Todos los tigres salvajes
Esa primavera Lifu regresó a su aldea, tras haber recibido en Pekín una carta enviada por
el comité central del Ministerio de Educación. Estuvo hospedado los seis días que duró su
estancia, en el hotel designado por el Partido para recibir a los maestros de escuela, durante
el periodo en que estos debían enviar sus informes al Ministerio. Sin embargo, no era esa la
razón por la que Lifu había viajado a Pekín. Él, contrario a sus colegas, esperaba la carta en
que se le notificaría de su reubicación.
Fueron días de ansiedad, de largos paseos en bicicleta, de aquí para allá. Un día para
asistir a una reunión del partido al otro extremo de la ciudad. Otro para colaborar en la
construcción de un hospital a pocas cuadras del hotel. Otro para visitar los templo oficiales.
En fin. Quiso ocupar, siempre y cuando se lo permitieran sus fuerzas, cada espacio del día
en distintos oficios, aparte del de la espera.
La carta finalmente llegó un martes por la tarde. Lifu se encontraba visitando los templos
del Tian Tan. Cuando volvió esa noche al hotel, halló bajo su puerta una nota escrita a
maquina, con los sellos rojos del Partido, en la que se solicitaba su presencia en las oficinas
del comité local del Ministerio. Esa noche dio vueltas en la cama pensando en cuál sería su
nuevo hogar. Tuvo tiempo para recordar con nostalgia los tres años en la aldea a orillas del
Yang-Tse. Fueron los mejores años de mi vida, pensó. Sin embargo, las prontas simpatías
alcanzadas con los campesinos y la buena disposición anímica de Lifu para atender, en
calidad de respetable camarada, asuntos confiados por los más allegados, hacían que cada
tres años, al terminar los ciclos asignados por el Partido, pensara eso, que atrás quedaban
los mejores años de su vida.
Nunca, desde que lo asignaron a su primera escuela, tuvo disgusto alguno. Tenía entonces
veinte años y pocos meses atrás había recibido el título que lo acreditaba como maestro de
geografía. En su casa se festejó el logro con un poco de indiferencia. Todos habrían
preferido, en ese entonces, que Lifu se encargara de los cultivos de arroz, para que no
abandonara la aldea. Sin embargo, poco a poco, los beneficios obtenidos habían obrado en
su familia una suerte de respeto y admiración hacia él. Aunque las ganancias en metálico no
eran equiparables a las producidas por el comercio, Lifu recibía las dádivas bimestrales que
el Partido destinaba a sus mejores maestros. Trabajaba a sus alumnos con devoción y
paciencia, e impartía sus clases tan cual lo indicaba la cartilla roja del Ministerio. Su
carácter no tenía tacha y, en cada aldea visitada, había dejado buenos amigos. Lifu entendía
que el pueblo era la fuerza motriz de todo gobierno y que a él debía retribuir lo alcanzado,
sin arrojos de superioridad o imprudencia.
La mañana en que leyó la carta, todos sus ideales se vieron enfrentados a la conmoción
de no sentirse preparado a lo que el Ministerio había dispuesto. Llegó muy temprano a las
oficinas del segundo piso, como lo pedía la carta. Lo atendió una joven, de quien, producto,
quizá, de la impaciencia, o quizá, por lo afectado que se tornaba su rostro en esa oficina mal
iluminada, Lifu no pudo notar tan esplendida belleza y gracia. Llegó, ceremonioso, a decir
su nombre, mirando de reojo, sin sonreír, los papeles sobre el escritorio de la hermosa
secretaria:
−Soy Lifu, maestro de escuela –dijo, escondiendo las manos en los bolsillos y haciendo
una rápida venia.
−Buen día, maestro Lifu –respondió la joven con una voz dulcemente cansada, mientras
acomodaba con una mano los cabellos que habían caído sobre su frente y hacía la
respectiva venia −. Mi nombre es Wang.
−Recibí una carta ayer en la noche –dijo Lifu, inspeccionando, de nuevo, el escritorio de
la joven.
−¿Trae con usted la carta? –preguntó ella, mirando el rostro del maestro, iluminado por el
entusiasmo.
−Sí –contestó Lifu e inspeccionó el interior de su maletín, para extender, apurado, el
sobre a la joven–. Aquí tiene.
