L E T R A S
RARAS
r e v i s t a ®
Dirección editorial, redacción, mercadotecnia, ventas, diseño y todo eso: Editorial Sad Face L. Letras Raras es una marca registrada. 2014. Año 3, número 5. Fecha de circulación: enero de 2014. Revista editada y publicada por Editorial Sad Face y Her Majesty’s Entertainment. Domicilio conocido, código postal 90210. Revista producida en México. Prohibida su reproducción. Portada: Anónimo. Todos los contenidos originales aquí verPdos son propiedad de sus respecPvos autores y están protegidos por INDAUTOR todo poderoso… ¡Así que no te fusiles nada o te freiremos en aceite!
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ÍNDICE
Editorial . . . . . . . . . . . 4 Morir en Noruega . . . . . . . . . 5 Los hijos del océano . . . . . . . . 11 Karasu . . . . . . . . . . . 16 La Jacaranda . . . . . . . . . . 18 Esperando a Samuel . . . . . . . . 22 Paisaje con ruinas . . . . . . . . . 28 Autores . . . . . . . . . . . 31
¡Pásele, marchante!
Editorial
Qué gusto saludarles luego de unas vacaciones largas y rebosantes de 4lojera
—el pinche editor—
4
enero 2014
(como deben ser todas las vacaciones). Arrancamos 2014 con un ejemplar rico en narrativa que, estamos seguros, será del gusto de quienes nos siguen de tiempo atrás y de quienes apenas nos van conociendo. Queremos aprovechar este espacio para agradecer a autores y lectores por haber hecho de 2013 el año con más logros para Letras Raras y reiterar nuestro compromiso (como políticos) de seguirle echando todas las ganas en 2014. En serio, gracias por la lectura y por participar; ¡síganlo haciendo! Nos encanta leer todo lo que nos envían. Les deseamos a todos un muy creativo 2014 y los invitamos a conocer el presente ejemplar de su ya conocida y muy amigable revista.
MORIR NORUEGA
en
Emanuel Bravo Gutiérrez
El célebre poeta mexicano Agustín Eleazar partió del Puerto de Veracruz en un barco rumbo a la ciudad de Oslo el día 15 de mayo de 1910. Mientras surcaba las aguas recordó tantas cosas: la turba de importantes damas que agitaban pudorosamente sus pañuelos en señal de despedida, los negros sombreros de copa, tan parecidos a las chimeneas del barco donde viajaba; recordó el vitoreo del populacho y la banda de mariachis que lo fue a despedir, a él, el poeta nacional por antonomasia. Aún sentía la mano de Don Porfirio sobre su pecho: “es un honor contar con hombres tan ilustres como usted”, anunció al público en medio de la parafernalia en que se había convertido el auditorio cuando lo nombraron “el poeta del pueblo”, el más honorable de los escritores de piel morena”, la apoteosis homérica a la cual todo escri-!
tor aspira al menos una vez en su vida. Recordaba los aplausos de años atrás cuando ganó su primer concurso por el poemario Hojas de arena, en el cual se esforzó por crear una poesía a la altura de lo que se escribía en Francia, a la altura de los poetas europeos más eminentes. Mientras las olas del mar lo llevaban a las tierras heladas de la Escandinavia recordó aquel invierno imberbe en el que publicó su segundo poemario, El malestar del crepúsculo, una selecta muestra del joven genio; la voz de una generación se forjaba en su pluma. Sus pensamientos se balanceaban!
en aquel barco y lo llevaban y traían al pasado, al presente y al futuro; confluían las más pomposas dignidades que le habían adjudicado por su esfuerzo, por su constancia como poeta, como ilustre caballero de las más distinguidas y fastuosas sociedades —todas selectas, todas fino abolengo, la créme de la créme—. Le llegó el sonido del fru-fru de las damas mientras bailaba valses eternos en las noches de agosto. Viajaba a Noruega, pero para él era viajar por el marisma de sus recuerdos; ansió que le aplaudieran todos los días, que elogiaran cualquier palabra que fluyera de su boca, vaya, ¡que la máquina de escribir se inclinara ante él después de que terminara de escribir un soneto! Y con estos pensamientos llegó a Oslo, a la tierra de los osos, de la nieve; llegó como embajador de México, como representante ilustre del país de los aztecas, de la tierra del mole y los camotes. !
**
! — ¿ Q u é t e d i j e r o n l a s autoridades? —preguntó Eilif. !
! —Murió a las tres de la mañana a consecuencia del frío —contestó Oskar. !
! —¿Debemos notificar al gobierno mexicano? !
!—Ya mandamos un telegrama, ahora tendremos que esperar una respuesta. !
!—¿Comenzamos a redactar el acta de defunción? !
!—Tendremos que esperar a la autopsia. !
! A los dos días Eilif se sentó frente a la desvencijada máquina de escribir. Oskar comenzó a dictar: !
