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1 2.5. TEORÍAS TELEOLÓGICAS, DEONTOLÓGICAS E INTENCIONALES Una nueva e importante clasificación de las teorías éticas, se basa en los criterios utilizados para juzgar las acciones y los modos de acción 1 . ¿Se mide el valor de una acción por el valor de sus resultados, por el valor del modo de acción que se ejecuta en la acción, o por la intención del actor al realizarla? Estos tres criterios sirven para distinguir entre teorías teleológicas, deontológicas e intencionales. La tesis fundamental de las teorías teleológicas es la siguiente: T: El valor de los resultados de una acción determinan el valor de la acción misma Según estas teorías, los conceptos axiológicos se aplican primariamente a los hechos, tal y como hemos apuntado en el apartado 1.2. También las acciones son hechos. Mi acción de escribir esta frase sobre el papel es el hecho de que yo, ahora, escribo esta frase sobre el papel. Según la concepción teleológica, el valor de tal hecho-acción depende del valor de sus resultados. Aquí, el término «resultados» no puede entenderse en un sentido demasiado estricto, pues, en primer lugar, una acción puede tener también en sí misma un cierto valor, independientemente de sus resultados. Como «resultado» de una acción cuentan, de este modo, no sólo sus consecuencias o efectos, sino también el hecho mismo de la acción 2 . En segundo lugar, es importante tener en cuenta no sólo las consecuencias inmediatas de una acción, sino también los resultados mediatos, los resultados a largo plazo y los efectos secundarios. Contra la valoración teleológica de las acciones, se objeta a menudo, que, por regla general, es imposible estimar de esta forma tan completa todas las consecuencias de una acción, y llegar así a un juicio seguro sobre las acciones, tal y como T exige, puesto que no podemos prever los efectos futuros de las 1 Hobbes escribe en (L), pág. 41: «But whatsoever is the object of any man's appetite or desire, that is it which he for his part calleth good: and the object of his hate and aversion, evil; and of his contempt, vile and inconsiderable. For these words of good, evil, and contemptible, are ever used with relation to the person that useth them: there being nothing simply and absolutely so; nor any common rule of good and evil, to be taken from the nature of the objects themselves.» Y para Spinoza, que en su ética se encuentra próximo al pensamiento de Hobbes, se cumple: «Per bonum id intelligam, quod certo scimus nobis esse utile» ((E), pág. 386). Sin embargo, hay que subrayar que Hobbes, al igual que Locke y otros, distingue entre el bien «natural» (el bien subjetivo en el sentido citado) y el bien moral, que, según Hobbes se produce sólo cuando existen contratos. Cfr. los apartados 4.2 y 5.2. 2 Sobre la distinción entre acciones y modos de acción, cfr. el apartado 1.1.

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2.5. TEORÍAS TELEOLÓGICAS, DEONTOLÓGICAS E INTENCIONALES

Una nueva e importante clasificación de las teorías éticas, se basa en los criterios utilizados para juzgar las acciones y los modos de acción1. ¿Se mide el valor de una acción por el valor de sus resultados, por el valor del modo de acción que se ejecuta en la acción, o por la intención del actor al realizarla? Estos tres criterios sirven para distinguir entre teorías teleológicas, deontológicas e intencionales.

La tesis fundamental de las teorías teleológicas es la siguiente:

T: El valor de los resultados de una acción determinan el valor de la acción misma

Según estas teorías, los conceptos axiológicos se aplican primariamente a los hechos, tal y como hemos apuntado en el apartado 1.2. También las acciones son hechos. Mi acción de escribir esta frase sobre el papel es el hecho de que yo, ahora, escribo esta frase sobre el papel. Según la concepción teleológica, el valor de tal hecho-acción depende del valor de sus resultados. Aquí, el término «resultados» no puede entenderse en un sentido demasiado estricto, pues, en primer lugar, una acción puede tener también en sí misma un cierto valor, independientemente de sus resultados. Como «resultado» de una acción cuentan, de este modo, no sólo sus consecuencias o efectos, sino también el hecho mismo de la acción2. En segundo lugar, es importante tener en cuenta no sólo las consecuencias inmediatas de una acción, sino también los resultados mediatos, los resultados a largo plazo y los efectos secundarios.

Contra la valoración teleológica de las acciones, se objeta a menudo, que, por regla general, es imposible estimar de esta forma tan completa todas las consecuencias de una acción, y llegar así a un juicio seguro sobre las acciones, tal y como T exige, puesto que no podemos prever los efectos futuros de las

1 Hobbes escribe en (L), pág. 41: «But whatsoever is the object of any man's appetite or desire, that is it which he for his part calleth good: and the object of his hate and aversion, evil; and of his contempt, vile and inconsiderable. For these words of good, evil, and contemptible, are ever used with relation to the person that useth them: there being nothing simply and absolutely so; nor any common rule of good and evil, to be taken from the nature of the objects themselves.» Y para Spinoza, que en su ética se encuentra próximo al pensamiento de Hobbes, se cumple: «Per bonum id intelligam, quod certo scimus nobis esse utile» ((E), pág. 386). Sin embargo, hay que subrayar que Hobbes, al igual que Locke y otros, distingue entre el bien «natural» (el bien subjetivo en el sentido citado) y el bien moral, que, según Hobbes se produce sólo cuando existen contratos. Cfr. los apartados 4.2 y 5.2. 2 Sobre la distinción entre acciones y modos de acción, cfr. el apartado 1.1.

