I L n Colombia se lleva a cabo, desde diciembre de 1998, un «proceso de paz» mediante conversaciones entre el gobierno nacional de Andrés Pastrana y la agrupación insurgente FARC. Aunque tales conversaciones las realizan los respectivos delegados, o negociadores, se supone que sus protagonistas son el Estado Colombiano, en cabeza de su Presidente, y las FARC mismas, en cabeza de su dirigente máximo.
Las razones para que se iniciara este «proceso» (como le gusta llamarlo a todo el mundo , desde sus protagonistas principales hasta los medios de comunicación, la comunidad internacional que lo acompaña y los comentaristas públicos) se resumen en una costosa situación de conflicto armado permanente que no parece tener solución militar previsible en un plazo y a un costo razonables.
Las razones del conflicto, en cambio, aparecen tan complejas y oscuras a la hora actual, que casi puede decirse que son irrelevantes para la consideración, dentro de las conversaciones, de una solución aceptable.
Sin embargo, públicamente el conflicto mismo se Injustificado —por parte de las FARC— y explicado —por prácticamente el resto del país— como reacción ante una situación de «injusticia social». Parece haber cierto consenso en torno a este punto . En realidad, es ello lo que hace legítimo dicho «proceso» a los ojos de la opinión pública. Pues si se tratara de la confrontación de dos «modelos de sociedad» radicalmente opuestos, nadie se haría la más leve ilusión acerca de las po-
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sibilidades de llegar a un acuerdo por la vía de las conversaciones.
Tal consenso tiene una manifestación sorprendente: en diversos pronunciamientos públicos, algunos incluso revestidos de cierta solemnidad, relativos al objetivo que se persigue con las conversaciones, ambas partes han coincidido plenamente hasta en su formulación explícita: «Paz con justicia social». El propio Ministro de la Defensa Nacional declaraba en 1999 que no parecía tan difícil llegar a un acuerdo con los alzados en armas, pues «aparentemente compartimos los mismos ideales»1. Digo que esto es sorprendente, pues si las partes están de acuerdo, entonces ¿por qué hay conflicto?
Dejemos de lado las sospechas de insinceridad y tomemos en serio esos pronunciamientos. Al fin y al cabo, el conflicto tiene un aspecto político innegable, y es este aspecto, y no las ocultas motivaciones de las partes, lo que finalmente va ajugar un papel crucial a la hora de solicitar la indispensable aceptación de la comunidad nacional para cualquier arreglo al que se llegue. La explicación más probable, entonces, de que a pesar del acuerdo explícito en los objetivos el conflicto persista, podría ser la existencia de diferencias importantes relativas a lo que cada una de las partes entiende por «justicia social».
Vale la pena, en consecuencia, intentar una reflexión, lo más radical posible, que nos ponga en camino, primero, de aclarar el concepto mismo y, segundo, de formular algunas propuestas útiles al respecto. En este texto rae voy a ocupar principalmente con lo primero.
Para abordar la pregunta por el sentido de la idea misma de «justicia social» comenzaré con una exposición breve de la posición extrema que consiste en responder negativamente a dicha cuestión. Se trata de la célebre posición de Friedrich von Hayek, el representante más eminente de la llamada «escuela austríaca» en teoría económica y uno de los principales inspi-
1 Véase su discurso de posesión, el 18 de junio de 1999, en www.mindefcnsa.gov.co
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radores de lo que se ha dado en llamar «neoliberalismo», el cual en últimas no es más que un conjunto no sistematizado, prácticamente inconexo, de teorías y de argumentaciones concebidas como una actualización radical del liberalismo clásico, basado en el rechazo de toda interferencia, particularmente de origen público, con un estricto laissez-faire en el orden del mercado. Creo que esta exposición, aunque breve y esquemática, permite plantear un reto teórico importante para quienes, por el contrario, sostienen que dicha idea no sé)lo tiene sentido, sino constituye un concepto esencial para una teoría política aceptable en nuestro tiempo.
A partir de allí plantearé algunas reflexiones que me llevarán a delimitar el ámbito conceptual en el cual me parece que habría que situar el problema. Este ámbito es el de la ética económica y social. Mis reflexiones serán en su mayor parte metodológicas, aunque seguramente no podré evitar hacer referencia a algunas concepciones sustantivas de la justicia social, muy particularmente a algunos aspectos de la obra de John Rawls y a su seguimiento e interpretación por parte de Philip-pe van Parijs. La razón es que, hoy en día, prácticamente nadie que escriba algo relacionado con lajusticia social puede escapar a una confrontación con dicha obra. No obstante, mi intención no es proponer una concepción de lajusticia social, sino limitarme a lo enunciado en el título de esta exposición, es decir, a examinar el sentido de la idea misma de justicia social.
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La tesis central de Hayek2, en cuanto al tema que nos ocupa, es que lajusticia social es, en el mejor de los casos, una ilu-
2 Esta exposición se limita a apartes significativos de la obra de F. A. von Hayek, Law, Legisbition and Liberty, segundo volumen: The Mirage of Social Justice, Chicago, University of Chicago Press, 1978.