! —El día 2 de diciembre del presente año (1910) el poeta y diplomático mexicano Agustín Eleazar Ramírez Arriaga murió a las tres horas como consecuencia de un e n fi s e m a p u l m o n a r y u n a pulmonía… !
! Después de concluir el acta se dirigieron a la oficina de telégrafos. Esperaron la respuesta al telegrama que habían enviado días antes. No la hubo. Tomaron un café y consultaron el periódico: en México había estallado “la revolución”; el país era un caos. Pero para Oskar y Eilif esto no significó un gran acontecimiento, tomaron el café y se dirigieron a sus casas. Al día siguiente Eilif propuso que el cadáver del poeta fuera llevado al anfiteatro. Knud Bergslien, responsable del lugar, se opuso y llevó el cadáver con el Ministro General Henrik. Recibió a Knud en el salón. Debido al frío invierno que transcurría en Oslo, Henrik no percibió que Knud traía consigo el cadáver de Agustín; pesaba poco pese a ser un cuerpo regordete. Henrik pensó durante media hora qué hacer con el cadáver. Tomó el té y decidió aplazar el tema. Habló con Knud sobre las virtudes del clima noruego para el aprendizaje de la medicina: un cadáver tardaba tanto en descomponerse que ello suponía una gran ventaja para los estudiantes de anatomía. Henrik, anatomista aficionado, decidió revisar el cadáver de Agustín: propiamente seguía conservado; las costuras de la autopsia en el pecho parecían haber cicatrizado, pero no era más que un curioso efecto óptico. Decidió conservar el cuerpo como una curiosidad dentro de su sala. Al día siguiente convocó a una tertulia a sus amigos. Estaría en la misma un poeta —un poeta reconocido—: Agustín Eleazar. !
! —¿El embajador era poeta? —le preguntó su amigo Flos Forcetti. !
!—Tengo entendido que sí —respondió Henrik. !
! —¿De dónde dijo que era? —soltó Haldora Hakon mientras depositaba su taza de café en la mesa. !
! —De México —sonrió Henrik, aunque notó con decepción que ninguno de sus contertulios había leído alguno de sus poemas. De hecho, ni Henrik lo había leído: sus poemas no se conocían en Oslo. !
!Pero incluso así la tertulia fue un éxito: el cadáver del poeta constituyó una excentricidad sobre la cuál se habló los siguientes días; algunos lo tacharon de!
excesivamente romántico mientras que algunas damas dijeron que sólo quería llamar la atención. Henrik devolvió el cadáver a Knud. No había llegado todavía respuesta al telegrama; la seguirían esperando. Mientras tanto, el cuerpo ya hedía y poco a poco sufría las consecuencias inevitables de la muerte. Knud decidió llevarlo a Halklel, amigo que poseía un lugar dónde guardar el cadáver hasta que el gobierno mexicano decidiera repatriarlo. Halklel se dedicaba a hacer quesos y también vendía carne de reno. Llevó el cadáver de Agustín al fondo de una cueva: era lo suficientemente fría como para detener durante otro par de semanas la descomposición. Ese día Halklel se ganó un par de coronas por resguardar el cadáver y las gastó en la taberna de la viuda Halla. Esa noche un perro entró a la cueva y se comió la mano derecha de Agustín. !
!—No estaba tan ebrio, recuerdo muy bien que la cerré, no sé cómo es que entró ese perro —trató de excusarse Halklel ante Knud. !
!Knud fue a la oficina de Henrik; quería saber si ya tenían respuesta de México. “No, aún no”, le respondió. “Es que le comieron la mano con la que escribía”, soltó lastimeramente Knud. El hecho fue visto como un accidente inevitable. Mientras tanto, el cuerpo de Agustín fue depositado en un ataúd improvisado y colocado en la sala de Henrik. Esperaron otra semana; por fin recibieron una respuesta: “Revolución, más importante, cuerpo, lo que sea”, decía en español. Tardaron una semana en encontrar alguien que tradujera el mensaje. !
*** ! Hamund conduce un trineo. El trineo
tiene campanillas. El cementerio posee la forma de una luna. Las lechuzas cantan. Profundo el canto de las lechuzas. No hay nadie. Las tripas de Hamund lloran de hambre. El caballo de Hamund está ciego de un ojo. Su ojo izquierdo es más lento que el derecho. Su media ceguera es blanca. Blanca como el invierno es su ceguera. Silencio. El trineo ha parado. Las lechuzas se apiñan como palomas frente al féretro del poeta. Hamund se esfuerza. El olor lo hace!
gemir Las. lechuzas ríen. La nieve se carcajea y cruje ante los pasos de Hamund. !
