levantó para ir a la ducha. Miró el cuerpo
de Sergio que descansaba sobre la cama y sintió que
ésa había sido la última vez que hacían juntos el amor.
Ella no lo deseaba. No lo deseaba en absoluto. Hacía
mucho tiempo que su relación se había ido deterioran-
do, y ahora ya sólo quedaba entre ellos un cansancio
perenne, una eterna confusión sobre cuál de los dos era
más culpable.
El parto fue difícil porque Tamlyn era primeriza y
sólo tenía 16 años. Se pasó horas aullando con cada
contracción y odiando con toda su alma a su primo
Chang que hacía cuatro meses, justo cuando el emba-
razo se empezó a notar, había desaparecido de la aldea.
Todos pensaban que se había ido a la ciudad para
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prosperar, y la familia entera hablaba de él como si se
tratara de un gran héroe, sin tener en cuenta para na-
da los sentimientos de Tamlyn.
–¿Cómo le irá a mi hijo Chang en la ciudad? –
decía la tía Ming cada noche, cuando se acercaban to-
dos a la lumbre.
–Seguro que bien –respondía su hermana Jui,
mientras no dejaba de remover la sopa con una gran
cuchara de palo–. Tu hijo Chang es muy listo y saldrá
adelante. Podéis estar satisfechos. Con él tendréis una
buena vejez y nunca os faltará nada. Habéis tenido
mucha suerte, en cambio yo...
Una mirada lánguida dirigida a su hija acompa-
ñaba siempre su lamentación. Tamlyn bajaba la vista
mientras apretaba con fuerza los párpados. Ella era
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orgullosa y no iba a permitir que, a la deshonra de ha-
ber sido abandonada por el primo Chang, se sumase la
humillación de sus propias lágrimas. Con las dos ma-
nos acariciaba su vientre cada vez más abultado y, sin
pronunciar palabra, hablaba con su hijo. Él sería más
inteligente que el primo Chang. Crecería fuerte y sano
y se convertiría para siempre en su protector. Cuando
fuera un poco mayorcito, se irían los dos a la ciudad y
prosperarían, claro que prosperarían. No necesitarían
a nadie.
Eva salió del Instituto agotada. El ajetreo de los
alumnos le cansaba cada día más. Los chavales de aho-
ra eran más difíciles que los de antes. Pero quizás eso
no era lo más importante. El problema seguramente
estaba en ella. No es lo mismo tener treinta años que
cuarenta y con el tiempo es como si la paciencia se te
44
fuera gastando. Ella siempre había querido ser profe-
sora. Pero todo cansa. Sobre todo, si tu vida va naufra-
gando poco a poco. Ahora hacía nueve meses que, por
fin, tras ocho años de matrimonio, se había separado
de Sergio. En un primer momento fue un alivio, ya que
su relación nunca había sido buena. Por lo menos, no lo
que ella entendía por una buena relación. Pero con el
tiempo hasta había empezado a echarle de menos. Al
fin y al cabo, Sergio había sido lo más parecido a una
familia que ella había tenido.
Tamlyn sentía como si fuera a desgarrarse por
dentro mientras un dolor intenso le recorría todo el
cuerpo. Cuando por fin cesaba la contracción, pensaba
en su niño, en cómo lo amamantaría, en cómo lo cuida-
ría cuando fuera tan sólo un bebé y en cómo le ayuda-
ría él a ella cuando se convirtiera en un muchacho. Se-
45
ría fuerte como un roble, flexible y ágil como un junco.
Guapo como su padre. Pero él jamás la abandonaría.
Por fin se había decidido. Tras varios meses de
dudas, ya estaba hecho. Eva entregó la solicitud de
adopción y se fue a casa. Ahora sólo quedaba esperar.
Un año, quizás dos. Pero estaba segura de que lo con-
seguiría. Pensó en llamar a Sergio. Quizás deberían in-
tentarlo de nuevo. No, no le llamaría. Esto era cosa de
ella. Decidió preparar la mesa en la terraza. Hacía una
buena noche para cenar fuera. Mientras la lubina ter-
minaba de dorarse en el horno, puso a enfriar una bo-
tella de cava en el congelador.
–Ya se ve la cabeza –dijo la vieja comadrona–.
Empuja Tam, tienes que empujar más fuerte.
46
Tamlyn hizo un último esfuerzo. Ya. Por fin, todo
había terminado.
–Aquí está –dijo la comadrona, mientras cogía al
bebé entre sus brazos.
–Déjame ver –pidió ansiosa Jui mientras su mira-
da se dirigía al sexo del recién nacido.
–Dadme a mi niño –suplicó Tamlyn con la voz de-
bilitada por el cansancio.
–¿Tu niño?. No es un niño, estúpida ingenua. Tan-
to sufrimiento y tanta deshonra para nada. Mañana
mismo le pediremos al señor Geng que la lleve al orfa-
nato.
Tamlyn lloró; lloró durante horas todas las lagri-
mas que había guardado en su interior desde que supo
que estaba embarazada.
47
Eva descorchó el cava en la terraza. El sol se aca-
baba de poner y había dejado una estela de colores
anaranjados en el cielo despejado de primeros de ju-
nio. Quedaban muy pocos días para las vacaciones. Pe-
ro no era eso lo que tenía que celebrar. Ya nunca esta-
ría sola. Ahora tendría una familia, su propia familia.
Quién sabe, quizá su hija, a miles de kilómetros de allí,
estuviera a punto de ver amanecer por primera vez.
48
VESTIDO BLANCO
Ella siempre había dicho que la enterraran de blanco.