Wang abrió el sobre, extrajo la carta y la puso sobre el escritorio. Leyó, señalando con su
dedo índice las líneas verticales sobre el papel.
−Aquí dice que el número de su expediente es el 032283, deme un momento.
−Sí, por supuesto –dijo Lifu.
La joven secretaria se retiró un momento. Caminó hacia el fondo de la oficina, donde
había una hilera de archivadores metálicos. Lifu recorrió con la mirada el lugar. Tras los
archivadores se podía ver una ventana que daba a un muro de cemento escrito con las
insignias del partido. En la sala había dos escritorios más y sobre uno de ellos un ventilador
con las aspas desgastadas, hacía un ruido que incomodó a Lifu, tan pronto notó su
presencia. Había también una puerta entreabierta, por la que era posible observar un
escritorio de mayor tamaño y madera lacada. El maestro volvió la vista a la secretaria, que
aún no terminaba la búsqueda. Lifu se sintió, de golpe, intranquilo. Quiso ayudar a la joven
a buscar el expediente. Debe ser nueva, pensó. Guardó sus manos en los bolsillos del
pantalón e inhaló hondamente. Lifu, no seas irrespetuoso, se reprochó. A esa hora, en los
pasillos del edificio, en las oficinas contiguas, en otras edificios y en otras oficinas del
Partido, en las calles, en las casas, en todo el país, se cantaba el himno. Las actividades
quedaban suspendidas por una suerte de hechizo. Hombres y mujeres se ponían en pie,
levantaban su mano derecha en saludo a la bandera, y cantaban cada verso como si sus
palabras estuvieran escritas con tinta en el corazón, como algo duradero que siempre había
estado ahí, aguardando desde el pasado por ser dicho y que, finalmente, una vez hecho
canto en la voz del pueblo, alcanzaba su máximo esplendor.
Una vez terminado el canto, Lifu sintió renovada su paciencia.
−Si lo prefiere puedo venir más tarde –dijo él.
−No, en un segundo estoy con usted –dijo Wang sin dejar de luchar con la pila de papeles
en el archivador.
El maestro guardó, de nuevo, sus manos en el pantalón y cerró los ojos por un momento.
Sintió el cansancio natural que sobreviene tras una noche sin reposo. Segundos después
escuchó que la secretaria cerraba el archivador y volvía los pasos hacia él. Lifu abrió los
ojos de nuevo, excitado.
−Aquí tiene –dijo ella.
Lifu tomó el papel, lo desdobló y empezó a leer, susurrando.
Una extraña sensación batió su mente en el momento que leyó la resolución del
Ministerio. Hong, aldea de Anhui. Repasó el texto para verificar que no se trataba de un
error. Lifu sintió que su rostro se enrojecía, percatado de eso, esbozó una sonrisa y volvió
los ojos a la secretaria.
−Debe firmar aquí, maestro –dijo ella con un ademán frío.
Lifu tomó un bolígrafo del escritorio de la joven secretaria y se inclinó para firmar el
papel que ella le extendía, luego hizo una venia y se marchó.
El trayecto de vuelta al hotel fue lento. No está del todo mal, pensó con algo de
resignación Lifu. Cuando llegó se sentó en la cama a repasar lo sucedido. Lentamente
extrajo sus prendas de la cómoda. Mi madre estará dichosa, pensó. Pero tan pronto como
ese pensamiento ocurrió en su mente, una pesada sombra combatió su buen ánimo. Esa
sombra era la idea de convivir tan cerca a su padre. Tan próximo a la casa de infancia,
estaría obligado a visitarlo constantemente. No es que la relación de Lifu con su padre
hubiese sido, desde el principio, como una flecha astillada a la que el viento desvía sin
permitirle acertar el blanco. Entre él y su padre había un respeto sincero. Lo que realmente
lo contrariaba, era la idea de adivinar en las palabras de este, las intenciones ocultas de
encargarle el negocio familiar, fingiendo estar muy cansado o enfermo. Su padre nunca
había entendido que para él era inconcebible la idea de encargarse de ese asunto. Lifu tenía
para sí planes mejores. Planes que había mascullado en la hondura de la noche en las aldeas
lejanas, cuando la soledad de su cuarto era, para él, el reflejo apacible de las pequeñas
dichas alcanzadas. Quería, desde el momento mismo en que se había titulado, alcanzar un
alto cargo en el Ministerio, retomar de a poco sus estudios en historia, escribir en las
revistas del partido, en fin, una vida sosegada a la sombra de sus tempranos esfuerzos. Vivir
en una ciudad, conseguir una buena esposa, educar a sus hijos. Ese tipo de cosas pensaba
Lifu en las noches, después de repasar las cartillas de sus alumnos y de mirar qué tanto, en
verdad, estaban aprendiendo. Sin embargo, este no era el simple trabajado de un maestro
dedicado a su oficio. Para Lifu encontrar que sus alumnos aprendían correctamente las
lecciones, era más un gozo, una satisfacción por reconocerse a sí mismo un buen maestro,
alguien digno de alcanzar un escritorio de caoba brillante y figuras adornadas con polvo de
oro, cuando no, por ver en sus alumnos la disciplina y el empeño que tanto les reclamaba.