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acciones. Ahora bien, ésta es una objeción práctica que no afecta a los fundamentos de la teoría. No afirma que la valoración teleológica de las acciones sea errónea, sino sólo que, según la misma, es extraordinariamente difícil alcanzar juicios seguros y definitivos sobre las acciones. Además, según la interpretación probabilística de los juicios de valor, éstos no exigen el conocimiento de los resultados reales de una acción, sino sólo una serie de presupuestos sobre la probabilidad de esos resultados. El valor de una acción no es un resultado del valor de sus consecuencias reales, sino el valor de las consecuencias previstas; es el valor que puede esperarse de la acción.

El valor de un modo de acción no determina, según la tesis teleológica, el valor de una ejecución de ese modo de acción. En consecuencia, que Fritz mienta a Hans es malo, no porque mentir en sí mismo sea malo, sino porque esta mentira concreta tiene malas consecuencias. Ciertamente, las mentiras tienen, por regla general, malas consecuencias, sin embargo, pueden imaginarse casos en los que una mentira tenga efectos positivos. Veamos un ejemplo:

I) Un médico oculta a una persona gravemente enferma lo delicado de su situación y la engaña, asegurándole que tiene grandes posibilidades de curación. De este modo, evita al paciente una serie de problemas psicológicos y aumenta en él la voluntad de curación, contribuyendo, así, a su curación verdadera.

En este caso, la mentira del médico está justificada, según la concepción teleológica.

El valor de un modo de acción se mide, según la tesis teleológica únicamente a partir del valor de sus realizaciones concretas. Sólo si todas las acciones de un tipo, F, en situaciones determinadas, son siempre valiosas, puede considerarse que el modo de acción F es bueno. Cuanto menos pueda especificarse cuáles son estas situaciones, menos modos de acción podrán considerarse en este sentido como buenos. En todo caso, podrían hacerse afirmaciones sobre el hecho de que —en estas o aquellas circunstancias— un modo de acción tiene por regla general o en la mayoría de los casos efectos positivos. Sin embargo, estos enunciados empíricos no fundamentan un valor del modo de acción F como tal. Un modo de acción que por regla general produce efectos positivos puede tener, en casos particulares, consecuencias negativas. Ahora bien, una calificación normativa de los modos de acción sólo tiene sentido, si todas las realizaciones del modo de acción reciben el mismo calificativo. Un modo de acción, H, es bueno (simbólicamente B(H)), o está mandado (M(H)), o prohibido (O(H)), o permitido (E(H)), si todas sus realizaciones son buenas, o están mandadas o prohibidas o permitidas. En general, se exigirá B(H) ⊃ ∧ XB(HX), M(H) ⊃ ∧XM(HX), O(H) ⊃ ∧XO(HX) y E(x) ⊃ ∧XE(HX). La valoración teleológica de modos de acción consiste en elevar estas implicaciones a equivalencias, de modo que los enunciados normativos sobre modos de acción como B(H) o M(H) se definen por medio de otros enunciados normativos sobre acciones. Hay que subrayar que aquí se cumple la equivalencia 0(H) ≡ M(¬H) (H está prohibido si y sólo si está mandado evitar H), pero no E(H) ≡ ¬M(¬H) o E(H) ≡ ¬O(H). En caso contrario, obtendríamos ∧ XE(HX) ≡ ∨ xE(Hx) y, con ello, el principio de generalidad PG1 que hemos estudiado en el apartado 1.6. Junto a acciones prohibidas o permitidas en general, hay, sin embargo, otras que están prohibidas en algunos casos y permitidas en otros. Por tanto, sólo se cumple M(H) ⊃ E(H)

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(un modo de acción mandado está también permitido), y O(H) ⊃ ¬E(H) (un modo de acción prohibido no está permitido), pero no ¬E(H) ⊃ O(H) (un modo de acción no permitido —en general— está prohibido —en general—). Lo mismo se cumple para los predicados de valor «bueno» y «malo» aplicados a modos de acción.

Frente a las teorías teleológicas, las teorías deontológicas invierten la relación de fundamentación entre enunciados axiológicos sobre acciones y enunciados sobre modos de acción. Su tesis fundamental es la siguiente:

D: El valor de una acción queda determinado únicamente por el valor del modo de acción que en ella se realiza3

Aquí se parte, por tanto, de un concepto axiológico para modos de acción —o, más en general, de conceptos normativos para modos de acción— y, con éstos, se explican los conceptos normativos para acciones. Dado que las éticas deontológicas —como su nombre indica— se limitan casi siempre a la discusión de los conceptos deóntícos, los consideran fundamentales, y deducen de ellos los conceptos axiológicos, la tesis siguiente es de especial importancia:

D': Una acción está mandada si y sólo si el modo de acción que con ella se realiza está mandado

