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Sobre la producción de memoria en Colombia:
políticas, prácticas y principios
Nataly Sarmiento Layton
Asesora:
Camila Aschner Restrepo
Seminario de Grado
Universidad de los Andes
Departamento de Lenguas y Cultura
2018-01
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A todos aquellos que me permitieron estar acá, me brindaron su apoyo, comprensión y
cariño y alimentaron este trabajo con sus enriquecedoras palabras.
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“El “pasado reciente” no es un tema de investigación ajeno que pueda visitarse, como
un país lejano, mediante el recurso a soportes, instrumentos o “vehículos” para luego
retornar ilesos de él. Los hechos del pasado son la carne de la historia que nos
constituye y con sus hilos se teje también la trama del presente”
Estela Schindel
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Sobre la producción de memoria en Colombia:
políticas, prácticas y principios
¿Qué es más poderoso que el recuerdo? Algunos dirán: el olvido, pues se le considera
como rival, pero en últimas el recuerdo sale siempre victorioso al ser el único que recuerda
que se olvidó. Son acaso las emociones, otros anticiparán, no obstante éste es fuente
inagotable de dolor, amor, deseo, y del resto del repertorio decible y no decible de la
experiencia del hombre. Es entonces la acción, alguien argüirá, mas es justamente el
recuerdo el que motiva constantemente a la acción. Es tal su poderío que la memoria
aparece para acentuar su poder, para “objetivarlo” y mantenerlo estratégicamente fijo en
el presente. El recuerdo, es una fuerza incontrolable que acaso intenta gobernar la
memoria, mas ésta última queda aún impregnada de la fuerza afectiva y creativa del
recuerdo, fuerzas en las que basamos nuestro futuro por ser lo que consciente o
inconscientemente sabemos del pasado. La memoria es un esfuerzo por rehilar el pasado,
que le teme más que nada al olvido y que no deja enterrar a sus muertos, es la diligente
búsqueda de sentido del presente re-significando constantemente el pasado.
Por tanto, la memoria es el lado más político del recuerdo, no en tanto el recuerdo
sea carente de él, sino en cuanto la memoria traduce, abstrae y selecciona, y por tanto
ostenta un poder sobre la razón, la ética y la emoción. Este poder es altamente eficaz, en
la medida que la memoria se des-politiza, es decir, se ve ésta como un proceso neutro y
objetivo, pero que como producto de un consenso esconde unos ciertos intereses políticos.
Así pues, se convierte la memoria no en fuerza incontrolable sino en un mecanismo
consiente de causas políticas, sociales, culturales e incluso morales, que encuentran un
auge justamente en un contexto de crisis que favorece la memoria ante el miedo de olvidar
los crímenes y horrores del corto siglo XX. Donde la memoria colectiva se vuelve un
ejercicio de lidiar con el pasado cercano, y por tanto, de entablar consensos sobre lo que
hay que recordar, que en igual medida, instituye una manera de conmemorar, es decir de
hacer memoria. Pues, si el recuerdo es ese proceso físico personal, la memoria le
pertenece a la colectividad.
Así pues, es importante aclarar que a lo largo de éste análisis se distinguirá entre
dos niveles de la memoria, propuestos por Platón y retomados más adelante por Todorov.
Por un lado, la mnéme, es decir, la evocación simple del recuerdo, el traer al presente
consciente o inconscientemente el pasado a través del recordar. Por el otro lado, la
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anamnésis, que es el esfuerzo de rememoración, una estructura cambiante y que resulta
en praxis. En otras palabras, se diferencia entre el proceso neurológico del recordar y el
uso político de la memoria. La producción de memoria, como problemática a estudiar, se
inscribe centralmente en este último nivel, como parte del acto y esfuerzo consciente de
rememorar. De igual manera, el texto es atravesado transversalmente por la pregunta de
la materialidad, pues parte de este consenso de la memoria colectiva es determinar unos
referentes visuales para la conmemoración, como por ejemplo la creación de museos y
monumentos, en la medida que el cómo se va a recordar tiene por fuerza existencia en lo
material. Por tanto, la línea de acción de este trabajo se concibe dentro de lo cultural,
entendiendo la memoria como condición, componente y producto de procesos y
consensos culturales.
Ahora bien, es el ocultamiento de poder tras la memoria, lo que nos ha conllevado
a ver la creciente producción de memoria en Colombia, como un fenómeno que responde
a un ejercicio de poder y que el actual trabajo analizará en diferentes frentes: En primer
lugar, en el campo político a través de un estudio de las “políticas de la memoria” como
marco de acción de la misma. En segundo lugar, se tomará como antecedente el cambio
de curaduría del Museo Nacional como ejemplo de unas prácticas memorísticas, dónde
se evidenciará cómo la memoria ha transformado la concepción del museo. En tercer
lugar, y siguiendo con unas prácticas de la memoria se tomará como estudio de caso el
monumento que se construirá en Bogotá con las armas de los desmovilizados de las
FARC como parte del acuerdo final de paz firmado en La Habana, Cuba; donde se dará
cuenta de la compleja relación entre la memoria y la materialidad, que da fruto a una
nuevas dinámicas propias de estas prácticas. Asimismo, se estudiará en este acápite la
translocación del conflicto a un ámbito transnacional. En cuarto lugar, se indagará por
unos principios morales de la memoria que determinan -tanto como lo legal- ésta
producción de memoria, en tanto el duelo se torna en dimensión mediática de la memoria
y una legitimación a sus prácticas. Finalmente, se concluirá con una reflexión sobre el
buen uso de la memoria.
Cabe resaltar, que este escrito pretende repensar la memoria como ejercicio de
poder y en tal virtud, aspira a ser una Opera aperta, para que el lector interpreté este
trabajo y tome una postura mucho más crítica a la hora de hablar de la memoria y su
creciente institucionalización, sin el temor de ser tildado como agresor de la memoria.
Pues, el ser crítico con la voz de la víctima no es desconocer su sufrimiento, sino poner
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de relieve los mecanismos de poder que operan detrás de éstas memorias, para poder notar
que intereses se están ejerciendo. Como señala López (2013) “En el contexto colombiano,
aún no existe esa distancia temporal, aunque sea mínima, entre el pasado violento y el
presente “pacificado”; y, en este sentido, los debates alrededor de la memoria no se
pueden diferenciar de aquellos que se tienen sobre la verdad, la justicia y la reparación”
(p. 18). Por otro lado, si bien este trabajo se acerca en algunos casos a un análisis de la
memoria desde la psicología, no se ansia abordar el problema desde este campo. Aun así,
debido a la transdisciplinariedad en la que se nutren los estudios culturales y de memoria,
se busca hacer uso de diferentes saberes, y de dejar una puerta abierta a futuras
investigaciones desde diferentes campos.
Antes de iniciar, hagamos un breve recorrido teórico sobre los estudios de
memoria, lo cual no solo nos dará un espectro sobre los debates dentro de la academia
referente a la memoria, sino que brindará un marco de comprensión en la cual situar la
producción de memoria actual en Colombia. La memoria ha sido compañera de la
humanidad a lo largo de su historia, no obstante, tanto su concepto como su praxis ha
variado dependiendo de las necesidades que traviesa el presenta. Platón -como ya vimos-
es el pionero en abogar por una necesaria distinción entre mnéme y anamnésis. Sin
embargo, habrá que esperar hasta entrado el siglo XX para que haya un resurgimiento en
el interés de la memoria desde la academia, cuando se empieza a abordar este fenómeno
de manera científica. No sin antes enfrentar una “crisis memorística” durante el siglo XIX
que confluyó en una vertiginosa proliferación de museos como predecesores directos de
Les Cabinets de Curiosités.
Para Schindel, este retorno a la memoria a inicios del siglo XX es el resultado de
un forzoso quiebre civilizatorio de la modernidad en occidente que condujo a la
separación entre un “antes”1, donde la memoria pertenecía a una estructura del sentir; y
un después, refiriéndose a la reconfiguración de la sociedad al atravesar drásticos cambios
políticos, sociales, económicos, culturales y demográficos con el surgimiento de una
industrialización acelerada. (Schindel, 2011, p. 3) Es decir, marca una clara diferencia
entre una memoria como continuidad orgánica, presente en la experiencia cotidiana, y
1 Aquí Schindel aclara que no alude tanto a un momento histórico previo a la modernidad (anterior al
culto al progreso y la confianza en el desarrollo unilinear y ascendente de la historia que reorientaron la perspectiva humana hacia el futuro), sino más bien a un estado del vivir o, tomando la expresión de Raymond Williams, una “estructura del sentir”.
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una creciente preocupación por la memoria archivista, llena de artefactos protéticos o
repositorios.
Ya Walter Benjamin advertía sobre el empobrecimiento de la experiencia en la
modernidad, lo que inminentemente resquebraja el lazo con la tradición y el pasado. Sin
embargo, es hasta la década de los veinte con el sociólogo francés Maurice Halbwachs y
su concepto de memoria colectiva, que se plasma la emergencia de un término que asiera
la memoria en un mundo que cambiaba a gran velocidad. Es el surgimiento de esta
relación memoria-colectividad, sumado con la necesidad de tratar un trauma histórico y
la reacción ante la pérdida de positivismo sobre el futuro, lo que da pie al llamado boom
de la memoria, donde:
[...] surgen y se multiplican los archivos, colecciones y registros en el afán
por rescatar, preservar y atesorar aquello que de otro modo, se teme, podría
perderse para siempre. El auge de la memoria es intrínseco a su
alejamiento, a su desacople de los marcos de la experiencia cotidiana. Los
artefactos que dan soporte al recuerdo son testimonio de una pérdida, un
esfuerzo protésico por reponer externamente lo que ha dejado de alimentar
como fuente interior el hacer colectivo. (Schindel, p. 2, 2011)
Asimismo, a partir de ahí y por varias décadas la academia, principalmente la
escuela alemana, se dedicaría a analizar ésta relación memoria-colectividad y los
síntomas de su producción. Siendo algunos notables referentes Aby Warburg, Aleida y
Jan Assman y más recientemente el trabajo del Gießener Graduiertenzentum der
Kulturwissenchaften y la Unidad de Investigación Especializada 434 de Gießen que
desarrollaron el concepto “culturas del recuerdo”. De igual modo, la memoria colectiva
sigue siendo un fructífero e interdisciplinar campo de investigación, donde hoy en día se
concibe ésta como un “concepto genérico que cobija todos aquellos procesos de tipo
orgánico, medial e institucional, cuyo significado responde al modo como lo pasado y lo
presente se influyen recíprocamente en contextos socioculturales” (Erll, p.8, 2012).
Es en este amplio contexto que surge en las últimas décadas un creciente afán por
una producción de memoria dentro del panorama global y latinoamericano, que enmarca
a Colombia dentro de este flujo, más que por diversas razones encuentra un auge en el
año 2010, cuando comienza los procesos de desmovilización y reintegración de grupos al
margen de la ley, a los que posteriormente se sumaría el grupo Fuerza Armada
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Revolucionaria de Colombia (FARC) en el año 2016. Son estas condiciones las que darán
inicio al primer capítulo.