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sión, y que tal idea, si se la deja en ciertas manos, pone en grave peligro la libertad personal, siendo ésta el valor moral supremo. Su argumento más fuerte es que cualquier intento de interferir en el mercado libre mediante la imposición de cualquier esquema prediseñado de distribución, especialmente de distribución de la riqueza de manera más igualitaria, o incluso de distribución de recompensas en función de méritos, necesariamente implica poner en manos de una autoridad central un poder que habrá que quitárselo a los ciudadanos individuales. Esta violación de la libertad conduce progresivamente a un sistema totalitario.
Este argumento está basado a su vez en una concepción del orden del mercado como el resultado del desarrollo de nuestra civilización inspirado por ciertos valores, siendo el principal de ellos el de la libertad personal. El mercado libre, en efecto, según Hayek, se pudo desarrollar, después de su decadencia durante una Edad Media autoritaria, cuando mil años de vanos esfuerzos por encontrar salarios y precios substantivamente justos se abandonaron en la escolástica tardía al reconocer tal idea como una fórmula vacía. En lugar de ello se empezó a enseñar que todo lo que lajusticia requería eran precios determinados por la conducta justa de las partes que intervienen en el mercado, es decir, precios competitivos a los que se llega sin fraude, monopolio ni violencia. De esta tradición —siempre según Hayek—, John Locke y sus contemporáneos derivaron la concepción liberal clásica de lajusticia, para la cual, según la célebre expresión, lo único que puede serjus-to o injusto es «la manera como se lleva a cabo la competencia y no sus resultados».
Dando por sentada esta concepción del orden del mercado y su valor intrínseco, el argumento en contra de la idea misma de justicia social se entiende fácilmente. La exigencia de justicia social plantea, para este orden, dos problemas que se pueden enunciar así:
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a) ¿Tiene el concepto de justicia social algún sentido o algún contenido dentro de un sistema económico basado en el mercado?
b) ¿Es posible preservar el orden del mercado al mismo tiempo que se le impone, en nombre de lajusticia social, o con cualquier otro pretexto, algún esquema de remuneración basado en la evaluación de las realizaciones o de las necesidades de individuos o grupos, por una autoridad dotada del poder para hacerlo cumplir?
La respuesta de Hayek a estas dos preguntas es: definitivamente, no.
La explicación de la respuesta para la segunda pregunta la hemos vislumbrado ya. Hayek identifica la idea de justicia social con la aspiración que está en el corazón mismo de las ideas socialistas. Ahora bien, la diferencia principal entre el sistema social hacia el cual apunta el liberalismo clásico y el tipo de sociedad que se forma bajo la influencia de las concepciones socialistas es que el primero, el liberal, está gobernado por principios de conducta individual justa, mientras que el segundo lo está por la satisfacción de las exigencias de «justicia social». En otras palabras, la diferencia es que el orden liberal exige a los individuos que actúen con justicia, mientras que el socialista, o el influenciado por éste, coloca cada vez más el deber de justicia en manos de autoridades que tengan el poder de ordenarle a la gente lo que tiene que hacer. Ahora bien, mientras más se haga depender la posición material de los individuos o grupos de las acciones del gobierno, más se insistirá en que éstas apunten hacia un esquema reconocible de justicia distributiva; y entre más se esfuercen los gobiernos por llevar a cabo algún esquema preconcebido de distribución deseable, más deberán someter a su control la posición de los diferentes individuos o grupos. De modo que, en la medida en que la acción política esté gobernada por la creencia en la «jus-
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ticia social», este proceso se va a acercar progresivamente a un sistema totalitario.
De este modo podemos abordar el pr imer problema que le plantea al orden del mercado la exigencia de justicia social: ¿tiene el concepto de justicia social algún sentido o algún contenido dentro de un sistema económico basado en el mercado?
Es cierto que en el sistema del mercado libre tenemos continuamente la sensación de que se cometen «injusticias». Es ciertamente trágico, admite Hayek, en el orden de los individuos, ver los fracasos de los esfuerzos más meritorios de padres que quieren educar bien a sus hijos, o de jóvenes que tratan de construir una carrera personal, o de científicos que trabajan arduamente tras una idea brillante. Y uno protesta contra estas cosas, aun sabiendo que no hay nadie a quien acusar por ello, que nadie tiene la culpa. Lo mismo ocurre cuando en el orden social de individuos libres tenemos la sensación de injusticia acerca de la distribución de bienes materiales. Claro que aquí estamos menos dispuestos a aceptar que no hay culpables y acusamos al mercado de ser injusto. Pero en realidad no hay nadie a quien culpar y por ello nos volvemos hacia el orden social mismo. La «sociedad», según Hayek, se ha convertido en la nueva deidad hacia la cual dirigimos nuestras quejas y clamores para corregir las cosas cuando éstas no llenan las expectativas que nos hemos creado.
