Post on 21-Dec-2015
Cifra, fetiche y postfestum
1.- Mane, Tesel, Fares. Las tres palabras que titilan en la instalación de Gonzalo Díaz citan
aquellas cuya misteriosa visión, según se lee en el Libro de Daniel, habría sobrecogido al rey de
Babilonia, trocando la fiesta sacrílega en pesadilla. La escena bíblica –el estupor de Baltasar ante
la revelación enigmática- inspiró, hacia 1635, una tela de Rembrandt, quien puso especial cuidado
en investigar los caracteres hebreos del mensaje. El lugar que en dicho cuadro ocupa la mesa del
festín, dispuesta en diagonal y sobre la cual se apoya la mano del atónito personaje, es ocupado
en el trabajo de Díaz por una pasarela que cruza diagonalmente el espacio de la sala y encima de
ella, el protagonista central de la instalación: un rutilante zapato de fiesta, fetiche de bazar
nocturno, el talón elevado sobre la planta mínima gracias a la aguzada aguja de su tacón, y cuyo
acompasado puntear pareciera marcar el paso del tiempo. No de cualquiera, sino de ese tiempo
que continúa pasando para nadie, concluida una ilusión, tras su ir a pérdida: una fiesta, por
ejemplo, que hace rato tocó su hora final y del fasto y la suntuosa parafernalia queden saldos,
solitarios despojos –y el tiempo que transcurre anodino. Los dispositivos mecánicos que dan
animación a los elementos –las máquinas que proyectan el pestañeo de las cifras verbales; el
motorcito que hace posible el compás del zapato- hacen parte decisiva de la puesta en escena, y el
ruido de su trajín es asociable a inquietantes automatismos cuya ilimitada repetición, en un
anacrónico cuarto de juegos, fuera imposible desactivar. Un vidrio que sella el umbral de acceso
a la sala convierte el espacio de ésta en el cubo escenográfico de una representación y (como el
portalón de Etant donnés) hace del espectador un fisgón ante una vitrina (cuadro ventana) en cuya
clausura se desarrollara una misteriosa coreografía y en ella la exhibición de una reliquia
fascinante y sensual.
2.- En los cuentos de hadas, el zapato funciona como unidad de medida, vestigio y patrón de
reconocimiento. Por el lado de la Cenicienta, a quien se lo sustrae la prisa, el zapato es el residuo
de una precipitación, el costo de un mal paso que pudo hacerla caer y perderla. El tiempo de fiesta
tiene lugar como paréntesis y se accede a él a condición de cumplir con el plazo fatal, no pasarse
de la cuenta, perder la cabeza y creer que la ilusión no acabará nunca. Sobre el iluso pende la
amenaza de pagar su vértigo con la vergüenza: desvanecida de golpe la ilusión, la condición
cenicienta de la vida retorna, lo que se deseaba olvidar vuelve y queda a la vista de todos.
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Ominosamente. De la fiesta, de su tiempo perdido, sólo restan rastros que cobran definición a
fuerza de ser recobrados cada vez por el recuerdo que actualiza sus pisadas. Para el príncipe, el
zapato es la huella única de lo perdido: contraseña que le permite creer que lo vivido aconteció
efectivamente, y no fue una pura ilusión, una secreción alucinada del deseo. La medida del pie
deseado, del pie verdadero, es siempre excepcional y, por lo tanto, la horma del zapato –vestigio
del cuerpo deseado y perdido- permitirá al deseante reconocer de vuelta la identidad de la que se
fue -aquella única cuyo pie le hace. El fetichista es un melancólico; el melancólico está
condenado al fetichismo: venerar el objeto que hace las veces de lo perdido, cubre la falta cuya
evidencia lo precipita en el tiempo desgraciado. Y sin embargo el fetiche, a la vez que llena el
vacío, lo hace presente una y otra vez, funciona como prueba de lo perdido, es al mismo tiempo,
dice Agamben glosando a Freud, “la presencia de aquella nada que es el pene materno y el signo
de su ausencia; símbolo de algo y de su negación…”
3.- De la escena orgiástica del festín de Baltasar, “en honor de mil dignatarios suyos”, retenemos
el capricho sacrílego del reyezuelo, que “animado por el vino” manda a traer los vasos de oro y
plata robados por su padre Nabucodonosor de “la Casa de Dios en Jerusalén”, para continuar
bebiendo en ellos. A la borrachera se agrega, pues, el vértigo de la profanación. Y es alucinado
por la embriaguez y, cabe imaginar, por la culpa, que le sobreviene el rapto delirante: ve una
mano que escribe tres palabras enigmáticas. Presa del terror, promete riqueza y poder a quien le
descifre el prodigio amenazante. Ninguno de sus “magos, caldeos y astrólogos” puede “leer el
escrito” y es entonces cuando la reina ingresa a la escena del festín que ha terminado con tan
execrable numerito. Trae ante la presencia del histérico a Daniel, que viene precedido por su
reputación de sabio y adivino: “espíritu extraordinario, ciencia, inteligencia y arte de interpretar
sueños, de descifrar enigmas y de resolver dificultades…” Daniel, judío deportado en Babilonia,
representa bien el papel en que el deseo del otro lo instala y su competencia descifrativa –