!El féretro baja. Se mantiene en un plano inclinado y se resbala. Hamund arrastra el féretro de la misma manera que Halklel arrastra el cuerpo de una res. El crepúsculo se marca en la cara de Hamund. La sombra de la catedral es gris. Las lechuzas vuelan hacia el campanario. El frío vuelve a su trono. Hamund necesita cavar solo la tumba. Está solo. Silencio. Hamund se sienta en el ataúd. Esa noche irá a beber a la taberna de la viuda Halla. Halla tiene pechos hermosos. Quisiera beber el recuerdo de Halla como si fuera un té caliente. No hay nadie más solo que Hamund. No. El poeta está más solo. No hay nadie que le llore. Las lechuzas incluso han huido. !
! La pala hiere la tierra. La tierra está muda, pero siente. Calla y está resentida. Carga en su espalda los cadáveres de sus hijos. Hamund cava una fosa común. “México está lejos”, piensa Agustín. Hamund termina y entierra al poeta. Era un distinguido poeta. Fue enterrado en una fosa común. Había cosas más importantes que hacer. ! fin
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E.J. Valdés
Ocurrió un viernes.
Conducía por la autopista federal en dirección sur, devorando los kilómetros de ardiente asfalto paralelos a la bahía del Pacífico. Al tomar una curva divisé un paradero a orillas del camino, provisto de una rúsPca escalinata que conducía a la playa. El sol no ocuparía el cenit en por lo menos un par de horas, de modo que aproveché para detenerme un momento en el solitario aparcamiento y bajar a caminar un momento por la arena. El calor me abofeteó al abandonar la fría atmósfera arPficial del automóvil. Dejando atrás la carretera, descendí por los rúsPcos escalones hasta una abandonada estructura de maderos y palmas secas; capas de pintura se descarapelaban de las salitrosas paredes de block. Luego de cruzar bajo la ecmera sombra de esta ruina, mis pisadas se hundieron en una duna de arena gris como el granito —así de extrañas son las orillas de Colima—. Avancé hasta la línea que separa a los hom-‐
bres de los dominios acuáPcos y la atravesé, adentrándome en el sempiterno oleaje, la espuma salada acariciando mis tobillos. Levanté la mirada hacia las acojinadas nubes y, cerrando los ojos, impregné mis pulmones con el húmedo aire de la costa. Al abrirlos y exhalar me
percaté con sobresalto de una presencia que, estoy seguro, no se encontraba allí minutos antes: un hombre de piel pálida y envejecida, arropado con una camisa rasgada y un sucio pantalón. Permanecía de pie a sólo unos metros de mí, con la mirada fija en el horizonte como si, nostálgico, buscase algo en su inmensidad. RepenPnamente volteó en mi dirección y no pude pasar por alto el inquietante ángulo que su cuello formaba con respecto a sus hombros, entre otras caracterísPcas csicas de lo más llamaPvas: sus ojos, por ejemplo, eran grandes y redondos (me atrevería a decir que casi desorbitados) y las dilatadísimas pupilas presentaban un insalubre maPz; su nariz era tan pequeña que uno diría que ésta no sobresalía entre los pómulos, sino que se hundía en el rostro, y sus labios alargados describían una inexpresiva mueca. Sorprendido, le saludé elevando mi mano. Él solamente me dedicó algo que no supe si interpretar como sonrisa. Entonces comenzó a adentrarse rápidamente entre las olas, como si su baPr no le representase mayor obstáculo, y le vi hundirse progresivamente hasta que su cabeza desapareció bajo las aguas. Esperaba verle emerger nadando, pero transcurridos un par de minutos me pregunté si acaso no se habría ahogado. Quise arrojarme en su búsqueda, mas me detuve al escuchar un chapoteo muy cerca de mí: era el hombre, saliendo de las aguas tan tranquilo como entró, cargando un brillante objeto entre sus huesudos brazos. Se acercó a mí y, esgrimiendo nuevamente su peculiar mueca, me ofreció el bulto, que así entre mis dedos. Se trataba de una suerte de espiral dorada, reluciente como el sol, incrustada con lo que parecían ser rubíes, esmeraldas y otras piedras preciosas; la pieza era totalmente maciza y, esPmo, debía
pesar alrededor de veinte kilos. ¿De dónde la había sacado? No tuve Pempo para averiguarlo, pues el hombre rompió el inquietante silencio con un gruñido, seguido de la exclamación "¡Iä, Iä!". Sumamente extrañado, le pregunté el significado de tal expresión, pero por toda respuesta se limitó a señalar a la distancia, revelando algo alarmante: entre las aguas asomaban las cabezas de otros tres individuos, idénPcos a él salvo por la textura de la piel, siendo la de ellos más... escamosa. Sin darme cuenta, retrocedí unos pasos. El hombre nuevamente enunció el terrible "¡Iä, Iä!", esta vez dedicándome una mirada de lo más despecPva, y emprendió el camino de vuelta hacia las profundidades, susurrando con insistencia algo que apenas puedo transcribir como "R'lyeh otagn". Haciendo alarde de una tremenda agilidad, nadó hasta reunirse con sus similares y, tras echar una úlPma mirada hacia la costa, los cuatro se perdieron en los abismos acuáPcos.