1. La memoria en Colombia
“El que no tiene memoria, se hace una de papel”
Gabriel García Márquez
“País sin memoria”, ha sido a lo largo de las últimas décadas el auto-identificador más
recurrente a la hora de hablar de Colombia como un pueblo que ha visto cincuenta y tres
años de guerra y que, hasta ahora, ha empezado a lidiar con el afán de recordar. Afán que
ha permeado la esfera social, cultural y política de tal manera, que la producción de
memoria ha incrementado significativamente en los últimos años, y se ha inscrito dentro
de un escenario que ve la memoria como un fin político. Puesto que, en el hacer memoria
se busca y refuerza la idea de re-construir un nuevo país bajo la aún incierta promesa de
la paz y la no repetición, volviendo entonces la memoria una campaña que siempre está
a la orden del día. De tal manera, el presente apartado propone estudiar el camino trazado
por unas políticas de la memoria en Colombia desde el año 2011, cuando estas
desembocaron en unas prácticas, que se vieron reforzadas con la aprobación de la Ley
1448, conocida como la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras.
Ante todo, es imperante no desvincular el caso colombiano dentro de una fuerte
tradición latinoamericana de la memoria. Si como ya vimos el boom de la memoria ha
sido un fenómeno que se ha esparcido en múltiples latitudes del globo, en Latinoamérica
ha sido un campo próspero que se cimentó en la historia común de la región. Es decir,
debido a las particularidades históricas, como el desarrollo a largo del siglo XX de
dictaduras militares en países como Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, Bolivia e incluso
Colombia, en pos de la “seguridad nacional”. Se fermentó en el cono sur una necesidad
de memoria que combatiera los horrores de ésta época y que rescatará miles de vidas
perdidas, las cuales fueron atrozmente acabadas y silenciadas durante los diferentes
regímenes.
De tal manera, tras la re-implementación de la democracia se dio un fuerte
movimiento de rescate de la memoria colectiva, que se materializó en diferentes
comisiones de la verdad y la creación de museos de la memoria, como iniciativas por
desenterrar las barbaries cometidas. Asimismo, se desarrollaron diferentes proyectos
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comunitarios, principalmente a través del arte y el teatro, y se impulsó la recuperación de
espacios emblemáticos de tortura o resistencias con el fin de convertirlos en lugares de la
memoria. Sin embargo, por la singularidad de la dictadura en Colombia y por la gran ola
de violencia en el país durante los años posteriores, éste se encuentra entre los últimos
países que se han sumado a lista y han empezado con estos procesos de memorialización,
mas no en base a la dictadura de hace cincuenta años, sino a la guerra interna que apenas
acaba y que ha dejado un largo camino de víctimas. Inclusive hoy en día es común
escuchar la dificultad e imposibilidad de hacer memoria entre la guerra.
Ahora bien, tomemos como punto de inicio el estudio de las políticas bajo las
cuales han sido posibles unas prácticas de la memoria en Colombia. Como bien
argumenta Wolfrum (1999) “lo decisivo aquí no es la pregunta por la veracidad científica
de la imagen de la historia que se proporciona, sino el cómo, a través de quién, por qué,
con qué medios, con qué intención y con qué efecto se tematizan las experiencias con el
pasado y se las convierte en políticamente relevantes” (p. 25). En el caso colombiano, la
ley 1448 marcó un hito en cuanto al reconocimiento por parte del Estado de las víctimas
de un existente conflicto interno armado, así como la necesidad de una reparación
material y simbólica. Sin embargo, cabe recalcar que las prácticas de la memoria han sido
por primera vez reconocidas y patrocinadas institucionalmente desde la Ley de Justicia y
paz de 2005, cuando se fundó la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación
(CNRR) bajo el Artículo 50 de dicha ley; y adscrito a ésta fue creado el Grupo de
Memoria Histórica de la CNRR, el cual:
tiene como objetivo desarrollar y difundir un relato sobre el conflicto
armado en Colombia para identificar las razones para el surgimiento y
evolución de los grupos armados ilegales y las verdades y memorias de la
violencia, con un enfoque diferenciado y una opción preferencial por las
voces de las víctimas que se han eliminado o silenciado. (Ley 975 de 2005)
La CNRR jugó un rol fundamental en la posterior formulación de las políticas de
la memoria, puesto que demarco las funciones de la memoria guiadas a construir un relato
de voces de las víctimas. De igual forma, contextualizando la situación del país, éstas
respondieron a uno de los once procesos de paz con grupos al margen de la ley, que han
puesto en marcha diferentes gobiernos a lo largo de las últimas tres décadas. En el año
2005 entre el gobierno de Álvaro Uribe y las Autodefensas Unidas de Colombia o AUC
(Reuters, 2018).
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Incluso, muchos rasgos de la Ley 975 siguen vigentes y fueron retomados seis
años después en la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras de 2011. Tómese como
ilustración el artículo primero:
[Esta Ley] tiene por objeto establecer un conjunto de medidas judiciales,
administrativas, sociales y económicas, individuales y colectivas, en
beneficio de las víctimas […] dentro de un marco de justicia transicional,
que posibiliten hacer efectivo el goce de sus derechos a la verdad, la
justicia y la reparación con garantía de no repetición, de modo que se
reconozca su condición de víctimas y se dignifique a través de la
materialización de sus derechos constitucionales. (Art. 1. 2011)
Como se puede observar esta ley pretende poner en marcha una serie de acciones que
reivindiquen el rol de las víctimas, incluida la apuesta de realizar el Centro Nacional de
Memoria Histórica CNMH bajo el decreto 4803 de 2011, cuando se independizó el Grupo
de Memoria Histórica y pasó a conformar un ente del orden nacional. Este es un aspecto
importante para analizar, ya que al institucionalizarse la memoria se le convierte en un
dispositivo2 (en términos de Foucault) y se determina que ésta debe asegurar per se la
verdad, justicia y reparación. De modo que, la producción de memoria es leída como un
derecho judicial y el ejercicio de un derecho cultural, del cual nacen unas prácticas que
son tomadas como prestación realizada a favor de las víctimas; prácticas que además son
parte integral para el proceso de reparación. Asimismo, hay un “deber moral” del Estado
en cuanto a su compromiso con la memoria, en tanto se subraya que éste debe “propiciar
garantías y condiciones” (Art. 143) para el rescate y preservación de la memoria, como
se detallará más a fondo en el capítulo cuarto.
Es en este mismo contexto de proliferación de una producción de memoria, que
se legitima desde lo judicial, surge una iniciativa conjunta entre el gobierno y el grupo de
las FARC sobre la realización de unos monumentos como “Disposición final del
armamento”. En el cual se aclara: “el armamento y municiones que se encuentren en los
depósitos (caletas) de las extintas FARC-EP se destinan para la construcción de 3
monumentos […] [El cual] el ministerio de Defensa en coordinación con la Fuerza
2 “un conjunto resueltamente heterogéneo que incluye discursos, instituciones, instalaciones
arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados
científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, brevemente, lo dicho y también lo
no-dicho” (citado por Agamben, 2007)
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Pública, deberán poner a disposición del Ministerio de Cultura el material
inhabilitado”(Decreto 1716 de 2017). Es interesante que la realización de estos
monumentos como finalidad última del armamento fue escogido conjuntamente en las
negociaciones entre el gobierno y las FARC. Vale la pena preguntarse ¿qué otro fin
podrían tener? Su utilización por parte de las fuerzas armadas se imposibilita al siquiera
pensar en usar las mismas armas que fueron usadas en su contra. Asimismo, desde el
plano moral hay una mesura a su uso, ya que como objetos de poder que fueron adquiridos
mediante las ganancias de la extorsión, el narcotráfico, el secuestro y otros actos
delictivos, quedan por siempre impregnados del dolor que causaron. Por otra parte,
almacenarlas podría representar una puerta abierta para su posible reutilización en algún
momento, lo que pondría en tela de juicio la garantía del proceso de paz. Bajo este
escenario, es entonces la creación de unos monumentos la mejor manera de sacralizar el
material y, al mismo tiempo, de dar un fin adecuado a las armas. Donde Colombia se
suma a la corriente de estetizar la memoria en lo visual, factor predominante del
tratamiento de la rememoración en la tradición latinoamericana.
Acto seguido y con el fin de dar cumplimiento a la realización del monumento y
en suscripción del “Acuerdo Final [que] dio apertura a un proceso amplio e incluyente en
Colombia, enfocado principalmente en los derechos de las víctimas del conflicto armado”
(Convocatoria “monumento a la paz”). El Ministerio de Cultura abrió una convocatoria
pública para la realización del monumento a la paz en la sede de las Naciones Unidas en
Nueva York. Esta convocaría, si bien no refiere al monumento que será construido en
Bogotá, del cual se hablará más adelante, presenta unos criterios que dan cuenta de la
finalidad del monumento y por tanto, de los marcos bajo los que se proyecta unas
prácticas memorísticas que vale la pena mencionar. Entre ellos está, por una parte, la
capacidad de: “plasmar abstractamente el momento que representa este hecho histórico
de construcción de paz y reconciliación consignado en el Acuerdo de Paz” que le infiere
un tono distinto al monumento que se planea para el territorio nacional. Esto en cuanto el
monumento hace uso de una memoria del hecho histórico de la paz, no del conflicto; mas
se volverá a este punto más adelante.
Por otra parte, un aspecto importante en esta convocatoria, pero que hemos visto
transversalmente en el planteamiento de las políticas de la memoria, es la categorización
de “víctima” como recipiente de estos beneficios. Si nos remontamos al origen latino de
la palabra, ésta hace referencia a un “ser vivo (persona o animal) destinado al sacrificio”.
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Si bien en la actualidad se ha ampliado el uso de este concepto, es interesante que aún
hoy en día se sigue usando una serie de calificativos y cualidades que se basan en el “sufrir
un daño” sea virtual, simbólico o físico como categorizador de la “victima”; tal como se
describe en la figura jurídica colombiana (Art. 3, ley 1148). Lo anterior vincula a la
víctima directamente como aquella que ha atravesado un sacrificio y, de tal modo, merece
una reparación que alude a una producción de memoria, es decir, hay unas prácticas que
funcionan en la medida en que existen estas víctimas y la necesidad de su reparación.
En este punto, vale la pena mencionar brevemente el debate en torno a la categoría
de víctima, ya que también se ha optado por expandir estos límites y hablar de que todos
en Colombia somos o hemos sido “víctimas”, mas esta generalización (si bien cierta)
también cae en una cierta banalización del término. Lo interesante es que no hay una
única definición de víctima, pero a fines prácticos donde se tiene que llevar a cabo un
reconocimiento y unas prácticas que den cuenta de ellas, se encasilla y se valora en una
lógica jerarquizante unas víctimas por encima de otras. Por ejemplo, si detallamos las
funciones cubiertas por el CNMH -que es tal vez la cabeza más visible dentro de las
prácticas de la memoria en Colombia- se busca “Integrar un archivo con los documentos
originales o copias fidedignas de todos los hechos victimizantes […]” (Art. 145, 2011).