No obstante esta sensación de injusticia, lo único de lo que tendríamos que quejarnos es de tolerar un sistema en el cual a cada persona se le permite elegir su ocupación sin que nadie tenga ni el poder ni el deber de velar por que los resultados correspondan a nuestros deseos. Pues en un sistema semejante, en el cual cada quien puede usar sus conocimientos para sus propios propósitos, el concepto mismo de «justicia social» es necesariamente vacío y sin sentido; en efecto, en él la voluntad o el querer de nadie puede determinar los ingresos relativos de la gente o evitar que éstos dependan parcialmente de
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la suerte o los accidentes. La idea de justicia social sólo tiene sentido en una economía dirigida o jerarquizada, como, por ejemplo, la de un ejército, en la cual se ordena a los individuos lo que tienen que hacer; y solamente en ese tipo de sistemas dirigidos centralizadamente se puede realizar alguna concepción de lajusticia social, pues ésta presupone que las personas están guiadas por instrucciones específicas y no por reglas de conducta individual justa. De hecho, no hay ningún sistema de reglas de conducta individual justa, y por consiguiente, ninguna acción individual libre que pueda producir resultados que satisfagan ningún principio de justicia distributiva.
Toda esta argumentación está a su vez fundada en ciertas precisiones conceptuales. Lajusticia, dice Hayek, es un atributo de la conducta humana que hemos llegado a singularizar porque, para asegurar la formación y el mantenimiento de un orden de acciones que sea benéfico, se requiere de cierta clase de conductas. Este atribulo, pues, debe predicarse de resultados pretendidos de acciones humanas, pero no de circunstancias que no han sido producidas de manera deliberada por acciones humanas. Lajusticia requiere que en las acciones intencionales que afectan el bienestar de otras personas se observen ciertas reglas uniformes de conducta. Es un concepto que claramente no tiene aplicación en la manera como los procesos impersonales del mercado asignan poder sobre bienes o servicios a personas particulares. Esto es algo, en consecuencia, que no puede ser ni justo ni injusto, pues los resultados no son ni previsibles ni propuestos, y dependen de una multitud de circunstancias que no son ni pueden ser conocidas en su totalidad por nadie. Lo que sí puede ser justo o injusto es la manera de conducirse de los individuos en ese proceso.
El hecho es que, al vivir en un sistema de libre mercado, hemos aceptado, y hemos acordado hacer cumplir, algunas reglas uniformes para un procedimiento que ha mejorado enormemente las oportunidades, para todos, de satisfacer sus ne
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cesidades, pero al precio, para todos, de correr el riesgo de un fracaso inmerecido. La información está de tal modo dispersa entre millones de personas, que nadie puede tener un control efectivo de los resultados de las acciones de cada quien. De hecho, una de las principales razones para que el ideal de justicia social no sea ni siquiera una idea con sentido, a saber, la dispersión de la información necesaria para planear la distribución, es a su vez uno de los fundamentos de la idea de la inviolabilidad del funcionamiento del mercado: en efecto, la distribución y la dispersión de la información entre millones de personas hacen que ella pueda ser finalmente utilizada para el beneficio de todos. Recordando a Adam Smith, Hayek asemeja este procedimiento a un juego, en particular a un juego que es en parte de habilidad y en parte de azar. Como todos los juegos, el mercado procede de acuerdo con reglas que guían las acciones de los individuos participantes, cuyos objetivos, habilidades y conocimientos son diferentes, con la consecuencia de que el resultado será impredecible y de que regularmente tendrá que haber ganadores y perdedores. Como en todo juego, tenemos derecho a insistir en que éste seajusto y en que nadie haga trampa; pero también, como en todojue-go, no tiene ningún sentido exigir que el resultado sea «justo» para todos los jugadores.
Aun respondiendo negativamente a la pregunta por el sentido de la idea de justicia social, al menos en una sociedad de individuos libres, Hayek reconoce que hay una forma de reconciliar un sistema de libre mercado y alguna noción de distribución que, si no es estrictamente hablando u n principio de justicia, sí tiene algún parentesco con él. Se puede enunciar el principio hayekiano del siguiente modo (recordando la célebre formulación del principio de distribución de la «primera etapa», la socialista, de la sociedad comunista, tal como lo formuló Marx en su escrito sobre el programa de Gotha): «A cada quien según el beneficio que les procure a los demás». En efecto, el orden del mercado funciona según una lógica en
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la cual a cada ser humano se le permite decidir qué trabajo realizar solamente si la remuneración que puede esperar por él corresponde al valor que sus servicios tienen para aquellos de sus semejantes que lo reciben. /Ahora, el valor que sus servicios tendrán para sus semejantes, no tendrá en general ninguna relación con sus méritos individuales o con sus necesidades. Lo que asegura la mejor remuneración no son las buenas intenciones o las necesidades de quien ofrece o presta sus servicios, sino el hacer aquello que más beneficios procura a los demás, sin tener en cuenta los motivos para hacerlo.
Creo que con esto queda más o menos clara la posición extrema que consiste en negar que la idea misma de justicia social tenga un sentido. Ahora quisiera examinar rápidamente cuál es el ámbito conceptual en el cual se debería situar el problema para poderlo enfrentar con las mejores herramientas disponibles.
