Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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V a i n i l l a
Una historia que rescata las voces de las mujeres que vivieron la Conquista de México
Dedicada a todas aquellas mujeres que vivieron
la Conquista y de las que casi nada sabemos.
También para Lulú, Glory, Maga, Lupita, Joselo y Fely,
porque con sólo recordar sus risas me siento a salvo.
ÍNDICE
Prólogo: "Otra vez la Malinche" por María Luisa Puga, 2
Correspondencia sobre Vainilla con María Luisa Puga, 3
VAINILLA: voces de las mujeres en la Conquista de México, 5
Un huipil para escribir, 5
Los dioses roncaron, 15
…y en polvo te has de convertir, 30
La pelota que rebota, 35
Rumores y misivas, 37
Un capitán lengua larga y otras desilusiones, 53
… sobrevivimos, 60
Nota de la autora, 62
Agradecimientos, 62
BIBLIOGRAFIA, 63
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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pRÓLOGO
¿Otra vez la Malinche?
MARIA LUISA PUGA
¿Cuántas novelas, ensayos, estudios ha leído usted sobre la Malinche? ¿Cuántas preguntas se
ha hecho? ¿Era una traidora o la única indígena que supo enfrentar a los conquistadores?
¿Tenía una crisis de identidad como la que podríamos tener usted o yo? ¿O su mundo era
más diáfano de lo que podríamos tener usted o yo? Ha habido tesis tan arrasadoras de lo que
fue o no fue, que todos la hemos hecho a un lado como algo incómodo. Nos hemos olvidado
de ella y ya nos da pereza abordar el tema. Pero sigue siendo tema. Eso es indudable. Esta
novela, VAINILLA, de Angélica Sánchez lo aborda. Veamos.
Para empezar su tono, su estructura, su actitud, son distintas a los de sus
antecesores. Más que investigar, conocer todo lo referente a la Malinche, quiere verla a ella,
tratar de sentirla en una realidad más próxima, más tangible. Una mujer, sí, indígena, sí, pero
acarreada por la narración oral de su tiempo al nuestro. Y la narración oral se ilustra mediante
el tejido, el tejido finísimo de una mujer indígena de Puebla, de diversos hilos, de distintos
colores, de muchas imágenes que nos van dejando ver esa historia mediante voces de
diferentes timbres. Las voces también se van entretejiendo mediante diálogos de varias
entonaciones que van conformando el rostro, la realidad, la persona de la Malinche, una
mujer como nosotras, una mujer, indígena, universitaria, simple ama de casa, enamorada y
orgullosa, fuerte y tierna. Una mujer.
En 107 páginas, Angélica Sánchez nos cuenta esta historia con una actitud
desarmante por lo directa y sencilla, juguetona y clara. Nos seduce certeramente y pensamos
que por fin tenemos una imagen de la Malinche con la cual podemos vivir porque puede ser
parte de nuestro mundo.
Yo espero que este texto sea leído por niños, jóvenes y adultos como lo que me
parece que es: un mito vivo que nos acompaña todo el tiempo.
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CORRESPONDENCIA
Sun, 12 Sep 2004 10:16:04 -0500
Sí, me acuerdo perfectamente de César. Y de Berta ni se diga. Con gusto te revisaré tu novela
si estás de acuerdo con mis honorarios. Te cobraré 5 000 pesos. Voy a necesitar que los
deposites en mi cuenta si estás de acuerdo, antes de mandarme el manuscrito. Lo que pienso
hacer es leerla y hacer comentarios. Si sirve, si no sirve, si es extraordinaria o qué puedes
hacer para mejorarla. Si es extraordinaria, o si la mejoras como yo te sugiera, escribiré un
dictamen sobre ella para que la presentes a las editoriales. Hazme tus comentarios, mlp
Wed, 15 Sep 2004 20:50:03 -0500
Ya te mandé el número de cuenta. La novela mándamela por correo electrónico. Avísame
cuándo depositas, ¿no? Me estaré conectando todos estos días, pues estoy dando un taller
intensivo en Erongarícuaro. Saludos, mlp
Sat, 18 Sep 2004 20:51:09 -0500
La tengo. La pude abrir sin ningún problema. La empiezo a leer el lunes, porque en este
momento estoy cerrando un taller que termina el domingo. Ya tendrás noticias mías. No he
visto en el banco si está tu depósito, pero estoy segura de que ahí estará. Sobre eso también
tendrás noticias. Te voy a estar mandando mensajitos mientras la leo, para que no te corroa la
angustia. Saludos, mlp
Sun, 03 Oct 2004 20:05:26 -0500
Voy poco más de la mitad y no ha decaído mi interés. En esta semana tendrás una respuesta
de cierre. Tú, tranquila. Escribes muy bien, saludos, mlp
Tue, 05 Oct 2004 20:33:50 -0500
Ya la terminé. Me gusta mucho, muchísimo. Quiero escribir un texto sobre ella, para lo cual
necesito hacerte ciertas preguntas: ¿cómo procediste a la investigación? Hay mucho juego
literario en tus fuentes. ¿Tengo razón? Las diferentes voces femeninas pretenden también ser
el tejido de un tapiz que cuenta? Sólo te digo que puedes seguir adelante con ella. A mí me
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encantó. Una vez que reciba tus respuestas y todo lo que quieras contarme en cuanto a
la experiencia de escribirla, yo te mandaré el texto. Saludos cariñosos, mlp
Tue, 26 Oct 2004 19:50:43 -0500
Todavía estoy aquí y escribiendo la nota sobre tu libro, pero se me atravesaron chambas y
una gripa brutal. Yo creo que lunes próximo te la mando. No te angusties, tu novela es buena.
Saludos, mlp
Sat, 30 Oct 2004 18:21:28 -0600
Aquí te mando la nota sobre VAINILLA para que procedas a buscar editor. Lo que me
mandaste a mí sobre cómo escribiste Vainilla te será muy útil para cuando te entrevisten o
por si te piden una introducción para el libro. El texto es perfecto. Busca ya editor y cuéntame
cómo te va. Espero que todo salga bien. Espero noticias, mlp
Enero, 2005 Querida María Luisa, hoy en la mañana me dieron la noticia y no la creí.
Tenemos pendiente una información, dije, como si morirse fuera cuestión de no dejar
pendientes. Luego supe que era cierto y lloré. Lloré por ti, por mí, por perderte cuando al fin
puede acercarme a ti. Siempre te vi de lejos pero siempre estuviste cerquita de mis
esperanzas: Aprenda a escribir, dos meses de verano en Erongarícuaro. Cada vez que veía tu
anuncio lo recortaba y lo guardaba en mi cartera. Me gustaría ir, quiero ir, voy a ir. Pensaba.
Nunca fui. A cambio, leí tus libros y pregunté por ti: ¡Ah, la conoces! Así me enteré que
vivías en Zirahuén, que tu casa era pequeña y tu jardín grande, que recibías a las visitas en un
kiosco frente al lago y les ofrecías té de naranja. Un día fui a conocerte, te vi de lejos
platicando con amigos, sonreías. Te faltaba un diente. Fue lo más cerca que estuve de ti. No
sé ni como me animé a pedirte revisar Vainilla. Sólo sabía que eso quería aunque fuera por
emails. Vainilla es un texto corto y te tardaste mucho en revisarlo, o a mí se me figuró. Tus
mensajes llegaban regularmente y llenaban mi novela de promesas. Por fin llegó la nota
final: "Otra vez la Malinche", con instrucciones claras: Envíalo a editores junto con tu novela.
¿A cuáles? Nunca me contestaste. Hoy en la mañana Betty Zalce me dio la noticia y no la
creí, un revuelo de sentimientos me confunde. Tu espíritu ya flota sobre el lago, como dice el
poema que César te escribió hace un rato. Lloro por ti, por mí. Guardo la novela en un cajón
de mi escritorio. Todo se acabó. Angélica.
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VAINILLA
1 UN HUIPIL PARA ESCRIBIR
"Inic ce izauactic micmat amo ca titeotl Ilahzotli Helmanto, traducción simultánea: Al primer
ronquido supe que no eras Dios, querido Hernando.
Si tu ronquido hubiera sido profundo como el rugido del jaguar o ensordecedor
como los truenos de agosto hubiera encontrado una y mil razones para justificarte; como lo
hice aquel día en Tlaxcala cuando te quitaste las botas en el palacio de Xicoténcatl el Viejo y
la peste que brotó de tus pies llenó las habitaciones y se esparció por el palacio y llegó hasta
los jardines y marchitó las gladiolas y no se quitó en días ni con sahumerios de almizcle ni
con jabonaduras de nardos.
Un hedor así no podía ser humano.
Pero aquel ronquido, Hernando. Aquellos gorgoteos acompasados que te hacían
vibrar los cachetes, no daban salida:
¡Eras de carne y hueso!
Cuánto esperé aquella noche que te despertaras y me convencieras de que nunca
habías roncado. Yo te hubiera creído, Hernando, te hubiera creído porque me tenían
deslumbrada tus ojos color de miel. Pero estabas dormido y roncabas. Me estremecía de
horror al ver tus mofletes, cubiertos con tus hermosas barbas, inflarse y desinflarse.
¿Qué habría hecho el gran señor de Tenochtitlán si hubiera sabido que roncabas a
gorgoritos? Te habría mandado colgar de la rama más alta del más frondoso de los
ahuehuetes de Chapultepec y a mí, Hernando, me habría mandado colgar junto contigo.
¡Insensato, Hernando, si tan sólo no hubieras roncado, la historia habría sido
diferente!"
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Esta historia llegó a mi puerta como han llegado todas las cosas trascendentes a mi vida: por
pura casualidad.
Fue una tarde de lluvia en la que me había propuesto acomodar los noventa y
cinco ejemplares que habían sobrado, de una edición de cien, de mi librillo recién publicado:
Préstamos léxicos del inglés al vocabulario de clase media-alta en la Ciudad de México.
Justo en el momento en que hacía malabares para zambutir una pila de libros en el
último entrepaño del librero, sonó el timbre de la puerta. El timbrazo inesperado me hizo
trastrabillar y los libros salieron volando por los aires.
Pocas cosas me enojan más que oír el timbre cuando estoy concentrada en una
tarea. Vivo en el tercer piso de un edificio sin vista a la calle, además sin interfón, lo que
significa que para saber quién toca tengo que bajar tres pisos y volverlos a subir. La gente que
me visita me avisa con anticipación de su llegada o toca cuatro timbrazos largos como santo y
seña. Esa tarde ni esperaba a nadie ni el timbre dio el santo y seña, así que no hice caso del
llamado y seguí con mis afanes. Pero estaba escrito que no iba a terminarlos. El timbre volvió
a sonar con insistencia, la paranoica que me habita empezó a enlistarme todas las desgracias
que podrían suceder para que alguien tocara a mi puerta sin aviso en medio de un aguacero.
No tuve más remedio que atorar la puerta de mi departamento con un zapato y bajar de mala
gana.
Al abrir me topé con una mujer, envuelta en un rebozo, que se resguardaba bajo el
quicio de la puerta. Le traigo el mantel que encargó, dijo tratando de que sus palabras no se
perdieran en la lluvia. ¿Mantel?, repetí sin saber ni quién era la mujer ni de qué diablos me
hablaba. El mantel cuadrado que encargó, repitió haciendo bocina con una mano mientras
sacaba la otra por debajo del rebozo un papel con una dirección.
Debe haber una equivocación, le expliqué, yo no soy la del papel. Me llamo
Margarita Solares y no he encargado ningún mantel. No me escuchó. El aguacero arreciaba
por instantes y la india trataba inútilmente de cubrirse de las ráfagas de lluvia con su rebozo.
A pesar de la irritación que me causan las visitas inesperadas, no me quedó más
remedio que invitarla a resguardarse en mi casa mientras amainaba la tormenta.
Mi departamento estaba patas arriba, en parte porque durante meses me dediqué a
escribir y corregir mis Préstamos léxicos, en parte porque hacía más de un año que se había
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ido Otto. Así que no tenía ni tiempo ni motivación para ponerme hacendosa.
En cuanto la mujer estuvo a buen resguardo me contó que se llamaba Lupe
Pascual y que era tejedora de una cooperativa de mujeres artesanas de la sierra de Puebla.
Esto es lo que hacemos, dijo extendiendo el mantel de la equivocación sobre la mesa de mi
comedor. Mire que bonito, todo tejido en telar de cintura. ¿No le gusta?
No pude dejar de reconocer que era una pieza hermosa y que aquella mujer,
indudablemente, tenía necesidad de venderla. Pero lo que menos necesitaba en esos
momentos de mi existencia era un mantel. Además mi mesa era redonda. Mi cerebro se puso
a trabajar a mil por hora buscando una excusa que me librara sin culpa de aquella compra
cuando, de repente, la tejedora descubrió mi foto en uno de los ejemplares de Préstamos. Sus
ojos brillaron. Tomó el libro y lo contempló arrebolada, como si acabara de descubrir las
obras completas de la mismísima Sor Juana.
¿Usted lo escribió?, me preguntó con asombro. Sí, le contesté. Sin desaprovechar
la ocasión, me apresuré a agregar, ahora tengo que pagar la impresión y tengo muchas
deudas y aunque el mantel es lindísimo, no podría...
Si le gusta quédeselo usted, me interrumpió. Después sin apartar los ojos de mi
librillo agregó, la cooperativa de las Tejedoras de San Felipito de las Cañadas se lo da como
adelanto por sus servicios.
¡¿Adelanto por mis servicios?!
La cooperativa está buscando a alguien que escriba un libro y usted quiere un
mantel... pues así nos arreglamos.
¡Un libro! ¿Sobre qué?
Sobre una historia que no queremos que se olvide.
Soy una simple maestra de letras sin otro desafío en la vida que hacer investigaciones
gramaticales. Siempre he sido tan delgada y tan pálida que la gente no me mira. Mi amiga
Victoria dice que no me ven porque no me sé sacar partido y tiene razón. Según mi madre
nadie me ve porque nunca salgo y cuando salgo, siempre ando en las nubes. También tiene
razón. Al parecer no he encontrado ni mi imagen ni mi lugar en esta tierra.
Me siento segura y a mis anchas sólo cuando me meto a hacer una investigación.
Allí, perdida entre los cerros de información me puedo dedicar a mis asuntos sin andar
preocupándome de si me miran o no. Allí puedo buscar y rebuscar a mi antojo. ¿Buscar
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qué?, me preguntó una noche Otto. No sé, buscar algo que nadie haya visto, le dije, algo que
esté esperando a que lo miren. Tal vez buscándome a mí misma.
Así que si la casualidad no hubiera tocado a mi puerta una tarde de lluvia yo
nunca hubiera estado, dos días después de la visita de Lupe Pascual, en un destartalado
camión, nombrado El Conde de Montecristo, dando tumbos en caminos vecinales rumbo a un
pueblo perdido en la sierra de Puebla en donde me contarían una historia para escribir. Y que,
aunque en ese tiempo todavía no lo sabía, modificaría de cabo a rabo mi existencia.
¿Tienes marido? le pregunté a Lupe Pascual, más por iniciar una plática para aligerar el viaje
que por interés. Antes sí tenía, me contestó, pero ya no. Casi todas las mujeres de la
cooperativa somos madres solas. Para que más que la verdad, los maridos siempre dificultan
las cosas. Despertó mi atención. Fíjese, continuó, a nosotras primero no nos dejaban trabajar
y después, cuando empezamos a producir, querían administrarnos el dinero. Con todo el dolor
del alma, tuvimos que prohibirles la entrada a la Cooperativa. Muchos compas se enojaron y
hasta se fueron; entre ellos el mío. Al principio, me sentí muy triste, porque nunca pensé que
me abandonaría mi marido. Lloraba todo el día, hasta que una de las abuelitas me dijo: Lupe,
no desperdicies tu libertad moqueando, si no aprovechas para hacer tus cosas ahorita que no
tienes marido, entonces ¿cuándo? Como tenía razón, me sequé las lágrimas, cargué a mi
hijito con el rebozo. Y vámonos a las ciudades grandes a vender nuestros tejidos en ferias y
exposiciones. Mira lo que son las cosas, así te encontré, dijo tuteándome de repente.
