(sólo por hoy)
los dos lo supimos al mismo tiempo
(supimos que habíamos llegado al final de algo)
(Raymond Carver)
(…escribes una fecha en una puerta de madera (hay otras pintadas a tiza o bolígrafo y
sabes que no durarán más allá del verano). Usas una pequeña navaja. Un polvo fino cae a
tus pies, el sonido a electricidad de la hoja sobre la madera, las miradas alrededor para
comprobar que nadie te ve, la presión suave y el tacto metálico en los dedos. Es 1986 y
mientras escribes los últimos números piensas que en ese día de julio el tiempo se ha
detenido en la puerta, que todo lo que ocurra después no será más que un sueño, que esa
fecha marca una frontera entre el niño que eres y el adolescente que imaginas serás, que
hasta ese instante querías ser arqueólogo, astronauta, Tom Sawyer, un trotamundos con un
hatillo al hombro o Marco Polo y fantaseabas con dormir al raso y llegar hasta el fin de la
tierra pero que ahora te esperan otros sueños más reales. Das un paso atrás, lees los
nombres sobre la puerta, las otras fechas que te impulsaron a marcar la tuya propia, sonríes
satisfecho, por una vez haces algo solo, rompes las reglas. Volverás a esa puerta siete,
dieciocho años después de grabarla, los números apenas se distinguirán de las vetas en la
madera, pasarás la mano sobre las marcas (sonreirás al imitar el gesto de los astronautas de
2001 ante el monolito lunar), te verás a ti mismo con once años, de puntillas y con una
navaja en la mano, recordarás los sueños que dejaste atrás y los que estaban por llegar (las
pequeñas victorias y todo lo que perdiste) y sabrás que ese gesto ancló el tiempo al
espacio)
entro en tu mirada por un instante
el atardecer y la silla vacía
el libro sobre la mesa de café
la importancia de lo que no se ve
mueves tu cuerpo atrás y adelante
detienes la vibración con la palma de la mano
(cae un pequeño hilo al suelo)
tu cuerpo explica quiénes somos
perdedores sin rendición posible
(las lagartijas en el lavadero, la silueta oscura de los bosques, las bombillas amarillas en la
puerta de las casas (que encendían el umbral de un vacío), los mensajes de amor escritos en
puertas de madera o en paredes de piedra (y que acababan con un siempre), la luz verde y
parpadeante de los mercantes (pequeñas luciérnagas en el mar), el brillo blanco de las olas
en la noche y preguntarse por primera vez qué habrá al otro lado del horizonte, el primer
baile (mis pisotones y su sonrisa), los días encerrado y el paisaje en movimiento (el cielo
del revés y el final de la tierra), una despedida en la línea cuatro y los besos con mitones en
la línea seis, salir del círculo iluminado a la oscuridad, cada pequeña muerte)
me dice que los días se suceden
que los días pasan
habla en un susurro
la mirada al cielo
en busca de un nuevo paraíso
me abraza y me pregunta cómo tengo los ojos
(tanteo la realidad
para verificar que existe)
le respondo que tengo los ojos abiertos
que veo el banco de niebla a su espalda
que la costa parece un cuento de piratas
recuerdo su miedo a convertirse en Sísifo
(la niebla entre los montes, fina, sucia, extraña, el viento frío del mar, las pequeñas olas
sobre la ría (el brillo de su cresta blanca en la oscuridad del atardecer), una pareja sentada
en el muelle, las manos de él dentro de la melena de ella, una pintada en una pared, falta
poesía, sobra miedo, la voz de una niña leyendo un cuento, todas las cosas cambian, los
nidos en las ramas desnudas de los árboles y los huecos y el musgo en los troncos, las
manos de un vagabundo trabajando la madera para construir barcos y arañas gigantes, las
tiras que arranca el cuchillo de la madera y ruedan por la acera, el frío de mar
alumbrándose entre la ropa y la piel)
está en silencio
(su espalda desnuda
las piernas recogidas
el pecho un mar que intenta calmarse)
mira hacia la ventana
como si quisiera salir por ella
y volar lejos de la habitación
sólo existen su silencio y su cuerpo desnudo
pienso que tal vez esté intentando atrapar algún recuerdo
un momento donde se sentía a salvo
entran unos rayos de sol por la persiana
las motas de polvo parecen pequeñas luciérnagas
traspasan su cuerpo
y se posan en el mío
no consigo ver su cara
ella sentada (replegada sobre sí misma)
yo tumbado
lejos
muy lejos
(la luz del sol en el suelo del metro, pequeños rayos se deslizan y desaparecen bajo mis
pies, las estaciones vacías, las grúas detenidas y las piernas desnudas de una mujer (su
falda una línea blanca que tiembla entre sus muslos), salir de la oscuridad a la luz y sentir
el mar en el rostro, un velero tras el muelle, la vela plegada, la estela triangular y el sonido
apagado del motor, un banco de madera frente al puerto, el viento entre los mástiles (tac
tac tac), las nubes que llegan del mar, las olas contra las rocas y un niño que cree que los
patos son los reyes de la naturaleza, llegar hasta el final del muelle y sentir que es el final