En otras palabras, el CNMH no tienen la función directa de hacer una cartografía de las
víctimas, sino de reconocer los hechos victimizantes, mas en su quehacer construye
necesaria y paralelamente quién es la víctima y crea así una memoria en función de una
“victimologia”3. Esta acción no precede ni antecede la una a la otra, van de la mano. Así,
implícito en la recopilación de relatos en el cumplimiento de su labor hay un ejercicio
casi dicotómico de identificación, que puede ser una explicación al porqué al exguerrillero
se le cancela la posibilidad de ser víctima, al encasillársele exclusivamente al otro lado
del hecho victimizante como perpetrador.
2. El Museo Nacional como antecedente
“Las últimas décadas dieron la impresión de que el imperio
del pasado se debilitaba frente al ‘instante’ ”
Beatriz Sarlo
Si bien, como pudimos observar anteriormente en Colombia se ha llevado a cabo
un robusto marco jurídico que ha trazado y delineado unas prácticas de la memoria
3 Término acuñado por Andreas Hyussen, académico alemán.
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vinculando estas con la reparación a las víctimas, también ha habido lugar como parte de
esta producción de memoria de unas acciones, que si bien se mueven en la misma tónica,
no necesariamente se encuentran enmarcadas por lo jurídico. Este es el caso del Museo
Nacional que, paralelamente a las leyes puestas en papel en el año 2011, sufrió un cambio
de curaduría que refleja cómo la memoria fue desplazando a la historia como centro del
discurso predominante y así, configurando unas nuevas maneras de contar lo “nacional”.
Para, a su manera, hablar también de una reparación simbólica incluyendo en el museo
diferentes fuentes y discursos. Es decir, así el Museo Nacional se mueva en otros
parámetros normativos, también ha sido parte activa en la producción de memoria que se
ha inscrito como discurso dominante y que al mismo tiempo, ha reconfigurado lo
“nacional” al resignificarlo con la inclusión de nuevas narrativas; como se estudiará a
continuación.
El museo abre un debate interesante en cuanto a la aparente tensión entre la
historia y la memoria, y el rol que cada una cumple en este espacio. Pues, siendo ambas
custodias del pasado -que es siempre conflictivo- entran en competencia “porque la
historia no siempre puede creerle a la memoria, y la memoria desconfía de una
reconstrucción que no ponga en su centro los derechos del recuerdo (derechos de vida, de
justicia, de subjetividad)” (Sarlo, 2005, p. 10). Esta frase nos introduce el problema de
fondo que hay entre la aparentemente irremediable enemistad entre memoria e historia,
que deviene en la pregunta por cómo negociar la veracidad y la representación. Problema
que no ha dejado indiferente la construcción del Museo Nacional, ya que ha tenido que
lidiar en los últimos años con la crítica que la memoria le hace a la historia y, de igual
modo, ceder un espacio al prototipo del próximo Museo de la Memoria. Como desde ya
reconoce Daniel Castro, director del Museo Nacional (2018) “memoria e historia unen a
estas entidades hermanas, por más que se nos intente ver desde perspectivas opuestas de
confrontación conceptual y práctica” (p. 13). Si bien resalta la hermandad de los dos
museos como instituciones estatales, también alude a una tajante separación en la forma
de concebir el pasado. Pero, analicemos este problema a la luz de las dos últimas
curadurías que ha tenido el Museo Nacional y que dan cuenta de estas dos perspectivas.
Por un lado, tenemos a Beatriz González, artista plástica que fue curadora del
Museo durante catorce años y que planeó y desarrolló una narrativa lineal y cronológica
para el museo, empezando con el reconocido aerolito del primer piso, pasando por la
conquista, la sala de fundadores, la república, la regeneración y la modernidad; centrando
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el guion curatorial en los objetos de la colección de manera que cada pieza cuente y
construya este relato. En cuanto a las funciones del museo, González cuenta en entrevista
para Arcadia (2011/05/24), que cuando estudió museología aprendió que eran cinco:
coleccionar, conservar, estudiar, interpretar y exhibir. Funciones que con el paso del
tiempo se redujeron a tres: preservar, estudiar y comunicar. González como da cuenta su
curaduría hace especial énfasis tres de estos elementos: estudiar, investigar y preservar,
siendo partícipe de una lógica museográfica mucho más historiográfica, en la medida que
le imprime al Museo Nacional la misión de “plantear unos hitos del pasado para que el
visitante, sea quien sea, reflexione sobre sí mismo y su presente” (Comunicación
personal, 2018). Hago hincapié en la palabra hitos, pues en esta rigurosa selección que
requiere el abarcar a todo un país bajo la idea de unos cuantos sucesos y personajes, es
una de las críticas más duras no sólo a su curaduría, sino al historicismo en sí mismo.
Es decir, aquí la historia se ha usado como un arma que sirve para fijar en la
sociedad unos tipos de discursos que le fueron útiles a unas clases hegemónicas en el
proceso de legitimación, llegando a instaurarse símbolos como el escudo, la bandera o los
padres fundadores que sirven a la construcción del Estado-nación. Aún más, estas
identidades privilegiadas, que aquí son exhibidas sobre otras, modelan y construyen un
arquetipo del ser colombiano que pertenece a los deseos e imaginarios de dichas clases.
En otras palabras, en la ambivalente relación con ese otro indígena, afro, mujer, mestizo,
campesino etc., donde el hombre citadino, “blanco” ostenta una posición de poder, las
identidades que no se acoplan a su imagen quedan por fuera de los hitos del museo, es
decir, por fuera de la historia. Concretamente en el museo se plasma y materializa un ideal
del hombre blanco con las pinturas y objetos de la élite bogotana, donde se hace quimérico
el proceso de identificación por parte de la mayoría de la población con el relato de
Nación. Paralelamente, esta selección de hitos pasa por un proceso sistemático de silencio
y de paulatino olvido de todas estas narrativas no blancas, citadinas y heteronormativas.
En el lado contrario de esta discusión se encuentra la postura de Cristina Lleras,
que estuvo al frente de la curaduría del Museo Nacional a la salida de Beatriz Gonzales,
y quién durante este periodo reescribió el guion del Museo. Esta decisión -cuenta en
entrevista con Arcadia (2011/05/24)- debido a los vacíos que presentaba la anterior
curaduría, haciendo referencia a los problemas de representación e inclusión
anteriormente mencionados. Por tanto, Lleras propone reinventar el Museo de tal manera
que dé cuenta a los postulados y reivindicaciones de la constitución del 91.
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Particularmente, bajo el ideal de una sociedad democrática, participativa y pluralista,
principios que se acoplan a la visión de la memoria.
De otra parte, Lleras aboga por la imperancia de contextualizar y comunicar los
objetos del Museo, en tanto arguye que si el público no se lleva nada al salir de las puertas
de éste, no se cumpliría con la función del Museo. En este punto, si para González eran
preponderantes el estudio y la preservación, para Lleras va a ser la comunicación la vela
que guíe al “nuevo museo”. Parte de la disyuntiva también alude a la concepción del
espacio, en González podemos inferir que el Museo se sacraliza como contenedor de
objetos invaluables y patrimoniales. Mismo espacio que Lleras llega a “profanar” con
objetos de la cotidianidad como una nevera, televisor y otros elementos que no son
concebidos dentro de la estética del museo, pero que tienen la intención de acercar a la
población con la narrativa que quieren transmitir, al establecer lazos de identificación
entre el museo y el común.
Si se estudia de cerca, la postura de Lleras encaja con el creciente boom de la
memoria en el país, puesto que su curaduría exalta la importancia de una pluralidad de
narrativas que se recogen a través de la configuración y puesta en marcha de unas
prácticas de la memoria. En cuanto, la memoria en contraste con la historia, ha ostentado
ser mucho más participativa, incluyente, dinámica, democrática, colectiva y-por qué no-
terapéutica. Como es posible observar en las investigaciones, recopilaciones y
exposiciones adelantadas por el CNMH donde prevalecen aquellas voces que no tuvieron
lugar en el Museo. Sin embargo, ¿cuáles son los riesgos de este imperio de la memoria?
Beatriz Sarlo (2005) nos da un excelente punto de inicio, al recordarnos que “el recuerdo
insiste [en el presente] porque, en un punto, es soberano e incontrolable” (p.10) Es decir,
el recuerdo como fuerza, evoca una carga sentimental, personal, moral y ética, que va
mucho más allá de la razón. La cual, al intentar ser atada por la memoria en el presente
se construye y re-construye incesantemente sin encontrar una única correspondencia con
el pasado. De tal manera, el recuerdo como principal fuente de la producción de memoria
es altamente subjetivo, personal y emocional y de tal índole, también excluyente y
selectiva.
Por otra parte, Sarlo nos da luz para comprender que el cambio de perspectiva
reflejado en la curaduría del Museo Nacional, se dio gracias a una variación de las fuentes.
En donde la historia empezó a centrar su atención en historias locales y marginales que
antes no eran dignas de contarse, tales como los festivales, la literatura popular y demás
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prácticas del sujeto ordinario. Pero que para acercarse a ellas como fuentes válidas de
conocimiento recogió los relatos y los legitimó como memorias (Sarlo, p. 13, 2005)
Asimismo, quizá es la necesidad de reconocer y detallar la pluralidad de narrativas dentro
del territorio nacional, lo que ha guiado a que la producción de memoria tenga una mejor
acogida hoy día. Puesto que, se hace indispensable incluir diferentes miradas que nos
ayuden a un mutuo entendimiento a puertas del fin del conflicto. Como recapitula
Cardozo:
Para el caso colombiano la institucionalización del Estado se ha dado a
través de expresiones violentas donde los cortos periodos de paz son la
victoria de un grupo sobre otro, lo que lleva a una resistencia constante a
la aceptación de lo que la oficialidad significa, lo que el Estado representa.
Debido a esta violencia genética del Estado Nacional colombiano, la
memoria toma un poder disruptivo, se vuelve productiva como un trabajo
de resistencia contra esas fuerzas estabilizadoras de la política.” (2017)
Este debate, que tuvo lugar dentro del Museo Nacional, sirve de antecedente para
detallar cómo el discurso de la memoria se ha empezado a apropiar de espacios conferidos
a contar y exponer lo “nacional”. Asimismo, junto con el contexto jurídico -anteriormente
expuesto- ofrecen un marco para analizar cómo se han desarrollado unas activas prácticas
de la memoria en Colombia: como la apertura de la sala Memoria, Estado y Nación en el
Museo Nacional, o exposiciones temporales como la exposición “Endulzar la palabra”,
que en conjunto con las acciones del CNMH buscan llegar a estos ideales democráticos e
incluyentes. Ejemplos en los que veremos cómo la memoria se ha valido de nuevos
dispositivos para su exhibición, pues al tener como centro el relato se enfrentan a una
falta de objetos que hagan tangibles estas inmaterialidades
3. Memoria y materialidad
“Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal y como
verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un recuerdo tal y como
relumbra en el instante de un peligro.” W. Benjamin
El pasado, como nos introduce Benjamin, no escapa de ser una construcción del presente
que intenta aclarar el futuro y, que se ancla en el tiempo actual por el miedo a que
desaparezca. De tal forma, el afán por fijar una memoria -que transluce en el afán por
producir memoria- surge en la medida que estos recuerdos ya no pertenecen a una
17
memoria activa de la colectividad y por tanto se pueden fácilmente olvidar. En este
escenario, el museo aparece como una institución que se apropia y legitima una historia
del pasado, convirtiéndose entonces en vicario de lo que no se debe olvidar. Es en el cómo
no olvidar que entra en desacuerdo la historia y la memoria, y por tanto el museo se
convierte en un campo de disputa al tener que negociar entre el objeto y el relato.