¿Tú tienes marido? me preguntó. Pensé en Otto, un dolor afilado se me clavó en
el esternón al recordar la noche en que llegué a mi departamento con una botella de vino para
festejar nuestro tercer aniversario y encontré su equipaje junto a la puerta. Estaba sentado en
la sala, esperándome para decirme adiós. Nunca pude entender la razón de su partida pero
ahora que lo pienso creo que Otto se fue porque nunca me conoció bien, porque nunca me vio
bien, porque nunca supo bien a bien quién era yo. Y no lo culpo, en aquel tiempo ni yo
misma sabía quién era. Sentía que era una mujer transparente; una mujer sin olor, ni color, ni
sabor. A veces sentía que no era nadie.
No, también tuve y también se fue. Tratando de ponerme en positivo, le dije que
igual que ella le haría caso a la abuela. Ahora que no hay tentaciones amorosas en mi
existencia, pondré toda mi capacidad física, mental y emocional en ese libro que quieres que
escriba.
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Yo también quiero escribir, dijo, pero un libro sobre mi vida. Para vendérselo a
Televisa porque mi historia es más triste que una telenovela. Nos reímos cómplices.
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San Felipito de las Cañadas está dedicado a los hilados y tejidos y fue un pueblo unido hasta
que llegaron los de la televisión a filmar un anuncio de Sal de Uvas Picot. Y digo esto,
explica Lupe, porque si no hubiera sido por el mentado anuncio, mi prima Natalia nunca
hubiera salido de modelo y nunca hubiera pasado lo que pasó después. Fue precisamente la
noche que nos juntamos en casa de Salomón Vidales a ver el anuncio que ya iba a salir en la
tele, cuando unos niños se quejaron de dolor de panza, y a otros les vino vómito. La cuestión
fue que todos los niños del pueblo cayeron enfermos. El que no tenía fiebre, tenía diarrea.
Disentería, dijo el doctor de la clínica de IMSS. No había como atender a tanto chiquito
enfermo. Improvisamos las bancas del parque y hasta el kiosco. Pero no había medicinas
suficientes. El delegado se hizo ojo de hormiga y el presidente municipal no dio color.
Andábamos desesperados cuando a alguien se le ocurrió que Natalia, que era famosa —
porque había salido en la tele— fuera a la capital a pedir ayuda a la Comisión Nacional de los
Pueblos Indígenas que en ese tiempo andaba muy interesada en ayudar a las comunidades.
Fue buena idea, porque mi prima, que desde chiquita se las ha amañado para obtener lo que
quiere, consiguió las medicinas y de paso un puesto de trabajo en la Comisión. Al poco
tiempo hasta la andaban lanzando de diputada.
Durante su campaña, Natalia trajo al pueblo dos máquinas industriales de
bordados y tejidos y las instaló en el casino, un galerón que ocupamos para nuestras
reuniones comunitarias y el baile anual. Convenció a las tejedoras de trabajar de fiado. Como
entrenamiento, les dijo, para que aprendan a usar las máquinas, luego ya nos desquitamos.
Según esto pronto iban a exportar a Estados Unidos. La realidad fue que mi prima no ganó las
elecciones, las tejedoras no cobraron lo trabajado y San Felipito se quedó sin local para las
reuniones comunitarias.
Pero lo peor fue que el alboroto de las máquinas de Natalia atrajo la atención
hacia nuestro pueblo. Una mañana, sin más ni más, amanecimos con la novedad de que en el
terreno de la feria ganadera se había instalado una maquiladora. Muchas tejedoras se
contrataron como obreras porque allí sí les pagaban.
Empezaron los problemas. Los de la maquiladora querían a todas las tejedoras
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pero algunas preferíamos seguir trabajando en el telar. Necios, empezaron a presionarnos por
medio de las autoridades. No aceptamos. Para acabarla de amolar, pasados los primeros
meses, muchas de las que se habían contratado renunciaron porque no vieron gran aumento
en sus ingresos y sí en su jornada de trabajo. Había días que trabajaban hasta 18 horas. Los de
la maquiladora se enojaron y le calentaron la cabeza a las autoridades: que no les convenía
invertir si no había suficiente mano de obra; que era por el bien del pueblo; por el futuro de
nuestros hijos y no sé que más. Seguimos sin aceptar. Las autoridades no sabían que hacer
para no quedar mal con los inversionistas. Azuzaron a la gente para presionarnos y lo que
consiguieron fue dividir al pueblo. Unos de un lado, otros del otro. Empezaron las agresiones
en contra nuestra. Al principio no les hicimos caso pero las cosas fueron de mal en peor: nos
cortaron la luz y nos bloquearon el paso a la carretera. Siguieron los enfrentamientos y hubo
hasta muertos. Las cosas se salieron de control y las autoridades tuvieron que dividir el
pueblo en dos para evitar que el enojo se extendiera. Del lado derecho del zócalo fundaron un
pueblo al que nombraron San José del Progreso y allí ubicaron a los obreros con sus familias.
Del izquierdo dejaron San Felipito y allí nos quedamos los demás.
Los pleitos no se han acabado ni con la división ni con nada. Las agresiones
siguen. Hace un mes, entraron unos desconocidos a la Cooperativa y destruyeron todo.
Pusimos una denuncia pero las autoridades no se aparecieron. Por eso queremos que
escribas, me dijo Lupe, no vaya a ser que destruyan nuestros tejidos antiguos y nos quedemos
sin sus historias. Nos da mucho dolor pensar que las palabras de nuestras abuelas puedan
perderse.
Las calles de San Felipito son de tierra y por donde mires hay plantas y vegetación. Todo es
verde y húmedo. Las mujeres y los hombres se visten de blanco. Parece un pueblo en donde
la vida transcurre sin sobresaltos. Sólo al acercarte al zócalo se siente la tensión. Mujeres
cuchicheando en las esquinas con miradas desafiantes. Hombres recargados en las paredes
como prohibiéndote el paso. Del otro lado está San José de Progreso y donde se terminan las
casas una gran cerca, copeteada con alambre de púas, delimita el terreno de la maquiladora.
Como precaución, esperamos que anocheciera para subir al monte. La luna, en
cuarto menguante, apenas si alumbraba el sendero. Yo tropezaba a cada rato con piedras y
arbustos. Si ves algo sospechoso avísame, me advirtió Lupe. Entre el miedo, los ruidos de los
animales nocturnos y mi falta de condición el trayecto se me hizo eterno. Al llegar a una parte
rocosa, vi una fogata que alumbraba la entrada de una cueva. Por fin, llegamos. Una mujer,
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de edad indefinida, nos esperaba. Vestía de blanco como todas las del pueblo, pero dos
collares de chaquira trenzados alrededor de su cuello, uno anaranjado y el otro azul rey, la
hacían diferente. Sus movimientos suaves y armoniosos me devolvieron la calma. Ella es la
abuela que te contará la historia para escribir, me avisó Lupe. La mujer me pidió que me
acercara al fuego y alzara las manos a la altura de los hombros. Gira a la derecha, me dijo,
como las manecillas del reloj. El humo de copal me envolvió y su aroma se pegó a mi piel
transportándome a un tiempo mágico.
Dentro de la cueva aquella abuela extendió, sobre un petate, un huipil de algodón
blanco decorado con grecas de diseños muy estilizados. Tratando de suplir mi escasísimo
conocimiento en hilados y tejidos, observé la prenda con atención: tres piezas rectangulares
unidas entre sí formando un gran rectángulo con pequeñas aberturas para los brazos y el
cuello. Sus grecas parecían flores o estrellas de cuatro picos.
Son signos sagrados, me explicó la abuela, cuando la mujer viste huipil se coloca
en el centro del universo. Su cabeza queda rodeada de flores sagradas y su espalda y su pecho
se cubren con los signos del cosmos. Sus manos hablaban más que su boca. En las mangas se
ponen plegarias para que el maíz crezca bonito. Para que nada nos falte. Sus manos eran
prietas y huesudas pero las movía con tanta suavidad que parecían hermosas. Las tejedoras
aprenden esa delicadeza desde niñas, me explicaría tiempo después Lupe Pascual, desde que
comienzan a tejer el pajarito, el gusanito, el cerrito. En la orilla inferior, continuó la abuela,
se teje la historia de la dueña, y es por eso que un huipil nunca queda terminado, porque
terminarlo sería como decir que la mujer que lo va a usar ya terminó su vida, ya se murió.
¿A quién perteneció este huipil? A la Malinche. ¡A la Malinche!, repetí con
incredulidad al ver lo bien conservado de la prenda. Cientos de investigadores, historiadores
y artistas han hablado sobre la Malinche. Centenares de libros históricos, ensayos, poemas,
novelas, y crónicas sobre ella abarrotan estantes en las bibliotecas, pero nunca había sabido
de fuente alguna que nos la acercara en forma directa. Dudé.
Preservamos los tejidos de nuestras abuelas reponiéndolos con nuevos, dijo la
indígena como contestando a mis dudas. De cuando en cuando alguna tejedora tiene un sueño
en donde una santa le solicita un nuevo tejido para reponer el desgastado. La mujer teje lo
que se le pide con mucha devoción, si no la hace podría arriesgarse a caer enferma. Cuando la
prenda está terminada volvemos a contar su historia a nuestras hijas, a nuestras nietas. Así fue
como esta historia que te voy a contar me la contaron a mí. Mis dudas se evaporaron.
Como la historia era larga, regresé al monte la noche siguiente y la siguiente y así
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durante nueve noches. Al terminar, la abuela se quitó el collar de chaquira azul y naranja, lo
ofrendó al norte, al sur, al este y al oeste y me lo puso diciendo: Las historias de un pueblo se
van ensartando en la vida para formar su cultura como las cuentas en este collar, si dejamos
que se pierdan, el hilo de nuestra cultura se rompería y nosotros nos dispersaríamos como las
cuentas de un collar.
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Desde el primer momento supe que el relato de aquella abuela cambiaría mi vida. Conocer a
la Malinche por su boca me puso en contacto con una realidad ajena al montón de mitos que
me enseñaron en la primaria.
La información histórica, sobre la Conquista, almacenada en mi cerebro se volvió
cuestionable, especialmente aquella referente a las mujeres. ¿Cómo habían sido las indígenas
antes de la llegada de los conquistadores? ¿Cómo amaban? ¿Qué sentían? Más allá. ¿Cómo
habían sido las españolas que llegaron con Cortés? Y aún más. ¿Cómo hubiera sido yo en mi
relación con Otto si hubiera podido reflejarme históricamente en espejos femeninos de carne
y hueso y un pedazo de pescuezo y no en las imágenes estereotipadas que han construido los
historiadores?
Lo primero que hice fue ir a la Biblioteca Nacional en Ciudad Universitaria. Una
de las bibliotecarias, amiga mía y mi proveedora estrella de datos y ejemplos para mis
investigaciones, recibió con gran entusiasmo mis inquietudes.
Victoria, así se llama mi amiga, es una coleccionista compulsiva de datos
inesperados. Aunque no ganaría ningún concurso de belleza por su pelo ralo y sus lentes
gruesos está lejos de ser la clásica bibliotecaria. A pesar de su edad siempre anda vestida
como adolescente y le encanta meter la nariz en todos lados. Tiene una memoria tan
prodigiosa como su imaginación y una mirada fotográfica capaz de retener portadas, números
de página y hasta posiciones de textos en los libros. De inmediato se acordó de una monja
que había llegado con Cortés. Tenía copias sobre el asunto en alguno de los montones de
documentos que se apilaban en su librero. Encontrarlas sería cuestión de tiempo y paciencia.
No pasó más de una semana cuando Victoria apareció en mi casa con un legajo de copias
amarillentas y deslavadas. Fragmentos de las memorias de una novicia española que, según la
versión de las copias de mi amiga, llegó a México con Hernán Cortés y luchó bajo sus
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órdenes en la guerra de Conquista Se le conoció como Sor Espada.
Antes de morir, la novicia escribió sus memorias en doscientas hojas sueltas que
se fueron desperdigando a través de los siglos hasta quedar sólo un puñado de manoseados
fragmentos que rescató, a mediados del siglo pasado, un investigador de Jalapa.
Según informa el estudioso, las hojas manuscritas de estas memorias, rodaron por
años de un lado a otro de la Nueva España hasta que un día, por azares del destino,
atravesaron el océano en la buchaca de un marinero que las ganó en una partida de dados y
quien, al llegar a Sevilla, las cambió por el retrato a lápiz de una prostituta del barrio de la
Macarena, a un pintor andaluz que conoció en un mesón a orillas de Guadalquivir. El artista
entusiasmado con las aventuras de Sor Espada copió los episodios sobrevivientes en un
cuaderno que vendió a un alguacil de la Contratación y quien, a su vez, lo turnó a un escritor
que lo entregó a la Academia de la Historia donde un profesor lo rescató y envió a un amigo
que trabajaba en el Archivo de Indias donde el incierto cuaderno se quedó por dos siglos
engrosando los legajos de los Asuntos de la Contratación. A mediados del siglo pasado el
mentado investigador de Jalapa lo descubrió y lo publicó en una revista de Historia. Pero no
se les dio crédito a pesar de que existen declaraciones de quienes conocieron a Sor Espada
que dan fe de su vida en México y de que lo que se narra en estos fragmentos, detalle más,
detalle menos, responde a situaciones históricas bien documentadas.
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Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1517.
Fue el año de mi noviciado, justo cuando el coro de monjas empezaba a afinar para la misa
de gallo de Navidad, que entré a la capilla del convento y me llamó la madre superiora. Me
dio las llaves de su celda y me mandó traer su misal. No fue difícil dar con él, estaba en la
mesilla de noche, junto con un rosario y ochenta reales. Lo tomé, pero cuando estaba por salir
de la celda vi el llavero del convento colgado en un clavo cerca de la puerta; volví la mirada a
los ochenta reales y me los embolsé. Luego descolgué las llaves, apagué la vela y crucé a
tientas los largos pasillos del convento. De la capilla me llegaban los cantos de las monjas.
Fui abriendo y cerrando puerta tras puerta hasta llegar a la última. Allí dejé mi escapulario
colgado de la mano de la Virgen de Montserrat, y el misal de la superiora junto al florero de
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las nochebuenas.
Al salir me vi en una calle que no conocía. Mis padres me internaron en aquel
convento a los cuatro años y no había vuelto a poner un pie fuera sino hasta esa noche que
recién había cumplido los quince. Me eché a andar en medio de la oscuridad, por donde mi
instinto me guió, hasta llegar a un poblado lo suficientemente retirado del convento para
sentirme segura. Nadie me conocía y yo no conocía a nadie. En un hostal me quedé tres días;
aproveché para hacerme de ropa de aldeano y cortarme el pelo. El hábito me lo dejé puesto
bajo la ropa porque no supe qué hacer con él. Cuando nada quedaba de la novicia que era,
partí. Caminé varios días, comiendo sólo hierbas y alguna que otra fruta, hasta toparme con
un arriero que iba rumbo a Puerto Paisaje y me apalabré con él. Al llegar al puerto, hallé un
barco que zarpaba para Sevilla. Pedí al capitán que me llevara, y ajustándome con él en
cuarenta reales, subí a bordo. Desembarqué en Sevilla y a los dos días me contraté como
grumete en un galeón que salía hacia el Nuevo Mundo a recoger un cargamento de azúcar.
6
Así fue como la historia de un huipil escondido en algún lugar de la sierra de Puebla y unos
documentos dudosos que me entregó una bibliotecaria avispada, se conjuntaron para
lanzarme a la aventura de escribir un libro que nos dejara oír, sin intermediarios, las voces de
mujeres que vivieron el acontecimiento más importante de nuestra Historia: la Conquista.
Victoria y yo nos distribuimos el trabajo. Yo me dedicaría a estudiar lo publicado
oficialmente y ella a lo suyo: desenterrar historias olvidadas, leer cartas viejas y diarios
arrumbados, rescatar chismes y rumores callejeros, recetas de cocina y todo lo que han dejado
de lado los libros de historia
La investigación duró más de un año. Un año hurgando entre archivos polvosos y
expedientes amarillentos; leyendo docenas de ensayos; estudiando crónicas e interpretando
códices.
Después de un año todas las piezas estaban sobre la mesa de mi comedor. Había
información de dulce, de chile y de manteca. No podía imaginar qué libro surgiría de todo
aquello, lo único que tenía claro era que, más allá de mi promesa de escribir una historia,
aquel libro me ayudaría a descubrir de dónde diablos vengo.
