Ortega Gasset, la técnica y la nueva comunicación
Gonzalo Navajas
Asociación Internacional de Hispanistas [Web]
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Ortega Gasset, la técnica y la nueva comunicación
Gonzalo Navajas University of California, Irvine
I. Cronos y Techne
Como perciben con agudeza los pensadores afiliados a la escuela de Frankfurt, la cuestión
de la tecnología es, junto con la de temporalidad, el elemento más constitutivamente definitorio
del debate sobre la modernidad, que ha determinado el discurso del siglo XX. Para Habermas, lo
moderno es una investigación en torno a un concepto del tiempo proyectado hacia el futuro, el
establecimiento de una nova aetas para cuya realización la tecnología ha de ser un agente
determinante (The Philosophical Discourse, 5). Adorno percibe que la tecnología enmarca y
condiciona el discurso sobre lo moderno y afecta el modelo social contemporáneo con su poder de
persuasión y manipulación de segmentos amplios de la humanidad (167). Cronos y techne son
las ideas-matriz que motivan la crítica del proyecto moderno para esos pensadores. Esa crítica
tiene, a su vez, consecuencias decisivas para el modelo de la comunicación global y las relaciones
supranacionales actuales.
Desde una perspectiva conceptual distinta, Ortega y Gasset examina esos temas y les da
un tratamiento específico que, por su distintividad, nos sirve para entender mejor, por un
procedimiento contrastivo, la situación epistémica actual. He considerado en otros trabajos el
concepto de la temporalidad en Ortega (Navajas, 47). Voy a hacerlo ahora con relación a la
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técnica y sus implicaciones para la comunicación simbólica.
La afirmación más general que Ortega hace con relación a la técnica es que es el destino de
la humanidad moderna: “Lo que nadie puede dudar es que desde hace mucho tiempo la técnica se
ha insertado entre las condiciones ineludibles de la vida de suerte tal que el hombre actual no
podría, aunque quisiera, vivir sin ella” (14). Ortega es consciente de la suspicacia que despierta la
razón analítica y positiva y su derivación más inmediata, la técnica, pero es al mismo tiempo
sabedor de que no es posible evadir su influencia. Frente al triunfalismo cientifista de Comte,
M arx y Renan y el rechazo del discurso antihegeliano desde Kierkegaard a Unamuno, Ortega -de
manera habitual en él-es capaz de hallar un equilibrio entre las fuerzas contrapuestas de un
concepto matriz fundamental y aproximarse a la antinomia de manera creativa (Burrow, 53). La
técnica es parte congénita de la modernidad y Ortega se integra plenamente y sin reservas dentro
del marco cognitivo más amplio de la historia reciente. La crítica negativa de Unamuno se
transforma en él en una reflexión analítica en la que, sin marginar las dudas respecto a la aplicación
derivada de la ciencia, se opta por potenciar los elementos constructivos de la técnica. Ortega no
se siente inclinado a la evasión hacia las utopías que el pensamiento moderno propone para
compensar los excesos de la razón. La orientación de Ortega se dirige no a la sustitución del
mundo moderno por otro futuro o pasado (el utopismo desde Bakunin a Lenin) ni a la regresión
romántica hacia un pasado no existente pero subliminalmente perfecto. En lugar de estas
opciones, Ortega propone la reinserción de la normativa antigua clásica dentro del novus ordo que
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lleva adherido a él la progresiva sustitución de la cultura de la letra escrita (y humanística) por la
instrumental y experimental. Para Ortega, el problema de la técnica lo es sólo en cuanto que
amenaza la cadena del ser occidental y puede provocar la sustitución del concepto convencional
de civilización por otro desconocido. No obstante, Ortega es explícitamente consciente de que la
técnica nos ayuda en el proceso de revelación del cosmos y sólo por ello alcanza su justificación.