Entonces analicé detenidamente la voluminosa joya que me había sido entregada, y conforme mis ojos acariciaban sus curvas doradas senp como si me sobreviniera el sueño. De pronto, reflejado en un ópalo del tamaño de una uva, vi un retorcido monolito de basalto cuyas irregulares caras se veían tapizadas de misteriosas inscripciones. Más allá de éste se levantaba una ciclópea ciudad cuya geometría desafiaba toda arquitectura por mí conocida. En el punto más alto destacaba una gigantesca bóveda adornada con desconcertantes relieves de oro y coral. Tras mirarla un rato, me percaté que de su interior provenía un sonido tan intenso que, pensé,
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bien podría hacer retumbar los cimientos del mundo. La periodicidad con que se repepa pronto me lo reveló como una respiración. Al mismo Pempo, escuché un cánPco que cobraba cada vez mayor intensidad, repiPendo con enloquecedora insistencia algo que entendí como Cthulhu. No hacía falta ser un sabio para saber que el lugar que vislumbraba no había sido creado por manos humanas, y que, como tal, esa palabra —ese nombre, supuse— no debía ser enunciado por mortal alguno. Esto evocó un terror tan primordial y profundo que dejé caer la reliquia al agua, volviendo de inmediato en mí, y emprendí la carrera de regreso a mi vehículo, sin atreverme a mirar atrás. Las manos me temblaban cuando aferré el volante, y un helado sudor me escurría de la frente hasta el pecho. Me alejé de aquel paraje pisando el acelerador a fondo, tomando tan pronto me fue posible una desviación que me alejase del océano y los secretos que sus aguas encierran, consciente a la vez de que ni la velocidad ni la distancia podrían disipar ese monstruoso eco p roven i en te de l a s en t r aña s de l mundo: Cthulhu.
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Yo, Frankenstein.
ESTÁ USTED LEYENDO LETRAS RARAS. POR SI NO SE ACORDABA.
I, Frankenstein es una cinta de fantasía y acción dirigida por Stuart Bearle y estelarizada por Aaron Eckhart y Bill Nighy. Lo primero que Penes que saber es que es producida por la misma gente que hizo Underworld (ay Dios…). Lo segundo que Penes que saber es la trama: en el mundo contemporáneo se libra una violenta guerra entre dos fuerzas, los demonios y las gárgolas; los primeros representando el mal (¡uy, qué raro!) y las segundas el bien. Bueno, resulta que durante el transcurso de su conflicto surge un personaje llamado Adam (Eckhart), quien es nada menos que el legendario monstruo de Frankenstein concebido por Mary Shelley, quien se ha dedicado a merodear el mundo en sigilo tras los eventos de la novela. Pronto llama la atención de ambos bandos, interesados en reclutarlo, y no le quedará más remedio que involucrarse en el pleito.
Como dato curioso, pese a
que el monstruo no tiene nombre
en la novela, Mary Shelley llegó a
identificarle con el nombre de Adam.
KARASU*
Armando Loreto
Cerca de la iglesia de mi pueblo, en un árbol muy viejo, vivía Karasu, un cuervo negro como la noche. A Karasu, como a cualquier otro cuervo, le gustaban las cosas brillantes, así que no perdía atención cuando en la plaza los niños gastaban brillantes monedas de oro comprando dulces o juguetes.
¡Los odio!
—Si yo tuviera una de esas monedas —pensaba Karasu— sería muy feliz.
Un domingo Karasu estaba posado en uno de los árboles del atrio de la iglesia, esperando a que saliera la gente de misa, pues quería ver si aparecía la amable ancianita que les regalaba migajas a él y a muchas de las palomas que, hambrientas, ya estaban más que puestas para al banquete.
“¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!”, sonaron las campanas y la gente salió de misa. Era poquito antes de medio día, la gente ya quería comer y para tal motivo muchos ya se dirigían a la plaza. Karasu los miraba como siempre, cuando, de repente, un niño que corría tras sus hermanos soltó por descuido una brillante moneda de cobre.
*Escrito originalmente en otomí.
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—¡Qué bonita moneda! Tiene que ser mía —dijo Karasu, y voló hasta la moneda, la recogió con el pico y, lleno de avaricia, se apresuró a volar. Ya en su nido, Karasu acomodó con mucho cuidado su nueva adquisición: aquella moneda brillante—. ¡Eres muy bonita! No voy a dejar que nadie te lleve, tú eres mía —decía Karasu repetitivamente.
Una noche, Karasu se encontraba en su nido acariciando la moneda con sus alas cuando una tormenta se desató. Relámpagos, agua y viento azotaban los árboles con furia. Karasu defendía ferozmente su moneda.
La noche se iluminaba con los relámpagos y a lo lejos Karasu logró observar algo que brillaba con gran fulgor.
—Es más bonito que esta moneducha —dijo Karasu, mal mirando la moneda—. ¡Tiene que ser mía!