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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2 …Y LOS DIOSES RONCARON
Esto que te voy a contar me lo contó mi abuela como a ella se lo contó su madre y a su madre
su abuela y a su abuela su tatarabuela y a esa tatarabuela seguramente otra madre y otra
abuela y otra tatarabuela que vivió en los tiempos en que la luna enseñó a las mujeres a usar
el telar.
Es una historia que una princesa mexica guardó con hilos de colores en las grecas
de este huipil. Sólo nosotros podemos contártela porque los tejidos no hablan con extraños. Si
nadie te descifra sus códigos secretos tu mirada sólo se queda en la superficie entre los
colores y las figuras.
A mí, como te dije antes, me la contó mi abuela. No sé por qué mi madre no lo
hizo, a la mejor estaba aburrida o a lo mejor no le gustaba contar historias
Todo empezó una tibia y apacible tarde de verano en el tianguis de Coatzacoalcos, cuando los
tratantes y compradores que habían llegado de los pueblos vecinos a intercambiar sus
productos empezaban a levantar los puestos.
El sol todavía no se metía y en el aire se sentía la brisa del mar. De pronto la
mano de un hombre se levantó y señaló algo en el cielo, luego se levantó otra mano y luego
otra. Malintzin, una joven esclava que pertenecía a un poderoso señor de Tabasco, miró hacia
arriba y también levantó la mano para señalar a su amiga Xóchitl lo que veía. Pronto todos
apuntaban con el dedo hacia arriba señalando un gran fuego que apareció en el cielo.
Era una especie de cometa que salió por donde se mete el sol y se metió por
donde sale. Un cometa de gran cauda que a su paso dejaba caer una lluvia de chispas.
La aparición celeste hizo que todos los que allí estaban se taparan la boca con
sorpresa. Cuando el fenómeno terminó todos se quedaron llenos de azoro. Unos comerciantes
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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que venían de lejos advirtieron que era un mal presagio, y que no era el primero. Contaron
que una noche habían visto hervir el agua de uno de los lagos de la gran Tenochtitlán y
también que en medio de una noche habían oído, en el lago, a una mujer lamentándose: ¡Ay,
mis hijitos! ¡Ay, mis hijitos!
El asombro empezó a transformarse en miedo. Se juntaron los hombres a cavilar
lo que podría acontecer: que ya ha habido otros presagios; que una espiga de fuego estuvo
apareciendo a la mitad del cielo; que un rayo inexplicable consumió el templo de
Huitzilopochtli cuando ni siquiera llovía.
Se decía que los que saben leer el destino en los astros habían predicho el regreso
de los dioses. Las mujeres asustadas bajaban la cabeza. Se saludaban intentando reanimarse
unas a otras y acariciaban a sus niñitos. ¡Qué les pasará, que les sucederá! ¡Ay, mis hijitos!
Ajena al terror que embargaba a todos los que allí estaban, Malintzin contemplaba
el cielo, sumergida en la fascinación del prodigio; imaginaba cómo serían aquellos dioses que
habrían de venir de más allá del mar... por el oriente.
8
Fragmento de las memorias de Sor Espada. 1519.
Arribamos después de muchos meses a una isla llamada La Española. La travesía fue larga y
difícil, muchos murieron. Yo, sin experiencia en el oficio de marinero, pasé grandes apuros
pero subsistí. Apenas habíamos descansado unas horas cuando recibimos la orden de empezar
la carga. Muchos esfuerzos y horas nos llevó embarcar la azúcar.
Al paso de los días fui encariñándome con los aires del nuevo mundo, la brisa era
suave y la gente alegre. Así que cuando al fin quedó a bordo el cargamento y nuestra nao
estuvo lista para retornar yo había decidido no volver. Para hacerme de recursos con que
empezar mi nueva vida, hice una jugarreta. La última noche, a eso de las diez, cuando ya
dormía nuestro capitán, le robé quinientos pesos y dije a los guardias que tenía que ir a tierra
por un encargo. Como me conocían, me dieron paso. Salté y nunca me volvieron a ver ni el
polvo.
El destino estaba de mi lado, no había pasado ni una hora de que mi nao levara
anclas cuando unos hombres me ofrecieron el oro y el moro si me enrolaba bajo las órdenes
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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del capitán Hernán Cortés en una flota de once barcos con destino secreto que zarparía esa
misma noche. Se rumoraba que los barcos eran robados y que tenían tanta prisa que ni
recuento harían de la tripulación. Como yo no tenía razón que mejor valiera para estar en un
lado o en otro, me embarqué.
No fue sino hasta llegar a la isla de Cozumel que se nos ordenó bajar a tierra y se
supo que éramos: seiscientos hombres, entre los que aparecieron trece mujeres. A mí me
tomaron por muchacho porque vestía: camisa de lienzo, calzones grandes y alpargatas sucias.
9
—Las paredes de esta casa están llenas de voces.
—Ya empezaste con tus alucinaciones, Matatena.
— ¡Cállate, necesito estar en silencio para oírlas!
—No te enojes, Matatena, me callo pero dime qué cuentan.
—La historia de una niña que nació, hace muchos, muchos años, en el doceavo
día del libro de los destinos: un día nefasto.
— ¿Y la niña, nació ese día?
—Ni antes ni después, justo el día doce. Para evitar los desventurados designios,
los astrólogos recomendaron a los afligidos padres, caciques de pueblos y tierras, retrasar la
celebración del nacimiento hasta una fecha favorable. Pero nada se pudo contra el destino. El
padre murió al poco tiempo y la madre se casó de nueva cuenta con un cacique ambicioso
con quien tuvo un hijo.
— ¿Y la niña?
— El padrastro convenció a la madre de deshacerse de ella para que su hijo fuera
el único heredero.
— ¿Y entonces?
—Una noche sin luna, pasaron por aquellas tierras unos comerciantes. El
padrastro aprovechó la oscuridad para regalar la niña a aquellos indios, quienes la vendieron
como esclava en el mercado de Potonchán. Así fue como la dulce e inocente criatura, sin
padre ni madre ni perro que le ladrara, se enfrentó a su destino.
— ¡Sólo falta que me digas que llegó un príncipe y la salvó como en los cuentos
de hadas!
—Pues lo dirás de chía pero es de horchata. De mano en mano, la niña fue a parar
al servicio de un gran señor de Tabasco quien, años más tarde, la obsequió como esclava a
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unos dioses que llegaron del oriente y...
—... y el dios se casó con la esclava y se la llevó a un palacio en donde vivieron
felices por siempre
— Ni tan felices, ni tan por siempre. Y no te burles, porque aunque lo que te
cuento parezca cuento, no lo es. Lo dice Bernal Díaz del Castillo en su La historia verdadera
de la Conquista de México. Y él jura, certificadamente, que es cierto.
10
Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1519.
Llegamos a tierras continentales y bordeamos la costa por semanas enteras buscando el gran
río. Pasaron días y más días sin que nuestros ojos vieran nada más que la inmensidad de la
selva. Las provisiones escasearon y los hombres empezaron a estar débiles. La situación era
de vida o muerte. Las mujeres bajaron al mínimo sus raciones de comida para que ellos se
alimentaran mejor, pero de nada sirvió. Apenas podíamos ponernos en pie por la inanición.
Las mujeres tomaron parte del trabajo para aligerar la carga: remaban, sacaban el agua de los
barcos, rezaban el rosario por las noches. No sé de donde sacaban fuerza, pero trabajaban con
empeño y no dejaban de buscar solución a nuestras dificultades. Un día que pasamos por
grandes extensiones de árboles con frutas, se amotinaron para conseguir que allí nos
quedáramos y sembráramos. La tierra se veía tan fértil como en España.
Cuando el Capitán Cortés se enteró de sus pretensiones, montó en cólera y les
vino a dejar en claro que no habíamos venido a sembrar, sino a conquistar y a coger oro, que
el sustento ya lo daría Dios y que a la que no le pareciera se podía tirar de cabeza al mar.
Entonces empezaron a rezar y, cuando estábamos a punto de fenecer, encontramos el río que
buscábamos.
Bajamos a tierra y echamos a caminar como sonámbulos entre la selva. No
habíamos avanzado ni un par de leguas cuando nos topamos con unos indios guerreros, muy
bravos que venían a darnos batalla. Los indios se trabaron en una lucha encarnizada contra
nosotros y no cedieron hasta que, ya a punto de ganarnos la batalla, aparecieron nuestros
jinetes montando a caballo. Su desconcierto fue tanto que se paralizaron. Aprovechamos para
arremeter hasta ponerlos en fuga. Yo maté a más de cien.
Al día siguiente los señores que mandaban en aquellas tierras, nos llevaron
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valiosos obsequios y nos entregaron a veinte esclavas para que nos prepararan los alimentos,
lo que mucho agradecimos después de los tantos trabajos que pasamos. Cortés las bautizó y
luego las repartió entre sus capitanes.
Dos indias platican bajo un árbol que está adaptado como cruz:
— ¿Qué empeño en cambiarnos el nombre?
— Sí. ¡Qué empeño!
— Me echaron agua en la cabeza y ahora me llamo Matatena.
— Yo ni siquiera entendí el nombre que me pusieron.
— Parece que para ellos fue importante.
— Parece, pues para festejar se bebieron todo el vino que traían.
— ¡Hasta el que usan para consagrar a su dios!
—Ahora tendrán que celebrar sus misas con pulque de tejocote.
—Sí, con pulque de tejocote.
…se oyen sus risas.
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“Ic matiz, Helnanto, ye amo ic xinehnemiztenech timotzitziniz tlen amo quipia, o sea: Para
que te enteres, Hernando, para que ya no andes presumiendo por allí. Para que el padre
Olmedo no siga diciendo por todos lados que soy un instrumento de tu dios. Para que tus
capitanes no vayan a contar mentiras. Para que te desengañes de una vez y para siempre:
quien tomó la decisión de ser tu traductora fui yo.
¿Nadie te contó que cuando llegaron los mensajeros de Moctezuma a San Juan de
Ulúa, y vi que te hablaban y te hablaban y tú te quedabas en babia, decidí que ese sería el
último día que desgranaría elotes…?
¿Nadie te dijo que cuando Aguilar no pudo traducir ni pío de lo que te dijeron
aquellos hombres porque ni pío sabía del náhuatl, le mandé avisar a tu capitán Portocarrero
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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que esa noche sería la última que soportaría su mal aliento …?
¿Nadie te informó que yo hablaba la misma lengua que Moctezuma porque era mi
lengua natal? La lengua de mi padre y mi madre. ¿Nadie te lo informó?
¿Nadie te avisó que cuando vi aquellas mantas que te obsequiaron, tan ricas y
bien acabadas, supe que eran sólo un pretexto para sacarte información porque al gran señor
de Tenochtitlán llevaba cuatro meses sin dormir preguntándose si eras dios o humano?
¿Nadie te lo avisó?
Pues si nadie te dijo nada yo te lo digo ahora, Hernando. Cuando los mensajeros
de Moctezuma preparaban su regreso, me acerqué a ellos y les hablé en su lengua. Les hablé
claro y fuerte para que tus soldados oyeran y te lo fueran a decir. Y eso si te lo fueron a
contar como de rayo.
¡Mi vanidoso Hernando, no te acongojes pero la que tomó la decisión de formar
parte de tu historia fui yo!”
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— ¿Dice usted que la india que le regalé habla náhuatl?
—Sí, Don Hernán, habla náhuatl y maya.
—Pues, si es así, me va a perdonar, mi capitán Portocarrero, pero se la voy a
retirar.
—El que da y quita, Don Hernán, con el diablo se desquita.
—Pues para que no se enoje el diablo, mi capitán, qué le parece si usted se va a
Castilla a entregarle nuestros informes al Rey y yo le guardo a la india nada más mientras
regresa.
La anciana me preguntó qué había pasado con aquel capitán al que Cortés le había regalado a
Malintzin. ¿Portocarrero? le pregunté. Sí, me dijo. Le conté que hasta donde sabía lo había
mandado a España para nunca más volver. Entonces ella dijo ¡Ah, con razón! y luego me
preguntó que qué sabía yo de Malintzin. Le contesté que lo que me habían enseñado en la
escuela: que los señores de Tabasco la obsequiaron junto con otras diez y nueve esclavas a
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Cortés y que como era la más bonita, Cortés se la había obsequiado a su capitán predilecto, el
mentado Portocarrero, para que saciara los meses de abstinencia que traía a cuestas. ¿Eso te
enseñaron en la escuela? me preguntó. No, eso lo pienso ahora. ¿Para que otra cosa podría
Cortés habérsela regalado? El famoso capitán tenía muy mala fama, le dije, en España se
robó a una jovencita y... No, no, me interrumpió la anciana, te pregunté qué sabes de lo que
Malintzin pensaba o sentía. ¡Ah, le dije, de eso no sé nada!
Entonces ella me contó que, al día siguiente de la visita de los mensajeros de
Moctezuma, Cortés fue a buscar a Malintzin a la palapa en donde desgranaba elotes y molía
maíz con las otras esclavas.
Dicen que cuando el conquistador estaba por llegar, su amiga Xóchitl le pellizcó
los cachetes para que tuviera un aspecto saludable y le recomendó que hablara con cuidado y
sabiduría. Cuando Malintzin tuvo al capitán enfrente clavó la mirada en el verdor del montón
de hojas de elote que tenía a sus pies y se pasó la lengua por los labios.
Aguilar, el traductor del español al maya que Cortés había encontrado al
desembarcar en Yucatán, le informó a la esclava que querían hablar con ella. Entonces
Malintzin se sacudió los pelitos que los elotes habían dejado en su huipil y salió detrás de
ellos. Se dice que hablaron los tres por un largo rato bajo un sauce llorón.
—Y ¿cómo supiste lo que dijeron, Matatena?
—Porque yo estaba haciendo pipí tras un sauce llorón cuando se pusieron a
hablar. Cortés le dijo a Malintzin que sabía que ella entendía la lengua de los hombres de
estas tierras y que quería tenerla a su servicio. Que si ella le ayudaba a comunicarse con ellos
le daría su libertad, mucho dinero y un gran futuro.
— ¿Y ella aceptó?
—Claro que aceptó. ¿Quién dejaría pasar la oportunidad de dejar de ser esclava
para convertirse en traductora?
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Esa tarde Malintzin empacó sus cosas. En un lienzo rojo teñido con cochinilla, envolvió una
figurita de Xilo, la diosa de las mazorcas y la fertilidad, una figurita sonriente que su padre
había modelado en barro para que a ella nunca le faltara protección ni alimento. La llevaba
siempre consigo porque era lo único que conservaba de su padre. Xóchitl la ayudaba.
Xóchitl era una joven viuda que al perder a su marido en la guerra fue vendida
como esclava y fue a parar a la casa de un señor principal de Tabasco en donde conoció a
Malintzin. Aunque Xóchitl era muy joven tomó a Malintzin bajo su protección. Dicen que le
enseñó todo lo que enseñan las madres a las hijas: a hilar y tejer; a moler maíz y hacer cacao;
a barrer para abrir el camino a los dioses y a todo lo demás. Malintzin y Xóchitl habían
construido una amistad muy grande. Donde estaba una siempre estaba la otra. Xóchitl sabía
mucho de medicinas. Desde chiquita hablaba con las plantas y había aprendió todos sus
secretos. Cuando iban al campo a buscar hierbas, le enseñaba a Malintzin cuál servía para el
dolor de estómago y cuál para las picaduras. Cuando creció le explicó que ya iba a tener sus
reglas y que se podía embarazar. Entonces le enseñó a llevar la cuenta de sus días fértiles y le
habló sobre todo lo que tenía que saber sobre la fecundidad. No puedes tomar cualquier clase
de hierba, le decía, tienes que conocer bien cada una.
Mucho se querían las dos amigas y mucho les dolía separarse. Esa tarde Xóchitl
le dio a su protegida muchos consejos y un collar de conchas y caracoles que había ensartado
para ella.
Al día siguiente recorrieron juntas parte del camino hacia el campamento de los
españoles. Iban calladas y con la mirada baja para que no se vieran sus lágrimas. Sólo se oía
el tintineo de mar que el collar que Xóchitl le regaló a Malintzin iba dejando a cada paso.
¡Ay, las pobrecillas! No sabían que muy pronto terminaría su amistad.
