Una historia de hombres decentes
Arturo Pérez Reverte – XL Semanal – 26 / 5 / 2.014.
Estaba el otro día oyendo la radio mientras me recortaba la barba; y en ésas
salieron unos políticos de ambos sexos criticándose unos a otros con el
automático puesto; con esa vileza extrema y suicida que en este país miserable
es marca de la casa, despreciando cuanto los otros hacen o dicen, negándoles
cualquier logro, cualquier buena voluntad, cualquier acierto en sus gestiones
pasadas, presentes o futuras. Algo bueno habrán hecho unos u otros, me dije,
pese a todo lo evidente y malo, que a estas alturas del desparrame general
nadie discute. Algún rinconcito luminoso habrá en la gestión del adversario,
supongo. Algo que salvar, que alabar. Algo bueno que reconocer. Pero no.
Ambos discursos eran idénticos: una sucesión de lo mismo, hasta el punto de
que cualquier oyente ingenuo, desinformado sobre la calaña de unos y otros,
creería al escuchar a éste o a aquél, según a quién, que el del otro bando
encarnaba la maldad pura y simple. Que su actividad política estaba
encaminada, exclusivamente, a hundir a España y dar por saco al personal.
Así, sin más. Por simple gusto. Por la cara.
Me acordé entonces del Incidente Charlie Brown. Y de lo saludable que sería
leer Historia, o simplemente leer, para la infame, navajera, burda y poco
ilustrada clase política española. La de referencias útiles que podrían obtener.
Incluso éticas, si se pusieran a ello. Modelos morales de comportamiento
público -porque luego, en privado, compartiendo negocio, los veo besarse en la
boca hasta con lengua- que nos irían muy bien a todos. Y el conocido por
Incidente Charlie Brown, como digo, es uno de esos modelos. Ocurrió en una
guerra mundial, la segunda, que fue una de las más atroces vividas por la
Humanidad. Y sin embargo, ahí está. Para quien quiera sacar conclusiones
útiles. Para quien crea que el ser humano puede ser honorable incluso desde
bandos opuestos, en un mundo atroz y ensangrentado.
El 20 de diciembre de 1943, el B-17 norteamericano Ye Olde Pub, pilotado por
el segundo teniente Charlie L. Brown, muy averiado tras una misión de
bombardeo sobre Bremen, intentaba en solitario regresar a su base en
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Inglaterra, con el artillero de cola muerto y seis tripulantes heridos, incluido el
piloto. Sólo tres hombres a bordo quedaban sanos. El avión volaba a duras
penas dejando una estela de humo, con un motor parado y otro dañado, el
plexiglás de la cabina roto, el timón de dirección partido y los sistemas
hidráulicos y eléctricos fuera de servicio. Sus tripulantes estaban seguros de
que nunca llegarían a Inglaterra.
Todavía sobre territorio alemán, el bombardero fue detectado por el piloto de la
Luftwaffe Franz Stigler, de 26 años de edad, que en ese momento tenía 22
derribos en su haber, y sólo necesitaba uno más para ganar la Cruz de
Caballero. A los mandos de su Messerschmitt Bf-109, Stigler se acercó al avión
enemigo, dispuesto a derribarlo, pero comprobó con sorpresa que desde él
nadie le disparaba. Que el B-17, acribillado de metralla antiaérea, seguía su
renqueante vuelo hacia la costa, que en la destrozada torreta de cola el artillero
estaba muerto, y que a través del plexiglás roto se veía a los tripulantes
heridos, ateridos de frío, intentando socorrerse unos a otros. Entonces,
situándose junto a la cabina destrozada del aparato enemigo, Ziegler se
encontró con el rostro del piloto americano herido que lo miraba. «Para mí,
dispararles en ese momento -confesaría 40 años más tarde- habría sido como
hacerlo mientras saltaban en paracaídas». Así que tomó una decisión:
situándose a su lado, muy cerca de él para que las baterías antiaéreas
alemanas no lo atacaran, Ziegler acompañó al enemigo vencido, escoltándolo
hasta la costa, y allí alzó la mano en un saludo, dio media vuelta y regresó a su
base. Nunca contó la historia a sus jefes, porque lo habrían fusilado.
Charlie Brown pudo llevar su avión hasta Inglaterra. Y allí le prohibieron dar
publicidad a un incidente que revelaba la humanidad de un enemigo que volaba
con la esvástica nazi pintada en el timón de cola. Tardó mucho tiempo en
hablar de ello, pero al fin empezó a investigar. Habrían de pasar 40 años hasta
que Brown diese con el hombre que salvó su vida y la de sus compañeros.
Tras muchas pesquisas, recibió al fin una carta desde Canadá con un breve
texto:«Yo era él». Se encontraron, fueron amigos el resto de su vida y murieron
ancianos, como si el Destino los tuviera vinculados desde aquel día lejano, en
2008, con sólo unos meses de diferencia. En ambas esquelas mortuorias,
Stigler y Brown fueron mencionados como «hermano especial» del otro.
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