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ERRANCIA LITORALES DICIEMBRE 2014

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ROCK Y EPISTEMOLOGÍA

HELÍ MORALES

El titulo parece curioso. Lo es. Los académicos sentados en sus sillones de intelectualidad

descocida no tolerarían la blasfemia. Por otro lado, a los rockeros no solamente les

importa un comino esta problemática, sino que no les importa que no les importe. “Dejad

los choremas para los que no tocan la guitarra” gritaría divertido algún amigo

requintista. No importa, aun así.

Relacionar al rock con la epistemología no es jugar a los turistas académicos, ni obligar

a una experiencia a que se alínee en las categorías semióticas. Es fundamentalmente

ubicar al rock como vinculado a una cierta historia del saber que no pasa por las

enciclopedias sino por los laberintos.

Historia del saber que se vincula heréticamente a una problemática de la verdad. Verdad

sucia, verdad reventada, verdad que no se reconoce en los espejos de la ciencia oficial

sino en los charcos de la locura.

La locura, como experiencia, tiene su historia; el rock ligado a ésta, tiene sus palabras,

sus profetas y sus diferencias.

La historia del rock está ligada eróticamente al saber de la locura y a la verdad de la

misma. Locura no es aquí deficiencia ni consigna, es experiencia. No de la que se adquiere

con los años, sino de la que se pierde con la muerte. Experiencia de lo oscuro y lo roto

como rostros de las verdades desaforadas. Práctica de la sinrazón como única razón de la

experiencia.

Se arriesgará la línea a problematizar: la fuerza del rock está ligada a las dos dimensiones

que la historia de la demencia ha resaltado: su dimensión trágica y su dimensión crítica.

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En la Edad Media la locura tenía un rostro fascinante: exorcizaba la gran muerte

prometida por los delirios religiosos. La locura era una carcajada desafiante del

Apocalipsis: “loco como soy, la muerte no me asusta, yo la conozco en vida”. Pero no

sólo eso, la locura implicaba ese saber de lo negro, ese saber de lo bestial, ese saber del

goce que el catolicismo no soportaba sino llamándole diabólico. Los locos navegaban,

los leprosos se despedazaban y los pintores, como el Bosco, alucinaban lo que miraban y

pintaban lo que alucinaban.

Pero la fascinación duró poco, pues los hombres del siglo XVI descubrieron en la locura

una veta ligada a la razón y no al furor del desorden. Esta extraña relación de la razón con

la locura llevó a la primera a proponerle a la segunda un arreglo honorable para las

universidades y las religiones: los filósofos hablarían de la locura convenientemente si

ésta aceptaba un exorcismo razonable. Locura sí, pero como forma de llegar a la esencia

del hombre, es decir, por la vía de lo negativo; si bien la locura está en el espíritu humano,

no es su esencia.

Pero la locura no se apaciguaba con discursos honorables. Su dimensión trágica, es decir,

ligada al saber del mal, del desorden, del goce y de los excesos no dejó de gritar en forma

de pintura, de literatura y de muerte. Cervantes nos dejó el Quijote de su mancha; Artaud

no sólo hizo un teatro de la muerte sino que con sus cartas mostró la luminosidad del lado

oscuro de la desesperación; Van Gogh pintando zapatos rotos hizo excitarse a Heidegger

que, desde entonces, reconoce allí al arte. La lista de los resistentes a la racionalidad

acartonda se extiende más allá de los locos conocidos; el anonimato de muchos otros,

muestra el rostro cicatrizado de la institucionalización de la cordura.

Si bien la edad clásica, como demuestra Foucault, aísla, encierra y designifica a la locura,

la crisis de la razón como legitimidad estalla a fines del siglo XIX y principios del XX.

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En esos siglos se abren las pandoras y lo que estuvo callado mucho tiempo retorna, ya no

como fiesta pictórica, sino como un nuevo estatuto en el campo de la vida cotidiana y del

saber.

Hegel, que se había nombrado el último filósofo, es recibido con bombas conceptuales

pronunciadas en su mismo idioma: Marx le rompe la ilusión con la materialidad de la

historia; Freud abre el saber absoluto mostrando que la verdad no estaba en las óperas de

la razón sino cuando ésta desafinaba en un sol mayor… y negro.

La subversión freudiana no consistió en demostrar que la infancia no era una fase rosa y

desexualizada sino un borbotón de pulsiones locochonas. Eso ya lo sabían hasta los más

miopes. La subversión del psicoanálisis es del orden de lo epistemológico. Freud

encuentra la verdad en lo sucio, en lo roto, en el silencio que gritaba. Con esto se daba un

nuevo estatuto a la verdad, al demostrar que en ese oscuro pulso de lo sexual y la muerte

estaba la dimensión propia del sujeto. El psicoanálisis es el discurso que nacido de las

entrañas del siglo XX, demuestra que es en esa dimensión trágica e irreverente donde se

producen los relámpagos de la verdad.

El rock toma de allí sus fantasmas y sus raíces. Quizá el origen del rock se encuentre en

el anudamiento de lo que Borges llamó la historia de la infamia; si no hubieran venido

los negros a América quizá ese maravilloso rhythm and blues no hubiera surgido como

un violento lamento por el África sometida a las violencias blancas. Como quiera que

sea, es en esta dimensión trágica de la historia de la verdad donde el rock toma su

sensualidad destructiva y su fuerza creadora.