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San Juan de Ulúa, en ese tiempo, era un lugar muy feo, puro sol y arena. Desde temprano el
aire se sentía pesado y el sol caía fuerte. Aunque el campamento de los españoles se había
instalado, como dice la canción, a la sombra de un palmar — y era más fresco que los
barcos— no dejaba de ser una pocilga pestilente. El calor y los mosquitos no dejaban cuerdo
a nadie. Todos vivían sedientos, hambrientos y enloquecidos por los piquetes de los jejenes.
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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Un lugar muy diferente era la tierra de Malintzin. Región fértil en donde se unen
tres ríos. Arboles de frutas tropicales y de maderas preciosas, piedras finas, aves de largos
plumajes, cacao, camotes, tabaco. La joven nunca pudo desprenderse del arrullo de sus ríos
ni del tabaco de su tierra, comentó la abuela, tal vez por eso siempre fumó, por añoranza.
Malintzin llegó al campamento, en medio de sus nostalgias, un domingo de
Pascua. Había mucho ajetreo porque se construía el altar para la misa: unos soldados traían
palmas, otros barrían, otros ataban troncos. Se cuenta que la joven por ir viendo todo lo que
allí pasaba se tropezó y que, si no hubiera sido porque fue a parar a los brazos de un joven
soldado que estaba cerca, hubiera caído cual larga era, que no era muy larga, al meritito
centro del altar. Cuentan que aquel soldado, al sentir sobre su pecho el estrepitoso tintineo de
las conchas del collar, se puso color jamaica. Desde ese día perdió el sueño, continuó la
abuela, se le pasaban las noches imaginando como serían aquellos senos escondidos tras
rumores marinos. ¿Dulces y jugosos como las guanábanas de Tabasco? ¿Tibios y perfumados
como las noches de Veracruz? ¿Deslumbrantes como el oro que tanto les había prometido
Cortés?
¿Sabes cómo se llamaba el soldado? pregunté. Bernal Díaz del Castillo, me
contestó la abuela y en seguida me cuestionó: ¿Lo estudiaste? Sí. ¿Cómo era? Nunca he visto
su fotografía pero debió haber tenido unos ojos muy grandes porque en todo se fijó y unas
orejas muy largas porque todo lo oyó y una memoria de elefante porque todo lo escribió
muchos años después, cuando ya era muy viejo. ¿Y qué escribió de ella? ¿De quién?, ¿Qué
escribió Bernal sobre Malintzin? ¡Ah, dije, fue el único de los cronistas presenciales que
escribió sobre ella! Sin él, tal vez, nunca la hubiéramos conocido. Además, siempre lo hizo
con mucha admiración y respeto, la nombraba: doña Marina.
Se cuenta que fueron tantas las embajadas que llegaron a rendirle honores a Cortés, que
Malintzin tradujo, sin dormir, los dos primero días. La noche del tercer día tampoco durmió.
Frente a su hamaca había un cuadro de Cristo crucificado, lejos de procurarle paz para
entregarse al sueño, la agonizante figura la llenó de terror. Volteó el cuadro hacia la pared
para no verlo pero el miedo a terminar como el crucificado le hizo volverlo a su posición
inicial. Ya casi al amanecer, desenvolvió la figurita de la sonriente Xilo, aquella que su padre
modeló de la diosa de las mazorcas. Con mucho cuidado la colocó tras el sombrío y oscuro
lienzo. Sólo ella sabría que la sonrisa de la diosa estaba allí y que desde allí vigilaría su
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sueño. Entonces se enredó en su hamaca y se quedó plácidamente dormida imaginando que el
mundo era un hogar seguro.
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—Somos cristianos y vasallos del mayor emperador que hay en el mundo y por su
mandato venimos a estas tierras a traerles la paz y… a hacerlos libres y… a enseñarles a
hacer tortilla de patatas y a que ya no tengan que pagar tributo a Moctezuma y...
—Oye, Matatena, no entendí bien. ¿Tendremos que pagarle tributo a ese
emperador?
— Yo creo que sí.
—Pero ni lo conocemos.
—La traductora dice que ahora pertenecemos a su imperio.
— ¡Ay caray! y ¿dónde está?
—Muy lejos.
— ¿Más allá de Veracruz?
—Más allá del mar.
— ¡Ay, caray!
Consignan las crónicas que desde el primer momento se estableció un sistema efectivo de
traducción: Cortés hablaba en español a Aguilar; Aguilar lo repetía en maya a Malintzin,
Malintzin lo traducía al náhuatl para los aztecas y luego la traducción iba de regreso como si
estuvieran jugando al teléfono descompuesto.
La anciana dice que la voz de Malintzin era traslúcida y gustosa como la milpa
fresca, que hablaba suavecito para que se viera el sol a través de sus palabras. Y así debió de
haber sido, porque en cuanto aprendió español, Aguilar se quedó sin chamba y el sistema se
simplificó.
Cuentan que una noche, cuando todavía no había españoles ni caballos, Malintzin
fue al río y le pedió a la diosa Tonantzin que le diera la capacidad de expresarse bien: Dame,
madrecita, tu sagrada voz, tu sagrada cabeza. Préstame, madrecita mía, tus palabras.
Dicen que ya amanecía cuando se escuchó, entre las aguas del río la voz de la
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diosa contestándole a su hijita: Ya no pidas más, Malinalli, que ese don te fue otorgado desde
antes de que tus ojos se abrieran a este mundo. Mejor harías en pedir sabiduría para usarlo
con bien, porque las palabras lo mismo curan que dañan. Así dicen que le respondió la diosa
y a lo mejor así fue. Yo pienso, me dijo la abuela, que a lo mejor fue imaginación pero
cuando una tiene la creencia, esas cosas pasan.
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“Ye amo ne nueliiztlacatic, Helmanto, ne achto onimacac inic ce panolti, que quiere decir:
No puedo mentir, Hernando, yo fui la que dio el primer paso, pero eso no quita que, cuachi
tlen te otican, o sea: que tú te aprovechaste más de lo que te correspondía.
No te conformaste con dejarme creer que eras un Dios, lo que hubiera sido más
que suficiente para asegurar mi lealtad de traductora, te dedicaste a lisonjearme; a cortejarme;
a seducirme. Inventaste todo tipo de suertes para deslumbrarme. Aprovechabas los momentos
en que nadie te veía para arrinconarme y meter tu mano entre mi ropa hasta llegar a descubrir
las formas de mis senos y mis muslos.
Yo era una mujercita que hablaba con la luna y jugaba a adivinar sueños con los
granos de maíz. Te resultó fácil despertar en mí el deseo de verme hermosa.
Empecé a bañarme con agua de jamaica, a blanquear mis dientes con ceniza y a
pintar mis labios con el jugo de las pitahayas.
Pero eso no fue suficiente, tú necesitabas que te amara para sentirte seguro.
Sabías que sólo había una forma de conseguirlo, entonces me amaste. Y yo te dije todo lo que
querías saber sobre esta tierra, sobre sus secretos, sus costumbres, sus presagios, su historia,
sus temores. Te presté mis palabras para que lograras tu conquista, calenté tu lecho y te
perfumé con nardos.
Mi alevoso Hernando. Yo tenía diez y seis años y tú eras un Dios que deseaba
dormir entre mis pechos."
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—Matatena, ¿cómo sabes tantas cosas? A veces dices que eres una persona y a
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veces otra. A veces dices que viviste en un tiempo y luego en otro…
— ¿No te has dado cuenta de quién soy?
— ¡Ay, caray! Pues, ¿quién eres?
—Soy la voz del pueblo. Soy la voz de todos y de ninguno. Soy lo que se dice en
la calle, en la cocina, en el lavadero. Soy lo que se escucha a través de las paredes y detrás de
las puertas. Soy lo que se cuenta en las esquinas y en los locutorios. Soy los rumores y lo que
no se dice. Por eso no tengo tiempo ni espacio. ¿Me entiendes?
Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1519.
Cuando estuvimos apalabrados con los naturales de la región, emprendimos el camino hacia
México Tenochtitlán. Cortés ordenó desensamblar los barcos y dejarlos a buen resguardo en
Veracruz. La tarea fue ardua y muchos terminamos con las manos heridas por la madera y los
clavos, no podíamos ni sostener nuestras armas. Tanto era el dolor. Una mulata que viajó en
nuestra nao, nombrada Beatriz Palacios, nos fue de mucho servicio. Era comadrona y estaba
entrenada en primeros auxilios, lavó nuestras heridas, las cubrió con baba de maguey, como
los indios, y luego las bendijo en nombre del Padre del Hijo y de Espíritu Santo. Esta mulata
fue de mucha ayuda durante todo el recorrido pues cuando alguno estaba cansado de pelear
durante el día o de hacer guardia o de trabajar de centinela, ella lo suplía.
—Fíjate, Matatena, que Fray Bernardino de Sahagún dice que es pura mentira que
haya habido una conspiración en Cholula.
— ¡Ah, caray!, pero si la historia dice que la mayor traición de la Malinche fue
denunciar la conspiración de Cholula, porque con el pretexto de acabar con la conspiración,
los españoles asesinaron a cientos de mexicanos indefensos.
—Pues Fray Bernardino de Sahagún dice que todo fue un invento de Cortés para
tener pretexto para la matanza que hizo en Cholula sin quedar como bárbaro ante el rey de
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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España.
—Pues si no hubo tal conspiración… no hubo tal denuncia y si no hubo tal
denuncia… no hubo tal traición.
—A la mejor la Malinche nos resulta menos traidora de lo que nos la han pintado.
Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1519.
Después de sortear grandes peligros, llegamos a un valle cerca de Tlaxcala en donde nos
topamos con más de seis mil guerreros dispuestos a barrernos. Siendo más de cien mil, nos
tocaban arriba de cien por cabeza. Combatimos con saña y los obligamos a replegarse. Nos
mataron mucha gente. Mi capitán murió en batalla por lo que me quedé a cargo de la
compañía cosa de un mes. Eran tiempos difíciles en los que teníamos que dormir con las
armas en las manos y los caballos ensillados. Nos levantábamos al alba pero no sabíamos si
nos acostaríamos por propio pie al anochecer.
Había muchos heridos, las mujeres los curaban, les daban de comer, los
limpiaban, cargaban las ballestas y ensillaban los caballos. Cuando nos quedábamos
dormidos, nos llamaban a las armas con gritos y ponían orden. En los tiempos más difíciles
nos alentaban diciéndonos que no deberíamos dejarnos morir, que pronto tendríamos mucho
oro. Nos hablaban como si fuéramos sus propios hijos.
—Mamá ¿qué quiere decir barragana?
— ¿De dónde sacaste esa palabra, Matatena?
—De uno de los libro de la biblioteca del abuelo que consulté para mi tarea de
historia, dice que la Malinche fue la barragana de Cortés.
—Ah, caray. ¿Y que más dice de la Malinche, hijita?
—Que fue una traidora.
—No creas todo lo que lees en los libros, Matatena, los hombres que los escriben
siempre acomodan las cosas a como les conviene.
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1519.
Andadas más de ochenta leguas entre montañas llegamos a la ciudad de México Tenochtitlán.
Ante nuestros ojos aparecieron: lagos y vergeles; villas pobladas en el agua y en tierra firme;
calzadas derechas; palacios relumbrando como plata bajo el sol. Era cosa de no creerse. Por
esta cruz con la que me santiguo, juro que nos quedamos pasmados al ver México
Tenochtitlán. ¡Nada igual habían visto nuestros ojos!
Tan hermosa era aquella ciudad que nos pellizcábamos para saber que no era un
sueño.
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¿Qué pasó con Xóchitl?, pregunté a la abuela. ¡Xóchitl, Xóchitl, tantas cosas pasaron con
Xóchitl! me contestó. ¿Ya te había contado que obtuvo su libertad cuando llegaron a
Tenochtitlán? Pues así fue y como ella tenía una habilidad especial para curar y sabía mucho
de raíces y plantas medicinales, puso un puesto de herbolaria en el mercado de Xochimilco.
Y fue precisamente allí, en donde sucedió un incidente que la separaría para siempre de su
amiga.
Una mañana Malintzin fue al mercado de Xochimilco con Bernal. Dicen que el
soldado echaba ojo por todos lados asombrado de ver todo lo que allí se comerciaba: oro y
plata, manojos de plumas y mantas, piel de animales salvajes y frutas, perlas y pájaros de
bellos plumajes, resinas aromáticas, dardos, flechas, cal, piedras, leña, ropa, agua miel,
collares, cántaros, hojas de maguey, petates, esteras de bejuco, banquitas, vigas, sal, maíz,
leones, tigres, nutrias, tejones…
El soldado se detenía en todos los puestos a indagar, a ver, a olisquear, a tocar, a
probar. Así iban preguntando y tentando por aquí y por allá cuando de repente Malintzin vio,
entre el gentío, a su amiga Xóchitl. Estaba parada a unos metros y la miraba con insistencia,
como queriendo llamar su atención a fuerza de concentración.
Desde que llegaron a Tenochtitlán se habían visto muy poco, me explicó la
anciana, y las últimas veces que estuvieron juntas casi no hablaron. Las cosas que habían
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vivido juntas parecían ajenas y lejanas. Los consejos de su amiga, antes tan bien recibidos
ahora le resultaban a Malintzin enojosos, dicen que hasta los más simples comentarios de
Xóchitl la sacaban de quicio.
Ellas que todo se contaban, un día no tuvieron nada que decirse.
A pesar de su alejamiento, Xóchitl se entusiasmó mucho al ver a su amiga aquel
día en Xochimilco. Cuando capturó su mirada, agitó los brazos en el aire para llamarla.
Quería llevarla a conocer su puesto de herbolaria. Vete a saber. El caso es que cuando la
llamó, Malintzin dejó caer al suelo un saquito con granos de cacao para desviar la mirada.
Tuvo miedo de un encuentro con su amiga delante de Bernal, no supo bien a bien por qué
pero tuvo miedo. Se tardó en recoger las semillas de cacao y cuando se levantó, Xóchitl había
desaparecido. Entonces Malintzin sintió una punzada dolorosa en el corazón. Sintió
vergüenza de su cobardía, de su alejamiento de su abandono. Juró que iría a verla para
explicarle lo difícil de su situación. Necesitaba que su amiga supiera lo mucho que la quería y
explicarle las razones por las que no era conveniente mezclar sus vidas.
Pero eso ya no iba a ser posible, me dijo la abuela. Estaba escrito que aquel día en
Xochimilco sería la última vez que se verían.
18
Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1520.
Nunca supimos cuántos de los nuestros murieron la noche que huimos de Tenochtitlán pero
no necesitamos hacer cuentas para saber que fueron casi todos. Escapábamos en secreto,
como sombras silenciosas en medio de la noche, nuestro andar era lento por el oro que
llevábamos a cuestas y para no hacer ruido. Ya íbamos cerca de Mixcoac, por el cuarto canal,
cuando una mexicana, que sacaba agua, nos miró y empezó a gritar, dando la advertencia,
Gritó y gritó tanto que pronto se elevó un rumor en toda la ciudad y miles de mexicanos nos
rodearon.
Empezó la desbandada. Cada quién escapó como pudo. Yo iba con dos
compañeros y los tres salimos por en medio de la multitud, atropellando y matando y
recibiendo daño. En breve cayó muerto uno de mis compañeros y quedó ahogado con su oro
en el fondo del canal. Proseguimos nosotros pero faltando poco para llegar del otro lado cayó
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mi otro compañero por un golpe de lanza y allí quedó ahogado en el fango. Yo, con todo y un
mal golpe que traía en una pierna, maté al indio que llevaba la lanza y apreté el paso con mi
caballo atropellando, matando e hiriendo a infinidad. Yo iba malherida de tres flechas y de
una lanza en el hombro izquierdo que me dolía mucho. Al llegar a donde estaba nuestra gente
y los indios que nos acompañaban, caí del caballo y no supe más de mí.
3 … Y EN POLVO TE HAS DE CONVERTIR
“Quemanian huitzilhuitl huan quemanian hualla in yohualli, Helnanto, lo que quiere decir:
A veces domina el día y a veces la noche, Hernando.
Cuando llegaste y les diste un nombre nuevo a las cosas, y convertiste nuestras
palabras en letras para leer, creí que el día había vuelto pero cuando abrí los ojos, la noche
todavía estaba allí y tú llorabas a mares bajo un árbol en Tacuba.