Mañana mismo iba a cumplir 85 años y pensaba cele-
brarlo invitando a comer a su hermano Antonio, a su cu-
ñada y a los sobrinos que vivían en la ciudad. Se había
comprado un par de trajes para la ocasión. Elegiría uno de
los dos en el último momento, según el tiempo que hicie-
se. Su cumpleaños era el 30 de abril y ya se sabe lo impre-
visible que es la primavera y lo difícil que es acertar con el
49
atuendo adecuado. La jornada podía ser fría y desapacible,
o demasiado calurosa. Había preferido no jugar con la
suerte en esa fecha que para ella era tan señalada y que
venía a romper la uniformidad de su vida en la residencia
geriátrica, con sus horarios inflexibles, sus comidas prede-
cibles y sus breves paseos por el parque. Por eso, había
adquirido los dos trajes que, ahora, todavía y ya definiti-
vamente sin estrenar, colgaban en su armario, con esa sutil
elegancia de los objetos inútiles, meramente decorativos.
Antonio estaba furioso. Mañana televisaban una im-
portante carrera del campeonato de fórmula 1 y él no se
había dado cuenta a tiempo de poder cambiar el día previs-
to para la comida del cumpleaños de su hermana. Es cierto
que este año, al ser domingo el 30 de abril, ella tenía la
ilusión de poder celebrarlo ese mismo día, sin necesitar
posponerlo porque su cuñada o sus sobrinos tuviesen que
50
ir a trabajar. Pero de haber caído en la cuenta de la fatal
coincidencia, él le hubiera obligado a hacerlo. La vieja es-
taba cada día más excéntrica y cargada de ilusiones vanas.
Pero, claro, ya con todo reservado, ¿qué iba a hacer?; al
fin y al cabo llevaban años viviendo del dinero de su her-
mana, a ella le habían sacado el coche nuevo, el máster en
Estados Unidos de Juanito, la boda y la entrada del chalet
de Merche y hasta su maravillosa dentadura postiza. Ade-
más, estaba la herencia. Hacía más de treinta años que él
se venía trabajando este tema, denostando en todo lo posi-
ble a su sobrina, la única hija del otro hermano que ya ha-
bía muerto, e interceptando las cartas y las postales que
ella enviaba desde su ridícula isla mediterránea. No estaba
dispuesto a compartir la herencia de la vieja con nadie, y
aunque ya se había ocupado de gastar gran parte del dinero
51
en él y su familia, quedaba todavía el asunto más impor-
tante: el de las casas.
En fin; se perdería la carrera, pero tenía la vejez ase-
gurada, además de una vida cómoda para sus dos hijos.
Estaba orgulloso de sí mismo. Había sabido jugar bien sus
cartas. No podía siquiera pensar en que su sobrina se que-
dase con uno de los pisos que habían sido, sin duda, la me-
jor inversión de su anciana hermana.
El sonido del teléfono interrumpió las tribulaciones
de Antonio y le obligó a abandonar la comodidad de su si-
llón. Respondió perezosamente.
La llamada era de la residencia. Mercedes, su herma-
na, no había acudido a la hora de siempre al comedor, y
cuando decidieron subir a la habitación a ver que sucedía,
la encontraron muerta.
52
Calculó con frialdad que, si se daba prisa, podía zan-
jar rápidamente todo el pesado asunto de las pompas fúne-
bres. Organizaría el entierro para mañana mismo y el fune-
ral por la tarde. De repente se le dibujó en el rostro una
amplia sonrisa, al darse cuenta de que, entre un acto y
otro, dispondría de tiempo suficiente para ver la carrera.
Ella siempre había dicho que la enterraran de blanco.
El año en que le tocaba hacer la primera comunión, y
soñaba, como cualquier niña de la época, con su precioso
vestido de princesa, el obispo había decidido que los trajes
de organdí de las niñas eran demasiado ostentosos para re-
cibir el cuerpo de Cristo y había lanzado la orden de que
todos los niños y niñas de la provincia vistieran con la más
absoluta sobriedad. Así es como Mercedes y sus compañe-
ras de clase se encontraron un domingo de mayo, engala-
53
nadas para la ocasión, con el odiado uniforme que a diario
vestían para asistir al colegio. Todas tuvieron que poster-
gar sus ilusiones para más adelante, cuando se convirtieran
en jóvenes y radiantes novias. Pero muchas, como Merce-
des, nunca se casaron y tampoco llegaron a ver cumplido
este nuevo sueño.
Por eso, ella decidió que el día de su entierro iría ves-
tida de blanco. Al principio, se trataba de una tontería, al-
go así como una broma que repetía a familiares y conoci-
dos. Pero conforme la muerte, su propia muerte, fue de-
jando de ser un concepto abstracto, para ir instalándose en
el mundo de lo real, de lo posible, de lo tremendamente
cercano, aquella guasa fue convirtiéndose en convicción.
Una empleada de la funeraria preguntó a Antonio si
quería que vistieran a su hermana de alguna manera espe-
54
cial. Él recordó al instante su letanía: “a mí que me entie-
rren de blanco”. Pero qué complicación buscar ahora un
vestido blanco. Habría que pedírselo a alguien o comprar-
lo, y las tiendas estarían ya cerradas y lo seguirán estando
mañana domingo. La maldita indumentaria iba a hacer que
todo se retrasase: más tiempo en el depósito y más tiempo
en el tanatorio. El entierro no podría ser hasta el lunes, y
todo por una grotesca manía de una vieja acomplejada.
Total, ella ya estaba muerta y ¿a quién más podía impor-
tarle?
–No, da lo mismo –contestó-, vale con cualquier cosa
Entre los familiares y los amigos de siempre que acu-
dieron al tanatorio, destacó la figura esbelta de una desco-
nocida que, acompañada por dos jóvenes y con aire resuel-
to, se acercó hasta el féretro.
55
Aunque su mujer y sus hijos restaron importancia a
este suceso, a Antonio, la misteriosa presencia le persiguió
durante semanas, hasta que por fin llegó la fecha prevista
para la lectura del testamento, y entonces las dudas queda-
ron despejadas. Todas las propiedades de la difunta pasa-
rían a ser de Antonio, siempre que éste hubiese cumplido
con la voluntad expresada por su hermana.
