Post on 22-Jul-2016
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SUMARIO
PRIMERAS PÁGINAS DE JULIA B. Y LA REBELIÓN DE
LOS GUARDIANES DE LA CUARTA FASE, LA NUEVA
NOVELA DE MARCUS POLVORANCA
CASO RUWA, ALIENÍGENAS EN ÁFRICA
LAS CIUDADES PERDIDAS DEL AMAZONAS
EDITORIAL
La primavera trae consigo las ganas de viajar. Es una época de resurgir, de salir de esa cueva en la que nos hemos refugiado en invierno para conocer ese mundo que un año más vuelve a renacer. En esta ocasión nos hemos querido ir a lugares poco transitados, apartados del mundanal ruido donde también –quizá más, quién sabe– reside el misterio. En este nuevo número nos trasladamos al Amazonas, para tratar de descubrir las ciudades perdidas que desde hace siglos intrigan a aventureros e investigadores de todo tipo, y a África, para conocer uno de los casos más inquietantes y reveladores del fenómeno OVNI. Será –y esto es una primicia de la que nos mostramos muy orgullosos– en compañía de las primeras páginas de la nueva novela de Marcus Polvoranca, titulada Julia B. y la rebelión de los guardianes de la Cuarta Fase, que mezcla, de manera magistral, el exotismo de los lugares lejanos y el siempre apasionante mundo de la ufología, en un thriller de misterio e intriga que, como en su primera novela –primera parte de ésta– promete mantenernos en vilo hasta el final de la trilogía, prevista para el año que viene…
Marcus Polvoranca, mayo de 2015
JULIA B. Y LA REBELIÓN DE LOS GUARDIANES
DE LA CUARTA FASE
Primeras páginas de la nueva novela de Marcus Polvoranca, continuación de Julia B. y la leyenda de la isla perdida en mitad de la noche, que se pondrá a la
venta próximamente.
CAPÍTULO PRIMERO
Lo primero que sintieron nada más bajarse del
avión fue una bofetada de bochorno denso,
pegajoso y asfixiante, y la humedad en forma de
sudor empapándoles la piel por debajo de la ropa.
Diez horas habían sido suficientes para
convertirles en viajeros del tiempo; peregrinos de
mirada confusa y ademanes lentos, y cansados,
que se desplazaban como zombies por la pista de
aterrizaje y que de alguna manera estaban ligados
aún a ese mundo frío y lejano del que sus ropas
gruesas –aquellos chaquetones y abrigos pesados;
aquellos gorros, jerséis y bufandas, que todavía
llevaban muchos de ellos encima– suponían el
más vivo e indiscutible recuerdo.
–¿Te encuentras bien, Julia?
–Sí, sólo un poco cansada.
Para la mayoría, el viaje terminaba
prácticamente allí, a falta del trayecto en autobús
hasta playa Cocotero, y sus urbanizaciones y
complejos hoteleros de buffet libre y pulseritas de
todo incluido. Probablemente Julia se hubiera
mostrado más animada de ser aquél su caso, pero
la realidad era que para llegar a su destino tendría
aún que esperar algo más de tiempo; mucho más,
seguramente, de lo que se aventuraba a su
alrededor.
–¿Y cómo váis hasta isla Lucero? ¿En avión?
–No, no, qué va. Iremos en un ferry que sale
cada dos horas desde Punta Limón, un pueblecito
que está de la capital a sólo treinta kilómetros de
distancia.
–Ah, entonces no os queda nada…
–¡Ya te digo! Yo pensaba que estaba más
lejos…
Y es que para Javi, su novio, no era suficiente
con tomar un avión y cruzar medio mundo para
disfrutar de unas vacaciones, no; había que ir más
allá, salirse de los convencionalismos y tomar el
camino contrario al de aquellas muchedumbres
ávidas de holgazanería y comida rápida que –
defendió en numerosas discusiones a lo largo de
los últimos meses– todo lo estropeaban con su
voracidad de conversaciones vulgares y música
excesivamente alta, tal y como insistió en señalar
mientras observaban, antes del despegue, a los
numerosos grupos de estudiantes, parejas de
recién casados y jóvenes en despedida de soltero,
que se iban colocando en los asientos que tenían
alrededor y que cuadraban perfectamente con
aquella descripción.