Llorabas porque creías que ya no sería tuya esa ciudad que deseaste con toda el
alma desde que la viste por primera vez al asomarte por las faldas de Popocatépetl. Era la
ciudad más limpia, más hermosa y más grande que jamás tus ojos hubieran mirado. Pero de
esa ciudad que te había sorbido el seso, nos expulsaron los mexicanos una noche triste porque
se cansaron de tanta muerte y codicia que llevabas contigo.
Cuando abrí los ojos, la noche todavía estaba allí. Entonces, besé tus párpados
hinchados por el llanto y te puse compresas de té de hierbabuena para aliviarte el dolor de
aquella noche triste y, luego, me tomé el té que sobró de tus compresas para que a mí también
se me quitaran tantas penas.
Para ti, mi llorón Hernando, pronto llegaría el día. Para mí, la noche sería más
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larga.”
20
Cortés no estaba dispuesto a perder aquella ciudad a la que le había apostado su vida entera.
Después de la derrota de la Noche Triste se refugió en Tlaxcala y mandó construir trece
bergantines con los que sitió Tenochtitlán. Esperó pacientemente hasta que la ciudad estuvo
devastada por la falta de agua y comida para entrar con su ejército de indios aliados y
reconquistarla.
Diles, Matatena, cuéntales que cuando regresó Cortés las mujeres de los mexicanos también
nos enfrentamos a su ejército para que no nos volvieran a arrebatar nuestra ciudad. Cuéntales
que la defendimos con armas de guerra, con piedras o con lo que pudimos pero que todas
luchamos junto con nuestros hombres. Ándale, Matatena, cuéntaselos para que no vayan a
creer que nos quedamos con los brazos cruzados. Diles que unas atacamos a los
conquistadores desde las azoteas y que otras nos arremangamos los huipiles y los
perseguimos duro. Díselos, Matatena. Diles que no queríamos que los españoles se dieran
cuenta que estábamos muertos de hambre y de sed; que no queríamos que vieran que el sitio
nos había dejado sin fuerzas. Queríamos hacerles creer que éramos muchos y fuertes para que
se fueran de una buena vez. Pero la verdad era que la mayoría de los nuestros ya había
muerto y los que quedábamos apenas si podíamos con nuestras almas. Pero eso nunca se los
vayas a contar.
Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1521.
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Para festejar la reconquista de la ciudad, Cortés organizó un baile en el palacio de Coyoacán.
Aún no nos habíamos quitado las ropas de guerra cuando dio inicio la música. Todo era
contento y algarabía.
Allí estuvimos las primeras mujeres de la Nueva España. De las que llegamos con
Cortés sólo seis sobrevivimos. Las demás que allí festejaban llegaron con Pánfilo de Narváez.
Las nombro para dejar constancia: María Estrada, de quien se decía que era tan valiente como
el hombre más bravo; la mulata Beatriz Palacios de quien ya he hablado; Francisca de Ordaz;
Beatriz Bermúdez, viuda valiente y de noble cuna; Catalina Hernández, conocida como La
Bermuda; Isabel Rodríguez, recién viuda por lo que no tuvo permiso para bailar; una fulana
Gómez, y otra que ya no me acuerdo su nombre; la esposa de un fulano Pedro Valenciano y
otra algo anciana llamada María Hernández que luego fue mujer de un hombre muy rico y
luego de dos más. Como eran tan pocas las españolas y había que hacer patria, todas las que
allí estaban se casaron una, dos y hasta tres veces, según fueron enviudando. A mí,
creyéndome varón, me quisieron casar en varias ocasiones con mozas que fueron llegando de
Castilla. Tuve que hacer circo, maroma y teatro para huir de esos compromisos, decir grandes
mentiras y meterme en un sin fin de líos, como contaré más adelante.
A pesar de que la ciudad estaba devastada, las calzadas deshechas, los muros de las casas
bañados de sangre, el agua contaminada y los pocos hombres, mujeres y niños que quedaban
casi muertos de tan flacos y enfermos, la primera preocupación de Cortés no fue la ciudad
sino… el oro.
Nomás fue que entraron y quiso a toda costa recuperar el oro que se había perdido
durante la huída en la Noche Triste. Como nadie le daba razón, contrató buzos y nadadores
para que sacaran del fondo de las aguas de los canales el oro que se había caído. Después de
largos días de zambullidas apenas si pudo recuperar lo suficiente para pagar el gasto de los
buzos. Enloquecido de codicia empezó a amenazar a la población.
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—Pregunta el capitán que dónde está el oro —traduce la Malinche a la multitud.
Nadie contesta.
La Malinche repite con tono amenazador:
— ¿Dónde está el oro que se cayó a los canales? Dice el capitán que son como
doscientas piezas de oro de este tamaño, muestra el tamaño haciendo un pequeño círculo con
las manos.
—Tal vez alguna mujercilla lo ocultó bajo su falda, grita alguien desde la
multitud, dile a tu capitán que lo vaya a bucear allí hoy en la noche.
Se oye una estruendosa risotada general. La Malinche se traga el insulto y
continúa la traducción…
21
Por aquellos tiempos de reconquista, Malintzin empezó a soñar con Xóchitl. Soñaba con ella
todas las noches, y hasta despierta su voz se le venía a la memoria. Entonces decidió ir a
Xochimilco a buscarla.
Se subió a una canoa que la llevó por el gran canal, ahora es el Canal de
Miramontes, me aclaró la anciana, se tardó todo el día en llegar. El trayecto fue muy triste,
todo estaba destruido, desolado. En algunas partes todavía se veía la humareda de la
quemazón. La plaza de Xochimilco estaba silenciosa y devastada. El mercado no tenía flores,
ni risas, ni nada.
Malintzin caminó entre los puestos abandonados hasta llegar al de las plantas
medicinales de Xóchitl. Allí estaba una mujer que barría y barría como si quisiera barrer todo
la desventura que la rodeaba. Al principio Malintzin no supo si era de carne y hueso o una
aparición. A primera vista, parecía una alma en pena. Cuando se acercó más, vio lágrimas
que rodaban calladitas por su rostro, y supo que estaba viva. Le preguntó por Xóchitl. La mujer se encogió de hombros y siguió barriendo como si no la hubiera oído.
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Después de un rato, se volteó y le dijo: Murió. ¿Murió? Cuando regresaron los extranjeros,
venían a la mala. Mataron a los pocos que quedaban. Mis dos hermanas y Xóchitl cayeron el
mismo día, las tres luchando. El mismo día murieron las tres.
"Tla tehua otinechtlenchilhui ceilhuitl titeuhtli haun teuhtiez, Helananto, lo que significa:
Hernando, un día me dijiste: polvo eres y en polvo te has de convertir.
Pero yo no entendí tus palabras sino hasta el día en que reconquistaste
Tenochtitlán con tan loca ansiedad que la convertiste en polvo. Sus mil palacios se habían
vuelto polvo. Sus calles y sus plazas se habían vuelto polvo. Sus hombres y mujeres se
habían vuelto polvo; sus libros cenizas. Los dioses la habían abandonado. Todo estaba
destruido, hecho polvo, acabado.
Entonces te entendí: polvo eres y en polvo te has de convertir.
Esa noche soñé que Cuahutémoc me mandaba, en un cofre de Perote, sus pies
quemados y que Moctezuma sembraba en mi balcón la piedra con la que lo habían matado y
que todas las mañanas la regaban, con agua de coco, las manos que les cortaste a los
tlaxcaltecas.
Esa noche soñé que enjambres de mariposas habían anidado en mis oídos y que
por eso no había escuchado a Xóchitl cuando me llamó aquella mañana en el mercado de
Xochimilco. Soñé que dos colibríes habían estado bebiéndose mis lágrimas y que por eso no
había visto su amada figura entre aquellas mujeres que se arremangaron los huipiles y
subieron a las azoteas a luchar por Tenochtitlán.
Eso soñé, Hernando, y cuando desperté me di cuenta de que tú eras el otro; el que
había venido de fuera, el extranjero. Tú no conocías nuestro mundo. Lo estabas conquistando
con embustes. Estabas convirtiendo en polvo nuestra historia, nuestro mundo, nuestros
dioses.
Cuando pude ver y oír eso, un solo pensamiento se apoderó de mi cabeza: ¿Cómo
vencer la destrucción que causabas? ¿Qué hacer para que no se conviertan en polvo nuestras
flores y no murieran nuestros cantos?
Entonces, mi polvoso Hernando, fui a consultar a las abuelas".
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4 LA PELOTA QUE REBOTA
Cuando Malintzin fue a preguntar a las abuelas qué hacer para preservar nuestro mundo, no le
dijeron que envenenara a Cortés con toloache, ni que le arrancara el corazón con un cuchillo
de pedernal, ni que le cosiera las manos con fibras de maguey. Le dijeron que dejara de beber
las infusiones que evitan la concepción, acoplara la cuenta de su ciclo menstrual al de la luna
y, cuando llegara la noche propicia para concebir, entregara su fertilidad al conquistador
como los grandes señores entregan sus hijas a los vencedores para preservar su linaje. Esa es
la encomienda, le dijeron, sobrevivir.
Al salir, Malintizin miró el cielo y contó diez y ocho estrellas. Una por cada año
vivido en esta tierra. Pensó en cuantos niños habrían nacido de su vientre si Xóchitl no le
hubiera develado los secretos de las hierbas y la fecundidad. Niños esclavos, niños
conquistados, niños conquistadores. Desfilaron ante sus ojos los hombres que habían pasado,
sin permiso, por su cuerpo: el maloliente Portocarrero, el poderoso señor de Tabasco, otros
amos y soldados que prefirió no recordar. Hombres obligados, no deseados. Padres de hijos
que nunca fueron concebidos. Xóchitl le enseñó bien, lo que faltó tendría que aprenderlo
sola. Entonces pensó en Cortés, en ese dios hecho hombre que había roncado sobre sus senos
durante mil noches.
Le pregunté a la abuela qué hierbas se usaban en el mundo indígena para el
control natal y me dijo que ella usó siempre las hojas de aguacate pero no sabía cuales usaba
Malintzin.
24
“Yuih? niquilnamiqui ce ilhuitl otimotlamachti..., ipampa otiquihtac mochichitoni in totlach,
Helnanto, lo que es lo mismo: Recuerdo el día en que descubriste que nuestra pelota rebota,
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Hernando. Descubriste que brinca sin parar como si quisiera alcanzar las estrellas. Ese día
quisiste jugar con una pelota que rebota como Cuatlicue jugó con esa bola de plumas de
quetzal que guardó bajo su falda y de la que nacieron las estrellas del cielo y todas las cosas
de la Tierra.
Cuando llegó la noche propicia, le pedí a la diosa Cuatlicue sus plumas de quetzal
y alumbré el palacio de Coyoacán con rajitas aromáticas de ocote y me bañé con hierbabuena
y me perfumé con flores de vainilla y me vestí con un collar de jade y me peiné con un peine
de carey y me senté a esperarte junto al fuego.
Y esa noche, Hernando, absorbiste la hierbabuena de mis labios y recorriste con
tu lengua los pliegues de mi piel y me impregnaste de tu sabor a vino añejo y un colibrí
empezó a revolotear entre mis piernas y las flores de vainilla despertaron y se chorrearon
encima de nosotros y la luna cómplice me dijo que el hijo que estábamos concibiendo llevaría
consigo a toda su descendencia ese aroma de vainilla que absorbiste de mi piel y que ese
aroma de vainilla sería la seña que, aún en otros soles, recordaría a nuestros descendientes
que también están formados de una tierra en la que las pelotas rebotan, crecen en el vientre de
las madres y dan a luz hijos con aroma de vainilla que saben crear mundos y estrellas".
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Nueve meses después Malintzin dio a luz a un hijo varón en el que se cumplía la alianza
encomendada. No había pasado ni un día del alumbramiento cuando Cortés bautizó a la
criatura como lo manda la santa iglesia católica, lo nombró Martín, como su padre. Por su
parte, la recién parida fue a bañarse al temascal con hojas de capulín. Allí la hojearon con
hojas maíz para que se cociera la leche con que amamantaría al recién nacido. Leche de maíz
joven y vigoroso para que llegara hasta la médula de aquellos huesitos biculturales que nada
sabían de razas ni conquistas. Pero, donde manda capitán no gobierna marinero, nada pudo la
buena nutrición de la madre, aquel niño crecería separado de ella y moriría luchando en
tierras lejanas por causas que nada tendrían que ver con su media patria.
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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—Mamá ¿qué quiere decir "la Chingada"?
—Que palabra tan fea, Matatena. ¿De dónde la sacaste?
—De uno de los libros de la biblioteca del abuelo que consulté para mi tarea de
historia, dice que la Malinche es "la Chingada" y que como es madre de todos los mexicanos
pues todos los mexicanos somos hijos de la chingada.
— ¡Ah, caray! ¿Y quién escribió eso?
—Un poeta que fue premio Nóbel.
— ¡No creas todo lo que dicen los poetas, Matatena, a veces hasta los poetas
dicen necedades!
5 RUMORES Y MISIVAS
— ¿No sabe dónde está la casa de la Malinche?
—Déjeme ver...la malinche…la malinche. ¿Qué venden allí?
—Nada. Es una casa vieja; tal vez un museo.
— ¿No será la cantina de la esquina? A la dueña le dicen la Malinche.
La nariz de Victoria husmeó por todos lados y encontró lo que sólo ella podría encontrar:
cartas originales, libros de cocina, chismes y confesiones. Un día, la bibliotecaria fue a visitar
la casa en que vivió Malintzin en la Plaza de la Conchita en Coyoacán. Una vivienda de dos
pisos construida con piedra y tezontle, conocida como la casa colorada y cuenta:
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La parte de abajo tiene ese aspecto de tristeza que poseen las casas abandonadas.
Los muros interiores están llenos de humedad y desconchados, se puede ver las piedras con
que fueron construidos y los diferentes colores que los han recubierto a través de los siglos.
Al tocarlos las capas de cal se deshacen entre los dedos.
La desnudez de las habitaciones da un aspecto inquietante. Aunque sea de día,
dentro de la casa parece como si la noche estuviera a punto de caer.
A pesar de su abandono, las habitaciones no se sienten deshabitadas. Es como si
risas y susurros salieran de los rincones. Creo oír cuchicheos en la cocina, me asomó y no veo
a nadie. Al acercarme a la ventana descubro que el aire provocaba un silbido fláccido y
tipludo sobre una rama vieja que golpeaba contra el vidrio.
La cocina es grande y tiene un poyito adosado a la pared; todavía conserva los
fogones de leña originales. La humedad acentuaba el frío de la mañana. Me estremezco.
Como no hay nadie que me lo prohíba me siento en el poyito. De pronto llegan a mí sabrosos
aromas de cocina que despiertan mi imaginación:
Los fogones están encendidos, los frijolitos hirviendo con el epazote, una india
echa tortillas y otra se afana con una salsa en el molcajete para los sopecitos de camarón.
Cazos y cazuelas humeantes sobre los comales. Del techo cuelgan redes llenas de chiles:
ancho, chipotle, guajillo, de milpa, verde, serrano, poblano. En algún rincón oscuro se mira el
cacao y los cántaros de agua fresca.
Dos mujeres platican mientras hacen champurrado. Sus voces se mezclan con los
aromas que salen por las ventanas.
— ¡No me digas! ¿Así que la esposa de Cortés llegó de improviso? ... Cuando
hierva el agua disuelve el chocolate y ponle una rajita de canela... Buena sorpresa se ha de
haber llevado el capitán, la mujer se le presenta sin decir agua va cuando está viviendo con
otra bajo un mismo techo...
—Dicen que desembarcó en Veracruz y que ya viene para acá, con toda su
parentela. ¿Así de chocolate o más?
—Así está bien, ahora vacíale poquito a poquito el atole de masa y muévelo para
que no se haga bolas... ¿Qué dijo Cortés?
— ¡Uy, se puso rojo de furia! Que cómo se atrevía a venir sin su autorización.
Que por lo menos debió avisarle... Ya está hirviendo ¿lo quito del fuego?
—No, échale un chorrito de agua y no dejes de moverlo… Quién lo viera dando
por todos lados sus clases de religión.
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—Pues nomás vieras los argüendes que arman en las noches él y sus capitanes.
— ¿Y qué pensará hacer?
—Quién sabe, por lo pronto se tragó el coraje y ordenó que reciban a su mujer
con honores en cada pueblo por el que pase.