Esto no deja de manifestarse en las letras de casi todos los grupos rockeros; desde la

famosa Simpatía por el diablo, de que hacían gala los Rolling Stones hasta el alucinado

nombre que tomo un grupo de rock mexicano. Los rockins devil´s. Desde las super

portadas y rock-hiperbólico-terrorífico del grupo de Iron Maiden,hasta los trágicos viajes

interminables en los que se fueron Jim Morrison, Janis Joplin, Jimi Hendrix y otros

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grandes. En los sesenta el culto al rock ligado a lo diabólico; en los setenta un rock lleno

de sinfonías blasfemas como el Devil Woman de Deep Purple, y en los ochenta esa

crítica radical que fue el ritmo y las letras de los Sex Pistols o el rock gótico de The Cure.

Pero no sólo en las letras y en los viajes se dimensionaba esta forma de desarmar la

compostura legitimada por las buenas conciencias. En el campo mismo de lo musical, lo

diabólico tenía su lugar. No sólo porque en el origen de todo canto negro exista, junto con

la parte rítmica, una línea herética, sino porque es sabido que muchos músicos usaron una

cierta nota musical que estaba indexada por el Santo Oficio y que fue llamada el trítono

del diablo. No se trataba de dimensiones místicas sino de herejías estéticas. Peor, la

estética o estaba ligada al furor o no era.

Verdad de lo diabólico, estética de lo terrorífico, viajes de lo trágico, el rock escribe con

sus explosiones sonoras y poéticas una brillante página en la historia de la verdad.

**

Pero el rock no se reduce a un lugar en esta extraña trama. En relación con la historia del

saber, ocupa una posición ligada a otras prácticas. El rock como discurso forma parte de

la crítica radical que la modernidad clava en la carne de la tradición occidental.

La episteme moderna puede ser retratada en una posición crítica, en una pregunta por el

sujeto y en una redimensionalidad: el lenguaje como su arma fundamental.

El rock está fundamentalmente vinculado con la crítica, es por ello que se privilegiara

esta dimensión.

En la modernidad, el saber pasa a la acción y para que esto suceda es necesario que se

establezca como crítica y deconstrucción de saberes anteriores.

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En el campo de la poesía, el movimiento beat ya había mostrado a finales de los años

cincuenta el poder de la palabra como contestación. Los surrealistas, desde los años

veinte, habían hecho una revolución en el campo del lenguaje al dimensionar al sueño y

sus vinculaciones con el deseo como la materia prima de la escritura poética. El erotismo

como escritura tomaba cuerpo en la historia. Los libertinos y los románticos habían

hablado de lo erótico y herético en el campo de lo literario. El surrealismo y el

movimiento beat lo hacen como pasión contestataria, es decir, como una posición crítica.

En el rock se retoma lo poético como crítica y la crítica como grito y posición.

El discurso del rock critica con todo su dispositivo “existencial”.

El rock hace discurso en un momento en que la escritura se convierte en música. La

música era el discurso por excelencia de los años sesenta. Pero decir discurso no es decir

rollo, es decir lazo social. Decir discurso es decir una práctica del vivir y del morir.

La moral estalla y de aquellos finales de los cincuenta donde se comenzaba con el tímido

“I wanna hold your hand”, se terminaba con un claro “Led spend the nigtht together”.

Los extraños en la noche no bailaban pegaditos en fiestas llenas de rubor y corbata,

ahora los hoteles se llenaban de los que buscaban satisfacción.

En los sesenta, el rock acompaña a las revueltas estudiantiles y los movimientos de

minorías marginadas. La crítica toma los campus pero también las islas musicales.

Vietnam se convierte en tema obligado de la contestación estadunidense y la sexualidad

viene a suplir a la guerra. Seamos exactos: no era sólo la sexualidad, era el amor como

acto profundamente sensual y no como actitud moral. La imaginación intenta tomar el

poder y con ella el cuerpo… sí, también el social.

La realidad explota con las nuevas formas de viajar sin moverse y la sicodelia inaugura

la era de los viajes cósmicos automáticos. Bailar con Lucy in Sky of Diamonds era un

alucine que ninguna otra época pudo vivir. La crítica llegaba hasta allí: ni la mirada quedó

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intacta, por lo tanto todos los colores y sus perspectivas se relativizaron. El deseo no

necesita valerse del sueño para satisfacerse alucinatoriamente: el deseo se alucina.

El cuerpo se expande y los sentidos se exaltan. ¿No hay, acaso, una profunda subversión

del saber cuando la dimensión de la verdad de lo inconsciente se mira y se experimenta

despierto?

***

Hasta aquí se ha mostrado la fuerza del rock vinculado a estas dimensiones críticas y

trágicas. Pero es hora de ser más explícitos. El rock se establece interrelacionado con una

posición en la historia del saber: la de la crítica radical a la racionalidad occidental.

La epistemología puede ser la explicitación de las condiciones históricas y conceptuales

que permiten dar cuenta de las configuraciones del saber y sus diferentes formas de

establecerse como prácticas discursivas. Es en este campo donde la discursividad del rock

ocupa un lugar fundamental. Todo lo que puede ser llamado movimiento del rock con sus

diferentes épocas (no es lo mismo aquel ritmo acelerado de letras alocadas de los

cincuenta que la aristocracia sinfónica de Yes), sus diferentes posiciones. (Sting no canta

lo mismo que Rod Stewart aunque lo haga en el mismo idioma), con sus diferentes

etiquetas (light, heavy metal, old wave, punkyrock, guacarock) implica una producción

inédita de un saber que se estructura diferente de aquel de las academias de Newton. Sin

embargo, ello no le quita validez, se la confiere en su diferencia.