Avaro, Karasu comenzó a volar hacia aquella cosa brillante, pero la tormenta hacía muy difícil que Karasu lograra volar con rapidez.
—¡Tengo que llegar, tengo que llegar! —se repetía, tratando de hacerse allegar fuerzas.
De pronto, un rayo cayó iluminando la noche tan oscura, y Karasu cayó fulminado por el mismo; la avaricia había sido su perdición.
Moraleja: la avaricia es mala.
Fin
Adolfo Loyola Márquez
LA JACARANDA El doblar hueco y melancólico de las campanas de la iglesia se hizo insistente. Diego abrió los ojos. Luces y sombras formaban figuras siniestras en los defectos de la superficie del alto techo de madera. Se incorporó a medias sobre el petate. A su lado, su hermano menor dormía profundamente. Somnoliento, observó el lugar casi en penumbras, iluminado apenas por la flama temblorosa y débil de alguna veladora y por el atardecer que se filtraba por la ventana entreabierta. Se alegró de que ésta no estuviera comple-‐
tamente cerrada. No olvidaba la ocasión en que sus primos lo encerraron en esa misma habitación: era pleno día y aún así la oscuridad se hizo tan profunda que no podía verse las manos por más que las acercara a sus ojos.
Se levantó y abrió lo más que pudo las pesadas hojas de madera. De un brinco se sentó sobre el antepecho de la ventana. Aspiró con agrado el fresco olor que la lluvia reciente desprendía de la Perra, de los techos de madera y teja, de las paredes de adobe. Lo decepcionó no
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ver el auto de su padre. Asomó más de la mitad del cuerpo con la esperanza de verlo doblar por la carretera y descender por el empedrado. La visión de la calle vacía ascendiendo hacia el calvario lo hizo evocar con un vago orgullo la expectación que provocaba el llegar al pueblo en ese Ford 57: los adultos los veían pasar desde sus casas; los niños —algunos de los cuales serían sus compañeros de juego por unos días— corrían alborozados tras el vehículo. Siempre era un gran recibi-‐miento.
Pero la sensación de agrado se desvaneció pronto. ¿Por qué no llegaban sus papás? Ya era muy tarde. Tras la serranía que se recortaba a lo lejos asomaba el espectáculo sangriento del atardecer. Por un momento todo adquirió una rara inmovilidad. Se hizo un silencio extraño, una quietud tan profunda que ni el murmullo de la misa cercana ni el leve rumor del riachuelo de lluvia que descendía desde el calvario lograban turbar. Lo invadió una tristeza nunca senPda, una soledad más allá de la ausencia de sus padres, algo incompren-‐sible que lo llenó de asombro y espanto.
Duró apenas unos instantes. Sin que pudiera precisar el momento exacto, el cielo adquirió una tonalidad oscura y amenazadora. El vuelo de cientos de pájaros que abandonaron de golpe las copas de los arboles fue la señal que
despertó la inconexa sinfonía animal que casi siempre le pasaba desapercibida, como música de fondo.
Pese a no haber luz eléctrica, las noches en el pueblo eran claras. La luz de la luna bastaba para orientarse con una claridad sorprendente. Pero no en ese momento: nubes oscuras anunciaban otra tempestad. Y al interior del cuarto la veladora encendida a SanPago Caballerito poco podía hacer contra las Pnieblas.
SinPó miedo. ¿Dónde estaban todos? Seguramente sus pos y sus primos estarían en la cocina, pero no le agradaba la idea de verlos. Pareciera que fueran otros cuando no estaban sus padres: actuaban disPnto, dejaban de ser amables y los trataban a él y a su hermano con cierta burla agresiva. Pero, ¡qué tonto! ¿Y si su mamá ya había regresado y estaba también en la cocina? Se le iluminó el rostro. De un salto bajó de la ventana y cruzó la habitación. Salió al pasillo y avanzó decidido. Se detuvo ante los escalones que daban al paPo interior. La cocina, al otro lado, lucía acogedora, su luz amari l la y cál ida parecía, a l entrelazarse con el humo que se escapaba, una tela increíblemente ligera sacudida por el viento. Más acá, la oscuridad se apretaba bajo las ramas de los arboles que cubrían gran parte de la terraza: eucaliptos, duraznos, naranjos, granadales. DisPnguió la silueta de la frondosa bugambilia, ahuecada al centro, que de día era su lugar preferido para
jugar. Evitó deliberadamente mirar hacia donde se alzaba la enorme jacaranda en la que, según contaba su abuela, se columpiaba después de la media noche el mismísimo Diablo. No es que ella lo hubiera visto de lleno —nadie podría hacerlo sin volverse loco—, pero desde el mismo lugar donde Diego se encontraba ahora había percibido su nauseabundo olor, escuchado el roce de las cuerdas del columpio sobre las ramas y, entre la lluvia violeta de flores que caían, presenciado, sobrecogida de espanto, el ir y venir de las horrorosas patas de chivo.