—Y ¿Malintzin?
—Vete a saber qué piensa. Ya ves que desde que quedó encinta anda ida, como si
estuviera en otro mundo. Mmm… quedó rico.
—Quítalo de la lumbre para que no se te pegue… ¡Ay, qué irá a ser de ella! Tanto
que lo ayudó y mira con lo que le sale el desgraciado...
Cuando se extendieron las noticias de riqueza y bonanza de las que gozaban Cortés y sus
hombres después de la conquista, las mujeres españolas empezaron a enfilarse hacia el nuevo
mundo dispuestas a compartir la prosperidad.
Hernán Cortés y Malintzin se había instalado en un palacete que habían mandado
construir en Coyoacán y esperaban el nacimiento de su primer hijo cuando recibieron la
noticia de que Catalina Juárez, esposa de Cortés, acababa de desembarcar en Veracruz
procedente de Cuba.
Cuando Cuba fue conquistada. El gobierno hizo una gran campaña para atraer
familias españolas a la isla. El propio gobernador Diego de Velásquez mandó traer a su
esposa, quien llegó acompañada por una corte de doncellas entre las que venían Catalina
Juárez, su madre y su hermana Leonor.
Las Juárez no eran aristócratas pero sí eran hermosas y venían dispuestas a
conquistar un buen partido.
En poco tiempo Leonor, la hermana mayor, supo enardecer la piel del
gobernador, quien dejando a su mujer a buen resguardo, empezó a pasar las noches en la
cama de su doncella.
Hernán Cortés había participado con Diego de Velásquez en la conquista de Cuba
y desde entonces eran amigos por lo que no pasó mucho tiempo antes de que conociera a la
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familia Juárez.
Cortés vio por primera vez a Catalina en un día de campo organizado por la
señora gobernadora y se deslumbró por su belleza. Después de pasar el día en convivencia, la
invitó a dar un paseo a caballo, ella aceptó de mil amores. Al rato de cabalgar, se pararon a
descansar en un paraje junto al río: Catalina se recostó lánguidamente sobre la hierba dejando
que su falda se deslizara y dejara ver parte de sus piernas; luego se recargó graciosamente en
un tronco de árbol dejando que su blusa se entreabriera y dejara ver parte de sus senos.
Cortés, hombre fogoso y conquistador nato, no dejó pasar la oportunidad y la besó en la boca.
Ella aceptó, pero cuando sintió el cuerpo de Cortés sobre el suyo lo empujó y le reclamó
airadamente su osadía. Ofendidísima Catalina montó el caballo y Cortés tuvo que regresarse a
pie.
Desde ese día Hernán se esmeró en el cortejo de la dama, se esmeró tanto que
hasta llegó a proponerle matrimonio. Ella, sin estar al tanto de los amores inconstantes del
capitán, se fue con la finta y bajo la promesa de matrimonio dejó que Cortés se despachara
con la cuchara grande.
Los deseos satisfechos empezaron a enfriar la pasión del conquistador y hacer que
olvidara sus promesas de matrimonio. Catalina estaba desconsolada.
Cuando estos hechos llegaron a oídos del gobernador, se ordenó apresar a Cortés
y no liberarlo sino hasta cumplir la palabra de matrimonio empeñada a su dama para
resarcirle el honor perdido por culpa de las habladurías.
Cortés se casó de mala gana y Catalina con un vestido prestado. Pero como el
tiempo lima las asperezas y compone las finanzas, poco a poco el matrimonio se fue
amoldando a una vida común dentro de parámetros aceptables de cordialidad.
Después de tres años de convivencia pacífica, el espíritu intrépido de Cortés
empezó a inquietarse con los relatos fantásticos que escuchaba sobre tierras continentales.
Haciendo cuanta peripecia se le ocurrió para birlar la autoridad de Diego de Velásquez y a
escondidas de su esposa, consiguió una flota y se lanzó en medio de la noche a la aventura de
conquistar nuevas tierras del nuevo mundo.
De eso hacía tres años, ahora llegaba Catalina Juárez a la Nueva España,
dispuesta a compartir la prosperidad que por derecho le correspondía.
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27
De la correspondencia entre dos hermanas
Octubre de 1522
Gloria, hermanita mía:
Han pasado varios meses y todavía me dan ganas de llorar cuando te recuerdo despidiéndome
con tu pañuelo blanco desde el muelle. Tengo tantas cosas que contarte. Primero, siguiendo
un orden, te diré que la travesía fue horrible. Hubo momentos en que me sentí morir, no sólo
por dejar mi patria para ir hacia un mundo desconocido, lo que ya es bastante, sino que, por
añadidura, el barco era inestable y venía atiborrado de vacas, caballos, forraje y todo tipo de
cosas que no hay por estos rumbos. Fue como navegar por el Mediterráneo en una apestosa
cáscara de nuez lo que causó mareos y vómitos perpetuos a muchos pasajeros. Además, la
falta de espacio y el hedor de los camarotes nos obligaban a estar en cubierta la mayor parte
del día así que el sol hizo de las suyas y hasta la fecha tengo manchas en esa piel blanca que
tanto cuidaba nuestra madre.
Pero en compensación a las calamidades te diré que el ambiente del barco era
alegre. La mayoría del pasaje éramos mujeres, unas veníamos a alcanzar a nuestros maridos y
otras a pescar uno, así que la plática y la alharaca se mezclaban con el mareo y las
pestilencias.
El trayecto por tierra fue menos malo. Desde que desembarcamos en Veracruz
nos trataron como reinas. Los indios y los soldados procuraban hacer confortable nuestro
viaje. Ni te imaginas lo bien organizados que están para recibir a las mujeres que vamos
llegando. Deberías de animarte, hermanita, yo sé que no te gustan los viajes pero la soledad
no es buena compañía. Aquí faltan mujeres. Con decirte que somos tan pocas que muchos de
nuestros hombres hacen a las indias sus concubinas con gran entusiasmo. Y como no es cosa
de perder a nuestros paisanos justo cuando empieza a sonreírles la vida pues será mejor que
nuestras compatriotas se apresuren a llegar.
Hasta Catalina de Juárez, la esposa de Cortés, llegó hace unas semanas. Dicen que
cuando estaba por entrar a la ciudad, Cortés pidió que le ensillaran su mejor caballo y,
caracoleando como mozalbete, salió personalmente a recibirla con grandes muestras de
afecto.
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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Los primero días Catalina se los pasó encantada en el palacio de Coyoacán. Todo
fue banquetes y adulaciones. Pero como los chismes corren rápido, pronto se enteró de que su
esposo había estado viviendo con una india bajo ese mismo techo. Mira lo que es la vida,
Catalina quería dar la sorpresa con su llegada y la sorprendida fue ella.
Dicen que cuando le reclamó a su marido los amores con la india, él le dijo que
solamente era su traductora. Pero ella no le creyó porque ya se había enterado que el vientre
de la tal traductora estaba inflado como una vela de carabela al viento, pues para acabarla de
amolar, espera un hijo.
Y aunque se dice que Cortés puso a la india de patitas en la calle, la cuestión
mortificó mucho a Catalina porque ella no ha podido tener hijos.
En parte la culpa es de ella porque tardó tres años en venir a alcanzar al marido.
Como decía nuestra madre: a los maridos y las panaderías cuídalos de las tías. Y como yo
tengo un marido y una panadería pues tengo que andar día y noche con el ojo avizor.
Aunque la ciudad todavía está en reconstrucción y tenemos pocas comodidades,
la vida es tranquila. De la panadería se encarga mi Pepito. De la casa se encargan las indias,
ellas hacen la comida y ven la ropa. Así que yo puedo disfrutar el día sin grandes apuros. Lo
único malo es la poca vida social: alguna que otra fiesta o tertulia y párale de contar. Así que
para no aburrirme bordo, cuido mis macetas y me reúno a rezar en alguna casa (todavía no
terminan de construir nuestras iglesias).
Hermanita, deberías decidirte a cruzar el mar y venir al nuevo mundo. No eres
noble pero en cambio eres bonita y podrías enseñar a las indias a hacer pasteles de yemas y
roscas de alfajor. Serías una buena esposa para un conquistador. Ya es tiempo de dejar la
pobreza y los viejos hornos de esa pastelería en la que trabajas.
Aquí serás servida por vasallos, tendrás joyas mejores que las de la reina y sobre
todo, estaríamos juntas nuevamente.
Mientras lo piensas recibe el cariño de tu hermanita
Lourdes
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
43
Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1523.
En el tiempo en que se reconstruyó la ciudad no podíamos caminar por las calles pues los
trabajos no cesaban ni de noche ni de día. Muchos soldados solíamos caminar hasta el límite
del barrio de los españoles para beber jerez y oír tocar vihuela en un burdel regenteado por
una andaluza. Todas las pupilas que allí trabajaban eran compatriotas. El lugar era
concurrido. A muchos le aliviaba las ganas y a muchos la nostalgia por la tierra lejana.
En aquel burdel trabé amistad con el secretario de párroco. El me había visto
luchar en el campo de batalla y festejaba mi valentía. Con el tiempo la amistad se hizo más
cercana y una noche vino a plantearme que acababa de llegar una ahijada suya de España,
mocita de mi edad, de muy relevantes prendas y con buena dote y que le gustaría desposarla
conmigo.
Yo me mostré muy agradecido por la preferencia. Vi a la moza y me pareció bien.
El secretario me envió cinco camisas de buena tela y doscientos pesos, como regalo sin que
se entendiera por dote.
Cuando estaba yo sin saber como salir del aprieto, me enteré que nuestro capitán
Hernán Cortés preparaba a toda prisa una expedición a un lugar remoto llamado las Hibueras.
Agradeciendo a la Virgen de Montserrat salida tan oportuna, monté mi caballo y sin
desperdiciar medio segundo me fui a enlistar.
De la correspondencia entre dos hermanas
Agosto de 1523
Querida hermanita Gloria:
Me desanima la gran cantidad de tiempo que se llevan nuestras cartas para cruzar de ida y
vuelta el océano. Siento que nos hace vivir con un retraso insoportable. He de confesarte que
aunque agradezco muchísimo tu carta en la que me das el pésame por la muerte de mi
querido Pepito, me hizo el efecto de una bomba porque llegó justamente el día en que
celebraba mi nuevo matrimonio con un joven y apuesto capitán de infantería. Has de pensar
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
44
que no es correcto un matrimonio cuando todavía ni se borran de mi piel los besos de mi
primer marido pero hay tan pocas mujeres españolas por estos rumbos que a las viudas con
alguna herencia nos presionan las autoridades para abandonar pronto la viudez. Con decirte
que a una gallega llamada Juana de Mancilla, quien perdió a su marido en la conquista de
Oaxaca, la azotaron por negarse a seguir las recomendaciones de los oidores de la Primera
Audiencia que la incitaban a casarse de nuevo.
Y recordando lo que decía nuestra madre: cuando veas las barbas de tu vecino
cortar pon las tuyas a remojar, decidí buscarme un nuevo marido.
Sin embargo, hermanita, conseguir marido se ha complicado. Han llegado tantas
españolas que los hombres se vuelven más exigentes cada día y como hay tantas facilidades
con las indias, son pocos los paisanos que están dispuestos a perder su libertad por nada. Así
que para casarte tienes que ofrecer una buena dote. Yo tuve que vender la panadería y con eso
pude ofrecerle al apuesto capitán de infantería una dote de cinco mil pesos. Pensando en esto,
tal vez sea mejor que te cases por allá y te vengas ya con marido al nuevo mundo.
Si quiero que esta carta se vaya con el mensajero de hoy, tengo que apurarme a
llevarla.
Recibe el cariño de siempre, tu hermana
Lourdes
—Ya no hagas inventos, Matatena, la esposa de Cortés se murió porque era muy
delicada de salud.
—Te digo que él la mató, la asfixió, quién mejor que yo para saberlo.
—Pero si tú y todos los demás sirvientes declararon que nada habían visto.
—Dijimos eso porque en parte nos obligaron y porque en parte es cierto. Nadie
vio a Cortés estrangular a doña Catalina, pero hay cosas que no se necesitan ver para saber.
— ¿Cómo cuales, Matatena, cómo cuales?
—Como que esa noche después de la cena, Doña Catalina empezó a reclamar a
Cortés, delante de los invitados, que los capitanes usaban a sus indios y que no iba a tolerar
que usaran sus cosas. Cortés muy enojado por la altanería con que gritaba su mujer le
contestó: ¿De vuestras cosas, señora? Como diciendo que ella nada tenía, que todo lo que
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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poseían le pertenecía a él. Hasta le recordó que ni dote había aportado al matrimonio. Doña
Catalina, muy disgustada, se disculpó con los invitados y se retiró al oratorio a desahogar su
furia. Más tarde, llegó a su recámara. Otra doncella y yo le preparamos la cama para dormir,
estaba buena y sana. No había pasado mucho tiempo de habernos retirado cuando Cortés
empezó a llamarnos a gritos. Su vozarrón retumbó por todo Coyoacán. Corrimos
sobresaltados a las habitaciones y al llegar encontramos a Doña Catalina muerta en los brazos
de su esposo.
—A lo mejor la mató la bilis.
— ¡Qué bilis ni que ocho cuartos! El que la mató fue él.
— ¿Cómo puedes estar segura si dices que nadie lo vio?
—Nadie vio que le apachurrara el pescuezo pero todos vimos los moretones que
tenía en el cuello y las cuentas de su collar rodando por el suelo.
Fragmento de las memorias de Sor Espada,. 1523.
La repentina expedición a las Hibueras aumentó los rumores que se levantaron con la muerte
de Catalina Suárez y con la premura con que Cortés la sepultó.
Nos pusimos en marcha el 12 de octubre. Iban los mejores capitanes, dos
sacerdotes, la intérprete doña Marina, doscientos soldados y ciento cincuenta caballos. Una
corte digna de un príncipe: mayordomo, maestresalas, despensero, repostero, responsable del
transporte de las vajillas de oro y plata, camareros, cirujanos, pajes, mozos de espuelas,
cazadores halconeros, músicos con chirimías y dulzainas, un acróbata, un malabarista y un
titiritero. Nos seguían tres mil guerreros nativos y un ciento de indias para el servicio.
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Matatena fue la que me lo contó. Me dijo que apenas iban por Orizaba rumbo a las Hibueras
cuando una tarde oyó que Cortés le decía a Malintzin: “Bien sabes, doña Marina, que de
muchos días a esta parte ando preocupado por ti” dice Matatena que Cortés se calló como
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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para que ella le preguntara por qué, pero que como no le preguntó nada siguió diciéndole:
“...preocupado de que habiendo servido tanto a Dios Nuestro Señor, al Rey y a mí, no hayas
recibido merced alguna”. Como ella seguía callada él respiró profundo y siguió hablando:
“Para descargar mi conciencia de lo que tanto te debo y no te he dado yo...”, y dice Matatena
que allí se paró Cortés en seco, como si no se atreviera a decir lo que tenía a decir, bueno eso
le pareció a Matatena. Luego volvió a intentar decir lo que no dijo: “Y para descarga mi
conciencia de lo tanto que te debo y no te he dado…”. Dice Matatena que hasta la tercera vez
pudo decir lo que se traía: “…para descarga mi conciencia de lo tanto que te debo y no te he
dado te entregaré en matrimonio a Juan Jaramilo, un hidalgo muy amigo mío” dice Matatena
que Malintzin pegó un respingo pero siguió callada y que Cortés se asustó de verla tan seria y
le dijo: “Marina, por favor, dime que entiendes que te doy en casamiento a Jaramillo por el
amor que te tengo” y que entonces, por fin ella abrió la boca y dijo: “Sí” y él le dijo “Pero no
me lo digas así”. “¿Y cómo quieres que te lo diga?”. “No sé, de otra forma”. Entonces dice
Matatena que Malintzin le puso enfrente un papel y un carboncillo y le dijo: “Esta bien,
Hernando, te lo digo de otra forma, escribe y firma que como regalo de boda me otorgas las
encomiendas de Olutla y Jaltipán, pueblos que por herencia me pertenecen” y dice Matatena
que entonces Cortés firmó sin chistar.
Fragmento de las memorias de Sor Espada,1524.