Un ejemplo de ello, es el Museo Nacional, que respondiendo a unas necesidades
de inclusión, participación y democratización instauró en su seno la sala Estado, memoria
y Nación. La cual agrupa una serie de identidades que no se veían representadas en el
museo: como el indígena, el afro, la mujer, el campesino y otros, que pasan a ser exhibidos
a través de diferentes mecanismos. Entre estos, recursos audiovisuales donde se muestran
imágenes, audios y proyecciones de “imágenes vivas”, e igualmente, un gran número de
texto que le dan cuerpo a la falta de objetos tradicionalmente museísticos. Una situación
bastante similar se presentó con la exhibición temporal Endulzar la palabra, la cual
estuvo expuesta en el 2018, y exploró las memorias de diferentes grupos indígenas que
fueron afectados por el conflicto. La puesta en escena de esta exhibición consistió en la
presentación de entrevistas, documental fotográfico, infografías y mapas realizados con
la comunidad.
Aquí es interesante señalar dos aspectos. Por un lado, estos nuevos objetos que
conforman la línea curatorial de la exposición, son sacados de su realidad y re-
contextualizados, como ocurre con las pancartas usadas para una movilización indígena
que terminaron siendo expuestas en la exposición. Como relata Alpers “the museum
effect [is] the tendency to isolate something from its world, to offer it up for attentive
looking and thus to transform it into art like our own” (1991, pp. 27). Por otra parte, es
quizá la falta de objetos que ayuden a sustentar las memorias como fuente válida y
vehículo de conocimiento, lo que ha proliferado la búsqueda de elementos cotidianos que
sirvan de referente. Mas en esta dinámica, se crean o se re-crean nuevas piezas que exigen
ser visuales para poder configurar la lógica el museo.
Esta misma tendencia, puede ser la clave para entender el naciente Museo de
Memoria Histórica de Colombia (MMHC), el cual se proyecta para el año 2020, y
representa un interesante caso para analizar cómo se planea un museo sin objetos. En
cuanto el CNMH como productor de memoria ha utilizado como principal método la
recolección de relatos e historias de vida. Teniendo el testimonio como su base, es difícil
tener objetos en que volcar el discurso, pues si su valor está intrínseco en la oralidad y es
18
el relato el que da cuenta de un pasado, salen a la luz algunos problemas como la
materialidad de ese discurso. No sólo en la medida en que la narración oral usa la voz
como medio, sino también en la medida en que la memoria, al ser altamente subjetiva,
conviene en unos objetos de valor personal, mas no colectivo. En otras palabras, lo
intrínsecamente personal del recuerdo, en tanto pieza de la experiencia, reside en el plano
material a través de unos objetos que tienen valor en el mundo del individuo y por tanto,
pierden su significancia al no poder auto narrarse, como Arroyave4 recoge:
Los objetos por sí mismos pueden no tener importancia por la materialidad
que los compone, es decir, por su tridimensionalidad en sí, sino por su
capacidad de almacenamiento de historias en la memoria de quien los
posee, por su capacidad de contar o recrear huellas de identidad y adquirir
significado y sentido por y para el portador de la historia. (pp. 60)
De igual manera, las impresiones que se generan de un testimonio difieren
bastante de la experiencia recogida frente a un objeto, ya que el relato siempre tiene una
fuerza persuasiva, emotiva y sentimental, de la cual no se busca tomar distancia para
analizar críticamente, sino al contrario se busca leerlo bajo la empatía. Características que
no son intrínsecas al objeto inanimado, pero que sobresalen en las “imágenes vivas”, las
cuales nos presenta el museo bajo la categoría de certezas (están avaladas por el museo)
y no de hipótesis, como posibles vistas del pasado. Ahora bien, la oralidad del testimonio
ha sido traducida en una puesta en escena de diversos recursos, como videos, novelas
gráficas y demás, que paralelamente crean unas nuevas dinámicas que reconfiguran el
museo. De ello da cuenta Sofía González del CNMH, que ante la pregunta de cómo se
enfrentan a la carencia de objetos en el planteamiento del MMHC, subraya que el equipo
de planeación se ha dado a la tarea de crear piezas, que visualmente jueguen con los
relatos y los vuelvan más comunicativos para la audiencia. En la misma tónica que
Cristina Lleras, el grupo a cargo del planteamiento del Museo de Memoria Histórica de
Colombia da vital importancia a la comunicación como función primaria del museo, pues
las otras funciones como el preservar, quedan obsoletas frente a la inmaterialidad de las
fuentes.
4 Arroyave en” Objetos de la Memoria en el destierro. El presente en el pasado” citado por González 2016.
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Tomemos la planeación que González y el equipo de Museología llevaron a cabo
para la presentación o “simulacro” que el MMHC expuso en la Feria Internacional del
Libro de Bogotá (Filbo) en la treintaiunava edición del 2018. Donde “el MMHC [mostró]
el guion museológico que se ha venido construyendo desde el año 2013, de la mano con
las víctimas y las comunidades de las regiones más apartadas y golpeadas por todos los
actores de la guerra” (El Tiempo, 2018). La presentación, como nos adelanta González,
se dividirá en tres ejes narrativos: tierra enfocado en el despojo, cuerpo en los intentos
de deshumanizar y agua en los daños medioambientales y culturales causados por la
guerra. Entre los lineamientos está la creación de piezas –imagínese, por ejemplo, una
estructura de metal que pende del techo, que a través de hilos da cuenta de las conexiones
necesarias para el despojo- que en conjunto con paneles donde se ilustran historias
gráficas, fotografías y videos, se plasmarán las diferentes narrativas de las víctimas para
crear una muestra de lo que ha sido el conflicto en Colombia. Nos atrevemos a decir que
en la exposición del MMHC hay una tendencia a favor del contexto, y no solo en
referencia al contexto político, histórico y social, sino a la exposición como totalidad,
como narrativa. Ya que, a falta de un objeto-símbolo se da una reconfiguración del valor
de la atmósfera de la exhibición, en la que el espacio toma un papel privilegiado sobre el
objeto, como contenedor de un discurso entre el espectador y lo expuesto. Ritual que se
da en el espacio sacralizado, como señala González “el espacio mismo tiene que generar
una atmósfera entre los visitantes” (Comunicación personal, 2018).
No obstante, el MMHC ya ha encontrado algunas renuencias, por ejemplo,
algunos historiadores del arte apuntan a que éste debería ser considerado un espacio
de/para la memoria y no un museo. Lo que sustentan con base a las definiciones de museo
encontradas, las cuales tienen indiscriminadamente un su centro el valor de
<<exhibición/exposición/conservación de objetos>> como señala la RAE. Otro punto en
esté argumento es cómo considerar estas piezas, pues no son tradicionalmente objetos
museísticos. Pero ¿qué es entonces lo que define el MMHC como museo? A lo mejor
deberíamos apostar por la conformación de un anti-museo que, al igual que el anti-
monumento que pensó la artista Doris Salcedo como propuesta para el monumento del
post-conflicto que se localizará en Bogotá -que se analizará a continuación- dé cuenta
de los cambios que supone hablar de unas prácticas de la memoria y no de la historia.
20
3.1 El caso del monumento
Es la pregunta por la materialización de unas intangibilidades -como el relato- lo que nos
permitirá vincular la relación memoria, objeto y espacio, y trasladarlo al caso del
monumento que se llevará a cabo en Bogotá con las armas fundidas de los excombatientes
de las FARC; que se estudiará como lieux de mémoire (lugares de memoria) a la luz de
Pierre Nora. De igual manera, el siguiente apartado buscará dar cuenta y rescatar el valor
simbólico de la relación que se teje entre los diferentes factores y actores, tales como las
instituciones nacidas del acuerdo de paz, la dejación de armas, el artista, el público, entre
otros, que posibilitan la realización de un monumento y le imprimen unas
particularidades, respondiendo a una producción de memoria avalada por el “post-
conflicto”.
Ahora bien, si en el anterior caso teníamos una carencia de materia que devenía
en el privilegio del espacio como contenedor del relato sobre el objeto, en este caso nos
enfrentamos con el desarrollo de un monumento que de antemano cuenta con el material.
Este monumento al igual que el MMHC responde -como ya vimos- a un marco jurídico
que incita unas prácticas de la memoria que propicia la realización de tres monumentos
como “Disposición final del armamento”. Si para el MMHC se tienen que pensar los
futuros objetos que van a conformar este espacio desde lo conceptual, en el caso del
monumento el proceso empieza con la recolección del material que será transformado
según unos intereses y claramente unas subjetividades. Sin embargo, el material en este
caso empieza con un proceso simbólico de gran valor que buscaremos rescatar.
Las armas son, en cualquier conflicto armado, las herramientas por las cuales un
grupo ostenta y defiende su dominio. No solo físicamente, sino también
simbológicamente, el arma se convierte en la materialización del poder, instrumento de
la voluntad del hombre. Como enuncia Aranguren:
El uniforme y las armas resultan cautivantes justamente porque
socialmente brindan la distinción y el reconocimiento anhelado, pues
encarnan el poder, el control y ese yo oceánico capaz de dominar al otro
sólo por la imagen: sin disparar un arma, sin decir una palabra, sin hacer
un movimiento; únicamente estando allí luciendo el uniforme, exhibiendo
el fusil (2011, pp.51)
21
En Colombia las armas han sido el recurso para hacer reclamos ideológicos que no
tuvieron voz en la política y, que posteriormente, se convirtieron en el instrumento del
miedo que impusieron la voluntad de unos pocos a costa de la vida de otros. Pero el arma
es de esos objetos que trasgreden la esfera de lo utilitario y se entrelaza con lo ritual
(utilizando el concepto de Agamben), fusionándose con el cuerpo y mente del
combatiente como una parte de su identidad, como una extensión del brazo y de la mente,
como una prótesis que moldea y disciplina el equilibrio, la postura y la corporalidad. Es
decir, el fusil se vuelve la vida misma en todo el sentido de la palabra, pues es salvaguarda
de la mortalidad y la victoria sobre el enemigo; es a fin de cuentas prótesis del poder.