Guardó sus prendas en la valija y se marchó a la estación de trenes.
Eran más de las ocho de la noche cuando llegó a la aldea. Descendió del tren lentamente,
mirando a lado y lado, tratando de reconocer un gesto conocido. Lifu no sabía en qué
dirección caminar. Sus padres no lo esperaban, así que prefirió pasar esa noche en un hotel
cerca a la estación. El tiempo era fresco. Soplaba un viento tibio en el que era posible
distinguir un fuerte olor a grasa y especias. El olor de su infancia. No pudo evitar sentirse
conmovido. Tres años atrás había visitado a sus padres pero nada había sido así. Saber que
estaría allí por tres años, había cambiado la forma en que valoraba el pueblo. Parecía
redescubrirlo. Se preguntó cuántas de las personas con que se cruzó, camino al hotel,
tendrían sus hijos en la escuela. A cuántos de ellos volvería a ver el día en que entregara los
informes. Estuvo atento a las facciones de todos ellos. Sentía que podía leer en esos rostros
el verdadero carácter de los hijos, con tanta claridad como si se tratara de un libro. Así, de a
poco, la aldea empezaba a ser distinta. Nunca antes había tenido sobre ella la mirada de un
maestro de escuela. Apreció entonces las buenas maneras de la gente, la cordialidad y la
distinción de las prendas. Pensó, por un momento, que su aldea no sería un obstáculo en su
camino al alto cargo ministerial, que allí daría quizá el último paso previo al destacadísimo
galardón de que todos sus alumnos tuvieran la mejores notas en los exámenes anuales. Pero
el sino de Lifu estaba trazado de manera bien distinta. Eso era algo que él no podría
descubrir mirando su rostro en un espejo.
Se levantó temprano para visitar a sus padres y después ir a ver al Principal de la escuela.
Tocó la puerta y unos segundo después una señora muy vieja la abrió:
−Buen día, ¿en qué puedo ayudarle? –dijo la anciana con la cabeza gacha, sin levantar la
vista a aquel frente a la entrada.
−¡Meimei! ¿No me reconoce? –dijo Lifu con tono bromista.
−¿Puede ser acaso el maestro Lifu? –replicó la anciana mujer, alzando el rostro y
extendiendo una mano para palpar algo en el aire.
Lifu, confundido, tomó la mano de Meimei. Recorrió con la vista el brazo de la mujer y
luego vio en el rostro los parpados cerrados que, de golpe, se entreabrieron para advertir un
velo. Allí donde antes era posible ver los ojos más bellos de la aldea había, ahora, algo que
recordaba la ceniza que sobrevive al fuego. Lifu acercó, sin certeza alguna de lo que debía
hacer, su rostro a la mano de la mujer. Ella entonces palpó la carne y una sonrisa floreció en
sus labios.
−¡Lifu! –exclamó llena de dicha y se aferró al brazo del maestro.
El hombre abrazó a la anciana y sintió irremediables ganas de llorar.
−No estés mal –exclamó ella percatándose del cambió en el animo de él.
−Pero... ¿cuándo, cómo ocurrió?
−No hay cuándo ni cómo. No mata de hambre el cielo a los gorriones ciegos –respondió
ella.
Después del abrazo los dos entraron a la casa. Ella aferrada a la mano del maestro, que la
guiaba por entre los muebles de la sala.
−¿Y mi madre?
−Aún está en su recamara.
−¿Y mi padre?
−Lee el diario en la sala de atrás.