Un acta notarial firmada con nombre de mujer y con
las rúbricas de dos testigos daba fe de que su último deseo,
ella siempre había dicho que la enterraran de blanco, no
había sido realizado.
56
UN BARCO EN EL PUERTO
A mi madre, Concepción González
García, y a sus hermanos, Rafael e Irene,
que, como tantos niños y niñas en España,
sufrieron el horror de una guerra.
Cuando volvíamos del colegio, nos encontramos con
una vecina que se apresuraba hacia nuestro portal y fue
ella la que nos lo comunicó. Subimos las escaleras a sal-
tos. Los tres queríamos ser los portadores de la gran noti-
57
cia, los tres queríamos ser los primeros en hablar y nos
moríamos de ganas de ver la cara de nuestra madre cuando
se lo contásemos.
–Papá está en el puerto, ha subido a un gran barco.
–Hay que ir corriendo, lo ha dicho Conchi, la vecina.
–Vamos, vístete, mamá, tenemos que darnos prisa.
Mamá parecía no entender nada de nuestro barullo,
pero yo noté que se le iluminaban los ojos y que en sus la-
bios empezaba a dibujarse algo parecido a una sonrisa.
Nos movíamos a su alrededor, quitándonos la palabra el
uno al otro, hasta que ella hizo una llamada a la calma:
–Niños, dejad que me ponga los zapatos.
Volvimos a bajar a la calle corriendo por las escale-
ras, esperándole a ella en los descansillos de cada piso.
58
Los tres queríamos estar a su lado y, a la vez, los tres que-
ríamos llegar los primeros. Caminamos sonrientes por el
paseo, avanzando y retrocediendo, con un ojo puesto en el
barco y el otro en mamá, que no podía correr tanto como
nosotros.
...............................
El barco saldrá del puerto de Pasajes, desde la cubier-
ta puedo ver los balcones de mi casa y ellos no sabrán que
estoy aquí, tan cerca. Imagino a los niños volviendo de la
escuela, con sus carteras al hombro, y a Vicenta, mi amor,
moviéndose entre los muebles de la cocina, preparándoles
la merienda, y creo que yo también estoy allí, que la pesa-
dilla ha terminado y la vida vuelve a ser lo que era, con los
59
sueños de ayer y con esa rutina que ahora tanto anhelo y
tan dulce me parece.
Han pasado más de dos años desde que me despedí
en silencio de los niños. Era tan temprano que no quise
que se despertaran, estaba seguro de que esa misma noche
volveríamos a vernos en aquella aldea cercana a Solares,
en Santander. Aunque ya entonces andábamos huyendo y
el presente se tambaleaba entre las bombas, todavía podía
haber un futuro que nos perteneciera. No era posible que
esa barbarie se consumase, que no recibiésemos la ayuda
de los países aliados, que nos abandonasen a nuestra suer-
te, a nuestra mala suerte.
Las cosas salieron mal entonces y ahora todavía son
peores. En este barco nos llevan a todos a cumplir conde-
60
na, lejos de nuestros hogares, lejos de nuestras familias.
Muchos no volveremos.
Hemos cruzado la frontera francesa en Irún y nos han
apresado sin escrúpulos, pero ¿qué otra cosa podía hacer
yo? Aquí está mi vida, aquí están los míos, y yo sólo pen-
saba en volver. Por eso quise creer en la palabra de los
vencedores, con la vana esperanza de recuperar mi pasado.
Pero nos han engañado otra vez.
Y mientras tanto, mi mujer y mis niños, mis pobres
niños…, ¡cuánto tiempo sin verlos, cuánto tiempo sin po-
der abrazarlos y cuánto más me quedará todavía! Todos
los sueños que tenía para ellos se han esfumado. Ahora
también son unos perdedores, como yo, como todos los
nuestros.
Estoy aquí, tan cerca y ellos sin saberlo.
61
..................................
La guardia civil nos cierra el paso, no se puede seguir
avanzando. Mi madre les habla, explica, ruega, enseña su
documentación. Los tres nos abrazamos a ella como si fué-
ramos un solo cuerpo, sin atrevernos a hacer ruido, ni a
respirar casi. No nos moveremos de aquí, dice mi madre.
Y los tres asentimos bajito, con la mirada fija en ese barco
donde dicen que está nuestro padre.
..................................
Tengo que contarlo, alguien me ayudará, debería al
menos intentarlo. Me acerco a uno de los soldados que nos
custodian desde la frontera, desde el mismo momento en
que perdimos la condición de exiliados para convertirnos
62
en presidiarios. Le digo que soy de este pueblo, que mi ca-
sa es esa de los balcones, que ahí viven mi mujer y mis
tres hijos, que hace dos años que no los veo, que quién sa-
be cuándo volveré. Le pido que haga algo, le suplico que
alguien los avise. Aunque parece no escucharme, yo sigo
hablando, no me callaré ni me moveré de su lado. Le repi-
to mi nombre una y otra vez, le digo que seguro que en el
puerto trabaja gente que me conoce.
De pronto, se gira hacia mí:
–Espere un momento.
Le veo que habla con su superior. No les quito la vis-
ta de encima, quiero que sientan que sigo aquí, esperando,
que no renuncio, que no desisto. Los dos caminan juntos
por la pasarela y hablan con el práctico del puerto.
..................................
63
Empieza a hacer frío y estamos cansados. Llevamos
quietos mucho tiempo y aquí no pasa nada. Nos gustaría
marcharnos a casa y cenar algo caliente, pero mamá sigue
ahí con la mirada fija en el barco. No nos dejarán pasar.
Claro que no. Alguien se acerca. Son soldados, hablan con
la guardia civil. Seguro que vienen a echarnos.