Fue por eso –Julia sabía que en algún
momento le sería útil recordar todo aquello– que
tan raro le resultó ver las buenas migas que, de
alguna manera, hacía con aquellos dos pesados
que se adhirieron a ellos hacia la mitad del viaje;
una pareja de cuarentones de lo más excéntrica –
ataviados como para salir en un vídeo de Mötley
Crüe– cuya conversación era desde luego mucho
más escandalosa que cualquiera de las que se
habían desarrollado hasta entonces en el avión.
Él, el chico, de nombre Fran –un tipo grande,
medio calvo, peinado con una coleta raquítica de
cuatro pelos más bien grasienta– se había
acercado a ellos y les había pedido permiso para
ocupar los asientos vacíos que se encontraban
junto al de Julia. Tras obtener el sí –que Javi le
había otorgado con una sonrisa–, había hecho
aparición Lou, la chica, una rubia teñida de
amarillo platino con la tez muy pálida y los labios
pintados de rojo muy intenso, llena de cadenas,
anillos, y pulseritas de plata.
Había sido el comienzo de una pesadilla que
se agravaba con los constantes “digamos” que el
chico repetía a cada paso, y con las risas
desmesuradas que ella soltaba constantemente sin
venir a cuento, por cualquier chorrada que Javi o
su novio soltasen en medio de la conversación,
que igual podía girar en torno a música –ahí sí que
había cierta conexión en torno a los gustos de Javi
y de aquellos dos–, coches –la chica solicitaba
entonces el auxilio de Julia, que inmediatamente
se hacía la dormida, o pasaba de ella mirando por
la ventanilla– o aquella isla Lucero a la que Julia
y Javi se dirigían, y que ellos, los estrafalarios,
parecían conocer sorprendentemente bien aunque
su destino fuera también playa Cocotero.
–¿Seguro que te encuentras bien, Julia?
–Sí, sí, de verdad. No os preocupéis.
De modo que aquella cara tan larga estaba
plenamente justificada, y por muchos esfuerzos
que hacía –cada vez menos, según se le
acumulaba el cansancio y el malestar– era
imposible que no se le notase.
Con esa actitud aguardó pacientemente a que
aparecieran sus maletas en la cinta de equipajes;
después, soportó el siempre engorroso trámite del
control de pasaportes y la aduana, y por fin,
alcanzó ese momento de la despedida que parecía
que nunca iba a llegar, y que para ella suponía
toda una liberación.
–Bueno, chicos, pues ha sido un verdadero
placer.
Debió de ser el único momento en que Julia
sonreía de verdad.
–Sí, la verdad es que nos da un poco de penita
incluso –era Lou la que hablaba.
–A ver si podemos vernos estos días –dijo
Fran, el de la coleta.
Julia ensombreció levemente el gesto; casi se
echó a temblar al escuchar la posibilidad de que
aquellos dos se unieran a una de las excursiones
que, al parecer, se organizaban desde playa
Cocotero hasta isla Lucero frecuentemente.
–Claro –respondió amablemente Javi–,
dejadme vuestro teléfono…
Julia presenció con impotencia cómo se
producía el intercambio de números, diciéndose a
sí misma que en cuanto pudiera le dejaría claro a
Javi que todo aquello terminaba ahí, que no quería
volver a ver a esos ni en isla Lucero ni por
supuesto en Madrid, como también se llegó a
comentar.
–¿Lo tienes?
–No, creo que no. Llámame otra vez, a ver si
se me queda grabado.
Fue nada más darles la espalda, tras la última
tanda de besos y abrazos, cuando se dirigían ya
hacia la salida del aeropuerto.
–Dios mío, ¡qué horror! –dijo, casi
escupiendo–. ¡Qué pesadilla!
–No te han caído bien, ¿no?
–¿Caerme bien? ¡Joder, Javi, las coges al
vuelo!
–Yo creo que son muy majos…
–Majísimos, sí, y muy interesantes.
Javi trató de encajar aquellas críticas con
deportividad.