Heidegger sintoniza con esta idea aunque en él la revelación de la técnica se encamina hacia
el Sein; el aspecto primordial de la técnica no es la acción de hacer o transformar el entorno sino la
exposición del ser, el extraerlo de su estado de ocultamiento (180). Heidegger no fija su atención
en los aspectos activos de la técnica sino en su empresa de definición parcial de la esencia del
mundo. Ortega adopta una posición menos ontológica y se centra en los aspectos dinámicos de la
técnica, los que la convierten en un componente determinante de la reconfiguración del mundo y
de los paradigmas de comprensión de ese mundo. A diferencia de la reacción en defensa del
humanismo clásico ante la invasión de la ciencia y la técnica, propia de la crisis antipositivista y
antidarwiniana, Ortega asimila la técnica al proyecto humanístico, en realidad, la convierte en el
modo más eficaz de redimir al humanismo de su crisis y reconfigurarlo para nuestro tiempo.
Ortega es consciente de que, desde Gutenberg, los cambios de paradigma de la historia intelectual
han seguido y no han precedido (como en el pasado) a las revoluciones tecnológicas. Por esa
razón, para él el físico y el ingeniero son las figuras emblemáticas de la modernidad en las
postrimerías del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. El físico (Heisenberg, Einstein,
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Borg), porque ha sustituido a la metafísica en la definición absoluta del mundo. El ingeniero
porque asume la capacidad de la técnica no sólo de cambiar parcialmente el entorno físico, como
en el pasado, sino de recomponerlo de manera completa.
No alcanza Ortega a experimentar la revolución digital que se opera no sólo en el modo en
que se transmite la comunicación sino en la comunicación misma. Ese cambio radical conlleva el
cambio del modelo de la técnica al de la tecnología. La técnica -de la que trata Ortega- se
concentra en la transformación física y aparente del mundo: grandes puentes, rascacielos,
máquinas poderosas. La tecnología es una modulación diferencial de la técnica, no es
incompatible con ella sino que coexiste y se interrelaciona con ella. No obstante, implica un
desplazamiento cualitativo de la naturaleza de la técnica: más que en la transformación masiva del
medio se concentra en aproximarse de modo diferente a él, para percibirlo de modo diferencial y, a
través de esa percepción, relacionarse con él de manera más compleja y profunda. Más que la
monumentalidad y la vastedad de las construcciones propias de la técnica, la tecnología produce
una magnitud de información y conocimiento contenidos no en bibliotecas extensas sino en
minúsculos receptores y conceptos: el chip, el byte, el cd sustituyen en su parquedad de volumen
y léxico la grandeza utópica de la técnica de raigambre decimonónica. La tecnología no aspira a
crear un mundo completamente nuevo del que quedan ausentes todas las insuficiencias de la
humanidad pasada. Su ambición es más limitada y parcial. Pretende reposicionar la ubicación del
observador del mundo dentro de unos parámetros de información nuevos (Castells, 469). La
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tecnología otorga nuevas facultades al observador que, precisamente desde su nueva posición
privilegiada de conocimiento singular del mundo, adquiere un poder que estaba reservado antes al
industrial y al especialista técnico. Las agencias de poder se trasladan desde la política al control
del conocimiento y la transmisión de ese conocimiento.
Ortega es consciente del shifting cognitivo que emerge con la técnica y por ello agrega la
perspectiva al cogito kantiano como un componente integral del saber. Para Ortega el punto
locativo de la observación es tan determinante como la agencia activa de transformación. En ese
sentido, su discurso crea el marco de comprensión de la teoría de la comunicación moderna. La
“network society” se apoya en un concepto nuevo de la organización social en el que la movilidad
económica y cultural reemplaza a las antiguas clasificaciones rígidas.