Una luz intensa iluminó la escena por un instante. La obscuridad regresó de inmediato, seguida de un terrible estruendo, tan fuerte como Diego no recordaba haber oído jamás. Corrió desaforadamente hasta la cocina. Entró casi tropezándose. Sus primos, sentados alrededor de la mesa, lo vieron diverPdos. Su pa preparaba las torPllas en el pesado comal de barro.
—Tía, ¿no sabes donde están mis papás?
—Ya se fueron para México.
Lo sobresaltó la voz aguardientosa de su po. En un primer momento no había notado su presencia. Desgranaba mazcor-‐
cas acuclillado en una de las esquinas. Se levantó.
—Los dejaron para que se enseñen a trabajar, para que aprendan a ser hombrecitos.
—No es cierto.
No era cierto. No podían haberlos dejado. Volteó a ver a su pa en demanda de ayuda, pero ésta seguía atenta a su labor, sólo una pequeña sonrisa juguetea-‐
ba en sus labios.
—A ver si así se les quita lo chípil. “Mamá, mamá” —agregó aflautando la
voz—. ¿Porqué siempre andas bajo las enaguas de tu
madre?
—Ya déjalo —ordenó su pa—.
¿No quieres cenar?
—Bueno.
—Debes tener hambre. Se quedaron bien dormidos
desde que llegaron del río. ¿Tu hermano sigue acostado?
—Sí.
—Pues qué flojo —dijo uno de sus primos.
—Sí que les hace falta quedarse un Pempo —agregó otro y todos rieron.
Té de pingüica y pan. No le desagradaba, pero por alguna razón no podía pasar del primer bocado. Y el té estaba casi hirviendo. Mientras masPcaba
senpa la mirada hosPl de su po sobre su espalda. Intentó aparentar tranquilidad, pero conforme pasaban los minutos su angusPa crecía. Comenzó a creer que era cierto lo que decía su po y estaba a punto de llorar cuando escuchó el rrrrrrrr caracterísPco que producía la reja de carrizo al soltarse para franquear la entrada al paPo. De un saltó bajo de su silla y se apostó en la entrada. Su padre subía los escalones de la cocina.
—¡Papá! —se abalanzó sobre él, lo abrazó del cuello y le dio un beso en la mejilla. Olía a sudor y alcohol.
—Sólo las niñas besan a los papás —dijo su po.
—¡Ah, de veras, sáquese de aquí!
Su padre lo apartó con brusquedad e ingresó a la cocina tarareando la canción de moda de Javier Solís. Diego, con el rostro encendido por la humillación, permaneció inmóvil bajo el dintel de la puerta. Nadie más llegó.
Gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer. En un instante los disPntos sonidos de la noche —un roce de cuerdas sobre la superficie de una rama, el llanto de un niño que despierta completamente solo— se ahogan bajo su furioso golpeteo. La silueta oscura de los árboles se distorsiona ligeramente. En una esquina, apartada, sobresale la figura imponente de la enorme jacaranda en la que se columpia, horrible y vivo, el Diablo.
fin
Helder Ariel
ESPERANDO A SAMUEL [ ]
1
Desde que éramos pequeños me tiene mucha envidia porque siempre he sido más lindo. Soy el güerito de la familia: mi piel es fina y mis ojos son grandes y azulados. Nada que ver con él que, aunque sus facc iones son parecidas a las mías, tiene ojos y cabello oscuros, su mirada es hostil y además es cacarizo.
Las amigas de mamá me chuleaban todo el tiempo, incluso muchos desconocidos nos detenían cuando caminábamos por la banqueta solo para felicitar a mamá por lo bonito que era. Todo ante las miradas de desprecio que me lanzaba Samuel, a quien nadie pelaba.
Hablar de mi relación con Samuel es algo difícil. No recuerdo un solo momento en que me haya demostrado un poco de cariño. Él es tres años mayor que yo y creo que me odia desde el día en que nací.
Mi prima Paty me contó que, al mes de haber nacido, Samuel empujó la carreola en la que yo dormía por una calle empinada. Afortunadamente, como en la película Las brujas, un niño más grande corrió para rescatarme y me salvó de morir en el fondo de un
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barranco. Probablemente te parece un poco exagerado de mi parte pensar que ése fue un intento de asesinato. Quizá tienes razón; Samuel tan solo tenía tres años, a lo mejor solo fue un accidente o una travesura. Pero eso no fue lo único que me hizo...
Me tenía tanto coraje que a mis ocho años esparció el rumor de que yo en realidad era una niña. Obviamente nadie le creyó, pero un día el muy cabrón me pintó los labios y los ojos mientras dormía una siesta; cuando desperté me dijo que mamá había ordenado que fuera a la tiendita de la esquina a comprar una barra de pan. De menso le creí y salí a la calle con la cara pintarrajeada. Los vecinos que me vieron se burlaron de mí y empezaron a decir que era joto.