De ahí que entregar el arma no es simplemente un proceso de despego de la
herramienta de trabajo, es un acto de fe que deja al excombatiente en una situación de
desprotección, desamparo, abandono y pérdida, porque el desprenderse del fusil es
aceptar el terror de iniciar -y no de volver, porque muchos de ellos siquiera la han
conocido- una vida civil para la que nunca han tenido preparación y en la que su condición
hace mucho más difícil una re-inserción. Como María Clemencia Castro (2001),
destacada psicóloga y psicoanalista que ha estudiado de cerca el vínculo y efectos de la
guerra en las guerrillas y el proceso de reinserción en Colombia, magistralmente resume:
A más de renunciar a su inmortalidad, el pasaje a la vida civil implica
devenir desarmado, poniendo en juego una pérdida. El arma es uno de los
emblemas de poder que bajo el soporte del ideal da soporte al sujeto. Por
eso, cuando se procede a la dejación de armas lo que se entrega no son
pedazos de metal, sino vidas… muertos… recuerdos…el orgullo mismo…
el emblema del combatiente, el motivo de dignidad. (p. 156)
Entregar el arma es mutilarse, retomar un nombre es dejar el seudónimo del combatiente
bajo el que reposaba la identidad, el rostro, el retorno de la vida clandestina se vuelve un
problema público. La dejación de armas el pasado 26 de junio en Mesetas, Meta, se
convirtió en un acto simbólico, como continúa Castro (2001):
La dejación de las armas alcanza el valor del rito, como aquel acto insigne
que plasma en lo simbólico la captura de lo real y lo imaginario, dando pie
a la emergencia de otros goces aligerados del ideal. Es acto trascendente
que resta como hito. A partir de allí se evidencia la ineluctable
fluorescencia de lo individual, en su forma de diáspora, y el derrumbe del
22
colectivo, como ese instante que... se traga de un solo golpe todo lo que
éramos... (p. 159)
Esto no es una oda a la vida del combatiente que pretende exaltar a los ex
guerrilleros, es un intento por humanizar al que se encuentra detrás del arma y poner de
relieve las acciones del gobierno, de las extintas FARC-EP y de la sociedad civil, así
como de muchos otros actores que posibilitaron el fin de un conflicto de más de medio
siglo. Y resaltar cómo estas conexiones contextualizan y están entretejidas con la puesta
en marcha de una producción de memoria. Si bien, aún queda un largo y difícil camino
que recorrer, es imperante analizar la situación actual tomando distancia de lo emocional,
permitiendo analizar la memoria como una de esas herramientas simbólicas que
pretenden dar garantía de una “no repetición”. Aún más, ver el auge de las prácticas de la
memoria inscritas dentro de un contexto global, que ha ubicado a la memoria como el
regreso a la humanidad perdida durante la guerra, y que en Colombia ha servido como
sinónimo de reparación.
Después del proceso que posibilitó el material, y de su legislación pertinente, el
siguiente paso quedaba en manos de las instituciones culturales oficiales, que debían dar
cumplimiento al marco normativo. Proceso que estuvo en un vaivén entre la Presidencia,
la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y el Ministerio de Cultura, instituciones
dónde finalmente se decidió que la artista colombiana Doris Salcedo realizaría el
monumento propuesto para el territorio nacional, en palabras de Mariana Garcés Ministra
de Cultura “lo que queremos tener es su huella en este proceso […] ]Pues Doris Salcedo]
es la persona que más ha trabajado por las víctimas y que tiene una obra muy significativa
en torno a los temas de la violencia” (El Espectador, 2018). El proyecto de Salcedo
consiste en un “centro de creación” que funcionaría por aproximadamente 52 años,
haciendo un paralelo con el tiempo que duró el conflicto armado con las FARC, y que
funcionaría como un espacio donde nuevos artistas realicen sus obras y sirva como un
espacio de encuentro para reflexionar sobre la guerra. Lo que propone la artista es
intervenir el piso de una casa colonial en el centro de Bogotá con el material obtenido de
la fundición de las armas, proyectando un piso en metal que simbolice el frío y silencio
de la guerra. El centro de su exposición será la reivindicación de las memorias de las
mujeres que sufrieron abuso sexual durante la guerra, creando un trabajo de duelo y
catarsis en conjunto con la comunidad, para tal fin también habrá lugar para un archivo
que recopile los relatos delas víctimas (Comunicación personal Ministerio de Cultura).
23
Pero empecemos analizando las características de su planteamiento. En primer
lugar y retomando la pregunta por lo material, si el monumento empieza con la
recolección del material ¿por qué resurge la imposibilidad de un objeto? Una posible
respuesta puede ser ver el monumento como contestación a la necesidad de memoria, que
como ya hemos analizado vuelca sus prácticas en el espacio y no el objeto. Si la finalidad
del monumento es recordar, y específicamente recordar a las víctimas, la memoria es la
narrativa principal que moldea las necesidades del monumento, y la memoria tiene un
lenguaje propio que nos exige una idea de inclusión y democratización que se puede ver
saldada a través de la falacia del espacio, pues el espacio es algo y nada analógicamente,
y en tanto es mucho menos castrante que el objeto. Aún más, el espacio es sacralizado al
formar un “espacio de memoria” -o como la artista lo llama un “centro de creación”- al
igual que es sagrado el lugar de la iglesia, y es que el espacio de memoria como los
museos crea un rito en el que lo profano, como aquello que pertenece al uso y terreno de
lo mundano como las armas y la casa, se consagra saliendo de la esfera del derecho y uso
del hombre (Agamben, pp. 85-90, 2005). En este caso, se re-significa un objeto tan
profano -en todo sentido- como las armas y a través del artista, que en este caso actúa
como sacerdote, se convierten estas en una pieza de ritual. Lejos de ser esta nueva casa
un espacio neutral y transparente se convierte, a través de unas prácticas de la memoria
que la legitiman, un espacio de riqueza espiritual. Como analiza Duncan el museo –y
entiéndase acá el museo no como institución sino como Agamben ilustra un “término que
nombra simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de hacer
experiencia” (Agamben, 2005, p.93)– trabajan como templo en la medida que los
peregrinos o visitantes vienen con la disposición y receptividad hacia la contemplación,
y como tal siguen una ruta planificada que los curadores han determinado como una
verdad secular, es decir, se esconde su religiosidad bajo una capa de objetividad científica
que le confiere autoridad. (Duncan, 2001, pp. 90-95).
Si como prosigue Agamben (2005), “la imposibilidad de usar tiene su lugar tópico
en el Museo” (p.107) las armas caen -como es previsto- tanto material como
simbólicamente en una satisfactoria inutilización. En la misma línea, podríamos hablar
del archivo propuesto por Salcedo como tópico del museo, ya que siguiendo la lógica de
Nora, éste sería la más fiel representación del afán moderno de una memoria archivista
que descansa en la fidelidad del papel, la cinta magnética y la grabación. Pues, el archivo
es entonces un “repertorio insondable de aquello que podríamos necesitar recordar”
24
(Nora, 2008, p.26) aún más, de todo aquello que tenemos miedo de olvidar. Lo que
convierte al archivo en un repositorio de los miedos y expectativas del futuro, así como
sobre la preocupación por la significación del presente, lo que le infieren al testimonio
más humilde la dignidad virtual de lo memorable. Esta ansiedad nace quizá de la pérdida
de la cadena de transmisión de las memorias, puesto que la guerra no es un evento del
que puedan aprender las siguientes generaciones a través de la vivencia, no solo no es
deseado sino que se produce siempre un distanciamiento en el entendimiento con otras
generaciones al no haber unos signos en común que entrelacen estas vivencias. Así como
hoy día es una preocupación que tras el perecimiento de los sobrevivientes de los campos
de concentración de la segunda guerra mundial, se tenga que revaluar las herramientas de
aprendizaje sobre este episodio de la historia. En Colombia el afán de una memoria
archivista como recurso asegura resguardar y comunicar aquellos testimonios para
cerciorar la no repetición, saltando el establecimiento de una comunicación directa con
estas víctimas, lo que aleja más la experiencia como modo de aprendizaje e inversamente,
acerca más el miedo al olvido. Tal como recuerda Nora (2008) “cuanto menos se vive la
memoria desde lo interno, más necesita soportes externos y referentes tangibles de una
existencia que solo vive a través de ellos” (p.19).
Mas dirijámonos ahora a analizar la espacialidad del monumento, pues si como
ya vimos, es un ritual el que le da paso a una casa ordinaria al terreno de lo ritual, su
ubicación física tampoco fue elegida al azar. Como se evidencia en el transcurso del
coloquio universitario El monumento con las armas fundidas de las FARC-EP
¿Quién/cómo/dónde debería ser/hacer/estar el monumento? varias propuestas apuntaban
a que su localización debería ser en un “lugar donde ocurrieron los hechos, sitios públicos
y académicos tanto de la zona rural como urbana: parques, calles, universidades, colegios
y escuelas” (Recomendación # 14) fuera de centralizar y des-localizar el conflicto en una
capital como Bogotá. Sin embargo, su locación responde a varios supuestos: uno de ellos,
como nos expresa una funcionaria del Ministerio de Cultura, es que en Bogotá “mucha
más gente puede apreciarlo;” otra lógica podría aducir que en la capital no caería en el
olvido como pasaría en un pueblo o corregimiento.
Fuera de ser un resultado inesperado, es paradójicamente normalizante que el
monumento se quede en la capital, no solo por la tendencia a centralizar todo el poder
simbólico, económico, político y demás, en una ciudad; sino también responde a unas
concepciones naturalizadas como el pensar que Colombia es Bogotá, ciudad dónde si bien
25
hay una vasta mayoría de población proveniente de todas partes del país, el volver
representativa la ciudad por el país refleja el olvido en el que se encuentra la mayoría del
territorio, olvido que es igualmente causante de la violencia. Asimismo, instalar el
monumento en la capital significa reconocer legítimamente el dolor y la violencia del país
que ha sido invisibilizado e ignorado, y que simbólicamente es un supuesto que sigue
siendo replicado con la afirmación de que en otras partes caería en el descuido. Por último,
el no realizarlo en otro territorio porque no sería de fácil acceso para el resto de la
población, responde a unas lógicas actuales que motiva su visibilización, puesto que, creer
que más gente vendrá a verlo a la capital es como decir que su visita se convertirá en un
monumento turístico al igual que el Museo del Oro. Aún sí la capital sea uno de los lugares
donde menos se sintió la violencia, en comparación a otras zonas, la que se apropie de su
representación.
A continuación, volvamos a las narrativas expuestas que son la base del discurso
del museo. Como se señaló, Salcedo plantea esta obra a modo de duelo y reparación hacia
las víctimas del abuso sexual durante el conflicto, no con la intención de reforzar una
historia colectiva sino una colección de historias en términos de James E. Young el cual,
como analiza Da Costa (1994), expresa que:
“la memoria colectiva es una abstracción, un fantasma metafísico que se maneja
de manera acrítica. Diferentes grupos étnicos, naciones, religiones, generaciones,
tienden a recordar el mismo pasado de formas complejas y conflictivas. Y si la
memoria es una construcción tan inestable y frágil, cargada de tantas dificultades,
entonces erigir monumentos para conmemorar eventos pasados plantea problemas
casi insuperables” (p. 256).