de la tierra (el fin del mundo), el faro como última frontera, el horizonte el temblor de otra
línea blanca y el pasado entero detrás de mí)
me preguntaste cómo sabías si eras guapa
estabas sentada en el centro de la cama
una pequeña sonrisa
el corazón en suspenso
dos vidas y tantos secretos
fuera la ciudad se derrumbaba entre las hierbas
descubriste mi cicatriz
una línea imprecisa en mi vientre
(mi cuerpo temblaba)
es una isla, dijiste
el dolor y la salvación
se presentaron por primera vez
(el amanecer tardío, los pequeños círculos en los charcos, las gotas en suspenso, las formas
difusas en la niebla, los árboles que traen la lluvia tras la lluvia, las vías que se cruzan y
desaparecen bajo el tren, los caminos de lluvia en la ventana, la flota pesquera amarrada en
la ría (las proas de los barcos contra el norte), un café en un cruce de calles, el rojo de los
semáforos reflejado en las aceras mojadas, los paraguas negros y los paraguas contra el
viento, las pisadas en la lluvia, la niebla en la cumbre de un monte (el monte sobre los
tejados de la ciudad), los disfraces de mimos, indios, hippies, fresas, magos, la estela
blanca de mi boca, las grúas enmudecidas, las luces apagadas dentro del autobús, todos mis
lugares comunes)
vacío los bolsillos sobre la mesa
un mapa y billetes de metro
tu letra en una servilleta roja
una pequeña piedra con forma de bumerán
cada objeto una estela
la ciudad se ha convertido en puntos de luz
las líneas de las farolas sobre la calle
las luces intermitentes de los coches
las ventanas que se iluminan por unos segundos
no hay sonido
(sólo movimientos mudos de luz y sombra)
guardo la servilleta dentro de un libro
leo los nombres de las estaciones en los billetes de metro
apago la luz de la habitación
cada día renuncio (a ti)
(busco el nombre de los árboles del parque, níspero del Japón, falsa acacia, haya, árbol de
Júpiter, me sorprenden la delicadeza del níspero, los huecos y los nudos en el tronco de una
haya, la tierra desnuda alrededor de las raíces (el extraño escorzo de las raíces), las ramas
que tocan el suelo y las primeras hojas rojizas entre las verdes, me acuclillo bajo los
árboles (la penumbra y el olor de las hojas caídas), intento encontrar algo que no me
traspase)
la playa en forma de media luna
las olas negras contra un bote naufragado
la señal de un kilómetro hasta el faro
el viento entre los mástiles
las primeras farolas encendidas
tu nombre pronunciado en alto
(deja una estela al desaparecer)
y la palabra siempre (sólo una palabra)
en un banco de piedra
(coda)
Me acercas tu mano y me ayudas a subir al tejado de la ermita. Sigo la línea del río hasta
el horizonte, el cielo anclado sobre nuestras cabezas y la estela de tierra tras los tractores,
la última luz de la tarde sobre los campos de trigo y el tañido de las campanas que me
habla de tiempo y muerte. Es nuestro escondite para esperar la salida de la luna (y los
escondites tienen que estar a la vista de todos).
Dices que apenas piensas en el pasado, que sientes nostalgia del futuro y te entristece no
saber cómo será el año 4011, si Wells tenía razón con su humanidad dividida o era Dick
quien acertó con su mundo de replicantes y dimensiones entrecruzadas, o tal vez no
seamos más que la invención de un dios solitario y moribundo, el último fogonazo de su
conciencia. Bajas la voz, apenas un susurro, cuando recuerdas que te perderás los últimos
treinta segundos antes del fin del mundo, que no verás partir viejos cohetes en busca de un
nuevo hogar ni contemplarás un atardecer desde otro planeta, que nunca sabrás si
conseguiremos conquistar el tiempo y movernos a través de él a nuestro antojo.
Tu pecho se mueve rápido, las manos en las rodillas, la mirada perdida entre las zarzas
bajo la ermita, la voz quebrada. Esperamos la salida de la luna y estás temblando por
todos esos sueños inalcanzables que crearon en ti los libros. Tú la chica poeta que se sabe
derrotada por el tiempo, yo el muchacho callado de un norte que sientes muy lejano. Me
pregunto si un abrazo será suficiente para calmar tu impotencia o necesitas la certeza de
otra realidad.
Aparecen las primeras luciérnagas, titilan en el camino, una pequeña constelación a
nuestros pies. Entonces te hablo de la nieve, te digo que extraño su sonido a electricidad,
miles de copos que planean en el cielo hasta posarse en el suelo de manera lenta y
pausada, que me gustan las nevadas nocturnas porque hay un instante donde la nieve
parece encender la oscuridad y hay una claridad extraña e inesperada, que no hay dos
copos iguales y que las bolas de nieve calientan las manos en vez de enfriarlas. Me miras
sorprendida, me recuerdas que nunca has visto nevar, que no sabes cómo suena la nieve.
Te respondo que ahora la nieve tiene el aspecto que tú quieras darle pero, una vez que
veas nevar, la nieve sólo podrá ser nieve.
Sale la luna. Y soñamos con luciérnagas en Marte.
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