–¿Son ustedes los familiares de Gregorio González?
–Soy su mujer y ellos son nuestros hijos.
–Pasen. Su marido, vuestro padre, está esperando.
Falta todavía una hora para que zarpemos y pueden pasar-
la juntos.
64
SONATA CÍCLICA EN CUATRO MOVIMIENTOS
Todo lo que no concluye, permanece,
y tiende a suceder una y otra vez,
hasta alcanzar, acaso, el infinito.
ANDANTE
–Buenas tardes, tengo una reserva a nombre
de Daniel Norellana.
65
–A ver, sí, aquí está, es la habitación 108 –la
joven le entrega el llavero con una amplia sonrisa-
¿puede dejarme su documentación?
La chica que hace las funciones de recepcionista
en el hostal lleva unos vaqueros y un viejo y enor-
me jersey de lana. No va maquillada, ni siquiera
una raya en los ojos o un poco de brillo en los labios
y el pelo lo tiene recogido en una larga cola de ca-
ballo. Su imagen contrasta con el aspecto del clien-
te: un hombre joven y elegante, perfectamente
afeitado, ataviado con una gabardina que al abrirla
para llevarse la mano a la cartera deja entrever un
traje de chaqueta gris marengo que parece sentarle
como un guante.
La joven mira con extrañeza la documentación
que le entrega:
66
–Ah!, pero ¿es usted francés?, pues su apellido
es muy típico de esta zona.
–Sí, lo sé, mi abuelo era asturiano, nació en
una aldea que está a unos 15 kilómetros de aquí y
después fue maestro en la escuela de Piñera.
–¿Es la primera vez que viene? No le ha pillado
muy buen tiempo, es una pena, pero aquí, ya se
sabe...
–Nunca había estado antes, sin embargo todo
me resulta familiar, mi abuelo me contaba miles de
historias...
–Tome, -la chica le devuelve su documenta-
ción- la habitación está en el primer piso, por esas
escaleras, cualquier cosa que necesite, ya sabe...
El limpiaparabrisas no da de sí para apartar el
agua que como una tromba cae sobre el renault
67
azul. Las partículas de luz de los faros se difuminan
entre la lluvia torrencial y Daniel conduce despacio,
con la mirada atenta y asustada, deseando estar ya
de vuelta a la confortable austeridad del hostal,
donde hace cosa de media hora se ha registrado
con prisa, con el tiempo justo para dejar su maleta,
sin pegarse una ducha, sin ni siquiera cambiar su
traje de chaqueta por una ropa más cómoda para
viajar por el campo. No se ve un solo destello de
claridad, ningún coche se cruza en su camino, ape-
nas son las siete de la tarde pero parece ya media-
noche.
Esto es lo que vemos: un hombre joven, ele-
gante y asustado, que conduce en medio de la os-
curidad mientras el cielo aparenta desplomarse en
forma de lluvia sobre su automóvil. Pero nosotros
podemos avanzar más deprisa, situarnos ya en la
68
vieja casona a la que él se dirige y esperar su llega-
da, escondidos entre las sombras de los muebles
ocultos por viejas sábanas desde hace tanto que pa-
recen siglos. Oiremos primero el ronroneo del mo-
tor, veremos las luces largas proyectarse sobre las
ventanas de la galería desprovistas de cortinas y le
veremos salir, subirse el cuello de su gabardina, en-
corvarse hacia sí mismo para protegerse de la lluvia
y a grandes zancadas hundir sus zapatos de ciudad
en el barro del jardín. En la mano lleva una sola lla-
ve, grande, antigua, de hierro, que encaja perfec-
tamente en el gran portón que se abre sin apenas
dificultad.
Ya estás dentro; Daniel, ¿qué vas a hacer aho-
ra?
69
MINUETO ACCELERANDO
Una vez en el zaguán, el hombre se sacude la
lluvia y del bolsillo de su americana saca un meche-
ro. La llama ilumina la estancia, las cuatro paredes
que le rodean y que se pierden hacia arriba en bus-
ca de un techo tan alto que resulta inalcanzable a la
luz débil del encendedor.
Tiene que haber unas velas, Daniel, búscalas,
seguramente estén en la cocina. Vas bien por ahí. A
la derecha, Daniel, en el segundo cajón del apara-
dor. Ya las tienes.
Pasea por la planta baja. Recorre el comedor, el
gran salón con su gigantesca lámpara de araña, las
paredes descoloridas, los muebles fantasmales. Da-
niel, satisfecho, se afloja el nudo de la corbata e
70
improvisa unos pasos de baile. Su teléfono móvil
empieza a sonar, rápidamente lo coge:
–Aló, ma cherie
–......
–Sí, sí, ya he llegado, estoy aquí. Esto es fan-
tástico.
–......
–Sí, necesita una gran reforma, pero es increí-
ble que sea nuestra, que hayamos podido comprar-
la. Cómo me gustaría que el abuelo Juan estuviese
aquí.
–......
–No, no hay luz, pero he tenido suerte, como si
alguien me hubiera indicado donde mirar, el primer
71
cajón que he abierto y zas..., por arte de magia han
aparecido unas velas.
–......
–Voy a dar un vistazo rápido. Todo parece
exacto a como lo contaba el abuelo.
–......
–Sí, enseguida volveré al hostal
–......
–Mañana mismo me reuniré con el encargado
de obra y le dejaré los planos.
–......
–Luego te llamo, au revoir, ma cherie
72
ALLEGRO MAESTOSO
Vemos a Daniel sonriente que vuelve al vestíbu-
lo y con la luz de la vela ilumina el elevado techo de
artesonado de roble. Al fondo, una doble escalinata
conduce a la planta alta donde están los dormitorios
y la galería.