II
El que lajusticia social sea considerada por Hayek como un «espejismo» tiene que ver, obviamente, con la precisión que acabo de mencionar, relativa al concepto mismo de justicia. Este concepto, que grosso modo es el que inspira también a la corriente llamada «libertarismo», representada, entre otros, por Robert Nozick, entiende lajusticia como el respeto puro y simple de los derechos individuales, resumidos básicamente en el derecho a la posesión de sí mismo, o libertad individual3.
•5 La teoría de Nozick, por supuesto, es bastante más compleja. En realidad, se basa en el respeto soberano de la libertad de elección en el marco de un sistema coherente de derechos de propiedad. Este sistema se basa, a su vez, en tres principios: el de la propiedad de sí mismo, al cual se alude aquí; más otros dos, uno que rige la circulación de los derechos de propiedad (o de circulación justa de tales derechos, en especial por transacciones voluntarias) y uno que rige para la apropiación original de bienes, a su vez restringido por una cláusula, llamada «lockeana», destinada a limitar su carácter absoluto, por razones de justicia. La preeminencia, sin embargo, de la p r o piedad de sí mismo, o libertad individual, es la que determina finalmente cómo deben entenderse y aplicarse los otros dos principios. Véase, por ejemplo, R. Nozick, Anar-chy, State and Utopia. Oxford, Blackwell, 1974, p. 33, 150 ss., 174.
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Así, cualquier esquema de distribución, o configuración de niveles de vida será necesariamente justo si resulta del ejercicio libre de los derechos individuales, es decir, del funcionamiento libre del mercado, sin importar qué tan igualitaria o desigua-litaria sea. Puede que en nuestra sociedad muchas personas mueran de hambre o lleven una vida miserable debido a la carencia de ingresos, lo cual es ciertamente deplorable; pero si no se ha violado ningún derecho individual de propiedad, no cabe decir que haya algo injusto en esta situación.
Esta concepción puede ser ciertamente chocante, pero no por ello hay que perder de vista el desafío teórico que encierra. Podríamos decir que aquello contra lo que choca son ciertas intuiciones o sentimientos «éticos» y concluir de allí que semejante posición se puede descalificar porque en sus consideraciones ignora o le da la espalda a la inclusión de algo llamado la «dimensión ética». Sin embargo, creo que esta conclusión es apresurada. Ni la posición de Hayek ni la de los filósofos li-bertaristas da la espalda al aspecto ético de la vida social. Por el contrario, es en la medida en que se puedan identificar acertadamente los rasgos principales de la posición ética en la cual ellas se basan que una discusión de sus principios se puede revelar fructífera.
Lo que se ha llamado «dimensión ética» comprende la intervención de juicios de valor, es decir, tomas de posición mediante las cuales nos pronunciamos a propósito de conductas, eventos, situaciones, acciones, instituciones. A los juicios de conocimiento, mediante los cuales damos cuenta de la ocurrencia o no de estados de cosas, los evaluamos según la dimensión que podemos llamar «veritativa», y los considerados como corregibles en función de nuevas evidencias. A diferencia de éstos, los juicios que caracterizan a las tomas de posición éticas son valoraciones que se presentan con visos de autoridad o, en todo caso, con la pretensión de pronunciar una apreciación que tenga un valor decisivo. Esto supone que quien pronuncia
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tal juicio está en capacidad de responder por el referente de la autoridad que pretende. Este referente es lo que constituye la «dimensión ética», es decir, las coordenadas que configuran la particular dimensión de valoración que llamamos «ética». Esta, por consiguiente, aparece en eljuicio como aquello que le da su fuerza de juicio ético.
Ahora bien, ¿cuál es el referente de los juicios de valor expresados por Hayek y, más tarde, a partir de la década de 1970, por los libertaristas? A veces [Hiede parecer que el desproporcionado poder que nuestras sociedades han otorgado a los economistas para dirigir sus destinos nos ha llevado a la desaparición de cualquier consideración ética del escenario social. Y ciertamente es lamentable el que en algunos casos esta impresión no carezca totalmente de fundamento. De hecho, las argumentaciones contra las formas de economía mixta prevalecientes en Occidente durante el siglo XX que más visibilidad han tenido, por ejemplo la crítica monetarista de las políticas keynesianas o los alegatos a favor de la desregulación y de la apertura generalizada de los mercados, son de orden estrictamente econométrico y apuntan a mostrar que la intervención del Estado, tenga ella lugar en la política monetaria o en la fiscalidad, en la discusión acerca del salario mínimo o en la organización de un sistema de seguridad social, no solamente es una traba para el funcionamiento eficiente del mercado, sino que además tiene como efecto perverso crear nuevas desigualdades en lugar de reducir las ya existentes, es decir, en últimas, deteriorar en lugar de mejorar la suerte de los más pobres. Apoyados en un complicado aparataje matemático, los técnicos de la economía parecen haber ocupado hasta la saturación la escena de las discusiones públicas sobre asuntos sociales, sin dejar lugar para ninguna otra consideración de ninguna otra índole.