Partimos de la Nueva España a las Hibueras, como ya dije, a toda prisa y por una ruta que no
había sido recorrida por nadie, ni siquiera por los naturales de esas zonas, por lo que nunca
sabíamos ni dónde estábamos ni hacia dónde íbamos. Fue una expedición que duró seis años
y sólo nos llevó al corazón de la desesperanza.
Sin encontrar pueblos en donde abastecernos, nos alimentábamos sólo de hierbas
y uno que otro animal que encontrábamos en nuestro camino. No pasó mucho tiempo antes
de que el hambre nos azotara. Con el correr de los meses llegó a ser tal nuestra hambre que
un día unos compañeros y yo decidimos matar a uno de nuestros caballos y hacerlo tasajo,
pero hallamos sólo huesos y pellejo. La misma suerte corrieron los otros que lo mismo
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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hicieron.
Cuando llevábamos más de trescientos días de viaje atravesamos unos bosques de
follaje tan espeso que obscurecía el camino y no podíamos ver ni donde poníamos el pie.
Como los guías se habían ido, nos teníamos que trepar a los árboles para intentar descubrir
alguna ruta pero sólo veíamos una interminable línea de bosques mecidos por el viento. Los
moscos y la comezón volvieron locos a muchos.
Nadie quería seguir adentrándose en esas selvas desconocidas pero nadie tenía el
coraje de decirle a Cortés que no seguiríamos adelante. Muchos se fueron quedando en el
camino muertos de hambre y fatiga.
De la correspondencia entre dos hermanas
Enero de 1525
Querida Gloria, hermanita mía:
Me alegra saber que tu tobillo fracturado va mejorando, lo único malo es que vas a quedar un
poco coja pero quién se fija en pequeñeces. Si tuvieras que usar bastón, como te lo
recomienda el médico, usa el bastón de palo de rosa con empuñadura de plata de nuestra
querida madre, sólo tendrás que ajustarlo a tu estatura.
Las cosas aquí se pasan de tueste. Hace dos años que Cortés se fue a las Hibueras
y desde entonces nada se ha sabido de él. Como al irse dejó a cargo del gobierno un nido de
víboras, su larga ausencia no ha hecho más que provocar una situación política insostenible.
Todos luchan contra todos por usurpar el poder. Los temores no nos dejan vivir.
Corren rumores por todos lados. Los usurpadores del poder dicen que los
expedicionarios han muerto. Tan seguros están de sus muertes que hasta pregonaron que no
hay impedimento para que las mujeres de los expedicionarios vuelvan a casarse porque ya
son viudas.
No conformes con esto, la semana pasada se oficiaron solemnísimas misas por
sus almas. Hay quienes aseguran haber visto el alma de Cortés penando por Tlatelolco.
Doña Dolores esposa de Nicolás Valente (mayordomo de Cortés en la
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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expedición), negó la noticia de las muertes y publicó que Hernán Cortés y los otros están
vivos y que pronto regresarán a castigar a los usurpadores. Vete a saber como lo sabe pero si
lo dice es porque tiene noticias de buena fuente y hay que creerle, pues es una sevillana de
muy noble cuna. Desde la publicación del comunicado muchos empezaron a reunirse en su
casa para hacer conjeturas. Como los usurpadores temen perder el poder, hicieron que la
Justicia Real acusará a Lola de escandalizar y la han condenado a sufrir cien azotes
caminando por la calle, junto con un pregonero que vaya anunciando su delito. ¡Esto es la
antesala del infierno!
No me canso de agradecer a la Virgen de Pilar que mi capitán de infantería no
haya sido requerido para la tal expedición y que esté a mi lado, sano y salvo, cuidando el
poco orden que queda en la Nueva España. Pero si las cosas siguen así podríamos tener una
revuelta social y vete a saber lo que pueda pasar.
Pide a Dios por nosotros y recibe el amor de tu hermana.
Lourdes
P.D. Te mando un emplaste maravilloso que preparan los indios; póntelo en el
tobillo y pronto recuperarás el movimiento. Te aseguro que es mucho mejor que cualquier
cosa que te pueda dar ese doctorcito que, por lo que me cuentas, está más preocupado por tu
corazón que por tu tobillo.
Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1526.
Ya habían pasado más de tres años desde que salimos de la Nueva España cuando entramos
en un desierto inacabable, la arena calcinante deshacía las botas y quemaba los pies. La sed y
el polvo nos nublaban la vista. Tan desesperada era nuestra situación que uno de mis
compañeros se dejó caer sin poder andar más y murió llorando. Yo cansada y con los pies
quemados, me arrimé a un árbol y lloré por primera vez. Recé el rosario y me encomendé a la
Virgen de Montserrat. Luego alcancé a los demás y seguí caminando.
Cortés iba adelante y no se enteraba de la hilera de muertos que íbamos dejando
atrás.
Cuando ya había perdido yo la cuenta de los días, supe por una india que doña
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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Marina había quedado embarazada, entonces empecé a calcular los meses por el tamaño de su
vientre.
No puedo entender cómo, en medio del horror que vivíamos, doña Marina tuvo
ánimos de engendrar un hijo con el alférez Jaramillo.
Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1527.
El vientre de doña Marina estaba a punto de reventar, por lo que debían haber pasado seis
meses de que atravesamos el desierto, cuando vimos a unos hombres. Al principio nos
portamos cautelosos pero cuando conocimos que eran cristianos se nos abrió el cielo.
Aquellos hombres se dolieron de vernos tan maltrechos y nos dieron de comer y nos llevaron
a su barco.
A la mañana siguiente doña Marina empezó la labor de parto.
El barco era un muladar. Nada había para atender a una parturienta, así que con lo
único que contó nuestra traductora fue un trapo sucio para morder y la figurilla de una diosa
de barro que siempre traía consigo medio oculta entre sus ropas. La india que siempre la
acompañaba le sobó el vientre para acomodar a la criatura mientras ella permanecía en
cuclillas agarrada de un mástil.
El trabajo de parto fue largo. Todos nos alegramos cuando se oyó el chillido de
una niña a la que bautizaron con el nombre de María.
Cuatro meses después, estábamos de regreso en la Nueva España
De la correspondencia entre dos hermanas
Noviembre 1527
Querida hermanita:
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Como decía nuestra madre: nadie muere la víspera. Así que gracias a Dios y a los novenarios
que hemos estado rezando, la semana pasada apareció Cortés. De más está decirte el revuelo
que se armó con su llegada.
Desde ese día no hemos podido salir de nuestras casas. Hay enfrentamientos por
todos lados, por todas las esquinas intrigas y rumores.
Para completar el cuadro, te platico que la tal Marina llegó casada con Juan
Jaramillo, el alférez de Cortés. Nadie lo entiende, bueno todos dicen que nadie lo entiende
pero la verdad es un secreto a voces: Cortés casó a la india con Jaramillo porque él quiere ir a
España a casarse con una noble. Para que nos hacemos tontos, todos sabemos que Cortés era
un don nadie que con la conquista consiguió dinero y poder y que ahora está buscando
alcurnia.
Bernal Díaz del Castillo anda diciendo que la india es noble, hija de grandes
señores. Que ahora que pasaron por sus tierras conocieron a su madre y a su hermano que son
caciques de pueblos y vasallos. Vete a saber si sea cierto o no, a Bernal le gusta escribir
historias y a la india inventar su pasado. La cuestión es que, noble o no, la tal Marina es india,
y eso no le viene bien a Cortés.
En estos días los conquistadores sólo piensan en tener títulos de nobleza y
apellidos cada vez más largos para que hagan juego con las grandes encomiendas que
heredarán a sus hijos. Claro que el alférez aceptó de mil amores porque Cortés, como
acostumbra con sus concubinas, le otorgó a Marina dos encomiendas. Y en estos tiempos
nadie pone reparos en casarse con una india rica, sobre todo si es dueña de tierras o
cacicazgos. Pero eso no es todo, hermanita, te cuento que la india no conforme con el jaleo
que armó teniendo un hijo de Cortés, que por ahora tendrá más de cinco años, llegó con otra
niña recién nacida en brazos, nada más ni nada menos que del alférez.
A Jaramillo no se le puede culpar, porque si se lanzó a lo desconocido fue porque
deseaba alcanzar lo que en España nunca podría: poder y dinero. Y eso está haciendo. Pero la
que no tiene perdón de Dios es la tal Marina. Estas indias con tal de casarse con un español
son capaces de cualquier cosa.
Bueno, hermanita, tendría todavía mucho que contarte, pero debo llevar esta carta
antes de que con tanto revuelo no pueda salir el mensajero. Recibe el cariño de tu hermana
Lourdes
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—Matatena, es cierto que debemos casarnos con estos conquistadores.
—Eso dicen.
—Yo no me casaré con ninguno.
—Yo tampoco.
—Míralos, parece que acaban de salir del valle de los muertos.
—Mutilados por la guerra.
—A ese le falta un brazo.
—y a aquel una pierna.
—y al otro una oreja.
—y mira, ese sólo tiene un ojo.
—y a aquel le falta media cara.
—Yo no me casaré con ninguno, Matatena.
—Yo tampoco.
De la correspondencia entre dos hermanas
Febrero 1528
Hermanita.
Tengo una mala noticia que darte, estoy sola otra vez. ¿Te acuerdas del esfuerzo que hice
para juntar los cinco mil ducados de dote para mi nuevo marido? Pues el apuesto capitán de
infantería resultó un vividor de siete suelas que tiene una esposa y ocho hijos en Castilla.
La situación me ha afectado tanto que estoy muy delicada de salud, con decirte
que sólo tomar un baño me obliga a permanecer en cama el resto del día.
Ya procedí a la anulación del matrimonio y estoy exigiéndole que me regrese la
dote y que diga que le va bien porque podría denunciarlo ante el Tribunal del Santo Oficio.
¡Ay, hermanita! Te preguntarás cómo pude dejarme engañar de esta manera. En
parte, por la buena apariencia del fulano y en parte por el desorden burocrático que existe en
estas tierras. No hay registros confiables de nada. Nadie da fe de nada. ¡Todo es un caos!
Y no creas que sólo los hombres se aprovechan de esta situación. ¿Te acuerdas de
Luisa de Vargas, aquella chaparrita salerosa que tocaba el órgano en la iglesia del Buen
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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Retiro?, pues ella fue acusada de bigamia, tuvo suerte porque cuando la detuvo la Inquisición
ambos maridos se pusieron de acuerdo para ayudarla a escapar. El colmo es una manchega,
de nombre Ana Hernández, conocida como la Serrana, que según se rumora ha tenido hasta
cuatro maridos simultáneamente.
En cuanto me devuelvan el dinero de la dote, abriré una nueva panadería que se
va a llamar "La puerta de Alcalá". Ya tengo visto un lugar, céntrico y alumbrado en el que
cabría también una pastelería por si te decidieras a venir.
Hermanita, estoy tan sola y decaída, que tu presencia sería una bendición.
Los chismes y los rumores son lo único que me entretiene en la vida. Ayer me
contaron que la nueva esposa de Cortés también se aburre como ostra. En Cuernavaca no hay
nada de lo que acostumbra, ni teatro ni tertulias ni fiestas ni nada. Sólo intrigas. Dicen que
casi se le salen los ojos de sus órbitas cuando supo que la ex-suegra de su marido puso una
demanda acusándolo del asesinato de su hija Catalina. Con ésta se le juntan 128 demandas a
nuestro Comandante General. Creo que Cortés tendrá que ir a España para desahogar estas
cuestiones, aunque con tantos enemigos que se ha echado encima ni el mismísimo rey lo
sacará de la barranca.
Lourdes.
P.D. Te mando un poco de Vainilla, una esencia maravillosa que se usa por estos
rumbos y que estoy segura les dará un delicioso sabor a tus natillas
Fragmento de las memorias de Sor Espada, 1529.
Se burlaba de mí la Fortuna. Un domingo no teniendo que hacer, entré a jugar a una casa. Me
senté a la mesa con un soldado, fue corriendo el juego. En una mano dijo el soldado, que
estaba ya picado: Reviro. Dije yo: Doblo. El soldado dio un golpe con un peso diciendo:
Doblo un cuerno, ábrase. Dije yo: Si quiere ver mi juego pague el doblete. El soldado se
enojó botó los naipes y sacó su espada. Yo saqué la mía y nos envestimos. Los presentes se
apartaron. Después de varios lances, le metí la punta de mi espada en el pecho y cayó.
Acudió mucha gente con el alboroto. La justicia llegó a apresarme. Yo me resistí
y recibí dos heridas. Cuando el pleito se hizo general. Unos amigos míos, que allí estaban, me
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subieron a un caballo y dándome la dirección de un convento en Tlaxcala, me ayudaron a
escapar.
De la correspondencia entre dos hermanas
Diciembre, 1529
Querida hermanita Gloria:
Vino a despedirse la marquesa de Cuellar. Mañana sale para España. Aprovecho su viaje para
enviarte esta nota pues ya no aguanto más las ganas de darte la noticia. ¡Tengo diez semanas
de retraso en mi período! Ayer consulté a la partera y me confirmó el embarazo.
¿Será posible que esté esperando un mexicanito?
Si es así, pido a nuestra Señora del Pilar que herede la gallardura del capitán de
infantería y no su desvergüenza.
Ojala que pronto estés por aquí para preparar la canastilla juntas. Las indias son
tejedoras muy hábiles, así que podremos hacer primores.
Me despido porque la marquesa se va en estos momentos y no quiero perder la
oportunidad de hacerte llegar esta noticia en propia mano.
Tu hermana que te quiere y te espera con loca ansiedad.
Lourdes
6 UN CAPITAN LENGUA LARGA Y OTRAS DESILUSIONES
"No Colteztlatocauh axan ohualla nocalixpan ce cihuatl: Señor Cortés, hoy una mujer se
presentó en mi casa, y por increíble que parezca auh, onechilhui tlemach tehuatzinizauilia
ipan polihui inamiltiti, o sea: me contó cosas muy extrañas sobre su falta de memoria.
Aunque ya de usted nada me extraña.
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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Esta mujer ha venido siguiéndome desde hace días. La he visto espiándome en el
mercado, en las calzadas, en los canales, en los puentes. Ayer la sorprendí comiendo
quesadillas de huitlacoche en el mercado de las flores en Xochimilco y hoy, tocó a mi puerta.
Me dijo que es escritora y que lleva mucho tiempo tras de mí. Tanto tiempo que
la fecha en que empezó a buscarme ni siquiera aparece todavía en el calendario. Dice que me
ha buscado en los libros de historia y en los códices y en las crónicas y en las cosas que va
diciendo la gente por allí y hasta en unas "cartas" que usted mismo escribió durante la
conquista y en las que sólo me menciona como "la traductora" como "la lengua".
¡Lengua bien larga la que tiene usted y memoria bien corta, señor mío!
¿Ya se olvidó de tanto afán que puso en mantenerme siempre a su lado? ¿Se
olvidó que conoció este mundo por mi boca; que le enseñé las costumbres; le hice entender
las situaciones; le previne de peligros y le sugerí los medios para evitarlos? ¿Se olvidó de
todas las veces que lloró en mi hombro y me pidió consejo? ¿Ya no se acuerda de las mil
noches que pasó durmiendo entre mis pechos y del hijo que juntos concebimos?
Mi desmemoriado capitán, usted dependió de mí en mil maneras. Tantas que la
gente lo llamó por mi nombre: el capitán Malinche, el capitán de Marina.
Sépase usted "mi capitán" que muchas de las cosas que yo traduje, usted no las
dijo, ni siquiera las pensó. Porque, aunque es buen hablador y sabe persuadir, su desmedida
ansiedad de oro le entorpece esa lengua tan larga que su dios le dio.
¿Cómo pudo olvidarse de todo y mencionarme ante la Historia sólo como "la
lengua"?
Usted sabe, mi capitán lengua larga, que sin mí su conquista no hubiera pasado de
San Juan de Ulúa.
Desmemoriado capitán Cortés, mi diosa Tonanzin me otorgó el don de la palabra
y usted y la Historia pretenden dejarme muda”.
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De las memorias, incompletas, de Sor Espada. 1529.
Llegué a Tlaxcala desfallecida y con dos heridas. Unos parroquianos caritativos me llevaron
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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al doctor, el galeno me vio tan mal que llamó a un sacerdote para confesarme. Vino el señor
obispo y yo creyendo que me moría, le confesé mi situación: Señor, la verdad es que soy
mujer, hija de Perengano y Perengana. Me metieron al convento a los cuatro años y yo me
escapé a los quince, y así le conté todo. Tanto se asombró con mi historia que me absolvió.