Los peldaños crujen bajo los zapatos embarra-
dos de Daniel que sonríe como si no estuviera, solo
y empapado, en una casa derruida, en medio de la
oscuridad rural y el abandono. A su paso las habita-
ciones parecen iluminarse, recobrar su antiguo es-
plendor, las fundas abandonan los muebles que ex-
hiben vistosos toda la nobleza de sus maderas, los
colores de las alfombras olvidan su desvaimiento y
vuelven a lucir sus tonos originales. El polvo se es-
fuma, las pelusas se desvanecen y hasta las mons-
73
truosas goteras se evaporan, como si de manera
prodigiosa, los propios techos consiguieran disipar-
las.
ADAGIO MELANCÓLICO
Y de pronto estamos todos allí. La tía Luisita
sentada al piano. Papá en su gran butaca leyendo.
Mamá ocupada con sus bordados. Y yo, como siem-
pre, asomada a la galería, atenta a tu entrada en el
jardín.
Mis padres te han contratado durante el verano
como tutor de mi hermano menor; como siempre,
llegas a las 11 en punto y nunca, desde que me
descubriste, dejas de levantar la vista hacia el mi-
rador y esbozar una tímida sonrisa. Llevamos así
una semana y me propongo que hoy suceda algo
más. Por eso, antes de que acaben las clases, me
74
siento en el balancín de la rotonda con un libro, a
sabiendas de que tienes que pasar por ahí para
abandonar la casa:
A la una, Juan Norellana, el
maestro, se despide del muchacho
después de haberle dejado varias ta-
reas para el día siguiente. A conti-
nuación, en el salón saluda también
a la madre y a la tía que le ofrecen
un refresco que él acepta con gusto
porque hace mucho calor. Cuando por
fin franquea la puerta que conduce
al jardín, el corazón le da un pe-
queño vuelco al contemplar a la jo-
ven Clara que sentada en el columpio
parece absorta en la lectura. Está
hermosísima con su vestido blanco y
fruncido y, cuando Juan llega a su
75
altura, todo el sol de junio parece
resplandecer en su pelo rizado y
castaño recogido con una bonita dia-
dema.
CLARA
(Sonriendo esplendorosa)
Buenos días, Juan
JUAN
(Clavando la mirada en sus ojos)
Buenos días, señorita, ¿no le parece
que hoy tenemos un día magnífico?
CLARA
(Con un leve gesto moviendo los la-
bios con sensualidad)
Sin duda, hace un día para ir de ex-
cursión a la fuente de Pradolargo,
le diré al aya Carmina que paseemos
hasta allí cuando el sol esté más
bajo y no haga tanto calor
76
JUAN
(Sin perderle la mirada)
Hace usted muy bien. ¿Me permite ver
su libro?
CLARA
(Tendiéndole el tomo abierto con sa-
tisfacción)
Oh, sí, por supuesto, son poemas de
Pedro Salinas, ¿los conoce?
JUAN
(Hojeando el libro)
Sí, pero casi no tengo tiempo para
leer con tantas clases como tengo
que preparar.
CLARA
(Girando su rostro mientras le hace
un guiño)
Trabajas demasiado, Juan. Deberías
divertirte más.
77
Poco duraron nuestros encuentros vespertinos y
nuestro intercambio de poesías en el tronco viejo
del castaño abandonado junto a la fuente de Prado-
largo, poco duró tu silueta en el jardín a la luz de la
luna haciéndome saber con tu presencia inmóvil que
me querías. ¿Es necesario explicar por qué todo se
acabó tan rápido y por qué continúa repitiéndose
hoy? Poco duró, no es necesario decir por qué, ese
verano de 1936.
Daniel está a punto de terminar el recorrido por
la planta superior cuando encuentra por fin la habi-
tación de la galería de la que tanto hablaba el abue-
lo. Al entrar, escucha un rumor de pasos, como si
alguien se apresurara a esconderse. A Daniel le pa-
rece ver una sombra que se desliza entre los árbo-
les del jardín. Y en ese instante siente que no está
solo. Pero ya se sabe, una vieja casona en el cam-
78
po, a la luz de las velas, siempre nos hace estreme-
cernos como si fuera posible que pudiera habitar en
ella algún fantasma. Es hora ya de coger el coche y
volver al hostal.
79
LA PRIMERA SEMANA
–Ojalá sea el último grito, ojalá sea la última contrac-
ción – murmura José, mientras camina inquieto por el es-
trecho pasillo de su casa.
Todo había empezado la tarde anterior: los primeros
dolores, las aguas rotas, la habitación con su gran cama de
matrimonio, donde Gabriela se removía y se quejaba, pri-
mero en silencio, luego cada vez más alto, el ajetreo de las
80
mujeres, sus idas y venidas a la cocina, calentando puche-
ros, acarreando toallas.
A él, en cuanto empezó el jaleo, lo habían echado del
cuarto, qué cosa tan rara que los hombres no puedan estar
cerca de sus esposas en el momento en que van a nacer sus
hijos, pensaba José; pero la vida era así y él no iba a pro-
testar, buenas se pondrían las mujeres, sobre todo la Inesa,
la hija del farmacéutico, que era más tiesa que una vela y
se las daba siempre de entendida en asuntos sanitarios; por
eso, aunque ya empezaba a clarear el día y su primer hijo
estaba a punto de ver la luz, él continuaba desterrado en el
pasillo, muerto de curiosidad y de miedo.
José prefiere que sea un niño, la vida parece más fácil
para los hombres con los tiempos que corren; bueno, la
verdad, aunque no pueda decirse, es que estos tiempos no
81
son favorables para nadie. Pero no hay por qué amargarse
ahora, no es momento de pensar en desgracias, pronto va a
terminar ese calvario de gritos y susurros entrecortados y
entonces tendrá a su hijo, niño o niña, qué más da, entre
los brazos, y apretará la mano de Gabriela y le dará las
gracias por tantas y tantas cosas.