Sin embargo, la tecnocracia económica no se sostiene por sí sola. Ella apela, cada vez que se la confronta a un nivel ade-
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cuado de profundidad, a otro tipo de argumentaciones, esta vez basadas en consideraciones de orden filosófico producidas, obviamente, no por ella sino por los grandes maestros del pensamiento económico. En este nivel, lo que se denuncia en la forma que han tomado las democracias occidentales más o menos teñidas de pensamiento socialista o socialdemócra-ta, no es su incapacidad para combinar apropiadamente la eficiencia económica y la preocupación por la igualdad o por la justicia social, sino el haber dejado en un plano demasiado secundario el valor supremo: la libertad individual. Milton Fried-man, por ejemplo, decía en una memorable entrevista concedida a la revista Playboy en 1973 que, aunque sus propuestas tuvieran como consecuencia inmediata el mejoramiento del bienestar económico, éste no era más que un objetivo secundario frente a su objetivo principal: la preservación de la libertad individual. Los títulos mismos de los libros que han servido de soporte teórico a la corriente neoliberal son testimonio de este hecho: Capitalismo y libertad, de Milton. Friedman; La constitución de la libertad, de Friedrich von Hayek; El costo de la libertad, de Henry Wallich4.
Dentro de esta perspectiva, entonces, lo que justifica finalmente al capitalismo no es un asunto táctico, como su eficacia económica, sino un asunto de orden conceptual, y específicamente ético: toda persona que conceda a la libertad individual un valor central no puede evitar adherir al capitalismo, incluso a un capitalismo que solamente admite como máximo un Estado mínimo.
Es en el ámbito de las proposiciones éticas, por consiguiente, en donde de hecho se sitúa la discusión razonable sobre el tema de lajusticia social. No obstante, el hecho de sacar la discusión de las manos de la tecnocracia económica no implica
1 Para teste párrafo y el siguiente, véase Ph. van Parijs, (¿u 'esí-ce qu 'une societé juste? Paris, Editions du Seuil, 1991.
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necesariamente que deba adelantarse con base en principios melafísicos o en la ignorancia de toda consideración de la realidad económica. Para aclarar este punto me vuelvo en seguida hacia los aspectos más metodológicos de mi exposición.
III
La dimensión de evaluación de las proposiciones éticas, por oposición a la dimensión de evaluación de las proposiciones cognoscitivas científicas, nos hace hablar de lo que debe ser, por oposición a lo que es el caso. Esto se manifiesta, por ejemplo, diciendo que losjuicios éticos, en contraste con losjuicios de la ciencia, sonjuicios de valor, y no juicios de hechos. Éstos se expresan en enunciados descriptivos, aquéllos en enunciados normativos, o prescriptivos, o evaluativos. No nos es posible, entonces, establecer una afirmación ética recurriendo a los mismos referentes a los que recurrimos para establecer una afirmación científica. De hecho, en la Investigación sobre los principios de la moral (1751) Hume demostró de manera convincente la imposibilidad lógica de inferir una conclusión normativa a partir de un conjunto formado exclusivamente por premisas descriptivas. Aunque éste ha sido un tópico de la filosofía del siglo XX, no voy a examinar más profundamente la tesis hu-meana, sino que la voy a dar por sentada. Y más bien voy a tratar de ofrecer una manera posible de enfrentar el reto que ella plantea para la justificación de las proposiciones éticas. Pues es claro que si no hay una respuesta válida, la ética no puede pasar de ser un asunto de opiniones.
Hay dos formas de enfrentar el problema, que mencionaré muy rápidamente, ya que no son, en mi opinión, las más convincentes5. La primera consiste en buscar las premisas norma-
° Para lo que sigue, véase Ch. Ansperger y Ph. van Parijs, Ethique économique et sociale, Paris, Editions La Découverte & Syros, 2000.
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tívas en una teología moral, en la cual ellas aparecen como interpelaciones divinas interpretadas según alguna tradición religiosa o por determinadas autoridades instituidas. La otra consiste en apoyarse en una especie de antropología filosófica, es decir, en alguna teoría especulativa relativa a la naturaleza del ser humano en la cual sea posible decir algo no solamente sobre qué es, sino también sobre qué debe ser el hombre. Estas dos maneras de enfrentar el reto planteado por Hume no me parecen convincentes, por dos razones: a) al confundir precisamente la diferencia ya señalada entre las dos dimensiones de evaluación de las proposiciones, caen en el error, señalado conjusteza por Ludwig Wittgenstein6, de pretender enunciar mediante proposiciones descriptivas un valor absoluto (el sentido último de la existencia o de la vida humana, o el bien absoluto, etc.), lo cual conduce, por principio, a un sinsentido; y b) debido en gran medida a lo anterior, en las sociedades actuales este tipo de concepciones no pueden pretender el consenso requerido por la naturaleza pluralista de nuestra organización social: aunque son puntos de vista y enfoques que de hecho se dan en ésta, no hay ninguna razón para aceptarlas como fundamento absoluto y por consiguiente deben entrar a hacer parte del variado conjunto de enfoques y concepciones de la vida buena cuyo libre juego constituye un rasgo esencial de las sociedades contemporáneas.