El principio deontológico se apoya en las reflexiones siguientes: 1. En la vida social que, en el caso de los seres humanos, no está regulada

por formas de comportamiento e instintos innatos, la calificación normativa de modos de comportamiento es imprescindible por las siguientes razones:

a) La vida social se basa en la cooperación. Ahora bien, la cooperación —especialmente en grupos grandes— sólo tiene éxito cuando se dispone de un conjunto de reglas fijas y generales que determinan lo que cada uno debe hacer en situaciones definidas4. Establecer estas reglas para cada caso individual es prácticamente imposible, y proponer sólo reglas tan generales como la regla teleológica que ordena aumentar lo máximo posible el beneficio esperado, sería totalmente ineficaz, pues, en muchos casos, uno debe saber lo que tiene que 3 Según lo que se dijo en el apartado 1.2, el valor de un hecho. A, se sigue del valor de los mundos en los que A se cumple. Si se consideran también los aspectos temporales, entonces estos «mundos» no son sólo estados momentáneos, sino mundos en su desarrollo temporal, y en este caso hay que tener también en cuenta los resultados de los estados momentáneos. 4 Hay que distinguir esta teoría deontológica estricta —se habla, a veces, de teoría formalista— de aquellas que niegan T y afirman que el valor de la realización de un modo de acción se sigue también de un valor que corresponde a ese modo de acción como tal. No vamos a detenernos en esto, puesto que contra esta tesis debilitada pueden proponerse los mismos argumentos que ya fueron propuestos más abajo contra D.

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hacer, sin tener que reflexionar cuidadosamente, y también debe saber qué es lo que harán los otros, sin necesidad de interrogarles sobre sus intenciones. Cada uno debe poder confiar en que los demás actuarán de una manera determinada. En general, no puede permitirse que cada individuo haga lo que él considera lo mejor en las circunstancias existentes, pues la información que tiene el individuo es, a menudo, insuficiente y no todos tenemos la capacidad de reflexión necesaria para tomar, por nosotros mismos, la mejor decisión. Además, nunca podríamos tomar una decisión definitiva, si no sabemos cómo van a actuar los demás. Por tanto, es necesario calificar como buenos o malos determinados modos de acción o comportamientos y es necesario que todos los interesados sepan que, en general, se seguirán unas reglas determinadas.

b ) El comportamiento moralmente correcto debe ser aprendido, debe ser un comportamiento que pueda ser aprendido y enseñado. Pero sólo los modos de comportamiento general pueden enseñarse o aprenderse5, ya que el maestro no puede prever todas las situaciones posibles en las que el aprendiz se encontrará más tarde, ni tampoco las consecuencias de todas estas alternativas. Si el primero sólo ofreciera al segundo la regla teleológica general que ordena aumentar lo máximo posible el beneficio esperado, el aprendiz recibiría una ayuda inoperante en la práctica. Lo que se necesita son reglas concretas, practicables y suficientes, de las que uno pueda servirse y que puedan ser aplicadas a situaciones diversas, por ejemplo, la regla «no se debe mentir», etc. A. Smith, por su parte, ha subrayado el hecho de que las reglas de comportamiento concretas hacen posible, mejor que una regla teleológica general, una estabilización del comportamiento moral y de la capacidad de juicio en el caso de presiones emotivas. Si sé que no se debe mentir, entonces, en una situación en la que una mentira me reportaría grandes beneficios, reconoceré mejor cuál es mi deber. Si, por el contrario, me apoyo en una regla teleológica, mis intereses pueden influir de tal modo el cálculo de las consecuencias esperadas de la mentira y el valor de las mismas, que llegue al convencimiento de que lo más ventajoso para mí es también lo más adecuado moralmente.

c) En muchos casos, las convenciones y reglas sociales determinan qué comportamiento es moralmente correcto. Así, por ejemplo, conducir por la derecha no es, en sí mismo, mejor ni peor que conducir por la izquierda. Conducir por la derecha se convierte en una norma en cuanto que corresponde a una convención general y está legalmente prescrito.

d ) Si, en circunstancias determinadas, los resultados de dos acciones de una persona, a, por ejemplo, mentir o decir la verdad, son igual de buenos, pero una de ellas choca contra una regla ya existente, entonces, según la concepción teleológica, sería moral-mente idéntico para a realizar la primera o la segunda acción. Y, si el resultado de la acción no aprobada por las reglas existentes, es mejor que el de la acción aprobada, por ejemplo, si una mentira tiene mejores

5 Con la palabra «reglas» no sólo designamos prescripciones formuladas explícitamente, sino también regularidades convencionales del comportamiento. Sobre el concepto de convención, cfr. D. Lewis (69).

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resultados que la sinceridad, entonces, según la concepción teleológica, habría que preferir la acción no aprobada. Ahora bien, esto contradice nuestra intuición6. Acerca del ejemplo I), un ético deontológico argumentaría de la siguiente manera: mentir supone una violación de la convención general que ordena decir la verdad. Esta convención es indispensable, pues sin ella sería imposible la comunicación, ya que nadie podría confiar en la sinceridad de los otros. Por ello, en general, está prohibido mentir. Esto no excluye que, en casos individuales, mintiendo puedan obtenerse mejores resultados desde el punto de vista moral. Sin embargo, de esto no se sigue que la mentira esté permitida siempre que produzca mejores resultados que la sinceridad, pues, en ese caso, la regla general según la cual la mentira, como tal y en general, está prohibida, se vería negativamente afectada, y el mal ejemplo ocasionaría más mal que bien. Tampoco se producirían beneficios en los casos individuales, puesto que —en el ejemplo I)— el paciente no podría confiar en la declaración del médico y no creería que su vida está en peligro aunque el médico, diciendo la verdad, le asegurara que padece una grave enfermedad. Así, si la tesis teleológica fuera generalmente aceptada, las convenciones perderían su significado y su carácter obligatorio, puesto que todos sabríamos que cada cual habría dejado de respetar la convención y obedecería sólo su cálculo personal sobre el bien moral esperado. La convención ya no sería fiable y, por tanto, no podría funcionar7.