Ya ha hablado con su hermano para que la semana
próxima le ayude a encargarse del comercio. Él quiere es-
tar al lado de Gabriela el mayor tiempo posible durante la
primera semana, quiere ayudarle a bañar al bebé, quiere
ver cómo lo amamanta, quiere que lo acunen juntos para
que duerma tranquilo. A su hermano le parece raro, le
aconseja que no lo haga, al contrario, que cuanto más
tiempo pueda estar fuera de casa mejor, porque las muje-
res se ponen muy raras cuándo paren. Pero José no le es-
cucha. Él es el padre.
82
De pronto, un silencio inmenso se apodera de la casa,
ya no hay gritos, ni carreras, ni murmullos, durante un
breve instante el tiempo parece haberse detenido en el
pueblo de Martos. José siente un ligero estremecimiento,
pero casi no tiene tiempo de pensar y de sacar sus propias
conjeturas, porque un llanto agudo, asombrosamente in-
fantil, rompe la calma, y ahora es el propio José el que co-
rre, el que se abalanza sobre la puerta del dormitorio, el
que desatiende las protestas de las mujeres y entra precipi-
tadamente en la habitación. Ya ninguna se atreve a pedirle
que tenga más paciencia y José puede por fin acercarse a
la cama dónde Gabriela, con el pequeño junto a su pecho,
intenta esbozar una débil sonrisa.
–Es un niño, José, ¡un niño!, se llamará como tú.
83
–¿Cómo te encuentras, Gabriela? Estaba tan preocu-
pado...
Todos los hombres de Martos han acudido a las 10 en
punto de la mañana a la cita en el cuartel a preparar el des-
file; ahí está Emilio, el farmacéutico, y también Antonio,
el hermano de José, están todos: el médico, el maestro, el
alcalde, los comerciantes, los agricultores, los peones, los
campesinos; todos, menos José.
Muchos de ellos sonríen satisfechos en esa mañana
calurosa del mes de julio, visten sus uniformes con orgu-
llo, el pecho henchido, la cabeza erguida; a otros, las ropas
militares parecen quedarles grandes, de reojo se escudri-
ñan entre ellos, pero apartan enseguida la mirada, se nota
que no disfrutan con los preparativos, aunque todos salu-
dan y cantan cuando izan la bandera.
84
En casa de Gabriela y José, las mujeres van despi-
diéndose, tienen que arreglarse y ponerse sus mejores ves-
tidos para acudir al desfile. La Inesa, antes de marcharse,
increpa a José.
–Se te hace tarde, José, todos los hombres estarán ya
en el cuartel
–Pero, ¿qué dices? No puedo dejar sola a Gabriela
–Vamos, no digas eso, serán sólo un par de horas y
además estas cosas son de mujeres, ella no necesita a un
hombre que esté metiendo sus narices donde nadie le lla-
ma.
Gabriela se dirige a José, su voz está ronca, pero él
sabe que habla con dulzura:
–Inesa tiene razón, debes ir, por mí no te preocupes,
estoy bien, no pasará nada
85
–¿Lo ves? -dice Inesa- no hace ninguna falta que te
quedes
José levanta la mirada hacia la mujer:
–No insistas, he dicho que no voy a ir, yo no dejo so-
la a Gabriela después de todo lo que ha sufrido
–Tú verás lo que haces, José.
La Inesa le lanza una mirada de desaprobación y se
apresura a abandonar la casa.
José canturrea mientras trajina en la cocina siguiendo
las instrucciones precisas que le ha dado su suegra para
preparar un caldo. Afuera el calor es sofocante, pero en la
casa todavía no da el sol y se está a gusto. Gabriela y el
bebé se han dormido, no se oye un alma, sólo el débil cre-
pitar del fogón y el ronroneo de algunos gatos aburridos.
Ya ha pasado todo el estruendo de cañonazos, salvas y
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tambores. José se siente a salvo, nadie puede reprocharle
no haber acudido al desfile conmemorativo del alzamiento
nacional justo el día en que su hijo acaba de nacer.
Suenan unos golpes violentos, José corre a abrir,
quién llamará así, parece que van a echar la puerta abajo:
cuatro hombres vestidos de azul y con boinas rojas ocupan
todo el quicio de la puerta:
–Hombre, si está aquí, en casita con su mujercita
–¿Le vas a decir a ella que te defienda ahora, cobar-
de?
José, con voz entrecortada, se justifica balbuceante:
“mi hijo acaba de nacer esta misma mañana”
–Tu hijo, vergüenza sentirá tu hijo de tener un padre
como tú
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–La patria es lo único que le debe importar a un hom-
bre
A empujones lo sacan de la casa y de camino al cuar-
tel, lo patean y se mofan.
José vuelve a casa, va desaseado, la ropa arrugada,
quizá rota, lleva el pelo cortado al cero y arrastra una pier-
na al andar; sobre sus espaldas el peso de la derrota y de la
vergüenza, parece haber envejecido, pero en realidad su
primer hijo sólo acaba de cumplir su primera semana.
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NUNCA SE SABE
El vagón está medio vacío y en silencio. El chico de
la camiseta negra lee uno de esos periódicos que se entre-
gan gratuitamente a la entrada del metro y mastica sin pa-
rar un trozo de chicle con el que, de vez en cuando, infla
un pequeño globo de fresa. La joven que se sienta a su la-
do lleva los auriculares puestos y echa ojeadas por encima
del periódico de su vecino de asiento. Nadie habla. Unos
dormitan, otros tienen la mirada perdida y la señora del
fondo está totalmente enfrascada en su novela.
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El tren se detiene en la estación de Cuatro Caminos y
dos chicas entran conversando en el vagón y pasan a ocu-
par los asientos situados frente al de la camiseta negra y la
joven de los auriculares.