Creo que el reto de Hume se puede enfrentar mejor si le reconocemos a la «dimensión ética» su carácter subjetivo, vivencial, ateórico y para nada descriptivo, y si tratamos de entender dicha dimensión como constituida por algo semejante a un sistema de coordenadas que configuran para cada quien un espacio de valoración. En cuanto tal, ella es un elemento
6 Véase «A Lecture on Ethics» (1929), publicado en la compilación Philosophical Occa-sions (Editcd byjames Klagge & Alfred Normann), Cambridge-Indianapolis, Hackell Publishing Company, 1993.
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crucial para adelantar discusiones racionales relativas a los principios generales que deberían regir una sociedad justa. Estas discusiones podrían caracterizarse como la búsqueda de lo que John Rawls ha llamado un equilibrio reflexivo1'. Éste consiste básicamente en valemos de nuestros juicios morales «bien reflexionados» {consideredjudgments), aquellos que hacen parte de nuestra particular «dimensión ética», para confrontar las implicaciones de los principios generales que sean propuestos relativamente a lo que deberíamos hacer, individual o colectivamente, en circunstancias reales o hipotéticas. F.n caso de que un principio general choque contra alguno de estos juicios sólidos de nuestra dimensión ética, juicio al cual no estaríamos dispuestos a renunciar, el principio propuesto será o rechazado o revisado de modo que desaparezca el conflicto con él.
El enfoque básico que está detrás de esta manera de proceder no les otorga a las cuestiones éticas forma de fundamento absoluto. Por el contrario, las reubica en el ámbito del comportamiento común, ordinario, en el cual continuamente estamos expresando proposiciones valorativas, calificando acciones como buenas, malas, inaceptables, etc. Así como en forma continua expresamos o enfrentamos proposiciones que consideramos verdaderas o falsas acerca de hechos del mundo, así mismo expresamos o enfrentamos acciones que consideramos buenas o malas, o situaciones que evaluamos comojustas e injustas. La diferencia entre estas dos dimensiones de evaluación radica en que mientras para la primera el último juez son los hechos, para la segunda son lo que Rawls ha llamado nuestros «juicios bien reflexionados» {consideredjudgments). Las razones que podamos aducir para respaldar nuestros juicios no
' Véase J. Rawls, Teoría de la justicia, traducción de María Dolores González, México, Fondo de Cultura Económica, p. 37-38 (A Theory of Justice, Revised Edition, Harvard University Press, 1999, pp. 17-18).
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podrían expresarse en forma de proposiciones que pretendieran describir algo absoluto, proposiciones por lo demás imposibles (puesto que son sin sentido). Su fundamento estaría más bien en la coherencia que les otorgue a nuestros juicios morales una unidad frente a las más diversas circunstancias. Es en este sentido que el equilibrio reflexivo es precisamente objeto de una «búsqueda».
Una vez delimitado el ámbito general en el cual es razonable examinar el problema, el ámbito de la ética así entendida, quiero repetir que con ello no quedan excluidas las consideraciones económicas, aunque ciertamente hay que esforzarse por sacar el tema de las manos de la tecnocracia económica dominante en nuestros días. Quiero aclarar este punto en lo que sigue.
En el ámbito de la ética hay que delimitar aún el territorio en el cual creo que se debe tratar el tema de lajusticia social. Se trata del territorio de la ética económica y sociaft. Ésta no es, como puede parecer a simple vista, una afirmación obvia. En efecto, la noción de ética económica solamente tiene sentido en el contexto de sociedades en donde la actividad económica se haya diferenciado lo suficiente de los demás aspectos de la existencia. Con otras palabras, en sociedades como la nuestra, en donde el intercambio, y en particular el intercambio monetario, ocupa un lugar de preeminencia. Afirmar que hay una ética económica, por consiguiente, tiene sentido entre otras cosas cuando la esfera económica adquiere tal autonomía que la sociedad corre el riesgo de caer en manos de una tecnocracia conformada por individuos competentes exclusivamente en el manejo de los aspectos puramente técnicos de dicha esfera.
La esfera económica se puede definir como el conjunto de las actividades de intercambio de bienes y servicios y de la pro-
8 Véase, para lo que sigue, Ch. Anspergery Ph. van Parijs, op. cit
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ducción asociada a este intercambio. La ética económica será entonces la rama de la ética que se ocupe de los comportamientos y de las instituciones relativos a esta esfera. En su dimensión individual se refiere a cómo debemos comportarnos en esta esfera de intercambio y producción, y en su dimensión institucional se ocupa de cómo debemos definir colectivamente las reglas legales a las cuales deben someterse estas actividades9.
Ahora bien, aunque la idea de una ética económica surge cuando la esfera económica llega a convertirse en la esfera dominante de nuestras existencias, es importante no llegar a considerar a la economía como un dominio aislado de la vida social. Precisamente, la tecnocracia económica llega a convertirse en un elemento político dominante cuando se pierde de vista la pertenencia de la esfera económica al conjunto de la vida social10. Por ello mismo es importante que la ética económica, sin dejar de reconocérsele su importancia particular, pueda ser incrustada en una ética social.