Pero no se dio por satisfecho sino hasta que dos monjas me revisaron de arriba a abajo y
declararon, bajo juramento, que yo era mujer y estaba tan intacta como el día en que llegué al
mundo.
Después de catorce meses de recuperación me alisté para partir. Le expliqué al
señor obispo que iría a Veracruz a tomar un barco de vuelta a España para suplicar a Su
Majestad me diera una retribución en pago por los servicios prestados al Reino durante la
Conquista, pues el bellaco de Cortés nunca dio nada de lo que prometió a las mujeres que
luchamos bajo sus órdenes a pesar del riesgo constante en que estuvieron nuestras vidas.
Todas pasamos mucha necesidad y para sobrevivir tuvimos que vérnoslas como mejor
pudimos.
El obispo, que todavía seguía asombrado por mi historia, ofreció ayudarme y le
escribió al rey intercediendo por mí. Su Majestad lo oyó y, a través del Consejo de Indias, me
señaló una renta de ochocientos pesos.
Ante mi insistencia, el señor obispo, también abogó por mí ante su Santidad en
Roma, y después de exponerle mi historia y mi valentía, logró que se me concediera licencia
para proseguir mi vida vistiendo ropa de hombre.
Aquí acaban las memorias de Sor Espada. Por otras fuentes se sabe que en cuanto recibió la
renta señalada por el rey se instaló en Veracruz, compró una recua de catorce mulas y fundó
la primera agencia exportadora de vainilla. Su negocio consistía en transportar a la ciudad de
México cargamentos de ropa que llegaban a Veracruz en los barcos procedentes de Europa y,
en esos mismos navíos embarcar para Europa cargamentos de vainilla que compraba en la
zona de Papantla. Declaran, quienes la vieron en aquellos tiempos, que usaba espada y daga,
y que a pesar de tener para entonces cincuenta años era de buen ver, de no pocas carnes y con
algunos pelillos en el bigote.
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Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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Malintzin nunca dejó de usar huipil. El huipil fue para ella la fortaleza de algodón desde
donde pudo enfrentar a los conquistadores; una armadura de hilo con la que se cubrió el
pecho para proteger su identidad.
Fue por esta costumbre que Malintzin conoció a Macuilxochitzin, la princesa
mexica que tejió para ella este huipil que guarda la historia que hoy te cuento.
En aquellos tiempos se usaba que en las casas de los ricos hubiera tejedoras para
hacer la ropa familiar. Era fácil encontrarlas entre las mexicas de noble linaje que cayeron en
desgracia después de la Conquista y que tenían que buscar familias acomodadas que les
procuraran un sustento.
Según la investigación que hice en los archivos de la Universidad,
Macuilxochitzin fue bisnieta de Tlacaélel, el célebre consejero de los reyes aztecas, y nieta de
Macuilxochitzin, una poeta de Tenochtitlan de la que se conserva un hermoso canto sobre las
mujeres otomíes; por ella sabemos que en el mundo náhuatl hubo voces femeninas que
compitieron con las de los reyes y los sabios.
Tal vez el nombre de Macuilxochitzin se lo pusieron a la joven tejedora en honor
a su abuela, me explicó la anciana, o tal vez porque nació en un día del calendario que llevaba
la fecha de 5-Flor, o tal vez fue un apodo que se le puso cuando descubrieron que había
heredado de su abuela la afición por la poesía. Quién sabe cual fue la razón; pero sea cual sea,
Macuilxochitzin era una joven sensible que recibió la más esmerada educación y desde muy
niña se sintió atraída por el telar y a la poesía. Dicen, continuo contándome la anciana, que
cuando tejía sus manos bailaban al poner los lienzos y las cañas y que se escuchaba como si
cantara un jilguero cuando pasaba por el medio la lanzadera.
Según se cuenta, el padre de la joven murió en las guerras de conquista. Ella y su
madre quedaron desprotegidas y tuvieron que abandonar sus privilegios para irse a vivir con
un pariente al barrio de Santa María. ¿Conoces el barrio de Santa María?, me preguntó la
abuela. No, le contesté. Sí has de conocerlo pero no te acuerdas, me dijo, porque antes no se
llamaba Santa María. Ahora tampoco se llama así pero es un barrio muy conocido porque se
hacen petates de todo tipo: jaspeados, burdos, blancos, verdes, grandes, chicos, con grecas,
sin grecas, por eso debes de conocerlo.
Un día Malintzin fue a comprar unos petates a Santa María y, por casualidad, se
topó con Macuilxochitzin; le pidió tejer sus huipiles. Malintzin, en aquel tiempo, vivía en una
casa muy grande con sus dos hijos. ¿Ya te había contado que Malintzin tuvo dos hijos? Pues
vivía con sus dos hijos y con su esposo, que no me acuerdo ahorita como se llamaba. Vivían
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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en el centro de la ciudad. Dicen que todavía existe la casa, que está a media calle del
convento de Santo Domingo, así que, si quieres, puedes ir a conocerla. Es de dos pisos, tiene
portón labrado y barandales de hierro forjado.
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" Helnanto Coltes tel nimitzmati mohuelmach tehua titetlaicali ic cetlamantli, o lo que es lo
mismo: aunque conozco su gusto de atacar por sorpresa, señor Hernán Cortés, aunque lo he
visto una y mil veces caer sobre su enemigo inesperadamente para sacar ventaja, aunque
conozco de sobra su carácter violento y despiadado, no tomé las precauciones necesarias.
Esta mañana, mi hijo no amaneció en su camita. No sé ni para qué se lo digo si
usted lo sabe mejor que nadie. Tal vez se lo hago con la esperanza de que me lo devuelva.
Ese niñito tiene tanto suyo como mío aunque bien sabe que es más mío que de usted.
Debo ser necia al esperar su compasión. En este mundo de artimañas y violencia
que usted trajo consigo, a las mujeres nos ha tocado la peor parte. Se nos ha arrebatado todo:
nuestro lugar entre los dioses, nuestro sito en los templos, nuestra dignidad en el hogar,
nuestros nombres, nuestros cuerpos, nuestras almas, nuestros hijos. Todas hemos perdido
todo. La violencia de su guerra se ha desbordado hacia los hogares y su deseo de someter se
ha extendido hacia nosotras: las mexicanas, las negras, las españolas. Despojar, maltratar y
azotar mujeres se ha vuelto cosa de todos los días. No hay una mujer que se salve, ni siquiera
las que llegaron con usted. ¿Acaso lleva la cuenta de cuántas españolas han muerto en manos
de sus propios maridos?
Invoco la fuerza de todos los cielos para que la violencia que ha desatado recaiga
sobre usted mismo y sobre sus hombres hasta que nos sea devuelto a las mujeres todo lo que
nos ha arrebatado.
Despiadado, señor Cortés, yo lo condeno.
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— ¡No puedo creer que se hayan robado al niño!
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—No lo puedes creer pero así fue. Cuando lo buscaron ya no estaba… Ahora
tuesta ocho chiles de milpa hasta que queden negritos… Todo el mundo lo buscaba. ¿Dónde
está el niñito Martín? ¿Dónde está? Anda vete que el niñito Martín no estaba por ningún lado
— ¡Es increíble! …Ya están bien tostados los chiles…
—Ahora envuélvelos en un trapo húmedo para que suden y no te cueste trabajo
pelarlos… ¡Increíble es que yo haya visto al hombre que se lo llevó y no me haya dado
cuenta de sus intenciones!
—¡Uy, tienes razón, así se les desprende muy fácil el pellejito...!
—Avanzaba por el caminito de piedras, yo lo vi. Se inclinaba para que no se le
viera el rostro y se cubría con su capa. Pensé que se cubría del viento.
— ¡Es imperdonable que haya sido por orden del propio padre!
…Ya los desvené ¿ahora qué?…
—Imperdonable pero así fue: Cortés mandó robar al niño Martín para llevárselo a
España. ¡Ay, la madre está inconsolable!
— ¡Ay, qué dolor, qué dolor, qué pena!
— ¡Ay, que el chile me entra a los ojos!
— ¡Ay, que a mí, también!
— ¡Ay, que estoy llorando!
— ¡Ay, que yo también!"
35
Debió haber sido por aquellos tiempos de desconsuelo cuando Malintzin le pidió a
Macuilxochitzin tejer este huipil, me dijo la abuela. Se cuenta que la princesa mexica tejió lo
que se le pedía, primero en sueños y luego en el telar. A veces se nos olvida lo que soñamos
pero a veces no. Macuilxochitzin no olvidó nada. Lo único malo fue que no pudo terminar el
huipil porque al poco tiempo murió de viruela. Por eso nadie sabe que pasó con Malintzin
después de que la tejedora murió.
Muy poco se sabe de la vida de Malintzin antes y después de Cortés. Ni siquiera se sabe
Voces de las mujeres en la Conquista de México Angélica Sánchez Heredia
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dónde y cuándo murió. Unos dicen que se murió de viruela, otros que la mandó envenenar
Cortés porque era un testigo peligroso para su juicio de residencia, otros que se suicidó. Hay
quienes dicen que murió muy joven y hay quienes tienen documentos que prueban que murió
muy vieja. La realidad es que nadie sabe ni cuándo ni dónde nació ni cuándo ni dónde murió.
La abuela dice que nadie sabe cuándo ni dónde nació porque ella disfrutaba
inventando historias sobre su pasado. Y que a lo mejor nadie sabe ni cuándo ni dónde murió
porque no ha muerto. Nadie sabe. Lo único que en verdad sabemos, dijo la anciana, es lo que
te he contado y que a mí me contó mi abuela y a ella su madre y a su madre su abuela y a su
abuela su tatarabuela y a esa tatarabuela seguramente otra madre y otra abuela y otra
tatarabuela.
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— ¿Qué escándalo es ese, Matatena?
—Son las mujeres, señor Presidente.
— ¡Otra vez esas latosas! ¿Y ahora qué quieren?
—Una estatua, señor Presidente.
— ¡Una estatua! ¿Para quién?
—Para una mujer que construyó la Patria, señor Presidente.
—Pero si las mujeres no han construido nunca nada. Sólo saben tener hijos y
causar desgracias.
—Eso precisamente andan diciendo las mujeres, señor Presidente, que ya estamos
hartas de que nos echen la culpa de todas las desgracias.
—Pero si es la pura verdad.
—Pues las mujeres quieren que le construyan una estatua a la Malinche.
— ¡A la Malinche! Ni un peso autorizaría para la estatua de esa mujer.
—Pues quieren que la estatua sea como la de Cuauhtémoc.
—Pero eso es absurdo. ¡Cuauhtémoc fue un héroe!
—Pues será el sereno, señor Presidente, pero quieren una estatua como la de
Cuauhtémoc, con glorieta y todo.
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7 …SOBREVIVIMOS
¿Crees que soy mexicana porque salí de tehuana en un festival de primaria o porque me gusta
comer chapandongos o porque aguanto mucho lo picoso o llevo a los gringos al Museo de
Antropología? Yo creo que no. Yo creo que soy mexicana porque estoy formada por una
mezcla de voces y de tierras diferente a la de las otras mujeres del planeta. Fíjate qué curioso,
le conté a Lupe, tantos meses estudiando el asunto y hasta ahorita me viene cayendo el
veinte.
Veo el mantel cuadrado sobre la mesa redonda de mi comedor y me doy cuenta de que han
pasado dos años desde la tarde en que Lupe Pascual llegó en medio de un aguacero a
convencerme de escribir un libro.
Dos años en los que me olvidé del reloj, de las noticias, de hablarle a mi madre
los domingos y hasta de ir al súper. Dos años tan intensos que ni siquiera extrañé el calorcito
del cuerpo de Otto en mi cama.
A Lupe Pascual le sucedió lo mismo. No escribió el libro de su vida pero se
dedicó este tiempo a echar a andar un centro artesanal que atraiga la atención hacia los tejidos
tradicionales.
Ni duda cabe, un buen proyecto es el mejor cómplice de una mujer solitaria.
Esta historia está a punto de terminar y he de decir que aunque prometí escribir un
libro, no lo hice. Este libro se fue escribiendo a sí mismo con los pedacitos, que fueron
llegando a mis manos, sobre la vida de Malintzin y de las otras mujeres que vivieron la
Conquista; lo único que yo hice fue irlos acomodando como mejor pude para que se pudieran
oír sus voces.
Sin embargo, aunque yo no escribí el libro, el libro me rescribió a mí. Me dio una
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imagen, un olor, un color y un sitio en esta tierra.
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"¿Cuix oc nelli nemohua in tlalticpac? ¡An nochipa tlalticpac! ¡Zan achica yenican! Tel ca
chalchihuitl no xamani, no teocuitlatl in tlapani, no quetzalli poz tequi. !A mochipa
tlalticpac! ¡Zaan achica ye nica!), traducción: ¿Acaso de verdad se vive en la Tierra? ¡No
para siempre sólo un poco! El jade se quiebra, el oro se rompe, las plumas de quetzal se
desgarran. ¡Sólo se vive un poco en la Tierra! (Nezahualcóyotl)
Señor Hernán Cortés, sólo me falta despedirme de su recuerdo, ya todo lo demás se alejó de
mí: los ríos de mi tierra, el oro de la conquista, mis hijitos, mis contradicciones, las
encomiendas, mi pueblo y mis dioses. Ya sólo me queda su triste recuerdo y de eso hoy me
despido.
Macuilxochitzin tejió un huipil para preservar mi voz entre sus grecas; para
esconder entre sus hilos las palabras que usted me escamoteó. Un huipil con el cuello
bordado de flores sagradas para que todos sepan que fui la diosa de la palabra, la gran señora
de la vainilla y del principio.
Sólo se vive un poco en la Tierra y yo ya lo viví.
Ahora me volveré conejo y me meteré en el seno de mi madre tierra y allí me
cobijaré con su arcilla hasta que llegue el nuevo sol y rescate las palabras que las mujeres
escondimos en los hijos, en los tejidos, en los sabores, en las historias que repiten las abuelas.
Hasta que ese universo de vainilla retoñe y su aroma se extienda por la espesura hasta
reconquistar su sitio en esta tierra.
Tlacochcalcatzintili Helnantzin Coltetzin tehuatzin onamiltilti tlaniznochi auh
ximohtili ipantinemi, o sea: Ingenuo capitán Cortés, pensó que acabaría con todo pero vea
usted… sobrevivimos”.
FIN
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© Angélica Sánchez, 2008
FOTOGRAFIA DE PORTADA: JUAN ESPAÑA
Nota de la autora
La investigación para esta novela tomó cinco años y me llevó hasta el otro lado del Atlántico
a buscar entre los documentos originales del Archivo de Indias las voces femeninas de la
Conquista por lo que puedo asegurar que en los kilómetros de información que se han escrito
sobre la Conquista de México las menciones referentes a las mujeres son casi inexistentes.
Las voces femeninas de ambos lados del océano han sido ignoradas, malinterpretadas,
acalladas a pesar de haber tenido un papel determinante en este suceso histórico y en las
bases culturales y sociales de lo que hoy somos los mexicanos.
Siendo el propósito fundamental de esta novela dar voz, a través de la ficción, al
mundo femenino de la Conquista y no una reconstrucción histórica, me di varias licencias,
entre ellas tomar testimonios directos de mujeres que participaron en la conquista de otros
países latinoamericanos y trasladarlos a México, como es el caso de Catalina de Erauso, la
monja alférez, quien participó en guerras en Chile, Ecuador, Bolivia y a quien yo trasladé al
México de 1519-1527, años en que ella ni siquiera había nacido. Esta monja, está recreada en
el personaje de Sor Espada.
AGRADECIMIENTOS
A los profesores Cuahutémoc Barrios e Inocencio Meza Patiño por su inapreciable
colaboración en las traducciones al náhuatl.
A las mujeres de la cooperativa de artesanas de Puebla por descubrirme los tejidos.
A una tejedora mazahua en el metro Pino Suárez por pasarse una tarde contándome historias.
A Juan España porque sus ideas hicieron de Vainilla un libro especial.
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A César Pellicer por el amor y el reto intelectual con que me acompañó todo el camino.
A José Luís Sánchez por abrirme ventanas cuando se cerraron las puertas.
A Hermann List y María Reneé Baudoin por sus comentarios y correcciones.
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