–Te lo dije, ya sabía yo que hoy no iba a querer que-
darse, ese tío tiene un morro que se lo pisa.
–Habrá quedado con su novia, con la oficial.
–¿La conoces?
–No, pero me ha dicho Elena que ella sí. Se llama
Emma y es de su barrio, estudia Biológicas en la Complu-
tense y llevan desde los quince saliendo juntos.
–¿Y qué vas a hacer?
–Pues nada, yo de momento como si no me importa-
ra. A mí Miguel me gusta un montón y no voy a montarle
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un pollo. Estoy deseando que llegue el fin de semana, nos
vamos a ir los dos solos a la casa que tienen sus padres en
la sierra.
–Tía, qué guay, ¿y que le contará a su novia?
–Me ha dicho Elena que lo ha preparado todo con su
hermano para contarle que se va con él a una concentra-
ción de motos.
–Qué fuerte, así que todo el mundo lo sabe.
–Pues sí, todos menos ella.
–Debe de ser un poco tonta, porque esas cosas se no-
tan.
–Será la típica, ya sabes, una ingenua.
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–De todas maneras Miguel se tira mucho el rollo,
porque tampoco es normal que vaya largando por ahí có-
mo le pone los cuernos a su novia.
–Sí, desde luego la discreción no es lo suyo... ¿has
visto la chupa roja que llevaba hoy? Me encanta...
El chico de la camiseta negra ha doblado su periódico
y parece prestar atención a la conversación de las chicas
de enfrente. La joven de los auriculares sigue con los pies
el ritmo de la música. Justo antes de que el tren se detenga
en la estación de Moncloa, se levanta para salir. Lleva una
carpeta de estudiante en la mano.
Un chico aparca la moto justo al lado de la boca del
metro, se quita el casco y, mirándose en uno de los espejos
retrovisores, se remueve el pelo. Saca un paquete de taba-
co del bolsillo de su cazadora roja. Enciende un cigarrillo,
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camina a un lado y a otro de la salida, se apoya en la ba-
randilla, vuelve a caminar, mira el reloj y luego se dirige
hacia las escaleras interiores, baja un par de peldaños e
inmediatamente vuelve a subirlos, se mira otra vez en los
espejos de la moto. Apaga el cigarrillo, lo pisa. Retrocede
unos pasos y se sitúa en uno de los laterales de la barandi-
lla. Desde ahí, medio escondido, mira alternativamente al
reloj y a las escaleras del metro.
Empieza a salir gente, entre ellos sube la joven de los
auriculares con su carpeta en la mano. Cuando sale a la ca-
lle, se topa con el joven de la moto. Rápidamente se quita
uno de los auriculares.
–Miguel, ¿qué haces aquí?
–Pues...ya ves...
–Ya veo ¿qué?
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–Emma... necesitaba verte.
–Miguel, déjame en paz, hace un mes que te lo dije,
no quiero seguir contigo, estoy enamorada de otra persona,
no sigas fingiendo que tú y yo estamos juntos, asúmelo tío,
cuéntaselo a tu gente de una vez. Olvídate de mí y vive tu
vida.
Vuelve a ponerse el auricular y camina decidida por
la calle sin mirar una sola vez atrás.
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JÚBILO
A las nueve en punto de la mañana, Esther subió la
persiana del mostrador de atención al público. Dos hom-
bres y una mujer se encontraban ya aguardando. Siempre
pasaba lo mismo, había personas que, bien porque tuvieran
prisa por acudir después a su trabajo o a cualquier otro si-
tio, o bien por ser madrugadores y gustarles terminar pron-
to con las obligaciones del día, se presentaban antes de la
hora y, precisamente por eso, se veían obligadas a esperar
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unos cuantos minutos. Durante el resto del día apenas se
llegaban a juntar más de dos o tres porque el trabajo se ha-
cía rápido y además tampoco eran muchos los documentos
que se registraban a diario. Sólo de vez en cuando, los úl-
timos días que se daban de plazo para ciertos concursos
públicos, se llegaban a formar verdaderas colas, pero eso
sucedía con poquísima frecuencia.
Esther despachó con rapidez a los primeros clientes
de la mañana y archivó cuidadosamente los documentos
originales en las carpetas correspondientes. Después se
preparó para el goteo diario, porque su trabajo era así, co-
mo una lluvia fina que parece que no moja pero que, a
fuerza de no cesar nunca, termina por empaparlo todo. No
se producían grandes aglomeraciones, pero tampoco que-
daba tiempo para leer más de un párrafo seguido de una
novela o para mantener una conversación telefónica, lo
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único que podía hacer entre uno y otro era ensimismarse,
la mayoría de las veces para pensar en las compras que
tendría que hacer por la tarde, en lo que prepararía de cena
y en si debería poner o no esa misma noche la lavadora;
pero había ocasiones en las que su imaginación era capaz
de volar más allá de la rutina diaria de la oficina de regis-
tro y de las tareas del hogar, que su mente parecía poder
traspasar las cuatros paredes del lúgubre garito donde
permanecía encerrada casi ocho horas diarias y situarse en
otra vida en donde, en vez de papeles, sus dedos acaricia-
ban las hojas de las plantas más diversas, los pequeños pé-
talos de las flores y los robustos troncos de los castaños de
indias y los árboles frutales, un lugar habitado por rostros
expresivos que sustituían a la retahíla de semblantes des-
conocidos y anodinos que a lo largo de la jornada se pre-
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sentaban ante su mostrador con la más absoluta indiferen-
cia.
A las diez le dio tiempo a hojear una revista después
de atender a la persona número 15 y antes de que llegara la
número 16. Le llamó la atención el anuncio de la reconci-
liación entre dos famosos que recientemente habían ven-
dido la exclusiva de su divorcio.