En ese momento Lifu soltó la mano de la bondadosa mujer y caminó hacia la sala
contigua para buscar a su padre. El hombre le pareció más viejo y delgado que la última
vez. Entró procurando no hacer ruido y se puso delante de la gran hoja del diario, abierta de
par en par.
−¡Padre! –dijo Lifu haciendo una respetuosa venia.
El anciano, un poco confundido por la sorpresa, dejó a un lado el diario y se levantó de la
silla haciendo un esfuerzo. Colgó los gruesos lentes del bolsillo de la camisa y sonriendo
hizo una venia a su hijo.
−¡Lifu! Qué gratitud tenerlo de vuelta. Sabíamos que en cualquier momento aparecería –
dijo.
−Ya han pasado tres años. Creí por un momento que no podría venir, pero...
−Comprendo –dijo el anciano dejando caer su cuerpo sobre la silla y reacomodándose los
lentes.
−Pero –continuó Lifu−. El Partido decidió enviarme a una de las escuelas de aquí. No lo
supe sino hasta ayer. Creí que me enviarían lejos de nuevo.
−¡Oh, es algo muy conveniente, no puede ser mejor para todos! Y dime, ¿qué tal le va a
Pekín hoy por hoy?
−Es mucho más grande –respondió Lifu.− Han construido varios hospitales y escuelas.
También ampliaron las calles.
En ese momento Lifu escuchó a su madre descender por la escalera. Se saludaron en un
largo abrazo. La mujer, visiblemente conmovida, no pudo contener el llanto.
−Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi –dijo entre lágrimas.
−Dice que el Partido lo ha recomendado para trabajar en una de las escuelas de Hong –
dijo el padre desde la silla.
−¡Qué buena noticia! –dijo la madre abrazada al torso de su hijo.− Me alegra mucho que
finalmente estés de vuelta. Puedes quedarte aquí. Piensas quedarte aquí ¿no es así?
−No depende de mí. Debo primero ver al Principal. Algunas escuelas acostumbran
hospedar a sus maestros.
Los tres, sentados a la mesa, charlaron sobre lo ocurrido en los últimos años. Lifu se
enteró que su padre había vendido algunas parcelas de arroz y que las tierras de la familia
se habían disminuido porque el Partido había reclamado algunas para sí, después de la
venta.
−Díganme, ¿qué pasó con Meimei? ¿Desde cuándo está ciega? –preguntó Lifu.
−Al parecer tiene más de seis años que ve muy poco –respondió el padre.− Nos
recomendaron tratarla con vino de tigre, pero no dio resultado.
−¿Y cómo se las arregla?
−Meimei conoce de memoria la casa. No tiene problemas. Desde hace un tiempo no sale
de aquí. Dice que no recuerda los caminos allá afuera –dijo de nuevo el padre.
La madre guardaba silencio, observando unos pinceles negros sobre la mesa.
−¿Y no piensan dar el trabajo a alguien más? –Preguntó Lifu.
−No. No necesitamos de nadie –dijo el hombre, desdoblando el diario una vez más, con
tono un poco descortés.
La conversación terminó así. Lifu miró a su madre y le dijo que iría a la escuela para
presentar la carta del Ministerio al Principal. Saliendo de la casa se cruzó con Meimei
quien, en ese momento, hacia una mezclilla de tinta y agua en una mesa cerca a la puerta.
Lifu puso su mano derecha en la espalda de la anciana:
−Debo irme Meimei –dijo.
−Ya lo oí, serás el maestro de una de las escuelas ¿cuál? –preguntó Meimei, apartando el
bloque de tinta protegido por un grueso papel de arroz.
−Iré a la escuela Wu Jingzi.
Meimei dio un abrazo a Lifu, le susurró que todo estaría bien y un refrán que el maestro
interpretó lo mejor que pudo, pensado que con eso Meimei hacía mención a las relaciones
en su casa. El refrán decía: Llegada la nave al medio del río, ya es tarde para reparar
grietas.