En otra ocasión, el güey le robó unas barbies a Paty, las metió a mi cuarto una tarde que salí con mamá, invitó a unos vecinos a jugar a casa e hizo que vieran las barbies en mi cuarto para que se terminaran de convencer de que yo era un maricón. Por culpa de Samuel me convertí en el jotito de la colonia.
A los catorce años convencí a mamá para que me inscribiera en clases de teatro musical; desde entonces soñaba con dedicarme a actuar, bailar y cantar, pero le pedí que se lo ocultara a Samuel; sabía que ése sería un nuevo motivo para burlarse. Para mi mala suerte, a los tres meses se enteró por culpa de una compañera que llamó a casa para avisarme que ese día no habría clase, sin darse cuenta de que al otro lado de la línea telefónica quien se encontraba era Samuel.
¡Ya te imaginarás! El cabrón no me bajaba de “puto”, “maricón” y “travesti”. Comenzó a esparcir más rumores sobre mí por toda la colonia. Decía un montón de barbaridades, desde que me travestía todas las noches y cantaba rancheras en Garibaldi hasta que chichifeaba en las calles de Zona Rosa los fines de semana. Incluso una vecina bien chismosa, la Chabuela, llegó un día a la casa bien preocupada preguntando por mí, porque había escuchado que tenía SIDA y que muy pronto me iba a morir...
¡Sí, te digo que es muy malo!
2 ¡No, mi amor! No voy a acompañar a mamá al aeropuerto para recibir a
Samuel aunque me lo rueguen las dos. En verdad no quiero verlo. No puedo perdonarlo. Lo que te conté ayer no es nada comparado con lo que me hizo después...
A los veinte años, cuando ya estudiaba en la Academia de Teatro Musical, actué como Ángel Shunard en RENT. Era mi primera presentación verdaderamente importante. Era el examen final del primer año y la montamos en un gran teatro. Como te imaginarás, yo estuve genial; al público le encantó mi interpretación y aplaudieron mucho cuando salí a hacer mi reverencia al final de la obra. Se estaban levantando de sus asientos para ovacionarme cuando Samuel y tres de sus amigos, usando máscaras de luchadores, irrumpieron en
el teatro y comenzaron a lanzarme huevos podridos. ¡No te imaginas lo horrible que fue! Algunas personas del público se indignaron y pidieron que los de seguridad sacaran a mi hermano y sus amigos de inmediato, pero otra gran parte del público dejó de aplaudir y empezaron a reírse de mí. Salí llorando del escenario, humillado, con mi cara y vestuario embarrados de huevo podrido.
Desde entonces no le he vuelto a dirigir la palabra. Durante seis meses vivimos en casa de mamá como si viviéramos en una de esas casas de huéspedes donde está prohibido que los vecinos se hablen. Un día mamá me dio la maravillosa noticia de que Samuel se había ganado una beca y se iría a estudiar un posgrado a Madrid. No sabes cuánto me alegré por eso; ¡se lo agradecí a Dios como si de verdad existiera! Pero tardó un mes en largarse; un mes de locura. El güey no paraba de decir que le dieron esa beca porque es un chingón. A cada rato juraba que jamás regresaría a México porque éste es un país de mediocres y pendejos, que se iba a quedar a vivir en Europa y no volvería a salir de los países del primer mundo porque allá había puros chingones como él.
Cuando por fin se fue, deseé con todas mis fuerzas que Samuel cumpliera su palabra y nunca regresara a hacerme la vida imposible. Pero ya ves, ahora resulta que mañana viene de visita.
3 —¡Bueno pues, ya, sí voy! —le dije a mamá, quien llegó a tu casa a las
cuatro de la madrugada para suplicarme que la acompañara al aeropuerto. Acepté porque tu mamá se tuvo que levantar para abrirle la puerta y me dio mucha pena con ella.
—Pero ni creas que me voy a poner a platicar con él y fingir que lo quiero mucho —le dije a mamá mientras conducía hacia el aeropuerto—. Además, ¿cómo se le ocurre tomar un vuelo en el que va a llegar a las cinco de la madrugada? Seguramente sólo lo hizo por chingar.
—Ay, Darío. Es tu hermano, ya perdónalo.
—Nunca. Lo recogemos, los llevó a tu casa y de ahí me regreso a casa de Karla.
Cuando aguardábamos en Salidas Internacionales comencé a desear que Samuel nunca llegara, que todo fuera mentira y resultara ser una más de sus bromas pesadas. A las 5:05 escuchamos por el altavoz que el avión de Iberia en el que viajó había arribado. Mamá puso una cara de felicidad que apenas podía con ella.
Comenzaron a salir los pasajeros. La mayoría eran españoles. Lo supe porque casi no comprendía lo que se decían; ya sabes cómo es su acento, apenas entre ellos se entienden. Salieron alrededor de cien personas. Cada vez tardaban más en salir. El pasillo comenzaba a vaciarse. A las 5:45 sólo quedábamos mamá y yo. Sonreí porque pensé que en verdad se había tratado de una broma. Lo malo era que mamá tenía una cara de decepción que me entristeció sobremanera.