–Estás cansada, y lo ves todo negro. Cuando
lleguemos a isla Lucero y estemos por fin
instalados y paseando por la playa, ya verás cómo
te cambia el ánimo.
–Lo que no se te ocurrirá es quedar con ellos,
¿eh? ¿Me oyes?
Javi se limitó a sonreír.
–¿Me has oído?
–Sí.
Una nueva bofetada de bochorno volvió a
sacudirles violentamente cuando abandonaron el
ambiente climatizado del interior del aeropuerto y
atravesaron las puertas automáticas de cristal
hacia el exterior.
Allí, los autobuses estacionados frente a la
entrada comenzaban a llenarse de turistas y del
equipaje que estos, con ayuda de los conductores,
iban introduciendo cuidadosamente en las
bodegas dispuestas en los bajos de cada vehículo.
Tras echar una ojeada alrededor y constatar
que no había por allí ningún taxi, preguntaron a
uno de los conductores y éste les señaló varios
automóviles sin identificación que había al otro
lado de la calle.
–¿Son taxis? –preguntó Javi algo extrañado.
–Sí, señor –respondió el del autobús–. Ellos
les llevarán a donde deseen.
Julia hizo el amago de expresar en alto sus
recelos, pero comprendió que no tenía nada que
hacer en cuanto vio la decisión con la que Javi
tomaba su maleta y cruzaba la calle en dirección a
aquellos coches. El trato con el primer conductor
que le salió al paso fue tan rápido como formular
un deseo.
–¿Al embarcadero de Punta Limón? Claro que
sí, señor, no hay ningún problema. Yo ahora
mismito los llevo para allá…
Enseguida habían guardado los bultos en el
maletero y se habían acomodado en el vehículo;
Javi delante, con el conductor, y Julia detrás,
recostada contra el asiento y la cabeza ladeada
hacia lo que iba sucediéndose a través de la
ventanilla; primero, las avenidas vacías y un poco
en construcción de los alrededores del aeropuerto;
más tarde, la carretera llena de barro y baches y
tráfico lento de camiones y autobuses oxidados,
que discurría entre campos de verde húmedo
tropical, bajo una luz opaca de cielos grises, que a
cada momento parecía a punto de romper en una
enorme tormenta.
–Pero, ¿ha estado usted aquí antes? –le
preguntaba el taxista a Javi, admirado de todo lo
que aquél decía conocer de su país.
–No –respondía un orgulloso Javi–, me he
estado informando en Internet, nada más.
–¿Con el ordenador, dice? ¿Y de ahí sabe
tanto?
–Claro.
–¡Qué cosas tiene el progreso, señorita! –
terminaba exclamando el taxista, dirigiéndose
Julia a través del espejo retrovisor–. Yo que llevo
acá toda mi vida, y de verdad que no sé tanto…
Punta Limón, el pueblecito en que se
encontraba el embarcadero, se reveló enseguida
como un lugar con cierto encanto, lleno de casitas
de colores y edificios de estilo europeo cuyas
fachadas de piedra lucían invariablemente
devoradas por el salitre. El taxi pasó un buen rato
sorteando peatones y vehículos parados a lo largo
de su laberinto de calles empedradas y llenas de
tráfico caótico, hasta detenerse finalmente en
mitad de un solitario paseo situado a las afueras,
que discurría paralelo a una especie de canal de
aguas color chocolate, bordeado hacia el otro lado
por una línea de altos manglares.
–¿Aquí es? –preguntó Javi al taxista.
–Sí –respondió éste–. ¿Tienen billetes?
–No.
–Pues pregunten a aquel tipo de allí –dijo,
señalando a un anciano que permanecía sentado
junto a un murete de piedra al borde del agua–. Se
llama Hércules.
–¿Cómo?
–Hércules. Les hará un descuento si dicen que
van de mi parte.
El taxista salió del coche y comenzó a sacar
los bultos del maletero.
–Este tío nos quiere timar –le dijo Julia a Javi
tratando de que no se la escuchara fuera.
Javi soltó una risita.
–¿No lo ves? –dijo Julia, señalando al
exterior–. Yo no veo el ferry por ninguna parte.