En este orden de ideas, Salcedo defiende su proyecto sobre la base de que debe
respetarse la pluralidad de las memorias y no sepultarlas bajo una gran memoria
aglutinadora. Del mismo modo, el duelo siempre ha jugado un rol fundamental en su obra,
pues la artista busca empedernidamente realizar obras vivas y con una comunidad
específica que sirvan como catarsis. En sus propias palabras: “se ha pensado el duelo
como algo psicológico, privado. Yo quisiera que ese duelo se tradujera en algo político,
social. Traer esos duelos individuales al espacio público y volverlos una acción de duelo
colectivo” (El País, 2017). Sin embargo, como se observa en esta cita, Salcedo no pierde
la idea de colectividad y busca traspasar un proceso tan privado como es el duelo a la
esfera pública.
26
Da costa haciendo una crítica a Young, que funciona en paralelo a la obra
propuesta por Salcedo -pues ella se justifica y argumenta en el texto The Textures of
memory de éste autor- resalta que Young privilegia e incluso prioriza la narrativa de los
judíos sobre la de otras comunidades como la gitana o los homosexuales a la hora de
estudiar el holocausto. Análogamente, Salcedo no escapa de una profunda subjetividad a
la hora de tratar y escoger las memorias como fuente primaria y de tal modo, hay una
jerarquización de narrativas, donde se refuerza unas y se invisiviliza otras, en este caso
las de los excombatientes. Esta afirmación en la medida no de su escogencia -que ante
todo es respetable- sino en cuanto la memoria es en sí misma subjetiva y jerarquizante.
Como el mismo Young reconoce "la memoria nunca se forma en un vacío: los motivos
de la memoria nunca son puros" (Young, 1999, p.6) y su normalización, en la que cae
tanto un artista, como un académico -o varios pues lo mismo se propuso en el coloquio-,
o un legislador – que se adhirió a la definición de víctima que no es victimario- es donde
la memoria y su producción esconde su poder. Lo que en el monumento se traduce y
materializa con el total enmudecimiento de uno de los actores del conflicto, al cual se le
entierra su identidad al fundir las armas. Armas que poseen un gran valor simbólico que
también se impregna mediante su personalización, como deja entrever el reportaje de
Miguel Barrios y Sandra Guerrero, los cuales recolectaron testimonios de la relación de
los exguerrilleros y sus armas en diferentes Zonas Veredales Transitorias de
Normalización, el fusil es un compañero al que se le reza, se le cuida meticulosamente y
se le bautiza. Así lo ejemplifica uno de los relatos aquí recogidos:
Recuerda a uno que llamaba ‘la Niña Luz’ a la carabina que le dieron.
Decía que la quería tanto como a la mamá, que se llamaba Luz, explica [el
comandante] entre risas; destaca que el guerrillero era meticuloso en su
cuidado. En las noches la tapaba con un trapo para que no le amaneciera
oxidada; si iba en las marchas, la protegía para que no se le mojara y si le
caía sudor, inmediatamente la limpiaba. Tenía un cuidado muy especial
con ‘la Niña Luz’, igual que todos los combatientes, pues el arma en un
momento dado se convierte en la salvación de la vida de uno y de los demás
compañeros (El Heraldo, 2017)
Además de la humanización del arma mediante el nombre y el cuidado, también
se personaliza la riata con la que se carga el fusil, muchas de ellas son tejidas y de colores,
como si fueran correas hechas por indígenas guajiros. De tal forma, se torna el fusil un
27
objeto de intervención y significación del sujeto que traspasa la esfera material del metal
hacia una esfera ritual. Si bien para muchos excombatientes el arma solo es un medio y
no un fin, los años junto a ésta han creado dinámicas y experiencias que con la fundición
se pierden para siempre, historias que van a ser enterradas con la fundición masiva de las
armas, perdiendo cada una su nombre y particularidad para volverse una amalgama fría
de una simbólica fosa común de lo que quedó del conflicto armado más largo de
Latinoamérica. Como pregunta Geoffrey Hartman, ¿los museos "resucitan el pasado o le
dan un entierro digno"?
Al final, también se priva de la humanidad al excombatiente, pues se le niega un
duelo que es exclusivamente diseñado para un tipo de víctima, dado que si hay un notable
interés de que el monumento sirva como duelo y tenga indiscutidamente en su centro el
dolor de las víctimas, es el duelo mismo una institución ritual que excluye a los
“victimarios” del derecho al dolor y hace inexistente cualquier tipo de memoria, es decir,
de reparación. Si el efectuar un proceso de duelo como acto subjetivo es:
Por consiguiente, suplementar la pérdida con otra pérdida que atañe a un
trozo de sí; un sacrificio que como tal puede ponerle fin al duelo, no sólo
por aquel o aquello que se ha perdido, sino para cederlo a la muerte misma.
Es resignarse a que no hay sustitución posible; algo es irremediablemente
del orden de la pérdida. (Castro, 2005, pp.12).
Cabe preguntarse por qué el excombatiente no tiene un espacio para llorar su arma, su
pasado o aún más un rito para volver a la vida civil, de la cual la mayoría estuvo al margen
la mayor parte de su vida. Desde la psicología se toma la pérdida del arma equiparable a
la pérdida de una parte del cuerpo, a una extremidad como la pierna o el brazo, lo que
hace el proceso estrechamente personal, más ¿no todo duelo es acaso personal? Aún si
ésta se llora como cualquier otra pérdida o se relaciona con una, esta no encuentra en el
exterior un entendimiento, por lo que la mayoría termina retomando trabajos como
vigilantes o escoltas lo que les hace sentir un vínculo más cercano con lo que “son”. Aún
más, la pérdida no se limita solo al fusil, sino a la vida del combatiente, donde
probablemente vivencio y afligió más de una pérdida. Esto no para equiparar de alguna
forma los duelos que atraviesan las víctimas, pero para analizar críticamente cómo el
duelo se convierte en una institución determinada por la memoria, que en este caso no da
espacio para todos y todas.
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El quid puede recaer en que tener juntas las narrativas de víctimas y “victimarios”
puede ser, para muchos, un acto de re-victimización, o de igual forma, la aprensión de
crear lógicas y discursos justificantes, que moral y emocionalmente no son aceptados. En
tal medida, el monumento no puede dar paso también a un duelo colectivo de los
excombatientes porque el monumento como institucionalización del pasado también tiene
la función de no decir, de omitir, y por tanto ocultar lo que no conviene recordar. Tales
deducciones con base al miedo a la impunidad, que bajo ninguna circunstancia es
admisible, pero que diluye el hecho de que si bien para la justicia se necesita memoria, es
una memoria que necesariamente tiene que incluir a todos los actores.
Sin embargo, hay otra hipótesis que podría respaldar la no aparición de los ex
combatientes de las FARC en el monumento, y es por ello quizá, que los representantes
de los excombatientes parte de las discusiones del monumento -como las asociaciones de
víctimas mediados por la Oficina del Alto comisionado para la paz- están de acuerdo en
este proyecto. La fundición de armas necesaria para el monumento, puede significar la
imposibilidad de una mirada atrás, la terminación completa del ciclo de violencia que da
un espaldarazo a la promesa de no repetición. Igualmente, coincide con el ideal de
comunidad que caracterizaba a la guerrilla de las FARC, en la medida que da un fin
conjunto, como grupo, a años de violencia. Sin embargo, nuevamente se cae en borrar la
particularidad de experiencias que atañen a la eliminación sistemática de un pasado.
En este punto ¿es posible hablar de un monumento? ¿Aún más de un monumento
nacional? Si nos referimos a su sentido más clásico, descrito en la RAE como “obra
pública y patente, en memoria de alguien o de algo”, cumpliría con estos requisitos, en la
medida que el espacio puede ser una obra y asimismo, cumple con su función de memoria.
Sin embargo, sigue en disputa con esta descripción. Puede responder al temor de que el
monumento fija unas ideas en piedra, símbolo de verdad absoluta e inamovible,
asumiendo la voz del evento que se desea recordar; es decir, se basa en la historia y no en
la memoria, y de tal índole el monumento tallado en piedra, no exige el desarrollo de un
proceso sino la culminación de una idea. Igualmente, como fue posible ver durante el
coloquio, está presente un miedo patente a que este “se llene de grafitis y palomas”, que
no es más que el temor al mismo olvido. Donde es interesante la lucha por un mantener
“un lugar vivo” como si éste le debiera al tiempo una infinita deuda de no culminación,
de no muerte. Es tal vez ésta misma lógica la que guía a Salcedo a preferir hablar de un
29
anti-monumento, uniéndose a la retórica de Young (1999) que clama que solo “un proceso
conmemorativo inconcluso puede garantizar la vida de la memoria” (p. 02).
A raíz de esta discusión y la dificultad de nombrar con exactitud, deberíamos
retomar el término que nos propone Nora y ver tanto el Museo de la Memoria como el
(los) monumento(s) como Lugares de memoria, término que describe con cierta amplitud
y precisión a las contradicciones que ambos lugares presentan. En palabras del autor “Los
lugares de la memoria pertenecen a dos reinos, es lo que les confiere interés, pero también
complejidad: simples y ambiguos, naturales y artificiales, abiertos inmediatamente a la
experiencia más sensible y, al mismo tiempo, fruto de la elaboración más abstracta”
(Nora, 2008, p.32). Esta definición nos permite comprender a mayor cabalidad las
disputas de la historia y la memoria, de lo sagrado y lo profano, del objeto y el espacio.
Contradicciones que aunque incongruentes no dejan de ser, en la medida que su opuesto
es. Es decir, basan su significancia en la existencia del otro, como nos recuerda Agamben
hay siempre “un residuo de profanidad en toda cosa consagrada y un residuo de sacralidad
presente en todo objeto profanado” (Agamben, 2005, p.103). Al fin y al cabo, estos son
lugares de memoria debido a la voluntad de que lo sean, que devienen en unas prácticas
que la aseguran, así como a la imaginación que les infiere esta aura sagrada y simbólica
del ritual, que busca detener el tiempo pero que no escapa de la metamorfosis que
experimenta cada lugar como lo vimos con el Museo Nacional.
Los monumentos como vicarios de la memoria, es un concepto religioso que no
se debate sino se asevera. En tal medida, es consecuente que se propusiera como finalidad
de las armas, tal como sucedió en Guatemala, Sudáfrica y demás países, que han afrontado
un proceso de paz tras un conflicto armado. Es particular el hecho de que se construya
tres y se halla escogido tres lugares para situarlos: la Habana pues fue sede del proceso
durante los cuatros años de las negociaciones, la sede de las Naciones Unidas en Nueva
York que simboliza la unión de las naciones en pro al diálogo y la terminación de los
conflictos armados, y Colombia como escenario del conflicto. Estas localizaciones
también nos dan una pista respecto al público de estos monumentos y su finalidad. Pues,
si como ya vimos la afluencia de los espectadores fue una necesidad latente en la
escogencia de Bogotá, como centro del anti-monumento, el único lugar que no había sido
definido a priori mostrando en sí el apuro frente a los otros dos lugares, también se puede
trazar una triangulación entre las memorias locales, nacionales y trasnacionales como nos
propone Beyern en el libro Local Memories in a Nationalizing ang Globalizing World.