A las seis de la mañana salió la última pasajera del vuelo de Iberia. Era una mujer bastante estrafalaria: rubia oxigenada, vestido negro que le llegaba arriba de las rodillas, sobre éste un suéter lleno de lentejuelas de todos los colores, medias moradas, tacones rojos de plataforma, cabello suelto, ondulado, y como cinco kilos de maquillaje en el rostro.
—Ya vámonos. Samuel nos jugó una mala broma —le dije a mamá.
Pero la estrafalaria mujer se paró frente a nosotros. Me percaté de que en realidad era un hombre vestido de mujer, que debajo de todas esas capas de maquillaje se encontraban los ojos de mi hermano, esos que antes me miraban con odio y recelo.
—¿Sa-Sa-Samuel? —me animé a preguntarle.
—Kika. Ahora me llamo Kika... ¡Venga! ¿No me vais a dar un abrazo? —nos dijo sonriendo, con un acento entre español y chilango, contoneando las caderas y extendiendo sus brazos hacia los lados.
Mamá se quedó inmóvil, estupefacta. Yo comencé a reírme (me sentía como si estuviera dentro de una película de Almodóvar): todo me pareció increíble. Mi deseo se había cumplido: Samuel no volvió, murió de marcha en Madrid, lo mató Kika...
¡Yo sí le di un abrazo!
fin 26
Un ángel mira desde la cornisa del mundo. Todo es blanco. Blanco el horizonte hecho de espuma. Blancas las agujas que apuntan al cielo y sus ventanas como ojos. Blanca es la carne de los muertos enredados por raíces negras. Blanco es el mar y sus sonidos. Parece una ceguera de luz. Mira el ángel todos los destellos. Piensa que la oscuridad tiende la locura.
Da vueltas el sol sobre su oro. El ángel sigue pensando en los rayos del mundo. Aún el abismo resplandece, hecho de ónix. No puede cerrar los ojos, le duelen los párpados como espinas. Hasta la carne tiene fiebre de tanta luz. Luego ve a los hombres abrir la tierra, llagarla. Exhiben la piedra radiante, constreñida en sus átomos transparentes. Esa piedra fría es una bomba. La irradian, piedra enferma. Brilla más, como una entraña viva. La encierra en una rueda de acero. Ya no hay luz, pero se escucha. Zumba el metal. Rueda por el aire en una coordenada precisa y cae, pero nadie se da cuenta. Dura apenas un segundo. El tiempo también es cuestión de luz. Antes de que se apague todo, un destello, la gran radiografía del mundo.
Un ángel ve el mundo. Todo está oscuro. Vuela luego sobre las cenizas. Se aleja.
Paisaje con ruinas
Alberto Puebla
28
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Los Pixies lo hacen de nuevo.
Recientemente se estrenó EP2, el
nuevo material de estudio de los
Pixies que nos presenta cuatro temas
inéditos de esta legendaria banda de
rock. Este breve titulo puede
adquirirse en formato digital por sólo
cuatro dólares en el sitio oficial, y
será seguido por EP3 en abril, y así
sucesivamente hasta llegar a EP5.
Por cierto, este año tienen prevista
una breve gira por Latinoamérica,
pero ésta no contempla México.�
30
Adolfo Loyola Márquez Estudió economía en la UNAM y filosoca en la Universidad Iberoamericana.
Ha parPcipado en talleres de narraPva en la Universidad del Claustro de Sor Juana. El incluido en este ejemplar es su primer texto publicado.
Alberto Puebla Pasante de la licenciatura en Lengua y literaturas hispánicas en la UNAM. Ha
parPcipado en la página del proyecto Telecápita y de El Horizontal. ManPene el blog Ciudad Abandonada en Blogspot.
Emanuel Bravo GuSérrez Escribe cuento y ensayo. Ha presentado ponencias en Puebla, Tijuana y el
Distrito Federal. Actualmente estudia la carrera de Lengua y literaturas hispánicas en la BUAP. Publica regularmente en la revista Cinco Centros.
Helder Ariel Estudió la licenciatura en historia en la UAM Iztapalapa. Mención honorífica
en el concurso 42 de la revista Punto de ParBda y segundo lugar del I Concurso Letras de mi Primera Vez, organizado por Tusquets Editores y el FCE.
Armando Loreto Estudiante de derecho en la UNAM FES Acatlán. Traductor del español al
otomí. Pelotari semi profesional y aprendiz de escritor. Lleva el blog Vida y Color Otomí.
E.J. Valdés Tu amigable escritor de vecindario. Colaborador de la revista de opinión
Effetá y locutor del programa de difusión literaria Códex, en Radio Plaza Juárez. Seis veces ganador de premios de creación literaria del ITESM.
H e r M a j e s t y ’ s -‐ E n t e r t a i n m e t -‐
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L E T R A S
RARAS
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