–Espera, joder –le replicó Javi sin dejar de
sonreír–. Y deja de ser tan ceniza.
Seguidamente abrió la puerta y salió del
coche.
Julia lo hizo inmediatamente después; pudo
presenciar el intercambio de billetes entre Javi y
el taxista, después de que aquél le hubiera dicho el
importe del viaje.
–Un placer, caballero –dijo el tipo
estrechándole la mano a Javi tras la transacción–.
Espero que lo pasen muy bien en isla Lucero.
–Eso esperamos –dijo Javi.
El tipo estrechó también la mano de Julia y,
tras saludar con el brazo en alto al anciano, que
respondió casi inmediatamente desde el murete de
piedra, se metió en el coche y abandonó el lugar
yéndose por donde habían venido..
–Ale –dijo Julia– dile adiós a esos cuarenta
dólares que le has dado.
–Han sido treinta y ocho –le corrigió Javi–. Y
el viaje ha sido bastante largo.
–Bastante largo, sí. Y a ver ahora lo que nos
espera.
–Voy a hablar con ese tipo –respondió Javi
animadamente–. Espérame aquí, ahora vuelvo.
Julia se cruzó de brazos y observó cómo el
chico se iba aproximando al anciano, que se
levantó para recibirle. Les vio ponerse a charlar
animadamente y, pasados unos instantes, creyó
ver en la actitud de Javi algo de crispación, algo
de malestar en sus aspavientos, aunque estaba
demasiado lejos como para comprender nada. No
supo lo que estaba pasando hasta que el chico dejó
de hablar con el anciano y regresó con ella.
–¿Qué ha pasado? –le preguntó la chica,
intrigada, oliéndose una mala noticia–. ¿Has
comprado los billetes?
–Bueno –respondió Javi–. La verdad es que no
vamos a ir en el barco.
Julia miró en dirección al viejo, que había
desaparecido hacia el otro lado del murete que
daba al canal; intuyó que hacia algún tipo de barca
o lo que fuera que se encontraba debajo.
–¿Qué me quieres decir? –replicó Julia.
El chico se rascó la coronilla con nerviosismo.
Le dijo que irían en la barca de aquel hombre, que
era pescador.
–¿Cómo?
–Es la única manera…
–¡Ni hablar! ¿Y el ferry?
–No hay ferry.
–¿Cómo que no hay ferry?
–Me ha dicho que ningún ferry va a isla
Lucero. Debí de informarme mal.
Julia se quedó pensativa unos segundos;
negaba con la cabeza mientras se mordía con
rabia contenida el labio inferior.
–Si es que lo sabía… –dijo–. Pero tienes la
cabeza así –afirmó, mostrando un hueco de
tamaño considerable entre las manos–. ¿Y por qué
no regresamos al pueblo y nos informamos mejor?
–Eso sería perder el tiempo –defendió Javi–.
Además, el viejo parece un buen hombre. Me ha
dicho que no tardaremos más de veinte minutos
en llegar a la isla; que él es de allí.
Julia empezó a resoplar. Comenzó a soltar por
lo bajo una larga retahíla de maldiciones.
–Venga, Julia, será divertido –dijo Javi,
tomando su maleta con entusiasmo e indicando
con gestos a Julia que le siguiera hasta el borde
del embarcadero–. Además, he conseguido un
buen precio.
–Pero, ¿cuánto vas a pagarle?
–¡Es igual! –exclamó el chico–. ¡Corre de mi
cuenta!
Julia le siguió a regañadientes, odiándole y
diciéndose a sí misma que la culpa era de ella por
haberle hecho caso y no haber visto lo que la
esperaba desde el principio, pero en fin. Saludó al
viejo con la firme convicción de que sus ojos,
pese a lo que había dicho Javi, escondían un
fondo de malicia que hacía prever lo peor, y dejó
que éste, y su chico, la ayudaran a meterse en la
embarcación con su maleta y a acomodarse
después sobre un tablón.
–¿Están listos? –dijo el viejo en cuanto todo
estuvo a bordo.
–Listos –le respondió Javi, lleno de
entusiasmo.
–Pues vayámonos...
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