Ortega adopta, por tanto, una actitud receptiva y asimiladora frente a la técnica, no de
repulsión y temor frente a ella sino de aceptación como un poderoso instrumento que conduce a
una mejor asimilación del mundo. No comparte la visión redentora de la ciencia propia de sus
grandes apologistas, como Comte, Renan y Zola, pero sí la considera un componente
fundamental en la definición de la naturaleza humana moderna. Sin técnica no hay modernidad y
Ortega se integra plenamente en el proyecto moderno del que es un portavoz primordial. La
técnica no es un mero instrumento, una adición accesoria sino que constituye esencialmente
(como quiere Heidegger) la naturaleza humana. El conflicto de las dos culturas -el divorcio entre
la ciencia y el humanismo-, que C. P. Snow, Toynbee y Bertrand Russell, entre otros,
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experimentan con agudeza a principios del siglo XX, alcanza en Ortega una versión singular.
Ortega intenta recuperar la unidad cognitiva y, aunque sabe que es objetivamente imposible lograr
esa unidad, opera en él un impulso de superar las insuficiencias de ambos modos exclusivizantes
de saber. Leonardo, Goethe y el homo universalis son las figuras emblemáticas de ese mundo, no
el experto en una ciencia aplicada.
Como Benjamin y las vanguardias, Ortega es consciente de la faceta sombría de la técnica.
La técnica despliega capacidades inmensas pero también destruye la configuración familiar de la
realidad. El concepto de temporalidad en Ortega se proyecta hacia el futuro pero al mismo
tiempo es esencial en él la atracción de la cadena del ser occidental. El statu quo cognitivo, el
habitáculo existencial e intelectual en el que se inserta el discurso de Ortega y del grupo filosófico
con el que él queda asociado -desde Spengler a Toynbee- ha de ser preservado por encima de
todos los cambios circunstanciales. Por esa razón, la proyección de Ortega hacia el futuro queda
siempre moderada por un movimiento igualmente poderoso de retroceso hacia el pasado con el
propósito de afianzarlo dentro de la turbulencia del momento presente. Ortega constituye el
último pensador que reclama el clasicismo -la raíz griega y romana- como el fundamento objetivo -
no meramente arquetípico e ideal- de su pensamiento. El edificio conceptual orteguiano se erige
firmemente sobre los fundamentos clásicos. La continuidad, más que la ruptura y la
fragmentación, es el modelo temporal de Ortega. Ello lo separa esencialmente del concepto de la
temporalidad en la vanguardia.
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Para la vanguardia el pasado debe ser destruido y la obra debe encaminarse decididamente
hacia una concepción del tiempo no pre-existente, todavía por realizar. Para Bretón, Buñuel o
M iró, la tradición es un término nefando que hay que erradicar del arte. L’Âge d’or de Buñuel es
un ejemplo. En esa película, los hitos de la tradición occidental, desde la religión a la música
orquestal son puestos en tela de juicio y sometidos a un proceso de descalificación por la ironía y
el sarcasmo. El caos, el desorden, la heterodoxia son la garantía de la vitalidad de la obra. Ortega
es capaz de comprender e incluso valorar esa ruptura como principio estético pero le es más
difícil aceptarlo como orientación intelectual general. Piensa que hay demasiado en juego en esa
discontinuidad. Por ello, gran parte de su proceso intelectual está dirigido a la repotenciación del
gran pasado clásico. Su visión está profundamente centrada en Europa, en una época en que el
modelo europeo empieza a dejar de ser primordial y cede su predominio hacia otras formaciones
culturales emergentes y finalmente predominantes como los Estados Unidos. Desde la
perspectiva académica norteamericana actual, ese posicionamiento puede resultar en detrimento
de su evaluación ya que Ortega podría confirmar algunos de los temores que produce el concepto
de “eurocentrism” para la reconfiguración del canon estético y filosófico. No obstante, desde la
situación del vigoroso movimiento de unificación europea actual, la versión integradora de la
cultura europea ofrece posibilidades notables (Habermas, Die Postnationale, 84).