Caminó por el pueblo, no ya tratando de recobrar la sensación de sentirse parte de él,
como lo hiciera en los años anteriores, sino como un espectador que tiene a su cargo un
designio importante. La aldea para ese entonces había empezado, al igual que Pekín, a
expandirse a rincones en lo que antes nadie había supuesto construcción alguna. Habían
construido tres nuevos puentes sobre el río, uno de ellos destinado sólo al transito de
automóviles. Las calles no era de polvo, como lo fueran antes, sino de adoquín. Parecía que
la aldea había sufrido un gran cambio, pero no. En el fondo el lugar continuaba siendo el
mismo. Habitado por personas tranquilas y serviciales, con la diferencia de que ahora
vestían las prendas que donaba el Comité Central de Gobierno y en las paredes externas de
las construcciones nuevas era posible leer los himnos del partido y los poemas del
Presidente Mao.
Una tenue desilusión recorrió los pensamiento de Lifu. Sintió, de golpe, que la sensación
de ser asignado a un lugar nuevo y tener que explorar la aldea, era la recompensa a los
esfuerzos en el salón de clase, que tanta paciencia sacrificada en la jornada, encontraba su
equilibrio en las noches caminando por las calles desconocidas, para ser saludado con
respeto. Ahora, que había reconocido caminando hacia la escuela que no obtendría eso de la
aldea en la que había crecido, por primera vez se sentía cansado, con deseos de ir a una
taberna y beber un trago. Compórtate, se reprochó Lifu cuando pensó en llevar su cuerpo a
la taberna del viejo Zhui. Siguió caminando en dirección a la escuela, con la cabeza gacha,
como si algo le pesara en el cuello.
En la escuela Wu Jingzi lo atendió el Principal Chou. Serios, se saludaron en la oficina
como dos camaradas que saben mucho el uno del otro porque viven según las indicaciones
del Partido. Lifu le extendió el sobre que en Pekín le entregara la señorita Wang:
−Soy el recientemente asignado –dijo Lifu fingiendo una sonrisa.
El superior, entonces, frunció las cejas y se acomodó las gafas. Antes de tomar el sobre
que dejara sobre el escritorio, buscó en uno de los gabinetes una pipa llena de tabaco y la
encendió. Luego leyó la carta sin prisa alguna.
−Todo está en orden. Este documento dice que usted es de aquí. Eso quiere decir que
tiene un lugar para vivir, ¿verdad? –preguntó Chou.
−Sí. Así es. Sin embargo, quisiera hacer efectiva la posibilidad de hospedarme en la
escuela, como lo he hecho en las otras aldeas.
El Principal Chou, dejó la pipa a un lado y se puso en pie:
−¿Cómo, no lo sabe? –dijo, acercándose a una foto del Presidente Mao, colgada en una de
las paredes.− Los últimos han sido los peores años. El Partido ha tenido que tomar éstas
medidas para reducir los gastos.
−¿A qué medidas se refiere? –preguntó el Maestro Lifu, confundido por lo que se le
decía.
−A estas mismas, por supuesto. Las finanzas del Partido se vieron afectadas por la guerra
y no es posible seguir cubriendo los gastos de manutención de los maestros. Es por eso que
optaron por enviarlos a sus lugares de origen.− dijo el principal y llevó la pipa a la boca.
−Entiendo –dijo Lifu fingiendo una vez más una sonrisa.
−Sólo nos queda tratar el tema de su inicio en labores. Tendrá que ser mañana. ¿Le parece
bien?
−Sí –susurró Lifu en una voz tan baja que le fue necesario repetir una vez más su
respuesta.
El Principal, entonces, le extendió una hoja con todos lo detalles pertinente al horario que
debería cumplir el maestro.
−Eso sería todo –dijo Chou.− Lo espero mañana.
Lifu abandonó lo escuela, visiblemente desanimado. Caminó de vuelta a la casa paterna.
Era casi media tarde y sobre los tejados de tablilla terracota caía una luz tenue. Las
personas que a esa hora caminaban por su lado lo saludaban con venias, reconociendo su
rostro. Lifu sabía quiénes eran muchos de ellos. Se detuvo en un alto puente a ver correr el
agua por entre el herbaje primaveral. Sintió, de nuevo, que todos sus empeños empezaban a
verse frustrados. Dos flores de cerezo descendían por el arrollo en hilera. En una de las
calles cercana al puente, alguien acompañaba con un banhu una canción que Lifu no
reconoció al instante. Estaba tan inmenso en sus angustias que tuvo ganas de llorar. Siguió
su camino, fingiendo durante el trayecto una torpe sonrisa. Cuando llegó a la casa, vio que
la puerta principal estaba dañada en una de las esquinas superiores, por una grieta que
amenazaba con extenderse al otro extremo. Tocó la puerta y Meimei, unos segundos
después, abrió.