A las once avisó a su compañera Teresa para que la
sustituyera mientras ella iba a desayunar. Ese era el mejor
momento de la mañana, subir desde el oscuro semisótano
donde estaba situada su oficina y salir a la calle, sentir la
luz del sol o el aire o la lluvia durante el breve paseo hasta
la cafetería y sentarse allí, en una mesa al lado de la ven-
tana, a disfrutar de un café y una crujiente tostada con
mantequilla y mermelada. A la vuelta, se detuvo unos ins-
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tantes en una confitería cercana y compró una caja de
bombones para ofrecer a sus compañeros como hacía
siempre para celebrar su cumpleaños.
A las doce decidió dar una vuelta por la planta. Hizo
la ronda habitual por los pasillos y se entretuvo más tiem-
po en el despacho que ocupaban Rita y Pilar, las compañe-
ras por las que sentía mayor aprecio.
A la una y diez recibió una llamada telefónica de su
hermana, pero tuvo que colgar enseguida porque al otro
lado del mostrador apareció el cliente número 43.
Cuando faltaban pocos minutos para las dos, Esther
asomó medio cuerpo por fuera del mostrador para mirar a
un lado y otro del pasillo. No le cabía la más mínima duda
de que al menos una persona faltaba por llegar antes de
que fuera la hora de cerrar. Siempre sucedía así. Y en
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efecto, ahí estaba, desde lejos se le veía avanzar a paso
apresurado.
Después de estamparle el sello, observó detenidamen-
te el documento antes de devolver la copia al joven que
con cierta desgana había dejado sobre el mostrador el cas-
co de su motocicleta. Venía chorreando y Esther supuso
que la mañana habría sido dura para él, atravesando de un
lado a otro la ciudad en medio del tráfico y de la lluvia.
Volvió a mirar el escrito y después sus ojos se dirigieron
golosos hacia la caja de bombones que reposaba, ya medio
vacía, encima de una de las estanterías; le ofrecería uno al
chico, estaba segura de que se lo agradecería, seguramente
habían pasado muchas horas desde el desayuno y quizá es-
te no fuese su último encargo antes de poder parar a co-
mer. Todavía con el papel en una mano, le sonrió abierta-
mente mientras con la otra le señalaba la caja.
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–¿Quieres uno?
–No, no, muchas gracias.
–Venga, seguro que te gustan, están riquísimos.
Mientras hablaban, ella ya había alcanzado la caja y
se la había plantado encima de la repisa que les separaba.
–Vamos, coge los que quieras, si no se van a quedar
ahí hasta que se pongan rancios, ahora están buenísimos,
ya lo verás.
Esther continuaba con el papel de registro en la mano
y no lo soltó hasta que el chico se hubo llevado a la boca
uno de los bombones. Después todavía insistió
–Tómate otro, venga.
Cuando el chico estaba ya masticando el segundo
bombón, Esther le entregó por fin el documento mientras
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le deseaba que tuviese un buen día. Después se quedó ob-
servando cómo el joven tomaba el casco y se alejaba por
el largo pasillo ministerial embutido en su anorak empa-
pado; cuando le perdió de vista volvió a coger entre sus
manos el original, se trataba de la solicitud de una empresa
constructora que se presentaba al concurso para la conce-
sión de unas obras públicas de considerable importancia.
Por sus manos habían pasado a lo largo de los años solici-
tudes, instancias, reclamaciones, miles de papeles de orga-
nizaciones y empresas o de anónimos ciudadanos; los pri-
meros los solían traer jóvenes mensajeros que llegaban in-
variablemente con el casco de la motocicleta en la mano y
con sus amplias cazadoras de colores chillones; los otros,
los de los ciudadanos vulgares y corrientes, los traían ellos
mismos resguardados en carpetas o dossieres de plástico
para que no se doblaran o mancharan antes de ser registra-
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dos. Millares de rostros y de papeles habían pasado ante
los ojos de Esther y se habían perdido después para siem-
pre en su rutina diaria, incapaz de retener tantas caras, tan-
tos membretes, tantas fechas; junto a ellos también se ha-
bían ido esfumando los años que de pronto empezaron a
parecerse tanto unos a otros que no había forma de dife-
renciarlos, de separarlos, de recordar los días y las horas;
el tiempo se había mezclado formando una masa compacta
y gris de la que apenas ya nada sobresalía, las últimas dé-
cadas se veían ahora como un continuo, carente por com-
pleto de aristas y contornos.
Sin embargo, esta entrega era diferente. Acababan de
dar las dos y Esther bajó cuidadosamente la persiana que
cerraba la oficina de registro. Se sentó en su mesa vacía y
empezó a leer muy despacio el documento, mientras sabo-
reaba uno a uno los bombones que aún quedaban en la ca-
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ja. Después de cada línea, se detenía unos instantes y, tra-
tando de memorizarla, repetía la frase en un susurro.
Cuando faltaba apenas un minuto para que dieran las
tres, archivó por fin el último expediente en el lugar que le
correspondía y se llevó a la boca con infinito placer el úni-
co bombón que todavía quedaba en la caja. Después, cogió
su paraguas y su gabardina y, con una sonrisa triunfante,
miró por una sola vez la estancia que quedaba vacía. Tenía
mucho que celebrar, mañana no volvería.
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ÍNDICE
La base…………………………….…….………. pg. 3
Café solo, bien cargado y con dos de azúcar……. pg. 21
Fragmentos…………………….……………...…. pg. 36
Al otro lado del mundo…………………………... pg. 40
Vestido blanco…………………..……………….. pg. 48
Un barco en el puerto…………………………….. pg. 56
Sonata cíclica en cuatro movimientos………,.…... pg. 64
La primera semana…………………………….…. pg. 79
Nunca se sabe………………………………..…… pg. 88
Júbilo………………………………………..……. pg. 94
105
Edición Digital LITyART
www.literaturayarte.com
Madrid, diciembre de 2017
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