2. Contra la tesis teleológica, el ético deontológico argumentará con el siguiente ejemplo (se trata del llamado «problema del polizón»)8:

II) En una ciudad afectada por un largo período de sequía, los habitantes

llegan al acuerdo de utilizar el agua exclusivamente para beber, cocinar y lavar. Pues bien, si un habitante tuviera sólo en cuenta las consecuencias (posibles) de sus acciones, podría argumentar de la siguiente manera: «si los demás ahorran agua, entonces el abastecimiento de agua no corre peligro, aunque yo riegue el césped de mi jardín. Si los demás, por el contrario, no ahorran agua, de nada sirve que yo ahorre. De este modo, está permitido que yo riegue el césped». 6 Cfr. Haré (52), págs. 60 y ss. 7 Estos argumentos ya fueron formulados por J. Butler. Cfr. también W. D. Ross (30), págs. 34 y ss. 8 Sidgwick ha reconocido en (74), pág. 490, aunque con reservas, que la admisión general de la tesis teleológica, que él mismo defiende en su ética utilitarista, tendría consecuencias negativas como pauta del comportamiento y que, por tanto, tal tesis sólo podría seguirse en silencio y que sólo en secreto debería uno apartarse de las convenciones establecidas. Sidgwick afirma: «Thus the Utilitarian conclusion, carefully stated, would seem to be this; that the opinion that secrecy may render an action right which would not otherwise be so should itself be kept comparatively secret; and similarly it seems expedient that the doctrine that esoteric morality is expedient should itself be kept esoteric. Or if this concealment be difficult to maintain, it may expedient to confine to an enlightened few. And thus a Utilitarian may reasonably desire, on Utilitarian principles, that some of his conclusions should be rejected by mankind generally.»

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Ahora bien, esta argumentación no puede ser aceptada, puesto que conduce a la idea de que alguien puede aprovecharse de la violación de un acuerdo del que él mismo se beneficia y que exige el sacrificio personal de los demás. Según la opinión de los éticos deontológicos, este ejemplo muestra que la tesis teleológica no puede ser correcta.

3. En ocasiones se argumenta a favor de la concepción deonto-lógica sirviéndose del postulado de generalidad. De PGl (cfr. apartado 1.6) se sigue que la clasificación de los modos de acción en mandados en general, prohibidos en general y permitidos en general es completa, de modo que cualquier realización del modo de acción H está mandada, prohibida o permitida si y sólo sí H mismo está mandado, prohibido o permitido y el valor de las acciones concretas puede determinarse a partir del valor de los modos de acción correspondientes.

4. Según la concepción teleológica, no hay derechos inviolables. También los derechos fundamentales, como el derecho a la vida o la igualdad ante la ley, deben ser defendidos, en cada caso individual, mediante cálculos utilitaristas. Veamos un ejemplo:

III) Un crítico del Régimen establecido es acusado de espionaje. Las autoridades jurídicas comprueban su inocencia. Pero, puesto que la absolución del acusado sería aprovechada por el Régimen como excusa para eliminar el último resto de independencia judicial, se le condena, para evitar males mayores.

Si nos guiamos por una ética utilitarista, los intereses de un individuo o grupo pequeño, aunque sean vitales y legítimos, pueden ser pasados por alto, en nombre del bienestar de la mayoría.

Como crítica a estos argumentos, y empezando por el último de ellos, podemos apuntar lo siguiente:

Un principio teleológico no desemboca necesariamente en el utilitarismo, de cuya especial problemática no necesitamos ocuparnos aquí9. La tesis de que en el marco de una teoría teleológica no existen derechos inviolables no puede ser mantenida. Esto depende, más bien, del orden axiológico puesto a su base. El mandato ideológico fundamental sólo exige que sea ejecutado un modo de acción del que, en circunstancias determinadas, puedan esperarse los mejores resultados. De esto no se sigue que para cada modo de acción haya situaciones en las que no esté mandado ejecutarlo ni que sean moralmente inaceptables excepciones que estén teleológicamente mandadas. Mentir tiene, por regla general, malas consecuencias morales. Por ello, según la tesis teleológica, está prohibido mentir, en general. Tampoco el ético deontológico podrá discutir que hay casos en los que este mandato prima facie queda suspendido. Si, por ejemplo, mediante una mentira puedo salvar una vida humana, una ponderación de los resultados de la acción, me indicará que debe hacerlo así10. Ahora bien,

9 Cfr. Sidwick {74), págs. 486 y s. 10 Cfr. el apartado 4.3. El principio de la diferencia allí discutido, es también un principio ideológico, pero no conduce a estas consecuencias.

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siempre que se reconoce la necesidad de una ponderación de los resultados, se renuncia al pensamiento fundamental del principio deontológico, ya que, en ese caso, se tienen en cuenta las consecuencias de una acción y no el valor que tiene el modo de acción en sí mismo11. El principio de ponderación no afirma que todo mandato pueda ser suspendido. El reconocimiento de bienes mayores, cuya pérdida para el individuo no puede ser compensada por la consecución de bienes menores para los demás, es compatible con la tesis teleológica (incluso con el utilitarismo). Si en el ejemplo IT reconocemos que la justicia es uno de los valores más importantes, entonces, también desde la perspectiva teleológica, podemos valorar más el derecho del acusado a un juicio justo que los perjuicios que seguirían a una absolución.