−Meimei –dijo Lifu con voz vencida.
−Lifu, ¿cómo ha ido todo? –preguntó Meimei buscando en el aire el brazo del maestro.
−Todo ha ido como de costumbre, bien –replicó Lifu.
−¡Pasa, pasa! –exclamó Meimei.
En ese momento, en la sala principal y con la tinta que alistara Meimei, su madre escribía
unos caracteres sobre un papel rosado.
−¡Lifu! –exclamó ella al verlo.− Cuánto tiempo sin verte, hijo. Llevo tres años esperando
por ti. Sabía que pronto volverías.
Lifu, confundido, trató de buscar respuesta en los gestos de Meimei.
−¿Qué es esto? –le preguntó en un susurro infantil, a la gentil anciana.
−No es nada. Es como ha sido desde hace un tiempo.
−¡Madre, hace unas horas estuve aquí!
−Años querrás decir –dijo la mujer, un poco enfadada.
Lifu, comprendiendo vagamente lo que sucedía, se dejó caer sobre un amplio sillón frente
a su madre. Ella terminó de escribir sobre el papel y lavó el pincel con agua. Luego fue a
abrazar a su hijo y le preguntó por el lugar al que lo habían asignado esta vez.
Lifu miró el rostro de su madre para adivinar en ella si sus palabras se trataban de una
tonta broma. Ella sonreía emocionada, con los ojos humedecidos, a punto de llorar.
−¡En verdad, ha pasado tanto tiempo desde la última vez! –agregó la mujer.− ¡Has
cambiado. Estás más delgado y te has dejado el bigote, como tu padre!
Lifu, visiblemente afectado por los desvaríos de su madre, le besó la mano y dijo que sí,
que había decidido dejarse el bigote para recordar a su padre y recostó, vencido, la cabeza
en el espaldar del sillón.
−Él te quiere mucho –dijo la anciana entre sollozos. Me alegra que estés de vuelta. Y
dime ¿esta vez a qué lugar te asignaron?
−Estaré aquí por tres años –dijo Lifu resignado.
−¡Qué buena noticia! –dijo la madre y fue corriendo a buscar a su esposo a la sala
contigua.
−¡Escuchaste, Lin! Lifu dice que estará aquí por los próximos tres años.
Lifu caminó tras ella y encontró que su padre la abrazaba y le decía que había oído las
palabras de su hijo.
−En verdad que es una gran noticia –dijo el padre mirando, con los ojos agotados y
vidriosos, al maestro Lifu.
−Has que Meime te sirva algo de comer –dijo el padre y se retiró con su esposa a la
recamara.
Bastó con que el maestro se viera sólo en la sala, para recaer de nuevo en los turbios
pensamientos de antes. Esta vez, el agravante de reconocer lo que no había entrevisto en las
horas previas, hizo que sus pensamientos se tornaran apesadumbrados y que saltaran del
infortunio de estar de vuelta en casa, al sentimiento de estar tristemente condenado, tener
que renunciar a sus proyectos y, poco a poco, tener que hacer frente a los asuntos
financieros de la casa porque..., si no él, ¿quién más podría hacerse cargo de eso? Si tan
solo pudiera saber que en tres años no estaré aquí, pensó. Meimei en ese momento se
acercó, cargando entre las manos un ancho plato con sopa. El maestro sin gesto alguno en
el rostro, miraba, serio, cómo la mujer que caminaba con el plato entre las mano lograba
adivinar todos los obstáculos en su camino, sin derramar ni siquiera un poco de sopa.
Agradeció a Meimei la cortesía y la mujer se retiró. Lifu empezó a repasar la hoja que el
Principal le había entregado. La jornada iría de ocho de la mañana a tres de la tarde y
mensualmente se le encargaba organizar dos visitas a las industrias del Partido para que los
estudiantes tuvieran la posibilidad de iniciarse en el trabajo.
Conoce a los niños
Descripción de los niños
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homosexualidad del mejor
la anciana ciega descubre los pensamientos turbios de Lifu
la casa se deteriora?
Lifu de a poco se va quedando solo.
Su padre muere.
No vuelve a la escuela.
Hoy no iré.
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