30
En el discurso presentado por el presidente colombiano Juan Manuel Santos
durante la firma del acuerdo de paz en Cartagena de indias así como frente a la Asamblea
general de la ONU, éste declaró “Hoy hay una guerra menos en el mundo y es la de
Colombia”. Esta frase ilustra muy bien esta triangulación, en la medida que se concientiza
que la paz ya no es solamente problema de un territorio específico nacional, sino un
asunto que incumbe a la comunidad internacional. En la misma tónica juegan los tres
monumentos que se van a construir, pues el conflicto armado colombiano ya no es una
narrativa o historia situada, sino que su fin se toma como una victoria para la humanidad,
transnacionalizando sus significados.
El monumento que se situará en el jardín de las rosas en la sede de las Naciones
Unidas en Nueva York, es al tiempo una muestra de la humanidad del hombre a lo largo
de su historia más reciente y por ello llega a enriquecer una de las colecciones que
conmemoran estos hitos como el Guernica y a la vez una ofrenda al rol que jugaron las
organizaciones internacionales dentro del proceso, pues desde un principio su voluntad y
cooperación se vio como un índice de garantía y transparencia, que asimismo reproduce
la deslocalización del conflicto. El de la Habana corresponde a estas mismas lógicas,
agregando el hecho de que Cuba como un país socialista se veía como amigable hacia los
ideales políticos de las extintas FARC y por tanto brindaba una seguridad a las partes. De
tal modo, aunque no se puede sacar el conflicto de unas lógicas y dinámicas globales, si
es posible reconocer cómo pensar a quienes se va a dirigir el monumento y su
localización, cambia sustancialmente la formulación del mismo. Dado que su
contextualización genera sus propios marcos, que deviene en un monumento en el
significado más clásico, es decir, en una escultura. Aquí cabe destacar como la memoria
gracias a estos nuevos marcos pide una materialización abstracta o no, pero que sea lo
más concreta y abarcante posible, pues un espacio como el de Bogotá no tendría cabida
dentro de estos lugares al descontextualizarse de lo local.
4. Duelo y memoria
“La vida ha sucumbido ante la muerte,
pero la memoria sale victoriosa en su combate contra la nada”
T. Teodorov
Desde sus inicios el hombre ha intentado de una u otra manera, ya sea a través de las
narraciones o de grandes construcciones, aspirar traspasar la muerte por medio de los
31
recuerdos. Como si de alguna forma fuera posible ganarle a la mortalidad y trasgredir la
lápida que impone la muerte y el olvido. Es a su vez anhelo del hombre el querer verse
en la historia, la manera de saber que su vida fue útil y que no fue otro entre miles, de
marcar su singularidad en el mundo y, por tanto, ver una huella que derrota a la muerte.
Sin embargo, no es este único deseo el que mueve a las sociedades contemporáneas a la
necesidad de la memoria, tampoco en Colombia es esta la única explicación que se puede
dar como justificación de la producción de memoria. No obstante, hay una práctica ligada
a este ritual post mortem que sigue siendo tan válida hoy, como lo ha sido por siglos: el
duelo. Como se observó anteriormente, el duelo es un rito que ha tomado una gran
relevancia en nuestros días, pero que también es selectivo a quiénes se les permite acceder
a él, por lo que no escapa de ser -como la memoria- un mecanismo de poder. Es por ello,
que a través del análisis del duelo, del individuo y la colectividad, de la memoria y el
olvido, este capítulo irá tejiendo una relación entre diferentes teorías que dan luz sobre
un buen uso de la memoria y sus materializaciones, para acercarnos poco a poco a las
conclusiones finales.
La necesidad del duelo, indicará Freud, es una reacción a la pérdida, no solo de
un ser amado, sino de una abstracción equivalente; tal como la patria, la libertad e
inclusive un ideal. Asimismo, el duelo no es solo un proceso de pérdida que se queda en
la psique del individuo, sino que transpira en el campo social que lo rodea. De tal manera,
este no se considera como un estado patológico que debe ser atendido o siquiera
interrumpido, más bien se entiende como un proceso que se confía desaparecerá por si
solo al cabo del tiempo. En contraste, prosigue el autor, se presenta en algunas personas
una predisposición a un duelo extendido, con el agravante de una paulatina disminución
en el amor propio, a la que llama melancolía. Si bien ambos estados presentan varios
puntos de convergencia, como el desinterés por el mundo exterior o el estado de ánimo
profundamente doloroso, es el anclaje de la melancolía en el mundo personal y no social
lo que le da un carácter de patología. (Freud, 1993, pp.2-10)
Por tanto, podemos decir que es el carácter social del duelo lo que ha cementado
e impulsado una nueva necesidad de recordar y por tanto, ha alimentado unas prácticas
memorísticas y monumentalistas. En otras palabras, es la necesidad creciente de las
sociedades actuales de atravesar un proceso de duelo – quizá extendido y muchas veces
colectivo- lo que ha legitimado que se prosiga con la obligación de lo monumental. Por
ello, hablamos recientemente de una memoria colectiva como consenso en la necesidad
32
de recordar. Igualmente, al verse lo monumental enmarcado en función del duelo, sus
representaciones han tenido que ser forzosamente diferentes. Ya no se representa la
grandeza de la patria, a personajes notables o eventos de orgullo nacional. Por el contrario,
el monumento sigue existiendo, pero respondiendo a la imperancia de materializar –
inversamente- los momentos más perversos de la humanidad, para de alguna forma
garantizar su no repetición. Como se puede notar desde el largo siglo XX con la
rememoración de Auschwitz, Hiroshima y, actualmente, los monumentos al fin de una
guerra que duró medio siglo. Es por esta misma razón, que se ha precisado de un nuevo
lenguaje en tal representación. En tanto ya no se forjan bustos de héroes o monumentos
para su admiración y grandiosa contemplación, ahora el lenguaje debe responder a la
monumentalidad del duelo, a las exigencias de las víctimas y por tanto, a una dialéctica
que debe impedir el olvido pero no por su grandeza.
En esta misma línea, la colectividad también se vuelve imprescindible, pues el
duelo no está dirigido a la persona, sino al conjunto, a la fuerza existente que compone lo
social. También porque ya no es un individuo el que es víctima, sino un preocupante y,
cada vez más ascendentemente, porcentaje de la sociedad. Inclusive el monumento bajo
su labor de duelo, ha tenido que pretender ser un mecanismo que repare las heridas del
tejido social. En este punto, es interesante profundizar un poco más en la relación
colectividad-individuo. En la medida que, si bien el duelo ha traspasado al ámbito de lo
colectivo, en principio podría argüirse que todo duelo es en un principio meramente
individual, en tanto es el individuo quién tiene que manejar, superar y subsanar la pérdida
en su interior. Entonces ¿en qué momento el duelo se vuelve una cuestión colectiva? Y
entiéndase la colectividad no solo como la red de apoyo- es decir familia, comunidad,
etc.-sino en un aspecto mucho más amplio, como por ejemplo los duelos nacionales,
exhibidos en los minutos de silencio y conmemoraciones públicas.
Inclusive, puede rastrearse esta colectivización del duelo a la par del renacimiento
del sujeto en primera persona como fuente válida en el conocimiento científico. Como ya
se ha podido observar anteriormente, tras la reivindicación del testimonio “lo personal”
adquirió un nuevo lugar como manifestación política y salió de esfera de la intimidad.
Aún más, la memoria funciona en la manera que no hay una auto designación sobre un
individuo específico en el recuerdo, sino por el contrario, por medio de la dimensión
afectiva de la memoria podemos atribuirnos ese sentir a nosotros mismo, creando lazos
33
de auto identificación con ese recuerdo, asumiendo un rol dentro de una llamada memoria
colectiva.
Ahora bien, esta relación de lo individual con lo social e inclusive lo político,
también podemos examinarla bajo la reivindicación de la melancolía, como invita David
L. Eng, quien modifica y despatologiza el concepto ya propuesto anteriormente por
Freud, y que propone ver la melancolía no solo como una precondición al trabajo de
duelo, sino como la oportunidad de traer continuamente los fantasmas del pasado, para
un ajuste de cuentas con el futuro. Es decir, lo que se propone aquí es mirar la condición
psíquica de la melancolía como la posibilidad de renegociar el pasado; busquemos aclarar
este enunciado. En primer lugar, es importante aclara que para Freud el ser melancólico
enfrenta el dolor no resuelto al incorporar en el ego el objeto perdido, estableciendo una
relación ambivalente. Y es este giro de encerrar el mundo social dentro de la psique, puede
verse como la amenaza que borra las bases políticas y sociales de la pérdida, es decir su
exteriorización como duelo. En segundo lugar, es el no cierre de la melancolía lo que
permite que el pasado permanezca firmemente vivo en el presente, al contrario del duelo
que declara resuelto y sepultado el pasado. En tercer lugar, se retorna valor a la melancolía
como el puente para hablar con el silencio del pasado. Es decir, “en la concepción de
Freud de la lucha persistente de la melancolía con sus objetos, lugares e ideales perdidos,
no un pasado renunciado que es silencioso sino un pasado silencioso que se anuncia”
(Eng, 2002, p.88).
Detengámonos en el valor del silencio otorgado por los tres puntos anteriormente
mencionados. Es el silencio resultante de la interiorización de la pérdida, lo que permite
a la melancolía tener el espacio de generar nuevas concepciones sobre un pasado que no
es enterrado, sino reutilizado en el presente. Es el mismo silencio el que permite
reflexionar y ver críticamente el pasado cada vez que se le trae a colación y no el que
entierra en el duelo una versión definitiva de los hechos. Pero, solo es posible acceder a
este silencio desde la cercanía e interioridad que ofrece la introspección de la melancolía,
no desde lo colectivo e interusorio del duelo. Al contrario de las prácticas actuales, lo que
se propone es un retorno a la reflexión que permite el silencio, a rehuirle a la bulla de la
multitud, que genera un ruido para atizar el miedo que el silencio le provoca. Es el miedo
a tener ese momento íntimo de autoconocimiento y de propia responsabilidad del pasado,
la que asocia el silencio con el peso de la muerte. Y es que el hombre ha borrado de la
ecuación de la vida, la inevitabilidad de la muerte. Retomando a Freud, la muerte se ha
34
relativizado como un infortunio o una contingencia, no como parte de la vida misma, y
como consecuencia se ha intentado rehuirle a través del silencio, silencio que se mata con
la erosión de espacios para la introespectividad, y que es reemplazada con el afán de
siempre decir.
Por otro lado, cabe preguntarse cómo es que algunas pérdidas llegan a lo
melancólico y no al proceso de duelo, cómo es que hay un dolor que no se puede resolver
en el plano de lo social. Para Eng la respuesta se halla en los marcos normativos y políticas
sancionadoras del duelo, que demarcan cuál pérdida se debe llorar y cuál queda dentro de
un permanente dolor indecible. Esta podría ser la explicación del por qué los ex
combatientes de las FARC no tienen el derecho al duelo, en la medida que, su pérdida no
se suscribe dentro de las mismas valoraciones al no ser considerados también víctimas.