La técnica, la transformación de la configuración actual del presente por la máquina puede
ser compatible en Ortega con el pasado cultural ancestral. La regresión al pasado es diferente en
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Ortega al movimiento nostálgico que se desarrolla en la época finisecular con la última crisis de la
modernidad. El milenarismo que M anuel Castells identifica como una de las consecuencias del
descentramiento del yo en la era de la comunicación virtual ilimitada produce utopías que no se
dirigen al futuro sino que revierten sobre un segmento privilegiado del pasado al que se le
confieren los atributos que aparentemente el presente no puede ofrecer (Castells, 4). La sociedad
de la nueva red comunicacional, carente de raíces y de modos asequibles de identificación para un
yo confuso y perdido en una multiplicidad de conexiones y saberes dispares, crea segmentos
privilegiados de significación que son impermeables a la banalización y la degradación.
Jameson ha expuesto con destreza esta característica de las utopías vacuas de la época
global y virtual (57). No existe esa vacuidad en Ortega. La nostalgia es consciente de que es un
estado provisional, que acabará disolviéndose abrumada por la invasión de la realidad objetiva. El
modo etéreo de la nostalgia se sustituye en Ortega por el temor a la extinción de un marco
cognitivo que él juzga como altamente valioso e irremplazable. Ortega no puede visualizar un
futuro del que se hayan eliminado los referentes del repertorio cultural occidental. Su esfuerzo
integrativo tiene como finalidad preservar la cultura humanística desde Homero y Platón a
Leonardo, Velázquez y Goethe. En lugar de los modelos utópicos que se han generado de la
euforia positivista decimonónica y las visiones apocalípticas del siglo XX, Ortega propone una
versión integradora en la que la transfiguración de la técnica no se concibe como destrucción y
extinción de lo existente sino como una reconfiguración más apropiada y eficaz de la civilización
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moderna y occidental. Para Habermas el proyecto moderno no ha dejado nunca de existir y , en
realidad, su enaltecimiento es ineludible para contrarrestar los efectos del irracionalismo que las
diversas crisis de la modernidad producen. Con relación a ese proyecto Ortega se halla en las
antípodas del escepticismo y nihilismo crítico del pensamiento posmoderno, desde Lyotard a de
M an y Derrida.
II. La red comunicacional
La comprensión y plena asimilación de la técnica dentro del proyecto general de Ortega
hacen que su discurso conecte con la orientación central de la condición epistémica
contemporánea en la que la tecnología y sus ramificaciones son centrales y definitorias. A pesar
de estas afinidades, hay una divergencia profunda en su pensamiento con relación a la condición
actual que hacen que Ortega, dentro de su modernidad, aparezca a un observador actual como un
pensador nítidamente ubicado en el pasado cronológica y epistemológicamente. Esta es su
diferencia con relación, por ejemplo, a Nietzsche. Nietzsche está situado en el tiempo medio siglo
antes que él y , no obstante, conecta de manera más directa con la orientación central de nuestra
condición. Nietzsche desconfía del concepto de civilización y lo rechaza porque lo percibe como
una imposición artificial y coartadora de la iniciativa del sujeto individual. Para Ortega ese hábitat
intelectual es imperativo, un destino ineludible. Su pensamiento se instala dentro de ese locus
privilegiado, trata de descifrarlo hermenéuticamente y de afirmarlo frente a lo que él percibe como
los peligros de destrucción e involución.