Acerca del tercer argumento, podemos decir lo siguiente: aunque la valoración deóntica de modos de acción determina con claridad la valoración deóntica de sus realizaciones, de ello no se sigue que la valoración deóntica de modos de acción sea primaria en el sentido en que lo afirma la tesis D12. Además, todo argumento que se apoye en el postulado de generalidad descansa, dada la crítica a que éste puede ser sometido, en una base poco firme.

El problema del polizón, en nuestro segundo argumento, refleja sólo un aspecto de la pregunta general acerca de hasta qué punto puede fundamentarse ideológicamente el carácter obligatorio de las convenciones. Finalmente, llegamos al primer argumento a favor de la tesis D. Contra éste puede apuntarse, en primer lugar, que las convenciones en el comportamiento no constituyen la base última de las valoraciones morales, puesto que nosotros también sometemos tales convenciones a una valoración. Toda justificación y toda crítica de las convenciones descansan en la valoración moral de las mismas. Ahora bien, para llevar a cabo tal valoración nos hacemos la siguiente pregunta: ¿Cuál es el valor del estado que resulta de que todos los miembros de la sociedad sigan esta convención?13. Por tanto, la valoración normativa de estados es más fundamental que la de modos de acción. Sólo porque tales reglas tiene una importancia social indiscutible, y debido a que, a menudo, no es tan importante qué comportamiento prescriben, sino el hecho mismo de que prescriban un comportamiento, sólo por esto, repetimos, puede parecer que las convenciones son los fundamentos primeros del juicio moral. Esta posición conduciría a un conservadurismo moral extremo, puesto que sólo las convenciones ya existentes 11 Para Kant, quien representa una rígida concepción deontológica, también en estos casos extremos existía la obligación absoluta de decir la verdad. Cfr. (W), cap. VII, pág. 639. 12 Lo mismo se cumple para la formulación de mandatos condicionados: si los modos de acción, únicamente se mandan en ciertas circunstancias, se abandona la idea de que sólo hay que considerar su valor inmanente y se tienen en cuenta las consecuencias que una acción tiene en las circunstancias en cuestión. 13 Por ello, D tampoco puede fundamentarse en el hecho de que para cada acción, Fa, haya un modo de acción F'x: = Fx ∧ x = a, que sea valorado como Fa, de modo que una valoración deóntica de modos de acción (en este sentido amplio) implique una valoración deóntica completa de acciones.

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serían el fundamento de los juicios morales, y exigir su modificación o suspensión no podría, per definitionen, ser justificado moralmente. Ahora bien, el núcleo sano del conservadurismo consiste sólo en el reconocimiento de que son necesarias reglas obligatorias seguidas por todos y de que, como muestra la experiencia, encontrar e imponer reglas que conduzcan a un estado social general mejor resulta más difícil de lo que suponen algunos progresistas.

Además, el ético ideológico puede justificar la importancia de las convenciones sociales que la ética deontológica pone de relieve, sin abandonar su tesis T, pues, si existe la convención de hacer F en una circunstancia determinada, A, y si el beneficio que resulta de que todos sigan esta convención es muy grande, entonces, también según T, es mejor, en una situación A, realizar F, aunque las consecuencias inmediatas de otra acción, G, fueran mejor en ese caso concreto; ya que entre los efectos secundarios de la acción G se cuenta el hecho de que otros podrían sentirse animados a violar la convención. Este peligro se produce sobre todo si para el individuo sólo es razonable realizar F en una situación. A, si casi todos los demás también realizan F en esa situación. Según nuestro supuesto, si varias de las personas implicadas dejan de realizar F en una situación determinada se produciría un perjuicio considerable. El peligro de ser descubierto, Hecho que haría necesario engañar a los demás, es decir, violar aún más convenciones, es un argumento contra una violación secreta de la convención, que no movería a los demás a dejar de cumplir F. Finalmente, a menudo, no se está seguro de si otras personas han violado ya la convención y si una falta adicional destruiría los efectos positivos de la misma. Es necesario tener en cuenta todos estos aspectos que hablan en contra de una violación de las convenciones, incluso en el caso de que con la misma se produjera, a primera vista, un beneficio mayor14. Naturalmente, desde el punto de vista teleológico, no puede fundamentarse que las convenciones deban ser siempre respetadas. Ahora bien, esta afirmación es demasiado rotunda, pues al margen de que no todas las convenciones existentes persiguen fines moralmente valiosos, en ocasiones se producen situaciones excepcionales que justifican una violación de las convenciones, como muestra el ejemplo I. Una obligación incondicionada de respetar los acuerdos siempre y bajo cualquier circunstancia, haría imposible que las personas escrupulosas se sometieran a tales obligaciones, puesto que nadie puede abarcar todas las situaciones futuras posibles. Al contrario de lo que se piensa normalmente, el cumplimiento de convenciones y acuerdos sería más difícil en una concepción deontológica que en una teleológica. De esta manera, solucionamos también los casos planteados en l.d. Así pues, nosotros no negamos el papel de las convenciones y reglas generales, que subraya el primer argumento, simplemente mantenemos que de él no se deduce ningún argumento concluyente contra la tesis T. 14 De este modo, los modos de acción deben valorarse según el principio de generalización, cfr. el apartado 1.6. Allí veíamos que este principio no es un fundamento adecuado para la valoración de acciones individuales. Cuando —por el contrario— se trata sólo de valorar modos de acción generales, este principio, contemplado desde la ética teleológica, resulta tautológico: un modo de acción general, F, es mejor que un modo de acción general, G, cuando es mejor que todos hagan F que todos hagan G.