La ética social es, a su vez, la rama de la ética que se refiere a las instituciones sociales, en contraste con el comportamiento individual, es decir, a la manera como debemos organizar colectivamente la sociedad, más que a la manera como cada uno de nosotros debe comportarse en su seno. En este sentido, la ética social no es otra cosa que la filosofía política, entendida como una parte de la filosofía moral, o de la ética1 L
El componente institucional de la ética económica mencionado anteriormente hace parte, a su vez, de la ética social. Es aquella parte que trata de las instituciones que regulan di-
9 Ibid., pp. 5-6. 10 La concepción, fuertemente ideológica, de una economía que escapa al control social ha sido severamente criticada por Fierre Bourdieu, entre otros. Véase, por ejemplo, su libro Les structures sociales de l'économie. Paris, Editions du Seuil, 2000. 11 Ch. Ansperger y Ph. van Parijs, op. cit.
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recta o indirectamente el intercambio y la producción de bienes y servicios. En cuanto al componente individual, no hace parte propiamente de la ética social sino de la ética sin más, j un to con lo que se llama la «deontología profesional».
La cuestión de lajusticia social encuentra su lugar dentro de este marco disciplinario. Ella es tratada por lo que puede llamarse una teoría de lajusticia social, la cual sería un subcon-jun to de la ética económica y social. Podemos entenderla como el conjunto de los principios que rigen la definición y la repartición equitativa de derechos y deberes entre los miembros de la sociedad. Su foco de atención se concentra sobre las instituciones sociales más que sobre los comportamientos individuales, y muy particularmente sobre un rasgo específico, entre otros, de estas instituciones: su carácter justo, en contraste con, por ejemplo su aptitud para favorecer el crecimiento o la convivencia pacífica12.
Nótese que en este enfoque el concepto de justicia social es el concepto privilegiado y no, por ejemplo, un concepto sobre lo que es una sociedad buena o lo que sería un comportamiento ético por parte de individuos o instituciones. La razón es que si bien cada persona o grupo de personas tiene el derecho de determinar lo que para ellos es importante en sus vidas, ello sólo puede hacerse efectivo en el marco de unas condiciones institucionales que hagan compatibles todas estas opciones de vida individuales; esto, a su vez, es algo que hay que determinar colectivamente y que debe poseer como rasgo principal, para poder ser aceptado por todos, el que sea justo. Creo que esta observación da una pista importante para enfrentar el reto conceptual planteado por las consideraciones de Hayek.
Por otra parte, el hecho mismo de que tales instituciones deban poder apreciarse como equitativas por personas que tie-
1 2 Und.
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nen concepciones muy diversas sobre la vida buena, y por consiguiente tengan que podérsele justificar a cada quien, fija unas condiciones bastante precisas sobre las cuales puede apoyarse la argumentación acerca del contenido de la idea misma de justicia social.
CONCLUSIONES
Creo que de todo lo dicho se pueden extraer las siguientes conclusiones provisionales:
1. La argumentación más radical en contra de la justicia social es la de Hayek, pues se opone a la idea misma de justicia social, a la cual califica de un «espejismo», en el mejo r de los casos. Ahora bien, como hemos visto, de algún modo el mismo Hayek parte de una idea de sociedad justa, la cual comparte con la corriente libertarista: una sociedad justa sería ante todo una sociedad dotada de un marco legal y de un conjunto de normas sociales susceptibles de garantizar comportamientos libres y de permitir su coordinación espontánea. Estas reglas y normas son esencialmente las de un régimen liberal que promueva un mercado mínimamente reglamentado. Por otra parte, tales reglas emergen como resultado de un proceso de evolución por el cual el sistema social selecciona los marcos reglamentarios más apropiados, que en este caso son aquellos más susceptibles de garantizar la maximi-zación del bienestar global. Así, Hayek, lejos de demostrar el sinsentido del concepto mismo de justicia social, parece proponer unajustificación en últimas utilitarista de las reglas de la organización social que emergen de procesos evolutivos espontáneos. Y, por otra parte, ofrece una visión libertarista de la sociedad y de su organización económica, en la cual el mercado es el mecanismo
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que asegura a la vez la protección de la libertad individual y la diseminación óptima de la información privada. Esta conjunción de utilitarismo y libertarismo, a su vez, se da en el marco de una visión puramente procedimental de lajusticia.
2. El ámbito que parece el más apropiado y el más fructífero para abordar el tema de lajusticia social es el de la ética económica y social, tal como lo he caracterizado. La visión de lo que es una sociedad justa en la perspectiva de Hayek no se apoya en ningún concepto ético explícito, a no ser el de libertad individual. Pero la justificación última de su principio «a cada quien según el beneficio que les procure a los demás» parece radicar más en una concepción evolucionista naturalista de la naturaleza humana y de las configuraciones sociales que en una reflexión ética. De hecho, tal concepción está expuesta en algunas de sus obras, que no he mencionado en esta exposición. Lo cierto es que esta posición resulta bastante inestable, pues parece apoyarse en una confusión entre juicios éticos, o de valor, yjuicios científicos, o de hechos.