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Para Ortega, la estructura de esa civilización es la apropiada, no hay que someterla a
grandes modificaciones sino que hay que preservarla expansionando, sin afectarlos esencialmente,
los componentes pre-existentes. Preservar, afianzar, defender es la estrategia general frente a esa
civilización primordial. La condición actual, que se puede referenciar emblemáticamente desde
Lyotard y Jameson a Frank Gehry y Wim Wenders, no comparte ese imperativo orteguiano -
como el de Spengler, Toynbee o Heidegger- de la necesidad de una cobertura civilizadora. Por el
contrario, siguiendo la orientación de Nietzsche, propone la ruptura de los marcos cognitivos e
intelectuales comprensivos. Frente a la estabilidad de la civilización emerge la movilidad de la red
comunicacional en la que las divisiones y ordenaciones jerarquizadoras propias del marco
civilizador no sólo han perdido su necesidad sino que se consideran como un obstáculo. La
antinomia vuelve a penetrar el discurso de Ortega. Su asimilación de la técnica como un vehículo
poderoso para realizar concretamente las ambiciones del proyecto moderno no se corresponde
con una visión sugestiva de las relaciones humanas. La técnica le parece persuasiva en cuanto que
es complementaria, un valioso instrumento práctico para una estructura sistemática de
pensamiento. Nunca llega, no obstante, a conectar con el concepto de tecnología como un marco
epistémico, una Weltanschaaung con la que aproximarse al mundo. Según ese concepto, la
tecnología se reconfigura como una visión conceptual que caracteriza y define de manera central
una situación epistémica. La tecnología como sustituto y no como auxiliar. Para Ortega esta
redefinición de la técnica está necesariamente en conflicto con su visión de la civilización.
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El paralelo con Bloch, Adorno y Horkheimer es sugestivo. Proceden de un medio
ideológico distinto del de Ortega ya que están motivados por un impulso utópico de sustitución
de las estructuras sociales y políticas prevalecientes (Bloch, 236). No obstante, el marco
jerárquico civilizador sigue predominando en ellos. La técnica deriva en la masificación de la
cultura, la banalización de los grandes referentes que fundamentan la continuidad de la
civilización. El rechazo de Hollywood en Adorno es paralelo a la repulsión que produce en
Ortega el mal gusto de una colectividad ciega y anónima. En ambos casos, el temor al caos
produce una posición defensiva de las estructuras familiares de pensamiento.
A diferencia de otros pensadores españoles contemporáneos como Ganivet y Unamuno,
Ortega ambiciona proyectar decididamente el país más allá de las fronteras nacionales. Frente a la
autofijación de Ganivet y Unamuno, Ortega propone la apertura hacia el exterior. Su esfuerzo es
encomiable en particular porque realiza específicamente el viejo programa del pensamiento liberal
del país y lo realiza, además, no de un modo declamatorio y vacuo sino programático y gradual.
En él se superan el resentimiento y la decepción propios de los marginados bajo la presión
abrumadora del concepto prevaleciente de la nación (el ejemplo es Larra) y se propone, en su
lugar, una genuina reinserción del país en una estructura superior. Ortega es un pensador
internacionalista y , por esa razón, sintoniza con la episteme actual centrada en la extinción de las
fronteras nacionales y el establecimiento de una estructura global y planetaria. En este aspecto,
no obstante, son necesarias las matizaciones. En lugar del modelo de la intercomunicación
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supranacional que ofrece potencialmente la globalización dentro del cual el estado ve sus
atribuciones cuestionadas y disminuidas por agentes divergentes de la información como la
Internet y los grandes media, Ortega concibe la internacionalización a partir del concepto de
modelo civilizador. La civilización sería el contexto más amplio para la inserción significativa del
sujeto. Por encima de la entidad política y administrativa de la nación y el estado -que Ortega no
cuestiona-, la única entidad que Ortega visualiza de manera genuina es la de civilización.
Civilización entendida como una noción abstracta y cultural, no política y económica en la que
pueden participar todos los integrantes de esa civilización.
Como en otros conceptos de Ortega, el elementos ideológico queda ausente, no de manera
deliberada sino soterrada e implícita. No es que Ortega intente ocultar o disimular su perspectiva
ideológica que lo limita. Ocurre que, de acuerdo con el proceso de creación ideológico, hace de la
perspectiva personal un marco hermenéutico de comprensión universal. Ortega reduce su análisis
civilizador al modelo occidental y lo convierte en el paradigma de integración internacional en el
que quiere incluir a la nación española. La civilización que Ortega propone como preferente tiene
una larga trayectoria temporal y cultural pero no es obviamente la única. Ortega la propone como
el punto de referencia esencial para el análisis cultural. El diálogo ocurre entre civilizaciones más
que entre los sujetos que integran esa civilización. Ello implica una visión jerarquizante y
reductiva de la civilización ya que solamente los que tienen un conocimiento de las premisas que
constituyen y definen esa civilización -sus componentes, su historia- son realmente capaces de la
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interrelación fecunda con los miembros de esa civilización y con los componentes de otras
civilizaciones. M ás que el análisis crítico de los excesos e insuficiencias de esa civilización Ortega
aboga por su defensa para protegerse contra lo que él percibe como el caos de modelos
divergentes que amenazarían las premisas de la civilización preferente.