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Nuestra crítica contra los argumentos deontológicos no demuestra, por sí sola, la falsedad de la tesis D. Sin embargo, ésta nos parece insostenible, en primer lugar, porque todas las éticas deontológicas discutidas hasta ahora no pueden renunciar al principio de una ponderación de resultados, dada la existencia de conflictos de normas, y, en segundo lugar, porque de D se sigue el postulado de generalidad PG1 y también sus absurdas consecuencias, de las que nos hemos ocupado en 1.6. D' puede formularse también de la siguiente manera: «a cada uno le está mandado realizar F, cuando el modo de acción F está mandado» simbólicamente: ∧ x(M(Fx)) ≡ M(F). Ahora bien, de aquí se sigue inmediatamente PG1.

Pues bien, existe una estrecha relación, cuando no una verdadera coincidencia, entre las éticas deontológicas y las éticas de obligación por un lado, y las éticas teleológicas y las éticas de valor, por otro. A menudo se considera que lo característico del fenómeno moral, a diferencia del beneficio subjetivo, son las leyes y obligaciones, pero no los valores. Como fenómeno moral fundamental se apunta la experiencia de una obligación, de una exigencia, con la que nos vemos confrontados, y se ignora la posibilidad de una experiencia axiológica. Según esto, los conceptos normativos fundamentales serían los conceptos deónticos, no los conceptos axiológicos. La ética de Kant es un ejemplo característico de esta concepción, que cualquier ética axiológica consideraría errónea15. Al margen de los argumentos concretos con los que Kant 15 W. D. Ross ha objetado a este argumento Ideológico en (30), págs. 37 y ss., que exagera el efecto de las violaciones individuales de la convención. Una convención no resulta afectada por una sola violación, especialmente si tal violación no se hace pública. Sin embargo, si, por ejemplo, rompo una promesa que he dado a un amigo, con el propósito de conseguir con ello un resultado global mejor, la acción será incorrecta aunque mi amigo no se dé cuenta de ello. Ross opina que quien hace depender el carácter obligatorio de una promesa del beneficio general esperado, no ha entendido lo que es una promesa. Ahora bien, esto sólo es así cuando el «beneficio general» se entiende de modo que no incluye los intereses morales justificados; pero el principio ideológico no exige esta exclusión, Cuando mi amigo no se da cuenta de que yo no he cumplido una promesa, no se produce, evidentemente, ningún perjuicio que le afecte. Si con ello consigo un estado moralmente más valioso, puedo pedirle que esté de acuerdo conmigo. La sinceridad exige, por supuesto, que informe a mi amigo sobre mi comportamiento con posteridad y el respeto al derecho del que le he privado con mi acción exige que le explique mi comportamiento y lo fundamente. También Ross reconoce que puede haber conflictos de normas y que, en tal caso, debe recurrirse a un «sentido del bien», es decir, que no siempre y por principio han de cumplirse las promesas. También Ross habla de «mandatos prima facie», que deben omitirse bajo determinadas circunstancias (cfr. el apartado 5.3). Desde un punto de vista teleológico, también A. Smith ha subrayado el importante papel de la valoración de los modos de acción para la interacción social, cfr. (TMS), pág. 163. Un análisis más detallado de los principios teleológicos y

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justifica esta concepción, argumentos que estudiaremos más adelante, en el transfondo de la ética de obligación se oculta una concepción objetivista de lo moral, en el sentido de 2.4 y una interpretación subjetivista de los valores. Si los valores son siempre subjetivos, no pueden constituir el fundamento de los enunciados morales objetivos. Sin embargo, esta concepción axiológica no es, de ninguna manera, la única posible. Por ejemplo, si hablamos del valor de la vida humana, del valor de la libertad y de la justicia, con ello no queremos decir que se trate sólo de valores para nosotros, valores desde el punto de vista de nuestros intereses particulares. Una concepción según la cual la validez de los juicios morales no depende de las preferencias subjetivas es compatible con una ética para la que los conceptos axiológicos sean los conceptos normativos fundamentales, es decir, con una ética de valores.

Hay que tener en cuenta, además, que, entre los enunciados deónticos y los enunciados axiológicos existe una estrecha relación (que ya hemos estudiado en 1.3), de modo que los fenómenos axiológicos y de obligación no pueden incluirse en clases totalmente diversas. Además, según los argumentos del apartado 1.3, es el concepto de preferencia normativa y no el concepto de obligación, el concepto moral fundamental. Mientras que con el primero pueden definirse mandatos, con el concepto de mandato sólo pueden explicarse conceptos axiológicos clasificatorios elementales. Por ejemplo, puede decirse que una acción es buena o mala, según está mandada o prohibida. Aunque se considere que los conceptos deónticos son los conceptos normativos fundamentales, de ellos no se sigue la tesis D', y viceversa, de D' o D no se sigue que los conceptos deónticos sean los conceptos normativos fundamentales. Sin embargo, normalmente se unen, como también hace Kant, una concepción deontoló-gica con una ética de obligación, de modo que frecuentemente ambos términos se identifican.