discernimiento de visiones y sueños- consiste en someter al culpógeno, cobrándole cuentas
heredadas y reprochándole su capricho sacrílego y su idolatría, a sabiendas que tal es el motivo de
su alucinación: “te has engreído contra el Señor del Cielo, se han traído a tu presencia los vasos
de su Casa, y tú, tus dignatarios, tus mujeres y tus concubinas, habéis bebido en ellos.” La
interpretación se hace a la medida del que la demanda, a la medida de su histérico deseo de
castigo, y consiste en la tendenciosa exégesis de las palabras como sentencia divina contra el
culpable: “Y esta es la interpretación de las palabras: Mené: Dios ha medido tu reino y le ha
puesto fin; Tequel: has sido pesado en la balanza y encontrado falto de peso; Parsín: tu reino ha
sido dividido y entregado a los medos y los persas.” El histrionismo profético y exegético es
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menos un instrumento de saber que de poder, del cual el sujeto se sirve para seducir a la fuerza
que lo subyuga y sobreponerse a ella. Lo que desata el desasosiego de Baltasar -que aquella
misma noche muere asesinado- es suponerles legibilidad a las palabras ininteligibles que lo
ofuscan, es otorgarle condición significante, creerlas fuente de un misterioso presagio: es el
miedo lo que sobredetermina signos familiares en cifras herméticas. Esas palabras –diríamos,
freudianamente- antes de ser sometidas a elaboración primaria, transformadas metafórica o
metonímicamente, designan unidades de medida, simples monedas de cambio, patrones de
reconocimiento (como el zapato para el deseante).
4.- En el principio es la suposición: le suponemos sentido a algo, porque suponemos que lo tiene
para otro. Sabemos –en términos de pálpito, de estupor, de estupefacción- que la mueca o el
jeroglifo indescifrable o la pesadilla, señalan algo, pero ignoramos qué señalan: padecemos su
condición significativa, sí, pero a condición de creer que otro posee ya el sentido que se me
rehusa. Alguien sabe –lo supongo- eso que yo ignoro. Ese saber supuesto no existe realmente en
el otro, pero su ilusión es condición necesaria para poder elaborarlo: sólo mediante la ilusión de
que el otro ya lo posee y que nosotros lo estamos descubriendo es que se desencadena la
producción de sentido. La condición obtusa del significante –y un significante es precisamente un
signo cuyo significado se ignora- genera el proceso de interpretación. Tras la fascinación inicial o
el padecimiento traumático, somos llamados a descifrar el enigma, no sólo de las tres palabras,
sino de la relación entre las tres palabras y el zapato fetiche –que, solitario y central, marcando el
compás en la pasarela, ocupa el lugar vacío de la reina. La inscripción hermética nos hace adoptar
la figura de Baltasar –el que padece el significante porque le supone secreto-, para terminar
quedándonos en el lugar de Daniel –que se representa en el lugar que el deseo de los otros le
suponen, el lugar del saber. La suposición de un autor, en el lugar del dios, y cuyo portavoz es la
figura sacerdotal del intérprete, da sentido a la inscripción, la consagra como misterio, hace
posible al lector consagrarse al único ejercicio que lo acerca a la verdad, el ejercicio de descifrar
la letra enigmática que hace de ley. Al mismo tiempo, oculta que es el texto lo que dota de
existencia a su autor y que es la lectura la que despliega la verdad del texto.
5.- La instalación de Díaz se arma con los saldos de una fiesta: el zapato de fantasía de una
cenicienta más bien putona y maciza (dado el porte y el oropel de su confección) y las tres
palabras enigmáticas que quedan centelleando tras el festín y la muerte de Baltasar. El monótono
titilar de una alucinación y el repicar perpetuo del zapato –cuya presencia indica un vacío, el
rastro de un abandono- marcan el compás de un tiempo de sobra, postfestum. De la presentación
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del enigma hace parte el artificio mecánico y su rítmico ajetreo sin pausa que auspicia el
encantamiento. El ángel de la espada flamígera (que nos expulsó del paraíso y que hace imposible
su retorno) impide, según Gombrich, que en el espacio del arte un juguete (o cualquier cosa)
pueda ser lo que fue para su usuario inicial. Del tiempo paradisíaco, de su ilusión, de su pérdida,
el arte provee vestigios. Asimismo, en la obra de Díaz, tres leonas de bronce al pie del umbral
cuidan, resguardan para siempre, el espacio y el tiempo del arte, que en el espacio de esta
instalación es el tiempo no de la fiesta, sino el tiempo post de una fiesta que ya terminó, y que no
es aún el tiempo vacío y rutinario del trabajo, sino el tiempo melancolizado de la alegoría que,
según diría Avelar glosando a Benjamin, “florece en un mundo abandonado por los dioses,
mundo que, sin embargo, conserva la memoria de ese abandono y no se ha rendido todavía al
olvido.”
Octubre, 2001
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