De tal forma, su pérdida queda expulsada del terreno de lo social que no le ofrece un
lenguaje público para llorar. Sin embargo, esta pérdida del lenguaje en el cual expresar el
luto es al mismo tiempo una ventana hacia aprender y re-aprender constantemente del
pasado. Finalmente, Eng llama la atención en problematizar la politización del duelo y en
la manía nacionalista de redoblar la exhibición pública de éste, dónde no se escucha el
valor del silencio, puesto que se explota mediáticamente la tragedia incluso antes de que
se sea consciente de la pérdida transite a su significado simbólico.
Es el valor y el derecho al silencio como espacio de aprendizaje del pasado, así
como un proceso de duelo que abarque lo melancólico y no solo lo mediático y, en la
misma medida, un nuevo lenguaje que brinde la posibilidad de diferentes tipos de duelos
que considere otras pérdidas, lo que queremos proponer como apuesta política para el
monumento situado en Bogotá que se fundamente en el duelo. El cual, como ya vimos,
no escapa de estar considerablemente politizado. Cerrando con Eng (2002) “lo que
debemos lograr ahora no es la política del duelo, sino el duelo de la política que hemos
heredado, el duelo de las historias que hemos perdido” (p. 92).
5. Conclusiones y propuestas finales
¡Qué pobre memoria es aquélla que sólo funciona hacia atrás! Lewis Carroll
Llegado este punto, retomemos algunas conclusiones importantes recogidas a lo largo del
texto. En un inicio, se analizaron las políticas de la memoria como contexto y medio en
35
el cual fue posible la fomentación de unas prácticas memorísticas en Colombia. Bien cabe
resaltar que la creación de estas leyes y decretos son así mismo prácticas, puesto que la
imperancia de consignar en el papel y establecer los pasos a seguir para conservar y
proteger la memoria, son en todo caso parte de esta urgencia memorística. En este aspecto,
se encontró que la producción de memoria en Colombia con relación a políticas, es
vinculada estrechamente con la figura de la víctima, categoría que es tanto necesaria como
particularizada, es decir, la memoria es selectiva y está dirigida a una clase exclusiva de
víctimas, donde no entran los “victimarios” u otras categorías que se creen firmemente
establecidas. De esta asociación memoria-víctima surge la necesidad de memoria en
términos de cumplir una reparación simbólica, como si el deber de hacer memoria se
tornara y tradujera implícitamente en el reparar a las víctimas del conflicto. Políticamente
la memoria es el medio que el Estado ha utilizado como garante de la no repetición del
conflicto, exigiéndole a la memoria cumplir con el rol de no olvido como si por si sola
ésta pudiera reparara y evitar acciones humanas.
En el segundo capítulo, se miraron dos casos que dan cuenta de estas prácticas de
memoria y sus implicaciones. Por un lado, el Museo Nacional que desde su cambio de
curaduría incluyo la memoria como línea narrativa, creando espacios como la sala
“Estado, Memoria y Nación” o la exposición “Endulzar la palabra”. Aquí la memoria se
produce y utiliza en términos de garantizar una inclusión y democratización del pasado,
pues en contra de la historia, se piensa que la memoria es mucho más justa. De tal manera,
se le empieza a dar cada vez más un mayor privilegio al testimonio como fuente válida
de conocimiento. Sin embargo, esta utilización de la memoria también llega ser
problemática al ver ésta desde la emocionalidad del relato, pues, al crearse una
vinculación afectiva se esconde la subjetividad de su producción y no se acerca a ella de
manera crítica.
Por otro lado, en el capítulo tercero se estudió la correlación entre la memoria y la
materialidad, y cómo se ha enfrentado la inmaterialidad del testimonio, puesto que, como
narrativa no encuentra necesariamente un objeto en que asentarse, lo que vuelve
interesante las nuevas dinámicas que se han creado para su exhibición. En el caso del
museo se optó por la creación de artefactos que suplieran las necesidades de la exposición.
En el segundo caso, del monumento que se construirá con las armas fundidas de las
FARC, es atrayente que su nacimiento comienza por la pregunta del qué hacer con estas
armas, no solo como una necesidad de construir para recordar. Por tal motivo, el material
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atraviesa un proceso de sacralización para entrar en el campo del museo, de lo ritual. Mas
no resulta en un objeto sino en el planteamiento de un espacio o “centro de creación”,
entonces podría decirse que el espacio constituye en parte la salida al problema de la
materialidad y la memoria, aunque la memoria sigue haciendo uso de recursos y artefactos
de lo visual.
No obstante, esta transición del objeto al espacio se vuelve problemática al volver
el centro del monumento el duelo de las víctimas, no solo en la medida que se excluye de
la posibilidad de éste a quienes entregaron el arma, sino que reafirma que hay una
memoria que importa. Aparte de esto, se consideraron otros aspectos como la ubicación
no solo de este, sino de las otras dos piezas que conformas los monumentos para la paz y
que nos revelan información sobre la transnacionalización del conflicto y sus
significados. En tanto que el conflicto y la paz ya no son historias situadas, sino un asunto
que compete a la humanidad. Finalmente, en el capítulo cuarto se habló de cómo el duelo
presenta una dimensión mediática que no da espacio al silencio, por lo que se propone
mirar la melancolía como una condición que permite repensar el pesado y no enterrarlo
como un pasado definitivo. Ante estas conclusiones ¿Se le podría dar un mejor uso a la
memoria? ¿Cómo incluir dentro de la producción de memoria unas mejores políticas,
prácticas e ideales? Para dar una propuesta a estos cuestionamientos, analizaremos la
invitación de Tzvetan Todorov sobre una memoria ejemplar y plantearemos unas
reflexiones finales.
En un inicio también sería posible pensar bueno y ¿la memoria para qué? Sin
embargo, como reflexiona Todorov la recuperación del pasado es indispensable en tanto
existe una necesidad ulterior de reconstruir los hechos, especialmente los más dolorosos,
de forma que se restituya la dignidad humana de las víctimas. Asimismo, vale la pena
recordar que Teodorov distingue entre dos procesos de la memoria. Por un lado, la
necesaria recuperación del pasado como proceso natural y deber; por otro lado, la
subsiguiente utilización de este. Cabe resaltar que estos se vinculan, en la medida que el
segundo hace uso del proceso de selectividad que la memoria forzosamente conlleva, no
como un acto automático. Es decir, la politización de la memoria, la cual determina el uso
del recuerdo, se lleva a cabo tras unos criterios consientes o no de lo que se debe recordar
y del papel que el pasado desempeña en los intereses del presente. Otra cara de este
cuestionamiento es peguntarse por el olvido, no como un opuesto a la memoria sino acaso
como parte íntegra del recuerdo en el proceso de selección, dado que el olvido no puede
37
ser entonces un imperativo (no se puede obligar a olvidar) podría ser visto como una
libertad individual, como un derecho al que el individuo puede someterse voluntariamente
como una manera de sobrevivir el pasado.
Entonces ¿Cómo hacer un buen uso de la memoria? Si comenzamos por la anterior
premisa, el recuerdo es deber del individuo, su uso no lo es. Por tanto, no hay razón para
erigir un culto a la memoria por la memoria, ya que ésta puede ser tan peligrosa como el
olvido selectivo. Pues, un “exceso de pasado” conllevaría al adormecimiento frente a lo
ocurrido, en tanto la replicación de relatos desprovistos de una justificación también
conduciría a la a-criticidad del pasado. Ante lo cual dirá Todorov:
Se requiere estudiar si la aproximación a los recuerdos y la reconfiguración
que el individuo hace de ellos, es una aproximación "literal" que convierte
en insuperable el viejo acontecimiento, puesto que de ser así, las amenazas
no dejan de ser de bajo nivel; o si se refiere a un uso "ejemplar" que permite
una reconversión de los recuerdos con uso al presente y una lucha de
cambiar ese presente. (Todorov, 2000, pp. 31)
Es esta distinción que propone entre lo “literal” y lo “ejemplar”, lo que nos da una idea
de cómo hacer un buen uso de la memoria. Discutamos un poco más sus diferencias. En
cuanto a la memoria literal se basa en la singularidad, no motiva ninguna acción en el
presente, solamente despierta un estupor mudo y una compasión sin fin por sus víctimas.
Es aquella memoria que es inamovible y presenta una visión rígida del pasado, que al
tratarse como singular no nos puede enseñar nada para el futuro, pues en tal caso nada
igual podría volver a suceder; e igualmente puede ser utilizada como motivo de
reclamaciones históricas o culturales y causar atrocidades como la guerra en Serbia o
Israel, entre muchos otros ejemplos. En contraste se halla la memoria ejemplar que refiere
a aquella memoria que permite aprender del pasado, que permite conducir más allá de sí
misma y ve el pasado como un marco de comprensión para situaciones nuevas, con
agentes diferentes. En otras palabras, permite extrapolar sus significados sin perder la
singularidad del suceso, pero sin encerrarlo y delimitarlo a lo único, que hace posible
sustraer una lección de este. El pasado se convierte por tanto en principio de acción para
el presente, no necesariamente en una proscripción o sometimiento del presente al pasado
(Todorov, 2000).
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Sin duda todos tienen derecho a recuperar su pasado, pero el uso de éste también
debe estar presente en la discusión de la memoria. El uso del duelo como mecanismo de
catarsis con el pasado, debe permanecer siempre abierto en la medida que promulgue un
espacio de silencio y reflexión para aprender del pasado, no como un espacio de
sacralización de la memoria, en tanto este acto no es más que otro modo de hacerla estéril,
de hacer memoria por la memoria. Si bien la experiencia que recoge el relato o hace duelo
es ineludiblemente singular, para que la colectividad pueda sacar provecho de la
experiencia individual, debe reconocer lo qué ésta puede tener en común con otras. Sobre
todo debe evitarse que “la memoria de nuestros duelos nos impida prestar atención a los
sufrimientos de los demás, justificando nuestros actos de ahora en nombre de los pasados
sufrimientos” (Rezvani). Esto también incluye dejar el estatuto de víctima como una
categoría inamovible de privilegios morales y simbólicos, a un espacio gris que permita
la flexibilización del concepto y acepte, por ejemplo, ver con matices a quienes hoy
llamamos “victimarios”.
En conclusión, esperamos que estas reflexiones den cabida a que la producción de
memoria pase por un proceso mucho más riguroso de deliberación en todos sus frentes -
político, práctico y moral- de manera que genere un aprendizaje del pasado que ilumine
éste incierto porvenir tras la firma de los acuerdos de paz con la FARC. Igualmente, que
se haga uso de una memoria ejemplar donde la repetición ritual del “no hay que olvidar”
verdaderamente repercuta ante la lamentable normalización de la violencia de la que
hemos sido partícipes; y no como respuesta a un infundado miedo sobre el olvido y el
silencio. Finalmente, creemos que la memoria debe ser un proceso para la comprensión
mutua, no para crear una retórica justificante, sino un medio para entender el pasado. Por
tanto, como proceso requiere del tiempo cómo única incuria y no de un afán por cumplir
un listado.
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