La tesis teleológica presupone que hay un concepto axiológico establecido para los resultados de las acciones. Intentar derivar este concepto axiológico de conceptos deónticos carecería de sentido. La tesis teleológica puede formularse también de la siguiente manera:

T: Una acción está permitida si y sólo si, dadas unas circunstancias determinadas, ella produce los mejores resultados posibles

Esta definición da por supuesta la existencia de una relación entre conceptos axiológicos y deónticos, en la que aquéllos son los primarios, ya que sirven para explicar los conceptos deónticos16. Las éticas teleológicas, por tanto, pueden considerarse siempre como éticas de valor (y viceversa) mientras que las éticas deónticas son, en todos los casos, éticas de obligación. Aunque desde una perspectiva sistemática hay que distinguir los dos pares de conceptos, nos adaptaremos en lo que sigue al uso lingüístico habitual y hablaremos de éticas «deontológicas» en el sentido de éticas de obligación y, en ocasiones, también de éticas de valor en el sentido de éticas «teleológicas». A favor de una ética de deontológicos se ofrece en el apartado 4.6, al hilo del estudio del utilitarismo. 16 Cfr. apartado 5.3.

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valor, habla la posibilidad de definir los mandatos mediante conceptos axiológicos; a favor de una ética teleológica habla la imposibilidad de defender las tesis deontológicas.

Por «ética de obligación» se entiende, en ocasiones, también una concepción según la cual son las convenciones sociales las que determinan el comportamiento moral, tal y como afirma el argumento deontológico (1c). Según esto, el enunciado «la persona a en una circunstancia concreta debe hacer F» significa lo mismo que «hay una convención en vigor contra la que a chocaría en una circunstancia concreta si no hiciera F». Aquí las acciones se valoran deóntica-mente mediante una referencia al modo de acción correspondiente, pero no tal y como lo requiere la tesis D', pues no se ofrece ningún concepto normativo para modos de acción. Para una ética de obligación de este tipo, es válida la objeción apuntada más arriba acerca de que ésta excluye la posibilidad de una valoración moral de las convenciones, a no ser que la expresión «estar en vigor» se entienda ya como un término normativo. Ahora bien, en este caso, una valoración de los estados a los que conduce el cumplimiento general de las convenciones, debería ser el fundamento de una valoración semejante de los modos de acción.

Existe una nueva objeción que afecta al principio teleológico: para la valoración moral de una acción no son cruciales las consecuencias reales de la misma, sino la intención a la que la acción obedece. Si Hans hace una afirmación falsa en presencia de Fritz y Fritz, por confiar en esta información, sufre una desgracia, no por ello la acción de Hans es moralmente mala. Esto sólo sería así, si Hans ha mentido a Fritz, es decir, si ha dicho intencionadamente algo falso. Y aunque la mentira tuviera consecuencias positivas para Fritz, no por ello tendría una justificación moral, salvo en el caso de que la mentira de Hans tuviera un buen propósito. Esto muestra, según afirma el ético intencionalista que la valoración moral de los actores depende primariamente del valor de la intención o motivos que los mueven17. La tesis fundamental del intencionalismo puede formularse entonces de la siguiente manera:

I: El valor moral de la intención a la que obedece una acción determina el valor moral de la acción misma

Una persona, a, tiene la intención de provocar el estado p mediante la realización de un modo de acción, F, si a realiza F y quiere que p se produzca y cree que —en las circunstancias existentes— p se producirá sólo si ella hace F. Cuando juzgamos intenciones, juzgamos en realidad los hechos o estados cuya realización se pretende, es decir, juzgamos objetivos. La intención de una acción es buena, si es bueno el estado que el actor quiere provocar al realizarla18. 17 Si T no se interpreta como una explicación de lo que está permitido, entonces se da por supuesto un concepto axiológico que no puede definirse con conceptos deónticos. 18 Kant representa, de forma clara, el intencionalismo. El filósofo de Kónisberg afirma: «Ni en el mundo, ni, en general, fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse bueno sin

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La diferencia entre ambas tesis, I y T, consiste en que, según 1, el juicio moral de una acción depende de los resultados perseguidos, es decir, los resultados queridos y esperados por el actor mismo, mientras que, según T, por el contrario, lo decisivo son los resultados reales o esperados por todos según un cálculo general en base a las informaciones disponibles. Naturalmente, el ético teleológico puede valorar intenciones y objetivos, pero para él hay casos en los" que puede decirse <da intención era buena, pero la acción mala», mientras que para los intencionalistas, esto no puede suceder.

Frente a la tesis intencionalista, I, hay que subrayar que no sólo las consecuencias perseguidas son relevantes para el juicio moral de una acción. Una buena intención no puede compensar unas malas consecuencias reales. Ésta sólo puede disculpar una acción objetivamente mala y ello sólo si el actor ha actuado en conciencia y ha intentado reunir toda la información relevante sobre las consecuencias reales de su acción. Sólo si no ha podido prever las malas consecuencias, puede ser disculpado. Pero tampoco es seguro que, en ese caso, merezca una alabanza moral. Por lo tanto, una ética de intenciones en la que sólo éstas se valoran y en la que el valor de una acción se calcula exclusivamente en base al valor de la intención a la que la acción obedece, no es adecuada.