3. La estrategia que me parece más prometedora para tratar la cuestión de lajusticia social, en el marco de una ética económica y social, es la búsqueda de lo que Rawls llamó equilibrio reflexivo. Esta estrategia nos permite a la vez tener en cuenta el carácter pluralista de nuestras sociedades con relación a las concepciones de la vida buena, y no obstante lograr juicios éticos revestidos de toda la autoridad que se supone deben tener, es decir, evitar la trampa del relativismo.
4. Avanzo, como provocación, la siguiente conclusión13: la concepción hayekiana, así como la libertarista, se precian
'•' Esta conclusión es en realidad un apretado resumen de argumentaciones de Ph. van Paiájs. Véase, por ejemplo, Real Freedom. jor All, Oxford, Clarendon Press, 199;}.
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de no aceptar ningún principio de justicia, excepto el de la plena libertad individual para todos. Ninguno, pues, que sea de naturaleza distributiva y que signifique interferir con el libre juego de las libertades individuales en el mercado. Creo que, en efecto, cualquier principio de organización de una sociedad justa debe tener como base algo similar a este principio de libertad. Pero no es posible que sea el único, y eso por razones que tienen que ver con el principio mismo. Pues la libertad individual, tal como ellos la caracterizan, se concibe como el derecho de propiedad sobre uno mismo y sobre los bienes adquiridos en transacciones voluntarias cuya legitimidad no pueda ser cuestionada. Ahora bien, todos estos bienes en última instancia se pueden reducir a los recursos naturales. ¿Y quién es el propietario original de éstos? Es razonable pensar que originalmente sean propiedad colectiva de toda la humanidad. Pero entonces, el princi-jiio de libertad queda reducido a la libertad de disponer del propio cuerpo. ¿Yqué queda de la libertad individual cuando se la reduce a esto? Hayek o cualquier libertarista tendría que oponerse a la idea de la propiedad colectiva de los recursos naturales argumentando que aceptar tal idea niega de hecho la libertad. Pero para ello tendría a su vez que abandonar sus argumentos basados en la idea de libertad como propiedad de sí mismo en favor de argumentos basados en la idea de libertad como, además de lo anterior, acceso a bienes, o recursos, externos. Tendría que argumentar, en síntesis, no en términos de libertad formal, sino en términos de libertad real, es decir, libertad no solamente formal de querer hacer lo que le parezca con su vida sino también de disponer de los medios para llevar a cabo su propio ideal de vida buena. ZVhora bien, este criterio lo llevaría a tener que formular un principio de justicia social, y este principio no podría
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dejar de mencionar el acceso a las ventajas socioeconómicas que hacen posible la realización del ideal de vida buena de cada quien. En síntesis, el criterio de acceso a bienes exteriores que sirve como fundamento para rechazar, en nombre del ejercicio de la libertad individual, una concepción colectivista de la estructura fundamental de los derechos de propiedad, tendrá que ser también el criterio para seleccionar el principio de justicia, y éste tendrá que ser por fuerza uno que maximice la libertad real, y no solamente formal, de todos. Con otras palabras, un principio de justicia distributiva que maximice, para quienes tienen menos, las ventajas socioeconómicas que se requieren para realizar nuestros proyectos personales de vida, cualesquiera que sean14.
5. No quiero terminar sin esbozar, así sea muy brevemente, una conclusión relativa al hecho en apariencia «sorprendente» que mencioné al comenzar esta exposición. Si es verdad que entre el Estado colombiano y las fuerzas insurgentes con quienes éste adelanta un «proceso de paz» existe un conflicto cuya legitimidad, a los ojos de la población, se relaciona con la concepción de «justicia social» que tiene cada una de las partes, entonces no es completamente verdadero que ambas compartan «los mismos ideales». Pero tampoco es completamente falso que así sea. El hecho de que la idea misma de «justicia social» tenga un sentido para ambas constituye de entrada un punto de acuerdo a partir del cual es posible conversar. Sin duda, la conversación será estéril si con ella se pretende llevar ci acuerdo hasta la configuración de un «modelo de sociedad» o algo por el estilo, además de que tal resultado sería difícilmente legitimable a la luz
14 El principio d e justicia social como máx imum de libertad real es la tesis principal de Ph. van Parijs en Real Freedom for All op. cit.
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de jíarámetros democráticos. Lo que en cambio sí parece alcanzable es un consenso alrededor de un principio general de justicia que no hipoteque el ámbito natural de la confrontación y el debate políticos relativos a la forma concreta de las instituciones encargadas de hacerlo efectivo. Dando por sentado que ambas partes (las cuales, supuestamente, representan a su manera las diversas tendencias c «intereses» de la sociedad colombiana) sostienen sus propias concepciones de lo que es una s o ciedad justa, su formulación explícita en forma de un principio general de justicia debería ser el punto de partida obligado. Al fin y al cabo, cada parte se siente segura de sus posiciones y soportes conceptuales. La discusión de este principio, en rni opinión, debería entenderse como la búsqueda de un «equilibrio reflexivo», el cual, me atrevo a vaticinar, conduciría a un acuerdo que no estaría muy lejos del «máximum de libertad real para todos» al que me acabo de referir. La verdadera negociación, entonces, el ámbito de la política propiamente dicha, p o dría comenzar.
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