Una figura intelectual emerge como sustentación de esta visión. El homme savant,
poseedor de un conocimiento enciclopédico y comprensivo, que asume la misión de transmitir y
descifrar las claves apropiadas de interpretación del mundo. Esa figura se demarca abiertamente
de otra opción que se desarrolla paralelamente a la propuesta por Ortega. El intelectual crítico
que desconfía de los marcos abstractos comprensivos y hace de su desenmascaramiento la
finalidad central de su acción. Ortega, Toynbee y Heidegger frente a Benjamin, M alraux y Sartre.
El período de 1920-40 señala la agudización de esa dicotomía aparentemente irreconciliable que
mantiene su irresolución hasta la aparición del modelo globalizador.
Por una parte, la comunicación entendida como una transmisión neutra y unilateral de un
poseedor privilegiado de saber a una comunidad receptora. Esta opción requiere la aceptación
aquiescente del receptor de la comunicación que se convierte, con ese acto de aceptación, en el
partícipe en un proceso de afirmación de una civilización. De ese modo, el intelectual es un
vidente que articula para los demás de manera coherente y satisfactoria un ámbito intelectual
común por encima de las diferencias sociales e ideológicas.
En la versión opuesta, la comunicación entendida como una exposición de los
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presupuestos falsificadores del ámbito civilizador común. En ambas versiones, la desconfianza
motiva el proceso intelectual. En el primer caso, se produce la sospecha de lo que es exterior al
marco cognitivo preferente. En Ortega, las fuerzas externas son las susceptibles de perturbar el
orden secular. En la segunda opción, la sospecha se dirige a los propios componentes internos del
sistema civilizador para descalificarlos o destruirlos y sustituirlos por otros. En este caso, la
figura intelectual no propone una visión comprensiva coherente y persuasiva sino que se visualiza
a sí misma como un agente desconstructor del sistema existente y a lo más sugiere una
contrapropuesta extratemporal y suprarreal, afín a la utopía.
Ambas versiones tienen, no obstante, modos de confluencia. En los dos casos, la figura
intelectual actúa como un mediador entre el archivo cultural pre-existente y una comunidad
lingüística y cultural. La comunicación es unidimensional, para corroborar un status quo o para
deconstruirlo. En todos estos casos, la cultura de la letra escrita todavía forma parte preferente
del modelo intelectual, aunque, en algunas ocasiones (Benjamin, M alraux), la cultura visual ocupa
ya un espacio significativo como apoyo de los modelos críticos.
La comunicación virtual y global supone una ruptura de esa dicotomía que ha
caracterizado el desarrollo intelectual de la segunda mitad del siglo fijándolo en modelos
antagonísticos. Ortega forma parte de esa contraposición y, por ello, ha sufrido juicios
desfavorables de quienes no comparten su concepto sublimante y acrítico. Para él, la violencia
simbólica que, como señala Bordieu, es la naturaleza constitutiva de los sistemas hermenéuticos,
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no existe o es a lo más una posibilidad marginal (Bourdieu, 57). Al mismo tiempo, los modelos
críticos absolutos tienden a autonegarse a sí mismos al cerrarse por completo a opciones
afirmadoras e integrativas que no deriven hacia la utopía.