Las normas que, según I, sólo prescriben intenciones, serían, además, totalmente inefectivas, puesto que no obligan al individuo a informarse sobre las posibles consecuencias de su acción. Y, puesto que cualquiera —haga lo que haga— podría afirmar que lo ha hecho con buena intención —afirmación que es prácticamente imposible de refutar— tales leyes tampoco son efectivas desde el punto de vista jurídico. Está mandado hacer lo que es efectivamente correcto, no lo que es correcto según la conciencia de cada cual. Por ejemplo, está mandado cumplir las promesas, no cumplirlas según mi leal saber y entender. Objetar que lo único que puede exigirse es que cada uno realice lo que considera correcto en conciencia, es un rodeo inútil: para satisfacer un mandato, cada uno intentará realizar la acción que, según su opinión, satisface ese mandato. Pero de esto no se sigue que los mandatos sólo manden que cada uno haga algo según su leal saber y entender. Esta interpretación conduciría más bien a un regreso infinito: si el enunciado «la acción F ejecutada por a es correcta» significa lo mismo que «a cree que su acción, F, es correcta», entonces, esto, a su vez, significaría: «a cree que a cree que su acción, F, es correcta» y así sucesivamente. Sólo puede decirse restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad» ((W), cap. VI, pág. 18). Un intencionalismo más o menos acusado es, sin embargo, patrimonio común de todas las escuelas éticas. Cuando Kant habla de «buena voluntad» añade entre paréntesis: «no, desde luego, como mero deseo, sino el acopio de todos los medios que están en nuestro poder» ((W), cap. VI, pág. 19). Según esto, la intención piadosa no es suficiente, sino que uno debe esforzarse seriamente en su realización. Con esto, Kant admite que, en realidad, desde un punto de vista moral, no sólo las intenciones son relevantes, sino también lo que sucede en el exterior. Y, efectivamente, de esto se trata en primera línea; de que alguien que lo necesita reciba ayuda no simplemente de que alguien tenga la intención de ayudarle; de que un juez no sólo tenga la mejor intención de juzgar con ecuanimidad al acusado, sino de que efectivamente lo haga.

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que una acción es correcta «según el leal saber y entender» si no se considera que la validez de los mandatos depende de las opiniones del actor. Del mismo modo se cumple: si quiero seguir un mandato, tengo una buena intención; pero no por ello es mi objetivo el tener una buena intención. Si no queremos caer en un regreso infinito, hemos de admitir que no pueden prescribirse intenciones, sino sólo acciones.

Ahora bien, ¿no es una buena acción mejor cuando también es buena la intención a la que obedece?, ¿no es un auxilio mejor cuando el único propósito que lo guía es ayudar al otro, que cuando su objetivo es la recompensa o la alabanza?, ¿no depende también, e incluso completamente, la cualidad moral de una acción del valor de la intención que la guía? Estas objeciones hacen necesaria la siguiente distinción: las acciones pueden caracterizarse por lo que el actor hace y por sus efectos —es decir, por sus «aspectos externos»— y también por la intención que está a su base. Si, tal y como lo requiere el principio teleológico, se valora una acción según sus consecuencias, entonces esta valoración toma como referencia sólo los aspectos externos de la acción. A la intención se le atribuye un valor en principio independiente, el valor del estado que pretende conseguirse. Ahora bien, muchos verbos que designan acciones, caracterizan también la intención del actor, y no sólo los aspectos externos de la acción, por ejemplo «asesinar» frente a «matar» o «mentir» frente a «no decir la verdad». Además, normalmente, exigimos al actor que tenga en cuenta las consecuencias inmediatas que su acción produce de hecho. Hablamos, pues, de acciones, pero también —sea explícita o implícitamente— de intenciones. Si determinamos, de manera aproximada, el valor del hecho de que alguien realice algo y persiga con ello una intención determinada, como la suma del valor de la acción en sus aspectos externos y del valor de la intención, entonces los juicios sobre acciones son juicios sobre tales hechos complejos, son juicios que no se derivan sólo del criterio T, sino que comprenden una valoración de las intenciones. En este sentido, puede decirse también, dentro del marco de la teoría teleológica, que el valor de una acción depende del valor de la intención a que obedece19.

En Kant se unen el intencionalismo y la tesis deontológica. Según este autor, el valor de una acción no se deriva del valor del fin perseguido, sino del valor de la máxima que se sigue al realizar tal acción. Una máxima es una regla que ordena cumplir un modo de acción (en situaciones de un tipo determinado). El valor de la máxima es, así, el valor de ese modo de acción. Podemos decir que una persona, a, tiene la intención de realizar un modo de acción, G, por medio de una acción, F, cuando a realiza F y con ello quiere hacer G, y cree que el hacer G, en este caso, exige hacer previamente F. Por ejemplo, si comunico a mi amigo que su tren sale dentro de una hora, con ello intento darle una información correcta si quiero hacerlo así y creo que así lo hago cuando le digo que su tren sale dentro de una hora. Mi acción tendría en este caso —según Kant— el mismo valor que la máxima que dice que debemos informar correctamente a los demás. Este principio desemboca en la identificación del valor de la acción, F, 19 Con una acción pueden perseguirse también otros resultados. Su valor se calcula, entonces —desde un punto de vista intencionalista— en base al valor del resultado total perseguido.

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de a, según el principio I, con el valor de la intención que mueve al actor, y en la definición del valor de la acción perseguida, según la tesis deontológica, D, a partir del valor del modo de acción correspondiente. De este modo, esta versión del intencionalismo se ve confrontada tanto a las dificultades de la tesis I como a las de la tesis D.

Para terminar, podemos concluir que la concepción teleológica presenta grandes ventajas frente a las concepciones deontológica e intencional. Por ello, en adelante, partiremos siempre de una concepción teleológica y sólo en los apartados 4.6 y 5.3 volveremos a las ideas deontológicas.