La ruptura de demarcaciones tradicionales que trae consigo la globalización ofrece un
replanteamiento de la dicotomía en la que el discurso intelectual ha quedado congelado durante
largo tiempo. La relación antinómica entre cultura escrita y cultura visual y entre el análisis
sintético y el desintegrador ha entrado en una fase de replanteamiento no tanto desde dentro de
sus propias premisas internas sino a partir de la nueva situación epistémica general. La
tecnología es un factor determinante en el nuevo replanteamiento. El impasse de la antinomia ha
sido roto por la emergencia de los nuevos modos de la comunicación y la progresiva
reconfiguración de las relaciones nacionales. Los presupuestos del debate y las diferentes
metodologías para aproximarse a él han dejado de tener el sentido que tenían. Lo que la nueva
tecnología de la comunicación hace es circundar la confrontación irresoluble del pasado entre
categorías aparentemente irreconciliables y proponer un punto de partida nuevo.
Voy a emplear un referente visual más que escrito para explorar esta nueva opción. Ese
referente es el cine y el caso ilustrativo concreto es Almodóvar. El medio del cine es inclusivo y
descarta las diferencias y divisiones jerárquicas que han ido adscritas a la cultura escrita. El cine
es en principio el arte de todo el mundo. El cine ha empleado, además, con entusiasmo la
tecnología para renovarse y replantear sus propios presupuestos. Almodóvar, que procede de la
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cultura visual y auditiva y no de la académica y literaria, ha circunscrito las premisas del debate y
las ha transportado a un plano diferente. Almodóvar incorpora en su discurso fílmico diversas
formas culturales y hace uso de las referencias procedentes tanto de la cultura popular como de la
cultura elevada (Buñuel, por ejemplo) sin prejuicios valorativos en torno a ellas. Además, su cine
ubicado físicamente en el medio español, y más específicamente el de M adrid, se extiende a la
condición urbana contemporánea y va más allá del medio nacional español. Esa es la razón de su
éxito internacional. La integración plena de los medios tecnológicos, acompañada de la ruptura de
las fronteras jerárquicas y nacionales, produce un modo de comunicación multilateral y diverso
que trasciende las divisiones pasadas, convertidas en estériles por el dinamismo cultural e
histórico. El temor al exceso tecnológico de Ortega y Bourdieu (originado por causas divergentes)
se desvirtúa cuando se asume crítica y no defensivamente la nueva realidad que, por otra parte, es
incontrovertible.
No hay tal vez cuestión más apremiante para el discurso humanista actual que la
pervivencia del habla de los clásicos, su ininterrumpido diálogo con nosotros. Ortega puede
seguir dialogando con la actualidad cuando se agrega a su preocupación por la preservación de la
continuidad cultural e histórica -el albergue de una civilización milenaria- los nuevos modos de la
tecnología y la cultura diferenciada y multipolar cuyo poder él revela entre el entusiasmo y la
duda.
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Obras citadas
Adorno, Theodor y M ark Horkheimer. Dialectic of Enlightenment. Nueva York: Continuum,
1996.
Bloch, Ernst. The Spirit of Utopia. Stanford: Stanford UP, 2000.
Bourdieu, Pierre. Language and Symbolic Power. Cambridge: Harvard UP, 1999.
Burrow, J.W. The Crisis of Reason. European Thought, 1848-1914. New Haven: Yale UP,
2000.
Castells, Manuel. The Rise of the Network Society. Oxford: Blackwell, 1996.
Habermas, Jürgen. Die Postnationale Konstellation. Frankfurt: Suhrkamp, 1998.
______________. The Philosophical Discourse of Modernity. Cambridge: M IT, 1992.
Heidegger, Martin. “The Origin of the Work of Art,” en Basic Writings, Nueva York: Harper and
Row, 1977.
Jameson, Fredric. “Notes on Globalization as a Philosophical Issue,” en The Cultures of
Globalization. Durham: Duke UP, 1998.
Navajas, Gonzalo. Del 98 a Cela. Los clásicos modernos y la nueva crítica. Madrid: Biblioteca
Nueva, 2002. (De próxima aparición)
Ortega y Gasset, José. Meditación de la técnica. M adrid: Revista de Occidente, 1997.